James M.
Buchanan, Premio Nobel de Economía en 1986 —
considerado uno de los tres «nuevos contractualistas» junto a
Robert Nozick y John Rawls—, ha visto reducida su influencia en
nuestro idioma en razón de apropiaciones ideológicas de un
pensamiento cuya actualidad es tan vigorosa como lo son sus
alcances. Si bien la literatura especializada ha señalado a Buchanan
como el heredero de Hobbes en la filosofía contractualista —en tanto
Nozick estaría en las huellas de Locke, y Rawls en las de Kant—, las
lecturas más sutiles sitúan su obra en una esfera kantiana, sobre
todo por su preocupación ética y normativa por el respeto a la
autonomía del sujeto.
Los límites de la libertad es una obra fundamental en el recorrido
teórico de Buchanan. En ella, el pensamiento del autor se aparta de
los diagnósticos positivos, que caracterizaron su trabajo previo, para
centrarse en cuestiones de índole normativa cuyo eje es una
indagación acerca de cómo deben ordenarse los asuntos políticos a
fin de garantizar mejores resultados sociales. «Como han hecho
tantos antes que yo —escribe el autor—, examino las bases para una
sociedad de hombres y mujeres que quieren ser libres pero que
reconocen los límites inherentes que la interdependencia social
impone sobre ellos. La libertad individual no puede carecer de
fronteras, pero las mismas fuerzas que hacen necesarios algunos
límites pueden, si se les permite, restringir la amplitud de la libertad
humana mucho más allá de lo sostenible».
James M. Buchanan
Los límites de la libertad
Entre la anarquía y el Leviatán
ePub r1.0
Titivillus 13.11.2023
Título original: The limits of liberty. Between anarchy and Leviathan
James M. Buchanan, 2000
Traducción: Verónica Sardón
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Índice de contenido
Cubierta
Los límites de la libertad
Prólogo
Prefacio
1. Comienzo
2. Las bases de la libertad en la sociedad
3. El contrato posconstitucional. La teoría de los bienes públicos
4. El contrato constitucional. La teoría del derecho
5. El contrato continuo y el «statu quo»
6. La paradoja de «ser gobernado»
7. La ley como capital público
8. El dilema del castigo
9. La amenaza del Leviatán
10. Más allá del pragmatismo. Las perspectivas de una revolución
constitucional
Bibliografía seleccionada
Sobre el autor
Notas
A la memoria de mi colega
Winston C. Bush
Y el problema principal, más serio, del orden social y el
progreso es […] el problema de hacer que se obedezcan
las reglas, o de evitar que se haga trampa. Hasta donde
puedo ver, no hay una solución intelectual a ese
problema. Ninguna maquinaria social de «sanciones»
evitará que el juego se desintegre y se convierta en una
discusión, o en una pelea (¡el juego de ser una sociedad
rara vez puede tan solo disolverse!), a menos que los
participantes tengan una preferencia irracional por que
siga, incluso cuando, a nivel individual, parecen llevarse
la peor parte de él. De lo contrario, se deberá mantener
la sociedad por la fuerza, desde fuera (porque un
dictador no es miembro de la sociedad en la que
manda) y entonces será cuestionable que se la pueda
llamar sociedad en el sentido moral.
Frank H. Knight
«Intellectual confusion on morals and economics»
Prólogo
Cuando se publicó Los límites de la libertad en 1975, el nombre de
James M. Buchanan se hizo ampliamente conocido incluso entre los
filósofos políticos y los teóricos de la política peor informados[1].
Este libro puede considerarse como una contribución a, al menos,
dos debates que florecían en la época de su publicación. Por un
lado, contribuyó a las «exploraciones de la teoría de la anarquía»
(mismo título de un volumen editado por Gordon Tullock en 1972),
que fueron también su base, y así, dio su aporte al que en aquella
época era uno de los focos de interés de la Escuela de Economía
Política de Virginia[2].. Por otro lado, el libro contribuyó a la
discusión sobre el contractualismo político que provocó la obra de
John Rawls Teoría de la justicia, publicada en 1971[3]. Mientras que
cuando se publicó Los límites de la libertad, desgraciadamente, hacía
tiempo que en Virginia ya había pasado el mejor momento del
debate sobre la anarquía, la discusión acerca del contractualismo
político entre los filósofos, los economistas y los politólogos seguía
en alza. En este debate, Buchanan ocupa un lugar central, junto a
Rawls y a Robert Nozick, como uno de los «tres nuevos
contractualistas»[4].
El término «nuevos contractualistas» naturalmente provoca la
pregunta de quiénes eran los antiguos. De hecho, como en el caso
de los nuevos, había, desde luego, más de tres antiguos
contractualistas. Sin embargo, es claro que las tres figuras más
prominentes en la tradición contractualista clásica fueron Thomas
Hobbes, John Locke e Immanuel Kant. En la literatura especializada,
se considera que Buchanan se apoya en los hombros de Hobbes,
Nozick en los de Locke y Rawls en los de Kant. En lo referente a
Rawls y a Nozick, esta clasificación parece natural. Rawls es un
kantiano confeso, y Nozick parte de manera explícita de premisas
lockeanas. Buchanan, sin embargo, no se clasificaría a sí mismo
como hobbesiano, y con razón, ya que su más profunda
preocupación ética y normativa es el respeto a la autonomía de la
persona individual; preocupación que es kantiana, no hobbesiana[5].
Dentro de la totalidad de la obra de Buchanan, Los límites de la
libertad probablemente guarda mayor relación con El cálculo del
consenso, y vale la pena[6] hacer algunas observaciones con
respecto a esa relación. Por un lado, la premisa normativa básica del
Cálculo requiere que la política se conciba como una empresa
paretiana que actúa en beneficio de todos. Los límites de la libertad
es complementario y lógicamente anterior al Cálculo (aunque sea
cronológicamente posterior a él), en el sentido de que caracteriza el
statu quo desde el lugar donde comienza la política paretiana y, al
mismo tiempo, describe procesos concebibles de acuerdo
interindividual que podrían llevar de un equilibrio natural a uno
político. Por otro lado, El cálculo del consenso es específicamente un
predecesor del contractualismo de Los límites de la libertad y en
general del «nuevo contractualismo» posrawlsiano. En particular, el
apéndice de Buchanan al Cálculo, «Notas marginales sobre la lectura
de filosofía política», que nunca ha recibido el reconocimiento que
merece, presagiaba, en un momento en el que la filosofía política
estaba prácticamente muerta, muchos de los argumentos que más
tarde popularizarían otras obras, incluida, por supuesto, Los límites
de la libertad.
Hartmut Kliemt
Universidad de Duisburgo,
Alemania, 1998
Prefacio
Los preceptos para lograr vivir juntos no van a caer del cielo. Los
hombres deben hacer uso de su propia inteligencia para imponer
orden en el caos, inteligencia no en un sentido científico, orientada a
la resolución de problemas, sino en un sentido más difícil que implica
llegar a un acuerdo entre ellos mismos y mantenerlo. La anarquía es
ideal para hombres ideales; los hombres apasionados deben ser
razonables. Como han hecho tantos antes que yo, examino las bases
para una sociedad de hombres y mujeres que quieren ser libres pero
que reconocen los límites inherentes que la interdependencia social
impone sobre ellos. La libertad individual no puede carecer de
fronteras, pero las mismas fuerzas que hacen necesarios algunos
límites pueden, si se les permite, restringir la amplitud de la libertad
humana mucho más allá de lo sostenible.
Partimos de aquí, de donde estamos, y no de un mundo
idealizado poblado por seres que tienen una historia distinta e
instituciones utópicas. Es esencial hacer una cierta evaluación del
statu quo antes de que se pueda empezar a discutir las perspectivas
de mejora. ¿Las instituciones que existen en la actualidad, podrían
haber surgido conceptualmente de un comportamiento contractual
de los hombres? ¿Se puede explicar el conjunto de derechos
existentes en términos básicamente contractuales? ¿Cómo y por qué
se mantienen estos derechos? La relación entre los derechos
individuales y la presunta distribución de talentos naturales debe ser
significativa para la estabilidad social. El orden social, como tal,
implica algo parecido a un contrato, o a un cuasicontrato, social,
pero es esencial que respetemos la distinción categórica entre el
contrato constitucional que delinea derechos, y el contrato
posconstitucional que atañe a los intercambios de estos derechos.
Los hombres quieren verse libres de restricciones, y al mismo
tiempo reconocen la necesidad de orden. Esta paradoja de ser
gobernado se hace más intensa a medida que se incrementa la parte
politizada de la vida, a medida que el Estado asume más poder
sobre los asuntos personales. El Estado cumple una función doble:
hacer cumplir el orden constitucional y proveer «bienes públicos».
Esta dualidad genera sus propias confusiones y malentendidos. La
«ley» en sí misma es un «bien público», que conlleva todos los
problemas conocidos para garantizar una conformidad voluntaria.
Hacer cumplir la ley es esencial, pero la negativa de aquellos que
cumplen la ley a castigar, y a castigar de manera efectiva, a aquellos
que la incumplen augura, por fuerza, la erosión y la destrucción final
del orden que observamos. En la sociedad moderna estos problemas
surgen incluso cuando el gobierno responde de manera ideal a las
demandas de los ciudadanos. Cuando el gobierno adquiere una vida
propia e independiente, cuando el Leviatán está vivo y respira, nace
un conjunto adicional de aspectos relativos al control. La «anarquía
ordenada» sigue siendo el objetivo, pero ¿«ordenada» por quién? Ni
el Estado, ni el salvaje son nobles, y es preciso hacer frente a esta
realidad de manera directa.
Las instituciones evolucionan, pero las que sobreviven y
prosperan no son necesariamente las «mejores», según la
evaluación de los hombres que viven bajo su gobierno. Puede que la
evolución institucional ponga a los hombres, cada vez con más
frecuencia, en las situaciones que describe el dilema, conocido
gracias a la teoría de juegos moderna. Es posible que la huida
general solo pueda llevarse a cabo mediante una auténtica
revolución en la estructura constitucional, con una nueva redacción
del contrato social. Esperar que se lleve a cabo tal revolución quizá
parezca visionario, y en ese sentido el libro puede considerarse cuasi
utópico. Sin embargo, es necesario que el pensamiento preceda a la
acción, y si este libro lleva a los filósofos sociales a pensar más en
«alcanzar» la mejor sociedad y menos en describir sus propias
versiones del paraíso una vez alcanzado, mi propósito se habrá
cumplido.
Soy plenamente consciente del hecho de que, como economista
profesional, estoy traspasando las fronteras de mi disciplina. Me
motivan la importancia del tema y la convicción de que, en muchos
asuntos, quienes miran hacia dentro desde afuera pueden contribuir
igual que los de adentro con sus conversaciones entre sí. Me ocupo
aquí de debates que, a través de los siglos, han sostenido filósofos
eruditos, cuyas discusiones han debatido a su vez los especialistas.
He leído algunas de estas obras primarias y secundarias, pero de
ninguna manera todas. Hacerlo habría requerido que me convirtiera
en filósofo de la política a costa de abandonar la base de mi propia
disciplina. Como economista, soy un especialista en contratos, y
entre mis colegas un punto de vista contractualista conlleva su
propia defensa, una vez que se aceptan como material de base los
valores individuales. A esos estudiosos, tempranos o tardíos, que
han tratado de demoler las construcciones contractualistas, no les
parecerá que mis esfuerzos responden a sus críticas. Ese no es mi
objetivo, y los que rechazan de plano el enfoque contractualista no
sacarán mucho en limpio de los intentos de clarificación de un
economista.
En este libro, como en libros anteriores, subrayo la necesidad de
distinguir dos fases en la interacción social: una que implica la
selección de reglas y otra que implica la acción en el marco de las
reglas seleccionadas. La importancia crítica que se asigna a esta
distinción refleja tanto la influencia general de «mi profesor», Frank
H. Knight, como, de manera algo más directa, el resultado de las
discusiones con mi colega Rutledge Vining durante varios años de mi
ejercicio como profesor titular en la Universidad de Virginia.
En su forma específica, este libro surgió como mi propia
interpretación, elaboración y extensión de una discusión más
reciente que persistió durante un período de dos años en
Blacksburg, en el Center for Study of Public Choice, en el Instituto
Politécnico y Universidad Estatal de Virginia. La discusión contó con
la participación y las contribuciones de muchos colegas y
estudiantes, de los cuales solo mencionaré a algunos. Gordon
Tullock y Winston Bush fueron figuras centrales, y fue sustancial la
influencia de cada uno de ellos en mi propio pensamiento. Ambos
leyeron borradores iniciales de este libro por capítulos, conforme los
iba produciendo. Una vez que estuvo acabado un borrador casi
definitivo de este libro, y fuera de la discusión inicial, William Breit,
Dennis Mueller, Richard Wagner y Robert Tollison hicieron
comentarios útiles y detallados. En una fase de revisión final,
Nicolaus Tideman hizo sugerencias muy útiles.
En cuanto a la señora Betty Tillman Ross, solo el nombre es
levemente distinto del que apareció en varios de mis libros
anteriores. Su colaboración, en general alegre, y su asistencia
específica a la hora de procesar mis manuscritos en sus diversas
etapas siguen siendo aportes esenciales a mi propia función
productiva.
La Fundación Científica Nacional de los Estados Unidos
contribuyó con ayuda financiera a mi investigación en varias fases
del proyecto.
Blacksburg, Virginia, Estados Unidos
Marzo de 1974
1
Comienzo
Quienes busquen descripciones específicas de la «buena sociedad»
no las hallarán aquí. Dar un listado de mis propias preferencias sería,
a la vez, poco productivo y poco interesante. No me atribuyo el
derecho a imponer estas preferencias a otros, incluso dentro de los
límites de la persuasión. En estas frases introductorias, he expresado
de manera implícita mi desacuerdo con los que mantienen una fe
platónica en que hay una «verdad» en la política, que solo resta
descubrirla y que, una vez descubierta, es posible explicársela a los
hombres sensatos. Vivimos juntos porque la organización social nos
da medios eficientes para lograr nuestros objetivos individuales, y no
porque la sociedad nos ofrezca una forma de llegar a algún género
de dicha trascendental común. La política es un proceso para
conciliar nuestras diferencias, y diferimos en cuanto a los objetivos
colectivos deseados de la misma manera que lo hacemos respecto a
las canastas de bienes de consumo diarios. Cuando se tiene una
concepción de la política que se apoya en juicios de verdad, podría
haber algún mérito en intentar establecer preceptos que definan la
buena sociedad, sería legítimo algún tipo de búsqueda profesional
de estándares cuasi objetivos. En claro contraste, cuando vemos la
política como proceso, como medio a través del cual se concilian las
diferencias de grupo, cualquier intento de establecer estándares
resulta, en el mejor de los casos, un esfuerzo en gran medida
malgastado, y, en el peor de los casos, es perjudicial, incluso para el
hombre que se defina a sí mismo como un experto.
Mi enfoque es profundamente individualista, en un sentido
ontológico-metodológico, aunque el cumplimiento continuo de esta
norma es casi tan difícil como diverso. Esto no implica que el
enfoque sea personal: el individualista metodológico debe
necesariamente evitar la proyección de sus propios valores. Su papel
debe mantenerse más circunscrito que el del colectivista-elitista, a
quien se le pide que especifique objetivos para la acción social que
sean independientes de cualquier valor individual, excepto de los
suyos propios y de los de sus cohortes. En contraste, el individualista
se ve obligado a reconocer la existencia mutua de otros hombres
que también tienen valores, y ya desde el inicio viola sus preceptos
si les asigna a los hombres pesos diferenciales. El individualista
simplemente no puede jugar a ser Dios, sin importar cuánto disfrute
del juego; el orgullo exagerado no puede marcar su actitud.
Estos límites le dan al individualista una ventaja comparativa a la
hora de analizar positivamente la interacción social. Al aceptar la
incapacidad autoimpuesta de sugerir criterios explícitos para la
política social, el individualista tiende a dedicar relativamente más
energía intelectual al análisis de lo que observa y relativamente
menos a hacer sugerencias de lo que podría ser. No puede parar el
mundo y bajarse, pero, en sí misma, la importante conciencia de ser
uno entre muchos hombres genera la humildad que requiere la
ciencia. La neutralidad de su marco analítico da credibilidad a sus
predicciones. El papel totalmente imparcial del ecologista social es
importante y encomiable, y tal vez debería haber más análisis sin
compromiso, más análisis que acepte la moralidad del científico y
rehúya la del reformador social, en lugar de que haya menos.
Thomas Hardy en Dinastías y el Pareto ya mayor, que buscaba
uniformidades sociales, son ejemplos de la actitud requerida: la del
observador desinteresado que ve lo absurdo de los hombres y queda
desconcertado ante la comedia convertida en tragedia por su propia
y necesaria participación.
Hay, sin embargo, algo desmoralizador en aceptar el manto del
cínico, del hombre con poca esperanza o fe, del que anuncia la
fatalidad social. A pesar del pesimismo de la labor de predicción, ¿no
deberíamos tratar de manera responsable de contribuir con nuestro
esfuerzo a lograr un mundo «mejor»? ¿Y no deberíamos reconocer
que es posible? Sin embargo, es precisamente lo que nos permite
alcanzar los estándares de calidad, dado que hemos evitado utilizar
los criterios simplistas de «lo que es mejor» que nos dan los
omnipresentes reformadores sociales. La coherencia exige que
expongamos nuestras preferencias privadas como si no fueran ni
más ni menos significativas que las que tienen otros, y por ello nos
evita la caída natural hacia el encierro protector de la idea del
filósofo-rey. El enfoque debe ser democrático, lo que en este sentido
es solo una variante de la norma que define al individualismo. Cada
hombre cuenta como uno, y eso es todo. Una vez que se reconoce
esta premisa básica, parece abrirse una ruta de escape al cinismo.
Se sugiere un criterio de «lo que es mejor»: una situación se
considera «buena» en la medida en que permita a los individuos
obtener lo que quieran obtener, sea lo que sea, con el principio del
acuerdo mutuo como único límite. La libertad individual se convierte
en el objetivo decisivo de la política social, no como elemento
instrumental para alcanzar la dicha económica o cultural, y no como
un valor metafísicamente superior, sino, de manera mucho más
sencilla, como consecuencia necesaria de una metodología
individualista-democrática. A la hora de revelar mis pensamientos
privados y personales, tal vez no me «gusten» los resultados
observados de un régimen que permita a otros hombres ser libres, y,
más aún, tal vez no le asigne un alto valor subjetivo a mi propia
libertad frente a la coacción de otros. Puede ser que existan esas
clasificaciones subjetivas, pero el punto que hay que subrayar es que
el papel dominante de la libertad individual es impuesto por la
aceptación de la metodología del individualismo y no por las
valoraciones subjetivas de uno u otro filósofo social.
LA UTOPÍA ANARQUISTA
Para el individualista, el mundo ideal o utópico es necesariamente
anarquista en un sentido filosófico básico. Este mundo está poblado
exclusivamente por personas que respetan el conjunto mínimo de
normas de comportamiento dictadas por la tolerancia y el respeto
mutuos. Los individuos permanecen libres para «hacer sus cosas»
dentro de esos límites, y las empresas cooperativas son
exclusivamente voluntarias. Las personas conservan la libertad de
elegir abandonar cualquier acuerdo en común al que puedan
sumarse. Ningún hombre tiene el poder de coaccionar a ningún otro,
y no hay burocracia impersonal, militar o civil, que imponga una
restricción externa. De hecho, el Estado se desvanece en esta
utopía, y cualquier recrudecimiento de las formas de gobierno pasa
a ser inicuo. En esencia y sin lugar a dudas, esta utopía no es
comunista, incluso en un sentido idealizado de esta palabra
históricamente torturada. No hay preceptos predeterminados para
compartir, pueden existir comunas, pero también pueden abundar
los ermitaños, y pueden ser avaros o no. Las relaciones cooperativas
son necesariamente contractuales, y deben representar un beneficio
mutuo a todos los participantes, al menos ex ante o en una etapa
anticipada.
Lo descrito es una utopía con restricciones laxas: permite mucha
variación en los niveles de «conveniencia» alcanzables, incluso si
están idealizados. Las personas que viven en esta utopía no
necesitan hacer nada más que respetar a sus pares, que es en sí
mismo un límite de conducta mínimo, al menos a simple vista.
Dentro de esa restricción, pueden observarse conceptualmente
amplias diferencias en los patrones de conducta interpersonal.
Cualquier observador individual puede «preferir» algunos de estos a
otros.
Debe reconocerse que la utopía anarquista tiene un atractivo
persistente, aunque a la larga sea espurio. Sin embargo, no se
requiere mucho más que una reflexión rápida para sugerir que toda
la idea es un espejismo conceptual. ¿Cuáles deben ser los límites
que definan la libertad de la conducta individual? Al principio,
permitir que cada hombre haga lo suyo parece practicable, ¿pero
qué pasa cuando no hay acuerdo mutuo sobre los límites de lo que
corresponde? ¿Qué pasa si a una persona le molesta el cabello largo
mientras que otros eligen dejar que les crezca el cabello? Incluso en
un ejemplo tan sencillo, la utopía anarquista se ve amenazada, y
para apuntalarla hay que decir algo acerca de los límites. En este
punto, puede inyectarse una norma de valor que indique que no se
tolerará la injerencia externa manifiesta en la vestimenta o el
peinado personales. Pero habría que hacer cumplir esta norma, a
menos que haya un acuerdo natural y universal sobre su
conveniencia, en cuyo caso en primer lugar no habría surgido la
necesidad de inyectarla. Si hay al menos una persona que piense
que es apropiado poner límites a la libertad de los otros para elegir
sus propios estilos de vida, ningún orden anarquista puede sobrevivir
en el sentido estricto del término.
No obstante, una vez que el anarquista filosófico se ve obligado a
entrar en semejantes discusiones sobre problemas de organización
prácticos, tiene otras armas disponibles. Puede que acepte la
relevancia de nuestro ejemplo, pero tal vez rechace las implicaciones
que tiene en su propia visión de la utopía. Quizá se introduzca una
noción de reciprocidad interpersonal, y el argumento ya expuesto de
que el metiche en cuestión podría aceptar, voluntariamente, respetar
la libertad de los otros, ya que reconocería que, si no lo hace, otras
personas impondrían a su vez restricciones a su propia libertad de
acción personal. Por ello, pese a su supuesta preferencia personal y
privada respecto al cabello largo, el posible metiche se abstendría de
interferir debido a su miedo a una intromisión recíproca en su propio
patrón de conducta.
No obstante, las reciprocidades anticipadas podrían no ser
comparables en valor para los distintos actores. Si otros en el grupo
no tienen un deseo intrínseco de interferir, y especialmente si
intervenir en sí tiene un precio alto, el metiche puede seguir
impidiendo, sin miedo, que se alcance lo que sería, en el mejor de
los casos, el frágil equilibrio de este mundo idealizado. Pero este
fallo particular en la visión del anarquista parece encontrar una
solución una vez que permitimos el libre intercambio entre personas,
junto con el acuerdo de utilizar como un numerario algún producto
valorado por todos. Un producto de ese tipo, un «dinero», facilita
una comparación de valores, y permite a otros, que actúan como
unidades, comprar o sobornar a un único rebelde. El metiche puede
ser inducido a abstenerse de interferir en la conducta personal de
otros mediante compensaciones debidamente acordadas. Los pagos
compensatorios hechos con el producto valorado por todos,
permiten llegar a un acuerdo a aquellos que tengan evaluaciones
dispares. Sin embargo, una vez que se introducen semejantes pagos
compensatorios o sobornos surgen nuevas cuestiones. Si hay dinero
potencial en juego, los individuos considerarán que su rebeldía es
una ventaja, no porque con ella expresen sus preferencias
personales e inherentes, sino porque promete darles un beneficio
que valoran. Si se «compra» con recompensas monetarias al hombre
al que genuinamente le disgusta el cabello largo, a tal punto que lo
llevaría a intervenir si no hubiera un pago de por medio, es posible
que otros a los que no les importan en lo más mínimo los peinados
también empiecen a interferir, motivados por la promesa de una
recompensa monetaria. En la sociedad anarquista, un acuerdo sobre
un numerario no garantiza el orden.
La anarquía como principio de organización básico del orden
social comienza a resquebrajarse frente a un análisis cuidadoso,
incluso si nos mantenemos dentro de los confines de la conducta
personal en un sentido estrecho. Sus límites se hacen más evidentes
cuando dirigimos la atención a actividades que necesariamente
implican posibles conflictos entre distintas personas. Antes de
presentarlas, sin embargo, es necesario hacer una defensa de la
anarquía más positiva, aunque menos amplia. Incluso si
reconocemos que el principio falla como base universal del orden
social, deberíamos admitir que se pueden ver sus propiedades
esenciales activas en amplias áreas de la interacción humana, lo que
es importante admitir de manera explícita, dado que la misma
ubicuidad de la anarquía ordenada tiende a atraer la atención
únicamente hacia los límites en los que el desorden es una amenaza.
Existen incontables actividades que requieren que las personas
cumplan con las reglas fundamentales de tolerancia mutua,
actividades que se pueden ver en acción día a día sin reglas
formales. Se llevan a cabo porque los participantes aceptan los
estándares de conducta que se requieren mínimamente para que se
establezca y se mantenga el orden. Tomemos una conversación
normal entre un grupo de varias personas: la comunicación se da
mediante una aceptación generalizada de la norma de que solo una
persona hable en cada momento. La anarquía funciona. Deja de
funcionar siempre que los individuos se nieguen a aceptar la regla
mínima de la tolerancia mutua. La comunicación en la Torre de Babel
habría cesado si todos los hombres hubieran tratado de hablar a la
vez, independientemente de la distorsión en sus lenguas. Es
paradójico resaltar que los extremistas contemporáneos a menudo
se refieren a sí mismos como anarquistas, cuando su
comportamiento al interrumpir a los oradores y perturbar el
desarrollo de las reuniones no garantiza sino el colapso de lo que
son los elementos que quedan de la anarquía viable.
A modo de ejemplo sencillo: ¿la universidad de la década de
1960 era vulnerable a las perturbaciones sobre todo porque estaba
organizada como una anarquía ordenada y, como tal, dependía de
manera crítica del cumplimiento de reglas implícitas de tolerancia y
respeto mutuos? Desde los años sesenta las universidades se han
hecho menos anarquistas; se han acercado a las reglas formales a
medida que se traspasaban los límites de la conducta aceptable. En
la medida en que cada vez más formas de interacción humana
muestren tener conflictos con los límites, surgirán los medios
institucionales de resolverlos y se expandirá el conjunto de reglas
formales. Si los hombres cumplen las reglas implícitamente, no es
necesario formalizarlas. Si no lo hacen, es necesario formalizarlas,
ponerlas en práctica y hacerlas cumplir.
La emergencia de nuevos conflictos no debería, sin embargo,
distraer demasiado la atención del conjunto poco interesante a nivel
analítico pero exhaustivo de las formas de interacción que siguen
llevándose a cabo de una manera aceptablemente ordenada sin
reglas de conducta personal definidas a nivel formal. Hombres y
mujeres se las arreglan para caminar por las aceras de las ciudades,
y salvo raras excepciones, respetan las colas en los supermercados,
en los bancos y en los aeropuertos. Hay un sentido de respeto
normal por el otro arraigado en el patrón de conducta del
estadounidense medio, algo que puede observarse empíricamente a
nuestro alrededor. Tanto si esto refleja una herencia de la ética
cristiana o de la kantiana que en algún momento se enseñó
específicamente, como si tales patrones de conducta son una parte
aún más básica de la psique humana, no se puede negar su
existencia[7]. La siniestra amenaza que representaron los años
sesenta fue la potencial erosión de estos patrones de conducta. Si
los estadounidenses pierden la tolerancia mutua; si dejan de aceptar
los preceptos de «vivir y dejar vivir» en muchas de sus formas de
interacción social independientemente de las normas coactivas
establecidas por el gobierno, el área de la vida civilizada que es a la
vez anarquista y ordenada debe reducirse, con consecuencias
imprevisibles de sufrimiento humano. Como se señaló antes,
cualquier equilibrio alcanzable bajo la anarquía es, en el mejor de los
casos, frágil. El individualista debe considerar cualquier reducción en
la esfera de actividades ordenadas por la anarquía como algo
«malo» sin paliativos. Debe reconocer, sin embargo, que la anarquía
solo sigue siendo tolerable en la medida en que produce un
aceptable grado de orden. La guerra anarquista de uno contra todos,
en la que la vida pasa a ser desagradable, bruta y corta, será
dominada por el orden que pueda imponer el soberano.
Es necesario hacer una observación adicional en este examen
introductorio sobre la anarquía ordenada, una observación que se ha
sugerido antes pero que merece que se le dé un énfasis. ¿Cuáles
son los atributos morales de los resultados que se producirán
mediante interacciones personales voluntarias en ausencia de reglas
formales? ¿Qué resultados son «buenos» y «malos» aquí? La
respuesta es sencilla, pero de extrema importancia. Es «bueno» lo
que «tiende a surgir» de las elecciones libres de los individuos
implicados. Es imposible para un observador externo establecer
criterios de «lo bueno» independientemente del proceso mediante el
cual se logren los resultados o las consecuencias. La evaluación se
aplica a los medios para obtener resultados, no a los resultados
como tales. Y en la medida en que se observe que los individuos
responden libremente dentro de las condiciones mínimamente
requeridas para la tolerancia y el respeto mutuos, cualquier
resultado que surja merece ser clasificado como «bueno», sin
importar su contenido descriptivo preciso. Esta relación entre la
evaluación y los criterios de procedimiento también se aplica cuando
se tienen en cuenta principios de orden no anarquistas. No obstante,
a menos que se entienda claramente que se aplica en aquellas
formas de interacción en as que el principio organizador es la
anarquía, puede ser difícil entender la relevancia más sutil de la
relación en las interacciones formales.
EL CÁLCULO DEL CONSENSO
Al reconocer que hay límites a la conciencia que tienen los hombres
sobre os otros, y que el conflicto personal sería omnipresente en la
anarquía el individualista extremo se ve forzado a admitir la
necesidad de algún agente que haga cumplir las normas, de algún
medio institucionalizado para resolver las disputas
interpersonales[8]. Es posible derivar el origen del Estado de un
cálculo individualista de ese estilo, al menos en el plano conceptual,
como sabemos por los escritos de Thomas Hobbes y por los
contractualistas de antes y después. Esta metodología esencialmente
económica puede extenderse para dar explicaciones conceptuales a
muchos de los aspectos de la realidad política que observamos. Este
fue el marco de El cálculo del consenso (1962[9]). En ese libro,
Gordon Tullock y yo nos dimos el gusto y desplegamos nuestros
talentos profesionales para derivar una base lógicamente coherente
para una estructura política constitucional y democrática, una que
parecía tener muchas de las características de la estructura política
que imaginaran los Padres Fundadores. Presentamos una visión de
las instituciones que históricamente han surgido en los Estados
Unidos, una visión que difiere en aspectos fundamentales de la que
reflejan las convenciones de la ciencia política moderna. El marco de
análisis era en esencia contractualista, en el sentido de que tratamos
de explicar la aparición de las instituciones observadas y de aportar
normas para los cambios en las reglas imperantes poniendo
conceptualmente a las personas en posiciones idealizadas en las
cuales cabía esperar que surgiera un acuerdo mutuo[10]. El cálculo
del consenso, al igual que otros libros míos, puede interpretarse
como un intento de imponer una «visión de orden» sobre realidades
institucionales y conductuales observadas.
Cada vez me perturba más esta ontología básicamente optimista.
Como lo han reconocido varios de nuestros críticos de derecha, se
puede usar la «teoría de la elección pública» para racionalizar casi
cualquier regla de decisión concebible o casi cualquier resultado
específico bajo reglas preseleccionadas. En esta característica, la
teoría parece ser análoga a la teoría de los mercados tal como la
usan algunos de los más extremos defensores del laissez-faire. En
este sentido tautológico, la «teoría» en El cálculo del consenso no
contiene una agenda para la acción estatal o colectiva, en términos
ni operativos ni de procedimiento. Una fuente de recelo más
importante surge de mis propias percepciones. Cada vez con más
frecuencia, me he encontrado describiendo lo que observo como una
«anarquía constitucional» más que la traducción institucional de los
valores individuales a resultados colectivos. En la década de 1970,
mucho de lo que hay que explicar no parece susceptible de ser
objeto de un análisis que incorpore procesos institucionales de suma
positiva. Los análogos de suma cero y de suma negativa dan
mejores resultados explicativos en muchas áreas de la política
moderna, y me veo, como Pareto, cada vez más tentado a introducir
modelos no-lógicos de conducta individual junto con modelos no-
democráticos y no-constitucionales de elección colectiva.
Sin embargo, sigo siendo, en lo referente a valores básicos,
individualista, constitucionalista, contractualista y demócrata
(términos que para mí significan esencialmente lo mismo). A nivel
profesional, sigo siendo economista. Mi propósito en este libro es
«explicar», con las herramientas profesionales del economista y
desde la posición de valores mencionada, parte del evidente
malestar sociopolítico que observo. Con un uso laxo de los términos,
se podría describir el enfoque adoptado en El cálculo del consenso
como una prolongación de la «teoría de los bienes públicos»,
interpretada en un escenario wickselliano, hacia las estructuras
políticas y hacia la formación de reglas de decisión política. En un
uso similar, el enfoque adoptado en este libro podría describirse
como una prolongación de la «teoría de los males públicos» para
explicar los fallos evidentes en la estructura política e institucional.
En lo que a esto se refiere, espero que este libro se complemente
con el anterior. En un sentido amplio, ambos son contractualistas: en
El cálculo del consenso, se explicaban conceptualmente las
instituciones existentes y posibles como si hubieran surgido de
acuerdos contractuales entre individuos participantes y racionales.
En este libro, en cambio, tanto las instituciones existentes y posibles
como el comportamiento dentro de ciertas restricciones
institucionales se explican en términos de los fallos de los acuerdos
contractuales potencialmente viables que no se han hecho o que, si
se han hecho, no han sido respetados y/o no se han cumplido. El
orden político-legal es un bien público; el desorden es un mal
público. La moneda tiene dos caras.
Se deberían subrayar las diferencias entre este libro y la obra
anterior. Cualquier análisis de los fallos institucionales
necesariamente llama la atención sobre la ausencia de reglas
efectivas para la interacción social y, de manera similar, sobre una
erosión y una desintegración del funcionamiento de aquellas reglas e
instituciones nominales que pueden haber sido viables en otro
momento. Aquí es esencial examinar con cuidado las propiedades
activas de la anarquía como sistema de organización, en ausencia de
la conducta individual idealizada que es característica de las utopías
que defienden los románticos de la anarquía. El conflicto
interpersonal se vuelve importante en relación con la colaboración
interpersonal. Cuando se subraya la ganancia mutua, hay menos
necesidad de preocuparse por el reparto inicial de «derechos» entre
personas. En El cálculo del consenso no nos pareció necesario
investigar la suposición de que, cuando se inicia el proceso
contractual, hay individuos con derechos más o menos bien
definidos. Es posible que este descuido haya sido ilegítimo incluso
allí, pero cuando el conflicto interpersonal se torna más central, no
puede dejar de tenerse en cuenta todo el conjunto de aspectos en
los que está implicada la asignación de «derechos» en primer lugar.
Existe otra diferencia importante que debería reseñarse. Mientras
la acción colectiva se interpretó a grandes rasgos como la expresión
de la conducta individual con el objetivo de lograr la eficiencia
asequible a partir del esfuerzo cooperativo, hubo una tendencia
natural a dejar de lado los problemas que surgen para controlar los
brazos del colectivo que buscan perpetuarse y agrandarse a sí
mismos. El control del gobierno apenas surge como tema cuando
nos ocupamos de la acción colectiva en términos estrictamente
contractualistas. Este control pasa a ser un problema central cuando
se reconoce la existencia del poder político más allá de los límites
contractualistas admisibles.
EL ORIGEN DE LA PROPIEDAD
La anarquía necesariamente fracasa cuando no hay líneas divisorias
«naturales» o mutuamente aceptables entre las esferas de interés
personal e individual. En los ejemplos empleados antes sobre los
estilos de vida, sería válido argumentar que, por lo general, se
dejarían en paz los elementos puramente personales de la conducta,
que esta clase de línea divisoria se cumpliría en enorme medida. Sin
embargo, cuando se va más allá de los ejemplos personales,
encontramos de inmediato posibilidades de conflicto. Robin Hood y
el Pequeño Juan se encuentran cara a cara en el centro del puente
por el que pasa uno solo. ¿Qué regla «natural» puede invocarse para
definir quién tiene derecho a seguir y quién debe retirarse? Esto
puede valer para ilustrar el variado conjunto de interacciones que
parecen caracterizarse por el conflicto más que por el acuerdo
implícito. Una vez que salimos de las actividades que son en gran
medida (si no completamente) internas de las personas,
estrictamente privadas en el sentido real de este término, hay pocos
límites «naturales» que puedan lograr de manera convincente un
acuerdo general. El mundo auténticamente anarquista se convierte
en un laberinto de puentes, y su característica central es el conflicto
más que la colaboración universal. Y a menos que se aplique un
ápice de acuerdo, incluso las áreas en las que la anarquía podría
efectivamente ser suficiente para generar un orden tolerable estarían
sujetas a violaciones groseras.
El asunto gira en torno a definir límites, y la anarquía funciona
solo en la medida en que los límites entre personas son o bien
aceptados implícitamente por todos, o los impone y los hace cumplir
alguna autoridad. En ausencia de fronteras «naturales» entre
individuos en las actividades que puedan emprender, surge la
necesidad de una estructura definitoria, una imputación entre
personas, aun cuando esta estructura, en sí misma, sea arbitraria.
Los fundamentos lógicos de la propiedad descansan precisamente en
esta necesidad universal de fronteras entre «lo mío y lo tuyo». La
huida del mundo del conflicto hobbesiano perpetuo requiere una
definición explícita de los derechos de las personas a hacer cosas. En
este punto no me atrevo a adentrarme en las discusiones a veces
turbias de las «teorías de la propiedad», pero es útil ser específico
sobre algunos asuntos desde el principio. Se ha puesto
relativamente demasiado énfasis en la función normativa de la
propiedad, y el concepto de propiedad en sí mismo ha sido
relacionado en exceso con las dimensiones físico-espaciales,
produciendo una distinción demasiado marcada entre conjuntos de
acciones humanas estrechamente relacionados. Tal como se utilizan
aquí, los derechos de propiedad pueden o no tener dimensiones
espaciales. Para volver a nuestro ejemplo sobre los estilos de vida,
una persona puede tener derecho a dejar que su cabello crezca, lo
que significa que puede no admitir que otros se lo corten. Pero
incluso este derecho personal puede estar circunscrito; puede no
tener derecho a permitir que su cabeza se llene de piojos. Pocos
derechos, si es que hay alguno, son absolutos tanto en un sentido
positivo como negativo. Consideremos el conocido derecho de
propiedad de la tierra. Este normalmente permite que la persona
designada como propietario no deje a otros llevar a cabo ciertas
actividades en el terreno (cazar de manera abierta o furtiva,
acampar, sembrar, etc.), pero es posible que este derecho no se
extienda hasta permitirle al propietario negarle a otros la posibilidad
de llevar a cabo otras actividades (servidumbres para empresas de
servicios públicos). El derecho de propiedad puede también permitir
al propietario llevar a cabo ciertas actividades que él mismo desee
en el terreno, pero este conjunto también tiene restricciones. Es
posible que tenga prohibido hacer estrictamente lo que quiera (por
ejemplo, por normas de urbanismo, por requisitos de uso de la
tierra) a pesar de su designación legal como propietario[11].
La función básica de la propiedad en cualquier orden social que
incorpore la libertad individual como valor debe entenderse
claramente. Al asignar o repartir «derechos» entre individuos de una
comunidad, el principio organizativo fundamental de la anarquía se
puede extender sobre numerosos niveles del comportamiento
humano. Si Robin Hood y el Pequeño Juan saben quién tiene
«derecho» a cruzar el puente cuando surja un posible conflicto, y si
lo saben de antemano, y si además saben que este «derecho» se
hará cumplir de manera efectiva, pueden dedicarse a los asuntos de
su vida cotidiana sin una supervisión y un control detallados. Si se le
otorgan al Pequeño Juan los derechos de propiedad en el puente,
Robin Hood solo podrá usarlo tras haber obtenido el permiso del
Pequeño Juan mediante el comercio o de otra forma. La delineación
de los derechos de propiedad es, de hecho, el instrumento o el
medio por el cual se define inicialmente a una «persona».
A nivel conceptual, podemos pensar en colocar a una «persona»
en un espectro[12]. En un extremo, el de la esclavitud pura y
completa, el ser humano no tiene derecho alguno, no se le permite
llevar a cabo ninguna actividad, en ningún sitio, en ningún
momento, sin que otra persona se lo diga explícitamente. En el otro
extremo, el del dominio absoluto, podríamos pensar en un ser
humano al que se le permite hacer todo lo que sea posible dentro de
las restricciones físicas, al que, literalmente, no se le impide hacer
nada, ninguna actividad está prohibida, ni siquiera las que se
refieren a otros miembros de la especie humana. Es, por supuesto,
mutuamente contradictorio que más de una persona en la misma
interacción pueda ocupar una posición en cualquiera de las dos
puntas de este espectro conceptual. Una vez que aceptamos la
presencia de muchas personas en la interacción social, debería ser
obvio que el conjunto de derechos asignados a cualquier persona
debe estar, en algún punto, entre los extremos, y que realmente no
es posible hacer una distinción categórica entre el conjunto de
derechos que por lo general se denominan «humanos» y los que se
denominan «de propiedad». El derecho de un sujeto A a hablar (a
veces llamado un «derecho humano»), ¿implica la autoridad de
entrar en una casa que pertenece a un sujeto B («derecho de
propiedad») y gritar obscenidades? Un segundo punto que hay que
hacer notar es que es imposible que cualquier imputación de
derechos sea completamente igualitaria, incluso en un sentido
idealizado desde el punto de vista conceptual. Hay un solo puente:
es necesario otorgar bien a Robin Hood o al Pequeño Juan algún
derecho de prioridad para usarlo. Los dos hombres no pueden
poseer semejante derecho a la vez, lo cual sería, por supuesto,
equivalente a la abolición de todos los derechos, de donde surge de
nuevo el conflicto hobbesiano. Y, desde ya, es precisamente en
aquellas situaciones en las que personas y grupos separados tienen
reivindicaciones enfrentadas que surgen la mayor parte de los
problemas de la interacción social. Pero se hablará bastante al
respecto más adelante en este libro.
Sin alguna definición de fronteras o de límites en el conjunto de
derechos a hacer cosas y/o a excluir o impedir a otros que hagan
cosas, apenas se podría decir que un individuo, como tal, existe. Sin
embargo, habiendo definido de esta manera los límites, y sin
importar las fuentes de su derivación, un individuo es claramente
una entidad bien diferenciada de los demás. Equipado con este
conjunto de derechos, informado sobre ellos, e informado de igual
manera sobre los derechos que tienen otros, el individuo está en
posición de iniciar acuerdos con otras personas, de negociar
intercambios, o, en términos más generales, de comportarse como
un hombre libre en una sociedad de hombres. Robinson Crusoe es
un hombre que es libre de hacer más o menos lo que guste, dentro
de los límites que le impone el entorno físico, pero, hasta la llegada
de Viernes, no es libre de hacer acuerdos e intercambios con otros
hombres. Si una persona vive en sociedad, se define por sus
«derechos» de realizar ciertas cosas en ciertos momentos y en
ciertos lugares, «derechos» que puede o no intercambiar con otros.
Si Tizio es un hombre libre y no un esclavo, puede trabajar para
quien quiera; por ello puede llegar a un acuerdo con Caio para
intercambiar o comerciar trabajo por maíz. Para poder cumplir su
parte del trato, Caio debe tener «derechos» sobre el maíz, derechos
que incluyen su capacidad de transferir el maíz a Tizio y de
implementar la transferencia.
Como sugieren nuestros sencillos ejemplos, los «derechos»
normalmente serán distintos entre personas diferentes. Si todos
fueran, de hecho, idénticos en todos los aspectos concebibles,
incluida la especificación precisa de los derechos, no podrían surgir
acuerdos mutuos, excepto en los casos de rendimientos crecientes
para la producción especializada. En un mundo de iguales,
desaparece la mayor parte de la motivación para comerciar. El
intercambio de derechos ocurre porque las personas son diferentes,
ya sea que esas diferencias se deban a las capacidades físicas, a
alguna asignación de dotaciones, o a diferencias en gustos o en
preferencias.
IGUAL TRATO DE DESIGUALES
A partir del capítulo 2 hablaré con algún detalle de la asignación
específica de derechos entre personas. En este punto, debo
examinar una aparente contradicción. El enfoque de este libro se
describió antes como democrático o individualista, en cuanto a que
cada persona cuenta como una, y en igual medida que cualquier
otra. Estos cimientos esencialmente normativos, que son la base del
análisis, deben reconciliarse con la afirmación positiva de que los
hombres necesariamente diferirán unos de otros y en cualquier
asignación de derechos. Los individuos se diferencian en aspectos
importantes y cargados de significado. Se diferencian en fuerza
física, en coraje, en imaginación, en aptitudes y apreciación
artísticas, en inteligencia básica, en preferencias, en sus actitudes
hacia los otros, en estilos de vida personales, en su habilidad para
tratar con otros a nivel social, en su filosofía de vida, en su poder de
controlar a los otros, y en su dominio de los recursos no humanos.
Nadie puede negar la validez elemental de esta afirmación, que, por
supuesto, se ve ampliamente apoyada por la evidencia empírica.
Vivimos en una sociedad de individuos, no en una sociedad de
iguales. Progresaremos poco o nada si analizamos a la primera como
si fuera la segunda.
En la anarquía hobbesiana, las diferencias individuales se
manifestarían con diferentes grados de éxito en la lucha continua
por sobrevivir. Pero lo que nos interesa es analizar un orden social
que no sea anarquista, al menos en el sentido de que haya medios
institucionales de resolver conflictos interpersonales. Esto implica la
existencia de alguna estructura de derechos individuales, sin
importar cómo pueden haber surgido estos y sin importar las
diferencias entre personas, así como la existencia de alguna agencia
colectiva, el Estado. Es esencial separar todo el conjunto de los
problemas relacionados con la asignación de derechos entre
individuos y grupos en la sociedad, del conjunto de los problemas
que existen en cuanto a hacer cumplir esta asignación. Surge una
confusión monumental pero comprensible debido a la incapacidad de
mantener diferenciados estos dos conjuntos de problemas.
Las personas se definen por los derechos que poseen y que los
otros reconocen que poseen. Si dos personas llevan a cabo un
negocio o intercambio entre sí, las dos partes deben
obligatoriamente respetar, y respetar en igual medida, los derechos
definidos del otro. Si no fuera este el caso, si una parte en un
intercambio respeta las reivindicaciones de la segunda pero no hay
respeto recíproco de la segunda parte respecto a las reivindicaciones
de la primera, no ha sido posible escapar de la anarquía, y el
intercambio, en el sentido verdadero del término, no es posible. Es
decir, el acuerdo mutuo sobre una asignación de derechos implica un
respeto igual y recíproco de esos derechos, tal como han sido
asignados. La asignación de derechos implica, además, que el
agente que debe hacerlos cumplir, el Estado, debe comportarse de
manera neutra en la tarea, que debe tratar a todas las personas
igual en la organización y en la implementación de su labor. A los
individuos se los trata igual porque la asignación de derechos implica
tal neutralidad, no porque sean iguales[13]. A nivel descriptivo, las
personas son y deben permanecer desiguales. De esta manera, la
condición de neutralidad se traduce en igual trato de desiguales, no
de iguales. A menudo surge cierta confusión porque la igualdad de
trato se interpreta en sí misma como un atributo de la igualdad
descriptiva. En términos diferentes, a menudo hay una falsa
presunción de que la igualdad de trato implica igualdad de hecho en
algún sentido relevante, o al menos igualdad como norma para el
progreso social. Thomas Jefferson podría haber evitado mucha
confusión si su deísmo le hubiera permitido hacer una ligera
variación a su afirmación. Si hubiera dicho «para el creador, todos
los hombres son iguales» en lugar de «todos los hombres fueron
creados iguales», podría haber expresado más adecuadamente lo
que parece haber sido su intención básica. La norma de igualdad de
trato surge de manera directa de la identificación y la definición de
las personas, como personas, y ni implica la igualdad como un hecho
ni infiere que la igualdad es un requisito para la legitimidad de la
igualdad de trato[14].
¿QUIS CUSTODIET IPSOS CUSTODES?
Para el individualista, la utopía es anarquista, pero como persona
realista reconoce la necesidad de un agente que haga cumplir las
normas, una colectividad, un Estado. Como norma de procedimiento
mínima, cualquier entidad de este tipo debe tratar igual a todos
aquellos que son miembros, personas, incluso cuando se reconocen
diferencias interpersonales. «Igualdad ante la ley», «uniformidad en
la aplicación de la ley», «el imperio de la ley», «el imperio de la ley y
no del hombre», «reglas, no autoridades», «la justicia es ciega»:
estas son solo algunas de las frases más familiares que reflejan de
forma variada esta norma fundamental de un orden social
individualista. Pero ¿qué es la ley? O, lo que quizá sea más
adecuado, ¿cuáles son los límites de la ley? La necesidad de un
agente que haga cumplir la ley surge porque hay conflictos entre
intereses individuales, y el papel del Estado a la hora de hacer
cumplir la ley implica la protección de los derechos individuales para
hacer cosas, incluido hacer e implementar contratos válidos. En esta
función, el agente que hace cumplir la ley parte de o comienza con
la asignación de derechos existentes. El Estado no juega un papel a
la hora de trazar o definir estos derechos si nos mantenemos dentro
de la dicotomía indicada.
Sin embargo, si a la colectividad se le otorga el derecho de hacer
cumplir derechos individuales, ¿cómo se le puede impedir que vaya
más allá de estos límites? ¿Qué derechos tiene en sí mismo el
agente que hace cumplir la ley, el Estado? Si somos capaces, a nivel
conceptual, de hablar sobre hacer cumplir la ley y los contratos que
suponen intercambios de derechos entre personas,
independientemente de las cuestiones que tengan que ver con
cambios exógenos en la asignación de derechos, también debemos
ser capaces de especificar, de nuevo a nivel conceptual, los derechos
de la colectividad para hacer cosas. No podemos tan solo dar un
paso hacia atrás y concebir el nombramiento o selección de un
agente superior que asegure el cumplimiento, uno que proteja y
limite los derechos tanto de los individuos como del Estado. La
jerarquía para hacer cumplir las normas debe terminar en algún
punto, y para lo que a nosotros nos ocupa está bien restringir el
debate al primer nivel. Es relativamente fácil pensar en cómo la
colectividad cumple su función de proteger a la persona y a la
propiedad de actos «ilícitos» perpetrados por personas. Se hace
mucho más difícil pensar en medidas mediante las cuales los
individuos pueden hacer respetar y proteger sus derechos de actos
«ilícitos» de parte de la colectividad misma. ¿Cómo se puede
encadenar al Leviatán? Este problema ha preocupado a los filósofos
de la política en todas las épocas, pero no se ha presentado una
respuesta plenamente satisfactoria, ni como un ideal al que sea
posible acercarse ni como un programa práctico que se pueda
aplicar.
Se han propuesto y probado dos medios diferentes para limitar el
poder colectivo. Primero, ha habido varios mecanismos
institucionales diseñados para restringir las intromisiones colectivas
generales en los derechos individuales. La República romana trató de
que el poder ejecutivo fuera compartido por dos o más funcionarios
nombrados simultáneamente para el mismo puesto. La Europa
medieval opuso una nobleza feudal descentralizada a una Iglesia
centralizada y, más tarde, a los estados-nación emergentes.
Montesquieu habló de la división y la separación efectivas del poder
del Estado dentro de las líneas de procedimiento. Los suizos han
utilizado de manera eficiente la federación para mantener su
sociedad más o menos libre durante siglos.
Segundo, ha habido una promulgación explícita de la mística de
una «ley superior», una que guía las acciones de los soberanos y de
los hombres comunes, la cual también ha adoptado muchas formas.
Las tablas de Moisés y el Libro de Mormón nos dan ejemplos
antiguos y modernos de «leyes» derivadas de Dios. Los filósofos han
buscado «leyes naturales» que son inherentes al hombre mismo,
leyes que se puedan aplicar como normas para las colectividades.
Los eruditos de la Ilustración evocaron el contrato social para
explicar el origen de los poderes gubernamentales, así como sus
límites. La constitución por escrito, que tiene una fecha histórica
específica, presumiblemente tenía como objetivo principal ofrecer
algo de estabilidad previsible en lo relativo a las limitaciones del
poder del Estado. Las herencias de los mecanismos institucionales y
de las fuentes de mística se mezclan de formas variadas en los
órdenes sociales de las colectividades occidentales. En los Estados
Unidos, los Padres Fundadores unieron la separación de poderes de
Montesquieu con el principio federal y trataron de garantizarlos con
una constitución escrita que reflejó tanto bases contractualistas
como de la ley natural.
Desde la perspectiva de la década de 1970, ¿puede alguien
declarar que sus esfuerzos tuvieron éxito? El federalismo viable,
como medio para controlar el poder dominante del gobierno central,
apenas ha existido desde la horrible guerra civil de la década de
1860. Solo circunstancias fortuitas restringieron el crecimiento del
gobierno federal hasta la década de 1930. Desde la Gran Depresión,
hemos sido testigos de un crecimiento continuo y en plena
aceleración de nuestro propio Leviatán. Descriptivamente, vivimos
en lo que podría llamarse una «anarquía constitucional», donde la
amplitud y el alcance de la influencia del gobierno federal en la
conducta individual dependen en gran medida de las preferencias
accidentales de los políticos que ocupan puestos influyentes en el
poder judicial, en el legislativo y en el ejecutivo. Cada vez más, los
hombres sienten que están a merced de una burocracia sin rostro,
irresponsable, sujetos a giros imprevisibles que destruyen y
distorsionan las expectativas personales y dan pocas opciones de
reparación o retribución.
Los ingenuos invocan el derecho fundamental que tiene el
hombre a hacer la revolución como el límite definitivo sobre el poder
del gobierno. Pero, como ha demostrado Gordon Tullock, la amenaza
revolucionaria real frente al agente colectivo continuo es de
relevancia minúscula, y debe serlo[15]. No se puede esperar que los
individuos, como individuos, generen el «bien público» que es la
revolución romántica, incluso bajo la tiranía más opresiva. La
«distribución natural» del poder efectivo debe estar muy cargada en
favor de los estados existentes, matizada solo por algún «cambio de
guardia» ocasional, bien mediante procesos electorales formales o
mediante golpes de Estado más violentos y menos previsibles.
La década de 1970 presenta una paradoja. Se exige desde todas
partes un desmantelamiento de la burocracia, una reducción de la
presencia gubernamental, un alivio personal frente a las presiones
impositivas que se aceleran. Hay un acuerdo amplio respecto a que
el Estado se ha hecho demasiado poderoso, demasiado dominante
en su influencia sobre asuntos privados. Sin embargo, al mismo
tiempo abundan las exigencias de una ampliación del control
público. Observamos que el gobierno anda suelto, pero al mismo
tiempo el orden mínimo que presumiblemente garantiza el hecho de
que se hagan cumplir los derechos de manera colectiva parece estar
desapareciendo. ¿Hay alguna conexión aquí? ¿Se ha hecho el Estado
demasiado grande, demasiado poderoso, demasiado torpe para
satisfacer de manera efectiva su propia razón de ser? ¿O se ha
invertido la relación causal? La presencia del Estado, ¿ha generado
en sí misma una erosión de la anarquía ordenada de la que depende
la sociedad? Al respetar, en las relaciones sociales, las reglas de
conducta que nadie hace cumplir, los individuos hacen un «bien
público». Al violarse esas reglas, surge un «mal público», pero
podría ser una locura esperar una corrección colectiva,
especialmente cuando el Estado en sí mismo puede haber sido una
fuente parcial del cambio. (Es posible que los que tal vez hayan
pensado de manera distinta encuentren estos argumentos más
convincentes después del caso Watergate). Parece cuestionable que
un gobierno, un partido político, un político, pueda restaurar el
sentido de comunidad que sería necesario para que haya un orden
aceptable en la década de 1970. Sin embargo, a falta de una
alternativa, el Estado responde y la paradoja se hace más profunda.
¿Cabe esperar la auténtica «revolución constitucional» que pueda
verdaderamente reordenar los derechos tanto de los individuos
como del gobierno? ¿Puede la democracia constitucional
estadounidense funcionar cuando el gobierno central sobrepasa
tanto aquellos límites que los Padres Fundadores imaginaron para
él? ¿Puede la democracia participativa, interpretada como los
derechos de los individuos a hacer sus propias elecciones colectivas,
como un «gobierno del pueblo», existir cuando el alcance de los
controles político-gubernamentales es tan amplio?
DIOS, EL HOMBRE Y LA BUENA SOCIEDAD
Es posible que estas preguntas y otras similares no preocupen
mucho a los que adoptan un enfoque sobre la política en el cual hay
una búsqueda de la verdad. Si la política y las instituciones político-
gubernamentales, democráticas o no, existen solo como medio o
instrumento mediante el cual se descubre y/o revela la naturaleza
verdadera y única de la «buena sociedad», realmente no hay
diferencia entre el comportamiento del burócrata, el juez federal, el
líder de un partido político, el congresista, o, incluso, quien practica
la desobediencia civil. Si existe la «verdad» en la política, está «ahí
fuera» y es susceptible de ser encontrada, entonces, una vez
hallada, ¿importa mucho si fue o no autoseleccionada, elegida por el
voto de la mayoría, impuesta por decisión judicial, u obtenida
mediante un ucase burocrático?
Para aquellos que somos individualistas y no-idealistas, que
rechazamos el enfoque que se apoya en juicios de verdad, esas
preguntas suponen auténticos retos que tienen una importancia
fundamental. No podemos arrogarnos el derecho a jugar a ser Dios,
y a duras penas podemos salir airosos con la mentira de que
nuestras propias preferencias privadas reflejan esta «verdad».
Debemos poner el énfasis en el diagnóstico más que en los sueños.
Hay características de la sociedad moderna estadounidense que
apuntan a una «enfermedad» a ojos de muchos críticos. Uno de mis
objetivos en este libro es ofrecer diagnósticos de procedimiento, un
paso previo que es necesario para que comencemos a contestar las
preguntas más grandes. Ofrezco la interpretación de un economista
político, que se apoya en la perspectiva de un individualista. Mi
análisis emplea unos cuantos conceptos críticos, algunos de los
cuales ya se han mencionado: la asignación y la labor de hacer
cumplir los derechos entre las personas, los límites del poder
colectivo. A medida que estos se elaboran, surgen dos conceptos
algo más técnicos: el primero es el «carácter público» de la ley
misma, la ley definida como normas de conducta, sean estas normas
voluntariamente elegidas o impuestas de forma externa; el segundo
es la inversión de capital que caracteriza al cumplimiento de las
normas. El capital social que representa una sociedad de hombres
libres respetuosa de la ley puede ser «devorado». La sociedad
estadounidense de la década de 1970 bien podría ser una que ha
permitido que se destruyan, a una velocidad excesiva, elementos de
su reserva de capital.
2
Las bases de la libertad
en la sociedad
¿Andarían dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?
Amós 3:3
Durante los meses de verano, en un puesto en la carretera a la
salida de Blacksburg se ofrecen frutas y verduras de estación. Puedo
comprar sandías en las cantidades que elija a precios que, por
convención, establece el vendedor. Hay poca negociación o ninguna,
y una transacción se puede completar en segundos. Los
intercambios económicos de este tipo nos resultan tan familiares,
tan parte de la rutina diaria, que a menudo pasamos por alto las
bases sobre las que descansan tales instituciones. No conozco
personalmente al vendedor de fruta, y no me interesa especialmente
su bienestar. Esta actitud es recíproca. No sé, y no necesito saber, si
está en la pobreza más absoluta, si tiene muchísimo dinero, o si está
a medio camino entre los dos. De la misma manera, es completa su
ignorancia respecto a mi estatus económico. Sin embargo los dos
somos capaces de completar un intercambio de manera expeditiva,
un intercambio que los dos aceptamos como «justo». Yo no trato de
agarrar sandías sin su consentimiento y sin pagar. El vendedor no se
apropia de las monedas y los billetes de mi cartera.
Hacemos intercambios de manera eficiente porque las dos partes
están de acuerdo en los derechos de propiedad que les
corresponden. Los dos reconocemos que las sandías, apiladas de
manera ordenada al lado de la carretera, son «propiedad» del
vendedor, o de la persona o la empresa para la que actúa como
agente. Los dos también reconocemos que yo tengo derecho a
disponer del dinero en mis bolsillos o en mi cuenta bancaria. Es más,
los dos reconocemos que cualquier intento unilateral de violar estos
derechos asignados de exclusión estará sujeto a una penalización
por parte de los órganos y las agencias del Estado. En otras
palabras, los dos estamos de acuerdo en lo que dice la «ley»
relevante para el intercambio en cuestión.
Ahora consideremos un ejemplo similar a nivel descriptivo, pero
que es bastante distinto en esencia. Supongamos que todo el mundo
sabe que las sandias pertenecen a un granjero que las apila al lado
de la carretera para que se las lleven sin pagar quienes pasen por
ahí. Supongamos que en estas condiciones, me encuentro con
alguien que trata de exigirme un precio en dinero. Este escenario es
muy distinto del primero en lo que a conducta se refiere. Dado que
no reconozco ningún derecho de propiedad e parte de la persona
que ahora ha expropiado las sandías, me resisto a pagar, pese al
hecho de que mi valoración de la fruta puede exceder el precio en
dinero que se pide. Por el contrario, la persona que nominalmente
posee los bienes no quiere cumplir mis exigencias sin un precio,
dado que en su opinión, se ha establecido un derecho de
pertenencia. El intercambio común, que parecía tan fácil y tan
directo en el primer ejemplo, se hace aquí extremadamente difícil
porque las partes no están de acuerdo en la «ley de propiedad»
presente, lo que a su vez quiere decir que no tienen certeza
respecto a la acción que el Estado adoptaría en una disputa. Si yo
estuviera seguro de que el supuesto vendedor no tiene derechos
según la ley, debería llevarme las sandías, y si trata de impedir que
lo haga debería llamar a la policía. Pero, claro, en ausencia
reconocida de derechos legales él no recurriría a la fuerza física para
detenerme. Si por el contrario yo estuviera seguro de que sus
supuestos derechos son aplicables, entonces probablemente debería
comprar las sandías e irme como antes, sin importar lo que me
parezca la ética de su posición.
El punto que ilustran estos sencillos ejemplos es claro: el acuerdo
mutuo respecto a derechos definidos facilita el intercambio
económico entre personas. Ambas partes de este principio deben ser
satisfechas. Los derechos individuales deben estar bien definidos y
no ser arbitrarios, y además estos derechos deben ser reconocidos y
aceptados por los participantes. Si se sabe que los derechos están
bien definidos y no son arbitrarios pero las personas solo saben de
ellos luego de un considerable esfuerzo para recabar información,
puede que nunca se hagan muchos intercambios que por lo demás,
son mutuamente beneficiosos. Sin embargo, una vez que se
satisfacen ambas partes del principio, una vez que se definen
mediante acuerdo los limites de los derechos de cada persona, el
intercambio económico pasa a ser casi el arquetipo de la anarquía
ordenada. Los individuos pueden tratar unos con otros mediante
conductas totalmente voluntarias sin coacción ni amenazas. Pueden
afrontar y completar intercambios sin conocimiento detallado de las
opiniones políticas, las actitudes sexuales o e estatus económico de
sus socios comerciales concretos. Es posible que los negociantes no
sean iguales en alguna de estas características descriptivas o en
todas, y sin embargo pueden tratar con el otro de igual a igual en el
intercambio en sí, y lo hacen. En este sentido clásico, el intercambio
económico es totalmente impersonal, lo cual parece ser en esencia
el tipo ideal de interacción plasmado en la anarquía ordenada. En
este tipo de relación a cada persona se la trata estrictamente como
es y, es de suponer, como quiere ser. Tal vez, el operador del puesto
de frutas golpee a su caballo, le dispare a los perros y coma ratas.
Pero ninguna de estas cualidades tiene por qué afectar a mi
comercio estrictamente económico con él.
En regímenes en los que los derechos individuales a hacer las
cosas están bien definidos y son reconocidos, el libre mercado ofrece
el alcance máximo para la excentricidad privada y personal, para la
libertad individual en su significado más básico. La incapacidad de
los defensores románticos de la anarquía a la hora de reconocer esta
característica del libre mercado es difícil de entender; y esta es una
de las fuentes de la paradoja que se observó en la década de 1970 y
que se apuntó antes en el capítulo 1. La organización socialista,
definida ampliamente como el control colectivo o estatal ampliado
sobre los procesos voluntarios de intercambio, debe ser y no puede
dejar de ser la antítesis de la anarquía, pese al sorprendente vínculo
de estas dos contradictorias normas de organización presente en
gran parte de la literatura romántica[16].
La economía, la ciencia de los mercados o de las instituciones de
intercambio, comienza con una estructura o conjunto de derechos
individuales bien definidos y ofrece proposiciones explicativas, que
permitan hacer predicciones respecto a las características de los
resultados junto con predicciones condicionales acerca de los efectos
que tienen sobre esos resultados los cambios estructurales
impuestos[17]. La teoría económica es lo bastante poderosa como
para explicar muchos tipos de relaciones de intercambio. La tradición
central de esta teoría implica un análisis de los intercambios entre
dos partes insertados en y limitados por una red de parejas
comerciales posibles y reales que se interrelacionan. No es mi
propósito resumir aquí esta teoría. Sin embargo, como se sugerirá
en el capítulo 3, se obtienen resultados explicativos sustanciales de
la prolongación directa de algunos de los modelos hacia
intercambios complejos que involucren a las muchas partes que
puedan presentar la acción colectiva. En todos los casos, y aquí
pongo el énfasis, el análisis procede de algún tipo de imputación
inicial de derechos entre las personas que participan en el
intercambio, una imputación que se supone que es observable
conceptualmente y que también es reconocida y respetada por todas
las partes.
GENTE COMÚN E INTERACCIÓN NO ECONÓMICA
La dependencia que tiene el comercio eficiente de una delineación e
identificación de los derechos individuales se revela con la máxima
claridad en el caso de los bienes «privados» divisibles en total
medida. Debería ser evidente que no es necesario que sea tan
estricto el requerimiento de definiciones de estructura que sean
mutuamente aceptadas. Pensemos en instalaciones que puedan, por
necesidad tecnológica o por decisión social, ser accesibles a todos
los miembros del grupo relevante: el acuerdo mutuo en cuanto a los
límites de comportamiento con respecto a la utilización de esta
propiedad no es, en principio, distinto del acuerdo mutuo sobre los
límites en referencia al patrimonio estrictamente privado. Mi
reconocimiento de que el vendedor de fruta es el dueño de las
sandías no es, a nivel conceptual, distinto de mi reconocimiento de
que tanto él como yo tenemos derecho a caminar por la calle del
pueblo, derechos que los dos cumplimos y respetamos y que
ninguno de nosotros disputa. Los dos utilizamos la infraestructura de
acceso común, y lo hacemos sin conflicto declarado solo debido a
nuestro reconocimiento y aceptación mutuos de estos derechos. Si
una cierta carretera o calle fuera «privada», si uno de nosotros
tuviera un título legal que encarna el derecho a excluir a otros de
utilizarla, el otro normalmente respetaría un cartel de «No pasar» si
apareciera. Incluso a pesar de la posibilidad de que, en cuanto a su
descripción, la carretera o calle fuera idéntica en los dos escenarios.
El conflicto surge, o puede surgir, no de una asignación específica de
derechos individuales, sino del desacuerdo y la incertidumbre
respecto a cuál es la asignación que se puede hacer cumplir de
manera legal.
El mismo principio se aplica a muchos aspectos de la conducta
humana que por lo general no se clasifican como «económicos» y
que no se tratan de manera explícita como relaciones de
intercambio. En gran medida, se logra reconciliar los deseos de los
individuos de «hacer sus cosas» con el hecho de vivir juntos en
sociedad mediante el acuerdo mutuo con respecto a las esferas de
actividad permisible o tolerable. La «libertad igualitaria», como
norma o regla para la interacción social, significa poco o nada hasta
el primer momento en el que los individuos se identifican en
términos de límites de comportamiento reconocidos, y solo en ese
caso. La aceptación de estos límites nos resulta tan familiar a todos,
dado que impregna grandes porciones de la conducta de rutina así
como nuestras actitudes hacia el comportamiento de otros, que
raramente pensamos en la estructura de «derechos» individuales
que subyace. Solo volvemos a prestar atención a la definición de
derechos cuando se exceden los límites tolerados, cuando se cruzan
fronteras previamente aceptadas. Solo en ese momento empezamos
a plantearnos la necesidad de delinear con más cuidado los límites,
quizá llamando a agentes que puedan hacerlos cumplir, o pensando
en recurrir a medios personales de reparación o defensa.
Desde ya que el conjunto de modales, los modos tradicionales de
comportamiento personal, que refleja la aceptación mutua de
límites, variará en cierta medida de una cultura a otra, pero es
relativamente fácil pensar ejemplos en cualquier situación. No pongo
en marcha mi cortacésped a primera hora de la mañana del
domingo, y mi vecino no pone música fuerte en su reproductor
después de las once de la noche. Los dos reconocemos los efectos
posiblemente dañinos en el otro, y nos abstenemos de imponer
costes de esta forma, aunque implique cierto sacrificio personal. Si
uno de nosotros viola este conjunto de normas de «vivir y dejar
vivir», provoca que el otro adopte acciones específicas para obtener
reparación. Si mi vecino pone su aparato de música a tope en horas
de la madrugada, y lo hace reiteradamente, provocará que yo
busque molestarlo de manera deliberada con mi cortacésped, que
llame a la policía para que haga cumplir las ordenanzas sobre ruidos
molestos, o, si no hay ordenanzas de este tipo, que trate de que el
gobierno municipal las apruebe. Si todo falla, puede que recurra a la
acción física directa contra la propiedad o la persona de mi vecino.
Es dentro de este contexto que algunos de los cambios de
conducta de la década de 1960 hacen surgir cuestiones
fundamentales y perturbadoras para la estabilidad social. Como se
ha visto, los individuos han vivido unos con otros según reglas de
comportamiento implícitas que respetaban todas las personas de la
comunidad, o casi todas. Pero uno de los instrumentos empleados
por los participantes en la contracultura implicaba la ostentación en
contra de los códigos de conducta tradicionales, un desprecio directo
y abierto hacia lo que previamente se consideraban estándares
aceptables de «buenos modales» elementales, lo cual puso presión
sobre la anarquía ordenada que todavía describe gran parte de la
vida social normal en nuestra sociedad. Una presión que se hizo
evidente en los pedidos de «ley y orden» y en las demandas para
que se formalizaran y cumplieran reglas que previamente no
existían.
