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La Batalla de La Vida Dickens

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La Batalla de la Vida -

Un cuento de Navidad

Por Charles Dickens


Durante mucho tiempo, en aquella colina verde
quedaron resquicios de la gran batalla, aquel-
la que acabó con la vida de tantos hombres,
que tiñó de rojo el verde prado… El tiempo cu-
bre esas heridas pero no las borra. Las alondras
volvieron a cantar, pero durante años, las hojas
del maíz mostraban manchas de un verde oscuro
que siempre hacían recordar aquella terrible lu-
cha. Los hombres las miraban con horror, porque
sabían que bajo este fértil prado, había montones
de hombres y caballos enterrados.

El tiempo siguió pasando y estas huellas se fueron


borrando, hasta quedar tan sólo las historias y
‘cuentos’ que narraban los ancianos.

Se recuerda esta historia, la de dos hermanas que


una mañana de otoño bailaban en el prado junto
a su casa, bajo la alegre mirada de los campesi-
nos que en ese momento recogían manzanas. Tan
contentas estaban las bailarinas, que arrastraron a
todos los demás en su alborotado baile. Termin-
aron entre aplausos y ovaciones, en esa alegre
jornada en el campo.

El doctor Jeddler, padre de las chicas, salió algo


enfadado para comprobar quién causaba tanto al-
boroto, pues era este hombre muy filósofo pero
nada musical…

– ¿De dónde viene esa música? ¡A qué viene tan-


to alboroto?- protestó él.
– Tal vez, sea, padre, porque alguien cumple
años… – dijo Marion, su hija menor.
– ¡Es tu cumpleaños! ¡Eso es!- y diciendo esto, le
dio un sonoro beso a su hija- ¿Pero conseguiste a
los músicos?
– Fue Alfred, él envió a los músicos- Dijo entonc-
es Grace, la hija mayor, al tiempo que colocaba
unas florecillas silvestres en el pelo de su herma-
na- Está claro que le importa Marion…
– ¡Calla, no digas nada ya de Alfred!- protestó su
hermana.
– No pasa nada, hermanita, no te asustes no te
burles nunca de un corazón sincero como el de
Alfred…- Añadió Grace.
– ¿Y si yo no quiero que sea tan sincero?- pro-
testó Marion.

Grace le llevaba cuatro años a su hermana, y


desde que se quedaron sin madre,. ejercía sobre
ella con ternura un vínculo protector. Su hermana
menor, por su parte, admiraba a Grace, la adora-
ba. Y todo, bajo la tierna mirada de su padre, un
hombre muy bondadoso.

«El tiempo cubre esas heridas pero no las borra»


(La batalla de la vida)
La batalla de la vida: la llegada de Alfred

En ese momento llegaron los abogados Snitchey


y Craggs. Snitchey era el más hablador de los dos.
Craggs era más frío y seco en sus comentarios.
– ¿Dónde está Alfredo?- preguntó el padre de las
jóvenes.
– Vendrá un poco más tarde- dijo entonces Grace.
Entonces entró un joven apuesto, vestido para un
viaje, y seguido por un porteador, llevando varios
paquetes y cestas. Llegó con un aire de alegría.
– ¡Feliz regreso, ‘Alf’- saludó el doctor Jeddler.
Luego apretó con fuerza la mano de Snitchey y
Craggs.
– ¿Dónde está el cielo más hermoso?- preguntó
buscando con la mirada a la joven Marion. Al fin
la localizó y fue a saludarla. Después saludó a
Grace.

Todos se sentaron a la mesa y comenzaron a


comer, al tiempo que recordaban en sus conver-
saciones, la gran batalla.

– Fue un día como hoy- dijo entonces el doctor


Jeddler- En este terreno donde ahora estamos
sentados. En donde mis hijas bailaban hace un
momento… Bajo nuestros pies hay un cementer-
io de huesos y polvo.
– ¡Fue hace mucho tiempo! Y sin ningún resulta-
do… insinuó Alfred.
– Sí, en eso estamos de acuerdo, joven Alf, en
que las guerras son una tontería… Estúpido, der-
rochador, positivamente ridículo- dijo el doctor.
– Digo, señor- respondió Alfred- que el mayor
favor que usted podría hacerme a mí, y me incli-
no a pensar también a usted mismo, sería intentar
a veces olvidar esto, lo del campo de batalla, y
otros similares, en ese campo de batalla más am-
plio de la Vida.

