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Los Guardas de La Casa - Shirley Ann Grau

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Los guardas de la casa nos narra la historia de una familia del Sur desde

comienzos del siglo XIX hasta la actualidad. A través de la figura del abuelo,
William Howland, y de Abigail, nieta suya y narradora de la obra, y a partir
de la unión del abuelo con una negra, Margaret, va surgiendo una historia en
la que la intensidad del pasado destruye, poco a poco, el presente. El odio
racial propio de los Estados sureños, la erupción de múltiples venganzas entre
ofensores y ofendidos, la sutil sensación de saberse emparentado con personas
de otro color, son los móviles que hacen actuar a los personajes de este libro
que, escrito en un estilo poco común, se ha hecho merecedor del Premio
Pulitzer 1965.

Página 2
Shirley Ann Grau

Los guardas de la casa


ePub r1.0
Titivillus 03.12.2024

Página 3
Título original: The Keepers of the House
Shirley Ann Grau, 1964
Traducción: Luis Pérez González, 1966
Colección: Áncora & Delfín, n.º 271
Premio Pulitzer 1965

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
El día en que los guardas de la casa se estremezcan
y los varones poderosos se dobleguen
y los que muelen estén ociosos al ser pocos
y los que miran por las ventanas queden en tinieblas

Y se cierren las puertas en las calles


cuando el sonido de las muelas sea débil
y se eleve con el trino de los pájaros
y las hijas de la música queden silenciosas

Cuando teman a las alturas y sientan el miedo de los llanos


cuando el almendro florezca y el saltamontes sea una plaga
cuando los apetitos se marchiten
porque el hombre a la eternidad regresa
y los lamentos le acompañan por las calles
ECCLESIASTÉS 12:3-5

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ABIGAIL

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L OS atardeceres de noviembre son plácidos, serenos y secos. Los árboles
desnudos cubiertos de escarcha y las plantas relucen y se vuelven
plateados en la marchita claridad. En los campos, que el invierno dejó
desiertos, afloramientos graníticos lanzan vivos destellos blancos. Los huesos
de la tierra, les llaman los viejos. En los pliegues más profundos del suelo, al
sudoeste, donde no hace mucho se ponía el sol sólido y rojo, el río Providence
refleja una luz gris, escueta. El río trae poco caudal en esta época del año,
contraído por la sequía. Refleja un cielo empañado, como un viejo espejo.
Los atardeceres de noviembre son tan serenos, tan definitivos. Son
atardeceres sin niebla. Se ve a millas de distancia, en todas direcciones. Hacia
el este, hacia el norte, arriba en las montañas prominentes cada árbol es
distinto y definido. No hay el menor vestigio de humo allí en las alturas, a
pesar de que antes, en octubre, había manchas disonantes de cenizas
amontonadas procedentes de los incendios forestales de los Smokies. Y no
hay la menor presencia de brumas a lo largo del valle que acoge al río
Providence. Todo se ofrece vigoroso y nítido. Sólo está la serena y siempre
marchita claridad.
El mes pasado había dos chotacabras que se pasaron chillando toda la
noche. No pensaba que fuera a echar de menos esos alaridos, pero los añoro.
Ahora.
Detrás de mí, la casa está en calma mientras mis hijos se disponen a cenar.
(Una cena temprana, porque sólo los más pequeños están en ella). Mis hijas
mayores se han ido a la escuela en Nueva Orleans. El condado no lo sabe
todavía, pero se enterarán; siempre se enteran de todo. «Es propio de los
Howlands», dirán. «Siempre haciendo cosas extravagantes, por todo lo alto.
Es que son así. A pesar de haberse descalabrado hace poco,
completamente…».
Tengo la impresión de que estoy muerta, sentada aquí. Que soy como los
afloramientos graníticos, como los huesos de la tierra, incorpórea y eterna.
Enciendo la luz del porche. Lo hago porque he salido a regar los geranios.
Con la regadera grande de hojalata rocío la densa fila de flores abiertas rojas y
blancas. Me enseñaron que el geranio resiste mejor el frío de la noche si las

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raíces están húmedas. Éstos, que crecen bajo el tejado del porche, apoyados
contra la cálida pared de la casa, aguantan hasta lo más crudo del invierno.
Riego descuidadamente y el agua salpica por las tablas del porche. Estoy
asomada contemplando el patio, el patio delantero. Incluso bajo esta luz
nebulosa se puede ver que el césped ha sido pisoteado, destrozado. Recuerda
un tanto a una mar picada. La cerca de estacas ha desaparecido
completamente. Todo lo que se ve son las finas ramas de la rosa de cherokee
que un día crecía allí y ahora se expanden en forma de surtidor.
No reemplazaré esa cerca. Quiero recordar.
Mientras me hallo ante el inmaculado atardecer no encuentro extraño estar
luchando contra toda una ciudad, contra todo un condado. Estoy sola, sí, es
cierto; pero no siento un miedo especial. La casa estaba antes vacía y solitaria
(aunque yo no me daba cuenta). No es peor, ahora. Sé que voy a hacer tanto
daño como a mí se me ha hecho. Que destruiré tanto como he perdido.
Es un modo de vivir, se sabe. Es un medio de mantener al corazón
latiendo bajo el arco protector de sus costillas. Y ya es suficiente por ahora.

Hay varias polillas grandes revoloteando en torno a la luz del porche y


unos cuantos escarabajos panzudos vueltos boca arriba que se retuercen
desamparados sobre los listones. Me pregunto cómo habrán podido sobrevivir
con la helada. Tienen que haber depositado sus crías debajo de la casa, al
calor de la misma o entre las tablas. Una lechuza tantea sigilosamente más
allá del rincón del porche, evitando la luz.
Me ajusto el suéter más estrechamente en torno a mi cuerpo, me apoyo
sobre la barandilla y contemplo la llegada de la noche. Que no brota de un
punto determinado (no es de esa clase de noche). Emana de todas partes,
como el fluido en una esponja. No hace viento todavía. Se levantará después.
Siempre ocurre así.
Escucho el fugaz chillido de un conejo. La lechuza ha encontrado
alimento.
Estoy en el porche de la casa que el abuelo de mi tatarabuelo construyó, y
a través de la puerta oigo a mis hijos corretear por el vestíbulo en busca de la
cena. Marge, la pequeña, ríe mientras Johnny la importuna diciéndole: «¡Que
te cojo, que te cojo!». Las palabras flotan en el ambiente tranquilo y
monótono hasta que una puerta las amortigua.
Yo también fui niña una vez en esta casa, correteando por los salones,
subiendo y bajando esas escaleras. No era tan bonita como es ahora (era antes

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de la guerra, antes de que mi abuelo hiciese su fortuna), pero era la misma
casa. Para ellos, para mí. Siento la presión de las generaciones que me
precedieron arrastrándome a través de los ciclos recurrentes de la vida y la
muerte. Yo fui una vez la niña que para irse a la cama subía las escaleras
hablando a solas para distraer el miedo que sentía por los espíritus de la
noche. Mi madre dormía en la cama grande con dosel de la alcoba sur. Y mi
abuelo solía estar donde yo ahora estoy, en el mismo sitio… Y aquellos que le
precedieron también. Se sentaban en este porche y contemplaban los campos,
descansando de las fatigas del día, dejando correr sus ojos por las suaves
ondulaciones del paisaje hasta alcanzar los bosques oscuros. Por aquellos días
los bosques eran más frondosos.
Ellos han muerto. Todos. Yo estoy atrapada, presa en la maraña de sus
actos. Es como si sus vidas tendiesen una red de hilos invisibles en el
ambiente de esta casa, de esta ciudad, de este condado. Como si tropezase y
cayese dentro de ella.

La lechuza lanza su trémula y descendente llamada, muy distante ya. Por


un momento, me parece estar viendo su figura recortada contra el cielo, sobre
el río Providence. Estoy en la más absoluta oscuridad y escucho el clamor de
las voces que braman en mi cerebro, contemplando el desfile de personajes
que emergen y pugnan por llamar la atención ante mis ojos. Mi abuelo. Mi
madre. Margaret. Los hijos de Margaret: Robert, Nina y Crissy.
Han transcurrido varios años desde que supe por última vez de Crissy o
Nina. No sé dónde están ahora. No sé lo que estarán haciendo. No sé siquiera
si aún están con vida. Pero Robert sí, Robert regresó. Pero, ¿cuánto hace?
Tres meses, no más. Regresó cargado de odio, sarcástico. Surge de la multitud
de personas que hay en mi cabeza y se sitúa junto a mí en el porche. No el
muchacho con el que crecí, no el niño que conocía, sino el hombre a quien vi
hace sólo dos meses.
Es de mi edad, tiene casi exactamente los mismos años que yo, aunque
actúa como un hombre viejo, restregándose la boca, parpadeando con
nerviosismo. Pero está vivo. Y cuando soy sincera conmigo misma, como lo
soy esta noche, me doy cuenta de que desearía que no lo estuviese.

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WILLIAM

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Q UIERO relatarles la historia de mi abuelo, de Margaret Carmichael y la
mía. Es difícil saber por dónde debo empezar, presentar todo el pasado
y relacionarlo con todo lo demás. Mi abuelo era William Howland. Margaret
era una freejack de más arriba de New Church. Pero tampoco empezaba allí
exactamente.
Cuando una piensa en ella, ve que empieza muy atrás, mucho tiempo
atrás, en los primeros 1800, cuando Andrew Jackson y su ejército se dirigían
hacia el norte desde Nueva Orleans. Fue una hermosa guerra, vigorosa y
amable, que ni siquiera retuvo a los soldados mucho tiempo fuera de su hogar.
Quedó bastante tiempo para trabajar en la siembra de primavera. Fue una
guerra propia para el lóbrego invierno y que dio ocasión para que hablasen de
ella sus protagonistas por el resto de sus vidas. Cómo persiguieron a los
ingleses en los campos y terrenos pantanosos de Chalmette. Cómo fueron
recibidos como héroes después en la ciudad. La ciudad más grande que
habían visto jamás. Una hermosa y rica ciudad con grandes veleros anclados
en el río, una catedral pontificia y sacerdotes con largas sotanas negras. Y
mujeres como nunca habían visto tampoco antes, de caras redondas, de carnes
tersas, de ojos oscuros. Más dulces, más delicadas que sus deslucidas esposas.
Todas vestidas con seda brillante, incluso las madres, todas conversando en
una lengua que no podían entender.
El ejército regresó victorioso a casa. Los mismos esclavos se sentían
felices. De éstos había unos cuantos. Andrew Jackson los había llevado
consigo cuando marchó hacia el sur, nervioso y preocupado, desconociendo la
clase de ejército inglés con el que iba a enfrentarse. Esos esclavos se
sometieron al ejército, sirvieron en él y regresaron con él. Cada hombre que lo
abandonaba recibía un papel firmado por Andrew Jackson por el que se les
concedía la libertad. Pero el general tenía una mano inhábil y firmaba
descuidadamente; nada más que las primeras cuatro letras de su nombre
destacaban con claridad. En aquellos trozos de papel se escribía únicamente la
palabra free (libre) y un garabato que parecía decir «Jack». Por este motivo,
estos libertos y sus hijos fueron llamados en los años que siguieron freejacks.

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Se sentían orgullosos de su condición y se mantenían apartados de otros
negros. En las generaciones que siguieron, recibieron algo de sangre choctaw
y se afianzaron más en sí mismos, adoptando muchas de las costumbres y
formas de vida de los indios. Se dispersaron por todo el estado, en pequeñas
comunidades. En particular, se asentaron en las tierras altas pobladas de pinos
y en las tierras bajas pantanosas situadas entre las ramas este y oeste del río
Providence. Era una tierra muy fértil, aunque había en ella mucho paludismo.
Había por lo menos cincuenta familias diseminadas por la región. Uno podía
nacer, casarse y morir en el triángulo de tierra que se contenía entre las dos
bifurcaciones de aquel río. Una comunidad que ellos llamaron New Church.
Allí fue donde nació Margaret Carmichael.
En el mismo ejército que se hundió en el norte durante la primavera de
1815 hubo un hombre llamado William Marshall Howland. Era de Tennessee,
joven, de dieciséis, diecisiete o dieciocho años, él no estaba seguro. Su madre
había muerto cuando era un niño, y las demás personas —⁠sus tías y otros
parientes⁠— no se habían molestado en llevar la cuenta. Era alto y delgado.
Tenía el pelo castaño y ojos azules. Cuando cogió la carretera con sus
camaradas, marchando hacia casa después de haber terminado la guerra, su
cabeza le dolía por el licor que había bebido y su cerebro le daba vueltas por
la serie de cosas que había visto. Transcurrido un día, más o menos, se sintió
mejor y empezó a fijarse en lo que le rodeaba. Vio las ondulaciones y declives
de la tierra y el suave terreno arenoso. Vio interminables extensiones de
árboles, pinos y nogales, magnolias de grandes hojas y gigantescas encinas.
Vio cómo las plantas florecían en el cálido suelo, cómo crecían hasta el doble
de su tamaño normal sin vientos que las abatieran: sanapudios blancos,
saúcos, azaleas rojas y laureles. Y recordó el paisaje montañoso hacia el que
se dirigía nuevamente —⁠riscos cortantes y valles tan estrechos que el sol
nunca había brillado en ellos⁠—. Y las pequeñas laderas plantadas de tabaco,
tan empinadas, que solo empinándose un hombre podía alcanzar las plantas.
Recordó también los claros sin vegetación, abiertos y moteados de flores, y
las amplias distancias verdes y azules que se divisaban desde ellos. Pero sus
ojos estaban cansados de extensiones. Necesitaba de una tierra más
acogedora, cortada a la medida de un hombre, en donde las colinas pudieran
remontarse y el suelo removerse fácilmente con el arado.
Sus amigos le habían dicho que si quería hacerse granjero, debería
proseguir hasta las tierras negras llanas del delta que estaban situadas un poco
más al norte. Pero William Marshall Howland negó con la cabeza y dijo que
estaba cansado. Decidió hacer su propio camino. Apenas si pudo hacer su

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recorrido a pie, pues tardó semanas en encontrar un lugar que le agradase. Se
quedó finalmente en la región casi desierta del este, junto a un risco que
recortaba verticalmente sus paredes rojas en el cielo sobre un riachuelo
profundo, de rápido curso. Como no tenía nombre lo llamó río Providence,
que era el nombre de su madre, lo único que sabía de ella. El terreno estaba
poblado de árboles y se podía distinguir poco entre la espesura. Por ello fue
caminando lentamente por su superficie, en todas direcciones, trazando el
plano en su mente. Desde el cauce del río la tierra ascendía suavemente en
una serie de largas ondulaciones y se elevaba poco a poco hacia los riscos
más altos del este. Levantó su casa en el cuarto de los escalones que
arrancaban de las márgenes del río, en el punto medio entre éste y la montaña.
Ese William Howland fue asesinado por cinco indios que le atacaron en
abril mientras estaba desmontando los campos. Se apoderaron de su hacha, de
su rifle, su cuerno de pólvora y del zurrón de municiones de piel de marmota,
pero no tocaron la casa situada en lo alto de la colina. Estaban ebrios y
ensimismados, quizá por ello no se dieron cuenta. Los niños de Howland
fueron corriendo a avisar a sus vecinos más próximos (había seis o siete
familias por entonces en la zona). En poco más de una jornada nueve hombres
se pusieron en marcha y el hijo mayor de Howland, que tenía catorce años, les
acompaño también. Siguieron la pista a los indios hasta el río Black Worrior y
allí, en sus orillas, les mataron a todos salvo a uno. Regresaron con el único
superviviente y con un cuero cabelludo semiseco. Llamaron a la familia
Howland para que saliese a ver cómo colgaban al indio en una encina blanca,
delante de la casa. Y enterraron decorosamente el cuero cabelludo de William
Howland, a la cabecera de su tumba.
Así fue cómo murió el primer William Howland, un hombre joven
todavía, no sin antes haber dejado esposa y seis hijos para llenar la casa.
Todos unidos, los Howland progresaron. Cultivaban el suelo y cazaban.
Elaboraban whisky y ron y extendieron su mercado desde el río Providence
hasta Mobile. Bien pronto adquirieron una pareja de esclavos y después otra
más. A mediados de siglo tenían veinticinco, aunque no era una gran
plantación. Nunca llegó a ser más que una hacienda próspera, que respondía
más bien al tipo de las granjas de Carolina, las primeras que había visto
Howland. Había algodón, con sus pujantes flores rosas y sus pesados copos
blancos destacando bajo el sol del estío. Había maíz, con sus borlas suaves
luego enmohecidas por el ganado que en invierno pastaba sobre él. Había
sorgo, que proporcionaba al jarabe acuoso su fino sabor dulce; había cerdos,
cuya sangre hervía en el suelo helado de noviembre. Había pequeñas parcelas

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de tabaco que eran removidas cada dos años para vigorizar el suelo virgen. La
casa creció en dimensiones. Había un granero, un establo, cuatro ahumaderos
y un cobertizo para curar el tabaco. Había un molino harinero, con una rueda
de ciprés y piedras de granito. En los días prósperos anteriores a la Guerra
Civil, incluso las dependencias interiores empezaron a mostrar toques de
elegancia (armoniosas mesas con incrustaciones, estantes llenos de figuras de
porcelana). Por entonces el condado tenía el nombre de Wade y el pequeño
embarcadero que construyó el primer William Howland se convirtió en
Madison City, una pequeña y bella ciudad con un palacio de justicia de
ladrillo, una plaza y una sola calle jalonada por comercios y edificios.
Y cada generación tuvo un William Howland. Algunas veces llevaba el
apellido de su madre como patronímico intermedio y otras no. Hubo un
William Marshall Howland, el primero, que había venido de Tennessee. Su
hijo se llamó William Howland a secas, pues su madre procedía de una
familia vulgar sin ningún orgullo por su nombre. Su hijo fue William Carter
Howland. Resultó muerto en la Guerra Civil, fue mutilado y quemado vivo en
la espesura de la selva. Un hombre joven, sin esposa, ni tan siquiera un hijo
bastardo que pudiera llevar su nombre. A los tres años, el hijo de su hermano
fue bautizado con el nombre de William Legendre Howland y de esta forma
se recuperó el nombre.
Aquella señora, que se llamó Aimée Legendre, provocó gran conmoción
en el condado. En primer lugar, era católica de Nueva Orleans, se había
casado ante un sacerdote y no había puesto una sola vez el pie en una iglesia
baptista o metodista de la ciudad en donde pasó su vida entera de casada. Ésta
era una de las cosas. Luego estaba su padre. El señor Legendre comerciaba en
algodón, y, durante los últimos años de la Guerra Civil, el algodón se vendía a
precios fabulosos tanto a las plantas transformadoras del norte como a las de
Inglaterra. Un hombre que no tuviese prejuicios de lealtad a los confederados
podía hacer una fortuna en nada de tiempo. El señor Legendre la hizo y
continuó prosperando durante toda la Reconstrucción. Era un hombre muy
rico cuando cayó muerto en las escaleras de la catedral de San Luis al salir de
la misa en la mañana lluviosa de un domingo. Su dinero fue a parar a su hija y
con ello la hacienda de Howland progresó y se desarrolló más. Aimée
Legendre Howland sentía ambición por las tierras, quizá porque había sido
educada en la ciudad, y cuando se vendieron otras haciendas en los años
setenta y ochenta, azotadas por la pobreza, empezó a comprar. Toda clase de
tierra. Las bajas, para el algodón. Cerros arenosos, poblados de pinos, que no
se utilizaban en aquellos días más que para obtener leña.

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Después de su hijo, hubo otro William Howland más. Fue mi abuelo.

Cuando conocí a mi abuelo era un hombre viejo, grande y pesado, de ojos


azules apagados y con una calva brillante orlada por un pelo oscuro. Su barba
había encanecido tanto que no había ya ninguna sombra en sus mejillas, que
reflejaban una tonalidad rosa como las de un niño. Ése era el hombre que yo
conocí. Pero hubo otro. Uno anterior a él. Lo había visto en retratos y lo
conocía por las historias.
Todos cuentan historias en estos alrededores. Cada casa, cada persona,
tiene en derredor suyo una serie de historias que son como una especie de
aureola. La gente me ha contado leyendas desde que era una niña menuda,
cuando agazapada en el patio frontal, en overoles manchados de barro,
escarbaba en busca de larvas de hormiga león. Me hablaban y me hablaban.
Algo he olvidado, pero la mayor parte lo recuerdo. Así es cómo mi memoria
puede retroceder hasta antes de mi nacimiento.
Cuando quiero, puedo ver a mi abuelo William Howland, joven, alto y
pesado ya, pero con abundante cabellera y un auténtico bigote rizado sobre
los labios. Un hombre guapo y atractivo. Fue a Atlanta a estudiar leyes en el
despacho de su primo Michael Campbell. Estuvo allí durante dos años, sin
trabajar demasiado, sin estar siquiera interesado por las leyes. Estuvo tanto
tiempo porque su padre lo quiso así. Nunca le gustaron las ciudades y aquélla
le seguía resultando fría y extraña. No había perdido completamente su
aspecto chamuscado y desarticulado.
Estaba aburrido pero no era en verdad desgraciado. Sus estudios no le
interesaban pero sus fiestas sí. Estaba muy solicitado entre las jóvenes amigas
de su primo. Las mujeres veían en él un atractivo irresistible,
desacostumbrado. Le llevaban en largos paseos en coche a visitar los restos
calcinados de los edificios y casas de las plantaciones quemadas durante la
guerra. Había una verdadera locura por las excursiones a la luz de la luna,
entre las casas en ruinas, por los campos de batalla. Ellas le contaban largos
relatos de los ataques, del valor y del coraje. Él asentía con solemnidad,
resignado, aunque no creía una palabra, puesto que había venido de un lugar
del país que había sido destrozado también por el fuego, y sabía cómo se
exageraban las historias. Sin embargo, tenía que admitir que las ruinas
constituían un bello escenario para las excursiones. Había transcurrido mucho
tiempo, y por ello los ladrillos, los escombros, estaban en su mayor parte
cubiertos por zarzaparrillas y plantas trepadoras, suavizando sus contornos.

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En una plácida noche de verano, uno puede olvidarse del fuego y de los
muertos y ver solamente las graciosas formas de una mujer joven,
transportada, delicada y romántica en la tenue claridad.
Le gustaba cazar con sus hermanos y sus padres y todas las fiestas
comprendían invariablemente una cacería. Algunas veces las llamaban
«batidas del coatí».
Nunca iban mujeres con ellos. Era una cacería para hombres. A pie, al
estilo de los países retrasados. (De vez en cuando las mujeres hablaban de las
cacerías inglesas a caballo y se preguntaban sobre lo maravilloso que podría
ser un traje de montar negro. Pero ninguna de ellas sabía montar bien y, por
otra parte, el terreno era muy accidentado).
La cacería empezaba hacia la medianoche. Primero llegaban los batidores
negros con los perros en una carreta. Una bulliciosa y apretada jauría. Luego
los cazadores y sus criados se agolpaban en otras carretas y se dirigían a un
lugar escogido. Los batidores soltaban la jauría. Ésta se dispersaba, haciendo
círculos, rastreando. Los cazadores se solazaban alrededor de las carretas,
charlando, riendo, atendiendo al trabajo de los lebreles, esperándoles para
tener una pista. Cuando la conseguían, los hombres corrían tras ellos. Algunas
veces recorrían millas enteras siguiendo a los perros, abriéndose paso entre la
maleza, descansando sobre los troncos caídos. Si sorprendían un lince los
negros lo hacían saltar sacudiendo el árbol y dejaban que la jauría acabase con
él. Cuando esto sucedía, William se alejaba rápidamente de aquella horrible
sarracina.
Después evitaba pasar por aquel sitio de suelo desgarrado y trozos
diseminados de piel. (Podía sacrificar un cerdo y con frecuencia trabajaba en
los encerraderos durante las primeras matanzas del invierno, pero no le
gustaba matar animales salvajes. Nunca lo había hecho desde el día en que
fue a cazar palomos con su padre en los pastos de su casa y las plumas
manchadas de sangre le hicieron vomitar).
Muchas veces no veían ninguna caza y por otra parte los hombres blancos
casi nunca mataban a ningún animal. Llevaban portadores para sus armas y
éstas eran abandonadas por lo general al principio de la montería. De este
modo, los cazadores no podían disparar aunque lo desearan. (William se
preguntaba a veces por qué se molestaban en llevar consigo ningún arma).
Los negros golpeaban la presa hasta darle muerte… coatí o zarigüeya para el
puchero, la cola de la zorra para decorar las paredes de una cabaña. Después
de todo, ningún hombre blanco comía zarigüeya o coatí, a menos que se
considerase un rastrero. Una vez se cocía por primera vez en casa una

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zarigüeya, la gente decía que veinte años después todavía se podía percibir su
olor…
A las dos horas, los cazadores ya estaban cansados. Encendían un fuego y
esperaban a sus portadores de armas para recogerlas. Con éstos venían varios
mozalbetes llevando jarras de whisky, jadeando bajo la embarazosa carga,
tambaleándose bajo el quebrado suelo.
William Howland, con la espalda apoyada contra un pino, doliéndole los
pies por el desacostumbrado ejercicio, doliéndole los pulmones por el
esfuerzo de trepar y descender por los cerros escarpados, bebía el whisky
caliente y clavaba su mirada en el resplandor de la hoguera. Escuchaba el
ajetreo de la jauría que trazaba círculos en torno suyo. Y ya antes del whisky
se sentía ebrio. Era la carrera a través de la noche, el brillo de la luna que
giraba sobre sus cabezas al caminar, los perros en busca de algo, llamándoles.
Era el aroma de la noche, de las hojas enmohecidas, de las cortezas de los
árboles. Era la sensación de la tierra en la oscuridad, del suelo dormido.

Estuvo en Atlanta durante dos años. Se fue cuando contrajo matrimonio.


El nombre de ella era Lorena Hale Adams.
(No hay fotografías de ella. Ni una sola foto. Las había quemado una tarde
de verano).
La gente pensaba que no se había casado con ella. No creían ni siquiera
que la hubiese llegado a conocer. Ella nunca estuvo presente en ninguna de
las fiestas familiares ni en los bailes. No estuvo en los conciertos ni en las
reuniones de carácter social, ni en las fiestas conmemorativas. No asistía a los
tés, tampoco a las recepciones, tampoco a las comidas de los domingos. De
haberla conocido tenía que haber sido por puro accidente.
Poco después de llegar a Atlanta se procuró una amante. Selma Morrisey,
la viuda de un contratista. Era irlandesa de nacimiento —⁠seguía teniendo una
nota casi imperceptible de acento⁠—, estaba casi en los cuarenta, con dos hijos
en la adolescencia. Alquilaba habitaciones, y William Howland, al ver su
agradable patio sombreado por pecanas y el espacioso porche vulgarmente
ornamentado, se fue a vivir allí. En un par de semanas ya había dejado su
pequeña alcoba del piso superior por una más grande y mucho más
confortable del piso bajo, la que tenía la enorme cama doble que su madre
habría traído consigo de Irlanda.
Selma Morrisey era una mujer sencilla y afable. Se sentían felices. Pero
William no volvía nunca a casa al mediodía. Siempre comía con su primo

Página 17
Michael Campbell y su esposa. Una lenta y pesada comida en su enorme y
oscuro comedor. Luego los dos hombres regresaban a la oficina. Cierto día,
Michael Campbell estaba ocupado con un juicio, y William, como ayudante
suyo, corría de un lado para otro llevando notas, cumpliendo encargos. Era
mayo y hacía mucho calor. Las pesadas lluvias matutinas labraban lagunas en
las calles que se convertían en vapor de agua con el denso aire. William tenía
el rostro congestionado y manchado de polvo, sus bigotes estaban
desarreglados y formando mechones. Su chaqueta de lino mostraba enormes
borrones de sudor que le cruzaban la espalda. El almidón de su camisa estaba
pegado a su cuerpo formando costras y despedía un extraño olor dulce con el
calor. En la pausa del mediodía, Michael Campbell le mandó a que se
cambiase de ropa.
Por primera vez en dos años, William fue a casa. Pasó veloz los escasos
bloques para sentir en su cuerpo el roce de las corrientes de aire. Se deslizó
por la puerta frontal, subió a zancadas las escaleras y se presentó de repente
en el recibidor dando un fuerte silbido. Esperaba encontrar a Selma. O a
nadie. Pero había dos mujeres inclinadas sobre sus tazas de té en la mesa del
comedor. Hizo una cortés reverencia, excusándose.
—Ésta es mi prima —dijo Selma Morrisey⁠—, la señorita Lorena Hale
Adams.
Se inclinó nuevamente mientras sus ojos se iban acostumbrando a la sutil
penumbra de las contraventanas entornadas. Miraba y luego volvía a mirar.
Ella se puso en pie, en actitud cortés, todavía con las maneras de una niña.
Era muy joven. Sus mejillas eran suaves y redondas, de un rosa radiante. Su
nariz y su boca eran menudas y sus ojos muy grandes, de un gris luminoso.
Era extremadamente alta para ser mujer, la cara que contemplaba a William
estaba casi al mismo nivel que la suya.
—Pasemos al recibidor —dijo Selma Morrisey⁠—. William, ¿quieres
tomar té?
—Tengo que volver —dijo.
Pero entró en el recibidor. Se sentaron sobre las fundas de hilo de los
sillones forrados de crin de caballo y él estudió detenidamente a Lorena
Adams. Su cara era redonda, su piel muy blanca. Su pelo, que se lo había
recogido sobre sus orejas formando un moño sobre la nuca, era lacio, fuerte y
negro. William se la imaginó apasionada y todos los versos de Poe, a los que
era tan aficionado, empezaron a desfilar por su cabeza.
En cuestión de media hora se marchó porque tenía que hacerlo, se cambió
de ropa y regresó al trabajo. Todo el resto del caluroso día notó que una

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absurda sonrisa le hacía temblar los extremos de su bigote. Habían perdido el
juicio, pero no le preocupaba. Mientras iba abriéndose paso a través de los
concurridos pasillos, un viejo gargajeó y escupió al suelo, dando la pegajosa
flema blanca en el zapato de William. Se lo quitó con un manojo de hierbas
mojadas por la lluvia. Y entonces fue cuando comprendió que no podría
dedicarse a las leyes. Que era un granjero y nada más.
Aquel día, mucho más tarde —⁠cuando descendió la temperatura con una
ligera brisa soplando desde las colinas hacia el norte⁠—, estaba tumbado en la
cama esperando a Selma. El dormitorio estaba oscuro. Solamente tenían
encendida una lámpara muy pequeña por causa del calor. Nada más sofocante
que el olor a queroseno, decía Selma.
Ella había estado haciendo la ronda de todas las noches por la casa,
abriendo las contraventanas del lado oeste, cerrando las del este para
resguardarla del sol naciente. William podía escuchar sus movimientos y
arqueó los brazos debajo de su cabeza, desperezándose satisfecho. Llegó por
fin, cerrando la puerta tras ella. Paróse ante el tocador para quitarse del pelo el
último de los alfileres y hacer su regular cepillado. William por primera vez
se dio cuenta del camisón que vestía (el sencillo camisón largo, cerrado en el
cuello con un lazo, cayéndole suelto hasta las muñecas, resbalando vertical
hacia el suelo). Un camisón sin nada de forma… un camisón de esposa
maternal… Se imaginaba él que una amante debería tener algo más
caprichoso, más seductor… Rió entre dientes. Entre ellos nunca había sido
así.
—Te estás riendo —le dijo a través del espejo.
—No me había fijado antes en tu camisón.
—Son todos iguales —dijo.
Volvió a reír muy quedo y ella le devolvió la sonrisa.
—Selma —dijo él bruscamente—. Me voy a casa.
—He estado preguntándome cuándo.
—No sirvo para abogado.
Ella se cepillaba con orden, lentamente.
—¿Has estado pensando en ello?
—Hoy tan sólo.
—Ah —dijo ella.
—Prefiero irme a casa. —Siguió tendido en silencio, contemplando el
techo débilmente iluminado, pensando cómo irían por allí las cosas. Luego
dijo⁠—: No tendrás inconveniente, ¿verdad? No ha habido nada entre nosotros,
nada que nos obligue.

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Ella se volvió entonces, terminó de cepillarse, se ató el pelo con la cinta
ancha de color rosa que usaba todas las noches.
—No —dijo—, no, me imagino que no.
Él se levantó al escuchar el tono con que había hablado, sorprendido.
—Pero no ha habido nada. No he abusado de tu confianza.
—Eres un caballero —respondió—. Y tan respetuoso. No, por supuesto
que no.
Se había olvidado de las contraventanas del dormitorio. Él se levantó y se
puso a cerrarlas.
—¿Y tu prima? —dijo—. ¿Crees que podría visitarla?
Ella se dirigió despacio hacia la cama, portando la lámpara que colocó
sobre la mesita.
—Tiene diecisiete años —dijo Selma⁠—. Creo.
—¿Me dirás dónde vive?
—Sí.
Selma se acostó. Hacía tanto calor, que dormían sin cubrirse siquiera con
las sábanas. Ella yacía sobre la cama destapada, mirando fijamente hacia sus
pies.
—¿Qué clase de prima es la tuya?
Selma dijo:
—Su madre y mi esposo fueron primos hermanos. Sus madres eran
gemelas.
—Es la muchacha más hermosa que nunca he visto.
Selma se incorporó y apagó la lámpara. Él tuvo que tantear sus pasos
hacia la cama en la oscuridad.

Cortejó a Lorena Hale Adams precipitadamente, con impaciencia, pues


quería abandonar Atlanta. Apenas se fijó en su familia. No le agradaba ni le
desagradaba, aunque se daba cuenta de que sus propios padres la habrían
calificado de plebeya. La señora Adams era una mujer ordinaria, delgada, de
pelo áspero y brazos caídos. Tenía una botella de ginebra guardada en la
despensa de la cocina y se pasaba todo el día echándose tragos. Había
también un hermano —⁠William olvidó preguntar su nombre⁠—, que en
Savannah se escapó en un barco y desapareció. Había escrito una vez desde
Marsella, hacía más de un año. Ellos pensaban que estaba muerto. Pero su
madre insistía obstinadamente en que se encontraba bien, que se escondía de
todos ellos en Turquía.

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—¿Por qué allí? —preguntó William. Y añadía⁠—: ¿Sabe acaso dónde
está?
—Siempre fue un niño nervioso… Más punzante que los dientes de una
serpiente… He olvidado lo demás. —⁠La señora Adams se levantó⁠—. Creo
que el gato ha entrado. —⁠Se deslizó a la cocina para tomar otro sorbo.
Había una hermana mayor, casada con un ingeniero de ferrocarriles.
Vivían en el número contiguo, en una primorosa casa blanca, con cuatro niños
pelirrojos. Allí criaban gallos de pelea en el corral.
El señor Adams era telegrafista de ferrocarriles, un hombre afable de
insignificante aspecto. Tallaba trozos de pino blando amarillo y las superficies
de todas las mesas y repisas estaban cubiertas por los grotescos resultados de
su empresa. Su familia había sido almacenista en Mobile antes de que se
dirigieran hacia el norte en los duros años que siguieron a la Guerra Civil. Sus
ojos grises, tranquilos, grandes, llenos de luz, con su mirada de infinita
ternura, de amor por todas las cosas, nunca cambiaron. Su hija Lorena
también los tenía así.
En dos semanas, William se comprometió. En cuatro semanas se casaba y
estaba camino de su casa.
Vivieron con los padres de William, en la vieja casa del río Providence.
Le añadieron una nueva ala con una amplia galería en donde Lorena plantó
wistarias blancas. Estuvo terminada al tiempo justo del nacimiento de su
primer hijo, una niña. La llamaron Abigail.
Al año, en el agosto siguiente, Lorena daba a luz nuevamente, a un niño
que se llamó William.
Fue un niño recio, pesado y grueso. Lorena yacía en la cama y sonreía,
brillándole sus grandes ojos grises.
—No fue mal del todo —dijo a su esposo⁠—. Cada vez vienen con más
facilidad. Éste ha sido fácil.
Tres días más tarde, la nurse negra notó que sus ojos brillaban con exceso,
demasiado intensos. Palpó sus mejillas y luego su cuello. Lorena dijo:
—Hoy es un día de calor, pero en agosto siempre es así.
Y la nurse sonrió y se deslizó al salón para llamar a la madre de William.
Ésta fue a buscar a su hijo.
—La fiebre —dijo simplemente—. Ve a buscar al doctor.
William fue. Su caballo estaba tan exhausto que tuvo que dejarlo y
regresar en el coche del doctor. Pero entonces ya casi se había puesto el sol.
La piel de Lorena estaba fría y rígida al tacto. Sus labios estaban agrietados y
con ampollas.

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—Hace hoy tanto calor —dijo ella⁠—. Espero que el pequeño no se cubra
de sarpullido.
Estaba preocupada por ello. Finalmente le entraron a su hijo para
enseñárselo. Ella destapó la manta de algodón y examinó todo su cuerpo para
comprobar que no tenía ninguna erupción provocada por el calor. Cuando le
subió la fiebre, reía y hablaba, llamando a personas que William no reconocía.
Entonó también pasajes de canciones, sobre todo de una cuyo título llevaba su
propio nombre: «Lorena».
La taparon con sábanas húmedas rociadas con alcanfor. Le dieron
cucharadas de whisky y quinina como había ordenado el médico. Fueron
también a buscar a la curandera, que colgó sus zurrones de piel de serpiente
en las cuatro esquinas de la casa. Luego salió al patio y se colocó en un
rincón, frente al nuevo porche. Allí permaneció toda la noche junto al
pequeño fuego que había encendido, a pesar del calor, invocando a sus dioses
en favor de la enferma.
La fiebre le duró toda la noche y le continuó al día siguiente. William
durmió en un rincón de la habitación debajo de uno de los sacos de la
pitonisa. Sus padres se fueron a la cama. Eran viejos y estaban asustados,
dominados por el miedo. El doctor dormitaba en una silla. Sólo Lorena
parecía feliz. Muy de mañana, cuando William se despertó, se encontró con
sus luminosos ojos fijos sobre él. Cantaba quedamente. Él cogió una silla y se
sentó a su lado. Ya no sentía el miedo frenético de antes. Había pasado.
Estaba entumecido por la fatiga. Su cabeza era como una bola enorme que
girase en el extremo del cuello. El color del delicado rostro ovalado, el tono
amoratado de la base de la nariz, el vago e imperceptible olor que salía de la
cama —⁠comprendió con inconmovible frialdad que había llegado el final.
Lorena saludaba sin fuerzas con la mano hacía seres invisibles. Les sonrió
y continuó canturreando, esta vez sin entonación. Todo el resto de su vida
William recordó cuándo estuvo sentado observando aquellos grandes ojos
grises, viendo cómo la luz se desvanecía en ellos, gradualmente, poco a poco,
hasta que no supo con seguridad el momento exacto en que sucedió, el
momento preciso en que se extinguió. Observándola hasta que llegó el
desenlace. Su canto marchito, su movimiento, él sentado frente a unos ojos
abiertos sin vida. Ya no eran grises, ningún color, sólo apagados. Él mismo se
los cerró.
El doctor dormía aún, pero la nurse negra bajaba al salón cuando William
cruzaba la puerta. Escuchó el roce de sus faldas blancas almidonadas.
Percibió el olor a sol y a plancha ardiente. Se dio cuenta de estos detalles

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aislados como si no tuviesen nada que ver con él. Vio cómo la nurse se
precipitaba hacia él, sacudiendo sus gruesas piernas negras bajo sus vestidos
almidonados. Con una simple insinuación de cabeza la hizo entrar en la
habitación. Luego atravesó el salón hacia la galería, recorriéndola en su
longitud, percibiendo mientras lo hacía el olor de las tablas nuevas y de la
pintura fresca bajo el cálido sol. Cruzó el patio y hacía girar la empalizada
cuando escuchó los gritos sollozantes de la nurse amortiguados por los
tabiques de la casa. William atravesó el coto de pastos, apenas consciente de
que detrás de él otras voces respondían a la nurse y una confusión de sonidos
se vertía sobre los campos resecos por el sol. Saltó la valla del otro lado del
cercado y penetró en los bosques. Caminó lentamente, nombrando las cosas
que pasaban ante sus ojos, mencionándolas para sí mismo, como si nunca
antes las hubiese visto. Contempló el suelo casi desnudo bajo las pinochas
caídas, viendo lo granoso que era. Y vio las hormigas y las larvas de la
hormiga león y otros insectos menudos que abrían galerías en su seno. El
mayor rato lo pasó frente a un denso grupo de tupelos blancos, estudiando sus
formas y su tamaño, descubriendo cómo las flores blancas habían dado paso a
las primeras bayas amarillas. Vio cómo las azaleas silvestres, pasado ya su
apogeo, presentaban un aspecto pardo y reseco. Anduvo despacio, como si
estuviese en un parque, contemplándolo todo. Fijándose en los arbustos y en
las flores que había visto toda su vida. El arrayán, fragante bajo el sol; las
bayas, con el coral de sus granos venenosos. Los zarzales, cuyos espinos
aprisionaban su presa de blancos jazmines… Los citaba para sus adentros, en
silencio. Y las flores también. La rosa de cherokee, entonces en flor; las
clavellinas silvestres y las gencianas. Las polígalas y los nomeolvides. La
viña trepadora, y las orquídeas del pulgón. Encontró un pino derribado y
descansó sobre él, sentado en silencio, de forma que las ardillas descendían de
los árboles, le miraban a la cara, castañeteaban como si le gritaran.
Transcurrieron más de dos horas pero menos de tres, y se levantó para
emprender su regreso. Caminó con ligereza, con facilidad, como si su cuerpo
no fuese carga para él. No sentía hallarse en su interior.
Salió de los bosques y vio la casa alzándose sobre el patio verde orlado
con flores. Escuchó los lamentos que procedían de la cocina, los gemidos que
se acentuaban y descendían, que no podían compararse más que con el
movimiento del cuerpo de los cantantes. Había un niño negro sentado en el
porche trasero, un niño de corta edad. No tendría más de cuatro años. William
no recordaba haberlo visto antes. «Debo preguntarle quién es —⁠pensó⁠—.
Debe de ser el hijo de alguien en quien no me he fijado». El niño estaba

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sentado completamente inmóvil en el último escalón y volvió ligeramente la
cabeza para seguir a William mientras pasaba. William le saludó con la
cabeza y el niño le devolvió el saludo.
William dio un rodeo a la casa pasando por la nueva ala que había
construido para su esposa y para sus hijos. La amplia galería estaba bordeada
por las enredaderas, wistarias blancas que Lorena había plantado hacía dos
años. Aquellas enredaderas habían crecido dispersándose. Pasada su lozanía,
quedaron cubiertas por hojas vellosas. William circundó la casa, escuchando
el sonoro crujir de sus zapatos sobre la hierba tostada por el sol. Cuando
estuvo ante la puerta de entrada, penetró en la casa husmeando el repentino
olor del barniz de los muebles. Estarían abriendo los salones, limpiándolos
para el velatorio.
—¿Dónde están mis padres? —⁠preguntó a las criadas quedándose
sorprendido al comprobar que no había hablado en voz alta. Estaban tan
ocupadas en su trabajo que no se volvieron hacia él ni se dieron cuenta de su
presencia.
Encontró a sus padres en el comedor. Dos ancianos sentados en las
mecedoras grandes junto al mirador. Acababan de sentarse y miraban, a través
de la ventana abierta, la pendiente que formaba el césped y que descendía
hasta las filas verdes ordenadas de los campos donde se trabajaba en el
algodón. Estaba separado de ellos por la mesa del comedor y frotaba en
pequeños arcos su pulgar sobre la suave superficie de la caoba.
—Necesitaré la tumba —dijo—. Después de todo…

Sus padres la habían construido cinco años antes, cuando contrataron a un


especialista autorizado en sepulcros para que viniese de Mobile. Se erigía en
la pendiente más alta del cementerio de los metodistas de Madison City. Era
de ladrillo blanqueado y la cubría un arco rematado en su vértice por una
cruz. Había dos escalones de mármol y dos urnas en los flancos. Sobre el
frente, la fina lápida de mármol sin grabar, para los nombres.
Había sido construida para los viejos. Pero cuando William volvió del
bosque y vio la gran banda negra en la puerta de entrada y a las criadas
despejando el salón, cerrado durante el verano, supo lo que tenía que hacer.
—No quiero una fosa para ella —⁠dijo a sus padres⁠—. Quiero la tumba.
Asintieron con la cabeza, accediendo en silencio. Detrás de él se oyó el
roce de una silla mientras las criadas empezaban a volver los espejos hacia la
pared.

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William había grabado el nombre de su esposa en el remate de la tumba
—⁠en los largos días que siguieron al funeral, cuando el dolador vino de
Mobile. El nombre de Lorena estaba allí. Ninguna otra inscripción además de
las dos palabras que le precedían: «Mi esposa».
Un año después, William grababa otra fecha y las palabras: «Mi hijo».

Más tarde hubo una guerra, y William partió hacia Champ Martin en
Nueva Orleans. Estaba tan próximo que él llegó a las trincheras francesas
aunque casi murió allí en una epidemia de gripe. Al fin regresó a casa, enjuto,
huesudo y sin fuerzas. Volvió a la casa de sus padres y con su única hija. Ya
no volvería a salir del condado, salvo cuando tuvo que hacer viajes de
negocios cada cuatro o cinco meses a Chattanooga.
William Howland tenía una hermana más joven, cuyo nombre era Ann. Se
casó con un primo segundo, Howland Campbell, el hijo del hombre en cuya
oficina William había estudiado leyes. (Los Howlands se casaron
frecuentemente con primos. Era su destino. No lo habían planeado. Sucedía,
sencillamente). Ann era una mujer alta, ruidosa y hábil, que se preocupaba de
su hermano, viudo a los treinta. Le escribía interminables cartas, en tinta
morada, rogándole que pasase una temporada con ella.
—Un cambio de ambiente sería tan bueno para ti —⁠decía siempre.
William respondía siempre cortésmente a sus cartas, aunque odiaba
escribir y los mismos libros de contabilidad suponían un obstáculo para él.
Año tras año explicaba pacientemente por qué no podía ir. Había gorgojos en
el algodón. Tenía un nuevo trébol rojo que estaba probando en sus pastos.
Trabajaba en una nueva variedad de maíz silvestre.
Ann Howland Campbell estaba sentada en su casa grande y blanca,
rodeada de árboles, de la calle Atlanta. Iba leyendo las cartas que luego
enseñaba a su festivo y obeso marido.
Él reía entre dientes y las arrojaba a un lado.
—Querida —le dijo—, vas a terminar ahora mismo de intentar casar a tu
hermano.
—No dije nada de eso.
—Él sabe tan bien como yo lo que iba a pasar si pusiese alguna vez el pie
en esta casa.
Ann contempló su casa llena de niños, su propio vientre hinchado con el
último de ellos, que rodeó con sus manos, protegiéndolo.

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—Necesita una esposa. La primera que tuvo no le cuadraba en absoluto y
aquí encontraría una bien pronto.
—Bien —dijo su esposo—. Pero parece que él no está de acuerdo.

Años, muchos años después, cuando llevó a su nieta a una excursión al


cementerio con uno o dos jardineros negros para limpiarlo, William Howland
habló de su esposa Lorena.
—Había tanta luz en su ser —⁠decía⁠—. En toda ella. Solía pensar que
brillaba en la noche.
No la había llorado en la forma en que se supone lo hace un viudo.
Parecía como si parte de él hubiese muerto con ella y en cierto modo había
sido un bien el que se hubiese marchado antes de hacerle sufrir.
Aquella mañana soleada contempló la tumba que tenía su nombre
grabado en el remate y dijo:
—Podría haberse convertido en la clase de alcoholizada que fue su
madre. Y es posible que toda aquella dulzura hubiese desaparecido como la
de su padre… —⁠Se encogió de hombros y sonrió⁠—. Pero no fue así.

Siguió viviendo viudo. Es posible que no fuera muy feliz, pero en verdad
tampoco era desdichado. Tenía mucho trabajo, con el algodón, con el ganado,
con los nuevos pedidos de madera y de pulpa. Y tuvo que educar a su hija y
enterrar a sus padres, que no llegaron a construir otro sepulcro. Fueron
enterrados en la arenosa tierra roja, con una losa de granito gris en su
cabecera. Los días pasaban imperceptiblemente. Inviernos breves y fríos.
Largos y cálidos veranos. No era un ermitaño ni tampoco un insociable. Iba a
la iglesia cuando no estaba demasiado ocupado y a las fiestas de todo el
condado. Era un excelente bailarín, tocaba la mandolina y cantaba todas las
canciones populares con su agradable voz de barítono alto. No parecía
interesarse precisamente por las jovencitas o por las viudas. En absoluto. Si
tenía una amante no vivía en la ciudad. Quizá tenía un arreglo en Chattanooga
pero nadie lo llegó a saber con certeza. Pero sí que les dio motivo de
conversación.
Es posible que si hubiese vivido en la ciudad las cosas habrían sido
diferentes. Es posible que si hubiese conocido a más gente habría encontrado
alguna mujer. Pero las granjas en esta parte del país estaban muy distanciadas,
sin nada entre ellas, salvo las chozas de los aparceros. La gente trabajaba

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intensamente en primavera y en verano, con sólo dos semanas de descanso en
agosto mientras se completaba el algodón. Hasta que los campos no estaban
listos, hasta que no había empezado la recolección, hasta que la última
cosecha no había pasado a la desmotadora, William no abandonaba la
hacienda aunque fuese domingo. Después de esto estaba el maíz y el tabaco, y
la preparación del jarabe en los fríos días del otoño. Por último estaba la
matanza. Cuando los niños todos tenían su vejiga con que jugar y los
ahumaderos expedían su olor en el aire frío, el trabajo del año había
terminado. Los inviernos eran tiempo de fiestas, en que había que atender
sólo a la madera. Pero el invierno es corto y William Howland no encontró
esposa.
En el lento decurso de todos estos años creció la hija de William, Abigail.
No tenía el menor parecido con su madre, como si no hubiera tenido ninguna.
Tan igual era a su padre. No era una muchacha muy bonita, pero era brillante,
alegre y jovial. E interesada por el mundo. En el instituto hizo suscribirse a su
padre al «New York Tribune», a pesar de que aquél se quejaba lo suyo de que
ya llegaban a su casa tres periódicos a la semana: el «Wade County Ledger»,
el «Mobile Clarion» y el «Atlanta Constitution».
Él cedió, por supuesto, como siempre hacía.
—Abigail —le decía—, espero que tengan sentido para plegarlo bien o de
lo contrario ya tendremos noticias del final de todo esto.
El «Tribune» llegaba como siempre llegaban los periódicos, abiertos para
que todos los pudieran leer. Por aquellos días no hubo entregas a domicilio y
William tenía que ir siempre a Madison City dos veces por semana a recoger
su correo. Recibía una buena cantidad del mismo pues le gustaba leer el
«Saturday Evening Post», el «Collier’s», el «National Geographic» y todos
los periódicos de información agrícola. La primera vez que llegó el
«Tribune», Roger Ainsworth, el encargado de la oficina de correos, se apoyó
en el mostrador y dijo:
—William, francamente tengo miedo de que hayas perdido el juicio.
Entonces la oficina de correos era la mitad del almacén de piensos y
granos de Ainsworth, sin más que un tabique de separación. Aquella mañana
había cinco o seis personas en el interior; siempre había, aproximadamente,
este número. Entraban para jugar a las damas o para pasar el rato mascando
escamas de maíz tostado y cacahuetes que había sobre la tapa de la estufa de
hierro. Por la forma en que estaban sentados, sin expresión y expectantes, uno
podía imaginarse que lo sabían todo y que habían estado ya discutiendo el
tema.

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—¿Por qué, Roger? —preguntó William.
Roger Ainsworth descargó un montón de revistas sobre el mostrador.
—Esto es tuyo. —Se aproximó a un sitio determinado, en donde había
dejado el «Tribune». Lo sostuvo en alto, sin decir nada.
—¿Eso? —preguntó William.
Ainsworth asintió con la cabeza. Las personas que había en el almacén
quedaron en suspenso. Una silla de rejilla crujió, y una tabla del suelo. Y
alguien chasqueó un grano de maíz entre los dientes.
—¿Qué pasa con eso? —inquirió William.
Ainsworth dijo:
—No es propio de personas como tú leer la prensa yanqui.
—Es un deseo de mi hija —dijo William, y luego, como no quería
producir la impresión de que pretendía escudarse con la muchacha, añadió en
tono más alto⁠—: Pero me imagino que voy a leer yo también algo.
Se produjo un murmullo a sus espaldas, como si todos estuviesen
respirando a la vez. William recogió su correo.
—Roger —dijo serenamente—, eres más tonto de lo que pensaba.
Mariah Peters, una mujer despierta, pequeña y rechoncha, apareció de
súbito ante la puerta de entrada y se dirigió bulliciosa hacia el mostrador.
—Tres postales, Roger —dijo. Y luego⁠—: Parece que te hayas tragado un
sable.
—Por la forma en que algunos se convierten en traidores —⁠dijo Roger,
frunciendo el ceño⁠—, nadie podría pensar que sus abuelos murieron en la
guerra.
William rió entre dientes y tiró del periódico que Roger Ainsworth tenía
entre sus dedos protestones.
—No fue mi abuelo. Fue mi tío abuelo, y no conozco a nadie que pueda
decirme si estuvo o no satisfecho de dar su vida por una causa. —⁠Barajó los
periódicos entre sus manos, reflexivo⁠—. Siempre he tenido la impresión de
que no fue tan dichoso. Fue quemado vivo en la selva y, por lo que he visto de
los incendios de la guerra, no creo que nadie hubiera deseado correr su suerte.
Al salir vio a Ernest Franklin deslizarse por la puerta delante de él y bajar
corriendo la calle para divulgar la noticia. Era un hombre viejo, artrítico, y
corrió como un cangrejo asustado hasta llegar a la terraza del Hotel
Washington. Trepó por los escalones, dándose un tirón en la barandilla de
metal, y desapareció tras la celosía protectora que formaba la enredadera
esplendorosa del alba.

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William Howland, cuentan, se plantó riendo en medio de la calle
principal, con el polvo seco y ardiente salpicándole el doblez de su pantalón.
La gente asomaba sus cabezas por la puerta de entrada del almacén de piensos
de Ainsworth y pensó que tendría algo de insolación o que había perdido el
juicio. Cuando, finalmente, se secó la última de sus lágrimas con su pañuelo
grande azul y se frotó las mejillas y la barbilla, les miró con un gesto solemne.
Observó la línea de cabezas, sus movimientos, los empujones con que los
rezagados en el almacén intentaban abrirse paso para ver también lo que
ocurría, y habló bien fuerte y claro:
—¡Viejos bastardos!
No parecía, sin embargo, muy indignado cuando lo dijo.
Le costó algún tiempo a la ciudad olvidar aquello. Lucy Whittemore, que
fue una de las personas que estaban a la puerta del almacén de piensos, pensó
incluso no invitarle a la boda de su hija. Cuando William se la tropezó en la
calle, aproximadamente una semana más tarde, Lucy se puso algo violenta,
pues él debería haberse enterado de que no pensaba enviarle la invitación y
que sería así casi la única persona en la ciudad que había excluido, con la
excepción de la hija menor de los Lykes, que había contraído matrimonio con
un católico por la iglesia de su confesión y a quien nadie dirigía ya la palabra,
no obstante apreciar todos a sus padres, con quienes ella había vivido cuando
esperaba su primer hijo. William sólo parecía divertido por sus respuestas
formales. Sus ojos azules brillaban y sonreían cuando le preguntó por su hija:
—¿Cómo está? ¿Y cómo está su esposo?
Lucy respondió, forzada:
—No se han casado todavía.
—Oh —dijo William, amable—. Lo primero es lo primero, y todo a su
tiempo. —⁠Y le hizo una reverencia mientras se alejaba.
Lucy Whittemore continuó con sus compras, temblando de rabia por su
hija y diciéndose a sí misma, indignada, que la gente que tenía bodas
precipitadas no debía sorprenderse demasiado por las consecuencias. Y
resolvió no invitar a William Howland, a pesar de sus crudas insinuaciones.
Las peleas no duraban mucho en la ciudad, y así ocurrió con William
Howland. Los Frasers no le invitaron a cenar el primer domingo de mes,
como siempre habían hecho. Y los Paterson no se ofrecieron a que fuese a
conocer a la prima que les visitaba desde Lafayette. Pero a él no pareció
preocuparle. La recién llegada se enzarzó en la hiedra venenosa en la primera
excursión, en la fiesta de recolección de bayas a que la llevaron y que tuvo
lugar en un rincón de las tierras de Howland.

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En un par de semanas, las cosas volvieron a la normalidad. No porque
hubiesen olvidado el asunto del «Tribune» o el modo en que la mordaz
palabra «bastardos» sonó en el calor seco de la mañana polvorienta. Mas no
pudieron hacer otra cosa que añadirlo a las historias que contaban sobre él.
William era también el mejor partido de los alrededores y no podían
comprender cómo parecía satisfecho de educar a su hija completamente solo.
Todos en el condado habían pensado sobre este problema y muchos habían
intentado darle una solución. Por aquel tiempo, William estaba ya bien
entrado en la madurez, pero podía haberse casado con alguna de las viudas o
divorciadas, o incluso con alguna de las jóvenes que entraban precisamente en
la edad para contraer matrimonio. Seguía siendo un hombre de aspecto viril,
si bien se le estaba cayendo el pelo y se había afeitado el bigote. Y, además,
era un Howland, el auténtico Howland, la mejor sangre del condado, la mejor
tierra y la mejor fortuna.
Su hermana Ann, que iba a visitarle todos los años, ya que se había
negado a vivir con ella, y llevaba consigo al último de sus hijos para que lo
reconociese el médico, era la única persona que se atrevía a hablar de ello
abiertamente. Lo hacía con frecuencia, en aquellas tardes en que se sentaba en
una mecedora de mimbre en el porche delantero, cubierto, de una de las
amigas de su niñez, ocupada con la costura o haciendo punto, o iluminando
postales navideñas para la Liga de Mujeres Evangelistas. Frunciría los labios
y diría:
—Es inmoral. Necesita y debe tener una esposa, después de haber vivido
estos dieciséis años con el dolor de su muerte y de haber actuado como si
estuviese ella fuera de viaje.
Y las demás señoras asentían con la cabeza y coincidían en que eso era
exactamente lo que debía hacer.

La hija de William, Abigail, terminó sus estudios en el instituto. Una


muchacha alta y delgada, de largo cabello rubio platino. Aunque la mayoría
de las jóvenes de su edad tenían por lo menos un pretendiente formal, ella no
tenía ninguno. No parecía interesada. Era demasiado tímida para disfrutar de
las fiestas y nunca bailaba. Pasaba las tardes en su mecedora grande, tapizada,
en la sala de estar, leyendo, siempre leyendo. Tras la primera o segunda
semana, encontró el «Tribune» demasiado difícil para ella. Los ejemplares
siguieron llegando años tras año, pero casi nunca llegó a abrir ninguno. No
leía nada más que poesía. Shelley, con una fantástica encuadernación

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marroquí, con el nombre de su bisabuela sellado en él. Yeats, para ser
recitado en voz alta. Estaba sentada, contemplando la wistaria protectora. Más
allá, el luminoso día. A la suave vegetación diría:
El viento sopla en el umbral del día
El viento disipa la soledad del corazón
Y la soledad del corazón desaparece
Mientras danzan las hadas en un lugar solitario…

La gente de la casa, los criados y su padre, se acostumbraron pronto a sus


sonidos cadenciosos. Se sentían incluso muy orgullosos de ella. Vestía mucho
tener una muchacha musitando solitaria versos en la tarde, completamente
sola, con sus ojos brillantes reflejando la intensidad y la pasión de los
diecisiete años.
Se fue a la Universidad, a Mary Baldwin, Virginia. Su padre la envió allí
y era la primera vez que había salido del estado. No estaba particularmente
entusiasmada por ir. Pero, como su padre esperaba que lo hiciera, arregló
sumisa sus maletas.
Cuando se hubo ido, la ciudad se puso a pensar en su futuro. Muchos se la
figuraban solterona, sentada en el piso superior de la casa grande, pasando las
páginas de sus libros con las manos acartonadas. Y movían la cabeza con
nostalgia, pensando en que no sólo desaparecería el nombre de los Howland,
sino también su realidad.
Aquel primer verano regresó a casa más delgada que nunca, con sólo un
ligero rubor en sus mejillas del frío invierno en las montañas. Consiguió
inmediatamente que su padre le comprase un caballo, una vieja y dócil yegua
torda, con la que daba largos paseos en las primeras horas de la mañana. La
gente empezó a murmurar y a hacerse cábalas, pero pronto murieron los
comentarios, pues ella siguió pasando las tardes en la pequeña glorieta, en un
rincón del prado. Su padre la había construido para ella como una sorpresa de
bienvenida al hogar. Era un cenador muy singular y toda la ciudad sabía de él,
aunque pocos lo habían visto en realidad. Tenía un delicado entramado a
modo de encaje y ramos de jenjibre pendían de las traviesas y aleros,
formando grandes espirales y racimos. Los bancos que circundaban sus
paredes octogonales estaban tapizados con tejido de algodón, en franjas
azules y blancas, y había una mesa también octogonal en el centro. Había sido
hecho especialmente para que hiciese juego con la casa. Abigail Howland
pasaba las tardes de verano en él, ahora escribiendo poesías. Y también cartas
—⁠Roger Ainsworth, de la oficina de correos, se dio cuenta en seguida de que
recibía, por lo menos, una carta a la semana. También se percató de que la

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letra manuscrita era la misma, aunque las señas eran distintas. De este modo,
el señor Ainsworth llegó a la conclusión de que, al fin, había encontrado un
pretendiente y que éste era viajante.
—¿Qué otra cosa —argumentaba a las personas que se arracimaban en la
trastienda del almacén de piensos, cascando sus cacahuetes tostados⁠—
podrían significar los sellos distintos de las cartas?
En consecuencia, durante todo el verano la ciudad estuvo alerta,
esperando a ver quién era el que llegaba. Nadie lo hizo. Ni siquiera la
hermana de William, cuyo último hijo era demasiado pequeño para viajar.
Sólo las cartas. Hacia fines del verano, cuando Abigail regresó a la
Universidad, la ciudad se había olvidado de todo. Estaban ocupados en vigilar
las actuaciones de Calvin y John Robertson. Éstos fabricaban licor desde
hacía años, como antes sus padres. «Trotamontañas» les llamaba la gente,
porque evadían las carreteras y pasaban directamente su mercancía a través de
las montañas. Los Robertson habían suministrado a dos condados por espacio
de una generación. Tenían una destilería registrada y gozaban de excelente
reputación. Como la prohibición se fue extendiendo año tras año y el
exquisito Licor empezaba a costar más caro y era más difícil de obtener, los
Robertson se encontraron con un número excesivo de pedidos que procedían
de todo el estado. El patio de su casa —⁠Calvin se había cambiado a una casita
blanca en la ciudad para ser más efectivo⁠— estaba siempre lleno de caballos y
calesas y a veces de automóviles…
El negocio fue tan próspero que los Robertson levantaron una nueva
destilería. La gente decía que la habían construido justamente en medio de la
Honey Island Swamp. Nadie sabía mucho acerca del lugar. Nadie se preocupó
de averiguarlo. Alguno dijo que había un lago grande, alimentado por un
manantial en el centro, y que sólo los contornos eran pantanosos. Otros decían
que en el medio no había más que ciénagas. Los viejos hablaban a veces de
una isla de suelo firme en donde la pesca era tan buena que el rodador azul
pesaba las dos libras. Donde de cada tres árboles había un ceriflor y los osos y
los caimanes se pasaban rugiendo toda la noche. Nadie les creía.
Honey Island Swamp ocupaba una extensión enorme. En los mapas podía
verse que abarcaba una cuarta parte, aproximadamente, del condado, al
sudoeste. Empezaba abruptamente con una fuerte depresión del terreno
arenoso, una amplia faja irregular de pantanos (de abedules de río y robles
acuáticos, aguagomas negros y el «Ilex Cassine», que se habían convertido en
árboles adultos). Y el ciprés, millas y millas de cipreses melancólicos
cubiertos de musgo. Y aguas densas y grasientas. Los niños jugaban en sus

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márgenes, pescando cangrejos en el manantial, cazando ranas durante la
noche, al acecho de las grandes sirenas, animales parecidos a las anguilas que
pasaban fugaces por el agua. Pero nadie se atrevía a adentrarse demasiado
hasta que los Robertson dieron a entender que lo habían hecho. Afirmaban
que disponían de una gran destilería allá adentro. (Todos sabían que tenía que
ser muy grande para la cantidad de whisky que salía). Los Robertson no
tenían dificultades, pues trabajaban sin que nadie le molestase. La gente
sospechaba que sacaban el licor en esquifes y que lo transportaban en mulas
el resto del trayecto hasta los lugares de entrega. Procuraban no cruzarse con
nadie, con nadie absolutamente, aunque ello supusiera el caminar millas extra
subiendo y bajando montañas. Había infinidad de caminos por los que se
podía pasar si se conocía el terreno y no se tenía prisa.
William Howland había venido comprando a los Robertson durante años.
Siempre tuvo paladar para el licor de maíz. Al principio, no prestó atención a
lo que se decía de la nueva destilería. Habladurías, pensó. Luego, con el lento
transcurrir del verano, empezó a intrigarle cada vez más la posible
localización de la misma. Tenían que haber encontrado una isla en la marisma
mucho más grande que el clásico montículo. No podía ser otra cosa. Había
estado muchas veces en la marisma cuando era niño. Había encontrado lagos
claros y profundos con fondos arenosos, realmente extraños, pero nunca una
isla lo bastante grande y elevada, lo bastante seca para alojar una destilería.
Mas ¿dónde podría estar?
Aquellas largas tardes de verano, cuando después de la cena se sentaba en
la glorieta con su hija, abanicándose suavemente contra los mosquitos, se
hacía cruces acerca de ello. Abigail le estaba leyendo. Había vuelto del
colegio con un deseo ferviente de leer poesías en voz alta a alguien; sola no lo
hacía ya. Tenía un profesor, decía a su padre, que afirmaba que era
absolutamente el único medio para apreciar toda la calidad de la voz. Aquella
tarde leía el «Paraíso perdido» y él no la escuchaba. Nunca escuchaba. Oía los
tonos suaves de su voz del mismo modo que oía el zumbido de los mosquitos
y el más sonoro de los escarabajos al caminar. El zumbido de las alas del
vencejo al devorarlos, el sonar más profundo de las alas de la lechuza cuando
iniciaba el vuelo. Las ranas trepadoras y los sapos, los saltamontes y los
grillos. Los oía a todos y no oía a ninguno. Eran tan vagos y nebulosos, tan
remotos como el cielo poniente con su lucero vespertino vislumbrándose
entre la bruma rosada. ¿Todavía cuentan a los niños, se preguntaba, que si
miran a las chimeneas pueden ver estrellas a la luz del día? Preguntaría a
Abigail si la nurse se lo había dicho. Había tantas cosas que no le había

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preguntado, que nunca se atrevió a preguntar… Pero la fuerte tonalidad del
ocaso podía significar la posibilidad de lluvia y aquello no beneficiaría al
algodón. Y era sabido que un verano bueno para el algodón era malo para el
maíz. Parecía que no podían lograrse las dos cosas a la vez.
Su templada y dulce voz prosiguió, empañándose con las sombras. Olía a
césped cortado de los terrenos de la casa, a polvo de la carretera. Aquel olor
seco y nítido… William empezó a recordar cómo olían las marismas, dulces y
densas. Y cómo burbujeaba el agua al removerla con una vara y cogía como
frutos los cangrejos que colgaban del extremo inferior de un leño. El ángulo
tan pronunciado que formaba el mocasín al nadar, la proyección de su cuello
y las ondas en forma de uve que vibraban a su paso. El opresivo hedor del
agua estancada, putrefacta. El bramido de los saurios al comunicarse con la
hembra y el reptar cimbreante en sus zambullidas al agua. El nauseabundo
olor de las lagunas estancadas de los lodazales.
«La encontraré —se decía William al crepúsculo radiante⁠—. Si la
destilería está allí, la encontraré».
Y Abigail se preguntó por qué se puso repentinamente en pie y empezó a
prestar particular atención al pasaje de la batalla de los ángeles.
Posteriormente, unas semanas después, ella se preguntaba por qué estaba
tan contento con su partida. Normalmente sentía mucho separarse de él, pues
se quedaba francamente deprimido. Esta vez le dijo adiós con una sonrisa
natural y una íntima satisfacción que se reflejaba en su rostro por las cosas
que le rodeaban.
Pasó la noche en la ciudad, pues al día siguiente había mercado y deseaba
emplear a unos cuantos obreros para la recolección del algodón. Era el día
más ajetreado de todos; siempre lo había sido. Las calles estaban jalonadas
por las carretas. Las aceras y la plaza mayor, llenas de personas que
deambulaban o estaban paradas, observando el movimiento. El pórtico del
Hotel Washington estaba repleto de sillas, pero había que llegar pronto para
conseguir una. Había también una fila de hombres, sin sillas, apoyados en la
fachada del edificio, que escupían saliva manchada de nicotina a moscardones
verde botella. De cuando en cuando, un ganador extendía la mano y recogía
las apuestas. El aire caliente, estático, olía a polvo y a sudor. Si uno prestaba
atención, más allá del bullicio de la gente se podía percibir el rumor de los
animales en los corrales. La ciudad tenía sólo la anchura de la calle. El ajetreo
y el olor de aquéllos se percibían con claridad.
William Howland concluyó sus negocios y se puso a pensar en la vuelta a
casa. Y es que las calles atestadas siempre le ponían algo nervioso. Se

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encaminaba hacia donde había dejado su calesa, preguntándose si el
muchacho negro que había llevado consigo se había acordado de recoger el
caballo de la cuadra, cuando se cruzó con Calvin Robertson. William se
detuvo en seco, sonriendo.
—Estaba pensando en ti, Cal.
—¿Necesitas algo esta semana? —⁠preguntó Calvin, cortés.
—Esta semana es posible que no —⁠dijo William⁠—. Pero vendré a
buscarlo.
—Confío en poder servirte lo que desees.
—Lo que deseo —dijo William— es otra cosa.
Y, apartándose, cogió por el brazo al doctor Armstrong, que pasaba en
aquel momento llevando un serón de madera lleno de pollos.
—Harry —dijo—, quiero que escuches esto.
Harry Armstrong dejó el serón en el suelo de mala gana.
—¿El qué, Will?
—Propongo un juego.
Harry Armstrong se sacó un pañuelo grande marrón y se secó la cara.
—¿Piensas vencer a Calvin?
—No —dijo William—. Estoy pensando en localizar su destilería.
Harry Armstrong se quedó mirándolo.
—¿Vas a merodear por Honey Island Swamp?
—Allí es donde he oído decir que está.
El sudor volvió a brotar en la cara de Harry Armstrong. Se frotó con el
dorso de la mano, secó sus muñecas y extrajo otra vez el pañuelo.
—Mi madre fue una Howland —⁠dijo, cubierto por el pañuelo⁠—, y espero
que no se me censure por decirlo, pero toda aquella familia estaba maniática.
William rió entre dientes.
—Es un reto amistoso, Harry.
—No, no lo es —dijo Calvin.
—No seas bicho rancio —dijo William⁠—. Te apuesto un galón de tu licor
a que puedo descubrir dónde lo tienes.
Armstrong suspiró condescendiente.
—Es mejor que aceptes, Calvin —⁠dijo⁠—, o no acabarás nunca con el
asunto.
—No —dijo Calvin.
—No apostemos, pues —dijo William⁠—. Lo haré sin compromiso.
Armstrong señaló:
—Toda la familia siempre fue así.

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—Precisamente por eso ha triunfado —⁠respondió William⁠—. Si no me
veis en un par de días es que estoy en los pantanos. Si son más de cuatro es
que estoy en dificultades. Si es una semana, que el doctor Armstrong vaya a
buscar al resto de mis primos y les diga que mi sangre está toda en manos del
señor Calvin Robertson.
—Tonterías, Will —dijo Calvin.
—Juegos —dijo Armstrong—. Los Howland tampoco han dejado de ser
unos niños —⁠recogió el serón, apoyándolo sobre su vientre redondo⁠—. Uno
tiene que trabajar.
—¿Te vas a dedicar al negocio de los pollos?
—Los nuestros se han muerto —⁠dijo Harry Armstrong⁠—. Ayer por la
mañana, al salir al patio, vimos que todos estaban patas arriba, muertos y
apestando.
—Un médico debería cuidar mejor a sus pollos. Obliga a que uno se
pregunte por la suerte de sus pacientes.
Harry Armstrong suspiró. El sudor corría por su espalda, goteándole por
la cara, pero no tenía ninguna mano libre para secárselo. Volvió, pues, a
suspirar, se despidió con un ligero movimiento de cabeza y se alejó.
—Ahora debes estar pendiente de mí —⁠dijo William a Calvin Robertson,
que sólo gruñó. Giró sobre sus talones y se fue.

Aquella tarde, mientras estaban sentados tomando el último lunch, Harry


Armstrong dijo a su esposa:
—Adivina qué es lo que piensa hacer Will Howland ahora.
Ella no preguntó. No tuvo necesidad de hacerlo. Después de veinticinco
años sabía que su esposo contaría la historia tal y como deseaba.
—Quiere encontrar la destilería —⁠dijo, riendo entre dientes⁠—. Me lo dijo
para que Calvin no disparase contra él en la marisma.
La señora Armstrong chasqueó la lengua con actitud jocosa.
—¿Va a denunciarlos?
Harry se quedó absorto.
—¿William Howland, la mejor sangre del condado?
Ella miró, avergonzada.
—Sólo estaba preguntando.
—Él no ha pensado en tal cosa —⁠dijo Harry, categórico⁠—. No está más
que ideando juegos para divertirse.

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William Howland preparó su juego concienzudamente. Primeramente fue
a ver a Peter Washburn, el negro que construía esquifes. Lo encontró
desbastando fuera del cobertizo que se levantaba sobre la orilla del río,
rodeado completamente por los sauces que hacían gemir y rechinar sus hojas
delgadas cubiertas de polvo. William compró un esquife, uno que acababa de
empezar, y esperó impaciente a que estuviese terminado. Washburn trabajaba
despacio. William hizo dos viajes urgentes a la ciudad para comprobar unas
cosas. Cuando al fin estuvo terminado, él y Peter Washburn pusieron el
esquife sobre el río para que la madera se hinchase y adquiriese consistencia.
Lo amarraron a un abedul ribereño y lo sumergieron en el lodo, dejando sólo
al aire las regalas para curtirlo y encerarlo.
Luego, William ya no tuvo mucho tiempo disponible, pues el algodón
estaba listo. Se puso un saco sobre los hombros y empezó a trabajar en la fila,
cosa que le encantaba. No era un trabajo duro la recolección; cualquier niño
pequeño lo podía hacer. Y, en cierto modo, era más fácil para ellos: un
hombre de su tamaño tenía que encorvarse demasiado. Recolectar hacía las
manos muy musculosas. Había que arrancar el algodón de las lenguas de
cápsula con la yema de los dedos. La mano derecha de William Howland era
mucho más grande que la izquierda. Y estaba muy orgulloso de ello.
Los recolectores trabajaban hasta que los campos quedaban desnudos.
Siete días a la semana bajo cielos que eran de un azul brillante, ribeteados por
enormes masas de nimbos negros. No llovía casi nada en esta época del año.
Aunque las nubes se amontonaban más y más, no se movían del horizonte.
Parecían estar clavadas allí, como montañas. Los primeros rayos del sol las
hacían levantarse y se volvían rojo púrpura con sus últimas luces. Algunas
veces, los recolectores trabajaban a la luz de la luna y, cuando se
incorporaban para desperezarse y descansar la espalda, veían las mismas
nubes allá en el vértice de la tierra, despidiendo destellos blancos.
William se fue a la cama de noche, sin tan siquiera despojarse de la ropa.
Algunas veces, escasos minutos antes de caer dormido, pensaba en su nuevo
esquife y en la marisma, y en lo que haría cuando hubiese terminado la
recolección y hubiese cesado el rugido de la desmotadora… Él y Peter
Washburn sacarían arrastrando el bote de los bajos cenagosos y lo
desenlodarían con agua fresca. Luego lo subirían a una carreta y lo
transportarían por las carreteras de Howland, carreteras que había costado
generaciones perforarlas en las colinas de arena roja y que, con arreglo a sus
deseos, unas veces estaban construidas para facilitar la tala de árboles, la caza
o por puro placer de trazar un nuevo camino. Finalmente, bajarían el esquife

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al pequeño río, llamado Dear Run. Desde allí tendría que encontrar él solo el
camino hacia la marisma. Estaba seguro de que podría.
William Howland pensaba en ello cada vez más a medida que la
temporada de recolección se aproximaba a su fin.
—Iré pronto —avisó a Peter Washburn.

