CAPÍTULO PRIMERO
La pequeña diligencia se detuvo brevemente en lo alto de la loma y
los cuatro corceles sudorosos que componían el tiro pudieron tomar
un respiro.
Allá abajo, como a unas dos millas de distancia, se divisaba la
casa de postas de la cual se elevaba una débil columnita de humo.
Los caballos relincharon deseosos de lanzarse por el suave declive
porque su instinto les decía que pronto serían sustituidos.
El teniente Michael Brody, un corpulento rubio de ojos azules y
unos veintisiete años, levantó el brazo señalando al frente.
—Vamos, muchachos, ahí podremos tomarnos un respiro y
desentumecer los músculos.
Ninguno de los cinco soldados despegó los labios. Un par de ellos
emitieron gruñidos de asentimiento y eso fue todo. En sus rostros se
apreciaba el cansancio debido al largo recorrido en infernales
condiciones, desde que dejaron atrás Fort Laramie.
Sólo el rudo sargento Sonny Tyson se atrevió a imprecar entre
dientes:
—Maldito sea mil veces el camino de Oregón.
A un ademán del teniente Brody, la diligencia y su escolta
iniciaron de nuevo la marcha.
El rubio oficial aproximó su montura a la portezuela y después de
entregar las bridas al sargento, saltó al estribo del carromato en
marcha en un alarde de agilidad.
Se introdujo en el interior sin que el vehículo tuviese que
aminorar la marcha en ningún instante.
La única pasajera de la diligencia parpadeó asombrada por la
destreza y habilidad del teniente.
Se trataba de una bonita muchacha de unos veinticuatro años,
de cabellos rubios cayendo en cascada sobre sus hombros y
hermosos ojos verdes de extraordinaria belleza.
—No debiste hacer eso, Mike —reprochó seria.
El teniente sonrió ufano.
—No debes de preocuparte, estoy bastante bien adiestrado.
—De todas formas, es tonto correr riesgos innecesarios.
El teniente Michael Brody tomó asiento frente a ella.
—Tenemos a la vista la penúltima etapa de nuestro viaje, Sue.
Pronto estarás junto a tu padre.
Sue Higgins mostró cierta preocupación en su bello semblante.
—Por un lado, lo estoy deseando y por otro lo temo, Mike. Mi
padre tiene un genio endiablado.
—Se le pasará con sólo contemplarte.
—Eres muy amable, pero mi padre insistió en que el viaje era
demasiado peligroso.
—Sin embargo, has estado bien protegida en todo momento —
dijo Brody hinchando el pecho—. A nuestro lado no corres el menor
peligro, te lo aseguro.
—Lo sé, Mike.
—Después de todo, ha sido una suerte que nosotros viniésemos
destinados a Fort Bridger. Así te hemos podido dar escolta y al
mismo tiempo… disfrutar de tu agradable compañía, Sue.
La muchacha inclinó la cabeza azorada y cambió el tema:
—¿A cuántos días estamos de Fort Bridger después de esta
parada, Mike?
El teniente sacudió la cabeza dubitativo.
—Lo ignoro. A unos seis o siete, supongo. De todas formas, nos
informará el empleado de la posta.
—Es la primera vez que haces la ruta de Oregón, ¿verdad, Mike?
—Sí —dijo Brody carraspeando y después de una breve pausa
agregó—: Pero ardo en deseos de demostrar mis cualidades ante
mis superiores. He recibido un magnífico adiestramiento en la
academia.
—Dicen que por aquí la vida es bastante dura.
Michael Brody compuso una mueca despectiva.
—¡Bah! En estos casos siempre se exagera, Sue.
—Espero que sí. Y también espero que mi padre se muestre
condescendiente contigo por haberte ofrecido a traerme.
—Tú deseabas venir, ¿no?
—Desde luego, pero él me lo prohibió en la última carta que
recibí hace unos meses. Me decía que bajo ningún pretexto debería
intentar reunirme con él en Fort Bridger.
—No dirá nada cuando vea que has venido escoltada.
En aquel instante la diligencia se inmovilizó después de un
desagradable chirrido de frenos.
El teniente Brody se apresuró a salir al exterior y tendió la diestra
ayudando a descender a Sue Higgins.
Se encontraron frente a una gran cabaña construida sólidamente
con troncos y con un porche cubierto ante ella. Situada a la derecha
se hallaba la empalizada tras la que podía verse a los caballos de
refresco.
Un hombre algo obeso, de mediana edad y ojos saltones, les
salió al encuentro.
Los soldados y el conductor de la diligencia habían echado pie a
tierra y se encontraban junto al teniente y Sue. En sus semblantes
mostraban un inusitado cansancio y eso hizo que Brody arrugara el
ceño con desprecio.
—Mi nombre es Wilson —se presentó el tipo de los ojos saltones
—. Soy el encargado de la posta.
—Teniente Michael Brody —se tocó Brody el ala del sombrero—.
Éstos son mis hombres y nos acompaña la señorita Sue Higgins, hija
del coronel Higgins de Fort Bridger.
Wilson se frotó las manos algo indeciso.
—Pueden pasar al interior, señores —ofreció—. Yo mientras tanto
desengancharé los caballos.
El corpulento y rubio teniente Michael Brody se estiró dentro de
su polvoriento uniforme.
—Mis muchachos, y yo mismo, le ayudaremos en su tarea, señor
Wilson. Luego nos preparará comida y descansaremos un rato.
Sargento Tyson, ordene que mis soldados cumplan con su
obligación.
—No hace falta, teniente Brody —aseguró el encargado de la
posta.
El teniente lo cortó con un seco ademán.
—Señor Wilson, no quiero que nunca pueda decirse que un
soldado del ejército de los Estados Unidos deja de cumplir con sus
deberes.
El hombre cabeceó aturdido.
—Sí, señor.
Acto seguido se dirigió a la empalizada y el sargento Tyson fue
tras él con sus hombres y el conductor. Cuando se hallaban a
prudencial distancia, gruñó el rudo Tyson de mal humor:
—El maldito engreído no deja escapar una ocasión de
impresionar a la hija del coronel.
—Así lo metan en el calabozo en cuanto lleguemos a Fort Bridger
—sentenció el soldado Rodney West—. Daré saltos de alegría si el
coronel se cabrea por haberle traído a la niña.
Brody vio marchar a sus hombres hacia la empalizada.
—Puedes entrar en la cabaña y tratar de acomodarte, Sue —dijo
a la chica—. Voy a procurar que esos gandules terminen cuanto
antes y en seguida me reúno contigo.
No aguardó contestación y también se dirigió a la empalizada.
Sue Higgins permaneció unos segundos dubitativa y después se
encaminó resuelta al interior de la posta.
Traspasó el umbral y se detuvo sorprendida.
En la espaciosa estancia toscamente amueblada se encontraban
dos individuos que abrieron unos ojos como platos al verla aparecer
ante ellos.
El más próximo estaba acodado en una especie de mostrador
hecho de troncos aserrados y medía casi los dos metros de estatura.
Sus hombros eran descomunales y su cabello pelirrojo como el
fuego.
El otro se hallaba sentado en un taburete de burda construcción.
Estaría por los veintinueve años y su descuidado cabello era negro.
Parecía algo más bajo que el pelirrojo y sus ojos tenían un mirar
indolente, despreocupado.
Ambos vestían chaqueta de piel con flecos al estilo de los
tramperos y bajo los faldones asomaban las culatas relucientes de
las pistolas. Dos cada uno de ellos.
El moreno emitió un modulado silbido de admiración, mientras el
gigantesco pelirrojo permanecía estupefacto y con la mirada
prendida en el busto alto y firme de la chica.
Sue Higgins se sintió súbitamente molesta ante la insistente y
muda admiración de ambos individuos.
—¿A qué distancia se encuentra Fort Bridger? —inquirió deseosa
de no prolongar el silencio.
El pelirrojo se aclaró la voz sacudiendo la cabeza:
—A la que tú quieras, nena.
Sue apretó los labios enfurecida.
—Es usted un insolente.
El moreno se enderezó en su asiento y avanzó lento hacia ella sin
dejar de mirarla al rostro. Sue pudo comprobar que era unos veinte
centímetros más bajo que el pelirrojo y que sus ojos oscuros poseían
una mirada penetrante.
—Mi amigo no ha querido ser insolente, preciosa —dijo al llegar a
su lado—. Lo que ocurre es que tu aparición lo ha impresionado
debido a tu extraordinaria belleza. Antes de entrar en un sitio
deberías hacerte anunciar.
Sue se encolerizó todavía más.
—Usted es aún más insolente y atrevido que su amigo. ¿Quién le
ha dado permiso para tutearme?
El hombre se pasó la mano por la crecida barba.
—Hace años que no le hablo de usted ni al lucero del alba,
preciosa. Mi nombre es Matt Donovan y el de mi estupefacto amigo
Doug Ransom. Y te aseguro que nos alegramos de tu llegada, ¿eh,
Doug?
—Seguro, Matt.
—Valió la pena la espera, ¿verdad?
—Puedes jurarlo, Matt.
Sue los contempló cada vez más furiosa. Las aletas de su nariz
palpitaban y su busto se agitaba embravecido.
—Pronto tendrán un escarmiento, fanfarrones —anunció
levantando la barbilla—. El teniente Michael Brody se encargará de
dárselo.
Matt Donovan miró de soslayo a su amigo.
—¿Te has asustado, Doug?
—Ni pizca, Matt.
—Se arrepentirán de lo que están diciendo, bastardos —dijo Sue,
roja de ira.
Matt Donovan chasqueó la lengua denegando tranquilo.
—Ese lenguaje no es propio de una señorita, nena. A lo mejor
resulta que no eres lo que aparentas.
—Son ustedes dos miserables —tartamudeó Sue perdiendo el
control de sus nervios—. Los veré arrodillados a mis pies antes de
que transcurran cinco minutos.
El pelirrojo y descomunal Doug Ransom guiñó un ojo a Donovan.
—¿Por qué no la pruebas, Matt?
—No es mala idea, Doug, así sabremos si es lo que aparenta por
su manera de hablar.
Sue abrió mucho los ojos, perpleja.
—¿Qué pretende…?
No pudo acabar la frase.
Matt Donovan adelantó bruscamente las manos y ya la tenía
entre sus poderosos brazos, inmovilizándola.
Aplastó con fuerza la boca sobre los carnosos labios femeninos.
Sue intentó debatirse resistiéndose, pero todos sus esfuerzos
resultaron inútiles. Acabó por quedarse quieta mientras duró el
prolongado beso de Donovan.
Al soltarla éste, retrocedió un paso respirando con fruición el aire
que faltaba a sus pulmones.
—¿Qué has hecho, desgraciado?
—Eso es lo que acostumbramos a hacer en mi pueblo cuando
nos tropezamos con una hembra hermosa —respondió tranquilo
Matt Donovan—. ¿Te interesa saber lo que viene después?
Sue se puso roja hasta la raíz de sus cabellos y durante unos
instantes las palabras se atropellaron en su boca. Luego giró rabiosa
sobre sus talones y emprendió la carrera hacia la salida.
Las risotadas de Matt Donovan y Doug Ransom la siguieron hasta
el exterior.
Al verla aparecer en el porche tan excitada y algo despeinada por
la tosca caricia de Matt Donovan, el teniente Brody, el sargento
Tyson y el soldado West, se precipitaron en dirección a ella.
CAPÍTULO II
Sue explicó lo ocurrido en el interior de la cabaña con palabras
llenas de excitación y soltando un breve sollozo de rabia y vergüenza
de vez en cuando.
El teniente Michael Brody se puso lívido de ira y apretó los
maxilares con fuerza.
Rodney West, el soldado de fornida estatura y cejas corridas, fue
el primero en reaccionar y se lanzó como un toro embistiendo hacia
la entrada de la cabaña.
Se contuvo al escuchar la seca orden de Brody:
—¡Quieto, West!
El soldado se giró a medias en el porche.
—Pero ¿no se da cuenta, mi teniente? El padre de la criatura nos
colgará de las piernas si permitimos que hagan esas cosas a su hija.
Dicen que tiene malas pulgas…
—¡Soldado West! —atajó iracundo el teniente Brody—. Tenga
más respeto al nombrar al coronel Higgins.
El sargento Sonny Tyson Intervino reprobativo:
—No está bien eso que dijiste del padre de la criatura, Rod.
West abrió mucho los ojos, sorprendido.
—¿Y no es el padre de la niña, Sonny?
Michael Brody fue a su lado abriendo y cerrando los puños
indignado contra su subordinado.
—Si vuelves a despegar los labios te los cierro de un guantazo en
la jeta, ¿entiendes, West?
Rodney tragó saliva con dificultad.
—No, mi teniente… digo sí, mi teniente.
El sargento Sonny Tyson se llegó junto a ellos.
—¿Y qué hacemos con los fulanos de dentro, teniente?
Michael Brody hinchó los pulmones de aire y lanzó una mirada de
soslayo a Sue.
—Son cuenta mía, sargento. Me basto sólo para dar su merecido
a dos rufianes.
—Podemos echarle una mano, teniente.
—No insista, sargento. Usted y West se quedan aquí fuera y
conforme vayan saliendo disparados por el hueco de la puerta, los
tiran al abrevadero para que recobren el conocimiento.
—A la orden, mi teniente.
Michael Brody se introdujo en el interior y se hizo un silencio
expectante en el porche.
Pronto les llegó las voces de una airada discusión.
Sonny Tyson y Rodney West se situaron a cada lado de la
entrada y echaron una fugaz mirada al abrevadero cercano.
—Cuando vayan saliendo les soltamos un moquetazo cada uno
de propina, ¿eh, Rod?
—Sí, Sonny.
De pronto sonó un chasquido terrorífico en el interior.
Por el hueco de la puerta salió un individuo convertido en
meteoro y tanto Tyson como West tuvieron que andarse listos para
poder sujetarlo por los brazos, antes de que siguiese el vuelo.
Sin pensarlo dos veces le soltaron un trallazo cada uno y lo
lanzaron de cabeza al abrevadero.
Sólo cuando el agua salió salpicada cayendo sobre el polvo, se
rascó Sonny Tyson la nuca perplejo.
—Por tu madre, Rod, hemos metido la pata.
—¿Sí, Sonny?
—El fulano que está en el abrevadero es nuestro teniente.
—No puede ser, hombre.
—Te lo juro, Rod, maldita sea.
Ambos se giraron a tiempo de ver cómo se incorporaba Michael
Brody dentro del agua y desde allí, metido en el líquido hasta las
rodillas, los señaló con la mirada turbia.
—Esto les costará… caro, idiotas…
No pudo continuar hablando porque se hundió desmadejado en
el interior del abrevadero y se sumergió por completo en él, dejando
escapar unas burbujas.
Sue dio un gritito y corrió a socorrerlo.
En eso aparecieron en la puerta de la cabaña Matt Donovan y
Doug Ransom. El primero chasqueó la lengua, denegando:
—No hace falta que te molestes en sacarlo, nena. Te apuesto lo
que quieras a que se levanta por sus propios medios sin darnos la
alegría de ahogarse.
Sue lo miró roja de ira.
—¡Bruto indecente…!
Sonny Tyson intercambió una mirada con Rodney West y ambos
se giraron ceñudos hacia los dos amigos.
—¿Cuál de ustedes lo hizo?
—¿El qué, sargento?
—Soltarle el beso a la niña… digo, a la señorita Higgins y cascar
al teniente.
Matt Donovan enseñó los dientes riendo.
—Fuimos los dos.
West parpadeó asombrado.
—Así que le soltaron un besazo por cabeza, ¿eh?
—Quiero decir que cada uno hizo una cosa. Mi nombre es Matt
Donovan y fui el del beso. Por cierto, que me defraudó un poco y
tendré que repetirlo más adelante. El del leñazo al teniente fue mi
amigo Doug Ransom.
—Conque sí, ¿eh? —resolló Sonny Tyson.