Creo además, señor Snitchey, dijo Alfred di-


rigiéndose ahora al abogado- que hay silenciosas
victorias y luchas, grandes sacrificios de uno mis-
mo y nobles actos de heroísmo, en ello, incluso
en muchas de sus aparentes ligerezas y contra-
dicciones, no menos difíciles de lograr, porque
no tienen crónica social, hecho todos los días en
rincones de hogares pequeños y en los corazones
de hombres y mujeres.

Las dos hermanas escuchaban a Alfred con mu-


cho interés.

– Ay, Alfred… Me temo que a pesar de todas es-


tas conversaciones, en menos de tres meses en
tu viaje para completar tus estudios de medicina,
nos habrás olvidado… – dijo el doctor- ¿Verdad,
Marion?
La joven pareció decir, jugando con su taza, que
sí, mientras que Grace, apretó su mejilla contra la
de su hermana y sonrió.

Los abogados sacaron unos papeles que Alfred


y el doctor firmaron. De esta forma, el joven Alf
dejaba de estar tutelado por el doctor. Antes de
partir, Alfred habló con Grace para pedirle que
cuidara de Marion, su gran amor. Luego se ac-
ercó a la menor de las hermanas:

– Cuando regrese y te reclame, querida, y la bril-


lante perspectiva de nuestra vida matrimonial se
presente ante nosotros, uno de nuestros princi-
pales placeres será hacer feliz también a Grace,
tu hermana, y devolverle todo lo que nos está
dando- dijo Alfred.

El joven finalmente se fue y Marion quedó allí


muy callada, con los ojos llenos de lágrimas.

«Hay silenciosas victorias y luchas, grandes sacrificios


de uno mismo y nobles actos de heroísmo hecho todos
los días en rincones de hogares pequeños «
(La batalla de la vida)

Segunda parte de ‘La batalla de la vida’

Snitchey y Craggs compartían oficina, siempre


estaba abierta. Sus respectivas mujeres, con sus
más y sus menos, se llevaban bien, y ambas con-
sideraban al despacho en donde trabajaban sus
maridos, su enemigo común. Atendían en ese
momento a un cliente de unos treinta años, Mi-
chael Warden, angustiado porque acababa de per-
der todo lo que tenía, y según los abogados, debía
partir al extranjero para huir de las deudas.

– ¡Estoy arruinado con treinta años!- se quejaba


el hombre- Y por si eso no fuera ya suficiente…
¡además estoy profundamente enamorado!
– ¿Enamorado? ¿Será de una dama rica?- pre-
guntó Snitchey.
– No, no es rica… salvo en belleza, eso sí.
– Al menos estará soltera- consultó Craggs.
-Sí, eso sí- respondió Warden.
– ¿No será una de las hijas del doctor Jeddler?-
preguntó Snitchey.
– Esa misma- respondió él.
– ¡Pero eso no puede ser! ¡Está comprometida!–
exclamó asombrado Craggs.
– Bueno, ¿y qué muchacha de su edad no cam-
bia de opinión?- dijo entonces el recién arruinado
joven- Señores, no se metan en temas del amor.
Pienso conseguir a esta joven. Nunca me la lle-
varía sin su propio consentimiento, pero lucharé
por ella.
– No hay nada de ilegal en ello- dijo entonces
Craggs.
– No puede, señor Craggs- apuntilló Snitchey,
evidentemente ansioso y desconcertado- Él no
puede hacerlo, señor. Ella adora al señor Alfred!
– No lo asegure tanto- le cortó Warden- Hace
unos meses estuve allí unos días y ella no men-
cionó ni una vez a Alfred. Era muy joven cuando
contrajo compromiso… por su hermana mayor,
que le animó a hacerlo. Pero puede que ella se
haya enamorado de mí, como yo me he enamo-
rado de ella.
– Insisto- dijo Snitchey- que ellos se aman. Se
conocen desde niños…
– Y es por eso que tal vez sienta amistad y no
amor como usted piensa- dijo entonces Warden-
¿Cuándo debería abandonar el país?- preguntó
entonces.
– En una semana como mucho- insinuó Craggs.
– Un mes, en un mes, si no consigo el amor de
Marian, me iré.
– Una demora muy larga- recalcó Cragg- Pero
usted tiene la última palabra.
Y Warden partió, mientras los dos amigos se
miraban asombrados, recordando las recientes
palabras de Alfred en aquel desayuno de cum-
pleaños.
– Nuestro amigo Alfred habla de la batalla de la
vida– sacudió la cabeza Snitchey- Espero que no
lo maten temprano en el día.