Pero no fue. La misma tarde que había resuelto partir recibió una carta de
su hija. Ella escribía como leía, insinuando, ampulosa, con vaguedades. Había
escrito aquella nota precipitadamente y la había plegado antes de que la tinta
se secase. William la estudió: los bellos trazos de las letras, el suave perfume
que emergía del papel, las ininteligibles palabras emborronadas. Casi la única
cosa que entendía era que regresaba a casa.
Fue a recibirla a la estación de ferrocarril.
Estaba como siempre. Alta, delgada, rubia. Pero esta vez su retraimiento
había desaparecido. Vino corriendo hacia él y —⁠algo que nunca había hecho
en público⁠— le abrazó fuertemente.
—¡Papá! —rió, afectada, a su oído⁠—, ¿no te llevaste una sorpresa? ¿No
fue maravilloso? No ha podido ser mejor; ha sido perfecto de verdad.
Pacientemente, William Howland explicó:
—La carta estaba emborronada, querida. Había poco que pudiera
entender.
Vio que ella bajaba la cara y que le temblaba el labio inferior.
—Doblaste el papel demasiado pronto —⁠dijo, amable⁠—; pero cuéntamelo
ahora.
Ella se echó hacia atrás y dijo en voz alta, espaciando cuidadosamente las
palabras, como se hace cuando se habla con un sordo o con un extranjero, y
William se preguntó súbitamente si él no lo era:
—Me voy a casar.
La miró, pensando solamente en que Rufus Mathews, el jefe de estación,
había echado mano de su escoba y empezó a barrer el reseco y polvoriento
andén para hacer ver que no había oído nada.
—Estás sorprendido, ¿verdad, papá? —⁠dijo Abigail con una risa
afectada⁠—. ¿No es magnífico? Sé que pensabas que nunca me ibas a dejar de
tu mano.
—No —respondió William—. No puedo decir que me haya preocupado
de ello.
—No ser bonita… preocupa a una muchacha.

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¿Se preocupaba?, pensó. Ella parecía no haberse dado cuenta, parecía no
haberle dado la menor importancia… William vio extensiones infinitas
abrirse delante de él. Ella pensaba, ella se preocupaba. Tras aquel rostro
blanco y suave, tras aquellos ojos dulces… Nunca se la había imaginado
teniendo pensamientos y sentimientos propios. Siempre había parecido tan
contenta…
—¿No vas a decir nada, papá?
—No me inquietaba el que encontrases esposo, pues todavía no tienes
veinte años.
Ella le cogió del brazo y ambos se dirigieron hacia la calesa, que estaba
esperando. William no sentía prisa por tener un automóvil. Las carreteras
estaban en muy mal estado casi todo el año.
—Es el hombre más maravilloso. —⁠Apretó el brazo de su padre,
recordando.
—¿Es de la ciudad?
Ella se detuvo y se rió.
—¡Por Dios, no!
Rufus Mathews dejó la escoba. Acabó pronto, pensó enojado. La gente
que oye algo aprovecha la oportunidad.
—Lo conocí en Mary Baldwin —⁠dijo ella.
—Podía habérmelo figurado —⁠respondió William.
—Da clases allí. Inglés.
Todos aquellos poemas, pensó William. Todos aquéllos, todos los que leía
en voz alta.
Cuando se decidió a hablar se quedó sorprendido al preguntar:
—¿De modo que él escribió aquellas cartas que recibías el verano pasado?
—⁠La ironía se reveló en su voz.
Abigail le miró, incisiva.
—¿Cómo pudiste enterarte?
—Toda la ciudad lo sabía —dijo William. Y levantó la voz para que le
escuchasen los expectantes oídos de Rufus⁠—. El viejo Ainsworth se pasó la
mayor parte del verano especulando sobre ello.
Mientras conducían hacia casa, Abigail le dijo:
—Mason, Gregory Edward Mason.
—¿Es de Virginia?
—¡Por Dios, no! —William se preguntaba por qué ella usaba tan a
menudo aquella expresión cuando nunca antes lo había hecho⁠—. Es de
Inglaterra, de Londres. Ahora enseña inglés allí.

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William dijo:
—El padre de tu tatarabuelo se retorcería en su tumba si supiera que ibas a
casarte con un inglés.
Ella respondió, complacida:
—Lo sé.
Las ruedas culebreaban y traqueteaban con los baches de la carretera. Seis
o siete codornices atravesaron el camino de grava y desaparecieron veloces en
un campo de maíz desnudo. William dijo:
—Reconozco que debería saber más sobre las bodas, pero ¿qué tenemos
que hacer ahora?
—Oh, papá —dijo ella—, tú no tienes que hacer nada. Escribiré a la tía
Annie y le pediré que baje a la ciudad. Si eres capaz de aguantarla en casa.
—La he soportado toda mi vida —⁠dijo William, mirando a la grupa del
caballo⁠—. Puedo seguir haciéndolo un poco más.
—Bien, eso es todo lo que hace falta. Nada más.
William aclaró:
—Me alegra mucho oírlo.
Cuando tomaban el camino que conducía a la puerta de entrada, Abigail
dijo:
—Casi lo había olvidado… Greg viene el próximo viernes.
—¿Para la boda?
—Oh, papá… —Ella chasqueó la lengua y su padre pensó por una
fracción de segundo que hacía el mismo ruido que su abuela, la desgarbada
beoda que guardaba una botella de ginebra en la despensa de la cocina y que
chasqueaba la lengua al entrar y salir de ella.
—¿Qué pasa?
Abigail rió, forzada; la misma risa de fingida satisfacción que la de
aquella mujer.
—Greg es tan atento que va a hacer todo ese trayecto sólo para pedirte mi
mano.
—Oh —dijo William—. Ciertamente, no he sabido de nadie que se haya
desplazado desde tan lejos.
—Nadie se casa ya desde el extranjero —⁠le dijo confidencialmente⁠—. Te
lo aseguro.
William no tuvo que tirar de las riendas: el caballo se detuvo en el lugar
exacto.
—Dime lo que tengo que hacer, querida.

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—Absolutamente nada —contestó—. Escribiré a tía Annie y no tendrás
que hacer nada.
Ella dio unos saltos sobre el polvo del paseo de coches, resbalándole sus
largos cabellos alrededor de los ojos.
—Hay tanto que hacer, papá. No me he traído nada de mi ajuar. Ocurrió
tan de repente…
—¿Cuándo?
—El día antes de escribirte. Pero no pudiste leerlo tampoco, ¿verdad?
William negó con la cabeza.
—¿Crees que podría ir a Atlanta a recoger el ajuar? Tía Annie sabrá lo
que hay que hacer con él.
No hizo más que asentir en silencio. La siguió hasta dentro, sin molestarse
en llamar a los criados, llevando él mismo la bolsa de viaje de su hija,
sintiéndose por primera vez viejo, pesado y cansado. Era una niña que había
criado él, una niña que le había mojado los pantalones y que había vomitado
sobre la pechera de su camisa. Que ya no lo era… Sentía sus pies pegados a la
tierra. El arco redondo de sus costillas parecía deformado y rígido. «Tengo
cuarenta y ocho años —⁠pensó⁠—, y eso es ser viejo».
Abigail le hablaba y él asentía con la cabeza, sin escucharla, sólo
accediendo.
«Nuestros hijos crecen —pensaba, repitiendo como un eco algo que había
oído hacía mucho tiempo y que desde entonces, durante años, no había
recordado⁠—. Nuestros hijos se hacen mayores y nos empujan a la fosa».
William entró en el comedor y se sirvió un whisky. Contemplando el
líquido transparente amarillo pensó en la destilería de la marisma y en la
forma en que había planeado descubrirla. No parecía tener deseos de hacerlo
ya. No parecía sentirse con la energía necesaria.
Tomó la bebida y pasó al porche. Se sentó en una mecedora y puso la
bebida sobre su brazo. Contempló por encima de la carretera los campos y los
bosques más al fondo.
«Al menos —pensó—, la tierra es firme». El suelo arenoso lo conocía tan
bien que le hacía pensar en él como si fuera una persona. Falso, duro, no muy
agradable. Pero el mismo, siempre el mismo. Para nosotros, para nuestro
padre, para nuestros hijos. Y esto ayudaba. Era un consuelo.

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A NNIE Howland Campbell envió un largo y efusivo telegrama desde
Atlanta. William sostuvo la hoja de papel amarillo en sus manos y dijo
a Rufus Matthews, que era el telegrafista y también el jefe de estación:
—Le ha costado su dinero…
Rufus asintió con la cabeza.
—Viéndolo —prosiguió William—, uno debería pensar que tendrías que
haberle dado un sentido más claro.
—Lo tomé tal y como lo transmitieron —⁠dijo Rufus, molesto.
La mayor parte del mensaje era incomprensible, pero el significado estaba
claro: la boda tenía su aprobación y estaba encantada.
William suspiró: «Por lo menos, puedo deducir la idea general».
Últimamente había tenido enormes dificultades con las noticias que
recibía, pensó. Incluso con los telegramas… No había tenido ninguno desde el
tiempo en que murió su esposa…
—¿Es aquí la boda? —preguntó Rufus.
—Supongo que sí —contestó William⁠—. Pregúntales a mi hermana y a
Abigail.
Gregory Edward Mason llegó, como dijo que lo haría, y tuvo la
conversación de rigor con su futuro suegro. William estuvo retraído y cortés.
No se fijó demasiado en él —⁠un hombre alto, delgado, de pelo pajizo y
dientes muy estropeados⁠— y no hizo otro comentario más que montaba a
caballo con un estilo y una facilidad poco frecuentes.
Abigail y Greg montaron a caballo casi ininterrumpidamente durante los
dos días que éste pasó allí. William se fijaba en sus evoluciones, en la notable
y serena elegancia, contrastando con el vacilante amateurismo de Abigail.
Y William se acordó de otra cosa. A Abigail no le habían gustado los
caballos cuando era niña: había rechazado todos los ofrecimientos que le
habían hecho para tener un pony. Sólo el pasado verano deseó tener uno. Fue
como la poesía leída en voz alta… No había sido, en absoluto, una obra suya.
William empezó a preguntarse si le había dado alguna cosa, además de su
sangre.

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La llevó a Atlanta para que se comprase el ajuar y a que le preparasen el
vestido de novia y las joyas que tenía que llevar. Abigail permaneció allí
cuatro semanas. William regresó a casa al mismo día siguiente, a pesar de los
gritos de protesta de su hermana.
Un solo día fue suficiente. No había reconocido la ciudad. Algunos
sectores le eran vagamente familiares, pero estaban desfigurados por la nueva
disposición. Incluso la casa de su hermana —⁠había sido ampliada y pintada de
nuevo⁠— era diferente, como ella misma, más vieja y más pesada. Había niños
extraños jugando en el vestíbulo, el primero de los nietos… Y Howland
Campbell, su cuñado, a quien no había visto en diez años. William se
estremeció. Siempre obeso, estaba ahora rodeado de mollas. Sus ojos
asomaban en una cara que se había transformado, como se transforma una
tarta al derretirse… Su cuello era enorme, con pliegues de grasa saliéndosele
del cuello de su camisa. Cuando se quitó la chaqueta, su larguísima corbata
quedó colgando hasta la mitad del arco que formaba su estómago. Sus
pantalones estaban pegados en la entrepierna como los muñecos de huevo que
hacen los niños en Navidad y que se les llama humpty dumptys. William sólo
encontró la sombra del hombre que había conocido, del hombre que había
cortejado a su hermana.
Toda la ciudad era igual. Tanto parecido le confundía. La tarde que estuvo
en ella buscó la casa en que habitó cuando estuvo casado, la casa en que
habían vivido los padres de su esposa, contigua a la de su hermana. Los viejos
habían muerto, la hermana se había trasladado a Florida, pero sin embargo
fue. No pudo encontrar la casa. No pudo encontrar siquiera el barrio. Podía
haber preguntado, pero no lo hizo. No hizo más que andar y andar calles
abajo, que no reconocía, en busca de lo que antes había estado allí. Estuvo
contemplándolo todo aquella tarde de verano. Tanto tiempo que se olvidó de
cenar.
—Sinceramente, William querido —⁠dijo Annie⁠—. Estábamos muy
preocupadas por que te hubiese ocurrido algo. Déjame que te prepare un
huevo ahora mismo.
—No —dijo—. Estoy cansado y pienso irme directamente a la cama.
—Pero, Willie… —empezó a decir.
Pero no le hizo caso. En la blandura de una cama extraña resolvió todo el
confuso problema, quedándose rápidamente dormido. Su cuerpo entero le
venció. Y tuvo sueños complicados. Soñó que ya no era joven, en cosas
perdidas y en búsquedas interminables.

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Durmió hasta muy tarde. Sólo su hermana le estaba esperando para tomar
el desayuno.
—Ya no somos jóvenes, Annie. —⁠Se avergonzó del tono cálido con que
había pronunciado aquella frase en la intensa claridad de la mañana.
—Willie. —Ella puso su mano regordeta sobre su brazo⁠—. Es la primera
boda. Te deja deprimido, pero todo va bien en cuanto llega el primer nieto. Ya
lo verás.
Él la apartó a un lado.
—No es eso precisamente. Es cómo ha desaparecido. Cómo se ha
disipado todo mientras lo estaba mirando. Sin que llegara siquiera a verlo.
—Willie, querido —dijo ella—. Es mejor que vuelvas a la cama y que
tomes un poco de té. Me parece que estás rendido.
Negó con la cabeza.
—He sacado un billete y hay mucho trabajo que hacer en el molino. Sabes
que nadie, excepto yo, puede tocar aquellas ruedas.
—Willie, querido —dijo—. Te estás destruyendo a ti mismo.
Él le dio un beso de despedida, percibiendo el olor a vieja que despedía.
Estaba angustiado y temblaba dentro de su camisa. Se despidió de los nietos
con unas palmaditas cariñosas y recogió su pequeña maleta.
Al bajar la calle, en el fondo de su estómago sintió un ligero tirón, como si
le arrastrasen hacia el suelo. Y aunque era un día caluroso de octubre y tenía
la camisa empapada de sudor, siguió creyendo que hacía frío. En el tren bebió
dos cortos tragos de la botella que siempre llevaba, pero no parecieron
aliviarle gran cosa. Tomó otro par de tragos y la tirantez disminuyó.
Le había asustado esa sensación de ruina. Tomó unos cuantos sorbos más
y apoyó su cabeza sobre el respaldo del asiento, notando la entrada de aire
cálido por la ventana, que caía sobre él como si fuese agua caliente.

Cuando Abigail regresó a Madison City, Annie vino con ella, y los baúles
y las cajas empezaron a obstruir el vestíbulo.
—Willie —le dijo Annie en tono brusco⁠—, esta casa está hecha un
desastre.
Él se encogió de hombros.
—Arréglala a tu gusto.
—¿Sabes que hay un murciélago colgando del testero en la habitación de
mamá?
—Alguien dejó la ventana abierta —⁠dijo William.

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—Las sirvientas negras, Willie —⁠dijo Annie⁠—. Son terriblemente
descuidadas. Tendrías que vigilarlas.
Él se encogió de hombros.
—Pareces un italiano haciendo eso —⁠dijo ella, ásperamente⁠—. ¿Y dónde
va a dormir la gente? Las camas están horribles.
—¿Qué gente?
—Oh, papá, no seas bobo —dijo Abigail⁠—. Toda la gente que va a venir a
la boda.
William cedió entonces.
—Haced lo que queráis —dijo.
Lo hicieron. Annie y Abigail, juntas. «Dios mío —⁠pensó William⁠—; pero
si, además, parecen iguales»…
Contrataron los servicios de seis criadas, que sacaron toda la vajilla de
plata y le dieron brillo en el porche trasero. El fuerte olor a amoníaco se
extendió por toda la casa. Lavaron toda la cristalería, la lustraron y fregaron
las vitrinas y alacenas, procurando eliminar el olor rancio del pastel de frutas.
Lavaron las paredes y enceraron a mano los suelos, por donde gateaban como
escarabajos agitando por delante los trapos. Abrieron todas las alas de la casa,
las alas que nunca habían sido abiertas por espacio de años. Trajeron pintores
y dieron una mano rápida a aquellas habitaciones; una sola pasada, porque no
había tiempo. Todas las sábanas y colchas se lavaron y fueron hervidas en una
cuba que colocaron sobre un hornillo de carbón en el patio posterior. Luego
las tendieron sobre el césped para que el relente blanquease las viejas
manchas negras. Y se lavaron y almidonaron las cortinas. Los marcos de
madera de los tensores, con sus hileras de diminutos clavos, llenaban los
espacios vacíos soleados. Allí dejaron a un niño para que mantuviese alejados
a los pájaros. Cuando terminaron, finalmente, con aquellas cortinas, éstas se
sostenían en pie por sí solas por lo rígidas que estaban y tenían pequeñas
manchas de un color sanguinolento en las esquinas, que habían sido hechos
por los agudos y diminutos clavos. Abigail se las enseñó a William.
—Tía Annie dice que tiene que haber manchas en una cortina o que, de lo
contrario, no está limpia.
—Tu tía —dijo William— sabe muchas cosas.
Estaba molesto. Nunca había podido entenderse con ella desde los días en
que estaban juntos de niños. Era algo de su voz. Le ponía nervioso…
—No estoy acostumbrado a tener mujeres en mi casa —⁠dijo⁠—, y, ahora
que tengo dos en ella, me la están desbaratando. Lo mejor es que me vaya.

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Les dejó, finalmente, la casa y bajó al molino, que su abuelo había
construido en Wilcox Run. Antaño, muchos antes de que William pudiera
recordar, vivió allí un molinero, un escocés soltero que estuvo empleado
primeramente como jornalero. Había viajado por todo el Sur, construyendo
molinos en uno u otro riachuelo. Acababa de empezar a trabajar para los
Howland cuando notó los primeros achaques de la edad. Así, el jornalero se
hizo molinero y terminó sus días en el último de sus molinos. Había hecho
dos pequeñas habitaciones para él en el edificio y todavía estaban allí, sucias,
polvorientas, no usadas más que para almacén durante cincuenta años.
William se bajó un catre de la casa principal y, tomando un par de mantas
bajo su brazo, se fue a vivir allí.
Le gustaba el rumor fresco del agua del molino y los correteos, que
duraban toda la noche, de los pequeños animales que venían a alimentarse del
grano desparramado. Contempló el maíz que germinaba debajo del molino (la
segunda maquila la habría llamado su padre: las semillas caídas para germinar
compensaban los gastos de molienda). La mayor parte de la molienda estaba
terminada ahora, pero siempre había algo que hacer de cuando en cuando. En
ocasiones como ésta, William mismo subía detrás del molino y abría las
compuertas para que pasara el agua. Observaría su carrera, hablando como si
tuviese vida y cayendo en los pocillos de la rueda de ciprés. Después entraría
para encajar los engranajes que accionaba la desgranadora y las grandes
ruedas de moler y el suelo retumbaría, se estremecería con su movimiento.
Siempre estaba allí, vigilando cuidadosamente, pues una rueda que tuviese la
menor desviación podría agrietarse e inutilizarse.
Los molinos de agua estaban anticuados. No habían quedado tampoco
muchos. «Me gusta —⁠se decía William⁠—; espero conservarlo».

En pocas semanas, la molienda estuvo terminada —⁠completamente esta


vez. Y se limpió el molino y se reforzó su tejado para que pudiese resistir el
invierno. William atendió a esto y a su otro trabajo.
El tabaco colgaba de un pequeño cobertizo, en donde se curaba. Se había
cortado la caña de sorgo, se la había mojado y hervido para convertirla en
jarabe. Las botellas se enviaron a la bodega grande que había debajo de la
casa principal. Los cerdos estaban cebándose a base de bellotas y melaza,
esperando el tiempo de la matanza.
Annie envió una nota a su hermano por mediación de un niño negro que
pasaba. Tenía una sola línea:

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Puedes regresar ya. P. D.- Dale un níquel al niño.

William dejó su polvorienta y tranquila habitación, que ya se quedaba


bastante fría por las noches, y volvió a casa.
Se quedó asombrado del cambio. Los porches estaban pintados, el
vestíbulo y la cocina, así como todas las demás piezas que diferentes
generaciones habían ocupado en el edificio. Había cortinas en todas las
ventanas —⁠William no se habría atrevido a hacerlo⁠—, que despedían reflejos
cobre bajo la luz. Dentro, la casa olía fuertemente a pintura y a jabón en
polvo. William sintió escozor en los ojos por las extrañas emanaciones.
Annie salió presurosa del salón posterior, que conducía a la cocina.
—Ahora que estás aquí, Willie, acabo de cambiar la bomba.
Su figura gruesa estaba ataviada con un enorme delantal blanco y llevaba
una estopilla envuelta en la cabeza.
—Pareces algo así como una salchicha… ¿Qué bomba?
—La bomba del pozo, y vamos también a procurarnos un nuevo tanque de
presión. Te está esperando en Madison City para que mandes a recogerlo.
—Necesitábamos más agua, papá. —⁠Abigail bajaba, flotando, las
escaleras con su llamativa bata de seda y le besó con delicadeza⁠—. Tía Annie
ha hecho una labor extraordinaria aquí. ¿No crees?
Annie miró a su hermano, riendo entre dientes.
—Las malas lenguas tienen que callarse, William.
—Resulta encantador —insistió Abigail.
—Oliver —dijo Annie bruscamente⁠—. Si tienes que ir a esperar ese tren,
debes hacerlo ya.
Oliver Brandon era bajo, cuadrado y de mediana edad. «El cabezota
negro» le llamaba la gente por la forma en que su cabeza redonda descansaba
sobre su cuello. Había trabajado para William Howland durante veinticinco
años como hombre comodín y como ayudante suyo. En realidad, era el
administrador de la hacienda, aunque, por ser negro, no recibía ese nombre.
Aquella tarde llevaba zapatos lustrados, pantalones negros, camisa blanca y
corbata negra. Se había hecho la raya en su pelo ensortijado y se lo había
embadurnado con brillantina.
—¿Para qué te acicalas tanto? —⁠preguntó William. Y dirigiéndose a
Annie⁠—: ¿Qué tren?
—Hay dos al día, William, y Oliver los irá a esperar hasta el día de la
boda.
—Bendito Dios, ¿por qué?

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—Oye, Willie —dijo Annie—, sé comprensible; va a venir mucha gente y
se acerca el momento de empezar a preocuparse de ellos. —⁠Se frotó su cara
sudorosa con una punta del delantal⁠—. Aun cuando telegrafíen indicando el
momento exacto en que llegan, Rufus Matthews es capaz de perder los textos
o de interpretarlos erróneamente.
William tuvo que admitir que tenía razón.
—De todos modos —dijo—, no me agrada la idea de que mi ayudante
vaya preguntando a todo el que baja del tren en Madison City si viene a la
boda de la señorita Abigail.
Annie le lanzó una mirada de disgusto.
—¿Va a bajar tanta gente del tren como para que pueda cometer un error?
William tuvo que ceder y fue a prepararse una copa. Los olores extraños
de la casa no le molestaban ya: parecía acostumbrado a ellos. Se detuvo ante
la mesa del salón y estudió la fuente grande de plata que brillaba débil en la
luz. Con los dedos tocó la ristra de uvas y hojas que adornaban su borde
superior.
—¿De dónde vino esto?
Abigail rió con ironía, encantada.
—Del desván… Apuesto a que ni siquiera sabías que había una bandeja
de plata allí arriba.
William negó con la cabeza.
—No…
—Yo solía mirarlo a veces, y me prometía a mí misma que lo tendría para
mi boda.
—Subiste al desván. Había veneno contra las ratas allí y lo tenías
rigurosamente prohibido.
—Oh, papá —dijo Abigail—, ya no soy una niña; no tiene que darme
miedo ya decir lo que antes hice.
—No —dijo William—, no me lo imaginaba.
—Es preciosa; por las iniciales, parece que perteneció a la abuela de
Legendre.
—No me refería a eso —dijo William⁠—. Hablaba de las cosas que no
conocía, a pesar de haber vivido con ellas.
—Oh, papá —dijo Abigail.

Durante los días siguientes, William vio llenarse su casa de primos,


primos segundos, tíos abuelos y tías abuelas. Personas que no había visto

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desde hacía treinta años, viejos, entumecidos, rudos y frágiles por la edad. Sus
estólidos hijos y sus nietos, correteando, dándose tropezones, pillándose en
las puertas, arañándose con las zarzas, hiriéndose con la hiedra venenosa,
entre cuyas matas desconocidas se metían.
Una tarde, William se fijó en una fila de niños negros, pequeños, de nueve
años o menos, que cruzaba el patio, portando enormes brazadas de
zarzaparrillas.
—En nombre de Dios, ¿qué es aquello?
—Lo necesitábamos —dijo Annie con calma⁠— para decorar.
—Bajé a la escuela —explicó Abigail⁠— y les dije a todos que tú les
pagarías diez centavos por brazada.
William lo hizo. Algunos de los niños estaban tan arañados por las espinas
de la rotundifolia y de las zarzas que les dio el doble. Mientras descargaban
sus plantas en el porche, en el lado de la casa en donde daba sombra, e iban a
buscar cubos de agua para regarlas, William se dio cuenta de que había
alguna hiedra venenosa en el montón.
No dijo nada, preguntándose en vano si su hermana tenía sentimientos. No
debía de tenerlos, pues colgó las gavillas con sus propias manos desnudas y
ya no volvió a hablar de ello.
El día de la boda fue a recibir a Gregory Mason, que llegaba en el primer
tren. Mason parecía cansado: William se percató de ello en seguida. Su rostro
delgado estaba demacrado; su cuerpo, espigado y seco, parecía fatigado y
frágil en la fría claridad del invierno.
William le estrechó la mano, maravillándose otra vez de que aquél fuese
el hombre que había escogido su hija por esposo.
—¿Duro viaje?
—Así parece.
Había docenas de personas que bajaban del tren, arremolinándose sobre el
pequeño andén.
—¡Will! —le gritaron—. ¡Aquí estamos!
Y William vio que eran sus primos de Jackson. Estaba sorprendido. Creía
que habían llegado el día anterior, pero no; ahora que pensaba en ello, los que
estaban en su casa eran los de Montgomery. Una rama completamente
distinta. Mientras cruzaba el andén para saludarles pensaba lo estúpido que
había sido al confundirlos. Pero las diferentes ramas de su familia le habían
parecido siempre iguales.
Cuando empezó a estrechar manos tuvo un pensamiento repentino. Los
blancos solían decir que todos los negros parecen iguales; pero, para él, los

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negros parecían diferentes…
Disimuló su risa con una blanda sonrisa de bienvenida y fue de un lado
para otro, dando cumplidamente apretones de mano y besando mejillas.
Cuando terminó, él y Gregory Mason se dirigieron al Hotel Washington.
—Tienes preparado el convite —⁠le dijo William, de repente⁠—. ¿Te lo dijo
Abigail?
—No creo.
—Tal vez no se atrevió a… Todos los que vienen a la boda estarán allí
con sus familiares, parientes políticos y amigos. Espero que los veas.
—Es costumbre, supongo —señaló Gregory Mason.
—Aquí lo es. El hotel está allí a la derecha. —⁠Al señalar William, un
hombre bajaba las escaleras del porche adornado por la celosía haciéndoles
señas con la mano⁠—. Es Harry Armstrong —⁠aclaró William⁠—. Será el
padrino, ya que no tienes familia aquí.
—¿Un primo?
William buscó un comentario jocoso, pero no se le ocurrió ninguno.
—Su madre era hermana de mi padre. Harry es un gran bebedor, pero me
figuro que tendrás ocasión de comprobarlo tú mismo.

A media tarde, William se encontró solo sentado en el comedor del Hotel


Washington. Apoyaba el codo en la larga mesa cubierta con un cristal y con la
mano mantenía levantada la cabeza, mientras las paredes cantaban y
zumbaban en sus oídos. Vio a Gregory Mason pasar tambaleándose por la
puerta, conducido por el brazo negro de Oliver.
—Cuidado con él —le gritó a Oliver. Y luego, en tono más bajo, a nadie
en particular⁠—: Aguanta bien la bebida ese tipo. ¿Quién lo iba a decir?
William Howland retiró el puño debajo de su barbilla y volvió la cabeza
cuidadosamente, despacio. Descubrió que no estaba solo del todo. Casi oculto
por una fila de botellas y jarras, Harry Armstrong dormitaba con la cabeza
caída sobre la mesa.
—Tú, desgraciado hijo de perra —⁠dijo en voz alta⁠—. Despierta.
Harry Armstrong no se movió ni musitó una sola palabra.
—Hijo de perra —volvió a decir William, mientras recorría la vista por la
habitación.
Los invitados se habían ido a la cama, ayudados por el equipo de criados
que dirigía Oliver. Excepto uno, que William, finalmente, descubrió. En el

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otro extremo de la sala, alguien dormía sobre el suelo. Cara a la pared, estaba
cubierto con una manta y tenía una almohada bajo su cabeza.
«Bien por Oliver —pensó William⁠—, por Oliver y sus muchachos…».
William se levantó con cuidado. La sala daba vueltas en su cabeza.
Anduvo despacio hasta Harry Armstrong y le zarandeó el brazo.
—Que se han ido —dijo.
—¿Quiénes?
Harry Armstrong se incorporó, utilizando ambas manos.
—¿Quién estuvo aquí?
Armstrong consultó su reloj.
—No puedo ver nada, maldición. —⁠Se frotó los ojos y miró de soslayo el
reloj con más fijeza⁠—. Las dos y pico. Me voy a la cama.
—Harry —dijo William—, ¿qué es aquello que hay en el suelo?
Harry miró.
—No puedo ver su cara.
Oliver volvió. Su chaqueta blanca estaba estrujada y llena de manchas. Le
faltaba un botón y un bolsillo lo tenía roto. La brillantina, demasiado densa,
de su pelo había resbalado por su frente y su cuello. Se frotó con un pañuelo
grande azul, pero no pareció quitársela.
—¿Has acostado al novio? —preguntó William.
Oliver asintió con la cabeza.
—Confío en que todos estén en la cama.
Harry Armstrong rió con ironía y, señalando, dijo:
—Te has olvidado de él, Oliver.
Oliver miró a la forma encogida que dormía con la almohada hábilmente
colocada bajo su cabeza.
—¿Quiere que me lo lleve?
Harry Armstrong se puso en pie con cuidado.
—Mira quién es.
Oliver fue a donde estaba y atisbó en su cara.
—El señor Bannister.
William dijo:
—Se encuentra a gusto. Déjalo estar. Yo me voy a bañar.
Harry Armstrong reflexionó un momento:
—Yo, también.
Oliver se echó un abrigo sobre su chaqueta blanca y les siguió hasta la
puerta de la calle. Les vio cómo se quitaban la ropa y se metían en el agua
helada del río Providence. Se abrochó el cuello de la camisa y encontró un

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leño para sentarse, esperando pacientemente. Un grupo de niños negros se
reunió a su alrededor, riendo afectadamente.
Aquella tarde, bañados y afeitados, doloridos, se trasladaron —⁠todos
juntos, treinta y cinco⁠— a la casa de Howland para asistir a la boda.
En el concurrido salón, durante la ceremonia, cuando John Hale, el
ministro metodista, pronunciaba las palabras rituales en su mejor estilo, los
ojos de William se fijaron en una ringlera de plantas que colgaban encima
mismo del retrato de su abuelo. Podría haber jurado que en las hojas
amontonadas y retorcidas había visto los inconfundibles contornos de la
hiedra venenosa.
Después, una vez idos la novia y el novio, Annie le dijo:
—Ha sido la boda más encantadora que he visto.
Y él respondió:
—¿Trajiste hiedra venenosa?
—Por el amor del cielo, William…, no.
—He visto algunas, mezcladas entre las otras.
Annie le dirigió una fugaz sonrisa. Aquella sonrisa que no había visto en
su cara desde que habían estado juntos de niños. Pestañeó también al mirarlo,
un guiño imperceptible en sus párpados.
—Es verde como las otras —dijo—, y teníamos prisa.
Aquella tarde, Annie rió como una niña, bebió con exceso y se sentó al
piano para interpretar «Juanita», «Rosewood Spinet», «Kathleen» y «The
Letter Edged in Black» hasta que cayó dormida encima de las teclas. Luego,
como era una dama importante, nadie se atrevió a subirla al piso —⁠los criados
de la casa habían bebido esta vez tanto como los invitados⁠—. La pusieron a
dormir en un sofá del comedor. Más tarde, cuando salió la luna, todavía la
mayor parte salió de caza, tropezando y dando voces en su carrera a través de
los campos y saltando empalizadas, seguidos de vacilantes muchachos negros
con botellas de whisky, precedidos por los fugaces destellos negros y blancos
de los perros.
William partió con ellos, cumpliendo con la cortesía, pero pronto regresó,
tomando un atajo en dirección a la carretera. Iba recordando las fiestas de
boda a las que había asistido cuando era joven, allí en los mismos bosques y
montañas y en los condados de Atlanta. Todas eran muy parecidas a ésta. Los
hombres borrachos seguían armando el mismo escándalo. Y el estrépito de los
perros seguía siendo familiar. Y el viento de la noche no había cambiado, ni
el suelo del camino.

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Poco a poco, día a día, la boda fue acabándose. Hacia finales de la
segunda semana todos se habían marchado, salvo su hermana Annie. Su
esposo se marchó el día siguiente de la boda: tenía una oficina que atender y
se llevó a sus hijos consigo. Annie se quedó para cerrar las piezas que no se
usaban de la casa.
Lo hizo sin preguntar siquiera a William si le parecía bien. Ella y seis
criadas contratadas para la boda —⁠Ramona, la cocinera, era vieja y chocha y
no era capaz de gran cosa⁠— estuvieron atareadas durante una semana.
Cerraron las contraventanas, descolgaron las cortinas y las plegaron en arcas;
enrollaron las alfombras y desparramaron sobre ellas bolas de naftalina contra
las ratas y cubrieron los colchones con hojas de papel de estraza. Taponaron
las chimeneas con periódicos para protegerlas de los vencejos y golondrinas.
Cerraron todas las puertas, una por una, las puertas de los salones, las puertas
de las alas de la casa. Hasta que estuvo acabado.
En su última tarde, Annie dijo:
—¿Sabes que hay veintidós camas en esta casa, si cuentas las tres que hay
arriba en el ala del abuelo?
—No lo sabía —respondió William.
—Hemos vivido toda nuestra vida aquí y a nadie se le ha ocurrido contar
las camas.
—Todo estuvo abierto para mi boda —⁠dijo Annie, recordando⁠—. Pero me
imagino que mamá lo hizo. Yo no tuve nada que ver con ello.
Para complacerla, William dijo:
—Fue una auténtica boda, la tuya.
Annie sonrió con viveza:
—Siempre pensé preguntar a papá cuánto costó, pero nunca lo hice…
Estuvo muy animada.
Mientras las señoras expresaban su admiración, los caballeros cerraron
todas las ventanas, excepto la de la iglesia, y entraban y salían con sus
caballos por la farmacia, el hotel y la estación. Era julio y los andenes de la
estación estaban apiñados de sandías, esperando su embarque. A la mañana
siguiente, toda la calle principal estaba resbaladiza y pegajosa con la pulpa y
las semillas de los melones aplastados…
Ella recordó, riendo con afectación.
William le dio unas palmadas suaves en su hombro, satisfecho de sí
mismo por haberla complacido. «No era mala —⁠pensó⁠—. No era culpa suya
ser gorda y vieja y un poco torpe… Como yo —⁠pensó⁠—, exactamente como
yo».

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—Confío en que aquellos salones no se abran hasta que los hijos de
Abigail vengan a casarse.
—Eso espero.
Ella le miró de soslayo, diciendo:
—Willie, estás celoso.
—Annie —dijo él—, eres una vieja absurda.
William se sentó, sonriéndole maliciosamente, sin escucharla, hasta que
sintió deseos de aplastarle algo en la cabeza. Cuando estaba a punto de
hacerlo, ella se levantó y le sirvió un whisky. Se lo llevó hasta donde estaba
él, tomando uno para ella.
Sentados en las viejas sillas, en la vieja casa, limpia de un modo que no
era natural, pero vacía, sin la gente que se había albergado en ella, bebieron a
su salud.
—¡Suerte! —William brindó por su hermana.
—¡Prosperidad, Willie! —y de nuevo aquel imperceptible fantasma del
parpadeo.
—Annie —dijo—. Vete a casa.
—Por la mañana, Willie.

Lo hizo. Y le dejaron solo, salvo con la presencia de Ramona, que


traqueteaba con los cacharros de cocina o hablaba entre dientes por los
salones, sacudiendo los cantos de los muebles con un quitapolvos de plumas.
La casa no estaba más vacía que cuando Abigail estaba en la Universidad.
Pero lo parecía. Una mañana, al cabo de una semana, William se dio cuenta
de que estaba hablando solo. Acababa de despertarse. Estaba acostado en la
cama grande con dosel, con la vista fija en el marco encendido de la ventana,
diciendo en voz alta:
—El viento es del este.
Escuchó su voz y saltó de la cama. Y, mirando suspicaz en torno suyo, se
preguntó:
—¿Cuánto tiempo estoy haciendo esto?
Se vistió y salió al porche de la cocina, donde la palangana de agua
caliente le estaba esperando, como todas las mañanas. Se afeitó frente a un
pequeño espejo que colgaba de un pilar, pasando la navaja por la barandilla
para quitar la espuma. Después, Ramona entraría para arrojar el contenido de
la palangana sobre la balaustrada, quedando así limpia de una sola vez. A
pesar de esto, los años habían dejado en aquel sitio una mancha grasienta.

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Aquel día proyectó ver su ganado. Como siempre, había alguna pezuña
ulcerosa que requería atención, aunque odiaba ese trabajo, el fétido olor y el
raspado. Había, asimismo, algunas úlceras en la piel y él se preguntó,
lacónico, si las moscas de pezuña no estaban incubando antes aquel año.
Generalmente salían en forma de gusanos más tarde, en la primavera. Tendría
que echar una ojeada y no tenía que olvidarse de llevar consigo benzol y
aceite de alquitrán.
Estaba pensando así cuando se puso en marcha. Sin saber cómo, en algún
momento tomó una dirección distinta y se encontró camino de la ciudad. Se
había acordado de Peter Washburn y del nuevo esquife. Y el desafío que iba a
sostener en Honey Island Swamp.

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W ILLIAM colocó su manta en la proa del esquife, con cuidado, en la
parte más seca, con el impermeable plegado debajo. Tendría que
encontrar algo de comida en el camino o iría a pasar bastante hambre. Se
había traído solamente una tajada de tocino hervido, un buen trozo de pan de
maíz y unas cuantas manzanas verdes pequeñas que crecían en su huerto.
Eran extremadamente ácidas y eran buenas para refrescar la boca y limpiar
los dientes de la grasa del tocino. También llevaba una pequeña cantimplora
para el agua y algunos pasteles de cebada que había encontrado en la alacena
de la cocina. No los había visto antes, pero se figuró que se los había dejado
algún niño que asistió a la boda.
Puso la escopeta a su lado y dio impulso a la embarcación. Durante una
hora, más o menos, bogó con la corriente perezosa del riachuelo, sin remar
con exceso, ahorrando fuerzas para atravesar el río Providence. Notó que el
agua oponía resistencia a los remos a medida que iba aproximándose.
Desarmó los remos —⁠percibió indiferente que el agua que arrastraban iba
cayendo en el fondo del esquife⁠— y sacó la pértiga. El curso se hizo aquí
bastante impetuoso, arrastrado por la corriente del río, crecida por el invierno.
Sería más fácil empujar el esquife con la pértiga a través del estrecho claro
abierto en la maraña de árboles y matorrales.
Desde el río no podía verse dónde penetraba la corriente. Los sauces y las
hayas acuáticas, los aguagomas, los alerces y los saúcos crecían
prodigiosamente, formando una maraña. Aproximarse desde el torrente era
más fácil. La corriente trazaba el camino. William borneó la pértiga sobre un
lado, notando con satisfacción que había escogido una bien ligera, suave al
tacto y que hacía palanca sin esfuerzo, aun a pesar del travesaño que contenía
la punta. Todas las pértigas tenían algo parecido; les impedía hundirse
demasiado en los fondos inmundos. Impulsó el esquife a través del agua
turbulenta y fangosa, evitando los árboles caídos, los troncos y las marañas
más densas de las hiedras. Fue despacio, manejando la pértiga con cuidado
para evitar enredarse o rozar el follaje colgante. No quería que algún mocasín
acuático se dejase caer sobre su cabeza.

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Salió al río y el esquife se agitó fuertemente en plena corriente. William
perdió el equilibrio por un tirón que le dio el extremo de la pértiga al rastrear
el travesaño. La levantó, maldiciendo su descuido. Hacía tanto tiempo que no
había pasado por allí que se había olvidado de los hoyos y casi estuvo a punto
de naufragar por causa de su lentitud.
Utilizando nuevamente los remos, maniobró por el río en busca de la
ciénaga que formaba la entrada de Honey Island Swamp. No había estado allí
desde que era niño y las crecidas habían cambiado tan completamente la
fisonomía de las márgenes que ya no pudo reconocerlas. Recordó que
entonces localizaba la entrada por un ciprés solitario que crecía allí, aislado en
un boscaje de robles acuáticos. Tendría que buscarlo. Estaba más río abajo de
lo que pensaba. Casi estaba a punto de abandonar cuando finalmente lo vio.
Estaba muerto desde hacía años, pero su tronco marrón sobresalía por encima
de los robles. Hizo girar el esquife, puso proa hacia la corriente y remó con
fuerza para que el bote se quedase inmóvil mientras observaba. Divisó la
entrada, enfiló la proa y chocó bruscamente contra una rama frondosa que
colgaba a baja altura. Una forma oscura se desplomó sobre la proa y se
deslizó vacilante dentro del agua. Lanzó improperios para sus adentros,
aliviado, y, utilizando un solo remo, maniobró, saliendo de los árboles a una
ciénaga abierta.
Le desagradaban las serpientes, aunque de pequeño las había cazado. Las
cogía por la cola y las sacudía con fuerza, como si fuese un látigo,
haciéndoles saltar los sesos. Vendía las pieles a su padre por un cuarto de
dólar la pieza, hasta que su madre se dio cuenta y se empeñó en que no le
diese ninguna recompensa por las venenosas. Terminó de cazarlas entonces…
Remó durante unos instantes; luego cambió a la pértiga. Estas ciénagas
solían ser muy profundas —⁠él las tanteaba sin encontrar el fondo⁠—, de ahí
que utilizase la pértiga para rastrear. Avanzando y retrocediendo,
tambaleándose continuamente.
A media mañana estaba casi en la marisma. La ciénaga serpenteaba y se
retorcía entre los cipreses anegados y montecillos de coníferas y margallones
que crujían con la suave brisa. No había corriente aquí; equilibró el esquife,
fijándolo al codo de un ciprés, y se comió la mitad del tocino y un trozo de
pan de maíz. Bebió agua recalentada por el sol y contempló las aves de los
arrozales, sinsontes, uno o dos pelícanos, garcetas y las grandes garzas azules.
Continuó impulsando la embarcación con la pértiga a través del agua
grasienta y fangosa. Al frente, en la distancia —⁠si levantaba los ojos⁠—,
aquella agua oscura reflejaba el brillo del cielo y parecía blanca como un

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espejo. Los caimanes que estaban tomando el sol sobre el borde fangoso de la
orilla se zambulleron perezosamente en el agua y desaparecieron. Las tortugas
que se soleaban encima de troncos flotantes replegaron sus cabezas. En uno
de los montículos por los que pasó vio un esbelto aguagoma con la corteza
levantada. Habría sido el trabajo de algún oso; sería un ceriflor.
Por la tarde sacó su brújula, pues el cielo se había encapotado, y, a
excepción de las ciénagas tortuosas y errantes, no había otras huellas, ninguna
orientación. Una vez, cuando era niño, se perdió allí durante dos días, cogido
bajo una densa capa de nubes y niebla que le hizo perder el rumbo. Tuvo que
esperar a que el cielo se despejase. La segunda noche durmió en una postura
conveniente y se despertó mirando directamente al cielo, moteado de
estrellas. Salió de la marisma antes del amanecer y nunca más entró sin llevar
consigo una brújula…
Dejó la ciénaga y avanzó a través de los cipreses. El agua era menos
profunda; la pértiga tocaba fondo y se desplazaba más rápidamente. Él se
disponía a marcar su ruta —⁠tenía el machete en su mano, listo para hacer el
primer corte⁠— cuando vaciló. Si debía encontrar la destilería, no había razón
para dejar su paso marcado hasta la misma puerta. Usaría la brújula
solamente.
Los cipreses eran robustos y estaban cubiertos de musgo. El agua de entre
sus raíces era del marrón opaco impenetrable de las marismas. Una vez hubo
descansado cogió una vara que flotaba y rastreó el fondo. Un rosario de
burbujas de gas se escapó hacia la superficie.
Aquella agua era así. Se formaba tanto gas en el fondo, había tantas
plantas y animales descomponiéndose allí, que las burbujas ascendían por su
propio impulso. Algunas veces, la superficie del agua parecía estar hirviendo
con centenares de diminutas ampollas que luego reventaban.
Aquí también, recordaba William, fuegos fantasmagóricos flotaban sobre
las aguas, azules y temblorosas, ocultándose y apareciendo detrás de los
árboles. Debía de ser algo que tenía aquel gas que ardía…
La marisma de cipreses se convirtió en amplio trecho de hierba espinosa,
de caimanes y de ánades. La atravesó, dirigiéndose hacia las dispersas colinas
elevadas, pobladas de robles y nogales acuáticos, que vio al otro lado. Pasó la
noche allí, en su esquife varado en la playa de arena blanca de la colina más
grande. Los mosquitos no molestaban mucho, pero sólo durmió a ratos. Había
perdido la costumbre de los sonidos de la marisma. Los fuertes zumbidos de
los insectos, los silbidos de los murciélagos y lechuzas. Se puso en pie y echó
mano de su escopeta al oír el profundo bramido de un caimán. Luego escuchó

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con más atención —⁠era a media milla; en el silencio había parecido más
cerca. Aun sabiéndolo, se despertó durante toda la noche a cada rugido que
escuchaba. Y por la mañana, antes incluso del amanecer, los primeros sonidos
que oyó fueron los de los caimanes. El penetrante chasquido —⁠casi igual que
un disparo⁠— de sus grandes quijadas al atrapar a sus presas.
William partió sus pasteles de cebada. Los encontró blandos y húmedos,
pero se los comió, de todos modos. Agotó su cantimplora y la arrojó a un
lado. Si llegaba a estar sediento, siempre podía beber agua de la marisma.
Hacía enfermar a alguna gente, hacía vomitar a algunos, pero ello nunca le
había preocupado gran cosa. Tenía un sabor desagradable, pero era agua que
tenía a su disposición.
Hacia el mediodía de la segunda jornada localizó el lago grande de agua
fresca que había encontrado cuando niño. Un lago en medio del pantano
estancado, circundado por una franja de arbustos, árboles y playas arenosas.
Probablemente estaba alimentado por manantiales subterráneos; su base, una
capa de piedra caliza.
William cogió agua con el hueco de las manos y la probó. Estaba fría, era
refrescante. Se apoyó sobre un costado de la barca e intentó ver el fondo. El
fuerte reflejo del sol sobre la superficie le cegó. El agua era tan impenetrable
como un espejo. Cuando estuvo allí de niño tomó un corto baño en aquellas
oscuras profundidades, esquivando las quijadas de las tortugas…
No parecía haber ninguna ahora. Miró detenidamente. ¿Se habrían
extinguido o estaban tan sólo escondidas bajo la brillante superficie del agua?
No se arriesgaría a bañarse. Era demasiado viejo y el día demasiado frío.
William estaba sentado, completamente inmóvil y observando cómo
pasaba flotando una especie de hojas blancas sobre la superficie del agua,
mientras pequeños peces mordisqueaban en vano desde abajo.
La marisma siempre le dejaba aletargado y torpe. Avanzaba lentamente,
complacido con la observación de la vida animal que pasaba en torno suyo…
Pero él había venido a buscar algo. Estaba la apuesta con Calvin Robertson.
No, no era exactamente una apuesta… La cara de Harry Armstrong
—⁠William sonreía burlón al recordarlo⁠— mientras recogía aquella cesta de
pollos, sudando como un caballo… «Nunca había tenido mucha suerte en su
vida —⁠pensó William⁠—. Primero, su padre se había arruinado y, ahora, su
esposa sufría de una enfermedad propia de la mujer»…
Al otro lado del lago apareció una pantera negra entre la espesura de un
montículo y que manoteaba perezosamente en el agua. Estaba en la dirección
contraria al viento, a un cuarto de milla cumplido, calculó William, de modo

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que la fiera no se dio cuenta de su presencia. Se mantuvo totalmente inmóvil,
respirando apenas. Ya no se ven demasiado esas panteras auténticas. En
algunas ocasiones se les había tenido consideración, pero la gente las había
vuelto a exterminar. No se oyen ya nunca sus aullidos en la noche; sólo en la
marisma.
William contemplaba la delgada figura negra moviéndose por la corta
playa de arena. La pantera parecía confundida. Chapoteaba con sus garras
delanteras en el agua en busca de algo; luego se dio por vencida y se retiró a
su guarida.
William se desperezó, colocó los remos dentro de los pasadores y bogó,
cruzando el desierto lago, produciendo sus paladas un ruido enorme y
penetrante.
Se aproximó con cautela —es sabido que las panteras atacan al hombre
especialmente cuando tienen la camada junto a ellas. El follaje no se movía,
no corría nada de viento en el calor del mediodía, y él se deslizó hasta la
misma playa. Vio lo que era. Los restos de un pequeño animal yacían en las
aguas poco profundas. William hurgó con un remo y docenas de basureros se
dieron a la fuga. Una lutria, y desollada. No era raro que la pantera se
comportase de forma tan extraña. La carne ensangrentada la atrajo. Y el olor
del hombre la alejó.
William lanzó la carne desgarrada roja y gris en el agua profunda. Que los
peces acabasen con ella. Mientras lo hacía se rió interiormente. Los Robertson
no podían haberle dejado una huella más fácil. Se habían descuidado. Y él
había tenido suerte. La carroña había caído en el bajío y la pantera se lo había
revelado.
Se puso a pensar. Para una destilería se necesitaba un terreno elevado y
agua potable, y una exuberante vegetación que disimulase todos los humos
que se desprendían con la ebullición.
Pero ¿dónde podría estar? Hacia el norte, desde donde precisamente había
venido, no había bastante verde. Aquellos montículos, todos, eran pequeñas
elevaciones desnudas. En ellas no había suficiente sitio. Al oeste aparecían,
sobre todo, pastos y bosques de cipreses, con escasos terrenos secos. Yendo
un poco más hacia el sur se llegaba demasiado cerca de los poblados de Cobs
Landing y Stilltoe. Los Robertson tenían que haber ido hacia el este desde
allí. No había otro camino. Pero al este había todavía una enorme extensión
de tierra.
—Un poco más —se dijo en voz alta⁠—. Es cuestión de tener suerte.

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Fue suerte y no otra cosa. Había avanzado sólo unas cuantas millas,
cuando se levantó una brisa, y en ella, claro como el día, notó un olor a
amasijo. Era como un camino que debía seguir. El olor se acentuaba cada vez
más a medida que avanzaba hacia un tramo compacto de la marisma. No
podía ver a más de cincuenta metros delante de él, a través del laberinto de
cipreses y la maraña de trepadoras. No vio siquiera la isla hasta que estuvo
encima de ella. Durante un minuto, no hubo más que los cipreses y el agua
oscura de las ciénagas y la huida turbulenta de las pequeñas criaturas que
corrían a su paso. Al minuto siguiente se encontró contemplando la ladera
escarpada, cubierta de margallones, de un montículo desnudo.
Detuvo el esquife y gritó:
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?
La marisma toda bullía en actividad en torno suyo. Garzas, garcetas,
estorninos y petirrojos se lanzaron al suelo, chillando asustados. Incluso el
inquieto y corpulento pájaro negro que la gente llamaba el «pájaro divino»
salió volando desde la copa de un afilado ciprés.
—¡Eh! —gritó nuevamente—. ¡Soy William Howland! —⁠Esperó y no
tuvo respuesta. Repitió, pues⁠—: Will Howland.
Esperó un poco. No quería que se le tomase por un extraño y le
disparasen.
—¡Oigan! ¿Están los Robertson ahí?
Atracó el esquife en el pequeño tramo que tenía las huellas de otras
embarcaciones. El olor a amasijo era insoportable, pero tuvo dificultades para
encontrar el verdadero destiladero. Estaba hábilmente camuflado. Cuando lo
consiguió quedó decepcionado: no era particularmente grande. La cantidad de
whisky que los Robertson estaban vendiendo no era posible que saliera de
allí. «Pero sí que podía ser —⁠pensó William⁠— que tuviesen varios
destiladores dispersos entre las colinas. Cuanto más pequeño era el destilador,
más dulce era el whisky, había oído decir siempre. Y, además —⁠sonrió,
irónico⁠—, la pérdida de un destilador no les iba a arruinar el negocio…».
Aquél era un trabajo de auténticos profesionales. Nada igual a las cosas
inestables que se veían en las colinas pobladas de pinos. El cobre sólo habría
costado a los Robertson una fortuna… William lo examinó admirado. No
pudo encontrar ningún defecto. Los filtros eran toneles de roble llenos de
carbón. El whisky era curado debidamente en barriles de roble. Había una
línea ordenada de ellos al otro lado; la mitad parecían llenos. William
comprobó que las espirales eran enfriadas por una tubería pequeña, de la que
goteaba agua. Siguió la tubería hasta el centro del montículo: un pequeño

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manantial. «Inteligente medida —⁠pensó William⁠—, al situar el destilador un
poco más bajo, a fin de que el agua fluyese de un modo natural». Al volver
atrás, crujiendo el suelo quebradizo bajo sus pies, vio dos pilas de madera
amontonadas ordenadamente. No había sido cortada en aquel sitio. William se
rió hacia sus adentros. La habían dejado intencionadamente sin marcar, sin
nada que llamase la atención. Deberían traer la madera en botes desde una
distancia considerable. Cogió una pieza: pino y bien curado. Los Robertson
eran esmerados trabajadores.
Alguien había estado vigilando la destilería, y no hacía mucho. Quizá le
habían visto venir y se habían escabullido. O quizás estaban haciendo la ronda
de los otros destiladeros.
En un serón, debajo de un techo de palmas, había docenas de botellas
vacías. William las sacó y las alineó en zigzag, a fin de que cualquiera
pudiera darse cuenta. Luego sacó del fuego un trozo de madera tiznada y rayó
con trabajo sobre un tablón: «W. Howland». No estaba muy claro, pero era
suficiente. Después de todo, le estaban esperando…
Estaba ya bastante cansado y hambriento también. Fisgoneó por el
campamento, encontrando dos cosas: una lata de fríjoles, que abrió con su
cuchillo y se comió en un instante. Y cuatro pieles de lutria extendidas
cuidadosamente sobre un bastidor de varas y ramas.
Rió entre dientes. Los emprendedores Robertson estaban practicando,
además, una caza algo ilegal mientras operaban en sus destilerías ilegales.
Tendría que regresar ya. Había estado más tiempo de lo que había
pensado. El esfuerzo, por otra parte, había sido más intenso de lo esperado.
Ya no era joven, confesó de soslayo a un roble grande, y estaba acusando el
esfuerzo realizado.
Llenó su cantimplora con agua. Llenó también de whisky una botella
vacía. Los Robertson podrían perdonárselo…
Entró fatigosamente en su esquife y cogió su pértiga, notando una
punzada en la espalda y en los músculos del costado. Salió del montículo y
examinó su brújula. Decidió ir directamente hacia el oeste. Sería más corto el
camino. Alcanzaría el límite de la marisma junto a New Church y podría
caminar hacia casa desde allí, si no encontrase a nadie que le llevase.
Bogó con la pértiga, siempre hacia el oeste. El sol poniente le brillaba
directamente en los ojos. Se atascó la gorra hacia adelante y miró, cerrando
todo lo posible los ojos. Pero el resplandor seguía produciéndole dolor de
cabeza. Se detuvo y tomó unos tragos de whisky. Atravesó millas de bosques
de cipreses con musgo colgando de sus copas, en donde los caimanes se

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alejaban chapoteando de su embarcación y los mocasines pasaban nadando
por sus costados con su brillante e inteligente mirada. William los pinchaba
con la pértiga. Alguna vez llegaba a tocar alguno, pero la pértiga era
demasiado pesada y renunció pronto a aquel esfuerzo extraordinario. Al ocaso
atravesaba una ciénaga herbosa, rastreando por una marisma de gran tamaño.
Cuando el sol se ocultó, una nube de jejenes hambrientos se levantó del
herbaje: juncos, algas y el potamogeton pectinatus, hasta que el cielo se
oscureció con ellos. William sintió un picor en todo su cuerpo. No sólo las
manos: la cara, el cuello; no sólo la piel desnuda: todo su cuerpo ardía
mientras los diminutos insectos se escurrían dentro de su ropa. Cambió la
pértiga por los remos y bogó frenéticamente, intentando alcanzar el límite de
la nube. No sirvió para nada. O era una nube muy grande, que cubría la
marisma entera, o se desplazaba con él. Renunció a dejarla atrás y atracó el
esquife en la orilla. Con toda la rapidez que pudo se quitó sus ropas, haciendo
gestos de dolor mientras los aguijones se clavaban más penetrantes en su
cuerpo desnudo. Cogió puñados de cieno negro y se embadurnó todo el
cuerpo y su cabeza con una capa lo más espesa que pudo. Ató un pañuelo a su
nariz, boca y orejas. Cuando el fango estuvo algo seco, volvió a ponerse la
ropa, dejándola caer holgadamente para que no perjudicase el emplasto
protector.
Luego reemprendió la marcha. El lodo olía a descompuesto, a agua
estancada y a raíces muertas, pero le protegía contra los jejenes. William
tomó unos pocos tragos más de whisky para que le ayudaran a combatir el
olor.
Sonrió al pensar en el aspecto que tendría. Un hombre corpulento y calvo,
sucio de lodo como un indio, sus ojos azules enterrados en el pegote negro de
su cara.
Atravesó el lodazal abierto y luego un pequeño lago. Éste parecía estar
alimentado por manantiales de azufre, pues el intenso olor que despedía se
extendía por toda su superficie casi inmóvil. Con el último crepúsculo salió la
luna llena, grande y amarilla, detrás de él. Su sombra y la sombra del esquife
se iban alargando más y más hacia adelante como si fuese elástica. Con la
presencia de la luna, los felinos empezaron a acechar en la distancia. Oyó
rugir a una pareja de panteras y unos chillidos que reconoció ser de lince.
Mientras las aves acuáticas se disponían a dormir, los caimanes empezaron a
hacer presa sobre ellas y pudo percibir el penetrante chasquido de sus
enormes quijadas.

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Más allá del lago, siguiendo a la brújula, volvió a entrar nuevamente en la
marisma. La luna brillante quedó reducida a un ascua diminuta dentro de las
copas de los árboles elevados, reducida a nada por las trenzas enmarañadas
del musgo. Siguió trabajando sin descanso con la pértiga, controlando su
rumbo, dando un rodeo en aquellos sitios en donde los cipreses derribados
cubrían a otros cipreses y sus codos se proyectaban tanto que el esquife no
podía pasar entre ellos. De vez en cuando, confundidas por su paso, algunas
ranas se zambullían y chapoteaban suavemente en el agua. Se comió el último
trozo de pan de maíz y un poco de tocino. Empezaba a tener un gusto extraño
por haberse descompuesto bajo el sol.
Ahora había millones de mosquitos, aunque no podía verlos en el débil
resplandor de la luna. Zumbaban salvajemente en sus oídos y les sintió rozarle
la cara y las manos. No picaban mucho; quizás era la pasta de lodo seco o tal
vez no era el momento en que necesitaban sangre.
Tenía muchísimo sueño, pero no quería detenerse allí. Había muchas
serpientes por encima de su cabeza y era seguro que alguna bajaría, a menos
que pudiese encender una hoguera. Recordaba que, en viejos tiempos, los
hombres de la marisma llevaban siempre un pequeño brasero en la proa de sus
esquifes y piraguas. Tenían así un fuego a su disposición siempre que lo
necesitaran. Habría de seguir su marcha hasta que encontrase un montículo.
Al fin lo encontró. Hizo un pequeño claro entre las palmas con su machete
y varó firmemente el esquife. Sus piernas, entumecidas por las horas que
había pasado encogido en el esquife, le temblaban, se le doblaban bajo su
peso mientras iba cogiendo leña. Apartó una palma seca y descubrió un
crótalo. Sintió que su cuerpo se deslizaba bajo sus pies, escuchó la rápida e
impresionante agitación de sus cascabeles. Pero en la oscuridad no vio nada
hasta que la serpiente le atacó. Llevaba unas botas altas de caña y los
colmillos arañaron inofensivamente el espeso cuero. La mató con unos golpes
ágiles y arrojó a un lado su cuerpo convulso. Cuando había recogido leña y
encendido el fuego vio la mancha de ponzoña lechosa que tenía en los flancos
de la bota. Se la quitó restregándose con una hoja. Hizo una gran hoguera con
una gran humareda y se acostó en el esquife. No llegaría a dormir, pero echó
unas cabezadas hasta que llegó el alba.
Al día siguiente, por la tarde, a través del herbaje de la marisma, que el
viento hacía ondular, vio una línea de árboles que formaban claramente algo
más que una colina. Mucho antes de que alcanzase el límite de la hierba sintió
el tirón de la corriente sobre su esquife. Entre el lodazal y los árboles debía de
haber un río de curso impetuoso, y sólo podía ser el afluente este del

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Providence. Había salido de la marisma… Estaba cansado; se dejó llevar
lentamente por la corriente. Examinó la densa agua parda, grasienta y de
aspecto siruposo, descansando sus ojos del resplandor de la tarde. Al hacerlo
recordó el nombre que su abuela créole daba a aquellos estrechos canales de
la ciénaga: traînasse. No había pensado en ella durante años, en aquella
callada mujer, delgada y de nariz aguileña. Su inglés se mantuvo afectado y
formal toda su vida, no pareció sentirse nunca familiarizada con él. Pero no
había hecho ningún esfuerzo por enseñar francés a sus hijos ni a sus nietos.
Tampoco quiso ir a Francia, a pesar de que tenía dinero más que suficiente
para hacer el viaje. Sencillamente, parecía no importarle no residir allí. No
parecía importarle estar incómoda al otro lado del mundo…
William volvió a olvidarse de ella al concentrarse en la tarea de sacar el
esquife al río y evitar debidamente los obstáculos y los bancos de arena,
teniendo especial cuidado con los remolinos. Aquel trecho del río, siempre
agitado y profundo, estaba plagado de aquellos círculos turbulentos. Podían
hacer zozobrar un bote en cuestión de segundos y absorberlo a sus
profundidades. Y eso era irreparable. Uno tenía que vigilar atentamente este
riesgo de los remolinos… William vaciló en el límite de la marisma,
examinando detenidamente el río de arriba abajo. Vio sólo un remolino un
poco más arriba de donde estaba. Parecía bastante pequeño. Luego divisó un
tronco viejo que flotaba muy hundido en el agua fangosa. Clavó la pértiga en
el fondo y mantuvo el esquife inmóvil. El tronco avanzaba directamente hacia
el remolino. Mientras lo seguía fue atrapado por el quieto anillo exterior y
empezó a girar lentamente. Su velocidad aumentó a medida que se
aproximaba al centro, cada vez más aceleradamente, hasta que desapareció en
el cono, despacio, silenciosamente, como una imagen sin sonido. William,
apoyado en su pértiga, siguió lentamente su mirada río abajo, esperando. El
tronco volvió a aparecer quince yardas más abajo, estallando en la superficie,
un extremo por delante. Se proyectó en el aire unos cuantos pies y se desplazó
diez pies con la corriente antes de volver a caer sobre el agua.
William lo atravesó remando vertiginosamente. No parecía haber ninguna
casa en las cercanías, de modo que se decidió por detener su esquife en la
orilla y dejarlo allí. Cogió su machete y cortó una especie de W en las regalas
de ambos costados de la proa. Le ayudarían a localizarlo cuando mandase a
buscarlo después.
Miró la botella vacía del fondo del esquife, la botella que había contenido
el whisky de la destilería. Parecía una cosa demasiado pequeña para todo el
esfuerzo y penalidades de los últimos tres días, para la plaga de mosquitos y

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jejenes. «Una absurda y condenada apuesta desde el principio», pensó.
Debería haber tenido un poco más de sentido común…
Había hecho una apuesta, la había mantenido y la había ganado. Pero aún
seguía siendo una absurda y condenada apuesta. «Era lo que sucedía por ser
un Howland —⁠pensó⁠—; ellos habían sido siempre algo maniáticos».
Cogió la botella vacía y la arrojó al río.
No sabía exactamente dónde se hallaba; en un lugar cerca de New Church,
se figuró. Por tanto, era cuestión de atravesar las montañas hasta llegar a los
terrenos de su propia hacienda. Plegó su manta y se la cruzó por el hombro.
Colocó su rifle por encima de la manta, se ajustó mejor sus pantalones sobre
los costados y se dispuso a emprender una larga caminata. Varias horas
después, cuando había subido y atravesado dos montañas, se dio cuenta de
que estaba oscureciendo y que estaba muy fatigado. Sólo había conseguido
echar unas ligeras cabezadas en el esquife. Escogió un sitio elevado adecuado,
un bosque de pinos donde era seguro que encontraría una espesa capa de
pinaza caída. Se envolvió en su manta y se echó a dormir.
Se despertó con el primer amanecer, con el falso amanecer. Yacía con las
manos detrás de la cabeza, esperando la verdadera luz, escuchando a los
pájaros, a los insectos, el nervioso susurro de las agujas de los pinos. Y a lo
lejos, llevado por el viento, percibió el sonido de un curso de agua. William se
levantó, desperezándose, y el sol asomó por la cresta de la montaña que se le
interponía, cegando sus ojos. Tenía mucha sed y, a pesar de las manzanas
ácidas, tenía muy mal sabor de boca: la sentía reseca. Se fijó más
detenidamente en aquel murmullo, lo localizó y determinó su posición antes
de que los pájaros lo amortiguasen.
Se colocó el rifle en bandolera sobre la manta y partió hacia donde
procedía el sonido, frotándose enérgicamente su barba con las manos y
produciendo con ello un leve chasquido en la fría mañana. Pasó por un
cementerio negro, con árboles de los que colgaban botellas azules llenas de
arena y nidos de calabaza de martín pescador; sus sepulturas, formando
suaves protuberancias, adornadas con copas, platos y vasos rotos, todo vidrio
y recubierto de espliego por tantos años de sol. Pasó por los cimientos,
vagamente perfilados, de lo que había sido una iglesia; sus piedras calcinadas
roídas por los escarabajos. El murmullo del agua llegaba, definido y distinto,
del otro lado.
Aceleró sus pasos, llegando hasta él. Vio que había sido construido un
baptisterio al otro lado del torrente, unas cien yardas, aproximadamente, por
encima de la iglesia. Había una cascada natural allí y hombres piadosos la

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habían canalizado y tapiado con ladrillos para formar una balsa destinada a
sus servicios. Siempre había un desagüe en el fondo, William lo sabía, pero
aquél no había sido utilizado desde hacía mucho tiempo, como la iglesia
calcinada a la que pertenecía, y el obturador estaba trabado. El agua se
derramaba ahora por los bordes.
Decidió ir hasta lo alto. El agua estaría más fresca. No sabía la clase de
hojarasca que estaba allí atascada, descomponiéndose. Vio que había una
especie de sendero no bien definido, pero visible. Seguía el camino más
natural, serpenteando con el terreno, girando en un amplio arco desde el
torrente. William lo siguió. Cuando creyó que había ido bastante lejos, volvió
al torrente, siguiendo un atajo. Se encontraba entonces bastante por encima
del baptisterio. Bebió y retuvo la cabeza dentro del agua fría hasta que el
dolor y la fatiga del día y de la noche anteriores le hubieron pasado. Se lavó la
cara, el cuello y los brazos hasta que desapareció todo vestigio del lodo de la
marisma. Metía y sacaba la cabeza como un gato, dejando correr el agua por
el cuello, manteniendo baja la cabeza, sintiendo el suave roce del agua, el
blando sabor del agua filtrada con hojas. Se sentó en cuclillas y se lavó la cara
con las manos y se peinó el cabello con los dedos.
Descansando siguió con la mirada el torrente hasta el baptisterio. Podía
verlo claramente desde allí, sin ornatos, sólo el ladrillo extendiéndose desde el
lecho natural para formar una pequeña balsa. El agua allí era del gris pardo
opaco de las hojas caídas, y montones de ramas muertas y pequeños troncos
se pegaban a las orillas. Siguió con la vista al torrente hasta el borde del
baptisterio, viendo las formas frágiles de los sauces, las hojas brillantes de los
dulces laureles, los «Ilex Cassine» con sus bayas rojas, los arbustos de
«Cliftonia Monofilla» con su fruto amarillo. Sus ojos circundaron dos veces
la charca antes de que viese a una mujer. Era del color de la tierra.
Estaba arrodillada junto al torrente, justamente encima del baptisterio,
lavando la ropa. Su vestido era marrón; su pelo, negro, como su piel. Sólo el
intenso destello amarillo de la ropa que tenía en la mano atrajo la atención de
William.
Ella no le había visto. Siguió tranquila levantándose y agachándose,
retorciendo la ropa y amontonándola sobre una piedra limpia que había a su
lado.
En el súbito revuelo que armaron unos sinsontes que luchaban quedó
ahogado el chapoteo que producía ella. William se preguntó por un instante si
ella estaba realmente allí; si, callada, no formaba parte de la niebla matutina
que se ensortijaba entre los árboles que quedaban detrás.

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Contemplándola, William recordó algunas historias que había oído
muchos años atrás. Cuentos de Alberta, la mujer negra, alta y corpulenta que
vivía arriba, en las colinas, con su marido Stanley Albert Thompson, y bebía
licor todo el día mientras esperaba a que el enorme reloj de pared de oro diese
las horas. No tenía otra cosa que hacer más que lavar ropa. Algunas veces
aparecería una especie de espuma en el borde del torrente y las mujeres
dirían: «Alberta ha estado haciendo aquí su faena».
Una mujer corpulenta, flexible y ágil en sus movimientos, como si su piel
fuese blanca. Generalmente, ella y Stanley Albert Thompson vagaban por los
picos elevados de los Smokies, pero algunas veces bajaban al sur. Algunas
veces. Durante las tormentas y ventiscas del crudo invierno, las montañas se
volverían demasiado frías para acogerles y se retirarían hacia el sur por algún
tiempo, riendo y bebiendo. Fuera de los bosques y en sus alrededores la gente
les oiría; oiría sus risas y el sonido del reloj al repiquetear. Y, sin duda,
encontrarían el sitio en donde los dos se habían echado a dormir, con las hojas
de los pinos revueltas y aplastadas por la violencia de su amor. Y columnas de
humo se elevarían en las montañas: eran sus hogares; estarán cocinando,
aquella noche. A veces también, cuando se sentían inquietos y aburridos,
lanzarían piedras —⁠a millas de distancia podía oírse el golpe de su caída. Y
Alberta lanzaba piedras como un hombre. Cuando se cansaban de jugar se
marchaban, dejando la ladera rasgada y cercenada. Sí, Alberta y Stanley
Albert Thompson dejaba siempre huellas de su paso y al día siguiente, o unas
cuantas semanas después, la gente las descubría sin esfuerzo.
La mujer negra del torrente se levantó, y William vio que era también alta,
muy alta. Se movía como una mujer joven, corpulenta, pero flexible.
Enderezó la espalda con las manos en las caderas. Levantó y bajó los
hombros, pasando las manos por sus nalgas. Irguió la cabeza y con las manos
frotó sus mejillas y sus ojos.
Los únicos sonidos eran los chillidos y el bullicio de los pájaros con sus
luchas desgarradoras, el murmullo del arroyo, el susurro de las hojas
temblorosas. William no podía apartar de su mente los cuentos de Alberta
mientras bajaba por el torrente, dirigiéndose hacia ella. Esperaba oír en
cualquier momento las campanadas del reloj.
A través del baptisterio, cubierto de hojas, sin que se diera cuenta de su
presencia, podía verla entre los árboles que descendían por la pendiente, con
su vegetación ocultando la iglesia quemada y el cementerio. Unas avispas se
acercaron, posándose en la pequeña pila de ropa blanca retorcida que tenía a

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sus pies y revolotearon con sus patas encogidas hasta posarse en el lugar
exacto, succionando humedad de la ropa.
Ella no le oyó. William seguía teniendo la habilidad del cazador para
desplazarse silenciosamente aun en los terrenos más accidentados.
Finalmente, cuando estaba a unos diez pies de ella, puso deliberadamente la
bota sobre una rama y la partió.
Ella se volvió. No bruscamente, no girando impresionada, como esperaba
William. Se volvió pausadamente, con curiosidad. Sus grandes ojos pardos le
estudiaron. No sobresaltada, sólo sorprendida.
No era bonita; William lo vio en seguida. Su cara era demasiado oscura y
demasiado larga, y era una freejack. La india se revelaba en sus pómulos
elevados.
—Me extravié —dijo finalmente.
Ella no respondió. Su semblante de sangre mestiza esperó impasible.
—He caminado bastante y creo que me he perdido. ¿Dónde estoy?
—En New Church —dijo ella.
Su voz no era profunda, tampoco altisonante. No era ni suave ni áspera.
Después de oírla hablar, uno se preguntaba si realmente había dicho algo. No
se podía precisar qué es lo que recordaba. Era como si cuando lo había hecho
todo a su alrededor se volviese hermético y se disipase en el aire todo vestigio
suyo.
—No estaba muy lejos —aclaró—. ¿Tiene nombre este torrente?
—No —respondió ella.
No decía «no, señor». La mayoría de los negros lo hacían. William le
preguntó:
—¿Es usted de este lugar?
Por primera vez movió la cabeza, al estilo de los negros.
—De allí abajo.
—¿En casa de quién?
—De Abner Carmichael.
William movió la cabeza en gesto negativo.
—Hay tanta gente en el condado, que nunca había oído hablar de él.
—Es el que tiene la casa flotante.
William asintió entonces.
—Sí que he oído hablar de él.
Un hombre viejo que vivía en las tierras bajas y que había construido su
casa como una embarcación. Cada primavera, cuando los torrentes de las
cumbres descendían al río Providence y todos los riachuelos se desbordaban,

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el suelo donde se levantaba su casa quedaba inundado. Así, todos los años, él
y su familia —⁠una gran familia, no toda de él, primos y hermanos todos
mezclados⁠— se retiraban a acampar en las tierras altas hasta que las aguas
bajasen de nivel. Había construido su casa cerrada y robusta, como una
embarcación, sobre cimientos de piedras y lodo, que eran desplazados por las
filtraciones y presiones del agua que dejaban flotando la casa, semiseca
incluso durante la inundación. La anclaba, asimismo, como si fuese una
embarcación. No era una casa grande, y la había rodeado con grandes sogas,
que él mismo había traído de los muelles de Mobile —⁠había trabajado allí una
vez para ahorrar un poco de dinero. Deslizó las sogas circundando la casa,
como si estuviese atándola, y sujetó otras que corrían holgadas hasta unos
árboles que había a cada lado de la misma. Cuando bajase el nivel de las
aguas, la casa seguiría allí. Él y su familia construirían nuevos cimientos y
volverían a levantar la casa. Su mujer limpiaría el interior, encargándose del
lodo y de los animales que podrían haberse ahogado atrapados en ella. Y
luego se instalarían para otros seis meses.
—Había oído hablar de él —dijo William⁠—. ¿Es usted su hermana?
—Su nieta.
Él sonrió por su pronta corrección.
—Veo que no parece tan mayor como para serlo.
—Tengo dieciocho años —dijo.
Volvió a sonreír William, asintiendo con la cabeza.
Ella añadió:
—Mi nombre es Margaret.