Los restantes soldados habían dejado la empalizada y estaban
rodeando a ambos amigos dispuestos a intervenir, si el sargento
daba la orden.
Rodney West adelantó el mentón indagando fanfarrón:
—¿Qué desean que pongamos sobre sus lápidas?
Súbitamente, sin previo aviso, metió Doug Ransom la derecha.
Sonó un chasquido a hueso y los soldados vieron asombrados el
enorme salto que pegaba su compañero West, salvándolos
limpiamente por encima de sus cabezas.
Sonny Tyson pestañeó incrédulo.
—Se han buscado un buen lío, amigos —rezongó—. Bastará una
orden mía para que terminen con los huesos quebrados.
—Debes perdonar a mi amigo, sargentucho —dijo Matt burlón—.
Se puso nervioso al mencionar tu amigo las lápidas.
El sargento Tyson atirantó las facciones y apretó los maxilares
agachando la cabeza dispuesto a embestir. Sus hombres también se
aprestaron a luchar relamiéndose de gusto. Aquello rompía la
monotonía del largo viaje soportado.
En eso se levantó el teniente Brody en el abrevadero ayudado
por la muchacha y ladró:
—¡Quietos todos!
Sus hombres se inmovilizaron frente a Donovan y Ransom con el
desencanto pintado en el rostro.
El teniente Brody avanzó a trompicones con el uniforme
chorreando y sin ninguna gallardía.
—Los quiero para mí —dijo llegando junto a sus soldados—.
Tengo que darles una lección.
Matt Donovan le apuntó con el índice extendido.
—Mira, teniente, no queremos más líos. Estábamos esperando la
diligencia para ir a Fort Bridger, y eso es lo único que pretendemos.
Brody achicó los ojos.
—Conque quieren ir a Fort Bridger.
—Exacto.
—Pues os prometo que llegaréis. Desde este momento sois mis
prisioneros y haréis el viaje atados. Al llegar seréis juzgados por
atacar a un oficial del ejército de los Estados Unidos.
Matt sacudió la cabeza en sentido negativo.
—Veo que no me has comprendido, rubio. Iremos juntos a Fort
Bridger, pero de prisioneros nada de nada; ¿comprendes? Paz y
concordia hasta que estemos ante el coronel Higgins. Si mi amigo te
soltó el guantazo, fue porque entraste haciéndote el gallito peleón.
Brody enrojeció intensamente.
—¡Te exijo mayor respeto hacia un uniforme, rufián!
El gigantesco y pelirrojo Doug Ransom se miró el puño derecho
componiendo una mueca.
—¿Vamos a empezar otra vez?
—Te conviene que viajemos en paz, teniente —propuso Donovan
haciendo un gesto a Ransom—. Olvida eso de que vayamos atados.
—Puedo haceros detener ahora mismo. Somos muchos para
vosotros.
Donovan palmeó la culata izquierda que sobresalía bajo el faldón
de su chaqueta de piel.
—¿Y esto no cuenta? Vuestras pistolas son de un solo disparo y
entre Doug y yo podemos hacer veinticuatro en menos de un
minuto. Te conviene pensarlo despacio.
El sargento Tyson torció la boca en sonrisa escéptica.
—No se deje embaucar, teniente. Ningún hijo de su madre puede
hacer tantos disparos a la vez.
Donovan rió enigmático.
De pronto desenfundó el arma con un veloz movimiento y acto
seguido comenzó a disparar contra las piedras del suelo situadas
junto a las botas de los soldados.
Lo hizo seis veces consecutivas y a cada disparo una piedrecita
saltó en el aire convertida en polvo.
Todos los presentes, a excepción de Ransom, se quedaron
atónitos, petrificados.
Después de un largo silencio, exclamó el soldado West:
—¡Ha disparado con los dedos el muy canalla, mi teniente!
—¿Dónde consiguieron esas armas, Donovan? —inquirió grave el
teniente Brody.
Matt sonrió mostrando la pistola tan distinta a la que enfundaban
los soldados.
—Se trata de un revólver de seis tiros inventado por un tipo
llamado Samuel Colt. Doug y yo disponemos de cuatro prototipos del
que será llamado modelo Paterson.
—No fue ésa mi pregunta, Donovan. ¿Cómo llegaron a vuestras
manos?
—Esa pregunta sólo la responderé al coronel Higgins en persona,
rubio.
—Mi nombre es teniente Michael Brody.
—De acuerdo, Mike. El coronel Higgins hace días que nos
aguarda en Fort Bridger.
—¿Para qué?
Matt Donovan ladeó la cabeza risueño.
—Sólo él y nosotros lo sabemos, Mike. De momento no puede
saberlo nadie más. Me perdonas que guarde el secreto, ¿verdad?
Michael Brody apretó los labios y permaneció largo rato
silencioso. Luego masculló:
—Está bien, Donovan, vendréis con nosotros a Fort Bridger. Pero
haré un informe detallado de cuanto ha sucedido aquí y lo
presentaré al coronel Higgins.
Matt encogió los hombros.
—Como quieras, Mike.
—Y permaneceréis vigilados durante todo el viaje. No me fío en
absoluto de vosotros.
—En eso estaremos a la par, Mike. Mi padre siempre decía que
no me fiara de los tipos que visten uniforme.
—Amén —aprobó en lenta cabezada el pelirrojo Ransom.
Y se ganó una despectiva mirada del sargento Tyson y el resto de
los soldados.
El teniente Brody dio unas secas órdenes y sus hombres
siguieron con la tarea de cambiar el tiro de la diligencia.
Matt Donovan se llegó junto a Sue Higgins y se tocó el ala del
sombrero.
—Ignoraba que fueses la hija del coronel Higgins, nena —
después se pasó los dedos por los labios y agregó—: Aunque de
todas formas sería un redomado hipócrita si dijese que lamento lo
sucedido.
Sue lo miró a los ojos durante un segundo y luego levantó
altivamente la barbilla dando media vuelta.
Sin responder se dirigió al interior de la cabaña.
CAPÍTULO III
El coronel Thomas Higgins no se mostró demasiado severo con su
hija Sue. Llevaban tres años sin verse y la agradable sorpresa
recibida fue superior al temor por el peligro corrido en la
interminable ruta salvaje de Oregón.
Estuvo una media hora con ella y después la presentó al sargento
mayor para que se encargase de habilitarle un aposento adecuado
contiguo al suyo.
Tan pronto dejó a Sue en manos del sargento convocó una
reunión urgente en su despacho.
A ella asistieron los capitanes Morgan y Huchison, el teniente
Wesson y el recién llegado Michael Brody. También se hallaban
presentes Matt Donovan y su gigantesco amigo Doug Ransom.
Tomaron asiento en torno a la mesa del coronel.
Thomas Higgins frisaba en los cincuenta y cinco años y su rostro
era de rasgos enérgicos y llenos de vitalidad. Lo primero que hizo
fue lanzar una dura mirada al teniente Brody.
—Debería arrestarlo por lo que ha hecho, teniente Brody —dijo
áspero—. Nunca debió arriesgar a mi hija a los peligros de esta
infernal ruta.
Brody estiró el cuello algo dolido.
—En todo instante ha estado protegida por el ejército, señor.
Los ojos del coronel destellaron, coléricos.
—¿Llama ejército a un grupo compuesto por un teniente bisoño y
seis soldados? Se aprecia fácilmente que desconoce los peligros del
camino de Oregón. Pongo en su conocimiento que este vasto
territorio se encuentra repleto de bandidos dispuestos a aprovechar
la menor ocasión para asaltar a los colonos aislados. También
cabalgan algunas partidas de indios hostiles y con peores
intenciones que los propios bandidos, teniente Brody.
Michael Brody enrojeció al observar que todas las miradas se
hallaban centradas en él.
Mientras tanto, Matt Donovan tenía la mente ocupada por los
quince carromatos de colonos que habían visto en el patio del fuerte
al llegar. Presumía que tenían relación directa con la misión que les
sería encomendada.
—Lo siento, señor —murmuró Brody—. No obstante, debo aclarar
que mis hombres están adiestrados para cualquier tipo de lucha.
Pueden compararse en eficacia y valentía a cualquier veterano,
señor.
—Muy bien, teniente Brody —asintió el coronel—. Es posible que
tengan la ocasión de demostrarlo.
Se hizo una pausa que no duro mucho y el coronel tomó de
nuevo la palabra.
—Vamos a lo que realmente importa, señores —dijo—. Para los
que lo ignoren, haré un poco de historia respecto al inmenso
territorio de Oregón, que actualmente pertenece por completo a los
Estados Unidos.
Matt compuso una mueca de fastidio.
—¿No podría saltárselo, coronel?
Doug, situado a su lado, le pegó un leve codazo.
—No seas aguafiestas, Matt. Siempre me despepitaron los
cuentos y barrunto que éste es interesante.
—No es cuento, sino pura historia, señor Ransom —adujo serio el
coronel Higgins—. Y en cuanto a la sugerencia de usted, señor
Donovan, estimo conveniente que todos conozcan la raíz del asunto
para que puedan calibrar la importancia de la misión que les será
encomendada.
Matt emitió un suave suspiro.
—Está bien, coronel, adelante.
Thomas Higgins se aclaró la voz carraspeando y luego comenzó a
relatar unos hechos conocidos por algunos de los presentes:
—Los límites del enorme territorio de Oregón son: al Este, las
Rocosas; al Oeste, el océano Pacífico; al Sur, California, y al Norte,
Alaska. Se trata de una tierra de una variedad maravillosa,
compuesta de elevados pináculos, valles fértiles, ríos de rápidas
corrientes y bosques magníficos. Este territorio ha sido codiciado por
distintas potencias mundiales desde hace bastantes años. Rusia y
España reclamaron algunas porciones del vasto territorio, pero la
segunda se retiró de su pretensión en el año 1819 y, por su parte,
los rusos de Alaska reconocieron el paralelo 54.º 40.º como el límite
sur de sus posesiones. Por ello, la disputa del extraordinario
territorio quedó limitada a Inglaterra y los Estados Unidos.
El coronel hizo una breve pausa y advirtió que todas las miradas
se hallaban pendientes de sus palabras. Continuó:
—Durante las negociaciones que se realizaron entre los ingleses y
nosotros, en 1818, no se pudo llegar a un acuerdo satisfactorio para
ambas partes y entonces se decidió una ocupación conjunta. En
1827 se renovó este tratado por un período indefinido, pero se
añadió una cláusula por la cual cualquiera de ambos países podía
dar el tratado por finalizado siempre que comunicara esta intención
con un año de antelación. No hace falta decir que en todo el
territorio de Oregón no ha existido ningún representante de la ley
nombrado por ingleses o nosotros hasta 1845. En ocasiones, los
traficantes y cazadores norteamericanos han procesado y condenado
a personas que han creído culpables de cualquier delito. Un
misionero, sin ninguna autoridad legal, ha nombrado a un oficial
policíaco o a un magistrado. En resumen, señores; un verdadero
caos.
El coronel Higgins hizo una nueva pausa y, ante el silencio de los
presentes, continuó:
—En fecha reciente, el 26 de abril de 1846, los Estados Unidos
dieron el aviso reglamentario de un año de anticipación, para dar
por finalizado el tratado existente. Más tarde, ese mismo año, al ver
los ingleses que nuestra nación estaba dispuesta a cumplir su
palabra, decidieron aceptar la línea de los 49.º como frontera.
Nuestro Senado lo aprobó el 12 de junio y lo ratificó una semana
después. Por todo lo expuesto, el vasto territorio de Oregón ha
pasado a nuestras manos y al mismo tiempo se ha evitado una
tercera guerra con Inglaterra.
Al terminar el coronel su relato histórico, Doug Ransom comenzó
a batir palmas entusiasmado.
Lo silenció Matt Donovan de un codazo.
—Caray, Matt, al fin hemos ganado nosotros, ¿no?
—Sí, pero el problema vendrá ahora, ¿verdad, coronel Higgins?
—En efecto, Donovan —cabeceó afirmando Higgins—. Por
fortuna para nosotros la mayoría de los colonos que habitan
actualmente Oregón proceden de los Estados Unidos. Pero existen
grupos de colonos ingleses que no están dispuestos a aceptar la
decisión de su Gobierno. Bastaría la menor chispa para
desencadenar una rebelión en el territorio, y eso es lo que debemos
evitar. Nuestras fuerzas militares aquí son mínimas debido a la
guerra que mantenemos contra México.
Matt aprovechó la pausa para comentar en tono irónico:
—Todo un panorama, ¿eh, coronel?
Higgins se incorporó en su asiento y se aproximó a un mapa
mural del territorio que colgaba de la pared. Señaló un punto
determinado con el índice.
—Aquí, en la colonia Lewiston, se encuentra nuestro principal
problema, señores. Un grupo de ingleses capitaneados por los
hermanos James y Jarl Cromwell, tratan de hacer la vida imposible a
nuestros colonos y la verdad es que lo están consiguiendo. No
admiten la autoridad de los Estados Unidos e incluso hacen que la
bandera inglesa ondee en la colonia. Si el ejemplo de los Cromwell
triunfa y se propaga, no habrá forma de evitar la rebelión. No
podemos consentirlo de ningún modo.
El capitán Huchison levantó una mano.
—Señor…
—Diga, Huchison.
—Propongo enviar una compañía a Lewiston y reducir a los
presuntos rebeldes.
Higgins sacudió la cabeza en lenta negativa.
—Son gente dura y sin escrúpulos. Correría la sangre sin lugar a
dudas y tememos que el ejército inglés no permanecería al margen
mientras nosotros atacamos a sus colonos. Se perdería todo el
terreno ganado en las negociaciones.
El capitán Morgan demostró ser más agudo que su compañero:
—Pero usted ya tiene un plan, ¿verdad, coronel?
—El asunto ha sido planeado en Washington, señores —
respondió el coronel hablando pausadamente—. Tiene que parecer
en todo instante una cuestión entre civiles, una disputa de colonos
sin intervención del ejército. Con ese propósito han llegado a Fort
Bridger Matt Donovan y Doug Ransom. Nuestro Gobierno tiene plena
confianza en ellos para que frenen a los Cromwell y su gente.
—¿De cuántos hombres disponen los hermanos Cromwell,
coronel? —quiso saber Huchison.
—En total deben de ser unos veinticinco o treinta.
—¿Y dos hombres solos se enfrentarán a ellos?
—No he terminado de exponer el plan, Huchison —respondió
paciente el coronel—. Donovan y Ransom han sido equipados con
unas pistolas de reciente fabricación. Se trata de revólveres ideados
por un joven ingeniero llamado Samuel Colt. Pueden disparar seis
veces consecutivas y son de fácil carga. Ellos tienen lo que puede
decirse que son prototipos. ¿Quieren mostrarlos, Donovan?
Tanto Matt como Doug desenfundaron uno de sus revólveres y lo
fueron pasando a los oficiales, que los examinaron atentamente.
—Espero que en breve el ejército sea dotado de ellos. Poseen
una eficacia extraordinaria.
Una vez los «Colt» de Donovan y Ransom estuvieron de nuevo
en las fundas, prosiguió Higgins:
—Dentro de unos días partirán hacia Lewiston los quince carros
de colonos que permanecen en el fuerte. También irán con ellos
veinte soldados con ropas civiles, que se pondrán a las órdenes de
Matt Donovan cuando éste lo requiera.
Matt levantó la zurda en ademán casi indolente.
—Un momento, coronel.
—Diga, Donovan.
—Cuando fuimos contratados impuse una condición: hacer solos
el trabajo.
—Los planes han cambiado, Donovan. Ustedes irán con los
colonos y mis soldados también. Es la única forma en que
tendremos garantías respecto al éxito de la misión.
—No estoy conforme —replicó Matt con terquedad—. Doug y yo
nos movemos mejor solos.
El coronel Higgins soltó un resoplido.
—¿No se da cuenta de que son demasiados para ustedes dos,
Donovan? Los Cromwell los liquidarían tan pronto asomaran las
narices por Lewiston.