La estabilidad social requiere que se llegue a un acuerdo sobre
una estructura de derechos individuales y sobre su cumplimiento, ya
sea que estos derechos se refieran a la disposición de bienes
divisibles en privado, al uso de instalaciones comunes, o a los
patrones normales de conducta interpersonal, y que su cumplimiento
sea impuesto desde el exterior o controlado de manera interna. Es
necesario mencionar aquí una posible fuente de ambigüedad. El
acuerdo mutuo, apoyado si es necesario por formas efectivas de
garantizar su cumplimiento, es una condición necesaria del
intercambio social. Pero este acuerdo puede encarnar, dentro una
variedad casi infinita, cualquier distribución y/o imputación de
derechos entre personas restringida por cualquier conjunto de
normas sobre la conducta personal que existen dentro de un número
igualmente grande de posibilidades. Ni la distribución específica de
derechos entre personas distintas ni la característica general de la
estructura de derechos en sí es directamente relevante para la
cuestión del acuerdo mutuo, de la certeza en la definición y del
cumplimiento asegurado[18]. Las instalaciones físicas se pueden
dividir de diversas maneras entre individuos: como unidades de
«propiedad privada», o, de manera alternativa, esas instalaciones
pueden organizarse según las reglas que dicten el uso en común a
cargo de grandes grupos de personas, incluidos todos los miembros
de la comunidad. Si los límites de la conducta individual están bien
definidos, la interacción social voluntaria puede proseguir de manera
ordenada bajo cualquier estructura. Los tratos interpersonales
pueden tener lugar bajo cualquier asignación acordada. Solo en un
segundo nivel de discurso, bastante distinto, surgen problemas en
torno a la conveniencia relativa de las distribuciones específicas de
derechos, y/o a las eficiencias relativas de estructuras diferentes. La
tendencia o propensión a inyectar demasiado pronto normas ya sean
de equidad, de eficiencia, o de ambas, ha asediado el debate de los
derechos de propiedad a lo largo de los siglos.
Desde ya que es posible evaluar distribuciones alternativas según
criterios de «justicia» o «equidad» elegidos personalmente. De
manera más positiva, es posible ordenar las estructuras de derechos
alternativas según criterios de eficiencia económica. Los propietarios
de vacas y ovejas que pastan en una pradera pueden 1) tener
derechos sobre el pasto común o 2) tener parcelas de terreno
valladas individualmente. Sometidas a examen y a análisis, es
posible que se compruebe que la segunda disposición es más
eficiente que la primera en algún sentido de eficiencia estándar, pero
la relativa ineficiencia generada bajo la disposición de propiedad en
común no es en absoluto comparable y, de hecho, es de un tipo
distinto de la que puede surgir cuando desaparece la mutualidad de
acuerdo sobre los derechos, cuando hay incertidumbre respecto a
qué estructura de derechos se hará cumplir legalmente. Las guerras
de las praderas en el oeste de los Estados Unidos a finales de la
década de 1880 surgieron por incertidumbres como estas, y no
porque la estructura existente fuera groseramente ineficiente en el
sentido ortodoxo o porque se pudiera demostrar que era «injusta»
según otros criterios[19].
DERECHOS Y CONTRATO
Hasta este punto la argumentación es clara y apenas podría ser
objeto de disputas. Algún acuerdo sobre una estructura de derechos
que, de hecho, defina las entidades que entran en negociaciones es
un punto inicial necesario para que exista una sociedad de individuos
libres, relacionados unos con otros en una red de interdependencia.
Es difícil incluso imaginar una relación cuando tal acuerdo mutuo
está totalmente ausente. ¿Cómo podrían dos hombres que se
encuentran por primera vez llevar a cabo la forma de intercambio
más sencilla sin una aceptación implícita de ciertos límites de
conducta?
Como he señalado, la mayoría de nosotros simplemente damos
por sentado estas bases del comportamiento individual en sociedad,
hasta el punto de que raras veces nos detenemos a examinar los
problemas que se plantean. Como sugería Blackstone: «Estas
preguntas, hay que admitirlo, serían inútiles e incluso molestas en la
vida común. Está bien que la masa de la humanidad obedezca las
leyes cuando ya están hechas»[20]. Una vez que se reconocen los
derechos individuales, se hacen posibles las negociaciones
contractuales y, como economistas, nos adentramos en los
problemas interesantes que plantea el proceso contractual o de
intercambio en sí mismo. A veces no somos capaces de reconocer, u
olvidamos, que toda la institución del contrato, tanto si toma la
forma más simple de comercio aislado entre dos partes, como si se
plasma en el acuerdo más complejo entre n personas, descansa
sobre los cimientos posiblemente poco firmes del acuerdo mutuo
respecto a los derechos individuales, incluido el acuerdo de un
agente que haga cumplir las normas, un Estado, que debe también
limitar su propio comportamiento. Ya es tal vez hora de que los
economistas comiencen a dedicar más atención a los orígenes del
contrato.
Las contribuciones modernas a la «economía de la propiedad»
solo pueden ser bienvenidas. Me refiero a las contribuciones de
Alchian, Cheung, Demsetz, Furubotn, Kessel, McKean, North,
Pejovich, Thomas, y otros[21]. Sin embargo, esta subdisciplina que
ahora florece pone el énfasis en la forma en que las estructuras de
derechos de propiedad alternativas pueden modificar la conducta
individual y de grupo, con el criterio ortodoxo de la eficiencia
económica implícitamente en la base del análisis. Hasta ahora, estos
autores no se han concentrado en explicar el surgimiento de los
derechos de propiedad[22].
Se puede ilustrar esta idea con una referencia al análisis de
Harold Demsetz sobre los derechos de propiedad privada entre los
aborígenes canadienses[23]. En su interpretación de la historia, los
indígenas de la Península del Labrador aceptaban el uso común de
los terrenos de caza antes del incremento extraordinario del precio
de la piel de castor provocado por comerciantes franceses. Este
incremento de precios estimuló un aumento de la caza; las pieles de
castor se hicieron relativamente escasas, y la caza individual tendía a
producir una utilización no económica del recurso común. Como
forma de internalizar las deseconomías externas que fomentaba esta
disposición de derechos, las tribus cambiaron de una estructura de
uso común a una de propiedad privada. No es necesario que nos
ocupemos aquí de la exactitud histórica de esta versión, o de la falta
de ella. Pero nótese que Demsetz esencialmente «explica» un
cambio en la estructura de los derechos recurriendo a un nuevo
arreglo contractual que se hace conveniente debido a cambios
exógenos en los datos económicos. Utiliza el ejemplo histórico para
demostrar la proposición o el principio de que siempre habrá una
tendencia a que las características de la estructura de los derechos
se modifiquen en la dirección que es más eficiente en las
condiciones que afronta la comunidad. No es posible discutir con
esto, y se puede reconocer la contribución de Demsetz. Sin
embargo, no deberíamos cometer el error de decir que este enfoque
explica el origen o el surgimiento de los derechos entre individuos o
familias (tribus) con independencia de un acuerdo contractual, ya
sea explícito o implícito. En este modelo conceptual, los derechos de
los varios participantes deben haber sido mutuamente reconocidos
por todos los participantes antes de que se pudieran emprender más
negociaciones contractuales para modificar las características
estructurales.
Con respecto al surgimiento de derechos iniciales, debemos
reconocer que cualquier explicación económica que se intente dar
será insuficiente. ¿Cómo pueden surgir los derechos de los
individuos (familias, tribus), derechos a hacer cosas, incluyendo
derechos de dominio, derechos que se respetan mutuamente? ¿Cuál
es la base lógica de la propiedad? No puede haber una respuesta
exclusivamente contractualista a esa pregunta. Sin embargo, el
concepto de externalidad puede resultar útil para apuntar a un
análisis significativo. Demsetz sostuvo que los derechos de
propiedad cambian con el objetivo de «internalizar externalidades».
Su análisis particular se dirigía, como ya se ha dicho, a explicar cómo
se modifican las estructuras para satisfacer normas de eficiencia
general. No trató, al menos explícitamente, de extender su tesis
hacia atrás, por así decirlo, para examinar los elementos no
contractuales.
Este paso puede darse si introducimos una definición de
externalidad lo bastante amplia. En un mundo sin conflicto
interpersonal ni potencial ni real, no habría, desde ya, necesidad de
delinear, de definir ni de hacer cumplir ningún conjunto de derechos
individuales (de familia), ya sea que se traten tanto de los patrones
de propiedad y de uso de los objetos físicos como de los términos de
comportamiento hacia otras personas. Empleo aquí «conflicto» y no
«escasez» porque incluso si todos los «bienes» susceptibles de ser
económicos estuvieran disponibles en gran abundancia, todavía
podría darse un conflicto entre personas. La lucha social puede
surgir hasta en el Paraíso. La ausencia total de conflicto solo
parecería posible en un escenario en el que los individuos están
totalmente aislados unos de otros, o en un marco social en el que
ningún bien es escaso y en el que todas las personas están de
acuerdo en el conjunto preciso de normas de comportamiento que
todos deben adoptar y seguir. En cualquier mundo que podamos
imaginarnos estará presente la posibilidad de conflicto interpersonal,
y por ello existirá la necesidad de definir y hacer cumplir los
derechos individuales.
LA «DISTRIBUCIÓN NATURAL»
Consideremos un mundo sencillo de dos personas. Todos los
«bienes» excepto uno, que llamaremos x, están disponibles en gran
abundancia para cada persona (A y B). Pero el bien x es «escaso».
Sin embargo, para disfrutarlo no se requiere producción, y
cantidades de este bien simplemente «caen» en proporciones fijas
sobre cada una de las dos personas al principio de cada período de
consumo. En esta economía no hay derechos de propiedad, ni ley.
Por ello, podemos decir que el consumo o el uso de una unidad de x
por parte del individuo A impone una «deseconomía externa» sobre
B, y de manera similar, que el consumo de una unidad por parte de
B impone una deseconomía a A. En un marco de externalidades
ortodoxo, y en particular en grupos pequeños en los que los costes
de transacción no son prohibitivos, podríamos predecir que tendría
lugar un «comercio» entre las dos personas, logrando una
internalización de la relación de externalidad recíproca. En nuestro
ejemplo, sin embargo, sea cual sea la distribución inicial de x, no
hay un excedente que pueda lograrse mediante un proceso de
comercio directo. Aun así, cada una de las dos personas tendrá un
incentivo para «internalizar la externalidad» que la otra le impone.
Tanto A como B podrían tratar de consumir toda la cantidad
disponible del bien x. Como señaló de manera perceptiva Thomas
Hobbes, en este estado de naturaleza cada persona tiene «derecho»
a todo. Cada una de ellas encontraría que le beneficia invertir
esfuerzo, un mal, para lograr el bien x. Fuerza física, zalamerías,
astucia: todas estas y otras cualidades personales pueden
determinar las habilidades relativas de los individuos para obtener
cantidades de x, que pueden ser muy distintas de las que se
asignaron arbitrariamente en la disposición inicial, y protegerlas. Es
posible, pero no necesario, que estos atributos incluyan algún tipo
de actitud de «vivir y dejar vivir» entre los miembros de la especie
común. En cualquier caso, como resultado del conflicto real o
potencial en torno a las proporciones relativas de x que finalmente
se consumen, se establecerá con el tiempo una «distribución
natural»[24]. Esto no puede clasificarse de manera estricta como una
estructura de derechos, ya que no se ha alcanzado un acuerdo
formal, aunque podría haber reconocimiento mutuo de los límites
adecuados para la acción individual. Sin embargo, es posible que la
distribución natural represente un equilibrio conceptual, en el que
cada persona extienda su propio comportamiento para garantizar
(proteger) porciones de x hasta el límite en el que el beneficio
marginal del esfuerzo extra sea igual al coste marginal de ese
esfuerzo. En la «distribución natural», las dos personas (en nuestro
ejemplo A y B) se siguen imponiendo deseconomías externas una a
la otra en el sentido que se señaló más arriba. Pero ahora, dado que
esta distribución sí ofrece una base desde la que se pueden hacer
predicciones, se hacen posibles «comercios» indirectos que
internalizarán las deseconomías externas.
La «distribución natural», que se logra al invertir esfuerzo en
ataque y/o defensa de las porciones de consumo de x, sirve para
establecer una identificación, una definición, de las personas
individuales desde la cual se hacen posibles los acuerdos
contractuales. En ausencia de tal punto de partida, simplemente no
hay forma de poner en marcha contratos significativos, de facto o
conceptuales. Pero, en la distribución natural, tanto A como B
reconocerán, mediante observación racional, que mucho del
esfuerzo invertido para obtener y defender porciones de x es un
desperdicio. Sean cuales sean las características de esta distribución:
ya sea que prevalezca una simetría a grandes rasgos, o que un
participante se convierta en un gigante del consumo y el otro en un
pigmeo, incluso si una parte obtiene todo x, ambas partes estarán
mejor si se llega a un acuerdo. El comercio puede establecerse como
un acuerdo sobre un conjunto de límites de comportamiento. De
esta manera son posibles beneficios mutuos con respecto a una
amplia gama de asignaciones de consumo final, y la asignación
particular que se negocie en último término dependerá de las
habilidades de negociación y de otros factores.
EL SURGIMIENTO DE LA PROPIEDAD
Es apropiado denominar a esto una base genuina para el
surgimiento de los derechos de propiedad[25]. Ambas partes
acuerdan y aceptan la asignación, que conlleva el acuerdo
complementario de que no se comportarán de tal manera que violen
sus términos. Por lo tanto, las dos partes pueden reducir su esfuerzo
personal en atacar y defenderse; en el límite, puede comprenderse
el valor total de x sin coste[26]. El acuerdo al que llegan ambas
partes sobre sus derechos representa una internalización contractual
de una relación de externalidad que existía en el estado de
naturaleza precontractual. Nótese, sin embargo, que se requiere una
vuelta a algún tipo de «distribución natural» para que los
participantes potenciales en el comercio puedan ser identificados. Se
puede ilustrar este punto trazando una historia alternativa conjetural
del surgimiento de la propiedad privada entre las diversas tribus
aborígenes de la Península del Labrador. El incremento de la
demanda de castor convirtió lo que antes había sido un recurso
abundante en uno escaso. No existía previamente ningún derecho
de propiedad, y la nueva escasez produjo conflictos entre las
distintas tribus. Como resultado de guerras reales o potenciales,
surgió algún tipo de «distribución natural» que llegó a ser
reconocida por todas las tribus. Entonces, es posible que, gracias a
un acuerdo mutuo, haya tenido lugar una reasignación de los
terrenos de caza territoriales, y que cada tribu haya visto que se
beneficiaba debido a las reducciones en esfuerzo militar que ahora
pueden permitirse[27].
La distribución específica de derechos que provenga del salto
inicial a partir de la anarquía está directamente relacionada con el
control relativo de bienes y la libertad de conducta relativa que
tengan las distintas personas en el estado de naturaleza
previamente existente. Esta es una consecuencia necesaria del
acuerdo contractual. En el modelo de Hobbes, hay, por inferencia,
distinciones considerables entre las diferentes personas en el
escenario precontrato. En la medida en que existan esas
distinciones, hay que prever desigualdad poscontrato en términos de
propiedad y de derechos humanos. Sin embargo, en lo que me
ocupa no hay necesidad de discutir en detalle el grado de
desigualdad posible entre personas distintas en el estado de
naturaleza conceptual que se ha utilizado para derivar el origen
lógico de los derechos de propiedad. Es posible que los que se han
referido a que los fuertes esclavizan a los débiles hayan exagerado
las diferencias. Por otro lado, es posible que los modernos
románticos, que adoptan sus propias variantes del buen salvaje de
Rousseau, estén igualmente desencaminados en la dirección
opuesta. Para hacer aquí declaraciones con sentido sería necesario
examinar y pasar por el tamiz las pruebas antropológicas, etológicas
e históricas disponibles, una tarea que va más allá tanto de mi
competencia como de mi interés.
El análisis tampoco tiene que depender fundamentalmente de la
aceptación o del rechazo de ningún modelo o hipótesis particular
sobre el comportamiento humano. No tenemos por qué seguir a
Hobbes y dar por sentado que los hombres se comportan según un
interés propio estrechamente definido. Podríamos suponer con igual
corrección que, incluso en un estado de naturaleza, los hombres se
comportan de acuerdo con su propio interés moderado por la
consideración hacia el prójimo. O, en el otro extremo, también
podríamos suponer que los individuos adoptan preceptos de
comportamiento que reflejan el interés de la especie humana. Las
desigualdades entre personas que se observen a nivel conceptual en
la «distribución natural» serán resultado tanto de las diferencias
inherentes en las habilidades personales como de los tipos de
comportamiento que se adopten de hecho. Si, por ejemplo, hubiera
grandes diferencias en las habilidades que tiene cada persona, pero
al mismo tiempo todos se comportaran de manera no individualista,
la distribución natural observada reflejaría considerablemente menos
desigualdad que la que se observaría con patrones de
comportamiento hedonistas. Dado que lo único que podemos
observar, incluso de forma conceptual, es la distribución natural en sí
misma, la combinación precisa de cualidades personales y normas
de comportamiento inherentes no es relevante. Sin embargo, sí es
relevante notar que no tiene fundamento dar por sentado que hay
igualdad en la distribución observada conceptualmente entre
personas en el estado de naturaleza, y que, en consecuencia, no
tiene fundamento predecir igualdad en la asignación o la distribución
de derechos en el escenario poscontractual inicial. No hay nada que
sugiera que los hombres deben entrar en el proceso de negociación
inicial como iguales. Los hombres entran tal como son en cierto
estado de naturaleza, y esto puede abarcar diferencias significativas.
VIOLACIONES DEL CONTRATO
Los beneficios del intercambio que pueden lograrse potencialmente
mediante un acuerdo sobre derechos se concretan para todos los
involucrados a través de la desinversión en el esfuerzo dedicado a la
actividad tanto depredadora como defensiva, que era un desperdicio
a nivel social. Una vez que se alcance el contrato, es posible que una
de las partes o todas encuentren beneficioso renegar de él o violar
sus términos. Hecho que se aplica a cualquier asignación que se
pueda hacer: la tendencia a la violación individual no es
característica solo de algún subconjunto de acuerdos posibles. En el
escenario de una asignación de derechos acordada, los participantes
de la interacción social se encuentran en un auténtico dilema,
conocido en la teoría de juegos moderna con el título «dilema del
prisionero». Todas las personas verán que su utilidad se incrementa
si todos cumplen la «ley», según lo establecido. Pero para cada
persona, habrá una ventaja en desobedecer la ley, en no respetar
los límites de comportamiento estipulados en el contrato.
En nuestro modelo de dos personas, se puede ilustrar este hecho
mediante una matriz sencilla, como la mostrada en la figura 2.1. En
la distribución natural, en la que ninguna de las partes reconoce ni
respeta ningún derecho sobre el escaso único bien, los niveles de
utilidad que se logran se muestran en la celda IV. Los números de la
izquierda en cada celda representan indicadores de utilidad o valores
de recompensa netos para A, los de la derecha aquellos de B. Como
se indica, es posible que las recompensas de utilidad no sean
equivalentes en este «equilibrio» anarquista. (No necesitamos
introducir en este punto complejidades sobre la comparabilidad
interpersonal de la utilidad, dado que lo importante es la ausencia
de igualdad, no la demostración de la desigualdad). Si se llega a un
acuerdo, las recompensas de utilidad son las que se muestran en la
celda I, en la que las dos personas están en posiciones superiores a
las que se logran en la celda IV. Además, las recompensas conjuntas
o combinadas se maximizan en la celda I. (Aquí, de nuevo, para que
el análisis fuera completo serían necesarios matices en lo relativo a
la comparabilidad interpersonal y, por ello, a la posibilidad de suma).
Según la figura, sin embargo, tanto A como B tienen incentivos
privados para violar o renegar del acuerdo contractual sobre los
derechos, siempre y cuando puedan hacerlo unilateralmente. La
posición del individuo A mejora si puede lograr moverse a la celda
III, mientras que la del individuo B mejora si de alguna manera
puede llegar a la celda II.
Figura 2.1
En el escenario estricto de dos personas, es posible que una o las
dos personas se abstengan de violar el contrato porque anticipen
racionalmente que la reacción del otro forzaría un regreso rápido al
estado de naturaleza precontractual. En el escenario sencillo del
juego de la figura 2.1, la celda I está en el «núcleo», para introducir
un término específico de la teoría de juegos moderna. Ningún
jugador puede garantizarse un resultado mejor que el que obtiene
bajo un cumplimiento universal de la asignación de derechos
acordada. Ninguna persona puede garantizar que desobedecer la ley
no tendrá como resultado un empeoramiento de su propia posición.
Esta característica sugiere que hay elementos de estabilidad
importantes en la posición de la celda I. Sin embargo, esa
estabilidad tiende a desaparecer a medida que aumenta el número
de participantes en la interacción, incluso si las propiedades formales
no se modifican. Es más, es posible que las variaciones en las
características y en las relaciones dentro de las estructuras de
recompensas, que se introducirán en capítulos posteriores, eliminen
la estabilidad que es aparente aquí.
EL CONTRATO EN DOS ETAPAS
Hasta este punto, el surgimiento conceptual de alguna asignación o
imputación inicial de derechos individuales se ha analizado en un
modelo extremadamente abstracto y simplificado. He supuesto que
solo existe un bien escaso más allá del tiempo mismo. El modelo se
limita también a una interacción entre dos personas y no lo rige el
tiempo, lo cual equivale a decir que ninguno de los elementos
cambia con el tiempo. Será necesario disminuir la rigidez de cada
una de estas restricciones. El trato debe generalizarse para permitir
la escasez de muchos bienes, para explicar la interacción de muchas
personas; y es necesario que se incorporen directamente al análisis
los efectos del tiempo para modificar la relación contractual. En lo
que queda del capítulo 2, haré las dos primeras ampliaciones. La
introducción del tiempo es lo bastante compleja como para requerir
espacio adicional.
Podemos continuar usando el modelo de dos personas pero
permitiendo más de un bien escaso. El conflicto entre A y B en el
estado de naturaleza surgirá ahora en torno a la disposición de todos
aquellos bienes que no son superabundantes. A los efectos
presentes, seguiremos dando por sentado que estos bienes no son
producidos sino que cantidades de estos bienes simplemente «caen»
en alguna distribución entre las dos personas.
Como en el modelo de un solo bien, surgirá del conflicto real o
potencial una distribución natural. Esta distribución, que será ahora
pluridimensional, estará influenciada por la disposición inicial de los
bienes, y por las características personales relativas y los patrones
de comportamiento de cada persona. El resultado puede describirse
como un vector cuyos componentes representan cantidades netas
de cada uno de los bienes escasos que finalmente disfruta cada
persona en consumo,
(XA, XB; YA, YB; …).
Para conseguir su parte en esta distribución natural, a cada persona
le resulta necesario invertir esfuerzo (tiempo y energía) en actividad
depredadora y/o defensiva. No hay diferencia en este sentido entre
este modelo y el de un solo bien. Y, como antes, la distribución
natural asienta las bases desde las cuales se hacen posibles los
acuerdos contractuales. Como antes, el acuerdo tomará la forma de
un reconocimiento mutuo de derechos. Los beneficios se obtienen
de las reducciones del esfuerzo depredador-defensivo. Este contrato,
que se convierte en el salto inicial para alejarse de la anarquía
hobbesiana, es la primera etapa de un proceso contractual de dos
etapas. Por comodidad, tanto aquí como más adelante me referiré a
esto como el «contrato constitucional»[28].
Lo que distingue el modelo de muchos bienes del modelo de un
solo bien es la existencia de las dos etapas o niveles de acuerdo. En
el segundo modelo, el acuerdo inicial respecto a las porciones del
bien escaso único representa el límite del comercio. Ya no habrá más
contratos entre las dos personas que ofrezcan ganancias mutuas. El
grupo de dos personas alcanza la Frontera Pareto mediante su
acuerdo inicial sobre los derechos de disposición. El modelo de
muchos bienes es muy distinto precisamente en este punto. Si
difieren los gustos individuales, es posible que haya ganancias
comerciales más allá del «comercio» inicial de acuerdos sobre los
derechos individuales. El proceso de comercio en esta segunda
etapa, o posconstitucional, es, por supuesto, el dominio de la teoría
económica tradicional. Se supone que los participantes individuales
entran en el ruedo de comercio potencial con dotaciones y/o
habilidades identificables, y damos por sentado que sus derechos
sobre las dotaciones que poseen en el inicio son mutuamente
aceptados por todos los miembros de la comunidad, y que el Estado
los hará respetar. La secuencia contractual en dos etapas se puede
representar de forma sencilla con un diagrama como el de la figura
2.2. La utilidad que logra el individuo A se muestra en el eje de
ordenadas, y la que logra el individuo B en el de abscisas. La
distribución natural, aquel resultado que surge como un cuasi
equilibrio en el estado de naturaleza auténtico, se muestra en D. El
contrato constitucional inicial, que no implica más que el acuerdo
mutuo sobre alguna estructura de derechos, mueve el resultado, en
términos generales, en dirección nordeste, limitada según lo
indicado por las líneas de puntos dibujadas desde D. Supongamos
que el acuerdo de hecho cambia las posiciones de utilidad a C. En el
modelo de un solo bien, ya no es posible seguir comerciando y se
llega a la frontera de posibilidades de utilidad para la comunidad de
dos hombres. Sin embargo, en el modelo de muchos bienes puede
resultar mutuamente beneficioso que el comercio continúe con
bienes específicos, lo cual siempre será posible si difieren los gustos
y si las asignaciones acordadas no se corresponden de manera
precisa con los paquetes de bienes finales que se prefieren.
Figura 2.2
Parece haber pocas razones para predecir una correspondencia
precisa de este tipo, aunque es posible que esté presente una cierta
tendencia a la correspondencia. En el estado de naturaleza, los
individuos dedicarán más esfuerzo a asegurarse y proteger aquellos
bienes finales que figuran relativamente alto en su propia
clasificación de preferencias. Es más, en la negociación conceptual
respecto a qué derechos aceptar, los individuos tienden a sacrificar
bienes que en relación valoran menos que los bienes que consiguen
a «cambio». Las habilidades relativas para obtener y defender
bienes, y para asegurárselos en la negociación conceptual, no tienen
por qué corresponderse estrechamente con los valores relativos que
los distintos participantes adscriben a los bienes. Dada cualquier
combinación de estos elementos que genere una ausencia de
correspondencia precisa entre las dotaciones acordadas
originalmente y los paquetes preferidos en la situación óptima, se
puede comerciar, y este comercio moverá las posiciones de utilidad
más hacia el nordeste, con los límites del comercio posconstitucional
marcados por las líneas de puntos que parten de C. En algún
equilibrio de comercio, digamos E, se alcanza la frontera de
posibilidades de utilidad. El contrato constitucional implica el
movimiento inicial de D a C; el contrato posconstitucional implica el
movimiento de C a E. Los economistas se han ocupado casi
exclusivamente del último, dejando de lado el primero[29].
Se puede seguir llevando a cabo clasificaciones que resulten más
familiares para los economistas, dentro del marco de los contratos o
intercambios posconstitucionales. El movimiento de C a E puede
tener lugar mediante dos tipos de proceso. En el primero, los
individuos intercambian bienes que compiten en cuanto a uso y que
son totalmente parcelables o divisibles entre personas, tanto en la
etapa de asignaciones iniciales de derechos como en la etapa de
consumo final. Si X e Y son dos bienes de este tipo, y el individuo A
obtiene en el inicio derechos sobre una cantidad relativamente
mayor de X, le cederá unidades a B a cambio de unidades de Y. Este
comercio, que podemos denominar comercio de bienes privados,
usando la terminología convencional, se institucionalizaría mediante
mercados cuando se interrelacionen grandes números de
comerciantes potenciales.
Sin embargo, puede que sigan existiendo beneficios mutuos más
allá de estos que se lograrían mediante el comercio de bienes que
son en esencia divisibles. Es posible que el consumo conjunto de
algunos bienes sea relativamente eficiente en comparación con el
consumo por separado. Para ilustrarlo, supongamos que los dos
bienes X e Y compiten en cuanto al consumo de A y de B, pero que
el bien Z puede potencialmente satisfacer las demandas de las dos
personas al mismo tiempo y que no hay rivalidad en el consumo con
respecto a Z. Seguimos suponiendo que estamos examinando una
economía sin producción en la que las provisiones iniciales de bienes
son distribuidas de manera arbitraria. En este escenario, tal vez surja
alguna pregunta en cuanto a por qué Z, definido como un bien
puramente público para utilizar de nuevo la terminología
convencional, debería ser incluido en la categoría de «escaso», con
los derechos individuales a disponer de él asignados en un contrato
inicial en la etapa constitucional. Si se lo trata con independencia de
todos los demás bienes, no habría necesidad de ninguna asignación
de este tipo; de hecho, una forma de describir un bien puramente
colectivo o público es decir que no presenta ningún problema de
distribución[30]. Pero cuando el conflicto en la distribución
caracteriza otros bienes privados o divisibles, X e Y en este ejemplo,
es posible que los individuos traten de establecer derechos sobre la
distribución de Z como forma indirecta de obtener una mayor
cantidad de X y de Y en el proceso de negociación posconstitucional.
Esto adquirirá mayor relevancia a medida que, posteriormente en el
libro, nos movamos en dirección a modelos más complejos y más
realistas. En cualquier caso, damos por sentado aquí que la
asignación de derechos acordada le aporta tanto a A como a B
cantidades netas tanto de bienes privados como de los
potencialmente públicos. A título ilustrativo, supongamos que esta
estructura asigna todas las unidades de X a A, y todas las unidades
tanto de Y como de Z a B. El comercio de bienes privados, X e Y,
procede de la manera ortodoxa. Para el bien que no compite en el
uso final, Z, el individuo B aceptará poner parte (todo) a disposición
compartida de A si A paga alguna cantidad oportunamente
negociada de X, que sí compite en el uso final[31]. Esta clase de
«comercio» con respecto a Z es de un tipo diferente al comercio
entre personas de bienes y servicios comunes que compiten en el
consumo. El cambio de posición de una comunidad representado por
el movimiento de C a E en la figura 2.2 se logra mediante alguna
combinación de comercio de bienes privados y de comercio de
bienes públicos, de los cuales ambos tienen lugar dentro de los
límites definidos por el contrato constitucional.
DE LOS PEQUEÑOS A LOS GRANDES NÚMEROS
Antes de pasar del modelo de dos personas al de n personas, quizá
resulte útil resumir el esquema conceptual que se ha desarrollado.
Desde una
1. distribución natural, se negocia un
2. contrato constitucional, desde el que a su vez se hace posible un
3. contrato posconstitucional, mediante
a) comercio de bienes privados (bienes que compiten en cuanto
al consumo) y/o
b) comercio de bienes públicos (bienes que no compiten en
cuanto al consumo).
Cuando introducimos un gran número de participantes, es posible
que las negociaciones tengan lugar entre subgrupos o entre
coaliciones contenidas en la comunidad más grande y más inclusiva.
Es posible, por lo tanto, que se conciba una «distribución natural»
en cualquiera de los varios niveles de agregación. En un extremo,
que podríamos llamar la distribución natural pura, no existe ninguna
coalición, y cada persona actúa estrictamente por su cuenta en una
«guerra» auténticamente hobbesiana de todos contra todos. Sin
embargo, desde esta base se pueden hacer «contratos
constitucionales» entre miembros de grupos de dos o más personas
cualesquiera, que tengan asignaciones internas de derechos,
mientras continúa el conflicto entre los distintos grupos. En esos
niveles, los subgrupos o las coaliciones (algunos de los cuales
pueden tener solo un miembro) son, en cuanto a la distribución
natural, plenamente análogos a lo que se ha descrito para el modelo
de dos personas. El proceso de internalización contractual puede
proceder a medida que los subgrupos se hacen más grandes hasta
llegar a algún proceso de negociación final que incorpore a todas las
personas de una comunidad en una sola estructura constitucional.
El contrato constitucional final o definitivo establecerá los
derechos asignados a cada persona en la comunidad inclusiva. Y
cada persona verá mejorada su posición respecto a la que podría
haber disfrutado en cualquier otra de las distribuciones naturales
mencionadas más arriba, porque no tendrá que dar o contribuir con
su esfuerzo para la defensa y la depredación, ni como individuo que
actúa por su cuenta ni como un miembro que contribuye al
subconjunto de la comunidad total[32]. De esta forma, la segunda
etapa de negociación, la posconstitucional, puede comenzar. En este
punto, el cambio del modelo de dos personas al de n personas
introduce otras diferencias con importantes resultados. En lo
referente al comercio de bienes privados, los intercambios pueden
llevarse a cabo de la manera ortodoxa que los economistas han
tratado exhaustivamente. Se formaran instituciones de mercado; se
restringirán los márgenes de negociación por la presencia de
alternativas múltiples para cada comprador y cada vendedor de
bienes; los resultados tenderán a ser más determinados que en el
escenario de números pequeños. El punto importante que hay que
subrayar, en lo que me concierne, es que estos intercambios de
bienes privados todavía tienen lugar entre pares de comerciantes
separados, entre compradores individuales y vendedores
individuales. Cada intercambio sigue siendo una transacción entre
dos partes, como en el modelo simplificado, pese a la suma de
números. No hay necesidad de incluir a todos los miembros de la
comunidad en cada contrato. Aquí no hay nada susceptible de ser
clasificado como «contrato social».
Más allá de todos estos intercambios de bienes privados, es
posible que sigan existiendo otros excedentes potencialmente
concretabas mediante «comercios» de bienes y servicios públicos o
de consumo colectivo, aquellos que pueden satisfacer de manera
simultánea las demandas de todas las personas en el grupo. En
referencia a nuestro sencillo ejemplo, supongamos como antes que
Z es un bien público de este tipo, que pueden consumir en conjunto
y simultáneamente todos los miembros de, digamos, una comunidad
de tres hombres, A, B y C. Demos por sentado como antes, que toda
la provisión disponible de Z está a disposición del individuo B según
los términos del contrato constitucional básico. Pueden hacerse
«comercios» que impliquen una transferencia de bienes privados
divisibles de A y C a B a cambio de la aceptación de este último de
que Z esté disponible para el consumo en común. El punto que hay
que subrayar aquí es que, en semejante comercio, todos los
miembros del grupo consumidor final deben entrar directamente en
las negociaciones contractuales respecto a la provisión del bien
público. No es posible reducir una red de intercambio económico a
transacciones separadas entre dos personas. Esta característica
diferencia de manera categórica el comercio de bienes públicos del
comercio de bienes privados cuando se involucran grandes números.
El primero, el comercio de bienes públicos, hace surgir de nuevo
algo parecido al «contrato social», comparable en cuanto a números
de participantes con el contrato constitucional que delinea los
derechos individuales.
Antes de que podamos seguir desarrollando las implicaciones de
esta similitud, y la confusión que alimenta la similitud, hay que
aclarar ciertas ambigüedades. A efectos de la exposición, he dado
por sentado que todos los bienes escasos caben en un extremo u
otro: son un bien privado puro o un bien público puro[33]. Es más,
he supuesto de manera implícita que la «amplitud de la naturaleza
pública» de todos los bienes en lo que respecta a la clasificación de
bienes públicos llega precisamente hasta los límites de la membresía
a la comunidad inclusiva. Este supuesto es tal vez más restrictivo
aún que la clasificación polar. Es posible que existan muchos bienes
que pueden ser considerados «públicos» o «colectivos» en distintos
números de consumidores pero que, al mismo tiempo, pasan a
competir plenamente rivales en cuanto al consumo, a medida que se
incrementa el número de usuarios. Es posible que el tamaño del
«club» consumidor que cumple los criterios de eficiencia sea muy
inferior al conjunto de los miembros de la comunidad[34]. Si estos
«clubes» son pequeños, en relación con el tamaño de la comunidad
total, pueden surgir instituciones de mercado que internalizarán los
arreglos contractuales requeridos, aunque se violen las
características de intercambio por pares de los mercados puros. A
nuestros efectos, una vez que reconocemos que gran parte del
sector no colectivo puede contener combinaciones de números
pequeños de este tipo, podemos tratar todos los «comercios» en los
que no están implicadas fracciones sustanciales de la comunidad
total como si fueran de «bienes privados». En términos un tanto más
prácticos, esto equivale a descuidar la toma de decisiones de los
gobiernos locales como tal.
Se infiere del análisis que el «proceso del contrato social»,
definido como aquellas negociaciones en las que están implicados
todos los miembros de la comunidad, puede tener lugar
conceptualmente en dos niveles o escalones: en cierta etapa inicial
del contrato constitucional, en la que se llega a un acuerdo respecto
a una asignación de derechos individuales, y en una etapa
posconstitucional en la que los individuos alcanzan un acuerdo sobre
las cantidades y las cuotas de costes de bienes y servicios
consumidos conjuntamente. Esencialmente en cada nivel surgen los
mismos problemas, problemas creados en gran medida por la
necesidad de incluir a un gran número de personas en los mismos
acuerdos contractuales. El mero coste de lograr un acuerdo respecto
a cualquier resultado se incrementa de manera pronunciada a
medida que aumentan los números. En un comercio entre dos
partes, solo tienen que ponerse de acuerdo el único comprador y el
único vendedor. Esta diferencia de número por sí sola contribuye a
diferencias sustanciales de costes. Pero la ausencia de alternativas
exacerba el logro de un acuerdo en negociaciones con múltiples
participantes. Puede ser que no resulte exageradamente costoso que
un número muy grande de personas llegue a un acuerdo si cada
participante tiene a su disposición otros caminos para conseguir
objetivos comparables. En la medida en que un individuo tiene otras
oportunidades puede retirar su participación del grupo grande si un
acuerdo propuesto no entra dentro de sus preferencias definidas en
un sentido amplio. Sin embargo, cuando hay una única comunidad
inclusiva, la necesaria participación de todos los miembros elimina
las perspectivas de alternativas efectivas. Ya no son los gobiernos
locales, sino los estados nacionales, desde los cuales normalmente
solo se puede emigrar con un coste significativo para el individuo,
los que pasan a ser las unidades organizativas del mundo real a las
que se aplica el análisis de manera más directa.
En este punto hay que hacer una aclaración final para no dar la
sensación de que el análisis en capítulos subsiguientes resulta
inconsistente. La aclaración se relaciona con la delineación o
asignación de derechos individuales que surge del contrato
constitucional. Es esencial que se reconozca la variabilidad potencial
que tiene la especificación de los derechos de los individuos. El
acuerdo potencial puede ir desde una asignación que invoque
relativamente poca «ley» en el sentido formal, hasta una asignación
que restrinja de manera rígida el comportamiento individual en
muchas dimensiones de ajuste. Una asignación de derechos no es
una elección de todo o nada. Ceteris paribus, la libertad inherente en
el orden anarquista sin ley, es el estado de cosas más conveniente.
La medida en la que un individuo, o la comunidad de individuos,
estén dispuestos a cambiar la libertad aún presente en la jungla
hobbesiana por la estabilidad prometida en regímenes con grados
variados de restricción formal dependerá de lo mala que sea la
jungla, del valor que se adscriba al orden, del coste de hacerlo
cumplir y de muchos otros factores, algunos de los cuales se
discutirán posteriormente.
3
El contrato posconstitucional.
La teoría de los bienes públicos
En este capítulo hablaré en más detalle de la categoría 3b en el
esquema conceptual. Esta categoría incluye los acuerdos entre
muchas partes, los auténticos «contratos sociales», que pueden
tener lugar después de que 1) se asignen derechos individuales en el
contrato constitucional, y 2) se concreten todos los beneficios del
comercio en bienes estrictamente privados o divisibles. El análisis se
puede resumir bajo el título de «teoría de los bienes públicos»,
definido en sentido inclusivo. El material analítico básico es conocido
para los economistas modernos, pero es posible que el marco de la
discusión sea lo bastante nuevo como para justificar un mayor
análisis.
He modificado el orden lógico sugerido por el esquema en sí
mismo. Este pondría el contrato constitucional conceptual, que
encarna la definición y la asignación de derechos individuales, por
delante y antes del contrato posconstitucional, que encarna el
comercio entre personas tanto de bienes privados como de bienes
públicos, una vez que los derechos se han definido y son
mutuamente aceptados. He invertido el orden del análisis por
razones didácticas. La teoría del contrato y del intercambio
posconstitucional, sea esta la teoría del comercio en bienes privados
(los dominios de la teoría microeconómica ortodoxa) o la teoría del
comercio de bienes públicos, es menos compleja que la del contrato
constitucional. De hecho, es en gran medida debido a que no se
presta atención a las complejidades de este último que estamos en
posición de desarrollar análisis sofisticados y rigurosos del segundo
conjunto de interacciones personales.
Exceptuando un párrafo introductorio en la sección que sigue,
también dejaré de lado la categoría más importante del contrato
posconstitucional en sí mismo: el intercambio de bienes y servicios
privados o divisibles. En parte esta omisión se debe al extendido
conocimiento de esta teoría. Pero, lo que es más importante, es mi
objetivo más amplio en este libro lo que justifica esta aparente
laguna en el tratamiento. La teoría ortodoxa del intercambio de
bienes privados no es en sí misma fuente de gran confusión en
cuanto a la función del Estado. No se puede decir lo mismo de la
teoría complementaria de los bienes públicos.
Como limitación adicional, se pondrá el énfasis en el «proceso del
contrato social» posconstitucional en su forma más pura. No trataré
los temas analíticos y prácticos interesantes que surgen cuando el
carácter conjunto del consumo y/o las eficiencias de la no exclusión
sugieren que hay tratos entre muchas partes por sobre grupos de
menor tamaño que la comunidad total, cuyo número de miembros
se supone que se estableció de manera exógena[35]. Es decir, no se
examinarán ni el federalismo fiscal ni la teoría de los clubes[36]. La
discusión de estas cuestiones, aunque son intrínsecamente
interesantes, distraería la atención de los problemas del contrato
social entre muchas personas que quiero discutir en este libro.
En este capítulo seguiré trabajando en el marco de lo que es en
esencia un modelo atemporal: se da por sentado que los contratos
se implementan de manera inmediata, y que lo hacen las mismas
personas que participan en el acuerdo.
LOS FRACASOS DEL MERCADO Y EL PROBLEMA DEL FREE-RIDER[37]
Si los derechos individuales están bien definidos y son mutuamente
aceptados por todas las partes, las personas tendrán una motivación
para iniciar de manera voluntaria un comercio de bienes y de
servicios parcelables, aquellos que se caracterizan por una
divisibilidad total o casi total entre distintas personas o grupos
pequeños. Es decir, del comportamiento de los individuos que los
lleva a buscar el interés propio surgirán mercados de manera más o
menos espontánea, y el resultado será beneficioso para todos los
miembros de la comunidad. Los beneficios posibles del comercio se
aprovecharán al máximo, y todas las personas estarán mejor de lo
que lo habrían estado si se hubieran quedado en sus posiciones
posconstitucionales originales, con dotaciones y habilidades bien
definidas enmarcadas en una estructura de derechos humanos y de
propiedad legalmente aplicables. El genio de los filósofos de la moral
del siglo XVIII (especialmente Mandeville, Hume y Smith) está en su
descubrimiento y aplicación de este principio sencillo, que se ha
elaborado de distintas formas en la teoría económica moderna;
principio que, de manera directa o indirecta, sirvió como base para
organizar las instituciones responsables del progreso económico
posterior a la Ilustración en el mundo occidental.
Una característica crítica del orden espontáneo y eficiente de los
mercados es el escenario contractual de dos partes que sirve para
reducir a niveles mínimos los costes de concretar un acuerdo o una
transacción. Los intercambios se consuman cuando se establecen los
términos, y solo dos personas necesitan llegar explícitamente a un
acuerdo. Es más, el hecho de que los intercambios entre dos
personas estén vinculados en una red de opciones alternativas
facilita más que retrasar el acuerdo respecto a los términos. Al
incrementarse los números se multiplican las alternativas posibles
que están a disposición de los compradores y vendedores
individuales, y se reduce el margen de disputas en el marco de
intercambios particulares y entre socios comerciales específicos[38].
La fuerza de la teoría moderna de los bienes públicos o de
consumo colectivo está en la demostración de que los mercados no
surgen ni producen resultados tolerablemente eficientes cuando los
contratos potenciales requieren el acuerdo simultáneo de muchas
partes. Ninguno de los elementos de los mercados de bienes
privados a la hora de generar eficiencia está presente en el modelo
de bienes públicos puros. Los costes de concretar un acuerdo o una
transacción son mucho más altos debido al gran número de
personas que deben participar en el mismo trato o intercambio. Y
esta característica inclusiva en sí misma tiende a eliminar las
posibles alternativas para los participantes; alternativas que reducen
el margen en el que podrían quedar los términos de intercambio. El
contraste conductual básico entre el intercambio de bienes privados
y el intercambio de bienes públicos a menudo se señala mediante la
referencia al «problema del free-rider» en este último, aunque esta
terminología en sí es en cierta medida engañosa.
En el comercio sencillo de bienes divisibles entre dos partes, cada
participante es consciente de que el comportamiento de su socio en
el comercio depende directamente de sus propias acciones. Si tú
tienes naranjas y yo tengo manzanas, y yo quiero algunas de tus
naranjas, sé que mis deseos solo se pueden satisfacer cediendo
manzanas, pagando un precio. Definitivamente no puedo esperar
que me ofrezcas naranjas con independencia de mi propio
comportamiento, y tampoco podría esperar tomar las naranjas sin
que tú invocaras derechos de propiedad. Si trato de hacerlo, o trato
de renegar de un contrato que he establecido, no puedo suponer
que me libraré de los costes resultantes de un colapso en el
intercambio. No hay forma de que yo pueda esperar obtener las
naranjas sin coste. El escenario conductual para un intercambio o un
contrato en bienes no divisibles o públicos es notablemente distinto.
Supongamos que muchas personas (1, 2, …, n) quieren que se haga
algo, algún «bien» que no compite en absoluto en lo que respecta al
uso. El ejemplo de David Hume del drenaje de la pradera del pueblo
es ilustrativo[39]. Supongamos que cada uno de los muchos
aldeanos sabe que el drenaje podría beneficiarlo a él personalmente
si los costes se repartieran por igual entre todos los miembros del
grupo. Sin embargo, la situación en que otros drenan la pradera es
todavía más conveniente para el individuo, y le permite escaparse
sin hacer ninguna contribución. Cada persona se verá motivada aquí
a abstenerse de iniciar voluntariamente la acción en la medida en
que espera que su propio comportamiento sea independiente del de
otros participantes en la posible interacción social.
Cada persona tiene, por lo tanto, un incentivo para convertirse en
un free-rider, alguien que obtiene los beneficios del bien o servicio
de consumo conjunto sin participar plenamente en el reparto de su
coste. Como se apuntó arriba, esta terminología del free-rider es en
cierta medida engañosa, en el sentido de que sugiere un
comportamiento estratégico por parte del participante individual. Sin
embargo, solo habrá un comportamiento estratégico diseñado para
ocultarles a otros las preferencias verdaderas del individuo respecto
al bien público si el grupo en sí mismo es pequeño y si el individuo
reconoce que su propio comportamiento puede afectar a otros.
Cuando trabajamos con números grandes, el escenario conductual
es muy distinto, aunque sus resultados son similares. Aquí el
participante individual no se comporta de manera estratégica con
respecto a los demás; trata el comportamiento de los otros como
parte de su entorno, y no considera que su propia acción pueda
ejercer ninguna influencia en la de otros en el grupo que comparte.
En este escenario, el individuo maximiza su utilidad al abstenerse de
hacer una contribución personal para la provisión y el financiamiento
del bien o servicio compartido. En ambos casos, algunos de los
posibles beneficios del comercio que están disponibles para todos los
miembros del grupo no surgirán de manera espontánea, incluso si
los derechos individuales iniciales están bien definidos y se hacen
cumplir. Los intercambios de bienes públicos auténticos no se
consumarán voluntariamente en el mismo marco institucional que
facilita los intercambios de bienes privados[40].
INTERCAMBIO Y UNANIMIDAD
A título descriptivo, puede decirse que los intercambios comunes de
bienes privados tienen lugar bajo una unanimidad implícita. Es decir,
si un comprador y un vendedor se ponen de acuerdo respecto a los
términos, tiene lugar un intercambio y todos los miembros de la
comunidad más allá de esta relación entre dos partes dan su
consentimiento al resultado. No se requiere un acuerdo explícito por
parte de estas personas ajenas, y si alguien de este grupo hubiera
querido interferir con algún intercambio observado, tenía la opción
de ofrecer términos más favorables bien al comprador o bien al
vendedor. Siempre que los efectos externos o de desbordamiento
producidos por el intercambio no sean significativos, el comercio
entre dos partes con una unanimidad implícita de este estilo
satisface los criterios de eficiencia[41]. Sin embargo, si las
características de los bienes son tales que todos los miembros deben
participar explícitamente en los acuerdos eficientes que impliquen
compartir, la unanimidad requerida se hace mucho más formidable.
Todas las personas tienen que ponerse de acuerdo de manera
explícita respecto a los términos del comercio. Es posible que la
eficiencia requiera que toda la colectividad de personas se organice
como una unidad inclusiva para implementar intercambios de bienes
públicos.
Knut Wicksell fue el primer estudioso que reconoció que una
regla de unanimidad en la toma de decisiones colectivas aporta el
análogo institucional del comercio entre dos personas en bienes
estrictamente privados o parcelables[42]. Sin embargo, la coalición
inclusiva de comerciantes que se requiere para aprovechar
plenamente todo el posible excedente no surgirá de manera natural
o espontánea del comportamiento privado, centrado en maximizar la
utilidad, de personas que se encuentran en una interacción relativa a
bienes públicos puros. Esto sigue siendo cierto incluso si hacemos
caso omiso de los costes de llegar a un acuerdo o de completar una
transacción que se reflejan en el regateo sobre los términos del
comercio. Es posible que en momentos particulares surja de forma
espontánea un «equilibrio natural» en el que cierta coalición de
personas provee cierta cantidad del bien público y en el que algunos
otros miembros de la comunidad se mantienen al margen como
free-riders, pero estos resultados tenderán a ser ineficientes. Un
análisis cuidadoso muestra que si se quiere cumplir con los criterios
de eficiencia hay que hacer algún «contrato social» entre todas las
personas, un contrato que requiera que todos los miembros de la
comunidad participen en las decisiones colectivas que, a su vez, se
toman bajo una regla de unanimidad. Aquí hay una aparente
paradoja que merece ser señalada. Una regla de unanimidad
garantizará a cada individuo que la acción colectiva no va a
perjudicarlo ni a hacerle daño. Pero los individuos, hasta el momento
en que se organizan específicamente bajo un «contrato social» como
el indicado, no lograrán resultados eficientes de manera privada e
independiente mediante comercios o intercambios voluntarios.
Este hecho plantea una pregunta de cierta importancia para mi
análisis. Un «contrato social» en el que todos los miembros de la
comunidad se ponen de acuerdo para tomar todas las elecciones
colectivas relativas a la provisión y al reparto de costes de un bien
público puro, ¿encarna una coacción como fue definida tan
significativamente? Ex ante, cada participante sabe que conseguirá
beneficios con un contrato tal, beneficios más allá de los que
consigue cuando no se provee nada del bien público puro. Sin
embargo, es posible que los miembros rebeldes de la comunidad
esperen ser capaces de obtener beneficios diferencialmente mayores
quedándose fuera de las coaliciones posibles de reparto de costes
que surgirían para proveer cierta cantidad del bien consumido de
manera conjunta. Dado que, basándonos en nuestros supuestos, la
eficiencia o la condición de óptimo de Pareto no se logra hasta que
todas las personas se integran al acuerdo de comercio, debe haber
beneficios mutuos gracias al comercio entre aquellos que
potencialmente comparten los gastos y cualquier posible free-rider
en este sentido relativo al «contrato social». Por ello, parecería
posible llegar sin coacción a un acuerdo para sumarse a una
colectividad que solo tomara sus decisiones rigiéndose por una regla
de unanimidad. Sin embargo, tal acuerdo podría requerir que a
ciertos miembros del grupo se les permitan ganancias
diferencialmente mayores solo por su falta de disposición a cooperar.
Por otro lado, si se concede este tipo de trato diferencial, podría a su
vez ser inaceptable para las personas que en otras condiciones
aceptarían de manera voluntaria el contrato. El principio básico del
orden político colectivo, el de igualdad de trato, se violaría desde el
principio. Aunque parezca paradójico, la conclusión debe ser que
definitivamente no se puede organizar de manera voluntaria una
colectividad que incluya a todos, aunque sea una que se limite de
manera rigurosa a cierto cumplimiento necesario de una regla de
unanimidad a la hora de tomar todas las elecciones colectivas[43].
UNANIMIDAD, VOLUNTARISMO Y EXCLUSIÓN
Este resultado se modifica si se puede implementar la exclusión. Si
las personas que eligen no sumarse a los arreglos colectivos bajo los
cuales todas las decisiones de reparto de costes deben tomarse por
unanimidad (que es claramente un conjunto de requisitos mínimo)
pueden ser excluidas de todo disfrute de los beneficios subsiguientes
de la provisión de bienes públicos, la eficiencia o la condición de
óptimo de Pareto tenderá a alcanzarse de manera voluntaria incluso
en el caso de los bienes públicos puros, y tenderán a surgir arreglos
para compartir en los que participen todas las personas[44]. No
habrá posibles free-riders dado que cada persona reconocerá que, si
se niega a participar, será totalmente excluida de disfrutar los
beneficios de los bienes públicos, beneficios que se consideran
positivos. En este escenario es posible que la exclusión, como tal, no
llegue a observarse nunca, dado que la certeza de ser excluidas si
permanecen al margen motivaría a todas las personas a sumarse al
contrato básico. Es posible que la exclusión, si se aplica, sea en
algunos casos extremadamente costosa para los que forman parte
del grupo que comparte, y en el caso de un bien que no compita en
cuanto al consumo ni en cuanto al uso, la exclusión es siempre un
desperdicio de recursos. Sin embargo, en la medida en que se sepa
que existen el poder de excluir y la voluntad de excluir, el tipo de
ineficiencia generado por el comportamiento del free-rider ocurrirá
raras veces, o nunca[45].
Para mi análisis, sin embargo, es más importante el problema de
conciliar un poder de exclusión, sea cual sea su coste, con el
supuesto de que se han asignado los derechos de los individuos,
derechos que están bien definidos y que han aceptado mutuamente
todas las partes. Si nos trasladamos aquí al modelo del economista
ortodoxo y los especificamos en dimensiones estrictamente basadas
en mercancías, representando los derechos de propiedad como
reclamos individualizados sobre stocks de recursos y bienes finales,
surgen complejidades. Supongamos que, en una comunidad de n
personas, n − 1 de ellas expresan una disposición a sumarse a un
acuerdo contractual vinculante con el fin de participar en un arreglo
para compartir la provisión de un bien puramente público, y que en
este acuerdo las decisiones relativas a las cuotas de cantidad y coste
se tomen únicamente rigiéndose por una regla de unanimidad.
Cuando se implemente, esto implicaría que cada una de las n − 1
personas ceda una parte de su dotación o stock inicial a «cambio»
del flujo de rendimiento esperado de beneficios de los bienes
públicos. ¿Pero qué pasa con la persona n, que se niega a sumarse
al contrato? Hemos supuesto de manera implícita que, en principio,
es un «miembro de la comunidad», pero no hemos especificado qué
significa exactamente esa condición de miembro. La exclusión del
disfrute de los beneficios del bien público tiene que involucrar una
expulsión total o parcial de la comunidad como tal. Pero este acto no
parece consecuente con la asignación de derechos en el contrato
constitucional básico, la asignación que define a un individuo en
términos de sus dotaciones y derechos iniciales que,
presumiblemente, incorporan una localización física en una
comunidad geográfica junto con una localización «social» en una
comunidad que ha adoptado ciertos derechos de ciudadanía
generalizados. Es posible que la exclusión del disfrute del bien
público implique una intrusión coactiva en los derechos de un
individuo, definidos con independencia de la decisión respecto a los
bienes públicos.
Hay dos vías de escape de esta dificultad lógica. Bien podemos
(1) rechazar la posibilidad lógica de que haya un auténtico contrato
social, incluso en la etapa posconstitucional, y a la vez seguir
definiendo los derechos individuales de la manera que se ha
sugerido, o bien (2) redefinimos la asignación de derechos en el
contrato constitucional para que encarne la exclusión. Como indica el
análisis, este último curso de acción ofrece un modelo más
explicativo para explorar los asuntos complejos del orden social.
Específicamente, propongo que la asignación inicial de derechos
individuales que surge de algún contrato constitucional previo
encarne conjuntos de derechos personales sobre dotaciones de
recursos (humanos y no humanos) definidas físicamente junto con
los títulos para compartir derechos generalizados de ciudadanía,
limitados o restringidos por la negación mínima de esos títulos que
pueda ser necesaria para implementar la exclusión de los beneficios
de la provisión de bienes públicos cuando los titulares expresen su
falta de voluntad para participar en el contrato posconstitucional que
se rige por una regla de unanimidad efectiva. Para ponerlo en
términos un tanto más sencillos, esto significa que la condición de
miembro de la comunidad se define de tal manera que obliga a
participar en el proceso contractual posconstitucional auténtico para
bienes públicos, siempre que se garantice una regla de unanimidad
efectiva. Puesto de manera algo más sencilla, esto quiere decir que
la condición de miembro de una comunidad se define de tal manera
que obliga a participar en el proceso contractual auténtico para los
bienes públicos, siempre que se garantice la vigencia de una regla
de unanimidad eficiente. La obligación toma la forma de una
exclusión de los beneficios de los bienes públicos, exclusión que
puede, si es necesario, requerir la negación de derechos específicos
de «propiedad privada»[46].
Este escenario nos permite analizar el contrato posconstitucional
en un modelo plenamente voluntarista. El individuo, como tal, se
define en términos de los derechos que se le asignan en el contrato
constitucional. Estos incluyen una imputación específica de
dotaciones iniciales junto con la condición de miembro de una
unidad colectiva que toma decisiones de acuerdo con una regla de
unanimidad. El individuo no tiene derecho a retirarse de la
colectividad; hacerlo viola el contrato constitucional de manera tan
clara como tomar físicamente dotaciones o bienes que están
asignados a otras personas. Hay que admitir que esto es una
construcción muy abstracta y poco realista, pero es necesaria para
desarrollar las construcciones más realistas que seguirán. El modelo
sugiere que, incluso cuando restringimos la toma de decisiones
mediante una regla de unanimidad, una colectividad, un Estado,
debe ser un elemento explícito del contrato constitucional y surgir de
él. Los intercambios inclusivos de bienes puramente públicos que
dicta la eficiencia no por fuerza surgirán de manera voluntaria del
comportamiento de los individuos, cada uno de los cuales se define
solo en términos de dotaciones iniciales.
Sin embargo, si hacemos que la condición de ser miembro de
una entidad política organizada de manera explícita sea un
componente inherente de los derechos de cada individuo, y si
restringimos la toma de decisiones de esta unidad a la regla de
unanimidad, podemos hablar en términos voluntaristas del
intercambio entre muchas partes de bienes públicos que incluye a
todos, análogo a los intercambios de bienes privados o parcelables
entre dos partes que se implementan mediante procesos de
mercado. Como reconoció Wicksell, la regla de unanimidad ofrece el
único test definitivo de la eficiencia en intercambios entre muchas
partes, en los que la eficiencia se mide según criterios
individualistas. O, para decirlo de otra manera, cualquier intercambio
entre muchas partes que capture un excedente potencialmente
concretable puede lograr a nivel conceptual la aprobación unánime
de todos los participantes. (En juegos de suma positiva, todos los
jugadores pueden ganar). Sin embargo, para obtener este resultado,
los incentivos de los individuos para invertir en beneficios
distributivos puros se deben reducir o eliminar de alguna manera.
Una regla de unanimidad da a cada uno de los participantes un veto
sobre los resultados finales; pone a cada persona en posición de
negociar de manera bilateral con todas las demás, tratadas como
una unidad. Debido a esta característica, es posible que los costes
de un acuerdo que se rija por una regla de unanimidad sean
extremadamente altos o incluso prohibitivos. Reconociendo esto,
Wicksell mismo estaba dispuesto a proponer una regla de
unanimidad cualificada, un concepto con el que hacía referencia a
algo parecido a cinco sextos del número total de miembros (o sus
representantes) para la adopción de elecciones fiscales.
LOS DERECHOS INDIVIDUALES REGIDOS
POR REGLAS DE NO UNANIMIDAD
En términos de eficiencia institucional, parece necesario alejarse de
la unanimidad a la hora de tomar decisiones colectivas. Sin embargo,
habría que subrayar la importancia de este cambio en cualquier
derivación de un «contrato social» posconstitucional. En El cálculo
del consenso, Gordon Tullock y yo analizamos la elección que
afrontaba un individuo en la etapa del contrato constitucional bajo el
supuesto de que su propia posición en términos de coste-beneficio
en decisiones subsiguientes fuera imprevisible. Derivamos una base
lógica para la adopción de reglas que no llegan a la unanimidad,
aunque no presentamos argumentos en favor de ninguna regla
específica de un conjunto grande de alternativas[47]. De hecho, uno
de nuestros objetivos secundarios era demostrar que no hay nada
único en la regla de la mayoría, la alternativa que más a menudo se
asocia a la acción colectiva no unánime. Pero el problema de
determinar la regla que es preciso elegir para la elección colectiva
posconstitucional no me preocupa en este punto. A mis efectos
presentes, podemos suponer que se ha adoptado cualquier regla
que no llega a la unanimidad, y podemos usar una votación por
mayoría simple a título ilustrativo. Se elige esta regla,
presumiblemente, como una parte del contrato constitucional más
inclusivo que define el conjunto completo de los derechos de los
individuos. Lo que me preocupa es la reconciliación de esta regla de
la mayoría con el concepto de intercambio entre varias partes. ¿Qué
son los «derechos» individuales en este escenario? ¿Podemos
discutir la elección colectiva en términos análogos a los intercambios
voluntaristas de bienes privados? ¿Es necesario analizar las
decisiones colectivas en un marco que sea completamente diferente
del que se aplica para la regla de unanimidad?
Al regirse por una regla de unanimidad, se garantiza que las
decisiones, si es que se toma alguna, serán eficientes, al menos en
el sentido anticipado. El acuerdo individual es señal de una
expectativa del individuo de que los beneficios excedan a los costes,
evaluados en dimensiones personales de utilidad, que pueden o no
incorporar el interés propio definido en términos restringidos. Con un
bien puramente público, los beneficios que obtiene el individuo,
según su evaluación, deben exceder la cuota de costes que el
individuo aceptó, medidos en términos de oportunidades de
conseguir bienes privados de las que desistió. Desde una imputación
inicial de dotaciones o bienes, el intercambio entre varias partes
encarnado en la provisión de bienes públicos traslada a cada
individuo a una imputación final, incluyendo bienes públicos, que se
evalúa como superior en términos de utilidad. Cada persona de la
colectividad se traslada a una posición superior en su propia
superficie de utilidad, o cree que lo hará, como resultado de la
decisión respecto a los bienes públicos que se alcanzó por acuerdo
unánime.
Cuando las decisiones colectivas se toman rigiéndose por reglas
que no llegan a la unanimidad, no se garantizan resultados de este
tipo. En una votación por mayoría simple, por ejemplo, es posible
que una persona encuentre que una decisión por mayoría para la
provisión de bienes públicos la traslada a una posición inferior en su
superficie de utilidad, no superior. ¿Cuáles son sus «derechos» en un
cambio posconstitucional tal? Parecería que, para la persona en
cuestión, este tipo de cambio apenas podría llamarse un «contrato».
Le quitan bienes que valora en contra de su deseo expreso. Se
ejerce aparentemente sobre él una coacción similar a la que ejerce
el matón que se lleva su billetera en Central Park. Esta forma de
hablar es habitual, pero tiende a tapar muchas cosas que requieren
un análisis cuidadoso. El ladrón se lleva la billetera de la víctima.
Deberíamos estar de acuerdo en que aquí está implicada una
auténtica coacción víctima, el ladrón y las partes externas están de
acuerdo en los derechos de propiedad y los aceptan. La billetera era
de la víctima por derecho de propiedad asignado y reconocido. ¿Es
comparable esto con la situación de ciudadano que se encuentra con
que debe, por miedo a un castigo, pagar impuestos por bienes
públicos que exceden las cantidades que él podría contribuir
voluntariamente? La colectividad, que actúa bajo la dirección de la
coalición de toma de decisiones efectiva autorizada en el contrato
constitucional conceptual, ¿es análoga al ladrón? Es indudable que
muchas personas perciben a la colectividad con esta imagen, y no
solo aquellas cuyas utilidades puedan reducirse directamente en un
momento particular.
Esta es una de las fuentes principales de confusión en el debate
moderno de la política social, y guarda relación con la paradoja del
gobierno que examinaremos en más detalle en el capítulo 6. Si, tal
como hemos postulado, los derechos individuales se definen como
derechos de hacer cosas con respecto a algún conjunto inicial de
dotaciones o de bienes, junto con la condición de miembro de una
colectividad a la que se le otorga el poder de actuar rigiéndose por
reglas que no llegan a la unanimidad, y ademas si estos derechos
fueran mutuamente aceptados, se vuelve inconsistente y
contradictorio consigo mismo que una persona diga que sus
«derechos» se incumplen en el mero proceso de elaboración de las
reglas de decisión colectiva que fueron autorizadas
constitucionalmente. En este punto vale la pena recordar de nuevo
que el análisis sigue siendo atemporal. Estamos suponiendo que las
mismas personas participan en el contrato constitucional conceptual
y en los ajustes posconstitucionales. De esto se desprende que, si se
hace un contrato constitucional que define a las distintas personas
en términos de derechos de propiedad, y si se entiende ampliamente
que estos derechos incluyen la condición de miembro de una
organización política que tiene autorización para tomar decisiones
colectivas rigiéndose por reglas que no llegan a la unanimidad, cada
persona debe haber aceptado en esta etapa previa las limitaciones
de sus propios derechos que podría producir este proceso de
decisión. (Nótese que esta afirmación no implica por fuerza que el
contrato constitucional previo sea en si mismo óptimo o eficiente.
Nótese además que la justicia o injusticia de este contrato es
irrelevante aquí).
Para aclarar el análisis, será útil distinguir dos estructuras
institucionales que permiten alejarse de una regla de unanimidad
para la acción colectiva. En la primera, las decisiones colectivas se
toman por medio de un acuerdo que no llega a estar completo por
parte de todos los miembros de la comunidad, pero estas reglas
tienen limitaciones externas para garantizar resultados que podrían,
conceptualmente, haberse logrado por unanimidad, sin dificultades
en la negociación o en el acuerdo. Es decir, los resultados generados
por las elecciones colectivas deben dominar a las posiciones previas
a la elección para todos los miembros de la comunidad, evaluados
en una dimensión de utilidad. En este marco restringido, parece
legítimo referirse a la acción colectiva como un contrato o
intercambio indirecto. La regla de decisión que encarna un acuerdo
que no llega a estar completo es necesaria para evitar los efectos
conductuales de una regla de unanimidad, pero la intención de la
regla sustituta es lograr propósitos esencialmente similares. Incluso
si un individuo pudiera haber hecho una elección diferente respecto
a ese resultado que produce la regla sustituta, ha experimentado
una mejora neta en su utilidad mediante la participación en la
colectividad. Como sugerirá el análisis posterior, este alejamiento
restringido de la unanimidad no carece de aplicación en el mundo
real.
En el segundo conjunto de instituciones que se examinan, las
reglas de decisión colectiva no están restringidas, y cuando se
abandona la unanimidad un individuo puede encontrarse de hecho
padeciendo pérdidas netas de utilidad mediante la «participación».
Es decir, puede terminar en un nivel de utilidad inferior al que podría
haber sido capaz de mantener en ausencia total de acción colectiva.
(Recuérdese que seguimos suponiendo que ha habido una
aceptación mutua de derechos sobre dotaciones inicialmente
definidos). Parecería un uso impropio del lenguaje llamar a este
proceso «contractual». En este caso, a un individuo la acción
colectiva le puede parecer equivalente a la adoptada por el matón en
el parque, o peor. Incluso aquí, sin embargo, es necesario tomarse el
trabajo de especificar exactamente qué protección ofrece al
individuo el contrato constitucional frente a las decisiones
explotadoras colectivas o gubernamentales. Si la constitución
encarna acción colectiva sin restricciones bajo reglas que no llegan a
la unanimidad, el individuo no es realmente «propietario» de las
dotaciones o stocks iniciales de manera en absoluto análoga a la
«propiedad» en la estructura institucional opuesta. La «propiedad
privada» adquiere en este escenario un significado totalmente
diferente, un significado que es necesario explorar en un grado de
detalle considerable. Antes de tal exploración, sin embargo, será útil
presentar la estructura alternativa de manera un poco más
sistemática[48].
Contrato indirecto regido por reglas de decisión
que no llegan a la unanimidad
Podemos discutir la primera de las dos alternativas con ayuda de un
modelo sencillo de dos personas y un solo diagrama. En la figura 3.1
medimos la utilidad de una persona, A, en el eje de ordenadas y la
utilidad de la otra persona, B, en el de abscisas. (La construcción es
similar a la de la figura 2.2 en el capítulo 2.) La utilidad que alcanza
cada persona a partir del establecimiento del contrato constitucional
se muestra en C. El comercio entre las dos personas en bienes
divisibles o privados traslada la posición a E. Sigue habiendo, sin
embargo, beneficios del comercio adicionales que se pueden lograr
gracias a la provisión de un bien que se consume en conjunto. (Aquí
se trata el modelo de dos personas como análogo a un modelo de
muchas personas; en una interacción real entre dos personas,
surgirían pocos problemas para llegar a un acuerdo para compartir
de manera conjunta o colectiva). Si el grupo puede alcanzar un
acuerdo rigiéndose por una regla de unanimidad, se garantiza que
un resultado final estará contenido en el cuadrante nordeste a partir
de E, el área limitada por las líneas de puntos que parten de E. Sin
embargo, al prolongar el modelo al mundo de muchas personas
hemos dado por sentado que no es factible utilizar una regla de
unanimidad efectiva y que se adopta constitucionalmente alguna
variante que no llega a la unanimidad. En la ilustración de dos
personas, esto significa que las decisiones para el grupo las tomará
una u otra de las dos personas, o A o B, y con independencia de las
preferencias de la otra.
Figura 3.1
Suponemos que las decisiones colectivas se limitan a la compra,
provisión y financiación de un solo bien puramente público. Nótese
que este supuesto, en sí, restringe rigurosamente el conjunto de
resultados que son posibles. En el mejor de los casos, el único
soberano podría imponerle a su cohorte todos los costes del bien a
la vez que provee el bien hasta alcanzar sus propios niveles de
saciedad. Sin embargo, esta restricción por sí sola no sería por lo
general suficiente para asegurar que los resultados caigan dentro del
área de intercambio indirecto limitada por las líneas de puntos de la
figura 3.1. Como restricción adicional, consideremos que el contrato
constitucional básico especifica también una institución encargada
de cobrar impuestos. Es decir, hay requisitos constitucionales que
dicen que el bien público único debe financiarse por medio de una
estructura impositiva específica. Podríamos seleccionar cualquiera de
los patrones de impuestos que nos resultan familiares, como hacer
cobros iguales por cabeza, impuestos proporcionales sobre los
ingresos, impuestos progresivos sobre los ingresos, u otros. En este
escenario, si la institución impositiva se elige de manera adecuada,
es posible que los resultados generados con la regla de un solo
hombre sean beneficiosos, en el sentido neto, para las dos personas.