Así fue cómo empezó. Así fue como encontró a Margaret. Lavando ropa
junto a un torrente que no tenía nombre. Vivió con él todo el resto de su vida,
los treinta años siguientes.
Viviendo con él vivió con todos nosotros, con todos los Howland, y su
vida se mezcló con la nuestra. Su rostro era negro y el nuestro era blanco,
pero estábamos juntos de todas formas. Su vida y la de él. Y la nuestra.

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MARGARET

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A L principio no hubo más que frío y noches turbulentas, ruidosas y
crepitantes. Aquéllas eran las primeras cosas que recordaba.
Recordaba después la forma de las tablas del suelo y el aspecto que tenían
las mesas por debajo, rayadas y polvorientas. Y recordaba cuando la pisaban
y se daba tropezones y cuando se pellizcaba con los balancines de las
mecedoras. Recordaba incluso el peso de sus pañales («culeros» los llamaba
su madre), colgándole por detrás.
Era curioso, sin embargo, que pudiese recordar todo aquello y que se
hubiese olvidado de la cara de su madre, sólo una nebulosa figura negra y un
nombre. Algunas veces, Margaret se preguntaba cómo había llegado a olvidar
tan completamente una cara. Por qué recordaba incluso el aspecto que tenían
las manos de su madre sosteniendo el enmohecido y pringoso mango de una
cacerola de hierro sobre el fogón; desollando y destripando los siluros en los
peldaños de la parte trasera de la casa… Podía recordar incluso un día en que
su madre estaba en el borde del pórtico con la luz detrás. Ella, la niña
Margaret, estaba en un rincón del porche que no tenía barandilla, rodeada de
sillas colocadas de lado, y todo el panorama de bosques, marismas y el cielo
brillante extendiéndose más a lo lejos. Había alzado la vista hacia su madre y
la vio junto al borde del porche, con su figura negra recortándose en la
esplendorosa y dilatada naturaleza. Y nunca había olvidado aquello. La
pequeña y graciosa figura, con los pies desnudos combándose por debajo del
vestido, que casi le llegaba hasta los tobillos.
Así era como recordaba por última vez a su madre: sólo sus manos y una
figura recortándose sobre la luz del día. Una figura inflexible, solitaria e
inadvertida. Una proscrita por deseo propio. Recogida por su familia porque
no tenía ningún otro sitio a donde ir, pero sin pertenecer a nada. Viviendo en
la casa, en la pequeña casa que se levantaba como un barco con las lluvias de
la primavera y las inundaciones procedentes de la marisma. Viviendo allí,
pero no estando allí. Esperando. Toda una larga juventud esperando. ¿Quién
iba a pensar que un cuerpo débil y pequeño encerrase una voluntad tan firme?
El carácter obstinado, la permanente negativa. Él regresará. Él dijo que
regresaría.

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Una juventud esperando. Con una hija, primero una niña y luego una
mujer, creciendo, día tras día, como su madre, sí, como su madre. Ningún
vestigio de sangre blanca. Ninguno en absoluto. Una niña con el pelo
ensortijado y los brazos y las piernas huesudos… Una muchacha negra, como
las otras jóvenes de New Church… Una mujer alta, angulosa y negra. Hecha a
la medida de su padre, pero con nada de su pigmentación.
Con el tiempo tuvo tres o cuatro años. Su madre le embadurnaba la cara
con suero de mantequilla, le alisaba el pelo y la sentaba al sol ardiente para
que se blanquease. La llevaba a la pitonisa para que la encantase y le diese
una sangre blanca que brotase a la superficie…
Cuando Margaret cumplió ocho años, su madre la abandonó. Y no volvió
a saber más de ella. Se había marchado al sur, a Mobile, pensaban. Buscaba a
alguien. Dejó a su hija Margaret en casa de su abuelo, en casa de Abner
Carmichael, para que se criase con todos los demás niños, todavía más sola.
Margaret tenía nueve años, aproximadamente, cuando se atrevió a
preguntar por su padre. Tenía miedo. Veía cómo las demás personas la
postergaban, cómo pretendían ignorar su presencia. Pero al final se armó de
valor y su bisabuela le habló de ello. Media docena de sentencias. Eso fue
todo.
Empezó cuando el estado determinó construir una carretera que
descendería desde la capital hasta las costas del golfo. Todo lo que tenía
relación con la carretera era funesto. Atravesó Wade County el mismo
gorgojo de estío que antes había destrozado completamente el algodón.
Entonces la gente pasó hambre al haberse echado a perder el trabajo de todo
el año. Alguno pensó que el desmonte y la nivelación de la carretera harían
salir a los gorgojos de la tierra en donde habían pasado su letargo. Alguien
dijo que los daños no fueron causados en absoluto por el gorgojo: que una ley
ancestral, ya olvidada, había sido infringida y que aquello era el castigo. Y era
cierto que cuando las cuadrillas que trabajaban en la carretera dinamitaron el
terreno que cruzaba McCarren Hill, descubrieron un cementerio indio, tan
viejo que nadie sabía que se encontraba allí. Durante cierto tiempo, cada
golpe de las palas hacía saltar inesperadamente cráneos, escudillas y puntas
de flecha a la superficie. La gente decía que aquellos indios muertos
pululaban por allí y que dejaban oír sus lamentos cuando la luna se había
ocultado, exasperados, maldiciendo cómo habían sido arrojados de sus lechos
para vagar por los húmedos pinares. Nadie salía de noche ignorando lo que
podía ser una faja de niebla, sin saber lo que el croar de los sapos podía
significar. La gente se estremecía al escuchar el graznido de las ranas

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trepadoras y los mismos «trotamontañas» y los contrabandistas de alcohol se
quedaban de noche en casa y echaban unos leños extra en el fuego para evitar
que se quedase demasiado oscura. Nadie cazaba. Los perros iban solos tras las
zorras, los linces y los conejos. Y por aquellos contornos, las casas empezaron
a mostrar signos mágicos: la marca en el pilar del pórtico, la botella que
colgaba de un árbol, el círculo de piedras fantásticas. La gente, que creía
haberlo olvidado, empezó a recordar las formas de practicar la magia
protectora.
Fue por aquellos días cuando nació Margaret. Su padre era uno de los
agrimensores de la nueva carretera. Pasó dos semanas en New Church aquel
verano. Él y otro hombre blanco vivieron en una tienda de campaña y
dirigieron las primeras cuadrillas. Al cabo de dos semanas, la línea de la
carretera se había desplazado demasiado hacia el sur para recorrerla con
facilidad, de modo que recogieron la tienda y la cargaron en la caja de un
camión y se marcharon. Uno de ellos dijo a una joven negra que volvería a
buscarla.
Lo más seguro es que no volviese a pensar más en ello. Muy
probablemente, ni siquiera se había acordado. Pero ella sí. Su madre se
disgustaba y le gritaba, llamándole idiota, pero las palabras no le hacían
mella. Como las palabras de los hombres que se habrían casado con ella,
hombres que había conocido toda su vida, hombres sensatos de la comunidad
de New Church. Ella era pequeña y bonita y se habrían casado, aceptando a la
niña que había dado a luz aquella terrible temporada en que los fantasmas
indios vagaban por las colinas. Ella prefirió esperar. Cuando se cansó de
hacerlo se marchó. Sola.
Aquélla fue la historia que la vieja contó a Margaret. Se la contó
precipitadamente, concisa. Cuando terminó, suspiró y se metió en la boca la
bola de rapé que tenía bajo el labio. Dio media vuelta y se alejó. Tenía trabajo
que hacer, estaban a mediados de verano y las tomateras necesitaban su
tiempo. Era una mujer muy pobre que no podía cultivar suficientes tomates
con que llenar los estantes de su despensa para cuando llegase el invierno.
Margaret se fijó en su andar; se fijó en los talones, llenos de bultos,
subiendo y bajando en el polvo del patio barrido. Luego, ella se marchó
también. Sin pensar realmente en lo que estaba haciendo, sólo moviéndose.
Entró en el esquife, en el más ligero que los pequeñuelos solían utilizar;
atravesó el río bogando con la pértiga y penetró en la marisma. Aplicó toda la
fuerza de su hombro para balancear la pértiga, desplazando velozmente el
bote sobre el agua, esquivando los cipreses, saltando los peces a su paso,

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levantando los pájaros el vuelo por encima de su cabeza, atolondrados por su
presencia. Cruzó una ciénaga ancha, utilizando la pértiga como remo, sobre
unas aguas quietas, plomizas, llenas de desechos. Ya sin respiración se
detuvo, descansando la proa del esquife contra el codo putrefacto y
puntiagudo de un ciprés. Subió la pértiga al bote y se sentó, oscilando su
cuerpo rítmicamente con los espasmos de su respiración. Los cuervos se
posaron nuevamente en las copas de los cipreses y volvieron los pájaros de
los arrozales, negros y rojos. Los halcones mosquito —⁠mademoiselles les
llamaban los viejos⁠— rozaban la superficie del agua en persecución de los
inquietos mosquitos, mientras que los roncadores, las tortugas y las ranas se
abalanzaban contra ellos.
Margaret estaba sentada y contemplaba los codos de los cipreses,
desnudos y delgados; el agua inmóvil y estancada de la marisma. Atisbó en su
fondo y vio la mancha blanca que revelaba en dónde el abramis brama tenía
su guarida. Luego observó la reflexión de su imagen, desfigurada y vidriosa
por el brillo del cielo sobre su cabeza. Contempló sus brazos y sus manos:
delgadas, marcadas por los músculos y los tendones. Los huesos mostrándose
claramente, el hueso pelado con la piel cubriéndolo.
Piel negra. La miró. La pellizcó entre sus dedos, la frotó. Era negra y nada
más que negra. La sangre de su padre, ¿dónde estaría? Tenía que estar en
algún sitio, pues había penetrado en su seno. Posiblemente estaría dentro de
ella. Interiormente, ella sería blanca y rubia como él… La sangre de su padre.
Podía ser que le hubiese dado su hígado, su corazón y sus pulmones. Pero
ninguna de estas cosas le servía. Y es posible también que le hubiese dejado
los huesos, el esqueleto sobre el que la piel de su madre se había extendido…
Margaret observó un mocasín acuático nadando perezosamente y que
luego subió vacilante a una rama que pendía. «Congos» les llamaban algunas
personas porque eran negros.
Siempre había creído que su cuerpo era sólido, de una pieza. Ahora sabía
que no era así. Era negra por fuera, pero en su interior estaba la sangre de su
padre.
Pensó en esto detenidamente. Y su cuerpo pareció extenderse, hincharse,
crecer como un globo. Pensó en toda la distancia que había entre las dos
partes suyas, la blanca y la negra. Y le parecía que las dos mitades se
descompondrían y separarían, dejándola en libertad, como la simiente se
desprende de su vaina. Inclinó la cabeza, ocultándola en su falda y luchó para
no quedar dividida, hasta que lágrimas amargas se derramaron por su cara y la
pechera de su vestido rosa estampado se empapó de sal. Pasó sus brazos

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alrededor de su cintura, apretándolos fuertemente para mantenerse unida. Sus
caderas temblaban y se agitaban bajo sus dedos.
Una rana trepadora saltó a su cuello. Sintió el suave roce de sus dedos
cóncavos en forma de ventosa. No se atrevió a levantar la vista.
Tenía una herida en su rodilla, una cicatriz vieja semicurada. Bajó una
mano y se rascó con avidez. Volvió a rodear su cuerpo con los brazos y
colocó la cabeza de forma que uno de sus ojos quedaban junto a la herida.
Estudió el líquido rojo, oscuro, que rezumaba y que finalmente fluyó,
resbalando por su piel negra. Y así era la sangre blanca… Sacó la lengua y se
mordió la punta… Y así era el sabor de la sangre blanca.
Esperó a que la sangre perdiese su color vítreo y se coagulase en oscuras
hebras. Ella se enderezó, relajando su cuerpo con cuidado, precavidamente.
Las dos partes de ella parecían seguir unidas.
Miró en torno suyo con curiosidad, como si no hubiese visto nunca aquel
trecho de marisma, sorprendida de encontrarla familiar. Allí, algo alejadas, se
movían unas tortugas; una, de pequeño tamaño, tomaba el sol sobre un tronco
caído. Más distanciado, por encima de una segunda ciénaga, veía sin
distinguirlo bien, entre el laberinto de enredaderas y cipreses y árboles
derribados, un caimán revolcándose. Si estuviese más cerca podría percibir el
olor dulzón nauseabundo de aquellos parajes.
Ella recordó. Y todo parecía estar en su lugar. Sólo ella era diferente. No,
tampoco era eso. Ella era exactamente lo que había sido siempre. Sólo que no
se había dado cuenta.
Margaret estaba sentada, observando la tosca proa astillada del esquife.
Él, su padre, nunca había pensado volver. Estaba claro. Su madre era tonta. Y
ésa era la razón por la cual su familia siempre la había tratado con
indiferencia, encogiéndose de hombros y volviéndole la cara, con un gesto
que daba a entender que estaba loca de atar…
Había una prima llamada Francine, casada desde hacía diez años, y su
marido se marchó a trabajar a los muelles de Nueva Orleans. Hacía un año
que se había ido y que no se sabía nada de él cuando ella se cansó de esperar
y contrajo matrimonio con otro hombre. Eso ocurrió hacía ya los tres años y
todavía no había vuelto. Podía haber muerto, pero nadie pensó en decírselo. O
tal vez él mismo había encontrado otra esposa en Nueva Orleans, una que le
gustase más, más joven y sin cuatro hijos.
Así fue como ocurrieron las cosas. Su madre debía haberse buscado otro
marido y haberse olvidado de todo el asunto. Al fin y al cabo, ella no tenía
nada que perder. Ninguna otra sangre en sus venas. Margaret bajó la vista

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contemplando sus manos, la piel negra con la sangre blanca dentro. No es
como yo, pensó. No es como yo. Ella era toda de una pieza… No como yo.
Un guajalote acuático se posó en un árbol casi encima de su cabeza.
Margaret instintivamente se fijó en su cuello negro: era una hembra. Varios
esquincos daban brincos por encima de los troncos caídos de los árboles…
Margaret pensó: Si me hubiese traído una cuerda podría haberme llevado
unos cuantos abramis brama.
La inclinación del sol era ahora diferente. Brillaba directo sobre sus ojos.
Debían de haber pasado varias horas. Tenía que estar ya de regreso.
Su bisabuela había terminado con sus tomateras. Estaba descansando en la
parte sombreada del pórtico con su labio proyectado y con una bola reciente
de rapé. El pequeño Matthew, que tenía casi cuatro años, estaba regando el
jardín con un balde pequeño y una escudilla de calabaza. Recorrió la línea de
plantas, de una en una, rociando el agua con cuidado, entonando una canción
sin letra. Cuando sus dos baldes estuvieron vacíos, salió trotando para coger
el yugo. Se lo fijó sobre los hombros, colocó los baldes en su sitio y
descendió hacia la orilla del río.
El pequeño siempre regaba bajo la brillante mirada negra de la vieja que
estaba en la sombra del pórtico. La primavera era muy seca y las plantas de
raíces superficiales se marchitaban rápidamente. Pero siempre había muchos
niños alrededor de la casa de Abner Carmichael, muchos para regar.
Margaret recordaba cuando ella lo hacía, recordaba la sensación suave del
yugo grasiento sobre sus hombros. El yugo era viejo, viejo como el mismo
Abner. Él lo hizo cuando era un niño pequeño. Lo hizo bien y duró,
oscureciéndose con el sudor y las manos grasientas que lo levantaban y
tiraban de él.
Margaret esperó hasta que Matthew salió de los sauces y las acacias
acuáticas que ribeteaban el río. Se desplazaba mucho más lentamente ahora
con los cubos llenos colgando a cada lado, sus delgadas piernas negras
impulsándole por la suave pendiente. Se paró a la entrada del jardín, dobló las
rodillas y se balanceó bajo el yugo dejando los baldes seguros en el suelo. Los
levantó de un solo impulso y los llevó hasta las filas de plantas para continuar
con el riego.
Él estaba sudando. Margaret percibió el brillo de su piel negra. Se dirigió
hacia él avanzando con precauciones entre las cañas triples de los fríjoles.
—Matt.
Él le sacó la lengua.

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—Qué fea es tu lengua en tu cara negra —⁠dijo ella bruscamente⁠—. No
cogiste el sombrero. Toma el mío.
Margaret se lo atascó en la cabeza. Él estaba demasiado sorprendido para
oponerse.
Volvió a casa y subió los dos escalones del porche. La vieja, su bisabuela,
le dijo:
—Le has dado tu sombrero.
Margaret miró el viejo rostro negro en la oscuridad del rincón, lleno de
telarañas, del pórtico.
—Apenas puedo verte ahí detrás.
Su bisabuela movió la cabeza. El rosario de cuentas brilló fugaz en la luz.
—¿Por qué se lo diste?
—Él está trabajando —respondió Margaret⁠—. Yo, no.
—Nunca lo habías hecho.
—Es cierto —reconoció Margaret.
La vieja inclinó la cabeza para toser, manteniendo una mano apretada
contra la boca, de forma que la bola de rapé no se le escapase. La cinta de su
cabeza brilló de nuevo, blanca y púrpura.
—¿De dónde la has sacado? —⁠dijo Margaret⁠—. La cinta.
La vieja se puso en pie y con cuidado volvió a acomodar su enjuta figura
en la silla. Podía vérsela desperezándose y acoplando cada una de sus
vértebras. Por último, colocó su espinazo sobre el respaldo recto de madera y
lanzó un pequeño suspiro de alivio. Las plantas amarillas de sus pies
desnudos se habían levantado durante el paroxismo de la tos. Luego los juntó
otra vez en su postura habitual, con los talones unidos y los dedos, con sus
uñas semejantes a cuernos amarillos, proyectándose ligeramente hacia afuera.
Margaret esperó.
—Yo la hice —dijo la vieja.
Un otoño, cuando era niña, le habían traído almejas y mejillones de los
bancos de arena de Dead Man Shoals, lejos, hacia el Norte. En el invierno
siguiente molieron y pulimentaron las conchas, haciendo cuentas con las
mismas.
—Nadie las hace ya —dijo en voz alta.
Habían olvidado muchas de las cosas de los indios que habían llegado a
ellos con su sangre. Nadie hacía cuentas, ni siquiera la gente vieja. Habían
conservado lo que tenían, lo que aquéllos les habían dejado, pero nada más. Y
ya nadie lo había aprendido a hacer, ninguno de los jóvenes. La vieja suspiró.
Los mismos bancos de arena habían desaparecido. Los bancos Dead Man

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Shoals, en donde el río se ensortijaba y se ensanchaba y los pinos eran
frondosos en ambas orillas, tan frondosos que siempre estaba oscuro bajo las
ramas entrelazadas, tan densos que nada podía crecer en el espeso tapete de
hojas, la menor brizna de hierba. De noche era como una cama enorme sin
fin, blanda, cálida, de olor dulzón, en las horas borrascosas del otoño.
—Nunca has estado arriba en las colinas —⁠dijo la vieja⁠—. Ni una sola
vez.
—No.
El aire era fresco y puro en verano. Nada parecido a la sofocante pesadez
de las tierras bajas. Incluso los árboles eran diferentes. Los pinos tenían los
troncos más pesados y las agujas más largas. El sasafrás era más frondoso,
más vigoroso. Siempre extraían sus raíces para hacer té y medicinas. Los
nogales eran más corpulentos y altos. Las mismas aladiernas prometían más.
Poco antes de partir hacia el Sur, siempre cogían nueces, hayucos —⁠dejaban
limpios los bosques⁠—, después de que la primera helada había hecho estallar
los cuescos.
Nadie hacía aquello ya. Los mismos bancos de arena habían desaparecido.
Había ahora una presa en su lugar. Toda la zona resultó inundada y la
pequeña playa de arena quedó veinte pies o más sumergid en el agua.
Ella suspiró, con el suspiro frío e hinchado de una mujer vieja, muy vieja.
—Le has dado a Matt tu sombrero.
—Me voy dentro —dijo Margaret—. Me voy a la cama.
Los viejos ojos parpadearon su respuesta; ojos negros caducos,
encapuchados como los de un pájaro.
—Me prepararé algunas ranas esta noche —⁠dijo Margaret⁠—. Espero que
te gusten bastante y te comas una o dos.
Las capuchas de sus ojos se cerraban y se abrían.
—Vieja mujer… —empezó a decir Margaret. Pero olvidó el resto, que
perdió interés, y, en lugar de pararse a recordar qué era lo que pensaba decir,
dio media vuelta y entró en la casa.
No desenrolló el jergón de donde estaba colocado ordenadamente junto a
la pared. Subió a la cama de hierro que con otras tres llenaban la habitación y
cayó dormida casi al instante.
Ya no durmió nunca más en un jergón. Sobre el suelo, como los otros
niños. No tenía necesidad de hacerlo, porque ya no dormía por las noches. Ya
no se despertaba para ver los cuerpos apelotonados envueltos en colchas,
amontonados sobre el suelo entre las patas redondas de las tres camas de

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hierro. Dormía durante el día en la comodidad de la cama y pasaba las noches
fuera. Nadie se preocupaba de ella. Nadie se daba cuenta.
Sólo durante las noches más frías del invierno se quedaba en casa, cuando
la temperatura exterior bajaba de cero grados y caía la lluvia. Luego se
colocaba junto al fogón de la cocina, alimentándolo con pequeños trozos de
leña, contemplando la superficie negra de hierro y las rendijas tintadas de
rojo. En aquellas frías noches de invierno, todos los demás se acostaban en
una misma cama, todos los que cabían en ella, apretándose unos cuerpos
contra otros, flacos miembros desnutridos, dándose calor.
La parte inferior del colchón estaba forrada con periódicos, y entre las
cubiertas había más periódicos, y cada vez que un niño daba la vuelta o se
movía, toda la quietud de la noche se llenaba del ruido de los papeles,
crepitando como el fuego.
También estaba el murmullo de la respiración, el sonido del aire al entrar
y salir de los pulmones. Veloz y crujiente como ardillas en un tejado. Pesado
y lento como un gigante moribundo. Rechinante y débil como el giro de una
rueda.
Le parecía, a Margaret, que la habitación se balanceaba y que hacía eco,
agitándose con el ruido. Cómo podía haber dormido antes —⁠pensaba⁠—, y ya
no podía hacerlo…
Recordó que las camas en invierno eran masas amontonadas, siempre
algún codo o un brazo, cuerpos extraños apretándose entre sí para darse calor.
Todas las noches del invierno se sentaba al lado del fuego, mientras la
escarcha formaba una corteza como un manto sobre el suelo y los baches de
la carretera, encharcados, se solidificaban con el frío creciente. Cuando
apuntaba el sol, Margaret salía sin prisas de la casa. Había encontrado el
tronco de un árbol hueco, arriba de la cuesta, a una milla de distancia,
aproximadamente. La cavidad que miraba hacia el Sur estaba parcialmente
cubierta por otro árbol caído. En este refugio encendía un pequeño fuego y lo
mantenía ardiendo con trozos de ramas y musgo hasta que el sol ascendía lo
suficiente para dar algún calor.
Le agradaban las horas que pasaba agazapada dentro del tronco. Era
acogedor, solitario y podía escuchar los murmullos apagados de los bosques
en el invierno. Siempre esperaba a que cediese el constante goteo de la
escarcha nocturna. Luego dejaba de alimentar el fuego y observaba cómo se
extinguía. Ni una sola vez apagó las cenizas. En algún rincón, muy atrás en su
memoria, estaba la advertencia de no ahogar el fuego del hogar. Muy atrás,
una historia muy antigua —⁠Margaret no pensaba en ella, no preguntaba, sólo

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obedecía. Por lo mismo que nunca puso un sombrero encima de la cama, ni
entraba ni salía de la casa por otro sitio que no fuese la misma puerta.
Cuando se extinguiese el fuego, por sí solo, se levantaría, sintiendo
punzadas en las rodillas, temblando por haber estado tanto tiempo encogida.
Se desperezaría y se arreglaría el pelo. Luego regresaría a la casa de Abner
Carmichael para comer algo. Por lo general, había pan de maíz, miel y jarabe
de sorgo, rancio y fluido. A veces había pescado o tocino frío. Otras no había
nada. Especialmente hacia principios de primavera, cuando los estantes de la
despensa estaban completamente vacíos y el fondo del saco de harina con
gorgojos retorciéndose. A Margaret no le importaba —⁠no tenía hambre⁠— y
sólo los niños se desesperaban cuando no encontraban nada para comer hasta
la hora del almuerzo. Margaret no se preocupaba realmente de la comida. Lo
que más necesitaba lo tenía ya. Aquellas mañanas, la cama y la habitación
eran suyos. La cama vacía, el colchón relleno de hierba apelotonada,
sostenido por viejos tirantes de soga; la pila de colchas desteñidas cubiertas
de manchas. No había almohadas y la cama olía vagamente a petróleo, con el
que se rociaba todos los meses para combatir a los parásitos. Olía a todos los
cuerpos que habían estado acostados en la marga desnuda hecha jirones, el
olor rancio y dulzón del sudor y del sexo. Margaret se ensortijó dentro,
durmiendo profundamente, sin la molestia de los sueños.

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H ACIA fines de aquel primer invierno, su bisabuela fue encontrada sin
sentido, caída en su silla del pórtico, esta vez bajo el sol pálido y débil,
con la cabeza reclinada sobre el pecho y su bola de rapé en el suelo, formando
una mancha húmeda sobre los listones desnudos. La llevaron dentro, sus hijas
y sus nietas, y enviaron a varios niños corriendo en todas direcciones para
enterar de ello a los hombres, que estaban ocupados en su trabajo. La entraron
en el dormitorio. Una vieja, un cuerpo marchito, negro y cobrizo, pequeño y
enjuto como un pellejo, muriéndose por momentos. Sus ojos estaban abiertos,
pero no veían. Incluso cuando oscureció y encendieron una lámpara junto a su
cabecera, no se volvió hacia ella ni tampoco pestañeó ante su resplandor
amarillo. Su pecho viejo, aplastado y marchito, se elevaba y descendía,
estremeciéndose cada vez en un profundo y ruidoso ronquido.
Margaret estaba dormida cuando entraron a su bisabuela y la dejaron en la
cama estrecha que había ocupado toda su larga vida. Margaret se despertó al
ruido de la respiración, los cuchicheos apagados y el sigiloso correteo de los
pies sobre las tablas. Se levantó precipitadamente y entró en la cocina.
Permaneció allí, acurrucada y soñolienta en un rincón, observando mientras
se acentuaba la oscuridad del atardecer y las estrellas empezaban a salir,
claras y frías.
Los primeros hijos, nietos y parientes de la vieja empezaron a llegar,
abarrotando el pórtico hasta que oscureció por completo. Cuando hizo
demasiado frío para permanecer allí fuera, se apiñaron en la cocina, hablando
en voz baja, pasándose de boca en boca un jarro de un galón de licor de maíz.
La casa temblaba y crujía bajo su peso.
Al poco rato llegó el pastor en su coche. Un hombre bajo y robusto, cuyo
nombre era Robert Stokes. Todos callaron para escuchar los cortados
bisbiseos de la oración en el dormitorio, contestándolas de cuando en cuando.
Cuando Robert Stokes salió y ocupó su sitio en la mesa, se reanudaron las
conversaciones apagadas. Como era pastor, le dieron el whisky mezclado con
agua en uno de los pocos vasos que tenían. Estuvo con ellos, esperando a la
muerte con ellos, hablando de las cosechas, del mercado y de los animales
con los hombres. Su cabeza negra redonda asentía, con grave gesto

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soñoliento. Estaba tan cansado como cualquiera de ellos, trabajaba en el
campo como ellos y predicaba y atendía a los enfermos en sus ratos libres. No
era joven. Todos recordaban haberle visto siempre allí, predicando los
domingos por la mañana y visitando a los enfermos y agonizantes a cualquier
hora de la noche. Habían pasado cuarenta años desde que él y su esposa
construyeron su primera casa. Aquélla no era una casa en realidad: sólo era un
refugio levantado junto a los grandes pinos, pero era caliente y seca,
suficiente para ellos. Les bastaría hasta que se decidiesen a construir algo
mejor. Habían escogido ya el sitio, marcando con piedras el terreno en donde
debían ir los cimientos. Era un bello lugar, sobre una pequeña elevación con
dos robustas pecanas y un cornejo que florecía cada marzo y brillaba con la
luna llena. Pasaron cuatro años antes de que llegasen a hacer algo, y entonces
utilizaron el viejo procedimiento del barro y del musgo amasados. Sus
abuelos habían construido casas de este modo. Se llevaron el método cuando
se extendieron por el norte desde la costa del Golfo, corriendo el riesgo de ser
esclavos u hombres libres hambrientos. Hubo en su tiempo hombres que
dominaban aquel procedimiento. Pero aquella técnica hacía mucho que se
había olvidado.
Robert Stokes construyó su casa de aquel modo, pieza tras pieza, año tras
año.
Había tenido suerte con su esposa. Había elegido a una muchacha flaca,
una huérfana que vivía en la casa de su prima y que no era bien acogida en
ella. «Primas de puchero» les llamaba la gente. Tenían que hacer la mayor
parte del trabajo y rebañar el puchero cuando los demás habían comido. No
tendría más de trece años cuando se casaron. Él mismo tenía solamente
quince, pero había alcanzado su altura definitiva, tenía la misma complexión
cuadrada y rechoncha. Su pequeña y flaca esposa creció después de casarse
hasta que alcanzó casi los seis pies de altura. Tuvo solamente hijos varones y
los crió sola a todos. No tuvo nunca una mujer a su lado cuando su tiempo se
aproximaba. Probablemente, pensaba que no tenía a nadie a quien pedírselo.
La primera vez estaba desherbando su huerto, viendo si los insectos habían
devorado completamente los tomates, afirmando más profundamente las
estacas de los fríjoles, cuando el agua que olía a amoníaco corrió por sus
piernas, manchando el suelo bajo sus pies desnudos. Con el primer espasmo
de los músculos del vientre al tensarse regresó a la chabola, dejando su azada
cuidadosamente apoyada en la pared. Dentro extendió una sábana sobre el
suelo y se sentó en cuclillas, estremeciéndose con los espasmos y jadeando
con alivio en los intervalos. Cuando su esposo llegó a casa aquella noche,

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tarde porque trabajaba mientras había luz en el cielo, el bebé estaba mamando
y la sábana, ensangrentada, estaba plegada en un rincón.
A pesar de los años que tenía, continuaba todavía trabajando los campos
con su marido y los cinco hijos que le vivían. Robert Stokes era un hombre
con suerte; el Señor había sido bueno con él. Esto decía mientras estaba
sentado a la mesa de la cocina con la familia de la agonizante anciana. Tenía
una voz grave, la mejor del condado, y sus oraciones por su suerte y por el
alma de la anciana, que luchaba por abandonar su cuerpo, se entremezclaban.
—¿Oís eso ahora? —dijo de repente. Todos callaron, escuchando.
Margaret no oía nada, salvo el viento y las pisadas y el traqueteo de las mulas
atadas sobre el suelo helado. Señaló hacia el tejado⁠—. Jesús y sus ángeles
esperan para llevarse el alma de nuestra hermana. —⁠Todos levantaron la vista
hacia el techo, tiznado de hollín y manchado de estrías de agua. Margaret
dirigió una mirada desde la ventana hacia el cielo oscuro y frío del
invierno⁠—. Estáis oyendo sus alas, hijos —⁠dijo el pastor.
—Sí, señor —alguien respondió, y todos quedaron en silencio,
escuchando de nuevo. Esta vez se oyeron dos ronquidos estrangulados.
Cerraron los ojos, aclararon sus gargantas y empezaron a moverse de un lado
para otro. Algunos se quedaron en el porche. Otros echaron mano de la jarra
de licor.
Mientras se dispersaban, el pastor vio a Margaret, que estaba junto a la
ventana por donde había estado contemplando el cielo, buscando el batir de
las alas.
—No te conozco, pequeña —dijo, amable⁠—. No te he visto antes, aunque
me resultas familiar a los ojos.
Alguien se inclinó y le susurró al oído.
—No es más que la niña de Sara, la única que tuvo.
—Que Jesús nos ampare —dijo él. Y la volvió a mirar, esta vez con
curiosidad.
Margaret se quedó completamente inmóvil, sabiendo que estaba buscando
en su cara y en su cuerpo algún signo de sangre blanca. Clavó sus grandes
ojos pardos en los pequeños, agudos y brillantes del pastor, acogidos en las
cuencas de su cara redonda. Le miraba fijamente, desafiándole a que le
preguntase más, desafiándole a que dijese algo… Contuvo la respiración.
El pastor miró hacia otro lado. Otros cuerpos se deslizaron entre ellos; los
familiares corrían de un lado para otro. Desapareció.
Margaret volvió a respirar. Pero entonces la atmósfera en la habitación se
había enrarecido demasiado: estaba impregnada fuertemente del olor de las

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respiraciones cargadas de whisky. Tenía que salir a fuera. Se abrió camino
por la habitación utilizando los codos.
La noche era muy fría. El suelo brillaba con la escarcha. Estaba marcado,
como si fuera nieve, con las huellas de los zapatos, que se alejaban unas hacia
el retrete y otras dando la vuelta por el patio hacia la pequeña cuadra en donde
se protegían las mulas de los visitantes. Margaret observó los dos rastros,
visibles desde la ventana a la débil luz del petróleo, y se preguntaba a dónde
podrían conducirla. Hacía demasiado frío para estar en el árbol hueco; incluso
con una hoguera estaba segura de quedarse helada por la mañana. En el
mismo porche hacía demasiado frío. El resoplido de una mula la decidió. Se
fue a la cuadra. Se apiñó con los animales, pero descubrió una artesa para el
forraje vacía y se encaramó en ella. Allí, el vaho hediondo del aire era
relativamente cálido, a pesar de las grietas y los agujeros de las paredes, y
Margaret se sentó para observar los ojos oscuros acuosos y el juego
multicolor de los flancos que la rodeaban. El penetrante y denso olor era una
especie de anestésico, y descansaba con los ojos abiertos, contemplando las
amortiguadas imágenes de luz y sombras y la respiración de las bestias y sus
esporádicos tirones.
Se dio cuenta de que el tiempo iba pasando, pero no podía asomarse a
comprobar el movimiento de las estrellas. No oyó nada y no notó nada
extraño hasta que sonó el primer grito en la casa.
Los animales se agitaron un poco y se echaron hacia atrás, rechinando los
ronzales que les retenían. Hubo un segundo grito, y el prolongado y
decreciente gemido de los lamentos. La anciana había muerto.
Margaret se quedó donde estaba. No tenía necesidad de entrar; era sólo
una vieja la que había muerto, gastada por el paso de los años. No tenía
ninguna necesidad… Mas, de súbito, por encima del lomo de la mula torda
grande, que pertenecía a su prima Zelda, en un espacio oscuro del fondo, vio
Margaret a su bisabuela. La veía claramente, tal y como solía sentarse en el
pórtico: con la toca sobre los hombros, con la cinta alrededor de su cabeza.
Sus ojos de mirlo bajo las arrugas de su piel oscura, frunciendo el ceño como
siempre. Levantaba la mano, la que tenía la cicatriz dentada de un corte
mágico ritual que le cruzaba el dorso, y la llamaba.
Margaret se fijó en su mano, en el trazo de su cicatriz, en las venas
hinchadas como enredaderas sobre una pared y en las uñas largas, gruesas y
amarillas como cuernos.
—Entra en la casa —dijo a Margaret.

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Su voz era potente y vigorosa, exactamente como había sido siempre.
Pero aquello, pensó Margaret, debería de ser porque no estaba más de un
minuto muerta y su alma no había tenido tiempo de evaporarse, de pasar al
lugar adonde iban los espíritus de los muertos, algún lugar alejado en las
montañas pobladas de pinos, donde la gente decía verlas algunas veces en las
noches cálidas de verano, pululando, gozando de la brisa como si estuviesen
vivos.
—Hay mucha gente en la casa —⁠dijo a Margaret⁠—. Puedes ver que en la
cocina no hay nada de sitio. Y la familia de tu hermano el de Tschefuncta
Creek, que también ha venido.
El espectro volvió la cabeza, mirando por encima del hombro hacia la
casa. Las cuentas blancas y púrpura de la cinta de su cabeza relucieron.
—Sabes —dijo—, te estoy hablando.
Volvió otra vez la cara y sus ojos se fijaron de nuevo en ella.
—Ven a la casa —dijo—, hija de la hija de mi hija. Mi carne y mi sangre.
Se deslizó hacia abajo y se ocultó tras el costado gris de la mula.
Margaret miró al sitio donde había estado, sintiendo el flujo de su sangre
en las venas, sintiendo que la empujaban fuera de la cuadra hacia el interior
de la casa. La sangre de la vieja devolviéndola al grupo de la familia reunido
en la cocina.
De mala gana, Margaret atravesó el patio vacío, que se barría con una
escoba de ramas todas las semanas y ahora tan helado que crujía bajo sus pies.
—Sólo la mitad de mi sangre —⁠dijo, fuerte, en la noche.
—Estáte con mi sangre —dijo, con énfasis, la voz de su bisabuela, si bien
más débilmente esta vez.
Margaret alzó la vista hacia la noche clara, moteada de estrellas.
—¿Es ahí donde estás? —preguntó⁠—. ¿Ahí arriba?
Se quedó parada, oteando en las profundidades, intentando descubrir la
figura de su bisabuela alejándose más y más, evaporándose entre las estrellas.
Margaret suspiró e, inclinando la cabeza, accedió a su ruego. Entró en la
casa.
El dormitorio hervía bullicioso. Margaret miró a través de la puerta. Todas
las viejas se habían apiñado en los espacios vacíos que había entre las camas
para empezar el velatorio. Habían traído sillas rectas de madera, que
colocaron en fila lo más juntas posible. Estaban sentadas, rígidas, en filas
apretadas, con las manos cruzadas por el pecho, haciendo balancear el tórax
atrás y adelante, lamentándose. Era un gemido descendente, prolongado y
nasal, repetido una y otra vez. No era un canto. Carecía de entonación.

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Tampoco tenía ritmo. Nunca coincidían dos voces. Era sólo un coro
desgarrado para mantener a los espíritus malignos lejos del difunto.
Tres mujeres jóvenes estaban reclinadas sobre la cama, lavando y
preparando el cadáver, colocándole sendas monedas de medio dólar sobre los
ojos. Entonaban un himno familiar: «Que haya estrellas en mi corona».
Cantaban más suave, dejando perderse la melodía en el murmullo de las
lamentaciones, pero luego la iniciaban de nuevo y continuaban.
Margaret volvió a la cocina. Algunos se habían ido para dar la noticia, de
modo que el cuarto ya no estaba tan atestado. Robert Stokes seguía aún
sentado a la mesa, solo ahora. Todas las demás sillas de madera habían sido
llevadas al dormitorio para las plañideras y sólo al pastor se le había dejado la
suya. Los hombres, agazapados en el suelo, algunos recostados en el medio,
otros descansando la espalda en las paredes, hablando tranquilos o sólo
fijando su mirada en el centro de la habitación. Los niños, replegados en los
rincones, profundamente dormidos. De vez en cuando, alguno gritaba o
gemía. Las mujeres, todas las que realmente no velaban a la muerta, estaban
agrupadas en el último rincón en torno al fogón de madera. Los pucheros
borboteaban sobre las planchas de hierro y el olor dulzón del estofado de
ardilla se mezcló con el vapor ascendente.
Durante todo el día siguiente estuvo llegando gente desde veinticinco
millas a la redonda, los descendientes de la anciana, saltando sobre las
pacientes ancas de sus mulas. Los suelos de la casa se hundían y crujían bajo
su peso. Los jamones, los cuartos fríos y los pollos que trajeron consigo
atestaron el rincón norte sombreado del pórtico, colgando allí, lejos del ataque
de los insectos. La anciana había sido lavada y colocada en un sencillo féretro
de madera de pino. Velas metidas en botellas azules ardían, formando un
triángulo junto a su cabeza.
«Hay tanto alboroto —pensaba Margaret mientras se acurrucaba en el
rincón más alejado de la cocina⁠—, tantísimo alboroto…».
Aquella noche durmió en la cuadra, esperando pacientemente el fin de
todo aquello. Por la mañana se quedó en el porche en la pequeña charca de sol
invernal, viendo cómo cerraban con clavos el féretro y lo sacaban al carretón
que lo trasladaría al cementerio en un trayecto de cinco millas.
Luego llegó una orquesta, una banda de cinco miembros. Parecían muy
cansados, pues habían estado tocando en un baile, arriba, en Mill River, pero
una vez tomaron unos tragos rápidos se colocaron vacilantes detrás del
carretón. Sus pies crujían sobre el barro helado y las mulas bufaban
protestando. Ellos tocaban sus marchas más fúnebres: «Guirnaldas de flores»

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y «Réquiem del prado de poniente». El trombón y las trompetas resonaron
claros y tristes en el aire frío de la mañana; los tambores batieron con un
monótono y opaco sonido. Todos recorrieron completamente el camino lleno
de baches. Los hombres habían salido el día anterior para cortar ramas de
pino y extenderlas por las partes más enfangadas, a fin de que el carretón con
el féretro, la banda y la primera fila de los acompañantes pudiesen avanzar sin
mojarse los pies. Pero las ramas se hundían más y más en el barro, y cuando
llegaron los que cerraban la procesión, los charcos eran tan profundos como
antes, sólo que entonces tenían, además, trozos de ramas y tallos rotos de
pino. Los que iban al final tuvieron que abrirse su propio camino; tuvieron
que saltar, subir las pequeñas pendientes de ambos lados, escurriéndose y
patinando sobre las piedras heladas.
Margaret estaba entre los últimos con el más pequeño de los niños que
podía andar solo. Se remangó sus faldas y saltó. Los niños cotorreaban y
gateaban. Y todo ese tiempo el tambor mantuvo un continuo redoble fúnebre.
El cementerio estaba vallado, sólo en parte, por un cable sencillo de
alambre espinoso, pero nunca llegaron a entrar animales en él. Bajo los
robustos y elevados pinos no crecía ningún matorral y prácticamente ninguna
hierba. El sendero arenoso estaba limpio y expedito, con sólo una suave capa
de hojas de pino atravesándolo. No había habido entierros durante mucho
tiempo. Las tumbas todas estaban cavadas en pequeñas elevaciones alisadas
por la lluvia. Muchas no tenían lápidas. Unas pocas conservaban las suyas de
madera, pero ya tan carcomidas que pronto se caerían. Dos o tres habían sido
cubiertas con cemento vertido en moldes de madera. En el cemento, debajo de
un panel de cristal, había una foto en colores del difunto. Margaret se
acordaba de una: un joven de pie, serio, con las manos en la chaqueta. Una
foto de boda para una tumba…
«Sería al otro lado, en el extremo de levante», pensó Margaret. «No tengo
que mirar: sé que es allí, con el nombre y la fecha mal rayados debajo… Pero
nadie lo hace ya».
Todo lo que ellos hacían ahora era trazar el contorno de la fosa con
piedras, colocar en la cabecera aquel reloj de arena de madera y poner los
presentes del difunto encima…
Todas las tumbas los tenían. Copas y vasos vueltos de color púrpura por el
sol, animales de porcelana: perros, gatos y una o dos chuecas. Y platos.
Cantidades de platos. La mayoría colocados sobre agujas de barro arenoso de
dos pulgadas de altura, sobresaliendo como hongos de la fosa. La lluvia les
había dado aquella forma y los platos que descansaban sobre aquel fino tallo

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esculpido por la lluvia recibían el nombre de «copas de la muerte». Si uno las
tocaba, la vieja muerte misma vendría galopando detrás de uno en su caballo
blanco con su larga cola, que crepitaba en el viento porque estaba hecha de
pequeñas falanges…
Había una mancha negra alrededor de la fosa abierta. Para darse luz
mientras trabajaban, para deshelar las primeras pulgadas de tierra, los
excavadores habían encendido unas hogueras. No lo habían hecho con gran
cuidado, pues las llamas habían rebasado sus límites, cruzando la línea de
alambre espinoso y prendiendo en un pino joven. Tiznes y cenizas se
elevaron, flotando en el aire, mientras los pies ajetreados pasaban entre ellas.
La orquesta dejó de tocar; sólo el tambor batía a un ritmo lento. Margaret
sintió que un escalofrío le recorría la nuca. Se oyeron los gruñidos de los
hombres que sostenían el féretro y el chirriar de las cuerdas. De pronto, el
tambor se detuvo.
Durante unos segundos no se oyó el menor murmullo. Luego hubo un
forcejeo en la tumba y los gemidos empezaron de nuevo —⁠una docena o más
de voces, esta vez en tono alto, haciendo eco en los pinos más elevados,
agitando las enredaderas, que se retorcían en lo alto por encima de sus
cabezas. Alguien había saltado dentro de la fosa y estaba removiendo no sé
qué. Incluso las mujeres que no sabían seguir la cadencia de los lamentos
chillaban ahora débilmente, con un ritmo lento, igual que el de la respiración.
El pastor empezó un himno propio de la circunstancia, mientras cogía un
puñado de barro. Lo arrojó dentro de la fosa, dejando resbalar entre sus dedos
los granos de arena como si fueran de azúcar, saboreando el tacto de la tierra.
Se apartó a un lado, gesticulando con un ademán de su brazo. Luego se
produjo un revuelo cuando todos se apretaron para arrojar otros puñados
sobre las tablas de pino. «Jesús te salve, Jesús te salve», cantaba el pastor, en
lo más agudo de su fina voz. Margaret se fijó en un par de cuervos negros que
hacían círculos en lo alto, en el cielo transparente, vigilando «¿Qué pensaban?
—⁠se decía⁠—. ¿Qué es lo que podrían pensar?».
Una pareja de hombres cogieron unas palas y la tierra volvió a caer dentro
de golpe, susurrando al deslizarse. El pastor terminó su canto y dijo algo,
breve y en voz baja. Margaret no escuchaba; sus sermones solemnes eran
todos iguales. Luego, todos se estrecharon las manos y se besaron en las
mejillas. Las mujeres más viejas y los músicos entraron en el carretón para
hacer el camino de regreso. Las cadenas de los tirantes rechinaron y las mulas
arrancaron. Al pasar, Margaret notó que Elfetha Harris, la más joven de las
nietas de la difunta, estaba cubierta de barro. Había saltado dentro de la fosa.

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Ahora estaba sentada, limpiándose los ojos, pareciendo cada vez menos triste
a cada giro de las ruedas de la carreta. «Siempre saltaba», recordó Margaret.
Cuando murió su marido y su hermana, y su hijo, que había nacido paralítico,
y el padre de su marido. «Era parte del funeral», pensó Margaret.
Iniciaron la vuelta a casa. El sol tenue de invierno, bajo hacia el sur,
anticipaba la tarde. La carretera empedrada y llena de baches remontaba una
altura, estrechándose a medida que los bosques se hacían más frondosos y se
apretaban en la cima. Fue allí, acechando en la oscuridad de una arboleda de
pecanas, sapodillas y nísperos, dónde Margaret vio nuevamente a su
bisabuela. La llamó con una seña y Margaret no se detuvo. Volvió a llamarla
y Margaret dijo:
—Deja de molestarme. Ya tienes una fosa donde descansar. —⁠El espectro
se quedó completamente inmóvil, mirándola fijamente. Margaret añadió⁠—:
Arrojamos tierra dentro y yo arrojé mi puñado y te cubrimos completamente y
tú debes quedarte allí.
—Carne y sangre —gimió el espectro.
—Enterré tu sangre contigo —⁠dijo Margaret, osada⁠—. Voy a utilizar
ahora sólo la otra mitad.
El espectro no respondió y luego fue haciéndose más imperceptible entre
los troncos desnudos de los árboles.
—Regresa a tu tumba —dijo Margaret⁠—, y deja de importunarme.
Ella volvió la espalda y se alejó, sin escuchar nada de los árboles de la
cima, que quedaban detrás de ella; ni siquiera el murmullo de la brisa.

El resto del funeral duró tres días más, como solían ser los funerales de los
viejos. Era como si éstos hubieran dejado más tiempo para los entierros, no
obstante hallarse en la evolución natural de las cosas el que tuviesen que
morir. Los niños pequeños y los mayores eran enterrados rápidamente y con
ello terminaba todo.
Margaret se preguntaba por qué. Una madre sentía la muerte de su hijo,
por supuesto, y la de un padre también. Y tal vez la de un hermano o
hermana, pero no ya la de otros parientes. Parecía extraño… Cuando eran los
únicos cuya muerte no se esperaba.
Margaret se encogió de hombros. Las cosas sucedían de una forma
determinada y eso era todo…
Se fue a dar un paseo, dejando la concurrida casa y el alboroto de los
asistentes. Había caminado directamente hacia el norte, subiendo las cuestas

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hasta llegar a los trechos abiertos de pinos claros y nogales, sin enredaderas y
sin zarzas.
Había otro detalle curioso en los funerales, pensaba. Permitía a una ver a
gente que de otro modo no vería más que casualmente…, gente que sólo
venía a los funerales importantes. La familia de la prima Mary, por ejemplo,
de más arriba de Twin Fawns, a veinticinco millas de malas carreteras
directamente al norte, hacia las colinas ascendentes. Pero ellos eran primos,
primos hermanos, primos segundos, terceros, y así sucesivamente, y estaban
obligados. Vinieron, pues, aprovechando la oportunidad del acontecimiento.
Y siempre iban acompañados de nuevas personas, sin contar a los niños de
pecho. Hombres que se habían ido al norte a trabajar y que volvían por no
haber encontrado empleo o por no agradarles la vida allí. Familias que habían
estado en Mobile y que tuvieron que regresar finalmente a casa sin un
centavo. Nuevos maridos, nuevas esposas que habían encontrado los primos.
Había cinco personas que nunca había visto. Jack Tobias y su esposa
Kate, que volvían de Cincinnati para trabajar el campo con su padre porque el
algodón estaba llegando a un dólar la libra y valía la pena ocuparse de él
(Margaret les reconoció fácilmente: todos los Tobias tenían el mismo
aspecto); Grover Kent, a quien recordaba como el muchacho holgazán que un
día se fue a Port Gibson, uniéndose a un circo de aquella localidad. Regresó
después de inflamársele y salírsele una hernia al quitarse el braguero; lo hizo
para hacer reír a los niños. Y Robert Elis, un hombre bajo y delgado que casó
con la hija enviudada de Elfetha Harris. Se había roto la cadera con una
desmotadora en Memphis hacía dos años y andaba encorvado (era el que
llevaba el banjo consigo. ¿Sabría tocarlo aún?).
Margaret se encogió de hombros. Empezaba a hacer frío y se decidió a
regresar.
Roger Ellis estaba sentado en el porche cuando Margaret llegó a casa, en
el rincón caldeado donde daba el frágil sol, el mismo rincón donde a la
anciana le sorprendió la muerte. Nadie se había atrevido antes a ir allí. «Como
si estuviese rodeado por una valla», pensó Margaret. Pero ahora estaba aquel
hombrecillo, de pelo gris, con un bigote diminuto, la silla recostada contra la
pared, tocando su banjo. Estaba cantando también, muy suave, un viejo blues.
Margaret no sabía su título, si es que tenía alguno, pero reconoció la estrofa
que en ella se repetía, y cuya dulce y melancólica melodía le agradaba:
«distante y solitario hogar».
Se detuvo a la entrada del porche, al pie de las escaleras, escuchando.
Temblaba no tanto de frío como por el giro triste de la melodía:

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¿Quién recoge el algodón cuando estoy fuera?

Una o dos personas se asomaron a la puerta y algunos se acercaron al


porche para escucharle.
Échame un jergón en el suelo, sí.
Que parto hacia aquel distante y solitario hogar.

Margaret se estremeció otra vez. Lo comprendía todo. Las generaciones


dolientes que habían llegado, las generaciones dolientes que aún estaban por
llegar. Lo comprendía todo, sentía el pulso y los latidos del corazón en las
cuerdas del banjo y en la dulce y serena voz que cantaba a sus acordes. «Me
voy a donde no soplan aquellos vientos fríos, ah, sí».
Margaret se sintió ascender más y más hasta elevarse lejos sobre la casa.
Tanto, que podía contemplar la chimenea y ver el interior tiznado de hollín.
Tanto, que podía contemplar allá abajo los pinos que destacaban en la misma
cresta del cerro que protegía la casa del viento del norte. Tanto, que podía ver
el curso del río y seguirlo en sus curvas y desniveles a través de los sauces y
abedules. En su descenso hacia el sur, divisaba incluso los enormes abedules
y los robles acuáticos. Seguía su curso hacia el Golfo… Lo podía tocar,
grande como ella. Podía sentir la tierra moverse bajo sus pies, respirando
pausadamente al pasar de una estación a otra. Podía escuchar el roce de las
estrellas al girar en sus órbitas pasando por su cabello.
Su cuerpo crecía pletórico y ella pensaba: «A mí nunca me meterán en
una caja ni me enterrarán bajo tierra. Nunca me haré vieja, no veré las venas
de mis manos empezar a salirse de la piel»… Era curiosa la forma en que
todas las funciones orgánicas de los viejos brotaban a la superficie. Sus
músculos, sus tendones se endurecían, se volvían rígidos, colgaban fuera de
sus envolturas. Sus venas se hinchaban y donde antes no podía vérselas ahora
se las veía. Algunas aparecían en la frente, dentadas como el filo de una
sierra, allí donde antes la piel había sido tersa. Otras eran como cuerdas que
se retorcían por el dorso de la mano y a lo largo de las piernas. Y surgían
latidos allí donde nunca los hubo. La garganta, de cuya presencia uno casi no
se había percatado, hasta que un día se manifestaba, desnuda y al descubierto,
bombeando sangre para que todos la viesen… «No llegaré a ese estado
—⁠pensó Margaret⁠—. Nunca me haré vieja y nunca moriré. No puedo»…
Vio que las mujeres habían salido de la cocina para escuchar la canción.
Se reunieron fuera y formaron una línea desordenada en el porche, todas
restregándose las manos, mojadas o llenas de grasa, en sus delantales. Todas

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llevaban vestidos estampados, los mejores, los que reservaban especialmente
para los funerales y las bodas.
«Ambos acontecimientos coincidían siempre —⁠pensó Margaret⁠—. ¿Por
qué sería? Uno era la vida, el otro la muerte, y no podían ser más distintos.
Pero siempre parecían coincidir»… Ahora era la prima Hilda y el más joven
de los hijos de Robert Stokes. Habían salido a la cuadra sólo la noche anterior
y Margaret se había escondido, haciendo ver que no había estado allí y que no
les había visto ni oído. Fue entonces, en la oscuridad de la cuadra, con la
atmósfera cargada de amoníaco, cuando sintió el primer deseo auténtico, un
ansia por ser Hilda en aquellos momentos. Fue el deseo, el impulso, la
primera vez… Maldíjose a sí misma y a los hombres y aborreció su cuerpo
por lo que tenían que hacer con ella… Estaba completamente dolorida por la
tensión, por el esfuerzo. Y por la mañana se sintió como si hubiese estado
recogiendo algodón durante días…
Margaret miró entonces a Hilda, que estaba en el porche entre las demás
mujeres, y vio lo delicada y bien proporcionada que era su figura, a pesar de
los dos suéteres largos que llevaba. Sus manos frente al pecho en una actitud
apacible, casi suplicante. Lo suave y transparente que era su rostro en la cruda
luz del invierno. Salvo sus ojeras y sus ojos soñolientos.
Margaret bajó los ojos para contemplar su tosco cuerpo anguloso. Propio
para los bosques o los campos. Rústico y fuera de lugar en una cocina. Como
un hombre. Se apartó a punto de dar un grito.

Al día siguiente, la gente empezó a marcharse; primero, el grupo de los


Twin Fawns, puesto que debían hacer el viaje más largo. Margaret
permaneció en el patio, lleno de hoyos, desordenado, viéndoles cargar con sus
cosas.
Roger Ellis, que conducía una de las dos carretas, una azul brillante con
una mula joven en la lanza, bajó la vista de pronto para mirarla directamente.
—Buenos días.
No respondió. La mula sacudió sus orejas para alejar a las moscardas.
—Te pareces a tu madre —dijo él.
—Es posible —respondió.
—Era una mujer muy bonita.
Margaret sintió ruborizarse, complacida e incómoda.
—No me parezco a mi madre —⁠dijo⁠—; por lo menos, siempre he oído
decir que me parecía a mi padre.

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Giró sobre sus talones y entró en la casa, moviendo provocativa su alto y
ancho cuerpo.

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E L duro y corto invierno pasó. Las finas lluvias tempranas empezaron a
caer, ligeras y delicadas como niebla y humo, que desempolvaron los
techos y paredes de las casas, los árboles y la tierra. El sol brillaba acogedor,
el cielo era de un gris claro uniforme y el suelo se calentaba por horas. Los
granjeros salieron a palparlo, posando sobre él la palma de la mano para
comprobar si emitía o absorbía calor. Era algo que hacían por rutina. Sabían
de antemano que el calor del suelo pasaba a sus manos. Casi podían sentir a la
tierra empezando a respirar. Aquéllos cuyos campos estaban elevados
empezaron a cosechar su algodón, sus melocotones y su maíz. La gente de las
tierras bajas esperaba a que llegasen las inundaciones y cubriesen sus campos
con el rico limo negro del norte. Para ellos, el principio de la primavera era
época de descanso, casi como lo había sido el invierno. Era la última fase de
inactividad que ya no tendrían hasta el final del verano, en aquellas cortas
semanas en que se formaba el algodón y no se podía hacer otra cosa que
esperar.
Margaret ya no se cobijó más en el árbol hueco. Podía andar por cualquier
lado: la temperatura era confortable y cálida. Se fijaba en los signos de la
primavera mientras desfilaban ante sus ojos; las clavellinas silvestres
florecían en los bosques húmedos de pinos. Otras diminutas flores rosas
anónimas se ofrecían a la vista en el fondo de los prados, y en los pantanos
más profundos sarracenias purpúreas ponían erectas sus cabezas verdes a la
caza de moscas. La azalea de los pantanos surgía blanca y rosa. Y la azalea
roja, con diminutas flores semejantes a ascuas incandescentes. Y el madroño,
botones con forma de senos, cuya flor oscura era del color de los pezones de
una mujer.
Margaret contaba los días apacibles, esperando. Veía el río que durante el
mes anterior había estado creciendo constantemente, rebasando sus bajos
acantilados y avanzando con lentitud a través del país. Vio hervir, finalmente,
las densas y pesadas nubes sobre el horizonte y caer las plomizas lluvias de
granizo. Aquellas fuertes precipitaciones —⁠tempestades las llamaban los
viejos⁠— impulsaban los arroyos con sus espumas blancas hirviendo en su
recorrido, arrancando de cuajo los árboles y haciendo rodar las rocas,

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volteando los cuerpos de los animales ahogados bajo un cielo plomizo, negro
y relampagueante.
Margaret ayudó a su familia a salir de la casa, a cargar con todo en las
carretas, a cubrirlo con lonas rasgadas y enmohecidas y a conducirlo a otra
parte. Los serones con los pollos y las primeras terneras de primavera,
delante; el ganado, avanzando, detrás. Las protestas de las terneras atadas y
las nerviosas llamadas de las vacas se amortiguaban y quedaban ahogadas por
la lluvia, que caía sin cesar.
Margaret esperó al último hasta que Abner Carmichael estuvo listo para
partir. Éste examinó la casa atentamente, comprobando los cables que la
sostenían a los árboles más próximos. Inspeccionó también su pequeña
cuadra. Separó de las paredes casi todas las plantas más bajas de la casa y las
ató firmemente a las vigas del techo. El agua de las crecidas fluiría a través de
la casa, cruzaría el suelo polvoriento y, a menos que algún cuerpo enorme
cayese sobre el edificio, se mantendría en pie.
Margaret le vio terminar y disponerse para partir. El agua estaba llegando
ya a la parte más baja del patio delantero en el preciso momento en que
habían sacado las mulas y las carretas. Vio la cabeza gris de Abner volverse
de un lado para otro, trabajando afanosamente, pisando fuerte con sus
tacones, como los viejos.
Ella le esperó. Aunque parecía sorprendido al verla, no dijo nada y
caminaron juntos por la carretera, ascendiendo el terreno constantemente bajo
sus pies mientras se alejaban del lecho del río hasta alcanzar a los carretones
que avanzaban perezosamente y al ganado, afanoso en su marcha.
Pasaron tres o cuatro semanas antes de que pudieran volver. Dedicaron el
tiempo a tareas diversas, en diversos lugares. Unas veces con los primos.
Otras en establos abandonados o en casas que habían descubierto durante el
invierno. En ocasiones se detenían. Unas veces, sólo las mujeres. Pero casi
siempre, como este año, marchaban todos directamente hacia los bosques
altos de pinos. Llevaron el ganado a que apacentase en las zonas desnudas de
los pequeños prados elevados, cubiertos de flores y lozanos en esta época del
año. Vivían en refugios construidos con ramas de pinos y hacían hogueras con
las piñas. El suelo arenoso de las zonas altas absorbía el agua casi antes de
que cayese y estaba seco y caliente. Lo único que les preocupaba eran las
repentinas y furiosas tormentas cargadas de electricidad, que desgarraban el
cielo y reventaban en los pinares, socarrando sus agujas, que crepitaban como
los pistones de los mozalbetes. Y, a veces, también bolas encendidas rodaban
libres por el suelo —⁠los demonios del fuego les llamaban algunos⁠—,

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zigzagueando y cayendo como flechas, brillantes como el fuego, rojas como
el infierno, hasta que chocaban contra un árbol y subían por el tronco,
haciendo explosión en la copa con un chasquido, no dejando más que el olor a
quemado y los trazos chamuscados de su paso.
Al tiempo, las lluvias cesaron, pero nadie en la casa de Abner Carmichael
se movió. El río continuaría creciendo por muchos días aún, muchos más
después de que cesaran las últimas precipitaciones. Margaret estaba sentada a
la puerta de su refugio —⁠se había construido uno para ella sola y vivía en
él⁠—, arrojando piñas sobre el débil fuego. No lo necesitaba: el tiempo era
muy cálido. Lo hacía para entretenerse en algo mientras pensaba en su madre.
Intentaba recordar su fisonomía. Todo lo que encontró en su memoria fueron
las fotos estropeadas que había visto antes tantas veces. De bien poco le
servían.
¿Y qué estaría haciendo?… ¿Y dónde estaría?…
Margaret resolvió no pensar en ello. Y se esforzó en estudiar las piñas que
tenía en la mano, las piñas afiladas del pino de hojas largas.
Se había hecho mayor. Tenía dieciséis años. Muchas jóvenes de su edad
se habían casado. Un gran número de ellas tenían un hijo o dos. Ya no
necesitaban a su madre.
Margaret se asomó a contemplar la brumosa dehesa, en donde pastaba una
vaca de manchas negras y blancas.
«He estado viniendo aquí desde que nací. A este lugar o a otro semejante.
Todos los años desde que nací. Pero éste, éste es el último»…
Se detuvo, sobresaltada. Miró en derredor suyo, casi segura de descubrir a
alguien que hubiese pronunciado en voz alta aquellas palabras. Ahora que lo
había dicho —⁠o pensado, que era la misma cosa⁠— parecía bastante cierto.
Pero tenía miedo de las profecías y de sus relaciones con el diablo. Su
corazón latía más de prisa e irregular y estaba temblando. Pero ella pensaba:
«Éste será el último año».
Sabiéndolo, miró todo con más atención. Las primeras flores espigadas de
la planta del pulgón. Los lilos, la verbena musgosa. Las flores azules de la
pontedería, en los lechos exuberantes y húmedos de las charcas. Los pétalos
rojos ensortijados de los yaros. Las asclepías, espigadas y purpúreas. El
polemonio abriéndose paso entre las agujas de los pinos. El gingseng con sus
diminutas flores color púrpura, cuyas raíces, según decía la gente, eran buenas
para hacer el amor. La milenrama de hojas de encaje, fragante. La cizaña
india venenosa. La madreselva, de sabor dulce. Los dondiegos de noche, para

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ensartar en los collares de los niños. Y campos enteros llenos de clavellinas
silvestres, brillantes y ardiendo bajo el sol.
Y los pequeños animales que murmuraban en los campos. La tortuga
caimán atrapando moscas en el borde resbaladizo de una charca,
zambulléndose en el agua al menor ruido. El morrocoyo andando
perezosamente en su madriguera. Y las serpientes. Si se aparta un pino
abatido, es seguro encontrar una coralillo con motas grises, lanzando silbidos.
Crótalos de todas clases y tamaños. Cuando se encuentra una se llama a los
niños para que juntos la maten a pedradas. Y todas las demás: las serpientes
de la leche, las corredoras negras, las de los prados, las del maíz y las
serpientes ratoneras. ¡Eran tantas cuando una se ponía a recordar,
tantísimas…!
Margaret pensó: «Son muchas las cosas cuyo nombre desconozco. Plantas
y alimañas que no puedo llamar por su nombre».
Estuvo sola todo el día, observando, contemplándolo todo, yendo a donde
se le antojaba, todo lo lejos que podía andar.
El bosque de pinos donde la familia se protegía ahora era una especie de
franja estrecha que ascendía por la ladera de las colinas arenosas. Si ella se
alejaba demasiado en cualquier dirección, la tierra cambiaba repentinamente.
Empezaron a aparecer los nogales y chaparros; pronto se encontró en un
denso bosque de acebos, hayas y sapodillas, sanguiñuelos y robles acuáticos,
laureles aromáticos, enredaderas entrelazándose tupidamente sobre su cabeza.
De cuando en cuando pasaba por algún níspero, una pecana, y se fijaba en su
situación para el caso de que tuviese que recorrer ese camino en el otoño,
después de una fuerte helada, cuando sus frutos madurasen.
Encontró torrentes también, algunos que la estación de las lluvias no
parecía haber afectado. La mayoría eran muy pequeños, unas gotas sobre un
fondo arenoso. Bebió de sus aguas, que sabían a hojas, y comió berros
silvestres de sus orillas. Encontró uno grande bajo un barranco, casi fuera de
la vista, entre un grupo de laureles aromáticos y azaleas silvestres. Éste era
más viejo; había labrado su curso entre la arena, abriéndose paso incluso a
través de un profundo túnel en el interior de la roca. Se quedó mirando el
agua opaca, que fluía suavemente. Junto a la orilla opuesta, a no más de cinco
pies de distancia, percibió el raudo aleteo de un rodador.
«Estaría bueno, frito», pensó automáticamente. Y luego: «¿Por qué estoy
siempre comiendo, siempre pensando en comer? ¿Por qué cuesta tanto tener
el estómago lleno y tranquilo?».

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Resbaló una hoja, y una mosca de largas patas caminó sobre el agua
tranquila, al abrigo de una roca desprendida. Insectos acuáticos se
desplazaban nerviosos sobre la superficie. Se arrodilló para contemplar la
reflexión de su imagen en el agua, que corría media pulgada por debajo del
declive que formaba la roca. Estudió su cara, sus ojos grandes de pesados
párpados, boca exuberante, orejas demasiado largas. Escupió y la espuma
blanca flotó por su mejilla. Otro caminante de las aguas cogido en la
corriente, girando sobre sí mismo, con sus largas patas patinando febrilmente.
Margaret cogió un poco de agua con el hueco de sus manos. Era transparente.
Bebió y estaba más fría que la de los otros torrentes. Sumergió el brazo,
buscando a tientas el fondo, sin encontrarlo. Se incorporó, tiró de una rama de
magnolia caída y la hundió, empujando contra la corriente. No tocó fondo.
Margaret la extrajo, arrojándola a un lado. El riachuelo no debía de tener
fondo.
Ella continuó caminando. Había unas cuantas zarzamoras muy tempranas,
pequeñas y ácidas, antes de la temporada. Se detuvo y se las comió de todos
modos, arrugando la cara debido a su sabor. «Y era curioso —⁠se dijo en
silencio⁠— cómo las cosas llegaban en sus estaciones. Cómo aparecían y
desaparecían cada año por el mismo tiempo, sin fallar nunca… La forma en
que llegaban las personas. Y yo, que estoy aquí ahora, pero que no estaré el
próximo año. Pero ¿dónde estaré? No conozco la respuesta, como tampoco sé
por qué las bayas tienen sus estaciones y los nísperos sólo maduran después
de las heladas, y un crótalo es venenoso, y la serpiente reina no lo es. Y por
qué una serpiente de la leche succiona la leche de las mamas de la vaca y la
serpiente cascabel sujeta su cola con la boca y se deja rodar por la carretera
cuando hay luna nueva… Y habrá razones para todo, tendrá sus causas, sólo
que no las conozco. No sé nada… No sé cómo es Mobile; nada más lo que
Graven Kent dice sobre los muelles y los plátanos. Y no sé el aspecto que
tiene Nueva Orleans: sólo las cosas que cuenta la gente. Y nunca he visto el
océano… Todo lo que he visto son los campos de algodón y los ríos, las
inundaciones y las sequías, y cómo se agitan los pinos con el viento,
lamentándose».
Inició el regreso al lugar donde su familia acampaba. Pensaba: «No pasaré
por aquí otra vez. Es posible que por mucho tiempo. Es posible que nunca
más».
Miraba detenidamente, observaba todo con atención. Para recordar.
Entró en el trecho de pinos y pasó entre ellos, pensando en silencio,
jugando a que era un rayo de luz o el viento, sin forma, sin contornos, ligero y

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fugaz…
Se deslizó en el interior del refugio que se había construido ella misma, un
poco más alejado que todos los demás, y, cansada por el largo paseo, se
tendió debajo. Y escuchó los sonidos. Los cencerros de las vacas. Los juegos
de los niños, sus finas voces en una canturria: «Aquí llega Johnny
Cuckoo…».
«¿Qué significaba aquello? —⁠pensó Margaret⁠—… Nada parece tener
significado esta mañana… Ni siquiera las palabras cuyo significado creía
conocer».
Los niños prosiguieron su canto en un coro rasgado: «Vengo de ser un
soldado, soldado, soldado. Vengo de ser un soldado en una noche oscura y
tormentosa».
«Es una canción absurda —se dijo a sí misma Margaret⁠—. Tan absurda
como los gemidos de Katy»…
Margaret abrió los ojos y miró a través de un hueco. Katy andaba
lentamente de arriba para abajo, con los brazos apoyados en los hombros de
dos mujeres. Parecía que los dolores del parto eran fuertes de verdad, pensó
Margaret…
Margaret cerró los ojos otra vez. Katy siempre tenía partos difíciles. Sus
hijos nacían siempre con la cabeza larga y aplastada, forma que les duraba
durante los primeros meses de su vida… Estaba coronando ya. Sus quejidos
eran entrecortados por los chillidos. «Por ello —⁠pensó Margaret⁠— habían
desaparecido los hombres». Se tenía la creencia de que daba mala suerte que
un hombre estuviese demasiado cerca cuando una mujer estaba dando a luz.
«He podido recordar esto también», pensó Margaret. Y los sonidos, que
ascendían verticales en el cielo abierto.
Luego, como estaba cansada, se quedó dormida.

Cuando el suelo se secó al fin un poco, iniciaron su regreso a las tierras


bajas. Los hombres fueron primero para empezar a labrar la tierra. Estuvieron
preparados para sembrar en el momento en que llegaron Margaret y las demás
mujeres. Habían reemplazado los cimientos de roca y vuelto a levantar la casa
sobre ellos. Las mujeres se encargaron de limpiar el interior, de quitar el barro
y lavarla, lanzando cubos de agua. Cuando terminaron con esta faena,
entraron las camas y la ropa de cama, que estaba en los carretones. Los viejos
construyeron la chimenea de barro y musgo. Los niños barrieron el patio y

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retiraron los animales muertos —⁠zarigüeyas, ratas y ardillas⁠—, bajando al río
sus cuerpos hinchados y arrojándolos en él.
El fogón volvió a la cocina mientras se clavaban las tablas más bajas del
establo. Se quedaron preparadas para otro año.

La primavera dio paso al verano con su intenso calor. Días interminables


saturados de trabajo, monótonos, todos casi iguales. Al fin un descanso en los
días tórridos mientras se formaba el algodón, cuando no se podía hacer otra
cosa que esperar a que los copos se dilatasen llegando a su apogeo. Luego
venía el tiempo de empezar a arrastrar los largos sacos por las filas en las
fatigosas semanas de continuo agacharse con los trabajos de la recolección.
Imperceptiblemente las noches refrescaron, y las mañanas. Margaret notó el
cambio al llevar la ropa a lavar al baptisterio situado detrás de la iglesia: un
largo paseo, pero el agua era más clara, que en el río. A Margaret no le había
gustado nunca el olor de la ropa lavada en el río, que no tardaba en adquirir el
color oscuro del barro.
Fue en una de aquellas frías mañanas —⁠había dejado la casa mucho antes
de que amaneciese⁠—, lavando su ropa cuando se encontró con William
Howland.
Al principio no pensó que era de carne y hueso. No le había oído llegar,
no se dio cuenta del crujir de sus pisadas sobre el suelo. Apareció de repente,
no lejos de ella.
Veía con frecuencia cosas en los bosques. Caras y figuras. Algunas veces
le hablaban y otras se quedaban alejadas mirándola. A veces eran amistosas y
a veces fruncían el ceño advirtiéndole que se alejase de aquellos lugares que
estaban custodiando. En ocasiones les reconocía y en ocasiones eran personas
que nunca había visto. A veces no se trataba siquiera de personas. Eran sólo
formas sin nombre, como brisas que una pudiera ver. O eran animales. Un
pollo, un gallo rojo grandes que ella veía en todas partes. A veces parecía
seguirla durante muchos días.
Por eso, cuando vio a un hombre calvo, alto, con pesados ojos azules, en
la niebla de la mañana, no se sorprendió. Era uno de los muchos…
En los primeros instantes ella le habló. Estaba segura de que si adelantaba
la mano podría atravesarle el cuerpo. Pero empezó a darse cuenta de que era
sólido y se desconcertó. Era de verdad…
Se sentó de golpe. Gritando casi.
—¿Te encuentras mal? —preguntó él.