—Fue lo pactado, coronel.
—No sea terco, Donovan, por favor. No es el momento de
adoptar posturas heroicas.
Matt arqueó las cejas sorprendido y luego dejó escapar una risita
por la comisura de los labios.
—¿Posturas heroicas? No se trata de eso, coronel. Lo que ocurre
es que no quiero la responsabilidad de sus soldados vestidos de
colonos. En cuanto los Cromwell vean asomar los quince carromatos
lanzarán a su gente contra ellos. En cambio, un par de cazadores no
despertarán la menor sospecha y podremos movernos con mayor
libertad.
Después de las palabras de Matt se hizo una pausa y al cabo de
unos segundos la rompió Higgins moviendo la cabeza al tiempo que
decía:
—Pues lo siento, Donovan, son las órdenes que tengo me
atendré a ellas.
Donovan se pellizcó los pelos de la patilla.
—Le diré lo que haremos, coronel. Usted envíe a sus soldados
mezclados con los colonos. Doug y yo iremos por separado y nos
reuniremos allí. En caso de necesitar ayuda, la solicitaremos a su
gente, ¿de acuerdo?
El coronel Higgins se tomó un tiempo para contestar.
—Está bien, Donovan, lo haremos a su manera. Pero no olvide
que mis soldados estarán aguardando su aviso.
—Lo tendremos en cuenta.
En aquel momento, el teniente Michael Brody se levantó con
cierta rigidez.
—¿Puedo hablar, coronel?
—Desde luego, Brody.
—Solicito el privilegio de ir con los colonos, señor.
El coronel Thomas Higgins lo miró atentamente antes de
responder. Necesitaba a los oficiales de más antigüedad para los
trabajos habituales de patrullas y protección en aquel fuerte
avanzado. Brody era novato y tardaría un tiempo en ponerse al
corriente. En cambio, aquella misión no requería el menor
conocimiento del territorio. Sólo luchar llegado el momento.
Acabó sonriendo levemente.
—De acuerdo, Brody, usted mandará a los veinte hombres que
irán con los colonos. Pero una cosa…
—Diga, señor.
—Empiece a olvidar la disciplina y rigidez militar —sonrió el
coronel—. Incluso vestido de paisano se podría oler que es usted
teniente del ejército.
CAPÍTULO IV
James Cromwell vació de un trago el vaso de whisky escocés y posó
la mirada en sus dos hombres de confianza.
—Quiero que os encarguéis de Juan Castro.
Kirk Lorimer, un tipo vestido pulcramente de oscuro y de tez
pálida, cambió una mirada con su compañero Burl Coweta. Luego
desvió las frías pupilas hacia su jefe.
—¿Lo liquidamos a la vista de todos?
James Cromwell denegó en lenta cabezada.
—Lo encerraréis en el almacén de Lambert y mañana lo
colgaremos en la plaza mayor de Lewiston para que sirva de
escarmiento a los cochinos yanquis.
Jarl Cromwell, de veintidós años, rostro aniñado y ojos claros,
miró con aprensión a su hermano mayor.
—Castro es español, James.
—Pero ha hecho causa común con esos bastardos.
—Si lo colgamos públicamente puede ser el origen de una
verdadera matanza, James.
—¿Y qué? ¿No es acaso lo que pretendemos?
—Las pruebas reunidas contra Juan Castro son falsas y todo el
mundo lo sabe en la colonia.
El mayor de los Cromwell, de unos treinta y cinco años, fornido y
de enorme cabeza donde destacaba el cuadrado mentón, compuso
una mueca de incredulidad dirigida a su hermano.
—¿Qué infiernos te pasa, Jarl? Da la impresión de que tienes
miedo a los cochinos yanquis. El día que Inglaterra nos abandonó
cobardemente, juramos que jamás nos someteríamos a ellos. Que
lucharíamos hasta la última gota de sangre contra los Estados
Unidos.
Jarl Cromwell atirantó las facciones y soportó con entereza la
dura mirada de James. A pesar de su juventud y de su rostro
aniñado, sus ojos claros podían convertirse en trocitos de hielo.
—Sigo firme en mi juramento, James —dijo seco.
—Entonces, ¿a qué vienen tantos remilgos?
—Una cosa es luchar hasta la última gota de sangre contra los
yanquis y otra distinta convertirnos en asesinos. Nuestro padre…
—¡Deja en paz a nuestro padre! —rugió James dando un
puñetazo en la mesa—. Durante toda su vida sirvió con lealtad
inquebrantable al Gobierno de Su Majestad. ¿Y qué sacó a cambio?
Yo te lo diré: que abandonen indignamente a los cientos de colonos
que han regado las tierras de este territorio con su propia sangre.
Sus propios hijos entre ellos. No, Jarl, estás equivocado. Si nuestro
padre pudiese levantarse en su tumba, sería el primero en empuñar
las armas contra los yanquis.
—Pero lo haría con nobleza, cara a cara. No utilizando a asesinos
profesionales.
Kirk Lorimer clavó sus ojos de serpiente en Jarl.
—Tu hermanito no nos aprecia, James.
—De eso puedes estar seguro, Lorimer —aseguró desafiante el
menor de los Cromwell.
Burl Coweta, un mestizo de padre francés y madre india, sonrió
torcidamente a Jarl.
—Tienes mucha suerte, muchacho.
Jarl Cromwell apretó las mandíbulas lívido el semblante por la
rabia que lo dominaba. La velada amenaza del mestizo no le pasó
por alto.
—¿Sí?
—Pura chamba de ser hermano de James, muchacho.
—No necesito la protección de mi hermano —aseguró sin
amilanarse Jarl—. Y estoy dispuesto a demostrarlo cuando queráis.
—Ya está bien de discusión —cortó exasperado James Cromwell
—. Yo soy aquí el jefe y todos nosotros nos estamos del mismo lado.
No quiero disputas entre gente, ¿está claro, Jarl?
Su hermano tardó unos instantes en responder.
—Sí.
—Pues que no se te olvide. Se harán las cosas a mi manera y no
admito réplicas de nadie. Colgaremos al español amigo de los
yanquis después de un juicio que resulte intolerable para ellos. Sólo
espero que no tengan agua en las venas y reaccionen en la forma
prevista de antemano.
—Para llevar a cabo la matanza, ¿no?
—Exacto. Para liquidarlos a todos de una sola vez. Pareces
ignorar que esto es una guerra.
—Una guerra particular que declaramos nosotros.
—Eso mismo. Y todo el valle pasará a nuestras manos.
Jarl sacudió la cabeza entre irónico y dubitativo.
—Cuando el ejército de los Estados Unidos se presente en
Lewiston, ya veremos cómo lo solucionas.
El mayor de los Cromwell sonrió astutamente.
—Es eso lo que te preocupa, ¿eh?
—No le temo a nada.
—Pues para tu tranquilidad te diré una cosa, Jarl —siguió James
risueño—. Los soldados yanquis no se atreverán a intervenir en esto.
No olvides que al otro lado de la frontera tenemos al ejército inglés y
no verían con buenos ojos que nos eliminen por medios violentos
utilizando a los soldados.
—Veo que lo has pensado todo.
—Es mi obligación como jefe, hermano. A eso se le llama
estrategia táctica.
Kirk Lorimer tosió levemente llamando la atención.
—¿Vamos ya en busca de Castro, James?
—Os corresponde detenerlo a vosotros como agentes policíacos
que sois, Kirk —afirmó James—. Procurad que os vean bien cuando
lo hagáis, ¿comprendes?
—Descuida.
—Y de paso decidle a Burt que venga a verme. Interesa que se
mantenga alerta con sus hombres por si la reacción se produce
antes de lo previsto.
—De acuerdo.
Cuando los dos asesinos a sueldo hubieron abandonado la casa
de los Cromwell, Jarl comentó sardónico:
—Haber nombrado oficiales de policía a esos dos criminales es un
verdadero escarnio a la ley, James.
El mayor de los Cromwell rodeó la mesa tras la que se hallaba y
vino junto a su hermano menor. Sus ojos despidieron chispas a
escasa distancia del de Jarl.
—Deja de comportarte como un estúpido, ¿quieres, Jarl?
—No me gustan los procedimientos que vamos a emplear, James.
—¿Y qué importa la forma en que lo hagamos? Nosotros, los
ingleses, llegamos antes que ellos a esta parte del territorio y
tenemos más derecho que nadie a quedarnos. Cuando los hayamos
liquidado a todos nos quedaremos como dueños únicos y absolutos
de estas tierras.
—Vendrán otros colonos, James.
—No permitiremos que se aposenten aquí.
—¿Empleando a Lorimer, Coweta, Kellerman y toda esa ralea?
James Cromwell enrojeció el rostro y unas venillas se hincharon
en su frente al responder iracundo:
—¡Empleando al mismo diablo si es preciso, Jarl!
CAPÍTULO V
—Esos hombres son unos diablos, Mike.
—Lo dices por la manera en que se comportaron en la casa de
postas, Sue. Te aseguro que de no haber sido por las armas nuevas
que llevan consigo…
—No, Mike, no es por eso —insistió la muchacha—. Matt
Donovan es capaz de enfriar la sangre a cualquiera con su peculiar
manera de mirar. En cuanto a Ransom…, parece un demonio de
cabellos rojizos e intenciones diabólicas.
Michael Brody hizo una mueca despectiva.
—Todo es pura fachada, Sue.
—De todas formas, te agradezco el haber silenciado a mi padre
lo ocurrido cuando los encontramos.
—Sigo opinando que ha sido un error. Tu padre debería saber la
clase de tipos que son.
—¿Y qué se ganaría con ello?
Brody cabeceó después de un pequeño silencio.
—Nada, desde luego.
Ambos se encontraban en la semioscuridad del porche delantero
de la vivienda del coronel Higgins. La partida de los colonos había
sido señalada para la mañana siguiente y el teniente solicitó de la
muchacha el hablar con ella a solas.
Se hizo una breve pausa entre ellos y la rompió Sue diciendo:
—¿Por qué te ofreciste voluntario para acompañar a los colonos,
Mike?
—Bueno…, es una forma de no perder de vista a Donovan. Puede
que se presente la ocasión de devolverle lo que hizo allá en la
cabaña.
Sue inclinó la cabeza mirando al suelo algo turbada.
—Pensé que seguiríamos viéndonos, Mike.
El teniente respingó sorprendido y alargó las manos cogiendo la
diestra de la chica entre ellas. Su voz enronqueció visiblemente al
inquirir quedo:
—¿De verdad lo deseas, Sue? —Tras una nueva pausa, murmuró
en voz aún más baja—: Sue, yo quiero que sepas que…
En eso se escuchó una risita a la derecha de ellos.
—¿Quieren hablar más alto, caray? Así no hay forma de enterarse
de nada.
Brody se revolvió como si le hubiese picado una avispa.
—¡Donovan!
—Por mí pueden seguir arrullándose, tórtolos —dijo éste
destacándose de las sombras y aproximándose a la pareja—. De
todas formas, ya me iba.
—Eres un ser despreciable, Matt Donovan —exclamó Sue Higgins
roja de ira.
—Veo que vamos ganando confianza. Empezamos a tutearnos.
El teniente Brody se había quedado paralizado durante unos
instantes y ahora apretaba los puños mirando con rencor a Matt.
—No es de hombres andar escuchando conversaciones
confidenciales, Donovan.
—¿Tenía que haberme tapado los oídos?
—Anda, niega ahora que estabas espiándonos.
—Yo estaba aquí antes que vosotros, tórtolos de pacotilla.
Acababa de tirar el cigarrillo y me disponía a irme cuando llegaron
los dos.
Sue se puso encarnada, aunque no pudo verse en la penumbra.
—¿Ha… escuchado lo que hablábamos?
—¿Ahora volvemos al usted, nena?
—Diga —apremió ella— ¿lo escuchó?
—Está bien —sonrió encogiendo los hombros Donovan—. Sólo
me he perdido las últimas palabras del tórtolo de pacotilla. Dime una
cosa, Mike, ¿desde cuándo conoces a la chica?
—Eso no te importa.
—Calculo que hará unos sesenta días, ¿verdad?
—¿Y qué con eso?
—Pues que has perdido cincuenta y nueve días, veintitrés horas y
cincuenta y nueve minutos, Mike. Yo la conocí y al minuto siguiente
disfrutaba de sus labios. Reconoce que te llevo una ligera ventaja,
¿eh, teniente?
—Te voy a romper los hocicos, Donovan.
—Ahora no, teniente, lo harás luego.
—Por favor —suplicó Sue—. No peleen aquí. Me llenaría de
vergüenza.
—Descuida, nena —la tranquilizó Matt riendo—. Tu teniente ha
dicho que me devolvería lo de la cabaña y aquello fue un beso. A lo
mejor me quiere romper los hocicos a besos. Nunca sospeché que
en el ejército de los Estados Unidos hubiesen…
—¡Donovan! —Ladró Brody congestionado.
—Tranquilo, chico —intentó serenarlo Matt poniendo las manos
extendidas delante de él—. No hay para tomarse así una broma,
caray. En cuanto a ti, nena, si tanto deseas seguir viendo a este
papanatas, puedes unirte a las mujeres de los colonos.
Michael Brody desorbitó los ojos, asombrado.
—¿Estás loco, Donovan?
—Sería una forma de corregir un error cometido por los tipos
talentudos que han planeado el asunto. ¿Dónde se ha visto una
caravana de colonos compuesta por unos cincuenta hombres y sólo
diez o doce mujeres? Los Cromwell olerán la trampa de los soldados
vestidos de paisano en cuanto entréis en Lewiston.
—Te crees muy listo, ¿eh, Donovan? Si informo al coronel de todo
esto…
—Se negará en redondo, desde luego. Y no es porque le falten
redaños a Higgins, sino por no exponer a su linda y frágil hijita. Ella
es un bombón para conservarlo dentro de una urna de cristal.
Los ojos de Sue despedían chispas en la oscuridad.
—¿Me crees una cobarde, Matt Donovan?
—Eso lo sabrás tú, criatura.
—Sólo pido a Dios que me dé una ocasión de demostrarte lo
equivocado que estás respecto a mí, desgraciado —silabeó Sue fuera
de sí—. Y que sea pronto, bastardo.
—Largas los insultos como si fuesen longanizas, ¿eh, nena? —se
burló Matt—. A lo mejor es que ardes en deseos de que te vuelva a
besar otra vez.
Michael Brody estiró la derecha intentando alcanzar la boca de
Donovan.
Matt le adivinó la intención y se ladeó brevemente sintiendo el
aire que produjo el puño al pasar rozándole la oreja.
A continuación, incrustó la zurda en el hígado del teniente.
Brody quedó sentado en el suelo del porche boqueando ansioso
el aire que faltaba a sus pulmones y con los ojos queriéndosele salir
de las órbitas.
Matt le apuntó con el índice extendido.
—A dormir temprano que mañana hay que madrugar, ¿eh, Mike?
Y otra cosa: apunta también este leñazo para devolvérmelo cuando
la paz renazca en la comarca de Lewiston.
Antes de dar media vuelta alejándose, se tocó el ala del
sombrero.
—Hasta la vista, nena. Y que no te siga quitando el sueño el beso
que te di.
Cuando se alejaba, alcanzó a escuchar la patadita que dio Sue
Higgins en el suelo.
***
Al doblar la esquina del primer barracón destinado a la tropa dio
un respingo.
Ante él tenía una figura alargada y cubierta de tela de los pies a
la cabeza.
—Caray, hermana, me dio un buen susto. Poco más me pongo a
disparar como un loco berreante.
—Mi nombre es sor Simona, señor Donovan.
—Me habló de usted el coronel Higgins, señora.
—Puede llamarme sor.
—De acuerdo, sor, ¿qué desea de mí?
—Quisiera hacerle unas preguntas, señor Donovan.