En la idealidad, la elección de la estructura impositiva podría hacer
irrelevante la regla de decisión colectiva, porque todas las reglas
producirían el mismo resultado[49]. Por supuesto, el impuesto ideal
no se seleccionaría en el nivel constitucional. Pero con alguna
elección practicable de estructura impositiva junto con una limitación
de la acción colectiva a la provisión de bienes públicos auténticos
podríamos predecir de manera convincente que los resultados
estarían limitados al área Pareto superior. Consideremos los patrones
de demanda mostrados en la figura 3.2, como suplemento de la
figura 3.1, y supongamos que se requieren impuestos iguales por
cabeza. Si el individuo A es el soberano, elegirá una cantidad Qa; si
el individuo B es el soberano, elegirá Qb. Nótese que, en cada caso,
el no soberano todavía estará disfrutando de un excedente fiscal
neto mediante su participación en el arreglo sobre los bienes
públicos Podríamos representar estos distintos resultados en la
figura 3.1 como las posiciones A* y B* respectivamente. Nótese que
ambas caen cómodamente dentro de los límites del conjunto Pareto
superior.
Esto significa que o bien A* o B* podrían conceptualmente
haberse alcanzado con el funcionamiento de una regla de
unanimidad, dado el patrón aleatorio de la negociación hacia una
solución que podría haber generado tales resultados. Dada la
institución impositiva postulada, el no soberano B, no estará
satisfecho en A* o Qa. No estará plenamente ajustado en el margen
en relación con la cantidad de bienes públicos y el precio en
impuestos Si se convirtiera en soberano, preferiría trasladarse a B*,
y Qb. Por lo tanto, estará «descontento» con la decisión impositiva-
presupuestaria que le impone A con la solución de A*. Los mismos
resultados aplicarían a su vez a A si él fuera el no soberano.
Por supuesto, distintas restricciones generaran resultados
diferentes, incluso con reglas de decisión idénticas. Supongamos
ahora que A sigue siendo quien toma las decisiones colectivas, pero
que en lugar de impuestos por cabeza se requieren impuestos
proporcionales sobre el ingreso. Es más, consideremos que B tiene
ingresos mayores que A, como indican las posiciones DA y DB en la
figura 3.2. Este impuesto tenderá a reducir la cantidad de bien
preferida por B y a incrementar la que prefiere A. Con este esquema
impositivo, el individuo A podría óptimamente elegir Qa* y el
individuo B podría elegir Qb*. Las posiciones de utilidad logradas
bajo la regla alternativa de un solo hombre se muestran como A** y
B** en la figura 3.1. Según la representación, los dos permanecen
en la región Pareto superior respecto a la posición inicial, E. Este
ejemplo sugiere que es posible que exista un conjunto completo de
instituciones impositivas y presupuestarias, o más en general, de
restricciones constitucionales de los procesos fiscales, que
garantizarían que las reglas de no unanimidad funcionen de manera
efectiva como instrumentos para producir lo que hemos denominado
el «intercambio indirecto» entre individuos para los bienes
puramente públicos.
Figura 3.2
Es importante reconocer, a la vez, el objetivo y los límites de las
restricciones constitucionales que es posible imponer al
funcionamiento de reglas de no unanimidad para la toma de
decisiones colectivas en la etapa posconstitucional de la interacción
social. Para mantenernos dentro de lo que podríamos llamar límites
contractuales amplios, es necesario asegurarles a los individuos que,
en el cálculo neto, la política operativa producirá beneficios para
ellos, y no daños. Sin embargo, no hay nada en la «estructura de
intercambio» de los bienes públicos que determine que la
distribución de los beneficios del comercio sea única, nada que sea
análogo a la distribución única del comparable excedente neto
factible en el comercio de bienes privados, ningún vector de precio
único que surja de una reiteración idealizada del proceso
contractual. Por esta razón, es posible que haya variaciones
considerables en la estructura político-institucional, en las reglas, sin
empujar los resultados más allá de los límites de la mutualidad de
beneficios entre todas las partes. En el lenguaje de la teoría de
juegos, el núcleo del juego de los bienes públicos es
considerablemente más inclusivo que el del juego de los bienes
privados[50].
En un régimen que tenga pagos compensatorios perfectos y cero
costes de transacción, se generará un único resultado asignativo
para la provisión de un bien puramente público solo si la
retroalimentación mediante el efecto renta se deja de lado o está
ausente. Sin embargo, cualquier resultado asignativo que se logre
puede en sí mismo alcanzarse desde cualquier segmento de un
conjunto completo de patrones distributivos. Un resultado asignativo
requiere que los precios marginales que afrontan distintos
participantes guarden alguna relación específica unos con otros. No
hay una relación comparable entre precios medios. Las limitaciones
relativamente laxas que imponen las restricciones del «intercambio
indirecto» solo requieren que todas las personas logren beneficios
netos. En el escenario más general en el que los pagos
compensatorios son costosos, las restricciones también permiten
alejamientos considerables de la obtención de una eficiencia
asignativa idealizada. La condición necesaria es solo que el
intercambio de bienes públicos, concebido como juego, sea de suma
positiva para todos los participantes. No hay necesidad de que se
maximicen las recompensas agregadas. En la medida en que las
reglas ejerzan una influencia sobre las recompensas totales, la
eficiencia asignativa prevista pasa a ser un criterio de ajuste en la
etapa constitucional. Pero, como procederemos a mostrar, es posible
que las normas distributivas dominen a este criterio.
Alejamientos sin restricciones de las reglas de unanimidad
Se presenta un modelo categóricamente distinto cuando las
decisiones colectivas pueden adoptarse por medio de reglas de no
unanimidad sin límites ni restricciones constitucionales. Recordemos
que nuestro esquema básico incluye una separación conceptual
entre la etapa del contrato constitucional, en la que se definen los
derechos individuales y se adoptan las reglas de decisión colectiva, y
el contrato posconstitucional, en el que tienen lugar comercios o
intercambios entre personas cuyos derechos a llevar a cabo
actividades y a disponer de cosas fueron definidos en la etapa
previa. Este esquema nos permite analizar el proceso de mercado, el
comercio de bienes privados y aquellos procesos políticos que
encarnan los «intercambios» de bienes públicos en la etapa
posconstitucional. Hemos incorporado los «intercambios indirectos»
que tienen lugar por medio de reglas de elección colectiva de no
unanimidad restringida. Sin embargo, si la delineación de derechos
en la etapa constitucional permite a la colectividad, al Estado, tomar
decisiones sobre cualquier regla que no llega a la unanimidad sin
restricción, el esquema propuesto parece implicar una contradicción
interna. En el ejemplo de dos personas, apenas podríamos
argumentar que los derechos de B se definieron en alguna etapa
previa si los derechos de A incluyen todo y no tienen restricciones. El
modelo subraya la necesidad de definir los «derechos» o los límites
de quien toma las decisiones para la colectividad, además de los de
las distintas personas dentro de ella. Mientras las acciones de la
colectividad estén restringidas como se indica más arriba, estamos
en condiciones de hablar como si las partes contratantes en las
negociaciones posconstitucionales fueran ciudadanos individuales. El
proceso político pasa a ser análogo al proceso de mercado, aunque
enormemente más complejo. Pero dejamos de poder pensar en esos
términos cuando se le quitan a la acción colectiva todos los grilletes.
Podría hacerse un intento de salir de las contradicciones
aparentes aquí recurriendo a los «derechos probabilísticos»[51]. Es
decir, podríamos considerar que en la constitución se definen los
derechos humanos y no humanos sujetos a las acciones que una
colectividad pueda adoptar sin restricciones, colectividad que opere
bajo cualquier elemento de un subconjunto grande de reglas de
decisión de no unanimidad, desde la cuasi unanimidad de una
mayoría cualificada wickselliana, a la votación por mayoría simple,
hasta la dictadura de un solo hombre. El valor de la reivindicación de
hecho de cualquier individuo sobre «bienes», incluida la vida misma,
podría entonces representarse por medio de algún «valor esperado»,
determinado por las características descriptivas de la regla de
decisión imperante, por la historia social de la colectividad, por el
valor de la reivindicación nominal, y por la probabilidad de que esta
reivindicación cambie, hacia arriba o hacia abajo, debido a la acción
impuesta adoptada en nombre de la autoridad estatal o colectiva.
Consideremos, por ejemplo, la posición de una persona a la que,
en términos nominales, se le ha asignado el control de una cuota
relativamente grande de «bienes» en la comunidad, pero que es
miembro de una colectividad que toma decisiones basándose en una
votación por mayoría simple, sin restricciones constitucionales
explícitas ni tradicionales. En este escenario, sería baja la
probabilidad de que la persona en cuestión pueda conservar el valor
nominal pleno de sus «bienes», tal como le fueron asignados, o
mejorarlo mediante la participación en el comercio de bienes
públicos. Debería serle posible computar algún «valor esperado»
convincentemente realista para sus derechos nominales. La cuestión
es si este valor podría ser una base para comerciar o intercambiar
tanto bienes privados como bienes públicos. En la medida en que
puedan tener lugar comercios en términos de los valores esperados
de este tipo, parece evidente que los elementos de riesgo
necesariamente paliarán las presiones en pro de la eficiencia. Sin
embargo, surge un problema más fundamental que se refiere a las
reivindicaciones asignadas a modo nominal sobre las que cabría
computar tales valores esperados. Si el escenario contractual se
aplica de manera literal, ¿por qué habría aceptado una persona la
colectividad sin restricciones en yuxtaposición con su conjunto de
derechos nominales relativamente favorable? Incluso a nivel
conceptual, ¿por qué tendría que haber dado su consentimiento a la
asignación de derechos ilimitados a la colectividad? Estas cuestiones
nos obligan a regresar a una discusión sobre contrato constitucional
en sí mismo que hemos tratado de relegar a un capítulo posterior.
Pero es posible anticipar aquí una respuesta provisional. Si un
individuo admite la existencia de una colectividad sin restricciones
que reduce el valor esperado de sus reivindicaciones netas,
racionalmente debería haber preferido alguna reducción
constitucional de sus reivindicaciones nominales definida desde el
principio, junto con una restricción de la acción colectiva. De manera
similar, si otra persona encuentra que el valor esperado de sus
reivindicaciones netas, bajo las operaciones de la acción colectiva sin
restricciones, excede el valor nominal de su asignación, debería
preferir alguna asignación nominal más grande junto con ciertos
límites impuestos a la colectividad. Para ambas personas las
restricciones a la acción estatal reducen la incertidumbre.
Esto daría una base lógica para la imposición de restricciones a la
colectividad como unidad de acción, incluso si la necesidad
institucional requiere que esta unidad actúe con independencia de
los esfuerzos individuales. Una base adicional para las restricciones
constitucionales a la acción colectiva surge cuando se admite que, si
no hay restricciones, los individuos tienen más incentivos para
invertir recursos con el fin de intentar conseguir el control de las
decisiones colectivas. El control sobre el aparato de toma de
decisiones pasa a ser el instrumento por medio del cual obtener las
ganancias de un componente de suma cero en el juego de la
política. Y, para la comunidad en su totalidad, todos los recursos que
se inviertan en obtener este control son un desperdicio. Los
incentivos para hacerse con el control de la maquinaria de toma de
decisiones colectivas no están, desde ya, del todo ausentes en el
modelo plenamente restringido. Como muestra el diagrama sencillo
de la figura 3.1, sí hay diferencia en términos de utilidad si es A o B
quien efectivamente toma las decisiones para la comunidad. En el
modelo sin restricciones, sin embargo, el individuo A podría aspirar a
alcanzar alguna posición como Au que sería el resultado de su
obtención del control sobre la toma de decisiones de la colectividad,
mientras que B podría de manera similar verse atraído por la
posibilidad de moverse hasta Bu si toma con éxito las riendas del
gobierno. Está claro que los incentivos para invertir recursos en la
«política» se hacen mayores en el modelo que no tiene restricciones
que en el que sí las tiene.
Y el corolario de este hecho es la motivación de las personas que
controlan la toma de decisiones colectivas para, en lugar de producir
bienes públicos auténticos que beneficien a todas las personas de la
comunidad, utilizar este medio de generar bienes directamente
privados y parceladles que se pueden disfrutar de manera directa y
son divisibles. Parece probable que las transferencias netas de
riqueza y de renta tendrían un peso mucho mayor sobre la acción
gubernamental en una colectividad sin restricciones constitucionales
que en regímenes constitucionales con restricciones. Un conocido
ejemplo del mundo real es la utilización de los ingresos fiscales
obtenidos de los que no tienen el poder, para financiar las cuentas
bancarias en Suiza de los que sí lo tienen.
En cierto sentido, el análisis de la acción colectiva sin
restricciones regida por una toma de decisiones de no unanimidad
nos permite cerrar el círculo. El mero objetivo, en su significado
«social» más amplio, de definir derechos en el contrato
constitucional es facilitar la anarquía ordenada, sentar la base sobre
la que los individuos puedan poner en marcha e implementar
comercios e intercambios de formas tanto sencillas como complejas.
Una vez definida y aceptada una estructura de derechos, los
individuos pueden reducir su propia inversión en defensa y
depredación y dedicarse al problema de incrementar los niveles de
utilidad mediante tratos que negocian libremente unos con otros. En
la medida en que se permite a la acción colectiva excederse de los
límites impuestos por la mutualidad de beneficios del intercambio,
sean directos o indirectos, la comunidad ha dado un gran paso atrás
hacia la jungla anarquista o ha fracasado de entrada en su intento
de dar el gran paso para alejarse de esta jungla.
La actividad de una colectividad sin restricciones apenas podría
surgir de un proceso racional de contrato constitucional entre
personas. Históricamente, es posible que nunca haya existido una
etapa explícita de proceso contractual constitucional; es posible que
la estructura de derechos haya surgido en un proceso de evolución
caracterizado por la ausencia de un acuerdo consciente. Desde este
escenario puede generarse la contradicción aparente. Lo que es más
importante a mis efectos, incluso aunque algo parecido a un
contrato inicial haya establecido la estructura de los derechos
individuales y colectivos, es que esta estructura puede haberse visto
erosionada con el tiempo. Aunque en otro momento hayan tenido
restricciones, es posible que los poderes de la colectividad se hayan
expandido de manera gradual hasta hacerse ilimitados a los efectos
prácticos. Como hemos indicado antes, los modelos contractuales no
fueron diseñados para ser históricamente descriptivos. En lugar de
eso, se diseñaron para ayudar en el desarrollo de criterios con los
que se puedan evaluar los sistemas político-legales existentes. En
este contexto, la evidencia empírica de que la colectividad tal como
existe no tiene restricciones sugiere la hipótesis de que podría
lograrse un acuerdo general para hacer una revisión constitucional
auténtica.
El análisis en este capítulo, y en otros lugares, se deriva de las
normas básicas del individualismo analizadas en el capítulo 1. La
posición adoptada aquí está en aparente oposición a la opinión
supuestamente «positivista» que niega la posibilidad de poner
restricciones a la colectividad en cualquier sentido definitivo. Esta
era la postura de Hobbes, y en su modelo conceptual el individuo
resigna todos los derechos al soberano en el momento del contrato
inicial. En la terminología que se emplea aquí, esta idea equivale a
decir que solo la colectividad, el gobierno, tiene algo que pueda
llamarse «derechos». Las reivindicaciones que expresan las personas
relativas a llevar a cabo actividades específicas, incluyendo la
disposición y el uso de recursos, están sujetas en todo momento a la
redefinición arbitraria del gobierno. Y, en efecto, el papel central del
gobierno en este modelo positivista es la conciliación de
reivindicaciones que están en competencia entre individuos y
grupos, una conciliación que necesariamente implica una
redefinición continua de los límites[52]. No voy a defender el
enfoque adoptado en este libro contra los argumentos positivistas.
Es imposible probar de manera empírica si se pueden restringir los
poderes del gobierno, proteger los derechos individuales en una
utilización auténtica del término. Sin embargo, es en este punto que
las actitudes de los individuos con respecto a la realidad parecen ser
más importantes que la realidad en sí misma. Las decisiones
gubernamentales siempre las toman hombres, y si estos hombres
actúan dentro de un paradigma que encarna restricciones
constitucionales que tienen sentido parece justificado hacer un
análisis «como si fuera así», sin importar el poder definitivo que
llegue a ejercerse o no.
ASIGNACIÓN Y DISTRIBUCIÓN
La distinción categórica que he hecho entre el contrato
constitucional y el contrato posconstitucional puede resultarles
familiar a los economistas. La distinción guarda relación con la
conocida dicotomía neoclásica entre asignación y distribución,
especialmente como se trata esta última en el discurso normativo de
la economía política. En el mundo que se limita a los bienes y
servicios privados o parcelables, cuando se definen los derechos de
propiedad surgirán los mercados para reasignar recursos con una
eficiencia tolerable, y los beneficios del comercio se distribuirán de
una manera específica entre las partes individuales. Los economistas
neoclásicos, y los modernos, han expresado poco interés o ninguno
por la distribución de los beneficios del comercio por parte del
mercado. No han estado dispuestos a aceptar los resultados
definitivos de la distribución en gran medida porque siguen siendo
reticentes a restringir su dominio de evaluación al contrato
posconstitucional. La distinción que se desarrolla aquí habría sido útil
para aclarar gran parte del debate en economía política porque
habría indicado que el problema de la distribución surge, no con
respecto a los beneficios del comercio brutos, sino con respecto a la
distribución inicial de dotaciones o habilidades: esa distribución que
provee la base en la que los individuos acceden al proceso de
comercio.
En este sentido particular, la discusión y el análisis del
intercambio de bienes públicos en el contrato posconstitucional han
sido considerablemente más sofisticados que el análisis paralelo que
se ha llevado a cabo en el sector privado del mercado. Knut Wicksell
reconoció, de manera explícita, que las normas de eficiencia para la
provisión de bienes y servicios de consumo conjunto que definieron
su búsqueda para delimitar las instituciones apropiadas a la hora de
tomar decisiones colectivas solo son aplicables en un escenario en el
que los derechos de propiedad individuales estén bien definidos y
sean ampliamente aceptables. Wicksell reconoció que todo el
proceso de toma de decisiones debe modificarse cuando se tiene en
consideración el contrato constitucional auténtico. En este sentido,
como en otros, mi propio enfoque se ha visto muy influenciado por
Wicksell. En la teoría moderna de las finanzas públicas, R. A.
Musgrave, en su tratado básico, hace una distinción categórica entre
la rama asignativa del presupuesto y la rama distributiva[53].
Especialmente cuando responde a los intentos de extender las
normas de asignación y aplicarlas a la política distributiva, Musgrave
parece hacer una distinción categórica entre los procesos
fundamentales que están involucrados[54].
4
El contrato constitucional.
La teoría del derecho
Según se ha indicado anteriormente, el contrato posconstitucional ha
acaparado la atención principal de los economistas durante todo el
período de existencia de su profesión como disciplina independiente.
A pesar de la concentración del esfuerzo en los procesos de
intercambio, siguen sin resolverse complejidades analíticas cruciales.
Entonces, ¿qué podemos predecir cuando tratamos de
conceptualizar el contrato constitucional, esa interacción humana en
la que se definirían inicialmente los derechos individuales, en la que
se establecerían las reglas mismas del comportamiento
interpersonal, en la que la «sociedad», de manera literal, reemplaza
a la «anarquía»? Una vez que, aunque más no sea, abrimos esta
área al examen crítico, ¿resulta muy sorprendente la propensión de
los economistas profesionales a comenzar con la afirmación de que
los derechos de propiedad están bien definidos? ¿Llama la atención
que siga sin desarrollarse una auténtica teoría económica del
derecho[55]?
Sin embargo, no habría que centrarse en los economistas a la
hora de acusar a alguien de estrechez de miras, ya que pueden, con
cierta legitimidad, reivindicar una exención: su dominio tradicional
está o debería estar limitado al contrato. Tal vez sea más apropiado
dirigir las críticas a aquellos cuyo énfasis profesional se encuentran
en las relaciones de poder entre individuos y grupos. Pero los
politólogos han sido reticentes a seguir las pistas marcadas por
Thomas Hobbes. Han dedicado mucha atención a la obligación
política de los individuos, tanto líderes como seguidores, pero
relativamente poca atención a las posiciones de base desde las que
es necesario evaluar las obligaciones conductuales. No obstante, en
su defensa, la ciencia política puede pretender encarnar un sentido
histórico más desarrollado y sofisticado que la economía. Una vez
que se reconoce que las instituciones de orden político-legal
observadas solo existen en un escenario histórico, la atracción de
tratar de analizar los orígenes conceptuales con independencia del
proceso histórico se ve seriamente debilitada. Es fuerte la tentación
de afirmar lo que es en esencia la postura positivista de que existe
una estructura de derecho, un sistema legal, un conjunto de
derechos de propiedad, y que tiene relativamente poco sentido
tratar de entender o de desarrollar una metáfora contractual sobre
su surgimiento, metáfora que podría ayudar a encontrar criterios
para el cambio social. Este enfoque tiene su mérito, siempre que no
se le permita excluir a los bloques complementarios de análisis.
Algunas de las implicaciones que conlleva el aceptar «la ley como un
hecho» se explorarán en el capítulo 5.
Sin embargo, a la hora de discutir o analizar posibles criterios
para modificar la estructura de los derechos, puede ser útil contar
con cierta comprensión de los orígenes conceptuales. Como se ha
indicado, el problema es tratar de explicar y comprender las
relaciones entre individuos, y entre los individuos y el gobierno. Y al
tener este objetivo pueden ser necesarios varios modelos de
orígenes conceptuales de «como si fuera así», sin importar los
hechos descritos en los registros históricos[56]. Convendría subrayar
la idea de «explicación» y la de «comprensión», dado que en este
nivel del discurso es extremadamente tentador introducir
declaraciones normativas. Precisamente debido a que los orígenes
conceptuales se analizan con independencia de los datos históricos
observables, es difícil detectar la distinción entre el análisis positivo y
las presuposiciones normativas.
¿Debemos postular una igualdad básica entre los hombres en
algún escenario original para derivar la estructura de una sociedad
libre a partir de un comportamiento racional, de una búsqueda del
interés propio? A menudo hemos respondido a esta pregunta de
manera afirmativa, aunque sea implícitamente. Al hacerlo, hemos
vuelto toda nuestra «teoría» de los fundamentos constitucionales
conceptuales muy vulnerable a la refutación positivista. En este libro,
estoy tratando de explicar cómo pueden surgir la «ley», «los
derechos de propiedad», «las reglas de comportamiento», a partir
de la conducta no idealista, de la búsqueda del propio interés de los
hombres, sin ninguna presunción de igualdad en alguna posición
original (una igualdad ni de facto ni esperada[57]). En este intento
no pretendo haber escapado a todas las influencias normativas. Pero
debería argumentar que el enfoque adoptado es menos normativo
que el que resulta familiar y que dice, de hecho, que cualquier
análisis lógico de la ley debería basarse en la presunción de igualdad
personal como si fuera así. Podemos reforzar sustancialmente los
fundamentos de la libertad si logramos demostrar que, incluso entre
hombres que no son iguales, se puede predecir el surgimiento de
una estructura de derechos legales, una estructura que mantiene
elementos característicos que asociamos con los preceptos del
individualismo. Solo después de haber hecho esto podemos empezar
a ofrecer una crítica constructiva del verdadero laberinto de
confusión que abunda en los niveles de discusión más básicos con
respecto al orden constitucional.
DESIGUALDAD PERSONAL
Para hacer un análisis del contrato constitucional que resulte tan
general como sea posible, habría que permitir la existencia de
diferencias sustanciales entre personas en el escenario conceptual
original. Esto no es lo mismo que postular la desigualdad como un
hecho. El análisis debería ser lo bastante general como para poder
aplicarlo si, en realidad, las personas resultaran ser sustancialmente
equivalentes. Lo que hay que evitar es que los resultados dependan
de alguna presunción de igualdad natural sin fundamento. El grado o
la medida de desigualdad afectará, desde ya, a la descripción de
cualquier posición inicial y a la estructura de derechos que es posible
que surja de forma contractual.
Consideremos entonces alguna situación inicial en la que los
hombres no son iguales. Siguiendo la práctica de los economistas,
podemos discutir la desigualdad en relación con dos atributos
distintos: i) los gustos o preferencias, y 2) las capacidades[58]. Es
necesario evitar de manera explícita la tendencia a caer
exclusivamente en la clasificación familiar de las personas en función
de sus dotaciones personales de «bienes» que, es de suponer, se
miden en dimensiones de mercancías. Este procedimiento equivale a
descuidar precisamente los problemas que se examinan en este
capítulo, al dar por sentado que los derechos individuales sobre las
mercancías, sobre los bienes, ya se han definido.
En el sentido fundamental que se requiere para el presente
análisis, un individuo no posee ningún «bien» o «recurso». Puede
ser definido inicialmente mediante una función de preferencia o de
utilidad, por un lado, y por una función de producción, por otro[59].
La función de preferencia o de utilidad describe las proporciones en
las que la persona está dispuesta a nivel subjetivo a intercambiar
bienes (y males) uno por otro. La función de producción del
individuo resulta menos conocida: inherente a su composición
fisiológica, el individuo tendrá un conjunto de capacidades
(destrezas, talentos, habilidades). Estas capacidades, cuando se
ponen en práctica en un escenario ambiental específico, definen
para el individuo una relación potencial entre los inputs (bienes
negativos o males) y el producto (bienes positivos). Esta relación es
su «función de producción».
Como ya se señaló, las personas pueden ser distintas unas de
otras bien en cuanto a sus gustos, a sus capacidades o en cuanto a
ambas cosas. O es posible que personas que son idénticas tanto en
gustos como en capacidades se encuentren a sí mismas en
situaciones ambientalmente distintas en relación con sus
capacidades. Es posible que una persona con talentos mediocres
tenga amplias oportunidades de asegurarse bienes que valora como
positivos, mientras que una persona con talentos superiores tenga
oportunidades menos favorables. La posición que alcanza una
persona depende de tres elementos básicos: sus preferencias, sus
capacidades y su escenario ambiental. Sería totalmente arbitrario
suponer que todos los individuos afrontan escenarios ambientales
idénticos; supuesto que sería tan indefendible como uno que postule
la igualdad de las personas con respecto a sus preferencias o a sus
capacidades.
INTERACCIÓN ANARQUISTA
Consideremos a dos individuos que están completamente aislados
uno de otro: cada uno en una isla distinta, sin ningún contacto
social. Cada hombre alcanzaría un equilibrio de conducta personal,
según lo determina la interacción entre su función de utilidad, sus
capacidades básicas o inherentes de convertir input en output, y el
escenario medioambiental que afronta. No habría una forma fácil de
juzgar cuál de estos dos Robinson Crusoe está situado más
favorablemente, o cuál logra un mayor «bienestar». Este mundo de
dos Crusoe es, por supuesto, puramente anarquista: no hay ley, y no
hay necesidad de una definición de los derechos de los individuos,
ya sean derechos de propiedad o derechos humanos. No hay
sociedad como tal. Sin embargo, este mundo de dos Crusoe supone
un punto de partida útil desde el cual emprender la consideración
del mundo en el que puede surgir el conflicto personal. Supongamos
que las personas, a las que llamaremos A y B, dejan de existir en
completo aislamiento y que, en lugar de eso, ahora se encuentran
en un área delimitada en el espacio, sobre la misma isla. Este
cambio, en sí mismo, no necesariamente modificará las preferencias
de cualquiera de las dos personas, aunque no habría que descartar
tal efecto. Sin embargo, se modificará casi con total seguridad el
escenario ambiental de cada uno. En ausencia de leyes, cada
persona ahora considerará a la otra como parte del ambiente que
afronta. Los efectos que esto tendría sobre la proporción en la que
los males se transformarían en bienes pueden adoptar varios
patrones.
En un mundo de escasez, la explotación mutua del medio
ambiente garantiza que, para cada persona, los términos del
comercio con su propio ambiente empeoran en relación con los que
tenía en el escenario de aislamiento en el que una persona afronta
su ambiente sola. En efecto, el medio ambiente pasa a ser
«propiedad común», y surgen las relaciones de externalidad
recíproca que nos resultan conocidas. La mayoría de los economistas
tal vez detendrían el análisis en este punto teniendo poca o ninguna
consideración de las posibilidades restantes. Pero podría operar un
segundo tipo de influencia, uno muy distinto. Si la producción no es
simultánea con el consumo de bienes en sí mismo, es posible que
los individuos almacenen bienes para su uso futuro. En esta
situación, es posible que la presencia de B lleve a A a dedicar
esfuerzo (un mal) a ocultar sus reservas, y a defender y proteger
estas reservas frente a la depredación de B. Dado que en otras
circunstancias este esfuerzo podría haberse dedicado directamente a
producir bienes, la tasa de transformación de A se ve afectada de
manera adversa por esta necesidad de defensa.
Sin embargo, un efecto compensatorio podría actuar en la
dirección opuesta. Debido a la presencia de B, A ahora tiene a su
disposición una nueva oportunidad: tiene la posibilidad de
asegurarse bienes que no estaban disponibles para él en el
escenario en el que era estrictamente un Crusoe. Si se sabe que B
produce, y almacena, bienes, a A le puede parecer que encontrar
estos bienes y quitárselos a B es más productivo que producir bienes
similares por sí mismo. Este efecto, si es predominante, tiende a
modificar de manera favorable la función de producción de A. Una
vez que se reconocen las perspectivas de defensa y de depredación,
está claro que los individuos pueden ser distintos en cuanto a su
talento para estas actividades y que tales diferencias no tienen por
qué corresponderse de forma directa con sus capacidades relativas
como productores directos. Es más, los individuos pueden diferir con
respecto a sus gustos por los esfuerzos de defensa-depredación que
invierten en relación con los esfuerzos de producción directa.
Por supuesto, es imposible considerar los efectos de la presencia
de B sobre A sin, al mismo tiempo, considerar los efectos de la
presencia de A sobre B. Las dos personas están necesariamente en
interacción recíproca; su comportamiento es interdependiente
incluso si no hay una estructura social dentro de la cual tenga lugar
la interdependencia. Como se indicó en el capítulo 2, es posible
analizar este tipo de interacción en términos de externalidades,
incluso si estamos trabajando con un modelo sin ley ni derechos de
propiedad. Es útil pensar en el modelo de deseconomías externas
recíprocas en el que el comportamiento de cada persona impone un
daño a la otra. Analicemos primero el comportamiento de A en la
producción de bienes en el ambiente compartido, pero sin disputas
manifiestas. Es decir, postulemos inicialmente que A y B se permitan
de manera mutua lograr ajustes privados más allá de las molestias.
Cada hombre usa sus talentos lo mejor que puede para maximizar
su utilidad dando por sentado que el otro no le quitará provisiones y
que él, a su vez, no le quitará provisiones al otro. Esto es un punto
de partida estrictamente arbitrario, y no representará un equilibrio
final en la secuencia de interacción. En la figura 4.1, esta posición
sin conflicto se coloca en el origen. Nótese que, en esta posición, A y
B no necesariamente tienen cantidades iguales del bien, y tampoco
aceptan necesariamente cantidades iguales del mal para asegurarse
la posición indicada. A efectos ilustrativos, afirmemos que en el
origen A está haciendo seis unidades de esfuerzo (un mal) para
obtener en el cálculo neto diez unidades de bananas (un bien),
mientras que B está haciendo cinco unidades de esfuerzo para
obtener doce unidades de bien.
Figura 4.1
Este punto de partida arbitrario cumple con los requisitos para
ser un equilibrio conductual porque, en esta posición, cada persona
tiene un incentivo para iniciar un conflicto, para emprender alguna
actividad depredadora en relación con su cohorte. La figura 4.1
muestra que si A cree que B seguirá en la posición del origen,
pondrá en marcha una acción depredadora para trasladarse a la
posición Y. Por su parte, B se sentirá motivado a tratar de alcanzar la
posición X. La línea RA muestra las reacciones de A frente a cada
nivel de actividad de B en cuanto a defensa-depredación. De manera
similar, la línea RB muestra la reacción de B frente a cada nivel de
defensa-depredación de A. El equilibrio en este escenario puramente
anarquista se alcanza en E. En este punto, ninguna de las dos
personas tiene un incentivo para modificar su comportamiento de
manera privada o independiente. En este equilibrio, cada persona
puede estar dedicando alguna porción de sus esfuerzos a defender a
sus stocks del otro, otra parte a quitarle stocks al otro, y otra parte a
producir bienes directamente. La posición de equilibrio del ajuste
independiente describe el resultado que podría predecirse en un
orden auténticamente anarquista. Winston Bush ha denominado a la
distribución una «distribución natural», y por supuesto es posible
ampliar el modelo de dos personas para hacerlo aplicable en un
escenario de muchas personas[60].
He subrayado en varios lugares que no se presume que haya
igualdad entre las personas en este equilibrio natural o de ajuste
independiente. Un segundo principio importante es que esta posición
no puede alcanzarse contractualmente. Hasta que se alcance este
equilibrio natural en sí mismo, no hay una base desde la cual las
personas puedan negociar contratos una con otra. La generación de
este equilibrio de ajuste independiente es, por lo tanto, la etapa
precontractual del orden social, si se nos permite en cualquier caso
utilizar aquí la palabra «social».
En el equilibrio descrito, no hay derechos de propiedad en el
sentido estricto de este término. Sin embargo, la posición sí tiene
ciertas características de estabilidad, tanto para la «sociedad» como
para el participante individual. Ninguna persona tiene incentivos para
modificar su propio comportamiento en ausencia de shocks
exógenos. En este equilibrio, por lo tanto, cada persona sabe con
algún grado de certeza cuál será su propio control definitivo sobre
los bienes finalmente consumibles. Según se señaló, cada persona
dedicará recursos a defender los stocks adquiridos y a asegurarse
stocks inicialmente adquiridos por otros. Pero su posición en
términos de activos netos, su control definitivo sobre bienes, será
previsible dentro de límites relativamente estrechos. «Caos» no
parece ser la palabra que describe de manera apropiada a este
equilibrio auténticamente anarquista, si se acepta que su significado
incluye imprevisibilidad. Por lo tanto, algo parecido a la «propiedad»
surge de la lucha no contractual en la anarquía. Los individuos
logran bases identificables desde las que se hace posible establecer
contratos.
EL DESARME Y EL SURGIMIENTO DE LOS DERECHOS DE PROPIEDAD
En el equilibrio natural, cada persona usa recursos para defenderse
de y para atacar a otras personas. Cada individuo estaría mejor si
algunos de estos recursos pudieran, de alguna manera, dirigirse a la
producción directa de bienes. El acuerdo contractual más básico
entre personas debería ser, por tanto, la aceptación mutua de cierto
desarme. Los beneficios mutuos deberían ser evidentes para todas
las partes[61].
Este hecho se puede ilustrar con referencia a la interacción
descrita en la figura 4.1. Al definir líneas de cresta, o líneas de
óptimos, sabemos que los contornos de indiferencia de A son
verticales en todo RA, mientras que los de B son horizontales en todo
RB. Por eso, en E, sabemos que los contornos de indiferencia se
cruzan en ángulos rectos, de la forma mostrada por IA e IB.
Sabemos, además, que los contornos de indiferencia de A son
cóncavos hacia la izquierda, mientras que los de B son cóncavos
hacia abajo. Esto se debe al hecho de que la posición ideal de A es
Y, donde B no hace ningún esfuerzo por defender su stock o por
quitarle stock a A, y que la posición ideal de B es la posición
comparable mostrada en X. En estas configuraciones, la región
Pareto superior, la que incluye posiciones que reflejan ganancias
mutuas en comparación con E, está al sudoeste, indicado en
términos de dirección por la flecha en la figura 4.1. Las posiciones
que encarnan ganancias mutuas deben implicar menores
desembolsos en defensa-depredación para ambas partes.
Supongamos que se llega a un acuerdo para trasladarse a la
posición L. Nótese precisamente qué encarna este acuerdo. El
contrato es uno de intercambio bilateral de conducta. El individuo A
acepta ceder alguna porción de sus propios esfuerzos de defensa-
depredación a cambio de una modificación conductual similar de
parte del individuo B. No hay incentivos para que cualquiera de las
dos personas adopte este cambio conductual unilateralmente, y no
hay nada en el acuerdo inicial como ta 1 que requiera, o incluso
induzca, alguna aceptación por parte del otro de la legitimidad del
control que tiene cada persona sobre los bienes, ni en la etapa
previa al acuerdo ni en la etapa posterior a él. La aceptación mutua
de los «derechos de pertenencia» no es parte de este acuerdo
preliminar de desarme Por otro lado, al negociar un acuerdo inicial
de este tipo para limitar la defensa y la depredación, ha surgido
ahora una cierta especie de «ley». Las dos personas aceptan los
límites a su propia libertad de acción, a su propia libertad: se ha
dado el primer salto para salir de la jungla anarquista.
CONQUISTA, ESCLAVITUD Y CONTRATO
Hasta este punto, en el análisis de la interacción anarquista, he
supuesto implícitamente que todas las personas existirán como
defensores y depredadores que actúan de manera independiente
tanto antes de que se alcance un equilibrio natural, como después.
Sin embargo, si las diferencias personales son los bastante grandes,
es posible que algunas personas tengan la capacidad de eliminar a
otros de la especie. En este caso, el equilibrio natural solo podrá
alcanzarse cuando los supervivientes ejerzan un dominio ambiental
exclusivo.
Sin embargo, es posible que la eliminación completa de otras
personas no sea el curso de acción preferido por aquellos que tienen
capacidades superiores. Tal vez se desee más todavía un estado en
el que se permita a los que son «débiles» dedicar esfuerzo a
producir bienes, después de lo cual los «fuertes» se llevan todo, o
prácticamente todo, para su propio uso. Desde este escenario, es
posible que el contrato de desarme que se pueda negociar sea algo
similar al contrato del esclavo, en el que los «débiles» aceptan
producir bienes para los «fuertes» a cambio de que se les permita
quedarse con algo más allá de la mera subsistencia, que quizá no
podrían asegurarse en el escenario anarquista[62]. Un contrato de
esclavitud, como otros contratos, definiría los derechos individuales
y, en la medida en que esta asignación sea mutuamente aceptada,
es posible que se puedan obtener beneficios mutuos de la reducción
consecuente del esfuerzo de defensa y depredación. Puede parecer
que esto representa una interpretación más bien retorcida de la
esclavitud como institución, pero ha sido diseñada de manera
explícita para permitir que el marco analítico desarrollado aquí sea
completamente general[63].
COMERCIAR CON EL EQUILIBRIO Y CON LA PRODUCCIÓN DIRECTA
Los economistas que están familiarizados con la construcción
geométrica de la figura 4.1, y con los postulados que la subyacen,
reconocerán que las restricciones mínimas que se imponen a las
posiciones y a las formas de los contornos de indiferencia no sirven
para garantizar que una posición final poscomercial en la que se
agoten todos los beneficios coincida con el origen, origen que
describe la asignación o el resultado que se obtendría en ausencia
de todo esfuerzo de defensa y de depredación. Esta posición de
producción directa, en la que cada persona conserva para su propio
uso aquellos bienes que produce por sí misma, dados sus propias
capacidades, sus gustos y su situación ambiental, puede ser o no
Pareto superior en comparación con el equilibrio natural en E; e
incluso si la posición de producción directa pudiera clasificarse como
Pareto superior, no es necesario que esté sobre el lugar geométrico
contractual que generaría el comercio entre las dos partes.
La relación entre E, la posición de equilibrio alcanzada en
ausencia de leyes, y el origen, la posición alcanzada cuando cada
hombre se queda con todo lo que produce, es importante debido al
papel dominante que se le ha asignado a esta última en las
discusiones históricas de los derechos de propiedad, en particular
aquellas discusiones en la tradición de la ley natural, y
especialmente según han sido representadas en la teoría de John
Locke. En los orígenes conceptuales del contrato que se han
desarrollado aquí, no hay una diferencia fundamental entre la
posición que permite a las personas conservar los bienes que
produjeron en privado y cualquier otra posición. La única posición
que se distingue previa al contrato es la mostrada en el equilibrio
natural en E.[64]
Si la posición de producción directa es Pareto superior a E, con lo
cual solo queremos decir que ambas partes obtienen niveles de
utilidad más altos en la primera posición que en la segunda, es muy
posible que en este punto haya una gran atracción por llegar a un
acuerdo en las negociaciones, incluso si la posición de producción
directa no se puede clasificar como una que cae en el lugar
geométrico estricto del contrato. Hay dos razones para esto, y están
relacionadas entre sí. En primer lugar, no sería probable que los
acuerdos iniciales para poner límites al comportamiento se dieran en
términos de ajustes marginales muy afinados. En cambio, cabría
sugerir un salto cuántico de una vez y para siempre, sin la tediosa
negociación requerida para lograr un ajuste sofisticado. En este
sentido, cualquier posición dentro del rombo limitado por los
contornos de indiferencia podría clasificarse como una perspectiva
de acuerdo. Entre este conjunto amplio de posiciones Pareto
superiores, las que parecen ser las mejores candidatas para un
acuerdo tendrán características de punto de Schelling. Las
posiciones que pueden admitirse aquí son aquellas que son sencillas
y conocidas por todos los participantes, y que tenderán a ser las
seleccionadas en ausencia de información y comunicación entre las
partes que interactúan[65]. Un acuerdo para eliminar todo
comportamiento depredador podría ser un resultado convincente en
este escenario, en cuyo caso la producción de cada persona, desde
el medio ambiente que afronta, pasa a ser su «propiedad» en cierto
sentido positivo. Es posible que la ley empiece a asumir
características positivas de una manera similar a la que racionalizó
John Locke.
Quizás el papel predominante que se ha asignado a la posición
de producción directa se base en la presuposición implícita de que
existe una igualdad natural entre los hombres. Sin embargo, si
permitimos que en el estado de naturaleza haya diferencias
interpersonales, no hay garantía de que la posición que se logre en
el equilibro anárquico, la representada en E en la figura 4.1, sea
Pareto inferior a la posición de producción directa en el origen. No es
necesario que esta última posición esté dentro del rombo delimitado
por los contornos de indiferencia trazados a través de E. Es posible
que al menos una de las dos personas esté mejor, en términos de
utilidad, en el equilibrio anarquista de lo que lo estaría si se le
requiriera que dependiese exclusivamente de sus propios esfuerzos
de producción (como en el ejemplo de la esclavitud descrito). Este
resultado podría surgir si las dos personas fueran ampliamente
diferentes en su capacidad de producir bienes, ya sea por una
diferencia en sus capacidades naturales, o por una diferencia en sus
situaciones ambientales. Además, un resultado de este tipo podría
surgir si una persona conserva sus inhibiciones morales frente a la
depredación y la otra no, o incluso si una persona valora tanto la
libertad de acción que voluntariamente sacrifica la protección de los
bienes producidos.
Cuando la posición de producción directa no es Pareto superior a
E, no surgirán de un acuerdo contractual conceptual derechos de
propiedad positivos sobre bienes producidos directamente. En este
caso, se requiere algo distinto a un acuerdo sobre los límites mutuos
al comportamiento para dar un salto fuera de la jungla hobbesiana.
Un acuerdo tal sobre los límites debe ir acompañado de una
transferencia de bienes o de dotaciones antes de que se pueda
alcanzar un trato contractual y se puedan establecer positivamente
derechos de propiedad.
Esta idea se puede ilustrar mediante una construcción
geométrica diferente, aunque todavía dentro de los límites de un
modelo de dos partes. En la figura 4.2, el esfuerzo se mide en el eje
de ordenadas y los bienes en el eje de abscisas. El individuo A tiene
o bien una situación favorable, o bien tiene mayor capacidad para
producir bienes que el individuo B. La función de producción para A,
si B no interfiere con él, se muestra mediante la curva Pa, que
recorre el eje de abscisas en un registro inicial, indicando que A
puede asegurarse algunos bienes sin hacer ningún esfuerzo. El
individuo B, en contraste, afronta una previsión de producción
directa mucho más desfavorable. En ausencia de toda interferencia
por parte de A, afronta la función de producción mostrada como Pb.
La posición de producción directa, representada por el origen de la
figura 4.1, se alcanza cuando A llega al punto Ea’ y cuando B llega al
punto Eb’. En una situación en la que no se han asignado derechos
de propiedad, es probable que B encuentre que su gasto de esfuerzo
más productivo está en la depredación, en robar bienes que produce
A. Si A no hace ningún esfuerzo por defenderse o protegerse, la
función de producción anarquista que afronta B podría ser como la
representada por Pb’, por la cual B se trasladaría a la posición Eb. Por
supuesto, esta actividad por parte de B modificaría la situación que
afronta A. En privado, afrontaría la función de producción representa
a por Pa’, si no adopta ninguna acción en respuesta. Para ilustrar las
relaciones relevantes en un diagrama como la figura 4.2, daremos
por sentado que a A no le parece ventajoso responder a la
depredación de B. La nueva posición de equilibrio de A sería la
mostrada en Ea. Dado que hemos supuesto que A no hace esfuerzos
para defenderse ni protegerse, su función de producción de hecho
no se modifica, pero está produciendo una porción de sus bienes
para B. El equilibrio anarquista es la posición indicada por los dos
puntos Eb y Ea en la figura 4.2. Está claro que, para B, esta situación
es más favorable que la que alcanza cuando se asignan los derechos
de propiedad sobre bienes que se producen directamente. Por ello, B
nunca estaría de acuerdo con la posición de producción directa. Los
arreglos contractuales deben incluir algo más allá de los límites de
comportamiento. En este escenario, es posible que A logre que B
acepte respetar una asignación de derechos sobre los bienes que se
producen en privado o de manera independiente si transfiere a B
alguna cantidad inicial de bienes o dotaciones. Una transferencia de
este tipo se puede ilustrar en la figura 4.2 mediante la cantidad T,
según lo indicado. Si esto se transfiere a B, su función de producción
directa se traslada a Pb”, y su equilibrio de producción privada
factible se traslada a Eb” que está en un nivel de utilidad más alto
que Eb. La función de producción de A se desplaza hacia la izquierda
como consecuencia de la transferencia inicial, a la que muestra Pa”,
pero el equilibrio alcanzable a lo largo de esta función, en Ea”, es
superior en términos de utilidad a Ea, el resultado anarquista. Al
recibir esta transferencia, B aceptará respetar el producto propio
asignado a A y A aceptará respetar de la misma manera el producto
propio asignado a B. Podrán establecerse derechos positivos una vez
que la transferencia inicial ha tenido lugar para llevar a las dos
partes a un escenario en el que la asignación de producción directa
es, de hecho, Pareto superior al equilibrio anarquista.
Figura 4.2
Pese a la naturaleza extremadamente sencilla y abstracta de los
modelos geométricos presentados, las conclusiones son significativas
para entender el surgimiento conceptual de los derechos
individuales. El análisis demuestra que no hay ninguna base
necesaria para un acuerdo inicial cualquiera que simplemente
reconozca los derechos de las personas a conservar aquellos stocks
de bienes que pueden obtener del medio ambiente con su trabajo
propio. Es necesario introducir algo diferente de la función de
utilidad empleada en la teoría económica estándar para aportar los
cimientos explicativos de una estructura de la ley de propiedad que
legitime las reivindicaciones de los individuos (y las familias) sobre
stocks que son, de hecho, producidos mediante su propio esfuerzo y
con independencia de las injerencias de otros. En ningún lugar del
análisis niego la posible existencia de restricciones conductuales
internas que pueden servir para inhibir a un hombre de tomar los
stocks de bienes producidos por otros o de invadir un dominio físico
inicialmente habitado por otros. Sigo siendo agnóstico en lo
referente a esto como en muchos otros aspectos de la vida humana.
Lo que subrayo aquí es que esas restricciones, si existen, van más
allá de las que se introducen normalmente en los modelos de
comportamiento económico. Hecha esta salvedad, el resultado
presentado pasa a ser importante. Para asegurarse un acuerdo
inicial sobre reivindicaciones positivas de bienes o de dotaciones de
recursos, es posible que se requiera alguna transferencia de bienes o
dotaciones. Es decir, es posible que tenga que haber alguna
«redistribución» de bienes o de dotaciones antes de que se pueda
establecer una base lo bastante aceptable como para que haya
reivindicaciones sobre la propiedad. Como indica el modelo sencillo
de dos personas, puede que haya muchas redistribuciones tales que
reúnan los requisitos mínimos. Una vez que tenga lugar cualquiera
de esas transferencias, si se requiere una, y/o que se acepten
mutuamente límites de comportamiento, se pueden acordar los
derechos positivos de las personas sobre los stocks de bienes o
sobre las dotaciones de los recursos capaces de producir bienes.
Desde esta base, se pueden implementar comercios e intercambios
en la etapa posconstitucional ya analizada. Estos comercios pueden,
en términos de utilidad, trasladar a todas las personas a posiciones
en las que dominan de manera abrumadora o bien al equilibrio
natural de la anarquía, o a la distribución de bienes y de dotaciones
que se acordó en el establecimiento inicial de los derechos
individuales positivos.
DESERCIÓN Y CUMPLIMIENTO OBLIGADO
Hasta este punto, se ha concentrado la atención en las bases
conceptuales para la formación de un contrato social inicial. El
análisis ha tenido como objetivo aislar e identificar la mutualidad de
las ganancias que se pueden obtener gracias a un acuerdo de
desarme primario acompañado, si así fuera necesario, por algunas
transferencias unilaterales de bienes o de dotaciones. En este
contrato inicial inclusivo, todas las partes ganan con la posible
eliminación de gastos en defensa y en depredación que constituyen
un desperdicio social. En la etapa poscontractual inmediata, las
personas reivindican los derechos positivos sobre los stocks de
bienes, sobre las dotaciones de recursos y sobre las esferas de
actividad específicas. Hasta este punto, hemos supuesto
implícitamente que el conjunto de derechos acordados será
respetado por todos los participantes.
Esta suposición, por supuesto, no está justificada. Incluso en este
nivel de evaluación, extremadamente elemental, es necesario
introducir el problema de hacer cumplir los acuerdos contractuales.
La maximización directa de la utilidad llevará a cada persona a
desertar de su obligación contractual si espera poder lograrlo
unilateralmente. Esto se puede ilustrar en la figura 4.3 (un duplicado
de la figura 2.1), que representa una matriz de dos por dos para el
ejemplo de dos personas. Solo nos interesan las recompensas netas
recibidas por cada una de las dos partes, A y B, en cada una de las
dos posiciones posibles. Cada parte tiene dos opciones de
comportamiento: puede cumplir su acuerdo, lo que equivale a
respetar los derechos definidos de la otra persona. Esta es la acción
indicada por la fila y la columna o de la matriz. O, de manera
alternativa, cada persona puede no cumplir ningún acuerdo y actuar
estrictamente según un riguroso interés propio. Esta opción la
definen la fila y la columna V. Si las dos personas adoptan la opción
V y se niegan a cumplir contratos acordados, el resultado es
equivalente al que se describió antes como el equilibrio anarquista
natural. Si las dos personas respetan los términos del contrato, las
dos se ven beneficiadas, y el resultado 00 en la figura 4.3 representa
el conjunto de derechos acordado por contrato que se analizó antes.
Figura 4.3
Los números en las celdas son indicadores de utilidad para las
dos personas, donde los números de la izquierda indican los niveles
de utilidad alcanzables para A y los números de la derecha los
alcanzables para B. Como indican los números, cada persona tiene
un incentivo para desertar del acuerdo siempre que espere poder
hacerlo unilateralmente. Si A deserta mientras que B respeta los
derechos de A, el resultado está en la celda III, que es la preferida
entre todas las posiciones mostradas para A. De manera similar, si B
deserta mientras que A respeta los derechos de B, surge un
resultado de la celda II, que es la posición más favorable para B. La
situación es análoga al clásico dilema del prisionero de la teoría de
juegos[66]. Cualquier estructura positiva de derechos es, por tanto,
extremadamente vulnerable a la deserción si la adhesión continuada
a la base contractual depende de un «cumplimiento de la ley»
voluntario e independiente. En nuestra ilustración, A puede obtener
tres unidades de utilidad desertando unilateralmente del resultado
en la celda I; el individuo B puede ganar cuatro unidades desertando
de manera unilateral y asegurándose un resultado en la celda II. Y si
las dos personas desertan, el sistema vuelve a caer en un resultado
de la celda IV, y finalmente en el equilibrio anarquista del que se ha
hablado.
Sin embargo, a la hora de ilustrar la interacción simplificada entre
dos personas resulta ciertamente convincente sugerir que los
preceptos de la racionalidad llevarán a cada persona a adherirse a
los términos contractuales iniciales. Cada persona reconocerá que la
deserción unilateral no puede tener éxito y que cualquier intento de
lograrla volverá a hacer caer al sistema en una posición que es
menos conveniente para todos, en comparación con la que se logra
mediante el cumplimiento del contrato. Como sugieren los
indicadores de recompensas o de utilidad en la figura 4.3, ni A ni B
permitirían que la otra persona deserte y se salga con la suya. Una
vez que ha tenido lugar una deserción, la otra parte puede mejorar
su propia posición llevando al sistema de regreso a la posición de la
celda IV.
Es importante reconocer explícitamente la motivación conductual
que da estabilidad a la solución contractual en el escenario de dos
personas. Es posible que cada persona respete la asignación
acordada porque prevé que al desertar generará un comportamiento
paralelo de la otra parte. Cada persona se da cuenta de que su
propio comportamiento tiene influencia sobre el comportamiento
subsiguiente de la otra persona, y que esta influencia es directa.
Es precisamente este aspecto de la interacción el que se
modifica, de manera cualitativa, cuando vamos del escenario de dos
personas al de muchas personas. A medida que se suman más
partes al acuerdo contractual inicial, en el que se acuerda una
asignación de derechos, la influencia que el comportamiento de
cualquier persona tiene en el comportamiento de los otros pasa a
ser cada vez menor. Como elemento inhibidor de las deserciones
individuales de un contrato inicial, esta influencia tiende a
desaparecer del todo una vez que se alcanza un tamaño crítico de
grupo. En grupos de grandes números, cada individuo actúa
racionalmente como si su propio comportamiento no ejerciera
ninguna influencia sobre el comportamiento de otros: trata el
comportamiento de otros como parte de su medio ambiente, y
ajusta su comportamiento como corresponde. En este escenario de
grandes números, el hombre deja de ser un «animal social» al
menos en este sentido conductual explícito. Este escenario sigue
siendo análogo al dilema del prisionero de n personas, pero es uno
en el que no cabe prever un cumplimiento totalmente voluntario del
contrato, o de la ley en la forma que sea. Cada persona tiene un
incentivo racional para desertar; por ello, se puede predecir que
muchas personas desertarán y todo el acuerdo pasa a quedar
invalidado a menos que se modifiquen de alguna manera las
condiciones de elección individual[67].
Es conocida esta relación entre el tamaño del grupo que
interactúa y el respeto voluntario a las reglas de interacción social
mutuamente aceptadas, ya sean estas estándares éticos o
asignaciones de derechos de propiedad, pero esta relación tiene una
relevancia específica para nuestro análisis[68]. El problema de hacer
cumplir cualquier contrato original se hace más difícil en grupos
grandes de lo que era en grupos pequeños. Cualquier conjunto de
derechos de propiedad, cualquier estructura legal, se hace más
vulnerable a los incumplimientos, y por lo tanto requiere que en
grupos grandes, en comparación con los pequeños, el gasto para
hacer cumplir las normas sea más que proporcional. Con respecto a
los orígenes conceptuales de la ley y del contrato, esta relación por
sí sola sugiere que los acuerdos contractuales o cuasi contractuales
comienzan entre individuos (familias) que están involucrados en
escenarios de números relativamente pequeños, que se mueven
hacia un orden contractual más inclusivo tomando la forma de
acuerdos entre grupos más pequeños. Estas complejidades son
importantes, pero no es necesario que ocupen nuestra atención
aquí.
Si las partes individuales en un contrato inicial en el que se
establecen las asignaciones de propiedad reconocen mutuamente la
presencia de incentivos para que cada uno de los participantes lo
incumpla y, por ello, reconocen la falta de viabilidad de todo
esquema que requiera una dependencia del cumplimiento voluntario,
en el momento de hacer el contrato adoptarán algún tipo de arreglo
para hacerlo cumplir. Las reivindicaciones de los individuos respecto
a los stocks de bienes y de dotaciones serán acompañadas por
alguna institución que tendrá como objetivo asegurar el
cumplimiento de esas reivindicaciones[69]. Debe examinarse con
cuidado la naturaleza de este contrato o de la institución que
asegure su cumplimiento. Cada persona recibirá algún beneficio de
la seguridad de que los otros dentro de la comunidad honrarán sus
derechos establecidos. Y todas las partes consiguen ganancias
mutuas al participar en un esfuerzo conjunto o colectivizado para
asegurar el cumplimiento. El hacer cumplir los derechos de
propiedad, los derechos de los individuos a llevar a cabo actividades
designadas, puede ser considerado como un «bien público» en el
sentido moderno de este término.
Sin embargo, el cumplimiento es diferente de los ejemplos de
bienes públicos más habituales en varios aspectos esenciales[70].
Para ser efectivo, el cumplimiento debe incluir la imposición de
restricciones físicas a aquellos que violen o traten de violar la
estructura de derechos, a aquellos que incumplan la ley. Esta
característica es la que crea problemas: no hay un medio obvio y
efectivo mediante el cual se pueda a su vez restringir el
comportamiento de la institución o agente que asegure el
cumplimiento del contrato. Por ello, como apuntó Hobbes de manera
tan perceptiva hace más de tres siglos, los individuos que hacen
contratos que estipulen los servicios de instituciones encargadas de
asegurar su cumplimiento necesariamente renuncian a su propia
independencia.
Tomemos, por ejemplo, una comunidad de cien hombres. En
ausencia de quien asegure el cumplimiento, digamos que B viola el
contrato que establece todos los derechos de propiedad. Lo hace al
robar bienes de A o al interferir con las libertades personales
designadas a A. Por supuesto, este último tendrá algún incentivo
para reaccionar de manera personal mediante un contraataque
sobre B. Pero si esto pasa a ser el patrón general de
comportamiento el sistema degenera rápidamente en dirección a la
posición precontractual del equilibrio anarquista[71]. Sin embargo,
los individuos C, D, E… no tienen un interés directo en castigar a B
por robar a A o por interferir con él. Tienen un interés indirecto en la
medida en que ese castigo da mayor seguridad a sus propias
reivindicaciones, pero a menos que conecten esa idea con su propia
concepción sobre el cumplimiento del contrato, es posible que sean
reticentes a aprobar un castigo particularizado. Se puede lidiar con
este problema mediante un acuerdo que involucre a todas las
personas en la compra de los servicios de un agente o de una
institución externa que asegure el cumplimiento y que adopte, en
todos los casos particulares, la acción requerida para hacer cumplir
el castigo. El «bien público» es la seguridad generalizada de los
derechos o las reivindicaciones, y no la acción particular de
garantizar el cumplimiento que produce tal seguridad.
En un sentido idealizado, la institución que haga cumplir las
normas es necesariamente externa a las partes que alcanzan un
acuerdo en el contrato inicial. Puede ser útil la analogía con un juego
sencillo: dos niños reconocen mutuamente alguna división de
canicas entre ellos, y tratan de jugar. Sin embargo, es posible que
cada uno de los niños sepa que su oponente va a tener un gran
incentivo para hacer trampas a menos que se vea sujeto a una
vigilancia cuidadosa. Se ponen de acuerdo y nombran un árbitro o
un juez, lo informan de las reglas específicas bajo las cuales eligen
jugar, y le piden que asegure el cumplimiento de estas reglas
designadas. Este es precisamente el papel funcional que se le asigna
al Estado en su tarea de hacer cumplir la ley. El Estado pasa a ser la
encarnación institucional del árbitro o del juez, y su único papel es
asegurar que se respeten los términos contractuales.
Esta analogía desnuda una falacia recurrente en muchas
discusiones sobre los derechos de propiedad y sobre el papel del
Estado para hacer cumplir estos derechos. Hacer cumplir
reivindicaciones es categóricamente distinto de definir de modo
inicial estas reivindicaciones. Todas las partes se ponen de acuerdo a
nivel conceptual sobre todas los reivindicaciones durante la etapa
constitucional del contrato social. Después, llaman al Estado para
que vigile estas reivindicaciones, para que sirva como una institución
que asegure su cumplimiento, para que asegure que se respeten los
compromisos contractuales. Decir que el Estado define los derechos
es equivalente a decir que es el árbitro, y no los jugadores, el que
elige tanto la división inicial de las canicas como las reglas del juego
en sí mismo.
EL ESTADO PROTECTOR Y EL ESTADO PRODUCTOR
La distinción entre las etapas constitucional y posconstitucional del
contrato social nos permite interpretar al Estado, la agencia colectiva
de la comunidad, en dos funciones distintas. La incapacidad de
mantener bien diferenciadas estas funciones, en teoría o en la
práctica, ha producido y sigue produciendo una confusión
importante. En la etapa constitucional, el Estado surge como la
agencia o institución que asegura el cumplimiento, conceptualmente
es externa a las partes contratantes y está a cargo de la sola
responsabilidad de hacer cumplir derechos y reivindicaciones
acordados así como contratos que implican intercambios de esas
reivindicaciones, intercambios que han sido negociados de manera
voluntaria. En esta función «protectora», el Estado no está implicado
en producir «bien» ni «justicia» como tales, más allá de los que
encarne indirectamente un régimen que asegure el cumplimiento de
los contratos. De forma explícita, este Estado no se puede concebir
como una encarnación de ideales abstractos de la comunidad, que
toman forma más allá de los logros de los individuos. Esta última
concepción es y debe ser extraña a cualquier visión o modelo
contractualista o individualista del orden social. Sin embargo, debido
al interés de cada persona en la seguridad de los derechos que se le
han acordado, el Estado legal o protector debe caracterizarse por
mantener los preceptos de neutralidad. Los jugadores no aceptarían
conscientemente el nombramiento de un árbitro del que se supiera
que es injusto al hacer cumplir las reglas del juego, o al menos no
podrían estar de acuerdo sobre el mismo árbitro en esos casos. Por
lo tanto, es posible que «la equidad» o «la justicia» surjan en un
sentido limitado del interés propio de las personas que acuerdan un
contrato para asegurar el cumplimiento de las normas; y no que
surjan de la aceptación de ideales primordiales para la sociedad en
general.
Este Estado legal o protector, las instituciones de «la ley»
interpretada de manera amplia, no es un órgano de toma de
decisiones. No tiene función legislativa, y no está debidamente
representado por las instituciones legislativas. Este Estado no
incorpora el proceso mediante el cual las personas de la comunidad
eligen de forma colectiva, y no de manera privada o independiente.
Esto último caracteriza el funcionamiento del Estado productor que
está conceptualmente separado, esa agencia a través de la cual los
individuos se proveen a sí mismos de «bienes públicos» en el
contrato posconstitucional. En este último contexto, lo mejor es
mirar la acción colectiva como un proceso de intercambio complejo
con participación de todos los miembros de la comunidad. Los
cuerpos legislativos representan de manera apropiada este proceso;
y el proceso de elección, de toma de decisiones, se puede
denominar «legislación». En claro contraste, el Estado protector que
lleva a cabo la tarea de hacer cumplir las normas que se le asignó en
el contrato constitucional no hace «elecciones» en el sentido estricto
de este término. Ideal o conceptualmente, la tarea de hacer cumplir
las normas puede programarse de manera mecánica antes de que se
viole la ley. Los participantes se ponen de acuerdo en una estructura
de derechos individuales que hay que hacer cumplir, y el
incumplimiento solo requiere que se llegue a una resolución sobre
los hechos y que se administren de manera automática las
sanciones. Un contrato o un derecho se violan o no: esta es la
determinación que tiene que tomar «la ley». Tal determinación no es
una «elección» en el sentido clásico de medir los beneficios de una
alternativa en relación con los costes de oportunidad (los beneficios
a los que se renuncia). «La ley», que el Estado hace cumplir, no es
necesariamente aquel conjunto de resultados que mejor representa
algún equilibrio de intereses opuestos, algún acuerdo, algún fallo
intermedio. Bien interpretada, «la ley» que se hace cumplir es la que
el contrato inicial especifica que se debe hacer cumplir, sea cual sea.
Por supuesto, no estoy sugiriendo que haya una ausencia total de
ambigüedades o que la tarea concreta del Estado de hacer cumplir
las normas sea puramente mecánica. Sin embargo, estos aspectos
no deberían distraer la atención del rasgo característico y central del
contrato para asegurar el cumplimiento de las reglas, que fue
diseñado para implementar la detección de las violaciones y el
castigo de quienes violan las reivindicaciones o los derechos bien
definidos y aceptados de manera explícita. Como ya se señaló, «la
ley» va más allá de los límites de lo que corresponde cuando trata,
explícitamente, de redefinir los derechos individuales. Si en efecto se
concibe el Estado en este sentido, está involucrada una auténtica
elección, dado que tendrían que volverse relevantes los beneficios y
los costes de varios esquemas para la redefinición.
Solo con esta discusión breve e introductoria ya se puede
apreciar gran parte de la confusión moderna. De manera adecuada,
el poder judicial, como elemento de la estructura encargada de
hacer cumplir las normas, es independiente del brazo de la
colectividad que lleva a cabo las elecciones, la legislatura. Sin
embargo, dado que el poder judicial en sí mismo incumple los
términos de su propio contrato al legislar explícitamente, en una
«elección social» auténtica, se ha cuestionado adecuadamente su
independencia de las reglas de elección. El Estado legal o protector,
como tal, no es «democrático» en el sentido de que las decisiones
colectivas se alcancen mediante algún proceso de votación, sea el
voto por mayoría u otro. Para determinar los hechos del acuerdo
contractual, cabe invocar criterios plurales más que individuales o
unitarios, y estos se podrán combinar de numerosas maneras. En
muchas jurisdicciones, todos los miembros de un jurado deben estar
de acuerdo para que se pueda establecer un veredicto. Es posible
que los tribunales de apelación requieran solo una mayoría simple;
sin embargo, en todos esos casos debería estar claro que las normas
de mayoría relativa son solo mecanismos que buscan producir algo
más de precisión en la tarea final de recabar información sobre los
hechos. En una elección auténtica, la «precisión» no es una palabra
descriptiva apropiada. La elección colectiva auténtica puede ser
racional o irracional; sus beneficios y sus costes pueden o no
compararse unos con otros como corresponde. Pero las elecciones
no pueden, por sí mismas, ser precisas o imprecisas, dado que lo
que está en discusión son valores, no hechos.
LAS REGLAS COMO DERECHOS INDIRECTOS
Hasta este punto en el análisis del contrato constitucional hemos
supuesto que se llega a un acuerdo sobre los límites de la
interacción conductual y sobre el conjunto positivo de las
reivindicaciones respecto a las asignaciones de bienes, acompañado
por algún contrato con el Estado protector para hacer cumplir las
normas. En un mundo con solo bienes privados, esto sería todo.
Surgirían más o menos naturalmente, como se analizó en el capítulo
3, comercios e intercambios entre personas en las etapas
posconstitucionales. Sin embargo, cuando permitimos la presencia
de bienes y de servicios públicos o que se comparten en conjunto,
es necesario tener en cuenta a la colectividad y al Estado productor
y sus normas de funcionamiento. La constitución política, que en
nuestro contexto es solo un aspecto del contrato constitucional más
amplio, pasa a ser importante aquí, y las reglas para tomar
decisiones colectivas en relación con la provisión de bienes públicos
y con el reparto de costes deben, en sí mismas, establecerse en la
etapa constitucional de negociación definitiva. Como se dijo en el
capítulo 3, tendría relativamente poca trascendencia definir las
reivindicaciones nominales de un individuo sobre bienes para dejar
esas reivindicaciones totalmente vulnerables a la explotación política
sin restricciones.
Dediqué una obra anterior, El cálculo del consenso, escrita junto
con Gordon Tullock, en gran medida a un análisis de la elección
constitucional entre diversas normas para tomar decisiones
colectivas. En ese análisis, Tullock y yo supusimos implícitamente
que los participantes individuales en las deliberaciones
constitucionales sobre normas alternativas afrontaban cierta
incertidumbre respecto a sus propios intereses en lo que concierne a
decisiones colectivas futuras. Sin embargo, no cuestionamos el
establecimiento independiente de sus reivindicaciones y derechos
definitivos sobre la propiedad, humana y no humana, más allá del
alcance de las normas de decisión colectiva. Como he sugerido, este
enfoque era una extensión y una aplicación de la metodología
económica ortodoxa, que ha tendido a dejar de lado los problemas
críticos de establecer derechos individuales. Este libro difiere de El
cálculo del consenso en este aspecto fundamental: aquí estoy
tratando de analizar el contrato inicial que asigna los derechos y las
reivindicaciones entre personas. Esta diferencia permite interpretar
las normas de decisión colectiva en un escenario de alguna manera
modificado, es decir, como parte integral de un contrato más
inclusivo en lugar de como una constitución estrictamente política
superpuesta sobre algún acuerdo ya antes negociado. En el libro
anterior, argumentamos que el criterio de aceptabilidad o de
eficiencia estaba en el acuerdo, en la unanimidad. Es más,
planteamos que en la medida en que los participantes sigan sin
conocer el papel específico que desempeñarán en las operaciones
posteriores bajo las normas elegidas, conservarán la tendencia a
alcanzar un acuerdo sobre normas de funcionamiento
razonablemente «justas» y «eficientes»[72]. No postulamos la
igualdad inicial entre los individuos con respecto a los derechos de
propiedad o a las capacidades, pero nuestra presunción de
incertidumbre sirvió para generar una base convincente para el
acuerdo sobre las reglas de acción colectiva.
En comparación, en el modelo que se incorpora aquí, permito de
manera muy explícita la desigualdad personal en el equilibrio
natural, la base anarquista desde la cual se negocian
conceptualmente los contratos fundamentales de desarme. Sin
embargo, como indicó el análisis en las primeras partes de este
capítulo, el establecimiento de reivindicaciones positivas sobre los
stocks de bienes o de dotaciones puede no ser posible hasta que se
hagan algunas transferencias unilaterales, y quizá solo pueda
hacerse en ese caso. Este potencial para la transferencia nos permite
introducir una dimensión adicional de ajuste que tal vez facilite que
se llegue a un acuerdo entre las partes involucradas en el contrato.
Cuando reconocemos que las reglas que rigen la toma de decisiones
colectivas en la etapa posconstitucional también deben establecerse
dentro del contrato inicial, tenemos a nuestra disposición otra
dimensión más de ajuste.
Consideremos el cálculo de un individuo cuya posición en el
equilibrio anarquista no es significativamente peor que la que espera
asegurarse bajo un acuerdo de desarme sencillo. Cuando reconoce
también los problemas de hacer cumplir las normas, incluidos los
relativos a imponer restricciones al agente encargado de hacer
cumplir las normas, es posible que este individuo sea muy reticente
a sumarse al contrato social básico. Sin embargo, supongamos que
una de las muchas cláusulas de un acuerdo contractual sugerido
establezca que los «bienes públicos» deben financiarse mediante
impuestos progresivos sobre la renta y que la persona en cuestión
tiene o bien una demanda esperada de bienes públicos por encima
de la media, o bien expectativas de ingreso-riqueza por debajo de la
media. Esta parte propuesta del contrato social más amplio
representa ahora, para esta persona, un suplemento positivo al
conjunto de reivindicaciones que podría asegurarse de otra manera
dentro del acuerdo de desarme sin enmiendas. Las reglas de
decisión colectiva le dan algo parecido a «derechos» adicionales a
los que es posible que él asigne un valor positivo. Puede verse
motivado a entrar en el contrato constitucional bajo tales
condiciones, incluso sin una transferencia unilateral de bienes,
aunque esto sería un medio alternativo de hacer que la propuesta le
resulte atractiva.