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Negó con la cabeza, todavía casi sin poder contener las lágrimas.
—¿Qué te pasa?
Volvió a negar con la cabeza y él se sentó a su lado hablando durante unos
instantes. Ella oía sus palabras, pero no le escuchaba. No le escuchaba durante
algunos momentos, hasta que se acostumbró a su nueva situación y agudizó y
concentró su oído.
—Ocurre una cosa —dijo él—. Tengo que encontrar una guarda para mi
casa. —⁠Howland bajó la mirada hacia sus manos dobladas en su regazo,
manos grandes⁠—. Y tiene que ser una persona joven, teniendo en cuenta que
no es un trabajo fácil. La casa necesita de mucho trabajo, debes figurártelo
por lo que te estoy diciendo.
—Yo no he sugerido nada —protestó ella en silencio. Él estaba esperando
a que dijese algo⁠—. ¿Por qué me dice eso?
—Podrías querer el trabajo viendo que está vacante.
Ella levantó las manos reteniéndolas al frente con los dedos extendidos.
—Pensaba marcharme —dijo— estaba pensando eso.
La última primavera, la primavera pasada… Aquel día en que encontró
los nísperos y vio el rodador en el riachuelo que no tenía fondo…
—Sabía que lo haría.
—¿Qué dice tu familia?
—No tengo.
—¿No tienes madre? —Él frunció el entrecejo, incrédulo.
—Se fue.
—¿Hace mucho tiempo?
—Ya no volvió después de ir a buscar a mi padre.
Él rió entre dientes.
—He oído contar cosas parecidas.
—Mi padre era blanco.
William Howland vaciló. Finalmente, y por decir algo, añadió:
—No importa.
—No he podido preguntar a nadie. A mi abuelo le basta con dejarme sitio
en su casa.
William se frotó la cara sintiéndose muy cansado, oyendo el crepitar de su
barba en la tranquilidad de la mañana.
—Si esto es New Church, posiblemente habré caminado unas veinte
millas.
William se levantó y ella pareció mucho más pequeña, casi frágil. No
levantó la cabeza para mirarle como podría haberlo hecho una mujer blanca.

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No se comportó en absoluto como una mujer blanca. Él no creyó lo que había
dicho respecto a su padre, no podía ser cierto con el color de su piel. Además,
muchos decían lo mismo y había que consentirles aquel lujo, si es que así
podía llamarse.
—Atiéndeme —dijo él—. Ahora te vas y hablas con tu familia y les dices
a dónde quieres ir, y luego vuelves aquí si todavía lo deseas.
¿Cómo —se preguntaba—, podría con esa altura parecer tan delicada sólo
por estar sentada? Pero entonces se dio cuenta de que no estaba sentada, sino
como si estuviera inmersa dentro de la tierra. Su peso y su tamaño habían
penetrado en ella.
—Así hay que hacerlo —dijo él, más para escuchar el sonido de su voz y
cortar una sensación profunda que empezaba a incomodarle, poniendo en
tensión sus músculos con una intensidad ya olvidada⁠—. Verdaderamente no
se puede esperar que vengas en seguida puesto que ha sido una sorpresa para
ti.
—No —dijo ella.
—No estás acostumbrada a salir a los bosques y que alguien te ofrezca
trabajo.
—No me sorprende —dijo serena con su débil y uniforme voz, tan difícil
de recordar⁠—. Nada de lo que pase puede sorprenderme, pues lo sé con
anticipación.
Él le dirigió una fugaz sonrisa, e inclinándose hacia ella le tocó en la
cabeza, con un ademán rápido. Ella no alzó todavía los ojos.
William se alejó, sintiendo que los ojos de ella le seguían mientras subía
hasta el torrente en donde recogió la escopeta y la chaqueta. La sintió hasta
desaparecer en los bosques.
Margaret estaba sentada contemplando las avispas que revoloteaban sobre
la superficie vaporosa de la ropa lavada.
—Sabía que ibas a venir —dijo dirigiéndose a él⁠—. Sólo desconocía el
aspecto que tendrías. Posiblemente, ése era el significado del pollo y de la
forma que vi ayer en las ramas del nogal, blanca azulada y que emitía un
sonido parecido al de un arpa gastada. Me anunciaban que algo estaba a punto
de suceder. Me hablaban y no las entendía, salvo que algo se avecinaba…
Miró al sol que se filtraba por los pinos. Apenas se había movido. No
había pasado más de media hora.
A no ser que el sol se hubiese detenido… No, pensó, no lo haría por mí.
Lo haría por los reyes pero no por mí… Era un tiempo real. No había sido
muy largo.

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Se puso en pie, colocó su ropa lavada bajo el brazo y se marchó a casa.
Mientras andaba, miraba con atención, todos los caminos, cada tramo de
sombra y luz, subiendo las pendientes que penetraban en el oscuro abrigo de
los árboles. Pero no había sonidos, nada se movía. Nada la seguía. Los signos
le habían estado hablando y ya no tenían por qué hacerlo. No había nada más
que decir.
Ella se respondió a sí misma afirmativamente. Continuó su camino y
empezó a silbar. Ya no tendría que escuchar ni fijarse más.

Aquel mismo día arregló sus cosas, cogió el delantal estampado que su
madre le había dejado y puso todas sus pertenencias en él: sus peines —⁠el
rojo y el negro de las púas finas⁠—, la bolsa de piel de serpiente de los
amuletos indios que no se había atrevido a abrir, un par de puntas de flecha
que daban suerte, una piedra con un agujero perforado en el centro que traía
suerte también. Se puso sus zapatos y su mejor vestido, el de seda verde.
Luego se fue a buscar a su abuelo para decírselo. Le costó unas dos horas
encontrarlo. Hacía descansar a sus mulas a la sombra de un tupelo. Era un
hombre viejo y el calor de las últimas lluvias le había afectado. Estaba
agazapado bajo la breve y salpicada sombra, con la barbilla descansando
sobre sus rodillas y respirando profundamente.
¿Cuánto tardará, se encontró pensando Margaret, para verse en la solitaria
y última casa…? ¿Para que no haya nadie sentado bajo aquel árbol? ¿Para que
todo lo que quede de él sea un montón de tierra en el cementerio, y no
mucha?
Nos acordaremos de él. Durante un tiempo, un corto tiempo, antes de que
empiece a disiparse en nuestra memoria y ya no le recordemos en absoluto. Y
después nosotros moriremos también y ello será el fin suyo, definitivo.
¿Y no es curioso, pensaba, que se necesiten dos generaciones para
extinguir una persona?… Primero él y luego su memoria…
¿Y qué sería el estar muerto? Estar bajo tierra con las «copas de la
muerte» levantándose cada vez más por encima de nuestra cabeza. Ser un
espectro, vagando con los espectros de nuestra familia. Flotando por los
bosques oscuros, flotando entre los cipreses de las marismas… ¿Y qué es lo
que pensaríamos, lo que haríamos cuando estuviésemos muertos?
Miró a Abner Carmichael. Éste tenía la mirada fija, con los ojos abiertos,
pero no parecía ver nada. Como si estuviese ya a medio camino de allí…
Ella le tocó el hombro. Él volvió su cara lentamente.

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—Vengo a decirte que me voy. —⁠Él no se movió. Margaret se preguntó si
la había entendido⁠—. He decidido irme.
Él asintió con la cabeza. Su piel oscura cubierta de sudor.
—Si alguien viniera preguntando por mí. —⁠¿Y quién podría venir? Nadie.
Nadie, salvo una persona⁠—. Si alguien viene preguntando, tal vez mamá,
quizás…
Los ojos del viejo, encapuchados como los de un pájaro se abrieron y la
miraron. Ella mantuvo quieta su cara.
—Debes decir que Margaret se ha ido de New Church. Que se ha ido a
trabajar a la casa de Howland, y que no piensa volver.
No parecía sorprendido.
—Aquí no tienes nada que hacer —⁠dijo pausadamente⁠—. Debes irte.
—⁠Su voz vibraba ausente.
Si hubiese sido más pequeña, Margaret posiblemente le habría dado un
abrazo y le habría besado. Pero aquel tiempo pasó, aquel tiempo se había ido.
Ya no era una niña y allí no tenía nada que hacer. Por ello sólo hizo que
volverse y marcharse, con decisión, sin prisas, sabiendo que tenía un largo
camino por delante.
Detrás de ella, su abuelo dijo de repente:
—Hace calor y estoy enfermo.
Ya no era pequeña. Se había hecho una mujer y decidía por sí misma.
Siguió, pues, caminando dejándole con sus dolencias y su torpe vejez.

Durante cierto tiempo, los mojones del terreno le fueron familiares.


Después entró en una zona que no había visto nunca. Caminaba sin detenerse,
cambiándose de mano el fardo mientras avanzaba. Sin correr, pero sin
detenerse tampoco. No llevaba nada consigo; al principio no echó de menos la
comida. Se sentía ligera, fuerte y animada. Cuando oscureció, durmió en el
bosque junto a la carretera, envuelta entre las hojas y las agujas de pino,
tiritando un poco en el frío de la noche. Por la mañana sintió hambre, aguda y
exigente, y mascó algunas pinochas y unos manojos de hierba amarga. Una de
las veces se detuvo para preguntar la dirección a una mujer que daba pienso al
ganado en el patio delantero de la casa. Margaret sonrió al ver el cómico
andar de los pollos. Tenían los dedos rotos para evitar que huyesen.
La mujer, con su pesado vientre de embarazada, le respondió con
amabilidad mientras fijaba su mirada en la cara desconocida.

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—De New Church —dijo Margaret, y vio cómo se endurecía su
expresión.
La sangre india no era una buena cosa, y la gente de New Church era
extraña. Margaret se alejó sin darle importancia. Después de todo había
preguntado la dirección porque deseaba hablar con alguien. No se había
perdido. Sólo necesitaba seguir la carretera para llegar a una casa pintada de
blanco en el cuarto escalón partiendo del río.
La reconoció al instante. Se separó de la carretera y subió por el sendero
lleno de baches y cubierto de grava que penetraba en los campos de hierba. Se
encontró en un cercado polvoriento y silencioso. Empezó a mirar en torno
suyo: a los riscos elevados del norte, al río Providence casi oculto tras los
árboles frondosos, a los establos combados y al grupo de cobertizos del fondo
de la dehesa. Dio un rodeo a la casa, buscando. Encontró una familia de gatos,
manchados de amarillo y blanco. Y encontró la puerta de la cocina bajo el
marco protector del porche trasero. Sin vacilar penetró por la cortina rasgada
que pendía sobre el suelo. La cocina estaba vacía. Pasó por los oscuros
salones de la parte baja de la casa hasta donde tuvo valor para hacerlo,
mientras pudo hacerlo sin abrir ninguna puerta, con miedo pero curiosa al
mismo tiempo. Luego volvió a la cocina. Esperó un momento allí sentada a la
mesa grande que había en el centro. Después esperó fuera en la escalera
trasera, sentada al sol, con el cuerpo encorvado sobre sus piernas para cortar
su dolor de estómago, su piel negra transpirando débilmente con el calor de la
tarde.
William Howland llegó a casa un poco antes del anochecer. Dejó su
carreta junto al establo, desenganchó las mulas y las metió en el cercado.
Cerró y aseguró la verja y avanzó lentamente, fatigado por el trabajo del día.
Subió la pendiente que conducía a su casa. Había salvado la mitad de la
distancia sin haber levantado siquiera la cabeza. Nada más la vio empezó a
correr. Ella estaba sentada completamente quieta, esperando.
—Dios mío —dijo él—, no me podía imaginar que fueras a venir tan
pronto.
No respondió. Le siguió adentro.
—¿Has venido andando hasta aquí?
—No está lejos.
—¿Desde New Church?
Asintió con la cabeza.
—¡Ramona! —gritó. Su voz resonó en toda la casa. Nadie contestó.
—¿Tienes algo que comer?

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—No.
—¿Nada en absoluto?
—Hoy nada.
—Dios mío —dijo—. ¡Ramona! —⁠Y a Margaret⁠—: No tenías que haber
hecho eso, niña.
—No tenía nada que llevarme —⁠dijo con naturalidad. Y era cierto.
—¡Ramona! —gritó, asomándose a la puerta trasera.
—No he visto a nadie —dijo ella⁠—. Y he estado aquí un rato.
Él frunció los labios en un silbido semiapagado.
—Vendrá a la hora de cenar… pero tú no puedes esperar tanto.
Se acercó al gran fogón de madera, negro y grasiento. Destapó unos
cuantos pucheros y miró en su interior.
—Algo ha cocinado…
Margaret se sentó en una silla recta de madera. Los retortijones de su
estómago le habían hecho flaquear repentinamente las rodillas. Pensó que él
no lo había notado, pero al momento se colocó a su lado poniendo su mano
sobre su hombro.
Ella sonrió, avergonzada.
—La hierba amarga marea un poco.
La mano de William la hacía doblarse hacia los pies.
—Ve a coger un plato; no, yo te lo traeré, y come algo, lo que haya.
Fuera gritó la voz de un hombre.
—¡Will Howland!
—Procura comer, y cuando la vieja entre, dile que venga a verme.
—Oye, Will —chilló el hombre fuera⁠—, ¿dónde quieres que ponga la
melaza de cerdo?
—Tienes tiempo —respondió William⁠—, no te apures.
Se quedó, pues, sola, sentada en la cocina, comiendo tranquilamente.
Escuchó las voces de los hombres fuera y luego oyó rechinar las cadenas de
los tirantes mientras la carreta se ponía en movimiento. Su apetito cedió y
empezó a fijarse en la cocina. Era una pieza grande, en un extremo el fogón
negro grasiento, con las pringosas cacerolas negras encima. En el otro había
una chimenea de ladrillo lo bastante alta para que cupiese de pie una persona
de mediana estatura, negra por los años de uso. Sobre ella, una repisa labrada
con motivos recargados. Más alto un fusil y un cuerno de pólvora,
cruzándose.
Margaret recorrió la vista por la habitación durante unos instantes.
Lentamente, interrogante, examinando. Terminó con su plato y lo apartó a un

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lado. Con calma se levantó y se sirvió una taza de café de la cafetera azul
esmaltada que descansaba sobre la plancha de la cocina. Sosteniendo la taza
en su mano, contempló nuevamente la habitación, fijándose en el hueco negro
de la chimenea. Le resultaba tan familiar ya como si hubiese vivido siempre
allí.

Cuando la vieja Ramona regresó, Margaret se puso en pie en actitud


cortés, esperando. La vieja la miró, subiéndose hasta la mejilla la bola de rapé
que tenía en el labio inferior.
—He visto ya al señor William —⁠le dijo⁠—. Tengo que preparar una cama
para ti.
Margaret la siguió por la casa cruzando las puertas que antes no se había
atrevido a abrir. Subieron por una escalera ancha y desnuda, con una
barandilla oscura desvencijada por los años de uso. Pasaron por un salón
oscuro que olía fuertemente a pintura reciente. En el fondo del salón, junto a
una pequeña puerta, había un armario alto, de caoba, sus puertas con espejos,
y un remate recargado y chillón. Faltaba la llave y no había tirador. Ramona
la abrió con facilidad valiéndose de las uñas, amarillas y duras como cuernos.
Dentro, el ropero estaba forrado con meple moteado con ligeros rizos, pero
alguien había puesto estantes en donde posiblemente antes habían colgado los
vestidos. No eran estantes nuevos, pues la madera natural estaba
oscureciéndose ya; habían sido colocados en su estado rústico. Descansaban
desiguales sobre listones de madera.
Ramona escudriñaba entre las pilas de ropa, tirando de una sábana tras
otra, sacudiendo su cabeza y volviéndolas a colocar. Finalmente encontró una,
que sacó y la sostuvo en alto. Tenía un jirón en el centro. Pero se convenció
que no era nada con un movimiento de cabeza.
Le costó media hora encontrar una almohada y una manta que estaba
bastante estropeada. Luego Ramona cogió el fardo bajo el brazo, abrió la
puerta pequeña y baja de la habitación.
La habitación conducía a la ele de la parte posterior de la casa que
quedaba directamente sobre la cocina. Debía de ser la parte más vieja, pues
las habitaciones eran más pequeñas y los techos más bajos. Aquí había dos
habitaciones que se comunicaban entre sí. Estaban enmohecidas y olían a
cerrado, y los colchones estaban enrollados sobre las camas y cubiertos con
periódicos.

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Ramona dejó en el suelo las sábanas y se fue hacia otra puerta en la pared
del fondo.
—Lleva a la cocina —dijo—, puedes subir y bajar por aquí. Ahí tienes las
luces.
Tiró de la cuerda y la bombilla desnuda que colgaba de las vigas se
encendió.
—¿Has cenado bastante?
—Sí —dijo Margaret.
La vieja bajó las escaleras gimiendo y jadeando.
—El señor William me encargó que le preguntase si lo tenía todo.
—Sí, sí —dijo otra vez.
Margaret no se sentía cansada aunque sus piernas le dolían por la larga
caminata. Bajó corriendo las escaleras evitando los ojos de la vieja, que
estaba en aquel momento calentando la cena en el fogón, y cogió la escoba
que había visto en el rincón. Subió también corriendo las escaleras y abrió las
ventanas, todas, de forma que pudiese penetrar el aire fresco de la noche.
Cepilló las paredes y mató las arañas, y barrió el suelo. Desenrolló el colchón
y puso la sábana sobre él.
Tengo que coser el jirón mañana, pensó. Era la primera sábana que había
tenido. En casa había dormido siempre sobre la marga desnuda. Permaneció
en pie en el centro de la habitación, estudiándola. Y también le pareció
familiar, si bien estas dos habitaciones eran tan grandes como la casa de su
abuelo. Se preguntó por qué no la echaba de menos. Después de todo iba a
estar sola allí arriba y nunca había estado sola en una casa. Pero, se dijo a sí
misma, no había ninguna diferencia entre estar sola por fuera y estarlo
interiormente como tantas veces le había ocurrido.
De repente se sintió cansada, muy cansada. Empezó a tener dificultades
para tenerse en pie, tambaleándose mientras se desprendía de su ropa. Abajo
podía escuchar a la vieja haciendo ruido con sus cazuelas y platos en la cocina
y cantando al ritmo de su respiración.
Se había olvidado de la luz. Se levantó despacio y tiró del cordón. En la
oscuridad tropezó con la cama y se deslizó bajo la manta extraña. Y desnuda
en una habitación desconocida se quedó dormida.

William Howland había estado ocupado. Primero fueron las melazas de


cerdo y luego decidió echar una ojeada por el nuevo ahumadero que estaban
acabando para él. Luego, al pensar en ello, bajó a donde estaba el revolcadero

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y examinó los cerdos andando perezosamente, llenos de porquería. Estaba
satisfecho. Cuando refrescase —⁠ya no podía durar mucho el frío⁠— tendría
sacrificados a los cerdos. Con las cubas grandes de agua hirviendo colocadas
en el patio y cuatro hombres especialmente contratados de la ciudad… Le
agradaba el olor del ahumadero. Le gustaba ocuparse él mismo de los fuegos
sólo para estar seguro de que los apagaban debidamente. Un error podría ser
la ruina del trabajo de toda la temporada y él era un hombre concienzudo.
Volvió y emprendió el viaje de regreso a la casa principal, notando la
nueva luz en la ventana de la ele, sobre la cocina. Sería la habitación que
Ramona había dado a Margaret.
Quiso detenerse, pero no se lo permitió. Era ridículo para un hombre
maduro quedarse mirando a la luz… Continuó sus pasos sin pararse hasta que
entró en el porche. Luego fue fácil abrir la puerta, llamar a Ramona y pasar a
cenar.

—Déjala que te ayude —dijo William Howland cuando la vieja le


preguntó por Margaret⁠—. Tiene que haber algo que pueda hacer la niña.
Vio agitarse la bola de rapé al escuchar ella la palabra «niña» y él rió entre
dientes.
—Sí, es bastante corpulenta, pero no es mayor… De todos modos, creo
recordar que mi hermana me dijo hace poco tiempo que la casa necesitaba
nuevas manos.
—Viene de New Church —dijo Ramona.
William se encogió de hombros. Aquella gente tenía una mala reputación
entre los negros de Wade County. En realidad, lo que ocurría era que no
solían bajar hasta allí. Eso era todo lo que convertía en extraño el hecho de
que la muchacha fuese a trabajar para él.
William recordó de nuevo cómo la había visto por primera vez lavando la
ropa y cómo la historia de Alberta había venido repentinamente a su cerebro.
En cierto modo, ella parecía más propia de aquella historia que otras que
pudieran venir de las tierras bajas inundadas o de las tierras altas cubiertas de
pinos de New Church.
Pasó más de una semana antes de que él la viese por segunda vez. Durante
estos días, Ramona debía haberle dado trabajo fuera de la casa. Se dio cuenta
de que la rosa de Cherokee que había en el comedor junto a la ventana había
sido podada y que alguien había estado trabajando en el jardín de hierbas
silvestres que su madre había plantado hacía años. No había sido cuidado

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desde entonces. La hierbabuena se salía de su cuadro y extendía sus raíces por
el patio adyacente. El tomillo, en otro tiempo plantado por el paseo, habíase
arrastrado sobre las piedras, cubriéndolas. El romero formaba grandes
arbustos rígidos erizados con puntiagudos vástagos. Un aislado y enorme
grupo de cebollanas elevaba sus simientes esféricas entre el peso agobiante de
las enredaderas. Los dedos de Margaret arrancaron las malas hierbas pulgada
a pulgada. La tierra roja yacía rasgada y estremecida bajo el sol.
Cuando el jardín estuvo desbrozado, obligado a retroceder a sus justos
límites, y no hubo nada más que hacer, Margaret se fue a coger fruta para
confitarla. No conocía aquellos bosques y campos pero lo aprendió pronto.
Estaba acostumbrada a encontrar y a apoderarse de todo lo que la tierra
pudiese ofrecer. En New Church esta labor era algo que los niños mayores
enseñaban a los más pequeños. Margaret, pues, volvió a casa con las talegas
llenas de membrillos, manzanas y peras. Filas de vasos se enfriaban en el
antepecho de la ventana. Una tarde se dedicó a arrancar raíces en la maraña
del huerto de hortalizas y extrajo pulpas de bellotas y de calabazas, residuos
que habían sobrevivido a su abandono.
William los vio amontonados en el porche trasero, brillando amarillos aún
en la sombra y se preguntaba por qué no había caído en ello durante todo el
tiempo que habían crecido entre la maraña de hierbas y enredaderas, año tras
año, estación tras estación, sólo las bestias para mordisquearlos.
Era agradable verlos allí amontonados, pensó. Las calabazas, los
cidracayotes y las abultadas calabazas decorativas que alguien plantó un día,
alguien ya olvidado.
Hacia fines de la primera semana, se cruzó con ella. Estaba sentada a la
mesa de la cocina bajo la lámpara verde oscura.
Él había trabajado hasta tarde, aquel día. Primero en la casa del manantial:
la nueva bomba, la que su hermana había encargado cuando la boda,
empezaba a dar trabajo. Estaba aún arreglándola a la hora de la comida y
encargó a Ramona que le bajase algo para comer. Cuando acabó con la
bomba todavía no terminó su faena. Había una cosa más que hacer. Tenía que
ir al molino. Y aquel día se habían levantado pequeños tornados en la
comarca, embudos repentinos que descendían del cielo negro, plomizo y
jadeante. Los había estado observando. Uno, pensó, había pasado junto al
molino. Tenía que ver si había ocurrido algo. Tenía que estar seguro de que
los vientos no habían dañado el edificio o las piedras de moler; ambos eran
viejos y quebradizos. Se marchó, pues, encorvado sobre el lomo del caballo,
avanzando contra la lluvia y el viento. Examinó detenidamente todo el

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edificio a la luz amarilla de la linterna de petróleo —⁠sólo la casa principal
tenía electricidad. El molino estaba seguro. Los vientos de la tarde habían
resquebrajado una ventana, nada más.
William permaneció contemplando tranquilo unos instantes las piedras
grandes que eran cada vez más difíciles de conseguir, en aquellos días en que
casi nadie molía ya su propia harina. Escuchó el viento que soplaba fuera, las
corridas de las ratas y de los pequeños animales que siempre viven en todo
molino. Se sentó en el suelo, cansado y ausente, bajo el refugio del tejado,
esperando a que el tiempo aclarase.
Así se hicieron casi las diez, hasta que finalmente desensilló su caballo y
subió la cuesta que conducía a su casa. Vio la luz en la cocina. No podía ser
Ramona. Hacía rato que debería haber salido hacia la casa que compartía con
su marido y su hija solterona a un cuarto de milla carretera abajo.
William atravesó el patio y vio entre un claro de las nubes del este el
perfil de la Osa Mayor. Percibió claramente la brillante figura sembrada de
estrellas. Con la cabeza y la cola erguidas, siempre le había parecido más bien
un zorro.
Pocas personas observaban ya las estrellas, pensó. Su tío conocía los
movimientos de todas las constelaciones que aparecían entre las copas de los
árboles.
Avanzó con calma hacia el porche trasero y miró hacia la ventana. Era
Margaret —⁠siempre en su mente le llamaba Alberta y siempre tenía que
corregir⁠—. Se había untado brillantina en el pelo y se lo había retirado hacia
atrás aplastándoselo sobre la piel y asegurándoselo con agujas. Vio los
tendones gemelos de su cuello inclinado, el mismo arco delicado que
contempló al ponerse en pie y dejarla junto al riachuelo de New Church.
Era extraño, pensaba estando en el porche bajo el frío de la noche, cómo
cambiaba ella. Sentada era una niña, delicada, insegura. Cuando andaba se
movía con el paso largo de una campesina, con largas zancadas y los brazos
cayendo inmóviles por los costados. Un andar primitivo, no forzado,
espontáneo, modesto, viejo como la tierra bajo sus pies.
Ella estaba cosiendo. Se fijó William, pero no muy bien. Había visto a su
hermana manejar la aguja y atravesaba la tela con rapidez en los dos sentidos,
con destreza, segura. Margaret cosía despacio, tirando del hilo en toda su
longitud en cada puntada.
No sabía hacerlo, pensó. Pero no debía de haber tenido nunca ni tiempo ni
ocasión de aprender allí, en New Church.

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La curva de su cuello, las torpes y lentas puntadas. Respiró con dificultad,
sintiendo dolor. La imagen de la pobreza siempre le afectaba.
Si ella quisiera aprender, se dijo, le traería a alguien para que la enseñase.
Si quisiera aprender… Entró. Ella volvió la cabeza lentamente al oír el ruido
de la puerta.
—Soy yo —dijo—, continúa.
Ella cruzó las manos sobre la tela. Él la miró, había visto aquella tela en
alguna parte… Sí. Su hermana la había comprado para hacer cortinas para el
salón del piso superior. Tenían que ser los retales.
Ella no dijo nada y él preguntó entonces:
—¿Estás haciendo cortinas?
—No —dijo ella—. No.
—Si quieres aprender —dijo—, puedo buscar a alguien para que te
enseñe.
—Mi abuela me enseñó —dijo suavemente, y su voz era fugaz y fría⁠—.
Lo haré muy bien si puedo acordarme de lo que me decía mi abuela.
Su voz siempre se desvanecía como el humo en el aire. Él se sentía
incómodo.
—Cualquier cosa que necesites…
Él se fue a la cama. Y sólo la fatiga dolorosa de sus músculos le llevó al
sueño. Deseaba seguir despierto para escuchar. Para asegurarse de que ella
había terminado en la cocina y había subido sin novedad para acostarse.

Era domingo. El radiante calor llevaba un vestigio de invierno en el sol


amarillo y en el azul intenso del cielo. Los campos estaban desiertos y lo
mismo la polvorienta carretera. Ramona se puso a trabajar afanosamente muy
de mañana. Preparó la comida y la dejó en la parte superior del fogón. Era la
última persona en pasar. Los domingos eran así, vacíos. Nadie salía de casa.
Algunos, los sensatos, después de asistir a la iglesia descansaban en sus casas
de las pesadas comidas domingueras. Se sentaban en sus porches soleados, en
sus grandes mecedoras de mimbre, meciéndose suavemente para facilitar la
distensión de sus vientres. A su lado, sobre las tablas del porche, tenían a
mano grandes vasos de bebidas con hielo.
Y los demás, o, mejor dicho, algunos, estarían fuera continuando las
cacerías nocturnas de los sábados, refugiados en los bosques junto al fuego,
bebiendo licor de maíz directamente de las jarras. Y otros estarían pescando,
dormitando sobre sus pértigas entre los sauces.

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William Howland estaba sentado en el porche delantero, reparando
tirantes, con un vaso de bourbon con agua a su lado. Cuando acabó con ellos
sacó sus escopetas, sus trapos y cepillos de limpieza y se puso a trabajar con
ellas. Bajó también el rifle largo y viejo que colgaba de la pared de la cocina,
el que había pertenecido a su tatarabuelo que bajaba por las colinas de
Tennessee con él al hombro. William Howland lo conservaba siempre
brillante, limpio y engrasado. No se atrevía a disparar con él. No tenía
perdigones y no estaba seguro de la carga. No confiaba lo más mínimo en que
resistiese el cañón. Pero seguía limpiándolo lo mismo.
Cuando terminó aquello —hacía siempre lo mismo todos los domingos⁠—
llegó la hora de bajar a ordeñar las vacas. Oliver Brandon estaba solo en el
establo. Nadie más los domingos en la casa. William ayudaba siempre que no
salía a cenar. Disfrutaba con ello, aunque había que ordeñarlas tres veces al
día en pleno verano. Le gustaba el olor de los costados de la vaca al presionar
sobre su mejilla. Le gustaba el tacto de las mamas, la forma en que la leche
fluía bajo sus dedos, le gustaba la sensación de que sus manos tenían una vida
independiente del cuerpo. Cuando terminó en el establo, se preparó él mismo
la cena en la cocina, yendo de un lado para otro, fisgoneando entre las
alacenas.
Aquel domingo encontró el nido de un ratón en una sopera grande de
porcelana que estaba en el estante más bajo de una alacena. Recordaba la
sopera, aunque no la había visto sobre una mesa desde que vivía su madre, y
entonces sólo en contadas ocasiones. Pertenecía al servicio Lowestoft que su
abuela créole había llevado al matrimonio con la dote. Cerró la tapadera de
golpe y se llevó nido y ratón al patio posterior arrojándolos fuera. Cuando
volvió a entrar, escuchó la veloz arremetida de las alas de una lechuza,
satisfecho, aprobando con la cabeza. Odiaba a los animales y a los ratones en
las casas. Tendría que hablar con Ramona, pensó. Se estaba volviendo
bastante descuidada.
Entró en el living, y a la luz de la lámpara en forma de cuello de ganso
empezó a leer los periódicos y revistas que no había podido hojear durante la
semana por estar demasiado cansado. Tenía aún el vaso y la botella cerca de
su alcance y, como era habitual, los domingos a la hora de acostarse estaba
borracho. Había estado bebiendo sin parar casi todo el día.
Dejó en el suelo la última revista, apagó la lámpara, echó mano del licor y
pensó subir las escaleras en la oscuridad. No necesitaba la luz. Conocía muy
bien las habitaciones. Ninguna había sido cambiada desde el tiempo en que
vivían sus padres…

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Sus padres. Se detuvo unos segundos y pensó en ellos, como no lo había
hecho desde hacía años.
Permaneció en pie en la oscuridad del salón y miró a través del living
hacia los marcos brillantes de las ventanas iluminadas por la luna. Le parecía
verlos sentados en las encorvadas mecedoras de arce junto al hogar grande.
Siempre se habían sentado allí… Su madre. Haciendo ganchillo horas enteras,
llenando todas las mesas con centros y las camas con colchas. Había incluso
cortinas de crochet en la ventana del cuarto de baño. Su madre lo había dejado
todo para hacerlas especialmente para aquella pieza cuando por fin instalaron
las conducciones de agua. También hacía tocas y vestidos para todos los niños
del condado, blancos y negros —⁠y William sonrió en la oscuridad⁠—, el
mismo modelo siempre, sólo que el de los niños negros no tenía los tres lazos
diminutos cosidos en el cuello… William tomó otro trago de su vaso. Pobres
señoras, todas pendientes de aquellos tres lazos. Tú los tienes… Tú no los
tienes… Y aquello revelaba toda la importancia de uno en la vida.
William no fue el primero en darse cuenta del significado de los lazos. Su
padre se lo puso de relieve un día, poco antes de que saliese para Atlanta a
estudiar leyes.
—Una cosa absurda pero exactamente igual que ella… Había que
decírselo, que hiciese el modelo adecuado para uno. —⁠Su padre rió
satisfecho⁠—. Si las mujeres están consentidas —⁠dijo a su hijo⁠—, las mujeres
de Howland lo están de verdad.
Había sido el signo de su fortaleza, las risas falsas de soprano de su
esposa, su impecable gusto para el cristal tallado y la porcelana Haviland
decorada…
William salió del oscuro recibidor. Pero a través del salón, al otro lado, la
puerta del comedor estaba abierta y vio de nuevo a sus padres allí dentro. Los
vio sentados en el pequeño mirador en donde solía haber plantas pero que
estaba desnudo, vacío y polvoriento ahora. Estaban sentados exactamente
donde estaban el día de la muerte de su esposa, aquella tarde en que entró
para decirles que necesitaba la tumba. La risa desapareció. Eran dos viejos
temblorosos, paralizados por el miedo.
Y así es cómo termina, pensó William. La alegría y el orgullo con el
temor y la muerte.
William cerró la puerta del comedor dejándolos dentro, tenía que trabajar
de nuevo a la mañana siguiente y estaba demasiado cansado para
pensamientos semejantes.

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Empezó a subir lentamente las escaleras, tambaleándose. Arrastró su
mano pesadamente sobre la barandilla y sus dedos pasaron por la mancha
carbonizada que procedía de la época de su bisabuelo. Una tarde, unos
bandidos asaltaron la casa; había muchos por los contornos en aquel tiempo.
Cogieron y mataron a la hija mayor. La sorprendieron dormida en la cama, en
el cuarto que ahora era la cocina. La mataron a patadas sobre el suelo de
ladrillo. Encendieron una hoguera en el centro del salón grande principal y
estaban preparando su cena cuando William Howland, sus cuatro hijos y sus
esclavos regresaron. El viejo se quedó para apagar el fuego y para atender el
cuerpo destrozado de su pequeña. Los demás condujeron a los ladrones hasta
un cañaveral y en la oscuridad los mataron, uno a uno, mientras se iban
revolcando en el lodo de la marisma… La barandilla había sido una de las
cosas que el fuego había chamuscado. La dejaron así como recuerdo.
Generación tras generación. Cuando ampliaron la casa, añadieron la vieja
barandilla a la nueva escalera… Para mantener el recuerdo…
Asesinato y muerte, pensó William mientras arrastraba sus dedos por la
barandilla chamuscada, aquéllas eran las cosas que uno recordaba. Las demás
pasaban inadvertidas.
Le contó a Abigail historias, todas las historias que sabía. Ella le había
escuchado ciertamente, pero ¿cuánto recordaría? Las mujeres no tomaban
nunca aquellas cosas demasiado en serio. Su hermana Annie mismo, ella no
recordaba, no lo intentó siquiera. Había olvidado todo lo que ocurrió antes de
su boda, antes de irse a vivir a Atlanta. Incluso los largos días de la niñez.
Cuando cogían miel de nisa y encontraron un cachorro joven de lince en un
nido de águila…
Sus labios estaban entumecidos. Debía haber bebido más de la cuenta.
Afianzó sus rodillas con el firme propósito de subir las escaleras.
Algunas veces sentía los años que tenía la casa, sentía a las personas que
habían vivido en ella mirándole por encima del hombro, vigilándole y
preguntándose lo que estaba haciendo. Los sentía ahora como ratones por las
paredes, mudos y susurrando. También le parecía, aquella noche
especialmente, que podía oír su respiración, la de todos, docenas de ellos,
respirando juntos, profundamente, sin descanso, lo mismo que cuando estaban
con vida…
Se echó en la cama sin molestarse en quitarse la ropa. Y se rió de sí
mismo. Había estado escuchando el ronquido de su propia respiración. Nada
más.

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Descansó unos minutos antes de doblar una pierna y quitarse una bota que
arrojó lejos en un rincón. Hizo tanto ruido que se quedó parado escuchando,
sobresaltado.
Estaba pensando en la otra bota cuando Margaret entró.
Él había dejado la puerta abierta. Por la luna que se filtraba brillante y
baja por las ventanas que miraban al este, notó la presencia de ella dentro de
la habitación. Llevaba un camisón de una tela estampada corriente, cuello alto
y mangas largas, como un roquete de monaguillo, pensó.
—¿Te asusté con el ruido? —⁠Se sorprendió de la ronquera de su voz.
—Puedo quitarte la otra —dijo ella⁠—. Y lo hizo, colocándola con cuidado
al lado de la cama.
—Si no fueses tan joven —dijo él⁠—, te ofrecería una copa.
—¿Qué leía abajo en el recibidor?
—¡Bah! —dijo—. Los periódicos.
Ella se sentó al lado de la cama y la luz de la luna realzó la forma de su
camisón. Él lo reconoció.
—Era lo que estabas cosiendo el otro día en la cocina.
—Me lo encontré —dijo ella.
—Lo hiciste muy bien —dijo—. Alcánzame mi bebida, niña.
Ella le pasó la copa. William movió la cabeza en gesto negativo y se
aproximó hacia ella para alcanzar la botella. Su mano vacilante rozó su pecho.
Hasta que retiró la mano ya en su poder la botella no se dio cuenta de que sus
pezones estaban rígidos y erectos.
Él puso con cuidado la botella en el suelo al lado de la cama, por si la
necesitaba después.
Se preguntó si ella había estado esperando todas aquellas noches para
entrar porque no tenía un camisón. Empezó a preguntarle. Pero había algo
—⁠se había recogido el pelo hacia atrás y estaba contemplando sus manos⁠—
que le hizo cambiar de pensamiento. Parecía pequeña y frágil de nuevo y por
primera vez en su vida tuvo necesidad de poseer a una mujer. Fue la curva de
su cuello. Su cuello desnudo y delicado.

Le dio cinco hijos, cinco en total. Tres de ellos vivían, dos hembras y un
varón.

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ABIGAIL

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Y O llegué diez años después, mi madre y yo. Las dos Abigail. La señora
Abigail Howland Mason y la señorita Abigail Mason Howland.
Regresando a casa.
Llegamos en el tren nocturno de Lexington, Virginia, a Atlanta y tuvimos
que esperar un par de horas allí. Por alguna u otra razón —⁠me figuro que era
solamente porque le tenía demasiado miedo⁠— mi madre no había dicho nada
a su tía Annie, y en consecuencia no había nadie esperándonos. Estábamos
nosotras dos solas esperando en la estación, que hervía bajo el calor del
verano. Sólo nosotras sentadas en los duros bancos no lejos del quiosco en
donde un hombre vendía refrescos de naranja y periódicos.
Como he dicho, tuvimos que esperar alrededor de dos o tres horas al tren
de cercanías número ocho, que iba a Madison City. Era fácil adivinar que a
mi madre le resultaba incómodo el esperar. Podía verse cómo su hastío crecía
por momentos. Adivino que no habría dormido demasiado en el coche-cama
la noche anterior y parecía incluso como si no deseaba bajar el largo tramo de
escaleras que conducía a las vías. Pero una vez entramos y nos instalamos en
nuestros asientos, en los sucios coches que todavía llevaban escupideras en
los rincones, en donde el equipaje se caía siempre de las redes hundidas que
quedaban a bastante altura sobre la cabeza de uno, se quitó el sombrero,
apoyó la cabeza sobre el respaldo y dormitó un poco.
Asomé medio cuerpo por la ventanilla y empecé a charlar conmigo
misma. Primero me imaginaba que los postes o algún furgón ocasional que
estuviese situado en una vía muerta me cortaban la cabeza. Luego intenté
comprobar lo que recordaba de la última vez que hice este recorrido.
Visitábamos a mi abuelo todas las Navidades desde que fui lo bastante mayor
para viajar.
—Vine aquí cuando tenía tres meses —⁠dije a un campo de algodón
poblado de flores de color rosa.
—Yo he estado aquí siempre —⁠me respondió el campo.
—Pero yo recuerdo más. —Y para demostrárselo canté los nombres de las
ciudades de todo el trayecto.

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Realmente no recordaba mucho más que la lista de los nombres. Porque
un año es mucho tiempo a los ocho años, y entre uno y otro año existe una
distancia inmensa. No podía tan siquiera explicar el aspecto que tenía mi
abuelo.
Me imagino que mis palabras la molestaron, pues mi madre abrió los ojos
y se colocó en su sitio la castaña de pelo que llevaba recogida en la nuca.
Consultó su reloj, se asomó a la ventana y me envió al extremo del coche para
que preguntase al revisor sobre el sitio exacto en donde nos encontrábamos.
En aquel momento llevábamos tres horas y media de retraso y cada vez nos
retrasábamos más. Aquello fastidió a mi madre, aunque tenía que haberse
informado mejor. Aquel tren llegaba siempre tarde. Hubo ciertas dificultades
en un cruce justamente en las afueras de Opelika. Hubo dificultades con un
eje que tardó una hora en arreglarse. Y las señales estaban equivocadas en el
cruce del puente sobre el Red River.
Todo lo que me dijo finalmente fue:
—Por favor, niña…, tendrás que ser buena si tengo que viajar sola
contigo.
Me quedé callada después de aquello, recordando todas las cosas que se
me había dicho. Que mi madre no estaba bien, que no tenía que molestarla.
Que mi padre se había ido, tal vez para años, y que yo debía ayudarla como
había hecho él.
Cuando nos aproximábamos a nuestro destino, el revisor despertó a mi
madre.
—Gracias, señor Edwards —dijo ella.
Él cogió nuestro equipaje y lo preparó amontonándolo sobre la
plataforma. Cuando notamos el chirrido de los frenos que empezaban a
trabarse, estrechó la mano a mi madre.
—Es un honor ver nuevamente en casa a la hija de Will Howland.
Ella le sonrió. No era una mujer bonita, pero resultaba radiante cuando
sonreía.
—He estado fuera demasiado tiempo, señor Edwards —⁠dijo⁠—, pero ahora
me quedaré.
Luego el tren se detuvo y descubrí que podía reconocer a mi abuelo
después de todo.
Justamente entonces y en aquel lugar terminó la primera fase de mi vida.
Y empezó la segunda. Algunas veces, mientras pasaban los años, años áridos
y calurosos en el campo, me encontraba pensando en la primera parte, en la
plácida y verde ciudad universitaria. Y preguntándome si aquello había

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sucedido alguna vez. Recordaba tan poco… El aire puro y transparente de la
montaña y las tardes en que me temblaba la nariz con la punta roja como un
tomate. La fina arquitectura de la Universidad y las columnatas de los
edificios. Mi padre yéndose a dar clases por la mañana, dejando tras sí una
fina estela del humo de su pipa. La forma en que caían las hojas hasta formar
grandes montones brillantes sobre el suelo. No ocurría lo mismo en este
lejano sur. Recuerdo una pequeña ciudad, toda de ladrillo y calles estrechas,
de aspecto desvencijado. Había sido incendiada en 1863, cuando ardió todo el
valle. Sólo quedaba una casa en pie en la cima de la colina más elevada de la
ciudad. No era una casa bonita, demasiado baja para la fila de columnas
blancas que tenía, pero sí era antigua de verdad. Había sido utilizada como
cuartel general durante la guerra debido a la amplia panorámica que
dominaba. Creyeron haberla incendiado cuando abandonaron la ciudad, pero
debieron de haberse olvidado de ella… Había también un río, en la parte baja,
entre riberas afiladas y con el lecho cubierto de escombros. Yo vi extraer un
día un cuerpo de él cuando iba a recoger algo de la abacería. Dos pescadores
lo sacaron arrastrando, uno por un brazo, otro por una pierna. Recuerdo que
era un negro, vi claramente su piel oscura, y estaba desnudo.
Recuerdo también que mis padres no se llevaban bien. Se podía notar la
tirantez que algunas veces había entre ellos. Con frecuencia, cuando estaba en
la cama oía sus voces enfadadas a través de las puertas cerradas. Y mi madre
terminaba por tener los ojos irritados durante días.
Es posible que aquélla fuese la razón por la que mi padre estaba tan
deseoso de volver a Inglaterra cuando empezó la guerra en 1939. Le recuerdo
paseando nervioso citando a Rupert Brooke continuamente a mi madre hasta
que ésta tenía que secarse las lágrimas. Estaba a punto de alistarse en la
Armada.
Y lo hizo. La semana antes de partir hubo mucha fiesta. Me imagino que
para él. Nunca les había visto salir tantas veces. Finalmente se marchó, y mi
madre, silenciosa y de nuevo con los ojos enrojecidos, se dedicó a preparar las
cosas para volver a la casa de sus padres.
Una vez volví a Madison City me pareció no haber salido nunca de ella.
Los campos llanos de algodón, las tierras altas pobladas de pinos, las extensas
marismas constituían mi hogar. No tenía un recuerdo personal del lugar, y
escasamente de otra índole, pero cualquiera podía imaginar el peso de un
recuerdo atávico. Y es posible. En cuestión de un día me pareció que había
vivido siempre allí. Mi padre se había ido. Nunca recibí una carta suya. Mi
madre sí, pero no hablaba de ellas ni me las enseñaba. Desapareció de mi vida

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y eso fue todo. La gente siempre me llamaba la pequeña Howland y a veces
era difícil recordar que mi nombre fuese Mason. Siempre que iba de visita
con mi madre formando una pequeña procesión por la acera del conocido que
íbamos a visitar —⁠mi madre primero, luego yo⁠— todas las señoras nos
saludaban igual:
—¡Cómo, pero si son las dos Howland!
Éramos Howland y vivíamos donde los Howland siempre habían vivido.
Olvidé a mi padre. ¡Había tantas otras cosas! Él no había olvidado, sin
embargo. Intentó verme una vez después de la guerra. Volvió al país sólo por
eso, me imagino. Pero entonces era demasiado tarde. Y ahora, hoy, no sé
siquiera dónde está. No tengo ninguna dirección suya. No sé tampoco en qué
país. Se ha ido tan completamente como si nunca hubiese existido.
Algunas veces tenía la sensación de que mi abuelo era mi padre. Y que
Margaret, la negra Margaret, era mi madre. Viviendo en una casa como
aquélla una tenía mezclados los sentimientos.
Era su mujer pero no lo era. Atendía a la casa para él y la ley decía que no
podían casarse nunca. Sus hijos recibían el último apellido de su madre, de
forma que aunque eran Howland todos ellos llevaban el último apellido de
Carmichael.
El mayor era Robert. Era un año mayor que yo, alto para su edad, muy
alto; había alcanzado la altura de su padre. Tenía el pelo rojo y su piel pecosa
era clara. A primera vista nadie podía pensar que tuviese sangre negra. Pero si
uno se fijaba con más atención, y si había costumbre de fijarse, podían
apreciarse los rasgos. Eran los planos de la cara sobre todo, la forma en que la
piel descendía desde los pómulos hasta la mandíbula. Era también el modo en
que le caían los párpados. Había que fijarse mucho, sí. Pero las mujeres del
sur lo hacían. Era una cosa de la que se enorgullecían, de su habilidad para
descubrir la sangre negra. Y para descubrir los embarazos antes de su anuncio
formal y para adivinar el tiempo exacto de la gestación. Sangre y nacimiento.
Sus dos preocupaciones.
En el sur muchas personas podían decir que Robert era negro. En el norte
habría sido blanco.
Después de Robert venía Nina, unos meses menor que yo, casi había
cumplido ocho años aquel verano cuando volvimos a Madison City. Luego
hubo un lapso de tres años. Aquella niña murió. Después vinieron Crissy y
Christine. Ambas eran blancas, pelirrojas como su hermano. La otra sangre se
revelaba en la forma y en el color de sus ojos, en la palidez cerosa de su piel,
en el color de sus uñas.

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¿Y cómo lo sabía yo? Porque sentada en los porches había dedicado mi
tiempo, una tarde de verano, a escuchar lo que hablaban las señoras,
aprendiendo a ver lo que ellas veían…
Del mismo modo, ellas me dieron mis lecciones de la Biblia. Y hoy tengo
una gran habilidad para descubrir los signos de la sangre negra y para recitar
las listas interminables de los árboles genealógicos de la Biblia. Es un don
sudista, podría decirse.

Es curiosa, la memoria. Hay momentos —⁠meses y años incluso⁠— en que


no puedo recordar nada. Son sencillamente lagunas con nada en ellas.
Y yo lo he intentado. Pues de alguna u otra forma estoy convencida de
que si pudiese tan sólo recordar, si pudiese tener todas las partes, podría
comprender. Pero no lo consigo. En algún momento lo he perdido.
Puedo recordar cuándo iba a la casa de mi abuelo. Puedo recordar aquel
viaje en tren, independientemente de todos los otros. Pero no puedo recordar
lo que pensaba de la casa. Y de la primera noche en ella. No puedo recordar
lo que pensaba de Margaret y de sus hijos. Es posible que no hubiese pensado
en ellos en absoluto.
No recuerdo cuándo deduje que los hijos de Margaret eran también los
hijos de mi abuelo. Ni siquiera eso. Me imagino que llegaría a aquella
conclusión paulatinamente del modo en que parecen producirse las cosas.
Nunca capto las cosas de inmediato. Soy torpe para eso. Pero poco a poco,
paso a paso, una cosa incide en mí, se abre camino en mi mente hasta que con
el tiempo se desarrolla completamente y me acostumbro a ella. Pienso que lo
mismo ocurría con los hijos que mi abuelo y Margaret tuvieron. Con el
tiempo supe, con el tiempo comprendí, —⁠era como si siempre hubiese
comprendido.
Nadie me lo dijo. Estoy segura de ello. No sé lo que pensaba mi madre,
pues nunca dijo una palabra. Siempre quiso hacer ver que los hijos de
Margaret habían venido por sí solos.
Es posible que tuviese aquello en su mente cuando me contaba todas las
viejas historias negras sobre Alberta. Sus hijos le habían venido sin padre. Se
habían introducido sigilosamente en su cuerpo cuando dormía en las primeras
horas de una mañana nebulosa. Se habían deslizado tan despacio como el
rocío al escurrirse por los vértices de las pinochas. Sus hijos no tenían padre y
habían nacido solos también en las cumbres de los riscos más elevados, donde
nada había salvo algún ruidoso arrendajo para escuchar los gemidos del parto.

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No hubo más hijos para Margaret. El último había nacido muerto dos años
antes de que nosotros viniésemos, de forma que hasta mucho más tarde,
cuando ya era yo una mujer, no descubrí que Margaret, a diferencia de
Alberta, no se había retirado a las montañas para dar a luz sola. Ella tomó el
tren hacia Cleveland y dio a luz en un hospital de allí. De aquel modo la
partida de nacimiento no llevaba escrita la palabra «negro».
La primera vez que oí hablar de los hijos de Margaret fue a una jovencita
de mi clase, del tercer grado, creo, una muchacha de ojos azules con el pelo
rubio en tirabuzones que su madre enrollaba en papel todas las mañanas. Fue
una observación acompañada de una risa burlona y todo lo que se me pudo
ocurrir fue:
—Cierto, lo sé.
Pero no podía permitir que quedase así la cosa, no habría beneficiado en
nada mi reputación como Howland. Unos días después, vertí media botella de
tinta china en aquella peluca. Y una semana más tarde conseguí meter
también en ella una gota grande de esmalte para las uñas. Se secó antes de
que ella se diese cuenta. Podía verse su brillo a través de su fino cabello.
No me causó sorpresa, no me sentí herida. Alguien había expresado con
palabras lo que yo sabía desde hacía mucho tiempo.
Los hijos de Margaret no fueron a la escuela con nosotros, por supuesto.
Fueron a la escuela para negros que estaba cuatro o cinco bloques más arriba.
No fuimos juntos una sola vez. Algunas mañanas mi abuelo me llevaba en
coche, cuando tenía asuntos que arreglar en la ciudad, y algunas veces lo
hacía Oliver Brandon. Oliver había trabajado para mi abuelo desde que tenía
doce años en una tarea u otra. Estaba ahora en los cuarenta y sabía hacer casi
todo, desde atender a los animales enfermos hasta reparar coches, y aquellos
días los coches necesitaban de muchas reparaciones. No era muy raro que se
le rompiese un eje en los baches de la carretera.
Los automóviles no eran corrientes en nuestra parte del país. No lo fueron
mientras duró la grave depresión económica. Me figuro que habría una
docena de ellos en la ciudad, no más. Los caballos se espantaban todavía ante
su presencia.
Pero todas las mañanas yo iba a la ciudad para asistir a la escuela, dos
millas escasas por el camino directo, pero casi cinco por el destinado a los
automóviles, siguiendo lo mejor de las carreteras asfaltadas. Tardaba tanto
como Margaret y sus hijos. Ellos iban en carro, un carro nuevo que marchaba
muy bien y no cansaba al mulo. Margaret los llevaba todos los días junto con
otros niños que quisieran subir. Cuando hacía mal tiempo se envolvía en un

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viejo impermeable de mi abuelo y los niños se acurrucaban en el fondo del
carro bajo las cubiertas de lona. Con tiempo bueno, ellos se subían al asiento,
a su lado. Pero llegaban. Todos los días. Ella era inflexible en esto. Yo podía
fingir resfriados y dolores de garganta, cualquier molestia, y pasarme largos y
ociosos días en cama, jugando a las tiendas con la sábana. Mi madre no ponía
objeciones. Pero si los niños de Margaret se quejaban, ella no les hacía caso.
Robert estuvo varios días quejándose de estar enfermo antes de que el cuerpo
se le llenase de pústulas de viruela loca. Margaret le permitió entonces que
estuviese en cama, pero le había forzado demasiado pues cogió pulmonía y
casi se murió. Podía oírse su respiración entrecortada y jadeante casi en toda
la casa. Se la podía oír incluso entre la tormenta de primavera que
acompañada de agua rugía afuera.
Mi abuelo, con Oliver Brandon, fue a recoger al doctor Harry Armstrong.
Ambos se precipitaron en el salón de su casa con la lluvia cayéndoles a
chorros y mi abuelo llamándole a gritos con toda la potencia de su voz.
—Qué sorpresa, el primo Will —⁠dijo la señorita Armstrong desde el
gabinete⁠—. Mi padre acaba de bajar al sótano para ocuparse de las ratas.
Era una muchacha bonita, rubia. Le sonreía directamente a William de un
modo que no podía esperarse de una señora.
—¿Quieres hablar conmigo un momento?
—Ve por él —dijo mi abuelo a Oliver⁠—. La puerta del sótano está al otro
lado de la cocina.
—Primo Will, ¿por qué tienes tanta prisa? ¿Tienes a alguien enfermo?
—Probablemente no estaría llamando a gritos a mi médico si no fuese así.
—Claro. —Tenía ella el pelo del color de la paja, unos ojos pardos
grandes y senos bien formados.
Él no parecía impresionado.
—Has crecido, Linda —dijo—. Aún me acuerdo de cuando llevabas
trenzas.
Oliver volvió con Harry Armstrong. Los tres se envolvieron en sus
impermeables y se marcharon. Linda se escapó corriendo a la farmacia
aprovechando una calma en la tormenta y dijo a todo el mundo que los
Howland estaban todos enfermos. Ella solía pasar la tarde hablando en la
farmacia después de preparar la comida para su padre. Le agradaba la tertulia
y siempre había alguno que se la llevaba a casa.
Mi abuelo no le dijo a Harry Armstrong quién estaba enfermo hasta que
estuvieron en la carretera fuera de la ciudad en plena ruta.
Harry Armstrong sólo respondió con la cabeza, incrédulo:

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—Maldición del cielo, Will. ¿Me sacas fuera en una noche como ésta para
atender a un niño negro?
—Así parece —respondió mi abuelo.
—Me dijiste que se trataba del pequeño Abby.
—No, no lo dije —le respondió mi abuelo⁠—. Tú solo te lo has figurado.
—Por Dios —dijo Harry Armstrong⁠—. Pero yo tengo que pensar en mi
profesión.
Pasaron sobre un bache cubierto de agua amarillenta que saltó en todas
direcciones en tal forma que llegó a penetrar por las rendijas de las
ventanillas. El coche se balanceaba y patinaba, pero seguía en la carretera
abriéndose camino a través de un parche de grava suelta y pasando de nuevo
al firme de la carretera. Oliver Brandon sacó un paño y se dedicó a secar toda
el agua que pudo encontrar dentro del automóvil.
Harry Armstrong se frotó una salpicadura de la cara y continuó.
—Maldición del cielo, Will. Con el dinero que ganas tú no tienes que
preocuparte, pero me figuro que tu condenada treta me va a salir cara.
—Te pagaré —dijo llanamente Will.
—Cuando la gente se entere de que he atendido a un niño negro, ¿a qué
profesión piensas que voy a dedicarme?
—Al infierno con ellos —dijo mi abuelo.
Continuaban discutiendo cuando llegaron a la casa. Entraron dentro, y
Harry Armstrong echó una ojeada a Robert. Le dio algo de codeína para que
se sintiese mejor, un antipirético para bajarle la fiebre y whisky para evitar
que estuviese demasiado decaído. Como no podía hacer otra cosa, dejó allí a
Margaret y volvió a la cocina.
Estábamos a la expectativa, mi abuelo, mi madre y yo.
—Ahora tendré que irme a casa —⁠dijo.
—Cena algo —dijo mi abuelo.
Harry Armstrong negó con un gesto.
—Gracias.
—No tendrás nada en casa —dijo mi abuelo.
—Tendré bastante.
—Tengo que decirte que vas a quedarte esta noche.
Harry Armstrong se le quedó mirando fijamente. Hubiese dicho muchas
cosas de no haber estado mi madre allí. Finalmente se sentó con un suspiro
sonoro.
—¿Qué es lo que te he hecho, Will? —⁠Se volvió hacia mi madre⁠—.
Abigail, tu padre me ha arruinado esta noche.

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Ella miró a su padre y no dijo nada.
—Toda la noche en pie para cuidar a un niño negro. Ninguno de mis
pacientes lo consentirá.
El rostro delicado de mi madre adquirió una expresión dura y preocupada.
—Tiene razón, papá —dijo—. Teníamos que haber pensado en ello…
Primo Harry, es la pequeña Abby que ha cogido la viruela loca. —⁠Ella me
miró pensativa⁠—. Puedo ver las manchas, niña. Vete a la cama, que el doctor
subirá ahora mismo.
Me quedé con la boca abierta mirándola. Mi abuelo rió entre dientes.
—Primo Harry —dijo ella—. Estás pasando aquí la noche porque tu
pequeña prima está muy enferma. Nadie le dará importancia.
—No —dijo con calma.
—La tendremos en cama varios días o una semana.
—Hola —dije yo.
—A tu cuarto en seguida, señorita.
Mi abuelo volvió a reír.
—Cena algo, Harry.
—De cualquier modo —dijo tranquilamente mi madre⁠—. Margaret se
alegrará mucho de tenerte aquí. Está preocupadísima con el muchacho.
Y aquélla era otra cuestión. A mi madre le gustaba Margaret.
Posiblemente porque Margaret tenía todo lo que ella no tenía: complexión,
fortaleza y resistencia física. Quizá mi madre se sentía tan segura de su
posición que no podía verse amenazada por la amante negra de su padre. Y
era posible también, también era posible, que se tratase de algo tan simple
como esto: mi madre era una señora y una señora es siempre cortés y amable
con todo el mundo…
Antes de irme a la cama aquella noche, Harry Armstrong se había
acomodado junto al fuego de la cocina con un vaso de whisky con agua. Ya
no protestaba. Examinaba a Robert cada hora, más o menos, durante toda la
noche, bebiendo continuamente a ratos con mi abuelo. Por la mañana, Robert
estaba mejor, quizás algún secreto suyo había producido el cambio.
La semana siguiente la pasé en mi habitación, y mi abuelo me trajo todos
los libros que había estado esperando: «La familia Robinson», «Raptado» y
«Los muchachos de Joe». Lo pasé muy bien leyendo y contemplando la lluvia
sobre el cristal de la ventana. Nunca me gustó la escuela.
Aunque bastante gente lo sabía, la noticia nunca se divulgó. Cuando me
dio de verdad la viruela dijimos que era un segundo caso de sarampión.

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Robert se levantó después de haber pasado tres semanas en cama y
empezó a andar sobre sus piernas vacilantes y temblorosas. Estaba tan pálido
y delgado que cuando estaba bajo la luz del sol uno pensaba siempre que
podía verse a través de su cuerpo.
Con el tiempo pudo volver a la escuela. Era demasiado tarde. Al mes de
septiembre siguiente se fue a un colegio interno de Cincinnati. Tenía once
años entonces y ya no volvió a casa hasta que pasó bastante tiempo después
de hacerse un hombre Pero ésa es otra parte de la historia.
El dinero andaba escaso en aquellos días de depresión, pero mi abuelo
consiguió mantener a Robert alejado en la escuela, y de vez en cuando le
hacía una visita. Debió de ser muy costoso para él entonces, pero lo hizo
porque Margaret lo quería así.
Margaret nunca visitó a su hijo y éste nunca vino al sur. Ella también lo
quiso así. Una vez al año, generalmente durante la calma de mediados de
invierno, mi abuelo tomaba el tren y se iba al norte para ver cómo marchaba
su hijo. Y Robert, por supuesto, escribía a su madre —⁠la carta semanal que
exigía la escuela.
Recuerdo otras cartas también. Recuerdo a mi abuelo entrando en el living
con los pies abrigados con calcetines —⁠había dejado sus botas cubiertas de
polvo en el porche trasero⁠— y trayendo el correo. Mi madre escogía un sobre
en especial y se lo enseñaba.
—Ya lo ves, papá, ni la abro.
Y la arrojaba al fuego:
—Así soy yo.
Me di cuenta entonces y tomé nota pero no pensé en ello. Ahora me
pregunto cuántas cartas de mi padre se quedarían sin leer, ardiendo,
retorciéndose en el fuego, convirtiéndose en cenizas arrugadas en el hogar del
living.

Los días corrían a un ritmo muy rápido. No había mucha gente en los
alrededores, pero había infinidad de cosas que observar y ver. Infinidad de
ellas.
Como el gran cañaveral que había debajo de la casa bordeando el río.
Recuerdo el enorme crótalo que unos hombres encontraron allí, tan grueso
como mi brazo, con la cabeza aplastada por un hacha. El hombre que lo había
matado lo subió a la casa para enseñarlo y todavía tenía algo de vida; algunos
movimientos. Todos los perros se escabullían aullando.

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Recuerdo cómo las ramas de la pecana rozaban contra las tablas de la
casa. Débiles roces lastimeros, los murmullos fantasmales que poblaban mis
sueños… La algarabía de las jaurías de caza, las voces cuidadosamente
encogidas. Y las caras de los hombres, congestionadas y rojas, reuniéndose en
los claros del bosque. Cacería de país retrasado, a pie, con cantidades de
whisky… El olor agridulce de los montones de heno del primer forraje, el
olor intenso y definido de las últimas niaras cuando una se acostaba sobre
ellas… La imagen del paisaje bajo la luna, delicado y melodioso como el
agua, las mismas rocas delicadas y dóciles bajo la luz. Los huesos de la tierra
que los viejos llamaban a aquellas afloraciones blancas, calcáreas. Allí eran
enterrados los gigantes, allí los terremotos habían arrojado los huesos a la
superficie… La escarcha que se ofrecía, pesada y azul como la turquesa, de
noche sobre el tejado, sobre el suelo… Un halcón alcanzado por el disparo de
una escopeta, precipitándose sobre el suelo… Mi coatí favorito destrozado
por los perros en jirones de piel ensangrentada… Y continuamente los
animales con los esfuerzos del alumbramiento. Las vacas en las dehesas,
ocasionalmente una yegua al abrigo del establo. Gatos bajo el porche, con el
lomo arqueado y agachándose. Y los podencos. Parían en la cocina bajo la
mirada de Oliver mientras mi abuelo vagaba por toda la casa haciendo
aquellas cosas que tenía que haber hecho antes y que no hizo hasta entonces.
Su debilidad eran los perros. No le gustaba en realidad el ganado. Tenía
un rebaño considerable que cuidaba bien, pero no disfrutaba nunca con él.
Cuando alguna vez moría un animal, él y Oliver se acercaban a comprobar
qué había sucedido. Algunas veces era una caída. Algunas dehesas tenían
piedras afiladas en la parte baja de algunos taludes. Una res perdía el
equilibrio y caía rodando. Morían al rompérseles una pata. Podía adivinarse
sólo con mirarlas, su piel colgando suelta sobre sus cuerpos. Podía adivinarse
también cuándo morían de un mordisco de serpiente: la pierna afectada se
hinchaba mientras que las restantes patas seguían normales. Si se les hinchaba
todo el cuerpo es que morían envenenadas: Lionia mariana, Laurel
ponzoñoso, Datura stramonium o alguna de las trepadoras venenosas. Mi
abuelo les daría una patada arrugando la nariz por el olor.
—Condenadas criaturas —diría—. Saben lo que es venenoso y encima se
lo comen.
Él pensaba que las vacas y los novillos eran estúpidos. Pero lo que en
verdad odiaba era a su semental. Tenía un hermoso ejemplar, una espléndida
criatura con un monstruoso morro perforado por un anillo y que vivía en un
coto especial debajo de los melocotoneros. Resultó herido cuando un rayo

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reventó sobre un pino en el que estaba resguardándose durante la tormenta y
tuvo que ser sacrificado. Mi abuelo miraba casi complacido a pesar del dinero
que iba a perder. Fue al cobertizo en donde guardaba sus municiones y sacó
un puñado de cartuchos del 303. Ya no volvió a tener otro semental, pues el
Departamento de Agricultura estaba facilitando la inseminación artificial.
El negocio del ganado era próspero y poco a poco fue reduciendo las
parcelas que dedicaba al cultivo del algodón, incrementando el número de
cabezas. Pero, con la excepción de los podencos, nunca consiguió que le
gustasen los animales. Aunque podría haberlo hecho, nunca tuvo caballos por
puro placer. Y se dedicaba a las mulas lo menos posible. A menos que
hubiese alguna irregularidad, nunca bajaba por las mañanas a las cercas en
donde estaban atadas las caballerías, como solía hacer yo.
Me gustaba sentarme en la empalizada de hierro sobre el lodo ennegrecido
marcado por las pezuñas. Apenas había una brizna de hierba que sus largos
incisivos no hubiesen destrozado. Los árboles habían sido despojados también
de sus hojas, a la altura que podían alcanzar las bestias. Los mismos troncos
presentaban ronchas: habían mordisqueado sus cortezas. Las mulas se
restregaban contra aquellos árboles siempre que podían. Aunque se las
rociaba con agua, se las bañaba y se las cuidaba bien, y aunque no tenían
aquellas grandes úlceras de los arreos que como franjas blancas les cruzaban
el lomo y los cuartos delanteros, como sucedía con otros animales de labor,
nunca dejaron de parecer sarnosos. Eran estúpidas y ruines, y mordían.
Muchas veces tuve que saltar de la cerca porque una de ellas venía por mí.
Cuando los hombres conseguían ponerles los arreos y colocarlas entre las
barras de los carros (podía ser la temporada de recolección y todos los
animales de la hacienda tenían que trabajar), se armaba un revuelo. Las mulas
resoplaban y relinchaban y los hombres les lanzaban gritos y las golpeaban
con palos, con las palmas de la mano y con los puños, y les retorcían las
orejas y la cola. Para entonces el sol estaba alto y toda la hacienda se
recalentaba. Uno empezaba a fruncir la nariz con los densos olores dulzones
del sudor de los animales y del barro.
Mi abuelo se deshizo finalmente de ellos y trajo un equipo de tractores
para sustituirlos. Cuando estuvieron por primera vez listos, olfateó el fuerte y
refrescante olor a gasolina y me dijo:
—Huele infinitamente mejor que una mula.
Era un hombre extraño y definido en sus gustos. Los únicos animales que
le gustaba eran los podencos. Aunque no era muy aficionado a la caza, tenía
una jauría bastante grande. Y cuando —⁠tres o cuatro veces al año⁠— salía de

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caza, todos los hombres del condado acudían. Era un placer contemplar una
jauría como aquélla, decían. Pero un perro de caza no vive mucho, debido a
los accidentes, a los gusanos y al mismo agotamiento, y William Howland
tenía que dedicarles bastante dinero. No parecía importarle, no obstante ser
bastante sobrio respecto al dinero. Sé que pagó quinientos dólares por una
preciosa hembra Blue Tick. Y siempre que traía cachorros él acudía
rápidamente y vigilaba la camada mientras los cachorros se arrastraban a
empujones buscando las ubres de la madre. Era de la opinión de que se podía
hablar mucho sobre un nuevo cachorro —⁠realmente se podía anticipar cómo
sería de adulto⁠— mientras estaba aún arrugado y húmedo, antes de adquirir la
forma apelmazada y rechoncha característica. Él y Oliver discutirían y
después seleccionarían el cachorro que quisieran mantener y lo marcarían,
puesto que al día siguiente no se distinguiría de los demás.
Hoy creo en ese método. Creo poder adivinar el futuro de un cachorro
recién nacido…

Según recuerdo, había más animales que personas en la hacienda


Howland. Y me figuro que eran más importantes también porque los animales
eran negocio y costaban dinero, y a la gente, a menos que fuese de la propia
familia, no se le veía muy a menudo. En invierno estaba la escuela, pero esto
apenas contaba, pues yo vivía fuera de la ciudad y no veía demasiado a
aquellos niños. Y los veranos casi no veía a nadie que no viviese en nuestras
propiedades. No asistía a la escuela dominical. Creo que tanto mi abuelo
como mi madre se olvidaron de que debía hacerlo. Y no íbamos a la iglesia a
menos que se tratase de una boda, un bautizo o un funeral. No había mucha
diferencia entre éstos, verdaderamente. En todos había los mismos pasteles y
«cokes» para los niños y whisky para los mayores.
No recuerdo gran cosa de cuando llegaba o se marchaba alguien. En
verdad, apenas sí recuerdo su presencia en los alrededores.
Todo lo que me interesaba era mi persona, y Crissy y Nina, las hijas de
Margaret. Nunca tuve mucho contacto con Robert. Aun cuando vivía con
nosotros, no jugaba en nuestra compañía. Es cierto, era mayor que nosotros y
además era un muchacho. Pero también era un niño muy serio. Pasaba todo su
tiempo libre leyendo en el rincón soleado del porche trasero. Su madre le
había enseñado a ser así.
Éramos pues tres niñas. En todos aquellos acres. Entonces la hacienda era
muy grande. Mi tatarabuela, la de Nueva Orleans, tuvo una pasión desmedida

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por las tierras durante la Reconstrucción… pues había nacido en la ciudad,
decían los rumores, y quería tener más y más espacio en el campo. Fue ella
quien examinó los viejos papeles y descubrió que la hacienda Howland se
había llamado una vez Shirley. Ella intentó cambiarle el nombre. Todos sus
papeles y diarios se referían a ella bajo aquel nombre. Pero no tuvo éxito, y
después de su muerte volvió a llamarse inmediatamente hacienda Howland,
como siempre había sido. No consiguió cambiar su nombre pero sí su forma y
dimensiones. Y fue ella la que también compró la mayor parte de las tierras
madereras que luego iban a ser tan valiosas.
Cuando yo era una niña empezaron a fijarse en aquellas tierras y mi
abuelo a darse cuenta de lo que poseía. No tuvo ninguna prisa, y cuando se
dedicó al negocio de madera lo hizo en firme, no precisamente con una
pequeña y ridícula aserrería… Eso nos contaba a nosotras tres cuando nos
llevaba con él a dar aquellos paseos en coche por las tierras madereras.
Una vez nos encontramos con una destilería, cuyo olor a amasijo se podía
percibir desde muy lejos. Él sólo sonrió y dijo:
—Debería obligarles a pagar una renta.
Escribió aquellas palabras sobre un trozo de papel, dejándolo allí. Dos
noches más tarde había una botella de transparente brillo sobre la mesa de la
cocina. Él dijo que era de una calidad horrible, que no tenían idea de cómo se
hacía un licor, y se la dio a Oliver.
Crissy, Nina y yo… Eso era todo. A mi abuelo no le gustaban las visitas.
Mi madre prefería cada vez más quedarse tranquila en casa, leyendo o
descansando. No era muy fuerte. Y estábamos muy lejos de la ciudad para ir
andando hasta ella. Desde luego había muchos otros niños en la hacienda,
niños negros de las cabañas de los aparceros y de los cosecheros que estaban
diseminados por la misma. No jugábamos con ellos. No sé por qué. Muchas
veces no los veíamos siquiera. De vez en cuando los sorprendíamos jugando,
pero lo único que hacían era alejarse. No jugaban —⁠no les importaba que lo
deseáramos⁠—, se alejaban de nosotros. No nos aceptaban y al cabo del rato
dejábamos de intentarlo y nos olvidábamos de que estaban allí. Nunca supe
del todo por qué. En la ciudad ellos jugaban con los niños blancos. Es posible
que fueran los niños de Margaret, los mestizos, los que no quisieran. A mí me
comprendían, aunque no les gustaba, pero no querían saber nada de los otros.
Casi la única vez que salía era con unos primos lejanos de la ciudad —⁠iba
sola, Crissy y Nina se quedaban en casa⁠—. Una o dos veces al mes mi madre
me enviaba en el coche con Oliver para recogerlos. Nunca me agradaron
mucho las salidas, ni aquellos niños. Eran más pequeños que yo; el último era

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sólo un niño de pañales. Sus nombres eran Clara, Reggie y Maxim Bannister.
Saldrían con su nurse, una mujer corpulenta y gruesa que guardaba escondida
en el pecho de su vestido una botella de ginebra, e iríamos a dar un paseo en
coche. Siempre hacíamos el mismo recorrido y visitábamos el mismo lugar
—⁠pienso que Oliver escogía la mejor carretera⁠—. Tomábamos la carretera
pavimentada del Estado durante una media hora, renegando el motor en las
cuestas pero logrando subirlas. En lo alto de Norton’s Hill nos deteníamos
junto al viejo cementerio que ya no se utilizaba y que daba directamente al
lago que estaba alimentado por un manantial y adonde muchas personas iban
a pescar. Bajábamos y yo hacía lo que mi madre me decía que hiciese: aspirar
el aire. Se pensaba que había algo especialmente bueno en aquel lugar. Según
me había explicado mi madre, tenía algo que ver con el ozono, pero yo me
olvidé de lo que era exactamente. De forma que aspiré y espiré, jugué a la
pega entre las viejas fosas en busca de cráneos y trozos de hueso y bebimos
del termo la limonada que siempre llevábamos con nosotros. Oliver, a quien
le desagradaba bastante todo aquello, se sentaba sobre el estribo del
automóvil y tallaba los huesos de melocotón haciendo fantásticas figuras.
Nunca lo hacía con madera, sólo con huesos de melocotón. Y siempre hacía
lo mismo, un extraño animal que podía ser un mono. Algunas veces, cuando
daba con un hueso de una longitud poco corriente tallaba dos animales
mirándose el uno al otro.
—¿Qué es eso? —le preguntaba yo prácticamente todas las veces que
salíamos.
—Demonios para coger a los metomentodo, señorita —⁠decía siempre
impasible, sin añadir más.
Nunca averigüé lo que eran, para qué eran ni lo que hacía con ellos.
Nunca vi uno solo desperdigado por allí y por ello pienso que no los tiraba.
Mas, si no lo hacía, debería tener cuartos enteros de ellos en la casa que
compartía con su hermana solterona más abajo, junto al manantial grande que
se llamaba «la mujer sollozante».
Era un buen manantial, transparente y Limpio. Alguien, mi abuelo o el
padre de mi abuelo, había llevado una gran tubería de cuatro pies de diámetro
y la habían sumergido allí de modo que cuando uno se arrodillaba lo hacía
sobre una terracota sólida y limpia. Más allá de aquel reborde alguien había
depositado piedras tan cuidadosamente que el suelo quedaba casi plano,
pareciendo una acera o una calle. Era un manantial grande. El agua fluía de su
lecho con bastante rapidez bajando por las piedras hasta penetrar en el
torrente. Al precipitarse sobre las piedras producía un sonido peculiar por el

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que se le dio el nombre de «la mujer sollozante». Siempre que iba yo allí
miraba en su fondo. El fondo de cualquier manantial me parecía maravilloso y
misterioso, aunque nunca estaba segura de lo que podía hallar en él. En cierta
ocasión, cuando contemplaba su interior, vi dos ratas. Estaban cerca del lecho,
un poco alejadas de él y parecían agitarse ligeramente lo cual significaba que
habían estado allí un rato y que empezaban a subir. No se lo dije a Oliver ni a
su hermana, pero me figuro que las atraparían cuando saliesen a la superficie
y por lo demás el agua no parecía hacerles daño.
Pensé en ello después y empecé a preguntarme si cabía la posibilidad de
que no hubiese ninguna rata en el manantial y se tratase sólo de las figuras
que tallaba Oliver.
—¿Una rata? —le pregunté la vez siguiente que salimos de paseo en el
coche.
Él estudió la pequeña pieza de hueso seco que tenía entre sus dedos.
—¿Parece una rata?
—No —dije—. No se parece a ninguna que yo haya visto. Parece un
mono.
Volvió a mirarla, dándole vueltas y más vueltas entre sus dedos negros.
—¿Has visto algún mono como éste?
Tuve que admitirlo.
—No.
—Entonces me figuro que no es un mono.
Aquello fue todo lo que dijo además de advertirme que me fuese a jugar
porque era casi la hora de que iniciásemos el regreso o de lo contrario mi
madre se pondría preocupada.
En el camino de vuelta alguien se sintió indispuesto, tan indispuesto que
no pudo esperar. Como Oliver tenía prisa en llegar a casa y la nurse también,
no se detuvieron. Pensaban que con los cuatro niños hubiesen tenido que
perder mucho tiempo durante el viaje de regreso. Por eso buscaron otra
solución. La nurse retiró la vieja alfombra que había en la parte posterior del
coche y levantó la fina plancha de hojalata que tapaba el agujero que había en
el suelo. Luego, sosteniendo hacia atrás con el pie la alfombra y la cubierta,
nos hizo señas de que continuásemos. Cuando era el más pequeño, ella misma
le bajaba los pañales y lo sostenía sobre el destartalado agujero. Cuando era
uno de nosotros lo podíamos hacer por sí solos. Era bastante divertido mirar
de reojo al agujero cuando terminábamos y ver la carretera asfaltada
retumbando bajo de uno. Pero la nurse nunca nos dejaba hacer aquello

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demasiado rato. Se cansaba de sostener en alto la alfombra y la plancha de
hojalata.
Recuerdo cosas como éstas.