—Puede hacerlas, sor. Le aseguro que al doblar la esquina y verla
ahí toda vestida de negro me llevé un buen susto. Pero ahora ya se
me pasó y estoy dispuesto a escucharla. Me dijo el coronel que es
usted una monja católica y que su padre es colono en Lewiston,
¿verdad?
—En efecto, señor Donovan.
—Puede llamarme Matt.
La monja sonrió levemente en la penumbra.
—Gracias, Matt.
—No se merecen, hermana… digo, sor.
Sor Simona hizo una breve pausa antes de comenzar a explicar:
—Mi padre se llama Juan Castro y tiene una concesión de tierra
en Lewiston. Él es español y, aunque yo nací en México, ambos
hemos adoptado la nacionalidad norteamericana. He obtenido un
permiso de la Orden religiosa a la que pertenezco para visitar a mi
padre. Hace más de cinco años que no nos vemos y deseo… he
rogado a Dios encontrarlo vivo cuando lleguemos a Lewiston. He
podido escuchar que la situación allí para los colonos que no son
ingleses es mala. ¿Usted cree que es tan desesperada como dicen,
Matt?
Donovan advirtió que la voz de la monja estuvo varias veces a
punto de quebrarse mientras hablaba.
Durante unos segundos se rascó la nuca sin saber qué responder.
—Es posible que su padre no corra peligro, sor. Los ingleses la
tienen tomada con los norteamericanos y él, al fin y al cabo, lleva
nombre español.
—Eso no me tranquiliza, Matt.
—Pues lo siento, sor Simona. La verdad es que no sé qué decirle.
—Tengo entendido que usted se adelantará a la caravana,
¿verdad?
—Eso es —cabeceó Donovan—. Ya veo lo que desea, sor. Le
prometo que si encontramos a su padre procuraremos cuidar de él
hasta que usted llegue.
La monja volvió a sonreírle.
—Que Dios lo bendiga, Matt.
Donovan alargó la mano para cogerla por el codo, pero luego se
contuvo sin atreverse a hacerlo.
—Vamos, vamos, sor. Hay que dormir porque mañana saldremos
al amanecer.
Sor Simona se alejó en dirección a los carromatos que se
silueteaban en el patio del fuerte y Matt se quedó allí unos segundos
en actitud meditabunda.
No le gustaba en absoluto todo aquello.
Una cosa era cantarle las cuarenta a unos gallitos belicosos y
otra muy distinta tener que hacer de niñera de tanta gente. ¿Qué
diablos pintaba una monja en la tormenta de violencia que se cernía
sobre Oregón?
Echó a andar en dirección a la cantina.
Antes de llegar a ella se encontró con un soldado que venía
corriendo en sentido contrario.
—Eh, muchacho, ¿dónde está el fuego?
El soldado se detuvo en seco y lo miró de arriba a abajo.
Al reconocerle se puso a hablar con excitación:
—A su amigo Ransom le van a dar una buena zurra, amigo.
—No me digas.
—Los recién llegados. El sargento Sonny Tyson y el soldado
Rodney West dicen que tienen una cuenta pendiente con él. Han
dispuesto un lugar adecuado en los cobertizos sin que los oficiales se
enteren. La pelea está a punto de empezar.
—¿Y dónde se encuentran los cobertizos?
—Ahora me dirigía allí. No quiero perdérmelo.
—Yo tampoco, vamos.
CAPÍTULO VI
En el cobertizo destinado a caballeriza del fuerte, se encontraban
reunidos un buen número de individuos, cuando se introdujo
sigilosamente Matt Donovan en su interior.
Procuró pasar desapercibido y al lograrlo se adosó a un lado
aguardando el desenlace de lo que allí se tramaba.
Los tipos formaban un amplio corro a un lado del lugar ocupado
por los caballos y en el centro estaban Doug Ransom, Sonny Tyson,
Rodney West y un soldado al que Matt conociera como Frank Hogg.
La pelea se hallaba en los preliminares.
Los cuatro que se disponían a intervenir en ella iban vestidos de
paisano, al igual que muchos de los presentes. Eran los soldados
que acompañarían a los colonos.
Observó Matt que no se encontraba ningún oficial presente.
En aquel momento decía Sonny Tyson.
—Tú fuiste el ofendido y por lo tanto te toca elegir arma, Rod.
—¿El ofendido, Sonny?
—¿No te soltó este fulano un leñazo en los morros?
—Sí. Pero me pilló a traición y…
—Eso no importa ahora, Rod. Eres el ofendido y tienes que elegir
arma.
Rodney West comenzó a perder la paciencia.
—¿A qué viene todo este cuento, Sonny? Maldita sea, habíamos
quedado en romperle unas cuantas costillas, ¿no?
—Pero la legalidad es la legalidad, Rod. Tienes que elegir arma.
West se tironeó el lóbulo de la oreja.
—Está bien, puestas las cosas así quiero que me proporciones
una buena tranca. Y a él que lo dejes a cuerpo limpio, Sonny.
El sargento lo miró despectivo.
—Eso es imposible, Rod, infiernos. Tiene que existir igualdad de
oportunidad para los dos.
—Entonces…, ¿por qué demonios te lías? Moquetazo y tente
tieso como habíamos quedado.
—De acuerdo —asintió ceremonioso Tyson.
Luego se giró a Ransom que los contemplaba con los brazos
cruzados ante el poderoso torso y un brillo divertido en las pupilas,
esperando tranquilo el término de la discusión.
—Mi compañero ha elegido los puños, Ransom.
—No soy sordo, Tyson.
—Que quede una cosa clara, Ransom, Menos patadas en el sitio
que se utiliza para evacuar líquidos y meter los dedos en los ojos,
vale todo lo demás. ¿Comprendido?
—Del todo.
Algunos de los presentes comenzaron a impacientarse ante tanta
ceremonia preparatoria y lo manifestaron con sus protestas:
—¿Es que estáis preparando una boda, capullos?
—¿Llamamos a sor Simona y que nos pase el rosario antes de
empezar, Tyson?
—En mi pueblo había un fulano que cuando le daba el canguelo
le daba por hablar.
Sonny Tyson se giró ceñudo al último que habló.
—Era tu padre, ¿verdad, tú?
—Mira, Tyson, que la liamos gorda —amenazó torvo el otro—.
Que ahora no llevas galones.
—¿Os queréis callar de una vez? —solicitaron varios a la vez.
Una vez restablecido el silencio, dijo Sonny Tyson a Doug:
—¿Con cuál de nosotros deseas empezar, Ransom?
—Con los tres a la vez, Tyson.
—Somos demasiado para ti, pelirrojo fanfarrón.
—¿A qué no?
—La verdad es que me da reparos…
Doug Ransom no esperó más tiempo y disparó el puño derecho
como un obús.
Alcanzado en plena boca, dio Sonny Tyson una espectacular
voltereta en el aire a pesar de su corpulencia nada de desdeñable.
Cayó despatarrado a los pies de los que formaban el corro.
Un gracioso comentó jocoso:
—Ahora sí que tendrá que darte un buen reparo el matasanos,
Sonny Tyson.
Frank Hogg, que también poseía una fuerte complexión, igual
que sus dos amigos, cambió una mirada de inteligencia con Rodney
y le guiñó el ojo.
—El golpe del conejo, ¿comprendes, Rod?
—Sí, Frank.
Hogg atacó en tromba apenas terminó de hablar y movió los
brazos, convertidos en aspas de un molino.
West aprovechó para dar un rodeo y atacar por la espalda.
Doug dejó hacer a Hogg y cuando vio hueco metió a zurda y le
rompió una de las aspas. El otro retrocedió aullando de dolor.
Rodney saltó entonces sobre las anchas espaldas de Ransom
dejando escapar un grito de júbilo.
Ransom lo vio venir con el rabillo del ojo y levantó su bota
aplicando una coz que trocó el pasajero júbilo en largo y doloroso
lamento. Rodney salió rebotado con fuerza y se llevó por delante a
unos cuantos tipos del corro.
Sujetándose el brazo lastimado, reprochó Hogg:
—Eres un idiota, Rod, te dije el golpe del conejo.
—Pero ¿no ves que me dio la patada del mulo, so animal? —
protestó indignado West—. Si me puedo levantar se va a enterar el
pelirrojo quién soy yo.
Varias manos se encargaron de ponerlo rápidamente en pie y se
revolvió West mirándolos con rencor.
—¿Acaso he pedido ayuda o qué?
Mientras tanto, Sonny Tyson se encontraba ya de pie y se pasó la
mano por la boca sangrante. En la palma le quedó un diente
arrancado de cuajo y se quedó mirándolo idiotizado.
El mismo gracioso de antes, inquirió burlón:
—¿Te lo guardo o lo tiro a la basura, Tyson?
Sonny le soltó un codazo en el hígado y el fulano tuvo que ser
sacado a rastras al aire fresco de la noche por dos de los más
próximos a él.
Luego agachó la cabeza dirigiéndose despacio a Doug.
—Te voy a descuartizar, Ransom.
Doug rió incrédulo.
—¿A manotazos, Tyson?
En eso observó el sargento que Rodney se hallaba situado a
espaldas del pelirrojo y vio la posibilidad de cogerlo por ambos
lados. Ordenó entusiasmado:
—Embiste por la retaguardia, Rod.
—¿Por la retaguardia…? —Cabeceó negando repetidas veces
West—. Ni harto de vino, Sonny.
Hogg continuaba masajeándose con mimo el brazo y le lanzó
Tyson una aviesa mirada llena de reproche.
—¿Y tú a qué has venido, Frank? ¿A sobarte el brazo?
—No, Sonny —informó Rodney malévolo—. Vino a decirme que le
diera el golpe del conejo a Ransom. Anda, Frank, ven a dárselo tú si
eres macho.
—Para que me rompa el otro brazo de un mandado, ¿no?
Los soldados que habían acudido a la caballeriza dispuestos a
presenciar una buena pelea, comenzaron a removerse
decepcionados y mostraron su disconformidad ruidosamente:
—Esto parece una reunión de comadres.
—Valiente porquería de pelea.
—¿Y éstos son los refuerzos que nos envían ahora?
Picado en su amor propio, Sonny Tyson se lanzó ciegamente al
ataque y logró sorprender a Doug cazándolo con un mazazo en el
parietal derecho.
El pelirrojo se tambaleó sorprendido y tanto Tyson como West
emitieron gritos de alegría.
Se abalanzaron en tromba sobre él.
Pero Doug Ransom no estaba tocado ni mucho menos y
consiguió frenar a Tyson de un puñetazo en el pecho que resonó
como un tambor. Dobló con un zurdazo al hígado y el sargento se
largó de nuevo por los aires mientras iba poniéndose amarillo.
Rodney titubeó ante lo conseguido por su amigo.
Quiso retroceder, pero ya era tarde. Ransom le aplicó un trallazo
en el pómulo con la diestra, mientras le sostenía la nuca con la
palma de la zurda.
Cuando lo soltó, a Rodney se le doblaron las rodillas y cayó
pesadamente con los ojos en blanco y una extraordinaria bandada
de pajarillos piando sobre su cabeza.
Matt decidió entonces que había llegado la hora de actuar.
Formó bocina con las manos y gritó fuerte:
—¡Muchachos, el coronel!
En cuestión de fracciones de segundo se volatilizaron todos los
presentes. La mayoría huyó hacia el fondo de la caballeriza corriendo
como gamos. Otros saltaron por las ventanas y tres o cuatro se
colaron a empellones por un boquete de la pared.
Sólo quedó en pie Doug Ransom y Frank Hogg que seguía
sujetándose el brazo lastimado.
En el suelo se hallaban desvanecidos West y el sargento Tyson.
—Se acabó la diversión, Doug —dijo Matt avanzando.
—No ha llegado ni a eso, compadre.
—Mañana tenemos que darnos el madrugón. Quiero salir del
fuerte un par de horas antes que los colonos y cabalgaremos de
firme hasta Lewiston.
—Te has propuesto que lo hagamos solos, ¿eh, Matt? —Mejor
solos que mal acompañados.
Matt Donovan se dirigió al soldado Hogg:
—Atrapa a tus compañeros y mételos en la carreta que les
corresponda.
—No puedo con el brazo así, Donovan.
—Pues los coges con los dientes por el cuello como los gatos a
sus crías. Eso es asunto tuyo, chico. Andando.
CAPÍTULO VII
Deteniendo a su montura, indicó Matt Donovan la cabaña de troncos
y adobe que se hallaba como a media milla delante de ellos. Se
trataba de una construcción tosca con una ventana a cada lado de la
puerta sin porche.
Todo cerrado con gruesas maderas y no se divisaba a nadie por
los contornos.
—Por las indicaciones de Higgins ésa es la granja de Roak Flynn.
—Flynn puede haber muerto —comentó Doug a su lado—. La
gente de los Cromwell pueden estar ahí esperándonos.
Donovan asintió taconeando a su montura.
—Te ocupas de la ventana izquierda.
—De acuerdo.
Instantes después detuvieron los caballos frente a la puerta y
llamó Matt:
—¡Eh, los de dentro!
El porticón de la ventana derecha se abrió lentamente y por la
rendija apareció el largo cañón de un fusil. Donovan aproximó la
mano a la culata del revólver sin desenfundar.
—¡Váyanse! —dijo una voz de hombre desde el interior.
—Queremos hablar con Roak Flynn.
—Yo soy Flynn y no tengo nada que decirles —respondió la voz
del interior—. Será mejor que den media vuelta y se larguen.
Matt se armó de paciencia respirando hondo.
—Mi nombre es Matt Donovan y éste es mi amigo Doug Ransom.
Nos envía el coronel Higgins, Flynn.
—¿Es un nuevo truco de James Cromwell?
—No. Lo que le digo es la verdad, Flynn. No pienso marcharme
hasta que charlemos.
Tras una breve pausa se dejó escuchar de nuevo la voz
procedente del interior de la cabaña:
—Contaré hasta tres. Si aún están ahí, abriré fuego.
—Espere un momento, Flynn —dijo entonces Donovan—. Le diré
algo que le comentó el coronel la madrugada en que abandonaron
Fort Bridger para venir a estas tierras. Sólo usted y él pueden
saberlo puesto que se lo dijo junto a la empalizada y con las
estrellas como únicos testigos.
Otra pausa y esta vez invitó la voz:
—Adelante.
—Thomas Higgins le explicó que en la cuenca del Snake se halla
una de las grandes reservas de los Estados Unidos. Le dijo también
que se escupieran en las manos y trabajaran de firme.
El cañón del rifle desapareció en la rendija de la ventana y a los
pocos segundos se abrió la puerta.
En el hueco se enmarcó un hombre flaco de mediana edad y ojos
hundidos en las cuencas. Por su aspecto y por su crecida barba se
podía asegurar que llevaba varios días sin poder dormir
normalmente.
Hizo un gesto amigable a los recién llegados.
—Les ruego disculpen mi extraña hospitalidad. De un tiempo a
esta parte, las cosas han cambiado en la comarca.
—No se preocupe —le dijo Donovan desmontando.
Flynn los hizo entrar en la vivienda y les presentó a su esposa.
Una mujer prematuramente envejecida y con un brillo casi febril en
las pupilas.
Se fue a prepararles algo de comida mientras los hombres
tomaban asiento en torno a una tosca mesa por indicación de Flynn.
Matt Donovan no se anduvo con rodeos y fue directo al asunto
que le interesaba:
—¿Cuál es la situación de ustedes por aquí, Flynn?
—Un verdadero infierno, Donovan —explicó el colono moviendo
la cabeza pesaroso—. Apenas si quedamos unos treinta o cuarenta
de los que llegamos al principio.
—Los Cromwell son duros, ¿eh?
—¿Duros? Yo más bien diría que son unos canallas sin
escrúpulos. Se han apoderado de casi toda la comarca. Nos han
despojado inicuamente de nuestras propiedades utilizando los
medios más indignos que se puedan imaginar. Al que intentó
oponérseles acabaron por asesinarlo impunemente, Donovan.