«»Tal vez sienta amistad y no amor como usted piensa»


(La batalla de la vida)

El encuentro de Marion y Michael en ‘La batalla


de la vida’
Lejos, en un pequeño estudio, Grace cosía mien-
tras su hermana leía frente a su padre un libro.
Clementine, la criada, entró contenta y llamó al
doctor, para decirle que había llegado una carta
de Alfred. Volvería muy pronto.

– ¡Qué contenta estoy, señor! ¡Pronto habrá boda


en esta casa! ¡Y será en Navidad!
– Clementine, no lances campanas al vuelo. Les
daré yo la noticia a las chicas- dijo el doctor.
Y entrando de nuevo en el cuarto, les dio la buena
nueva.
-¿Pero ya?- exclamó Marion asombrada.
– ¡Qué ilusión más grande!- dijo entonces Grace.
– En un mes más o menos, creo- dijo su padre.

Marion mostraba una sonrisa triste, mientras su


hermana daba brincos de felicidad. El doctor
tampoco podía ocultar su alegría de volver a ver
a su antiguo alumno.

Por su parte, Clementine se retiró a la cocina, y


mientras hablaba con el bueno de Britain (tam-
bién al servicio de la familia), escuchó un ruido.

– ¿Has oído? ¡Un ruido fuera!- dijo Clemetine.


– Será un gato, mujer- insinuó Britain.
– Iré a echar un vistazo- dijo entonces Clemen-
tine.

¡Qué sorpresa al salir sigilosa y al ver en el jardín


la figura de Marion! Parecía hablar con alguien.

– Warden, te van a descubrir…deberías buscar un


escondite y decirme dónde para ir hasta allí.

Clementine no podía salir de su asombro… ¡Su


pequeña Marion se estaba viendo con otro hom-
bre!

Ella le tomó de la mano con pasión y ambos se


abrazaron. Clementine decidió retirarse y entró
de nuevo en la cocina.

– ¿Ves como no era nada, mujer?- dijo Britain.

Clementine seguía anonadada ante tal descubrim-


iento. Estaba pálida y temblaba de pies a cabeza.
Decidió esperar a que volviera Marion, y envió
a Britain a dormir. Cuando vio llegar a la joven,
con la mirada iluminada y las mejillas sonrosadas
como pétalos de flor, le dijo:
– Es poco lo que sé, querida, muy poco; pero sé
que esto no debería ser así. ¡Piensa en lo que hac-
es!
– Lo he pensado muchas veces- dijo Marion
suavemente.
– Piensa en tu padre, tu hermana, en el pobre Al-
fred, enamorado como está de ti.
– Tengo que ir, Clementine, tengo que hablar con
él. ¿Vendrás conmigo o iré sola?
Clementine decidió acompañarla. Los jóvenes
hablaron por mucho tiempo y él se despidió
besándole la mano.
– Clementine, amiga, debes guardarme el secre-
to– pidió entonces Marion al volver a casa.
Y su amiga, confidente desde que era niña, tuvo que asen-
tir con la cabeza.

«Clementine seguía anonadada ante tal descubrimiento.