LA MEZCLA CONSTITUCIONAL
El contrato constitucional inclusivo encarna elementos que pueden
presentarse en combinaciones o en mezclas alternativas. Los
términos deben incluir, primero, alguna declaración sobre los límites
respecto a la conducta de cualquier persona en relación con las
posiciones de las otras personas en la comunidad. Previamente en
este capítulo, nos referimos a este elemento como el contrato de
desarme. A medida que pasan de la anarquía a acceder a la
sociedad auténtica, las personas deponen sus armas, aceptan las
reglas que rigen su propio comportamiento a cambio de una
aceptación similar de tales reglas por parte de otros. Segundo, el
contrato básico debe definir los derechos positivos de posesión o de
dominio sobre los stocks de bienes, o de manera más general, sobre
las dotaciones de los recursos capaces de producir bienes finales.
Estas dotaciones incluyen habilidades humanas (los derechos sobre
la propia persona que se han discutido ampliamente en la teoría de
la propiedad), así como factores no humanos, incluido el dominio
sobre el territorio. Es posible que estos derechos o estas
reivindicaciones de pertenencia reflejen tan solo el patrón de
posesión establecido directamente cuando se eliminan las
interferencias interpersonales, lo que hemos denominado la
imputación de producción directa Pero como reveló el análisis, es
posible que sean necesarios ciertos «intercambios» de dotaciones de
recursos o de bienes, y algunas restricciones de comportamiento,
antes de que se puedan hacer imputaciones sobre la pertenencia
que sean claramente reconocidas. Junto con los límites sobre el
comportamiento y los derechos de pertenencia, el contrato
constitucional inclusivo debe explicitar también los términos y las
condiciones para hacer cumplir las normas. Este conjunto de
términos especificará en detalle el funcionamiento y los límites del
Estado protector que se establece como agente encargado de hacer
cumplir las normas. Finalmente, el contrato básico debe definir las
normas bajo las cuales debe operar la colectividad a la hora de
tomar e implementar decisiones relativas a la provisión y a la
financiación de los «bienes públicos». Este conjunto de términos
especificará en detalle el funcionamiento y los límites del Estado
productor, el aspecto legislativo de la organización colectiva. Es
posible que las reglas e instituciones de este Estado productor
incorporen en sí mismas diversas dimensiones. El contrato debería
indicar el margen permisible en el cual puede tener lugar la acción
colectiva. Es decir, se deben incluir algunas restricciones en relación
con el tipo de bienes que se proveen y financian de manera
colectiva. Al menos en algún sentido aproximado, la línea divisoria
entre el sector privado de la economía y el sector público o
gubernamental debería establecerse en la constitución básica.
Dentro de estos límites definidos, se podrían especificar alejamientos
permisibles de la unanimidad a la hora de tomar decisiones
colectivas. Por supuesto, esos alejamientos no necesariamente
deben abarcar todas las decisiones de manera uniforme. Es posible
añadirle, también, a la estructura constitucional inclusiva
instituciones de reparto de costes, es decir, instituciones impositivas.
No es mi objetivo aquí desarrollar criterios para lograr la
eficiencia del contrato constitucional en ningún escenario específico.
La mezcla entre los diversos elementos de este acuerdo inclusivo
estará funcionalmente relacionada con varias características
identificables en la comunidad de individuos, lo cual incluirá el
número de miembros en sí mismo, así como el escenario ambiental.
Las características del equilibrio natural anarquista, ya sea que
pueda hacerse realidad este o no, influirán en las posiciones relativas
de los individuos y de los grupos en el acuerdo constitucional final.
Tanto el grado como la distribución de las desigualdades entre
personas serán importantes en este sentido. Es posible que los
individuos difieran, y que se piense que difieran, en cuanto a sus
capacidades relativas para producir bienes y para obtener ganancias
mediante la depredación de otros. Estas diferencias, junto con
diferencias en los gustos de los individuos con respecto a las
actividades productivas y depredadoras, tendrán efectos previsibles
en el acuerdo inicial. Las expectativas relativas a las demandas de
bienes y de servicios de provisión pública también afectarán a la
voluntad de los individuos para aceptar reglas de acción colectiva, al
igual que las expectativas sobre los niveles relativos de ingresos y de
riqueza.
El punto más significativo que surge de este análisis muy general
es la interdependencia entre los diversos elementos de la mezcla
constitucional. Al contrario de lo que indica la metodología
económica ortodoxa, los derechos de las personas a la propiedad,
los derechos de utilizar de forma personal e individual los recursos
físicos, no pueden tratarse aislados de aquellos derechos que están
representados de manera indirecta en la condición de miembro de
una colectividad a la que se le han entregado constitucionalmente
poderes para tomar decisiones de acuerdo con reglas
predeterminadas. Consideremos, por ejemplo, la posición de una
persona que tiene derechos de pertenencia nominales sobre un flujo
de ingresos de un recurso (humano o no) escaso y muy bien
valorado. Es posible que esta reivindicación sobre la propiedad
privada se vea moderada por los derechos como miembro de la
colectividad, las instituciones gubernamentales de la comunidad, que
controlan otras personas, los derechos como miembro de la
comunidad que posiblemente ofrezcan a otras personas
reivindicaciones indirectas sobre el flujo de ingresos en cuestión, que
es diferencialmente más alto. Al afirmar esto no pretendo sugerir
que la mezcla constitucional específica que se ha elegido sea
necesariamente la más eficiente. Como se señaló en el capítulo 3,
todas las partes habrían resultado beneficiadas gracias a una
transferencia inicial de reivindicaciones que tenían una estabilidad
sustancialmente mayor de las reivindicaciones de pertenencia
nominales.
Este enfoque nos permite mirar de una forma algo distinta y de
manera positiva el desconcertante hecho de la redistribución del
ingreso y de la riqueza. Bajo ciertas estructuras constitucionales,
aquellas personas que son relativamente «pobres» en rigor no
reivindican, basándose en normas éticas primordiales, una parte del
rendimiento económico o de los activos de aquellos que son
relativamente «ricos». Pueden reivindicar de manera indirecta
alguna parte, basándose en la condición común de miembros de una
comunidad organizada de manera colectiva bajo un contrato
constitucional específico. Los relativamente «ricos», a su vez,
pueden esperar con legitimidad que se respeten y se honren sus
«derechos privados», y que se sancionen las violaciones de estos
derechos, solo como una parte que compone el acuerdo contractual
más inclusivo, que previsiblemente requiere que ellos paguen cuotas
relativamente más altas en aquellos bienes y servicios que se
producen de forma conjunta para toda la comunidad[73]. En este
contrato más amplio y más inclusivo, todos los individuos y grupos
deberían encontrar que los beneficia sumarse a las reglas
establecidas, respetar las reivindicaciones una vez moderadas, y
comportarse de tal manera que puedan lograr el máximo de libertad
individual dentro de las limitaciones del orden aceptable.
5
El contrato continuo
y el statu quo
LA ÉTICA Y LA ECONOMÍA DE LA OBLIGACIÓN CONTRACTUAL
Los capítulos precedentes ofrecen una explicación conceptual de
cómo el orden social podría surgir contractualmente a partir de la
maximización racional de la utilidad por parte de los individuos, un
orden social que encarnaría una definición de la asignación de
derechos individuales y el establecimiento de una estructura política
cuya responsabilidad sería hacer cumplir las normas de conducta
personal en relación con esos derechos asignados. Incluso si se
acepta plenamente el marco contractualista, el análisis solo es
aplicable en una comunidad en la que las personas viven para
siempre. El tiempo no se ha introducido en el modelo, e incluso en
una comunidad con miembros permanentes, la influencia que el
tiempo en sí mismo ejerce sobre la elección racional introduciría
complicaciones.
Una de las críticas persistentes a cualquier teoría contractual del
orden social guarda estrecha relación con el atributo atemporal del
modelo. Como se señaló antes, muchos críticos se han opuesto a la
explicación contractual basándose en que, desde el punto de vista
histórico y empírico, no se ha observado que haya tenido lugar
ningún contrato formal entre individuos. Lo que es más importante,
han indicado que, incluso si hubiera podido tener lugar
históricamente tal pacto original, no hay nada que ate a los hombres
que no participaron por sí mismos en el acuerdo contractual, nada
que los ligue a honrar compromisos que es imposible que hayan
adquirido personalmente.
Esta es una crítica importante y relevante para un argumento
contractualista que tiene cimientos esencialmente éticos y que busca
la legitimidad del orden social en un contrato implícito. La obligación
contractual, expresada en la voluntad de los individuos de
comportarse de acuerdo con términos especificados, depende de
manera crítica de la participación explícita o imaginada. Los
individuos, una vez que han «dado su palabra», ya han
«comprometido su honor» en cumplir los términos. Esto sigue
siendo verdad incluso si, después del acuerdo, estos términos pasan
a ser vistos como «inicuos» o «injustos». La deserción o el
incumplimiento son contrarios a los códigos morales de
comportamiento personal ampliamente aceptados. Cuando tan solo
se heredan del pasado las normas del orden social y político
existentes, incluida la definición de los derechos individuales, es
posible que no estén presentes tales sanciones morales. Quizás
importe poco si los antepasados participaron o no en un acuerdo
contractual; tal vez no haya un compromiso fuerte ligado al honor
que se transmita entre generaciones en una estructura social
individualista[74]. Cualquier base ética o moral para la estabilidad de
las reglas y de las instituciones se ve seriamente debilitada una vez
que se demuestra que la participación es históricamente inexistente
y/o está fuera de la memoria de los miembros vivos de la
comunidad.
Este es el escenario que describe el mundo real, y hay que hacer
una pregunta: ¿por qué las personas van a respetar de propia
voluntad las reglas e instituciones vigentes que garantizan el orden?
Por supuesto, estas instituciones incluirán estándares para hacer
cumplir las normas, junto con los castigos que se aplicarían en caso
de incumplimiento. Sin embargo, en un contexto en el que hay
estándares para el castigo, el cumplimiento auténticamente
voluntario significa poco en sí mismo. Casi cualquiera cumplirá
«voluntariamente» con patrones de conducta dictados si sabe que
no cumplir con estos patrones será castigado con certeza y
severidad suficientes. Lo que nos interesa a nuestros efectos es el
cumplimiento voluntario con independencia de los estándares para el
castigo, un comportamiento que apenas se observa. Sin embargo,
está claro que hay una relación entre el posible cumplimiento
voluntario independiente de los estándares para el castigo y de la
inversión de recursos que se requerirá para alcanzar límites de
conducta específicos. Es mediante una relación de este tipo que
pasa a ser relevante la estructura del «contrato» en existencia,
incluso para quienes se reconocen como no participantes. ¿Bajo qué
condiciones es más probable que los individuos se adhieran a las
reglas del orden heredadas, que respeten y honren la asignación de
los derechos individuales existentes?
Solo se puede responder a esta pregunta mediante una
evaluación de la estructura existente, como si fuera el resultado de
un contrato actual, o de uno que se negocia continuamente. Los
individuos deben preguntarse cómo se comparan sus propias
posiciones con las que podrían haber esperado conseguir en un
acuerdo contractual renegociado. Si aceptan que sus posiciones
definidas estén dentro de los límites, es más probable que cumplan
las reglas existentes, incluso si reconocen la ausencia de una
participación histórica. Este enfoque ofrece un medio para evaluar
las reglas sociales, la estructura legal y los derechos de propiedad.
Pero es necesario hacer una observación rápida. Ese conjunto de
derechos que podría ser aceptado ampliamente como dentro de los
límites de lo que podríamos llamar aquí las «expectativas de
renegociación» de los individuos no será homogéneo de una
comunidad a otra y ni en el tiempo. Como demostró el análisis del
capítulo 4, los términos contractuales, incluida la mezcla entre los
diversos elementos en la constitución, dependerán directamente de
las diferencias personales que existen de hecho o que se cree que
existen. El grado y la distribución de estas diferencias no serán
parejos entre grupos separados. Esto sugiere que no se puede
recurrir a estándares generales idealizados por medio de los cuales
juzgar una estructura legal o constitucional dentro de una
comunidad particular en una etapa específica del desarrollo histórico.
En el mejor de los casos, un observador puede hacer algunas
inferencias sobre las instituciones existentes evaluando el
comportamiento de los individuos que viven bajo su gobierno.
El enfoque con respecto al contrato que se adopta en este libro
es económico y, como se mostró antes, hay una base económica
para el contrato constitucional entre personas. De manera similar,
hay una base económica para el cumplimiento de cualquier conjunto
de normas, para el cumplimiento de las que definen el statu quo.
Esta base económica no depende tanto como su homólogo ético del
hecho de la participación ni de la existencia histórica de un acuerdo.
Por otro lado, hay razones económicas racionales a nivel individual
para desertar de cualquier acuerdo contractual. Especialmente en
grupos de números grandes, la maximización de la utilidad individual
impondrá que se deserte de términos contractuales acordados si no
hay disposiciones que garanticen su cumplimiento, o si esas
personas no se ven restringidas por preceptos éticos. Es importante
reconocer que la motivación estrictamente económica para la
deserción no se ve influenciada por la presencia o la ausencia de
participación individual en un contrato. El individuo que ha adquirido
de forma personal un compromiso anticipado tiene la misma
motivación estrictamente económica para desertar que la persona
que hereda el contrato de sus antecesores, o que se encuentra en
un escenario sin cimientos contractuales de ningún tipo. Lo que
puede ser claramente diferente entre estos casos son las
restricciones éticas, no la elección económica racional en privado, si
se mide la racionalidad en dimensiones económicas cuantificables.
En reconocimiento de la motivación individual para la deserción,
cualquier estructura legal incluirá reglamentaciones para hacer
cumplir las normas y para castigar a quienes las incumplan. Si nos
basamos en razones estrictamente económicas, no hay ningún
motivo a priori por el cual un individuo vaya a desertar de las
normas e instituciones que no están enmarcadas dentro de sus
expectativas de renegociación razonables más rápido de lo que lo
haría con las que sí lo están. El incentivo para incumplir la ley existe
incluso para la persona cuyos derechos asignados en el statu quo
parecen ser más favorables de lo que sería razonable esperar de un
acuerdo auténticamente renegociado; siempre y cuando crea ser
capaz de incumplir la ley unilateralmente y de eludir el castigo. Una
vez más, desde un cálculo que es solo económico, que una persona
viole o no los términos del contrato existente, que cumpla o no con
el conjunto de normas, de instituciones y de derechos legales
existentes, dependerá de su evaluación de la probabilidad, y de la
severidad del castigo aplicado por el agente responsable de hacerlos
cumplir. Este valor esperado depende de manera directa de la
voluntad de la comunidad, que actúa a través del Estado protector,
para comprometerse a garantizar el cumplimiento de las normas y a
castigar. Estos compromisos, a su vez, están funcionalmente
relacionados con los niveles previstos de conformidad voluntaria. Y,
como se señaló, estos niveles dependerán de la fuerza de las
restricciones éticas del comportamiento individual. Mediante este
tipo de relación causal, podemos rastrear la relación entre el
cumplimiento asegurado y la «distancia» del statu quo respecto al
conjunto de «expectativas de renegociación».
Tomemos un ejemplo: supongamos que hay, de hecho, un
acuerdo contractual inicial, y que solo se prevé que tendrán lugar
violaciones nominales en los períodos iniciales del acuerdo. Dado un
determinado gasto de recursos para garantizar el cumplimiento, se
asegurará un grado específico de respeto de los términos
contractuales. A efectos ilustrativos, digamos que solo el 0,001 por
ciento del comportamiento tiende explícitamente a violar los
derechos acordados. Pasa el tiempo y la estructura de derechos no
se modifica, pero los hijos heredan las posiciones de sus padres en
la comunidad, y los hijos ya no se sienten comprometidos a nivel
ético con los términos contractuales iniciales. Lo que es más
importante, es posible que las reglas existentes no estén dentro del
conjunto de expectativas de renegociación de, al menos, algunos
miembros de la segunda generación. Por ambas razones, más hijos
que padres responderán a las motivaciones estrictamente
económicas para desertar. Por lo tanto, con la misma estructura para
asegurar el cumplimiento, cabría esperar que el porcentaje del
comportamiento que viole el «contrato social» aumente a, por
ejemplo, el 0,01 por ciento. Es decir, más personas «incumplirán la
ley», a menos que sigan teniendo un interés estrictamente
económico en no hacerlo.
Existen dos formas en las que la comunidad puede responder a
una «distancia» creciente entre el statu quo y el conjunto de
expectativas de renegociación que tiene un gran número de sus
miembros. Puede, en primer lugar, incrementar la dedicación de
recursos a hacer cumplir tanto las normas como los requisitos de
compromisos morales que las acompañan, haciendo así que las
violaciones del conjunto de derechos definido en el statu quo
resulten más costosas para los posibles incumplidores potenciales.
Segundo, la comunidad puede tratar de renegociar el acuerdo
básico, el contrato constitucional en sí mismo, para volver a poner
esta distancia dentro de límites aceptables. Como mostrará el
análisis en capítulos subsiguientes, es posible que la primera
alternativa sea extremadamente difícil de implementar, y de hecho
es posible que haya presiones para reducir más que incrementar los
compromisos que garanticen el cumplimiento y los castigos. En la
práctica, puede ser que la única alternativa sea tratar de renegociar
el contrato constitucional básico, al menos según algunos de los
márgenes de ajuste posibles. Sin embargo, antes de poder discutir
tales renegociaciones, necesitamos definir más claramente el statu
quo.
CAMBIOS CONTRACTUALES EN EL STATU QUO
El conjunto completo de normas e instituciones que existe en un
momento cualquiera define el statu quo constitucional. Este conjunto
incluye más que una imputación o asignación de derechos de
propiedad privada, junto con las normas bajo las cuales estos
derechos se pueden intercambiar entre personas y grupos. La
situación existente también encarna los derechos como miembro de
la organización política, el órgano colectivo de la comunidad, y esta
entidad, a su vez, tiene poderes o derechos especificados para
afrontar la provisión y la financiación de bienes y de servicios
públicos. No debería interpretarse que el statu quo constitucional
encarna una rigidez en la interacción social. Es posible que ocurran
modificaciones de derechos individuales, siempre y cuando estas
sean procesadas con reglas definidas, que también es posible que
definan las respuestas del sistema a impactos exógenos. Lo
importante no es la estabilidad sino la previsibilidad; el statu quo
constitucional ofrece la base sobre la cual los individuos pueden
formar sus expectativas con respecto al curso de los
acontecimientos, expectativas que son necesarias para una
planificación racional.
El carácter único del statu quo está en el sencillo hecho de que
existe. Las normas e instituciones del orden sociolegal existentes
tienen una realidad existencial: no hay ningún conjunto alternativo.
A menudo se pasa por alto esta distinción elemental entre el statu
quo y sus alternativas idealizadas. Con independencia de la
existencia, es posible que haya muchas estructuras institucionales-
legales que sean preferibles para algunas personas o muchas, pero
nunca se tiene carta blanca para elegir. La elección entre estructuras
alternativas, en la medida en que se presenta alguna, se hace entre
lo que es y lo que podría ser. Cualquier propuesta de cambio implica
que el statu quo es el punto de partida necesario. «Empezamos
aquí», y no en otro lugar.
El reconocimiento que es necesario hacer de este hecho no
supone una defensa del statu quo en ningún sentido evaluativo,
como se alega a veces. En el plano privado y personal, casi
cualquiera de nosotros preferiría alguna estructura alternativa, al
menos en algunos de sus puntos específicos. No queremos implicar
ningún concepto panglosiano cuando insistimos en que hay que
lograr mejoras a partir del statu quo como un hecho. ¿Cómo
podemos llegar hasta «allí» desde «aquí»? Esta es la pregunta
apropiada que hay que hacer en cualquier intento de evaluar el
cambio sociopolítico propuesto. ¿Qué cualidades de legitimidad tiene
el conjunto de derechos que existe en cualquier punto en el tiempo,
cualidades que están presentes debido simplemente al hecho de la
existencia? Podemos también transformarla en una pregunta
adicional: ¿debería el agente encargado de hacer cumplir las
normas, el Estado protector, castigar a quienes violan el conjunto de
derechos definido en el statu quo? Dicho de esta forma, la pregunta
casi se responde sola. Estos derechos son precisamente los únicos
que el agente puede hacer cumplir, dado que no existen otros.
Si existe un conjunto de derechos claramente definidos (y aquí
tan solo voy a darlo por sentado; más adelante examinaré los
problemas que surgen en presencia de ambigüedades), y si este
conjunto se hacer cumplir de manera efectiva, ¿cómo es siquiera
posible que tenga lugar un cambio de estructura, un cambio
constitucional básico? Para responder a esta pregunta, de nuevo es
necesario evitar la confusión de pensar en los derechos en términos
de imputaciones de bienes o de recursos entre personas. Este
modelo estático sugeriría erróneamente que la asignación de
derechos es siempre un juego de suma cero; por ello, no podrían
acordarse modificaciones de su estructura. Los reajustes
contractuales o cuasi contractuales de la estructura constitucional
básica son, por definición, imposibles en este modelo limitado.
Sin embargo, en un marco dinámico sobre los costes de
oportunidad, puede llegarse a acuerdos contractuales o cuasi
contractuales que incluirían reducciones de los derechos de algunos
miembros de la comunidad en valores medidos en un sentido
nominal. Si el curso previsto de los acontecimientos en el tiempo
fuera tal que estos valores medidos en un sentido nominal se
reducen, es posible que quienes tienen estos derechos tan
vulnerables acepten reducciones presentes a cambio de mayor
seguridad. Si el individuo que tiene un derecho o título, definido en
el statu quo, pasa a prever que esta reivindicación se va a ver
erosionada o vulnerada a menos que se modifique la estructura, es
posible que acepte voluntariamente alguna reducción actual del
valor de su título como medida que le permita adelantarse a la
posibilidad de un daño mayor.
Tales previsiones pueden basarse en cambios imaginarios en la
distribución natural del equilibrio anarquista que siempre existe
«debajo de» las realidades sociales observadas. Se puede ilustrar
este concepto con un ejemplo numérico de dos personas.
Supongamos que A y B, en el equilibrio natural anarquista,
consiguen stocks finales de bienes de consumo, diez unidades y dos
unidades, respectivamente. Estos stocks son netos del esfuerzo
dedicado a la defensa y a la depredación. Se negocia un contrato de
desarme, y la imputación posconstitucional pasa a ser quince
unidades para A, siete unidades para B, en la que cada persona ha
obtenido el equivalente a cinco unidades adicionales. Este acuerdo
se mantiene vigente durante algún tiempo, pero supongamos que,
después de X períodos, se piensa que cambian las fuerzas relativas
de las dos partes. Aunque la distribución natural, en anarquía, ya no
se puede observar, supongamos que A piensa que las dos partes
ahora lograrían resultados iguales en la anarquía auténtica, que la
distribución estaría, de hecho, más cerca de 6:6 que del 10:2
original. En una situación tal, es posible que A reconozca la
vulnerabilidad extrema de la imputación 15:7 del statu quo, su
vulnerabilidad a un incumplimiento por parte de B. Con el objeto de
conseguir una mayor garantía de que el orden previsible se
mantendrá, es posible que A acepte un cambio propuesto de
derechos nominales, un traslado a una nueva distribución, digamos
13:9[75].
El modelo de dos personas es, por supuesto, algo engañoso en el
sentido de que tiende a ocultar el problema de hacer cumplir las
normas que surge de manera crítica solo en escenarios de grandes
números. En una interacción estricta de dos personas, las normas se
hacen cumplir mediante a amenaza permanente de que cualquiera
de los dos participantes puede hacer que todo el sistema vuelva a
caer en la anarquía. En la comunidad e grandes números, el modelo
comparable se hace más complejo. Aquí los cambios que se podrían
alcanzar contractualmente o cuasi contractualmente no surgen de
manera directa del mayor peligro de una violación individual de
derechos, dado que este peligro siempre estará presente, sino del
peligro de que el agente a cargo de hacerlos cumplir se vuelva cada
vez más reticente a castigar de manera efectiva a los incumplidores.
Puede utilizarse un modelo sencillo de tres personas, una extensión
de la misma ilustración, aunque se toma como representante de un
escenario de grandes números, no de números pequeños.
Supongamos que la comunidad de tres hombres, A, B y C, se
encuentra con que la imputación en el equilibrio anarquista es
10:2:2 y que, al hacer el contrato inicial de desarme, pasa a ser
15:7:7 y que todas las partes aceptan estos términos. Acompaña al
contrato el nombramiento de un agente para hacerlo cumplir, el
Estado protector, al que se le asigna el deber de garantizar que se
respete la imputación 15:7:7. Como antes, supongamos que pasa un
tiempo durante el cual, relativamente, se piensa que cambian las
fuerzas de los distintos miembros del grupo. Supongamos que
llegamos a un período en el cual A piensa que una imputación 6:6:6,
en lugar de la que está en existencia, describiría a grandes rasgos,
un verdadero retorno al equilibrio natural. Mientras A siga creyendo
en el poder y la voluntad del agente que hace cumplir los términos
definidos en el statu quo, A no se preocupará y no aceptará de
manera voluntaria ningún cambio en sus propias reivindicaciones
nominales. Sin embargo, es posible que advierta que el contrato de
cumplimiento también tiene una dimensión dinámica. El agente
puede hacerse cada vez más reticente a garantizar un conjunto de
derechos individuales, a medida que as posiciones relativas difieren
cada vez más de lo que se considera el equilibrio natural en la
anarquía «debajo» del orden existente. Por ello es posible que el
vínculo entre las modificaciones de la distribución natural presunta o
imaginaria y la estabilidad de derechos representada por el statu
quo sea esencialmente idéntico en comunidades de grandes
números y de números pequeños.
En este examen de los posibles cambios en la distribución de
derechos del statu quo, de cambios en el contrato constitucional
básico, he puesto el énfasis en bases económicas. No he introducido
de manera explícita el concepto de la justicia, ya que este podría o
no influir en las actitudes de las personas en lo que respecta al
establecimiento de la estructura, o a los cambios en ella. En la
mayor medida posible, y sin recurrir a normas externas, trato de
derivar la estructura lógica de la interacción social a partir de la
maximización de utilidad en el interés propio por parte de los
individuos. Objetiva e históricamente, es posible que sea necesario
que alguna noción de «justicia social» o «conciencia social»
caracterice el pensamiento de al menos una parte de la población,
para que pueda existir una sociedad que encarne una libertad
personal razonable. No quiero ni apoyar esta suposición ni oponerme
a ella. Mi punto es que no quiero depender de la presencia de una
actitud tal en esta etapa del análisis.
Sin embargo, es útil mencionar en este punto el concepto de
justicia porque en aquellas situaciones en las que es posible que los
individuos tengan razones económicas racionales para aceptar
alguna reasignación de derechos, en las que tal vez sea posible un
cambio constitucional auténtico, quizá la discusión pública pueda
llevarse a cabo con la retórica de la «justicia». Es posible que ni los
que abogan por el cambio estructural sean plenamente conscientes
de la motivación racional o de la maximización de la utilidad que
está en la base de sus propuestas. Esto ofrece una explicación
parcial del comportamiento que se observa a menudo en los
descendientes de familias ricas, un comportamiento que los hace
parecer más interesados en la «justicia» que otros miembros de la
comunidad. Si los individuos se encuentran en una posesión nominal
de derechos de propiedad que, saben, sería insostenible en cualquier
situación que se parezca a la lucha anarquista auténtica, tal vez
reconozcan que la forma de proteger su posición implica alguna
resignación de sus reivindicaciones en un auténtico reajuste
constitucional de derechos. Es probable que esas personas apoyen
propuestas de reajuste constitucional y que expongan sus
argumentos en apoyo de estas propuestas en términos de justicia, lo
cual puede o no tener una base hipócrita[76]. Cuando a los
argumentos que pueden tener su origen en el cálculo económico
racional, argumentos que en otras circunstancias podrían ser la base
para organizar modificaciones contractuales o cuasi contractuales
auténticas en la estructura del orden legal, se los presenta con el
disfraz de la justicia, tienden a atraer el apoyo de aquellos elementos
de la comunidad cuya motivación primaria es repartir las
redistribuciones de derechos entre personas que no sean ellos
mismos, y que no aparentan ni hacen el esfuerzo de buscar cambios
aprobados contractualmente o Pareto superiores. El comportamiento
de los individuos en este último sentido es importante a la hora de
dar forma a la política gubernamental moderna respecto a las
redistribuciones de los títulos de propiedad individuales, pero este
comportamiento no está directamente vinculado con el análisis que
se presenta aquí[77].
Al considerar el comportamiento individual en apoyo del cambio
constitucional básico, habría que hacer una distinción entre el capital
humano y el no humano. En la medida en que las reivindicaciones
individuales en el statu quo toman la forma de derechos de
pertenencia sobre recursos no humanos, el valor relativo de estas
reivindicaciones puede separarse fácilmente del valor inherente a la
persona, que se podría presumir que es menos vulnerable en la
anarquía. Aquí la separación se acentúa cuando los títulos sobre los
recursos no humanos se transmiten entre generaciones, en cuyo
caso es posible que quede poca relación o ninguna entre el valor
relativo de tales títulos y la cuota relativa que los titulares creen que
pueden conseguir, ya sea bien en la anarquía auténtica o en un
contrato constitucional renegociado. Por otro lado, y en contraste, si
las reivindicaciones de un individuo sobre los bienes finales se miden
en gran medida por su propiedad de capital humano, encarnado en
sus habilidades, talentos o capacidades relativos, es posible que su
posición relativa en la distribución natural o en cualquier acuerdo
renegociado no difiera de manera categórica de la que se observa en
el statu quo. Por supuesto, no habrá aquí ninguna correspondencia
precisa. La habilidad de un individuo como concertino puede ser
inútil en la jungla hobbesiana, y casi inútil en cualquier acuerdo
renegociado que reduzca de manera sustancial las demandas
especializadas de conciertos que surjan de la distribución de riqueza
del statu quo. Sin embargo, incluso aquí hay una diferencia
categórica entre capital humano y no humano. Puede resultar
imposible una transferencia efectiva de los derechos sobre el
producto del capital humano, dado que tal vez se requiera un
comportamiento específico por parte del propietario. No existe un
vínculo conductual de ese tipo entre el capital no humano y la
persona que tiene derechos sobre su producto. En la medida en que
el capital humano toma la forma generalizada de una habilidad física
y/o intelectual, es probable que la capacidad relativa de una persona
para sobrevivir en la anarquía en sí misma o para conseguir términos
en renegociaciones se vea reflejada con bastante exactitud en el
statu quo. A partir de esto, deberíamos prever que el apoyo a
cambios estructurales importantes respecto a los derechos,
siguiendo las líneas contractuales sugeridas, es más probable que
venga de aquellos que tienen reivindicaciones relativamente grandes
sobre recursos no humanos que de los que tienen reivindicaciones
comparables sobre capital humano.
CAMBIOS IMPUESTOS EN LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES
He analizado las posibles bases de los cambios contractuales o cuasi
contractuales en la distribución del statu quo o la imputación de los
derechos constitucionales —derechos de personas de la comunidad
a atribuirse la propiedad de recursos físicos, a adoptar cursos de
acción específicos con respecto a tales recursos, a participar en la
elección colectiva y en el reparto compartido de bienes y de servicios
provistos por el gobierno— bajo la presunción no explícita de que
solo pueden tener lugar ese tipo de cambios de estructura. Esto es
paralelo a la derivación inicial del contrato, el primer salto para salir
de la jungla anarquista. Como indicó nuestro análisis anterior, la
distribución inicial desde la cual se da este paso inicial no podría en
sí misma surgir del contrato; en lugar de eso, debe surgir de las
fuerzas opuestas de las personas que interactúan, de ahí el término
de «distribución natural». La pregunta que está en juego ahora hace
referencia al cambio en la estructura de derechos inicialmente
asignada, sin volver a caer en la anarquía. Existe una estructura del
orden legal, el statu quo, incluso si ninguna de las personas de la
comunidad no tiene sentido alguno de participación, de manera
directa o remota, en el acuerdo constitucional. Importa poco si se
alcanzó alguna vez tal acuerdo.
¿Por qué hay que adoptar una regla de unanimidad presunta
para el cambio constitucional auténtico, incluso si se acepta la
metáfora contractual a la hora de explicar el surgimiento de los
derechos? Las estructuras alternativas del orden legal merecen igual
o más apoyo moral-intelectual. Entonces, ¿qué tiene de malo una
modificación impuesta y arbitraria en el patrón de derechos
individuales para acercarse a una estructura alternativa a la que
pueda, según ciertos criterios externos, adscribirse un mérito
comparable o incluso superior al que se refleja en el statu quo?
Estas preguntas merecen ser consideradas con cuidado, ya que
nos llevan directamente a una fuente de gran confusión. Apuntan a
otra pregunta que tan a menudo no se hace (ni se responde). Si hay
que hacer cambios impuestos y no voluntarios en la estructura de
derechos legales, ¿quién tiene que hacer la imposición? ¿A qué
individuo, a qué grupo de personas, a qué institución de toma de
decisiones colectivas se les deberá conceder el derecho (o el poder)
de imponer cambios arbitrarios y no contractuales de derechos, el
derecho de reorganizar la distribución de reivindicaciones sobre la
propiedad entre personas de manera diferente a la existente?
¿Mediante qué proceso podemos derivar un derecho supremo de
este tipo? ¿En qué contrato fundamental?
Parece evidente que si el statu quo define una estructura de
derechos constitucionales básicos, estos no pueden cambiarse de
manera arbitraria. Decir que se puede equivaldría a entrar en una
contradicción semántica: si los derechos básicos pueden cambiarse
sin acuerdo, a duras penas podrían llamarse ni «básicos» ni
«derechos». Tomemos el ejemplo de una persona que tiene lo que
cree que es un título de pertenencia sobre, digamos, diez unidades
de recurso o de capacidad productiva. Supongamos que alguna
fuerza o entidad externa simplemente «toma» la mitad de esta
dotación, reduciendo el patrimonio a cinco unidades. En el lenguaje
corriente esto parece sencillo, pero si la entidad o fuerza externa
tiene el poder de decidir y de implementar el cambio indicado, ¿el
individuo tuvo realmente alguna vez el título en cuestión? Parece
necesario aquí hacer cierta revisión de la forma habitual de análisis.
Si la persona del ejemplo tiene diez unidades susceptibles de ser
tomadas por la entidad externa, estas unidades no le «pertenecen»
en ningún sentido constitucional básico. Como mucho, podemos
decir que le «pertenecen» esos títulos sujetos a las interferencias
arbitrarias externas o que esos títulos son nominales, no reales.
Esta cuestión queda en evidencia con el conocido comentario
respecto a que el «gobierno» o el Estado define los derechos de
propiedad y puede someterlos a cambios. Como se señaló en el
capítulo 3, esto equivale a decir que solo el gobierno o el Estado
tiene derechos, y que los individuos son esencialmente partes de un
contrato de esclavitud continuo. Esta es la visión o el modelo
hobbesiano de la verdadera relación entre el soberano y los
miembros individuales de la comunidad. El único contrato que tiene
sentido aquí es la entrega inicial del poder al soberano a cambio del
orden que se impone y se mantiene. Pero esta visión es contraria a
toda la noción del contrato constitucional entre personas según el
cual cada individuo se desarma a cambio de alguna garantía de que
se aceptarán los derechos que le han sido asignados y de que los
incumplimientos serán castigados por parte de un agente que se
designó con el objetivo limitado de hacer cumplir las normas: el
Estado. En esta concepción alternativa del contrato constitucional,
que en estos respectos es más lockeano que hobbesiano, los
términos del acuerdo inicial restringen al agente encargado de hacer
cumplir las normas. Los individuos tienen derechos o títulos en
relación con ese agente igual que los tienen en relación con otras
personas. Se mantiene al gobierno, en sí mismo, estrictamente
sujeto a la ley del contrato constitucional[78].
No estoy sugiriendo que no se puedan modificar los derechos
individuales mediante la coacción y sin consentimiento. Lejos de eso.
Las pruebas no podrían desecharse sin más de una manera tan
arrogante. Lo que propongo es que los derechos que forman
legítimamente parte de las expectativas de una persona o de un
grupo solo puedan modificarse mediante un acuerdo si no se quiere
incumplir el contrato constitucional, implícito o explícito, en sí
mismo. Pero a este contrato básico, como a todos los contratos,
puede incumplirlo cualquiera de las partes. El análisis sugiere tan
solo que esos incumplimientos se reconozcan y se consideren como
tales. No tiene sentido dar por sentado la existencia de algo que
simplemente no existe. Si «el gobierno», representado por las
decisiones de personas que modifican de manera arbitraria los
derechos asignados a los individuos, viola los términos básicos sobre
los cuales actúa la estructura social, no se requiere que sus acciones
se «honren» con aprobaciones éticas. Si «el gobierno», que se
concibe como un agente encargado de hacer cumplir los derechos
individuales, captura por sí mismo poderes para cambiar la
estructura legal, a los individuos se los priva de derechos y su
existencia pasa a ser equivalente a la descrita en la anarquía
hobbesiana. Gran parte de lo que observamos en la década de 1970
puede describirse de forma pesimista precisamente en estos
términos. Sin embargo, dado que se ha erosionado el conjunto
básico de normas hasta hacerlo en muchos sentidos irreconocible,
no hay razón para que nos abstengamos de discutir los elementos
de la estructura que podrían existir.
En este sentido, como en otros, mi análisis da un posible apoyo a
los anarquistas contemporáneos, que niegan la legitimidad de gran
parte de la acción implementada por el aparato gubernamental-
burocrático. El gobierno «se gana» la legitimidad mediante el
cumplimiento de los términos de la estructura legal que permite que
los títulos de los individuos se mantengan dentro de un conjunto de
expectativas de renegociación razonables, al menos para la mayoría
de los miembros de la comunidad. Si el gobierno va más allá de
estos límites, no es «legítimo» en el sentido estricto de la definición
de este término, y sus acciones pueden ser consideradas
«delictivas». Esta conclusión surge sin importar la forma en que se
tomen las decisiones, siempre y cuando se viole la unanimidad.
Decir que cualquier acción del gobierno es legítima porque esa
acción tiene la sanción de una mayoría simple o absoluta de los
miembros de la comunidad, o de una mayoría simple o absoluta de
quienes eligieron para representarlos en una legislatura, o de las
personas que eligieron, designaron o nombraron para funciones
ejecutivas o judiciales, es elevar a las instituciones y los procesos
colectivos o gubernamentales a una posición superior a su
contenido. El comportamiento anticonstitucional envuelto en un
manto de mitología romántica de la voluntad de la mayoría o la
supremacía jurídica puede en algunas circunstancias ir más allá que
el comportamiento que no reivindica derechos de procedimiento.
INCUMPLIMIENTOS PREVIOS Y EL STATU QUO
La argumentación que he presentado más arriba podría parecer
persuasiva en el contexto de un modelo atemporal. Si la estructura
de derechos legales, descrita en el statu quo, se hubiera mantenido
sin cambios tras un acuerdo inicial, si tal acuerdo se hubiera
alcanzado de hecho, y si los participantes hubieran seguido siendo
miembros de la comunidad, podría haber una aceptación general del
principio de que los cambios básicos requieren la adhesión de todas
las partes. Pero nuestra preocupación en este capítulo se centra
precisamente en los problemas que surgen en ausencia de algunas
de estas condiciones o de todas. Específicamente, debemos hacer (y
responder) esta pregunta: ¿qué justifica el statu quo cuando es
posible que no se haya hecho nunca un contrato original, cuando los
miembros actuales de la comunidad no sienten ninguna obligación
moral o ética para respetar los términos definidos en el statu quo, y
algo importante, cuando tal contrato, si alguna vez existió, puede
haber sido violado muchísimas veces, tanto por el gobierno como
por individuos y grupos que tal vez hayan logrado eludir el castigo
apropiado? La presencia de alguna de estas negaciones, o de todas,
¿le quita legitimidad al statu quo?
Una vez más es necesario repetir lo obvio: el statu quo define lo
que existe. Por ello, sin importar su historia, debe ser evaluado como
si fuera legítimo contractualmente. Las cosas «podrían haber sido»
distintas en la historia, pero ahora las cosas son como son. El hecho
de que el gobierno pueda haber violado excesivamente y repetidas
veces términos implícitos no modifica en nada el carácter único del
statu quo. Sin embargo, es posible que los incumplimientos previos
hagan más probable que el orden legal existente difiera de manera
significativa del conjunto de órdenes que satisfacen las expectativas
de renegociación de un gran numero de personas en la comunidad.
Los incumplimientos que no tuvieron castigo en períodos anteriores,
ya sea cometidos por el gobierno o por personas y grupos, vuelven
más difícil la tarea de hacer cumplir las normas, y suponen un
incentivo para que se produzcan más incumplimientos.
Evaluar el statu quo como si fuera legítimo puede dar resultados
en ambas direcciones. El conjunto de derechos existentes en
cualquier momento puede merecer o no la legitimidad putativa que
se le atribuye. Si no a merece o, más correctamente, si hay aspectos
de este conjunto que no la merecen deberían haber medios de
ajuste con los que podrían estar de acuerdo todos o sustancialmente
todos los miembros de la comunidad. Un ajuste que tiene que
imponerse mediante la coacción a duras penas puede representar en
sí mismo una restauración de la «legitimidad» en cualquier
significado auténtico del término. En lugar de eso, este tipo de
cambio supondría todavía un mayor incumplimiento del contrato
implícito.
Tomemos una situación en la cual, ya sea debido a un cambio en
las capacidades relativas de las personas o a los antiguos
incumplimientos explícitos de un conjunto de términos acordados, el
statu quo ha pasado a definir un conjunto de derechos individuales
que son claramente inconsistentes con las expectativas de
renegociación de una gran mayoría de los miembros de la
comunidad. Es decir, las posiciones relativas de las personas no
pueden, en ningún sentido imaginable, reflejar las posiciones
relativas que podrían alcanzarse después de un desvío para entrar
en la anarquía y salir otra vez a un nuevo contrato constitucional. En
este caso, aceptar reducciones en el valor calculado de los derechos
quejes han sido asignados debería resultar razonable para quienes
parecen haber sido relativamente favorecidos en el statu quo. Si lo
hacen, el cambio constitucional puede surgir mediante un acuerdo,
como se dijo antes.
Sin embargo, es posible que quienes son o pueden ser
relativamente favorecidos en el statu quo no acepten esto como el
curso de acción razonable. En especial si pueden controlar las
acciones del agente encargado de hacer cumplir las reglas, el
gobierno, con lo cual tal vez consideren que sus posiciones de
relativa ventaja son invulnerables. Quizá no les preocupe la supuesta
falta de legitimidad de la estructura existente de derechos
individuales. Es este tipo de escenario el que invita a un colapso que
implica caer en la anarquía desordenada o en la revolución para
alcanzar un equilibrio natural potencialmente nuevo de salida,
seguido de algún orden constitucional también nuevo. Con esto no
pretendo sugerir que una estructura de derechos no puede
sobrevivir y reforzarse a menos que refleje, con mayor o menor
precisión, una de las estructuras que podrían surgir a nivel
conceptual en un acuerdo de renegociación. Si «el gobierno» está
dispuesto a hacer cumplir el statu quo con la suficiente decisión,
puede mantenerse casi cualquier conjunto de derechos. Pero, en ese
caso, el Estado o el gobierno pasa a ser en esencia el agente
encargado de hacer cumplir los títulos de la coalición de personas
cuyos derechos en el statu quo son insostenibles en aceptables
renegociaciones. Si «el gobierno» es, en su base, democrático en
algún sentido definitivo, su actividad de hacer cumplir derechos
existentes se hace cada vez más difícil a medida que estos divergen
de las expectativas de renegociación de un gran número de
personas. Puede que se torne imposible hacer cumplir durante
mucho tiempo derechos no modificados. Un reajuste acordado y
cuasi contractual ofrece la única alternativa efectiva al deterioro
progresivo del orden legal, a los incumplimientos continuos del
contrato implícito por parte tanto del gobierno como de los
individuos, al declive acelerado de la legitimidad de toda la
estructura constitucional, a la reducción general de la estabilidad y
de la previsibilidad inherentes al funcionamiento normal del
ambiente político-legal.
En la medida en que han tratado los cambios en las imputaciones
de derechos individuales del statu quo, es probable que los
economistas políticos hayan confundido los temas. Con pocas
excepciones, los economistas políticos, al igual que otros expertos
en ciencias sociales y filósofos sociales, han sido reacios a buscar y
analizar posibles oportunidades de cambios voluntarios o
contractuales en el orden constitucional. En lugar de eso, se han
sentido obligados a proponer cambios derivados de criterios éticos
externos, cambios que presumiblemente deben ser impuestos en la
estructura existente. Este tipo de discusión ha tendido a distraer
esfuerzos y la atención del enfoque menos romántico pero más
productivo relacionado con elaborar posibles modificaciones
acordadas que serían aceptables para un gran número de personas
en la comunidad[79].
LA ESPECIFICACIÓN DE DERECHOS EN EL STATU QUO
Me he referido de manera diversa a un «conjunto de derechos
legales», a una «distribución de derechos individuales», a un
conjunto de «asignaciones de propiedad». Si se pretende que el
análisis tenga mayor relevancia práctica, es necesario ser más
específico. ¿Cuáles son las características descriptivas de la
estructura? He advertido repetidas veces que no se debe pensar en
la estructura de derechos individuales en términos de una
imputación ni de bienes finales ni de unidades de capacidad
productiva entre personas. Este es un error predominante que ha
sido una de las razones por las cuales los economistas políticos han
descuidado los problemas tratados en este libro. Dentro del contrato
constitucional inicial no hay una dotación de capacidad potencial de
suma constante que repartir de alguna manera entre personas en el
contrato o que hacer cumplir mediante el orden legal existente.
Adoptar esto como base paradigmática para el análisis del
surgimiento y del mantenimiento de una estructura de derechos de
propiedad genera confusión desde el principio. Los individuos no
alcanzan la identidad que los define por medio de dotaciones
medidas específicamente; la alcanzan mediante el acuerdo
conceptual, explícito o implícito, sobre un conjunto de límites a su
propio comportamiento en relación unos con otros. Dentro de estos
límites, dentro de «la ley», se les permite desarrollar y utilizar sus
capacidades, humanas y no humanas, y obtener «bienes» ya sea
mediante su propia producción o mediante el intercambio con otros.
La participación en contratos posconstitucionales está incluida dentro
de estos límites legales, en lo referente a bienes y a servicios tanto
privados como públicos. En estos últimos, es posible que los
individuos necesiten organizarse colectivamente a través de
unidades políticas e imponerse a sí mismos reglas de decisión que se
distancien de la unanimidad, pero reglas que se especifiquen en el
contrato constitucional en sí mismo.
Este resumen está lejos de ofrecer una definición específica de
los derechos de un individuo en cualquier statu quo. Estos dependen
tanto de la comunidad seleccionada para el análisis como del
período de tiempo elegido. En el enfoque adoptado aquí, no es
posible derivar de manera independiente ningún conjunto general de
derechos individuales. En este sentido, todo el análisis es relativista.
Para definir los derechos de un individuo en el statu quo, la
comunidad específica debería ser examinada de cerca para
determinar cuál es precisamente el «contrato constitucional» en
funcionamiento, lo cual no es una tarea fácil, pero debe ser en
esencia empírica y no analítica. De nuevo pensando en términos en
cierto modo generales, es posible definir los derechos de un
individuo como aquel conjunto de expectativas sobre el
comportamiento relevante de los otros en la comunidad que también
esos otros en la comunidad comparten. Tomemos, por ejemplo, un
derecho de propiedad sobre la tierra ¿qué significa? «Ser
propietario» de una parcela de terreno significa que el dueño espera
que otros se abstengan de utilizar la tierra de ciertas formas y que
los demás comparten esta expectativa, al menos en la medida en
que respetan las sanciones de los incumplimientos. Estos atributos
de la propiedad son necesarios para el intercambio de títulos o de
derechos. Puede interpretarse el statu quo como el conjunto
completo de expectativas compartidas referentes a los dominios
conductuales de los miembros individuales de la comunidad, de las
diversas coaliciones y de los grupos de individuos organizados,
incluida la entidad política, el Estado.
Desde ya, tal vez existan muchas ambigüedades, incertidumbres
y conjuntos de expectativas en conflicto con respecto a las esferas
individuales de acciones permisibles en cualquier estructura legal. De
hecho, casi toda la discusión sobre los derechos individuales,
humanos y no humanos, al igual que la mayoría de los litigios
prácticos, tienen el objetivo de resolver tales ambigüedades y
conflictos. Hasta este punto me he abstenido adrede de discutirlos
porque mi objetivo principal ha sido, primero, derivar los orígenes
conceptuales del orden social, presumiendo que los derechos están
definidos. Sin embargo, no puedo seguir analizando la estructura sin
presentar los problemas que surgen debido a conflictos de
definición.
La cantidad de ambigüedad y/o de conflicto entre expectativas
individuales nos da un criterio según el cual podríamos evaluar
cualquier estructura de statu quo, un criterio que es totalmente
independiente de los juicios de valor cualitativos. En un extremo está
el modelo que hemos supuesto hasta este punto: el modelo en el
que todos los derechos están claramente definidos y son reconocidos
por todas las partes, incluido el agente encargado de hacerlos
cumplir. Por supuesto, es posible que haya incumplimientos incluso
en este modelo, pero estos se reconocen como tales, incluso por los
incumplidores, que están sujetos a castigo. Tal vez haya cierta
incertidumbre incluso en este régimen con derechos bren definidos.
Especialmente en lo que respecta a las decisiones colectivas o
gubernamentales sobre la financiación y la provisión de bienes
públicos, es posible que el individuo no sea capaz de prever con
precisión su propia posición final en cualquier resultado colectivo
específico Sin embargo, esta incertidumbre es coherente con la
declaración general de que los derechos están bien definidos, ya que
las reglas de toma de decisiones para a comunidad son claras en sí
mismas, así como también lo es el ámbito dentro del cual se permite
que operen esas reglas. En el otro extremo podríamos
conceptualizar un escenario en el que todo es un caos, en e que los
individuos tienen poca capacidad o ninguna de prever el
comportamiento de otros, incluido el gobierno. Quizás el
comportamiento de los otros sea totalmente caprichoso, y el agente
encargado de hacer cumplir las normas puede apoyar o no los títulos
nominales del individuo. En cierto sentido, es posible que este
modelo extremo sea menos conveniente a nivel psicológico para el
individuo que la anarquía auténtica, porque en esta última sí hay
cierta previsibilidad respecto a las posiciones finales.
Desde ya, cualquier statu quo estará en algún punto del espectro
entre estos dos extremos. Habrá algunas ambigüedades y conflictos
y, a su vez, los individuos no compartirán expectativas respecto al
comportamiento permisible y previsible, ya sea el comportamiento
de unos con otros o del gobierno. El «propietario» de tierra
individual que no sabe si su titulo es válido no puede predecir con
seguridad qué comportamiento tendrán otros posibles aspirantes al
título con respecto a la tierra y exactamente qué acción adoptará el
Estado para dirimir las reivindicaciones rivales. En presencia de tal
ambigüedad, se reduce el valor de la «propiedad», y el intercambio
de derechos se hace más difícil de implementar.
La presencia de la ambigüedad y del conflicto entre títulos
individuales es fuente de gran confusión en torno a la función de
Estado protector del gobierno. En la medida en que surge el
conflicto, es necesario arbitrar sobre los títulos. Se requiere cierta
búsqueda y localización de «la ley». En este proceso, el Estado, a
través de sus brazos y agencias judiciales, debe tomar decisiones
que parecen ser bastante arbitrarias del tipo «o uno u otro»,
decisiones que después se imponen involuntariamente a las partes
perdedoras en la disputa, y decisiones que luego hace cumplir el
Estado. Es debido a la observación de este tipo de actividad que a
menudo se dice que el Estado define derechos, hace leyes básicas.
Pero hay una diferencia vital entre arbitrar en conflictos emergentes
entre las partes cuando surgen ambigüedades y definir derechos
desde el principio o poner en marcha cambios explícitos en los
derechos cuando no se observa ningún conflicto.
La colectividad tiene que tener una función de decisión. El
objetivo es lograr la resolución pacífica y ordenada de las disputas
que aparecen en torno de las diversas fronteras o límites del acuerdo
reconocido. El arbitraje por parte del Estado fue diseñado para evitar
que las partes introduzcan la fuerza física. La función de arbitraje
está relacionada con la función del Estado como el agente a cargo
de hacer cumplir las normas, aunque es distinta de ella. Los
derechos bien definidos requieren que se asegure su cumplimiento,
hay que vigilar los incumplimientos y quienes incumplen las normas
deben ser castigados incluso cuando todos reconocen los derechos
de cada persona. Sin embargo, en este tipo de mundo no se
requiere un arbitraje sobre los derechos. El ladrón no busca validar
su reivindicación legal sobre tus «bienes» a través de canales
judiciales estatales (por lo menos no todavía). No obstante, cuando
los individuos están en desacuerdo sobre sus derechos, cuando las
expectativas divergen, es conveniente el arbitraje. Cada persona
actúa, o puede actuar, en el ejercicio de lo que reivindica como «sus
derechos», y al hacerlo no reconoce estar incumpliendo ninguna
asignación del statu quo. Busca un arbitraje porque siente que sus
propias reivindicaciones son legítimas en el statu quo.
Nunca debería interpretarse que este define un equilibrio en la
estructura de derechos y de títulos individuales. A partir de cualquier
punto en el tiempo, algunas partes del «contrato social» tendrán
ciertas expectativas mutuamente incoherentes, y estas se acercarán
a algún tipo de resolución a través de canales de ajuste formalizados
o por otro medio. La posición de equilibrio en dirección a la cual se
mueve el sistema sin alcanzarla nunca es estrechamente análoga a
la que se ha descrito de manera exhaustiva en la teoría económica.
Cualquier sistema de derechos tenderá a sufrir modificaciones en
dirección a algún equilibrio en el cual las líneas que separan esferas
de acciones permisibles han sido trazadas de manera clara, y en el
cual las expectativas de los individuos son mutuamente coherentes.
Esta tendencia se mantiene incluso si el camino hacia tal equilibrio
implica recurrir a la fuerza física en lugar de a un ajuste formalizado.
Sin embargo, como en el caso de la interacción económica que nos
resulta más familiar, los impactos exógenos moverán continuamente
el blanco hacia el cual converge el proceso de ajuste.
La teoría de la economía estacionaria, que se caracteriza por un
estado de equilibrio completo, ha sido muy desarrollada, a tal punto
que la economía como disciplina a menudo ha descuidado los
procesos de ajuste dinámico que representan los tanteos de la
economía en respuesta a una serie continua de impactos externos.
Apenas si se ha desarrollado la teoría comparable de la estructura
legal estacionaria, que también se caracterizaría por un equilibrio en
el que todos los derechos individuales y grupales están bien
definidos y en el cual, como en la economía, todas las expectativas
son mutuamente compartidas; y aquí se ha dedicado tal vez
demasiada atención a los ajustes dinámicos de derechos que las
fuerzas externas del crecimiento y el cambio tecnológico hacen
necesarios. Como he sugerido, un posible criterio de evaluación de
cualquier distribución de derechos en el statu quo es su «distancia
del equilibrio», su posición en el espectro que va desde un extremo
en el que los derechos están bien definidos a otro donde reina el
caos y en el que las expectativas de los individuos son inconsistentes
al máximo. Como en la versión análoga de la teoría económica, el
equilibrio tiene atributos de eficiencia. Cualquier barrera o distorsión
interna que impida el movimiento del sistema hacia los equilibrios
cambiantes reduce la eficiencia de las relaciones sociales.
6
La paradoja de «ser gobernado»
Los estadounidenses están insatisfechos con el statu quo. Esta es
más que una simple declaración y más que una referencia a los
descontentos de todas las épocas. Hay una diferencia entre la
actitud de los ciudadanos hacia las instituciones de su sociedad en la
década de 1970 y la actitud que había antes de 1960. Ha
desaparecido en gran medida la fe en el «sueño americano», y no
parece haber perspectivas de una restauración. ¿Quién hubiera
previsto que las principales ciudades estadounidenses serían tan
reticentes a ser el escenario en el que se celebraría el bicentenario
del nacimiento de la nación?
Algunas de las consignas de la década de 1960 pueden
interpretarse de manera gráfica. La «democracia participativa» de la
Nueva Izquierda tomó forma en 1972, tanto en el «mándenles un
mensaje» de George Wallace, como en las reformas de la estructura
del Partido Demócrata por parte de George McGovern. Pero cuando
miramos los resultados aparece la paradoja. El mensaje de Wallace
es interesante sobre todo porque no llegó a destino. El clamor de los
ciudadanos pidiendo alivio impositivo se tradujo en una reforma
fiscal que, traducida nuevamente, se transformó en propuestas para
incrementar los ingresos impositivos. La naciente «revolución del
contribuyente» de fines de la década de 1960 y principios de la de
1970 casi desapareció. La «democratización» de las estructuras del
partido por parte de McGovern casi significó su destrucción y fue
archivada rápidamente después de 1972.
Aún persiste una amplia insatisfacción con respecto a la
estructura institucional, y muy notablemente con respecto al
rendimiento observado del gobierno en todos sus niveles, pero no
hay medios eficientes mediante los cuales esta actitud compartida
pueda traducirse en resultados positivos. Las reacciones contra los
excesos de la burocracia son la fuente de la expansión burocrática.
Los políticos y los «empleados públicos» que sirven real o
potencialmente a sus propios intereses toman nota de las
frustraciones que genera el statu quo. Surgen, casi a un ritmo de
cadena de montaje, propuestas para resolver los «problemas
sociales», propuestas que necesariamente requieren una expansión
y no una contracción de los elementos de la estructura que generan
los males. Persiste la regresión infinita que implica lo que se ha dado
en llamar la «actitud de servicio público». Si algo está mal, que lo
regule el gobierno. Si fracasan los reguladores, hay que regularlos a
ellos, y así sucesivamente. En parte, esto es el resultado inevitable
del fracaso público a la hora de entender el principio sencillo del
laissez-faire, principio según el cual los resultados que surgen de las
interacciones de las personas cuando se las deja solas pueden ser, y
a menudo son, superiores a aquellos resultados que surgen de las
interferencias políticas abiertas[80]. En este sentido se ha producido
una pérdida de sabiduría, una pérdida con respecto a los niveles del
siglo XVIII, y es necesario reiterar en cada generación el mensaje de
Adam Smith. (La ciencia económica moderna debe quedar
condenada por su fracaso a la hora de hacer esta simple tarea, cuya
realización es, en su base, la razón primaria de la disciplina para
reivindicar apoyo público).
Sin embargo, hay más que esto, y un redescubrimiento milagroso
de la sabiduría política del siglo XVIII apenas nos sacaría de apuros.
La paradoja superficial entre las frustraciones observadas con
respecto a los procesos gubernamentales y a la expansión resultante
de estos mismos procesos se basa en sí misma en un fenómeno más
profundo y más complejo, que implica en sí mismo una paradoja
más permanente. De ahí el título de este capítulo.
Como se señaló antes, la sociedad ideal es la anarquía, en la que
ningún hombre o grupo de hombres coacciona a otro. Este ideal ha
sido expresado de diversas maneras a través de los tiempos, por
filósofos cuyas persuasiones ideológicas eran ampliamente
divergentes. «El mejor gobierno es el que menos gobierna» dice lo
mismo que la «extinción del Estado». La sed universal de libertad
del hombre es un hecho histórico, y su reticencia ubicua a «ser
gobernado» garantiza que sus señores putativos, que son también
hombres, afronten las interminables amenazas de rebelión y de
desobediencia en relación con cualquier norma que trate de dirigir y
de dar órdenes al comportamiento individual. En un sentido
estrictamente personalizado, la situación ideal de cualquier persona
es una que le permita plena libertad de acción e inhiba la conducta
de otros de manera tal que los obligue a plegarse a sus propios
deseos. Es decir, toda persona busca ser señor en un mundo de
esclavos. Sin embargo, en un escenario social generalizado, uno que
el hombre pueda reconocer como dentro del ámbito de lo creíble, el
régimen anarquista de hombres libres cada uno de los cuales
respeta los derechos de los otros se convierte en un sueño utópico.
No obstante, los órdenes sociales observados se alejan de este
sueño, y los hombres (y los académicos) que se creen ciudadanos
potencialmente ideales están condenados a la frustración que
genera la práctica. Quizá sea útil aquí algún reconocimiento de la
equivalencia entre lo imposible y lo ideal, que subraya repetidas
veces Frank Knight. Pero persiste lo que debería ser una fe legítima
en la «mejora», en el «progreso», una fe que no debería
amortiguarse totalmente. La mejora dentro de ciertos límites, la fe
en el progreso moderada por la razón, no el romance: estas son las
cualidades de la actitud que llevan a los hombres a vivir con las
instituciones que tienen, a la vez que tratan de cambiarlas de una
manera ordenada y sistemática. El anarquista razonable y filosófico,
que no implica ninguna contradicción de términos, pasa a ser la
única persona que podría construir la base constitucional de una
sociedad libre, que podría elaborar cambios a partir de un statu quo
institucionalizado, cambios que se alejen del Leviatán que acecha,
en lugar de acercarse a él.
¿Por qué debería el ciudadano potencialmente ideal adoptar la
postura conservadora sugerida? Si se ve a todos los hombres como
iguales en el plano moral, ¿por qué no instituir la utopía anarquista
aquí y ahora? ¿Debe seguir sin alcanzarse la utopía porque algunos
hombres no pueden ser descritos como hermanos? ¿El problema
consiste centralmente en ampliar la élite anarquista hasta que todos
los hombres pasen a ser capaces de afrontar el desafío? Es posible
que esta línea de pensamiento caracterice al anarquista-elitista, pero
no aporta ni una ruta directa ni una con desvíos hacia la
construcción de un orden social libre.
EL HOMBRE COMO CREADOR DE NORMAS
El hombre se mira a sí mismo antes de mirar a otros. El individuo
reconoce, y acepta, que no es ni santo ni pecador, ni en la sociedad
que existe ni en una extrapolada. El hombre adopta normas. El
creador de normas impone límites sobre sí mismo de manera
explícita y deliberada para poder canalizar su propio comportamiento
hacia normas seleccionadas de manera racional. Nadie podría
sostener que Robinson Crusoe no es «libre»; sin embargo, un
Crusoe racional podría fabricar y poner un despertador, un
mecanismo diseñado a propósito para intervenir en su ajuste
conductual a un ambiente cambiante[81]. Es racional adoptar
normas que «gobernarán» de manera efectiva el comportamiento
individual, y en este sentido decimos que Crusoe es «gobernado»,
incluso antes de la llegada de Viernes. El concepto de un
«autogobierno» elegido racionalmente es un punto de partida
necesario para cualquier análisis que se haga sobre «gobernar» en
un escenario de muchas personas[82].
Crusoe impone normas sobre su propio comportamiento porque
reconoce su propia imperfección frente a posibles tentaciones. Esto
no es una aceptación del pecado original sino un reconocimiento de
que las respuestas conductuales son, hasta cierto punto, previsibles
por parte de la persona que elige, y de que algunos patrones de
comportamiento son mejores que otros cuando se toma un
horizonte de planificación a largo plazo. El Crusoe racional acepta la
necesidad de planificar; es posible «planificar» de manera cuidadosa
y sistemática su existencia necesariamente anarquista para dar paso
a una vida mejor y más plena[83]. Sin embargo, antes de
trasladarnos de Crusoe al individuo en la sociedad, debemos apuntar
que el ejemplo del despertador no se eligió al azar. Crusoe fabrica su
despertador, un mecanismo impersonal y externo diseñado para
imponer límites sobre su propia elección de comportamiento. Por
supuesto, es posible que también seleccione normas o preceptos
externos que, una vez adoptados, seguirá de manera rigurosa. Sin
embargo, sigue habiendo una diferencia importante entre los dos
casos, que tiene trascendencia para los problemas más amplios que
se examinarán más tarde en este capítulo: con el despertador,
Crusoe perturba su sueño por anticipado, cierra una opción
conductual que seguiría abierta según una norma voluntarista. En
sentido literal, el reloj «gobierna» a Crusoe en relación con la hora a
la que comienza a trabajar, incluso en su mundo aislado de un solo
hombre.
Una forma algo distinta de decirlo es señalar que Crusoe «hace
contratos consigo mismo» cuando elabora su programa de
planificación. Reconoce que la vida placentera requiere trabajar
cuando el sol todavía es joven en la mañana tropical, y acuerda
consigo mismo durante sus momentos contemplativos que tal
trabajo es parte de un patrón de comportamiento óptimo. Sin
embargo, conociéndose a sí mismo y sus predisposiciones, teme no
respetar sus propios términos de manera rápida y voluntaria. Para
Crusoe, el despertador pasa a ser el agente encargado de hacer
cumplir las normas, el «gobernador» cuya sola tarea es garantizar
que se respeten los contratos una vez hechos. Para poder hacerlos
cumplir con efectividad, el «gobernador» debe ser externo a la
persona que reconoce sus propias debilidades.
Cuando la alarma lo despierta de su siesta, Crusoe afronta una
paradoja de «ser gobernado». Se ve frustrado por una limitación
externa sobre su conjunto de elecciones, y se siente «menos libre»
en ese momento de lo que podría haberlo sido en el acto totalmente
voluntario de levantarse de la cama. Es posible que este sentimiento
de frustración se repita todas y cada una de las mañanas, pero tal
vez Crusoe continúe poniendo el reloj gobernante cada noche. El
creador racional de reglas sacrifica libertad por eficiencia planificada
e incluye en el contrato un instrumento que haga cumplir las reglas.
He examinado este cálculo de la elección en algún detalle porque
el análisis es útil a la hora de presentar los problemas que se
plantean al hacer cumplir los contratos sociales. De la misma manera
que nuestro Crusoe puede elegir gobernarse a sí mismo mediante el
despertador, dos o más personas pueden elegir de manera racional
ser gobernadas mediante la selección previa y la implementación de
instituciones que hagan cumplir las normas. Tomemos un ejemplo
elemental de dos personas: una vez que dos hombres reconocen la
existencia uno del otro, el conflicto potencial pasa a ser posible, y
puede llegarse a algún acuerdo de desarme mutuamente aceptado,
sea antes o después de que tenga lugar el conflicto. Este contrato
encarnará limitaciones acordadas sobre el comportamiento que, a su
vez, implicarán un acuerdo sobre algo que puede llamarse una
estructura de derechos. Sin embargo, cada parte se dará cuenta de
que el acuerdo va a tener poco valor efectivo hasta que haya algún
tipo de seguridad frente a los incumplimientos por parte del otro, y
que solo tendrá valor efectivo en ese caso. Algún mecanismo para
hacer cumplir el acuerdo, algún aparato o institución, puede
acompañar el acuerdo contractual inicial, y cada parte valorará de
manera positiva la inclusión de un instrumento tal.
En este punto el ejemplo de dos personas distorsiona el análisis
al hacer que la garantía de cumplimiento parezca menos esencial
para el contrato de lo que lo es en la interacción multipersonal más
general. Sin embargo, el ejemplo de dos personas tiene ventajas
compensatorias ya que centra la atención en una característica de la
garantía de cumplimiento que puede pasarse por alto. Según se ha
señalado, en el ejemplo los dos hombres valorarán la institución
encargada de hacer cumplir las normas. El diseño y la localización de
esta institución pasan a tener una importancia primordial, pero
ninguna de las partes le confiará la tarea de hacer cumplir las
normas al otro, y de hecho la delegación de esta autoridad a una
parte del contrato viola el significado de garantizar su cumplimiento.
Ambas personas buscarán algo análogo al despertador de Crusoe,
algún instrumento que sea externo a los participantes (todos ellos
incumplidores potenciales) y que pueda programarse con antelación,
con el que se pueda contar para que detecte y castigue los
incumplimientos del acuerdo, y para que lo haga de manera
impersonal e imparcial. Ambas partes adscribirán mayor valor a las
instituciones externas que hagan cumplir las normas que a otras
internas que hayan sido elegidas de manera opuesta[84]. (Cuando el
receptor tiene que ser también árbitro, el béisbol no es bueno).
Ambas partes preferirán que las normas que eligen mutuamente las
haga cumplir un tercero, un extraño, fuerzas que estén más allá del
grupo participante. En la situación ideal se seleccionaría algún
mecanismo totalmente impersonal, un robot que no pudiera hacer
más que seguir instrucciones automatizadas. A falta de esto, el
recurso a la decisión de un tercero produce en la práctica «el
gobierno» de tipo ideal.
EL ESTADO PROTECTOR COMO ÁRBITRO EXTERNO
Cuando se entiende la conveniencia relativa de tener un
«gobernador» externo que haga cumplir los contratos, puede
aclararse gran parte de la confusión y de la ambigüedad que
persisten en la teoría democrática. El «gobierno» o el Estado que se
deriva de manera conceptual de este cálculo individualista es
categóricamente distinto de ese otro «gobierno» o Estado que surge
como un instrumento del contrato en sí mismo, como medio de
facilitar e implementar los intercambios complejos requeridos para la
provisión de bienes y de servicios consumidos en conjunto. Esta
doble función del Estado ya se trató en capítulos anteriores. Sin
embargo, es lo bastante importante como para merecer que aquí, en
un escenario algo distinto, se lo vea en mayor detalle y se le dé un
énfasis renovado. La falta de reconocimiento de esta distinción
básica es una fuente primordial de la paradoja de ser gobernado.
A los efectos de subrayar la distinción, he denominado «Estado
protector» a esa parte del gobierno que actúa como la institución
que hace cumplir las normas de la sociedad, y «Estado productor» a
esa parte del gobierno que facilita los intercambios de bienes
públicos. La tarea o función del Estado protector es garantizar que
se respeten los términos del acuerdo contractual conceptual, que se
«protejan» los derechos. Como ya se señaló, lo ideales que el
Estado que ejerce esta función sea externo a los individuos o a los
grupos cuyos derechos están implicados y que esté divorciado de
ellos[85]. A nivel conceptual, los participantes en el contrato social
«compran» los servicios de la agencia externa o exterior encargada
de hacer cumplir las normas, de manera muy parecida a como
Crusoe fabrica y pone su despertador. Una vez seleccionada esta e
informada de las normas o los términos acordados, los participantes
no tienen voz, y no pueden tenerla, en las «decisiones» del agente
encargado de hacer cumplir las normas. En el plano ideal, no hay
que tomar ninguna «decisión», en el sentido de sopesar el valor de
distintas alternativas. A nivel conceptual, la tarea del agente
encargado de hacer cumplir las normas es puramente científica. Las
resoluciones que tiene que adoptar se refieren a posibles
incumplimientos de términos acordados; son «juicios de verdad»
casi arquetípicos. Aunque casi siempre habrá margen de discreción,
la respuesta debe tener la forma de «o una cosa, o la otra». Los
términos o normas, la «ley», se incumplieron o no, y no hay una
evaluación moral subjetiva en la «elección» del agente o del árbitro.