Doug Ransom miró fijamente al granjero.
—¿No han podido unirse ustedes frente a ellos?
Roak Flynn dejó escapar una risita amarga.
—¿Unirnos frente a los Cromwell? Eso es precisamente lo que
han buscado provocándonos en todo momento. De haberlo hecho
estaríamos aplastados como moscas. Disponen de unos veinticinco
hombres desalmados capitaneados por tres asesinos de la peor
especie: Burt Kellerman, Kirk Lorimer y Burl Coweta. A los dos
últimos ha tenido la desfachatez de nombrarlos agentes de policía y
él mismo, James Cromwell, se ha erigido en juez de Lewiston.
—Ya veo, todo queda en casa.
—No podemos nada contra ellos. No nos queda otro remedio que
encerrarnos en nuestras casas y esperar la llegada de los hombres
de los Cromwell. Algunos de nosotros, los jóvenes, sobre todo,
bajamos alguna vez a la colonia en busca de provisiones. Pero cada
vez resulta más difícil hacerlo. Los asesinos de los Cromwell están al
acecho y han matado a varios muchachos.
Se hizo un silencio y lo rompió Donovan, asegurando:
—Esto se va a terminar, Flynn. Hemos venido para echarles una
mano con esa gentuza.
Roak Flynn los miró atentamente.
—¿Cuántos son ustedes, Donovan?
—De momento, nosotros dos solo.
—Entonces será mejor que permanezcan aquí hasta que lleguen
los restantes. Porque supongo que vendrán otros, ¿no?
—En efecto, vienen de camino. Pero Doug y yo nos hemos
propuesto adelantar el trabajo.
El hombre clavó una mirada perpleja en ellos.
—¿Quiere decir que ustedes dos solos pretenden enfrentarse a la
gente de los Cromwell?
—Eso es.
—Están locos. Sólo conseguirán hacerse matar —hizo una pausa
y luego agregó hablando despacio—: Lo siento, pero nosotros no
podemos ayudarles. Si han pensado que…
Donovan le atajó con un ademán:
—No necesitamos ayuda, Flynn.
El granjero desvió la mirada y dijo con cierta vergüenza en la
entonación:
—Quizá les parezca cobarde nuestra actitud, Donovan. Les
aseguro que ninguno de nosotros lo es. Lo que ocurre es que
nuestras manos están demasiado encallecidas por el arado y no
sirven para utilizar las armas contra asesinos profesionales. Sabemos
arañar la tierra y criar ganado. También tenemos a nuestras
espaldas a esposas e hijos y la responsabilidad de tirarlos adelante.
No les serviríamos para nada muertos.
Matt le puso una mano en el hombro.
—No tiene que darnos ninguna explicación, Flynn, y tampoco
tiene que sentir vergüenza. También hace falta valor para asumir la
responsabilidad que representa una familia.
Doug tosió aclarándose la voz.
—Nosotros nos ocuparemos de los expoliadores.
En aquel instante reapareció la mujer de Flynn y depositó sobre
la mesa unos platos de barro. Contenían trozos de carne asada y
lonchas de tocino ahumado.
Los tres hombres comieron taciturnos.
Al concluir, el granjero siguió contestando a las preguntas que le
formulaba Donovan. Matt deseaba adquirir el mayor número de
datos posible respecto a los Cromwell y su gente.
Al final de las respuestas, informó Flynn:
—Hoy mismo están cometiendo otra de sus canalladas.
—¿Sí?
—Se han reunido para juzgar a un español que vino con
nosotros. Se llama Juan Castro y lo acusan de haber robado ganado
a los Cromwell. Ellos mismos introdujeron varias reses en el cercado
de Castro y a la mañana siguiente se presentaron en su casa
Lorimer y Coweta. Se lo llevaron detenido por ladrón de ganado y
ahora lo condenará James Cromwell a morir en la horca. Al mismo
tiempo que se queda con las tierras de Castro, trata de provocarnos
para buscar nuestra reacción y poder liquidarnos a todos.
A Matt Donovan se le revolvió la comida en las tripas.
Pensó en una monja que llevaba años sin ver a su padre y había
rogado a Dios llegar a verlo con vida.
Se incorporó bruscamente en su asiento.
—Nos vamos, Doug.
Ransom lo imitó, aunque frunció el ceño.
—¿Sin hacer la digestión siquiera?
—La haremos por el camino.
—¿Y a qué viene tanta prisa, compadre?
Matt Donovan torció el gesto en agria sonrisa.
—De repente he recordado que tengo una cita como abogado
defensor en un juicio, Doug. No quiero llegar tarde porque me han
dicho que Su Señoría tiene mala baba.
CAPÍTULO VIII
James Cromwell quiso montar un espectacular tinglado para juzgar y
condenar a Juan Castro a la vista de toda la colonia. Deseaba dar un
ejemplar escarmiento y al mismo tiempo provocar la ira de los
estadounidenses con el escarnio.
En la plaza mayor del pueblo, junto a la fachada del establo
público, hizo construir un amplio estrado con tablones. Puso allí una
mesa y tomó asiento tras ella provisto de una maza de madera.
A su lado se situó Burt Kellerman, encargado por su jefe de hacer
las veces de fiscal. El lugarteniente de Cromwell era un tipo casi tan
alto y fornido como el propio Doug Ransom. Una cicatriz surcaba su
mejilla izquierda de oreja a comisura de la boca, confiriéndole un
aspecto siniestro.
Los «policías» Kirk Lorimer y Burl Coweta flanqueaban en una
esquina del estrado a Castro.
Jarl Cromwell se negó a asistir a la farsa.
La multitud que contorneaba al singular juzgado, eran en su
mayoría colonos ingleses y sólo estaban presentes algunos
estadounidenses algo más osados que sus compañeros.
Los asesinos de los Cromwell se hallaban mezclados con ellos y
podía verse en sus pupilas una lucecilla divertida.
De repente, James Cromwell dio un par de mazazos a la mesa y
señaló con el mismo mazo al acusado.
—Juan Castro —dijo en tono severo—. Este tribunal te acusa de
robar ganado y se dispone a juzgarte por dicho delito. ¿Qué tienes
que decir en tu descargo?
Castro, un hombre de unos sesenta años, de mediana estatura y
piel arrugada, miró con desprecio a Cromwell. Sus manos estaban
ligadas a la espalda, pero se mantenía firmemente erguido.
Levantó los hombros, indiferente.
—¿Qué más da lo que pueda decir?
—Es obligatorio que digas algo, Juan Castro.
El español lanzó un escupitajo con extraña maestría a los pies del
grandullón Kellerman y asintió lentamente.
—Está bien: hijos de perra.
James Cromwell palideció visiblemente.
—Debo advertirte que los insultos empeorarán tu crítica
situación, Castro.
Un muchacho estadounidense, que asistía al juicio en compañía
de un amigo, apretó las mandíbulas con rabia murmurando:
—Estos bastardos le colgarán igualmente.
En el acto recibió un culatazo en la nuca aplicado por uno de los
tipos asalariados de los Cromwell. Su compañero tuvo que
sostenerlo por los sobacos y apartarlo a un lado.
El juicio prosiguió.
—Al que perturbe el orden tendré que encerrarlo en el almacén
de Jim Lambert —amenazó Cromwell con el mazo en alto—. Queda
advertido el público asistente.
En eso, un hombre vestido con chaqueta de piel se abrió paso
entre la multitud levantando el brazo derecho.
—Pido la palabra, Señoría.
Cromwell paseó la mirada por los asistentes hasta descubrirlo.
Luego inquirió ceñudo:
—¿Cuál es tu nombre?
—Matt Donovan.
—¿Y tu profesión?
—Soy cazador, Señoría.
—Suelta lo que tengas que decir y después guarda silencio como
los demás, Donovan.
—Tengo que decir, con todos los respetos, que este juicio no me
parece imparcial, Su Señoría.
—¿Ah, no?
El mismo fulano que diera el culatazo al muchacho
estadounidense, se aproximó a Matt Donovan por la espalda con la
pistola cogida por el cañón.
De repente dejó escapar un aullido y retrocedió con el semblante
demudado y los ojos desorbitados. Cayó de rodillas sin dejar de
aullar mientras se sujetaba la entrepierna con ambas manos.
El taconazo de Matt había sido certero.
Burt Kellerman se inclinó sobre Cromwell, susurrando:
—¿Le pegó un tiro, James?
—No —atajó Cromwell sonriendo divertido—. Vamos a darle
cuerda para que descubra su juego, y él mismo acabará
ahorcándose. Será algo llamativo.
Luego miró atentamente a Matt.
—¿Por qué dijiste que el juicio no te parecía imparcial, Donovan?
—Salta a la vista, Su Señoría. En todo juicio honrado hace falta
un abogado defensor.
—En este caso, no hace falta.
—Entonces no es un juicio imparcial.
—Ya veo, quieres convertirte en abogado defensor del acusado,
¿verdad?
—Exacto.
—Está bien, Donovan —suspiró siguiéndole el juego Cromwell—.
Puedes subir al estrado y actuar.
Mientras Matt Donovan subía al estrado, murmuró nuevamente
Kellerman a su jefe:
—¿Le dejo seguir o le pego el tiro ya?
—Ten un poco de paciencia, Burt. Ésta será la primera vez en la
historia en que se cuelga al acusado y abogado defensor al mismo
tiempo. ¿Te das cuenta? Lewiston será famoso por eso.
—Este tipo me parece peligroso, James.
—Tonterías.
Donovan se encontraba ya sobre el estrado y le dijo Cromwell:
—Puedes hacer las funciones de abogado defensor, Donovan.
Pero debo advertirte honradamente que se trata de un caso
sumamente desesperado. El acusado es culpable sin lugar a dudas.
Matt se aproximó a Burt Kellerman y señaló su siniestro rostro
desfigurado por la cicatriz.
—No te preocupes demasiado, muchacho —le dijo sereno—.
Aunque con esa cara resultará difícil la defensa, trataré por todos los
medios de sacarte adelante.
James Cromwell rió sacudiendo la cabeza, mientras Kellerman
enrojecía de furia contenida.
—Éste no es el acusado, Donovan —aclaró Cromwell—. Se trata
de Burt Kellerman, el fiscal.
Donovan se rascó perplejo la nuca.
—Pues con esa cara yo hubiese jurado que…
Cromwell señaló con la maza a Juan Castro.
—El acusado de robo de ganado es ese tipo.
—¿El abuelo?
—Su nombre es Juan Castro y fue cogido con las manos en la
masa.
Matt Donovan sonrió a Castro y acercándose a él le dio una
amistosa palmadita en el hombro.
—Animo, abuelo, el asunto lo tenemos chupado.
—Estás perdiendo el tiempo, hijo.
—Verá como no, abuelo. A simple vista se ve quién es culpable y
quién no lo es.
Lorimer adelantó el mentón, inquiriendo incisivo:
—¿Qué has querido insinuar?
—Tú a callar y a vigilar al reo, ¿estamos, policía de pacotilla?
Kirk Lorimer fue a replicar de forma agresiva, pero se contuvo al
observar un ademán autoritario de su jefe.
Cromwell pegó un mazazo en la mesa.
—Que comience el juicio. Tiene la palabra el fiscal.
Burt Kellerman se adelantó y, carraspeando para aclararse la voz,
empezó a decir con la mirada puesta en Castro:
—En el corral de este individuo fueron encontradas varias reses
que no eran de su propiedad. Es indudable que fueron robadas por
él y merece por tanto un castigo que sirva de ejemplo para la
comunidad. Pido por lo tanto la pena de muerte para el acusado
Juan Castro. En calidad de…
—¡Protesto! —interrumpió Donovan.
—¿Qué pasa ahora, Donovan? —quiso saber Cromwell.
Matt señaló el semblante, que parecía eternamente risueño a
causa de la cicatriz, de Burt Kellerman.
—El señor fiscal pide la pena de muerte para mi defendido como
si estuviese pidiendo un caramelo para un niño. Esto es algo muy
serio para tomárselo a pitorreo, Su Señoría.
—El fiscal Kellerman hablaba en serio, Donovan.
—Entonces. ¿Por qué se ríe?
—Una cuchillada traicionera desfiguró el rostro del fiscal
Kellerman, Donovan —explicó paciente Cromwell—. Parece que esté
siempre risueño, pero es una mueca que por desgracia suya tendrá
que llevar hasta la muerte.
—Pues a mí me dio la impresión de que se carcajeaba viendo
colgado a mi cliente con la imaginación, Su Señoría.
Burt Kellerman se hallaba al borde del paroxismo.
—¿Hasta cuándo hemos de soportar las payasadas de este tipo,
James?
—Tranquilo, Burt. Donovan cumple con su obligación.
—Otra cosa que no me gusta, Su Señoría —objetó Matt
chasqueando la lengua—. ¿A qué viene esa confianza entre el fiscal
y usted?
Matt Donovan se encontraba en aquel instante junto a Castro y
los dos «policías» y escuchó silabear al mestizo Coweta:
—Acabarás mal, sabihondo.
—¡Qué falta de respeto al digno tribunal! —exclamó levantando
los brazos escandalizado—. ¿Escuchó Su Señoría las ofensivas
palabras del funcionario?
—Hace mucho viento por aquí, Donovan.
—En ese caso…
Matt se revolvió como una centella y soltó un trallazo
impresionante al mestizo. Coweta salió disparado por el aire y fue a
aterrizar sobre la perpleja multitud, que, no obstante, se dio
bastante prisa en dejarle paso libre.
Cayó hecho un guiñapo al suelo.
Kirk Lorimer acercó la diestra a la culata de la pistola.
Le contuvo de nuevo Cromwell:
—¡Quieto, Kirk!
—Pero este tipo…
Cromwell lanzó una desaprobadora mirada a Matt.
—No me gustó tu comportamiento, muchacho. Yo diría que es
incluso… suicida. No puedo aprobar lo que hiciste al policía Burl
Coweta, Donovan.
—Dijo algo ofensivo contra mi difunto padre, Su Señoría.
—No es cierto. Coweta no dijo nada de eso.
—Su Señoría no pudo escucharlo. ¿Recuerda que hacía mucho
viento por ahí?
James Cromwell entornó los párpados y escrutó fijamente el
rostro de Matt. Comenzaba a hartarse de todo aquello. Escuchaba
algunas risitas entre los presentes y no podía consentirlo.
—¿Cuál es tu juego, Donovan? —preguntó serio.
Matt volvió a chasquear la lengua, disgustado.
—¿Está viendo como esto es un choteo en vez de un juicio
formal? Usted mismo habla ahora de juego.
Los ojos de Cromwell despidieron chispas.
—Mi paciencia tiene un límite, Donovan.
—Y la mía también, Su Señoría. Con el debido respeto tengo que
manifestar que no puedo seguir defendiendo a mi cliente en estas
condiciones. Todos se encuentran predispuestos en su contra de
antemano. Esto es una merienda de negros y el negro es mi cliente.
Me veo obligado a solicitar el traslado a otro tribunal más
competente.
—Fuera máscaras, Donovan —silabeó peligroso Cromwell.
Tanto Burt Kellerman como Kirk Lorimer tenían las manos
rozando las culatas de las pistolas.
Donovan asintió aparentemente tranquilo.
—De acuerdo, Su Señoría. En mi opinión es usted un hijo de
mala madre y Juan Castro es inocente.
La cara de James Cromwell se puso lívida como la de un muerto.
Sus hombres aguardaban un simple gesto de él para empezar a
tiros con Matt Donovan.
Finalmente, Cromwell ordenó tajante:
—¡Duro con él, muchachos!
CAPÍTULO IX
Matt Donovan desenfundó ambos revólveres a una velocidad
vertiginosa. Aun así, Burt Kellerman demostró también su
peligrosidad sacando la pistola a una celeridad pasmosa y ya
amartillaba el arma dispuesto a disparar.
Era cuestión de décimas de segundo, y Matt tuvo que abrir
fuego.