También por aquel tiempo llegaron los vagabundos.


Llegaron a la puerta de nuestra cocina, dos de ellos, un domingo por la
tarde. Subieron el sendero que partía de los bosques junto al río, la niña
abriendo el camino y el niño detrás, pero no demasiado cerca. Parecían tener
entre seis y siete años, niños negros de aspecto ordinario, más andrajosos que
la mayoría. Andaban despacio, sin apresurarse pero sin vacilar tampoco,
directos hasta la puerta. Se volvieron y se sentaron en las escaleras, sin decir
nada. Escondieron la cabeza en el pecho, como patos, dormitando.
Mi madre levantó las cejas.
—¿Vagabundos?
Mi abuelo asintió con la cabeza:
—Me parece que vamos a tener a estos dos por algún tiempo.
Así fue. Se quedaron casi un mes. Todos eran amables con ellos porque
había una superchería según la cual si se echaba a un vagabundo uno tendría
que pasar hambre antes de que terminase el año.
En aquellos días de depresión económica había una emigración continua.
Mi abuelo decía que había torrentes de gente por las carreteras principales
viajando en pequeños carros con todos sus enseres y sus camas amontonados.
Entraban en las ciudades en busca de trabajo, salían de las ciudades en busca
de sitios en donde instalarse. Y en toda aquella confusión algunos niños se
perdieron de sus familiares. Es posible que algunos muriesen —⁠hizo un
invierno malo en 1936 y murieron muchas personas, familias enteras. Es
posible también que al partir se olvidasen de recoger a sus hijos. A veces, sin
embargo, no se olvidaban, los perdían intencionadamente. Así era en aquellos
días.
Aquellos niños desamparados se convirtieron en vagabundos.
Merodeaban como perros extraviados, en pequeñas bandas de dos, tres y
cuatro. Algunas veces eran hermanos y hermanas y otras veces se habían
encontrado simplemente en las carreteras. Viajaban increíblemente lejos si
uno se paraba a pensar en lo pequeños que eran algunos de ellos. No sabían
quiénes eran —⁠generalmente sólo tenían nombres de pila⁠— y no tenían a
dónde ir. Vivían en los campos y en los bosques frondosos y a veces
encontraban una cueva en donde se quedaban por algún tiempo. Los niños

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mayores sabían deslizarse como sombras durante la noche robando lo que
necesitaban. En el invierno entraban en los establos para protegerse,
durmiendo con el ganado que habían estado ordeñando a hurtadillas durante
todo el verano.
Y a veces iban directamente a una casa y esperaban a que les diesen
comida, como hicieron aquellos dos. A la hora de la cena Margaret llenó dos
platos con tortada y se los llevó al porche. Comían sin tenedor ni cuchara, sin
reposo, relamiéndose como gatos. Cuando terminaron desaparecieron.
Volvían una o dos veces al día como si no pudiesen recordar cuándo habían
comido.
—Podías hacer algo por ellos, papá —⁠insistió mi madre.
—Les estoy dando de comer.
—Sabes a lo que me refiero.
Negó con la cabeza.
—¿Quieres que los ponga en una jaula?
—Sí, ahora.
—La vida es muy dura —dijo despacio⁠—. Uno no puede preocuparse de
todos. Estos pequeños no se quedarían. Ni la misma comida conseguiría
retenerlos.
Y tenía razón. Un día se marcharon. No habían dicho una sola palabra
durante todo el mes y no demostraron signos de querer marcharse. Un día ya
no volvieron más…
No supimos quiénes eran ni de dónde habían venido. Los vagabundos
eran así.

Recuerdo cuando empezó la guerra. No habíamos conectado la radio


aquel domingo, pues habíamos estado trabajando durante todo el día. Era el
tiempo de la matanza de los cerdos. Muchas jóvenes de la escuela decían que
no podían soportar el verlo, pero a mí no me molestaba, y de todas formas mi
abuelo confiaba en enseñarme. El trabajo empezaba realmente el día antes,
cuando los cuchillos, los cuchillos de matanza de doble hoja, eran afilados en
el porche trasero. Para entonces los cerdos habían sido trasladados al
chiquero. No habían comido durante dos días, pero a Oliver y a un par de
muchachos los tuvieron ocupados llenando las cubas de agua. A primera hora,
antes del amanecer del día de matanza, aquellos muchachos empezaron a
echar paladas de serrín en barriles de agua para escaldar el pelo. Los matarifes
llegaron de la ciudad, tres hombres especialmente contratados. Probarían los

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cuchillos y meterían los dedos en el agua —⁠si estaba demasiado caliente, el
pelo se haría demasiado rígido y dificultaría el raspado⁠—. Procurarían no
excitar a los cerdos, procurarían sacarlos del chiquero uno o dos cada vez,
pero algunas veces no lo conseguirían. Los últimos se ponían furiosos y
tenían que ser golpeados en la cabeza o había que matarlos con rifles. Oliver
disparaba. Se situaba a la entrada del chiquero y apuntaba contra las cabezas
que lanzaban chillidos y gruñían bajo de él. Mi abuelo siempre había odiado
darle la orden de empezar.
—Es lástima tener que hacer eso, niña —⁠me decía⁠—. La carne no va a
tener así buen sabor. Parándoles el corazón antes de que podamos llegar a él.
La forma adecuada era clavarles el cuchillo sobre el corazón y cortar
todas las venas y arterias permitiendo que el corazón bombease fuera su
propia sangre…
Tan pronto como Oliver terminaba con sus disparos, el chiquero se
llenaba de hombres que arrastraban los cerdos para lavarlos y pelarlos, para
abrirlos en canal y colgarlos. Todo ese tiempo mi abuelo trajinaba de un lado
para otro diciendo cosas como éstas:
—Congeladlo de prisa. Mantenedlos abiertos…
Era bastante tarde cuando se terminaba de cortar la carne y se salaba en
barriles en espera de ser ahumada. A esa hora mi abuelo estaba extenuado y
yo tenía ya un par de nuevas vejigas para hacer pelotas.
Nos íbamos directamente a la cama, mientras mi madre murmuraba frases
desviviéndose por nosotros.
—Papá, llévate a esa niña fuera.
Mi abuelo estaba tan encorvado por la fatiga que parecía más bajo.
—Ella tiene que conocer lo que se hace en la hacienda.
Como mi madre no había escuchado la radio —⁠nunca la enchufaba,
prefería leer⁠— no sabía nada de lo de Pearl Harbor. Yo me enteré al día
siguiente en la escuela.
Todos salimos de clase a media mañana, y nos reunimos en el salón del
piso superior para escuchar al Presidente leyendo su declaración de guerra. La
escuela tenía sólo una radio pequeña y la subieron a todo volumen, para que
todos pudieran escucharla. Las palabras eran confusas y poco claras, y
recuerdo que me preguntaba por qué todos estaban tan excitados. No
comprendía. Para mí la guerra había empezado cuando mi padre se fue a
luchar y eso había ocurrido dos años antes.
Había una diferencia inmediata: los aviones. Antes no se veía casi
ninguno —⁠no estábamos bajo ninguna de las líneas regulares de pasajeros⁠—.

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Ahora había cantidades. Volando en uno y otro sentido, zumbando sobre las
casas y molestando al ganado más que las moscas.
Hubo también accidentes. Se oía hablar de ellos ocasionalmente. Mi
prima tercera, Hester, que vivía en la hacienda de su padre un poco al norte de
la ciudad, se despertó una noche creyendo que la casa se estaba derrumbando.
Un avión de entrenamiento pasó rozando los tejados intentando aterrizar en
un campo de algodón. Se había perdido en la oscuridad, se partió al entrar en
el bosque y explotó. Empezó a arder, elevándose el fuego sobre las montañas
del fondo, propagándose rápidamente bajo un viento que crecía por
momentos. Los soldados trabajaron durante dos días, había centenares, hasta
que lograron dominar el fuego y trasladar el aparato a un lugar adecuado. Mi
prima Hester se guardó una pieza del parabrisas del avión. Se había roto
formando una especie de corazón y estaba pulido por el fuego. Su padre
perforó un diminuto orificio en él y ella lo llevó alrededor de su cuello en la
misma cadena pequeña que sostenía su cruz de oro.
Aquel trozo de vidrio fue exactamente toda la guerra que tuvimos. Se
veían unos cuantos uniformes por los alrededores y un cartelón de la marina
colocado enfrente de la oficina de correos. Los hombres jóvenes habían sido
incorporados a filas. Los más viejos y las mujeres jóvenes habían bajado a
Mobile, Pascagoula y Nueva Orleans, para emplearse en los astilleros. No
quedó nadie excepto las mujeres con hijos pequeños y aquellas que no
dejaron sus hogares para buscar trabajo con sus maridos.
La mayor parte de la mano de obra se había marchado. Los niños recogían
el algodón y lo acarreaban también, y mi abuelo al verlos se afligía de verdad.
Pero los precios eran tan altos que podía resistir el desorden y, además, su
situación no era tan mala como la de sus vecinos. El algodón le interesaba
poco, y el vacuno y los cerdos aún sufrían más de la mano de obra. Se dedicó
más que nunca a la madera. Al otro lado de la montaña había un nuevo y gran
aserradero que trabajaba día y noche y una nueva línea de ferrocarril que
llegaba hasta él.
Mi abuelo y mi madre escuchaban la radio todas las noches y todas las
mañanas y marcaba siempre el curso de la guerra en el mapa que habían
colgado en la pared del comedor. Pero aquello fue todo. O por lo menos todo
lo que yo notaba. Estaba ocupada intentando dar caza a una serpiente de
cascabel.
Nina y yo lo estábamos haciendo. Fue Margaret la primera que nos contó
la historia de la serpiente de cascabel, la larga serpiente negra que tenía una
sonrisa en la boca y que le gustaba la broma y el juego. Cuando había luna

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nueva se arrastraba por las carreteras polvorientas y se enrollaba formando un
anillo sosteniendo la cola entre sus dientes. Se divertía mucho y por eso
cantaba mientras iba arrastrándose por el suelo. Y la canción era tan alegre
que todos los animales salían a escucharla, los coatís y las zarigüeyas, las
demás serpientes, el venado y los linces. Las ratas y los conejos saldrían a la
puerta de sus madrigueras. Y los mismos pájaros despertarían de su sueño y
se pondrían a escuchar.
Nina y yo, en cuanto había luna nueva salíamos a hurtadillas de la cama y
nos reuníamos detrás del gallinero. Mirábamos y mirábamos durante horas, en
todas direcciones y nos pasábamos así la mayor parte de las noches. Solía
caer dormida sobre el pupitre de la escuela todas las tardes. Aunque la
profesora tenía que haberse dado cuenta, no decía nada. Era una señora vieja
y era feliz teniendo a un niño realmente quieto. A pesar de todo nuestro
esfuerzo nunca encontramos una sola serpiente de cascabel, ni una sola. A
pesar de haber rastreado infinidad de huellas.
Y mientras rastreábamos la carretera, estábamos al tanto también de
Johnny Cockoo. Era el soldado mutilado que recorría las carreteras vacías y
del que todos los niños hablaban en sus canciones. Nosotras no esperábamos,
en verdad, encontrarlo, pues generalmente salía a pasear en las noches oscuras
y tormentosas, cuando llovía fuerte y racheado y estaba seguro de cubrirse de
barro. Pero nosotros teníamos un ojo alerta por si acaso. No tuvimos suerte.

Por aquellos días estuve más fuera que dentro de casa. La casa estaba
agitada y extraña y había cosas que yo no comprendía. Nadie me lo dijo, pero
sabía —⁠una aprende a descubrir las cosas⁠— que mi madre se estaba
muriendo. Escuché pronunciar a alguien en voz baja la palabra
«tuberculosis», pero muchas personas de los alrededores la tenían y no
parecía causarles gran daño y además no les había producido la muerte. Por
ello no sabía qué pensar.
Un día, Margaret metió mis vestidos en la maleta y me llevó hasta el
coche y Oliver me condujo hasta la ciudad para reunirme con mis primos, los
Bannister. En el trayecto nos dijo que los hijos de Margaret iban a estar con
él. No creo que le agradase mucho, ni a él ni a su hermana solterona, tener
niños en la casa por primera vez. Pero no había otra persona a quien acudir.
Margaret y mi abuelo llevaron a mi madre a un sanatorio cerca de Santa
Fe. Estuvieron allí la mejor temporada del año. Y sólo mi abuelo y Margaret
regresaron. Mi madre fue enterrada allí.

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Pero esto ocurriría más tarde, después de que Oliver me llevase a casa de
mis primos y entrase mis maletas aquel día nublado y borrascoso de junio.
Clara, Reggie y Maxie estaban alineados en el porche esperándome. Maxie
mascaba xicle subido a la barandilla del porche.
—Te vas a envenenar —le dije. Él dejó de mascar⁠—. ¿No te preocupas de
él? —⁠pregunté a Clara⁠—. ¿No te importa?
No estaba muy contenta de estar con ellos y no me gustaba la ciudad en
donde una no podía evadirse de las miradas de la gente. Sabían cuándo una
salía a la calle, si entraba en la farmacia o iba al dentista, si compraba
«coque» de frutas o cerveza. Los únicos secretos que una guardaba eran los
que tenía en su cerebro…
Aquellos primos mayores —Peter y Betsy Bannister, él llevaba la oficina
Pyrofix de la ciudad⁠— eran casi los únicos con los que mi familia se llevaba
bien. Había otros que a mí me gustaban más —⁠tenía docenas por los
alrededores⁠—, pero aquéllos eran los que mi familia aprobaba.
Todo se fue abajo hacia finales de siglo, en la época de la señora
Howland, católica, de Nueva Orleans. Por causa de su religión y del modo en
que su padre hizo su dinero, la familia Howland no la había tratado muy bien.
Ésta estaba dividida entre los que la aceptaban y los que no la aceptaban. Ya
hacía tiempo que había muerto, pero los distintos primos continuaron fríos en
sus relaciones. Una vez pregunté a mi abuelo por qué no íbamos a ver a los
primos, que vivían a poca distancia de la ciudad y que tenían cuatro hijos, el
mayor de los cuales era la estrella del baloncesto en el equipo del Instituto. Él
se encogió de hombros.
—No digas tonterías, niña. Fueron unos intolerantes con mi abuela.
No se esforzó por cambiar la situación. Tal vez porque no quería tratar
con más familia de la que ya tenía.
Y así fue cómo me encontré conviviendo con los Bannister. El primo
Peter viajaba mucho —⁠he olvidado por qué⁠— y se suponía que tenía una
amante en Birmingham. Estaba diabético y por ello no bebía ni fumaba y
llevaba consigo conservas de una alimentación especial. Siempre parecía estar
comiendo fruta de alguna clase y cuando alguna vez se sentaba con nosotros a
la mesa, su plato nunca era como el nuestro. Años más tarde, en uno de
aquellos viajes a Birmingham fue por curiosidad a una reunión de carácter
religioso y se convirtió. Pero el pastor era un curandero que le dijo que no
necesitaba insulina si creía en la gracia de Dios y en el poder de la
Providencia. Mandó al primo Peter a casa con las divinas palabras del Señor
escritas en un escapulario que con un hilo colgaba de su cuello. El primo

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Peter le creyó y tiró sus ampollas y se sentó en el porche —⁠era un día
caluroso⁠— rezando para que se realizase un milagro hasta que entró en un
estado de coma. La prima Betsy dudó en llamar al médico, porque pensaba
que a Peter no le gustaría que interrumpiese el milagro que estaba esperando.
Luego, cuando se lo llevó al hospital, era demasiado tarde y murió.
Yo estuve en su casa mucho tiempo antes de que se convirtiese y la
religión acabase con él. Aquellos días fue sólo un hombre agradable, amable,
que no parecía tener problemas espirituales.
La prima Betsy era una mujer baja y robusta, tranquila y sin problemas.
Tenía dos o tres criadas pero la casa estaba siempre sucia.
—El polvo de esta ciudad —parloteaba⁠—, entra por todas las rendijas.
Siempre entraba por las ventanas porque nadie se preocupaba de cerrarlas
ni siquiera cuando llovía o hacía viento. Las cerraba para estar caliente en
invierno, pero no antes, y el guiso cargado de grasa que podía olerse desde
que uno empezaba a subir los peldaños de la entrada procedía de una cocina
de madera ennegrecida —⁠la tía Betsy no la había cambiado y a la cocinera le
gustaba así⁠— que tenía una capa de un cuarto de pulgada de mugre y hollín.
Igual que las ventanas, las puertas estaban siempre abiertas y las cortinas
medio pasadas. Los animales vagaban por doquier. Una gata parió en un
armario del hall —⁠era una gata que se había extraviado y no sé por qué
escogió aquel sitio⁠— pero la prima Betsy la alimentaba hasta que decidió
marcharse. Y por supuesto, los pájaros entraban y salían por las ventanas del
piso de arriba. Todos dormíamos en las camas con dosel que estaban cubiertas
con mosquiteros para protegernos de las picadas y probablemente no era una
mala idea, porque por aquellos días había mucha malaria en esta parte del
país. Una vez las avispas hicieron un gran nido en el hall de arriba, justamente
encima del retrato del padre de la prima Betsy, el que fue senador de Carolina
del Sur. No pareció notarlo, aunque los demás solíamos evitar aquella parte
del hall por miedo a ellas. Terminaron por picar a Jeff, el marido de la
cocinera, mientras cambiaba la bombilla de la luz alta. Casi se cayó de la
escalera y dejó caer el plato de cristal con gran estrépito. Él y su esposa
persiguieron entonces a las avispas cubriéndose con la malla para los
mosquitos y acabaron con ellas. Después, el hall fue iluminado con una
bombilla desnuda porque la pantalla de cristal se había roto, y detalles como
aquéllos no le preocupaban a la prima Betsy.
Sólo había una cosa que hacía, según recuerdo. Era la ropa interior. Todos
en aquella casa llevaban siempre ropa interior nueva y de mucha fantasía. Ella
se preocupaba bien de esto.

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—Escucha, querida —me explicaba⁠—, si fueses andando hacia la ciudad
y te atropellase un camión y te llevasen al hospital y viesen que tus bragas
estaban rotas y andrajosas y tus enaguas sujetas al hombro por un imperdible,
te morirías de vergüenza.
—Y pensar, además, cómo hablaría después la gente —⁠intenté bromear
con ella.
No lo comprendió.
—Y recuérdalo —dijo seriamente—. Es así.

En verdad no fue desagradable vivir con ellos, en absoluto. Tía Annie, la


hermana de mi abuelo, bajaba a verme todos los meses, más o menos; me
imagino que era su forma de vigilar a los Bannister —⁠era una mujer tan
limpia que la casa debió de ponerla enferma⁠—. El resto de mi vida fue muy
parecida. Iba a la escuela, a la misma. Sólo podía ir andando y era más bien
agradable no tener que hacer ese paseo en coche todos los días. Una vez se
acostumbraba una, había cantidad de cosas que hacer en la ciudad. También
las había en la casa, aunque al parecer ni a Clara, ni a Reggie ni a Maxie se
les ocurrió hacer ninguna. Yo tenía que enseñarles. Posiblemente era porque
vivían allí y ya no se daban cuenta de nada.
Fijémonos en la casa. Era una de las extrañas casas viejas de la ciudad,
que había sido reformada y vuelta a reformar tantas veces que nadie sabía con
seguridad dónde estaban las cosas. Tenía una estrecha fachada, pero era tan
larga que cubría toda la longitud de la parcela. Había salones, distintas alas y
varios pisos. Muchos se habían añadido a la casa, pero no se habían
preocupado de juntar con esmero los distintos anexos. Una vez me rompí el
brazo porque me olvidé de la escalera por la que caí rodando y que iba del
comedor a la cocina situada detrás de él.
Las habitaciones del fondo de la casa, las que quedaban detrás de la
segunda cocina, no se utilizaban más que como cuartos trasteros. Había
montones de cosas revueltas. Ocasionalmente un pájaro muerto, veneno
contra las ratas, negros baúles y perchas. Clara, Maxie y yo abríamos los
baúles, los que no estaban cerrados. Era la forma de pasar un día de lluvia.
Muchos baúles estaban llenos de vestidos, en su mayoría de novia. En
algunos, la tela era tan delicada que se rompía al coger los adornos de
cuentas. Las plumas de garza se convertían en polvo al sacarlas. Había
también pieles almizcladas, y teníamos que rasgar las fundas de tela en que
estaban cosidas. Había diarios, periódicos y cartas. Y uno de los baúles tenía

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media docena de viejas pistolas, dos sables de caballería y cuatro espadas.
Jugamos a los soldados con todo aquello en una tarde interminable.
Me figuro que destruiríamos bastante los cachivaches que manejamos.
Pero entonces no me importaba y ahora tampoco me sabe mal, pues todavía
siguen allí almacenados, y las polillas y las cucarachas estarán haciendo poco
a poco lo que nosotros hicimos de golpe.
Había habitaciones acogedoras, mal ventiladas y calientes. El polvo
flotaba en el aire como si fuese humo y las partículas vagaban de un lado para
otro en los cuadros de luz que formaban las ventanas.
A medida que se iba entrando en la línea de los cuartos trasteros uno
notaba que eran cada vez más estrechos. Aquéllos debieron de ser en otro
tiempo los cuartos de los esclavos o de la servidumbre. En el último rincón de
la casa no había una auténtica habitación, sino una especie de añadido
provisional. Estaba pintada del mismo color de la casa y a primera vista
parecía igual que todas, pero no estaba construida para soportar todas las
estaciones. Era más bien un cobertizo para las herramientas. No tenía tabiques
interiores, sólo los pilares y las tablas exteriores. El suelo había sido colocado
con un procedimiento antiguo, con grandes rendijas abiertas en él. Había una
puerta que conducía al patio exterior, pero estaba cerrada con clavos desde
hacía años, probablemente para evitar la entrada de maleantes. Los clavos
exudaban herrumbre por bajo de la madera.
La habitación en sí no tenía absolutamente nada. Sólo un suelo desigual
lleno de polvo y las sucias y mal terminadas paredes. Eso era todo. Las
paredes tampoco eran muy sólidas. A diferencia del resto de la casa, que
estaba construida con tablas de chilla, aquéllas corrían verticales, había
rendijas entre ellas y grandes agujeros abiertos en los nudos de la madera.
No era la habitación. Era lo que se podía ver desde ella. Lo descubrimos
por accidente, pero una vez lo supimos continuamos volviendo. Sólo para ver.
La habitación no quedaba a más de tres pies de distancia de la cerca de
madera que señalaba el límite de la propiedad. Esta cerca había sido levantada
con siete tableros pero se había combado mucho y una parte de ella se
apoyaba ya contra la casa. Si uno se colocaba en el patio de los Bannister
daba la impresión de ser una cerca sólida, pues quedaba bastante sobre
nuestra cabeza. Pero cuando uno estaba dentro de la casa se encontraba sobre
los cimientos, y como era una casa vieja, sus cimientos eran muy altos. En
otro tiempo se pensaba que cimientos así daban una buena ventilación y
evitaban las fiebres.

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La otra casa, la casa de la calle contigua, se extendía casi por la línea de la
propiedad. Aunque era una casa vieja también —⁠entonces había sólo unas
cuantas nuevas en la ciudad⁠— los anexos habían sido hechos recientemente.
Estaban hechos a lo barato y casi se apoyaban en el suelo. Como eran tan
bajos y la cerca era tan alta, los que vivían en ella creían que no podían ser
vistos. No se preocupaban de pasar los visillos. Mirando por la rendija que
había en el rincón de aquel cuarto de herramientas, si nos poníamos de pie
sobre un canasto para ganar altura, podíamos ver en su interior.
Veíamos una cómoda de madera oscura, de caoba o de nogal. Tenía una
franja de encaje que colgaba en el frente formando volantes y por los lados
con largos flecos. Había también una fila de figuras de porcelana pero no
podíamos deducir con exactitud lo que eran. Yo pensaba que elefantes, pero
Clara decía que no, que eran muñecas de porcelana. Había una cama con una
colcha de color rosa y un par de almohadas azules. Y en ella también una
señora de pelo castaño a quien conseguíamos ver de vez en cuando. Parecía
llevar siempre una túnica rosa con volantes. El tejido parecía un poco
almidonado y brillante; podría ser tafetán. Nunca le veíamos la cara, porque la
cabecera de la cama quedaba fuera de la vista, junto a la esquina de la
habitación. Y no parecía estar en casa demasiado a menos que esperase a
algún visitante.
Durante aquellas largas vacaciones, la primera cosa que hacíamos todas
las mañanas era echar una ojeada por la rendija que daba a la habitación. Si
estaba vacía, salíamos fuera al patio. Casi siempre nos quedábamos próximos
a la cerca trasera de forma que cuando oíamos pisadas en el sendero de
carbonilla y tocaban a la puerta de entrada de aquel anexo de la parte
posterior, nos precipitábamos en nuestro cuarto de herramientas y
empezábamos a reñir por colocarnos sobre el canasto.
Ella retiraba primeramente de la cama la colcha rosa para que no se
estropease. Lo hacía siempre con un ademán rápido nada más entrar ellos en
la habitación. Con sus largos cabellos cayéndole por la cara, doblaba la colcha
y la dejaba colgar por los pies de la cama. Luego se iba al otro lado de la
habitación, fuera de nuestra visual. Al parecer había algo allí, quizás una silla
o una mesa. No lo sé. Los dos se quedaban allí bastante rato algunas veces y
nosotros nos impacientábamos de esperar. Una vez, Reggie no se creyó que
no estuviese ocurriendo nada durante tanto tiempo y dio un tirón del canasto
que tenía bajo mis pies y me arañé la pierna con la cabeza de un clavo, al
caer.

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Más tarde o más temprano se iban a la cama. Sus cabezas quedaban
completamente fuera de la vista bajo el anaquel de la ventana. Todo lo que
nosotros veíamos siempre era la confusión de los cuerpos al moverse. Unas
veces vestidos y otras desnudos. Siempre la misma forma agitándose,
fundiéndose o separándose. Siempre el mismo forcejeo.
Nosotros miramos durante todo el verano. Aun cuando teníamos que ir a
la escuela, seguíamos haciéndolo. Hasta que las tardes se hicieron demasiado
frías para estar de pie junto a una rendija en un cobertizo para las
herramientas. Y con el tiempo pasó el invierno y casi nos olvidamos de ello.
No era cosa que pudiese hacerse por mucho tiempo.
No nos preocupamos de saber quién era ella. No era la persona lo que nos
interesaba. Era el hecho. Años después, cuando pensaba en ello recordé que el
doctor Harry Armstrong, el primo de mi abuelo, vivía allí con su hija. Linda
tenía el pelo castaño. Su madre había muerto y su padre era bastante pobre. Y
sólo tenían una criada que les preparaba el almuerzo a mediodía y les dejaba
una cena fría en el fogón. No recuerdo muy bien a Linda Armstrong. Era
mayor que nosotros y se fue a Chicago a buscar trabajo, encontrándolo
después de algún tiempo. Se casó allí y se fue a vivir a Des Moines y nunca
volvió. Cuando su padre se hizo viejo y tuvo un ataque del que quedó
afectado mentalmente y algo paralítico, él vendió la casa y se fue a vivir con
ella.
Creo que dejamos los canastos en el sitio que estaban debajo de las
rendijas de aquel cobertizo y que alguien los encontraría imaginándose lo que
había ocurrido. Porque a la primavera siguiente, cuando propuse que
volviésemos allí, mis primos adquirieron una expresión extraña y dijeron que
no, que no estaban autorizados a quedarse más en aquella habitación. Sus
caras regordetas y pastosas parecían asustadas, pero yo no hice caso de su
madre. Me imaginé que no se atrevería a decirme nada. Y me deslicé otra vez
hasta el cobertizo. Las dos puertas tenían nuevas cerraduras y candados…

En mayo murió mi madre en el hospital de Nuevo México. Fue enterrada


allí.
Cuando se enteraron, toda la familia quedó terriblemente conmocionada.
Pensaron que debían traerla a casa, todos los Howland habían sido enterrados
en Wade County desde el primero que emigró allí. Habían traído a casa
incluso los restos del muchacho que murió en la selva y del que murió de
fiebre amarilla en Cuba. Siempre habían estado juntos. Hasta entonces.

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—Exactamente lo que esperaba de Will Howland —⁠dijo la prima
Betsy⁠—. Pensar que su cuerpo yace completamente solo allí lejos.
Completamente solo.
Pero no parecía importarme mucho dónde pudiera estar si ya estaba
muerta. Aquel sitio era tan bueno y tan vasto como cualquier otro. Podía
haberlo dicho, pero nadie me hizo preguntas. Cada vez que me veían cortaban
la conversación y ponían expresiones de condolencia en sus rostros. «Pobre
niña», decían.
Al principio, al enterarme cuando llegó la llamada telefónica, sentí un
espasmo de temor en el estómago, que me duró dos días, a la vez que me
sentía sola y confundida. Pero no duró. No había visto demasiado a mi madre
desde que nos cambiamos de casa. Aun cuando ella vivía con nosotros estaba
casi siempre acostada o leyendo en el cenador. Era Margaret quien se
preocupaba de nosotros. Y fue a Margaret a quien eché de menos cuando se
marcharon. Pero aquello pasó también. Después de todo, habían estado fuera
un año y aquello era mucho tiempo para una niña. Una los echa de menos, los
añora y sufre, intensamente, cierto tiempo. Pero eso cede y se olvida.
Mi abuelo y Margaret fueron a esperarme a la estación y fui a casa con
ellos. Nos sentamos en el porche delantero mientras Margaret pasaba dentro a
ocuparse de las cosas de la casa. Mi abuelo parecía cansado y estaba mucho
más delgado. Nos sentamos sólo un momento y contemplamos a una araña
grande negra y amarilla de gruesas patas peludas.
—No la traje a casa —dijo mi abuelo, como si no le estuviera oyendo⁠—.
No parecía oportuno.
Había dos arañas justamente en aquella época del año. Venían al mismo
matorral de flores amarillas; grandes y pesadas criaturas.
Mi abuelo se dio cuenta de su presencia.
—Llegan en su estación —dijo—, en el momento preciso.
Me acordé del pasaje bíblico que mi primo me había dado a leer el día que
nos enteramos de la muerte de mi madre. Algo sobre el viento que soplaba
sobre el césped y los ciclos de las cosas. Pero no lo recordaba bien.
—La gente de los alrededores —⁠dijo mi abuelo⁠— no lo aprobarán y
murmurarán como siempre hacen. Hablar de los Howland ha sido su deporte
favorito durante un siglo. Se interesan más por lo banal que por lo serio, a
pesar de ser un pueblo religioso…
Cogí una piedra que había sobre las tablas del porche y la tiré contra una
araña. Le di. La araña cayó al suelo y desapareció.

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—Así fue —dijo mi abuelo, no pareciendo darse cuenta⁠—. Ella odiaba
aquel viaje, se cansó tanto en él, que me pareció mejor no dejarla volver.
Cuando se odia una cosa tanto se sigue odiando incluso después de la muerte.
La araña volvió a trepar. Yo iba a arrojarle otra piedra, pero me contuve y
me quedé quieta.
—La tierra es la misma en cualquier parte, pensé, y con lo que ella odiaba
viajar…
Su voz parecía algo cansada. Se levantó de repente y entró en la casa.
«Ahora puedes tirar contra la araña», me dije a mí misma.

Aquello fue todo. Al volver a vivir en la hacienda perdí las costumbres de


la ciudad. No oía ninguna conversación. No tenía a nadie de quien poder
escucharla. Pero ellos hablaban, estoy segura. Es su manera de ser.
Hubo un acto conmemorativo, después, cuando mi abuelo donó a la
iglesia metodista de la ciudad una vidriera con un epitafio dedicado a Abigail
Howland Mason grabado en la base.
A algunos tampoco les agradó aquello, pues creían que así la iglesia
parecía imitar demasiado a los católicos. Posiblemente todos pensaban lo
mismo, pero al parecer no podían negarse dada la forma en que Will Howland
pagaba siempre las cuentas más importantes.
Tardó un año en acabarse la vidriera. Pero entonces la muerte estaba ya
lejana y nadie se sentía demasiado afectado. Yo misma noté una especie de
satisfacción al acudir a la iglesia, pues no lo hacía muy a menudo. Después
del servicio religioso, mi tía Annie, que había bajado desde Atlanta
especialmente, dio una gran cena. Como siempre ocurría en aquellos casos,
hubo mucho licor y muchos de los hombres salieron al prado mientras
algunas mujeres pasaban dentro para salir más convenientemente arregladas.
Los jóvenes hicieron carreras en la carretera del molino, destrozando sus
automóviles y teniendo que ser llevados al hospital del condado —⁠el doctor
Armstrong fue uno de ellos⁠— para que les diesen unos puntos.
Así fue cómo acabó la vida de mi madre, con una tumba en Nuevo
México y una vidriera en la iglesia metodista de Madison City.
Aquel otoño, el segundo hijo de Margaret, Nina, se fue al colegio. El
dinero estaba bastante más fácil entonces y pudo ir a una escuela para
señoritas en Vermont. Con el tiempo ganaría el premio de patinaje artístico de
la escuela aunque nunca había tenido unos patines antes de ir al norte.
Escribía más a menudo que Robert y enviaba fotos. Pero ya no volvió a ver a

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su madre. Y Margaret no escribía. Mi abuelo contestaba sus cartas y las de
Robert, y aunque debía haberles dado noticias de su madre era como si ella
estuviese muerta o a un millón de kilómetros de distancia. Él fue después a
ver a Robert y a Nina. Iba dos veces al año. Margaret no fue nunca.
Margaret se quedó con el último, con la pequeña Crissy. A mí me parecía
que estaba más encariñada con ella. Me daba cuenta de que siempre que
pasaba por su lado la cogía en brazos y le daba un apretón, algo que no
recuerdo que hubiese hecho ni con Robert ni con Nina. Y en cierto modo
Crissy era la más bonita de los tres. Su pelo rojo era corto y rizado y le caía
siempre en mechones por los lados de la cabeza. Sus ojos eran más verdes que
azules y tenía una franja de pecas por la nariz y la barbilla. Tenía un
temperamento apacible y sonriente y casi nunca estaba enferma. Era también
la más brillante, mucho más brillante que Robert a pesar de que todos le
estimularon más a él. Había aprendido a leer con las viejas revistas que mi
abuelo le había dado y mucho antes de que fuese mayor para ir a la escuela
leía ya mis viejos libros de cuentos. Se enroscaba en la cruz de un árbol con
un libro y allí se quedaba toda la mañana. Me gustaba. Era justamente esa
clase de niña que a una no puede dejar de gustarle.
A mi abuelo también le gustaba, y por las tardes jugaba con ella durante
horas enteras. Eso no lo había hecho con los demás niños. Es posible que no
hubiese tenido ocasión. Muerta mi madre, tenía aparentemente más tiempo
para dedicar al benjamín de la casa.
Luego, cuando yo tenía dieciséis años y estaba en el instituto y Crissy
tenía once, ella se marchó como los demás. Y como ellos nunca regresó. Ni
siquiera en las vacaciones.
Esta vez, como era más mayor pregunté por ello. Un día, cuando mi
abuelo estaba arreglando las estacas de la cerca que enmarcaba el patio de
entrada le abordé sin rodeos.
—¿No echas de menos a Crissy?
Tenía un par de clavos en la boca y los iba sacando lentamente.
—Bien puedes decir que sí.
Había recuperado el peso que había perdido durante la enfermedad de mi
madre y volvía a ser el hombre corpulento de siempre. Su cara estaba tersa y
rosada, sin perfiles. Sus ojos tenían el mismo brillo azul claro. Siempre me
asombré del color tan brillante que tenían, como el cielo en una madrugada de
invierno.
—¿Por qué no la dejas que vaya aquí a la escuela? —⁠pregunté⁠—, ¿si la
echas de menos?

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Arrancó una estaca que estaba podrida y la arrojó a un lado.
—Lo sabes tan bien como yo, señora.
—No —insistí—. Quiero saber por qué.
No se molestó en mirarme.
—Veo que quieres que te lo diga con palabras… Creo recordar que
cuando era pequeño odiaba tener que decir las cosas con palabras… receloso
de las palabras, cualesquiera que fueran.
Cogió la estaca nueva y la fijó a la barandilla junto con las otras.
—Tú sabes lo que les espera aquí, a los negros. Y esos niños están
precisamente en el medio, no son ni blancos ni negros… —⁠Preparó un clavo
y le dio unos cuantos golpes con el martillo⁠—. ¿Y qué iban a hacer aquí? La
guerra no va a durar siempre. Las fábricas se cerrarán y los astilleros. Todos
volveremos a dormir.
Otro clavo y la estaca se fijó en su sitio. Recorrió la cerca zarandeando
cada estaca mientras lo hacía, buscando las que estuviesen estropeadas.
—Apenas hay porvenir para los que estamos aquí —⁠dijo⁠—. Y ellos son
niños brillantes y han tenido la oportunidad de marcharse. —⁠Encontró una
que golpeó con el martillo, de lado, dejándola libre y separándola de la
cerca⁠—. Como aquí no tengo sitio, los mando donde puedan encontrarlo.
—Oh —dije.
—Creo que tengo dinero para hacerlo. —⁠Dejó de trabajar y me miró
fijamente⁠—. Ya sé que todos estáis interesados… Robert va a la escuela
técnica de Carnegie este septiembre.
—Eso está en Pittsburgh —dije sólo para demostrar que sabía algo.
—¿Es eso lo que querías saber, señora?
—Bueno, es que no he podido evitar el preguntarte.
—No —dijo—, ya veo que no.
Me miraba con calma, con sus ojos azules brillantes y claros.
—Nuestros niños —dijo pausadamente.
Era la primera vez que decía aquello. Era como si la muerte de mi madre
le hubiese aclarado las cosas.
—En realidad —dijo—, fue una idea de Margaret.

Entonces yo no comprendía. Sólo pensaba que era extraño. Pensaba que


todas las madres querían tener a sus hijos a su lado, hasta que los hijos se
separaban por sí mismos. No comprendía lo que Margaret estaba haciendo.

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Tenía dieciséis años y estaba enamorada. Él era un muchacho de mi clase.
Su nombre era Stanley Carter y tenía unos ojos pardos, grandes y luminosos,
sobre todo porque era bastante corto de vista. Su padre era el nuevo
farmacéutico y venían de Memphis. En realidad no conseguí verle muchas
veces, pues vivía en la ciudad mientras yo vivía fuera, en las propiedades de
mi abuelo. Por ello me pasaba la mayor parte de las tardes y de las noches,
cuando debía haber estado estudiando, escribiéndole extensas cartas que
luego rompía. Y escribía también largos poemas en los que a los ojos llamaba
estrellas y a los tréboles suspiros y cosas por el estilo. Corría las cortinas de
mi habitación y encendía una luz pequeña mientras tumbada en la cama me
quedaba escribiendo sobre una tabla que sostenía en alto, como si escribiese
sobre el techo. Como no podía escribir por mucho tiempo en aquella posición
—⁠los brazos empezaban a dolerme y tenía que bajar la tabla⁠— me pasaba
gran parte del tiempo contemplando el techo agrietado y las franjas
estampadas del papel de la pared.
—Déjala —decía mi abuelo a Margaret⁠—, es el amor y está en la edad de
eso.
Intenté mirarle enojada, pero resulta difícil cuando la otra persona está
sonriendo maliciosamente con la mirada fija sobre una.
—Nadie en esta casa —le dije—, comprende nada. Nada en absoluto. —⁠Y
yo me precipitaba escaleras arriba y me ponía a escribir un poema épico sobre
el amor no correspondido, sobre los amantes frustrados y todas esas cosas.
Bien pronto me cansaba de encajar las palabras en la métrica y me dedicaba a
leer otra vez de cabo a rabo «Romeo y Julieta», llorando en los pasajes más
trágicos.
Algunas veces trepaba hasta lo alto de la parra que había junto a la puerta
trasera. Y me tumbaba allí horas enteras contemplando el cielo y comiendo
las uvas maduras amarillas. Intentaba ver lo que había allá en las alturas, en el
cielo, intentaba ver qué había más allá de la concha azul. Algunas veces creía
conseguirlo, que estaba a punto. Pero luego me daba cuenta de que no podía y
de que el cielo era como una frágil taza de porcelana china suspendida en el
universo.
Estaba absorbida por cosas como aquéllas y no prestaba atención a nada
más. Por ello lo que vi cierto día fue sólo por casualidad.
Fue una de las veces que no había bajado a cenar. Margaret tocó a mi
puerta y le dije a voces que estaba ocupada escribiendo poesías y que no
podía interrumpirme —⁠mi abuelo nunca se oponía⁠—. A las nueve, bastante
después de la cena, me entró hambre. Me deslicé con calcetines por la

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escalera, notando las tablas suaves y frías, silenciosas bajo mis pies. Recuerdo
el débil crepitar de la madera en el hogar del living —⁠el otoño estaba
avanzado y las noches eran frías y húmedas⁠—. Bajé la escalera con cuidado,
sigilosamente —⁠era lo bastante joven para encontrar emocionante el moverme
sin hacer ruido, era algo que pervivía en mí desde los días en que jugaba a los
indios⁠—. El vestíbulo estaba a oscuras, la lámpara, que normalmente ardía
junto al espejo de pared salpicado de azogue, estaba apagada. Las únicas
luces que había eran las del living en donde estaban Margaret y mi abuelo.
Ellos no podían verme en la oscuridad del vestíbulo y no me habían oído. Él
leía uno de sus periódicos y ella estaba cosiendo. Reconocí la tela. Era mi
vestido. Toda la sala parecía una composición, un cuadro. Margaret dejó de
coser y sus manos cayeron en su regazo. Levantó la cabeza y se quedó
mirando el fuego. Él debió de notar su gesto porque plegó el periódico y lo
dejó a un lado. Ella no se volvió. La cabeza masculina que remataba su
delicado cuello quedóse completamente inmóvil. La madera de su silla crujió
al levantarse él, las tablas del suelo gimieron bajo su paso al acercarse a ella.
Inclinóse hacia Margaret pero como aún quedaba demasiado alto al estar ella
sentada en la mecedora baja con patas de cabeza de cisne, se arrodilló y la
rodeó con sus brazos. Volvió ella entonces la cabeza para apoyarla sobre el
hombro y estrecharla contra el cuello de mi abuelo.
Me retiré y subí casi corriendo las escaleras, pero procurando no hacer
ruido. Sentía miedo. No era otra cosa. Estaba impresionada.
Fue el único gesto que vi cruzarse entre ellos.

Terminé mis estudios en el instituto y mi tía Annie me llevó con ella y con
sus nietos a realizar una gira en automóvil por el oeste. Todo se decidió
repentinamente.
—Debes ir —me dijo mi abuelo con firmeza⁠—. Te gustará.
Y al día siguiente mismo, la tía Annie y sus cuatro nietos venían desde
Atlanta en un nuevo Cadillac grande a recogerme. Yo estaba encantada. Su
nieto mayor, el que conducía, era enormemente atractivo. Seis semanas con él
en una gira por el país parecía demasiado hermoso.
Más tarde, mucho más tarde, descubrí por qué habían tenido tanta prisa en
llevarme fuera. Fue el verano en que mi padre vino a verme. Mi abuelo se
enteró de algún modo de sus planes. Yo ya estaba lejos por el Gran Cañón y
el Desierto Pintado. Me pregunto lo que se dirían el uno al otro después que

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mi padre llegase a Madison City y se diera cuenta de que se me habían
llevado.
En cierto modo siento no haberle visto, no haber conocido al menos su
aspecto. Hacía tiempo que le había olvidado —⁠mi madre, disgustada con él,
no había guardado ninguna foto⁠—. Pero por otra parte es cierto que no habría
sabido qué decirle. No podía hablar bien de la propia sangre. O quizá sí
podía… Pero no lo hice. Estaba lejos, de viaje.
Todo lo que recuerdo de la gira es una confusión de montañas y de picos
nevados, de lagos helados y desiertos interminables, de flores exóticas y un
océano que no parecía real. En el camino de vuelta me detuve en Atlanta.
Tenía que comprar varias cosas para mi primer año en la Universidad.
—Niña —dijo tía Annie—, tus vestidos están horribles. ¿Cómo pudo
dejarte Willie salir por ahí con ese aspecto?
—Me compré los vestidos con Margaret.
Su cara se puso pálida.
—Creo que esta vez voy a sustituir a Margaret en esta cuestión.
Nos llevamos a Ellen, su nieta mayor —⁠había estudiado tres años en la
Universidad del estado y la había dejado para casarse. Teníamos que preparar
su ajuar y un vestuario para mí para cuando entrase en la Universidad. Fue
una compra por todo lo alto, espectacular, como el oeste que había visto unas
semanas antes y tan precipitada como el viaje. Mi tía Annie era una mujer de
vitalidad que disfrutaba de cada minuto. Una de las veces vacilé ante un
vestido negro liso. Ella saltó enojada.
—¿Qué pasa ahora? ¿A qué estás esperando?
—Es algo caro —le dije.
—Niña, niña… —expresó su exasperación con el sonsonete típico de
tantas mujeres gruesas⁠—, él puede gastárselo… Es lo mismo que cuando
Willie no te dice nada de lo que él hace… Si se queja de las facturas no tienes
más que preguntarle por sus negocios de madera y verás cómo se calla.
Aquella noche, después de cenar, ella resolvió que me comprase un coche.
—Viviendo tan lejos debes tener un medio cómodo para ir y venir.
—No sé conducir —le dije.
—Bueno, aprende —respondió con énfasis⁠—. ¡Ahora mismo! —⁠Y me
quedé parada, porque antes nunca me había ocurrido algo parecido⁠—. Voy a
llamar a Will ahora mismo para decírselo. —⁠Entró directamente en el
vestíbulo para telefonear.
Mi tío Howland dijo tranquilo desde su asiento:
—Annie es una mujer de empuje.

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Annie volvió sonriente.
—Willie es un hombre tan testarudo e inflexible que una tiene que hacerle
callar.
Después, aquella misma tarde, cuando a ella también le salieron los
colores por el brandy, dijo a su esposo:
—Pregunté a Willie si estaba preparándose para venir a la boda de Ellen.
—Habrá dicho que no, me figuro.
—Está demasiado ocupado… Sabes, Howie, me preocupa. Nunca quiere
salir de la hacienda. No quiere dejar a esa Margaret.
—Calla —dijo mi tío.

Así pues, fui a la Universidad. Tenía un nuevo Ford descapotable azul y


blanco y una estola de visón y una fuerte sensación de miedo que hacía que
me despertase a medianoche. Solía estar acostada en la cama de la residencia
temblando de impaciencia al pensar en el nuevo coche que me conduciría
hasta casa. Nunca me gustó la Universidad. Pero a medida que transcurría el
tiempo me desagradaba menos.
Cuando volví a casa en mis primeras vacaciones —⁠aquel año en
Navidad⁠— mi abuelo me dijo:
—No estás obligada a quedarte aquí; si hay algún otro sitio deberías irte
cuanto antes.
—¿Irme para no volver? ¿Cómo los hijos de Margaret?
Sus ojos no parpadeaban nunca.
—No —dijo él—, puedes volver… puedes, pero algún día quizá no lo
desees.
Yo le abracé entonces, pues sentí haberle recordado a sus otros hijos y
además empezó a parecer viejo bajo la intensa luz de la mañana. Yo había
estado conduciendo toda la noche y me encontraba perfectamente.
—Me gustaría vivir aquí —le dije⁠— para el resto de mi vida.
Le agradó aquello y yo pude apreciarlo, pero como no exteriorizaba nunca
nada sólo se frotó la barbilla y dijo:
—Eso dependerá del sitio en que quiera vivir tu esposo.
—No tengo ningún pretendiente.
—Lo tendrás —dijo—. Lo tendrás.
Hacía un tiempo inestable y frío y yo llevaba el nuevo visón. Froté mis
dedos a lo largo de la piel.
—Es posible que vivamos aquí.

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—Es posible —dijo—, si encuentras el hombre justo que deseas.
—No me casaré con otro.
—Debes ser precavida —dijo con acento grave⁠—, tu madre se casó por
amor y éste la consumió y se quedó sin el menor consuelo.
—A mí no me ocurrirá eso —dije—, a mí no.
—Bien —dijo—, necesitas una taza de café. Entra y veremos lo que ha
preparado Margaret.

Pasé cuatro imprecisos y vagos años en la Universidad. Verdes prados,


edificios de blancas columnas, jardines de flores. Los dedos me dolían de
tomar tantas notas. La cabeza me dolía del humo del tabaco. Las piernas me
dolían de tantas horas de plantón. El canto extraño del alcohol en mis oídos y
mis labios que se quedaban ateridos de súbito. Y las fiestas.
Había un lugar en el lago TVA, un paraje hermoso, todo rodeado de
bosques con la excepción de la carretera que conducía al embarcadero. Se
llamaba Harris Pier y tenía filas de embarcaciones atracadas en las dos orillas.
En el mismo extremo había una balsa grande con un trampolín. Era allí a
donde solíamos ir las noches del sábado después que hubiesen cerrado todos
los restaurantes, cafés y clubs. Siempre estaba repleto de gente. No es que a
nadie le gustase estar precisamente entre muchas personas, sino que no había
otra balsa y todos se apiñaban en ella. Algunas veces había una guitarra y
cantábamos. Una vez, Ted Anderson trajo su armónica. No tocaba muy bien,
no tan bien como habíamos oído tocar a los negros. Pero bastaba. Y los
sonidos suaves y melancólicos se extendían sobre las aguas tranquilas y
temblaban sus notas sobre los pinos. Sí, una recuerda cosas como éstas.
Y una recuerda el exquisito sabor del bourbon en un vaso de papel con
agua extraída del lago que quedaba a los pies. Las noches, espléndidas,
increíblemente hermosas, tanto que una sentía necesidad de llorar. Cómo cada
rayo de luz y las sombras de la luna parecían profundos y encantadores. Bajo
la calma o la tormenta, era indiferente. Exquisito y misterioso, sólo porque era
de noche.
Ahora me pregunto cómo perdí aquello, el misterio, el encanto. Se disipó
lentamente hasta que un día se fue por completo y la noche sólo fue oscura y
la luna algo que crecía, menguaba o que anunciaba un cambio de tiempo. Y la
lluvia sólo algo que limpiaba los caminos de grava. El hechizo había
desaparecido.

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Y lo peor de todo es que no supe exactamente en qué momento había
desaparecido. No había nada que pudiera señalarse y decir con certeza: ahí,
entonces. Un día, una se da cuenta de que lo echa de menos y de que lo ha
estado echando de menos mucho tiempo. No hay nada de qué lamentarse. Ha
transcurrido tanto tiempo…
Aquel hechizo y aquella emoción se disiparon, sencillamente. Como
sucede con la mayor parte de las cosas, según he podido comprobar. Como
ocurrió con la vida de mi madre, suavemente, poco a poco, hasta que se fue
sin dejarme siquiera la satisfacción de las lágrimas. Y mi amor también. No
hay perspectiva —⁠ninguna para mí, nada definitivo⁠— sólo una filtración
imperceptible, la carcoma del tiempo. Como aquellos vestidos de novia que
mis primos y yo encontramos hace tanto tiempo en los viejos baúles del
cuarto trastero. Todos ellos parecían nuevos. Pero cuando una los cogía se
caían por su propio peso sin que los rozase la menor brisa y los mismos trozos
que quedaban en la mano se quebraban.
Así sucedió conmigo durante años. Cosas que yo creía alrededor habían
desaparecido de mi lado. Algunas veces me pregunto si no soy como una isla
que la marea ha abandonado dejando sólo algunos despojos en las playas,
cosas inútiles.
Contemplo a mis hijos ahora y pienso cuánto tiempo pasará antes de que
se marchen, antes de que me decepcionen…
Pero no me importa. Ciertamente no. A mí no. Ya no. Por lo menos no
estoy decepcionada…
Pero en aquellos años de la Universidad todo brillaba y resultaba hermoso
y mis nervios se agitaban con la más ligera brisa. Y todavía me estremezco
con placer cuando tengo la oportunidad de ponerme el vestido de mi
presentación en sociedad. Después de mi primer baile no pude dormir.
Acostada en la cama me estremecía recordando, hasta que rompía el día y el
sol entraba por la ventana.
Todo aquello era un mundo que desapareció a la vez. El ligero balanceo
del flotador, los tristes acordes de la armónica, los árboles oscuros cubiertos
por la luna. Ted Anderson trajo una sola vez aquella armónica. Quizá por ello
sonaba tan bien.
Casi estuve a punto de morir en una de aquellas noches encantadoras.
Habíamos estado bebiendo en la balsa, cuando alguien dijo: «Arrojadlas al
agua». Y lo hicieron. Todas las jóvenes con sus mejores trajes saltaron por el
borde del flotador. No creo que me hubiesen oído en toda la confusión y los
gritos aun cuando se me hubiese ocurrido llamarles. No lo hice. Hasta que

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sentí el frío del agua no me acordé de que no sabía nadar. Ellos creían que
todas sabían. Con las risas y los chapuzones mis gritos no servían. Yo llevaba
puesta una falda larga, lo recuerdo, y muchas enaguas. Estaban entonces de
moda. En medio minuto ocurrió todo.
Contuve la respiración mientras me iba para el fondo y luché por salir a la
superficie, tomé un sorbo de aire y me hundí de nuevo. Me pareció una
eternidad, subiendo y bajando. Cometí entonces un error. Al salir a la
superficie lo hacía tan de prisa que no tenía tiempo de llenar mis pulmones y
no podía resistir el impulso de respirar mientras me hundía. Una vez se tiene
agua en la boca, una vez se empieza a toser debajo del agua, no dura mucho la
cosa. Recuerdo que tosí un par de veces. Luego salí.
Ellos dijeron después que me habían encontrado unos pies por debajo de
la superficie flotando con la cara boca abajo y que pasaron unos momentos de
angustia al subirme a la balsa mientras mis enaguas húmedas se iban
quedando por el camino.
Recuerdo cuando salía con el agua cayéndome de la boca y una terrible
presión en la espalda que me oprimía el pecho contra la cubierta de lona del
flotador.
Hice esfuerzos por darme la vuelta.
—Dejad de apretarme —dije—. El suelo está duro y me hacéis daño.
Alguien señaló:
—No le pasa nada.
—Dios mío —dijo alguien—, necesito un trago. Me asusté de verdad.
—No te preocupes —dijo la primera voz⁠— yo cuidaré de ella. —⁠Y luego
alguien me levantó. Podía haber abierto mis ojos para ver, pero me pareció un
esfuerzo demasiado grande.
Finalmente lo hice. Estaba acostada en el asiento posterior del automóvil
y sólo noté un tenue resplandor de la luz que entró al abrirse la puerta del
coche. La gente que me había traído. Les oía cuando empezaban a marcharse,
les oía hablar.
—¿Dónde habéis dejado la botella?
—Allí en el flotador.
—Harry la tenía.
No quería que me dejasen sola. Me incorporé de un salto, intentando
alcanzar la puerta. Lo primero que toqué fue una camisa empapada de agua
que alojaba un cuerpo en su interior. Y un par de brazos húmedos que me
cogían fuerte.
Le reconocí: Tom Stanley.

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—¿A dónde diablos crees que vas ahora? —⁠Sacó una copa de whisky. La
bebí de prisa, sintiendo por primera vez el frío en mi cuerpo, el frío de la
muerte próxima. Me estremecí, intensamente⁠—. Toma otro. —⁠Lo vertió en la
copa⁠—. ¿Qué es lo que te ha pasado, por Dios?
—No sé nadar —dije, y mi voz sonaba ronca y cascada.
Se quedó callado unos segundos. Silbó entre dientes con gesto
preocupado.
—No habíamos pensado en ello —⁠dijo⁠—. No se nos ocurrió pensarlo.
Me bebí su whisky. Tenía un sabor de boca horrible, como si hubiese
vomitado. Pensé si lo habría hecho, pero no me atreví a preguntar.
—¿Nunca aprendiste a nadar? —⁠repetía él⁠—. ¿Dónde demonios te has
educado?
—¿Y por qué demonios me echasteis al agua?
Apoyé mi cabeza en la pechera de su camisa y empecé a llorar. Cuanto
más lloraba tanto más me estrechaba contra él. Con el tiempo me sentí mejor.
Me había echado completamente encima de él y tenía mi cara apretada contra
su nuez con los brazos alrededor de su cuello. Cuando terminé empecé a
frotarme la cara con las manos y él me dio su pañuelo.
—Te llevaré a casa —dijo—. Les voy a decir que nos marchamos.
Se fue hacia el flotador y yo decidí pasarme al asiento delantero. Salí sin
dificultades pero luego estuve a punto de caerme, me temblaban las piernas.
Tuve que apoyarme en la puerta posterior y tirar con torpeza de la manivela
delantera. Cuando al fin conseguí entrar en el asiento me sentí agotada. No
tuve fuerzas siquiera para cerrar la puerta. Tom la cerró de golpe cuando
volvió.
El camino de regreso fue muy largo, siete u ocho millas por carreteras
polvorientas que se abrían paso serpenteando por la misma cresta de la
montaña. Al cabo de una milla o así se detuvo en medio de la carretera. No
había un solo automóvil por los contornos. Y dijo:
—Necesito un trago. ¿Y tú?
—Sí —respondí. Y mi voz sonaba ya menos ronca⁠—. Me encuentro
mejor.
—Vivirás —dijo.
Me ofreció la botella y busqué a tientas en el suelo hasta que encontré el
vaso de papel que antes había tirado. Vertí el whisky en él. Él bebió
directamente de la botella. No teníamos ni hielo ni agua. Todo se había
quedado en el flotador con la fiesta. Pero aun así el licor ayudaba. Dejé de
temblar. Pronto noté que un calor agradable recorría mis dedos.

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—Siento haberme echado encima de ti —⁠dije⁠—. Estaba muy asustada y tú
eras lo único que había a mi lado y necesitaba apretarme contra alguien.
—A tu disposición. —Puso en marcha el automóvil y fuimos despacio y
con cuidado, trabajando el motor con la segunda marcha en los tramos más
empinados.
Las pendientes de estas colinas estaban bordeadas a ambos lados de
frondosos árboles, pero la cima era un prado abierto natural. La carretera lo
atravesaba directamente por espacio de una media milla. Detrás de nosotros
se podía ver espesos bosques oscuros y el intenso brillo metálico del lago. Al
otro lado los mismos árboles y más lejos, mucho más lejos, la ciudad y la
Universidad. Podían verse las luces de las casas, unas pocas personas estaban
todavía levantadas. También los letreros de neón, rojos, en su mayoría con
algunos tonos verdes. Las luces de las calles, filas rectas de lámparas
amarillas oscurecidas por sus propios árboles.
—Parémonos un minuto —dije.
—Si no te enfrías con ese vestido mojado…
—Sólo un minuto.
Salí. Con el whisky en mi estómago descubrí que podía moverme sin
dificultad, y me alejé un poco del coche penetrando en el césped terso y fuerte
del claro y mirando a mi alrededor. No corría la menor brisa. Lo contemplé
todo, las ridículas y nubladas luces de la ciudad, las pocas estrellas
difuminadas por la luna que había en el cielo, las magníficas y frondosas
laderas de árboles. El reflejo de la luna era intenso y azul, llegaba a las copas
de los árboles, casi tocándolas, casi acariciándolas. Debajo de sus ramas
iluminadas la noche parecía inmensa y suave, todo lo profunda que podía ser.
Tan profunda como el agua en que me había hundido. Contemplé la hierba
bajo mis pies, la hierba cubierta de rastrojos, las piedras diseminadas, el rocío
de los guijos. Cada una de estas cosas tenía su sombra, bien definida y
distinta, una sombra siguiéndolas siempre.
Todo tan transparente, tan brillante. Y el alcohol cantando en mis oídos un
continuo y nítido murmullo… No había hecho nunca una noche como
aquélla, nunca había hecho una noche tan clara, tan diáfana. Y silenciosa. Ni
un solo pájaro nocturno, ni una sola brisa. Era una noche para la
contemplación. Resplandeciente, inmaculada.
Nunca volvería a ser así. Volví al coche con la falda mojada pegándose a
mis piernas.
—Creo que me gustaría tomar un trago.
—Espera un minuto.

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Él me besó. Y aquello fue como la noche. Intenso, diáfano. Podía oír su
respiración. Podía escuchar los latidos de su corazón bajo el algodón húmedo
de su camisa. Deslicé mi mano hasta su cuello y mis dedos encontraron un
siete en la tela cerca del hombro.
—Está rota —dije.
—Lo sé.
A través del jirón probé su piel. Era algo salada, ligeramente metálica
como algunas ostras. Debía de ser el agua salada del lago que estaba
secándose en su cuerpo. La luna brillaba sobre la ventanilla del automóvil,
directamente sobre mis ojos.
Tomamos otro trago y nos tendimos sobre el asiento delantero. Había
tanta quietud que parecíamos estar ausentes. Sólo el golpe de un brazo o de
una pierna sobre el volante, de vez en cuando, lo bastante fuerte para romper
la calma de la noche. La luna brillaba aún en la ventanilla y sus rayos pasaban
directamente hacia la opuesta, ininterrumpidamente por encima de nuestras
cabezas. Como un río, pero fluyendo sobre nosotros. Y descubrí que no era
tan difícil perder la virginidad ni tampoco tan doloroso. No me habían
hablado de ello, tampoco me habían enseñado. Sin embargo, tampoco me
habían enseñado a nadar.
Sólo hay una noche como aquélla. Sólo una. En que una se siente
transportada y llena de inquietud por la única razón de ser la tierra bella y
misteriosa y el cuerpo joven y vigoroso.
Puedo acordarme de él, recuerdo perfectamente su aspecto, aunque hayan
pasado quince años y muriese en Corea dos años más tarde.
Aquella noche ninguno de nosotros lo sabíamos. Me llevó a casa y me
deslicé a dentro sin ser vista. No me di cuenta siquiera de que mi compañera
de cuarto se había ido. Me quité la ropa rasgándola porque estaba aún mojada
y pegada a mi cuerpo. Me quedé dormida desnuda encima de la cama. Por la
mañana metí mi vestido destrozado en un saco de papel y lo arrojé a la
basura.

No volví a ver muchas veces a Tom. Antes no habíamos sido realmente


amigos. Sólo fue una casualidad el que nos encontrásemos. Fue la noche, el
momento y el carácter peculiar de las cosas. No fue nada personal. Hubiese
sido lo mismo con cualquier otro hombre.
Me llevó a unos pocos partidos de fútbol y a las grandes fiestas de
confraternidad que les seguían, pero ya no volvimos a estar solos. Luego nos

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olvidamos casi por completo.
Sucede así y no tiene por ello menos valor. Es el hecho lo que se estima y
no el hombre. Así ocurrió conmigo.

No tuve dificultades en la Universidad. Aprobé mis asignaturas y fui a las


fiestas, bebí el prohibido bourbon y contenía la respiración cuando volvía
corriendo a mi casa. A veces, estábamos bebidos. En cierta ocasión, nos
persiguió la policía del estado —⁠llevábamos un cajón de whisky, aquella vez.
Lo habíamos comprado en el condado inmediato para la fiesta⁠—, pero
corrimos más que ellos. No tuve dificultades hasta principios de mi último
curso. Entonces fui expulsada por causa de una boda. La novia era de Nueva
Orleans aunque estudiaba en la Universidad con nosotros. El novio era un
cínico que conoció al ir a casa en las vacaciones del Día de Acción de
Gracias. Un martes por la mañana nueve de nosotras —⁠dos coches llenos⁠—
nos fuimos con ella a la ciudad más próxima del Mississippi. Él nos esperaba
allí, un hombre pequeño y acartonado, que no dijo nada. Parecía imposible
que se hubiese casado antes tres veces. Pero cuando el empleado del registro
se lo pidió le presentó copias de tres declaraciones de divorcio por separado.
Era realmente cierto.
Pero por aquellos días una se podía casar en diez minutos. Los mismos
empleados salían presurosos a recibirte para no perder la ocasión favorable.
Así pues, nos agolpamos, empujándonos y riendo con fuerza para entrar en el
juzgado y asistir a la ceremonia. Después bebimos a su salud con champaña
—⁠habíamos traído cuatro botellas bien preparadas con hielo. Entraron en su
Cadillac grande blanco descapotable y se alejaron agitando las manos. Nos
terminamos el champaña y regresamos sin prisas a la Universidad,
sintiéndonos alegres y románticas. Ninguna de nosotras había visto antes salir
de viaje a unos recién casados.
Y entonces empezó el conflicto. La familia de ella casi se volvió loca al
enterarse. Eran católicos, y muy sobrios en su creencia, y todo el asunto les
pareció un horrible pecado. Intentaron hacer volver a la muchacha, pero era
mayor de edad y se había ido a Florida sin decir dónde. No se molestó
siquiera en escribir después de aquel primer telegrama en el que anunciaba su
matrimonio.
A todas nosotras nos enviaron a casa. Telefoneé para decir a Margaret que
iba a regresar. No dije el motivo y ella tampoco me preguntó. No tenía por
qué hacerlo. Sabía que había de enterarse de todos modos.

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Como era lógico, mi abuelo estaba esperándome en el porche cuando
llegué a casa. No se molestó en levantarse de su silla. Dejó que subiese las
escaleras hasta llegar a él.
—¿Qué es lo que has hecho? —⁠dijo.
—Podías saludarme antes.
—Creo que me interesa más saber lo que ha ocurrido.
—Bien —dije airosa—, asistí a una boda.
Cuando acabé se puso en pie y entró. Yo le seguí.
—Ve a tomar un baño, a cambiarte de ropa o lo que tengas que hacer
—⁠dijo⁠—. Tengo que telefonear.
—¿Para qué?
—Para que vuelvas.
—Tal vez no quiera volver. ¿Has pensado en ello?
Subía ya las escaleras cuando me llamó:
—¿Dices que su familia es católica?
—Sí señor.
Rió entre dientes, preocupado.
—Eso te va a ayudar algo en un estado en que la mayoría es baptista.
Se dirigió hacia el teléfono. Me cambié de ropa y salí. Cogí uno de mis
caballos —⁠había sólo tres, que me pertenecían⁠— y di un paseo hasta que se
hizo demasiado tarde y empezó a refrescar. Regresé y oí sonar el teléfono
mientras me aproximaba a la casa desde la cuadra y entraba por la puerta de la
cocina.
Margaret dijo:
—Tienes barro en los zapatos.
—Lo olvidé. —Volví y me limpié con el cepillo que tenía la forma de dos
simpáticos conejos con las orejas levantadas.
—¿Tienes hambre? —preguntó Margaret.
—No.
—¿Has almorzado?
—No tengo hambre.
—Sopa —dijo—, toma algo.
Estaba sentada junto a la mesa de la cocina. Me había estado esperando.
—¿Está él aquí?
Ella sonrió.
—¿A dónde puede haber ido, pues?
—¿Ha ido a telefonear?
—Como saliste tan precipitadamente de la casa.

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—Bien, tenía motivos para hacerlo —⁠le dije⁠—. Los viejos bastardos de la
escuela…
—A él no le gusta que hables así —⁠dijo con calma.
—Bien, bien. —Fui a mirar dentro de la sopera.
—Abby. —Di un salto. Ella nunca me llamaba por mi nombre⁠—. Debiste
hablarle esta mañana y no dejarme a mí una nota para él.
—No quería hablar con él. No se me hubiese ocurrido decirle nada.
—Hieres sus sentimientos.
—Bien, él también hiere los míos.
Ella rió forzada.
—Quizá sea mejor que te quedes aquí fuera conmigo hasta que los dos os
calméis un poco.
Cogí el cucharón y removí la sopa, sin contestar.
—Ha estado con el teléfono todo el día —⁠dijo Margaret⁠—. Te lo arreglará
todo.
Había en su voz un tono de orgullo y de satisfacción que nunca había
notado antes.
—No quiero que lo arregle.
—No le molestes esta noche, niña —⁠dijo⁠—. Y tómate la sopa. Todo ese
genio no es más que el estómago vacío.
Cené con Margaret mientras mi abuelo estaba en el living junto al
teléfono. Al rato le llevó unos emparedados y se sentó con él para hacerle
compañía. Como no tenía nada que hacer, me fui a la cama y me puse a leer.
No sé exactamente a quién llamó. No se me había ocurrido pensar siquiera
que conociese a tanta gente. Era siempre tan apacible, tan reservado, nunca
me hablaba de sí ni de sus negocios. Yo me había acostumbrado a su forma
de ser y no le daba la menor importancia. Al fin y al cabo había infinidad de
hombres del sur que trataban a sus esposas de aquella forma. Ciertamente
resulta agradable. Pero no pude dejar de impresionarme al ver que aquel
abuelo de lentos reflejos se convertía en otra persona. No había conocido
antes aquella faceta de su carácter. No había tenido antes motivos para
manifestarse así. Hasta aquel momento no tuve idea de la influencia y alcance
de este aspecto suyo. No tenía la menor idea de la fuerza que poseía mi
abuelo.
Llamó a numerosas personas, lo sé. Yo sólo contesté a una llamada y eso
fue a la mañana siguiente. Pasaba en aquel momento por el teléfono cuando
éste sonó. Lo cogí. Era del despacho del gobernador.

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Y todo aquello dio su fruto. A la semana siguiente yo regresaba a la
Universidad. Mi abuelo me llevó en su coche.
—¿Y las demás qué? —le pregunté⁠—. ¿Volverán también?
—Ellas tienen que defenderse por sí mismas, querida.
—Pero fue idea mía —dije—, no puedo volver sin ellas.
—Niña —dijo—, tú no puedes arreglar este mundo. Todo este asunto es
enrevesado, como un cedro cubierto de enredaderas. Pero tú vas a volver. Así
que olvídalo.
Me puse furiosa con él, y estuve de morros todo el camino. Cuando
llegamos, mi abuelo dijo inesperadamente:
—Vamos a hablar con el rector.
No le creí.
—Estás bromeando.
—Su hermano me arregló unos pleitos.
—No como éste —dije—. Tengo que cambiarme de vestido.
Sonrió burlón, molestándome su gesto.
—Si lo hubieras dicho al venir lo hubiera tenido en cuenta… Pero me
entero cuando están viendo ya a la pícara niña con sus ridículos calcetines.
Como era lógico, casi me morí del disgusto. Después de visitar al rector
fuimos a casa del decano. Los dos estaban esperándonos acompañados de sus
esposas. Parecía una especie de visita oficial. Mi abuelo se convirtió
automáticamente en un personaje ceremonioso y a la antigua. Al referirse a
mí me llamaba incluso señorita Abigail. Se mostraba tan cortés como un
colono de novela.
Cuando les dejamos me dijo que le llevase al hotel. Durante todo el
trayecto no dejó de sonreír con ironía y por lo bajo. No sé qué era lo que le
alegraba tanto, pero estaba enormemente satisfecho.
Lo único que me dijo fue:
—Detente junto a la parada de taxis. —⁠Bajó del coche y se acercó a
hablar con los dos conductores que estaban esperando allí. Uno de ellos entró
en su automóvil y se alejó mientras mi abuelo volvía.
—Se ha ido a por un neumático de repuesto y a por algo más de gasolina
—⁠dijo⁠—. Me va a llevar a casa.
—¿Hasta allí? —dije—. Eso es caro.
Me miró serio por unos segundos y luego se rió entre dientes.
—Creo que es mejor no decirte lo que me ha costado conseguir que
volvieras a la facultad. Si he podido hacer eso me figuro que podré pagar el

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taxi. Soy viejo y necesito estar en casa. Estaré allí un poco más tarde de la
medianoche.
—Echas de menos a Margaret —⁠dije.
Sus ojos azules brillantes adquirieron una expresión fría que nunca antes
había visto. Su gesto se volvió rígido, su cara grave y casi gris.
—Lo siento —dije impaciente—. Estaba bromeando.
—Eres una niña —dijo—, y como tu madre tienes muy poco sentido
común.
Bajó del automóvil como si ya no pudiese aguantar el estar sentado a mi
lado y recorrió su mirada de un lado a otro de la calle.
Yo salí también y crucé por delante del coche hacia él, pues no quería que
pensara lo que pudiera estar pensando. En los pocos segundos que tardé en
llegar él encontró a un conocido. Estaba estrechando la mano a un joven
robusto que llevaba el corte de pelo más corto que había visto. Su pelo negro
era como una mancha sobre su cráneo.
—John Tolliver —dijo mi abuelo descuidadamente. Su actitud postiza de
la tarde había desaparecido por completo⁠—. Mi nieta.
Él tenía unos ojos azules brillantes, de un azul sorprendente, y largas
pestañas negras.
—¿Qué estás haciendo aquí? —⁠preguntó mi abuelo.
—Estudio leyes, señor —respondió.
Mi abuelo asintió con un movimiento de cabeza como si fuera
exactamente lo que esperaba. Se volvió hacia mí:
—Conocía a su padre y a su abuelo por aquel asunto y a una cantidad de
primos que no puedo recordar.
—Sí, señor —dijo John Tolliver.
—Su padre es el juez del distrito. —⁠Tal y como lo dijo, pareció que
hablaba del fin del mundo⁠—. En realidad tuvo tantos asuntos que la gente
llama aquel sitio Tolliver Nation. —⁠Me dijo adiós con la mano y de repente
me di cuenta de lo arrugado, lo encogido y viejo que estaba⁠—. Que te
explique mi nieta cómo fue expulsada de la facultad.
Él señaló con el dedo hacia mi cara, entró en el taxi y se alejó.
John Tolliver dijo:
—¿Qué es lo que pasó?
—Fue muy divertido.
—Me gustaría oírlo —dijo, y su sonrisa era blanca y perfecta⁠—. ¿Qué
haces esta noche?