Los términos incluirán la especificación del castigo o la penalización
que acompañará a los incumplimientos. Y, una vez más, es
inapropiado que el agente externo introduzca en las «decisiones» su
propia evaluación. (El árbitro de basket no asigna arbitrariamente
tiros libres a los jugadores más bajos).
Precisamente debido a que «el gobierno» (o las instituciones de
«la ley», el Estado protector como agente encargado de hacer
cumplir las normas) es y debe ser externo a las partes del contrato,
aparecen la insatisfacción y la frustración cuando se producen
sanciones por incumplimiento. Crusoe se siente desagrado cuando lo
despierta su reloj; la persona que incumple el contrato social, que
«viola la ley» y sufre por ello un castigo experimenta un desagrado
comparable, lo cual sigue siendo verdad a pesar del hecho de que,
en ambos casos, es posible que el agente encargado de hacer
cumplir las normas haya sido seleccionado racionalmente por la
misma persona que está disgustada. Hecho que sugiere que, en el
momento en el cual se produce un incumplimiento reconocido o
probado del contrato, en referencia a la supervisión y la imposición
de un castigo, la «democracia participativa» que incluye la
participación de aquellos que incumplen las normas pasa a ser un
absurdo.
Incluso en las condiciones más idealizadas del contrato social
auténtico, hacer cumplir los términos que reflejan un acuerdo hecho
en alguna etapa anterior invocará el disgusto de los posibles
incumplidores. Para estos últimos, el Estado protector, como
encargado de hacer cumplir el contrato, pasa a ser el enemigo que
hay que combatir y burlar siempre que sea posible. Sin embargo,
esta alienación del Estado que hace cumplir las normas pasa a ser
mucho más severa en el escenario descriptivo del mundo real. El
contrato social implícito, existente y en curso, encarnado en y
descrito por las instituciones del statu quo, es exógeno a los
participantes, que no tienen un sentido de haber colaborado
previamente en la elaboración de las reglas. En la medida en que se
divorcian del orden contractual existente, se reduce su respeto por
«la ley» y por el agente al que se ha asignado la tarea de hacerla
cumplir. Los individuos pasan a sentir que los «gobiernan»
instituciones, un sistema, que son externas en cualquier sentido de
participación actual, externalidad que, como se indicó, es una
condición necesaria; mientras que, al mismo tiempo, consideran que
estas instituciones son completamente exógenas en todo sentido
contractual. Es decir, las personas pueden sentirse forzadas a
cumplir los términos de un «contrato social» que nunca se hizo y
sujetas al castigo potencial de un agente encargado de hacer
cumplir las normas sobre el cual no ejercen ningún control, de
manera directa o indirecta.
Esta alienación del hombre moderno con respecto al Estado
protector se ve exacerbada cuando observa cómo aquellas personas
que ejercen funciones asignadas en el funcionamiento de esta
agencia se alejan ellas mismas de las normas definidas en el statu
quo, bien para aumentar su poder personal o para promover
objetivos morales o éticos elegidos de manera subjetiva. En este
contexto, puede hacerse literalmente imposible para el individuo ver
al Estado como otra cosa que un agente que reprime de manera
arbitraria. Una vez que se alcanza esta etapa, el individuo cumple la
ley existente solo porque se ve personalmente disuadido de
incumplirla por la probabilidad de ser detectado y por el castigo
subsiguiente. De forma indirecta, es posible que busque abrigo
frente a las interferencias arbitrarias y caprichosas mediante su
propia libertad de comportamiento. Es posible que haya
desaparecido cualquier apariencia de «autogobierno», al menos en
la medida en que podría existir en los márgenes o límites del
funcionamiento de hecho del gobierno.
EL ESTADO PRODUCTOR TAL COMO LO ENCARNA
EL CONTRATO POSCONSTITUCIONAL
Como se señaló en capítulos anteriores, el gobierno, según lo
observado, opera en una doble capacidad. Hay una parte del
gobierno cuya acción difiere, en principio, de la de mantener o hacer
cumplir las reglas. En su función posconstitucional, lo que podemos
llamar el «Estado productor» es el proceso constitucional mediante
el cual los ciudadanos logran objetivos deseados en conjunto, un
medio de facilitar intercambios complejos entre ciudadanos distintos,
cada uno de los cuales entra al proceso contractual o de intercambio
con derechos asignados en la estructura legal más fundamental. En
esta función, el gobierno es interno a la comunidad, y las decisiones
políticas significativas solo pueden derivarse de valores individuales
expresados en el momento de la decisión o elección. El «por el
pueblo» de Lincoln pasa a describir aproximadamente los
procedimientos de elección actuales. En tal contexto, la participación
actual en la elección colectiva pasa a ser un atributo deseable. Y,
según se señaló, la unanimidad wickselliana ofrece la norma
idealizada para alcanzar decisiones. Los alejamientos de este punto
de referencia solo pueden ser justificables debido a los excesivos
costes de lograr un consenso auténtico. Sin embargo, incluso cuando
se reconocen los alejamientos de la unanimidad prácticamente
aceptables, el proceso de toma de decisiones se concibe de manera
adecuada como un sucedáneo de un modelo de consenso pleno.
En esta función o capacidad, el Estado no «protege» derechos
individuales definidos. El gobierno es un proceso productivo, que
idealmente permite a la comunidad de personas incrementar sus
niveles generales de bienestar económico, trasladarse hacia la
frontera de eficiencia. Solo mediante procesos gubernamentales-
colectivos pueden los individuos asegurarse el beneficio neto de
bienes y de servicios que se caracterizan por las eficiencias
conjuntas extremas y por la no excluibilidad extrema, bienes y
servicios que tenderían a ser producidos de manera que no llega a
ser óptima o a no ser producidos en absoluto si no hay una acción
colectiva-gubernamental[86]. En esta capacidad, la toma de
decisiones del gobierno implica acuerdos sobre las cantidades y el
reparto de costes. Los resultados se alcanzan cediendo frente a
deseos en conflicto, haciendo un uso pleno de varios mecanismos de
compensación, facilitando y promoviendo intercambios indirectos
entre personas y grupos. La caracterización de «juicio de verdad»
que presentan los resultados o las decisiones que cabe aplicar en el
Estado protector o encargado de hacer cumplir las normas es
completamente extraña en esta segunda función gubernamental. Al
proveer y financiar la defensa nacional, por ejemplo, el proceso
gubernamental representa un ajuste entre las demandas en conflicto
y genera algún nivel medio de gasto presupuestado. Esto no es una
elección de «una cosa u otra», y el nivel de gasto que finalmente se
seleccione no puede describirse de manera adecuada como
«verdadero» o «falso». Los resultados de los procesos institucionales
del Estado productor no son «científicos». Estos resultados se
derivan del comportamiento individual, no de alguna realidad
empírica objetivable. Los resultados reflejan la distribución de las
ponderaciones de valores entre personas, que son inherentes a las
normas de elección determinadas constitucionalmente; y la
participación de las partes afectadas es un componente necesario de
tales normas, porque solo mediante tal participación pueden
revelarse las evaluaciones.
Los resultados que definen la cantidad de bienes y de servicios
provistos de manera pública y la forma de repartir su coste son en sí
mismos contratos, y, como tales, también requieren que los hagan
cumplir, lo cual crea una interfaz necesaria entre el Estado productor
y el protector. Lo que observamos descriptivamente en el gobierno
es una amalgama de ambos, junto con otros componentes todavía
por examinar.
LOS EXPERTOS Y LA DEMOCRACIA
Al resumen anterior de la doble capacidad del gobierno puede
seguirlo un breve examen de algunas de las implicaciones.
Consideremos, primero, un escenario en el que no hay necesidad de
un Estado productor. No hay ni bienes ni servicios que puedan ser
consumidos o usados de manera más eficiente si reciben auspicios
colectivos en lugar de recibir los del mercado. En este escenario, se
han asignado a los individuos derechos sobre dotaciones de recursos
en un contrato constitucional básico aunque implícito, que hace
cumplir un agente externo, el Estado protector. Partiendo de esta
base, los individuos son libres de negociar entre ellos cualquier
intercambio mutuamente beneficioso, y la agencia hará cumplir de
manera eficiente los términos acordados. En un mundo como este,
debería expresarse poca preocupación o ninguna sobre la «forma»
de gobierno. Mientras la agencia encargada de hacer cumplir las
normas no sobrepase sus propios límites delegados
constitucionalmente, los ciudadanos no deberían preocuparse por los
medios detallados con los que opera la agencia. No hay, por
concepto, más necesidad de preocuparse aquí que la que Crusoe
podría sentir entre relojes hechos de madera de nogal o de cocotero.
Siempre y cuando el servicio funcione bien, los detalles de
construcción y de funcionamiento no son relevantes.
Desde ya, es posible que haya una relación entre la eficiencia de
la institución encargada de hacer cumplir las normas y su forma
organizativa. Y, lo que es más importante, es posible que la
organización afecte a la probabilidad de que ocurra un alejamiento
de su función delegada. Pero la preocupación por cualquiera de
estas dos cuestiones es diferente, en principio, de la que cabe
expresar adecuadamente respecto a la «forma» gubernamental en el
Estado productor. El jurado puede ofrecer un ejemplo que resulte
familiar. Al funcionar como parte inherente de la agencia encargada
de hacer cumplir las normas, el veredicto del jurado es un «juicio de
verdad», y la eficiencia a la hora de llegar a decisiones correctas o
precisas puede variar en cierta medida conforme se modifica la
organización. Un jurado de doce hombres puede ser más eficiente
que uno de diez hombres o uno de seis hombres, o viceversa, pero
no hay razón inherente para seleccionar una forma en lugar de otra.
Gran parte de lo mismo puede aplicarse al carácter inclusivo de las
normas para alcanzar el veredicto: es posible que el hecho de que se
requiera o no unanimidad afecte a la precisión de la decisión, así
como la dirección de la parcialidad, pero no hay una única norma
que funcione mejor en todas las circunstancias. O tomemos un
ejemplo distinto: el del juez en una comunidad aislada. La selección
de una persona para cumplir esta función mediante procesos de
votación puede ser preferible a una asignación al azar o a cualquier
otro tipo método. Pero no hay razón lógica por la cual el proceso
democrático deba ser preferible aquí, dado que la función que hay
que desempeñar no es una que se derive idealmente de ninguna
valoración individual, sino que, en lugar de eso, consiste de manera
ideal en determinar hechos objetivos e iniciar acciones bien
definidas. Alguna noción del alcance de la ambigüedad moderna se
ve sugerida por las conocidas propuestas de que los tribunales de
apelación con varios jueces tengan una «representación» de
intereses, y aún más notablemente, por la acción observada de los
tribunales de apelación modernos a la hora de requerir que los
jurados tengan una «representación» de intereses adecuada[87].
Esta actitud parece reflejar una simple ceguera ante la distinción
entre el Estado protector y el productor, entre hacer cumplir un
contrato y el contrato en sí mismo.
Se puede argumentar que, al ejercer su función de asegurar el
cumplimiento de las normas, el Estado debería emplear a
«expertos», «científicos», «buscadores de la verdad», «detectores
de datos», es decir, personas que tengan especial formación en lo
referente a la ley. Si se lo restringe a estos límites apropiados parece
existir una base lógica y racional para delegar el poder de hacer
cumplir las normas a una élite judicial. El problema es, por supuesto,
mantener a una élite tal dentro de los límites que se puedan
especificar, y es en el reconocimiento de este problema que surge
gran parte de la ambigüedad moderna. Los procedimientos
democráticos, incluida la representación de intereses, pueden
incorporarse explícitamente a la estructura del Estado encargado de
hacer cumplir las normas, debido a que parecen ofrecer el único
medio de ejercer un control definitivo sobre los expertos a los cuales
se le delega la tarea de hacer cumplir las normas. Si no pueden
retirarse del juego de manera voluntaria, es posible que los
jugadores de todas las partes insistan en conservar algún poder para
quitar al árbitro, incluso cuando reconocen que esta intrusión del
control de los jugadores introducirá ineficiencias ceteris paribus.
Mediante una cadena de razonamiento inversa, es posible que los
juicios de expertos o de científicos pasen a ser totalmente
inapropiados para generar resultados en el Estado productor, y es
posible que se hagan necesarios los procedimientos democráticos.
La cuestión de la «forma» pasa a ser de suma importancia aquí, y
naturalmente el Estado productor es ese aspecto del gobierno que
se gasta miles de millones de dólares, presuntamente en promover
el «bienestar general». La ambigüedad en los intentos de incorporar
la democracia directamente a la función del gobierno de hacer
cumplir las normas se ve correspondida por aquella que sostiene que
el gobierno debería proveer bienes y servicios para los ciudadanos
de acuerdo con «objetivos sociales» o «prioridades nacionales» y no
de acuerdo con los deseos expresados por los ciudadanos mismos.
Este último punto de vista lo fomenta, en parte, la necesidad
práctica de discreción burocrática y la incapacidad intelectual de
distinguir las normas de procedimiento de las normas sustantivas.
Los costes de la toma de decisiones garantizan que el personal
burocrático tenga amplios poderes discrecionales. Las asambleas
representativas, ya ellas alejadas un paso de las demandas de su
circunscripción, apenas pueden votar por separado sobre elementos
detallados de un presupuesto multiuso. Las decisiones asignativas
necesariamente se trasladan a la rama ejecutiva, a la burocracia, y
sin criterios que determinen la evaluación ciudadana, la tentación de
introducir «expertos» es fuerte. Para aquellas decisiones asignativas
que están en su poder, ¿cómo tiene que elegir el burócrata?
¿Basándose en sus propias preferencias privadas, personales? ¿O
basándose en la introducción de algún juicio presunto del «bienestar
general» o del «interés público»? Seguro que algunas elecciones son
«mejores» que otras, o así lo parecen. Sin embargo, aceptar esto
implica que se han introducido de manera sutil criterios sustantivos
más allá de los criterios de procedimiento que encarna la toma de
decisiones en sí misma. Para el observador externo, cualquier
resultado alcanzado por el procedimiento del contrato voluntario
entre personas es igualmente conveniente, con las únicas
condiciones de que se cumplan las normas de procedimiento, de que
el proceso en sí mismo sea eficiente y de que los intereses de las
partes del contrato sean las únicas que se tengan en cuenta. Esto
queda bastante claro cuando examinamos los intercambios de
mercado normales entre personas. Pero el asunto se enturbia
necesariamente cuando trasladamos el análisis a las acciones del
gobierno para proveer bienes y servicios. Como se señaló, el proceso
gubernamental debe interpretarse como un sucedáneo de un
intercambio complejo entre todos los ciudadanos de la comunidad.
En la medida en que esta interpretación refleje la realidad, todos los
resultados que se alcanzan mediante procedimientos acordados y
eficientes de toma de decisiones pasan a ser igualmente aceptables.
Sin embargo, cuando se reconoce que el proceso gubernamental
debe incluir alejamientos de cualquier regla totalmente análoga a los
intercambios voluntarios, es difícil mantener una posición de
neutralidad plena entre alternativas posibles. Algunas de estas sí que
parecen ser mejores que otras.
FUNCIONES DE PÉRDIDAS PERSONALES
Y NORMAS DE PROCEDIMIENTO
La toma de decisiones gubernamental en su forma operativa se aleja
de la firma voluntarista de contratos, a pesar de la base
contractualista de la función productiva del Estado. De hecho, se
presume que la eficacia relativa de las instituciones gubernamentales
a la hora de proveer bienes y servicios auténticamente públicos tiene
su origen en el impacto de reducción de los costes que conlleva el
alejamiento permisible de las negociaciones estrictamente
voluntarias. Pero, a su vez, estos alejamientos garantizan que
algunos participantes en casi cualquier decisión serán obligados a
respetar términos no deseados. Las decisiones presupuestarias e
impositivas no se alcanzan por unanimidad wickselliana, y en la
medida en que esto no sucede algunos participantes sufren pérdidas
en un sentido de coste de oportunidad. La existencia de estas
pérdidas de oportunidad pasa a ser una fuente adicional de la
paradoja gubernamental.
Tomemos una municipalidad organizada políticamente que opera
desde hace tiempo bajo una constitución que especifica la votación
por mayoría simple como norma para adoptar elecciones
presupuestarias. Las decisiones de gasto y de impuestos se toman
en reuniones ciudadanas. (Utilizamos este modelo extremadamente
sencillo para evitar las complejidades innecesarias que introduce la
representación). Asumamos que se hace una propuesta para
financiar un auditorio nuevo mediante un incremento en la tasa
general del impuesto de propiedad. La propuesta logra una mayoría
en la asamblea, y se adopta. Sin embargo, cada persona que se
opone a la medida experimentará una pérdida de oportunidad como
consecuencia de la acción política adoptada, una pérdida en
comparación con el resultado que ella misma prefería
individualmente. Para estos miembros decepcionados de la coalición
minoritaria perdedora, el presupuesto es demasiado grande, pero el
comportamiento de votación observado sugiere que una propuesta
para revertirlo no puede tener éxito. Los miembros de esta coalición
perdedora, individualmente y en grupos, se verán motivados a
buscar y a proponer otros esquemas de gastos que prefieran a nivel
personal y que prometan dar beneficios por encima de los costes
impositivos asignables. Esas personas, o un empresario político que
perciba su interés, tratarán de colocar proposiciones presupuestarias
nuevas que puedan tener éxito a la hora de generar un apoyo
mayoritario. Pero cuando se agrega al presupuesto municipal una
segunda propuesta de este tipo, digamos una nueva piscina, surge
una minoría decepcionada nueva y diferente. Incluso para algunos
de aquellos que aprobaron la propuesta inicial para incurrir en
gastos para el auditorio, es posible que el presupuesto haya pasado
ahora a ser demasiado grande: ellos también experimentarán
pérdidas de oportunidad. Para las personas que están fuera de
cualquiera de estas dos mayorías, la pérdida de oportunidad se
incrementa a medida que crece el presupuesto, y ahora tienen
mayor motivación para asegurarse la «justicia presupuestaria»
obteniendo la implementación de al menos algunos proyectos que
valoran diferencialmente.
En un proceso continuado de este tipo, y siempre que la
institución impositiva siga siendo más general en su incidencia que
los proyectos beneficiosos particulares, es posible que cada miembro
de la comunidad experimente una pérdida de oportunidad con la
acción gubernamental. El gasto total puede parecer demasiado
grande para todos y cada uno de los ciudadanos; el presupuesto
contendrá elementos de gasto que se valoran menos que la
obligación impositiva correspondiente. Esta conclusión persiste
incluso si cada proyecto presupuestario, considerado de manera
independiente, es «eficiente» en el sentido estrictamente asignativo.
Desde ya, no hay garantía de que todos los proyectos aprobados por
mayoría vayan a ser eficientes en el plano asignativo, especialmente
en ausencia de un sistema aceitado de pagos monetarios
compensatorios. La introducción de posibilidades de intercambio de
favores permite la implementación de proyectos que benefician a
minorías específicas, pero esto no modifica la conclusión general
respecto a la frustración presupuestaria[88]. Por supuesto, el
presupuesto es simétrico: los gastos deben financiarse. Y en esencia
el mismo proceso que pintamos a grandes rasgos se aplicaría a los
alejamientos de la generalidad estricta en la distribución de los
impuestos, aprobados por la mayoría. Supongamos que se hace una
propuesta inicial para reducir las cuotas impositivas de una mayoría
de los ciudadanos, incrementando al mismo tiempo las cuotas de la
minoría. Cualquiera en este último grupo percibe la pérdida, y busca
alivio organizando una mayoría algo distinta, de la que se garantiza
ser miembro, que apoye alejamientos adicionales de la generalidad
impositiva. Conforme continúa el proceso, cada persona se
encontraría en una posición en la que siente que toda la estructura
impositiva es «injusta» y «no equitativa», lo cual se traduce en la
noción de que no se justifican las «lagunas» disponibles para el
aprovechamiento de todas las personas excepto ella misma.
La dirección de la parcialidad presupuestaria general que pueden
crear los procesos de decisión mediante votación por mayoría es
totalmente irrelevante para mi argumentación en este punto. No
importa si el resultado son presupuestos «demasiado grandes» o
«demasiado pequeños» según criterios de eficiencia normales, o que
compensar las parcialidades produzca presupuestos generales de
tamaños que son «justo lo correcto». Si el Estado productor opera
estrictamente dentro de las normas de procedimiento estipuladas
para él en las fases de decisión constitucionales, e incluso si su
provisión y financiación de los bienes y de los servicios
auténticamente públicos representan los arreglos institucionales más
eficientes posibles, quizá los individuos que son los receptores
finales de los beneficios y quienes finalmente afrontan los gastos
sientan que están siendo coaccionados. Y coaccionados aquí en un
sentido algo distinto del que debe sentir cualquier persona a la que
se le pide que respete términos contractuales que ella misma acordó
en algún momento. Incluso si se reconoce en abstracto la base
contractualista de la acción gubernamental, siempre que los
alejamientos de la unanimidad describan las normas de decisión
colectiva, habrá que tratar como un hecho la sensación del individuo
de que se lo está obligando a cumplir términos inaceptables. Esta
sensación de coacción se agranda precisamente por la naturaleza
interna del Estado productor, precisamente porque la base se
considera contractualista. Es posible que el individuo acepte que las
«reglas» que hace cumplir el Estado protector son exógenas a su
propia influencia. Cumple la ley porque está ahí, y tal vez no vea la
forma de que su propio comportamiento pueda modificar eso. Quizá
no esté tan dispuesto a respetar presupuestos de evolución
democrática, ni en lo que respecta a los gastos ni a los impuestos,
porque se lo estimula a tener en cuenta su propia influencia en los
resultados presupuestarios, su propia participación en la democracia
activa.
Esta frustración fiscal que experimenta el ciudadano con respecto
al gobierno necesariamente crece a medida que aumenta el tamaño
del sector gubernamental, en relación con el del sector privado o de
mercado de la economía. A medida que el gobierno, y en particular
el gobierno central, pasa a comandar una porción mayor del total de
recursos de la economía, a medida que se asumen colectivamente
funciones más específicas, se violan cada vez más los criterios
personales de beneficio-coste del ciudadano. Tomemos un ejemplo:
si el gobierno se limita a sí mismo a la función de hacer cumplir las
normas, todo intercambio es privado y voluntario. La capacidad del
individuo de optar por salirse de cualquier arreglo particular
garantiza que sea mínima la aceptación forzosa de términos
desfavorables. (Este principio sigue siendo cierto incluso si todos los
mercados son menos que plenamente competitivos; por supuesto, el
grado de monopolización afectará a la comparabilidad de las
alternativas que afronta cada participante en el mercado, así como a
su número). Si el gobierno asume una función productiva, y si
asume la responsabilidad por el proceso de intercambio complejo
que encarna la provisión de bienes públicos, el ciudadano medio o
representativo debe anticipar que raras veces, o nunca, preferirá de
manera óptima el paquete presupuestario particular que se le exigirá
que disfrute y pague. Dado casi cualquier paquete presupuestario, el
ciudadano debe esperar preferir una expansión en algunos
elementos, y contracciones en otros, incluso dentro de las mismas
restricciones de ingresos. Y, en general, es posible que prefiera que
el desembolso total sea mayor o menor que aquel al que se ve
sujeto. Por el lado impositivo, el ciudadano preferirá, muy
directamente, que sus propias cuotas de costes se reduzcan en
relación con las de otros en la comunidad. A medida que aumentan
el tamaño y la complejidad totales del presupuesto, tal vez el
individuo se sienta cada vez más decepcionado con el rendimiento
del gobierno, incluso si todas las funciones se llevan a cabo de
manera eficiente a pequeña escala.
Las pérdidas de oportunidad individuales aumentan a medida
que se incrementa la centralización en el sector público, de una
manera muy similar a como sucede cuando aumentan el tamaño y la
complejidad del presupuesto. Hace tiempo que se reconoce que el
sentido de participación del individuo en la elección colectiva es
relativamente mayor en jurisdicciones localizadas, y que es
razonable que así sea porque la influencia de una sola persona en
los resultados de grupo está inversamente relacionada con el
tamaño del grupo. Un hecho menos conocido pero aun así elemental
es que el proceso gubernamental está de por sí más cerca del
intercambio voluntario auténtico en el plano local debido a la
relativamente mayor libertad de migración. Los límites de la
explotación impositiva-presupuestaria que sufre el individuo se
alcanzan más rápidamente en las unidades de gobierno locales que
en los gobiernos centrales. Los umbrales de la migración no son
necesariamente altos en una economía nacional multicomunitaria
que se caracteriza por una gran movilidad de recursos, una
descripción que ha sido aplicable a los Estados Unidos en el siglo XX.
HACER CUMPLIR UN CONTRATO PUTATIVO
En el Estado productor que provee y financia bienes y servicios
públicos, los costes de un acuerdo dictan que las decisiones
vinculantes para todos los miembros de la comunidad las tome algún
subconjunto de las partes putativas en el contrato. Sin embargo, una
vez tomadas, estas decisiones deben hacerse cumplir exactamente
de la misma manera que las que se alcanzan mediante
negociaciones entre personas en interacciones voluntarias
auténticas. Para hacer cumplir sus decisiones, el Estado productor
debe apelar a su complemento: el Estado protector.
Para el ciudadano individual que puede estar en contra de un
resultado particular, el hecho de que se hagan cumplir las normas no
se diferencia en nada de una destrucción exógena de sus derechos.
Se lo obliga a respetar elecciones que otros hicieron por él, que
posiblemente impliquen una reducción neta de su propio control
sobre bienes materiales. Se le cobran impuestos sin su
consentimiento para financiar bienes y servicios que es posible que
valore menos que las alternativas de bienes privados de las que se
ve obligado a abstenerse. En este caso, la actividad del agente
encargado de hacer cumplir las normas pasa a ser muy distinta de lo
que es en referencia a acuerdos contractuales normales entre
distintas partes. En el último caso, se presume que los derechos
están bien definidos de antemano, y los términos contractuales se
conocen y aceptan explícitamente. La tarea del agente encargado de
hacerlos cumplir es «científica»: debe determinar si se ha incumplido
un acuerdo contractual explícito. Este escenario puede compararse
ahora con el que se registra cuando se hace cumplir el contrato
fiscal putativo que se refleja en una decisión respecto a la
producción y a la financiación de un bien público. Supongamos que
se ha tomado una decisión de gasto-impuesto mediante una mayoría
requerida de manera adecuada en una asamblea legislativa. Una
minoría significativa de los ciudadanos se opone con vehemencia al
resultado. Aquí el agente encargado de hacer cumplir las normas
debe asumir una función totalmente distinta. Surgen problemas a la
hora de determinar los derechos que poseen los individuos antes del
contrato, y a la hora de determinar los límites dentro de los cuales
estos derechos, si existían, pueden destruirse por la fuerza y sin
consentimiento en el contrato fiscal putativo que la decisión refleja.
La tarea de la agencia encargada de hacer cumplir las normas
puede seguir siendo «científica» en el nivel solo conceptual, pero sus
límites discrecionales son significativamente más amplios. El ámbito
dentro del cual el agente puede tomar su determinación no está
sometido a límites estrechos y, dentro de este ámbito, pueden
aparecer sus propios juicios, juicios de «valor», no de «verdad».
Consideremos una sencilla comparación con un contrato normal de
dos personas. Si A le dice a B que le devolverá un préstamo de $10,
el encargado de hacer cumplir las normas solo tiene que decidir si A
ha cumplido los términos. ¿Pero qué pasa si A y B unen sus fuerzas
en un grupo colectivo de tres personas y, por votación por mayoría,
imponen a C un impuesto de $10 para financiar un proyecto de
consumo conjunto? Supongamos que C se opone y se niega a pagar
los $10. No ha incumplido ningún acuerdo, ningún arreglo
contractual explícito que hubiera alcanzado con sus pares. Aquí el
agente encargado de hacer cumplir las normas o de arbitrar debe
hacer más que determinar si C no cumple. El agente debe también
decidir si el contrato putativo es, en sí mismo, «constitucional».
Según se señaló, esto también es una pregunta fáctica o científica
en el plano conceptual de la investigación. Sin embargo, es
improbable que las constituciones sean en absoluto específicas con
respecto a los derechos de las coaliciones que ejercen el control
colectivo a imponer decisiones vinculantes a todos los miembros de
la comunidad. A nivel histórico, los tribunales de los Estados Unidos
han sostenido tan solo que está prohibido el trato abiertamente
discriminatorio. Si los impuestos son lo bastante «generales» como
para que resulte convincente, por lo general no hay una base
«constitucional» para la objeción minoritaria, sin importar la
distribución de los beneficios o el carácter no voluntario de la
decisión[89].
Lo que hay que subrayar aquí es que la intrusión necesaria del
brazo externo encargado de hacer cumplir las normas del Estado en
el contrato social putativo, que se refleja en las decisiones colectivas
concernientes a la financiación y la provisión de bienes de consumo
colectivo, pone a este brazo o agencia en una posición
conceptualmente superior. Por necesidad, el Estado protector debe
vigilar los posibles excesos del Estado productor, que es su
complemento. Las mayorías podrían, si se las deja libres, imponer
costes discriminatorios a las minorías. Con una norma de mayoría sin
restricciones constitucionales podrían observarse alejamientos
groseros de cualquier cosa que pudiera ser un proceso de contrato
social legítimo. Sin embargo, conceder al brazo encargado de hacer
cumplir las normas del Estado autoridad para la revisión conlleva
una contradicción fundamental. Bajo el proceso gubernamental
basado en la mayoría que financia y provee los bienes públicos, el
ciudadano individual que tiene derecho al voto conserva algunos
controles indirectos mediante la posible formación de coaliciones
mayoritarias rotativas. Incluso si sigue estando insatisfecho y
decepcionado de ciertos resultados particulares, hay un elemento
participativo que está presente y que tiene cierto valor, excepto en
aquellos casos en los que los votantes están permanente divididos.
No obstante, en lo que respecta al agente encargado de hacer
cumplir las normas, el individuo no tiene ni siquiera este recurso
abierto. La transferencia de la autoridad definitiva a esta parte del
Estado debe, por ello, reducir la influencia del individuo en lugar de
incrementarla.
LA INVASIÓN DEL DOMINIO CONTRACTUAL
POR PARTE DEL ENCARGADO DE HACER CUMPLIR LAS NORMAS
La alienación del ciudadano individual respecto al gobierno en el
sentido amplio aumenta aún más cuando el agente encargado de
hacer cumplir las normas expande su autoridad e invade el dominio
que está o debería estar reservado para el Estado putativamente
contractual que opera en el plano posconstitucional. La tentación de
tal invasión, que cae sobre los hombres que cumplen funciones
asignadas relativas a hacer cumplir las normas, está directamente
relacionada con la autoridad otorgada y con el respeto de esta
autoridad por parte de los ciudadanos privados y por parte de
quienes ocupan puestos en la rama contractual del gobierno. Si pasa
a ser ampliamente reconocido, y aceptado que solo el encargado de
hacer cumplir las normas (el poder judicial) puede determinar si una
propuesta contractual putativa en particular (por ejemplo, un
esquema presupuestario) es «constitucional» y, además, que no hay
apelación posible frente al pronunciamiento final del encargado de
hacer cumplir las normas, no debería haber grandes sorpresas
respecto a la incapacidad del mismo a la hora de distinguir
cuidadosamente entre «constitucionalidad» y «bien público»,
definiéndose este último personalmente y en privado. (Si otros lo
tratan como si fuera Dios, el hombre pasará a pensar que es Dios).
Esto es, en especial, el caso cuando los propios filósofos del derecho
y de la política no se dan cuenta de las diferencias críticas entre
estos dos conjuntos de criterios categóricamente diferentes.
En la práctica, debe haber siempre cierta ambigüedad
institucional, y solo raras veces pueden mantenerse intactas las
fronteras conceptuales entre el hecho de asegurar el cumplimiento
de las normas y el contrato en sí mismo. Sin embargo, sigue siendo
extremadamente importante reducir al mínimo estas ambigüedades,
y que se llame la atención sobre las invasiones en cualquier
dirección, y en lo posible se corrijan. Una de las razones primordiales
del descontento con el gobierno que observamos en la década de
1970 tiene su origen en la incapacidad de las distintas agencias de
respetar la diferencia entre sus distintas funciones. Los tribunales
federales de los Estados Unidos, que deben ser una parte vital de la
agencia encargada de hacer cumplir las normas pero cuya tarea no
llega ni a reescribir el contrato constitucional básico ni a proveer
bienes y servicios públicos, se han esforzado por conseguir una
autoridad ampliamente respetada para definir el «bien público», y la
han logrado, y sus criterios de decisión han pasado a estar basados
cada vez más en el «interés social», en lugar de en el contrato en sí,
sea este explícito o putativo. Tanto si los valores reflejados en el
empuje de decisiones judiciales particulares le parecen convenientes
o inconvenientes al observador, debe reconocerse que la función que
ha asumido la justicia federal viola de manera grosera la separación
conceptual entre el contrato constitucional y la tarea de hacerlo
cumplir, por un lado, y entre el agente encargado de hacer cumplir
las normas y el Estado productor, por otro. No resulta sorprendente
que el ciudadano individual esté desconcertado. Con esta referencia
al escenario estadounidense en la década de 1970 no estoy
sugiriendo que la estructura política haya sido concebida en el inicio
y haya operado precisamente según el modelo desarrollado en mi
análisis, y que los alejamientos solo se hayan producido en las
últimas décadas. Espero que el análisis aporte una manera de mirar
la estructura política activa en cualquier momento en el tiempo, una
estructura que es siempre, en cierta medida, «imperfecta». Estoy
sugiriendo que, mediante una aplicación crítica del modelo del orden
político democrático al escenario estadounidense moderno, las
anomalías efectivamente parecen groseras. Es más, en parte debido
al enorme incremento en el tamaño del gobierno, estas anomalías
contribuyen mucho a explicar la intensidad de la paradoja básica que
percibe el ciudadano común.
7
La ley como capital público
El hombre hace leyes; en este aspecto es distinto de otros animales.
Elige deliberadamente imponer restricciones a su propio
comportamiento, distingue entre la planificación racional y la
respuesta a los estímulos. Sin embargo, la ley autoimpuesta en un
escenario individual aislado es muy distinta de una ley acordada en
un escenario social, en una interacción con otras personas. En esta
última, el individuo acepta restricciones definidas a su propio
comportamiento no porque esas restricciones vayan a incrementar
su propio bienestar personal, sino a cambio de favores que toman la
forma de la aceptación de restricciones de conducta similares por
parte de otras partes en el contrato. Es decir, el individuo no entra
en el contrato social con el objetivo de imponerse restricciones a sí
mismo, siempre podría lograr esto con medios más efectivos.
Alcanza acuerdos con otros para conseguir las ventajas que implican
las limitaciones conductuales por parte de los otros. El individuo verá
que su propio respeto a la ley no es beneficioso excepto en la
medida en que está directamente relacionado con el
comportamiento de otros. Esta restricción de su propia libertad es el
lado de costes del contrato. Los preceptos de la racionalidad,
interpretados estrictamente, sugieren esfuerzos para maximizar «el
respeto a la ley» por parte de otros y para minimizar «el respeto a la
ley» del individuo en cuestión. La leyes simplemente una relación
recíproca entre las partes, la encarnación de un contrato. Es
voluntarista en un sentido análogo a cualquier relación contractual:
las partes se ponen de acuerdo en el conjunto entero de términos.
Esto no implica que la adhesión unilateral a estos términos, en
ausencia de un cumplimiento garantizado, maximice la utilidad.
Todas las partes tienen un incentivo para incumplir el contrato, para
incumplir la ley, si pueden prever que su propio comportamiento no
ejercerá ninguna influencia sobre el comportamiento de otros. Una
persona tiene pocos incentivos privado-personales para respetar los
términos de un contrato «externo» puro, excepto en la medida en
que esto represente un «pago» necesario de acciones recíprocas
ofrecidas por los socios contractuales. El respeto a la ley por una
sola parte, tratada de manera independiente, ejerce una economía
externa pura sobre las otras partes.
En el análisis contenido en los capítulos 2 a 4 se concibió que las
restricciones del comportamiento individual encarnadas en la ley
surgían del contrato constitucional básico. Mientras no existan
algunas restricciones de ese tipo, los individuos no están «definidos»
en sí mismos con suficiente precisión como para permitir que se
implementen comercios o contratos posconstitucionales. Como se
señaló allí, tanto la teoría de los bienes privados como la teoría de
los bienes públicos se basan por lo general en la presunción de que
existe un conjunto bien definido de derechos y reivindicaciones
individuales, encarnados en una estructura legal operativa. Aunque a
menudo no se explicita, hay también una presunción de que existe
una demarcación clara entre aquellas interacciones en las que el
comportamiento lo delimita la ley formal, y aquellas que siguen
utilizando la anarquía como principio organizativo. Es esta última
presunción la que debe relajarse en este punto. La formación del
contrato constitucional es continua. «La ley» está en un proceso
continuo de cambios y de modificaciones: se observa que las
comunidades adoptan nuevas restricciones del comportamiento
individual, que trasladan áreas de actividad humana adicionales de la
anarquía a la ley. Al mismo tiempo, se observa, o debería
observarse, que las comunidades trasladan otras actividades
distintas de la ley a la anarquía. El statu quo constitucional efectivo
es dinámico. El equilibrio entre la libertad personal del individuo que
está presente solo en ausencia total de la ley, y el orden que está
presente solo con restricciones legales del comportamiento
formalizadas, está sujeto a cambios a medida que cambian los
gustos, la tecnología y los recursos.
El objetivo de este capítulo es en primer lugar examinar esta
compensación con los conceptos de la teoría de los bienes públicos,
aunque se harán evidentes tanto las diferencias como las similitudes
entre las dos aplicaciones del análisis. Como segunda clasificación
cruzada, se examina la característica de la estructura legal como
bien de capital.
LA LEY Y LOS BIENES PÚBLICOS
En la medida en que la ley encarna los orígenes contractuales que se
trataron más arriba, o en que la ley puede explicarse
conceptualmente con la presunción de «como si fuera así» de tales
orígenes, el respeto de la ley ejerce una economía externa pura.
Esta característica distingue a la ley de las interacciones de bienes
públicos más ortodoxas entre personas. A los efectos de comparar,
podemos ver uno de los ejemplos clásicos: la provisión de servicios
de un faro para una comunidad de pescadores. En ausencia de una
acción colectiva, es posible que una sola persona provea al menos
parte de estos servicios; si lo hace, es posible que ejerza economías
externas significativas sobre otros dentro del grupo. Pero en el
proceso también estará obteniendo parte de las ventajas totales. La
economía externa no es pura: otros que no son la persona que actúa
reciben menos del total de los beneficios que produce la acción. En
este caso tipo del faro, la presencia de ventajas externas
significativas nos permite predecir que el comportamiento
independiente, individualista, dará como resultado niveles de servicio
que estarán por debajo de lo óptimo: en condiciones normales se
invertirán demasiado pocos recursos en la actividad. Sin embargo,
no podemos predecir que no estarán disponibles estos servicios en
ausencia de un contrato colectivo. Es bien posible que los individuos
inviertan algunos recursos con ciertas configuraciones de costes y
ciertos tamaños de comunidad.
Sin embargo, con la «ley» no surgen resultados semejantes,
independientemente del tamaño del grupo. Precisamente porque el
respeto de la ley es una economía externa pura, y como tal implica
un comportamiento del cual el actor no deriva ninguna recompensa
privada o personal, un modelo económico prevería la ausencia de
cualquier comportamiento de este tipo en el escenario estrictamente
individualista. (Estoy haciendo aquí una abstracción de cualquier
precepto moral o ético que pueda llevar a las personas a actuar
como si existiera alguna base contractual para un comportamiento
recíprocamente beneficioso. La abstracción de este tipo de
consideraciones a los efectos del análisis no es, naturalmente,
equivalente a afirmar que tales preceptos son inexistentes, o, si
existen, que empíricamente no tienen importancia). En un lenguaje
algo más técnico, la «ley» del tipo que se analiza aquí puede ser
considerada un bien de consumo colectivo o público puro[90], y un
bien para el cual el ajuste independiente da soluciones de esquina
para cada persona. Ningún individuo va a proveer, mediante su
propio comportamiento restringido, los beneficios que el respeto de
la ley tiene para otros. Defino «el respeto a la ley» como un respeto
generalizado a los derechos definidos de todos los demás en la
comunidad, y no como un resultado particularizado o dirigido. Según
las probabilidades, si una sola persona, A, elige respetar los
derechos de todos los demás en el grupo de tamaño n, cada
persona en el conjunto n − 1 pasa a tener una mayor seguridad en
la posesión de sus derechos.
Cabe mencionar una segunda diferencia posible entre la «ley» y
el ejemplo más familiar de un bien público, el del faro. En este
último, incluso si las configuraciones de costes sugieren que nadie
puede invertir recursos de manera independiente para generar la
economía externa, es posible que se hagan arreglos cooperativos,
parecidos a los clubes, entre dos o más personas aunque de una
cantidad sustancialmente menor que el número total de miembros
de la comunidad. Es posible que a dos o más pescadores les parezca
que los beneficia la provisión conjunta de servicios de faro, y es
posible que lleven a cabo esa empresa incluso aunque reconozcan
que aportarán ventajas externas significativas a los miembros
restantes de la comunidad, ventajas por las que no pueden exigir un
pago. De nuevo, es posible que la «ley» sea muy distinta. Es posible
que surjan contratos acordados en privado que toman la forma de
acuerdos cooperativos, similares a los clubes, entre grupos de
personas relativamente pequeños, aunque quienes permanecen
fuera del contrato pero dentro de la comunidad más amplia no
necesariamente obtendrán ventajas por efecto derrame comparables
con las que se reciben en los conocidos ejemplos sobre bienes
públicos. En efecto, el resultado puede ser justo lo contrario. Es
posible que ciertos grupos pequeños se vean motivados a formar
coaliciones, pero el respeto a la ley que encarna el acuerdo tal vez
sea estrictamente interno a los miembros de la coalición. Es posible
que la ley que surge sea selectiva y discriminatoria, con una
diferencia marcada entre el comportamiento específico de una
persona hacia quienes son miembros de la coalición y hacia quienes
no lo son. El contrato primordial de desarme puede ser limitado: es
posible que persista y tal vez que se acelere el comportamiento
depredador en relación con personas y grupos que se quedan fuera
de las fronteras del acuerdo. (Naturalmente, este escenario describe
el mundo cuando miramos a los estados nación como coaliciones
efectivas entre personas). Aquellas personas que no son parte del
acuerdo interno pueden no lograr ninguna ventaja por efecto
derrame a partir de las restricciones de comportamiento que aceptan
los miembros. Para el bien público del tipo ideal, ejemplificado por el
faro, los atributos tecnológicos del bien en sí mismo hacen imposible
o ineficiente excluir de las ventajas a las personas que no son parte
del contrato. El bien, tal como se produce, es necesariamente no
excluible. Con la ley, concebida en este contexto de carácter público,
lo que se produce tiende por naturaleza a ser selectivo. La exclusión
tiende a ser eficiente en este caso, y el interés propio garantizará su
presencia.
Si se forma una coalición preliminar a partir de un equilibrio
anarquista inicial, los miembros de esta coalición conseguirán
ventajas diferenciales sobre las personas que se mantienen fuera del
subgrupo. Estas últimas personas sufren costes debido a la mayor
productividad de los esfuerzos depredadores que pueden dirigir
contra ellos los miembros de la coalición, quienes por acuerdo han
puesto fin a la depredación interna. Este efecto estará presente
incluso si no hay ventajas de escala ni en la defensa ni en la
depredación; si hay economías de escala, los diferenciales serán
mayores. Esta situación pasa a ser casi el opuesto del más conocido
problema del free-rider en presencia de beneficios de bienes
públicos no excluibles. Las personas no organizadas tienen que
hacer frente a un conjunto de elecciones que pone mayores
incentivos en 1) sumarse a la coalición individual, o 2) formar otra
coalición. Conforme algunas de las personas no organizadas dan
cualquiera de estos dos pasos, los que siguen estando no
organizados ven empeorar aún más sus propias situaciones. Sus
incentivos para sumarse a coaliciones existentes o formar otras
nuevas siguen aumentando.
Si surgen varias coaliciones organizadas de manera
independiente, cada una de las cuales encarna acuerdos internos
sobre la ley, es posible que el movimiento hacia un contrato legal
que abarque a toda la comunidad adopte la forma de una
negociación entre las distintas coaliciones. En cualquiera de los dos
casos, los acuerdos contractuales que amplíen la estructura legal a
los límites adecuados de los miembros de la comunidad deberían
ofrecer posibles ventajas para todas las partes. Tal vez la existencia
de discontinuidades importantes en la secuencia de interacción,
como las que producen las fronteras espaciales definidas, reduzca
las ganancias potenciales. Las múltiples complejidades que se
introducen al tratar de construir una conjetura convincente sobre la
historia del surgimiento de un sistema legal general, en el que la ley
pasa a abarcar el mismo espacio que la condición de miembro de
una comunidad, no tiene por qué ocupar una porción demasiado
grande del análisis. El punto en el que hay que poner énfasis es el
«carácter público» de la ley misma, el atributo que nos permite
utilizar las herramientas de la teoría moderna de la hacienda pública
para arrojar algo de luz sobre los asuntos sociales urgentes de
nuestro tiempo[91].
LOS BENEFICIOS Y LOS COSTES DE LA LEY
El respeto a la ley por parte de un individuo es el coste que paga
como parte del contrato legal-social global entre él mismo y los
demás miembros de la comunidad, tratados como una unidad. En un
sentido particular, de utilidad personal, cualquier límite al
comportamiento individual es un «mal». Pero las personas racionales
aceptan tales límites a cambio de o como resarcimiento por los
«bienes» que representa el respeto a la ley por parte de otros. Este
comportamiento de los otros crea «bienes» debido al orden
previsible, a la seguridad o a la estabilidad que genera en el
conjunto de elecciones del individuo. En la medida en que otras
personas respetan los límites establecidos en la ley o en las normas,
y en la medida en que estas son conocidas por todos, el individuo
puede tomar sus propias decisiones personales en un ambiente
social razonablemente previsible y estable. Esta característica es
aplicable a muchas normas que podrían llamarse «leyes», sean
sencillas normas viales, como manejar por la derecha, o acuerdos
complejos, como los necesarios entre los distintos propietarios de las
unidades de un condominio. A los efectos de ilustrar el análisis,
podemos pensar en la ley como la encarnación del acuerdo general
de respetar un conjunto de derechos o una disposición sobre la
propiedad física. Se dice que los individuos en la comunidad, una vez
que se han puesto de acuerdo o han aceptado esta asignación de
derechos, cumplen la ley si no tratan de obtener los derechos
asignados a otros sin su consentimiento. No es difícil ver que una
estructura legal confiere beneficios que tienen su origen en el orden
que se introduce. La comparación adecuada hace referencia a la
alternativa anarquista, que se caracteriza, en el límite, por una
ausencia total de restricciones de conducta.
Estos beneficios pueden lograrse solo a costa de limitar la
libertad individual, solo sacrificando una utilidad personal que sí
ofrecería el ajuste espontáneo a circunstancias cambiantes. Para un
economista, este marco de beneficio-coste sugiere que hay una
cierta cantidad de ley óptima o eficiente para cada persona, algún
nivel de restricción de conducta generalizada que se prefiere a
niveles alternativos[92]. Cada uno de nosotros probablemente estaría
de acuerdo en que algunas leyes de tránsito son beneficiosas, tanto
si especifican que hay que conducir por la derecha, como en los
Estados Unidos, como si es conducir por la izquierda, como en Gran
Bretaña. Es probable que no haya una sola persona que valore su
propia libertad de elección tanto que preferiría una nación sin
normas de tránsito. Por otro lado, para cada uno de nosotros existen
probablemente algunas leyes o normas que traen beneficios
insuficientes para compensar el sacrificio de libertad personal que
implican. El Consejo de Control de la Contaminación de Virginia,
actuando de acuerdo con los poderes que le otorgó la legislatura,
prohíbe la quema de maleza y hojas en espacios abiertos, una clara
restricción a mi propia libertad de acción, y que no me compensa en
valor la previsión de que otras personas también seguirán la
regulación.
Estos ejemplos apuntan a una tercera diferencia entre la ley y el
bien público estándar, una diferencia que tiene gran importancia.
Lograr la «eficiencia» a nivel global de ley pasa a ser
extremadamente difícil, y, lo que es más, las propiedades normativas
de cualquier criterio de «eficiencia» pasan a ser mucho menos
persuasivas. Esta diferencia tiene que ver con el ajuste de los
repartos de costes relativos entre personas. En el modelo de bienes
públicos estándar, todas las personas de la comunidad comparten los
beneficios de una cantidad uniforme del bien o del servicio no
excluible, pese a que posiblemente difieran sus evaluaciones
marginales de esta cantidad. Sin embargo, es posible lograr un
acuerdo, o acercarse a un acuerdo, entre personas distintas sobre
esta cantidad común mediante ajustes adecuados en las cuotas de
costes marginales o los impuestos. (Estos ajustes de impuestos o
cuotas de costes entre individuos reemplazan a los ajustes más
conocidos de cantidades demandadas individualmente de los
mercados de bienes y de servicios públicos o parcelables, en los que
los precios son uniformes para distintos compradores). El coste
agregado de un bien o servicio público, el que deben compartir de
alguna manera los beneficiarios, se determina de manera exógena, y
este coste se basa finalmente en los valores de productos
alternativos que podían producirse con los recursos utilizados. Esto
contrasta con la adopción de una ley o de una norma general que
puede enmarcarse con la etiqueta del «carácter público» y que
restringe el comportamiento de todos los miembros de la
comunidad. Como se señaló, la existencia y el respeto de esta ley
introduce una mayor estabilidad en el ambiente conductual de todas
las personas, y de esta manera puede describirse como un bien
puramente público. Los costes de esta norma o ley se miden por las
pérdidas de utilidad que sufre cada persona debido a las
restricciones que se imponen a su abanico de opciones de elección.
Es posible que estas pérdidas de utilidad reflejen estimaciones
subjetivas de pérdidas de oportunidad que se pueden medir
objetivamente. Pero la consideración relevante aquí es que estos
costes no son exógenos a la elección del «bien» en sí mismo. Es
decir, la mera adopción de una ley o de una norma conlleva un
esquema específico de reparto de costes: la ley o norma debe
aplicarse en general a todos los ciudadanos. Cada persona se ve
sometida a un «impuesto de libertad», para utilizar un término
apropiado acuñado por Thomas Ireland[93], un impuesto que no es
necesariamente, ni por lo general, valorado de manera análoga por
todas las personas, incluso si se reducen los valores a dimensiones
de mercancías o de dinero. Es como si, en el paradigma estándar de
los bienes públicos, debiera existir algún esquema de reparto de
impuestos arbitrariamente definido que fuera independiente de las
evaluaciones relativas de los individuos, un esquema que debiera
mantenerse intacto.
En estas condiciones, se pierde una dimensión de ajuste, un
grado de libertad. En la provisión de bienes públicos ortodoxos, esta
dimensión se utiliza para producir un acuerdo más amplio entre
personas sobre las cantidades y/o para lograr objetivos específicos
en la distribución de subproductos. A efectos comparativos, se
puede examinar brevemente cada uno de estos usos del sistema
impositivo flexible para financiar bienes públicos. Si las pérdidas de
utilidad inherentes a la adopción de una ley o de una norma,
aplicadas de manera uniforme a todas las personas de la comunidad,
varían de un individuo a otro, y/o si varían las evaluaciones de sus
beneficios, la cantidad de ley preferida será diferente para personas
diferentes. (Para mayor claridad analítica damos por sentado que el
carácter restrictivo de la ley o de las normas es una variable
continua y no discreta, lo cual nos permite tratar el cálculo de
decisiones colectivas como parte del modelo económico conocido.
Pueden introducirse elecciones de todo o nada, pero el análisis pasa
a ser más complejo). No hay forma de que se pueda modificar la
estructura de reparto de costes para producir un mayor acuerdo
entre personas distintas. De esto surge directamente que, a menos
que se introduzcan de alguna manera pagos compensatorios o
compensaciones al margen del impuesto de libertad, cualquier
cantidad de ley elegida colectivamente dejará a un gran número de
personas en posiciones que no prefieren, ya sea porque la ley es
demasiado restrictiva o porque permite demasiada libertad. Sin
compensaciones, no hay forma de que los emprendedores políticos,
incluso en algún sentido próximo, puedan avanzar hacia un
consenso, hacia algo que se acerque a la unanimidad wickselliana.
La «reforma fiscal» simplemente no está disponible como
instrumento de ajuste o arreglo. En la medida en que el ajuste fiscal
en las estructuras políticas del mundo real es o puede ser exitoso a
la hora de lograr un mayor consenso respecto al nivel y la
combinación del gasto público en bienes públicos ortodoxos,
debemos concluir que, en comparación, los individuos estarán algo
menos frustrados con respecto a los resultados presupuestarios de lo
que lo estarán con las leyes, normas y regulaciones que afectan
directamente a su comportamiento[94]. Los aspectos de la paradoja
tratada en el capítulo 6 relativos a la función de pérdida individual
están necesariamente presentes. Es posible que los grupos se
dividan de manera clara entre aquellas personas que consideran que
la ley existente es demasiado represiva, y aquellas personas que
sacrificarían más opciones de comportamiento para recibir más
orden social y estabilidad.
Una variación de este tipo de ajuste que es posible que a
menudo esté disponible en la provisión y en la financiación de bienes
públicos, representada por componentes del presupuesto
gubernamental, implica el intercambio de favores entre quienes
apoyan intensamente elementos distintos. Pero quizás también se
elija este camino de ajuste en relación con las decisiones colectivas
sobre leyes o regulaciones del comportamiento. El intercambio
directo o indirecto de votos en elementos presupuestarios distintos
permite a individuos y a grupos expresar la intensidad así como la
dirección de su preferencia. Por ejemplo, incluso con un esquema
predeterminado de reparto de impuestos, aquellos grupos que
desean intensamente una expansión del gasto para, digamos, la
exploración del espacio pueden lograr este objetivo, al menos en
alguna medida parcial, si aceptan apoyar un mayor gasto en,
digamos, la educación superior, que puede ser deseado con mucha
intensidad por un grupo de presión diferente, uno al que no le
interesa particularmente el espacio. Sin embargo, este tipo de
intercambio de favores solo es posible en la medida en que las
intensidades relativas de los diferentes grupos van en direcciones
distintas[95]. En el caso de la imposición de leyes o de normas que
restringen la conducta individual directamente, el campo para el
intercambio de favores políticos o de votos puede ser muy limitado.
Es probable que aquellas personas que adscriben un valor
relativamente más alto a conservar y ampliar sus propias opciones
de elección estén de acuerdo con la mayoría de los límites
propuestos, si no con todos. Lo mismo es aplicable a quienes
conceden en sí poco valor a la libertad de elección. Es probable que
los partidarios de «la ley y el orden» deseen regulaciones más
restrictivas tanto sobre la pornografía como sobre las drogas.
Ahora podemos discutir el segundo uso del ajuste en el reparto
de impuestos para financiar bienes públicos ortodoxos y demostrar
que este uso, como el que hace referencia al acuerdo, no está
disponible en relación con las restricciones públicas de la conducta.
Incluso si no se hace un intento de ajustar los impuestos para
conseguir un mayor acuerdo sobre los gastos presupuestarios, la
posibilidad de manipular las cuotas impositivas relativas ofrece una
forma de lograr objetivos relativos a los subproductos a través de la
estructura fiscal. La mejor manera para tratar este ajuste es con
ayuda de un modelo político que supone que un déspota
benevolente y omnisciente toma las decisiones para toda la
comunidad. Puede determinar la cantidad y la combinación de
bienes públicos que hay que proveer, y podemos suponer que elige
de acuerdo con criterios de eficiencia derivados de las evaluaciones
individuales de los ciudadanos, unas evaluaciones que se da por
sentado que el déspota está en condiciones de determinar. Esto
permite que el lado de la financiación o del reparto de costes de
cualquier decisión fiscal esté divorciado del lado de gastos del
presupuesto. A través de los cambios en los repartos relativos de
costes, es posible que se logre una cierta cantidad de redistribución
de ingresos-riqueza, a la vez que se mantiene la eficiencia global de
la provisión. En el mundo real, algunos elementos de este modelo de
decisión política siempre se mezclan con el modelo alternativo de
decisión democrática en el que se basa implícitamente la mayoría del
análisis en este libro.
Cualquier provisión y financiación de bienes públicos observada
puede interpretarse como si encarnara alguna mezcla de resultados
de eficiencia y de equidad[96]. Por ejemplo, si el objetivo distributivo
reconocido es cierta redistribución del ingreso real y de la riqueza de
los relativamente ricos a los relativamente pobres, la variabilidad de
las cuotas de impuestos, en total y en el margen, permite que esto
se logre conservando una eficiencia tolerable en los niveles y en las
combinaciones de la provisión. Pero no puede lograrse tal
redistribución de los subproductos mediante la promulgación de
leyes o de normas que generalmente se apliquen a todas las
personas, incluso si estas restricciones conductuales pueden ser
plenamente consideradas «bienes públicos» con las definiciones
estándar. La estructura del «impuesto de libertad» es endógena al
cálculo de la eficiencia, y no es posible variar el reparto de costes o
de impuestos de una persona a otra. Si el déspota benevolente tiene
información completa sobre las funciones de utilidad individuales,
puede determinar el nivel «eficiente» de restricción o de regulación
conductual. Sin embargo, no puede variar las cuotas relativas de
costes que conlleva este nivel eficiente de regulación para promover
un objetivo secundario. Con configuraciones normales de las
funciones de preferencia, es posible que el nivel eficiente de ley sea
único, y esto requerirá, al mismo tiempo, una única distribución de
costes entre las personas. Existe un resultado distributivo específico,
pero este resultado no estará por fuerza relacionado con criterios de
equidad convincentemente aceptables, y por lo general no será el
caso. Aquellas personas que deben, quieran o no, soportar el grueso
de los costes suelen ser las que valoran más la libertad, en
comparación con el orden y con la estabilidad en el ambiente
socioconductual, en particular aquellos que valoran más las acciones
que inhibe la ley. Aquellos que soportan relativamente pocos costes
son los que por lo general no valoran mucho la libertad de elección y
de acción, en particular los que valoran poco la libertad de hacer las
actividades que impide la ley.
Deben incluirse ambas partes del cálculo de beneficio-coste del
individuo, y no se pueden sacar conclusiones generalizadas sobre
resultados distributivos o de eficiencia a partir de comparaciones
aisladas del lado de los costes o del lado de los beneficios. Solo
haciendo comparaciones del lado de los beneficios, parece razonable
sugerir que las personas que poseen o controlan cantidades
relativamente grandes de activos privados, los relativamente ricos,
valorarán algo más la aplicación general de restricciones de
comportamiento. Sin embargo, estas personas no por fuerza
prefieren más restricción conductual en el punto óptimo, si se los
compara con los que tienen dotaciones de activos más pequeñas,
siempre que se requiera constitucionalmente que las restricciones se
apliquen en general a todos los miembros de la comunidad. Tal vez
las pérdidas de utilidad que sufren los relativamente ricos al ver que
la ley les cierra sus propias opciones de elección también sean muy
valoradas en términos de un numerario o un denominador común. El
hombre relativamente pobre tal vez tenga en relación poco que se
pueda proteger mediante los límites de comportamiento que se
imponen a otros, pero tampoco por fuerza valora mucho su propia
libertad de elección y de acción. Es muy posible que las personas
que tienen relativamente poco en términos de activos privados
prefieran en el punto óptimo leyes generales más restrictivas que
sus compatriotas más afortunados en la dotación. Tomemos como
ejemplo el robo de vehículos. Es posible que una ley más restrictiva
tome la forma de revisiones más intensas a los vehículos para
obtener la licencia y el título. Es posible que el residente pobre del
centro de la ciudad considere que las interferencias a su libertad
personal que estos procedimientos implican sean un precio
relativamente bajo a pagar por la mayor estabilidad en la posesión
que prometen[97]. El habitante rico de los suburbios, en contraste,
posiblemente piense que las restricciones de su propia libertad que
requiere la aplicación general de la ley propuesta no valen el mayor
orden que se anticipa van a producir. Esta posible diferencia de
actitud hacia la ley tal vez se haga todavía más pronunciada cuando
se tienen en cuenta las decisiones colectivas referentes a la
severidad de los castigos, el tema general que se examinará en el
capítulo 8.
ACUERDO SOBRE EL CAMBIO CONSTITUCIONAL
El análisis anterior (en el capítulo 4) de los orígenes conceptuales del
orden constitucional demostró las ventajas generales de los límites
de comportamiento definidos, y, a través de esto, la posibilidad de
lograr un acuerdo unánime en lo referente a las normas o a la ley.
No se prestó atención a los cambios de la estructura constitucional
no unánimes e impuestos, aunque sí se trataron los alejamientos de
la unanimidad en relación con las decisiones colectivas
posconstitucionales sobre la provisión y sobre la financiación de
bienes públicos. Sin embargo, estos alejamientos operativos de la
unanimidad se derivaron a nivel conceptual en sí mismos de un
acuerdo general, y presumiblemente unánime en el contrato
constitucional, que especifica reglas para alcanzar decisiones
colectivas operativas además de definir límites de comportamiento
individuales. En este capítulo, hemos introducido el marco de los
bienes públicos para discutir los límites conductuales, o leyes, que
surgen como parte del contrato constitucional básico, y el análisis ha
indicado que es muy probable que los individuos estén en
desacuerdo sobre el grado de restricción preferido y que es probable
que las formas de conciliar las diferencias individuales disponibles en
las decisiones estándar sobre bienes públicos no sean de gran
utilidad.
La cuestión que aún no se ha tratado sigue siendo cómo deben
hacerse los propios cambios en el conjunto de normas que definen
los límites de comportamiento, los cambios de la ley, y con qué
criterios. Nótese que esta no es la misma cuestión analizada en el
capítulo 5, que implicaba un acuerdo sobre cambios en la
distribución de derechos individuales, preferiblemente concebidos en
términos de propiedad. Para aquellos aspectos del contrato
constitucional básico, el análisis indicaba que eran posibles cambios
acordados partiendo de la distribución de derechos del statu quo,
siempre y cuando el statu quo se concibiera en un escenario
dinámico en lugar de estático. La cuestión que surge del análisis de
este capítulo es muy diferente, dado que ahora nos concierne un
aspecto distinto del contrato constitucional básico, un aspecto
diferente de la estructura legal general, el que traza la raya entre
aquellas actividades que deben ser sometidas a restricciones
conductuales y aquellas que no. Los cambios aquí no son
estrictamente distributivos: son organizativos. El asunto concierne a
la comparación individual entre la anarquía y la ley; y, como ya se
señaló, es posible que los individuos difieran. El problema de lograr
un acuerdo general sobre os limites conductuales en este escenario
se trató en el capítulo 4 en la variación geométrica particular de la
figura 4.1, en la que el origen estaba fuera del rombo formado por
los contornos de indiferencia a través de la posición del equilibrio
anarquista. Como se indicó entonces, un acuerdo sobre los
derechos, o los límites, en este caso, requiere algo más que desarme
algo más que un acuerdo mutuo para respetar los límites de
comportamiento. Tal vez hagan falta pagos compensatorios en
mercancías o en un nen numerario para obtener la disposición
general a aceptar nuevas leyes nuevas normas o restricciones del
comportamiento, o para relajar o revocar leyes existentes.
El análisis sugiere que habrá grandes dificultades para lograr un
acuerdo pero conceptualmente sigue siendo posible un acuerdo
unánime sobre cambios estructurales o constitucionales básicos,
incluso cuando difieren las preferencias individuales sobre las
restricciones del comportamiento. Y no existe otro criterio más que
el acuerdo para permitirnos evaluar la eficiencia global de tales
normas, en ausencia del déspota omnisciente que convenientemente
se invoca tan a menudo. Sin embargo, como se señaló en el capítulo
5, los cambios constitucionales se pueden imponer sin acuerdo. Las
constituciones políticas que son en alguna medida explícitas, por lo
general, requieren normas más inclusivas para efectuar cambios en
la constitución de las que requerirían para tomar decisiones
colectivas normales. De hecho, en el plano práctico, las normas
legales básicas se modifican mediante alejamientos de las normas
existentes, alejamientos que son de larga data pero que se
permiten; mediante un mandato judicial, mediante el precedente
legal mediante invasiones por parte de la legislatura de lo que
debería ser la función diferenciada de creación de la constitución, y
mediante otros muchos instrumentos. Como se señaló antes, no se
plantea que no tengan lugar cambios impuestos y no acordados en
la estructura legal. La sugerencia o implicación que hay que señalar
es solo que los cambios no acordados que tienen lugar no pueden
derivarse lógicamente de evaluaciones individuales, y por tanto a
este nivel no tiene mucho sentido llamarlos «legítimos».
LEY FORMAL E INFORMAL: EL PAPEL DE LA ÉTICA
Hasta este punto, el análisis se ha basado en el supuesto implícito
de que las reglas y regulaciones formales, codificadas, que requieren
una implementación específica, constituyen el contenido primario si
no único de la «ley». Antes de que consideremos otras causas del
quiebre observado en el respeto a la ley, es esencial que
incorporemos algún tratamiento de la función que cumplen los
preceptos éticos a la hora de mantener la estabilidad social. Primero,
como se señaló en capítulos anteriores, si no hay conflicto entre
personas distintas, no hay base para el contrato social: no hay
necesidad de ley como tal. De la misma forma, sin embargo, no hay
necesidad de ética: un código moral no tiene función. En el
escenario estrictamente sin conflictos, la anarquía pura sigue siendo
ideal sin paliativos. Sin embargo, cuando sí surge el conflicto, la
anarquía en su forma pura fracasa, y el valor del orden sugiere
establecer o bien algún contrato social, algún sistema de ley formal,
o algún conjunto de preceptos ético-morales generalmente
aceptados. Es importante reconocer que estos son medios
alternativos de lograr el orden. En la medida en que los preceptos
éticos son ampliamente compartidos, y ejercen influencia sobre el
comportamiento individual, hay menor necesidad de las restricciones
más formales de los estándares impuestos por medio de la ley. Y
viceversa, aunque debería ser aparente la superioridad de lograr un
orden y una previsibilidad tolerables en el comportamiento a través
de estándares éticos. En la medida en que se internaliza la
compensación entre un interés propio definido de manera restrictiva
y el interés general putativo, y se pone entre los argumentos
enmarcados en la propia función de preferencias o de utilidad del
individuo, se minimiza el recurrir a la fuerza coactiva externa. La
anarquía ordenada, organizada de manera voluntaria mediante
restricciones del comportamiento impuestas en el plano personal,
mediante el respeto de normas básicas de tolerancia mutua y el
respeto mutuo a los derechos reconocidos, parece ser preferible
incluso a una estructura constitucional formal idealizada que pudiera
generar un grado de orden similar, así como un grado comparable de
eficiencia. Y desde ya, tal valoración relativa se vería reforzada al
reconocer que cualquier estructura legal factible debe divergir de
forma marcada de una idealizada. Es posible que se requieran
diferencias sustanciales en los niveles de comportamiento previsible
para preferir la ley formal a la anarquía, aunque tal vez varíen las
posiciones de compensación de los individuos de la misma manera
que varían sus valoraciones del grado de restricción de la ley, una
vez que se elige. Hay que distinguir tanto la anarquía como la
estructura constitucional formalizada de un escenario en el que los
individuos se comportan estrictamente de acuerdo con los modos de
conducta habituales o tradicionales, con poca o ninguna relación con
las normas seleccionadas de manera racional. Es probable que esta
alternativa sea burdamente ineficiente, y por su carácter coactivo
debe colocarse más allá de los límites de la estructura legal
formalizada. Con un régimen semejante, el orden está presente en
el sentido de la previsibilidad, pero este orden no guarda relación
alguna con el «carácter público» de las reglas o de las costumbres
que se siguen.
Afortunadamente, tal vez, las comunidades no afrontan
preguntas del tipo «o una cosa u otra» en relación con principios
organizativos básicos. El statu quo raras veces presenta las
alternativas desnudas: 1) anarquía con plena dependencia de
restricciones éticas internas como única manera de resolver
conflictos fuera de la guerra en sí misma, o 2) leyes formales
inclusivas y rígidas con total ausencia de restricciones éticas
internas. En cualquier momento, el comportamiento que puede
observarse en una comunidad refleja una maximización de la utilidad
individual, y el patrón de comportamiento se ve influenciado por los
argumentos de las funciones de preferencia de los participantes, así
como por las compensaciones internas y subjetivas entre estos
argumentos, y por las restricciones de conducta legales formalmente
impuestas que afrontan los participantes, restricciones que encarnan
de manera nominal una reglas formales acompañadas por
instrumentos para hacerlas cumplir, y por restricciones impuestas
por la costumbre y por la tradición que, pese a no estar
formalizadas, siguen siendo externas al individuo y tienen sus
propios procesos para hacerlas cumplir.
Como se señaló en el capítulo 1, muchos aspectos de las
relaciones sociales se organizan de manera anarquista, lo cual quiere
decir que el comportamiento ordenado que se observa depende de
manera crítica de que todas las partes acepten de manera mutua
ciertos preceptos informales. La vida en sociedad, tal como la
conocemos, probablemente sería intolerable si se requirieran reglas
formales para todas y cada una de las áreas en las que pueden
surgir conflictos interpersonales. El abanico de actividades que se
dejan abiertas al control informal en lugar de formal ofrece un test
indirecto de la cohesión de una sociedad.
El individuo que restringe su propio comportamiento de manera
voluntaria, que limita su propia libertad de elección con estándares
éticos incorporados, que actúa de acuerdo con algo parecido a un
principio de generalización kantiano, afronta continuamente una
especie de dilema. Es posible que su interés propio en el sentido
restringido dicte alejamientos de aquel patrón de comportamiento
que se requiere para cumplir sus estándares ético-morales. Está en
una posición análoga a la que afronta el posible free-rider en la
teoría de los bienes públicos, tal como se examinó antes en este
mismo capítulo. Mientras una proporción significativamente grande
de la totalidad de los miembros de la comunidad se rija por los
mismos estándares, es posible que la tentación que afronta cada
individuo, pese a estar presente, no sea lo bastante grande como
para llevarlo a modificar su comportamiento de cooperación. Sin
embargo, en el caso de que se observe que algunas personas, o una
minoría de personas con una masa critica importante, incumplen
preceptos éticos que previamente aceptaban casi todos y actúan
según principios de interés propio, los que podrían seguir
cumpliendo los preceptos se ven sometidos a algo que puede
parecer explotación. Una vez que se cruza un límite crítico, es
posible que los estándares se erosionen de forma rápida a medida
que cada vez más individuos vuelven a un interés propio definido en
términos estrictos. En la mayoría de los sentidos, la situación es
similar a aquella en la que el comportamiento individual se restringe
de acuerdo con algún precepto de obediencia a leyes formales que
no conllevan procedimientos para hacerlas cumplir.