Estaba pálida y temblaba de pies a cabeza».
(La batalla de la vida)

La batalla de la vida: El día de Navidad


Y llegó el día. La sala adornada con guirnal-
das, decorada de Navidad. Con un ambiente jo-
vial, alegre. Era una tarde fría de invierno y el
doctor estaba ansioso ante la inminente llegada
de Alfred. Grace ayudaba con los preparativos,
mientras Clementine no podía dejar a una pálida
y triste Marion. Grace terminó de hacer para su
hermana una corona con las flores favoritas de
Alfred, tal y como ella recordaba.

– La próxima que haga, será la de tu boda– le


dijo. Marion sonrió y la abrazó.

Cada vez llegaron más personas a la fiesta. Todas


felicitando a Marion por el regreso de su supues-
tamente amado Alfred. También llegó Craggs con
su esposa, pero la esposa de Snitchey llegó sola.

– Ya sabes, la dichosa oficina- le dijo al doctor a


modo de excusa.
– ¡Dichosos negocios!- exclamó aturdido él.
Comenzó el baile junto a la chimenea, y un rato
después, llegó Snitchey. Tomó por el brazo a su
compañero de bufete y le dijo:
– He estado con él… mucho rato. Ha firmado los
papeles… Partirá esta misma noche, en su barca.
– ¿Y no ha vuelto a mencionar?…
– No, no ha dicho nada- sentenció Snitchey.

Ambos sabían que se refería a Marion, que en ese


momento pasaba junto a ellos y cruzaba la hab-
itación en busca de su hermana.

– ¡Cállate!- dijo cauteloso Scragg- No menciones


nombres y no dejes que parezca que estamos
hablando de secretos.

El doctor, por su parte, estaba impaciente. A cada


momento preguntaba a Britain si había llegado su
querido Alfred.
– De momento no he oído nada, señor- respondía
él constantemente.

Pasaron los minutos y de pronto Jeddler vio una


luz tras los cristales. Era la luz de un carruaje. Sí,
fuera, el coche de Alfred llegaba a la casa. Él se
bajó con cuidado. Había escarcha en el césped, y
estaba nevando. Pero antes de llegar, escuchó un
sonoro grito dentro de la sala. Se abrió la puerta y
llegó Grace, con la cara desencajada.
– ¡No está, Alfred! ¡Se ha ido!
– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿De quién hablas?
Grace le tomó la mano, mientras llegaba su padre
con una hoja en la mano.
– Alfred, se ha ido… Marion se fue. Ha dejado
por escrito que la perdonemos por lo que hace…

Un revuelo tremendo siguió a esta escena, susur-


ros, cuchicheos… Alfred, con la cara desencaja-
da, pidió una linterna. Quería buscar las huellas
de su amada, seguirlas, encontrarla. Pero no había
huellas. La nieve las había borrado…

Tercera parte de ‘La batalla de la vida’

Pasaron seis años desde esta fatídica noche.


Clementine y el bueno de Benjamin Britain se
habían casado y juntos inauguraron una posada
llamada el ‘Rallador de Nuez Moscada’.

Ambos estaban felices por tener su propio ne-


gocio. Clementine escuchó decir a los abogados
que el señor Warden seguía en el extranjero…
Hablaba la pareja en el bar de su posada cuando
de pronto llegó un cliente. Un caballero vestido
de luto, con capa y botas como un jinete a cabal-
lo, estaba de pie en la puerta del bar. Clementine
le miró sobresaltada. Le recordaba a alguien…