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—No esperaba siquiera encontrarme aquí —⁠le dije⁠—, de forma que no
tengo nada que hacer. Pero ¿no tenías una cita?
Un corto silencio y dijo:
—No, no la tengo.
Pero sí que tenía una cita. Lo que ocurría es que había tomado las palabras
de mi abuelo como una orden. Ya no volví a pensar en ello aunque sentí la
pequeña satisfacción de haber robado la cita a otra mujer.
Él no tenía coche y tuve que llevarle a la residencia en donde entró mi
maleta.
—Volveré por ti dentro de media hora.
Subí corriendo las escaleras y miré por la ventana del vestíbulo frontal.
Fue directamente al teléfono público que había en la esquina. Crucé de prisa
por el mostrador y volví a asomarme. Estaba todavía allí, había abierto la
puerta para que entrase el aire. Yo sabía que estaba cancelando su cita. Me
pregunté quién podía ser ella.
Mi compañera de cuarto estaba sentada sobre su cama y fumaba mientras
yo me vestía.
—No esperaba verte otra vez —⁠dijo⁠—, y ahora no sólo vuelves sino que
te traes un hombre atractivo a remolque. ¿Qué pasa?
—Es un amigo de mi abuelo —⁠dije.
Hizo una mueca.
—Sí —dije—, es cierto.
—¿De dónde es?
—De allí.
—¿Qué?
—Eso es todo lo que dijo mi abuelo.
—Demonio —dijo—, no es tan interesante como me figuraba.
—Me figuro que no.
Fuimos al Chicken Shack & Roof Garden. El nombre no tenía sentido.
Era sólo un edificio de un piso con el clásico tejado de pico. Allí dentro no
podía colocarse un jardín aunque se quisiera. Y fuera no había una sola mata
de hierba. La construcción estaba rodeada de asfalto negro hasta la misma
base de las paredes.
El Chicken Shack tenía una barra larga forrada de cuero rojo que se
extendía por toda la longitud del local, aunque en el condado regía la ley seca.
Podía verse de vez en cuando a los coches de la policía del estado aparcados
detrás del edificio, semiocultos por la elevada cerca. Se detenían allí para
echar un trago o para descansar.

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Yo pedí bourbon y agua, como siempre. John Tolliver dijo:
—Han puesto aquí una auténtica barra, de modo que vamos a utilizarla.
Dos martinis.
No me importó la corrección. Tenía que acordarme, pensé. La próxima
vez pediré algo más adecuado.
—Mi abuelo citó a Tolliver Nation. ¿Dónde está?
Se encogió de hombros.
—Es sólo otro nombre que le dan a Somerset County.
—¿Sois vosotros los Tolliver de Somerset County?
Respondió afirmativamente con la cabeza.
Somerset era el condado más septentrional con el más oscuro y sangriento
pasado del estado. Los criaderos de esclavos habían sido levantados allí en la
primera mitad del siglo XIX. Criaban esclavos y los vendían, como ganado. Se
hacía dinero con ello pero nada más. Incluso en aquellos días la gente no
miraba con buenos ojos ni al tratante ni al criador de esclavos. Compraban
pero, como hicieron con los traficantes judíos, les escupían al suelo para
satisfacer su repugnancia cuando se habían ido. En aquellos criaderos había
siempre intranquilidad y descontento. Los levantamientos de los esclavos
empezaban allí con frecuencia. Por lo general eran detenidos antes de
abandonar el condado. Pero a veces no y se dispersaban. Hubo uno
considerable en los años cuarenta, uno que dejó vastas huellas de casas
carbonizadas y cuerpos colgando de los árboles. Los blancos de Somerset
County eran, en verdad, también violentos. Los viajantes de antaño solían
temblar y tenían listos sus rifles cuando pasaban por aquella parte del norte…
era un país de bandoleros. Durante la Reconstrucción se empeñaron en luchas
familiares y durante veinte años se mataron entre sí. Cuando acabó todo
aquello casi las únicas familias que quedaron llevaban el nombre de Tolliver.
Consiguieron mantenerse en paz —⁠por aquel entonces el ferrocarril pasaba
por allí⁠— y desmontaron aquellas tierras negras llanas para levantar
gigantescas cosechas de algodón. El nuevo ferrocarril lo exportaba.
Nada trascendental había ocurrido allí durante mucho tiempo. El nombre
permaneció de todas formas y siempre que uno hablaba de Somerset County
la gente se quedaba pensando unos segundos, recordando. Aquel nombre era
así.
John Tolliver era diferente también. Actuaba con seguridad y su cabeza
oscura era perfecta.
No le vi demasiadas veces. Sólo salimos aquella tarde antes de las
vacaciones de Navidad. Después llegó la confusión de los exámenes y casi me

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olvidé de él. Cuando al fin me llamó era casi febrero.
—¿Adónde te gustaría ir? ¿A Harris Pier?
—No —dije cortante. Luego me expliqué⁠—: Casi me ahogo el año
pasado.
Con el coche fuimos al condado próximo, al café del que se decía que
tenía unas pizzas estupendas. Como todos los locales próximos a la
Universidad, estaba atestado de estudiantes y el tocadiscos automático sonaba
a toda potencia. Conseguimos la última de las mesas libres, al fondo, en una
esquina que daba a la puerta de la cocina.
—Tardaremos toda la noche para cenar —⁠dijo John Tolliver.
—No me importa. Al fin y al cabo los sitios en donde hay mucha gente
son agradables.
El tocadiscos vaciló unos segundos, giró de nuevo y dejó escuchar «Mona
Lisa», de Nat King Cole.
—Qué canción tan bonita —dije—. Me encanta.
—Siento no poder pedirte que bailes —⁠dijo John⁠—. Nunca aprendí.
—Realmente no me importa.
—Me alegro.
—¿Pero cómo pudiste evitarlo? —⁠dije⁠—. Yo creía que todos estaban
obligados a ir a la escuela de baile.
Sus ojos azules quedaban a mi altura.
—Tú no conoces Tolliver Nation.
—No —dije—. No lo conozco.
—No hay nadie que dé clases de baile. Si alguien lo hiciese sólo tendría
como alumnos a los niños. Muy pronto hay otras cosas que hacer.
—Oh —dije—. Ya comprendo.
—No es lo mismo que Wade County, ¿sabes? No hay más que algodón y
más algodón. No hay tierras madereras como las que tiene tu abuelo.
—Sí —dije no queriendo parecer demasiado ignorante⁠—. Me figuro que
la madera es muy valiosa.
Él se rió de mí. Y me di cuenta de que no me importaba en absoluto, pues
su risa era amistosa y amable.
—¿Puedo tomar un whisky con soda? —⁠dije⁠—. Es verdaderamente lo que
me apetece.
Tuvo que levantarse e ir hasta la barra para encargarlo. Aquel sitio era así.
Al volver puso con cuidado los vasos sobre la mesa.
—No te llamé antes —dijo sin transición⁠—, porque quería librarme de
otro compromiso.

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No supe qué decirle más que:
—Ah.
—Nunca me he citado con más de una chica a la vez. ¿Te parece una
tontería?
—No.
—Trabajo en la biblioteca toda la semana hasta que cierran a las diez
—⁠dijo⁠—, pasaré a recogerte a esa hora.
Y así, todas las tardes, después del trabajo, me esperaba en la residencia.
Todas las tardes a la misma hora: a las diez y diez. Generalmente dábamos un
paseo en coche y nos parábamos a charlar y a escuchar la radio. Él tenía muy
poco dinero y nunca me dejaba pagar. Íbamos siempre a un sitio distinto cada
noche. Fumábamos cigarrillos y contemplábamos la diminuta y débil ascua
roja en la oscuridad. La primera vez que me besó para darme las buenas
noches fue correcto pero decidido. Su piel olía como el trébol.
—Bien —dijo—, es suficiente por hoy. Vete adentro.
Hablaba como el hombre que está ejecutando un plan. Y eso resultaba
interesante. La mayoría de los que había conocido sólo se dejaban llevar por
la corriente y dejaban actuar a las circunstancias. Pero John Tolliver no era
así. Él ponía en marcha y dirigía por sí mismo los acontecimientos. Como
nadie antes me había dicho lo que tenía que hacer, me gustaba en extremo.
Una tarde mi compañera de cuarto me dijo:
—Querida niña, si no tienes cuidado vas a tener dificultades.
—¿Qué? —Estaba demasiado ausente y me sentía demasiado feliz para
comprender.
Ella cogió la caja verde de plástico que contenía mi diafragma.
—Estaba buscando a ver si tenías esparadrapo —⁠este condenado zapato
me corta los talones⁠— y encontré eso. —⁠Ella la agitó delante de mí⁠—. Eres
muy descuidada.
—No lo necesito. No me estoy acostando con él.
Ella lo arrojó dentro del cajón encogiéndose de hombros.
—Haz lo que te plazca.
—No lo estoy haciendo. Me voy a casar con él. —⁠No me había atrevido a
pensar antes en ello, pero cuando lo dije me di cuenta de que era cierto.
Cuando me lo propuso un mes más tarde, lo hizo con el mismo tono
autoritario.
—Me gustaría casarme contigo —⁠dijo⁠—, ¿a ti también?
—Sí —dije—, creo que sí.

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En lugar de decírselo a mi abuelo por teléfono o por carta, decidí ir a casa
aprovechando las cortas fiestas de Pascua.
Conduje toda la noche, tan entusiasmada y feliz, que no tuve necesidad de
dormir. Entré en el preciso momento en que estaba Margaret almorzando en
la cocina. Sin pronunciar una palabra se levantó e hizo otro sitio para mí.
—Bien —dijo mi abuelo—, parece que tiene buenas noticias esta vez.
—Me voy a casar.
—Lo esperaba. —Con calma se sirvió una taza de la anticuada cafetera
decorada.
—¿No quieres saber con quién?
—Creo que sí —dijo—. Me figuro que más tarde o más temprano tengo
que saberlo.
—John Tolliver.
Continuó bebiendo despacio su café.
Margaret dijo:
—¿Quieres almorzar?
—Estoy muerta de hambre.
Mi abuelo dijo:
—Hay algo sucio en su familia, pero en la nuestra también hay cosas que
no podemos mirar sin avergonzarnos. Podríamos empezar citando a tu padre.
—Esa familia ha hecho las cosas a su antojo en ese condado durante tres o
cuatro generaciones. Hay Tollivers en todas partes. Eso le da a un hombre una
extraña reputación.
—No más que ser un Howland —⁠dije.
Él sonrió y se encogió de hombros evasivo.
—Me figuro que no.
—De todas formas —añadí, avergonzada por haberle molestado⁠—, John
no quiere volver.
—¿Volver?
—A Tolliver Nation.
—Se le ha quedado pequeño —⁠dijo con naturalidad⁠—. Tómate el
desayuno.
Cuando terminamos fui con él al porche trasero mientras se ponía las
botas pesadas que usaba para trabajar.
—Ayer estuve a punto de pisar una culebra —⁠explicó mientras se las
ataba.
—A ti no te gusta John.
Continuó atándose las botas.

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—No lo conozco.
—Tú nos presentaste.
—Le reconocí por su cara familiar, la misma que tienen todos los
Tolliver.
—Pero es cierto que a ti no te gusta.
—Sabes que hay cosas en su familia que no apruebo.
—Pero su familia no es él.
—No —dijo—. Espero que no. ¿Estás enamorada de él?
Noté que me ruborizaba.
—No me avergüenzo de ello. Sí. Lo estoy.
—Yo no he dicho que tengas motivos para avergonzarte.
Terminó con sus botas y estiró las piernas como lo hacen los viejos. Se
asomó al patio posterior, lleno de fango como siempre estaba en primavera, y
contempló los establos, los silos, los ahumaderos y las restantes dependencias.
Tras ellos las parcelas con sus cercas y más al fondo los bosques.
—No pareces muy satisfecho con la noticia.
Empezó a llenar su pipa.
—Querida, es que soy demasiado viejo para entusiasmarme. Parece como
si tuviese que recordar las veces que he oído la misma cosa. Tú me dices eso
ahora y es como si tuviese que recordar a tu madre y a mí, los dos solos
volviendo de la estación en una calesa y subiendo por aquel sendero, siempre
el mismo, las mismas plantas, todo lo mismo, diciéndome ella que estaba
enamorada y que se iba a casar.
—John no es como mi padre.
—Y me parece recordar cuando fui a casa para decir a mis padres que
estaba enamorado y que iba a casarme. Y tampoco ellos se sorprendieron ni
se entusiasmaron.
—Conmigo no sucede lo mismo —⁠dije⁠—, es distinto.
—Cuando seas tan vieja como yo —⁠dijo⁠—, te darás cuenta de que no hay
mucha diferencia, que nada es tan extraordinario ni tan excepcional como
piensas. —⁠Él se levantó⁠—. Soy tan viejo que puedo acordarme del tiempo en
que todavía no había gorgojos del algodón en este país… Es mejor que llames
a la tía Annie. Al parecer, ella es la que arregla todas las bodas de esta casa.
—Muy bien —dije.
Empezó su recorrido por los terrenos. Siempre empezaba el día con una
rápida revista de los establos y del ganado. No había andado todavía dos pies
cuando se volvió y dijo:
—Robert ha terminado la carrera y se ha buscado un empleo.

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—No lo sabía —dije—, es estupendo. ¿Dónde?
—En San Francisco —dijo—. Necesitan ingenieros allí.
—Apuesto a que Margaret está muy contenta.
Él me miró con la misma expresión extraña, como si no me hubiese visto
antes.
—Decirlo es bien correcto y oportuno. Creo sinceramente que lo está.
Al irme hacia la cama —tenía un sueño terrible⁠— pasé junto a Margaret
que estaba sacando las flores muertas de los jarrones de la mesa del vestíbulo.
—Acabo de enterarme de lo de Robert —⁠dije⁠—, es estupendo.
—Es un buen muchacho —dijo tranquila.
—Debería casarse pronto.
—Sí —dijo—. Lo hará pronto.
Luego me fui a la cama, y antes de caer dormida pensé en lo vieja que
parecía Margaret. Había sido alta y huesuda y seguía siéndolo, pero ahora
tenía mollas en las caderas y tenía arrugada la tersa piel negra de sus mejillas
y patas de gallo alrededor de los ojos. Tenía un ligero tono gris en su cabello,
su sangre blanca lo había hecho. Mientras intentaba calcular su edad —⁠era
casi tan mayor como mi madre, hacia los cuarenta y pico⁠— me quedé
dormida.

Tuvimos una gran boda en junio, como todos esperaban. La boda más
soberbia del año. Mi abuelo reservó el Hotel Washington de la ciudad para los
invitados especiales. Todavía no fue suficiente, y los primos Bannister
—⁠Peter Bannister había muerto por entonces⁠— abrieron su enorme casa.
Me pareció que atravesamos todo el estado, asistiendo a recepciones,
cocktails, representaciones y bailes. Fiestas de sociedad a la antigua, que
duraban semanas, en la costa del Golfo. Cacerías en los bosques de los
condados del norte. Y más bailes: Blaue tie, Square Dance, Masquerade…
Dos semanas antes de la boda, subí a Somerset County para conocer a la
familia de John. No dieron fiestas —⁠las bodas no significaban nada especial
para ellos⁠—. Era un pueblo severamente religioso. Sólo pasamos un día allí y
aunque fueron correctos y amables a su manera, quedé muy tranquila cuando
nos marchamos. John dijo al regresar:
—Lo que yo te decía. No es lo mismo que Wade County.
Asentí con la cabeza.
—¿Les he gustado?

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—Te aprueban. —Desplegó su brillante sonrisa con frialdad⁠—. En su
mentalidad eso es mejor que no que les gustes.
—¿Han dicho algo, tus padres?
—Dijeron que serás una buena esposa.
—Oh. —Mi voz reflejó mis dudas.
—Es su manera de ser —dijo—. No le des importancia.
El día de la boda estaba tan cansada que di un traspiés y casi me caí en los
brazos de mi abuelo al bajar las escaleras. Cuando terminó la ceremonia y la
recepción, salimos de viaje en el nuevo Thunderbird descapotable que mi
abuelo nos había regalado. Me quedé dormida casi en el momento de
ponernos en marcha y dormí la mitad del camino hasta Nueva Orleans. Al
despertar vi que el coche estaba parado y era ya más de medianoche.
Habíamos aparcado en la costa del Golfo, podía verse el agua brillante bajo la
luna y John dormía detrás del volante. Amaneció antes de recorrer el resto de
nuestro camino hasta Nueva Orleans.
Dos semanas después estábamos en casa. Dos meses más tarde volvíamos
a la Universidad y John prosiguió sus estudios del último año de leyes. Quedé
impresionada por la forma tan intensa con que trabajaba. No había conocido a
nadie que lo hiciese así. Mi abuelo, desde luego, no lo había hecho. Nunca
había visto trabajar a nadie con tan prodigiosa tenacidad. Teníamos un
pequeño y bonito apartamento al lado mismo de la Universidad, y todo aquel
año que estuvimos allí no llegué a verle casi. Me reunía con él para almorzar,
un corto paseo por la cafetería de la Universidad, y luego le veía nuevamente
de noche cuando cerraba la biblioteca, cuando volvía a casa y se ponía a
teclear la máquina de escribir por espacio de una hora aproximadamente.
Mantenía correspondencia con mucha gente. Las cartas estaban escritas con
esmero y redactadas con juicio.
—Algún día podrán ayudarme —⁠decía cuando yo protestaba⁠—. Cuando
se empieza desde abajo tienes que aprovecharlo todo.
Él estaba mucho fuera de casa, y como no tenía yo nada que hacer empecé
a sospechar. Al fin, una noche, después de la cena, le seguí hasta la biblioteca.
Estaba trabajando en una de las salas del piso bajo, y desde las escaleras de
entrada podía verle. Permaneció allí hora tras hora, inclinado sobre la mesa,
leyendo. No hablaba con nadie, no parecía darse cuenta de la presencia de
otras personas en la sala. No se detenía siquiera en fumar un cigarrillo.
Apenas se movía en su incómoda silla de madera. Yo estuve sentada tres
horas en las escaleras de cemento sintiéndome sola y angustiada y cuando fue
la hora de cerrar me apresuré hacia casa para llegar antes que él.

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—Tienes las manos frías —dijo al entrar.
—Fui a dar una vuelta a la manzana.
—¿Crees que está bien eso?
—Tú también necesitas salir algunas veces; además, ¿qué podría pasar?
—No me eches la culpa si algún tipo se mete contigo.
—¿Te preocupa? —pregunté—. ¿Te preocupa que pueda tener un
amante?
Estaba sacando la máquina. Todos los días yo la ponía dentro de su funda
porque no quería verla.
—¿Un amante? No lo creo, confío en ti.
Entonces, como me sentí tan defraudada dije que tenía dolor de cabeza y
me fui a la cama derramando lágrimas amargas en la almohada. Fue aquella
noche, creo, cuando decidí quedarme embarazada.
Cuando estuve segura se lo dije.
—Es demasiado pronto —dijo con suavidad⁠—, pero yo tenía que haber
tenido también más cuidado.
—¿Quieres que lo evite?
—No —dijo con énfasis—. Es demasiado arriesgado. Podrías morirte.
—⁠Transcurrió un momento mientras reflexionaba⁠—. Será muy conveniente
—⁠dijo⁠—, un niño te hará compañía.
—No estoy sola —dije.
—¿No? —cogió el periódico y empezó a leer⁠—. Pensaba que ése era el
motivo.
Él lo sabía. Y eso era lo que siempre me maravillaba. Lo que sabía, las
cosas de que se percataba tras su frente ocupada y abstraída…
Terminó felizmente sus estudios en la facultad, con todos los honores.
Pero había una cosa con la que no había contado: Corea. Puesto que seguía
reteniendo su graduación militar fue llamado a filas inmediatamente. Estaba
desesperado y furioso, encolerizado por su impotencia. Su cara se
congestionó, poniéndose gris y roja, y rasgó un trozo grande del brazo
tapizado de una silla del living. Yo estaba sentada precisamente allí y detrás
de mi vientre hinchado vi cómo hacía pedazos la silla.
—Dos años en Alemania —gritó—. ¿Por qué demonios no se llevan a los
otros? Que les hagan ver lo que es congelarse en el lodo.
Dijo mucho más y no durmió durante dos noches. Apenas me dijo adiós
cuando finalmente tuvo que partir. Pero no le resultó mal después de todo. En
absoluto. Pero eran pocas las cosas que le salían mal. Sabía adaptarse. No
importaba lo que fuese, sacaba ventaja de ello. Así ocurrió con su servicio en

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Corea. Fue a Washington y pasó tres años en los deprimentes y sombríos
barracones de las oficinas de una unidad de aprovisionamiento. Pero vio algo
más en Washington que le agradó. Vio infinidad de cosas que una familia de
Tolliver Nation nunca habría soñado. Vio además un sitio para él.
Me habló de ello un momento antes de que subiese yo al tren que debía
llevarme a casa. Washington estaba atestado, los hospitales abarrotados, todo
era horrendo. Volvía a casa de mi abuelo para dar a luz. Al dirigirnos hacia la
estación, él me dijo lo que quería y cómo pensaba hacerlo. Empezaba con el
cargo de gobernador y terminaba con el de senador.
—No hay posibilidad de ser Presidente. —⁠Me acarició suavemente el
pronunciado vientre⁠—. El estado es demasiado pequeño y de todas formas
uno del sur no podría… Me olvidé decírtelo. He ingresado en el Consejo de
Ciudadanos y en el Klan antes de marcharme.
—Oh —dije—. Oh, Dios mío.
—Tu abuelo pertenecía al Klan.
—Entonces era diferente.
—El juez Black también.
—Pero ya no.
—Querida —dijo—. Cuando consiga llegar a donde él lo dejaré también.
Regresé pues a casa de mi abuelo por aquellos días brillantes y vigorosos
de los principios del invierno. Por las mañanas me sentaba al sol en el porche
trasero y en el delantero por las tardes y pasaba el día con la gente que venía a
visitarme. Muchas eran señoras durante el día y hembras durante la noche.
Podía deducir de su forma de preguntar por mi esposo que John las había
impresionado.
Una noche mi abuelo me preguntó:
—¿Se va a meter en política?
—Sí.
Él rió irónico.
—Hay demasiados viejos en este estado que se dedican a la política. Uno
se cansa sólo de mirarles a la cara. Parece como si estuviésemos esperando a
un joven y bravo soldado que vuelve de la guerra. Tendrás que cambiarte a la
mansión del gobernador. Me figuro que es lo que él busca.
—Así piensa él.
—No hay motivos para pensar que no.
—Todavía no te gusta, ¿verdad?
—No me gusta mucho la política, niña, nunca me gustó… ¿Y a ti te sigue
gustando él?

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Y le dije la verdad.
—No tanto como antes. Pero le quiero.
—Eso cambia las cosas —dijo mi abuelo.
Una fría mañana de diciembre, cuando millones de puntos de escarcha
brillaban en la barandilla del porche y el cielo era de un azul intenso
resplandeciente, estaba sentada tomando mi desayuno. Sin aviso alguno,
expulsé entre mis piernas un agua verdosa que olía a amoníaco. Filtrándose
por mi bata formó un charco en el suelo.
De un modo absurdo, torpe e inconsciente por el estado en que me
encontraba me quedé mirándolo pensando: «Qué olor más repugnante. Qué
aspecto tan nauseabundo». Lo miraba fijamente, haciendo una mueca con mis
labios. Casi no me percaté de que Margaret se había levantado de un salto y
giraba precipitadamente el disco del teléfono. Mientras sonaba se volvió hacia
mí y me dijo:
—¿Notas algo?
Le respondí negativamente con la cabeza.
—¿A quién estás llamando?
—Al establo. Él está allí abajo.
Mi abuelo, por supuesto. Nunca le llamaba por su nombre. Por lo menos
al dirigirse a mí.
Nadie respondió. Margaret lo dejó sonar bastante rato, luego llamó a
Harry Armstrong, el médico de la ciudad. No estaba y ella le dejó una nota.
Salió al porche y miró de un lado a otro, pero los terrenos azotados por el
invierno estaban desiertos. Volvió trayendo en su vestido el cortante frío
invernal.
—¿Notas algo?
—Me siento extraña. —Me entró un sueño repentino y tuve dificultad
para articular las palabras.
Ella puso su mano en mi estómago, justo donde empezaba el cuerpo del
niño y presionó con firmeza. La retuvo así un momento. Luego me cogió por
el brazo y me puso en pie.
—Tenemos que llevarte a la cama.
Me ayudó a subir las escaleras y a meterme en la cama. Entró en el
vestíbulo para llamar nuevamente al establo. Todavía ninguna respuesta. Mi
abuelo debía de estar fuera en algún sitio y él tenía el único coche que había.
El mío se lo había dejado a John en Washington.
Debería haberlo tenido en casa. Pensé: «Qué necia. No puedo hacer nada
bien. No puedo siquiera llegar a tiempo al hospital para dar a luz».

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Margaret volvió.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —⁠le pregunté.
—Ni cinco minutos, niña.
Estaba terriblemente agotada. Me parecía que no podía abrir los ojos. De
súbito mi cuerpo empezó a agitarse como para un gigantesco estornudo.
Cuando terminó di un grito.
Margaret me estaba sacando de la cama. Me había quitado la ropa.
Desnuda y sudando en la fría habitación, me apoyé contra el lateral de la
cama recostándome y deseando dormir.
—Siéntate en cuclillas —me dijo.
Había una sábana extendida sobre el suelo. No me había dado cuenta
antes. Me senté con las piernas encogidas. Ella se colocó detrás de mí,
sentada en la cama con sus piernas rodeando mi cuerpo y sus manos
sosteniendo mis hombros con firmeza.
—Ahora —dijo ella—. Adelante.
Dos dolores desgarradores más y la sábana blanca se cubrió con un charco
de sangre, un niño y un cordón umbilical viscoso.
Margaret estaba ahora arrodillada a mi lado, mi cabeza descansando en su
hombro. Limpiaba la boca del pequeño con un pico de la sábana. Se oía un
ruido a modo de gorjeos. Durante unos segundos pensé que la ventana estaba
abierta y que estaba oyendo el murmullo de los pájaros. Pero era el cuerpo
que había expulsado, ensangrentado y oliendo a amoníaco.
Estuvimos agachadas las dos hasta que terminó la expulsión. Luego
Margaret me ayudó a volver a la cama. Casi me olvidé del niño y me quedé
dormida.
Cuando desperté había un fuego ardiendo y la habitación estaba caldeada.
Margaret estaba sentada junto al fuego y había un canasto a mi lado. Ella vio
mis ojos abiertos y se acercó en seguida.
—Están tomando una copa abajo, tu abuelo y el doctor Armstrong. Están
bebiendo desde hace rato. —⁠Sonreía con dulzura, pero su sonrisa se eclipsó y
dijo con cierta indecisión⁠—: Voy a llamarles… Será mejor que les digas que
el bebé ha nacido en la cama.
—Ah —dije.
—Las mujeres blancas no se sientan en el suelo para dar a luz.
No sabía si se estaba burlando de mí, pero no quise correr el riesgo.
Nunca dije una palabra y todos creyeron que el bebé había nacido sobre el
colchón, como debía ser, decentemente.

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Pero fue una niña. Yo estaba enormemente decepcionada. La llamamos
Abigail.
El siguiente, justo trece meses después, nació en el hospital. El doctor
también era distinto. Otto Holloway. Por aquellos días, Harry Armstrong
había sufrido un ataque y se había retirado. Pero esta vez también fue una
niña. Mary Lee.
Oculté la cabeza debajo de las bastas sábanas del hospital y lloré
amargamente. Había deseado tanto un niño, tantísimo. John, que consiguió
venir esta vez, se inclinaba sobre la cama mirándome preocupado y
extrañado.
—No te lo tomes así —decía repetidamente⁠—. No tiene importancia, no
tiene importancia.
Yo había sido el único hijo que tuvo mi madre. Una niña. Y me había
figurado que yo tendría más suerte. Siempre había pensado en una familia con
muchos varones.
John no comprendía. No podía comprender.
—Oh, vete —le dije—. Por favor, vete.
—No es sólo la niña, ¿verdad? —⁠preguntó enojado⁠—. Es algo más.
Apenas me molesté en escucharle.
—Vete.
Su tono era áspero, de enfado. Había además cierto temor en sus palabras.
—Todo lo que haces, por inocente que sea, la gente lo interpreta a su
manera, con sus mentes sucias y obtusas.
Aterida, descansando sobre las almohadas, miraba indiferente mientras él
me contaba lo inocente que había sido su vida en Washington, si bien
expuesta a las malas interpretaciones. Yo escuchaba y todo lo que decía lo
entendía al revés.
Sin embargo volví con él y permanecimos en Washington hasta que
terminó su servicio. Me había pedido que fuese con él. «La gente dejará de
hablar si estás conmigo». En todas las fiestas a que íbamos me fijaba siempre
en alguien preguntándome: «¿Será ésa? ¿Será aquélla?». Pero yo le amaba y,
como mi abuelo decía, eso hacía cambiar las cosas.
La guerra de Corea concluyó. Volvimos a Wade County y John estableció
su despacho en la misma calle principal de Madison City, junto a la farmacia
Rexall. Trabajaba tan intensamente como en la Facultad. Estaba forjando su
carrera y preparando su debut político. Prácticamente todas las semanas salía
a efectuar un viaje para pronunciar discursos en alguna parte del estado.
Hablaba en un tono conservador, del gorgojo del algodón, del ateísmo de la

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juventud. Siempre demostrándose serio y sincero. Un fin de semana tenía
previsto hablar a un grupo de agricultores sobre el papel del estado en la lucha
contra el ántrax. Tuve que decirle algo:
—Por el amor de Dios, John. ¿Qué sabes tú del ántrax?
Desplegó su brillante sonrisa de felicidad que empezaba a adquirir la
actitud estudiada para los fotógrafos.
—Le pregunté a tu abuelo en la cena la pasada noche —⁠dijo⁠—. Bacteria,
que vive en el suelo en estado letárgico por espacio de treinta años… Eso es
todo lo que necesitaba.
—Vaya.
—No voy a hablarles sobre el ántrax, querida. Voy a hablarles de John
Tolliver.
Fue también un abogado con una suerte extraordinaria que se atraía a los
jueces y a los jurados de todo el estado. Desde luego tenía una excelente
posición. Era un Tolliver y eso significaba que podía contar prácticamente
con toda la parte norte del estado. Su esposa era una Howland, lo cual
significaba que tenía relaciones prácticamente con todos los condados del
centro. En cuanto a los tres o cuatro condados del sur, no le interesaban. En
realidad se negaba a hablar allí alegando que la mayoría católica le era hostil.
Yo no sabía que hubiese nada cierto en sus cargos. Pero los utilizaba con
frecuencia para atraerse a un número de protestantes que de otro modo no
habrían estado con él.
Estaba instalada otra vez en una casa de Madison City custodiándola.
Teníamos una nueva casa, la habíamos construido nosotros. Al principio,
John quiso quedarse con una de las casas viejas desocupadas de la ciudad, que
eran unas cuantas.
—Me conviene vivir en una casa vieja —⁠me decía⁠—. Es fundamental,
como llevar un traje de lana en verano.
—Quiero una casa nueva —dije amilanada, pues cuando discutía con él
siempre perdía. No quería en manera alguna que me disuadiese y le dije algo
que nunca antes le había dicho⁠—: El dinero es mío.
Por unos segundos, su semblante adquirió una expresión indefinida,
desconcertante. No era de enfado, no era de estar dolido. No sabía lo que
reflejaba. Posiblemente sorpresa tan sólo.
—De todos modos —me apresuré a decir, pues temía haber dicho
demasiado⁠—, la única casa vieja en donde me gustaría vivir es la de mi
abuelo.
Desplegó otra sonrisa.

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—Cuando te la deje sí. Será una gran mansión invirtiendo algo de dinero
en ella.
—Perfectamente —dije, aunque sentí un ligero estremecimiento en la
boca del estómago, pues estaba disponiendo de los bienes de una persona que
vivía todavía.
Construí mi nueva y espléndida casa y mis hijos durmieron en
habitaciones magníficamente decoradas. Toda la ciudad murmuró cuando
traje un contratista de Mobile para que me arreglase la cocina y los cuartos de
baño. El baño principal tenía una bañera empotrada y un pequeño solárium.
La cocina parecía sacada de House and Garden. Tenía de todo, no le faltaba
un detalle. Supe por Margaret lo que la ciudad pensaba de ello. Nos había
traído unas codornices de mi abuelo antes de transcurrir una semana de
habernos marchado. Contempló la cocina con las manos en sus caderas que
cada vez le engordaban más. Frunció los labios y no dijo nada.
—¿Te gusta?
—Una cocina fantástica para que una negra trabaje en ella.
Lo dijo llanamente. Podía haber sido un sarcasmo. Y podía haber sido un
simple comentario. O quizás la sangre de su padre hablando por ella.
Nunca sabía yo cuándo hablaba en serio o cuándo bromeaba. Creo que lo
hacía adrede.
Es posible que aquella vez se hubiese enterado de las referencias que
sobre John habían venido apareciendo en los periódicos de todas partes. La
primera que vi fue un recorte del periódico de Atlanta que mi prima Clara
Hood me había enviado —⁠era una Bannister, de Madison City. Se había
casado con un joven ministro metodista llamado Samuel Hood y que se había
trasladado a Atlanta. Era un hombre sencillo, de pelo arenoso, muy serio y
devoto, y un fuerte defensor de los derechos de los negros. Desde que le
conoció, Clara Bannister abandonó todas las enseñanzas recibidas en el
Consejo de Ciudadanos Blancos y, entre otras cosas, se hizo miembro de la
NAACP. Su misma madre, una mujer algo atolondrada, estaba impresionada.
Mi abuelo lo encontraba muy divertido. El recorte era una interviú con John.
Pertenecía a la última página del periódico y no era extenso ni demasiado
interesante. Estaba lleno de vulgares alusiones sobre el placer que le producía
venir a la ciudad y ver a la familia de su esposa y sobre la felicidad que sentía
por hallarse en Atlanta. Terminaba con una frase que se grabó en mi mente.
«El señor Tolliver es un joven y valioso abogado que se considera la
esperanza más brillante de los segregacionistas del sur».
Se lo enseñé a John.

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—Lo he visto, querida —dijo.
—Así lees los periódicos de Atlanta, ¿verdad?
—Es mi oficina de prensa.
—No sabía siquiera que tuvieras una.
—No me preguntaste.
—¿Has ido a visitar realmente a tus primos políticos? Sonrió burlón.
—Tengo tantos malditos compromisos que no pude siquiera telefonearles;
pero lo del periódico estuvo bien.
Aquella tarde, la primera que estuvo en casa al cabo de seis semanas, se la
pasó gateando pacientemente por el living con sus dos pequeñas a la espalda.
Les había dado también a cada una una fotografía grande que colgaron en sus
habitaciones.
—Así no se olvidarán de mí —⁠dijo.
Él las quería y ellas le adoraban. Nuestras vidas transcurrían plácidas. Las
de mis hijas y yo, vacías y monótonas. Y él traía consigo el entusiasmo.
Siempre había tenido esa cualidad.
John debió de haber pensado que mi pregunta sobre el recorte envolvía
algo de censura, porque después de aquello me los fue trayendo. Todos. Los
ponía cuidadosamente en una caja, pero no los leía. Algunas veces, cuando
me los pasaba algunas palabras destacaban del periódico. Racismo.
Segregacionismo inquebrantable. Firmes amigos de los derechos del estado.
Una vez pregunté qué era aquello y hubiera sido mejor no haberlo hecho.
Conducíamos hacia la Universidad, en donde el cuerpo docente le había
invitado a que hablase. Era una de aquellas tardes grises plateadas de invierno
en que todo se muestra suave y delicado, y el cielo es de color de rosa sobre
una tierra apagada y vaporosa en medio de la niebla. El coche era nuevo,
brillante, y olía maravillosamente. La calefacción vertía constantemente un
chorro de calor sobre mis piernas. No hay nada igual como la sensación de ir
en un coche potente sobre excelentes carreteras y recorriendo parajes
montañosos. Subíamos y bajábamos las pendientes como si se tratase de olas
del mar. Me alegré de haber dejado a los niños; había estado demasiado
encerrada en casa. Estaba orgullosa de ser la esposa del orador invitado. Y
John había llegado ayer a casa con una sortija de zafiros en el bolsillo de su
chaqueta.
—Cierra los ojos, mi vida —⁠dijo despreocupado.
No me decepcionó. Sabía lo que el dinero significaba para él y que
aquella sortija costaba muchísimo. Había sido un buen esposo y era muy
trabajador, pero era la primera vez que me compraba una cosa así, un tributo.

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Pensaba, mientras pasábamos rugiendo por aquellas colinas, lo hermoso que
sería hacernos viejos y ver crecer a nuestras hijas haciéndose mujeres y a
nuestros nietos viniendo a casa. Dilatados pensamientos sentimentales, tan
dilatados como las grises colinas…
Arrullada por aquella tenue claridad, le pregunté algo que había estado
pensando, algo que las palabras de aquellos recortes me habían hecho
recordar.
—John —dije—. ¿Qué piensas realmente de los negros? No lo que vas a
decir esta noche, sino lo que verdaderamente piensas.
Él rió entre dientes mientras con un golpe de claxon hacía apartarse un
camión de ganado.
—Los quiero entrañablemente —⁠dijo⁠—, como tu abuelo.
La luz plateada se disipó en la tarde y desaparecieron los nietos
imaginarios. No era más que un paisaje crudo invernal y un hombre
conduciendo demasiado de prisa.
Unos pocos años más, apacibles, sin acontecimientos, sólo interrumpidos
por las fiestas que John había empezado a dar. Recuerdo los años por las
vacaciones. Jamaica, Bermudas, Sun Valley. Íbamos dos veces al año, en
verano y en invierno. Las niñas crecieron. Dejaron la cuna por la cama, sus
paseos a pie por paseos en bicicleta, de la escuela de párvulos a la primera
enseñanza. Eran niñas bonitas, de ojos azules y enigmáticos como los de su
padre. Él quería tener más, lo sabía. Me habló de ello una vez. Sólo le
respondí:
—Déjame que estén educadas. Se llevan tan poco tiempo que me han
dado mucho trabajo.
Él esperó. Era demasiado orgulloso para pedirlo dos veces.
Y murió mi abuelo. Era enero, unos días después de la gran nevada.
Nosotros no tenemos ninguna clase de precipitaciones en esta parte del país;
sólo unas insignificantes lloviznas, como escarcha sobre el suelo. Pero esta
vez un cielo gris verdoso vertió quince pulgadas y todos fueron cogidos por
sorpresa. El ganado, en sus pastos alejados, fue dominado por el pánico.
Rompieron sus cercas, arrancaron los alambres, dejando jirones de piel
ensangrentada en los espinos, dispersándose por los bosques y aún más allá.
Todos los hombres que mi abuelo tenía empleados estaban fuera trabajando,
buscando las reses heridas, arreglando las cercas.
Durante cuatro días, mi abuelo salió temprano en su camión, saltando
sobre las carreteras heladas llenas de baches que lentamente se convertían en
charcas de barro. Tres tardes estuvo llegando a casa agotado, deglutía

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precipitadamente su cena y se iba directamente a la cama. Al cuarto día no
regresó.
Aquel cuarto día mi abuelo estuvo trabajando solo. Oliver Brando, que
generalmente estaba con él, se había ido a la ciudad para comprar unas
cuantas tijeras para cortar alambre y algunas otras herramientas parecidas. Él
conducía el coche de Margaret, el que mi abuelo le había regalado el año
anterior y regresó al mediodía cuando suponía que mi abuelo pasaría a
recogerle. Al no venir, ni Margaret ni Oliver se preocuparon. Últimamente se
había vuelto muy olvidadizo, como todos los viejos, y fue perdiendo la
costumbre de volver a casa al mediodía. Como no había dicho dónde estaba,
Oliver no pudo ir a buscarlo, y en lugar de ello se dedicó a las tablas
resquebrajadas del suelo del porche. Nadie se preocupó hasta que se hizo cada
noche y entonces todos se fueron asomando a la ventana, mirando a través del
cristal opaco y nebuloso de la ventana.
—Es posible que esté trabajando con los faros —⁠sugirió Oliver.
Margaret movió la cabeza con ademán negativo.
—No estoy, sin embargo, muy convencido —⁠añadió Oliver.
Margaret se acercó a la ventana y permaneció junto a ella apoyando la
frente contra el frío vidrio, intentando ver en donde no podía ver nada.
A las diez, Margaret me telefoneó. Daba la casualidad de que John estaba
en casa aquella tarde y que las niñas estaban dormidas. Todo estaba tranquilo,
aseado, en orden, en calma, hasta que sonó el teléfono. John contestó. Su cara
fue poniéndose cada vez más seria a medida que iba escuchando.
—No ha vuelto. —Me contó en forma concisa lo sucedido.
—¿A dónde puede haber ido?
John expresó su duda con un movimiento de cabeza.
—Ella no lo sabe pero hay muchos camiones circulando por la carretera
en uno y otro sentido.
Nos fuimos inmediatamente. Margaret estaba sola. Oliver se había ido a
su casa. Era un hombre viejo y estaba cansado. John le habló a ella unas
palabras. Luego se acercó al teléfono. Estuvo en él casi una hora arreglando el
envío de un helicóptero de la policía. Quería que empezasen inmediatamente.
Ellos insistían en esperar hasta que amaneciese. Al final se emprendió
inmediatamente una búsqueda sobre el terreno.
Él se unió a Margaret y a mí. Los tres nos sentamos en el living a esperar.
A las once pudimos oír a los coches circulando por la carretera. Pudimos ver
sus faros enfocar el monte en donde el camino subía hacia los bosques y las
pilas de madera cortada que quedaban detrás.

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—Hay mucha gente —dije.
—Mejor —me dijo John—. He prometido cinco mil dólares a quien lo
encuentre.
Sólo me quedé mirándole fijamente. Nunca hubiese caído en ello. Pero a
mí nunca se me ocurría nada.
Y el teléfono empezó a sonar. Todo el condado parecía estar despierto. A
medianoche recibí incluso una llamada de mi prima Clara de Atlanta. Quería
saber si era cierto lo que había oído. No comprendía que pudiese haber
corrido tan rápidamente la noticia, aunque fuera mala. Margaret preparó la
primera cafetera y yo la siguiente. A la una, John sacó una botella del whisky
de mi abuelo. Conseguí beber el primer trago, pero al segundo fui
directamente al cuarto de baño a vomitar. Cuando regresé, Margaret y John
estaban sentados, silenciosos como maniquíes, bebiendo todavía,
esperándome.
Él dijo:
—Es mejor que no lo pruebes otra vez, querida.
Margaret dijo:
—No tienes estómago para el alcohol, dice el señor John.
Había algo en el tono con que dijo «señor John». Lo dijo con corrección
pero al mismo tiempo con sarcasmo. Conscientemente. Tediosa y divertida a
la vez. Siempre se encuentra un negro que puede hacer eso. Me pone siempre
nerviosa. Y no quiero que se me descubra con tanta facilidad.
No pareció molestar a John. Ella posiblemente no se encontraba
completamente a gusto con él, no era una persona que se sintiera cómoda en
presencia de nadie, pero John, sin embargo, sí. Le agradaba Margaret y la
comprendía muy bien. Mejor que a mi abuelo. Siempre que ella entraba, John
se ponía en pie y desplegaba aquella sonrisa propia para los periódicos. Se
sentía a gusto, pues, con Margaret y también aquella noche. Nosotros
estábamos angustiados. Esperábamos allí, sólo tres personas juntas.
Mientras estábamos sentados en el recibidor, mi abuelo estaba sentado
muerto en su camión.
La búsqueda sobre el terreno no dio ningún resultado aquella noche. Al
hacerse de día llegó el helicóptero de la policía y empezó una búsqueda
metódica, rugiendo al abrirse camino en el cielo de un lado para otro.
Localizaron el camión en media hora aunque se tardó mucho más en llegar
hasta él por las accidentadas carreteras. Como siempre ocurre, no estaba
donde todos esperaban encontrarle. No había ido, como se pensaba, a atender
al ganado o a reparar las cercas. Penetró en las tierras bajas del algodón, en

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las viejas tierras como se las llamaba. Atravesó los campos abiertos hasta
llegar a un denso trecho de bosque que remontaba abruptamente una montaña
cortada a pico. Ésta era la tierra que el primer William Howland había
reclamado para sí. Las historias decían que sus campos estaban allí, sus
primeros campos. Pera ya no eran campos, sino bosques densos y frondosos.
No había carreteras que los atravesaran, sólo estrechos senderos. En este lugar
tampoco había espacio para que aterrizase un helicóptero.
Al fin llegaron hasta él. Se había salido un poco del camino. Había
estacionado allí el camión, había parado el motor y fijado los frenos. Debía de
haber recibido un aviso de lo que iba a sucederle. Estaba aún sentado con las
manos en el volante. Con la frente tocando los nudillos de sus manos. Como
si estuviera esperando algo. Como si se hubiese parado en espera de algo.
La policía no telefoneó. Enviaron un policía con la noticia. Llegó y nos lo
dijo con bastante torpeza y se quedó girando la gorra entre los dedos, sin
saber qué hacer, sin saber qué decir cuando se encuentra a un viejo muerto en
los bosques. Recuerdo que al mirarle pensé en cuanto se parecía a John. Un
poco más pesado, quizá, pero con el mismo pelo negro y ojos azules muy
juntos, la misma mandíbula y la misma boca delgada. John tenía el aspecto de
todos los del norte del estado…
La cruda noticia que el policía nos trajo no me afectó grandemente. Me
había estado preparando para ello toda la noche. Pero estremeció a John. Su
cara se puso pálida y luego pareció como si se oscureciera. No se había
afeitado, y su espesa barba, desigual y más densa en algunos puntos, le daba
un aspecto macilento a su rostro.
—¡Dios bendito! —dijo—. Toda la noche he estado pensando que podría
estar herido o enfermo, un ataque al corazón o algo propio de su edad.
—⁠Empezó a morderse las uñas con nerviosismo, algo que nunca antes había
visto en él⁠—. Pero nunca acabé de pensar que pudiera morir así.
Se acercó al coche patrulla con el policía, luego continuó por la cuneta
fangosa de la autopista del estado. Le vi a través de la ventana y quise ir
detrás de él.
—Déjale —dijo Margaret con énfasis.
No había pensado en ella. Ninguno de nosotros. Había mirado yo al
policía y luego a John. Pero me había olvidado de Margaret.
—Margaret —dije—. Lo siento.
No pareció escucharme. Quizá porque no quería recibir nada de mí, ni
siquiera una muestra de simpatía.
—Déjale —dijo, refiriéndose a John.

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—No ha cogido el abrigo —dije—, y hace frío.
—Volverá —dijo Margaret—, en cuanto sienta frío.
Su cara negra redonda y suave permanecía impasible. Era la cara de una
mujer negra de mediana edad que parecía mayor de lo que era realmente, y no
estar particularmente interesada en lo que sucedía a su alrededor. Su piel
contribuía a ello, por supuesto. Su color parecía tan negro, tan impenetrable.
Ocultaba la sangre y los huesos que había debajo.
—Va a coger una pulmonía.
—Él le respetaba —dijo Margaret serena⁠—. Déjale pues que se
desahogue.
Y entró en la cocina para preparar el desayuno. Con la felicidad o la
desgracia uno tiene que comer y ella tenía que prepararlo.
Sus pies parecían más pesados mientras se alejaba. Los arrastraba un poco
como si la atracción que la tierra ejercía sobre ella se hubiese hecho
repentinamente más fuerte.
Ella tenía toda la razón. John le respetaba. Y sintió su muerte. No porque
le quisiera. No, no era eso. A William Howland no le había gustado y John lo
sabía. Eso descartaba, pues, el cariño. Pero respeto sí; eso era distinto. Estaba
obligado a ello por razón de lo que había sido. William Howland se lo había
ganado y para John Tolliver era natural el demostrárselo.
En cuanto a mí fue todo lo contrario. Yo quería a mi abuelo, pero no le
había respetado. Por eso toda aquella interminable noche me estuve haciendo
a la idea de que había muerto. John, sin embargo, no. No podía hacerlo.
Margaret empezó a cantar mientras hacía el desayuno. Nunca lo había
hecho, siempre había sido una enigmática y silenciosa mujer. Pero ahora
estaba cantando y su voz era ligera y aguda, delicada y melosa. «Esta cosa
fría que no puedo ver, y pesa sobre mí».
No había oído nunca aquella canción. Al escuchar la letra me estremecí.
Hablaba de la muerte que venía arrastrándose en busca de la vida.
«Estira mis mandíbulas, sacude mis piernas, quiebra mis huesos, hasta que
muera…».
Margaret entonaba una especie de canto, monótono y sollozante. «La
muerte me niega un año más». No hablaba de ella misma. Estaba llorando a
Will Howland. No había tenido otro año más para vivir. Un solo año.
Le dejamos con su canto fúnebre, John y yo, y regresamos a la ciudad.
Mientras salíamos por la puerta principal empezó a sonar el teléfono.
Nosotros vacilamos. Margaret no contestó, pareciendo no oírlo. De forma que
nosotros tampoco respondimos. Hubiera sido como interrumpir un funeral.

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Todas las puertas de la casa estaban abiertas a pesar del frío y su canto nos
siguió hasta el coche. No estoy segura, pero creo que John estaba llorando.
Los funerales llevan mucho trabajo, como las bodas; en aquella parte del
país. Sólo que son algo más rápidos y menos aparatosos. Es la única forma de
poder soportarlos. Pero al fin terminan. La gente se marcha, las habitaciones
se quedan vacías y sólo persiste la opresión en el pecho de uno y el
repugnante sabor de boca.
Dos días después del funeral fui con los niños a ver a Margaret. Iba a
preguntarle qué planes tenía. Me sentía muy mal. Casi vomité en el camino de
ida. Y mis hijas, por alguna u otra razón, habían escogido el momento para
cantar sin descanso. «Nos veremos, nos veremos, en aquella hermosa
playa…».
La puerta principal estaba cerrada. Fui a la parte posterior. También
estaba cerrada. Llamé y esperé. Oliver se acercó fatigoso y subiendo desde el
establo. Había visto mi automóvil. Me entregó la llave.
—Es la de la puerta trasera. Me parece que no hay ninguna para la
principal.
Examiné la llave, una llave rústica para la cerradura que de noche se
utilizaba para la puerta de la cocina.
—¿Dónde está Margaret?
—Se ha ido.
—¿A dónde?
—A New Church.
Mis hijas iban persiguiendo por el patio al gato grande gris.
—No sabía que tuviese familia allí. No tenía idea de que quisiera volver.
Oliver me miró, pacientemente.
—Compró una casa allí hace cinco o seis años.
—Ah —dije—. No lo sabía.
—El señor William se la regaló.
—Bien, Oliver —le dije—, tampoco sabía eso.
Sonrió, un gesto imperceptible de sus labios negros.
—Me lo figuro.
—Dime dónde está e iré a verla.
Oliver dijo:
—Ella vendrá a verla a usted. —⁠Se retiró entonces dejándome en el
porche vacío con la pequeña llave en mi mano. Estuve a punto de entrar, pero
cambié de idea. No tenía más que ganas de llorar, pero no quise hacerlo
delante de las niñas. Las recogí nuevamente y regresamos a casa.

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Vimos el testamento unos días más tarde y no hacía ninguna referencia a
Margaret.
—John —dije—. No podemos dejar eso así. No es justo.
Su mirada confusa no había desaparecido por completo de su cara. Le
daba un aspecto enfermizo.
—No seas ciega, querida. ¿No te lo podías haber figurado?
—Margaret tiene que vivir.
—Dios me libre de los ingenuos y de los idiotas.
—No necesitas ponerte grosero.
—El coche de Margaret, el que utilizó para marcharse, ¿lo recuerdas?
—No seas mezquino.
—Era suyo. Estaba a su nombre.
—Oh —dije.
—Eso por un lado. —Respiró profundamente⁠—. Sé lo que vas a decir a
esto porque sé lo que piensas. Pero un hombre respetable no cita en su
testamento a una negra como uno de sus principales herederos. Y menos si
tiene hijos de ella. No comprometería a sus hijos blancos.
—No sabía que estabas enterado.
Se ruborizó, poniéndose nervioso.
—Porque no utilizas tu inteligencia. Tienes una buena ocasión para
mostrarte benevolente y comprensiva.
—Está bien, no lo sabía.
—Mira, querida, yo no sé nada tampoco, pero puede ser. Se preocupaba
de Margaret. Apostaría a que lo arregló todo hace años. Le dio mucho para
poder vivir y a sus hijos también. Cuentas en depósito para cuando fueran a la
escuela o algo parecido.
—Él nunca me dijo nada.
—Es fácil hacerlo si se quiere. —⁠Una forzada y fugaz sonrisa⁠—. Y el
impuesto sobre las donaciones es bastante más reducido que el de los bienes
patrimoniales. Eso también le habrá divertido.
Al mes aproximadamente, Margaret me envió un aviso como Oliver dijo
que haría.
Aquella tarde yo había estado de compras. Al tomar nuestra calle me di
cuenta de que un Plymouth verde y blanco estaba parado delante de la puerta.
Era el coche de Margaret con la matrícula y todo. Entré precipitadamente en
la cocina cayéndoseme los paquetes al suelo, esperando ver la cabeza
encanecida de Margaret. Pero sólo había un muchacho moreno, delgado, de
unos quince años. Dejé caer los paquetes sobre el mostrador.

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—¿No ha venido Margaret?
—No, señora.
—Vaya. —Estaba decepcionada—. Es su coche.
—Ella me mandó que viniese.
Era un muchacho guapo y tenía un aspecto familiar.
—¿Eres de su familia?
—Su madre y mi abuela eran hermanas.
—Te pareces a ella.
—Me ha enviado para que le dé un recado a usted.
—Muy bien —dije.
—Me encargó que le dijese que vive en New Church por si alguna vez
necesita verla.
—¿Dónde exactamente?
Él miró confuso.
—Apenas necesitará preguntar. Cualquiera se lo podrá decir. Queda algo
por detrás del baptisterio, sobre el río, más o menos.
Empecé a desenvolver de una forma automática las cosas que había
comprado. Dos pares de zapatillas y un corte de tela azul para un traje
deportivo. Parecían absurdos y desamparados sobre la brillante fórmica
amarilla de la cubierta del mostrador.
—¿Qué más te digo?
—Que me asegurase de que el señor John no estuviese en casa.
Así era Margaret: retraída, discreta. Margaret, enigmática y amarga.
Excepto con mi abuelo. ¿Qué habría visto él que estaba tan oculto para los
demás?
—¿Vive sola? —pregunté al muchacho⁠—. No debería estarlo.
—No, señora. Mi madre y yo estamos con ella.
—¿Sólo los tres?
—Bueno —se puso a recordar—, cuando al principio construyó la casa, su
tía, una señora vieja, vivía allí.
—¿Nadie más?
—Ella empezó a hincharse y se murió.
—¿Cuándo fue cuando construyó Margaret la casa?
Él se rascó la cabeza:
—Yo no era más que un niño, entonces. Hace seis o siete años.
Por tanto, ése era el tiempo que hacía que mi abuelo se la había donado.
Oliver estaba enterado. Me había dicho la verdad.
—Bueno —dije—, dile que si necesita algo que me lo diga.

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—No, señora, ella no necesita trabajar.
—Díselo de todos modos. —John también tenía razón. Todo había sido
preparado muchos años atrás.
—Ella no necesita nada. —Sus ojos pestañearon al mirarme, con
curiosidad. Al fin y al cabo, éramos parientes en cierto modo.
—Dile entonces otra cosa. —⁠Él se volvió en la puerta. En su rostro la
máscara paciente y burlona del negro⁠—. Dile que subiré a verla. Que hay
algunas cosas que quiero preguntarle.
Había tantas cosas… Todo el tiempo que habíamos estado en la misma
casa sin poder comunicarnos. Tantas cosas sobre ella. Sobre mi abuelo…
Cómo le había conocido, cómo se había ido a vivir a casa de él, qué es lo que
ocurrió durante los treinta años que ella estuvo allí. Por qué mandó fuera a sus
hijos, uno tras otro, cuando eran todavía demasiado jóvenes. No dejándolos
volver para que no sintieran la vergüenza de ser negros. Sin ir una sola vez a
verlos, para que no tuviesen la carga del rostro negro de su madre. Ellos eran
blancos y ella los había hecho así.
Fue fácil de encontrar, la casa de Margaret en New Church. Pregunté una
vez en la estación de gasolina y luego atravesé las carreteras polvorientas sin
desviarme lo más mínimo. Era una casa nueva, con cuatro o cinco
habitaciones y un amplio porche cubierto con una celosía. Estaba pintada y
limpia. Tenía un patio de tierra que estaba barrido y lechos de petunias y
lantanas creciendo en su parte delantera.
Aun cuando no hablamos —seguía siendo una mujer callada⁠—, nos
comunicamos. Era precisamente el ambiente de aquella casa, el aire
perfumado que olía a negro. Me sentía en casa, cómoda. Era mi madre, ella
me había criado, y mi abuela también… Cuando finalmente tuve que
marcharme ella preguntó con calma:
—¿Le dijiste a John que venías?
Por unos segundos pensé mentirle pero no pude.
—No.
No pareció dolida, ni tampoco sorprendida.
—No es como nosotros.
Y al decirlo pensé espontáneamente en nosotros tres. El otro era mi
abuelo.
En el camino de vuelta él iba justamente a mi lado diciéndome cómo se
había perdido en la marisma y tuvo que ir a pie hasta New Church. No por la
carretera —⁠no había carreteras pavimentadas entonces⁠— sino por los
senderos de las montañas, a través de los pinos que no habían sido tocados

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por el talador, sobre un manto de agujas caídas tan espeso que no se hacía el
menor ruido al caminar.
Él estaba sentado junto a mí. Podía verle. Si miraba directamente hacia la
carretera, estaba allí en el ángulo de mi visual. Una de las veces me volví para
mirarle directamente y desapareció. El coche cambió repentinamente de
dirección y los neumáticos lanzaron el polvo amarillento del saliente del
camino. «Mira hacia la carretera, niña», dijo. Después de eso no volví a
mirarle más que con el rabillo del ojo. Seguía allí. Podía percibir el olor
metálico que siempre despedía su sudor, un sudor de campesino, reseco por el
sol sobre la piel y el tejido de algodón.
Podía hablar con él también. «¿Por qué no me dijiste nada?». «No lo
hiciste». «Nunca». «Tenías que haberlo hecho, tenías que haberlo hecho».
Muy tarde llegué a casa aquella noche. Ya lo comprendía todo. Como si al
fin me lo hubiese explicado. Había protegido y velado por tantas mujeres en
su vida que él veía en nosotras una responsabilidad y una carga. Queridas,
pero cargas al fin y al cabo. Estaba su esposa, la muchacha enigmática y algo
meticulosa que había sido tan encantadora y que murió tan joven. Estaba mi
madre que leía poesías en el cenador y que se casó con un atractivo inglés que
se fue a su patria, desengañado, con otra mujer. Ella estuvo consumiéndose
primero en la casa y después en la cama hasta que murió. Estaba yo, la
huérfana, y mis dos hijas.
Algunas veces tendría que sentirse agobiado por tantos que de él
dependían. No había habido un varón que llevase su sangre en todo este
tiempo. Y aquello también tendría que haberle hecho sufrir.
Todos aquellos brazos femeninos aferrados a él… Y por último Margaret.
Que era alta como él. Que podía trabajar en los campos como un hombre. Que
le dio un hijo. Margaret, que no le había pedido nada. Margaret, que le hizo
recordar a la Alberta de las viejas leyendas, que vagaba libremente por los
montes. Margaret, que era fuerte y negra. Y que no tenía nada que reclamarle
a él.
En los años que siguieron, John trabajó más intensamente que nunca
levantando unos sólidos cimientos para su carrera política, construyéndose
para sí mismo una maquinaria de envergadura estatal.
—Vamos a hacerlo mejor que los Long de Louisiana —⁠me dijo una vez.
Como era lógico, estuvo fuera más tiempo que nunca. Y una vez más, al
año siguiente de la muerte de mi abuelo, empecé a sospechar de él y a
controlarle. No podía evitarlo. Tenía que hacerlo. En ocasiones luchaba
conmigo misma horas enteras. Me pondría a trabajar frenéticamente con las

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servilletas que estaba bordando y procuraría no mirar al teléfono, tan
rechoncho, redondo y blanco allí encima de la mesa. Pero el final siempre era
el mismo. Mordiéndome el labio y temblando de rabia, haría una llamada de
larga distancia y con nerviosismo les daría el número que me había dejado él.
Las señoritas de la central de teléfonos reconocían inmediatamente mi voz.
—¿Cómo está, señora Tolliver? Soy Jenny Martin.
Las conocía, por supuesto que las conocía. Conocía a todas las
telefonistas: operadoras, secretarias, oficinistas, que trabajaban en la plaza,
frente al palacio de justicia. Podía escucharlas cuchicheando entre las
llamadas. «Sospecha de él. ¿Crees que tiene razón?». Odiaba aquello. Odiaba
oírlas hablar de mí, darles motivos de sospecha. Pero no podía evitarlo. No
podía detener mi mano y mi voluntad me traicionaba.
Durante meses no dije nada a John. Hasta que al fin una noche le llamé a
su hotel en Nueva Orleans. Tenía incluso menos que decir que de costumbre.
Estaba muy cansado y podía oírse el tono irritado de su voz.
—Querida, ¿por qué has llamado?
También podía oírse mi enfado, mi nerviosismo y mi irritación.
—Porque me siento sola y me asusto cuando estoy embarazada.
En el silencio mis pensamientos daban vueltas en mi cabeza traqueteando
como si fuesen piedras. No estás segura, no estás segura…
—Condenado de mí —dijo.
Cuando vino a casa me trajo un collar de perlas.
—No es de lo mejor pero te hará su papel durante algún tiempo.
No tenía por qué estar preocupada. Pronto sentí la dulce sensación del
embarazo a medida que mi cuerpo y mi espíritu se iban adaptando al cómodo
trabajo de crear un nuevo ser, hueso a hueso, los pequeños focos de calcio, el
crecimiento de los tejidos célula a célula. La vida vertiéndose a través del
cordón umbilical.
Estaba tranquila y perezosa. John se encargó de dar nueva forma a la casa
de mi abuelo. Trajo a un arquitecto de Nueva Orleans y los dos trabajaron
durante meses en los proyectos. Había mucho dinero entonces, y John lo sabía
gastar. Yo no me imaginaba que pudiese resultar una casa tan impresionante.
John había tenido el suficiente sentido para volver al estilo original, a la casa
de campo, sólida y maciza, del tipo que precedió al furor del Renacimiento
griego. Era pesada y más bien africana, pero era hermosa. Suprimieron
también la mayoría de los anexos y cobertizos que habían proliferado junto a
ella como hongos o percebes durante generaciones. Y roturaron también la

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vegetación que la aprisionaba y trepaba hasta ella. Ahora se podía ver el río,
podía verse el perfil y forma de la cresta sobre la que se levantaba la casa.
Antes de cambiarnos allí nació nuestro hijo a quien le pusimos el nombre
de John Howland Tolliver. Era un niño feo y moreno, alegre y sano. John me
envió un broche de diamantes de Cartier. «Una esposa maravillosa», decía la
tarjeta.
Me sentía feliz. Había tenido un hijo al fin. Parecía que no fuesen a surgir
ya más problemas. Sólo una feliz sucesión de días que nos llevarían
directamente a la capital y a la horrible mansión del gobernador con sus feas
paredes de ladrillo rojo y sus rechonchas columnas blancas.
No se lo dije, a John —no quería incomodarle⁠—, cuando recibí una nota
de Margaret en la que me decía que Nina había muerto. Ni tampoco le dije
nada cuando supe —⁠más tarde⁠— que la noticia era falsa. Yo no comprendía
lo que estaba ocurriendo. Los hijos de Margaret se habían hecho al fin
mayores y empezaban a tener fuerza y recursos propios.
Una tarde —vivíamos aún en la ciudad⁠— me llevé a Johnny al patio
lateral. Movía bajo el sol sus brazos y piernas, ridiculamente delgados, y se
reía de las luces y de las sombras. Yo rizaba su espeso pelo negro en torno a
uno de mis dedos y le hacía fiestas cuando escuché taconazos sobre los
escalones de piedra que quedaban detrás de mí. Vi a una mujer alta, muy alta,
pelirroja, bien vestida, como visten las del norte. Parecía familiar, sí, muy
familiar, pero no la reconocía. Le di al pequeño un sonajero y fui a recibirla
preguntándole quién era. Ella esperaba que la hubiese reconocido.
—Sí —dije—. Sí que puedo… —⁠Y la reconocí al mismo tiempo que
decía:
—Soy Nina.
La niña con la que había jugado, con la que había correteado por la dehesa
y perseguido al ganado; que habíamos cogido juntas valerianelas y arrancado
matas de diente de león para la cena; que habíamos encontrado los lechos de
broza en donde habían descansado los venados; olfateado el olor almizclado
de las serpientes. La niña volvía convertida en mujer. Ella se quedó
sonriéndome expectante. Era muy bonita. Parecía algo griega. Solté lo
primero que se me ocurrió:
—Tu madre me dijo que habías muerto.
Su expresión se quedó vacía. De pronto, suavemente, replicó:
—Ya lo sé.
—¿Quién se lo ha podido decir?… ¿Quién ha sido tan mezquino…? Pero
pasa adentro. Yo cogeré al pequeño.

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Nina negó con la cabeza.
—Acabamos de venir de New Church y nos vamos en seguida. Mi esposo
nunca ha visto el sur y creemos que debería conocerlo.
Yo le dije excusándome:
—Margaret no me dijo que te hubieras casado. Ciertamente no me lo dijo.
—Le envié una foto de mi boda Cuando nos casamos hace unos pocos
meses. —⁠Iba a decir algo más, pero se encogió de hombros y dejó morir las
palabras que pensaba pronunciar.
—Cuando estuve en New Church y le llevé al pequeño para que lo viese
parecía encontrarse muy bien.
—¿La has visto? —preguntó Nina amable⁠—. La puerta estaba cerrada y
corrieron las cortinas en cuanto nos vieron.
En su cochecito el pequeño gorjeaba y movía el puño hacia un rayo de
luz. ¿En qué se equivocaba?
—Ahora no puedo imaginar… —⁠dije abiertamente.
—Ven a nuestro coche, te presentaré a mi marido —⁠dijo Nina.
Andamos sobre los escalones de piedra cuidadosamente dispuestos que
atravesaban el patio lateral, pasando por las espesas hortensias con sus flores
azules encorvándose por el peso. Dimos un rodeo a la casa y atajamos por el
césped delantero. El esposo de Nina nos vio venir, abrió la puerta y vino a
nuestro encuentro.
Y entonces comprendí lo que había sucedido, entonces supe por qué
Margaret había dicho que Nina estaba muerta.
El marido de Nina era negro. Alto, de un atractivo impresionante, pero
muy moreno e inconfundiblemente negro.
Entonces tenía sentido. Ahora todo tenía su explicación. Le di la mano de
una forma mecánica sin escuchar siquiera su nombre.
Nina dijo con una risa amarga:
—Tienes el mismo aspecto que debió tener mi madre cuando recibiese la
foto de boda.
—Es verdad. —Procuré demostrar que no estaba molesta por el tono
incisivo de su voz⁠—. Estoy confundida. ¿Cómo podía pensar yo? Había oído
decir que estabas muerta y ahora resulta que estás viva y además casada.
—Y usted no pensará que lo mismo es para ella estar muerta que estar
casada conmigo —⁠se apresuró a decir él.
Miré aquella hermosa cara negra y pensé: «No me gusta. Tendría que
darme lástima. Pero ni siquiera me agrada».
—Bien —le dije serenamente—, usted lo ha dicho. No lo he pensado.

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Ambos entraron en el coche. Nina asomándose por detrás de su esposo
dijo:
—Dile a mi madre que nos has visto.
—No —dije—. No lo haré. No pienso hacerlo.
Ella levantó las cejas que llevaba cuidadosamente arregladas.
—Nunca he podido soportar la compasión de una misma. —⁠Estaba ya
furiosa. Mi voz temblaba y aquello me ponía aún más indignada. No quería
que se dieran cuenta de que podían desconcertarme tanto, que me alterasen
tanto⁠—. Y no voy a molestar a una vieja sólo por daros el gusto a vosotros.
Los ojos de color pecana de Nina parpadearon un momento.
—No debíamos haber venido.
—Margaret no os ha pedido que vinierais. Nadie os ha llamado.
Me llamaron fanática blanca. «Déjalos», pensé. Al demonio con ellos y
con todos sus problemas. Volví a entrar en el patio, saqué de un tirón al
pequeño de su cochecito y penetré en la casa. Fui directamente al mueble bar
del rincón del living y dejé bruscamente al niño sobre la alfombra. Me serví
una bebida fuerte. Él me miraba demasiado sorprendido para llorar.
Pronto me olvidé de Nina. Tenía mi propia vida, mis propias
preocupaciones. Nos trasladamos a la hacienda de Howland aquel verano,
cuando finalmente estuvo terminada la casa. Quedó muy señorial, tranquila y
elegante. Se veía que había costado mucho dinero. Resultó una magnífica
casa de recreo, la casa del hombre que conoce su futuro. Yo trabajé mucho
decorándola y John estaba encantado.
—Está estupendo, cariño —dijo espontáneamente⁠—. Has tenido buen
gusto.
Raras veces me dirigía cumplidos y por ello me ruboricé.
—Estás más bonita cuando haces eso —⁠bromeó⁠—. Deberías estar
arreglando siempre una casa. Va con tu modo de ser.
Mi abuelo no habría reconocido su casa y no habría reconocido tampoco a
la esposa que vivía en ella. No había tenido criados. No le gustaba tener gente
en casa y por esa razón no los buscaba, a pesar de que todos en la ciudad
estaban extrañados de ello. El asunto de los criados es importantísimo en este
condado y en este estado —⁠era una especie de galón en la manga de un
uniforme⁠—. Cuando John y yo vivíamos en la ciudad teníamos dos, una
cocinera y una nurse para los niños. Y la gente murmuraba con ironía que
éramos terriblemente tacaños. En la hacienda Howland contratamos un
equipo adecuado de servidores y la gente quedó al fin contenta.

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Mi tía Annie, que era ya una mujer muy vieja y cuyas carnes exuberantes
y joviales habían desaparecido con la edad, nos hizo una visita de cumplido
expresando su complacencia con movimientos de cabeza.
—Es la primera vez que esta casa parece algo desde la época de tu
bisabuela. ¿Dónde pudiste encontrar un mayordomo experimentado en estos
bosques?
—John lo contrató en Atlanta.
—¿Se lo quitó a alguno de mis amigos? —⁠siseó divertida⁠—. Es un
encanto.
Tanto podía referirse a John como al mayordomo. No se lo pregunté.
Se sentó en el porche delantero y tomó whisky con tres terrones de azúcar
en un vaso antiguo. Todo el día se lo pasó así, de modo que estaba bastante
bebida cuando la pusimos en el avión que la llevó a casa. Su bisnieto, que iba
con ella, la sostenía mientras subía las escaleras muy despacio, guiñándome el
ojo mientras lo hacía. Tía Annie también me miraba con su cara delgada y
macilenta reflejando todavía algo de los Howland. Se detuvo poniendo un pie
en la rampa, sopló y dijo en voz alta:
—Este muchacho es algo quisquilloso, pero es el único que he conseguido
retener en casa hasta ahora. ¿Sigue guiñando por encima de mi hombro?
—⁠No esperó a la respuesta⁠—. Por supuesto que sí.
Jadeando subió los peldaños y desapareció en el avión Murió un mes más
tarde y era el último de mis parientes más próximos.
Incluso los padres de John, hoscos y silenciosos, nos visitaron durante tres
días.
—A ellos no les gusta —señaló él⁠—. Es demasiado lujoso para ser bueno.
Todo lo bello es pecado para ellos. —⁠Rió entre dientes y me dio un beso⁠—.
Por lo menos siguen pensando que eres una buena esposa.
—No creo que me moleste la visita de mis suegros.
—Tolliver Nation está muy lejos —⁠dijo⁠—. Y a ellos no les gusta viajar.
Llevábamos una existencia pacífica y cómoda y nos sentíamos
satisfechos. Todo transcurría sin dificultades, sólo cambios sin importancia.
Tomemos a John como ejemplo. Su plan era llegar a gobernador cuando el
viejo Herbert Dade terminase su mandato y luego pasar a senador. No sucedió
así exactamente. Las cosas no habían cambiado, pero sí se habían retrasado.
Herbert Dade, que era una fuerza política que raramente se repite y a quien
muchos comparaban con Huey Long de Louisiana, consiguió modificar la
constitución del estado y de este modo pudo sucederse a sí mismo. Yo pensé
que John se disgustaría, pero no hizo más que sonreír.

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—Querida niña, el viejo tiene úlceras y tensión alta y ya ha empezado a
tener ataques. Ha conseguido un nuevo mandato pero estoy seguro de que el
condenado no consigue acabarlo.
Pero había otra razón que no había mencionado. Dade iba a nombrar a
John su sucesor político. Día tras día se veían en los periódicos fotografías de
los dos juntos. Todavía puedo recordar al gobernador con su voz arrastrada y
monótona de viejo diciendo:
—Este joven colega está más convencido de mis propias ideas que yo
mismo.
John varió ligeramente sus planes. Se presentó para senador del estado y
el viejo Dade hizo campaña en favor suyo. Aquel otoño Dade fue reelegido
por una ventaja de tres a uno. John fue elegido por ocho a uno.
Aproximadamente una semana después de las elecciones, por la noche, ya
tarde, y una vez acabado todo el ajetreo, me encontré a John trabajando en su
mesa. Había convertido un ala del edificio en su despacho. En aquellas cuatro
habitaciones tenía dos empleados y cuatro secretarias. Oficialmente su
despacho estaba en la ciudad, pero el trabajo importante se hacía allí. Él
quería despachar sus asuntos, desarrollar su actividad fuera de la vista,
mantener libre y sencillo su despacho oficial. Costumbres del país, diría.
Había encontrado una mesa de estilo recargado que perteneció a su abuelo y
que se trajo allí. Destacaba en el despacho, un horrible objeto de roble
tallado…
Aquella noche los niños estaban durmiendo y yo leía. De repente la casa
me pareció tan vacía y solitaria que fui a buscar a John. Le encontré
estudiando las conclusiones de un informe sobre las elecciones. Los estaba
examinando minuciosámente, distrito electoral por distrito electoral. Se quitó
los lentes y se frotó los ojos. Estaban irritados por el esfuerzo.
—Iba precisamente a entrar, querida.
—¿Cómo van las cosas?
Sonrió y lo hizo con aquella sonrisa auténtica, ligeramente ladeada, que
dedicaba a nuestros lujos y no a los fotógrafos.
—Han resultado magníficamente, blancos y negros.
—¿También los distritos negros?
—No tenías que extrañarte tanto, querida; eso no me halaga.
—Pero el Consejo de Ciudadanos y todo eso…
Volvió a sonreír irónico, la risa inteligente y segura de un político.
—Estoy actuando tal y como se supone que debe hacerlo un blanco. Los
blancos y los negros lo saben.