El gigante, de siniestra risa perenne, trastabilló desorbitando los
ojos en mueca de estupor. Se tambaleó con el corazón atravesado
por un plomo y acabó por derrumbarse sobre la mesa y de allí
resbaló al suelo del estrado.
Kirk Lorimer fue bastante más lento y lo encañonó Matt con el
revólver zurdo conteniendo su movimiento.
—Quieto, tú.
James Cromwell se enderezó a medias en su asiento con el
rostro cerúleo y la mirada brillante.
—No has conseguido nada, Donovan, somos muchos contra ti.
Matt indicó con el mentón un tejado próximo que no distaba de
aquel lugar más de veinte metros.
—Levanta la cabeza y verás sobre aquella azotea a un pájaro con
un revólver en cada mano como los míos. No es un gorrión. Es mi
amigo Doug Ransom y al primero de tus hombres que estornude lo
deja seco como el ojo de un tuerto, Cromwell.
Por encima del borde de la azotea asomaba el corpachón de
Doug Ransom enfocando con los negros orificios de sus pistolas a
los curiosos congregados al pie del estrado.
Entre la multitud hubo un general movimiento de pánico, pero no
obstante, aun a pesar de un gran esfuerzo, todos permanecieron en
el lugar que ocupaban.
James Cromwell compuso una mueca despectiva.
—Dos hombres contra más de veinticinco, Donovan. La
proporción nos sigue siendo favorable.
Matt se limitó a oprimir tres veces consecutivas el gatillo del
revólver que sostenía en la diestra.
Las balas se incrustaron inofensivas en el tablero de la mesa, a
escasos centímetros de los dedos de Cromwell, que palideció aún
más intensamente.
Entre la multitud hubo una exclamación de asombro.
—Cada una de estas armas puede hacer seis disparos seguidos y
ser luego cargadas en cuestión de segundos, Cromwell —explicó
risueño Donovan—. Entre Doug y yo disponemos todavía de veinte
balas listas para ser repartidas. Sólo se trata de saber quiénes serán
los primeros en caer.
Hubo un silencio sepulcral entre los reunidos.
Jamás en su vida habían visto con anterioridad aquel tipo de
pistolas que empuñaban los dos amigos.
James Cromwell observó atentamente los «Colt» modelo
Paterson que sostenía Matt en las manos.
Uno de los asalariados de los hermanos ingleses, creyéndose
tapado por la gente, intentó probar fortuna y sacó lentamente la
pistola de la funda.
El revólver diestro de Doug vomitó un plomazo.
El individuo giró sobre sí mismo y dejó escapar pistola propia de
entre sus dedos. Quedó tendido de bruces en el suelo con la cabeza
destrozada.
—Sabemos ya quién fue el primero —sentencie Matt—. ¿Alguien
más desea imitarlo?
James Cromwell miró con inusitado odio al joven y ordenó
hoscamente a su gente:
—Que nadie se mueva, idiotas.
—Así me gusta —aprobó Matt—. Que se imponga sobre todo la
sensatez entre las personas.
Tanto Kirk Lorimer, como Burl Coweta bajo el estrado, se
mantenían petrificados, convertidos en estatuas y con las manos
ligeramente levantadas. Lejos de las culatas.
Dijo Matt:
—Está bien, Cromwell, ahora juzgaremos al colono Juan Castro
con honestidad. Vamos a dilucidar la inocencia o culpabilidad de este
hombre a mi manera.
Avanzó hasta el borde del estrado y al pasar junto al español le
guiñó un ojo.
—No tema, abuelo. Se dará cuenta de que soy un excelente
abogado defensor.
Habló a los congregados:
—Cuando llegué, se estaba juzgando a este colono por ladrón de
ganado. Es un delito indigno que sólo tiene una sentencia posible en
estas tierras: la horca. Ahora bien, una sentencia tan grave sólo la
puede emitir un tribunal competente y, sobre todo, imparcial. Dudo
mucho de que en Lewiston exista dicho tribunal y por lo tanto
recurriré al juez más antiguo de la historia: el pueblo. Cuando yo lo
solicite levantaréis el trazo al aire condenando o absolviendo a Juan
Castro, Castro. Vuestro veredicto será inapelable y confío
plenamente en la rectitud de vuestras conciencias.
James Cromwell emitió una risita irónica.
Le constaba que la mayoría de los presentes votarían en contra
del español. Unos porque eran compatriotas suyos y los restantes
por temor a las represalias, él caso era que la votación sería
unánime de culpabilidad.
Matt captó perfectamente la sonrisa del inglés.
El colono Juan Castro compuso una mueca de desencanto
dirigida a su improvisado defensor.
—Estoy más perdido que el carracuca —rezongó entre dientes.
Donovan siguió hablando encarado al público:
—En primer lugar, cuando yo lo diga, levantaréis el brazo los que
estéis de acuerdo en que Castro es culpable. Pero antes quiero decir
unas palabras a mi amigo.
Levantó la mirada hacia la azotea ocupada por Ransom.
—¿Escuchaste bien, Doug?
—Sin la menor duda, Matt.
—Entonces, ya sabes lo que tienes que hacer. Si ves una mano
levantada, la taladras de un plomazo.
—Serás complacido, Matt.
Donovan volvió a pasear la mirada por los reunidos.
—Ahora podéis levantar el brazo los que creáis culpable a mi
defendido.
Nadie se movió ni un ápice.
Algunos miraron recelosos hacia el lugar que ocupaba Doug
Ransom con una sonrisa sardónica plasmada en el semblante y los
revólveres escrutando algún brazo en alto.
Matt dejó transcurrir unos segundos y luego cabeceó sonriente.
—Ante tan aplastante mayoría, considero innecesario preguntar
sobre la inocencia de Castro. Queda por lo tanto absuelto por el
pueblo.
James Cromwell se hallaba rojo de ira y masculló una maldición
contra los reunidos:
—¡Cobardes…!
Matt se volvió riendo hacia él.
—Has visto que fue un juicio ecuánime del pueblo, ¿eh,
Cromwell?
—No te saldrás con la tuya, Donovan —amenazó torvo el inglés
—. Te juro que pagarás todo esto.
Varios jóvenes se aproximaron al estrado y uno de ellos levantó
la cabeza mirando a Donovan:
—Somos estadounidenses y puede contar con nosotros, amigo.
Matt observó que los cinco o seis muchachos eran demasiado
jóvenes para enfrentarse a los lobos asesinos de los Cromwell. No
podía exponerlos a una muerte probable. Consideró que hacían más
falta ayudando a sus padres en el campo.
—Lo mejor que podéis hacer por mí es iros en seguida a vuestras
casas, chicos —les dijo con cierta dureza—. No quiero a nadie
entorpeciendo nuestra labor.
Después de una breve pausa y, tras observar el desencanto de
los muchachos, agregó más suave:
—De todos modos, os agradezco el ofrecimiento. Pero será mejor
que vayáis en seguida a vuestras granjas.
Los jóvenes colonos se apartaron del grupo compuesto por los
hombres de Cromwell. Segundos después, los vio Matt alejarse
cabizbajos. Lo prefería así.
Ordenó a Lorimer que soltase a Castro y éste lo hizo sin rechistar.
Matt se situó a su espalda por si intentaba algún truco.
El español se frotó las doloridas manos y en eso se escuchó una
voz procedente de la azotea ocupada por Doug:
—Tengo a su amigo bajo el punto de mira de mi fusil, Donovan.
Al menor movimiento lo aso.
La voz pertenecía a Jarl Cromwell y su hermano James lanzó un
grito de júbilo.
En el borde de la azotea, por un costado de Doug Ransom,
apareció Jarl Cromwell encañonando con su fusil al sorprendido y
descomunal pelirrojo, que gruñó furioso contra sí mismo:
—Maldita sea… Me dejé cazar como un novato.
Entre los asalariados de los Cromwell se produjo un movimiento
de agitación.
James exclamó triunfante:
—Se acabó la comedia, Donovan.
CAPÍTULO X
Ante el cariz que tomaba la situación, Matt tuvo que reaccionar
adelantándose a sus enemigos. Aprovechó la indecisión provocada
por la aparición del menor de los Cromwell.
En décimas de segundo enfundó el «Colt» diestro y saltó sobre
James clavándole el cañón del revólver zurdo en el cuello, al tiempo
que lo atenazaba por el brazo.
Durante largos segundos, el tiempo se detuvo en la plaza mayor
de Lewiston.
Todos sus hombres se quedaron inmóviles.
James Cromwell comenzó a sudar, lívidas las facciones.
—No dispare, Donovan… —suplicó casi sin voz.
Matt levantó la vista a Jarl Cromwell que había obligado a Doug a
soltar las armas.
—La vida de tu jefe a cambio de la de mi amigo, muchacho —
habló fuerte—. Te toca elegir.
La voz de Jarl le llegó clara y extrañamente serena:
—No es mi jefe, Donovan. Se trata de mi hermano James.
—Más a mi favor.
Pasado el primer instante de terror, chilló James:
—¡No cedas, Jarl!
—Se trata de tu vida, James —respondió su hermano menor.
—Aun así te ordeno que sigas encañonando al amigo de
Donovan. No se atreverá a disparar.
—Pero tampoco te soltaré, Cromwell —silabeó Matt junto a su
oreja.
La tensión se hizo insostenible y el tiempo transcurrió
interminable. Ninguno de los dos podía disparar sobre su prisionero,
porque su rival haría lo propio.
Doug Ransom calibró las posibilidades de arrojarse contra su
captor y terminó por desecharlas.
Jarl Cromwell había previsto la posible reacción del gigantesco
pelirrojo y se mantenía a prudencial distancia. Cualquier intento de
agresión sería abortado con antelación suficiente.
—No te preocupes por mí, Matt —gritó a su amigo finalmente—.
Sabía a lo que nos exponíamos al aceptar el encargo.
Donovan apretó los maxilares y sujetó con más fuerza a James
Cromwell sin aflojar la presión del cañón sobre su cuello.
—Iremos caminando despacio hasta la salida del pueblo,
Cromwell —se decidió al fin—. Anda despacio y procura no hacer
ningún movimiento sospechoso o te dejo seco.
—¿Qué pretendes, Donovan?
—Llevarte conmigo. Castro…
—Diga, señor Donovan.
—Quite la pistola a Lorimer y vaya delante abriendo paso. Que se
aparten todos a un lado.
El español obedeció y luego bajó del estrado haciendo un brusco
ademán con la pistola de Kirk Lorimer.
Todos los presentes se hicieron a un lado dejando paso.
Matt Donovan descendió también empujando por delante al
atemorizado James Cromwell.
—Sin movimientos bruscos, ¿eh, Cromwell? Te va en ello la vida.
Y ordena a tus chicos que se estén quietecitos.
—Ya lo habéis escuchado —gruñó Cromwell a su gente al pasar
junto a ellos—. Que nadie se mueva.
Matt siguió andando con su prisionero ante la mirada hosca de
los ingleses, precedido de cerca por Castro.
En la azotea, inquirió Jarl:
—¿Qué hago, James?
—Sigue encañonando a Ransom, maldita sea.
—¡Donovan! —llamó el menor de los Cromwell.
Matt se detuvo a cierta distancia ya del grupo compuesto por la
gente de los hermanos Cromwell. Se encontraban junto a unos
caballos atados a una barra, en el extremo de la plaza.
Matt hizo un gesto al español.
—Monte en uno de los caballos y pique espuelas, abuelo.
Juan Castro movió la cabeza en sentido negativo resistiéndose a
cumplir la orden.
—No puedo dejarte en esta situación, muchacho.
—Obedezca, infiernos —apremió el joven—. Galope en dirección
sur y se encontrará con una monja llamada sor Simona que arde en
deseos de abrazarle.
Castro parpadeó incrédulo.
—¿Es cierto lo que dices? Hace años…
—Vamos, no pierda tiempo.
Juan Castro titubeó unos instantes y acabó por dirigirse a los
corceles, saltando sobre uno. Comentó James Cromwell:
—Así que vienen nuevos colonos en camino, ¿eh, Donovan?
Sucios americanos usurpadores de nuestros derechos. Y ustedes dos
son la avanzadilla de ellos.
—En Oregón hay tierra para todos, Cromwell. Sólo tienen que
someterse a la ley de los Estados Unidos.
—Eso no ocurrirá nunca. Nosotros, los ingleses, llegamos antes a
estas tierras. Tenemos un perfecto derecho a las tierras que
ocupamos y nadie nos las quitará.
—Tampoco es ésa nuestra pretensión.
Jarl Cromwell llamó de nuevo desde la azotea:
—¡Donovan!
—¿Qué deseas, Cromwell?
—Suelta a mi hermano y yo soltaré a tu amigo.
—De acuerdo. Deja que Doug venga a mi lado y después
prometo soltar a tu hermano.
—No puedo fiarme de tu palabra, Donovan.
—Entonces estamos en el mismo caso, Cromwell.
Tras unos segundos de silencio, propuso Jarl Cromwell:
—Puedo bajar de aquí con tu amigo y soltarlos a los dos a la vez.
Es una buena proposición.
—De acuerdo.
Transcurrieron lentamente unos minutos y al cabo de ellos
apareció Doug en el umbral de una puerta seguido de Jarl, que
continuaba encañonándolo. Los ingleses se reunieron con ellos
encabezados por Kirk Lorimer y Burl Coweta.
Juan Castro seguía sobre la silla sin decidirse a picar espuelas.
—¿A qué espera, abuelo? —le dijo Matt—. Lárguese ya, hombre.
El español partió de allí al galope.
James Cromwell aprovechó un leve descuido de Matt viendo
partir a Castro y dio un brusco tirón, al tiempo que aplicaba un
violento codazo al hígado.
Logró zafarse debido a lo inesperado de su acción y mientras el
joven se reponía de la agresión corrió zigzagueante buscando la
protección de su gente.
Matt se recuperó con prontitud y pudo tumbarlo de un balazo.
Incluso llegó a levantar el cañón del revólver, pero acabó por
desistir imprecando una maldición. No podía disparar contra la
espalda de un hombre a pesar de que James Cromwell lo merecía
con creces.
Vio cómo Burl Coweta aplicaba un feroz culatazo en la nuca de
su amigo y el pelirrojo Doug dobló las rodillas desplomándose como
una res apuntillada.
La mayoría de los asesinos de los Cromwell estaban sacando sus
pistolas y empezarían a disparar tan pronto como James se apartase
de la línea de tiro.
Matt tuvo que pensar a marchas forzadas.
Dadas las circunstancias, nada podía hacer por Doug en aquellos
momentos. A pesar de la eficacia de sus revólveres, los Cromwell
reunían a demasiada gente para enfrentarse a ellos con posibilidades
de rescatarlo.
Y la misión encomendada tenía que ser llevada a cabo.
Los plomazos comenzaron a lloverle procedentes del bando
enemigo y se vio obligado a buscar protección.
Se ocultó tras la gruesa columna de un porche y pudo comprobar
aliviado que la distancia que los separaba era considerable. Las balas
de sus antiguas pistolas llegaban a él sin demasiada peligrosidad.
Podía considerarse a salvo en tanto no usaran fusiles.
Abrió fuego a su vez un par de veces y dos ingleses rodaron por
el suelo, heridos.
Los restantes corrieron buscando protección en lugares aún más
alejados del estrado.
Durante varios minutos hubo un constante intercambio de
disparos y Matt consiguió alcanzar a otros dos sujetos, que gimieron
mortalmente heridos.
Bruscamente, se hizo un silencio en la plaza.
La voz de James Cromwell le llegó con claridad desde el lugar
donde se ocultaba:
—Escucha lo que voy a decirte, Donovan.
Matt se mantuvo a la expectativa.
—Habla, Cromwell.
—Puedes ir a reunirte con tus amigos. Los colonos que vienen de
camino que jamás llegarán a Lewiston.
Matt dejó escapar una risita lobuna.
—Es un truco para freírme, ¿eh, Cromwell?