– Bienvenido- se apresuró a decir Britain- Si me


acompaña, le enseñaré arriba la mejor habitación
que tenemos.
– Antes me gustaría tomar una cerveza- dijo el
recién llegado- Por cierto… les oí mencionar el
nombre del doctor Jeddler cuando entré. ¿Sigue
vivo?
– Sí señor- respondió Britain.
– ¿Y cómo está desde entonces? ¿Ha cambiado
mucho?
– ¿Desde cuándo?- preguntó extrañada Clemen-
tine.
– Desde que se fue su hija…
– Ah, pues sí que ha cambiado, sí- dijo entonces
la mujer- Está viejo, gris… pero feliz. No hace
más que hablar de las virtudes de su hija Marian.
Consiguió perdonarla, justo al tiempo que se casó
Grace, su hija mayor.
– ¿Se casó Grace?- preguntó el extraño.
– Sí, ¿no sabe la historia? Justo el día del cum-
pleaños de su hermana, con quien había estado
llorando su pérdida tanto tiempo. Con Alfred…
Y ahora son muy felices juntos. Tienen una niña.
– ¿Y de la hermana se sabe algo?
– Poco, muy poco. Envía cartas a su hermana dic-
iendo que vive muy feliz y que está muy contenta
de la unión de Grace con Alfred. Pero no sabe-
mos dónde está y cuáles son sus condiciones de
vida… tal vez..
– ¿Tal vez?- repitió el extraño.
– Tal vez usted lo sepa mejor… ¡Michael War-
den!

Al fin le había reconocido, era él, el mismo hom-


bre que se encontró aquella noche con Marian…
– Corre, Benjamin, ¡avisa a Grace, a Alfred, al
doctor! ¡Que vengan corriendo!- gritó Clemen-
tine fuera de sí.
– Esperad, no vayáis- dijo Warden poniéndose en
medio de la puerta, con semblante triste. Entonc-
es se dio cuenta. Clementin se fijó en su ropa de
luto.
– ¡No!- gritó ella.

El recién llegado no negó nada, y Clementine


rompió a llorar desconsolada, pensando que
Marion había muerto. Entonces llegó corriendo
el abogado Snitchey, jadeando.

– ¡Contigo tenía que hablar!- dijo al verle War-


den- Dijiste que ibas a guardarme el secreto y sé
que no lo has hecho…
– Señor, en recuerdo de mi difunto amigo y so-
cio Craggs, que en paz descanse, hemos llevado
todo con discreción, pero finalmente el doctor se
enteró. No así su hija Grace. A ella, le daremos
mañana la noticia.

Clementine seguía llorando, pensando en la po-


bre Grace. ¿Qué pasaría cuando le dieran esta ter-
rible noticia de su hermana?
«Clementine rompió a llorar desconsolada, pensando
que Marion había muerto»
(La batalla de la vida)

La batalla de la vida… el final

Y el día llegó, justo el día del cumpleaños de


Marian. Grace estaba con su esposo en el jardín.
Su hija, jugando alrededor. Y fue el propio Alfred
quien le dijo:
– Tengo una sorpresa para ti, mi querida Grace,
pero debo estar seguro de que podrás soportarlo.
– ¿Sorpresa? ¿Y por qué no iba a soportarla?
¡Claro que sí!

Y entonces, apareció Marian, del brazo de su


padre, con los mismos ojos alegres y su intac-
ta belleza. Grace corrió apresurada a abrazarla,
entre lágrimas. No podía estar más feliz. ¡Al fin
había vuelto! ¡Al fin la recuperaban!

– Mi querida Grace- le dijo Marian- He vuelto


al hogar que me corresponde, a mi lugar. Nunca
te dije dónde fui. ¡Perdóname! Esa noche me es-
capé, huí de un destino que no me correspondía,
que estaba hecho para ti. Llamé a la tía Marta
y me dio cobijo, al tiempo que guardaba mi se-
creto. Partí con Michael Warden, aprovechando
que él se iba del país justo esa noche. Pero sigo
soltera, ¿sabes? Y he vivido, eso sí, muy feliz.
Estoy encantada de poder volver de nuevo con
vosotros, ahora que Warden ha recuperado la
casa que había perdido.

Él, por cierto, esperaba a lo lejos, en un discreto


lugar, acompañado por el abogado, Snitchey.

Así, poco después, Warden y Marion se casaron, y


dicen que vivieron muy felices en esa casa que él
pudo recuperar, después de aguardar con mucha
paciencia. Pidió perdón a la familia del doctor y
fue perdonado. Eso cuenta esta historia, esta bat-
alla de la vida en la que el amor ganó finalmente.

«No podía estar más feliz. ¡Al fin había vuelto!»


(La batalla de la vida)

* Resumen de www.tucuentofavorito.com

Regalo de Navidad 4 de 8.

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