Esta idea implica que el precepto de obediencia y respeto a la ley
formalizada como tal sería, de hecho, uno de los preceptos éticos
más importantes. Si los individuos otorgan un gran valor a la
obediencia a la ley, tal como se establece mediante procesos
observados de decisión política, es posible que las normas de
maximización de la utilidad produzcan un cumplimiento
sorprendente incluso en ausencia total de instrumentos para
hacerlas cumplir y para castigar a quienes no las cumplen. Si las
funciones de preferencias individuales encarnan este principio, lo
que importa es el anuncio y la promulgación de la regla o regulación
que impone límites al comportamiento; las instituciones para
hacerlas cumplir y para castigar a quienes no las cumplen adquieren
una importancia secundaria. El empirismo casual indica que es
posible que esta actitud, de hecho, explique gran parte del orden
que observamos, un orden que existe incluso en aquellos aspectos
del comportamiento en los que la mayoría de las personas
reconocen que la labor de hacer cumplir normas formales no existe
o es penosamente inadecuada[98]. Sin embargo, como sucede con
los preceptos éticos más generales, este principio del respeto a la
ley, como tal, puede estar sujeto a una rápida erosión una vez que
se observe que una minoría crítica incumple el principio. En ese
momento, a menos que se hagan cumplir las normas y se castigue a
quienes las violan, es posible que las reglas o leyes formales pasen a
ser inoperantes como medio para producir estabilidad social[99].
LA GENERACIÓN DEL «MAL PÚBLICO»
La posición del individuo bajo la ley, sea formal o informal, es
comparable a la presente en cualquier interacción de «carácter
público», siempre y cuando la ley en sí misma pueda ser incluida
bajo este título. En ausencia de procedimientos efectivos, externos o
internos, para hacer cumplir las normas, las personas siempre tienen
una motivación para incumplir los criterios establecidos. Algo que es
cierto con total independencia de las preferencias de una persona en
relación con el carácter apropiado o inapropiado de los criterios en sí
mismos, considerados como instituciones colectivas racionales que
se aplican de manera general, o como normas éticas viables y
ampliamente compartidas. Incluso la persona que otorga la mayor
ratio beneficio-coste, en total o en el margen, a la extensión de las
restricciones de comportamiento mediante la ley puede tener
motivación, en su carácter particular, personal, para incumplir estas
restricciones. Como se ha señalado varias veces, está en una
posición parecida a la del posible free-rider en el caso de los bienes
públicos normales. Los economistas han hecho alusión al dilema del
free-rider para explicar el fracaso de las instituciones voluntaristas
similares al mercado a la hora de proveer de manera eficiente bienes
de consumo conjunto. Una aplicación más directamente relevante
explica la necesidad de coacción en los instrumentos impositivos. Es
posible que los individuos no paguen de manera voluntaria
impuestos incluso si los beneficios particulares-personales que
derivan del gasto público exceden a sus responsabilidades fiscales
nominales. Tomemos a una persona que ha formado parte de
manera explícita en el contrato putativo de bienes públicos, en el
que su porción asignada de los impuestos se iguala con los
beneficios que espera recibir de los bienes públicos. Supongamos
que logra evadir su obligación fiscal asignada; esto produce el efecto
de reducir los ingresos totales disponibles para proveer o comprar el
bien consumido en conjunto, cuyos beneficios comparte con otros
miembros de la colectividad[100]. Al escapar a su obligación fiscal, lo
cual es económicamente lógico para el individuo, crea un «mal
público». La persona en cuestión impone una deseconomía externa
a todos los demás dentro del grupo que comparte, todos ellos
beneficiarios potenciales del bien o del servicio consumido en
conjunto que se financia con ingresos impositivos.
Por supuesto, esto no es más que el opuesto del «bien público»
que se crea al cumplir la ley. La no producción de un «mal público»
es equivalente a la creación de un «bien público». Y la no provisión
de un «bien público» es equivalente a la producción de un «mal
público». La elección entre distintas construcciones depende en gran
medida del objetivo que tiene que cumplir el análisis y de su
relevancia en relación con los problemas del mundo real. Si, como
en la teoría tradicional de los bienes públicos, el objetivo es explicar
por qué fallan las instituciones de mercado y por qué puede ser
necesaria la acción gubernamental, habría que prestar atención al
«bien público» que podría generar la acción colectiva. Gran parte de
lo mismo se aplica a la hora de explicar la necesidad de que la ley se
establezca de manera colectiva. En contraste, si el objetivo es tratar
de explicar por qué las instituciones a cargo de «la ley y el orden»
que han existido durante mucho tiempo colapsan en ausencia de
formas de garantizar el cumplimiento de las normas, es mejor
cambiar el enfoque del análisis y concentrarse en el comportamiento
individual de generar «males públicos», pese a la equivalencia básica
de los modelos subyacentes.
Por supuesto, hay muchas aplicaciones modernas importantes de
la teoría de los males públicos, notablemente las que se presentan
en los análisis de la calidad medioambiental. El tratamiento del
incumplimiento de la ley en esta sección es, en casi todos los
sentidos, idéntico al que se podría aplicar, y se ha aplicado, para
explicar la contaminación en términos conductuales básicos.
Contaminar el aire o el agua o destruir el medio ambiente natural es
crear un «mal público». Incumplir la ley establecida, tanto si está
codificada como si está presente en las normas éticas en uso, es
formalmente lo mismo. Todo el análisis podría englobarse bajo el
título general de «calidad medioambiental» si estamos dispuestos a
reconocer que el ambiente socioconductual es tan importante para la
calidad de la vida personal como el medio ambiente natural. El
análisis pasa a ser una teoría de la contaminación conductual[101].
¿Por qué contamina un individuo? ¿Por qué el automovilista de
Los Ángeles agrega su parte a una atmósfera ya cargada de esmog?
¿Por qué la familia que va de pícnic tira su basura en el parque? Si
se entienden bien las bases conductuales de la contaminación en
casos que nos resultan tan familiares, su extensión al terreno menos
conocido de la ley y el orden pasa a ser sencilla. El individuo
contamina, crea un mal público, porque hacerlo está de acuerdo con
su interés particular, personal. Al crear un mal público, el individuo
crea o produce un bien privado. No hay malevolencia o intención
perversa en la acción del automovilista de Los Ángeles que crea
esmog adicional. No está imponiendo un daño externo a otros de
manera deliberada; su comportamiento produce este daño solo
como subproducto de su maximization de utilidad directa, dadas las
elecciones que tiene. Es posible que el individuo reconozca muy bien
que hay un conflicto entre su comportamiento como alguien que
toma decisiones personales y el comportamiento que, en caso de
que se generalice a todas las personas, produciría resultados que
son más convenientes para él. Pero, en el carácter personal en el
que debe actuar, es posible que no haya forma de que el individuo
ejerza influencia sobre el comportamiento de otros, al menos de
manera directa. Por ello, sigue siendo razonable para el individuo
hacerlo lo mejor que pueda en sus circunstancias. Y dado que es
algo cierto para todas las personas en la interacción, el resultado
agregado es la contaminación, el deterioro de la calidad
medioambiental, un resultado que es posible que nadie desee[102].
La interacción no por fuerza tiene que alcanzar lo que podríamos
llamar un equilibrio de contaminación total, en el que todos y cada
uno de los participantes se comporta estrictamente como le indica
su interés propio en el sentido restringido del término. Es posible
que siga habiendo santos en cada grupo social. Y si los estándares
éticos siguen influenciando el comportamiento de algunos individuos
y grupos en la comunidad, es posible que estos limiten sus propias
acciones mientras que a otros se les permite crear los males públicos
de la contaminación. Si los dos conjuntos de actores son
heterogéneos, y si los grupos contaminantes se mantienen dentro de
ciertos límites críticos de tamaño, es posible que se alcance una
especie de equilibrio con patrones de comportamiento muy
ampliamente divergentes. Sin embargo, incluso aquí es posible que
la situación esté lejos de ser óptima, incluso para aquellos que
contaminan. A pesar de las posibilidades de lograr un cuasi equilibrio
así, una vez que la contaminación por parte de algunos miembros
del grupo social pasa a ser el patrón de respuesta observable y
previsible, las fuerzas activas tienden a trasladar al sistema hacia
algún equilibrio de contaminación total. Esta conclusión se mantiene
incluso si todas las partes reconocen que habrían estado mejor si
nunca hubiera comenzado el proceso de erosión. Sin embargo, en la
secuencia de los acontecimientos, es posible que cada una de las
partes haya actuado de manera racional, dadas las situaciones de
elección que se le presentaban.
En cualquier momento, en cualquier statu quo, el ambiente
socioconductual encarna algún cumplimiento explícito de criterios
éticos, alguna obediencia implícita de reglas informales que tienen
su origen en la costumbre y en la tradición, alguna obediencia de la
ley formal simplemente porque es la ley, alguna obediencia de la ley
que se debe a las expectativas de que se hará cumplir de manera
efectiva y se castigará a quienes no la cumplan. Es posible que estas
motivaciones se mezclen dentro del patrón de comportamiento de
una sola persona, y quizá varíen de una persona a otra en sus
ponderaciones relativas. A partir de tal statu quo, supongamos que
una persona traslada su patrón de comportamiento, y que se aleja
específicamente de aquel comportamiento que reflejaría la
aceptación de algo parecido a un principio de generalización
kantiano. Contamina: impone una deseconomía externa sobre todos
los demás miembros de la comunidad. Al cambiar su
comportamiento, esa única persona ha modificado el ambiente, ha
cambiado las condiciones de elección de los otros.
Tomemos un solo ejemplo: el robo de vehículos. Supongamos
que una persona que previamente se ha abstenido de robar cambia
su comportamiento y se convierte en ladrón. El objeto preciso de su
robo está, por supuesto, bajo la propiedad de una única parte, y en
este sentido la deseconomía externa no es general. Pero al adoptar
el cambio de comportamiento, que presumiblemente favorece su
propio interés personal, el ladrón impone una deseconomía a todas
las personas de la sociedad, más allá del daño dirigido al propietario
del automóvil. Hay que incrementar los servicios de la policía para
mantener el mismo nivel de orden, y hay que financiarlos con los
impuestos generales. Es necesario aumentar la protección privada
frente al robo, y esto implica una inversión de todas las personas, no
solo de aquellas a quienes les han robado objetos de su propiedad.
Los precios de los seguros suben para todos los que tienen un
vehículo. Se i educe la previsibilidad bajo la cual una persona puede
tener y conducir un automóvil. La calidad del ambiente
socioconductual se reduce por la contaminación conductual que
representa el robo.
Aunque en cierto sentido nos resulta familiar, es posible que este
ejemplo sea parcialmente engañoso porque la ley formal por lo
general prohíbe el robo de forma explícita, y porque existen
instituciones para hacer cumplir la norma y castigar a quienes no la
respeten. La contaminación conductual que se describe aquí solo
puede ocurrir debido a algún fallo de estas instituciones a la hora de
lograr sus objetivos. El hecho de que las cosas no son ni por asomo
tan sencillas, ni siquiera aquí, se hará evidente en el análisis del
capítulo 8. Sin embargo, es posible ilustrar bien con otros ejemplos
la contaminación del ambiente socioconductual.
Tomemos la situación de anarquía ordenada que era la
comunidad universitaria a finales de la década de 1950. Aunque
puede haber habido unas cuantas excepciones notables, la mayoría
de las comunidades universitarias se caracterizaban entonces por
estándares de libre expresión relativamente puros. Casi cualquier
grupo de estudiantes o profesores podía invitar a casi cualquier
conferenciante para hablar de casi cualquier tema con la seguridad
de que se permitiría que el acto tuviera lugar sin trastornos. El
ambiente intelectual de la universidad encarnaba la libre expresión,
y las expectativas se formaban basándose en este dato. En la
década de 1960, muchas cosas cambiaron, y cambiaron mucho más
de lo que se ha notado hasta ahora. Ciertos individuos y grupos,
actuando de acuerdo con sus propias normas dictadas de forma
privada que pueden haber estado basadas o no en ciertos valores
éticos definitivos, deliberadamente eligieron preseleccionar los
conferenciantes y los temas de discusión, e interrumpir los
encuentros con conferenciantes y sobre temas que sobrepasaban los
límites. Este tipo de comportamiento no puede generalizarse a todos
los miembros de la comunidad universitaria sin degenerar
rápidamente en algo parecido al equilibrio de contaminación que se
señaló antes. En la década de 1970, el grupo de estudiantes o
profesores que esté evaluando invitar a un conferenciante externo
debe hacer previsiones respecto a su aceptabilidad potencial por
parte de los elementos disidentes. ¿Hay alguien que pueda
seriamente poner en disputa la declaración de que la calidad del
ambiente intelectual era menor en 1970 que en 1960? Y, una vez
que empieza, ¿cómo se puede parar la erosión? ¿Cómo se pueden
recuperar una vez perdidos los estándares conductuales que
permitieron a la comunidad universitaria ser una anarquía ordenada
durante tanto tiempo?
LA ESTRUCTURA LEGAL COMO CAPITAL PÚBLICO
La pregunta apunta directamente a una característica de importancia
crítica para la ley y para el cumplimiento de la ley, que se ha dejado
de lado hasta este punto. La estructura de la ley, tanto si se describe
empíricamente en términos formales o informales, representa un
stock de capital social o público, el rendimiento desde el cual se
acumula a través de una secuencia de períodos de tiempo. El «bien
público» que la ley provee es análogo al faro tal como se construyó
inicialmente; no es análogo al «bien público» que se ofrece en el
espectáculo municipal de fuegos artificiales del 4 de julio, algo que
se disfruta en conjunto pero solo en el marco temporal instantáneo.
Esta característica de bienes de capital se destaca en el ejemplo del
Crusoe aislado. El objetivo mismo de adoptar leyes o normas es
restringir el comportamiento en períodos futuros, una restricción
que, a su vez, permitirá que la planificación incorpore previsiones
más exactas. La persona aislada logra mayor eficiencia, consigue un
mayor bien a cambio de un mal menor, si establece con anticipación
las reglas que rijan su propio comportamiento.
Este elemento o característica no cambia cuando se traslada el
análisis al escenario social de muchas personas, donde las leyes y
las normas se diseñan para restringir el comportamiento por el bien
de ganancias mutuas pero no unilaterales. Por supuesto, se podría
analizar el posible surgimiento de normas o de leyes conductuales
que se apliquen solo a un único período de tiempo. Robin Hood y el
Pequeño Juan pueden ponerse de acuerdo sobre una «ley», sin
implicaciones de que esta ley se vaya a aplicar en cruces del puente
posteriores. Sin embargo, resulta aparente que la característica de
stock de capital que tiene la ley ha estado implícita en casi todo el
análisis y, de hecho, la palabra «ley» apenas sería apropiada en un
escenario estrictamente de consumo-servicios.
Esta característica de bienes de capital es importante tanto en la
formación inicial de la ley, en el contrato constitucional, como en el
mantenimiento de la ley existente. En la medida en que un acuerdo
inicial sobre la ley, o sobre cambios en la ley, implica costes
importantes de negociación y de transacción, es posible que los
beneficios del acuerdo sean insuficientes para garantizar la
promulgación de alguna regla formalizada si se anticipa que su
aplicación se extenderá solo a un período de tiempo corto. Muchas
normas de las que podría reconocerse que son mutuamente
beneficiosas en el tiempo podrían seguir sin existir si se requiriesen
negociaciones y acuerdos cada vez que empieza un período
específico en el tiempo. Este punto se apoya indirectamente en la
práctica habitual de recurrir a reglas generalizadas para
interacciones que, se sabe, serán cortas pero que requieren alguna
forma de poner orden en el procedimiento. La obra Robert’s rules of
order sobre las sesiones únicas es tal vez el ejemplo más conocido.
Los grupos aceptan estas reglas no porque sean necesariamente las
más eficientes para las circunstancias del momento, sin tener en
cuenta los costes de transacción, sino porque existen y porque es
posible que sus ineficiencias sean inferiores a los costes de negociar
un conjunto particular de reglas para la interacción breve.
El marco de tiempo limitado de quienes toman las decisiones es
importante en relación con la característica de bien de capital de la
ley. Un individuo, como participante en la formación o en el cambio
de la ley básica que restringe su propio comportamiento junto con el
comportamiento de otros, hará su propio cálculo de beneficio-coste
para un período de planificación de un ciclo de vida estimado. De lo
cual se desprende que los beneficios esperados del propio individuo
a partir del establecimiento y el mantenimiento de la ley tal vez sean
significativamente menores que los que la medida de los beneficios a
valor presente supone para una persona idealizada que espera vivir
para siempre. De lo que se desprende que la estructura legal que
podría surgir del comportamiento en cuanto a la elección que hacen
los hombres mortales podría restringir considerablemente menos el
comportamiento, podría ser considerablemente más inclusiva, que la
estructura que podría considerar ideal algún ser omnisciente externo
a la comunidad. La divergencia dependerá de la tasa de descuento
subjetiva en las funciones de utilidad de los miembros de la
comunidad, y si estas tasas son lo bastante bajas, es posible que la
divergencia sea insignificante. Aquí se puede deducir una hipótesis
positiva importante: una modificación de la tasa de descuento
subjetiva que tienen los miembros de la comunidad modificará los
niveles óptimos o eficientes de restricciones conductuales que se
imponen mutuamente a sí mismos y que están encarnados en la ley.
Sin embargo, la consecuencia más importante de la característica
propia de los bienes de capital tiene que ver con el mantenimiento
del stock de capital a lo largo del tiempo. Como hemos examinado
en capítulos anteriores, la estructura político-legal, el «contrato
social» existente, no tiene necesariamente que estar basado en
elecciones explícitas que hacen aquellos cuyo comportamiento se
restringe. No es necesaria la presencia de una conciencia de los
individuos de haber tomado parte en las decisiones de «inversión»
iniciales que describe la estructura constitucional existente. En este
sentido particular, parece no haber una diferencia básica entre el
capital público y el privado. La persona que hereda un stock de
capital, medido en reivindicaciones sobre activos privados, no
necesita sentir que ha tomado parte en la decisión de inversión, no
necesita recordar el sacrificio de consumo potencial que fue
necesario para la formación de capital inicial. No obstante, con un
stock de capital privado, quien recibe el legado adquiere plenos
derechos de disposición tanto sobre el bien de capital como sobre el
flujo de ingresos procedentes del activo. Tiene un incentivo privado
para mantener la fuente del flujo de ingresos que el bien de capital
representa. En contraste, con un capital público, el beneficiario
individual no tiene tal incentivo, precisamente debido a la
característica de bien público que ya se ha contemplado. Al actuar
de tal manera que se mantenga el activo de capital público descrito
por la estructura legal existente, el individuo otorga una economía
externa pura a otros en el período de tiempo actual, así como a
quienes vivan en períodos de tiempo subsiguientes. Es posible que
sea lógico en el plano personal que el individuo cree «mal público»,
destruya el capital público existente, convierta su activo en un
«ingreso» que se disfruta en privado. Es en este contexto que es
adecuadamente aplicable el término «erosión». La decisión de un
individuo puede erosionar la estructura básica, reduciendo la
estabilidad de la interacción social no solo para quienes viven con él
sino para los que vengan después.
Podemos seguir insistiendo en la aplicación de la teoría simple de
la inversión. Al convertir el capital en ingresos se reducen las rentas
futuras. Para volver a llevarlas a niveles anteriores, se requiere una
abstención del consumo. Tomemos un ejemplo numérico
simplificado: un stock de capital privado existente tiene un valor
presente de cien unidades; da una renta anual de diez unidades por
encima de su mantenimiento completo. Supongamos que, durante
algún período, el propietario «se come» o consume diez unidades de
stock, junto con su renta, generando para sí mismo un flujo de
consumo de veinte unidades durante ese período. Esta acción
reduce el stock de capital a noventa unidades, y la renta
subsiguiente a nueve unidades por período. En todos los períodos
posteriores a esta desinversión, la renta debe ser menor que antes.
Si el propietario decide reconstruir su stock, debe abstenerse de
consumir las diez unidades completas, una hazaña que puede
resultar difícil dado que su consumo máximo ya se ha visto
recortado a nueve unidades por período.
El ejemplo numérico ayuda, pero no refleja plenamente los
resultados de cambios conductuales que podrían interpretarse como
una erosión del valor como capital de un orden legal en existencia.
En el ejemplo numérico, el capital genera renta inmediatamente
después de la inversión en él, y a la misma tasa que genera el
capital que se ha invertido a lo largo de muchos períodos. Sin
embargo, en lo que respecta a la aplicación de la ley, parece claro
que da beneficios, en forma de una mayor estabilidad de las
relaciones interpersonales, a una tasa que se incrementa cuando
pasan muchos períodos de tiempo. Es decir, la tasa de beneficios de
la ley se incrementa a medida que madura la inversión. Es como si,
en el ejemplo numérico, la inversión generara la renta completa del
10 % solo si se mantiene el activo durante, digamos, diez años, y
como si esta tasa pudiera, por ejemplo, incrementarse al 20 % si el
activo se mantuviera durante veinte años.
Si la relación entre el rendimiento del capital público, que
encarna la estructura legal-constitucional, y el tiempo es tal que
puede restaurarse un flujo constante perpetuo una vez que se ha
destruido solo en un período que excede los horizontes personales
de planificación, el modelo se acerca a uno que implica «minar» más
que simplemente desinvertir. A todos los efectos prácticos, el capital
público o social puede perderse de manera permanente una vez
destruido. Puede resultar imposible asegurar su reemplazo, al menos
basándose en decisiones racionales tomadas por individuos.
Si un diagnóstico de una sociedad indica que los individuos,
grupos organizados y gobiernos están creando «males públicos» al
alejarse cada vez más de límites de conducta que tradicionalmente
se cumplieron, al violar cada vez más la ley tanto formal como
informal, entonces el reconocimiento de los aspectos de capital o de
inversión de los «bienes públicos» auténticos que están siendo
destruidos hace que la acción correctiva sea mucho más urgente de
lo que podría indicar cualquier aplicación de un paradigma de bienes
de consumo. (Quizá realmente no importe tanto que unos vándalos
perturben el espectáculo de fuegos artificiales; pero si bombardean
el faro la crisis adquiere tintes más serios).
LA REFORMA DE LA LEY Y EL STATU QUO
De los paradigmas de bienes públicos y de bienes de capital surgen
implicaciones en cierta medida contradictorias sobre la reforma o el
cambio del contrato constitucional, sobre las modificaciones de la
ley. Será útil tratarlos por separado. Cuando examinamos la
estructura legal en el marco de lo público, sin referencia a la
característica de inversión en capital, se hace visible la relación que
existe entre la eficiencia y los parámetros subyacentes del sistema.
El nivel de restricción conductual encarnada en las leyes o en las
normas formales que cualquier individuo prefiere, el nivel que podría
considerar eficiente el déspota omnisciente y benevolente, el nivel
que podría surgir de un proceso de decisión colectiva
convincentemente efectivo… cualquiera de estos dependerá de las
preferencias de las personas en la comunidad, de la tecnología
existente y de los recursos disponibles para la comunidad. Una
modificación exógena en cualquiera de estos parámetros básicos
cambiará el grado de restricción conductual que describe la
estructura legal considerada en su totalidad. La mejor manera en
que podemos analizar este conjunto de relaciones es en términos del
cálculo de elecciones de una sola persona que trata de decidir la
cantidad de ley general que ella misma prefiere, aplicada por igual a
ella misma y a otros y tratada como variable continua. Si
interpretamos que las normas éticas afectan al comportamiento
mediante cambios en la ponderación de los argumentos en las
funciones de preferencia individuales, es obvia la interdependencia
que existe entre la ley formal y las preferencias. Tomemos a un
individuo, y supongamos que sus propias preferencias no cambian.
Sin embargo, para otros miembros de la comunidad tratados como
una unidad supongamos que las normas éticas pierden parte de su
influencia previamente efectiva a la hora de restringir el
comportamiento en posibles situaciones de conflicto. En el caso del
individuo en cuestión, resulta fácilmente previsible la dirección del
efecto con respecto a la cantidad de ley formal que prefiere. En el
punto óptimo preferirá, después del cambio, un sistema legal algo
más restrictivo de lo que prefería antes de que las preferencias de
sus pares cambiaran. Es posible rastrear relaciones similares entre la
tecnología y el grado de ley que el individuo prefiere en el punto
óptimo, las cuales son frecuentes en las discusiones modernas sobre
la contaminación del medio ambiente físico. Hasta el advenimiento
del motor de combustión interna, nadie puede haber deseado
racionalmente leyes generales que restringieran la libertad individual
de desechar materiales en el aire. En contraste, en la década de
1970, es posible que le parezcan convenientes tales restricciones
generalmente aplicadas. Las áreas de conflicto potencial entre
personas, y por tanto aquellas áreas sobre las cuales es necesario
que se haga alguna compensación entre la libertad de acción
individual sin restricciones y los límites conductuales de las leyes o
de las normas, dependen de manera crítica de la tecnología que está
disponible y se utiliza.
Igualmente claros están los efectos que tienen los cambios
exógenos en la base de recursos. En el sentido económico más
elemental, un incremento de los recursos disponibles para la
comunidad reduce el potencial de conflicto. A medida que los
recursos se hacen menos escasos, a medida que el problema
económico se hace menos agudo, debería haber menor necesidad
de restricciones conductuales, de leyes que pongan límites a los
derechos individuales. La sociedad primitiva no puede permitirse el
desperdicio de recursos que implica el conflicto puro ni remotamente
tanto como la sociedad moderna, rica, en especial cuando participar
en ciertas formas sofisticadas de conflicto puede en sí mismo
generar utilidad. Este principio económico elemental se aplica de
manera más o menos directa a los recursos no humanos. Pero ¿qué
pasa si el incremento de recursos adopta la forma de más seres
humanos, relativos a los recursos no humanos disponibles? En este
escenario, es posible que se haya reducido la medida de los recursos
no humanos por persona, mientras que en general la comunidad se
ha hecho más rica. Es posible que el margen de posible conflicto
interpersonal se haya incrementado de manera sustancial con el
aumento de la población, especialmente si se trata el espacio en sí
mismo como un recurso no incrementable en el sentido ricardiano
estricto. Aumentar la concentración de la población tenderá a tener
el efecto de incrementar el grado de restricciones formales del
comportamiento individual que se prefiere en el punto óptimo. Es
posible que estos cambios paramétricos sean interdependientes. Es
posible que un incremento del número afecte a su vez a la influencia
que las normas éticas tienen en la conducta individual. Esto genera
una relación reforzada entre el tamaño de la comunidad y el grado
de restricción que se prefiere en el punto óptimo.
Si podemos adoptar el supuesto de que, para el individuo cuyo
cálculo estamos examinando, se mantiene sin cambios la
compensación básica entre la libertad de elección y la restricción
conductual, un diagnóstico de los acontecimientos modernos indica
que a finales del siglo XX debería preferirse que haya más ley que a
fines del siglo XVIII o XIX, en lugar de menos. Los desarrollos
tecnológicos, la mayor movilidad y la mayor densidad de población
en el espacio se combinan para marcar una mayor interdependencia
y, lo que es lo mismo, más áreas de posible conflicto. No obstante,
desde ya que no necesitamos dar por sentado que las preferencias
fundamentales de los individuos en favor de la libertad y del orden
se han mantenido por su parte estables. Cualquier diagnóstico de la
sociedad moderna, especialmente desde la década de 1960, debe
también incorporar la observación de que se ha producido una
modificación fundamental de las preferencias de, al menos, algunos
individuos y grupos, un cambio hacia la libertad individual y un
alejamiento de las restricciones. Aunque es posible que sus
partidarios hayan exagerado su amplitud o su importancia a largo
plazo, «el reverdecer de América» es un hecho, al menos para
algunos miembros de la sociedad. La persona joven representativa a
principios de la década de 1970 no valora el orden tanto como su
equivalente de principios de la década de 1950. Es posible que la
estructura legal, junto con ciertos preceptos éticos que siguen
siendo influyentes, parezca represiva, lo que puede traducirse en
que encarna un exceso de orden en relación con la libertad de la
persona. Es posible que esta persona esté dispuesta a cambiar el
sistema en esta dirección incluso cuando reconoce los costes de
oportunidad medidos en términos de desorden y de imprevisibilidad
conductual.
Una de las características más perturbadoras de la sociedad
moderna es la no generalidad de los cambios de preferencias. Si solo
un subconjunto del total de miembros de una comunidad
experimenta la modificación de preferencias que se describió antes,
mientras que otros no experimentan tal cambio, se incrementa la
decepción o la frustración con respecto a la estructura legal-
constitucional, sin importar qué conjunto de preferencias domina la
elección de políticas. Si las preferencias en favor de la libertad
individual recién encontradas o redescubiertas caracterizan a la
mayoría dominante a nivel político, o a las instituciones que asumen
el papel de cambiar la ley básica, quienes padezcan un incremento
del desorden sufrirán daños. Por otro lado, si ejercen un dominio
sociopolítico aquellos grupos que buscan mantener los estándares
tradicionales de conducta, expresados en leyes formales e
informales, aquellos cuyas preferencias han experimentado el
cambio libertario sufrirán una pérdida cada vez mayor de utilidad a
lo largo del tiempo. Y, como se señaló anteriormente en este
capítulo, es posible que los medios de conciliar intereses divergentes
sean ineficientes o inexistentes.
Sin embargo, hablando de manera más general, no hay nada en
el paradigma de los bienes públicos que implique que la estructura
legal-constitucional tenga que ser estable en el tiempo. Muy al
contrario: el análisis indica que esta estructura es una función de los
parámetros de la sociedad y que los cambios en estos parámetros
cambiarán, y deberían cambiar, el pacto básico. No hay nada en la
estabilidad del orden legal que parezca ser particularmente
ventajoso excepto en la medida en que las preferencias individuales
incluyan alguna evaluación positiva de la estabilidad como tal.
Sin embargo, una implicación que surge del paradigma
complementario de los bienes de capital aplicado a la ley contradice
o se opone a esta conclusión. Aquí aparecen las ventajas de
mantener las normas legales-constitucionales existentes, junto con
las normas ético-morales, porque existen, porque definen el statu
quo. La ley no es solo pública: la ley es un capital público. Una vez
que esta característica ilumina el análisis, las propuestas de
reducción o de incremento en el grado de restricción de la sociedad
deben superar barreras que no marca el paradigma de bienes
públicos complementario. Este punto se puede demostrar por
analogía con el capital físico normal. Tomemos a una persona que
hereda un activo de capital, de alguna forma física específica,
digamos un edificio construido en 1900. Este activo genera un flujo
de ingresos de diez unidades por año, que si se capitaliza indica que
el valor del activo es de cien. Supongamos también que el
propietario no puede vender este activo en su utilización actual. El
valor de desecho del edificio, que se puede vender, es de, digamos,
veinte unidades. En cuanto a la estética, es posible que al nuevo
propietario no le guste la arquitectura, y a nivel económico es
posible que haya oportunidades alternativas de inversión en las que
una inversión de cien unidades rindiera el 15 % en lugar del 10 %.
Sin embargo, el edificio no puede convertirse en esta alternativa tan
atractiva debido a nuestro supuesto de que no se puede
comercializar en su forma actual. Por tanto, pese a la insatisfacción,
tanto estética como económica, del nuevo propietario con el activo,
sigue siendo lógico para él quedárselo en lugar de desecharlo. La
destrucción eliminaría el flujo de ingresos de diez unidades por año,
y solo se recuperarían veinte unidades de valor presente. La
racionalidad dicta quedarse con la forma física del capital hasta el
momento en el que el rendimiento del valor de desecho sea igual o
mayor que el rendimiento del activo viejo.
Esta analogía es muy útil cuando consideramos la ley y el cálculo
de un individuo en lo relativo al nivel de restricción legal que él
mismo prefiere en el punto óptimo. Es posible que un individuo
prefiera que la estructura legal, al igual que los estándares éticos
que prevalecen en la sociedad, adopte una forma algo distinta de la
que observa en el statu quo. Pero hereda el orden legal tal y como
es, no otra cosa. Y no puede «vender» este orden a terceros. Su
conjunto de elecciones se reduce a las alternativas que se indica en
la analogía. Puede desechar la estructura y comenzar de nuevo, pero
al hacerlo debe darse cuenta de que se destruirá una gran parte del
flujo de ingresos del activo, un flujo que tal vez no se restaure hasta
que las nuevas inversiones maduren con el tiempo. O puede
conservar la estructura tal como existe ahora, pese a reconocer que
ciertas estructuras alternativas serían más convenientes a largo
plazo y que podrían haberse obtenido rendimientos mayores en
circunstancias históricas diferentes. El mero análisis económico
sugiere que puede haber umbrales amplios entre estas alternativas
de elección. Por supuesto, eso es algo que reconoce la doctrina legal
tradicional del stare decisis, y más en general, la mística básica del
conservadurismo ortodoxo. El análisis los apoya en un marco
racional de toma de decisiones económicas. La erosión del orden
constitucional-legal debería reconocerse como lo que es: la
destrucción del capital social, con todas las consecuencias que se
derivan de él.
Por supuesto, esto no implica que nunca deberían tener lugar
cambios en el orden constitucional. El paradigma del capital publico
solo indica que las modificaciones de parámetros básicos del sistema
deben ser lo bastante grandes como para superar el umbral que
existe necesariamente entre «comerse» el capital y consumir un
flujo de ingresos.
8
El dilema del castigo
Si tan solo el hombre pudiera diseñar un dios que castigara los
incumplimientos de normas determinadas por el hombre y al mismo
tiempo restringiera su propio impulso hacia el poder, tal vez fuera
posible garantizar la estabilidad y el progreso en el orden social. Solo
en un esquema tal la figura del encargado de hacer cumplir el
contrato constitucional básico podría hacerse auténticamente
externa a las partes cuyos distintos intereses han de protegerse sin
que, al mismo tiempo, se le otorgue el poder de llevar a cabo una
explotación potencial a favor de sí mismo. Solo entonces podríamos
pensar en el orden social como un juego en el que el árbitro no es
uno de los jugadores ni es un potencial buscador de ganancias. Si
todos los hombres aceptaran a tal dios basándose en la fe, en el
supuesto «condicional» de que existe tal dios, y si el
comportamiento de todos los hombres estuviera en consonancia con
eso, no se necesitaría observar la ley formal encarnada en las
agencias de lo que hemos denominado el Estado protector. Al
cumplir reglas existentes, y seguro de la predicción de que los
demás seguirán las mismas normas, un individuo podría sobrevivir y
prosperar en un régimen ordenado de interacción social, siempre
que las reglas en sí mismas fueran tolerablemente eficientes. Pero la
fe no se puede diseñar: el hombre que podría imaginar tal dios no
podría cumplir los preceptos con fe. Temblando, el hombre debe
depender de sus propios recursos para salir de la guerra hobbesiana
y mantenerse fuera de ella.
Como Hobbes señaló perceptivamente hace tres siglos, los
individuos que están en guerra los unos con los otros se unirán en
un proceso contractual con algún pacificador externo, y debido a que
valoran tanto la paz le entregarán sus propios poderes de
resistencia. En el modelo hobbesiano, el soberano se mantiene
externo a las partes que están en posible conflicto. Para bien o para
mal, Hobbes predijo la subyugación de los hombres individuales a un
señor soberano, este último con poder para hacer cumplir la «ley»
como le parezca adecuado. Pero ¿qué pasa si los hombres no
reconocen la existencia de ningún soberano?
¿Qué pasa si reconocen la necesidad de seleccionar un
encargado de asegurar el cumplimiento entre sus propias filas,
alguien que tenga intereses comparables a los suyos propios? ¿Cómo
pueden aquellos a los que se busca proteger organizar la función del
Estado protector, el encargado de hacer cumplir el acuerdo
contractual implícito encarnado en la ley? Y, una vez que se
organiza, ¿cómo se puede controlar a este Estado, a este encargado
de hacer cumplir las normas? ¿Cómo es posible delegar el poder de
hacer cumplir las normas a un agente interno, y una vez que se
delega el poder tratar a este agente como si fuera externo?
En este capítulo, el análisis se limitará a los temas planteados por
la necesidad de que el encargado de hacer cumplir la ley siga siendo
interno al conjunto de las partes en el proceso contractual. Como
indica el título del capitulo, estos temas tienen por centro el dilema
del castigo, el tratamiento de quienes incumplen la ley. En el capítulo
9 se examinarán las cuestiones implicadas en la tarea de controlar al
agente encargado de hacer cumplir las normas.
El hombre no puede designar a un dios, y el hombre no cumplirá
universalmente las promesas que hace. El mundo no es ni cristiano
ni kantiano, aunque en él viven cristianos y kantianos junto con sus
hermanos paganos y amorales. La necesidad de que se haga cumplir
la ley debe afrontarse de lleno, sin importar nuestros anhelos
románticos de un paraíso imaginario. ¿Puede el hombre volver sus
talentos científico-técnicos hacia la invención de ciertos agentes no
humanos, ciertas entidades similares a los robots, que se construirán
internamente pero que funcionaran sin impulso moral, sin intereses
independientes, sin ser conscientes de las cosas? ¿Es posible
inventar un sistema policial interno equivalente a la Maquina del
Juicio Final y desarrollarlo en una institución practicable? Las
restricciones, ¿son técnicas o se basan en las mismas incertidumbres
que tenía Frankenstein?
Preguntas como estas no se deberían desechar de plano. No es
necesario llegar al extremo de la ciencia ficción para pensar en
mecanismos automáticamente programabas que podrían servir como
agentes encargados e hacer cumplir las normas. Hasta cierto punto,
tales mecanismos existen y funcionan, por ejemplo las vallas
eléctricas y las trampas de proyectiles Pero supongamos que la
ciencia moderna, si se aplica con intención, podría producir agentes
mecánicos que pudieran detectar fácilmente los incumplimientos de
la ley y, en el mismo proceso, imponer penas severas a quienes la
incumplen, en forma de dolor físico. Por ejemplo, supongamos que
resultara ser posible de forma barata instalar mecanismos en los
televisores que pudieran provocar que exploten de manera violenta
si se los desplaza cierta distancia de un lugar preprogramado. Por
supuesto, el propietario tendría acceso a un código que desactivaría
el mecanismo, permitiéndole mover el televisor de un lado a otro a
su gusto. Un ladrón potencial, por su parte, no tendría acceso a este
código, y el mecanismo sería relativamente poco vulnerable a una
desactivación de cualquier otro tipo. Parece que este encargado de
hacer cumplir las normas automático cumpliría los requisitos
formales. Protegería los derechos de propiedad individuales; quienes
hubieran sido informados del mecanismo serían disuadidos de
cometer violaciones de la ley de manera efectiva. Quienes no
hubieran sido informados no tendrían nada que temer a menos que
explícitamente violaran la ley. No habría peligro de que el
mecanismo hiciera más de lo que se lo programó para hacer: no
habría peligro de que se alzara y se convirtiera en el señor.
Sin embargo, está claro que las actitudes de valores modernas
probablemente no permitirían que se instalara tal mecanismo o
mecanismos, ni permitirían, indirectamente, la inversión en
investigación y desarrollo para tales instrumentos. De hecho, si una
persona instalara tal mecanismo y le robaran su televisor y si el
ladrón sufriera algún daño físico, los tribunales modernos
probablemente forzarían al propietario a compensar al ladrón[103].
El dilema básico del castigo aparece incluso en esta versión casi de
ficción para hacer cumplir las normas por un robot. ¿Por qué los
hombres no están aparentemente dispuestos a castigar a aquellos
entre ellos que violan los términos del contrato implícito existente, la
ley que define los derechos individuales?
EL COSTE DEL CASTIGO
Desde su base profesional, la contribución primaria del economista
al discurso es su énfasis en la compensación entre objetivos que
están en conflicto. Su principio es el del coste de oportunidad: solo
se puede lograr más de una cosa sacrificando otra. En el capítulo 7
analizamos la ley, la estructura legal, como un bien publico de
capital, así como algunas de las implicaciones que es posible derivar
de esta concepción. Como se señaló, para cada persona hay cierta
cantidad eficiente u óptima de ley general, que se define en
términos de una igualdad marginal entre los costes de mayores
restricciones de la libertad, y los beneficios de un orden mayor en la
sociedad, con la estabilidad adicional que esto encarna. Aunque es
menos significativo, y menos operativo, podríamos también definir
una calidad eficiente u optima de ley mediante un conglomerado de
personas.
Esta derivación de la cantidad eficiente u óptima de ley tal como
se trató hasta ahora se basa en la presunción implícita de que una
vez que se llega a algún acuerdo, una vez que se definen límites
mutuamente aceptables, cada una de las partes debe cumplir el
contrato. Sin embargo, como ha indicado el análisis, cada persona
conserva un incentivo privado para rebelarse y se puede predecir
que tendrá lugar cierto comportamiento de rebeldía si no existe un
mecanismo efectivo para hacer cumplir las normas. No obstante,
todo mecanismo para hacer cumplir las normas tiene un coste, y un
modelo más general debe permitir la determinación simultánea de la
cantidad preferida u óptima de ley y la cantidad de mecanismos para
hacerlas cumplir. Leyes que podrían de hecho ser eficientes en
presencia de un mecanismo sin coste para asegurar su cumplimiento
pueden ser ineficientes cuando se tienen en cuenta la presencia de
incumplimientos potenciales y los costes de castigar a los
incumplidores. La delineación de derechos en el contrato
constitucional, la definición de la estructura legal, está por lo tanto
relacionada con el coste de asegurar el cumplimiento de los
derechos; y los cambios exógenos en estos costes afectarán al
sistema de derechos que parece ser socialmente viable. Habiendo
reconocido esto, debemos modificar en cierta medida nuestro
anterior análisis del Estado protector. Una vez que se han definido
los derechos, es posible que los individuos estén dispuestos a
entregar la tarea de hacerlos cumplir a un agente externo, pero con
la condición de que este agente solo lleve a cabo la tarea de
asegurar el cumplimiento dentro de los límites preferidos por los
participantes. Las órdenes dadas al agente externo no pueden ser
«haz cumplir estos derechos, sin importar el coste», porque el coste
deben asumirlo quienes encargan al agente la tarea de garantizar su
cumplimiento, y no el agente mismo. «El cumplimiento de la ley», lo
que logra el mecanismo para hacer cumplir las normas, es un bien
público, pero es uno que no se produce sin coste.
Asegurar el cumplimiento de las normas tiene dos componentes.
Primero, hay que descubrir los incumplimientos e identificar a los
incumplidores. Segundo, hay que imponer un castigo a los
incumplidores. Ambos componentes implican costes, se requiere
hacer un gasto de recursos para detectar los incumplimientos e
identificar a quienes son responsables. Estos gastos aumentan a
medida que aumenta la cantidad deseada de cumplimiento de la ley,
dado un conjunto de funciones de preferencia individuales que no
cambia. Sin embargo, una vez que se los descubre y se los
identifica, los incumplidores deben ser castigados o penalizados por
su incapacidad de estar a la altura de los términos del contrato
implícito bajo el que se establece la ley. También se requieren gastos
de recursos en el castigo (prisiones, guardias, sistemas de
seguridad, y demás). Pero el coste primordial del castigo no se
puede representar directamente en una dimensión de recursos. Los
costes básicos del castigo son subjetivos, y la mejor forma de
concebirlos es en una dimensión de utilidad. La imposición de
sanciones a seres vivos, tanto si estos seres han incumplido la ley
como si no lo han hecho, causa dolor, una pérdida de utilidad, a la
persona normal que debe, directa o indirectamente, elegir estas
sanciones. «Castigar a otros» es un «mal» en términos económicos,
una actividad que es indeseable en sí misma, una actividad que las
personas normales evitarán si es posible o, si esto no puede ser,
pagarán para reducirla.
Este aspecto del «carácter malo» del castigo se acentúa cuando
el individuo reconoce que él mismo puede ser víctima de los mismos
estándares que establece: él mismo puede estar entre los «otros»
para los que se elige un castigo. Para algunas leyes o normas
conductuales, el interés propio del individuo puede desaconsejar el
apoyo a la norma, al menos en ciertas circunstancias. Las
infracciones de tránsito son aquí un buen ejemplo. Como reconoce
que él mismo puede infringir ocasionalmente las normas viales, es
posible que el individuo sea reticente a aceptar instituciones que
impongan penas severas, a pesar de sus preferencias de que todos
«los demás» aparte de sí mismo deban ser inducidos a obedecer las
normas generales mediante sanciones que sean lo bastante severas.
De la misma manera que el individuo prefiere que todos los demás
cumplan de modo voluntario la ley mientras él sigue siendo libre de
incumplirla, prefiere que los castigos diferencialmente severos de los
incumplimientos de la ley se les apliquen a otros y no a sí mismo. A
partir del hecho de admitir que puede haber errores en el proceso
de hacer cumplir las normas y de castigar las infracciones surgen
efectos similares en relación con una elección entre instituciones.
Incluso si sabe de antemano que no va a incumplir ninguna ley o
norma establecida para la comunidad en general, el individuo debe
tener en cuenta la perspectiva de ser una víctima inocente. De
hecho, «la protección de los inocentes» ha sido un objetivo central,
si no dominante, en la jurisprudencia inglesa y estadounidense.
Hay que tomarse el cuidado de distinguir entre los costes en
dolor, las pérdidas de utilidad, que implica elegir entre instituciones
que imponen dolor o sufrimiento a los individuos por infracciones a
la ley, y los costes en dolor, las pérdidas de utilidad, que implica
imponer de hecho el castigo previamente elegido. Lo que se está
discutiendo y analizando es lo primero; lo último puede, en la
mayoría de los casos, delegarse a un agente o agencia. El «dilema
del castigo» surge del hecho elemental de que para garantizar el
bien público del cumplimiento de la ley hay que aceptar el mal
público del castigo[104]. No vivimos en un mundo en el que los
hombres cumplen la ley sin la amenaza del castigo: si lo hiciéramos,
no habría necesidad de ley como tal. Podríamos lograr la anarquía
ordenada.
LA DIMENSIÓN TEMPORAL DEL CASTIGO
El cálculo beneficio-coste que implica determinar un nivel de castigo
preferido es más complejo de lo que podría indicar un sistema
simple de compensaciones bien público-mal público. El castigo, tal
como se aplica, es necesariamente ex post, a una persona que
incumple la ley se la castiga después de que lo haga. El objetivo del
castigo, por otro lado, es ex ante: se eligen instituciones de castigo
solo con el objeto de impedir o detener los incumplimientos.
Tomemos a una persona que participa a nivel conceptual en una
decisión sobre el establecimiento de normas definidas
colectivamente para castigar un delito particular. Los beneficios del
castigo se miden en los efectos disuasorios que se prevén; los costes
del castigo se miden en el dolor, o en la pérdida de utilidad, que se
sufre al saber que ha de imponerse un daño declarado a quienes no
se dejen disuadir. Esto parece bastante claro, hasta que nos damos
cuenta de que, una vez que se establece una norma de castigo y
luego tiene lugar un incumplimiento de la ley, el individuo debe sufrir
un «coste del castigo» bien diferente en la medida en que se
observa la aplicación de las normas[105]. Observa a personas a las
que las normas coaccionan y hacen daño después de que hayan
tenido lugar los incumplimientos. El daño que representa el
incumplimiento en sí mismo ya está hecho: no hay castigo que
restaure el statu quo previo. En este punto, el miembro individual de
la comunidad inclusiva, que incluye a la persona que ha incumplido
la ley además de a aquellas que sufren daños por el incumplimiento
de la ley, puede verse muy tentado a modificar o a cambiar las
normas que posiblemente haya indicado que se preferían en su
marco de referencia constitucional o de planificación. La presencia
de incertidumbre en relación con la identificación de hecho del
incumplidor servirá para acentuar esta inclinación. Una persona
normal puede sufrir pérdidas de utilidad al castigar a delincuentes
conocidos; sufre aún más por la perspectiva de que algunas de las
personas detenidas serán de hecho falsamente acusadas. En este
contexto, es posible que el marco de referencia de planificación se
tire directamente por la borda; y es posible que las personas
empiecen a yuxtaponer los costes observados del castigo medidos
en términos del sufrimiento de los incumplidores, a los beneficios
futuros de hacer que se aplique el castigo; tal vez se abandonen o
se relajen las normas elegidas racionalmente[106].
En la medida en que se permite que la imposición de castigo que
se observa en la actualidad tenga, en general, influencia en las
decisiones o en las elecciones sobre los niveles preferidos de castigo,
la compensación o la tasa de descuento subjetiva entre el presente y
el futuro influirá en el resultado. A medida que se incrementa esta
tasa, el nivel de castigo preferido se reducirá, siempre que el castigo
observado suponga una pérdida de utilidad al observador. Hay
elementos inestables que se introducen en el sistema conductual
una vez que se reconocen los efectos de la tasa de descuento
subjetiva. Las personas que incumplen la ley también toman sus
decisiones en una dimensión temporal. Como se señaló en un
capítulo anterior, el incumplimiento de la ley equivale a una
destrucción del capital social. Quienes incumplen la ley buscan
ganancias inmediatas; tratan de comparar el valor esperado de estas
ganancias con los costes esperados y futuros que implica el castigo.
Una decisión de incumplir la ley representa una compensación entre
pérdidas futuras previstas y ganancias presentes. A partir de este
cálculo, un incremento en la tasa de descuento subjetiva llevará a un
mayor incumplimiento de la ley. Pero, como se señaló, para quienes
se ven influenciados por la aplicación actual del castigo en su
elección de niveles óptimos, un incremento en la tasa de descuento
subjetiva llevará, ceteris paribus, a una reducción de los castigos
impuestos. El análisis indica que un movimiento exógeno de la tasa
de descuento subjetiva hacia arriba hará, simultáneamente, que
aumente el incumplimiento de la ley y que se reduzca el castigo. Es
posible que esto, a su vez, estimule más al incumplimiento debido a
simple ajustes de beneficio-coste. A medida que avanza la
descomposición de los estándares de orden, es posible que la tasa
de descuento subjetiva siga aumentando. El sistema de orden puede
ser degenerativo hasta el momento en que intervengan fuerzas
exógenas para restaurar la estabilidad.
Es posible que los cambios exógenos de «gustos» también
pongan en marcha reacciones inestables en las condiciones del
modelo que se implican aquí. El consumo de marihuana aporta un
ejemplo moderno. La ley, tal como era antes de la década de 1960,
imponía a nivel nominal penas severas a quienes consumían y
comercializaban marihuana. Presumiblemente, durante la década de
1960, tuvo lugar un cambio exógeno de gustos que incrementó de
manera espectacular el número de consumidores de marihuana y, de
forma previsible, el número de personas sometidas a castigo de
acuerdo con la ley. Los miembros de la población que no consumen
observaron este castigo y, por considerarlo desagradable, empezaron
a pedir una reducción o relajación de los parámetros legales. El
efecto es, por supuesto, incrementar la demanda del uso de
marihuana, con la mayor exigencia subsiguiente de una reducción
del castigo, o de una «despenalización». La secuencia solo puede
pararse cuando se abandonen las restricciones legales del
comportamiento y el consumo de marihuana pase a ese conjunto de
interacciones sociales que se organizan de manera anárquica. La
implicación que cabe sacar del análisis, y del ejemplo, es que la
decisión social básica sobre si deberían imponerse tales restricciones
se debería tomar en una etapa constitucional o de planificación ex
ante y que esta decisión no debería verse inoportunamente
influenciada por la imposición observada de sanciones.
LA DIMENSIÓN ESTRATÉGICA O CONSTITUCIONAL DEL CASTIGO
No hay forma de evitar el dilema del castigo hasta que las elecciones
relevantes con respecto a las instituciones que imponen castigos se
tomen de manera estratégica, en la etapa de toma de decisiones
constitucionales, en lugar de por conveniencia. La comunidad
seguirá viéndose frustrada por sus propios procesos institucionales
complejos si no hace nada más que responder a los incumplimientos
de la ley una vez que se cometen. Una estrategia de respuesta
puede ser, y será, explotada para su ventaja por los posibles
incumplidores de la ley, y la comunidad se verá obligada a
mantenerse en posiciones no deseadas, imponiendo niveles de
castigo inferiores a los que serían eficientes y logrando niveles de
conformidad por debajo de sus preferencias, mientras sufre, al
mismo tiempo, el dolor de tener que castigar. Es precisamente la
mentalidad de reacción al considerar y discutir cuestiones relativas al
cumplimiento de la ley la que está en el origen de la confusión
moderna sobre la disuasión. Un castigo que se impone ex post no
puede ser una disuasión ex ante para la misma infracción. Por ello, si
se trata únicamente en un escenario de reacción y se descuidan los
aspectos de retribución, la introducción explícita del castigo puede
parecer una imposición arbitraria de dolor, una acción que implica
una desutilidad para las personas que la observan y que, finalmente,
seleccionan el castigo. Por lo tanto, el no castigar o el dar un castigo
demasiado leve, en comparación con el castigo que la misma
comunidad podría elegir estratégicamente en la etapa constitucional,
puede ser la reacción del posible encargado de hacer cumplir las
normas, como agente de la comunidad, que maximizaría la utilidad
Al señalar que las instituciones de castigo preferidas deberían
elegirse estratégicamente en el momento de la toma de decisiones
constitucionales y no en la etapa de respuesta posconstitucional,
solo quiero decir que la política y la estructura básicas para hacer
cumplir las normas se deberían seleccionar antes de que tenga lugar
un incumplimiento explícito de la ley, y con independencia del
incumplimiento observado, incluso reconociendo las graves pérdidas
de utilidad que pueden, en ciertos casos, soportar quienes delegan
la autoridad de castigar. En este sentido, como en otros que ya se
han tratado, en la idealidad se deberían dar las instrucciones a un
agente externo, unas instrucciones que deberían ser irrevocables
una vez que se adoptan[107].
El argumento se puede desarrollar con más cuidado mediante
una ilustración numérica simplificada. Tomemos la figura 8.1. El
individuo B, suponemos, ya ha cometido un delito: ha incumplido
una ley. En un escenario de reacción puro, la elección que le queda
al individuo A (que actúa, suponemos, como participante en la
decisión de la comunidad pero que no sufrió personalmente daños
por el delito de B) es decidir si B debería o no ser castigado. (Aquí
utilizaré las alternativas sencillas de «una cosa u otra»; un análisis
más complejo podría permitir una variabilidad continua). En el
contexto de reacción pura que se reflejó en la figura, A puede
decidir dejar el castigo sin efecto. Lo hará si sufre pérdidas de
utilidad al imponer dolor o sanciones a otra persona, al menos lo
suficiente para contrarrestar los beneficios que surgen de llevar a
cabo la retribución.
Figura 8.1
En la figura 8.1, el número de la izquierda en cada celda
representa un indicador de utilidad para A. Tal como se muestra, si A
se enfrenta a su decisión de castigar ex post, se abstendrá de
actuar. Llevar a cabo el castigo, infligir dolor a B, genera una mayor
pérdida de utilidad para A que su incapacidad de reaccionar. Es
posible que mantenerse inactivo sabiendo que a B se le permite
escapar impune después de haber incumplido la ley también le
suponga una pérdida de utilidad a A, pero tal vez esta sea menor
que la que encarna el castigo. Los números de la derecha son
indicadores de utilidad para B. Si lo castigan, es posible que su
pérdida de utilidad sea relativamente grande. Si no lo hacen, es
posible que logre aumentos de utilidad por encima de los que logró
en el acto de incumplir la ley en sí mismo: es posible que
experimente alegría al saber que se ha aprovechado con éxito de la
«debilidad» de A.
Como he subrayado y como el análisis debería haber dejado
claro, es inapropiado concebir el castigo en el escenario de reacción
estricta que describe la figura 8.1. El individuo A, conceptualizado
aquí como participante en las decisiones de la comunidad en relación
con la política de castigo, debería considerar la elección ex ante, esto
es, antes de que se incumpla la ley. Su decisión debería basarse en
predicciones relativas a la influencia que tiene su elección de
instituciones de castigo sobre las decisiones de las personas, todos
los B (que, en este momento, incluirán a A) que actúan bajo el
sistema legal en etapas posconstitucionales, de cumplir o incumplir
la ley. Todas las personas son incumplidores potenciales, incluidos
los que seleccionan el castigo preferido, y lo que debería ser
relevante para la decisión estratégica de la etapa constitucional que
establece la política es el efecto general del castigo sobre la
conducta[108].
La situación puede describirse en la figura 8.2, en la que el
comportamiento de B no está predeterminado. Si A elige exigir a una
agencia de la comunidad que imponga un castigo después del
incumplimiento, y si esta elección se conoce de antemano y la cree
un B potencial, este hecho puede en sí mismo influir en el
comportamiento. En la medida en que lo hace, es posible que B no
incumpla la ley, en cuyo caso A no necesita sufrir la pérdida de
utilidad que implica observar la aplicación de un castigo.
Figura 8.2
Al igual que antes, los números en las celdas son indicadores de
utilidad, en los que los números de la izquierda se aplican a A y los
números de la derecha a B. Nótese que, en un escenario no
estratégico o de reacción puro, A tiene dominación de una fila. Sin
importar el curso de acción que elija B, la respuesta que adopta A
será no castigar. Sin embargo, si A prevé que la estrategia de castigo
seleccionada de antemano modificará el comportamiento de B, es
posible que maximice su propia utilidad seleccionando la alternativa
del castigo. Supongamos que el castigo, que podemos suponer que
es una condena a seis meses de cárcel, solo puede adscribirse a un
único incumplimiento de la ley, que asumimos que es el hurto. Es
posible que el individuo A, el participante en la decisión de política,
elija imponer este castigo para este delito, o que permita a los
ladrones salir libres. Supongamos que A prevé que un compromiso
ex ante para castigar reducirá dos tercios la probabilidad de que B
cometa un hurto. En dos casos de cada tres, por lo tanto, la decisión
ex ante de A de imponer un castigo producirá una decisión de la
columna 1, que es claramente preferible a cualquiera de las dos
soluciones de la columna 2. Por otro lado, si A no selecciona el
castigo, prevé que B incumplirá la ley en tres casos de cada tres. Si
A hace sus elecciones teniendo en cuenta estas probabilidades
(mostradas en términos entre paréntesis), seleccionará el castigo por
encima de la alternativa de no castigar. La utilidad esperada de cada
alternativa la indican los números a la derecha de la matriz. El
individuo A puede esperar dos unidades de utilidad si elige la
estrategia de castigar, incluso si sabe que, en un caso de cada tres,
sufrirá una pérdida de utilidad de dos unidades.
En términos más generales, la elección de A dependerá de
manera crítica, primero, de la relación entre los beneficios esperados
del comportamiento que lleva a cumplir la ley, del orden en la
comunidad, y de las pérdidas de utilidad esperadas que son
consecuentes con la necesidad de infligir un castigo. Segundo, la
elección dependerá de la influencia prevista sobre el patrón de
conducta de quienes están sometidos a la decisión, los B. En la
medida en que A adscribe un gran valor al orden y/o es
relativamente indiferente al castigo (un «hombre duro», que cree en
la retribución), será, ceteris paribus, más probable que seleccione las
opciones de castigo relativamente estrictas en su elección
constitucional. En la medida en que A considera que las
externalidades implícitas en el desorden son mínimas, es
relativamente sensible a la imposición de dolor (un «hombre
blando», que cree que todas las personas son en esencia nobles), y
se considera a sí mismo un posible receptor, sea como resultado de
un incumplimiento de la ley o de un error, tenderá ceteris paribus a
elegir instituciones de castigo relativamente suaves. Sin embargo, es
posible que los efectos previstos en la conducta de B, que se
neutralizan en el «ceteris paribus» de las afirmaciones anteriores,
abrumen a los demás determinantes. Si A predice que el
comportamiento de B (de todos los posibles B) es muy sensible a las
sanciones impuestas a los incumplimientos de la ley, es posible que
la elección constitucional incluya de manera racional una estrategia
de castigo severo incluso si, en otros aspectos, se corresponde con
la caracterización del «hombre blando». En cambio, si se prevé que
los B son relativamente insensibles a las variaciones del castigo
esperado, es posible que hasta el «hombre duro» se abstenga de
elegir una estrategia de castigo severo. Si A predice una total falta
de variación en el comportamiento de B, no hay necesidad de que
incorpore una consideración estratégica en su elección: simplemente
no se podrá hacer cumplir las normas; el grupo se mantendrá en la
anarquía hobbesiana.
El análisis puede generalizarse con facilidad para permitir
variaciones en los niveles de castigo, permitiéndonos definir las
condiciones para lograr instituciones eficientes o preferidas en el
punto óptimo. Como se señaló, un incremento del nivel o la
severidad del castigo, elegido ex ante, reducirá la probabilidad de
que se incumpla la ley: ese es el lado de los beneficios de la elección
constitucional. Pero tal incremento implicará también una mayor
pérdida de utilidad debido a la imposición implícita de sanciones más
duras a quienes sí incumplen la ley, el lado de costes de esta cuenta.
Para cualquier persona, A, considerada como un participante en la
elección de estructura legal de la comunidad, el nivel preferido o
eficiente de castigo se alcanza cuando se igualan los márgenes; es
decir, cuando un aumento (o una reducción) gradual del castigo
genera ganancias marginales de orden conductual que son
equivalentes a las pérdidas marginales que implica castigar más
duramente a los incumplidores, ambos medidos en términos de los
parámetros de valor que tiene la persona que hace la elección.
En este punto se debe modificar una presunción adicional y
simplificadora del análisis. He examinado de manera implícita los
niveles de castigo, que pueden concebirse como algo que tiene un
componente de severidad (la duración de las penas de cárcel, la
cantidad de multas, el dolor físico, etc.) con la presunción implícita
de que el componente de certeza se determina de manera exógena.
Sin embargo, ha sido característico de los debates modernos sobre
la tarea de asegurar el cumplimiento de la ley, el énfasis en los
efectos de estos dos componentes: la certeza y la severidad, y en las
compensaciones que se pueden hacer entre ellos. En la medida en
que los posibles incumplidores de la ley predicen con certeza que
serán sometidos a castigo, se puede reducir la severidad del castigo
en sí, y viceversa. La compensación entre la certeza y la severidad
introduce una interdependencia entre los aspectos pecuniarios y no
pecuniarios de hacer cumplir la ley. Es posible que incrementar la
certeza del castigo para los incumplimientos de la ley requiera
gastos sustanciales en la detección, en la investigación y en la
identificación de los infractores, es decir, en un mejor servicio de
policía, sin cambios sustanciales en la desutilidad agregada que
encarna el castigo. Tomemos un ejemplo: supongamos que los
métodos policiales mejorados garantizan que se detiene, condena y
sentencia a penas de tres meses de cárcel a cinco de cada diez
infractores en lugar de a dos. Es posible que esta política tenga el
mismo efecto en el comportamiento de los posibles incumplidores de
la ley si la comparamos con una política que incremente las penas
de cárcel de tres a seis meses sin cambiar el input de policía. La
primera alternativa de política requiere una inversión de fondos, y
los costes en términos de utilidad surgen solo debido a que estos
fondos deben apartarse de usos que serían deseables en otro caso.
La segunda política alternativa se puede lograr comprometiendo
relativamente pocos recursos adicionales, pero genera reducciones
no pecuniarias de utilidad[109].
LA GENERALIDAD DE LAS REGLAS DE CASTIGO
Hemos examinado la elección de castigo para A, tratado como un
participante en la selección de normas legales básicas, dando por
sentado que todos los posibles incumplidores o infractores son
idénticos en sus respuestas conductuales previstas frente a las
estrategias de castigo alternativas. Sin embargo, surge una gran
dificultad cuando el número de posibles incumplidores es grande y/o
cuando las respuestas conductuales previstas varían mucho. En este
caso, que describe cualquier escenario del mundo real, la estrategia
de castigo eficiente y preferida idealmente será distinta para
diferentes infractores potenciales.
Tomemos la ilustración numérica anterior: supongamos que el
comportamiento de reacción previsto de un grupo de incumplidores
potenciales de la ley, los B1, es el que se muestra en la figura 8.2
más arriba. El compromiso por anticipado de imponer una pena de
seis meses para el hurto reducirá en dos tercios el número de
incumplimientos. Como se indica, con estas probabilidades, la
estrategia preferida para A (o el grupo de varios A que participan en
la decisión colectiva) es el castigo. No obstante, si existiera un
segundo conjunto de incumplidores potenciales, los B2, que se
caracterizan por el patrón de comportamiento de respuesta ilustrado
en la figura 8.3, la estrategia preferida será diferente. Cuando se
aplica al grupo B2, la alternativa de castigo diferenciado que se
demostró que maximiza la utilidad cuando se aplica al cumplimiento
de la ley para los B1, reducirá el incumplimiento de la ley solo por un
décimo. Frente a este conjunto de elecciones alternativas, A se
abstendrá con razón de adoptar la estrategia de castigo. En este
punto, la pérdida de utilidad que encarna el castigo en sí mismo más
que contrarresta las ganancias de utilidad relativamente pequeñas
que garantiza el respeto adicional a la ley que produce la imposición
del castigo.
Figura 8.3
Podemos analizar el problema de manera algo más completa con
ayuda de la figura 8.4, I y II. Aquí permitimos tres alternativas de
castigo en lugar de dos. Por supuesto, el modelo podría ampliarse
para permitir una variación continua en el conjunto de castigo, pero
esta expansión es innecesaria para nuestros objetivos actuales. Si el
individuo participante en la elección, A, considera solo a los posibles
infractores en el grupo B2, y si sus previsiones sobre su
comportamiento de respuesta son las que resumen los coeficientes
de probabilidad de la figura 8.4 (II), preferirá la estrategia de castigo
severo. Sin embargo, si A considera solo a los posibles infractores en
el grupo B1, cuyo comportamiento de reacción resumen los
coeficientes de probabilidad de la figura 8.4 (I), preferirá el castigo
moderado. La ilustración muestra con claridad que el castigo
preferido varía en función de las diferencias de previsiones sobre los
patrones de reacción. Nótese que en la ilustración no hay más
diferencias entre los grupos B1 y B2. Los indicadores de utilidad en
las matrices son idénticos en los dos casos.
Sin embargo, es posible que las restricciones dentro de las cuales
debe elegir A requieran que se imponga el mismo castigo a todas las
personas que incumplen la misma ley. Por supuesto, podría ser
relativamente sencillo para un soberano hobbesiano externo imponer
castigos diferenciados entre distintos grupos y, al hacerlo, lograr un
mayor nivel de eficiencia. Nuestra pregunta es distinta: ¿cómo puede
una comunidad de personas que ha llegado a un acuerdo sobre
alguna definición inicial de derechos ponerse de acuerdo sobre un
conjunto de instituciones para hacer cumplir las normas que sea
tolerablemente eficiente cuando se prevé que los patrones de
comportamiento de respuesta sean muy diferentes? Incluso si
dejamos a un lado todas las dificultades de establecer una
identificación de los individuos y de los grupos con tendencia a la
violencia, ¿por qué deberían aceptar los miembros de estos grupos,
en el momento del acuerdo conceptual, la imposición de sanciones
diferencialmente más altas? Los beneficios de la imposición de tales
sanciones los pueden acumular en gran medida otros miembros de
la comunidad en lugar de los miembros de aquellos grupos que
deberían, por algún sentido de «racionalidad social», someterse a un
castigo discriminatorio.
Figura 8.4
Cualquier discriminación en el castigo elegida a nivel contractual
parece estar más allá de los límites de lo posible, sin importar la
base que solo es relativa a la eficiencia de tal discriminación. Como
se señaló antes, gran parte de la discusión y de la actitud públicas
sobre el castigo no encarnan el enfoque constitucional conceptual y,
en lugar de eso, tienden a reflejar la simple reacción ex post a los
incumplimientos de la ley. En este contexto, no hay fundamento para
un trato diferencial. En nuestro ejemplo, B1 y B2 incumplen la misma
ley, cometen el mismo delito. En su reacción, la comunidad puede
imponer un castigo o no, pero no parece haber justificación aparente
para tratar a un incumplidor de la ley de manera más favorable que
al otro. Por ello, la construcción de cualquier escenario
convincentemente verdadero debe basarse en el requisito de que un
único conjunto de instituciones de castigo se aplique en general a
todas las personas de la comunidad, incluso en presencia de
diferenciales reconocidos en los patrones de reacción. Esto señala
que, para cualquier conjunto de instituciones que se elija, las
sanciones serán excesiva e innecesariamente represivas para
algunos posibles incumplidores y excesiva e innecesariamente
permisivas para otros. Los requisitos formales para seleccionar el
conjunto más eficiente de instituciones y de normas se podrían, por
supuesto, definir mediante la asignación de ponderaciones de
utilidad a las pérdidas de oportunidad en las dos direcciones.
LA ELECCIÓN PÚBLICA DEL CASTIGO
El análisis formal de la labor eficiente para asegurar el cumplimiento
de la ley lo han desarrollado en cierto detalle varios economistas
modernos, y no es necesario explicar aquí con mayor detalle este
análisis[110]. En la reflexión elemental que se ha hecho en las
secciones precedentes, la estrategia de castigo se examinó dentro
de una construcción de dos personas, en la que tanto A como B
adoptaban como apropiadas características típicas de «cualquiera».
El individuo A, el participante en una presunta elección colectiva a
nivel constitucional, que implica la selección de un conjunto de
instituciones de castigo, puede a nivel conceptual elegir una opción
preferida, dados su propia función de utilidad, sus propias
dotaciones y capacidades, sus predicciones sobre el comportamiento
de los posibles infractores en respuesta a estrategias de castigo
alternativas, sus predicciones sobre el funcionamiento de las
instituciones elegidas y cierto conocimiento sobre los gastos de
recursos requeridos para implementar las alternativas. Su solución
preferida encarnará alguna mezcla entre los componentes de certeza
y de severidad. Si esto fuera todo, quizá nunca sería necesario que
se planteara el aspecto más difícil del dilema del castigo. En una
interacción tan sencilla, A tal vez aceptara la necesidad de hacer su
elección estratégicamente a nivel constitucional y aceptara la
implicación de que esta elección, una vez hecha, no pudiera tocarse
en respuesta a consideraciones de conveniencia que surgieran
después. Pero hay muchos A en la comunidad, incluidos también los
posibles B, y la selección de un conjunto de instituciones encargadas
de hacer cumplir las normas y de castigar a los infractores debe ser
colectiva en lugar de individualista. Cada miembro del grupo puede
tomar una decisión personal sobre su institución preferida, pero de
alguna manera se deben combinar las distintas elecciones
individuales para producir un único resultado social, colectivo o de la
comunidad. Parecen surgir todos los problemas de agregar órdenes
individuales.
El conjunto de instituciones alternativas encargadas de hacer
cumplir las normas y de castigar a los infractores que satisfacen las
distintas preferencias personales puede, en efecto, ser grande. En
nuestro análisis anterior del contrato constitucional conceptual se
examinó el problema de alcanzar un acuerdo general, en especial
con referencia al acuerdo general respecto a la cantidad de ley, en el
capítulo 7. En la medida en que el primer salto desde la anarquía
toma la forma de un pacto de desarme, en el que las personas
acuerdan respetar los derechos de los demás, es posible que se
acuerden de buena gana términos más específicos. Es posible que
Tizio y Caio acepten un pacto de desarme mutuo en el que acuerdan
abstenerse cada uno de invadir el dominio del otro. Por supuesto,
esto no quiere decir que la definición de los distintos derechos
individuales surja en ningún sentido natural. Lo que sí indica es que,
una vez que se alcanza una definición, el contrato está más o menos
completo. Quedó claro que la definición de la línea divisoria
apropiada entre aquellas interacciones sometidas a la ley formal y
aquellas que no lo están es un aspecto mucho más difícil del
contrato social. Tal como lo hemos conceptualizado, el contrato
constitucional básico debe también incluir los términos según los
cuales la comunidad puede actuar colectivamente o en conjunto en
etapas posconstitucionales; es decir, el marco constitucional básico
debe establecer las reglas para tomar decisiones colectivas respecto
a la provisión y a la financiación de los bienes y de los servicios
públicos. Es posible que los individuos difieran entre ellos en relación
con las propiedades operativas de reglas alternativas y, debido a
esto, tal vez en el punto óptimo prefieran estructuras distintas. No
he tratado este problema como tal; simplemente he dado por
sentado que se alcanza algún acuerdo general sobre tales reglas de
decisión[111].