—Has podido tumbarme cuando me escapaba ante narices y en
cambio no lo hiciste. También los ingleses tenemos honor. Nadie te
disparará por esta vez.
—¿Cómo puedo estar seguro?
—Me interesa que lleves una orden mía a esa gente, Donovan.
Les comunicarás que den media vuelta a sus apestosos carromatos y
se alejen de la comarca.
—¿Dejarás que Doug Ransom venga conmigo?
A los oídos del joven llegó una carcajada sardónica.
—No me creas un iluso, Donovan, por favor. Tu amigo Ransom es
la garantía de que cumplirán lo que ordeno. Lo ataremos a un poste
en el centro de la plaza y uno de mis hombres lo tendrá a tiro en
todo instante. En cuanto veamos asomar a uno de los carros en el
horizonte, le volaremos la cabeza. ¿Queda claro?
—Del todo, Cromwell, pero hay una objeción.
—¿Cuál?
—Esa gente traen los papeles de sus concesiones en regla y no
desearán regresar.
—Me tiene sin cuidado, Donovan. Nosotros no aceptamos como
válidas las concesiones autorizadas por los Estados Unidos. Es
asunto tuyo el convencerlos.
Hubo una larga pausa y la rompió Matt diciendo:
—También yo quiero decirte algo, Cromwell.
—Dilo.
—Si tocas un solo cabello a mi amigo Doug Ransom, no
encontrarás un escondite seguro en todo el territorio. Juro que te
seguiré hasta el fin del mundo si es preciso.
Una nueva carcajada llegó nítida a Matt.
—No te preocupes por eso, Donovan. A tu amigo no le sucederá
nada mientras cumpláis mis órdenes. Y por otra parte no tendrías
que buscar mucho para encontrarme; pienso echar raíces en
Lewiston.
—De acuerdo, Cromwell, voy a salir.
Donovan completó la carga de sus revólveres y empuñando uno
en cada mano abandonó el amparo de la columna que le había
servido de escudo.
Ningún disparo turbó el silencio reinante.
Pudo ver a muchos ingleses asomar el torso por encima de sus
improvisados escondrijos, pero no descubrió el menor atisbo de
agresión en ellos.
Manteniéndose alerta, se dirigió a los caballos.
Ya se encontraba sobre la silla de uno, cuando le llegó de nuevo
la voz tonante de James Cromwell:
—Recuerda lo que haremos con tu amigo Ransom en caso de
que no obedezcas, Donovan.
Matt no contestó.
Se limitó a espolear a su montura alejándose a un galope
desenfrenado de la plaza mayor de Lewiston.
CAPÍTULO XI
Unas horas después de abandonar Lewiston dio alcance al español
Juan Castro y juntos prosiguieron el camino.
Matt rogaba a Dios que los colonos no estuviesen retrasados en
su avance hacia la colonia. La vida de Doug Ransom dependía en
parte de lo cerca que anduvieran.
Cabalgaron duro exigiendo a sus monturas un máximo esfuerzo y
a media mañana del tercer día descubrieron a lo lejos la caravana
compuesta por los quince carromatos.
Cuando frenaron a sus cabalgaduras a la altura del primer carro,
ya se encontraban Michael Brody, Sonny Tyson y otros hombres del
grupo aguardándolos.
—Me alegro de que os hayáis dado prisa, Mike —dijo Matt a
guisa de saludo.
Brody lo miró serio el semblante.
—Fueron las órdenes del coronel. Supuso que vosotros
intentaríais arreglar el problema, por vuestros propios medios y me
ordenó acelerar la marcha en lo posible. No veo a tu amigo Ransom.
—Se quedó prisionero de los Cromwell. ¿En qué carro viaja sor
Simona?
—En el quinto.
Juan Castro se alejó del grupo siguiendo un ademán de Donovan.
Deseaba fervientemente abrazar a su hija.
Michael Brody se pasó la mano por el rostro soltando una risita
irónica.
—Se fracasó en el intento, ¿eh, Matt?
También Sonny Tyson quiso agregar una broma de su cosecha
particular y comentó con sorna:
—Después de todo, es un consuelo comprobar que no son
superhombres los machitos, ¿verdad, teniente?
Matt Donovan atirantó las facciones y clavó una dura mirada en
ambos. Les apuntó con el índice extendido, al tiempo que decía en
tono glacial:
—Primera y última broma que admito, ¿entendido, soldaditos? Si
alguno de vosotros tiene calzones, que despegue los labios en plan
de pitorreo y prometo volarle la cabeza de un plomazo en el cielo de
la boca. Al que tenga dudas, que haga la prueba.
Todos lo miraron ceñudos, pero nadie rechistó.
Desmontando, prosiguió Donovan:
—Habéis venido a esta comarca con la orden de batiros el cobre
contra los ingleses rebeldes. Ha llegado la hora de hacerlo y sólo
espero que cumpláis como se aguarda de vosotros.
Los ojos de Brody relampaguearon.
—Puedes estar seguro, Matt.
—Los carros permanecerán aquí hasta que reciban aviso de
proseguir. Con tus veinte hombres nos adelantaremos hasta
Lewiston para esclarecer el turbio panorama, Mike.
—¿Y dejaremos a los carros sin protección?
—No la necesitan.
—¿Tú crees?
—Conozco esta región a fondo y por eso fui enviado por el
Gobierno, Mike. No existen bandas de indios hostiles por esta parte
del territorio.
Brody encogió los hombros.
—Se supone que debemos obedecerte, ¿no?
—Y sin rechistar, Mike. Desde este mismo instante asumo el
mando y la responsabilidad de lo que suceda.
—También yo tengo la responsabilidad de mis hombres.
Matt se pasó la mano por la boca respirando hondo.
—Dime una cosa, Mike: ¿qué órdenes recibiste por parte del
coronel Higgins?
—Ponernos a tu servicio en el momento en que lo solicitases.
—¿Y qué es lo que estoy haciendo, condenación? No quiero que
me compliques más la vida.
Michael Brody asintió hosco.
—Está bien, Matt, pero tienes otra complicación y ésa te la has
buscado tú solito.
—¿A qué te refieres?
—Sólo tienes que echar un vistazo al sexto carromato y la podrás
ver con tus propios ojos.
Matt trató de armarse de paciencia para no estrellar el puño en el
rostro del teniente.
—No estoy para adivinanzas, Mike. Suéltalo.
Pero Michael Brody sacudió la cabeza en terca negativa.
—Prefiero que te lleves la sorpresa, Matt.
Donovan apretó los maxilares y pensó en que no ganaría nada
saltándole unos dientes al obstinado teniente. Optó por dirigirse
caminando hacia el sexto carro.
Al pasar junto al quinto descubrió en el pescante a sor Simona y
su padre. Juan Castro hablaba sin parar, gesticulando mucho, y
ambos reían felices.
La monja le sonrió abiertamente.
—Le estoy muy agradecida por todo lo que ha hecho, señor
Donovan. Siempre lo tendré en cuenta en mis oraciones.
Donovan le dedicó un saludo amistoso y prosiguió su camino.
Apenas había dado unos pasos cuando se quedó inmóvil
totalmente sorprendido.
Por la parte de atrás del sexto carromato vio aparecer a Sue
Higgins, que se le aproximaba risueña.
Repuesto de la primera sorpresa, exclamó Matt:
—¿Qué diablos estás haciendo aquí, muchacha?
Sue acentuó su sonrisa y en sus mejillas se formaron unos
hoyitos deliciosos. Matt la encontró más hermosa que nunca, con la
piel de su rostro tostada por el sol. Los ojazos verdes tuvieron un
destello burlón al decir:
—A ver si recuerdo cuáles fueron tus palabras allá en el fuerte.
Dijiste que yo era un bombón para conservarme dentro de una urna
de cristal, ¿verdad?
Matt le lanzó una furiosa mirada.
—Y el estúpido de Mike te ha dejado venir para demostrarme que
estaba equivocado.
—Mike no me descubrió hasta el cuarto día de marcha —explicó
la chica—. Se enfadó mucho y dijo que lamentaba no poder
enviarme de regreso al fuerte. Tenía orden de no demorar la
marcha.
—Muy bien —cabeceó Matt—. Mike no te pudo enviar de retorno
y tu padre, como un militar consciente que es, tampoco ha podido
distraer a una patrulla en tu busca.
—Le dejé una nota explicativa —dijo ella en tono mordaz—. Le
decía que a tu lado no corría ningún peligro, ¿verdad? Todos
aseguran que eres un hombre extraordinario.
—¿Y qué has demostrado viniendo?
Sue levantó la barbilla altivamente.
—Que puedo salirme de la urna de vez en cuando.
Matt ladeó la cabeza y la miró con atención.
—¿Seguro que es eso? ¿No has venido buscando otra cosa?
Las mejillas de Sue enrojecieron intensamente. Apretó los labios
y sus ojos centellearon.
—Sigues siendo un insolente, Matt Donovan.
—Soy un insolente, pero voy a comprobar si es otra cosa lo que
has venido a buscar, nena.
Y mientras hablaba, echó a andar acortando distancias.
Sue retrocedió unos pasos sin dejar de mirarlo fijamente a los
ojos y con el rostro arrebolado.
—¿Qué vas a hacer?
—Darte un beso, nena.
—Ni lo intentes.
—Lo estás pidiendo con la mirada.
La espalda de la muchacha tomó contacto con el carro y no pudo
seguir retrocediendo.
Matt llegó a su lado y le pasó el brazo por la cintura, atrayéndola
con fuerza.
Sue intentó debatirse sin demasiada convicción y el joven la
inmovilizó con facilidad entre sus brazos. Se inclinó sobre ella y besó
largamente los pulposos labios femeninos.
Al principio, ella mantuvo la boca firmemente oprimida. Luego,
paulatinamente, fue entreabriéndola y acabó por corresponder a la
ávida caricia de él.
Cuando la soltó al fin, estaba roja como una amapola.
—Eres un salvaje, Matt Donovan —musitó.
—Pero te gusta que lo sea, ¿no?
Sue inclinó la cabeza breves segundos, pero en seguida la
levantó, brillantes las verdes pupilas.
—Además, eres un pretencioso insoportable.
—De eso hablaremos cuando todo esto llegue al final —dijo Matt
risueño—. Yo opino que podríamos soportarnos mutuamente
durante mucho tiempo, nena.
Ella frunció levemente el ceño.
—Te vas a equivocar, Matt Donovan.
—¿Es que acaso estás prometida al bueno de Mike Brody? El
muchacho está colado hasta la médula por ti —hizo una breve pausa
y luego añadió—: Pero eso lo averiguaremos también al final, ¿no te
parece, cariño?
Sin decir nada más, giró sobre sus talones y se encaminó a la
cabecera de la caravana.
Allí le aguardaban Brody y los otros.
Por el rostro tirante del teniente dedujo Matt que había
presenciado su escena con la chica… Dijo adusto:
—¿Qué te pareció la sorpresa, Matt?
—Más bonita que nunca, Mike.
—No me refería a eso.
—Ya. Si quieres mi opinión, te diré que el coronel acabará por
ponerte una medalla Proteges a su hija de una manera sensacional,
teniente.
—No descubrí su presencia hasta el cuarto día de marcha.
—Me lo dijo ella.
Tras un corto silencio, inquirió Brody sin abandonar su postura
hostil:
—¿Cuándo partimos para Lewiston?
—Prepara a tus hombres para dentro de una hora y búscame un
caballo de refresco. El mío está agotado.
—De acuerdo.
—Y otra cosa: cerciórate esta vez que Sue Higgins no se te meta
bajo la silla de montar.
CAPÍTULO XII
Tendidos de bruces en una de las esquinas de la plaza mayor de
Lewiston, pudieron al fin descubrir al fulano encargado de vigilar a
Doug Ransom y dispararle al menor atisbo de peligro.
Los incipientes albores del turbio amanecer facilitaron la tarea de
Matt y Sonny Tyson, que ocupaban aquel lugar desde un cuarto de
hora antes.
En el centro de la plaza, con las manos atadas a la espalda
contorneando a un grueso tronco clavado en el suelo, Doug Ransom
parecía dormitar con el mentón inclinado sobre el pecho.
El centinela de turno estaba situado bajo el alero de un porche, a
la derecha del lugar que ocupaban Matt y Sonny. Sostenía un fusil
sobre las rodillas y daba la impresión de estar dormido también. Se
hallaba sentado en una silla ligeramente inclinada, cuyo respaldo
descansaba en la pared.
Impaciente, susurró Sonny Tyson:
—Deberíamos ir ahora, Matt.
Donovan sonrió quedo.
—Siempre que planees un ataque por sorpresa hazlo al
amanecer, Sonny. Es la hora clave en que los párpados se cierran y
el sueño es insoportable.
—Pero si aguardarnos a que amanezca del todo, vamos aviados.
—Han transcurrido siete días desde que salí de aquí, Sonny. Al
principio la vigilancia sería bastante severa. Ahora habrá menguado
con la inevitable confianza.
—Yo no me fiaría ni un pelo.
—Está bien, cúbreme mientras me deslizo hasta Doug y corto sus
ataduras.
Una de las manazas del sargento Sonny Tyson se posó sobre el
hombro de Donovan.
—Por una vez falla tu estrategia, sabihondo.
—¿A qué te refieres?
—Será mejor que vaya yo, Matt.
—Ni hablar.
—Siempre me podrás cubrir mejor con tus flamantes pistolas,
que yo a ti con las mías. Además, no soy ningún cobardón y tengo
una cuenta pendiente con tu pelirrojo.
Matt pensó en que Sonny Tyson no carecía de razón. Lo meditó
unos instantes y terminó por mover la cabeza afirmativamente:
—De acuerdo, Sonny, adelante.
Tyson extrajo un largo cuchillo de la cintura y lo colocó entre sus
dientes. Luego comenzó a reptar sobre codos y rodillas dirigiéndose
al centro de la plaza. De vez en cuando se detenía para tomar
aliento y lanzaba una recelosa mirada al tipo del fusil en las rodillas.
Después proseguía su sigiloso avance.
Con un «Colt» empuñado en cada mano, Matt escrutaba los
contornos dando también preferencia al individuo que ocupaba la
silla bajo el porche.
Sin embargo, éste no dio señales de haber descubierto la
maniobra de Tyson.
Llegando junto al que dormía con la espalda apoyada en el
grueso madero, lo zarandeó levemente el sargento, musitando:
—Eh, Doug.
Inmediatamente le tapó la boca con la mano para evitar una
posible exclamación al reconocerlo. Vio que Ransom abría mucho los
ojos y, pasado el instante de la primera sorpresa, retiró la diestra
Tyson.
Habló bajito Doug:
—Me dan ganas de besarte la fea carota, Sonny.
—Lo dejaremos para después, so bruto. Te estabas dando la gran
vida, ¿eh, gandul?
—Te la puedes imaginar —murmuró Doug en tanto el sargento
procedía a liberarlo—. Llevo aquí siete condenados días y sólo me
soltaban dos veces por jornada. Al mediodía para comer y al
anochecer para evacuar.
—Así hueles, maldita sea.
—¿Dónde están los otros?
Viendo que el pelirrojo se frotaba los brazos tratando de
restablecer la circulación de sus arterias, le señaló Tyson la esquina
donde se hallaba Donovan.
—Te arrastras como una culebra hasta aquella esquina y verás a
tu amigo Matt.
—Déjame una de tus pistolas.
—Ni lo sueñes. Las necesito yo porque dentro de unos minutos
habrá jaleo en cantidad, panocha. Y lárgate ya. Por los gestos de
Matt veo que se impacienta.
—¿Qué harás tú?
—Me llegaré al otro lado de la plaza y desde allí echaré una
mano con más eficacia.
—Pero estarás solo, ¿no?
Sonny Tyson le lanzó una mirada despectiva.
—¿Acaso piensas que tengo tembleque, condenado panocha?
Y dicho esto siguió reptando en dirección contraria al lugar
ocupado por Matt. Doug no lo pensó dos veces y también comenzó a
arrastrarse tras él.