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—¿Cuentan los votos? ¿Realmente los cuentan? ¿Honradamente?
—Por lo general creo que sí. Sin máquinas, querida niña. —⁠Se puso
serio⁠—. Tanto tiempo como has vivido en el estado y no te lo imaginas,
¿verdad? —⁠Dobló sus lentes y los puso en la funda de piel que siempre
llevaba en el bolsillo del pecho⁠—. Los negros se figuran que yo no soy el
viejo juez Lynch y he hecho lo imposible por que interpreten bien ese
mensaje. Y todos en el distrito conocen a los hijos de tu abuelo. Me imagino
que esto tiene su importancia. En cuanto a los blancos, sí, ellos piensan que
estoy a favor de todo lo que ellos defienden. Y yo mismo se lo he dicho.
Saltó de su silla sonriendo feliz. Se pareció entonces enormemente al
hombre con quien me casé hacía catorce años.
—Mujer —dijo—, vamos a la cama.
Seguía siendo el hombre más atractivo que había conocido. Recuerdo
aquella noche todavía. Siempre la recuerdo como la última de mis días
felices. Y en cierto modo lo fue. Aunque todavía tuviese algunos meses de
tranquilidad.
Una vez vi al muchacho que me había traído la nota de Margaret. Estaba
fuera de la tienda Woolworth en Main Street. Había comprado unas cosas,
corbatas y una gorra de béisbol, y comprobaba los colores a la luz del día. No
me vio, estaba muy ocupado, y dio un salto cuando le hablé.
—¿Cómo está Margaret?
Se quedó tan sorprendido que me pregunté si le había confundido con otra
persona. Pero no podía haberme equivocado.
—Tú eres el muchacho que ella envió —⁠le dije⁠—. ¿No vives ya con ella?
—Sí, señora.
—¿Cómo está?
—No me ha dado ningún encargo esta vez.
Sus ojos oscuros se volvieron opacos como espejos.
—No seas el impenetrable africano —⁠dije⁠—. Te he preguntado cómo está
ella… ¿Sabes lo que es impenetrable?
Él negó con la cabeza y me sentí ridícula por haberle atacado. Era sólo un
muchacho al fin y al cabo y me había excedido un poco con él.
—No he querido molestarte. Sólo quiero saber si ella se encuentra bien.
Los ojos no cambian el carácter en absoluto.
—Es una señora vieja, la señorita Margaret, y tiene sus penas y sus males.
—Quieres decir que está enferma.
—No, señora. —Noté el afán de escabullirse, su mente escurriéndose
como una gota de agua sobre el aceite.

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—¿Qué quieres decir?
—Se encuentra un poco deprimida, podríamos decir.
—Bien —dije—, no debe de ser agradable para ella. —⁠Y entonces vi a
mis hijas que cruzaban corriendo la plaza. Habían estado en el dentista y cada
una llevaba un enorme globo amarillo con la inscripción en negro: «Los
felices amigos del doctor Mark».
—Saluda a Margaret de mi parte —⁠le dije. Me acerqué hacia mis hijas
que esperaban impacientes en la esquina a que cambiase la luz del semáforo.
Era la única señal de tráfico en toda la ciudad y ellas siempre iban a cruzar
por la esquina. Disfrutaban así más.
Media hora más tarde, al dirigirnos hacia el coche para ir a casa llevando
yo los globos y notando el singular y fuerte tirón de sus hilos en mi mano,
Abby preguntó:
—¿Quién era el muchacho con el que estabas hablando?
—No lo sé, querida. No se lo he preguntado.
Había hecho lo que la mayoría de allí hacía. Conocían a un negro, trataban
con él durante años y nunca se enteraban de su nombre. Nunca sentí
curiosidad por saber quién era y cómo se llamaba. Como si los negros no
necesitasen identificarse…
Margaret murió. Cuatro años después de mi abuelo. En el mismo día en
que éste sufría un colapso al volante de su camión y moría en los bosques. El
aniversario de aquel día fue descolorido, frío y con viento, con toda la gente
encogida en sus casas junto a sus hogares. Margaret no había salido en todo el
día. Ya nunca volvió a hacerlo más. A última hora por traba en el patio. No
parecía importarle. A última hora por la tarde, nada más se ocultó el sol de
aquel lluvioso invierno tras las montañas del sudoeste, dejó a un lado su
encaje y se levantó de su mecedora. «Alguien llama afuera», dijo. Y salió, sin
abrigo ni chal, a pesar de que el suelo estaba ya ligeramente helado y crujía
bajo sus plomizas pisadas.
Su prima y el muchacho esperaron pacientemente. A medianoche éste se
levantó, cogió una linterna y se puso a buscar las pisadas sobre el suelo
helado. Las encontró en seguida. Bajaban directamente la pendiente hasta los
árboles y el riachuelo que estaba detenido por el invierno. Las siguió a través
de los claros pero vaciló ante lo oscuro que estaban los árboles; el resplandor
de su linterna parecía muy débil. Dio la vuelta y salió corriendo hacia la casa,
temblándole las manos y con el semblante pálido. Se negó a intentarlo de
nuevo. Olía a muertos, dijo.

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Él y su madre juntos pues ninguno de los dos quiso quedarse solo en la
casa, entraron en el coche de Margaret y bajaron por la carretera a ver a su
familia. Pasaron toda la noche allí y por la mañana consiguieron reunir a siete
u ocho personas y volvieron a buscarla. No tardaron mucho. Sus pisadas
podían verlas todos fácilmente. Las siguieron entre los árboles hasta el
riachuelo y más abajo hasta el viejo y desmoronado baptisterio de ladrillo. A
la luz de la mañana el estanque tenía sus plomizas aguas a punto de helarse.
Allí, en las profundidades cubiertas de hojas de ramas incrustadas,
profundidades verdes y plomizas, la encontraron. Se movía suavemente hacia
la corriente un par de pulgadas por debajo de la superficie. Estaba con la cara
hacia abajo y tenía extendidos los brazos como si estuviese volando. Como el
baptisterio era tan profundo y ninguno de ellos sabía nadar bien, la fueron
empujando y arrastrándola consiguieron aproximarla a la orilla. Luego la
sacaron. Era una mujer corpulenta de pesados huesos, más pesados aún con la
rigidez de la muerte. El suelo era accidentado e irregular con cantos de
piedras y trozos de ramas, cubierto y resbaladizo por el hielo. Tropezaron y la
dejaron caer. Les pareció en aquel momento que ella se estaba escurriendo de
sus brazos y que intentaba volver a la balsa. La prima de Margaret dio un
grito y su hijo salió corriendo inmediatamente detrás de ella. Los demás,
hombres y mujeres adultos como eran murmuraron unas palabras
entrecortadas y salieron detrás de ellos. El mismo pastor salió corriendo
aunque se pensaba que no tenía miedo: su nombre era Boyd Stokes y su padre
y su abuelo habían hecho en su tiempo una labor apostólica en New Church.
Todos esperaron una hora o más permaneciendo en campo abierto, sellando
con sus pies el suelo helado y mirando hacia la muralla de árboles como si
esperasen a que alguien les dijese lo que tenían que hacer. Al cabo de un rato
mandaron a buscar whisky. El sol calentaba sus espaldas. Las sombras
empezaron a acortarse, los árboles ya no parecían tan oscuros y el licor animó
sus espíritus. Boyd Stokes pronunció una breve oración e hicieron lo que la
gente decente tenía que hacer: volver, recoger el cadáver lleno de lodo,
hinchado y cubierto de hojas, y llevarlo dentro de la casa.
Aquello fue todo. Aquél fue el fin de la muchacha que mi abuelo había
conocido una fría mañana lavando ropa en un riachuelo que no tenía nombre.
Cuando ella murió era una mujer vieja —⁠aunque no lo había sido por muchos
años⁠—, cansada y enferma y que no encontraba ningún sitio que le resultase
familiar o confortable. Me pregunto ahora lo que habría sido para ella vivir
cuatro años sin desearlo, sólo esperando a que su existencia se marchitase, a
que concluyese todo para partir. John se extrañó de que no llorase al conocer

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la noticia. No podía explicarle por qué. Era el orden que se restablecía por sí
mismo. Yo sabía que tenía que ocurrir así aunque no me daba cuenta. No era
algo que moviese al llanto. No podía uno lamentarse en el puro sentido de la
palabra. Nos retorcíamos en nuestra existencia, entre el dolor y el temor,
marchitos y temblorosos.
John no dijo nada, y se mostró un poco más solícito. Me llamaba dos
veces al día cuando estaba fuera. E hizo planes especiales para estar en casa
para cuando naciese nuestro hijo. Estaba otra vez en estado. Fue un tiempo
horrible. Nunca sabía si era el niño el que se movía o el temor que sentía
dentro. No dormía porque Margaret acechaba en los rincones y en los lugares
oscuros de todos mis sueños. Ella me llamó incluso en la habitación pintada a
franjas y que olían a éter, cuando nació el bebé.
Fue una niña y la llamé Margaret. Esperaba que John se opusiera, pero no
lo hizo.
—¿Tranquilizas a su espíritu? —⁠dijo.
Así era la vida con él. Justamente cuando una pensaba que iba a ser
estúpido y obtuso, surgía con la respuesta desnuda en unos términos que a una
no se le hubiesen ocurrido.
Margaret no había guardado las direcciones de sus hijos. Su prima
—⁠averigüé al fin que su nombre era Hilda Stokes; era la viuda del más joven
de los siete Stokes⁠— no las sabía. Yo tenía unas antiguas de los papeles de mi
abuelo y probé con ellas. Pero los telegramas y las cartas eran devueltos sin
abrir.
Ellos, Robert, Nina y Crissy, recibieron sus noticias de alguna forma.
Nunca supe cómo. Al año siguiente de la muerte de Margaret fueron
apareciendo, uno a uno, irrumpiendo en mi vida. Primero una carta de Nina
—⁠sus únicas señas, un apartado de correos en Filadelfia. Era una sola línea
sobre un pesado papel blanco protocolario: «¿Cómo está mi madre?».
Ella se enteró entonces. Para eso escribí al final de la carta sin molestarme
en utilizar otro papel: «Se mató el 30 de enero del pasado año». No la firmé.
Ella ya se lo figuraría. Tampoco le dije que después de todo podía haber sido
un accidente, una caída sobre una piedra resbaladiza por el hielo. No me
gustaba Nina y no iba a concederle el menor consuelo. El más mínimo.
Cuando la eché en el buzón pensé: «Aguanta ahora y date cuenta de lo
dura que eres. Lee esta carta y olvida tu bello y arrogante rostro. El delito de
ser negro, el delito por tener una madre suicida…».
Nina había vuelto para hacer alarde de su matrimonio, para herir a
Margaret. Pero Margaret permanecía impasible ante la lucha que ellos

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sostenían por herirse entre sí. Yo le daba la razón con un gesto de mi cabeza
allí donde la encontraba y casi me vi diciéndole en voz alta: «Has ganado el
primer round…».
Cuando el florista de la ciudad recibió un pedido de flores por valor de
cincuenta dólares para la sepultura de Margaret supe que tenía yo razón. Nina
se sentiría culpable por el resto de su vida y se preguntaría lo responsable que
habría sido de la muerte de su madre.
El florista envió las flores, por supuesto. No quería hacerlo pero no se le
ocurría una excusa y no se atrevía. Finalmente vino a decirme abiertamente,
nervioso:
—El telegrama venía de Filadelfia. Pensé que tal vez usted sabría si era de
uno de sus hijos. —⁠Luego, como pensó que había ido demasiado lejos
añadió⁠—: Recuerdo que Margaret trabajó para su abuelo durante años.
—No sé —dije—, ¿pero no había recibido antes un cheque de cincuenta
dólares?
Se disculpó, confuso aquel curioso e insignificante hombrecillo que había
sido el florista de la tienda que quedaba enfrente de la cárcel del condado
desde que yo podía recordar. La gente de las pequeñas ciudades parece vivir
eternamente, secándose como grillos, cantando todo el tiempo…
Al dejarle no pude evitar reírme de Nina, la egoísta y egocéntrica Nina.
Ella creía que había matado a su madre… ¿Y quién podía decirle lo contrario?
¿Quién podía decirle que la muerte de mi abuelo había sido la causa de la
muerte de Margaret? ¿Que después de fallecer él había encontrado miserable
a la tierra y que no había podido soportarlo? ¿Quién podía aclararle a Nina
que no habían sido los hijos, que no eran tan importantes para Margaret, que
desde el momento en que nacieron sabía que había de separarse de ellos? No,
Nina no era de aquellas que saben que la gente puede morir por amor, por
desesperanza.
Mientras me dirigía para reunirme con John en su despacho, me
preguntaba: «Si muriese él, ¿qué pasaría entonces?». Mas, yo sabía que él no
era todo lo que tenía. Estaban los niños, la casa y la tierra que había
pertenecido a mi familia por espacio de ciento cincuenta años. Y un conjunto
de obligaciones, monótonas y familiares, pero que podían salvarme si alguna
vez sucedía.
Podría perderle pero no moriría por él. Ésa era la diferencia. Ni Nina ni yo
éramos como Margaret. Ninguna de nosotras era tan buena.
Al poco tiempo, unos meses, Robert telefoneó. Me disponía a irme a la
cama. John estaba fuera una vez más. La asamblea legislativa del estado

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estaba reunida en sesión y había tenido que ir a la ciudad. Yo tenía un fuerte
catarro. Me estaba preparando un ponche caliente cuando sonó el teléfono.
—Spokane llamando a la señora de John Tolliver.
Asentí de una forma mecánica pensando en quién podría conocer yo en
Spokane. No reconocí su voz, ¿cómo iba a reconocerla?
—Soy Robert Howland. —Por unos instantes tampoco reconocí el
nombre. Él se impacientó por el tedioso silencio⁠—. El hijo de Margaret.
—Oh —dije—. Dios santo. Aquí se le había llamado siempre Robert
Carmichael.
—¿Puedes oírme? —Tenía una voz aguda del medio oeste. Llegaba a
través de la línea tan intensa y clara como la de un locutor de radio.
—Por supuesto que sí. Es que estaba sorprendida. Después de todos estos
años, volvéis los dos.
—¿Quién es la otra persona?
—Nina.
—¿Qué quería?
—¿No lo sabes? ¿No la has visto?
—No sé siquiera dónde vive. —⁠No le creí aun cuando añadió⁠—: No me
agrada mucho su marido.
—Ni a Margaret tampoco.
—Quisiera preguntarte por ella. ¿Está todo en orden o prefieres ir a otro
teléfono?
—¿Por qué?
—¿Está vigilada la línea?
—No creo, ¿quién podría hacerlo?
—Tu marido está metido en política. He visto su nombre en todas partes.
Podría ser.
Estornudé y los senos de mi cara empezaron a dolerme.
—Por el amor de Dios, Robert, todo el mundo en millas a la redonda sabe
lo de Margaret y sus hijos. ¿Qué habría que ocultar?
Él vaciló un instante sin decir nada. Luego dijo repentinamente:
—¿Cómo está ella? He oído decir que había muerto.
—¿Quién te lo ha dicho?
—No lo recuerdo.
—Fue Nina —dije sin rodeos. Él no me contradijo⁠—. Pensaba que estabas
en contacto con ella te gustara o no su esposo.
—Bien, contéstame —dijo.
—Se ahogó el 30 de enero.

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—¿El pasado año?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el riachuelo, junto a su casa. Eso me dijeron. No fui a verlo.
—Además es que no podías.
—Yo puedo ir a donde me plazca, no soy ninguna tonta.
La operadora nos interrumpió.
—Sus tres minutos han pasado. Por favor deposite…
—Muy bien —dijo él cortándola—. Aquí tengo cambio. —⁠Y se escuchó
el insulso y apagado sonido de la moneda al caer por su ranura.
No había llamado, por tanto, desde su casa o desde la oficina, ni desde el
hotel si es que estaba de viaje. No quería que nadie lo supiera.
En el repetido silencio él preguntó:
—¿Dejó ella alguna nota?
—¿Explicando las razones? No —⁠dije⁠—. Eso tendrás que deducirlo tú
mismo.
—¿Dejó algo para mí?
—Si te refieres al dinero —⁠no era ésa su intención, por supuesto, pero yo
quería fastidiarle⁠— dejó la casa y la tierra a la prima que vivía con ella y
también una cuarta parte del dinero de lo que tenía de mi abuelo. Las tres
cuartas partes restantes me las dejó a mí.
—¿Un testamento?
¿Por qué tienen que disgustarme tanto los hijos de Margaret? ¿Como, si
no, lo habría tenido que dejar?
—¿No hay nada en él para mí? —⁠Vaciló, pues odiaba mezclarse con los
demás⁠—. ¿Para nosotros?
—No. Desde luego que no.
—Me sorprende.
—Ya no te acuerdas, ¿verdad? Cuando todos vosotros vinisteis aquí,
cuando os fuisteis para siempre. Ella no tuvo hijos desde entonces.
—Hace mucho tiempo —dijo despacio⁠—, pero aún puedo acordarme.
—Lo hizo por vosotros. —Sonaba tan absurdo. Pero era cierto.
—Tal vez hubiera sido mejor que nos hubiese tenido con ella.
Su voz era tan amarga como la mía cuando le respondí:
—Entonces no habríais sido más que unos negros en el sur arrastrándose
por el lodo.
—Un cuarterón.

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—Has estado leyendo —le dije—. Nunca he oído usar a nadie esa palabra
aquí. Habrías sido un negro para los blancos y un negro para los negros.
—Ya lo he pensado —dijo tranquilamente.
—Ella hizo lo que pudo —le dije⁠—. Y vosotros no tendréis ni el sentido
común ni el coraje para hacer lo mismo.
Corté de golpe la comunicación terminando con su furtiva llamada, y
descansando mi cabeza sobre el auricular me puse a llorar de rabia.
Pregunté a John, cuando vino a casa la noche siguiente.
—¿Crees que nuestro teléfono está vigilado?
—¿Has oído algo?
—Me estaba preguntando.
Él estaba examinando el montón de correspondencia que había recogido
para él durante los últimos dos días.
—No me sorprendería.
—¿No te sorprendería?
Se encogió de hombros y continuó abriendo las cartas, metódicamente.
—Política, querida.
—¿Crees que es corriente?
Él levantó repentinamente la vista y sonrió burlón, una brillante sonrisa
pueril que contrastaba con las franjas grises de sus sienes.
—Algunas veces los que escuchan en los teléfonos de mi despacho no
pueden evitar sus comentarios sobre lo que decimos. Ahora que sabemos que
se irritan siempre procuramos evitar que conecten con nosotros.
No dije nada. No podía ocurrírseme nada.
—Al poco tiempo uno se acostumbra a conversar con tres personas a la
vez, querida.
—No me lo habías dicho.
Volvió a sonreír mordaz.
—Si es que has sostenido largas conversaciones de amor, me figuro que
ello va a ayudarme en las pruebas para mi divorcio.
—Oh, John, tenías que habérmelo dicho. Es posible que haya dicho algo.
—No puedes, querida.
Y me callé. No podía, era cierto. Yo no sabía nada.
—Después de todo —dijo John—. ¿Qué importa que se enteren de con
quién vamos a comer si de todas formas se enterarían dando unos cuantos
dólares a los criados? ¿O lo que vas a enviar a la tómbola de caridad de la
iglesia o si el señor Shaughnessy te envía un miserable presente?
—Tienes razón —dije pausadamente⁠—. Pero creo que no me gusta.

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Mi abuelo me había tratado de la misma forma. Pero entonces yo era una
niña.
John se encogió de hombros.
—¿Por qué dices cosas que luego sé que te van a molestar? Fíjate bien
ahora… una pequeñez como una interferencia telefónica y te pones así. —⁠Se
puso en pie y se fue al bar, besándome suavemente en la oreja al pasar⁠—. Una
copa para usted, señora Tolliver.
Las niñas llegaron a casa. Volvían de la escuela de baile. Pudimos
escuchar sus pisadas y cómo importunaban a Johnny y a la más pequeña hasta
que gritaron molestos.
—¡Por ellas! —John levantó su vaso hacia donde se oía el ruido⁠—. ¿Va la
señorita Grecer a hacer de ellas unas bailarinas?
—No —dije—. Intenta hacerlo pero no tienen ningún sentido del ritmo.
Y luego preguntó lo que había querido preguntar hacía rato.
—¿Por qué te preocupa tanto de repente que el teléfono esté vigilado?
Yo suspiré e intenté pescar la cereza en mi vaso historiado. Seguí,
después, con la loncha de naranja.
—El hijo de Margaret ha llamado hoy para preguntar por ella y quería
saber si todo estaba en orden para hablar.
John emitió un corto y grave silbido y se relajó. Me pregunté qué podía
pensar que había sucedido.
—Todos saben lo de los hijos de tu abuelo.
—Eso le dije.
Finalmente tuve noticias de Crissy. Esta vez no me cogió de sorpresa.
Sabía entonces que los tres estaban en contacto. Fue una postal —⁠Bois de
Boulogne en primavera⁠— y un par de líneas en una letra forzada de palo.
Aquella forma de escribir me recordó que Crissy era zurda: «He sabido de mi
madre —⁠¿a través de Robert o Nina?, me pregunté⁠— y deseo darte las gracias
por la molestia. Ahora vivo en París, refugio de los negros americanos». No la
había firmado y había empezado a escribir mi dirección a la derecha. A medio
terminar cambió de opinión y metió la tarjeta en un sobre. Precavida y
discreta. Quería evitarme dificultades. Pero por algo había sido siempre la
más amable y bonita de las hijas de Margaret.
Pasaron unos cuantos meses más, meses tranquilos que llenaron los niños.
Me sentía sumergiéndome en la dulzura engañosa de los primeros años de la
madurez, en el círculo acogedor del hogar y mis cuatro hijos, en el papel
sentimental de la esposa en la política del estado. Jerez por la mañana: no
siempre, pues el licor seguía siendo ilegal en la mayor parte de los condados.

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Café por la tarde. Fines de semana con las amistades. Lluvia de nacimientos,
lluvia de bodas. Entonces subía a la capital todas las semanas, tomaba el té
con la señora Dade, el lunch con tres o cuatro señoras y después hacía mis
visitas al hospital. Era el hospital más grande del estado y yo siempre pasaba
por él, siempre la misma rutina. John me había explicado cómo había que
hacerlo exactamente. Unas breves palabras con las señoras de edad que
estaban en la oficina de recepción, una rápida pasada por el despacho del
director y luego las visitas a los distintos pisos. Incluso para esto había que
seguir un orden. Tercero, segundo, cuarto, quinto, sexto y finalmente el ala
reservada para los negros. El tercer piso era el de los operados, los casos
graves, ellos eran los primeros y nadie podía poner objeciones. En el segundo
se agrupaban los pacientes que sufrían dolencias corrientes. El cuarto era la
sala de obstetricia. («A ellas no les importa ser los últimos de los que pagan
—⁠dijo John⁠— pues se sienten satisfechas con los niños»). El quinto y el sexto
eran las salas pobres, los pisos de asistencia gratuita. Por último, en el ala de
los negros concluía la visita. La primera vez que lo hice me sentí mareada.
Contuve la respiración para evitar el mal olor que despedían los enfermos y
soportar la imagen del sufrimiento. Pero empecé a darme cuenta de que
aquella gente se alegraba de verme. Que mis visitas, no obstante su evidente
propósito, rompía la monotonía rutinaria del hospital. John estaba encantado
por mi éxito.
—Qué buen paladín político serías —⁠decía. A mí, sin embargo, no me
gustaba aquello. No, nunca me gustó. Pero fui capaz de hacerlo.
Yo nunca volvía a casa el mismo día. Estaba muy lejos y era muy pesado.
Y además a John no le gustaba que condujese sola de noche. Me quedaba en
el apartamento que tenía en el Hotel Piedmont. Por la mañana me detenía en
uno de los grandes almacenes, mucho más bonitos que los de nuestra ciudad,
para comprar algo para los niños: vestidos o juguetes. Luego lo arrojaba todo
dentro del coche y partía hacia casa. Creo que habré hecho el viaje unas
doscientas veces, pero ahora que todo pasó descubro que no me acuerdo más
que de una. De todas ellas, sólo una.
Me desperté muy temprano, aquella mañana, y la habitación del hotel era
triste y de un color pardusco. No había dormido del todo bien. Había soñado
con mi madre. No había siquiera pensado en ella desde hacía años, pero
aquella mañana se presentó de repente. Es curioso cómo regresan ciertas
cosas. Y los trastornos que producen. No podía recordar lo que había sido
exactamente el sueño, pero tenía algo que ver con ella, con la hierba alta y

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luciérnagas en los árboles. Fue un sueño de verano y tenía algo de la cualidad
opresiva de las noches de estío. Sólo que en los sueños es peor.
El hecho es que yo estaba despierta y que ya no iba a dormirme otra vez.
De modo que decidí irme a casa. Desperté al empleado de la conserjería y al
único botones para que fuesen a buscar el coche. Tenía prisa y estaba
impaciente. No me sentí realmente bien hasta que estuve sentada al volante y
saliendo de la ciudad, sin hacer caso de las señales de tráfico, pues era muy
temprano. El coche estaba helado y conecté la calefacción. Su zumbido algo
monótono hacía que me preocupase el quedarme dormida, como siempre
hacía cuando estaba sola. Enchufé entonces la radio. Cogí el programa
habitual de la mañana de himnos y cotizaciones de bolsa del día anterior.
Pronto estuve fuera de la ciudad y ya no hubo más que una carretera vacía
extendiéndose ante mis faros. Todavía era de noche. No tenía idea de la hora.
No la había comprobado antes de salir. El reloj del cuadro de instrumentos
nunca funcionaba. Mi reloj de muñeca también estaba parado. Me había
olvidado de darle cuerda. Debían de ser las cuatro. Como todavía estábamos a
principios de primavera, amanecía más tarde. Algunas de las casas de campo
por las que pasaba tenían luces encendidas, una o dos soñolientas luces. De
cuando en cuando, si la casa quedaba muy próxima a la carretera podía
percibir el olor a frito a través de la pequeña rendija de la ventanilla del
coche. Más adelante se terminaron aquellas casas y la carretera se desvió
directamente hacia el sur a través de un desierto paisaje de bosques. No había
tráfico. Ninguna luz. No había nada más que la cinta de asfalto y bosques. Un
cielo negro que anunciaba la aurora y las dos estelas de mis faros. El brillo
familiar del tablero de luces y la vibración del poderoso motor forzándose un
tanto cuando subíamos las colinas sin disminuir la velocidad.
Siempre me gustó conducir sola de noche. Las cosas tienen un encanto
sentimental. Es algo parecido a cuando una está bebida. Entonces veo
perfectamente al mundo, lo veo con toda su impresionante claridad. Soy
entonces invencible, más allá de la vida y de la muerte. Con el zumbido de las
ruedas debajo de mí puedo amar a la especie humana como nunca consigo
amarla. Puedo tener grandes pensamientos nebulosos y temblar con el vigor
de la vida surgiendo en mi interior.
Resuelvo entonces tener una docena de hijos y vivir eternamente.
Entonces parece posible.
Conducía muy de prisa. Sabía, como todo el mundo, que las patrullas de
las autopistas se retiraban a las tres y que no volvían hasta las siete. Hacía un
tiempo excelente. Las pendientes se hacían más empinadas y tenía que apretar

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un poco el acelerador para mantener la velocidad. Estaba atravesando la
cadena de montañas que separan el Gran Valle Central del más pequeño Valle
del Providence. El río Providence era el que se veía desde la entrada de
nuestra casa, el que el primer William Howland había seguido cuando estaba
buscando un lugar en donde establecerse, al que puso el nombre de su madre.
No creía que pudiese haber llegado allí tan pronto. Disminuí la velocidad, abrí
la ventana y contemplé el paisaje. Pinos, filas perfectas, cercas definidas,
luego una carretera con poste indicador. Reduje aún más la marcha y leí el
pequeño letrero. Era la demarcación Eastman-Halsey. Estaba a tres cuartos de
camino de casa.
Cerré nuevamente la ventanilla, sorprendida aún por la distancia que había
recorrido. Debería haber mirado el indicador de velocidad. John se pondría
furioso si llegaba a enterarse.
Pero no reduje la velocidad. Salí de la cadena montañosa y pasé rugiendo
la carretera recta y uniforme que pasaba por Madison City. El palacio de
justicia, los focos luminosos temblando en cada una de las cuatro esquinas. La
oficina de correos iluminada a ráfagas por las luces de la calle. El despacho de
John, cerrado y vacío (¿Y qué aspecto tendría el buró de cierre enrollable allí
dentro sosteniéndose sobre sus finísimas patas en la oscuridad?). Espanté a
una jauría de perros que hozaban en los cubos de basura colocados delante del
Happy Chicken Café. Saltaron en busca de las sombras, ladrando. Pasé por la
hacienda de Joe, situada en las afueras de la ciudad, cerrada y oscura, sólo con
el reflejo de algunas luces que ardían débilmente en el aparcadero. En aquel
momento se desconectó la radio. Bruscamente, sin accionar el interruptor, sin
aviso, se apagó el sonido. Las luces seguían encendidas y yo apreté todos los
botones, y las manecillas indicadoras funcionaban. No había sucedido nunca
—⁠era un coche nuevo⁠— y me fastidió bastante.
No me gusta conducir sola sin radio. Lo que es agradable se convierte en
algo que parece amenazador. La oscuridad que había estado acompañada del
agradable y pasivo runruneo musical se llenó de sus propios sonidos. Con los
sonidos del campo solitario y de las carreteras intransitadas. Deprimente, algo
sobrecogedor. Me alegré de estar casi en casa y que estuviese a punto de
amanecer. El cielo empezaba ya a iluminarse. Podía adivinarse que el día iba
a estar nublado, por lo menos hasta que se levantase la niebla del suelo y se
disipase. Llegué a la curva del Thatcher Creek y aminoré la marcha. Ya no
me quedaba más que una milla, en la próxima curva vería mi casa. El cielo
adquirió una tonalidad plateada como la de los peces, el color de un felino de
la marisma. Las azaleas silvestres se despertaban. No me había dado cuenta

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de la cantidad que de ellas había. Su aroma dulce y refrescante penetró por la
rendija de la ventanilla. La niebla había dejado muy húmeda la carretera. Noté
cómo las ruedas patinaron algo una de las veces. Reduje aún más la
velocidad. Aquel valle se cubría con nieblas cuando las montañas más altas y
secas no tenían ninguna. La carretera giró hacia nuestras dehesas limitadas
por cercas de alambre espinoso y cubiertas con rosas de galán de noche que
aún no habían llegado a alcanzar su plenitud. Y llegué entonces a la última
curva y contemplé la pendiente que se remontaba hacia mi casa. Por alguna
razón me imaginé que no estaría allí, que habría desaparecido como un
fantasma. (Condenada radio, pensé). Pero estaba allí, sí. Vaga e imprecisa
entre la niebla, pero allí, tal y como había estado durante las cinco últimas
generaciones. Parecía grande, muy grande, con aquella luz, y vacía. La niebla
cubría los campos que quedaban debajo de ella y parecía que flotaba sin tener
una base firme, igual que los fantásticos castillos de los cuentos de hadas.
Penetré en el paseo a través de las grandes masas de azaleas que John
había plantado. —⁠¿Cuándo fue eso? ¿Hace sólo seis años?⁠—. No habían
florecido del todo, sus hojas brillaban apagadas en la oscuridad. Conduje más
de prisa, crepitando la grava bajo los neumáticos, hasta que llegué al extremo
y vi el patio familiar y acogedor extendiéndose delante de mí, saturado de
cosas conocidas. Una segadora mecánica, olvidada y dejada fuera toda la
noche. Un rastrillo apoyándose contra la casa. Una bicicleta. Filas de ropa,
cuerdas que se agitaban y rozaban entre sí.
En aquel momento la radio volvió a sonar. Muy fuerte. Escuché un
instante y luego la desconecté. Mientras me dirigía hacia la puerta de la
cocina y sacaba la llave de mi bolso, temblando un poco por el frío de la
mañana, empecé a pensar. Y cuanto más pensaba tanto más segura estaba. Me
estaban avisando de alguna forma. Algo me lo había dicho. Para bien o para
mal. No lo sabía. Porque yo no comprendía.
Había conducido vertiginosamente toda la noche sola pero con algo
viajando conmigo. Y había llegado bien. Las carreteras vacías me habían
salvado de un accidente por exceso de velocidad. Y mi propia estupidez
espiritual no había respondido a aquella desconocida llamada.
Entré en la casa y cerré la puerta con firmeza detrás de mí.
Así sucede cuando vivimos en el lugar en donde siempre hemos vivido, en
donde nuestra familia siempre ha vivido. Las cosas se ven no sólo en el
espacio sino también en el tiempo. Cuando miro el río Providence no veo
solamente un pequeño río amarillo que se desborda todos los años y extiende
su limo sobre las tierras bajas de algodón. Veo al viejo William Howland

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arriesgando su vida recién salido de la guerra, buscando un lugar en donde
establecerse. Lo veo atravesando sus cañaverales y sus marismas, con la cara
delgada familiar del retrato que ahora cuelga en la pared del comedor. Al
contemplar la montaña que surge por el este no sólo veo el verde oscuro de
los bosques. Veo a la prima Ezra Howland, abatida por un disparo en medio
de la batalla de Tim’s Crossing, a quince millas de distancia, durante la guerra
civil, y que consiguió llegar hasta la cima de aquella montaña sin pasar más
adelante. Decían que había dejado un rastro de sangre de quince millas. Cayó
del caballo y murió allí arriba, a la vista de su casa. Su madre, su tía y su
hermana que estaban solas en la casa vieron a los halcones y a los buitres
haciendo círculos y salieron, y la encontraron… Cuando conduzco hacia
Madison City no veo solamente una ciudad pequeña con perros sarnosos
vagando encorvados por los arroyos. Veo el tiempo en que los bandidos
Whittaker, los seis hermanos, amarraron su bote en el embarcadero del río y
penetraron en la ciudad para saquear y asesinar. Cuando se marcharon para
continuar su camino se llevaron con ellos a la hija del propietario de las
caballerizas. La gente decía que no fue un rapto, que ella se ofreció a ir con
ellos y que fue culpa suya el que no se volviese a oír más de ella y que se
dijese que un esqueleto encontrado hacia el sur, más allá de las marismas, era
el suyo.
Así sucede conmigo. No veo solamente las cosas como son hoy. Las veo
como eran antes. Las veo en el tiempo. Y eso es malo. Porque hace creer a
una que se conoce un lugar. Porque hace pensar que conoces a la gente que
vive en él.
Las cosas sucedieron de este modo. El gobernador Dade, que duró cuatro
años más de lo que John imaginaba, murió finalmente a los tres años de su
mandato. El vicegobernador juró su nuevo cargo. Se llamaba Homer O’Keefe
y era un hombre guapo, con el pelo gris, que procedía de la parte sur del
estado. Tenía un aspecto respetable, como lo tenía Dade, y había sido incluido
en la lista de candidatos para atraerse el importante grupo de los acomodados.
Pero era un estúpido y un necio presumido.
Cuando John me habló de la muerte del gobernador Dade dijo
simplemente:
—Espera y verás la confusión que va a crear ahora Homer. —⁠Él rió para
sus adentros⁠—. Todos los que vayan detrás de él van a ser arrastrados como
Jesucristo después del Domingo de Ramos.
Tenía razón, desde luego. No puedo acordarme de todo, pero se produjo
un escándalo impresionante, un tumulto público. Se descubrió que un

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instructor de la Universidad State Teachers llevaba un carnet de comunista.
Una escuela de Plainview fue incendiada y los padres de los niños asesinados
y todo el resto del estado echó las culpas a Homer O’Keefe. Un huracán que
parecía dirigirse hacia Yucatán cambió completamente de rumbo y se
descargó en la costa del Golfo. Y aquel mismo verano hubo una epidemia de
polio que obligó a cerrar todas las piscinas del estado y el verano fue
extremadamente cálido. Esto fue probablemente lo peor.
John parecía cada vez más afectado a medida que efectuábamos nuestras
giras habituales con el correr de los meses.
—¿No hay nada que pueda yo hacer? —⁠le pregunté una vez.
Me guiñó el ojo.
—Estás haciendo ya mucho.
—No estoy haciendo nada.
—¿Por qué tengo que estropearte diciéndote cómo tienes que hacer las
cosas? Eres dulce y amable con todo el mundo.
—No te rías de mí, John.
—Querida, eres perfecta para el trabajo y por eso me casé contigo.
No añadí nada más, porque no estaba del todo segura de que hubiese
dicho exactamente la verdad.
No había hecho nada extraordinario, nada especial, en las últimas semanas
que precedieron a las elecciones primarias. John no estaba casi nunca en casa
y ésta permanecía tranquila. Sólo vi a un par de periodistas que querían ver
cómo vivía la esposa del candidato y que se quedaron decepcionados.
Una vez recibí una llamada de mis primos Clara y Sam Hood. Estaban
furiosos por las referencias que sobre uno de los discursos de John contenía
uno de los periódicos de Atlanta.
Les hablé a los dos a la vez. Tenían la costumbre de ponerse cada uno de
ellos en un teléfono supletorio.
—Realmente, querida —dijo Clara⁠—, esta vez ha ido demasiado lejos.
—No lo he visto —contesté—. Los periódicos de aquí no han dicho nada.
—Yo no diría que no —dijo Sam—. ¿Era tu abuelo dueño también de los
periódicos?
—Tú lo sabes mejor que yo.
—Quizás él no lo haya dicho. —⁠Clara preguntó⁠—. ¿Lo ha dicho?
—No sé de qué estáis hablando —⁠les dije.
—«La capacidad del cráneo del negro medio es ciento sesenta y nueve
miligramos menos que el del blanco medio. Su cavidad cerebral es por

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término medio unos ciento veintiún milímetros menor. En consecuencia, no
está tan bien dotado por la naturaleza como el hombre blanco…».
Le interrumpí.
—He comprendido la idea.
—Honradamente, querida —dijo Sam⁠—, esta oposición de ellos al
casamiento de tu hermana fue para obtener votos, ¿verdad?
Clara dijo:
—Me avergüenzo verdaderamente de ser familia suya. Creí que me iba a
dar algo cuando vi la noticia en los periódicos.
—¿Es para eso para lo que llamasteis?
—Es que no acabábamos de creérnoslo —⁠dijo Sam.
Clara dijo:
—Pensamos que habría sido otro o que se trataba de un error.
—No tengo la menor idea —dije—. Pero le diré a John que no estáis de
acuerdo.
—Tú no puedes aprobar cosas como ésa. Menos después de la forma en
que se comportó tu abuelo.
—Estoy muy ocupada —les dije—. Otro día os llamaré.
Cuando colgué tenía el estómago frío y rígido. Irritación o miedo, no
sabía lo que era. Entré en el patio lateral y me tendí al sol con la esperanza de
que los brillantes rayos amarillos apagasen el frío interior que sentía. Tenía
mucho que hacer. Tenía que comprobar las cuentas del mes. Tenía que llamar
a un señor de Louisiana a quien íbamos a comprar su pequeño y precioso
caballo Shetland, para los niños. Pero no hice nada. Seguí tumbada al calor
del sol, y esperé a que se filtrase por mi cuerpo. Aquel frío que sentía en el
cuerpo me atemorizaba. Me recordaba a la muerte.
John telefoneó al día siguiente.
—Se ha hablado mucho de mí en los periódicos de Atlanta —⁠dijo⁠—. Me
figuro que habrás tenido noticias de tus primos al respecto.
—Sí.
—Esos periódicos no están de mi parte —⁠dijo⁠—. Estaba seguro de que
saltarían como fieras.
—¿Dijiste aquello?
—Claro —dijo—. ¿Te fijaste en dónde hablaba?
—No.
—En el Consejo de Ciudadanos Blancos.
—Vaya —dije—. Vaya.

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—Querida —añadió—. Espero que esos bastardos de tus primos no te
hayan molestado.
—Era eso lo que ellos querían, ¿verdad?
—Claro —respondió—. Los periódicos de aquí no lo dicen. Y no habrá
diez negros en todo el estado que lean los periódicos de Atlanta. De todos
modos —⁠rió burlón⁠—, mi oponente está diciendo bastantes más barbaridades
de las que podía pensarse.
—El teléfono tabletea —dije.
—Querida niña, pueden oír esto… —⁠Sonrió⁠—. Mi estimado adversario se
dejó llevar por su propia elocuencia y se declaró en favor del linchamiento.
—⁠Volvió a reír.
—Oh —dije—. Oh.
—Te llamaré mañana, querida.
—Sí —dije.
—Te quiero.
—Yo también.
—Piensa por un instante cómo va a sonar eso en sus cintas
magnetofónicas… Piensa tan sólo lo que pueden deducir: que nos
queremos… —⁠Volvió a reír⁠—. Todo el estado puede oírme, adiós.
Pienso que aquello debería haber hecho que me sintiese mejor, pero no
fue así. Me sentí cada vez más angustiada.
John tuvo que venir una vez a casa en los últimos días de la campaña
electoral. Cogió una infección de virus de alguna especie y tuvo una fiebre
muy alta. Verdaderamente estaba muy decaído; vino a casa trayendo con él
una enorme reserva de antibióticos. Al cabo de un día la fiebre desapareció y
él también.
El día y la noche que estuvo en casa le llevé tazas de caldo caliente y
platos de tarta, y cuando estuvimos solos le pregunté:
—John, tú no piensas así de los negros, ¿verdad?
Sus ojos azules brillantes se agudizaron.
—¿De modo que tus primos han conseguido envenenarte?
—Quiero saberlo.
—Esas cabezas más pequeñas y la masa cerebral… Estaba repitiendo lo
que se dice en la Universidad. A ese biólogo lunático que ellos mismos
trajeron.
—¿Pero qué piensas tú?
Se puso entonces serio, muy serio.

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—Soy un hombre práctico —dijo—. He conseguido ver las cosas como
son. Es odioso para ellos, pero reconocerlo no puede favorecerles ni a ellos ni
a mí. —⁠Tomó de mis manos la taza de caldo ardiendo y la dejó sobre la
mesita⁠—. Tú quieres que sea un caballero defensor de la justicia. Pero si lo
hiciera no sería más que un político sin futuro y un abogado sin clientela.
—Pero tú no tienes necesidad de quedarte aquí.
—No tengo oportunidades en otro sitio, querida, y tú lo sabes. Mis
amistades están aquí, el apoyo lo tengo aquí, tu familia y la mía.
Tenía razón. Tenía razón, sí. Por lo general me molestaba, pero ahora no
lo estaba haciendo. No se había afeitado y su cara oscura parecía demacrada y
hundida.
—¿Pero por qué dices esas cosas?
—Las digo porque forma parte del juego. —⁠Antes nunca se había puesto
tan serio conmigo. Por unos instantes vi al hombre reflexivo, tranquilo y
controlado, que era⁠—. Es el credo, y aunque no me gusta no me importa. No
soy peor que los demás y es posible que todavía sea un poco mejor.
Cogió la taza de caldo y bebió del líquido que estaba ardiendo.
—No es suficiente para ti, ¿verdad? Pero, querida, tú sólo puedes
comprender las cosas a las que estás acostumbrada.
El médico entró entonces trayendo consigo remolinos de aire fresco. Se
había entretenido jugando fuera al tejo con los niños. Auscultó el pecho de
John comprobando el ronquido de la congestión y le dio otra cápsula.
John me dijo por encima del hombro:
—Ese discurso tendrá éxito, querida. Había hablado antes tan poco,
incluso recientemente, que querían saber cuál era mi posición. Ese discurso
me va a conseguir las elecciones primarias.
Y lo consiguió. Venció por un margen muy grande. Nos olvidamos de
todas las noticias que habían aparecido en el periódico de Atlanta. Pensamos
que habían ido a parar al cesto de los papeles. Quizá se salvó un solo recorte.
Pero fue suficiente.
En nuestro estado las elecciones primarias son las únicas elecciones
auténticas. Las que tienen lugar en noviembre contra el candidato republicano
es sólo un formulismo vacío, porque es seguro el resultado. El margen suele
ser de treinta a uno. John ya no trabajó tanto ni tampoco viajó mucho. En lo
sucesivo todo se convertiría en una rutina.
Yo me encontraba en la quietud plácida del hogar, en la casa en donde
había vivido desde niña, en un país que conocía desde niña, y me sentía feliz,
dichosa. Mis hijos estaban sanos y mi esposo había triunfado.

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Pero no sabíamos. No sabíamos.
Aquel otoño, nuestras hijas volvieron a la escuela: Abigail al séptimo
curso, Mary Lee al sexto. Johnny empezaba a ir al parvulario. Sólo la más
pequeña, Marge, y yo nos quedamos en casa. Un día, de improviso, telefoneó
John.
—¿Has notado algo extraño?
—No. No creo.
—¿Ninguna llamada?
—Siempre hay muchas llamadas, John.
—¿Algo que hayas notado?
—¿Quieres decir llamadas equivocadas o amenazas?
—No. Eso no. No precisamente.
—¿Qué entonces?
—La línea está vigilada —dijo de prisa.
—Pero ellos lo saben de todos modos, ¿no es así? —⁠Siempre decíamos
ellos. Yo no estaba segura de quiénes eran realmente los que escuchaban las
transcripciones pasadas a cinta de nuestras conversaciones.
—Bueno —dije—, si quieres que te entienda me figuro que tendré que ir a
tu despacho.
—Ven —dijo.
Estaba impaciente esperándome en el espacio de sol que había en las
escaleras de entrada.
—¿Por qué la has traído? —Se refería a la pequeña.
—John, le gusta ir en coche.
—Pues déjala con la señorita Lucy y pasa adentro.
Dejamos pues a Marge sobre la mesa de la señorita Lucy agitando una
caja de clips. Entramos en el despacho de John en donde estaba aquel
horroroso buró de cierre enrollable. Me senté sobre el cuero frío del sillón
grande mientras John paseaba de arriba abajo.
—Algo va mal —dijo—. Puede percibirse en todo el ambiente.
—No sé.
—Mi padre llamó esta mañana… —⁠Dejó la frase a medio terminar.
—¿Sabía algo?
—Lo sabrá —dijo John—. Siempre lo consigue.
—Escucha —dije—. Sé realista. ¿Qué podría ser?
—Que me condenen si lo sé.
—¿Dificultades con los impuestos?
Me miró insolente y ofensivo, sin molestarse en darme una respuesta.

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—¿Una amante?
—No seas impertinente.
—¿Has matado a alguien?
—En realidad —dijo abiertamente⁠— tiene algo que ver contigo.
—¿Te lo ha dicho tu padre?
—Él no es el único que ha oído decir que hay algo extraño en torno a la
señora Tolliver.
—Bien —dije, recordando a papá John y sus ojos azules que destacaban
muy juntos en su curtida y arrugada cara⁠—. No tengo ningún amante y mis
hijos son normales, y no tengo ningún pariente próximo que esté con vida.
—Me lo han preguntado cuatro o cinco veces en los últimos días. Nadie
sabe qué es, pero todos saben que hay algo.
—Tendremos pues que esperar a ver qué es, si es que hay algo. Tal vez
sea que tú estás nervioso.
John silbó hacia dentro y hacia fuera de sus incisivos.
—Es algo —dijo—. Y lo están divulgando mientras lo comprueban para
estar seguros de que no se equivocan.
—Si van a lanzar un bulo contra ti, ¿por qué tienen que comprobarlo?
—Esta vez no va a ser un bulo —⁠dijo John enojado⁠—. Y sólo pido a Dios
que me entere de lo que es.
El cigarrillo que había arrojado sobre el cenicero cayó sobre la alfombra.
Lo recogí.
—Será un bulo.
Se detuvo en seco, se quedó completamente inmóvil. Me miró como si
nunca antes me hubiese visto, como si estuviese examinando algo bajo el
microscopio. Llevábamos casados quince años. Estaba de pie mirándome con
sus ojos azules fríos y unos pliegues en torno a su boca fruncida.
—¿Estás segura? —dijo.
No podía creerlo. Sólo permanecí sentada mirándole fijamente. En un
segundo abrí la boca y la volví a cerrar. No se me ocurrió nada que decir.
Al cabo de un instante él dijo:
—Vete a casa. Tengo trabajo que hacer.
Mecánicamente me levanté. Al salir me dijo con calma:
—¿Qué has hecho?
La puerta estaba abierta, la señorita Lucy escuchaba. Tras sus pesadas
gafas sus ojos se posaron en mí.
«¿Por qué hacia él aquello?», pensé. «¿Por qué?».
Sólo dije:

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—Gracias por tenerme a la pequeña. Confío en que no le haya molestado
mucho en su trabajo.
Sus labios sonrieron, no así sus ojos. Está enamorada de John, pensé, pero
debe de haber muchas mujeres en el estado que lo están.
—¿Vendrás a comer a casa? —⁠le pregunté.
—Te avisaré —dijo—. Tengo que hablar en Longview.
—Anda, como sabes hacerlo… Di adiós a papá. —⁠Agité el brazo
regordete de la pequeña. En el coche me volví a mirar. John estaba en la
puerta abierta viendo cómo nos marchábamos, lo mismo que hizo cuando
llegamos. Y él no veía a su esposa ni a su hija. Veía una oscura tragedia
indefinida.
Margaret se colocó en su asiento, a mi lado. Me estudié en el espejo del
automóvil. No parecía distinta. Siempre había tenido aquel aspecto. Tenía ese
tipo de cara que nadie recuerda a la hora de haberla visto. (A John, en cambio,
sí que se le recordaba. Era enigmático, delgado y tenía personalidad.
Recuerda mucho a los monjes, me dijo no hacía mucho una señora que
llevaba un sombrero estampado). Aunque nadie me lo había dicho o no se le
había ocurrido tan siquiera, sabía por las fotos que había sido una niña
corriente. Y seguía siendo corriente. No, tenía un aspecto agradable. El pelo
castaño, ni claro ni oscuro, como el pelo de un ratón. Ojos azules, sin la
profundidad de los ojos negros de John, sin el reflejo brillante de porcelana de
los de mi abuelo. Sólo unos ojos vulgares bajo unas cejas rectas. Bella
dentadura, una piel fina ligeramente curtida por el sol. Y por último mi figura.
Pechos demasiado pequeños y caderas demasiado grandes: un tipo de
matrona. Era así y lo sabía. Y ésa era la razón por la que me entendía tan bien
con las mujeres. Yo era maternal… Sabía lo que John quería decir: era la
esposa perfecta para un candidato. Me había escogido y enseñado bien. Me
pregunté sobre qué serían los rumores. Nada, me dije con rabia. No había
hecho yo nada. Nada que pudieran censurar. Me había equivocado de hombre,
pero nadie lo podría saber más que yo. Acababa de darme cuenta…
Conduje hacia casa, preguntándome cuantísimas veces había recorrido
aquella carretera. Apenas me daba cuenta de que mi pequeña estaba
chapurreando y jugaba a mi lado. Estaba abstraída en mis amargos
pensamientos.
Todos giraban más o menos en torno al mismo tema. John se había casado
con una mujer para su carrera. ¿Habría alguna otra? ¿Sería la joven que había
citado cuando me conoció; la cita que había suspendido para llevarme a
comer la primera vez? ¿Y recordaría a la muchacha a la que había renunciado

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porque yo le podía ofrecer más…? Yo le había ofrecido todo aquello
abiertamente. Aquellas tardes de primavera cuando descansábamos en mi
automóvil. Nunca expresándolo con palabras pero librando mi ignorada
batalla en silencio, relacionando en mi cerebro las cosas que podía darle…
Yo lo sabía; sí, lo sabía. Pero no me importaba. Ciertamente no me
importaba. Entonces parecía lógico. Pero ahora ya no estaba segura. Los
pensamientos hacen estas cosas. Una vez arraigan en una no se les puede
apartar a las primitivas y cómodas distancias. No era nuevo pero ahora dolía.
Antes no, sin embargo.
«¿Estás tan segura…? ¿Qué es lo que has hecho…?». John nunca había
dicho eso, nunca se había mostrado tan nervioso y preocupado. Pero lo había
dicho, ésa era la realidad. La vieja imagen de la inocencia, casi infantil, había
desaparecido. Ya no era el esposo que yo amaba, era solamente el hombre con
quien me había casado. Ahora me asombro de que haya durado todos esos
quince años.
Como mi madre, pensé, sólo que el suyo no duró tanto. Todo termina
alguna vez, me decía a mí misma mientras me aproximaba a casa y los
podencos venían corriendo para posar sus patas llenas de barro sobre los
guardabarros.
Hubo dos días más de espera. El primer día John llamó como siempre
hacía.
—Dile que estoy en la ducha.
Él respondió que volvería a llamar más tarde si podía. No lo hizo.
En la mañana del segundo día, bastante temprano, antes de que los niños
se fueran a la escuela, me di cuenta de que un automóvil se acercaba por el
paseo frontal y se detenía. El mayordomo no se había puesto aún a trabajar y
yo misma abrí, por tanto, la puerta. Era un hombre joven y no le había visto
antes. No reconocí tampoco ningún rasgo familiar en su cara como solía hacer
tan a menudo. Era un hombre bien arreglado que llevaba un traje gris. El
Chevrolet negro que había detrás de él tampoco era familiar.
—He venido para entregarle esto —⁠dijo extendiéndome un sencillo sobre
marrón, sin sello y muy nuevo.
Los niños reían mientras desayunaban en el comedor. Cerré la puerta al
oír sus voces y me quedé contemplando el Chevrolet negro mientras bajaba la
colina. Me senté en una mecedora y estudié las pendientes que descendían
hasta el río, el río que el primer William Howland había bautizado con el
nombre de su madre. Y por último examiné el sobre. Dos trozos de papel
unidos por un clip. Uno de ellos estaba escrito con letras de imprenta. Fue el

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primero que leí. Era la primera plana del periódico vespertino de la capital
con fecha del día. Había una fotografía de un hombre tomando el avión,
confusa como todas las fotos de los periódicos. Los titulares eran más grandes
que de costumbre. «Un negro regresa para visitar a su familia blanca». Y
luego un subtítulo: «Se revela el pasado de un destacado ciudadano.
Candidato a gobernador implicado».
No leí el contenido. En lugar de ello me puse a examinar el segundo trozo
de papel. Era una fotocopia de certificado de matrimonio. Entre William
Howland y Margaret Carmichael. El lugar era Cleveland. La fecha: abril de
1928, dos meses antes del nacimiento de Robert.
Estaba sentada en el alegre porche soleado y escuchaba las palabras de
John una y otra vez: «¿Estás segura? ¿Qué es lo que has hecho?».
Telefoneé al despacho de John. La señorita Lucy parecía haber estado
llorando.
—Dígale a mi esposo que he visto los periódicos. —⁠Afortunadamente no
tuve más que decirle, pues ella me colgó.
Volví a poner el recorte y la fotocopia en su frágil sobre marrón y lo dejé
debajo del teléfono, pensando en lo que siempre había sabido: que mi abuelo
había sido un hombre bueno. Que había encontrado una mujer para llenar los
últimos años de su vida y que se había casado con ella. Cuando me imaginaba
lo que iba a ocurrir ahora me sentía enferma.
No dejé ir a los niños a la escuela. Los envié a los establos para que se
distrajeran con Oliver. Podía verlos montando sus ponies en los pastos
cercanos, figuras desgarbadas sobre gruesos y desgarbados ponies. El teléfono
sonó:
—No estoy en casa —dije al mayordomo⁠—. A menos que sea el señor
Tolliver.
No es que esperase que fuera a llamar él. No estaba segura siquiera de que
fuera a volver. Podría cuando el disgusto y la impresión hubiesen cedido.
Pero no pronto.
En la casa todo continuaba como si se tratase de un día más. Los
jardineros llegaron y cortaron el césped y arrancaron de los macizos de
azaleas los nuevos bulbos de los narcisos. Subieron dos bidones de gasolina
de la gasolinera que había junto a los establos. Aparcaron un tractor y un
remolque de caja plana detrás del recinto para el lavado. Mañana tendrán que
utilizar aquella gasolina para su equipo. Segarán el campo grande delantero y
también explanarán la carretera. El llevar los bidones de gasolina a la zona de
trabajo había sido idea de John, para ahorrar tiempo y trabajo, decía. Había

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tenido muy buenas ideas. El invernadero, por ejemplo, que había sido
construido junto a la puerta de la biblioteca. Él cultivaba plantas exóticas
exquisitas, cuidándolas y sembrando otras nuevas siempre que estaba en casa.
Los vidrieros estaban reparando algunos cuadretes allí y tableteaban
suavemente los martillos (cualquier filtración de aire frío arruinaría las
plantas). En la casa continuaban los sonidos familiares acogedores del
aspirador y del pulidor de suelos, el olor del pulimiento y de la cera. Yo
estaba sentada en un sillón del living, el grande que estaba junto a la
chimenea, sin hacer nada, sin pensar siquiera. Sólo esperando. Tenía frío. Fui
al armario del vestíbulo y cogí la primera prenda que vi. Era mi abrigo de
pieles y me envolví en él sosteniendo con una mano el visón bien apretado
contra mi garganta. Estaba sentada completamente sola en una habitación
vacía, envuelta en las pieles de aquellos animales muertos.
Oliver subió de los establos y se asomó por la ventana del living,
tableteando la solera.
—Creo que debería cerrar la verja.
—Sí —dije. Le vi bajar la carretera de grava, girar la pesada puerta de
madera y pasar el cerrojo. Volvió y me entregó la llave⁠—. Oliver
—⁠pregunté⁠— ¿lo sabías?
Negó con la cabeza.
—Mantén a los niños bien cerca de la casa.
Puse la llave sobre la mesa del vestíbulo. El teléfono sonó, casi debajo de
mi mano, y lo cogí sin pensar. Era mi prima Clara de Atlanta.
—¿Qué pasa, Abigail? ¿Qué es todo eso que he estado oyendo?
—¿Dónde está Sam? —le pregunté—. Pensaba que todos vosotras
hablabais siempre al teléfono al unísono.
—No se ha enterado. Está ocupado con su sermón de la próxima semana y
no me he atrevido a decírselo.
Me reí ante sus narices y colgué. Continué riéndome porque era realmente
divertido pensar en ello. Ella había tenido una vida difícil. Estaba
encorvándose ya… No le había gustado el discurso de John sobre la
supremacía blanca. ¿Y cómo le iba a gustar teniendo una tía negra de color
azabache…?
Estaba sentada yo en la frágil y pequeña silla de palo de rosa. Alcanzaba
por debajo de la mesa al teléfono que estaba en el soporte. Dejé caer el
aparato y desconecté el timbre. Había tenido bastante.
Más coches de lo corriente parecían circular por la autopista del estado.
Vendrían seguramente a ver. Por supuesto. Cuando el periódico saliese al

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mediodía habría todavía más.
No estaba irritada ni me sentía herida. Sólo aturdida. Me daba la
impresión de no estar ya en mi propio cuerpo. Estaba muy lejos, curiosa, pero
como al margen.
Almorcé con los niños. Hablamos de caballos y del nuevo Shetland que su
padre les había prometido. Les dije que lo encargaría por teléfono aquella
misma tarde. Luego salieron otra vez fuera.
Me dejé llevar por la rutina aquella tarde y aquella noche, indiferente y
serena. Después de comer, los criados se marcharon dejándonos solos a los
niños, a la nurse y a mí. Cuando sonó el timbre de la puerta yo la abrí y me
quedé pestañeando ante la lluvia de los fogonazos de las cámaras.
Le habría reconocido en cualquier parte. Era una versión pelirroja de
William Howland.
—Tú debes de ser Robert —dije. Se quedó parado dejando que le
mirase⁠—. Te estaba esperando. —⁠Cuando lo dije pareció verdad. Y me figuro
que le estaba esperando efectivamente todo el día en la casa, todos aquellos
largos días⁠—. Entra.
Había dos fotógrafos que estaban a cada lado. Sus lámparas me habían
cegado.
—Ustedes también —dije—. Hará frío si esperan en el porche.
Entramos en el living los cuatro.
—Esto está cambiado.
—La hemos reformado. ¿Quieren tomar café? —⁠pregunté a los
fotógrafos.
—No —respondieron.
—Hay suficiente —dije—. En verdad esperaba a más gente… pero luego
he visto que había más fuera, ¿no? Creo haber visto a alguien que
disimuladamente se quedaba fuera.
—Me imagino que habrán vuelto al coche —⁠dijo Robert.
—La verja estaba cerrada. ¿Han pasado con el coche a través de ella?
—Entramos andando —respondió Robert.
—¿Te gustaría dar un paseo por la casa? Está tan cambiada que no creo
que la puedas reconocer mucho.
—No he venido a eso —dijo Robert.
Contemplé a aquel muchacho que mi abuelo y Margaret habían traído al
mundo. Podía verse a ambos en él. La complexión recia de mi abuelo; todos
los Howland tenían aquellos hombros y la misma cabeza proporcionada; y los
ojos azules eran también los de mi abuelo. Robert se parecía a mi abuelo, en

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todos sus rasgos, pero había una sombra de Margaret en toda su fisonomía.
No había nada de ella que uno pudiese señalar con el dedo y decir: esto es de
Margaret. Ella estaba en todo su ser, en su rostro, en sus movimientos,
intangible pero siempre presente, tanto como la sangre que corría por sus
venas.
Él dijo de repente a los fotógrafos:
—Os veré en el coche. —Ellos se fueron rápidamente. Robert asintió con
un movimiento de cabeza mientras salían⁠—. Se alegran de marcharse.
Parecían violentos.
—Violentos no, Robert —le dije—. Sólo disgustados. Eres un negro para
ellos.
Su piel, que tenía ya un tono cerúleo, se puso como la de un cadáver. Por
un instante pensé que iba a matarme.
No me preocupaba. Durante todo el día había estado preparándome para
esto. Y ahora que había llegado no me sentía cansada ni tenía miedo. Me
sentía exaltada y fuerte. Había algo en la expresión de Robert. Era algo que
me hablaba…
—Matándome no resolverías nada —⁠dije⁠—. Y tu madre y tu padre están
ya muertos.
—¿Se suicidó ella realmente?
—Eso fue lo que dijo la gente que la encontró.
Yo le zahería como había hecho con Crissy y Nina.
—¿Sabes por qué? ¿Estaba enferma?
—Me imagino que estaba cansada de vivir sola.
—Ella no estaba sola. Dijiste que estaba viviendo con su prima.
—Pero sola… —Me levanté y fui hacia el bar⁠—. ¿Una copa? ¿Bourbon?
—No —dijo.
—En recuerdo de los viejos tiempos. —⁠Preparé dos bourbon con soda⁠—.
En memoria del día en que tu madre te provocó una pulmonía sacándote a la
nieve con viruela loca.
—Ella no lo hizo.
—Claro que lo hizo. —Levanté los dos vasos y por alguna razón me
expresé con mi mejor acento festivo⁠—. Ella iba a educaros o a mataros.
—Lo sé —dijo serenamente y tomó la bebida que le ofrecí.
Su tono me contuvo.
—Robert —dije con acento serio—. ¿Por qué has venido?
El rostro de mi abuelo levantó hacia mí la vista con expresión desolada y
marcada por el sufrimiento.

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—Creo que ha sido un recorte de un periódico de Atlanta.
—Oh —dije—. Dios mío, aquél.
—Creo que no pude soportarlo.
—John lo dijo, es cierto —le dije con calma como si de esta forma
cambiase la situación⁠—. ¿Pero has visto lo que dijo su adversario? ¿Lo has
visto?
—No.
—Has estado fuera del sur tanto tiempo… Los periódicos no recogen lo
que se dice en estas pequeñas reuniones.
Se quedó mirando su bebida.
—Tienes un parecido increíble con tu padre —⁠le dije.
—Nunca dudé de la palabra de mi madre.
—¿Has conseguido el certificado de matrimonio para demostrarlo?
—¿Lo has visto?
—¿Tú qué dirías? Es lo primero que me han enviado.
—Me lo puedo figurar.
—¿Te has casado, Robert?
Asintió con la cabeza.
—¿Negra o blanca?
Otra vez el destello de la furia en su interior.
—No me provoques.
—¿Cómo tengo que saberlo? Nina se casó con un negro.
Pareció no haber oído. Proseguí, ingenua, empezando a comprender lo
que yo tenía que hacer.
—Soy curiosa —le dije—. No puedo evitarlo. Después de todo, en cierto
modo nos criamos juntos.
Un breve gesto de asentimiento. Él miraba una pequeña y pesada mesa.
—Estaba en el hall de arriba.
—Lo recuerdo. Es realmente una pieza muy bella. Seignouret, por eso la
restauré.
—Había dos allí arriba.
—La otra se fue muy lejos… ¿Cómo es tu mujer?
—Es bonita.
—¿A quién se parece?
—Algo a ti. El mismo color de pelo y ojos azules claros. Se llama Mallory
y su padre es radiólogo en Oakland. Tiene aproximadamente tu edad.
—Yo tengo un millón de años —⁠dije⁠—. Bébete el bourbon. Te sentará
bien.

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—Sí.
—John va a perder —dije sin transición⁠— por causa tuya. Por primera vez
en cincuenta años van a derribarse los resultados de las elecciones demócratas
primarias. No cabe la menor duda de que los republicanos ganarán por un
margen considerable.
—Me lo figuro.
—Ya lo has dicho antes… ¿Conoces al candidato republicano?
—No conozco ni su nombre.
—Es una lástima —dije—. Deberías conocerlo.
Nuevamente parecía no escuchar.
—¿Estás enterado de que las escuelas de Tickfaw County cerraron el
pasado año?
—No sé tan siquiera de que estás hablando.
—Pero deberías saberlo… Cerraron las escuelas antes que cumplir la
orden judicial de integración.
—Vaya.
—Abrieron escuelas privadas para los blancos. Creo que no hay ninguna
para los negros.
Se encogió de hombros.
—He oído algo parecido en Virginia.
—Eso está muy cerca de aquí. Y el promotor de aquella iniciativa fue
Stuart Albertson.
—¿Quién demonio es ése?
—El hombre a quien acabas de convertir en gobernador.
Me permití una sonrisa irónica. Las cosas eran verdaderamente cómicas si
se las analizaba.
—Niño de mi vida —le dije—. Esta vez sí que has metido la pata. Has
acabado con John pero te has quedado con algo diez veces peor…
Él me miraba fijamente sin creerme del todo.
—Pero tú no has vuelto para ayudar a los negros de aquí. Ni tampoco para
perjudicarles. —⁠Tuve otro acceso irresistible de risa⁠—. Lo haces
principalmente por motivos personales, estás dando satisfacción a tu rencor.
¿Tu madre o tu padre?
—Están muertos.
—Eso lo complica aún más. —⁠Le preparé otro whisky, muy despacio,
esperando a ver lo que hacía. Parecía congelado, inerte. Miraba fijamente la
mesa Seignouret recién pulimentada.

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—¿Sabe tu mujer que estás aquí? No, claro. No lo sabe. No sabe nada de
esto, o de lo contrario no me habrías llamado desde un teléfono público.
Negó con la cabeza.
—¿Por qué tenía que molestarla con este lío?
—¿Está en casa?
—Sí… No, se ha ido al hospital. Esperamos un niño. Ella es RH negativo
y todos nacen lo mismo, con transfusiones y todo lo demás.
—Entonces no habrá leído los periódicos demasiado a fondo, si es que los
periódicos de allí reflejan la noticia.
—No.
—De todas formas los periódicos te llaman Robert Carmichael. Ella no lo
creería aunque lo viese, ¿verdad?
—¿Por qué tendría que creerlo?
—Se casó con un hombre blanco —⁠dije serena⁠—. ¿Qué haría si
descubriese que era un negro?
Él sólo se quedó mirándome.
—No se lo habrás dicho… No. Tú no. Pero si se entera ¿qué podría pasar?
Él se levantó y vino hacia mí, con la cara pálida otra vez. Me quedé
sentada sin inmutarme y apoyé mi cabeza en el respaldo mirándole. No tenía
miedo, mi corazón latía normalmente, mis pulmones respiraban tranquilos.
—Te olvidaste de ello, Robert —⁠le dije⁠—. De lo contrario no habrías
venido. Todos estamos implicados, tú y yo, Crissy y Nina. Has venido a
arruinarme. —⁠Pude sentir que mis labios desplegaban una sonrisa, y cuando
los movía notaba lo fríos que estaban⁠—. Pero creo que yo también puedo
hacerlo.
Ahora que estaba él tan cerca vi que su rostro estaba cubierto de sudor.
Las gotas formaban torrentes por su cuello. Estaban empapando el cuello de
su chaqueta.
—Puedo encontrarte donde vivas. Puedo presentarme allí lo mismo que tú
has venido aquí. Y puedo contar mi historia… ¿Te quiere mucho tu esposa?
Arriba la pequeña lloró unos instantes y luego se quedó en silencio.
Robert se sobresaltó volviéndose hacia donde partía el sonido.
—No digo que lo vaya a hacer —⁠le dije⁠—. Sólo estoy diciendo que podría
si quisiera. Todavía no he tomado una decisión. —⁠Ello dependerá de lo
enfurecida que pueda estar y de la necesidad que tenga de perjudicarte a ti a
cambio, pensé. Y cuando vuelvas a casa tendrás que preguntarte si voy y
cuándo voy…
Aquella cara blanca sudorosa pendía en el aire sobre mi cabeza.

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—Siéntate, Robert —dije con petulancia⁠—. Me estás poniendo nerviosa.
—⁠Se retiró un poco. Yo estaba sorprendida. No esperaba que me hubiese
escuchado. Pero es que hacía mucho que nadie me escuchaba. Si es que
alguna vez me habían escuchado.
Y yo dije algo que no tenía intención de decir, algo que sonó
terriblemente.
—Robert, sé lo que eres y sé por qué has venido. Y sé algo más. Tu piel
puede ser del mismo color que la de tu esposa pero tu sangre no. Y tú lo
sabes. Tú lo sabes bien.
Sus labios temblaron ligeramente. Para impedirlo tragó saliva y pude
escuchar el imperceptible sonido que hacía.
Le miré. El hijo de mi abuelo, su único hijo. Contemplé su rostro,
macilento y viejo. Podía oír a mi abuelo diciendo: «mujer, mujer, ¿qué estás
haciendo?».
Le respondí a donde pudiera estar, a donde pudiera haber ido su espíritu.
¿Por qué has tenido hijos, para que se destrocen entre sí?
Pero se me agotó la paciencia, aquel hostigamiento, aquella actitud
ofensiva descarada. Deseaba que Robert se marchase de mi casa. Quería que
se apartase de mi lado.
—Estoy harta ya —dije—. Vete.
Se puso en pie. De nuevo me sorprendió que me obedeciese.
—Escucha —dije—. Espero que te marches esta noche. La familia de mi
marido tiene el suficiente coraje para matarte.
—Me voy directamente a Nueva Orleans y luego a casa.
—Fue arriesgado que vinieses aquí —⁠dije⁠—. Si John hubiese estado aquí
podríamos haber tenido un verdadero disgusto.
Sonrió con una expresión algo triste:
—Me imaginé que estabas sola.
—Y lo estoy. —Él lo sabía—. Vete ahora mismo.
Fui al porche con él y le vi alejarse por la oscura pendiente hacia el coche
que estaba esperando.
—Robert —le llamé—. Es posible que vaya a buscarte. Me esperarás. No
te olvides.
No se volvió y no estaba segura de si había asentido o negado con la
cabeza. Pero no importaba. Me recordaría y me estaría esperando todos los
días de su vida.
En cuanto a mí yo también tendría que recordar. Vería la cara de mi
abuelo, arrugada, marchita y desencajada por la emoción. No dormí aquella

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noche. No me molesté en ir tan siquiera a la cama. A la hora del desayuno la
casa seguía tranquila sin sus sonidos familiares. No se oían voces abajo ni
ruidos fuera. Aquel día habían proyectado segar el campo grande delantero,
pero la soleada mañana estaba silenciosa y vacía: ningún traqueteo de
tractores, ningún rechinar de las segadoras. Oí el penetrante sonido del
despertador de los niños. Me pregunté por qué se había molestado en ponerlo
en hora cuando sabían que no tenían que ir a la escuela. Quizá no me habían
creído. Bajé las escaleras pasando por la parte quemada de la barandilla que
los Howland habían dejado como recuerdo. Atravesé el gran hall central:
seguía encendida la luz piloto. Era la primera cosa que el mayordomo
apagaba cuando llegaba por las mañanas. Por consiguiente, no estaba allí.
Entré en la cocina. Estaba vacía. La luz de la puerta trasera también estaba
encendida. La apagué. Nadie en absoluto había venido aquella mañana. Toda
la servidumbre estaba fuera. Esperaban acontecimientos…
Enchufé la cafetera y utilicé el teléfono de la casa para llamar a la nurse
de los niños, Julia. Ella se quedó atemorizada al ver que la casa estaba vacía.
Tuve que explicarle.
—Intentaré que mi marido esté en casa antes de que pase nada. Se lo
prometo.
Y mientras el café goteaba me pregunté por qué había dicho esto. Si yo no
podía…
Salí un momento fuera y miré en derredor. La tierra desnuda por el
invierno tenía el mismo aspecto. La carretera del estado que pasaba por
debajo de nosotros estaba desierta con la excepción de un coche que pasó sin
detenerse ni aminorar la marcha. El cielo era brillante y claro. Hacía viento y
los cuervos volaban incesantemente sobre las corrientes de aire. El patio y el
campo grande frontal estaban completamente desiertos, sin un solo gato
agazapado en las sombras. Como los criados, los braceros tampoco habían
venido. Su equipo seguía aparcado detrás del recinto de lavado. Sus tractores,
segadoras, aplanadoras y todos sus aperos. Y los bidones de gasolina también
estaban allí.
Nadie había venido a trabajar. Ni uno solo. Volví a entrar y voceé hacia el
piso superior:
—Sea lo que sea —dije—, no alarme a los niños, Julia. Bájelos a donde
están los ponies.
La mañana transcurrió tranquila, monótona. Por la tarde me tumbé en la
cama, sin molestarme en quitarme la ropa. En seguida me quedé dormida,
profundamente dormida. No oí siquiera cuándo entró John. Tuvo que

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zarandearme. Por un momento, confundida y mareada por el sueño, sonreí a
su cara familiar. Luego su rostro frío y siniestro se precisó ante mi vista. Me
acordé entonces y me levanté. Él llevaba un periódico. Claro. La foto de
Robert conmigo en la puerta de entrada.
—¿Por qué le permitiste que entrase? —⁠preguntó John.
—Llamó a la puerta —dije como si eso lo explicase todo.
—Si hubiese estado yo aquí…
—Bueno, no estabas. No había nadie que me dijese lo que tenía que hacer.
—⁠John parecía sucio. No se había afeitado durante un día por lo menos y la
densa zona azulada de la barba era una auténtica mata de pelo. Tenía los ojos
irritados e hinchados⁠—. ¿Has estado con tu padre?
—Sí. —Somerset County le seguiría aceptando, le seguiría protegiendo,
lucharía por él si fuera preciso. Todos los Tolliver por sus campos de algodón.
Todos los Tolliver con la algarabía de todos los años rugiendo en sus oídos.
Allí donde todos permanecían unidos y la sangre era la respuesta para todo.
—¿A dónde fue? —me preguntó John.
—Dijo que iba a Nueva Orleans y luego a casa.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—Él te lo ha dicho —dijo John—. Me estás mintiendo.
—No. No te miento. Pero, ¿por qué quieres saberlo? ¿Vas a ir por él?
—⁠John levantó ligeramente los hombros⁠—. Dije a Robert que tú querrías
hacerlo.
John se apartó y miró por la ventana. Cuando retiró la cortina me dio un
rayo del brillante sol de la tarde.
—Me encargaré de él, John —⁠dije⁠—. He empezado ya.
Él se retiró de la ventana y estaba claro que no me había oído. Estaba
demasiado abstraído en sus amargos pensamientos.
Me quité la colcha con la que me había tapado y me levanté.
—Si me pasaras el cepillo podría tener un aspecto más presentable.
Él no se movió:
—Tienes un aspecto horrible.
—Fue un mal día.
—Bien —dijo—. ¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué se casó con ella? ¿Lo sabes?
Era incomprensible para él. Tan incomprensible como tratar de masticar
una piedra. No comprendía que hubiera gente que pudiera intentarlo.