En este capítulo, he argumentado que las instituciones y las
normas de castigo también deberían incluirse como parte del
contrato constitucional conceptual bajo el cual opera una sociedad.
Sin embargo, es posible que el logro de un acuerdo general sobre un
conjunto de normas de castigo preferidas cree mayores dificultades
que prácticamente cualquier otro aspecto del convenio constitucional
básico. En este sentido es similar al problema de llegar a un acuerdo
sobre el alcance de la ley, que se trató en el capítulo 7. Incluso
dentro del proceso de elaboración de la constitución, es posible que
se requiera cierto acuerdo inicial sobre una regla de decisión. Cada
miembro del grupo estará presumiblemente interesado en establecer
ciertas normas para castigar a aquellos que incumplan los términos
básicos. Pero dado que los distintos miembros estarán en
desacuerdo en lo referente a la severidad del castigo, primero se
tendría que llegar a un acuerdo sobre cómo se puede seleccionar un
conjunto único de normas de castigo. Si se elige como instrumento
una norma por mayoría, puede ser que esté presente la conocida
paradoja de Condorcet. Es muy posible que los distintos órdenes
individuales no tengan un solo pico o un solo valle, en cuyo caso
pueden generarse patrones cíclicos[112]. Incluso si hacemos caso
omiso de esta perspectiva, debe admitirse la insatisfacción de los
participantes cuyas preferencias no son las medias del grupo. Una
decisión mayoritaria equivale a satisfacer las preferencias del
hombre medio. La selección de un conjunto de instituciones
encargadas de hacer cumplir las normas y castigar a quienes no las
cumplan que haga feliz al hombre medio debe dejar descontentos a
otros a ambos lados del espectro de elección. Habrá personas que
consideren que la elección media es demasiado restrictiva, y otras
que consideren que la elección media es demasiado permisiva en su
operación y en sus efectos.
Al igual que con las negociaciones contractuales conceptuales
sobre el alcance de las restricciones conductuales, debe haber
alguna forma de lograr un acuerdo general sobre los niveles de
castigo, siempre que se puedan hacer pagos compensatorios o
compensaciones adecuadas distintos de la elección de castigo en sí
misma. Quienes prefieren intensamente un castigo severo pueden,
en algunos casos, comprar el consentimiento de aquellos que
prefieren sanciones menos severas para quienes incumplen la ley, y
viceversa. A nivel conceptual, se puede llegar a un acuerdo, pero en
el plano práctico la elección de un conjunto de instituciones de
castigo presenta más dificultades para alcanzar arreglos aceptables
entre preferencias distintas que casi cualquier otro aspecto del
contrato constitucional imaginado.
Con la elección colectiva de una estructura institucional
encargada de hacer cumplir las normas y de castigar a los
incumplidores, se presentan dificultades que no aparecen en otros
aspectos del acuerdo constitucional. Como sugiere el análisis, es
esencial que la elección de normas de castigo se haga en la etapa
constitucional, donde se pueden evaluar los efectos estratégicos de
las alternativas y es posible hacer predicciones. Es decir, las normas
de castigo deben elegirse antes de que se haga necesario el castigo.
Sin embargo, es posible que las implicaciones estratégicas no sean
evidentes para el participante individual en la elección constitucional.
No se siente responsable a nivel personal del resultado que surge de
las deliberaciones de grupo; los costes y los beneficios están
difuminados, en general, entre todos los miembros de la comunidad,
y entre muchos períodos de tiempo. El participante individual se
comporta como si estuviera comprando un bien auténticamente
público. No tendrá motivación para invertir en información sobre las
alternativas de elección[113]. Por lo tanto, en la medida en que un
enfoque estratégicamente racional respecto a la selección de un
conjunto de instituciones encargadas de hacer cumplir las normas y
de castigar a los incumplidores requiera un análisis más sofisticado
que una simple reacción, la colectivización de la decisión en el nivel
constitucional introduce complicaciones importantes. Es posible que
las normas de castigo que podrían surgir de un proceso de
deliberación no reflejen una ponderación cuidadosa de las
alternativas. Quizás el resultado parezca casi arbitrario, lo cual a su
vez genera la tentación de manipular las normas en un escenario de
respuesta posconstitucional. Una cosa es que el analista sugiera que
las decisiones de la comunidad sobre el castigo deberían tomarse en
el nivel constitucional, y que esas decisiones deberían ser
sofisticadas en el sentido estratégico. Otra cosa totalmente distinta
es sugerir que las decisiones de la comunidad sobre el castigo se
tomarán de hecho de esta manera, bien en términos del nivel de
decisión o en términos de su contenido informativo-analítico.
LA ELECCIÓN PÚBLICA DE REGLAS GENERALES
Cuando se juntan las dos dificultades que se trataron en las dos
secciones precedentes, no sorprende que existan alejamientos
extremos de las estrategias de castigo que se prefieren
individualmente. Tomemos a un individuo cuyas preferencias y
predicciones lo llevan a desear un conjunto de instituciones de
castigo mucho más severas que las que observa que operan en la
comunidad. Esta persona estará insatisfecha con el castigo que por
lo general se dispensa a todos los posibles incumplidores de la ley.
Pero estará más intensamente descontento todavía con la aplicación
de normas generales a aquellos posibles incumplidores que están,
dentro del espectro de reacciones, en el extremo propenso al
incumplimiento. Tal persona padece una pérdida de oportunidad
doble: las instituciones generales no son sus preferidas, y la
generalidad necesaria en su aplicación acentúa la intensidad de su
insatisfacción. El individuo cuyas preferencias y predicciones son el
anverso se ve igualmente frustrado por el funcionamiento observado
de las instituciones encargadas de hacer cumplir las normas y de
castigar a quienes no las cumplan. El conjunto no es preferido en el
sentido de que es demasiado represivo; la libertad se sacrifica por el
orden más allá de los límites de su propia preferencia personal. Y la
aplicación de las reglas también es dolorosa cuando quienes son
muy sensibles en su reacción son sometidos al tratamiento general
que se ofrece a todos.
No hay escapatoria de la conclusión de que el dilema del castigo
es auténtico para cualquier comunidad que pretende cimentar su
estructura legal en los valores individuales. Tal como se ha tratado
en los capítulos anteriores, puede derivarse un origen conceptual
contractual para la delineación de los derechos individuales, el
contrato constitucional inicial. Es más, podemos al menos
conceptualizar un contrato con algún agente externo encargado de
hacer cumplir las normas (a veces denominado un contrato de
gobierno), en el que este agente tiene a su cargo la función policial
estricta. Se debe, sin embargo, restringir a semejante agente en su
aplicación del castigo de los incumplimientos de la ley, y
presumiblemente los miembros de la comunidad deben seleccionar
reglas o instituciones que encarnen normas de castigo en algún
escenario cuasi constitucional. Es aquí que surge el dilema en su
forma más acentuada. El régimen auténticamente democrático
tenderá a ser reactivo y no estratégico en sus procesos de toma de
decisiones, y tenderá a renegar de las elecciones de castigo que se
adopten en alguna etapa de deliberación anterior. Las instituciones
de castigo, tal como se ha observado, tenderán a reflejar las
motivaciones de retribución, de justicia y de compasión de los
individuos en el momento, y no los intereses a largo plazo que han
elegido de manera racional y que están encarnados en reglas cuasi
permanentes. El resultado solo puede ser una estructura que genere
una amplia insatisfacción entre los miembros de la comunidad, una
insatisfacción que en sí misma tiende a minar el respeto a los
derechos y a la tarea de hacer cumplir los derechos, un respeto que
es esencial para mantener el capital social que representa la ley en
su totalidad.
Se puede aceptar, pero ¿cuál es la alternativa? Hemos examinado
la posible delegación a un agente externo de autoridad para
asegurar el cumplimiento de las normas, incluso si a este agente lo
crean y lo aplican personas que son simultáneamente internas a la
comunidad. Se le puede permitir a esta autoridad una relativa
libertad para localizar e identificar los incumplimientos de derechos
que se establecen en el contrato constitucional. ¿Pero es posible dar
también a esta autoridad externa encargada de hacer cumplir las
normas el poder de hacer sus propias elecciones entre estrategias
alternativas de castigo, con independencia de las preferencias de los
ciudadanos? Existen ejemplos históricos en los que se han otorgado
a ciertas clases de juristas profesionales especializados poderes de
castigo relativamente plenos. Sin embargo, esta vía de escape del
dilema presenta de forma inmediata otro: ¿cómo se puede controlar
al agente externo?
9
La amenaza del Leviatán
Los diccionarios definen el Leviatán como «un monstruo marino que
encarna el mal». En 1651, Thomas Hobbes aplicó este término al
Estado soberano. Tres siglos y un cuarto después, solo utilizamos el
término cuando hablamos del gobierno y de los procesos políticos de
manera peyorativa, y entonces lo hacemos solo cuando nuestro
objetivo es llamar la atención sobre los peligros inherentes a un
sector público que se expande en la sociedad. He examinado la
paradoja de ser gobernado en el capítulo 6. En democracia, el
hombre se considera a sí mismo simultáneamente un participante en
el gobierno (un ciudadano) y un súbdito que se ve forzado a cumplir
parámetros de comportamiento que es posible que no haya
seleccionado, incluida una aquiescencia abierta a la confiscación
mediante el cobro de impuestos de bienes que trata como si fueran
«suyos».
Para el hombre de finales del siglo XX, esta bifurcación en su
actitud hacia el Estado es «natural» en el sentido de que surge de
manera directa de su patrimonio cultural post-Ilustración y
postsocialista. Desde nuestro punto de vista en la década de 1970,
es difícil apreciar la importancia que tiene el cambio de visión inicial
que permitió por primera vez al hombre verse a sí mismo como una
voluntad independiente. No quiero hacerme pasar por un experto
exegético en textos antiguos, pero ¿puede haber grandes dudas de
que la concepción del hombre independiente, universalizado entre
todas las personas, estaba en gran medida ausente en la filosofía
griega y romana? El cristianismo medieval introduce una
ambivalencia, al poner un énfasis en la salvación individual pero casi
siempre para mayor gloria de Dios[114]. Solo con el surgimiento
pleno a partir de la Edad Media, y solo con Hobbes, con Spinoza y
con sus contemporáneos el hombre pasa a poder existir con
independencia de otros hombres, de Dios, del Estado y de la ciudad.
En la jungla hobbesiana, la vida del hombre independiente, desde
ya, se describía como pobre, desagradable, bruta y corta. Pero la
diferencia crítica con los filósofos anteriores está en la habilidad de
Hobbes para visualizar, para conceptualizar tal existencia. ¿Es posible
concebir anarquistas prehobbesianos?
Una vez que el hombre independiente se enfrentaba con el
Estado, incluso en una discusión que sugería bases racionales para
la obediencia, estaba garantizado el potencial para una revolución
continua. No se podía volver a meter al genio en la botella, sin
importar lo lógicos que fueran los argumentos de un filósofo de
Malmesbury. Ahora el hombre podía pensar hasta ponerse a sí
mismo en el papel de rey; en el ojo de su mente, ahora el hombre
podía saltar de su estamento o de su orden, y desde luego que
algún hombre o algunos hombres lograrían hacer realidad estos
sueños. Althusius, Spinoza, Locke y, con mayor énfasis aún,
Rousseau comenzaron a hablar y siguieron hablando de un contrato
social entre hombres independientes, no un contrato de esclavitud
hobbesiano entre los hombres y un señor soberano. De un contrato
entre hombres libres pueden surgir todas las cosas, incluida la ley
básica en sí misma. Por primera vez, parecía ofrecérsele al hombre
la perspectiva de saltar fuera de su historia evolucionaría. El hombre,
en concierto con sus pares, podía cambiar la estructura misma del
orden social.
La concepción era tan revolucionaria como sus consecuencias: la
edad de la revolución democrática[115]. La revuelta reprimida, la
revolución exitosa, el terror revolucionario, la reforma represiva, la
contrarrevolución… no es necesario tratar aquí en detalle estas
etapas variadas de nuestra historia moderna espacialmente
divergente. Sabemos que el hombre no logró estar a la altura de la
promesa de sus sueños de Ilustración. Apenas si habían sido
derrocados algunos de los tiranos y vencidas algunas élites, cuando
surgieron otras. Y una vez que el orden político y social se pusiera a
disposición de quien lo quisiese, y que se viera que eso era así,
¿cómo podía resistir el asalto la base económica de este orden? Los
valientes esfuerzos de Locke por erigir una superestructura
contractual por encima de los derechos de propiedad existentes
estaban condenados de antemano al fracaso. Si los hombres, en un
contrato concertado, no tienen límites, ¿es necesario poner algún
límite a la acción colectiva? ¿Por qué tiene que ser inmune el orden
económico a los cambios estructurales fundamentales, en especial
cuando Karl Marx planteó retos efectivos? El socialismo, en sus
formas variadas, pasó a iluminar la conciencia del hombre de
principios del siglo XX. El círculo parecía casi cerrado: el hombre
independiente de nuevo parecía haberse sumergido en una voluntad
colectiva que abarcaba todo.
Sin embargo, una vez suelto, el hombre independiente no podía
ser destruido con tanta facilidad. La Unión Soviética no era el futuro,
como habían proclamado los Webb con ignorante alegría. Incluso en
Rusia, donde el hombre apenas había alcanzado una independencia
individualizada antes de la revolución comunista, su tozudez innata
hizo imposible lograr un control eficiente. En Occidente, donde los
hombres han experimentado la libertad, donde la libertad misma
tiene historia, el socialismo democrático estaba de antemano
condenado al fracaso. Se ha demostrado que los intentos
colectivizados del gobierno para hacer cada vez más logran hacer
cada vez menos. El hombre se encuentra encerrado en una red
burocrática impersonal que reconoce haber construido él mismo.
Comienza a utilizar el término «Leviatán» en su connotación
moderna, pero incluso así se siente personalmente incapaz de
ofrecer alternativas efectivas.
Debe comprenderse esta diferencia entre el hombre
prerrevolucionario y el moderno para poder apreciar los problemas
de este último. El hombre moderno no puede ponerse en oposición a
un gobierno que constituye y dirige una élite exterior, miembros de
un orden o de un estamento totalmente distinto. Para el patriota
estadounidense, estaba Jorge III; para el miembro de la burguesía
francesa, estaba el Antiguo Régimen; para los seguidores de Lenin,
la aristocracia rusa; para el hombre moderno, enmarañado en la tela
de araña de la burocracia, solo está él mismo, o los demás miembros
de su propia especie.
Desde ya, no pretendo sugerir que no haya imperfecciones en el
proceso democrático o que todas las personas tengan el mismo
poder de influir en la política gubernamental en el mundo moderno,
y en los Estados Unidos en particular. Lo que planteo es que, incluso
si se pudieran eliminar todas las imperfecciones, incluso si todas las
personas pasaran a estar en posiciones de igual poder político, las
cuestiones centrales que enfrenta el hombre moderno seguirían ahí.
Cuando hablamos de controlar al Leviatán deberíamos estar
refiriéndonos a controlar el autogobierno, no algún instrumento
manipulado por las decisiones de otros más allá de nosotros mismos.
El reconocimiento generalizado de esta sencilla verdad podría hacer
maravillas. Si los hombres cejaran y desistieran de hablar de los
hombres malvados y de buscarlos, y comenzaran a mirar en su lugar
a las instituciones operadas por personas normales, aparecerían
grandes caminos para una reforma social auténtica.
LA UNANIMIDAD WICKSELLIANA
¿Por qué tiene que haber límites o controles constitucionales
respecto del alcance y los tipos de la actividad gubernamental? Para
entenderlo, podemos mirar primero al modelo idealizado que le da al
individuo pleno poder sobre su destino. Tomemos una comunidad
que alcance todas las decisiones colectivas mediante una norma
wickselliana de consentimiento unánime. Además, supongamos, con
muy poco realismo esta vez, que esta norma opera sin grandes
costes a la hora de alcanzar un acuerdo. En un modelo semejante,
cada persona es parte de todas las decisiones colectivas, ninguna de
las cuales puede tomarse sin su consentimiento expreso. ¿Cómo
podría la dinámica de un modelo de decisión tal generar resultados
que una persona de la comunidad, o todas, podrían considerar no
deseados o ineficientes?
Dado que cada persona debe estar positivamente de acuerdo con
todas las decisiones que se adoptan, el fallo, suponiendo que exista
uno, debe estar en los preceptos individuales para la elección
racional, no en el proceso de amalgama de elecciones individuales
para producir resultados colectivos. Por lo tanto, el análisis se
debería concentrar en la toma de decisiones individual. ¿Por qué iba
a estar de acuerdo un individuo con cada una de las decisiones
colectivas de una secuencia, tomadas por separado, para darse
cuenta después de que la secuencia genera un resultado final no
deseado? Una vez que la pregunta se formula de esta manera,
surgen numerosas analogías en la experiencia personal. Tal vez la
más omnipresente sea comer. En la prosperidad moderna, el
comportamiento individual a la hora de elegir qué ingerir en cada
comida a menudo lleva a la obesidad, un resultado que se considera
no deseado. Sin embargo, el individuo llega a este resultado a través
de una secuencia temporal en la que todas y cada una de las
decisiones sobre la comida parecen razonables en el plano personal.
No necesariamente tiene que haber una abierta glotonería, y no se
necesita un error. En el momento de cada elección específica con
respecto al consumo de alimentos, los beneficios esperados exceden
a los costes esperados.
El problema no puede describirse por completo como uno de
miopía del comportamiento individual a la hora de elegir, como una
simple incapacidad de tener en cuenta las consecuencias futuras de
la acción presente. Tal miopía es, sin duda, una de las bases
importantes de la decepción o del arrepentimiento cuando se
reconoce que ciertas situaciones no deseadas son el resultado de
una serie de elecciones anteriores. En este sentido, se puede decir
que a todas las elecciones de una relación temporal las caracteriza la
miopía. Analicemos el ahorro y la formación de capital. Desde el
punto de vista del «ahora», una persona siempre puede desear
haber ahorrado más y consumido menos en períodos anteriores, y,
según esta visión, puede considerar miope su conducta pasada. Sin
embargo, un juicio más razonable podría indicar que cada decisión,
cuando se tomó, se basaba en algún cálculo adecuadamente
ponderado de los costes y de los beneficios en el escenario temporal
de «entonces». La decisión de comer más de lo que dicta el
mantenimiento de algún parámetro de peso a largo plazo es
equivalente a la incapacidad de ahorrar una cantidad suficiente para
lograr algún objetivo de riqueza a largo plazo. Cuando se reconoce
esta interdependencia temporal entre decisiones de distintos
períodos, es posible que el comportamiento de elección racional al
nivel de «creación de normas» internalice la interdependencia
mediante la adopción explícita de restricciones a la libertad de acción
en los distintos períodos. Cuando adopta una norma y se asegura de
su cumplimiento, el individuo está ejerciendo su libertad, en una
etapa de planificación de la elección más general, solo al restringir
su propia libertad en las posibles situaciones de elección
subsiguientes.
Es posible que la persona que reconoce su tendencia a comer de
más adopte una dieta estricta. Impone deliberadamente
restricciones en sus opciones de elección. Se encierra a sí mismo en
un patrón de comida que prevé reducirá las ganancias de utilidad de
la conducta en períodos distintos, a cambio de ganancias de utilidad
previstas en un dominio de elección ampliado. La dieta pasa a ser la
«constitución de la comida», el conjunto de normas elegidas
internamente por la persona, que actúan para evitar una excesiva
indulgencia. Parece claro que es posible que los individuos quieran
imponer restricciones comparables a su conducta en períodos
distintos y en elecciones distintas a la hora de adoptar acciones
conjuntas o colectivas, incluso en el escenario idealizado de la
unanimidad wickselliana. Es decir, es posible que los individuos elijan
de manera racional operar con un conjunto de reglas
constitucionales para adoptar acciones colectivas incluso si cada
persona sabe que tiene a nivel personal el poder de vetar cualquier
propuesta específica que pueda presentarse. Sin embargo, en este
escenario, deberíamos remarcar que tal conjunto de reglas puede
hacerse operativo por medio del comportamiento a la hora de elegir
de un solo miembro del grupo. La determinación de una sola
persona de la comunidad de cumplir alguna restricción interna sobre
el alcance de la acción colectiva sería efectiva para todo el grupo. La
acción colectiva se restringiría en este escenario estrictamente
wickselliano por la sola presencia de una persona que decide
adoptar reglas internas para su propia participación en las elecciones
colectivas.
LA VOTACIÓN POR MAYORÍA BAJO RESTRICCIONES
DE BENEFICIO-COSTE
Nos acercamos un poco más a la realidad cuando dejamos de lado el
supuesto de que la acción colectiva requiere el consentimiento
unánime de todos los participantes. Como se indicó, por medio de
una regla de unanimidad auténtica, las decisiones individuales
pueden mantener el gobierno bajo controles efectivos. Sin embargo,
las cosas pasan a ser muy distintas una vez que se introduce
cualquier alejamiento de la unanimidad. Cuando se reconocen los
costes de lograr un acuerdo, los alejamientos del verdadero gobierno
por consentimiento se hacen necesarios si se pretende que la
comunidad política funcione como colectividad. En el pacto
constitucional conceptual que establece esta comunidad, se
selecciona algún conjunto de normas para tomar decisiones
colectivas o gubernamentales, y se puede hacer que todos los
miembros cumplan estas normas, una vez que están operando,
tanto si pertenecen a la coalición decisiva que efectivamente hace
las elecciones particulares según las normas como si no.
La regla de decisión más conocida, tanto en los modelos
analíticos del proceso político como en las estructuras históricas
existentes que se clasifican de manera adecuada como
«democráticas», es la votación por mayoría. Podemos suponer que
hay alguna estructura constitucional, una estructura que define los
derechos individuales de propiedad y hace cumplir los contratos
entre personas y, además, requiere que todas las decisiones
colectivas o gubernamentales obtengan el apoyo de la mayoría de
los representantes de los ciudadanos en alguna asamblea legislativa.
Incluso en esta formulación, ya hemos evitado, porque así lo
supusimos, una parte significativa del tema en discusión. En la etapa
del contrato constitucional, en la que se definen de manera inicial los
derechos individuales, pocas personas estarían conceptualmente de
acuerdo en aceptar alejamientos absolutos y sin restricciones de una
regla de unanimidad a la hora de tomar decisiones colectivas. La
razón es, por supuesto, que una vez que no se requiere el
consentimiento de un individuo en la toma de una decisión que se le
aplicará a él, el individuo se queda sin protección para su propia
asignación nominal de derechos, sin garantías de que sus derechos
no van a ser explotados por parte de otros en nombre de objetivos
gubernamentales. A la vez que se adopta una regla de decisión
colectiva, digamos la votación por mayoría, pueden incorporarse al
documento o al acuerdo constitucional límites de procedimiento para
el ejercicio de esta regla. Sin embargo, la experiencia indica que los
límites de procedimiento que se incorporan en las estructuras
constitucionales no han sido a nivel histórico muy efectivos a la hora
de poner freno a los apetitos de las coaliciones mayoritarias.
Sin embargo, será útil para el análisis desarrollar la
argumentación en dos etapas. En la primera, suponemos que hay
una restricción de la decisión de la mayoría con sentido económico.
Demos por sentado que una disposición constitucional requiere que
las propuestas de gasto público o gubernamental satisfagan un
criterio de beneficio-coste: los beneficios brutos deben exceder a los
costes brutos del proyecto, sin importar la combinación de votos en
la asamblea legislativa.
Queremos centrarnos en propuestas de bienes públicos que no
benefician a todos los miembros del grupo lo suficiente como para
contrarrestar por completo los costes impositivos, pero que sí
cumplen, no obstante, el criterio de beneficio-coste que se ha
impuesto. Por ejemplo, si en un grupo de tres personas hubiera solo
dos beneficiarios de un proyecto que cuesta $100, y si cada uno de
estos beneficiarios esperara obtener un valor de $51, la propuesta
cumpliría el criterio de beneficio-coste sin importar cómo se
distribuyeran los costes. Si los costes se distribuyen de manera
igualitaria entre todos los miembros, por ejemplo mediante un
impuesto general, la propuesta lograría una aprobación por mayoría.
El efecto sería imponer pérdidas netas a la minoría. La restricción de
beneficio-coste garantiza, sin embargo, que en el caso de que se
requiera una compensación, la mayoría podría conseguir la
aquiescencia de la minoría mediante pagos compensatorios
adecuados. Otra forma de decir lo mismo es afirmar que el criterio
beneficio-coste garantiza que todos los proyectos de gastos sean
«eficientes» en el significado estrictamente económico de este
término. Otra versión más, y relacionada con la sección precedente,
sería decir que todos los proyectos podrían lograr a nivel conceptual
una aprobación unánime si se ignoran los costes que implican los
pagos compensatorios.
Si se requiere que todas y cada una de las propuestas de gasto
de fondos por parte del gobierno cumplan el criterio de eficiencia,
¿cómo podría incumplirlo el nivel presupuestario total? ¿Cómo podría
el presupuesto general ser demasiado grande o demasiado
pequeño? Dado que cada proyecto, considerado de manera
independiente, pasa el test de la eficiencia, parecería que la
totalidad de todos los proyectos también aprobaría el test. Sin
embargo, como indicaría el análisis en la sección precedente, este
resultado no por fuerza se da cuando hay interdependencia entre
decisiones distintas.
Como ejemplo, tomemos dos propuestas interdependientes de
gasto presupuestario: los Proyectos I y II. En ausencia, y con
independencia, del otro proyecto, se estima que cada una de estas
propuestas costará $100, de los cuales $90 suponen una inversión
para la compra de inputs de recursos, y $10 son una inversión para
la recaudación y para asegurar su cumplimiento. De la misma
manera, para cada proyecto, los beneficios estimados ascienden a
$103. Por lo tanto, sin importar la forma en que se distribuyen los
recursos, cada propuesta es económicamente eficiente. Supongamos
ahora que el Proyecto I se aprueba en el inicio con estas condiciones
y que se incluye en los planes de presupuesto. Ahora se considera el
Proyecto II independientemente, pero después de que el Proyecto I
se haya aprobado por mayoría. La inversión directa en inputs de
recursos vuelve a ser de $90, como en el Proyecto I. Pero dado que
ahora en total se requieren más ingresos, se estima que los costes
de recaudación y de hacer cumplir la decisión ascienden a $12,
llevando el coste total del proyecto a $102. Se estima que los
beneficios son de $103; por lo tanto, el proyecto sigue siendo
aparentemente eficiente, y suponemos que el Proyecto II también es
aprobado por una mayoría. Al añadir al presupuesto el Proyecto II,
sin embargo, es también posible que se hayan incrementado los
costes que implica la recaudación y el hacer cumplir las decisiones
en el Proyecto I, de los $10 que se estimaron inicialmente a los $12
que se previeron para el Proyecto II. El coste externo o de
excedente que la aprobación del Proyecto II genera para el Proyecto
I es de $2, pero esto no se tuvo en cuenta en absoluto en la
secuencia en la que se hizo la elección, según hemos esbozado.
Nótese que, en el ejemplo numérico, los beneficios totales de los
dos proyectos ($206) exceden a sus costes totales ($204). Sin
embargo, nótese que el superávit fiscal bruto se reduce más de lo
que se lograría con la aprobación de solo uno de los dos proyectos:
el superávit cae de $3 a $2 en el proceso de agregar el Proyecto II
que, si se trata independientemente, es equivalente al Proyecto I.
Por supuesto, el ejemplo numérico es solo ilustrativo, y los totales no
deben tomarse en absoluto como si fueran descriptivos. En términos
familiares para los economistas, podemos decir que hay una
divergencia entre los costes directos o separables de un solo
proyecto y los costes sociales auténticos, que deben incluir todos los
efectos externos o de excedente sobre otros proyectos o
componentes del conjunto presupuestario. Cuando se pone en estos
términos, los economistas podrían sugerir una «internalización»
mediante la consideración simultánea de todos los elementos
presupuestarios interrelacionados. Sin embargo, hay que tomarse el
cuidado de asegurarse que se selecciona el maximando adecuado. Si
se examinaran como un paquete presupuestario en dos partes, los
dos proyectos del ejemplo numérico lograrían la aprobación, incluso
si se seleccionaran en conjunto. Los beneficios conjuntos exceden a
los costes conjuntos.
El fenómeno más general que representa el ejemplo tiene una
relevancia considerable en el mundo real en cuanto a los de efectos
económicos ampliamente reconocidos y a las instituciones políticas
observadas[116]. Los costes de recaudación y de hacer cumplir las
decisiones siempre están presentes, y estos costes se incrementan a
medida que aumenta el tamaño del presupuesto, posiblemente de
manera desproporcionada más allá de ciertos márgenes. Lo que es
más importante, la recaudación de impuestos modifica por fuerza los
incentivos en relación con la obtención de ingresos imponibles y la
acumulación de riqueza gravable en la economía privada. Estos
efectos están relacionados de manera directa con el tamaño del
presupuesto, y estos son costes sociales auténticos que la
elaboración gradual del presupuesto apenas puede incorporar.
Desde el punto de vista político, los presupuestos se elaboran de
manera poco sistemática[117]: distintos comités legislativos
consideran los componentes presupuestarios de manera
independiente, y coaliciones mayoritarias posiblemente divergentes
se organizan para apoyar cada componente. Mientras los beneficios
excedan los costes, ¿por qué deberían preocuparles a los miembros
de coaliciones favorables efectivas los costes de excedente de los
componentes, pasados, presentes o futuros? El realismo político
indica que existen pocas posibilidades de lograr reformas en cuanto
a la toma gradual de decisiones. Un proceso global de elaboración
del presupuesto, sea en el nivel ejecutivo, o en el legislativo, o en
ambos, no necesariamente elimina la ineficiencia, como hemos
señalado. Examinemos la posición de un director de presupuesto o
del presidente de un comité legislativo. De acuerdo con nuestro
supuesto restrictivo, cualquier componente debe cumplir la
restricción global de beneficio-coste. Pero teniendo en cuenta que
este criterio también se satisface, o puede satisfacerse, para el
presupuesto en conjunto, ¿qué incentivo tiene este funcionario para
reducir o eliminar componentes particulares o líneas de elementos a
la hora de incrementar el superávit fiscal neto? Incluso si el
funcionario en la idealidad es receptivo a las demandas de los
ciudadanos, lo llevarán a incorporar demasiados componentes al
paquete presupuestario. Tomemos una vez más nuestro ejemplo de
los dos proyectos. Un director de presupuesto tiene una
responsabilidad general de coordinación: debe aprobar un proyecto
antes de que se lo someta a votación. Si elimina uno de los dos
proyectos, desagrada a todos los beneficiarios directos. Agrada a los
contribuyentes en general, pero, de acuerdo con nuestros supuestos
y según indican los patrones del mundo real, los impuestos se
comparten más ampliamente que los beneficios. Es improbable que
los ciudadanos noten los costes indirectos netos que se reducirán
mediante restricciones presupuestarias, y en especial los
relacionados con elecciones presupuestarias específicas[118].
Las ineficiencias que surgen cuando hay interdependencia entre
los distintos componentes de un presupuesto se pueden reducir solo
si se prevén en alguna etapa dentro de la planificación de la
deliberación. Dada la tendencia de los elaboradores de presupuestos
y de las mayorías legislativas a aprobar presupuestos cuyos tamaños
totales superan a aquellos que maximizan el superávit fiscal, se
pueden incorporar a la constitución fiscal límites de tamaño
explícitos u otras restricciones de los ingresos y/o gastos, con la
expectativa de que tales límites se harán cumplir con la fuerza de la
ley[119].
VOTACIÓN POR MAYORÍA
SIN RESTRICCIONES DE BENEFICIO-COSTE
Si eliminamos el requisito arbitrario de que todas las propuestas para
el gasto de ingresos recaudados públicamente cumplan criterios de
eficiencia económica, es evidente que las normas de mayoría para la
toma de decisiones colectivas o de grupo producirán al menos
algunos componentes presupuestarios que son ineficientes en el
neto. Algunos proyectos que lograrán ser aprobados por la mayoría
rendirán beneficios totales inferiores a lo que costarán. La minoría
sufrirá pérdidas netas con estos proyectos, y estas pérdidas
excederán a los beneficios que se logran para los miembros de la
mayoría. En un régimen que cuenta con pagos compensatorios sin
coste, la minoría podría sobornar a la mayoría para evitar la
aprobación de cualquier proyecto de este tipo. Pero cuando se
reconoce la ausencia de pagos compensatorios efectivos apenas se
puede cuestionar la existencia de proyectos de gasto ineficientes.
Tomemos de nuevo un ejemplo muy sencillo: un grupo de tres
personas que se ha organizado como una colectividad. Los
impuestos son iguales por cabeza, y todas las decisiones de gasto se
toman en votación por mayoría. Supongamos que hay que
considerar tres posibles proyectos, cada uno de los cuales cuesta
$99, que se financian mediante un impuesto de $33 sobre cada
persona. Damos por sentado que estos proyectos son totalmente
independientes y que no surgen los efectos de externalidad que se
analizaron en la sección precedente. Los beneficios de cada proyecto
se concentran como se indica en lo siguiente:
Persona Beneficios Beneficios Beneficios
del proyecto I del proyecto II del proyecto III
A $35 $35 $0
B 35 0 35
C 0 35 35
Según las normas que hemos postulado, cada uno de estos
proyectos se adoptaría, siempre y cuando cada proyecto se
considere por separado. Sin embargo, en el proceso, cada persona
habrá pagado un total de $99 en impuestos y solo habrá recibido
$70 en beneficios. Cada persona estará peor con el presupuesto de
tres proyectos de lo que lo estaría sin ningún presupuesto. Está claro
con este ejemplo que los presupuestos tenderán a extenderse de
manera excesiva con reglas de votación de mayoría simple si se
consideran por separado los componentes presupuestarios en las
deliberaciones legislativas, y si los beneficios están más
concentrados que los impuestos.
Sin embargo, hay una diferencia entre esto y el modelo anterior
en el que considerábamos que los proyectos eran interdependientes.
En este modelo, que podríamos denominar de explotación de la
minoría por mayoría simple, es posible que la «internalización» en
forma de una consideración global o de paquete de todo el
presupuesto elimine parte de la ineficiencia. Si se obliga al grupo de
tres hombres en este ejemplo, por requisito institucional-
constitucional, a tratar los proyectos como paquete, en lugar de
aislados, y si los miembros del grupo miden con precisión los costes
y los beneficios, los proyectos de los que puede demostrarse que
dañan en el neto a todas las personas no lograrán la aprobación. De
manera alternativa, podrían imponerse restricciones constitucionales
que dicten que solo se pueden tener en cuenta propuestas de gastos
que prometan beneficios generales a todos los miembros de la
comunidad[120]. Desde un punto de vista histórico, se ha
interpretado que los requisitos de procedimiento dictan una
uniformidad o generalidad impositiva, al menos en grandes grupos.
No obstante, no se han aplicado requisitos plenamente comparables
al lado de los beneficios. Como resultado, hay relativamente pocos
límites efectivos en relación con la explotación de las minorías
mediante procedimientos democráticos ordenados en los Estados
Unidos[121].
El intercambio de favores
y los beneficios de las minorías
El modelo de votación por mayoría que se examinó antes indica que
los proyectos presupuestarios ineficientes pueden lograr la
aprobación si se consideran por separado, pero que, como mínimo,
el valor estimado de los beneficios de cualquier propuesta para los
miembros de una mayoría efectiva debe exceder a los costes
impositivos que soportan esos miembros. Sin embargo, incluso esta
restricción mínima de eficiencia presupuestaria no es operativa
cuando puede ocurrir un intercambio de favores entre minorías
divergentes para producir coaliciones mayoritarias efectivas en un
subgrupo de elementos del presupuesto. En el escenario
estadounidense este procedimiento de clientelismo político se
conoce familiarmente como legislación «del barril de cerdo» [pork
barrel][122].
INGRESOS POLÍTICOS, RENTAS BUROCRÁTICAS
Y DERECHO AL VOTO
Hasta este punto, no se ha permitido que los modelos de toma de
decisiones colectivas examinados reflejen en los resultados
presupuestarios la influencia de los políticos, de los empleados
gubernamentales o de los burócratas. Implícitamente, los modelos
contenían el supuesto de que los votantes demandan bienes y
servicios provistos a nivel público que, una vez aprobados, se ponen
de manera directa a disposición de los beneficiarios finales o
consumidores. No hay mediación de representantes legislativos y no
hay administración por parte de agencias burocráticas. Tales
modelos son útiles a efectos generales, en especial cuando los
presupuestos son relativamente pequeños. Sin embargo, en las
democracias modernas más de un tercio del producto nacional se
organiza a través del sector gubernamental. En estos escenarios, es
posible que descuidar la influencia que tienen los políticos y los
burócratas en los resultados presupuestarios debilite muy
seriamente la relevancia de cualquier análisis.
Las preferencias de los políticos y la parcialidad presupuestaria
Las decisiones colectivas raramente las adoptan los votantes, las
personas que pagan los impuestos y que se supone que se
benefician de la provisión de bienes y servicios gubernamentales. La
organización política efectiva requiere que los papeles de los
votantes se limiten en gran medida, si no en su totalidad, a la
selección de representantes, personas de entre sus pares que
después participarán en el proceso legislativo y ejecutivo de toma de
decisiones. Estos políticos son los hombres que hacen las elecciones
directas y definitivas sobre las cantidades de bienes y de servicios
públicos, y sobre el tamaño del presupuesto total junto con su
composición y con su financiación.
No es realista dar por sentado que los funcionarios surgidos de
elecciones que ocupan posiciones de responsabilidad ejecutivas y
legislativas no tienen preferencias personales sobre el tamaño
general del sector público, sus fuentes de ingresos y, lo que es más
importante, sobre los componentes particulares en los que realizar
inversiones públicas. Una persona que es auténticamente indiferente
en todos estos aspectos no se sentiría atraída por la política, ni como
profesión ni como pasatiempo. Es probable que los políticos sean
aquellas personas que sí tienen preferencias personales sobre tales
asuntos y a quienes les atrae la política precisamente porque creen
que, a través de la política, pueden ejercer influencia sobre los
resultados colectivos. Una vez que se reconoce este punto básico,
aunque simple, es fácil ver que los resultados presupuestarios no
reflejarán de manera plena las preferencias de los votantes, incluso
de aquellos que son miembros de la coalición efectiva que logra que
gane su propio candidato o partido.
Una vez elegido, un político tiene una libertad considerable para
elegir la posición que él mismo prefiere en temas de gasto o de
impuestos. Se ve restringido por los votantes de manera indirecta a
través de las perspectivas de reelección, de lograr el apoyo a largo
plazo para el partido, de cosechar elogios públicos generalizados.
Pero incluso un político muy sensible a estas restricciones indirectas
sigue teniendo libre elección en relación con ámbitos sustanciales del
espectro político. Dentro de lo que trata como su conjunto factible,
el político elegirá la alternativa u opción que maximice su propia
utilidad, no la de los componentes de su distrito electoral. Esta
oportunidad ofrece a los políticos una de sus motivaciones
principales. En un sentido significativo, esto constituye una «renta
política» y debe contarse como parte de las recompensas totales del
cargo[123].
La existencia de oportunidades para que los políticos maximicen
sus preferencias personales con restricciones no tiene por qué ser
relevante para el contenido de este capítulo si se puede prever que
sus efectos sobre la elaboración de presupuestos son simétricos o
imparciales. Si el «desfase» entre las preferencias de los votantes y
los resultados que surgen del proceso presupuestario mismo
implicara compensar, a grandes rasgos, las ventajas y los
inconvenientes, no se ejercería ninguna influencia neta en el tamaño
del presupuesto total. Desafortunadamente, parece haber una
parcialidad unidireccional con respecto a la expansión de las cuentas
fiscales. Esta dirección de la parcialidad de la preferencia del líder
político tiene varios elementos que se pueden distinguir. En primer
lugar, es muy probable que aquellas personas que le asignan valores
relativamente altos a la capacidad de influir en los resultados
colectivos, y que lo hacen en el sentido incorruptible auténtico de un
deseo de «hacer el bien» para toda la comunidad, sean las que
busquen lograr los objetivos sociales que ellas mismas prefieren con
medios colectivos o gubernamentales. En contraste, es improbable
que se sientan atraídas por la política aquellas personas que
ideológicamente desean que el papel gubernamental en la sociedad
se reduzca a niveles mínimos. Hay pocos anarquistas naturales o
libertarios en los guardarropas de la capital.
Dejando a los ideólogos de lado, es posible que ciertas personas
se sientan atraídas por la política porque le asignan valores
intrínsecamente altos al poder de tomar decisiones que afectan a las
vidas de otros. Esta característica es distinta de la primera, en la que
el poder de influir sobre las decisiones colectivas se desea como
instrumento, para perseguir objetivos sociales. Es posible que
algunos políticos tengan objetivos muy mal definidos en cuanto a
política social y tal vez los objetivos que tienen parezcan ser de
relativamente poca importancia. Sin embargo, es posible que
busquen un cargo político y/o electoral porque disfrutan estar en
posiciones de liderazgo y de autoridad, posiciones que hacen
necesario que otras personas los busquen afanosamente y les pidan
ayuda. Este tipo de político logra generar utilidad de manera más
directa que su equivalente, el ideólogo: su utilidad aumenta por los
emolumentos del cargo que surgen por fuerza del conocimiento
público sobre la localización de la autoridad para la toma de
decisiones. Si la lista o el menú de elección se fijara de antemano, el
comportamiento de los políticos de semejante orden no ideológico
podría producir resultados más cercanos a las verdaderas
preferencias de los votantes. Esta correspondencia surgiría de los
deseos de satisfacer las demandas del mayor número posible de
personas en el distrito electoral. En un caso semejante, los
alejamientos necesarios de la democracia pura no introducirían
ninguna parcialidad presupuestaria. Sin embargo, cuando la lista o el
menú de elección política no se predetermina, vuelve a surgir la
parcialidad en favor de ampliar el presupuesto. Al político que logra
su utilidad solo porque elige en favor del mayor número de posibles
electores, y por lo tanto los complace, le supondrá mayor
recompensa actuar en favor de proyectos de gastos diferencialmente
beneficiosos que actuar en favor de reducir los costes impositivos
generales. La parcialidad del político, en este sentido, es un aspecto
institucional adicional de la asimetría que existe entre los lados de
gastos y de impuestos en la cuenta fiscal. Dado que los impuestos
no pueden reducirse con facilidad de manera diferencial, hay una
barrera de bienes públicos que inhibe la iniciativa de los políticos
independientes de recortar los impuestos. En contraste, dado que
los beneficios del gasto gubernamental pueden dirigirse de manera
diferencial a subgrupos particulares de la comunidad, los políticos se
ven motivados a poner en marcha la formación de coaliciones para
explotar estas oportunidades de demanda latentes. Dado su grado
de libertad para influir sobre los resultados, el comportamiento del
político no ideológico tenderá a generar una versión exagerada del
modelo sin políticos que se analizó antes. Debido a la asimetría de la
constitución fiscal efectiva, el gasto total tenderá a ser
ineficientemente grande incluso si las exigencias definitivas de los
votantes/contribuyentes/beneficiarios pudieran reflejarse con
precisión en los resultados finales. La introducción de los políticos
como quienes toman de manera directa las decisiones extenderá los
resultados incluso más allá de esos límites.
Hasta este punto, hemos supuesto de forma implícita que tanto
los políticos ideológicos como los no ideológicos son incorruptibles y
no buscan una ganancia pecuniaria del cargo político más allá de la
compensación formal. A estos dos tipos de funcionarios es necesario
añadir ahora un tercero, el del político que sí busca obtener
ganancias pecuniarias de su cargo. La dirección de la parcialidad
presupuestaria es igual que antes. Las perspectivas de sobornos,
comisiones ilegales o acuerdos de subproductos guardan una
relación directa con el tamaño y la complejidad de los presupuestos
gubernamentales totales, y más en general con las operaciones
globales del gobierno en la economía. Con una mínima intromisión
gubernamental en la economía, con componentes de gasto mínimos
y cuasi permanentes, es posible que el político avaricioso tenga
pocas oportunidades de ejercer la corrupción. Sin embargo, con un
sector público complejo, que incluye programas de gasto y en
expansión, puede haber numerosas oportunidades. En un programa
recientemente aplicado, sin pautas ni procedimientos establecidos,
es posible que los políticos encuentren recursos abundantes para
obtener sobornos directos e indirectos de los productores y de las
empresas productoras cuyas rentas incrementa el programa. Por lo
tanto, tales funcionarios tratarán continuamente de expandir los
presupuestos y, en especial, de introducir programas nuevos y
diferentes. Por otro lado, el político potencialmente corrupto rara vez
pedirá una reducción general del presupuesto. La dirección de la
parcialidad parece clara, de nuevo con la condición institucional de
que los impuestos se distribuyan de forma más general que los
beneficios del gasto público[124].
Los políticos que han sido elegidos pueden enmarcarse en
cualquiera de las tres categorías que se han planteado, o es posible
que un mismo político represente él solo alguna mezcla de dos de
estos tipos o de los tres. La parcialidad respecto al tamaño del
presupuesto es igual para todos los tipos. Aunque es posible que sus
razones difieran, el ideólogo, el que busca la aclamación pública y el
especulador tendrán, los tres, motivación para ampliar el tamaño y
el alcance del sector gubernamental de la economía.
Rentas burocráticas y derecho al voto
Incluso después de que los políticos elegidos en las urnas tomen
decisiones de impuestos y de gastos, los bienes y servicios públicos
no pasan de manera automática y directa de los proveedores
organizados competitivamente que son externos a la economía, a los
consumidores finales dentro de la economía. Los gobiernos, cuando
tienen autoridad para hacerlo, pueden comprar inputs a proveedores
privados independientes (individuos y empresas) y combinarlos para
la producción de outputs. O, alternativamente, los gobiernos pueden
comprar outputs finales después de que estos hayan sido producidos
por proveedores privados, y distribuirlos a los beneficiarios. En
cualquiera de los dos casos, y mucho más ampliamente en el
primero que en el segundo, hay que contratar empleados para
implementar la transacción fiscal compleja entre el
contribuyente/comprador final por un lado y el
beneficiario/consumidor final por el otro, incluso si, en cierta
contabilidad neta, puede ser que sean la misma persona. Una vez
que los funcionarios surgidos de elecciones, como representantes de
los votantes, toman una decisión respecto a la cantidad y a la
distribución de los impuestos, es necesario emplear a otros
funcionarios (agentes) para recaudar los ingresos. Hay que contratar
empleados contables para que lleven las cuentas, agregar auditores
para que controlen a los agentes y a los empleados contables. Hay
que tener inspectores disponibles para buscar a los contribuyentes
evasores. En cuanto al lado del gasto, se requieren especialistas en
presupuestos para mantener y presentar los detalles de programas
complejos, y para hacer evaluaciones comparativas. Son los agentes
de compras los que deben llevar a cabo las tareas de adquisición en
el marco de procedimientos elaborados por otro nivel más de
personal burocrático. Y se necesitan especialistas en personal para
obtener personal.
Todas estas personas serían necesarias incluso si no tuviera lugar
ninguna producción directa de bienes y de servicios dentro del
sector gubernamental mismo. Una vez que se trata de llevar a cabo
una producción directa, se necesita un número enorme de
empleados adicionales. Si el gobierno produce servicios postales,
debe contratar empleados de correos, carteros y jefes de oficinas de
correos. Si el gobierno produce educación, los empleados
gubernamentales pasan a ser los administradores, profesores,
supervisores y preceptores, así como otras personas que deben
evaluar las credenciales de aquellos que producen los servicios. La
lista puede extenderse casi sin límites.
Si los contribuyentes/votantes, que actúan a través de los
políticos surgidos de elecciones, fueran capaces de acceder a
empleados gubernamentales de manera externa, con escalas de
sueldos y de salarios determinadas por competencia, la existencia
necesaria de una superestructura burocrática no tendría que, por
fuerza, introducir una gran distorsión en el proceso presupuestario.
Sin embargo, como en el caso del problema de hacer cumplir las
normas que se trató en capítulos anteriores, surgen dificultades a
partir de la necesidad de proveer de personal al gobierno con
personas tomadas del interior de la comunidad política. La secuencia
de resultados presupuestarios tiende a ser parcial hacia la expansión
excesiva debido al potencial para obtener rentas de producción que
ofrece el empleo gubernamental y debido a que los empleados
tienen derecho al voto en la organización política. Si los burócratas
no pudieran votar, la existencia de rentas de producción procedentes
del empleo gubernamental incrementaría los costes de los bienes y
de servicios de la provisión pública, pero esto por sí solo no
predispondría significativamente los resultados. Por otro lado, incluso
si los burócratas tienen derecho al voto, podría no surgir ningún
problema si las escalas gubernamentales de sueldos y de salarios,
así como las políticas de ascensos y de tenencia de cargos, se
determinaran por competencia. Sin embargo, en el mundo real, los
empleados gubernamentales tienen pleno derecho al voto, y los
salarios y condiciones de trabajo en el sector gubernamental no se
fijan en mercados competitivos.
Sin importar sus intereses como demandador/contribuyente o
como beneficiario final de un bien provisto de forma pública, una
persona que espera trabajar para la agencia gubernamental que
provee ese bien o ya trabaja para ella tenderá a ser partidaria de
que haya incrementos y a oponerse a recortes en el gasto
presupuestado. (¿Cuántos investigadores médicos en los Institutos
Nacionales de la Salud de los Estados Unidos estarían a favor de
reducciones en la inversión del gobierno federal en investigación
médica?). Si tiene derecho al voto, el empleado potencial o de hecho
pasa a ser un nuevo partidario de la expansión presupuestaria y un
nuevo oponente a la reducción presupuestaria, no solo para el
componente particular en el marco de su interés inmediato, sino
también para otros componentes. Como han reconocido desde hace
tiempo los estudiosos de la economía política, los intereses de los
productores tienden a ser predominantes sobre los intereses de los
consumidores, y los intereses de los productores que corresponden a
los empleados gubernamentales no son distintos de los de cualquier
otro grupo en la sociedad. Dos elementos adicionales acentúan los
efectos del voto burocrático sobre el tamaño del presupuesto. Al
igual que ocurre con los políticos elegidos en comicios, es probable
que quienes se sientan atraídos hacia el empleo gubernamental
tengan tendencia a preferir la acción colectiva, al menos en
comparación con aquellos que trabajan en el sector privado. Lo que
es más importante, debido al interés específico de productor que
reconoce un burócrata en activo, es más probable que tenga lugar el
ejercicio de privilegios definitivos al votar. Las pruebas empíricas
apoyan esta inferencia: la proporción de empleados
gubernamentales que votan es significativamente más alta que la
proporción de empleados no gubernamentales que lo hacen. El
resultado es que los miembros de la burocracia pueden ejercer una
influencia desproporcionada sobre los resultados electorales.
El derecho al voto de los burócratas no necesariamente tiene que
implicar una parcialidad presupuestaria grave mientras el número
total de empleados del gobierno sea pequeño. Sin embargo, a
medida que el sector público sigue creciendo, no puede dejarse a un
lado el poder electoral, y por lo tanto el poder político, de los
burócratas con derecho al voto. En los Estados Unidos modernos,
donde de manera aproximada uno de cada cinco empleados trabaja
para el gobierno, los burócratas han pasado a ser un grupo
importante de posibles electores, que reconocen y respetan los
políticos que buscan ser elegidos para un cargo[125].
Esta influencia estaría presente incluso en una burocracia que
funcionara de manera ideal, siempre que se ganasen rentas netas
mediante el empleo gubernamental. No obstante, como debemos
reconocer, ninguna estructura puede acercarse al anticuado ideal de
libro en el que los burócratas meramente llevan a cabo o ejecutan
directivas políticas que las autoridades legislativas eligen para
ellos[126]. Los burócratas, como los políticos elegidos para ocupar
cargos, tienen diversos grados de libertad para seleccionar entre
distintas alternativas. Una decisión colectiva, tal como la toma una
asamblea legislativa, nunca es lo bastante definitiva como para no
dejar espacio al ejercicio de autoridad por parte de los
administradores del programa. Dentro de ciertos límites, el empleado
gubernamental no elegido toma decisiones definitivas sobre las
acciones del gobierno. O para decirlo de manera opuesta: la
legislatura o el ejecutivo surgido de elecciones nunca pueden ejercer
un control pleno sobre el comportamiento de los burócratas dentro
de la jerarquía estructural, y cualquier intento de obtener un control
pleno implicaría costes prohibitivos[127]. Dentro de las restricciones
que afronta, el burócrata trata de maximizar su propia utilidad. En
este sentido no es distinto de las demás personas. Apenas si puede
esperarse que promueva algún «interés público» vagamente definido
a menos que este sea coherente con su propio interés, según él
mismo lo define.
Una vez que se reconoce este punto, de nuevo uno muy simple,
se puede predecir que la influencia de la burocracia sobre los
resultados presupuestarios será unidireccional. El individuo que se
encuentra en una jerarquía burocrática, que sabe que obtiene rentas
netas cuando compara su situación con sus oportunidades en el
sector privado, mira directamente la estructura de recompensas y
sanciones dentro de la jerarquía. Sabe que las perspectivas de su
carrera, sus opciones de lograr ascensos y de un empleo
permanente se incrementan si aumenta el tamaño del componente
presupuestario diferenciado con el que está asociado. Por lo tanto,
ejecutará sus propias elecciones, siempre que sea posible, para
incrementar los presupuestos del proyecto y de la agencia, no para
reducirlos. Hay poca recompensa, o ninguna, para el empleado
gubernamental que propone reducir o limitar su propia agencia u
oficina. Desde el punto de vista institucional, el burócrata individual
se siente motivado a favorecer la ampliación de su propia
agencia[128]. Y, dado que las alternativas efectivas para la mayoría
de los empleados gubernamentales son otras agencias y proyectos,
esta motivación en favor de la expansión se extenderá al gobierno
en general.
LA DEMOCRACIA DESENCADENADA
El objetivo de las diversas secciones precedentes era demostrar que
incluso con las condiciones más favorables es posible que el
funcionamiento del proceso democrático genere excesos
presupuestarios. La democracia puede convertirse en su propio
Leviatán a menos que se impongan límites constitucionales y se los
haga cumplir. A nivel histórico, el gobierno ha crecido a tasas que de
ninguna manera pueden sostenerse por mucho tiempo. Aunque solo
sea en este sentido, los Estados Unidos afrontan una crisis de
grandes proporciones en las últimas décadas del siglo XX. En las
siete décadas que van de 1900 a 1970, el gasto total del gobierno
en términos reales se incrementó por cuarenta, llegando a una cuota
de un tercio del producto nacional. Estos datos básicos son bien
conocidos y están disponibles para que los vean todos. El punto que
hay que subrayar es que este crecimiento ha ocurrido, casi
exclusivamente, dentro del funcionamiento previsible de los
procedimientos democráticos ordenados[129].
Los autores de la Constitución de los Estados Unidos, los Padres
Fundadores, no previeron la necesidad de controlar el crecimiento
del autogobierno, al menos de manera específica, y estos aspectos
tampoco se han tratado en el discurso político tradicional. Los límites
o restricciones de los brazos y las agencias del gobierno se han
discutido principalmente en términos de mantener los
procedimientos democráticos. Los gobernantes han estado
sometidos a las leyes debido a una propensión prevista a extender
sus propios poderes más allá de los límites de procedimiento, se
puede presumir que a costa de los ciudadanos. Sin embargo, la
noción de que, en la medida en que funciona el proceso
democrático, no hay necesidad de límites ha estado implícita en gran
parte de análisis. Rara vez se ha interpretado que el sistema de
equilibrio de poderes entre los organismos del gobierno, que deriva
en última instancia de Montesquieu, tenga como uno de sus
objetivos limitar el crecimiento del gobierno. Los excesos de la
década de 1960 crearon una decepción pública muy extendida en
relación con la capacidad del gobierno, como proceso, de lograr
objetivos sociales específicos. Pero, antes de la década de 1960, el
sistema de equilibrio de poderes que estaba presente en la
estructura constitucional de los Estados Unidos tenía muchas más
posibilidades de recibir críticas por inhibir el alcance de la acción
gubernamental que por su incapacidad de lograr limitar de manera
efectiva esta acción. En este sentido, la década de 1970 y los años
posteriores presentan un desafío nuevo y diferente. ¿Puede el
hombre moderno, en la sociedad democrática occidental, inventar o
conseguir un control suficiente sobre su propio destino para imponer
restricciones a su propio gobierno, restricciones que impidan su
transformación en un auténtico soberano hobbesiano?
MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES CONSTITUCIONALES
En capítulos anteriores, nos pareció útil hacer una clara distinción
conceptual entre el Estado productor y el Estado protector, y se
marcó el funcionamiento dual del gobierno en estas dos funciones
conceptualmente distintas. En la idealidad, el Estado productor es la
encarnación del contrato posconstitucional entre ciudadanos que
tiene como objetivo la provisión de bienes y de servicios compartidos
en conjunto, tal como lo demandan los ciudadanos. El examen del
Leviatán en este capítulo se ha ocupado por completo de esta parte
o este lado del gobierno, adecuadamente medida según el tamaño
del presupuesto gubernamental. El análisis ha mostrado que del
proceso democrático surgirá un exceso presupuestario, incluso si se
evita la explotación declarada. En la medida en que la democracia
que se rige por mayoría utiliza el proceso gubernamental para
modificar la estructura básica de los derechos individuales, que
están presumiblemente definidos en la estructura legal, hay una
invasión del dominio del Estado protector. Es posible que las
coaliciones dominantes en los cuerpos legislativos asuman la tarea
de cambiar «la ley», la estructura constitucional básica, definida en
un sentido real, no nominal. En la medida en que el Estado protector
consiente este exceso constitucional, la estructura social se mueve
hacia la «anarquía constitucional» en la que los derechos
individuales están sujetos a los caprichos de los políticos.
Sin embargo, se sobrepasan los límites constitucionales en la
misma medida, si no más, cuando las agencias del gobierno que
corresponden, en rigor, al Estado protector, y solo a este Estado,
comienzan a actuar en su calidad de contractuales putativas, tanto
en las etapas constitucionales como en las posconstitucionales. Un
tratamiento moderno del Leviatán estaría seriamente incompleto si
no se discutieran estos posibles excesos. El Estado protector tiene
como función esencial y única hacer cumplir los derechos
individuales tal y como están definidos en el contrato constitucional.
Este Estado es la encarnación de la ley, y su función es hacer
cumplir los derechos de propiedad, de intercambiar propiedades, y
supervisar los procesos de intercambio simples y complejos entre
hombres libres que afrontan un contrato. En la analogía del juego
que hemos utilizado ya varias veces: el Estado protector es el árbitro
o juez, y como tal su tarea se limita conceptualmente a hacer
cumplir reglas acordadas.
Pocos de los que observan el amplio funcionamiento del brazo
ejecutivo del gobierno de los Estados Unidos a la par que la
ubicuidad de la justicia federal podrían interpretar que las
actividades de cualquiera de estas instituciones se enmarcan dentro
de las restricciones significativas del encargado de hacer cumplir las
normas. En la idealidad, estas instituciones pueden ser árbitros del
juego social; de hecho, estas instituciones modifican y cambian la
estructura básica de los derechos sin el consentimiento de los
ciudadanos. Asumen la autoridad de reescribir el contrato
constitucional básico, de cambiar «la ley» según su propia voluntad.
En otras situaciones, estas instituciones asumen funciones
legislativas y desplazan efectivamente a las asambleas
representativas al adoptar decisiones sobre el «bien público»,
decisiones que no pueden de ninguna manera derivarse de
evaluaciones individuales en algún escenario cuasi contractual. La
democracia ya puede generar demasiados excesos por sí sola incluso
si los encargados de tomar decisiones cumplen de manera estricta
las normas de comportamiento constitucionales. Cuando estas
normas se someten en sí mismas a cambios arbitrarios e
imprevisibles, por parte de personas encargadas de tomar decisiones
que no son representativas de los ciudadanos, el carácter omnívoro
del Estado pasa a ser mucho más amenazante.
Es más difícil medir el crecimiento del Leviatán en estas
dimensiones que en las dimensiones presupuestarias cuantificables
del Estado productor. Existe aquí una relación complementaria, pero
los dos son conceptualmente independientes. Podría haber un poder
judicial federal que interfiriera, junto con un ejecutivo irresponsable,
incluso cuando los tamaños de los presupuestos son relativamente
pequeños. Como se señaló, en un sentido opuesto, es posible que
un sistema judicial que encarne una toma de decisiones no arbitraria
administre con responsabilidad presupuestos relativamente grandes.
Desde el punto de vista histórico, observamos una conjunción:
presupuestos relativamente grandes y en crecimiento con
interpretaciones de la ley cada vez más irresponsables. En esencia la
misma orientación filosófica está detrás de estas dos extensiones de
los poderes gubernamentales. Los presupuestos en expansión son
un fruto de la tradición liberal estadounidense que asigna al
gobierno un papel instrumental a la hora de crear la «buena
sociedad». La arrogancia de la élite administrativa, y la de la judicial
en particular, para cambiar la ley básica por decreto surge de la
misma fuente. Primero, si la «buena sociedad» se puede definir, y,
segundo, si se puede producir mediante la acción gubernamental,
los hombres que se hallan en posiciones de poder discrecional, sea
en funciones legislativas, ejecutivas o judiciales, adquieren cierta
obligación moral de mover a la sociedad hacia el ideal definido.
Existe aquí una confusión filosófica fundamental, que debe
eliminarse si se pretende contener al Leviatán. Una «buena
sociedad» definida con independencia de las elecciones de sus
miembros, de todos sus miembros, se contradice con un orden social
derivado de los valores individuales. En la etapa posconstitucional
del contrato, los resultados «buenos» son los que surgen de las
elecciones de los hombres, tanto en el sector privado como en el
público. El «carácter bueno» de un resultado se evalúa según
criterios de procedimiento que se aplican a los medios para lograrlo
y no según criterios sustantivos intrínsecos a tal resultado. El
político, que representa a la ciudadanía sin importar hasta qué punto
lo hace de manera grosera o imperfecta, busca lograr el consenso,
llegar a arreglos aceptables para dirimir el conflicto entre demandas
individuales y grupales contrarias. No está inmerso en una búsqueda
de algún juicio «verdadero» único, y no se está comportando
adecuadamente si busca promover algún ideal bien definido extraído
de los cerebros de sus mentores académicos. El juez está en una
posición claramente diferente: él sí busca la «verdad», no llegar a un
arreglo, pero busca la verdad solo dentro de los límites de la
estructura constitucional. Busca, y encuentra, «la ley». No hace
reglas nuevas. En la medida en que trata deliberadamente de
modificar el contrato constitucional básico para hacerlo ajustarse a
sus ideales definidos independientemente, se equivoca en cuanto a
toda su comprensión de la función social que tiene, incluso más que
el político elegido en las urnas que busca el grial liberal.
Unos preceptos filosóficos falsos que están tan extendidos no
pueden ser derrocados con facilidad. Si se pretende controlar a
nuestro Leviatán, los políticos y los jueces deben pasar a tener
respeto por los límites. Sus esfuerzos continuados por utilizar la
autoridad que les ha sido asignada para imponer construcciones del
orden social formuladas con ingenuidad deben producir un declive
en su prestigio. Si los líderes no tienen ningún sentido de los límites,
¿qué se puede esperar de quienes están limitados por sus ucases? Si
los jueces pierden el respeto por la ley, ¿por qué deben los
ciudadanos respetar a los jueces? Si los derechos personales se
someten a una confiscación arbitraria a manos del Estado, ¿por qué
deben los individuos abstenerse de cuestionar la legitimidad del
gobierno?
El Leviatán puede mantenerse por la fuerza y es posible que el
soberano hobbesiano sea el único futuro. Pero se pueden describir y
soñar futuros alternativos, y quizás el gobierno no esté aún
totalmente fuera de control. De la decepción actual puede surgir un
consenso constructivo sobre una nueva estructura de equilibrio de
los poderes gubernamentales.
10
Más allá del pragmatismo.
Las perspectivas de una revolución
constitucional
El problema ético del cambio social me parece que ha sido
seriamente, si no de manera irremisible, mal interpretado en la
edad del liberalismo. Debe mirarse en términos de autolegislación
ético-social, que implica un proceso creativo en un nivel todavía
«más alto» (e intelectualmente más escurridizo) que el de la
autolegislación individual. Es cuestión de elección social, y debe
apoyarse en la concepción de la sociedad como una unidad real,
una comunidad moral en sentido literal. Es intelectualmente
imposible creer que el individuo puede tener alguna influencia, y
en particular alguna influencia previsible, sobre el curso de la
historia. Pero me parece que ver esto como una dificultad ética
implica una interpretación por completo errónea del problema
sociomoral o del propio del individuo como miembro de una
sociedad que se esfuerza por lograr el progreso moral como
sociedad. Me resulta imposible dar significado a una obligación
ética por parte del individuo de mejorar la sociedad.
La disposición de un individuo, según el liberalismo, a asumir
él mismo tal responsabilidad parece ser una exhibición de
vanidad intelectual y moral. Es un mero amor al poder y un
enaltecimiento de uno mismo: es antiético. El cambio ético-social
debe tener lugar mediante un auténtico consenso moral entre
individuos que se encuentran a un nivel de auténtica igualdad y
mutualidad sin que una persona tenga la función de causa y el
resto la de efecto, una la de «alfarero» y los otros la de «arcilla».
Frank H. Knight
«Intellectual confusion on morals and economics»
Se pretende que el análisis de este libro sea relevante para el tercer
siglo de los Estados Unidos, para los asuntos emergentes que ponen
en jaque la viabilidad de las instituciones tradicionales del orden
social. A pesar de que muchos lo nieguen, la estructura
constitucional estadounidense está desorganizada. Es hora de que el
experto en ciencias sociales o el filósofo social vayan más allá de la
manipulación de modelos elegantes pero que son finalmente
irrelevantes. Deben hacer la pregunta: ¿qué clase de orden social
puede crear el hombre para sí mismo en este punto de su historia?
Existen dos enfoques distintos que se pueden adoptar para
responder a esta pregunta. El primero implica un diagnóstico
estructural básico, que es quizás el mejor apelativo que describe mis
propios esfuerzos en este libro. Las instituciones existentes para la
elección humana, así como las que son posibles, deben analizarse en
términos de criterios para promover la «mejora», definida a grandes
rasgos por un acuerdo potencial y con independencia de la
descripción anticipada. El segundo enfoque implica una descripción
de la «buena sociedad» con independencia tanto de lo que existe,
como de los medios a través de los cuales se puede lograr.
Pese a los pedidos insistentes de varios críticos, no he ido más
allá de las restricciones que impone el primer enfoque. No he tratado
de presentar en detalle mis propias propuestas de reforma
constitucional: no ofrezco una descripción de la «buena sociedad»,
ni siquiera en mis propios términos. Mis reticencias se basan, en
parte, en la ventaja comparativa. Como señalé antes, muchos
filósofos sociales parecen estar dispuestos a escribir sobre la
segunda de las dos tareas sugeridas, sin reconocer la primera ni
interesarse por ella. Esta concentración, a su vez, a menudo
promueve la arrogancia intelectual y moral. Un intento de describir
el bien social en detalle parece conllevar una disposición implícita a
imponer este bien, con independencia de un posible u observado
acuerdo entre personas. En contraste, mi propensión natural como
economista es a asignar un valor definitivo al proceso o al
procedimiento, y por implicación definir como «bueno» lo que surge
de un acuerdo entre hombres libres, con independencia de las
evaluaciones intrínsecas del resultado en sí mismo.
El filósofo social que asume cualquiera de estas dos tareas debe
rechazar el pragmatismo que ha caracterizado la perspectiva
estadounidense sobre las reformas de la política social. Ha llegado el
momento de pasar más allá de esto, de pensar en la reconstrucción
del orden constitucional básico en sí mismo e intentar llevarla a
cabo. Mi análisis indica que hay fallos estructurales en el sistema
sociopolítico que apenas si se pueden remediar mediante
manipulación superficial. Aceptarlo como un diagnóstico pasa a ser
un punto de partida necesario en la búsqueda de alternativas. Estoy
convencido de que las interrelaciones sociales que surgen de la
respuesta pragmática y gradual continuada a las situaciones, no
basada en ningún precepto filosófico, no es sostenible ni merecedora
de los mejores esfuerzos del hombre. La historia no tiene por qué
ser un paseo aleatorio por el espacio sociopolítico, y no tengo fe en
la eficacia del proceso evolucionario social. Las instituciones que
sobreviven y prosperan no serán necesariamente las que maximicen
el potencial del hombre. La evolución puede producir un dilema
social con tanta facilidad como un paraíso social[130].
Aquí se habla de manera explícita de «dilema» para llamar la
atención sobre una interacción que se ha analizado de manera
exhaustiva en la teoría de juegos moderna. En su escenario más
conocido, el «dilema del prisionero», el comportamiento
independiente, centrado en maximizar la utilidad, de cada una de las
partes genera resultados que no desea ninguna de las partes,
resultados que se pueden cambiar mediante la coordinación
conductual para beneficio de todas las partes en la interacción. En la
terminología de la teoría económica, los resultados del
comportamiento independiente no son ni óptimos ni son Pareto
eficientes: se pueden hacer cambios que mejoren la situación de
algunos sin causar perjuicio a nadie.
La generalidad y la ubicuidad del dilema social nos fuerzan a
concentrarnos en un proceso de decisión dual. Como hemos
señalado, es posible que incluso a un Crusoe aislado le sea útil
adoptar y cumplir normas que restringen su comportamiento de
elección. En un escenario social, la dualidad es esencial. Los
hombres deben elegir normas de comportamiento que sean
mutuamente aceptables, a la vez que conservan para sí mismos
alternativas de elección dentro de estas normas. El reconocimiento
de la distinción entre lo que he denominado un contrato
constitucional y uno posconstitucional es un primer paso elemental
pero necesario para escapar del dilema social que afronta el hombre
en la jungla hobbesiana, ya sea en su forma prístina o en sus
variantes modernas más sofisticadas.
Los costes de las normas, cuando la alternativa es su ausencia,
se miden en términos de las pérdidas que se prevé que ocurrirán
debido a la incapacidad definida de responder a las situaciones
estrictamente a corto plazo, buscando maximizar la utilidad[131]. Es
posible que estos costes se vean dominados por los beneficios
prometidos de la estabilidad que permitirá planificar en el momento
de elegir las reglas. Sin embargo, una vez que se adoptan, el
cumplimiento de las normas implica una elección distinta y un coste
distinto. Dado que la utilidad se maximiza mediante el
incumplimiento unilateral de las normas existentes, el cumplimiento
o la obediencia a los términos del contrato no se pueden lograr sin
coste. Esto se aplica a todos los miembros del grupo social, no solo
a aquellos de los que se observa que son los incumplidores más
probables. Esto sugiere la necesidad de cierta estructura para hacer
cumplir las normas[132].