—Voy contigo, macho.
Se encontraban a medio camino de la pared de enfrente cuando
el vigilante se enderezó en el porche. Se pasó una mano por el
soñoliento rostro y de pronto los descubrió.
Lanzó un grito de alerta y levantó la culata del fusil al hombro.
Matt tuvo que abrir fuego.
El sujeto emitió un aullido y soltó el arma dando trompicones
hasta derrumbarse en el polvo.
Como si la gente de los Cromwell hubiesen estado aguardando el
menor aviso, comenzaron a aparecer por las puertas y ventanas
circundantes de la plaza.
Sonny y Doug se incorporaron y corrieron desenfrenadamente
buscando refugio al otro lado.
Matt abrió fuego adelantándose a los ingleses y alcanzó a un par
de ellos. Uno retrocedió en el hueco de la ventana y el otro cayó al
vacío estrellando el cuerpo en la calzada.
Se vio obligado a reptar hasta un hueco bajo las maderas de la
acera junto a la que se hallaba. Lo hizo justo a tiempo de eludir los
balazos que aullaron siniestros en torno a él.
Los ingleses ocupaban sitios estratégicos en las ventanas altas y
la situación de Matt y sus amigos podía convertirse en desesperada,
si Brody y los otros no entraban en acción con prontitud.
Pegados materialmente a la tierra tras un abrevadero para las
bestias, suplicó Ransom:
—Déjame al menos el cuchillo, tío tacaño.
Sonny Tyson disparó con éxito contra un inglés, que rodó por los
suelos y luego se aplastó de nuevo junto al pelirrojo.
—¿Y para qué lo quieres ahora?
—Te lo diré cuando tenga cerca a uno de esos fulanos.
El sargento le tendió el cuchillo y Doug asomó la parte alta del
rostro buscando un lugar blando donde clavarlo. Tuvo que desistir
con rapidez, porque una bala casi lo peinó.
Entretanto, Matt buscó con la mirada otro lugar más seguro.
Abandonó su escondite y corrió encorvado a toda la velocidad
que le permitían las piernas. Su destino eran unos toneles estibados
en la esquina contraria, justo en la puerta de un saloon.
Apenas llegó al sitio elegido comprendió el error cometido y
masculló una maldición entre dientes.
A su espalda había sonado una voz helada:
—¡Quieto, Donovan!
Giró a medias la cabeza y pudo ver a Kirk Lorimer que lo tenía
enfocado con una pistola amartillada en la diestra y una risita
siniestramente irónica reflejada en las facciones.
Se hallaba en una de las ventanas del saloon.
Demasiado cerca para errar el disparo.
En aquellos momentos dijo curvando el índice sobre el gatillo:
—Te llegó la hora, abogado defensor.
CAPÍTULO XIII
Un doble estampido cercano atronó sus oídos.
Sintió el aire caliente del plomo al pasar de largo junto a su sien
derecha y se asombró de que Kirk Lorimer hubiese fallado a tan
escasa distancia.
El estupor de Matt llegó al límite cuando observó que el pistolero
dejaba caer la pistola con un rictus de incredulidad y dolor plasmado
en sus facciones. Quedó doblado en la ventana con la parte alta del
cuerpo colgando al exterior y un enorme boquete sangrante en el
costado.
Matt supuso que uno de sus amigos se hallaba en el interior del
bar y saltó por encima del cadáver de Lorimer.
Apenas sus botas tocaron el suelo del local, frunció el ceño sin
poder explicarse lo que estaba viendo.
Jarl Cromwell sostenía aún en su diestra la pistola humeante con
la que había disparado contra Lorimer. El muchacho desvió los
agrandados ojos del cadáver del pistolero y los posó en él.
Sus labios se curvaron en amarga sonrisa.
—Le extraña que lo haya salvado, ¿verdad, Donovan?
Matt se rascó la patilla con el cañón del revólver.
—Mentiría si dijese lo contrario, chico.
—No podía consentir un asesinato a sangre fría. James renegará
de mí, pero mi conciencia…
Matt lo atajó con un leve gesto.
—Sobran las explicaciones, muchacho. Y no debes consentir que
te remuerda la conciencia, porque la acción te honra.
Jarl Cromwell inclinó la cabeza, silencioso.
Se encontraba solo en el saloon cuando Donovan se introdujo en
él utilizando la ventana. Pero en aquel preciso instante se abrió
violentamente una puerta situada al fondo y el mestizo Burl Coweta
se enmarcó bajo el dintel esgrimiendo un pesado pistolón.
Por la mirada de odio homicida que clavó en el joven Cromwell,
dedujo Matt que había escuchado agazapado parte de lo que
hablaron.
—¡Maldito traidor…! —masculló colérico.
Se dispuso a disparar sobre Jarl.
Matt se adelantó en un par de segundos y clavó un balazo en el
pómulo del mestizo, que le desfiguró el rostro y siguió su camino
saliendo por la nuca.
Avanzó tambaleante tratando de hallar un asidero y al no
conseguirlo rodó por el suelo con un ronco estertor. Pataleó varias
veces y acabó por quedarse inmóvil.
En el exterior la lucha se estaba generalizando.
Matt contempló brevemente al menor de los Cromwell que se
había dejado caer en una silla y apoyados los codos en la mesa que
tenía delante, ocultaba el rostro entre las manos.
Le puso una mano en el hombro, oprimiendo suave.
—Lo siento, muchacho —dijo enronquecida la voz—. Tú y yo no
podemos ser enemigos, pero tengo una misión por cumplir.
Jarl no contestó.
Siguió abstraído en la misma postura.
Matt se aproximó a la ventana y echó un vistazo al exterior.
Brody y sus hombres habían entrado por fin en acción y estaban
dando una buena paliza a los ingleses Cumpliendo las órdenes que
él mismo diera, ocupaban las azoteas que circundaban la plaza y
desde allí abatían a sus enemigos con relativa facilidad.
El tiempo que se perdía cargando nuevamente los fusiles hizo
que algunos de los contendientes optaran por la lucha cuerpo a
cuerpo. Los cuchillos brillaban al recibir en sus hojas los primeros
rayos del sol aún tímido.
La plaza se pobló de hombres pertenecientes a ambos bandos y
muchos soldados de Brody se descolgaron también desde las
azoteas.
El propio teniente fue uno de los primeros en descender y se
batía a cuchillazos con una ferocidad inusitada. La larga hoja de su
cuchillo comenzó a teñirse de rojo.
La plaza mayor de Lewiston se convirtió en un caos de odio y
violencia desatada. Los hombres caían malheridos por ambos
bandos en una cruenta lucha sin piedad.
Doug Ransom y Sonny Tyson abandonaron el amparo del
abrevadero y se arrojaron aullando como energúmenos contra los
ingleses. El sargento se inclinó y arrebató un cuchillo del pecho de
un cadáver.
En la infernal y sangrienta barahúnda, destacaba la roja
pelambrera de Doug, que repartía tajos por doquier dejando rotos
en el suelo a todos los enemigos que le salían al paso.
Matt apartó el cadáver de Lorimer y saltó de nuevo al exterior.
Tuvo que disparar a quemarropa contra un inglés que se le venía
encima con el cuchillo levantado.
Comenzó a buscar a James Cromwell.
Presentía que no se encontraba luchando en la plaza al lado de
su gente y escrutó las ventanas próximas tratando de descubrirlo en
una de ellas.
Otro tipo lo atacó y se vio obligado a frenarlo de un balazo.
De pronto descubrió al mayor de los Cromwell a cierta distancia
de allí. Acababa de salir por una puerta a espaldas del teniente
Brody, que luchaba contra un fulano de mayor envergadura y al que
acabó por fulminar de un cuchillazo que le atravesó el corazón.
James Cromwell demostró poseer el suficiente valor como para
combatir junto a su gente y salir triunfante o morir con ellos. No
eran unos cobardes aquellos ingleses.
Matt corrió hacia él y de repente comprendió el peligro que corría
Mike Brody.
Cromwell estaba a punto de saltarle por detrás sin que éste lo
advirtiese.
Matt comprobó que jamás llegaría a tiempo y tampoco se atrevió
a disparar. El gesto de Jarl Cromwell salvándole la vida seguía
grabado en su mente.
Con todas sus fuerzas gritó:
—¡Cuidado, Mike!
Brody se inclinó al escucharlo y la hoja de Cromwell le pasó a
unos centímetros del cuello. Levantó a su vez el brazo armado y
James se ensartó por el pecho a causa del propio impulso.
Abrió los brazos y sus ojos se desorbitaron de incredulidad. La
muerte lo sorprendió sin que pudiese llegar a comprender que le
había tocado el turno.
El fragor de la salvaje pelea fue decreciendo paulatinamente.
Minutos después, un silencio impresionante gravitó sobre la plaza
mayor de Lewiston. Se hallaba plagada de cadáveres. Los victoriosos
hombres de Fort Bridger se miraron unos a otros, quizá horrorizados
de su propia obra.
Mike Brody, Doug Ransom y Sonny Tyson, descubrieron a
Donovan y se encaminaron ceñudos y taciturnos hacia él. Mientras
andaban iban contando a los compañeros muertos.
Tendido cara al cielo, el cadáver del soldado Rodney West parecía
contemplar con sus ojos vidriosos el rojo amanecer en aquel rincón
apartado del vasto territorio de Oregón.
Brody fue el primero en llegar junto a Matt.
—Había enemigos apostados en las azoteas, Matt. Tuvimos que
eliminarlos en silencio, y por eso nos retrasamos.
Donovan encogió los hombros, indiferente.
—No tiene importancia ya, Mike.
—Hemos perdido a unos diez o doce hombres, pero el caso es
que hemos ganado.
Matt lo miró fijamente a los ojos.
—¿De verdad lo crees?
Aturdido y sin comprender en un principio, Michael Brody se
mordió el labio inferior. Después de todo, tenía razón Matt Donovan.
Cuando los seres humanos luchan como fieras sedientas de sangre
entre sí, no gana nadie; todos pierden.
—Digamos mejor que la misión ha sido cumplida, Matt.
—Eso está mejor, Mike.
La puerta del saloon se abrió y apareció Jarl Cromwell pálido
como un cadáver más. Fue avanzando lentamente por entre los
muertos y se detuvo junto a su hermano.
Se arrodilló en silencio a su lado y le cerró los desorbitados
párpados con infinita ternura, sin dejar de mirarlo ni un momento en
doloroso sosiego.
Continuaba arrodillado junto a James cuando Matt llegó a su lado
y le puso una mano en el hombro.
—Lo siento mucho, chico. En esta tierra hay lugar para todos y
resulta cruel que se desate la violencia por un trozo de ella. Podrás
quedarte aquí si lo deseas.
Jarl levantó la cabeza y lo miró largamente en silencio.
No pudo descubrir Matt el menor odio en sus pupilas, cuando
respondió con serenidad:
—He jurado no acatar jamás las leyes de los Estados Unidos.
—Bastará con que te mantengas en paz con tus vecinos, Jarl.
Nadie te exigirá otra cosa.
Jarl Cromwell sacudió lentamente la cabeza, en negativa.
—Me llevaré el cadáver de mi hermano al otro lado de la
frontera. Ustedes, los colonos americanos, han luchado y han
vencido. A los perdedores sólo nos queda recoger nuestros despojos
y marcharnos.
Vio Matt tanta amargura en las palabras del joven Cromwell, que
estuvo a punto de confesarle que la lucha de ellos había sido contra
el ejército de los Estados Unidos.
Recapacitó y llegó a la conclusión de que nada se ganaría con
ello.
Sólo poner en peligro el éxito de la misión encomendada.
Acabó por sacudir la cabeza y murmurar:
—Eres joven y pido a Dios que te dé fuerzas para olvidar todo
esto, Jarl Cromwell.
CAPÍTULO XIV
Declinaba la tarde cuando la plaza mayor de Lewiston y sus
aledaños quedaron libres de cadáveres. Los colonos ingleses que no
participaron en la rebelión organizada por James Cromwell, y que
manifestaron su deseo de acogerse a la soberanía de los Estados
Unidos, colaboraron estrechamente en el entierro de las víctimas.
En el saloon, sentados en torno a una mesa y con unos vasos de
whisky ante ellos, se encontraban Matt, Mike Brody, Doug y Tyson.
Comentó Matt:
—Aunque no se reproducirá un nuevo brote de violencia, es
preferible que permanezcamos aquí hasta que el orden esté
restablecido del todo.
Brody asintió sacudiendo la cabeza.
—Nos quedaremos nosotros, Matt. Tú podrías llegarte hasta la
caravana y dar la orden de proseguir el avance.
—¿Por qué yo?
—Conozco a una persona que se alegrará de verte aparecer.
Matt levantó la cabeza y posó la mirada en el rostro de Brody.
—¿Estás seguro?
Brody sonrió afirmativamente.
—Del todo. Debo confesarte que puse los ojos en la chica antes
que tú, pero no tengo nada a pelear. Ignoro lo que Sue Higgins ha
visto en ti que no tenga yo. El caso es que te prefiere. Tuve una
larga conversación con ella durante el viaje y me confesó que su
corazón pertenecía a un tipo despreciable, petulante, con aires de
perdonavidas y carente de modales.
Sonny Tyson, con licencia especial del teniente para
emborracharse como única y excepcional vez dadas las
circunstancias, dio una brusca cabezada con la mirada turbia.
—Entonces no hay duda de que se trata de Matt Donovan. Si en
lugar de eso hubiese dicho un terco mulo pelirrojo con apariencia de
ser humano, sería mi nuevo amigo Doug.
Ransom, que también se hallaba al borde de la sublime
embriaguez, rezongó:
—No te rompo los hocicos porque he prometido ser tu amigo
después de lo que hiciste por mí, sargentucho. Pero no abuses,
¿estamos?
—¿Tú romperme los hocicos…?
Matt Donovan no aguardó a presenciar el resto de la discusión
que se avecinaba.
Abandonó el local y minutos después se escuchó el galope de un
caballo alejándose de Lewiston.
FINAL
Sue Higgins se encontraba junto a uno de los carromatos, cuando
Matt refrenó a su cabalgadura y saltó a tierra aproximándose a ella.
La muchacha lo miró de una forma especial y el joven observó en
sus verdes pupilas un brillo que le había pasado desapercibido con
anterioridad.
—Conque un engreído petulante, despreciable y con aires de
perdonavidas patán, ¿eh?
Sue arrugó el ceño, sorprendida.
—Ignoro a lo que te refieres, Matt Donovan —respondió seria—.
Si lo que pretendes es embaucarme de nuevo…
Matt adelantó los brazos y la atrapó por los hombros. Sintió la
palpitante carne de ella bajo sus palmas.
—Pretendo demostrarte que sí podemos soportarnos
mutuamente durante toda una vida, preciosa.
—Matt Donovan, te advierto que…
—No advertirás nada en adelante, nena —le cortó Matt—.
Despegarás los labios sólo para decir: «Bésame otra vez, Matt».
Y Donovan la estrechó entre sus poderosos brazos besando
apasionado los carnosos y sensitivos labios que ella ofrecía
voluntariamente con súbito ardor.
En una pausa, observó Donovan que sor Simona pasó junto a
ellos y desvió la mirada sonriendo comprensiva.
—¡Eh, sor!
La monja se detuvo, mirándoles.
—Diga, señor Donovan.
—¿Tiene usted licencia para casar a la gente?
La religiosa acentuó la sonrisa, denegando.
—No nos está permitido hacerlo, señor Donovan.
—¿Ni siquiera en casos extremos?
—Bajo ningún pretexto, señor Donovan. Lo siento. —Lástima—
masculló Matt. —Porque éste es un caso desesperado, ¿sabe, sor
Simona?
Sue le estaba tirando suavemente del chaleco.
—Bésame otra vez para estar segura, Matt.
Y Donovan se inclinó sobre ella disipándole todas las posibles
dudas.
FIN