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—¿Por qué lo hizo? ¿Para señalarnos?
—Para probarse a sí mismo.
—Eso no tiene sentido.
—No podía dejar que sus hijos fueran bastardos aun cuando su madre
fuese una negra.
—Hay muchos bastardos por estos alrededores.
—Él sabía que no iban a quedarse aquí. Ya entonces sabía que iban a
mandarlos fuera.
—Dios mío —dijo John—. Debió de volverse loco.
Le negué con la cabeza.
—Creo que yo puedo entenderlo.
—Entonces estás tan loca como él.
—John —dije—. Estás tan comprometido, tienes tantas complicaciones
que te olvidas de que hay gente más simple.
—Más simple, Dios mío… ¿Qué me dices del otro? ¿Qué es lo que le he
hecho yo? ¿Por qué ha tenido que volver?
—Es difícil de explicar.
—¿De qué hablasteis, Dios bendito?
—De su esposa y cosas por el estilo.
—Como en una fiesta ¡Cristo!
—Me parece que no sabía verdaderamente lo que estaba diciendo.
—Sé lo que ha hecho —dijo John—. Todos me lo han puesto de relieve.
Estoy perdido en este estado. No podía ser elegido como desecho, no podía
ser un caso de caridad.
—¿A dónde vas?
—A casa. Por algún tiempo.
Y estuve a punto de decir: «Ésta es tu casa». Pero no lo hice; lo sabía
mejor que él. No lo era. Él era un Tolliver y su casa estaba en Somerset
County con su sangre.
—Muy bien —dije.
—Escucha —dijo—. ¿Por qué no coges a los niños y te vas por unos días?
Negué con la cabeza.
Se sentó bruscamente a los pies de la cama.
—Escucha —dijo—. Si tú no quieres, envía a las niñas, por lo menos.
Ahora mismo.
—¿A dónde?
Sacó un trozo de papel de su bolsillo.

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—Aquí tienes. Es una escuela en Nueva Orleans. Ray Westurby. Hemos
trabajado juntos, le has visto aquí un par de veces. Tiene una hija allí.
Cogí el papel y lo coloqué debajo de la lámpara. Para asegurarlo bien puse
un cenicero encima. Era tranquilizador, una especie de eslabón…
—He hablado hoy con él. Le dije lo que estaba ocurriendo. —⁠La idea de
aquella situación pareció molestarle, vaciló un momento recordando⁠—. Él lo
ha preparado todo… Estarán esperando a las niñas.
—¿Vas a llevarlas tú en el coche?
Negó con la cabeza.
—Oliver puede hacerlo.
Sacudí las hilachas de la suave superficie afelpada de la colcha, pensando,
diciéndome: «Mételas en el coche y llévatelas corriendo».
—Estarán más seguras —dijo—. Pienso en ellas.
—Lo sé. —Era cierto. Las quería y estaba haciendo todo lo posible. Miré
el pequeño trozo de papel⁠—. Las enviaré allí pero no ahora precisamente.
Dentro de unos días.
Se puso en pie con un ligero salto de impaciencia.
—No deben irse, John.
—¿No quieres?
—No. Nos quedaremos aquí.
—Oh, Dios mío —dijo.
—¿Es que va a pasar algo?
—Cómo demonios tengo que saberlo. Te estoy diciendo lo que creo.
—Si me marcho —dije—, quemarán probablemente la casa.
—Si tienen que arrasarla prefiero no verlo con mis propios ojos.
—Sí. Lo sé. Pero yo me voy a quedar.
—Oh, Cristo —dijo—. Y se fue hacia la puerta.
—¿Vas a volver?
—No.
—No te creo.
Se marchó y todas las cosas que no habíamos dicho flotaban todavía en el
ambiente zumbando en mis oídos. Pensé: Así es. Eso es todo. Le quise una
vez pero ya no, pues no me preocupa demasiado ver cómo se va.
Cuando las niñas entraron les pregunté:
—¿Habéis visto a vuestro padre?
Negaron con la cabeza. No se había molestado en bajar, aunque debía de
haberlas visto ajetreadas con sus caballos. No parecían contrariadas. Él había
estado tan poco en casa que ya no le echaban de menos.

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Después del almuerzo puse a la mayor a mi lado.
—Abby —dije—. Quiero hablarte.
—Lo sé —dijo ceremoniosa.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Oliver.
Efectivamente. Habían estado hablando de ello abajo en los establos.
—Por algún tiempo no irás a la escuela —⁠dije⁠—. Después posiblemente
busquemos otra escuela.
—Oliver dijo que tendríamos que irnos.
—No os tenéis que ir —dije—. Sólo que tú y Mary tenéis que ir a otra
escuela.
—No me importaría no volver.
—Querida, ahora piensas eso, pero luego el tiempo nos hace cambiar.
(«Niña, pensé, tú no sabes aún cuánto se puede querer una casa y una
tierra…»).
Abby dijo:
—Nadie hay aquí excepto Julia.
—No han venido porque piensan que va a ocurrir algo.
—¿Va a ocurrir algo, mamá?
Ella no parecía asustada y por eso le dije la verdad.
—Creo que sí.
—Oliver ya me lo dijo.
—Parece que Oliver sabe muchas cosas.
—Ha cogido una escopeta del guadarnés.
—Dile a Julia que se vaya a casa. Dile que ya le avisaré cuándo tiene que
volver.
Abby salió corriendo. Contemplé sus delgadas piernas, sus descoloridos
pantalones largos azules y pensé automáticamente que deberían tener ropa
apropiada para montar…
Volvió diciendo:
—Se alegra de marcharse.
—Gracias, Abby.
—¿Volverá papá en caso de que ocurra algo?
Y entonces, como tenía sólo trece años, le mentí.
—No puede volver, querida. Tendremos que arreglarnos solas.
—Oliver me ha estado enseñando cómo se apunta con la escopeta.
Oliver otra vez.
—Estáte con los niños aquí, Abby, voy a hablar con él.

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Le encontré ocupado con el cerrojo de la verja trasera.
—No sabía que necesitase arreglo.
—No estaba rota —dijo—, es que no quiero estar ocioso.
—Enseñando a Abby a disparar.
—Es posible que haya que utilizarla.
Era un hombre viejo, muy viejo, y al mirarle me acordé de todas las
subidas hasta la cumbre de la Norton’s Hill con mis primos. Todos aquellos
paseos en que se sentaba esperándonos tallando extrañas figuras de pequeños
animales en los huesos de melocotón… Vivía aún en la misma casa —⁠su
hermana solterona había muerto hacía cinco años⁠— junto al manantial grande
llamado la «Mujer Sollozante».
—¿Esperas que pase algo?
Continuó trabajando en el cerrojo.
—Hemos llevado el ganado al otro lado de la dehesa este.
—¿Para ponerlos en sitio seguro?
—Es una medida necesaria —dijo—. Los animales cuestan mucho dinero.
—Vete a casa, Oliver, y llévate los ponies de las niñas contigo.
No pareció escucharme.
—Hay coches aparcados abajo en la carretera, desde hace un instante.
Detrás de la pendiente y no se pueden ver desde la casa.
Su serenidad era contagiosa.
—¿Qué van a hacer?
Expresó su duda con un movimiento de cabeza.
—¿Se ha ido el señor Tolliver?
—Sí.
—¿Volverá?
—No. —Me imagino que debería estar avergonzada, pero no lo estaba. La
salida de John era una realidad tan auténtica como los automóviles que
esperaban abajo en la carretera.
—Creo que me voy a quedar.
—No seas estúpido, Oliver. Si ocurre algo será peor que haya aquí un
negro.
No levantó la cabeza. Sólo levantó la vista hacia mí y sus viejos y serenos
ojos pardos adquirieron una expresión dura y brillante. Yo pensé: «No va a
haber más dificultades de las que ha habido ya».
—No quiero que te quedes —dije—. No quiero tener que preocuparme de
ti. —⁠Yo estaba temblando de rabia y de nerviosismo. Toda mi vida había sido
enseñada a depender de los hombres y ahora que los necesitaba se habían ido.

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Oliver pareció escuchar lo que estaba pensando. Su esposo no está aquí,
su abuelo tampoco y su hijo todavía no va a la escuela. Me quedaré en la casa
hasta que me muera.
El sol se puso, y las tempranas sombras del invierno empezaron a caer
sobre las cañadas y fueron remontando la colina. Abby continuó
entreteniendo a los niños y consiguió que se quedasen quietos. Sólo de vez en
cuando notaba que sus grandes ojos azules me observaban. Yo misma preparé
la cena para ellos buscando desmañadamente cazuelas, pucheros y platos en
la cocina, para mí tan poco familiar. Me quemé el brazo con la puerta del
horno, me embadurné la mancha roja con mantequilla y me puse un vendaje
encima.
Luego llamé a los niños para que entrasen.
—¿No tenéis hambre?
—Oliver se ha llevado los ponies —⁠dijo Abby.
—Los volverá a traer.
Sus ojos me estudiaron serenamente durante mucho rato. Todo lo que veía
le parecía bien.
—Mamá —dijo—. La mantequilla está haciendo que se te caiga el
vendaje. Necesitas otro nuevo.
Les dejé comiendo y me preparé otro nuevo vendaje en el cuarto de baño.
Al volver, pasé por donde estaban las escopetas de John: en el bastidor estaba
la que había pertenecido a mi abuelo. Me paré y descolgué tres. Oliver
apareció en la puerta y se quedó observándome. Encontré los cartuchos en las
cajas del estante más alto del armario del hall. Leí las instrucciones
detenidamente y saqué dos cajas.
Cargué primero el del calibre veinte.
—Para no haber disparado nunca sabe cargarla muy bien —⁠dijo Oliver.
—Cartucho número cuatro —dije.
Él entró en el hall, trayendo consigo el olor a amoníaco de los establos.
Empecé a cargar las dos del calibre doce.
—Perdigones cero doble —dije. Puse las tres escopetas sobre la mesa del
hall con sus cañones cruzando la superficie pulimentada.
Y luego, como no terminaba de creérmelo, llamé a la casa de John.
Ninguna respuesta. Llamé a la policía del estado y les dije que creía
encontrarme en peligro.
Oliver seguía allí parado, en silencio. Le pregunté:
—¿Crees que vendrán?

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No contestó y no tenía razones para hacerlo. No las habría hasta mucho
más tarde.
—Ve a cenar algo, Oliver. No está bien que te estés muriendo de hambre
mientras esperamos.
Los niños salieron de la cocina. Habían terminado y me buscaban.
—Abby, llévalos al cuarto de juegos y que vean la televisión.
—Mary Lee puede hacerlo, mamá —⁠dijo⁠—. Además, Marge puede
arreglarse sola. Yo estaré contigo.
Contemplé sus ojos azules y me pregunté por qué los niños del sur
aprendían tan pronto las cosas…
Se escuchó una repentina ráfaga de disparos abajo en la carretera, fuera de
nuestra vista. Abby comprendió antes que yo.
—Generalmente bajan hasta la cerca al atardecer —⁠dijo, y sus grandes
ojos pestañearon varias veces.
Estaban matando, pues, a los animales. Dirigí una mirada a Oliver.
—No he tenido tiempo de sacar más que las vacas lecheras. Hay bastantes
novillos con los que pueden practicar.
—Han bajado a ver donde estaban aparcados los coches —⁠dijo Abby.
Las esporádicas detonaciones continuaron. Oliver apoyó la cabeza en la
ventana.
—No he oído más que un disparo de escopeta. El resto son pistolas.
—Por eso tardan tanto en matarlos —⁠dijo Abby con calma. Yo estaba
temblando y ella se dio cuenta⁠—. Lo siento mamá.
«Mi pequeña», pensé. Había nacido en el dormitorio de arriba sobre el
suelo, mientras Margaret secaba mi cara, limpiaba mi boca y ataba el cordón
umbilical. Y Margaret está muerta y ella ya no era un bebé. Allí, con el rostro
pálido, preocupado, hablando sobre los tiros que son precisos para matar un
novillo…
Me entró mucho sueño. Subí al piso superior y encontré el frasco de
grageas de dexedrina de John e ingerí dos. Me mareé un poco, pero se me fue
el agudo dolor que me producía el cansancio.
Todo era perfecto. Una hora más tarde ellos salían de sus coches,
abandonando sus prácticas de tiro y dirigiéndose carretera arriba hacia la casa.
Destrozaron la verja que estaba cerrada, pasaron por ella, se desviaron por el
sendero de grava hasta llegar frente a la casa y pararon justamente en la cerca
baja de estacas que enmarcaba el patio delantero. Algunos se sentaron y otros
se tumbaron fumando. Seis u ocho se apoyaron sobre la pequeña cerca de

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madera y se cayeron de espaldas al venirse abajo. Todos parecían estar
esperando.
Luego comprendimos por qué. Estaban quemando el establo grande. Se
podía ver el crecimiento progresivo de las llamas. Johnny lloró un poco arriba
y Mary Lee le dijo:
—Cállate ahora y pórtate bien.
Tuve mucho tiempo para estudiar al grupo que había fuera. Todos eran
hombres, y algunos apenas si lo eran. Vi al muchacho de los Michael, no
podía tener más de quince años. Su padre estaba allí también, el tranquilo
farmacéutico de pelo gris. Lester Peterson y su hermano Danny; los reconocí.
Y los hermanos Albert, Hug Edwards de la oficina de correos, los pequeños
granjeros Wharton Andrews, Martin Watkins y Joe Frazer, que llevaban una
existencia estrecha con sus campos de algodón situados al otro lado mismo de
la ciudad y que compartían aquella insuficiente propiedad con los aparceros.
Realmente, aquellas tres familias eran muy pobres, sus hijos tenían los
vientres hinchados y lombrices. Pero los demás no lo eran. Eran gente de
posición, tenían una casa, un automóvil y dinero en el banco. Estaba Peter
Demos, que tenía el café, y Joe Harriman, de la tienda de piensos; Frank
Sargeant, del almacén de madera; su hijo, que era uno de los contables del
nuevo aserradero; Claude King, que dirigía la agencia Ford… Eran gente
distinguida.
Tuvieron dificultades para quemar los establos. Uno a uno el grupo fue
retirándose de la fachada de la casa y fue bajando hasta ellos para ayudar.
Había bastante distancia —⁠un cuarto de milla cumplido⁠— y el viento llevaba
una dirección contraria y por eso no podíamos oír gran cosa. Podía vérseles
arremolinándose, martilleando las cercas de hierro y rompiendo las pequeñas
ventanas. Hubo un par de detonaciones secas. Miré a Oliver.
—Me figuro que han encontrado los gatos —⁠dijo.
Abby temblaba. Todo su frágil cuerpo de niña se estremecía. El
pensamiento de los gatos la aterrorizaba. A la luz del incendio vimos a un
hombre que agitaba algo por la cola. Lo soltó y la forma oscura salió volando
contra una ventana y fue a parar a las llamas.
Abby dijo:
—¡Oh, oh!
Estaba pálida.
—No seas tonta, Abby —le dije en tono brusco⁠—. O tendrás que irte con
los niños.
Su semblante mejoró de aspecto, pero continuaba pálida.

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—Escúchame ahora —dije—. Cuando los bandidos asesinaron a la hija de
Howland en la cocina, allí, al fondo, en el mismo sitio en donde ahora está el
comedor, nuestra familia los persiguió a través de las marismas y después de
darles caza los mataron. Dicen que la madre fue a verlo. Aquellos hombres
sacaron arrastrando a los bandidos de la marisma y los colgaron, a los vivos y
a los muertos, de los árboles más altos, dejándolos allí hasta que los animales
y las aves pelaron sus huesos. Dicen que la señora Howland se quedó debajo
de aquellos robles blancos mirando hacia arriba y riéndose… No creo que
fuese el placer de la venganza, como dicen las historias. Es que debió de
volverse histérica por la sangre que se había derramado. Porque habría visto
la agonía de su hija repetida una y otra vez en la agonía de sus asesinos…
Me quedé pensando en aquella antigua tragedia, en su violencia y en su
dolor, en todo. Y repentinamente supe lo que tenía que hacer.
—Abby —dije con firmeza—. Ve por los niños. No despiertes a Marge.
Que Mary Lee lleve una manta para cada uno de vosotros. Corre.
—Oliver —dije—. ¿Te acuerdas de los bidones grandes de gasolina que
hay detrás del cuarto de las herramientas? El tractor está allí todavía. ¿Podrías
subirlos en él y conducirlos hasta donde están aparcados los coches?
Sus brillantes ojos resplandecieron lanzando destellos como el aceite bajo
la luz…
—Todos estarán contemplando el incendio —⁠dije⁠—. No pensarán que…
Aprisa. Necesitamos tiempo.
Se fue llevando todavía la escopeta cruzada bajo el brazo. Preparé dos
botellas de leche para Marge y escogí una caja de bizcochos para los demás.
—¡Abby!
Pero ella bajaba ya las escaleras.
Puse a Marge sobre mis hombros. Abby cogió a Johnny de la mano, que
se tambaleaba de sueño aunque estaba tranquilo e indiferente. Mary Lee
llevaba las mantas. Salimos por la puerta trasera, cruzando el patio medio
iluminado. Se escuchó un ligero forcejeo y un rechinar de metal mientras
Oliver sacaba el tractor.
—Dejaré a los niños arriba junto al manantial —⁠le dije al pasar.
No había ninguna luz encendida en el patio, todos quedábamos bajo las
sombras profundas del edificio, el cielo iluminado por el trémulo fuego se
estremecía sobre nuestras cabezas. Se me puso la carne de gallina. Miré
fijamente las colinas oscuras.
—Tengo la sensación de que me están vigilando.

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—Serías un buen cazador —dijo Oliver apresuradamente⁠—. Te están
mirando.
—¿Quiénes?
—Unos.
—¿Molestarán a los niños?
Él dio un resoplido.
—Vienen a mirar nada más.
Atravesamos el último patio y nos deslizamos por la puerta trasera y
atajamos por un rincón de uno de los pastos, tan rápido como nos fue posible.
El establo quedaba debajo de la pendiente, al otro lado de la casa, y por ello
no era probable que nos viese nadie. Aun así sólo me tranquilicé cuando
finalmente alcanzamos el sendero dentro de los bosques protectores. Había
pinos y robles, nogales y castaños, y estaba oscuro bajo sus ramas, más
oscuro que si fuera de noche.
Nos detuvimos un minuto para dar tiempo a que nuestros ojos se
orientasen.
—Yo sé a dónde quieres ir —⁠dijo Abby⁠—. Iré primero.
Yo retenía a Marge con una mano y con los dedos de la otra rodeaba la
muñeca regordeta de Johnny, mientras Abby nos conducía. Era mucho más
fácil seguir su falda de color claro que buscar el sendero. Subíamos una
cuesta empinada y Johnny empezó a llorar.
—Toma las mantas, mamá —dijo Mary Lee⁠—. Yo le cogeré.
Enrolló las mantas todo lo apretadas que pudo y yo me las coloqué bajo el
brazo. Johnny iba colgado de su espalda con los brazos y las piernas rodeando
su cuerpo, con su cabeza oscura soñolienta columpiándose sobre su hombro
izquierdo. Parecía exageradamente grande al lado del cuerpo alto y delgado
de Mary Lee.
Sentimos el manantial antes de estar realmente en él. Notamos
repentinamente la humedad, el olor de las hojas empapadas, la tierra mojada.
El suelo, bajo nuestros pies, parecía hollado y jabonoso. Recordé un grupo de
pinos situados en un ángulo como una estrecha faja que atravesaba la
espesura de los restantes árboles. Aquel terreno sería más seco y más
acogedor con el espeso manto de las hojas extendidas sobre él.
—Allí —indiqué a Abby. Se aproximaba el manantial, su murmullo
permanente destacando en la quietud de la noche.
—He probado una vez esa agua —⁠señaló Abby mientras despejaba un
espacio cubierto de trozos de ramas y aplastaba suavemente las agujas de los
pinos⁠—. Tiene un sabor muy extraño.

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Extendí una manta y puse a Marge sobre ella tapándola con cuidado. No
se había despertado. Me adelanté para ver el manantial. Fluía libre entre dos
cantos de roca que parecían irnos labios. No era un manantial profundo y el
agua estaba casi caliente y bastante insípida.
—Tienes razón —dije a Abby—. Siempre ha tenido ese sabor. No es un
manantial muy bueno.
Extendí las otras mantas para los niños.
—Quedaos aquí hasta que vuelva por vosotros.
Ellos no dijeron nada. Sus ojos me siguieron en la corta distancia en que
podía ser visible dentro la oscuridad que formaban los árboles.
Bajé corriendo por otro sitio, apartando marañas de enredaderas y
trepando por las piedras. No había estado allí arriba desde hacía muchos años,
y el suelo había cambiado algo. Las heladas y los deshielos habían desplazado
las rocas, lanzándolas en algunos sitios bastante abajo de la ladera. Había
moras en donde antes no habían existido. Dos o tres veces tuve que volver
sobre mis pasos y dar un rodeo para evitar un trecho impenetrable. Llevaba
falda y zapatos bajos —⁠no había pensado en los matorrales⁠—, y mis tobillos y
piernas estaban salpicadas de sangre. Pero encontré un paso a través de los
árboles y salí a un montículo bajo y despejado, que algunas personas
consideraban un mogote indio. Se podía oír a los sapos, a las ranas trepadoras
y a los grillos. Cantaban a todo pulmón. Todas aquellas frías gargantas
abiertas, todas aquellas patas nudosas vibrando al unísono… Aquello
significaba que no había nadie allí.
Los niños estaban en la oscura pendiente de la colina, detrás de mí.
Estaban tan protegidos por los árboles que no podían verme. Pero cuando me
encontraba en aquel montículo, noté otra vez que alguien estaba
observándome. Negros cuya piel se confundía con la oscuridad. Recordé algo
que me había dicho mi abuelo: «Cuando algo sucede, los bosques se llenan
tanto de ellos que uno puede presentir fácilmente el ajetreo de sus idas y
venidas».
«¿Por qué no me ayudan?», pensé con amargura. Y me respondí con la
misma amargura. «Porque soy blanca y porque además todo lo que ellos
pueden hacer es empeorar las cosas». Empecé a llorar, pero en el aire frío de
la noche las lágrimas se disiparon. En su suave fluir se secaron y
desaparecieron. Y en la esterilidad de las lágrimas sentí que empezaba a
surgir de nuevo el fantasma vacilante de mi orgullo. Pobre orgullo cansado,
enfermo y abatido, que volvía después de todo. En un momento dejé de

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avergonzarme de lo que mi abuelo había hecho, aunque sólo fuese porque era
mi abuelo… Una sensación cálida de odio recorrió mi cerebro.
Bajé presurosa la colina, jadeando por el desacostumbrado ejercicio,
maldiciendo a mi cuerpo por no ser joven y fuerte ya, por debilitarse bajo los
años cargados de hijos… Oliver estaba esperando en el recodo que formaba la
pendiente, a la sombra de un rododendro. Estaba sentado al volante del
tractor, pequeño, negro y encogido, exactamente igual que aquellas figuras
que tallaba en los huesos de melocotón… Los bidones de gasolina los había
atado detrás.
—Todo en orden —dije.
El motor rugió ensordecedor. Los dos miramos en derredor nuestro, pero
nada se movía, no sucedía nada. Oliver apretó el embrague y lentamente salió
de las sombras. Los bidones estaban acoplados y atados fuertemente sobre la
plataforma provista de ruedas y no dejaban espacio para una persona. Yo corrí
detrás. Apenas teníamos que recorrer cien yardas.
Había unos doce automóviles. Tres estaban aparcados en la carretera. El
resto había atravesado una valla ligera de hierro y se habían detenido en un
campo llano. Éste formaba una espléndida zona de aparcamiento pero no
había dado buen pasto. Por la razón que fuese, quizá porque hay sitios en
donde el ganado se niega a pastar, había permitido el desarrollo de hierbajos y
de hojarascas. No había llovido desde hacía semanas, el otoño siempre había
sido así, noviembre en especial, y la hierba se quebraba por la sequedad del
terreno. Habíamos tenido además una helada que había terminado de
quemarla. Brillaba mortecina con su propia luz. Volví la mirada hacia atrás.
No pude ver la casa, pero sí el resplandor en el cielo que procedía del
incendio de los establos situados más al fondo. No volví a mirar.
Oliver se detuvo junto al primero de los automóviles que estaban
aparcados en la carretera.
Aquellos bidones estaban hechos exactamente igual que las latas de
petróleo que solían estar en todas las puertas de las cocinas sobre una base de
maderas cruzadas: en la parte de abajo tenían una espita. Sobre la boca de la
espita habíamos colocado un tubo de goma. Éste había sido de gran utilidad
para alimentar a los tractores, aplanadoras y segadoras y ahora también
funcionaba estupendamente. Abrí la espita, mantuve en alto la goma para
impedir que la gasolina chorrease y se perdiese. Oliver esperó con el motor en
punto muerto. No me miraba siquiera. Era el chófer otra vez, como había sido
en aquellos paseos vespertinos hace tanto tiempo, cuando llevaba a los cuatro
primos y a la nurse para respirar el aire.

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Abrí la primera puerta de los automóviles, me encorvé dentro y con la
goma rocié los asientos y las paredes. Salí y con un movimiento rápido volví
a levantar la goma. Sólo unas gotas salpicaron mi abrigo. «Tendré que
acordarme de quitármelas», pensé.
Terminé con aquellos coches y rocié el césped que había a su alrededor.
Una de las veces abrí un depósito de gasolina y metí un manojo de hierba seca
en la boca. No sé si aquello haría efecto. Pero pensé que debía intentarlo.
Oliver condujo el tractor a través de la cerca y entró en el campo. Los
cadillos de tallo alto semiescondidos en la hierba seca se quebraban en mis
piernas y tobillos ensangrentados. En la excitación, el dolor me resultaba
acogedor y reconfortante mientras pasaba de un coche a otro empapando la
hierba que había debajo de ellos y rociando todo lo que podía de sus asientos
y paredes. Empecé también a dejar las puertas abiertas. Las luces interiores
me permitían ver mejor el coche siguiente.
Este campo quedaba en el estrecho paso que dejaban las dos pendientes y
la brisa nocturna que se estaba levantando soplaba con fuerza. La gente vieja
llamaba a aquel extraño pasadizo el paso de la aguja y se creía que allí había
fantasmas. Aquí el viento sopla con más fuerza que en otras partes. Cuando
era niña, era allí donde nosotros hacíamos volar nuestras cometas, porque
flotaban mejor y más altas. Siempre, entre medianoche y el amanecer, el
viento caprichoso gime y ríe en este paso.
Estaba así divagando cuando terminamos y fuimos a la parte más alta del
campo para derramar allí el resto de la gasolina. Me quité mi abrigo,
manchado y salpicado de gasolina. Los dos nos frotamos las manos con barro
para limpiárnoslas. Luego encendimos el fuego. El fósforo de Oliver se
encendió en seguida. Mis dos primeros se apagaron por el viento. Me
arrodillé y protegí el tercer fósforo con mi cuerpo como hacía de pequeña. Me
quemé la mano al hacer con ella un hueco demasiado apretado. Pero conseguí
encenderlo. Nos quedamos quietos unos segundos viendo cómo prendía la
llama. Un punto, una burbuja de luz avanzó como espuma empujada por el
viento. Luego las dos burbujas, la de Oliver y la mía, se unieron y
extendiéndose en una línea crecieron pasando de una mancha plana sobre el
suelo semejante a la pisada de un niño a algo que adquirió cuerpo y voz
crepitante.
Rápidamente Oliver hizo volver el tractor por el mismo camino por donde
había venido. Yo le seguí deteniéndome una vez para encender la hierba de la
cuneta junto a los coches. Subí a gatas el mogote indio, jadeando, con las
llamas que alimentaba la gasolina cantando en mis oídos. Di un tropezón y caí

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todo lo larga que era, sin poder respirar, con mi cuerpo dolorido y plomizo
que quería confundirse con la tierra, con una tierra que se ofrecía tan cálida en
una noche de viento y frío. Pero me levanté —⁠sólo un momento de
descanso⁠— y corrí bajo la protección de los bosques, haciendo un círculo para
regresar a la casa. Y en todo ese tiempo de impulsar mis pies como un pistón,
arriba y abajo, con la presión de mis pulmones que hacía arder a mis costillas,
no dejé de pensar: ¿Estarán allí? ¿Habrán llegado hasta ella en el corto
intervalo en que la dejamos sola?
Cuando, entre los últimos árboles, pude ver que la casa seguía blanca e
intacta, me detuve y me sentí mareada de alivio. Me apoyé en un pino
delgado y descansé mi cabeza sobre su corteza. Oliver salió repentinamente
de la oscuridad, a pie esta vez. Había dejado el tractor escondido entre los
árboles. Pregunté:
—¿Cuánto tiempo se necesita para que no puedan apagar el fuego de allí
detrás? ¿Cuánto tardará?
—Nunca he hecho antes una cosa así.
Era un hombre viejo y respiraba con mucha dificultad.
—Oliver —dije—, vete con los niños, llévatelos a la casa. —⁠Y añadí⁠—:
Van a morirse de miedo allá arriba y Abby es demasiado orgullosa para
reconocerlo.
Volví a entrar en la casa y llamé nuevamente a la policía del estado:
—Un establo está ardiendo y también una docena de coches en el campo.
Después de esto es posible que haya algún asesinato. La vez anterior no
vinieron, pero los coches no son de Howland y no va a ser ningún Howland a
quien van a matar. Me figuro que ahora sí que vendrán.
Colgué. Sabía que vendrían. Esta vez vendrían. Cogí las tres escopetas y
fui a sentarme en el porche delantero. El patio estaba vacío. La turba estaba
abajo junto a los establos.
Pero ahora no era aquél el único resplandor en el cielo. Había otro, otro
que aumentaba progresivamente sobre la colina baja de la derecha. El viento
trajo hacia mí el olor a quemado desde aquella dirección a la vez que se
llevaba el olor de mis establos que estaban reduciéndose a cenizas. Una de las
veces oí una explosión amortiguada. Era el sonido de los tanques de gasolina.
Nunca antes lo había oído, pero no era diferente a los disparos que habían
matado a las reses allí mismo.
Ojo por ojo. Como fue antes. Tú matas a mi hija en la cocina y yo a ti en
la marisma… Estaba aturdida, agotada, empezaba a reír sin sentido… Ellos
estaban matando novillos y gatos. El Howland que querían matar estaba

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muerto. Su esposa negra estaba muerta. Sus hijos habían desaparecido. Y por
eso estaban destruyendo lo único que quedaba de él, de ellos. Primero el
establo y luego la casa…
Consiguieron quemar el establo a su gusto. Habían luchado con él mucho
tiempo. Pero entonces me di cuenta de que ninguno de ellos estaba
acostumbrado a provocar incendios de aquella clase.
Y el resplandor de detrás de la colina, el mío, se hacía más brillante y más
grande. Siempre lo mismo. Aquel trozo de tierra de hoy, en donde se había
luchado, en donde se había derramado sangre, con los bandoleros, con los
asaltos de la guerra civil, y mucho antes, los indios… Y los modernos
salteadores de ahora, que vienen en automóviles en lugar de hacerlo a caballo,
que disparan contra gatos y novillos… Sólo habían heredado el fuego. Y el
fuego era bastante real…
Oí un coche que ascendía vertiginosamente por la colina con el motor
trabajando a toda potencia. Era un Ford, un Ford azul. Se desvió del paseo y
tras romper la cerca cruzó el patio delantero. Tomaba el camino más corto
posible hacia el establo. Iban dos hombres en él, me di cuenta cuando pasó a
unos quince pies de donde estaba yo sentada. Habían llegado tarde y al pasar
por la carretera habían visto el segundo incendio. El coche rugió hasta llegar
al establo todo lo cerca que se atrevió, con el claxon rugiendo salvajemente.
Con la dirección que seguía teniendo el viento no pude oírlos, pero sabía que
iban gritando. Agitaban sus brazos y todo el grupo fue apelotonándose en
torno suyo. Algunos saltaron sobre el coche y otros se subieron en el maletero
antes de que diese una vuelta y se precipitase colina arriba. Lo vi saltar
ligeramente mientras cruzaba el macizo de rosas y aplastaba una silla que
había en el prado. Pasaría de nuevo por delante de mí. Cogí el calibre veinte.
Había que hacer algo con el ajuste del obturador; una vez me lo enseñaron
pero lo había olvidado… Durante una fracción de segundo me pregunté cuál
debía ser la carga. Me parecía recordar que el número cuatro era el que se
usaba para los gansos. Si eso era cierto no podría herir demasiado a un
hombre. No estaba del todo segura, pero no lo pensé más que un instante y
levanté los cañones. Aunque hubiesen estado cargadas con balas de rifle no
me habría detenido ya. Tiré de ambos gatillos. A aquella distancia no podía
fallar. El automóvil giró bruscamente, rozó con el guardabarros el sanapudio
blanco, rompió otra sección de la cerca y bajó dando saltos la pequeña cuesta
hasta la carretera. Se enderezó por su propia inercia y se alejó velozmente
golpeando un trozo de estaca blanca contra su parachoques. Los hombres se
cayeron o se dejaron caer con aquel giro repentino. Corrían por la base de la

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colina en busca de refugio, sin encontrar ninguno, puesto que John había
despejado todo aquel terreno que había debajo en la dehesa para que
tuviésemos una vista sobre el río. Y ahora la teníamos. Más allá de los
hombres que huían acurrucados podía ver la línea de árboles oscuros y el
brillo mortecino del agua de tonos plomizos.
En cuanto a los demás, la mayoría salió corriendo. No habían visto
completamente lo que había sucedido, o no lo habían comprendido, pero
pasaban a toda velocidad sin tan siquiera dirigir la mirada hacia donde yo
estaba. Querían saber lo que les había pasado a sus coches.
Unos pocos, cinco o seis aproximadamente, se pararon en el patio
delantero mirando. Me acordé de que la casa estaba vacía, de que no había
nadie en ella, y me pregunté cuánto tardarían en pensarlo también. Bastante.
No era probable que creyeran que estaba realmente sola. Pero más tarde o
más temprano se darían cuenta. Y sería tan facilísimo entrar a hurtadillas por
detrás…
Estaban en el prado, formando un pequeño grupo, con las caras
inexpresivas. Estaba el joven Michael, cuyo padre era farmacéutico. Wharton
Andrews, el granjero. Los Matthews, que trabajaban con la ginebra. José
Harriman de la tienda de piensos. Lester Peterson de la granja avícola. De
súbito, dejé de considerarles como personas y no vi en ellos más que formas.
Sería más fácil así. Dejé el del calibre veinte que había utilizado. Cayó
produciendo un traqueteo al tropezar con la silla. Cogí uno del doce. No me
puse en pie. Mis piernas estaban tan débiles y temblorosas que no creía poder
hacerlo. Apunté confiando en que mis manos se mantuvieran firmes. No lo
estaban, de modo que descansé el cañón sobre la barandilla del porche. Luego
levanté también el otro del calibre doce y lo coloqué al lado del primero.
Cuatro cañones apuntando hacia afuera.
—Váyanse —dije. Mi voz era tan débil que no creí que me hubieran oído.
Dije más fuerte⁠—: Es un cartucho doble del cero y estoy dispuesta a probarlo.
Ellos no se movieron.
Con mi mano derecha levanté los cañones de aquella arma apuntando
ligeramente por encima de sus cabezas y tiré del gatillo. Ellos vieron el
ángulo del cañón, sabían que la carga iba contra ellos pero levantaron los
hombros con indiferencia mientras el disparo reventaba bastante lejos de
ellos.
Aun así no se dispersaron ni salieron corriendo. Sólo vacilaron. Si vienen,
pensaba, apuntaré con cuidado y haré fuego. Voy a matar a alguno de ellos…
No les perseguiré en la marisma, pero los voy a matar de todos modos.

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Cambié las escopetas, puse la de dos cañones en mi mano derecha y la del
cañón sencillo en la izquierda. El olor de pólvora quemada me produjo
cosquillas en la nariz. La rasqué sobre mi hombro sin dejar de mirarles. Y
entonces oímos las sirenas. El viento las había traído desde lejos, pero eran
inconfundibles. Todos escuchamos. Se hicieron más acentuadas. Esta vez
venían. No había duda. Fue entonces cuando parecieron desconcertados. Subí
los cañones sobre la barandilla apuntando con más cuidado. Sólo aquel leve
ruido del metal sobre la madera pareció ser suficiente.
Dieron la vuelta y salieron corriendo. Disparé la del cañón único sobre sus
pies. Empezaron a saltar y cruzaron la carretera desapareciendo bajo la
pendiente hacia la quejumbrosa sirena y los automóviles en llamas.
Esperé un momento, para estar segura de que se habían ido. Luego dejé
los dos cañones vacíos sobre el suelo del porche y me crucé por debajo del
brazo el que estaba cargado en la forma en que mi abuelo me había enseñado
hacía años. («Niña si te pones tan rígida no vas a cazar nada». ¿Y qué habría
sentido él si hubiese tenido un arma con una carga que podía matar? No
apuntando sobre los pájaros, ni sobre los venados, sino sobre los hombres…).
Di un rodeo a la casa, observando. Sólo mirando como si nunca la hubiese
visto. La casa estaba intacta. No se habían aproximado siquiera a la parte
posterior, los prados allí estaban suaves y claros como siempre. Habían
llegado al lado sur, el lado en donde quedaba el establo. El invernadero de
John estaba destrozado. Miré los cuadros de vidrio rotos reflejándose
multiplicados en la luz amarilla del establo y me pregunté cuándo habría
pasado. No había oído nada —⁠debió de haber sido cuando incendiábamos los
coches⁠—. Pensé en las orquídeas de John, en las rígidas y en las flexibles
trepadoras, todas muriendo en el aire frío de la noche, sus hojas y sus flores
rasgadas por los fragmentos de cristal. ¿Y cuánto habrían costado? Yo no lo
sabía, raramente comprobaba las cuentas, pero tenían que haber costado
mucho… Y ahora estaban echadas a perder… Era curioso: cansada y confusa
como estaba, sin pensar con claridad, sin pensar en nada en absoluto, me sentí
más preocupada por las orquídeas que por John.
Me preguntaba cómo podían haber destrozado tantos cristales. Me figuré
que habrían disparado una o dos veces con la escopeta. Tampoco lo había
oído. Pero es que en aquel momento estaba abajo de la colina y muy ocupada.
Mañana, pensé, debo mirar dentro y ver si puedo encontrar algunos
perdigones y comprobar de qué tamaño son.
Aquello era importante. Conocer exactamente el calibre.

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Las sillas que estaban en el patio de losas habían sido derribadas y
destrozadas. Había un par de gatos muertos y un lechón en el fondo de la
piscina vacía, reventados y amontonados sobre el cemento.
Circundé la casa, despacio; no encontré nada anormal. Cuando estuve
segura de ello, cuando estuve segura de haberlo comprobado todo, me quedé
parada, con la escopeta cruzada entre mis manos, mis piernas arañadas y
rotas, doliéndome imperceptiblemente bajo mi peso, y miré hacia la colina
contemplando el resplandor de los automóviles incendiados que quedaban
detrás de ella. Las sirenas estaban ya muy cerca. Repentinamente, todas
murieron en un aullido estrangulado mientras los coches se detenían. En el
repentino silencio se escucharon muchos gritos, palabras demasiado confusas
para entenderlas. Miré unos segundos hacia la casa que quedaba detrás de mí
y que estaba débilmente iluminada por los fuegos distantes. Era blanca, fina,
entrañable, inmaculada. Pertenecería a mis hijos. Pasaría a ellos del mismo
modo que había pasado a mí. Los Howland no se habían extinguido, no
habían acabado con ellos.
«No pensabas que pudiera hacerlo», dije, buscando en la oscuridad a mi
abuelo. Me parecía poder verle en un rincón oscuro del porche con su mirada
fija en mí. Y que no estaba solo. Aquel rincón estaba lleno de gente, pero yo
no podía distinguir exactamente quiénes eran.
«Has hecho lo que tenías que hacer», me respondió.
«Tenías razón acerca de John —⁠dije⁠—. Pero yo le amaba». «Haz lo que
debas hacer», dijo de nuevo. Y empecé a reconocer a los que estaban con él.
Algunas mujeres, algunos hombres. Algunos, con la mirada tranquila como la
de las fotos que se alineaban en las paredes del comedor. Algunos, heridos y
ensangrentados. La niña que había sido muerta a golpes contra el suelo de la
cocina. La prima Ezra, que había muerto en la cima de la montaña durante la
guerra civil. El mismo primer Will Howland, sin su cuero cabelludo y
sangrando por causa de los indios. El joven que había sido quemado vivo en
la selva de Virginia. Y sus esposas: con semblantes compungidos y sin
sonrisa, tímidas y frágiles.
Yo les dije a todos: «Apuesto a que pensasteis que no podía».
«Haz lo que te corresponde hacer», me respondió mi abuelo. Luego él y
todo su linaje, como muñecos de papel salidos de su tumba, desaparecieron.
Me pregunté por qué Margaret no estaba con ellos. Quizá no querían
admitir que formaba parte de su clan. Después de todo, era una negra. O quizá
no. Will Howland y sus esposas, no podía imaginarme verlas juntas. No hubo
boda ni ceremonias. Quizá fue lo mejor. Y si no la dulce y pequeña muchacha

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de ojos grises que había sido su primera mujer, hubiese creado un problema.
Estuviera donde estuviera.
Pero Margaret no había estado con ellos… De repente comprendí por qué.
Ella no era uno de mis espectros. Se aparecería a sus hijos, no a mí. Ella no
era una parte de mí.
Me quedé sobre aquella hierba fría y azotada por el viento viendo lo que
había hecho. Comprendí que no era ni valor ni odio. Era, como decía mi
abuelo, fatalidad. Y eso era un consuelo muy pobre, pero es a veces lo único
que se tiene.
El humo negro cargado de grasa que emergía detrás de la colina se elevó
en el aire claro de la noche irritando mis ojos al pasar.

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EPÍLOGO

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Eso fue todo. La excitación y el temor me dejaron cuando vi que aquella
gente había gastado toda la energía y la violencia que llevaban dentro.
Dejando sólo un sabor amargo, un sabor hediondo al ver las cosas tal y como
eran en la realidad… Un odio absurdo había quemado el establo, había
matado a los gatos, a los novillos y un par de cerdos. Y todo mi coraje había
quemado un terreno de aparcamiento y lanzado una carga de perdigones para
matar pájaros sobre el costado de un coche.
A la tarde siguiente misma vi a Oliver que volvía a su trabajo. Se movía
entre el montón de restos calcinados que había sido antes el establo. Me
quedé mirando su figura de anciano que iba de un lado para otro por el suelo
chamuscado y pisoteado. Parecía que estaba seleccionando los escombros.
Parecía que los estaba rastreando y amontonándolos en pilas pequeñas.
Recibí una llamada de Stuart Albertson, el hombre que conseguiría ahora
el puesto de gobernador. Le advertí en tono brusco:
—Ésta no es una línea privada.
—Lo que yo diga, señora Tolliver, puede oírse en todo el país.
—Ah —dije—. Comprendo.
—Espero que no piense que lo sucedido la noche pasada ha estado
planeado por ningún partido político.
—No.
—Su esposo y yo éramos adversarios políticos, ciertamente, pero esa
forma de actuar la aborrezco, lo mismo que cualquier otro ciudadano honrado
que respete la ley.
Está leyendo, pensé. Ha hecho una declaración e intenta divulgarla.
—Mire, señor Albertson, creo sinceramente que usted no estaba envuelto
en el incidente de anoche.
—Me he tomado la libertad, en ausencia de su esposo, de pedir a la
policía del estado que sitúe un coche en la carretera fuera de su hacienda. ¿Se
ha dado cuenta?
—No, he estado fijándome casi siempre en el establo.
—Ah, bien, deberá consolarle algo que haya dos policías en la base
misma de la colina.
—No tengo miedo —dije—. Sé lo que debo hacer. Puedo arreglarme yo
misma.
—Pero un poco de tranquilidad, todavía…
Cedí ante su insistencia.
—Tiene razón.
Bruscamente vino al tema:

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—Este lamentable incidente no puede favorecer a la gente nuestro estado,
si bien era un grupo muy reducido, muy reducido.
—Me lo figuro.
—La noticia no tiene que divulgarse, por supuesto. No es preciso que
trascienda más de lo que ya ha trascendido.
—¿Puede usted impedirlo?
—Los periódicos locales me han informado que no tienen la menor
noticia de ello. Se trata de las personas implicadas, ¿comprende?, tendrían
que confesar el haber provocado el incendio.
—¿Le gustaría que lo olvidase?
—Olvidarlo, no, por supuesto. Pero hay cosas que es mejor no darles
publicidad.
—No necesito hacer publicidad —⁠dije⁠—. Si eso es a lo que se refiere.
—⁠Y entonces tuve otro pensamiento⁠—. ¿Ha estado mi esposo en contacto con
usted? ¿Está haciendo John alguna especie de trato con usted?
—Mi querida señora Tolliver…
Su voz sonaba tan afectada que comprendí que había acertado. Me
pregunté qué podría ser lo que John estaba tramando ahora. No me importaba
mucho, pero tenía que admirarle. Era tenaz. Era posible que fuese a sacar algo
de las ruinas de su carrera, lo mismo que Oliver estaba sacando cosas de los
escombros del establo. John era un político nato y reflexivo. Podía
conseguirlo…
—No es asunto mío —dije—. Usted sabe que estamos separados.
—Piensan divorciarse, claro.
Algo del tono precipitado con que lo había dicho… Algo… El error no era
solamente de John, si se analizaba desde un solo aspecto. Era mío, mío
solamente. John había sido conducido inocentemente a ello… Ahora podía
comprender lo que él estaba pensando. ¿Pero podría vender eso a los
electores? Le costaría años. Pero John era paciente. Lo intentaría. Por
supuesto que sí. Sin mí esta vez…
—Dígale algo de mi parte, señor Albertson, si lo ve por casualidad…
—Mi querida señora, no espero verle.
—Si lo ve, dígale que sólo quiero lo que es mío.
—Hemos llevado demasiado lejos el asunto…
—Ciertamente. Temo haber pensado en voz alta. —⁠Y miré el auricular
como si se tratase de una cara⁠—. Gracias por su interés.
No esperé a que se despidiera. Colgué.
Unas pocas horas más tarde recibí una llamada de un periódico de Atlanta.

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—Siempre ha habido incendios en los establos —⁠les dije⁠—. Es uno de los
accidentes que ocurren en la vida.
—¿Cómo empezó el fuego?
—No lo sé. Ardió, eso es todo.
—¿Ganado?
—No, lo sacamos.
—¿Algún herido?
—No, desde luego.
—Ha habido dos heridos de disparo de escopeta que se presentaron en el
hospital del condado la pasada noche.
Por tanto, mi precipitado disparo sobre el coche había tenido éxito. El
ajuste del obturador no era tan importante, después de todo.
Sonreí a mi invisible entrevistador.
—Siempre ha habido heridos de escopeta por estos alrededores, que yo
recuerde. Todo el mundo caza.
—Sus cercas están destrozadas.
—Vaya —dije—. Tienen buena vista… He tenido unos cuantos amigos en
casa que se emborracharon y causaron algunos estropicios.
—¿Y los coches que ardieron en el campo?
—¿Pero es cierto? He estado dentro de la casa. No he salido de ella en
varios días. Me he olvidado probablemente de asomarme a las ventanas.
Una cosa tras otra. Los criados volvieron, los más atrevidos los primeros
días, a los más asustadizos tuve que avisarles. Les dije a todos, con la
excepción de la cocinera, que empezaran a buscarse trabajo. No quería seguir
teniendo una casa tan cuidada. Mientras tanto no les permití que arreglasen
nada. Sólo barrieron los vidrios rotos. Las cercas continuaron derribadas, los
cuadros de cristal sin reponerse. Los Howland dejaban esas cosas como
recuerdo.
Una cosa tras otra. Precipitadamente. Abby y Mary Lee fueron a la
escuela de Nueva Orleans, la que su padre había encontrado. Se alegraron de
marcharse. Estaban hartas de aburrimiento por la vida monótona de la
localidad. Ni los ponies las distraían ya. Querían irse y yo también quería que
se marchasen. Eran lo bastante mayores para comprender y recordar y yo no
quería que lo hicieran. Ahora estaban Johnny y Marge solos. Eran demasiado
pequeños para darse cuenta de nada.
Una cosa tras otra. Fui a la casa del padre de John y dejé una nota para él.
Decía solamente que mi abogado iría para tratar con él sobre mis bienes y que
deseaba que fuese a Alabama para arreglar rápidamente el divorcio. Si estaba

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ocupado para ir, yo misma lo haría. Todo ello sólo representaba veinticuatro
horas.
Estaba segura de que iría. Su orgullo le impulsaría.
Contraté entonces los servicios de un abogado. Se llamaba Edward
Delatte y era el hermano más joven de la muchacha cuya fuga había
terminado casi con mi carrera en la Universidad. Me acordé de él de repente.
Y cuanto más pensaba en él tanto más perfecto me parecía. Era un católico
militante de la parte sur del estado, no conocía a nadie en este condado y no
tendría que soportar la hostilidad de la gente. Le llamé, por tanto.
Cuando di mi nombre a su secretaria lo reconoció con un ligero gesto de
sorpresa.
—Sí, la señora Tolliver —dijo sin vacilar⁠—. Sí, señora. Un momento.
Todos en el estado conocían ese nombre, por supuesto. Y el de William
Howland… Aunque a mi abuelo nunca le había gustado la política y sólo
quiso vivir en la hacienda sin que le molestaran…
Edward Delatte se puso en seguida al teléfono. Su voz ligera, precisa,
llevándome al asunto.
—Sí, señora Tolliver —dijo—. Permítame que en primer lugar le diga
cuánto lo siento.
—Señor Delatte. —No me preocupé ya de la cortesía. Sólo deseaba
explicarle brevemente y con la mayor claridad posible⁠—. Necesito un
abogado. Por dos razones. Necesito el divorcio. Y necesito ayuda en la
administración de las propiedades de mi abuelo.
—Comprendo —dijo—. Comprendo.
—Desearía que viniera a hablar conmigo.
—Naturalmente —dijo—. Por supuesto que iré.
Y dos días después estaba sentado en el living de mi casa. Un hombre
pequeño e insignificante, que empezaba a quedarse calvo por la coronilla, con
la piel sonrosada y el pelo negro.
—Se trata de esto —le dije—. Quiero recuperar todo lo que he llevado al
matrimonio. Absolutamente todo.
—Como no —asintió con amabilidad⁠—. Estoy seguro de que el señor
Tolliver no pondrá objeciones.
—John tenía nuestros documentos en su despacho de la ciudad. Pero temo
que eso es todo lo que sé. No creo poder ayudarle a usted mucho.
El señor Delatte dijo con serenidad:
—Estoy seguro de poder arreglarlo.

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Fuimos juntos a Madison City, el primero de los interminables viajes. Era
un día frío, el primero verdaderamente frío que habíamos tenido, y las calles
estaban desiertas. La gente se resguardaba dentro junto a sus estufas. El
viento soplaba fuerte y entre los edificios corrían restos de basura y montones
de hierba. Los ladrillos rojos del palacio de justicia estaban manchados por la
humedad. Y su tejado de pizarra era mohoso bajo la luz. La bandera que había
en la fachada de correos se había enrollado en el mástil, daba latigazos y
tremolaba por bajo de media asta.
El despacho de John era acogedor y cómodo, la calefacción se había
conectado automáticamente.
—Muy bonito —dijo el señor Delatte.
—John administraba toda la propiedad desde aquí —⁠le dije⁠—. Gran parte
de su carrera y de su trabajo político se hizo en el despacho de casa.
El señor Delatte dijo:
—Eso nos facilitará las cosas.
—Conozco bien la combinación de la caja.
—Espléndido. Me pondré inmediatamente a trabajar.
Lo hizo. El resto del día y de la noche y todo el día siguiente, que era
domingo. Aquella última tarde le dejé allí y llevé a los niños a dar un paseo.
Cuando volví yo bajo la temprana oscuridad del invierno le encontré
esperándome.
—Señora Tolliver —dijo, y su voz reflejaba un sereno respeto⁠—. Estoy
seguro que usted lo sabía, pero su abuelo era un hombre muy rico.
—Creo haber visto el inventario de sus propiedades, aunque no recuerdo
demasiado.
—Si fuese un periodista con autorización para hablar libremente diría que
su abuelo era propietario de todo el condado: las mejores tierras madereras, la
mitad de los terrenos de pasto, la mayor parte del ganado. Incluso era
propietario de una gran parte de los edificios de la ciudad. El hotel, por
ejemplo. Un tío se lo dejó hace unos veinte años.
—Los Howland recogen siempre las cosas como las ardillas las nueces.
—Puedo comprenderlo. —Sonrió con amabilidad⁠—. Yo he nacido en la
ciudad —⁠añadió para aclarar⁠—. Siempre me asombro de cómo una pequeña
ciudad puede ser propiedad de una sola persona. Siempre me ha
sorprendido… ¿Pasa algo?
—Perdone. —Le había estado mirando fijamente sin verle en absoluto⁠—.
Estaba pensando.
—¿He dicho algo inconveniente?

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—Oh, no. —Le dirigí una sonrisa⁠—. Creo que sus observaciones son
sumamente útiles. Me han dado una idea magnífica. Ciertamente.
El señor Delatte trabajaba los fines de semana y un día aparte con mis
asuntos, desplazándose sin descanso de un lado para otro, ya que tenía que
atender también a su carrera. Se quedó en el dormitorio que destinábamos a
los huéspedes. Yo se lo sugerí. Era más cómodo que el hotel y a mí me
gustaba la compañía. También me distraía pensar en las murmuraciones de la
ciudad.
Fue un proceso tediosamente largo el separar mis bienes de los de John.
Semana tras semana bregué tras el señor Delatte, doliéndome la cabeza en la
que giraban ideas extrañas, palabras desconocidas. Pero perseveré, porque
había algo que deseaba hacer. Algo que ni mi abuelo ni John me habían
enseñado. Quería saber con exactitud lo que poseía, lo que habían conseguido
las generaciones de los William Howland.
El señor Delatte acabó al fin. Llenó su cartera de documentos y se fue a
ver a John. Unos días más y estaría lista la declaración de divorcio. Esta parte
estaba concluida.
Y yo esperé pero no podía olvidar. Tenía un plan. Surgió del tumulto de
personajes que había estado soportando el mes anterior. Ahora sabía lo que
iba a hacer, y aunque podía haber empezado ya, no quise hacerlo. Quise que
todos estuvieran seguros de lo que iba a suceder y de quién era el responsable.
Esperé dejando transcurrir el tiempo lentamente.
El señor Delatte continuó trabajando intensamente y con serenidad. Era
tan delicado, tan frágil como una quebradiza hoja oscura del otoño. Si él había
notado que la gente de Madison City era arisca, extraña o que se fijaba en él,
no lo exteriorizaba.
—Los archivos están ordenados perfectamente —⁠me dijo.
—Estoy segura de que John era muy metódico.
—Señora Tolliver —dijo mientras sus ojos oscuros y apacibles
pestañearon inseguros⁠—. Si me permite ser indiscreto sólo por un momento.
Esto se disipará. Usted lo sabe. Todo el asunto. La gente lo olvidará.
Sólo le miré:
—Usted no puede estar más equivocado.
El énfasis de mi voz le turbó.
—No pensaba entrometerme.
—No puedo olvidar.
—Ya —dijo—. Bien…
—Tendré una oportunidad —dije—. No hay más que esperar.

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Al principio, cuando iba a la ciudad con Edward Delatte, la gente me
volvía la espalda. Al mes ya no se volvían. Sólo bajaban los ojos. Tiempo
después me miraban ya directamente.
—Buenos días —decía impasible. Ellos no respondían. Pero luego lo
hicieron. Eran curiosos. Eran muy curiosos. Se sentían atraídos por la misma
cosa que repelían. Hacían piruetas, se movían como si fuesen gallos de pelea.
Y como los gallos, uno sabía que, más tarde o más temprano no podrían
contenerse. Saltarían.
Toda la ciudad hacía lo mismo. Necesitaron unos tres meses. La señora
Otto Holloway me pidió que fuese a tomar té en su casa para conocer a su
nieta que estaba pasando las vacaciones de primavera de la Universidad.
Los Holloway habían vivido, desde que yo recordaba, en la casa grande
gris de estilo Victoriano que hacía esquina a la plaza de la ciudad. Él era el
único médico de la ciudad desde que Harry Armstrong se retiró. Un sábado,
por la mañana, llegué temprano con el coche acompañado por Edward
Delatte. Aparcamos detrás de lo que fue el despacho de John y que ahora era
mío. Era curioso, no me parecía que me perteneciera a mí sola. Yo era libre,
pero no me sentía libre…
La mañana era despejada y fría. Entramos por la puerta posterior que John
siempre utilizaba y pasamos directamente a su despacho interior hablando de
cosas triviales, detalles de negocios. Una buena mañana para negocios, para
hacer cosas que necesitaban hacerse…
—Señor Delatte —dije de repente⁠—. Quiero cerrar el Hotel Washington.
—Si no recuerdo mal, es bastante rentable.
Yo vacilé, y en el intervalo pude escuchar el continuo tableteo de la
máquina de escribir de mi nueva secretaria que estaba en el despacho exterior.
—He ganado bastante dinero. Quiero cerrarlo.
—Es usted quien decide.
—Quiero cerrarlo ahora mismo. Esta mañana. —⁠Él estaba horrorizado
pero no dijo nada. Nunca decía nada.
—En cuanto a los que trabajan en él pueden seguir todo el tiempo que
necesiten hasta que se marchen de la ciudad.
Él no salía de su asombro.
—¿Tengo que encargarme de ello ahora?
—Sí, por favor. Y quiero que entablen la entrada. Con grandes tableros.
Desde la base misma de las escaleras.
Me quedé junto a la ventana observando al señor Delatte mientras bajaba
la calle hacia el hotel. Esperé bastante tiempo hasta que vi al portero

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arrastrando un tablero muy largo hasta la fachada del edificio. Era demasiado
pesado para llevarlo él solo y por ello el señor Delatte le ayudó a levantarlo
para colocarlo en su sitio y afirmarlo para ponerle los clavos. Me senté
entonces y escuché el golpeteo del martillo hasta que terminaron.
Era todavía un poco pronto para la fiesta de los Holloway. Cogí, pues, un
«Reader’s Digest» y lo leí completamente mientras esperaba. Luego me puse
el abrigo y volví la esquina despacio hacia la casa de los Holloway.
Había mucha gente. Podían verse los coches aparcados a ambos lados de
la calle ocupando un largo tramo. Tanto mejor, pensé. Necesito mucha gente.
Avancé con paso firme, tensando y distendiendo los músculos de mis piernas,
andando sin detenerme.
Sabía cómo iba a ser la fiesta antes de asistir a ella. Una joven con flores
en el hombro a quien no conocía y todas las demás señoras a quienes sí
conocía. La casa olería a pastel de frutas y a gladiolos rosa, habría bandejas
de emparedados y tarta helada. Los rigurosos baptistas beberían té. Los que
no eran tan religiosos se volverían algo atrevidos y confiados tras sus vasos de
jerez o ponche caliente, ya que el día era frío.
Había estado en tantas fiestas, pensé, mientras subía las escaleras de la
entrada. John siempre había querido que fuese y yo siempre hacía lo que él
deseaba…
—Abigail, querida —dijo animada la señora Holloway.
Con ella, casi surgiendo de su elegante abrigo adornado con pieles, estaba
Jean Bannister, la esposa de mi primo Reggie.
Les sonreí a las dos.
—Cuánto me alegro de que hayas venido —⁠dijo la señora Holloway.
—Estaba deseando venir. —Entré en la casa y cerré la puerta detrás de
mí⁠—. ¿Cómo estás, Jean?
—Pero Abigail —dijo la señora Holloway⁠—, estás más delgada.
—¿Sí? Me temo que en realidad hace meses que no me he pesado. John
tenía un pesador pero no sé dónde está ahora. Quizá se lo ha llevado.
—Oh, sí. Claro, John…
—Sí, John mi ex marido. —Aquello sonó violento entre el bullicio de las
risas y de las voces.
—Debes conocer a mi nieta —⁠dijo la señora Holloway⁠—. Oh, querida,
me parece que se ha ido al otro lado de la sala…
—No importa —dije—. Puedo llegar hasta ella en un segundo.
—Está el salón tan lleno de cosas, que una no se puede mover, ¿verdad?
—⁠dijo la señora Holloway⁠—. Tenía que haberlo hecho todo más pequeño.

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—Pero usted tiene tantos amigos… —⁠Las dos juntas miramos a través de
la sala. Estaba atiborrada de vestidos estampados de seda. En los dos
recibimientos, en el comedor y en el mismo porche⁠—. Me pregunto cuántos
estarán emparentados conmigo.
La señora Holloway rió.
—La mayoría, me figuro.
—Veamos, sólo por curiosidad. Usted no, desde luego, pero se vino a
vivir aquí después de que su marido acabase la carrera de medicina, según
creo.
—Mucho antes de tu época, querida.
—Y Jean, tú eres de Montgomery, pero tu esposo es mi primo. Veamos,
pues, cuántos primos puedo encontrar sin contar los grados… Está Emily
Fraver y Louise Allen, Clarissa Harding y Flora Creech…
—Mercy —me interrumpió la señora Holloway. Parecía que empezaba a
encontrar la conversación algo incómoda⁠—. ¡Mercy!
—Y le diré otra cosa curiosa. No los he visto desde hace meses. Extraño,
¿verdad? A pesar de ser parientes…
—Extraño —dijo la señora Holloway⁠—. Sí que es extraño. ¿Te apetece un
jerez?
Y cogiéndome firmemente del brazo me lanzó a la concurrida sala.
Por un tiempo fue como otra fiesta cualquiera. Charlas sobre
enfermedades, sobre bodas, sobre los niños que entraban en este o en aquel
curso. Por un tiempo.
Yo no dije nada. Podía esperar. Aunque creía que ellos no podrían. Y
estaba en lo cierto.
Fue la misma señora Holloway quien terminó por hablar de ello.
—Querida —dijo—, el incendio del establo fue una noticia terrible.
—Sí —dije—. Lo fue.
—Lo digo porque era el último grito en establos, ¿verdad?
—Tenía un equipo muy completo y muy costoso. Me parece que no sabría
detallarlo.
—Qué terrible.
Repentinamente el salón se quedó en silencio, sólo la nieta parloteaba en
un rincón. Reconocí el delicado tono de su voz, la entonación aprendida en la
residencia de estudiantes. En la quietud del silencio la voz ligera de la joven
vaciló. Parecía insegura de sí misma y se detuvo a mitad de una frase.
—Horrible —repitió la señora Holloway⁠—. ¿Tienes idea de cómo
empezó?

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Contemplé el suave rostro sonrosado que se proyectaba sobre sus
hombros redondos y sus robustos pechos apretados dentro de su seda
estampada.
—¿Que si los reconocí? —pregunté⁠—. Ellos no llevaban caretas. Me
figuro que tenían demasiada prisa para preocuparse de ellas.
La señora Locke, cuyo esposo era socio de la farmacia, rió nerviosa.
—¡Esa gentuza blanca va a ser la perdición del sur! ¡Dios mío, Dios mío!
—No todos eran gentuza —dije—. ¿Quién de ustedes tenía a sus maridos
en casa aquella noche?
Un silencio violento, y la señora Holloway dijo:
—Bien, fue horrible pero ya ha pasado.
Mientras se volvía hacia la cafetera de plata, yo la interrumpí:
—No ha pasado. Ahora me toca a mí.
Durante un momento capté la mirada de su nieta.
—Lo siento, querida —le dije—. Estoy echando a perder tu fiesta, aunque
en verdad no ha sido dada en tu honor.
Se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada, ni el menor balbuceo. Yo
le dirigí una breve sonrisa.
—Ciertamente, tu abuela debería habértelo explicado… —⁠Respiré
profundamente⁠—. Ustedes deben escuchar ahora y luego contárselo a sus
maridos. Les van a dar una noticia. Los Howland fueron los primeros que
llegaron a este lugar, desde que este país era indio y uno tenía que soltar los
perros durante la noche y cerrar las puertas para que no entrasen, e ir durante
el día siempre con el rifle. Todavía es el país de Howland. Y lo voy a
recuperar.
Empezaron a comentar entonces, todos, con nerviosismo, mientras el olor
a pastel de frutas se hacía sofocante.
—Hay bien poco en estos alrededores que no pertenezca a Will Howland
de una forma o de otra. Pero ustedes lo han olvidado ya. Mas, esperen y verán
cómo se arruina todo, cómo Madison City vuelve a lo que fue hace treinta
años. Quizá mi hijo la vuelva a levantar. Yo no.
Risas nerviosas de nuevo. ¿Comprenderían lo que les estaba diciendo?
¿Habría conseguido despejar la embriaguez del jerez? ¿Comprenderían sólo
después de que me hubiese ido? Yo conseguiría que entendiesen. Y ahora.
—Acabo de cerrar el hotel —⁠dije⁠—. Ése es el principio. ¿No han oído el
martillo mientras lo cerraban? ¿Han pasado con sus automóviles sin notarlo?
Capté la mirada de Jean Bannister. Parecía congelada y ausente. Ella
comprende, pensé. Ella es la más inteligente y por eso comprende, aunque

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intenta demostrar que no entiende. Porque lleva un abrigo nuevo muy caro y
el negocio de transportes de su marido empieza a dar ahora dinero.
Observé su cara fascinada. Sus grandes ojos grises rasgados. El pelo rubio
lacio. Se da cuenta de que por dentro está enfriándose, pensé, y de que los
dedos empiezan a temblarle.
Nota lo mismo que yo notaba…
—El establo está destruido y el equipo también. No lo reconstruiré. No
voy a consentir que se lleven siquiera las cenizas. He vendido ya todo mi
ganado, excepto los ponies de mis hijas, aunque me figuro que ya lo saben.
Sin él, ¿qué va a suceder con los mataderos y la fábrica de envases? Nadie en
estos alrededores podrá llenarlos. Y está además la fábrica de helados… ¿De
quién era la leche?
Fui hacia la ventana y la abrí, la atmósfera era sofocante. De reojo vi que
Louise empezaba a morderse las uñas nerviosamente. Su esposo y su hermano
eran los propietarios de los mataderos.
«Y el temblor de tu estómago, pensaba, que se convertirá en una masa
pesada, en una piedra de moler que tendrás que arrastrar…».
Se produjo un revuelo a mis espaldas cuando la señora Holloway se abrió
paso entre los invitados para colocarse a mi lado. Pareció empezar a decir
algo, pero no lo hizo y todo lo que escuché fue el crepitar y el roce de los
tirantes de su viejo corsé. No la miré siquiera.
—Ahora le toca al negocio de la madera. Es el más importante de estos
alrededores y la mitad pertenece a mis tierras. —⁠Por la calle, tres perros
pasaron en procesión solemne. Les observé hasta que se perdieron de vista⁠—.
Eso está bajo contrato y por ello no puedo hacer nada ahora mismo, pero los
contratos vencen alguna vez… Los Howland tienen sangre de maniáticos, he
oído decir muchas veces… Me costará hacerlo, pero lo haré. Creo que tengo
suficiente dinero para vivir. —⁠Seguí teniendo en mi mano el vaso de jerez del
que había estado bebiendo. Lo puse con cuidado sobre la solera de la
ventana⁠—. Fíjense. Esta ciudad va a empobrecerse y a contraerse a su
dimensión real… No ha sido la casa de Howland la que habéis quemado. Ha
sido vuestra propia casa.
No se oyó ningún murmullo cuando salí, ni siquiera el susurro de la
respiración, sólo mis tacones golpeando las tablas del suelo. Encontré mi
abrigo entre los que estaban amontonados en las sillas del vestíbulo. La
criada, un mosquito estirado con traje negro y delantal blanco con volantes,
me fisgoneó a través de la rendija de la puerta de la cocina. La saludé con la
cabeza y se ocultó de mi vista dando un salto. Casi pude oír sus cuchicheos.

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Salí lentamente, majestuosa[mente, sin sentir el cemento de la calle bajo mis
pies, que sur]caban[1] el aire, como si flotara.
—Vosotros, bastardos —les dije a todos⁠—, bastardos…
Y dije a mi abuelo, que parecía andar a mi lado un poco detrás de forma
que no podía verle:
—Tendría que pensar que estás riéndote.
—No —dijo.
—Yo puedo hacerlo.
—Ya lo veo.
—Tenía que hacer algo.
Le oí suspirar tan claramente como la ligera brisa que agitaba las hojas
secas.
—Era preciso hacerlo —dijo.
—Aquello fue para ti —dije—. No te gustará lo que voy a hacer ahora,
pero esto es para mí.
—Lo sé —dijo. Y la ligera brisa invernal suspiró por él otra vez.
Entré en el despacho que había pertenecido a John. Dos de las tres mesas
de las secretarias estaban vacías. La señorita Lucy y la señorita Carsonse
habían ido con John. Ahora sólo había una mecanógrafa nueva que había
empleado, una joven algo castaña y de mala reputación. Su madre era la
prostituta de la ciudad, no conocía a su padre. Era arisca, fea y eficiente.
Confié en ella porque no tenía otra que pudiese ser leal. Yo no le gustaba,
pero como le pagaba le desagradaban más los otros.
La saludé con una inclinación de cabeza. Ella inclinó ligeramente la
cabeza sin perder el ritmo de su furioso tableteo. Pasé al despacho interior. El
señor Delatte estaba terminando su trabajo. Sonrió con una expresión amorfa.
—¿Me hará un favor, si tiene la bondad? —⁠le pregunté⁠—. Llame al
doctor Mallory de Oakland, California. No conozco su nombre de pila, pero
es radiólogo, de modo que podrá encontrarlo sin dificultad. ¿Querrá pedirle la
dirección y el número de teléfono de su yerno?
Con una fugaz e incisiva mirada de sus ojos de conejo el señor Delatte
preguntó:
—¿Quién es su yerno?
—Robert Howland.
Él vaciló. Luego tomó el teléfono y mientras lo hacía abrí la puerta trasera
para dejar bastante paso. Volví a la enorme mesa de roble amarillo. Vacié los
cajones, todos, con cuidado, colocando los papeles, las gomas, los clips y
sobres encima de las sillas vacías. Luego apoyé el hombro sobre la mesa y

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empecé a empujarla hacia la puerta. El señor Delatte alzó la vista desde el
teléfono. Al principio había intentado hacer ver que no se daba cuenta de lo
que estaba haciendo.
—Si espera un momento le echaré una mano.
La mesa no descansaba sobre rodillos, pero se desplazaba con bastante
facilidad porque el suelo barnizado y sin alfombra era bastante resbaladizo.
—No, gracias —dije—. Puedo sola.
Empujé la mesa hacia la puerta abierta —⁠al pasar dejó largos trazos
blancos sobre las tablas del suelo⁠—, hasta que la ligera elevación del umbral
impidió mi avance. Me incorporé para ver si la puerta era lo bastante ancha.
Lo era. Alargué el brazo por debajo de un extremo hasta donde pude y la
levanté. Era muy pesada. Mi espalda empezaba a dolerme, la mesa pesaba
muchísimo pero conseguí levantarla lo suficiente para que se deslizase por su
propio peso. Cruzó la puerta, luego los dos escalones y finalmente el patio.
Yo la dejé allí.
Bloquearía aquella puerta pero podríamos utilizar la principal. Y de todas
formas no podía ya cambiarla de sitio. Había forzado al parecer
excesivamente mi espalda. Coloqué las dos manos sobre ella y me balanceé
suavemente mientras contemplaba las dos marcas que había a ambos lados del
marco pintado de la puerta.
—Me parece que la he estropeado un poco. Pero había pensado en hacer
esto hacía tanto tiempo —⁠dije al señor Delatte.
Los masajes y las flexiones no parecieron hacer gran cosa a mi espalda.
Tendría que acostumbrarme al dolor. Me quedé quieta y cerré la puerta. El
señor Delatte estaba sentado junto al teléfono. Él no pareció notar nada
extraño.
—He conseguido el número —dijo—. ¿Quiere hacer alguna llamada
particular?
—No —le dije—. No se moleste en salir.
Su semblante tenía la mirada vacía de la gente en la iglesia cuando me
pasó el trozo de papel. Había dos números de Seattle.
El señor Delatte dijo:
—Uno es el de su oficina. El otro es de su casa.
Sábado. Él estaría en casa. Era tan sencillo. Muy sencillo. Él mismo se
puso al teléfono, reconocí su voz.
—Dije que te encontraría, Robert —⁠le dije⁠—. ¿Me recuerdas? ¿Me
estabas esperando?
No dijo una sola palabra. Sólo un fugaz respiro al colgar.

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—Oh, Robert —dije a la línea vacía⁠—. Esto no va a servir para nada.
Llamaré otra vez. Una y otra vez. —⁠Me volví a sentar y me reí. Me reí hasta
que las entrañas me dolieron. Me reí hasta que descansé la cabeza sobre el
frío auricular y me puse a llorar. Me daba cuenta de que la gente venía hacia
mí y que después de mirarme giraban las cabezas compasivos, alejándose de
nuevo. De puntillas, como en un funeral. No me preocupaba ya. Yo tenía mi
propio mundo rasgado por la fatalidad en donde estaba encerrada.
Fíjate en los colores, pensé. ¿Por qué hay tantos colores? No los había
antes. Las lágrimas formaban prismas en la luz.
Seguí llorando hasta que caí de la silla. Y lloré en el suelo encogida como
un feto sobre las tablas frías y hostiles.

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SHIRLEY ANN GRAU (Nueva Orleans, Estados Unidos, 1929 - Kenner,
Estados Unidos, 2020). Su primera colección de cuentos El príncipe negro,
fue nominada al National Book Award en 1956. Su saga de 1964 Los
guardias de la casa fue premiada con el Premio Pulitzer por Ficción en 1965.
Sus historias suelen estar ambientadas en el profundo Sur estadounidense.

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Notas

Página 263
[1]Falta una línea en el texto impreso por lo que se ha añadido entre corchetes
una traducción del siguiente texto original en inglés: I didn’t feel the concrete
street under my steps. My feet touched air, I was floating. (Nota del editor
digital). <<

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