Casi sin querer, el análisis apunta a la derivación de una base
lógica del contrato constitucional, una base que implica la
demostración de que todos los miembros de una comunidad logran
ganancias cuando se definen derechos, cuando se acuerdan normas
que imponen límites de comportamiento y cuando se establecen
instituciones para hacerlos cumplir. Sobre esto, sin embargo, no
habría discusión: incluso el revolucionario romántico apasionado
preferiría casi cualquier orden cuando la alternativa es la jungla
hobbesiana prístina. El problema que merece atención es bien
distinto: dado un orden constitucional-legal existente, tal como está
siendo aplicado y respetado de hecho, ¿cómo se pueden hacer
cambios para mejorar las posiciones de todos o de sustancialmente
todos los miembros del grupo social? La historia produce un statu
quo en evolución, y se pueden hacer predicciones sobre futuros
alternativos. Si no nos gusta el conjunto específico de alternativas
que parece prometer la respuesta no revolucionaria a las
situaciones, estamos obligados a examinar mejoras estructurales
básicas.
Esta es la base que define al término «revolución constitucional»,
que puede parecer internamente contradictorio. Me refiero a
cambios básicos, no graduales, en el orden estructural de la
comunidad, cambios en el conjunto complejo de normas que
permiten a los hombres vivir unos con otros, cambios que son lo
bastante espectaculares como para justificar la etiqueta de
«revolucionarios». Sin embargo, al mismo tiempo, es útil restringir la
discusión a los límites «constitucionales», con lo cual quiero decir
que los cambios estructurales deberían ser aquellos en los que
podrían ponerse de acuerdo a nivel conceptual todos los miembros
de la comunidad. La imposición de nuevas reglas por parte de
algunos hombres sobre otros no promete una gran mejora en la
suerte del hombre moderno, o ninguna. La revolución no
constitucional invita a una contrarrevolución en una secuencia de
poder continua de suma cero o de suma negativa.
Si existen posibles cambios estructurales del orden legal que
podrían lograr la aceptación de todos los miembros de la sociedad,
el statu quo representa un dilema social en la terminología estricta
de la teoría de juegos. Incluso si nos consideramos muy ajenos a la
auténtica jungla hobbesiana, en la que la vida es brutal y corta, el
statu quo contiene en su interior elementos o características que
son, en principio, equivalentes. Es posible que la vida aquí y ahora
sea más brutal de lo necesario, y desde luego más desagradable. Si
después de un examen y un análisis no hay tal potencial de cambio,
debe juzgarse que el orden legal-constitucional que observamos es
Pareto óptimo, a pesar de la posible presencia de descontento entre
miembros específicos de la entidad política.
Una hipótesis central de este libro es que puede ser necesaria
una reforma constitucional básica, incluso una revolución. Es posible
que el orden legal existente haya dejado de aspirar a la eficiencia, o,
en un sentido algo distinto, a la legitimidad. Por lo menos, parece
ser hora de que se tenga seriamente en cuenta el cambio
constitucional auténtico.
CAMBIO INSTITUCIONAL-CONSTITUCIONAL
Y RESPUESTA PRAGMÁTICA EN MATERIA DE POLÍTICA
Debe comprenderse la distinción entre reforma institucional-
constitucional y la promulgación o adopción de correctivos
específicos que se aplican a medida que surgen las situaciones
flagrantemente insatisfactorias. Deben comprenderla, primero, los
académicos en ejercicio y después los políticos y la ciudadanía. El
pragmatismo ha sido aclamado con aprobación como la
característica conductual estadounidense. Cuando falla algo, nuestra
respuesta es arreglarlo con alambre y seguir con nuestras cosas.
Este síndrome del alambre presume, sin embargo, que la estructura
o el mecanismo subyacente está sano y que no necesita en sí mismo
una reparación o un reemplazo. Pero al final los arreglos con
alambre fracasan, y se hace necesario un cambio más fundamental.
Cuando se alcanza semejante etapa, la continuación del patrón de
respuesta establecido puede crear más problemas de los que
soluciona.
«La política», con lo cual me refiero a la acción gubernamental, y
en especial a la acción gubernamental federal, ha sido el análogo
social del alambre. La identificación de una «necesidad social», sea
real o fabricada, ha pasado a implicar casi de manera simultánea un
programa federal. El progreso social se ha medido en términos de la
cantidad de legislación, y se cree que nuestras asambleas son un
fracaso político cuando faltan programas nuevos. Bien interpretada,
la sucesión de los formatos New Deal, Fair Deal, New Frontier, Great
Society y New Federalism representa el funcionamiento pragmático y
esencialmente no ideológico del proceso democrático
estadounidense. Se ha prestado poca atención o ninguna a la
posible interrelación de un programa con otro, a la capacidad del
sistema estructural subyacente de soportar las crecientes presiones
que se ejercen sobre él, a las cuestiones del tamaño y del alcance
global de la actividad política.
Ha habido apoyo ideológico para ir en la dirección de políticas
pragmáticas, pero en realidad este no ha estado detrás de las
actitudes de los políticos en ejercicio o ni de las de sus posible
electores. Incluso sin John Dewey, y tal vez incluso sin el socialismo
ya sea que se base o no en el trabajo de Marx, la historia de la
política estadounidense podría haber sido igual. La fe en la política
que muestra el hombre del siglo XX, al menos hasta la década de
1960, tiene su origen último en su pérdida de fe en Dios,
acompañada por una ignorancia del funcionamiento efectivo de las
alternativas de organización. Los hombres de los siglos XVIII y XIX
parecen haber sido más sabios, pero incluso en su caso surge el
escepticismo. Tal vez sus juicios se basaran en una observación más
minuciosa del gobierno, y tal vez sus actitudes negativas reflejaran,
no tanto una fe en la alternativa no gubernamental, como su
rechazo de los intentos estatizadores de lograr una «solución».
Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el enfoque
adoptado por los filósofos del siglo XVIII y lo que he denominado la
respuesta de políticas pragmáticas o graduales a las cuestiones que
surgen. La diferencia es metodológica, en el sentido de que el
énfasis anterior estaba en el cambio estructural o institucional, no en
los elementos particulares de los programas. Adam Smith pretendía
liberar a la economía de los grilletes que implicaban los controles
mercantilistas; no propuso que los objetivos específicos de la política
se establecieran de antemano. No atacó los fallos de los
instrumentos gubernamentales de manera no sistemática,
pragmática: hizo su ataque de una forma mucho más global y
constitucional. Trató de demostrar que, eliminando las restricciones
efectivas del gobierno sobre el comercio, surgirían resultados que
todas las partes implicadas considerarían mejores. Precisamente
debido a este carácter global, esta concentración en el cambio
estructural-institucional, Adam Smith cosechó una merecida
aclamación como padre de la economía política. Él y sus
compatriotas propusieron una auténtica «revolución constitucional»,
y sus propuestas fueron, en gran medida, adoptadas en el curso de
medio siglo.
El triunfo del laissez-faire se logró porque los líderes intelectuales
y políticos pasaron a aceptar un nuevo principio para el orden social,
un principio que les permitió alzarse por encima de la visión
pragmática estrecha y miope que debe acompañar a la ignorancia
analítica. El principio era el de la anarquía ordenada: un régimen
descrito por derechos individuales bien definidos, y por la libertad de
suscribir contratos voluntarios, acompañada de mecanismos para
hacerlos cumplir. La comprensión de este principio le hizo posible al
hombre conceptualizar un proceso social que fuera ordenado y
eficiente sin la supervisión minuciosa de un encargado centralizado
de tomar las decisiones, sin una función necesariamente importante
para la acción gubernamental más allá de la del Estado
estrictamente protector. No hay exceso posible a la hora de subrayar
la importancia de la conversión a un principio organizativo nuevo.
Fue esta conversión lo que facilitó algo que puede interpretarse
como una auténtica revolución constitucional en Gran Bretaña. Adam
Smith y sus colegas no podrían haber tenido éxito si hubieran
elegido atacar el orden previamente existente sobre una base
pragmática, política por política. El cambio de visión fue esencial, el
cambio que estableció nuevos puntos de referencia en relación con
los cuales podían medirse los alejamientos.
Los críticos socialistas tuvieron éxito a la hora de identificar
errores particulares en el orden conceptualmente ideal del laissez-
faire, y en sus equivalentes practicables. Sin embargo, estos críticos
no ofrecieron un principio de organización alternativo que fuera
aunque sea remotamente comparable en cuanto a su atractivo
intelectual. La doctrina basada en Marx se caracteriza por no dar
una descripción analítica de la sociedad «después de la revolución».
Los intentos más tardíos de elaborar modelos de funcionamiento del
orden socialista supusieron una traducción de los preceptos del
laissez-faire, casi en sentido literal. En la práctica, se reconoce a los
regímenes organizados en marcos socialistas como monstruosidades
burocráticas.
No obstante, debido al impacto negativo que las ideas socialistas
ejercieron sobre el principio del laissez-faire, la erosión del principio
de gobierno mínimo, generada pragmáticamente, logró
respetabilidad intelectual e ideológica. El principio de organización
central que dominó el pensamiento de principios del siglo XIX, que
encarnaba una visión de la sociedad viable con una mínima dirección
gubernamental, gradualmente se vio minado en etapas particulares.
Los que primero identificaron y reconocieron los fallos fueron
hombres intelectualmente honrados. Después de esto, se
propusieron correcciones, correcciones que casi siempre tomaron la
forma institucional de acción gubernamental. La controversia
intelectual y el debate político se alejaron de la concentración en
principios alternativos de organización social y se acercaron a las
elecciones de políticas específicas en un contexto circunstancial. Los
expertos en ciencias sociales y los filósofos sociales abandonaron los
intentos de examinar las diferencias institucionales a gran escala, y
pasaron a ver su propio papel funcional como si fueran críticos
particularistas de la estructura existente. La economía del bienestar,
con su esplendor en el siglo XX, pasó a ser una teoría del fracaso del
mercado.
No debería haber sido en absoluto sorprendente que este
escenario haya resultado muy propicio para un crecimiento
rapidísimo del tamaño y del alcance del sector público o
gubernamental. Las correcciones gubernamentales de presuntos
fallos particulares en el funcionamiento de los mercados se
consideraron de manera poco sistemática y con independencia unas
de otras. Lo que es más importante, se dio por sentado que estas
correcciones funcionarían de manera ideal una vez que se pusieran
en marcha. Dado que no existía ningún principio o visión del proceso
de funcionamiento gubernamental, se tenía la ingenua presunción
de que la intención equivalía al resultado. Un programa se
amontonaba encima de otro, prestando poca atención o ninguna a
los efectos que tales agregados tenían en la estructura de apoyo, en
el principio del orden constitucional-legal en sí mismo[133].
A mediados del siglo XX, el pragmatismo estadounidense parecía
el soberano supremo, y apenas se hablaba del cambio revolucionario
fundamental, ni en el mundo académico ni en las calles.
CONFUSIÓN Y DESAFÍO
Este patrón cambió de manera dramática e imprevisible en la década
de 1960. Hubo varios factores causales. Los estudiosos en los
ámbitos académicos comenzaron, ya desde finales de la década de
1940 y principios de la de 1950, a proponer teorías o modelos
simplificados del proceso democrático, modelos que deben haber
frenado a quienes pensaban seriamente en implementar los ideales
socialistas. La acción gubernamental que surgió de las instituciones
elegidas en votaciones por mayoría, que, se creía, eran la esencia de
la democracia, no por fuerza produjeron el «bien público». Y lo que
causó daños tal vez mayores fue la prueba intelectualmente
formidable de que tal acción no tiene en sí que ser coherente a nivel
interno[134]. Es más, se pasó a reconocer que los programas
gubernamentales, una vez promulgados, eran necesariamente
administrados por personal burocrático, y se desarrollaron teorías de
la conducta basadas en el supuesto elemental de que los burócratas
son hombres comunes[135]. Desde el punto de vista conceptual, se
había sentado la base para el surgimiento de teorías del fracaso del
gobierno que son similares a las teorías más conocidas sobre el
fracaso del mercado.
Estos desarrollos en esencia intelectuales fueron acompañados y
eclipsados en el conocimiento público por la evidencia creciente de
que los remedios gubernamentales no hacen milagros. Debido a una
secuencia de acontecimientos, los encargados de tomar decisiones
colectivas se vieron impulsados a promulgar programas que tenían
sus orígenes, no en las demandas de los ciudadanos, sino en los
cerebros de los académicos y en las consignas de los políticos. Por
desgracia, muchos ciudadanos, y algunos políticos, esperaban más
resultados de los que la estructura institucional podía dar. Las
consignas de la «New Frontier» se tradujeron con demasiada prisa
en realidades de la «Great Society», precisamente en un momento
en el que el público comenzaba a perder su tolerancia con respecto
al desperdicio gubernamental. La reacción de los ciudadanos fue
acentuada por un sistema judicial activista cuyo comportamiento
marcó un generalizado alejamiento de todo límite que implicara un
Estado protector, alejamiento que el público en general percibía
como tal. La independencia que ejercía la rama ejecutiva del
gobierno de los Estados Unidos en asuntos exteriores,
particularmente en su participación en Vietnam, igualó con creces
estos excesos legislativos y judiciales. Los fallos observados, en
todos los niveles del gobierno federal, se combinaron para fomentar
una actitud antigubernamental que fue tal vez única en la historia
estadounidense.
No obstante, las implicaciones para la política fueron nubladas
por la revolución conductual paralela de la década de 1960,
motivada en sí, en parte por las mismas fuerzas. A medida que el
fracaso del gobierno pasaba a ser más ampliamente reconocido, se
deterioraba el respeto personal por la «ley». La política y los
políticos pasaron a buscar más flagrantemente su propio beneficio, y
se aceleraron las presiones en favor de dádivas gubernamentales. A
medida que se veía que los tribunales federales «creaban» ley a su
propia imagen idealizada, los individuos pasaron mediante una
prolongación natural a pensar en sus propios criterios privados para
discriminar entre la ley «buena» y «mala». Motivados en el inicio por
preceptos completamente admirables para lograr la justicia racial, se
armaron manifestaciones ilegales contra el funcionamiento de «leyes
malas» en general, unas manifestaciones que fueron condonadas ex
post por la incapacidad judicial de hacer cumplir las normas legales
existentes. El hecho de que una mano de obra limitada exigiera que
la guerra fuera limitada garantizaba que la conscripción pudiera
juzgarse injusta y muy discriminatoria, y así lo fue. La protesta pasó
a estar a la orden del día en los últimos años de la década.
Instituciones venerables que habían sobrevivido durante mucho
tiempo mediante el cumplimiento de reglas de comportamiento no
escritas, anarquías ordenadas que funcionaban, como las
universidades, resultaron ser extremadamente vulnerables a los
trastornos una vez que se quebraba el respeto voluntario a las
reglas. La incapacidad y la falta de voluntad para defender los
«derechos» establecidos podían significar solo que había un
auténtico cambio en la estructura de control básica.
Estas confusiones de la década de 1960 se acrecentaron a
medida que los ciudadanos que no protestaban pedían «ley y
orden», pasando por alto los orígenes gubernamentales del
problema. El ciudadano que cumplía la ley no fue capaz de entender
su propia difícil situación. Observó una aparente erosión del capital
público; leyó sobre las crecientes tasas de delincuencia, y a veces las
sufrió; vio cambios de conducta que consideró que representaban
pérdidas de respeto personal y de tolerancia. Exigió «ley y orden»,
lo cual significaba una mayor colectivización de la sociedad en lugar
de reducirla. Al hacer esto, estaba tratando de evocar una respuesta
de parte del Estado protector, del encargado externo de hacer
cumplir las normas, y estaba pidiendo que este Estado restableciera
las reivindicaciones aparentes encarnadas en el contrato
constitucional.
Sin embargo, el Estado no puede mover la varita mágica y
producir mejoras instantáneas. Si los derechos individuales están
algo desorganizados, hacerlos cumplir mejor y de manera más
eficiente requiere más investigación y un castigo más severo a los
incumplidores. Pero aquí surge el dilema del castigo: es posible que
el mismo ciudadano que exige que se hagan cumplir las normas no
esté en absoluto dispuesto a permitir que se incremente la severidad
o la certeza de un castigo como podría requerirlo una labor eficiente
para hacer cumplir las normas. El Estado responde moviéndose a lo
largo de aquellas dimensiones de ajuste que generan una
retroalimentación mínima. Contrata a más policías, y mantiene los
niveles de castigo estacionarios o en declive. Responde a las
revueltas en las prisiones recompensando a los reclusos con mejores
instalaciones. De los costes se hacen cargo los contribuyentes en
general, y el tamaño del gobierno aumenta.
El ciudadano responde a los ataques de George Wallace sobre la
superestructura burocrática. Rechaza las pretensiones de legitimidad
por parte de los agentes del Estado, y siente una inseguridad
creciente frente al dominio gubernamental. Sin embargo, al mismo
tiempo, está muy poco dispuesto a entregar su propia cuota de los
beneficios especiales que cree que solo puede proveer el gobierno.
El estadounidense habitante de los suburbios que se opone con
mayor vehemencia al traslado de sus hijos en autobús al otro lado
de la ciudad a escuelas de financiación pública ni siquiera está
dispuesto a cuestionar el derecho de la colectividad a recaudar
impuestos, de manera coactiva, de todas las familias para financiar
la educación escolar de niños para algunas familias (y, de paso, a
subsidiar la producción de más niños en un mundo con demasiada
gente).
QUIEBRA INTELECTUAL
En cuestiones sociopolíticas, la década de 1970 se puede describir
como una era de quiebra intelectual. Los economistas del bienestar
teóricos siguen llevando a cabo demostraciones sofisticadas de los
fallos del mercado; los teóricos de la elección pública, a quienes se
ha acusado de meterse en la «política del bienestar», responden a
los economistas del bienestar con sus propias demostraciones de los
fallos gubernamentales. Los teoremas de los economistas se
someten a un supuesto uso práctico en el examen de los asuntos
relacionados con la contaminación y el medio ambiente que ocupa
los debates sobre políticas. Sin embargo, las «soluciones» que se
proponen implican ampliar la esfera de control burocrático en lugar
de reducirla. Los libertarios apenas son preferibles a sus colegas
liberales. Logran puntos de manera efectiva cuando señalan fallos en
las alternativas colectivistas que se pueden demostrar analíticamente
y se pueden verificar a nivel empírico. Sin embargo, en el plano
positivo, no pueden sugerir mucho más que un cambio de estructura
organizativa en dirección al mercado. Tanto liberales como libertarios
presumen de forma implícita que su tarea es aconsejar a alguna
sabiduría inexistente pero benevolente que aceptará una
argumentación racional.
Los hechos son distintos: fracasan tanto los mercados como los
gobiernos, y no existe tal sabiduría benevolente. El hombre de la
década de 1970 está atrapado en su propio dilema. Reconoce que
las «alternativas grandilocuentes», el laissez-faire y el socialismo,
están moribundas, y que no se puede prever su renacimiento[136].
Lo que el hombre moderno no reconoce, en un sentido intelectual o
intuitivo, es que la alternativa pragmática es igualmente sospechosa,
y que el orden social viable puede verse seriamente amenazado por
el fracaso muy persistente en el tiempo a la hora de considerar su
situación de manera sistemática y no gradual. En este aspecto de su
vida, como en otros, el hombre moderno parece estar necesitado de
una «conversión» sociopolítica a una nueva concepción de la
sociedad. Sin una conversión tal, es posible que no tenga lugar la
revolución constitucional que puede ser necesaria para la
supervivencia.
Al menos en este sentido, es posible que tengan razón los
radicales revolucionarios modernos: puede ser que una mejora
requiera cambios en el sistema, no en el personal que lo maneja ni
mediante ajustes periféricos. Pero, si fracasan tanto los mercados
como los gobiernos, ¿cuál es la alternativa organizativa? A través de
los tiempos los hombres han soñado con ideales respecto de la
personalidad que describen a la persona que actúa por amor a los
demás o por deber hacia sus pares. En el orden social hay un papel
para la ética, no obstante, es muy peligroso generalizar un
comportamiento desde la idealidad personal para convertirlo en la
base de la organización social, tomando la senda de William Godwin
y otros anarquistas románticos. Sin importar el principio de
organización, cuanto mayor sea la proporción de hombres «buenos»
en la comunidad, «mejor» será la comunidad, siempre que los
términos se definan de acuerdo con preceptos individualistas. Pero
es una locura esperar que todos los hombres transformen su
conducta. Y sin embargo este es el requisito mínimo para una
sociedad aceptablemente ordenada que no tiene organización.
Es posible que el orden social lo imponga un régimen despótico,
bien a través de un soberano individual o a través de un grupo
gobernante elitista. Es posible que el despotismo sea la única
alternativa organizativa a la estructura política que observamos. En
cuyo caso, quienes creen que no existen derechos especiales para
gobernar deberían juzgar las instituciones existentes desde un
ángulo nuevo. Sin embargo, esto equivaldría a un consejo de
desesperación, y es posible que haya alternativas que merezcan ser
consideradas.
EL RESURGIMIENTO CONTRACTUALISTA
Es en este sentido que el resurgimiento contractualista moderno,
estimulado en gran medida por la publicación del libro de John Rawls
Teoría de la justicia (1971), resulta muy alentador. En esta obra,
Rawls no hizo ningún intento de sentar preceptos o principios de
justicia basándose en normas éticas derivadas externamente, ya
sean utilitaristas o de otra índole. En lugar de eso, propuso la
concepción individualista de «la justicia como equidad». Son justos
aquellos principios que surgen del acuerdo unánime de los hombres
que participan en un escenario en el que cada uno se coloca detrás
de un velo de ignorancia en relación con su propia posición en la
secuencia poscontractual. Ningún hombre cuenta más que cualquier
otro, y ningún precepto de justicia se define con independencia de
este escenario contractual conceptualizado. Por desgracia, en mi
opinión, Rawls fue más allá de esta idea y trató de identificar
aquellos preceptos que se podía prever que surgieran. Con esta
ampliación, Rawls tal vez respondía a las presiones de los críticos
que exigen propuestas de reforma específicas. Y, previsiblemente, es
este aspecto de su obra el que está quitando atención a su
contribución más básica, que es la relación de la justicia con el
resultado del proceso contractual en sí mismo.
Mis esfuerzos en este libro son al mismo tiempo más ambiciosos
y menos ambiciosos que los de Rawls, o que algunas de mis propias
obras anteriores[137]. Rawls se contenta con discutir el surgimiento
de un acuerdo potencial sobre principios de justicia a partir de un
escenario contractual idealizado en el cual se lleva a los hombres a
actuar como si fueran iguales en el plano moral. No trata el puente,
que es de vital importancia, entre tal escenario idealizado y otro
escenario en el cual podría, de hecho, tener lugar cualquier
discusión sobre una reorganización estructural básica. En este
sentido, mi enfoque es más ambicioso. He intentado examinar las
perspectivas de una auténtica renegociación contractual entre
personas que no son iguales en la etapa de deliberación y a las que
no se les hace actuar artificialmente como si lo fueran, ni mediante
un cumplimiento general de normas éticas internas ni con la
introducción de la incertidumbre sobre las posiciones posteriores al
contrato. Es por esta razón que ha sido necesario para desarrollar mi
argumentación un regreso al surgimiento conceptual del contrato a
partir de la anarquía hobbesiana.
Sin embargo, en otro sentido que ya se ha señalado, mis
esfuerzos son mucho menos ambiciosos que los de Rawls. Él
identifica los principios de la justicia que prevé que surgirán de su
escenario contractual idealizado. Aunque esta tal vez no haya sido la
intención específica de Rawls, es posible que estos principios se
conviertan en la base de propuestas para hacer cambios
institucionales específicos, que después pueden debatirse en el
ruedo de orientación pragmática que es la política del día a día. Yo
no hago tal cosa. No trato de identificar ni los «límites de la libertad»
ni el conjunto de principios que podrían utilizarse para definir tales
límites.
Los «principios» que podría decirse que están implícitos en este
libro son que debería reconocerse la compensación multidimensional
entre libertad y ley, que debería tenerse en cuenta la
interdependencia entre distintas leyes en la medida en que
restringen las libertades individuales, que la continua incapacidad de
comprender las distintas etapas constitucionales y
posconstitucionales de la acción colectiva y la confusión sobre ellas
lleva al desastre. La reforma que busco está primero que nada en las
actitudes, en las formas de pensar la interacción social, las
instituciones políticas, la ley y la libertad. Si los hombres tan solo
empezaran a pensar en términos contractualistas, si pensaran en un
Estado con funciones definidas, y si reconocieran los derechos
individuales que existen en el statu quo, yo no insistiría para nada en
cuestiones particulares. Es como si un John Rawls menos ambicioso
hubiera limitado su preocupación a las formas en las que los
hombres piensan la justicia.
FILOSOFÍA POLÍTICA Y PÚBLICA
El resurgimiento contractualista indica que tal vez haya un acuerdo
generalizado entre los estudiosos en el sentido de que es
conveniente un debate renovado sobre los problemas básicos del
orden social. En la medida en que continúe este resurgimiento, se
pueden poner los cimientos de un renacimiento de la filosofía política
y legal en nuestras instituciones de educación superior. En la medida
en que los preceptos contractualistas resulten victoriosos en este
discurso, es posible que nazcan las formas de pensar que he pedido
aquí. Pueden reconocerse las compensaciones entre ley y libertad, y
puede entenderse más plenamente el papel dual que desempeña el
Estado, a la par que se toma conciencia del problema de mantener
la acción colectiva dentro de ciertos límites. La aceptación general
por parte de los académicos en ejercicio es tal vez un preludio
necesario para la aceptación de tales ideas por parte de un público
frustrado.
El surgimiento de una filosofía pública modificada en este sentido
no debería estar más allá de lo que cabe esperar. Tanto las ideas
como los acontecimientos de las décadas precedentes han creado
una actitud potencialmente receptiva en el hombre común. Ha
perdido la fe en el gobierno tal como actúa, pero sigue sin querer
deshacerse de su muleta gubernamental. Busca en silencio una
política que pueda ofrecerle una cierta reconciliación y que pueda,
de manera parcial al menos, restaurar su fe social.
Si esto fuera todo lo que hay, la reforma de la estructura
constitucional básica podría ser una tarea relativamente fácil. Los
jueces dejarían de legislar y se ceñirían a decidir sobre los conflictos,
a hacer cumplir leyes y a imponer castigos. Los legisladores dejarían
de utilizar el mecanismo político para hacer transferencias no
compensadas de derechos entre individuos y grupos. Los ciudadanos
no buscarían ganancias personales, ni a nivel individual ni grupal,
recurriendo al sector gubernamental, y se abstendrían de apoyar a
emprendedores políticos que prometieran conceder tales ganancias.
Quienes observan y debaten los procesos gubernamentales, sean
periodistas o profesores, dejarían de medir el progreso social en
términos de la cantidad de legislación que se aprueba, del mero
tamaño de la cuenta presupuestaria. La libertad individual, como
valor independiente, está inversamente correlacionada con estos
conocidos escalares, y se le asignaría su lugar adecuado entre otros
valores sociales cuando ocurra la revolución de las actitudes que
planteo aquí. Los individuos reconocerían que el gobierno, el Estado,
está finalmente sujeto a su propio control. Dejarían de aceptar, de
manera implícita, el punto de vista positivista de que el Estado, y
solo el Estado, puede definir y redefinir los derechos individuales y,
por inferencia, sus propios derechos. La democracia solo sigue
siendo posible a nivel conceptual si los individuos ven al gobierno
bajo el paradigma del consentimiento.
LOS DERECHOS INDIVIDUALES EN LA DEMOCRACIA
Si solo se examina de manera rápida, el cambio de actitudes que he
bosquejado parece estar de acuerdo con los preceptos directos del
laissez-faire. El libertario ortodoxo no encontraría dificultad evidente
a la hora de asociarse a la posición indicada. Sin embargo, cuando
se retrocede a un nivel anterior en el análisis, surge un nuevo
conjunto de cuestiones que las nociones tradicionales han pasado
por alto. Con demasiada frecuencia, el libertario, al igual que su par
socialista, plantea las reformas con el supuesto de hacer «como si»
simplemente estuviera aconsejando a algún déspota benévolo que
establecerá los cambios propuestos, haciendo poca referencia o
ninguna al consentimiento de las partes participantes. Al partir de
este supuesto político, pasa a ser relativamente fácil para el
libertario con orientación de mercado descuidar cualquier análisis de
la distribución de derechos y de reivindicaciones existente entre las
personas. Sin embargo, a menos que primero se identifiquen estos
derechos y estas reivindicaciones, y que se llegue a un acuerdo
sobre ellos, ¿qué significado pueden tener los términos que se
utilizaron antes? ¿Qué es una transferencia no compensada? ¿Qué
merece ser considerado una búsqueda de ganancias mediante el uso
del mecanismo político?
Una vez que se plantean preguntas como estas, salen a la luz
elementos del dilema social que se pasan por alto con demasiada
facilidad cuando nos mantenemos en el plano de la filosofía. Solo
puede adscribirse significado político práctico a los preceptos cuando
se cumple una condición crucial: el acuerdo de todos los miembros
del grupo social sobre la asignación de derechos individuales que
existe en el statu quo. Mientras haya un desacuerdo continuado
sobre exactamente quién tiene derecho a hacer qué, con qué, y a
hacer qué a quién, es posible que la modificación de actitud que se
sugirió antes siga estando vacía a nivel operativo.
Un paso necesario en el proceso de alcanzar una revolución
constitucional auténtica es la redefinición consensuada de derechos
y de reivindicaciones individuales. Muchas de las intervenciones del
gobierno han surgido precisamente debido a las ambigüedades en la
definición de los derechos individuales. La cuestión central aquí tiene
que ver con la reconciliación de las reivindicaciones expresadas
nominalmente por los individuos sobre la propiedad privada, sobre el
capital tanto humano como no humano, con la distribución
igualitaria de los «derechos de propiedad públicos» mediante el
derecho al voto. Tanto si trata como un valor o como un hecho, la
democracia moderna incorpora el sufragio universal adulto. A partir
de esta base elemental surgen varias preguntas. ¿Cómo puede el
pobre (definiendo «pobre» en términos de reivindicaciones sobre
propiedad privada) ejercer sus reivindicaciones putativas sobre la
riqueza que el rico posee nominalmente si no es en la medida en
que ejerza su derecho al voto? Reconociendo esto, ¿cómo puede el
rico (o el filósofo libertario) esperar que el pobre acepte algún orden
constitucional nuevo que restrinja seriamente el margen que hay
para llevar a cabo transferencias fiscales entre grupos? A duras
penas podría predecirse un apoyo espontáneo para una restricción
de este tipo. Sin embargo, esto no indica, por fuerza, que todos los
intentos de renegociar la estructura constitucional básica deban
abandonarse antes de empezar. Es muy posible que haya posibles
ganancias comerciales para todos los participantes, pero la
distribución existente de derechos y de reivindicaciones, así como la
futura, deben tenerse en cuenta en el proceso de negociación. El
rico, que tal vez sienta la vulnerabilidad de sus reivindicaciones
nominales en el estado de cosas existente, y que al mismo tiempo
quizá desee que se restrinja el alcance que tiene la acción colectiva
o el Estado, puede estar potencialmente de acuerdo con una
transferencia definitiva de riqueza al pobre, o, de manera cuasi
permanente, una transferencia que se haga a cambio de la
aceptación por parte del pobre de una nueva constitución que
limitará de forma abierta las transferencias fiscales dirigidas por el
gobierno.
Tomemos un ejemplo de dos personas muy simplificado. Un
hombre rico, A, es propietario de manera nominal de un activo que
rinde $100 000 de ingreso anual, que se somete a un impuesto del
50 % para dejar un ingreso neto de $50 000. Un hombre pobre, B,
no tiene activos y gana $5000 al año mediante su trabajo. El
«gobierno» (tratado aquí como algo exógeno) recauda impuestos
exclusivamente del hombre rico, hasta alcanzar un total de rentas
públicas de $50 000, y los emplea en diversos proyectos, con
distintos grados de eficiencia. Los beneficios se distribuyen de tal
manera que le dan al rico un valor de beneficio de $10 000 y al
pobre un valor de beneficio de $20 000. ¿Es posible renegociar el
«contrato social» de manera tal que implique ganancias para ambas
partes? Supongamos que el rico ofrece transferir al pobre un tercio
de su activo, con un ingreso bruto de $33-333, a cambio de la
aceptación por parte de este último de una reducción del tamaño del
presupuesto gubernamental hasta dejarlo en cero. El rico, con este
acuerdo, mantiene un ingreso real nuevo de $66 667, que es mayor
que el que obtenía con el arreglo anterior ($60 000). El pobre, B,
logra un ingreso real de $38 333 (sus propias ganancias más los
beneficios gubernamentales), que está por encima de lo que lograba
con el arreglo anterior ($25 000). Las dos partes pasan a estar mejor
con los términos postulados en el contrato nuevo[138].
Puede que se logre un posible acuerdo incluso si el valor
presente de las reivindicaciones no se incrementa en un sentido que
está sujeto de manera estricta a mediciones. Si el rico, A, anticipa
una carga impositiva alta en el futuro, incluso aunque no exista en la
actualidad, es posible que esté de acuerdo con un arreglo del tipo
que se indica. O, de manera más radical, si cualquiera de las partes
o las dos temen una revolución no constitucional, durante la cual se
dejen sin efecto todas las reivindicaciones, es posible que se
produzca un acuerdo en términos que no parecen ser mutuamente
beneficiosos según medidas directas. No parece que se dude
demasiado de que, al menos en el plano conceptual, se pueden
resolver los aspectos distributivos de la renegociación[139].
LA CREACIÓN DE DERECHOS
Supongamos que podrían resolverse de manera satisfactoria los
problemas de distribución del ingreso y de la riqueza entre personas
en un contrato constitucional renegociado, que redefina los derechos
individuales y reduzca el margen que tiene la actividad coactiva
determinada de manera colectiva. ¿Sería suficiente este paso básico
para permitir la implementación de los principios del laissez-faire? Si
los derechos de propiedad se redefinieran de manera que los
resultados distributivos fueran aceptables para todos los
participantes, ¿bastarían las operaciones de los mercados privados,
que cuenten con labores colectivas mínimas para asegurar el
cumplimiento de los contratos, para garantizar resultados eficientes,
para eliminar el dilema social? De inmediato se responde de forma
negativa haciendo referencia a los numerosos problemas que se
resumen al ponerles la etiqueta de: congestión, contaminación,
calidad medioambiental. Aquí las cuestiones específicamente no
plantean temas distributivos, o al menos no lo hacen de manera
exclusiva o predominante. Los presuntos fallos de los arreglos
sociales existentes en muchas de estas situaciones no se pueden
atribuir de manera legítima a los mercados o al gobierno, si los
concebimos como procesos alternativos al establecimiento de
contratos posconstitucionales. El dilema social que se refleja aquí en
resultados aparentes parte de un acuerdo constitucional incompleto,
de una incapacidad en la primera etapa para definir y limitar los
derechos individuales. La resolución de este dilema no está en
ninguna redistribución explícita de derechos entre personas, ni en
ninguna reorganización de las reivindicaciones, sino en la creación
de derechos definidos desde cero en áreas en las que ahora no
existe tal cosa, al menos en una forma que pueda ofrecer una base
para la previsibilidad y para el intercambio. En esencia, la congestión
y la contaminación describen escenarios análogos al que se
generaliza en el modelo de la anarquía de Hobbes. Los individuos se
encuentran en conflicto por el uso de recursos escasos, con
resultados que ninguno desea, porque no hay ningún conjunto de
derechos sobre el que se haya llegado a un acuerdo y cuyo
cumplimiento se asegure. La revolución constitucional sugerida
implica un acuerdo mutuo sobre las restricciones del
comportamiento que se requieren para lograr resultados
tolerablemente eficientes.
En la medida en que se tiene perspectiva de una mutualidad de
beneficios, debería poderse llegar a un acuerdo en el plano
conceptual. El statu quo da una base razonable en relación con la
cual se pueden medir las limitaciones. «La congestión del espacio
comunal» se puede eliminar garantizando a cada participante un
nivel de bienestar al menos igual de alto que el que logra en el
dilema de lo común. La mejora es precisamente análoga a la que se
logra mediante el contrato de desarme mutuo que permite al
hombre, en primer lugar, saltar del dilema de Hobbes sobre la
brutalidad.
La revolución constitucional idealizada requeriría que se pongan
límites al comportamiento en relación con todos los recursos
escasos, sea mediante la asignación de títulos de propiedad
individuales o mediante la imposición de límites de conducta
restrictivos con títulos comunes. Gran parte del dilema que se
resumió bajo la etiqueta de la contaminación tiene su origen en la
presunción que hicieron los fundadores de nuestro orden
constitucional-legal de que ciertos recursos están disponibles en una
abundancia permanente. El crecimiento y el avance tecnológico han
convertido recursos otrora libres en recursos escasos, pero las
asignaciones de propiedad existentes no han logrado estar a la par.
Se podía predecir que surgiría un dilema. Eso solo ya marca que
debe ocurrir un cambio constitucional auténtico a medida que
aumenta la población, a medida que se desarrolla la tecnología y a
medida que la demanda se modifica con el paso del tiempo.
CONCLUSIÓN
La alternativa que queda entre la anarquía por un lado y el Leviatán
por el otro debe articularse, analizarse y finalmente plasmarse en
modelos susceptibles de comprensión pública. Como principio
organizativo, el laissez-faire se asocia de manera demasiado
estrecha con los derechos de propiedad en el statu quo determinado
históricamente, definido en términos de una independencia nominal
de las reivindicaciones de contingencia representadas en la
democracia moderna. El socialismo es la autopista al Leviatán. Sin
embargo, la incapacidad de estas dos alternativas grandilocuentes
no tiene, por fuerza, que hacer que se desvanezcan todos nuestros
sueños de la Ilustración. Es posible que la visión de los filósofos del
siglo XVIII que les permitió describir un orden social que no requería
la dirección centralizada de un hombre sobre el otro aún provoque
entusiasmo. Relaciones libres entre hombres libres: este precepto de
la anarquía ordenada puede surgir como principio cuando el contrato
social renegociado con éxito pone «lo mío y lo tuyo» en un arreglo
estructural que se ha definido de nuevo y cuando se ponen nuevos
límites al Leviatán que acecha.
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JAMES M. BUCHANAN (Estados Unidos, 1919-2013). Estudió
economía en la Universidad de Tennessee, y obtuvo el doctorado en
la Universidad de Chicago en 1948, donde recibió la influencia
intelectual de Frank H. Knight. Fundó la nueva Escuela de Virginia de
Economía Política. Fue profesor e investigador en las universidades
de Virginia, de California en Los Angeles y de Florida, y en el
Instituto Politécnico de Virginia.
Buchanan se especializó en problemas de Hacienda Pública y realizó
importantes estudios sobre el papel de la inflación como impuesto,
así como sobre la naturaleza de la deuda pública. Uno de los
principales teóricos de la llamada Teoría de la Elección Pública, junto
con G. Tullock, Buchanan se ocupó de estudiar la economía política
constitucional, con la intención de no limitar el análisis al
funcionamiento de los procesos de toma de decisiones públicas en el
marco de unas reglas establecidas, sino también de analizar la forma
en que esas reglas son adoptadas y la posibilidad de medición de su
eficacia. Tal como él mismo definió el campo, se trata de
«comprender cómo deben ser diseñadas las constituciones de modo
que los políticos que procuren los intereses públicos puedan
sobrevivir».
James M. Buchanan obtuvo el Premio Nobel de Economía en 1986
por su desarrollo de las bases contractuales y constitucionales de la
teoría de la adopción de decisiones económicas y políticas.
Notas
[1]James M. Buchanan, The limits of liberty: Between anarchy and
the Leviathan, volumen 7 de The collected works of James M.
Buchanan, Chicago, University of Chicago Press, 1975. <<
[2] Gordon Tullock (ed.), Explorations in the theory of anarchy,
Blacksburg, Virginia, Center for Study of Public Choice, 1972. <<
[3]John Rawls, A theory of justice, Cambridge, Harvard University
Press, 1971 [trad. esp.: Teoría de la justicia, Madrid, Fondo de la
Cultura Económica de España, 1979]. <<
[4]Robert Nozick, Anarchy, state and utopia, Nueva York, Basic
Books, 1974 [trad. esp.: Anarquía, Estado y utopía, México, Fondo
de Cultura Económica, 1988]. <<
[5]Esta suerte de «kantianismo con los pies en la tierra» de
Buchanan también se destaca claramente en algunos de sus ensayos
sobre economía política constitucional, Choice, contract, and
constitutions, volumen 16 en la serie, y en sus ensayos filosóficos de
Moral science and moral order, volumen 17 en la serie. <<
[6]James M. Buchanan y Gordon Tullock, The calculus of consent:
Logical foundations of constitutional democracy, Ann Arbor,
University of Michigan Press, 1962, volumen 3 en la serie [trad. esp.:
El cálculo del consenso, Barcelona, Planeta, 1993]. En adelante
denominado Cálculo. <<
[7]Para más ejemplos y un análisis más exhaustivo, véase Roland N.
McKean, «The economics of trust, altruism, and corporate
responsibility», en E. S. Phelps (ed.), Altruism, morality, and
economic theory, Nueva York, Russell Sage Foundation, pendiente
de publicación. Véase también Diane Windy Charnovitz, «The
economics of etiquette and customs: The theory of property rights
as applied to rules of behavior», tesis de maestría, Universidad de
Virginia, Charlottesville, Virginia, 1972. <<
[8]Hay excepciones. Murray Rothbard argumenta que los conflictos
podrían ser resueltos por las asociaciones o los clubes protectores
que se formarían de manera voluntaria en la auténtica anarquía.
Véase Murray Rothbard, For a new liberty, Nueva York, Macmillan,
1973 [trad. esp.: Hacia una nueva libertad: El manifiesto libertario,
Buenos Aires, Grito Sagrado Editorial de Fundación de Diseño
Estratégico, 2006]. Su enfoque no logra hacer frente al problema de
definir inicialmente los derechos, el tema central de mi análisis. <<
[9]James M. Buchanan y Gordon Tullock, The calculus of consent:
Logical foundations of constitutional democracy, Ann Arbor,
University of Michigan Press, 1962. <<
[10] Aunque nuestro enfoque fue algo más estrechamente
económico, el escenario analítico está muy relacionado con el que
emplea Rawls para derivar sus principios de la justicia en un proceso
contractual. Véase John Rawls, A theory of justice, Cambridge,
Harvard University Press, 1971. <<
[11]En cuanto a la controversia histórica, mi enfoque se relaciona
más estrechamente con el concepto germánico-feudal de la
propiedad que con el romano. En relación con esta distinción, y con
muchos otros aspectos relativos a la teoría de la propiedad, véase
Richard Schlatter, Private property: The history of an idea, New
Brunswick, Rutgers University Press, 1951, p. 9. <<
[12] Véase Richard Taylor, Freedom, anarchy, and the law, Englewood
Cliffs, Prentice Hall, 1973, p. 9, para un análisis similar. <<
[13]Véase J. J. Rousseau, The social contract, vol. 38, Great books of
the Western world, Chicago, Encyclopaedia Britannica, 1952, p. 394
[trad. esp.: El contrato social, Madrid, Espasa-Calpe, 2007]. Véase
también Henry Maine, Ancient law, Boston, Beacon Press, 1963,
p. 89 [trad. esp.: El derecho antiguo, Madrid, Civitas, 1993]. <<
[14] La Declaración de los Derechos del Hombre realizada en Francia
en 1789 es más confusa que la afirmación de Jefferson en la
Declaración de Independencia delos Estados Unidos. La parte
relevante de la primera dice: «Los hombres nacen, y permanecen,
libres e iguales en derechos» (cursiva agregada). La implicación falaz
de que los hombres deben ser, o que se los debe obligar a ser,
iguales de hecho antes de que puedan ser candidatos a la igualdad
de trato en un sistema político democrático es una fuente de la
confusión moderna que rodea a la investigación genética. <<
[15]Véase Gordon Tullock, «The paradox of revolution», en Public
Choice, II, otoño de 1971, pp. 89-100. <<
[16] Un libro relativamente reciente que se enmarca dentro de la
tradición romántica y que resume otros trabajos es el de Daniel
Guérin, Anarchism, con introducción de Noam Chomsky, traducido al
inglés por Mary Klopper, Nueva York, Monthly Review Press, 1970
[trad. esp.: El anarquismo, Buenos Aires, Prometeo, 2004].
Hay una variante del anarquismo que, en cambio, se basa
directamente en el reconocimiento del papel del libre mercado para
facilitar las relaciones individuales en ausencia del gobierno. Esto ha
sido denominado «anarquismo de propiedad privada» por Laurence
Moss, que rastrea las contribuciones de los estadounidenses a esta
variante. Véase Laurence S. Moss, «Private property anarchism: An
American variant» (un ensayo presentado en la reunión de la
Southern Economic Association en Washington, D. C., en noviembre
de 1972). Murray Rothbard es un exponente moderno de esta
variante. Véase su obra For a new liberty, Nueva York, Macmillan,
1973. <<
[17] Esta es mi propia definición de la economía. La desarrollo con
cierto detalle en mi discurso presidencial ante la Southern Economic
Association en 1963. Véase «What should economists do?», en
Southern Economic Journal, N.º 30, enero de 1964, pp. 213-222.
Esta opinión difiere de la de quienes definen la economía en
términos del principio maximizador central. Aquí, sin embargo, las
diferencias de definición no tienen por qué afectar al argumento
principal del texto. <<
[18] Esto lo subraya claramente David Hume, véase A treatise of
human nature, I. A. Selby-Bigge (ed.), Oxford, Clarendon Press,
1960, pp. 502-503. Todo el análisis de Hume sobre los orígenes de
los derechos de propiedad y las ventajas de tales derechos para la
estabilidad social es similar en muchos aspectos a la que se
desarrolla en este libro [trad. esp.: Tratado de la naturaleza humana,
Madrid, Tecnos, 2005].
La concepción básica de la propiedad de Hegel es también similar a
la que se desarrolla aquí. Véase Shlomo Avineri, Hegel’s theory of
the modern State, Cambridge, Cambridge University Press, 1972,
p. 88 y ss. <<
[19] La «teoría de la propiedad» que está implícita en mi examen
aquí y en otros lugares de este libro se puede tal vez clasificar de
manera óptima como una mezcla de la teoría basada en la
«personalidad» y de la «utilitarista», especialmente tal como la
segunda se presenta en el análisis de David Hume. Estas y otras
clasificaciones útiles de las teorías de la propiedad, junto con una
buen examen general, se encuentran en Frank I. Michelman,
«Property, utility, and fairness: Comments on the ethical foundations
of “just compensation” law», en Harvard Law Review, N.º 80, abril
de 1967, especialmente pp. 1202-1213. <<
[20] La cita es de Commentaries on the laws of England de
Blackstone, 12.ª ed., Londres, T. Cadell, 1794, vol. 2, pp. 2-3. <<
[21] He aquí un listado parcial de las contribuciones: A. A. Alchian y
R. Kessel, «Competition, monopoly, and the pursuit of money», en
Aspects of labor economics, Nueva York, National Bureau of
Economic Research, 1962, pp. 157-175; S. Cheung, «Private property
rights and sharecropping», en Journal of Political Economy, N.º 76,
diciembre de 1968, pp. 1107-1122; Harold Demsetz, «The exchange
and enforcement of property rights», en Journal of Law and
Economics, N.º 7, octubre de 1964, pp. 11-26 [trad. esp.:
«Intercambio y exigencia del cumplimiento de los derechos de la
propiedad», en Hacienda Pública Española, N.º 68, 1981, pp. 274-
285]; R. McKean, «Divergences between individual and total cost
within government», en American Economic Review, N.º 54, mayo
de 1964, pp. 243-249; Douglass C. North y Robert Paul Thomas, The
rise of the Western world: A new economic history, Cambridge,
Cambridge University Press, 1973 [trad. esp.: El nacimiento del
mundo occidental: Una nueva historia económica (900-1700),
Madrid, Siglo XXI, 1978]. Eirik Furubotn y Svetozar Pejovich
examinan estas contribuciones y otras en un largo artículo que
además incluye un conjunto completo de referencias, véase
«Property rights and economic theory: A survey of recent literature»,
en Journal of Economic Literature, N.º 10, diciembre de 1972,
pp. 1137-1162 [trad. esp.: «Los derechos de propiedad y la teoría
económica: examen de la bibliografía reciente», en Hacienda Pública
Española, N.º 68, 1981, pp. 295-317]. <<
[22] Entre los «economistas de los derechos de propiedad»
modernos, S. Pejovich es el único que ha intentado un análisis
generalizado sobre los orígenes. Dice explícitamente que busca
mostrar que «la creación […] de los derechos de propiedad se
determina de manera endógena» (p. 310). Una lectura cuidadosa del
artículo de Pejovich sugiere, sin embargo, que la endogeneidad no
se refiere al proceso de intercambio. En lugar de eso, las normas de
maximización de la utilidad privada motivan a los individuos a
invertir con recursos para la defensa y la depredación de los stocks
de recursos, un comportamiento que, por supuesto, describe la
anarquía hobbesiana. Prefiero que limitemos las «explicaciones
económicas» del cambio institucional al proceso contractual. En este
contexto, tal como se infiere de mi análisis, es posible que los
derechos de propiedad surjan de un cálculo económico que lleva a la
negociación de un «contrato constitucional», lo cual, sin embargo, es
bastante distinto de los resultados que surgen del comportamiento
independiente de las partes, centrado en maximizar su utilidad.
Véase S. Pejovich, «Towards an economic theory of the creation and
specification of property rights», en Review of Social Economy, N.º
30, septiembre de 1972, pp. 309-325. <<
[23] Harold Demsetz, «Toward a theory of property rights», en
American Economic Review, N.º 57, mayo de 1964, pp. 347-359
[trad. esp.: «Hacia una teoría de los derechos de la propiedad» en
Hacienda Pública Española, N.º 68, 1981, pp. 286-295]. <<
[24]Winston Bush ha elaborado las características formales de esta
«distribución natural». Véase «Individual welfare in anarchy» en
Gordon Tullock (ed.), Explorations in the theory of anarchy,
Blacksburg, Virginia, Center for Study of Public Choice, 1972, pp. 5-
18.
Naturalmente, la noción de tal distribución se encuentra en el
trabajo de varios de los filósofos que han reflexionado sobre el
origen de la propiedad, notablemente Hugo Grocio Egidio y Thomas
Hobbes. <<
[25]Esta explicación conceptual la presentan de diferentes formas
muchos de los filósofos sociales, particularmente aquellos que
pertenecen a la tradición contractualista general. Se encuentran
versiones particulares en las obras de Egidio, Bodin, Grocio, Hobbes
y Hume. Para un buen tratamiento a modo de resumen, véase
Richard Schlatter, Private property. <<
[26]El tema más general de que toda inversión que tome la forma de
protección de los derechos debe ser, en su valor neto, un desperdicio
social lo desarrolla con cierta extensión Gordon Tullock en su
próximo libro, The social dilemma [Blacksburg, VA, University
Publications, 1974]. <<
[27] Para un artículo que introduzca específicamente el ejemplo de
Demsetz, pero que interprete el surgimiento de los derechos de
propiedad de una manera totalmente coherente con la que se
desarrolla aquí, véase Charles R. Plott y Robert A. Meyer, «The
technology of public goods, externalities and the exclusion
principle», en Social Science Working Paper, N.º 15 (revisado),
California Institute of Technology, febrero de 1973. <<
[28] La posición adoptada aquí es que tanto los derechos
constitucionales como los posconstitucionales surgen
conceptualmente del contrato, pero que es esencial que las dos
etapas se mantengan separadas. Puede compararse esto con la
posición de F. A. Hayek en su obra Law, legislation, and liberty, vol.
1: Rules and order, Chicago University of Chicago Press, 1973 [trad.
esp.: Derecho, legislación y libertad, vol. 1: Normas y orden, Madrid,
Unión Editorial, 2006]. Si interpreto correctamente su
argumentación, Hayek plantea que el «derecho», que es equivalente
a lo que he denominado el contrato constitucional, no es contractual
en su origen sino que surge de un proceso de evolución imprevisible.
Propone su argumentación en oposición a los «constructivistas», que
presuntamente piensan en el derecho como deseado por alguien. De
hecho, en términos históricos, es posible que los elementos relativos
a la evolución expliquen gran parte del surgimiento y el desarrollo
del «derecho». Sin embargo, la aceptación de esta idea no niega la
aplicación de los criterios contractuales-constructivistas en una
evaluación del «derecho» que existe, y que puede se modificado
voluntariamente. <<
[29] Nótese que la distinción que se hace aquí no requiere
necesariamente que se atribuya relevancia histórica al contrato
constitucional. Sin importar cómo surja una estructura de derechos
de propiedad, es útil separar la definición que se le da a la
estructura del intercambio de derechos dentro de esta estructura.
<<
[30] Para una elaboración de este punto, véase mi Demand and
supply of public goods, Chicago, Rand McNally, 1968, especialmente
el capítulo 9. <<
[31]En el análisis elemental aquí, doy por sentado que B está en
condiciones de prohibirle a A usar Z sin un coste excesivo. Si la no
exclusión es inherente a Z, entonces no se asignará inicialmente
ningún derecho de propiedad a este bien en un escenario en el que
no haya producción. Sin embargo, si hay que producir Z el análisis
se vuelve aplicable, incluso si una vez producido Z es no excluyente.
La exclusión, en este caso, tomará la forma de no producirlo. <<
[32] En una situación en la que hay grandes números, surgen
complejidades que hacen que cualquier asignación de derechos sea
menos estable que en una situación en la que hay números
pequeños. Existen dos razones para esta diferencia. Primero, casi
cualquier imputación o asignación que se acuerde será dominante
respecto a la que el individuo anticiparía si optara por salirse de ese
marco y tratara de existir por su cuenta en un estado de pura
anarquía. En comunidades de grandes números, sin embargo, es
mucho más restringido el conjunto de asignaciones de derechos que
será dominante para cada persona en comparación con la posición
que podría aspirar a conseguir si cualquier coalición opta por salirse
de ese marco, y de hecho este conjunto puede estar vacío en
muchas interacciones. Estos aspectos de las interacciones se han
analizado en detalle, formalmente, en la teoría de juegos moderna.
Para usar la terminología apropiada, en grupos de grandes números
es posible que no haya ninguna imputación o asignación que esté en
el núcleo, y, si existe efectivamente un núcleo, es posible que
contenga un pequeño número de imputaciones. Para un examen
introductorio de estos conceptos, véase Duncan Luce y Howard
Raiffa, Games and decisions, Nueva York, John Wiley and Sons,
1957.
Segundo, incluso si la asignación finalmente alcanzada fuera apta
para ser incluida en el núcleo en el sentido de la teoría de juegos, a
los individuos les seguiría resultando beneficioso violar los términos
si predicen una ausencia de respuesta por parte de los miembros
que quedan en el grupo. Esta tendencia a la inestabilidad está
presente tanto en los grupos de pequeños como en los de grandes
números, pero la mera impersonalidad o el anonimato de los
individuos en los grupos grandes hace que sean mucho más
improbables los cálculos de conducta estratégicos. <<
[33]Este es el mismo supuesto que hizo Samuelson en su clásica
formulación de las normas del bienestar para la provisión de bienes
públicos. Véase Paul A. Samuelson, «The pure theory of public
expenditure», en Review of Economics and Statistics, N.º 36,
noviembre de 1954, pp. 387-389 [trad. esp.: «La teoría pura del
gasto público», en Hacienda Pública Española, N.º 5, 1970, pp. 165-
167]. <<
[34]Para un tratamiento más extenso, véase mi «An economic theory
of clubs», en Economica, N.º 32, febrero de 1965, pp. 1-14 [trad.
esp.: «Teoría económica de los clubs», en Hacienda Pública
Española, N.º 50, 1978, pp. 353-363]. <<
[35] Para un artículo que habla de algunos de los problemas creados
por este descuido véase Dennis Mueller, «Achieving a just polity», en
American Economic Review, N.º 44, mayo de 1974, pp. 147-152.
Aunque Mueller desarrolla su argumentación en el contexto de una
crítica de la obra de John Rawls, gran parte de su análisis es
directamente relevante para mi análisis en este libro. <<
[36] Para dos libros recientes que examinan muchas de estas
cuestiones en detalle, véanse Wallace E. Oates, Fiscal federalism,
Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich 1972 [trad. esp.:
Federalismo fiscal, Alcalá de Henares, Instituto Nacional de la
Administración Pública, 1977], y Richard E. Wagner, The fiscal
organization of American federalism, Chicago, Markham Publishing
Co., 1971. <<
[37]Persona que se beneficia de las acciones que otros llevan a cabo
pero sin contribuir a ellas. [N. del E.]. <<
[38]Para un análisis sobre el orden espontáneo que surge de los
procesos de mercado, véase el excelente ensayo de Michael Polanyi,
The logic of liberty, Chicago, University of Chicago Press, 1951 [trad.
esp.: La lógica de la libertad, Buenos Aires, Katz, en prensa]. <<
[39]David Hume, A treatise of human nature, p. 538. El principio
conductual involucrado aquí es reconocido desde hace siglos, o al
menos desde Aristóteles Véase Aristóteles, Politics, trad, de H.
Rackham, Cambridge, Harvard University Press, 1967, p. 77 [trad.
esp.: La política, trad. de Patricio de Azcárate, Buenos Aires, Espasa-
Calpe Argentina, 1941]. <<
[40]Para un examen más detallado del análisis básico ofrecido aquí,
véase mi Demand and supply of public goods, cap. 5. <<
[41] Para un examen resumido, véase Ludwig von Mises, Human
action: A treatise on economics, New Haven, Yale University Press,
1949, p. 271 [trad. esp.: La acción humana: Tratado de economía,
Madrid, Unión Editorial, 2007]. <<
[42] Véase Knut Wicksell, Finanztheoretische untersuchungen, Jena,
Gustav Fischer, 1896 [trad. esp.: «Un nuevo principio de tributación
justa», en Hacienda Pública Española, N.º 36, 1975, pp. 275-306].
Grandes fragmentos de este libro están disponibles en su traducción
al inglés con el título «A new principle of just taxation», en R. A.
Musgrave y A. T. Peacock (eds.), Classics in the theory of public
finance, Londres, Macmillan, 1958. <<
[43] Para un análisis sobre la importancia del comportamiento de
otros a la hora de ejercer influencia sobre la disposición de los
individuos a participar en decisiones de grupo, véase William J.
Baumol, Welfare economics and the theory of the State, edición
revisada, Cambridge, Harvard University Press, 1965. <<
[44] Nótese que aquí estoy definiendo un bien público puro en
términos de la propiedad de consumo conjunto y no de la de no
exclusión. Es decir, la pureza implica que con un coste marginal cero
puedan agregarse consumidores o usuarios adicionales en cualquier
cantidad a los que ya estaban en el grupo. No es necesario, en este
contexto, que sea prohibitivamente caro excluir individuos de
disfrutar los beneficios. <<
[45] La exclusión de los beneficios de los bienes públicos es
analíticamente equivalente al castigo del incumplimiento de la ley,
que se discutirá en detalle en el capítulo 8. La posible falta de
voluntad de ciertos miembros de un grupo de reparto de costes para
excluir a los free-riders debido al coste de la exclusión es equivalente
a nivel conceptual a la posible falta de voluntad de los miembros de
una estructura política que cumplen la ley para castigar a los que no
la cumplen, debido a la utilidad negativa que implica la acción de
castigo en si misma. En este ejemplo y otros, la comprensión de la
teoría central de los bienes públicos es útil para entender algunas de
las cuestiones relacionadas con mantener el orden bajo la ley. <<
[46] Mancur Olson ha subrayado la importancia de los bienes
privados derivados, como medio de hacer cumplir la exclusión de la
provisión de bienes públicos. Véase su The logic of collective action,
Cambridge, Harvard University Press, 1965 [trad. esp.: La lógica de
la acción colectiva: Bienes públicos y la teoría de grupos, México,
Limusa, Grupo Noriega Editores, 1991]. <<
[47] En el enfoque adoptado, allí y aquí, la unanimidad aporta el
punto de referencia desde el cual se establecen los alejamientos por
medio de razones de eficiencia en el proceso de toma de decisiones.
El consentimiento o el acuerdo sigue siendo el ideal conceptual. Para
una argumentación que se opone a este enfoque, véase Douglas W.
Rae, «The limits of consensual decision», un artículo presentado en
la Conferencia de la Public Choice Society, College Park, Maryland,
marzo de 1973. <<
[48] Toda la discusión aquí está directamente relacionada con los
temas asociados a la «compensación justa», los cuales se examinan
en el contexto de la doctrina legal moderna en un excelente artículo
largo de Frank I. Michelman. Véase su «Property, utility, and
fairness», pp. 1165-1258. <<
[49] Wicksell fue el primero que reconoció que las instituciones
impositivas y las reglas de elección colectiva son básicamente
sustituibles. Al introducir mayor flexibilidad en las instituciones
impositivas pueden aceptarse reglas de decisión colectiva más
inclusivas, con mayores garantías frente la explotación fiscal. Sin
embargo, Wicksell no revirtió aquí la cadena lógica. Por medio de
instituciones impositivas diseñadas de manera efectiva, se puede
reducir y, ya en el límite, eliminar por completo, la posible
explotación que se implantaría mediante las reglas de decisión que
no llegan a la unanimidad. Para más detalles sobre esta relación,
véanse mi Demand and supply of public goods y mi Public finance in
democratic process, Chapel Hill, University of North Carolina Press,
1967 [trad. esp.: La hacienda pública en un proceso democrático,
Madrid, Aguilar, 1973]. <<
[50]Las demostraciones formales de que la «solución» de Lindahl al
juego de los bienes públicos está en el núcleo no hacen nada para
demostrar que no existen muchas otras «soluciones» que pueden
ser incluidas en la misma medida. En este sentido, el equilibrio de
Lindahl en el juego de los bienes públicos no es en absoluto
comparable con el equilibrio competitivo de su contraparte en los
bienes privados.
Para hacer más relevante la ilustración geométrica en la figura 3.1
en el escenario de grandes números, podríamos reinterpretar la
posición E como la que se alcanzaría una vez completados todos los
intercambios interpersonales en bienes privados y todos los
intercambios de bienes de consumo conjunto en los que están
implicadas coaliciones menores al total de los miembros del grupo
inclusivo. Con esta modificación, el diagrama del análisis
representaría las restricciones impuestas a las reglas de decisión
política con respecto a cualquier otra persona frente al resto dentro
de la organización política. <<
[51]Para un análisis relacionado en el contexto de la economía del
bienestar teórica, véase A. Mitchell Polinsky, «Probabilistic
compensation criteria», en Quarterly Journal of Economics, N.º 86,
agosto de 1972, pp. 407-425. <<
[52]Warren J. Samuels es un elocuente portavoz moderno de esta
postura positivista. En un intercambio dedicado a una cuestión legal
específica se aclaran las diferencias metodológicas básicas entre esta
postura y la mía. Véase Warren J. Samuels, «Interrelations between
legal and economic processes», en Journal of Law and Economics,
N.º 14, octubre de 1971, pp. 435-450; James M. Buchanan, «Politics,
property, and the law: An alternative interpretation of Miller et al. v.
Schoene», en Journal of Law and Economics, N.º 15, octubre de
1972, pp. 439-452; Warren J. Samuels, «In defense of a positive
approach to government as an economic variable», en Journal of
Law and Economics, N.º 15, octubre de 1972, pp. 453-460.
Una declaración más abarcativa de la postura de Samuels figura en
su «Welfare economics, power, and property», en G. Wunderlich y
W. L. Gibson, Jr. (eds.), Perspectives of property, State College,
Institute for Land and Water Resources, Pennsylvania State
University, 1972, pp. 61-146. <<
[53] R. A. Musgrave, The theory of public finance, Nueva York,
McGraw-Hill, 1959 [trad. esp.: Teoría de la hacienda pública, Madrid,
Aguilar, 1969]. <<
[54] R. A. Musgrave, «Comment», en American Economic Review, N.º
60, diciembre de 1970, pp. 991-993 [trad. esp.: «Comentario», en
N. J. Simler y Joseph A. Pechman (coords.), La economía al servicio
público: papers en honor de Walter W. Heller, Madrid, Instituto de
Estudios Fiscales, 1991, pp. 195-202]. El artículo que dio pie a los
comentarios de Musgrave, al igual que los de otros, fue Harold M.
Hochman y James D. Rodgers, «Pareto optimal redistribution», en
American Economic Review, N.º 59, septiembre de 1969, pp. 542-
557 [trad. esp.: «La redistribución óptima de Pareto», en Hacienda
Pública Española, N.º 32, 1975, pp. 189-203]. <<
[55] Un desarrollo significativo en las décadas de 1960 y 1970 ha sido
el surgimiento de la «economía de la propiedad» como campo de
intenso interés académico, junto con la introducción paralela de más
teoría económica y más economistas en los programas de las
facultades de derecho. El énfasis primario de este movimiento ha
sido, sin embargo, la influencia que ejerce sobre el comportamiento
individual el escenario institucional o legal en el que tiene lugar
dicho comportamiento. Este énfasis es, en sí mismo, digno de
encomio, y ha dado y seguirá dando útiles resultados científicos. Sin
embargo, en contraste con esto, se ha puesto relativamente poco
énfasis en las posibles explicaciones del surgimiento inicial de las
instituciones observadas. Véanse las notas a pie de página
relevantes en el capítulo 2. <<
[56]Véase S. I. Benn y R. S. Peters, The principles of political
thought, Nueva York, The Free Press, 1959, p. 377.
Maine indicó que solo los análisis del derecho romano contenían el
lenguaje y la terminología apropiados para hablar de la relación
entre el gobernante y los gobernados en la sociedad posfeudal. Por
ello, las teorías «contractuales» del Estado surgieron, en parte,
debido a la historia lingüística. En relación con esto, el análisis de los
«cuasi contratos» de Maine es útil, y este sería tal vez un término
más adecuado para un examen del «contrato social». En un «cuasi
contrato» no hay una implicación de un acuerdo explícito, pero la
relación es tal que el marco contractualista del discurso resulta útil.
Véase Henry Maine, Ancient law, Boston, Beacon Press, 1963,
pp. 333-335. <<
[57] Es en el sentido relativo a las expectativas que el enfoque
adoptado aquí difiere marcadamente del adoptado en El cálculo del
consenso. En aquel libro, se asume que los individuos tienen
suficiente incertidumbre sobre sus posiciones bajo la operación de
las reglas de decisión como para hacerlos entrar en la etapa de
negociación como iguales, por lo menos en este respecto. <<
[58]Para un análisis de las distintas implicaciones de la desigualdad
en relación con estos distintos atributos, véase mi artículo «Equality
as fact and norm», Ethics, N.º 81, abril de 1971, pp. 228-240. <<
[59]Nótese que estamos eliminando las restricciones impuestas por
el modelo sin producción que se analizó brevemente en el capítulo 1.
<<
[60]Véase Winston Bush, «Income distribution in anarchy». Véase
también Winston Bush y Lawrence Mayer, «Some implications of
anarchy for the distribution of property», mimeo, Center for Study of
Public Choice, Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia,
Blacksburg, Virginia, 1973. <<
[61]Esta derivación de los orígenes conceptuales de la propiedad ha
sido presentada por varios filósofos sociales. Fue desarrollada por
Egidio en el siglo XIII, y Hugo Grocio la elaboró con una sofisticación
sorprendente en 1625. Sobre estas contribuciones, véase Schlatter,
Private property, pp. 57 y ss., 128-132.
La derivación también se parece mucho a la que presentó David
Hume. Véase su A Treatise of human nature, vol. 3.
El surgimiento contractual de los derechos de propiedad de algún
estado de naturaleza se opone al punto de vista adoptado por
muchos académicos respecto a que son necesarios preceptos de la
«ley natural». <<
[62]En términos del modelo de la figura 4.1, el equilibrio natural para
una de las dos personas claramente sería menos conveniente que la
posición en el origen, donde se permite quedarse con lo que
produce basado en los supuestos establecidos. <<
[63]Para un análisis diferente y más general del surgimiento de la
esclavitud, véase Mancur Olson, «Some historie variations in
property institutions», manuscrito, University of Maryland, 1967. <<
[64]Si hubiera algo inherente en la naturaleza del hombre que inhibe
el robo, en la figura 4.1 coincidirían el equilibrio natural y el origen.
<<
[65]Véase Thomas C. Schelling, The strategy of conflict, Cambridge,
Harvard University Press, 1960 [trad. esp.: La estrategia del
conflicto, México, Fondo de Cultura Económica, 1989]. <<
[66] Para una discusión generalizada que extienda el dilema a
muchas interacciones sociales, véase Gordon Tullock, The social
dilemma: Of autocracy, revolution, coup d’état, and war, CK Rowley,
Liberty Fund, 2005. <<
[67] La divergencia que existe entre la maximización de utilidad
individual y los intereses de grupo es característica de muchas otras
situaciones además de la que implica el cumplimiento de la ley en el
sentido estricto del término. <<
[68]Para un análisis general, véase mi «Ethical rules, expected
values, and large numbers», Ethics, N.º 76, octubre de 1965, pp. 1-
13. <<
[69] La necesidad de incluir en el acuerdo inicial disposiciones
respecto al cumplimiento distingue el contrato social de otros
contratos que se hacen en el marco de un orden legal. John C. Hall
subraya que el reconocimiento de esta característica del contrato
social es central en las ideas tanto de Hobbes como de Rousseau.
Véase John C. Hall, Rousseau: An introduction to his political
philosophy, Londres, Macmillan, 1973, pp. 86-92. <<
[70]Este punto quedará claro en la discusión más general de los
capítulos 7 y 8. <<
[71]Históricamente, el papel más general del Estado en el derecho
penal surgió de su función inicial como quien hacía cumplir el
proceso dentro del cual se resolvían las disputas privadas, mediante
combate físico o de otra forma. Véase Henry Maine, Ancient law,
Boston, Beacon Press, 1963. <<
[72] En este sentido, como se señaló antes, nuestro enfoque tenía
una afinidad considerable con el de John Rawls, quien ha intentado
derivar principios de justicia generales de una manera similar. Los
artículos iniciales de Rawls aparecieron en la década de 1950, pero
su trabajo se presenta en detalle en su obra A theory of justice,
Cambridge, Harvard University Press, 1971. <<
[73]Para un examen más detallado, véase mi artículo «The political
economy of the welfare state», artículo de investigación número
808231-1-8, Center for Study of Public Choice, Instituto Politécnico y
Universidad Estatal de Virginia, junio de 1972. Véase también Earl
Thompson, «The taxation of wealth and the wealthy», UCLA
Department of Economics Working, monografía, febrero de 1972.
<<
[74]Habría que modificar esta conclusión para poder aplicarla a una
estructura social en la que la unidad dominante sea la familia
continuada o permanente, en lugar del individuo. <<
[75] Para un análisis más extenso de este ejemplo y del problema
general, véase mi artículo «Before public choice», en Gordon Tullock
(ed.), Explorations in the theory of anarchy, Blacksburg, Virginia,
Center for Study of Public Choice, 1972, pp. 27-38. Para un
desarrollo de un modelo similar que pone el énfasis en la
modificación de la estructura subyacente de imputaciones
alternativas que son el resultado de los cambios de tecnología
introducidos por asociación, véase Donald McIntosh, The
foundations of human society, Chicago, University of Chicago Press,
1969, pp. 242-244. <<
[76] En su análisis de las motivaciones no altruistas de las
transferencias de ingresos y riqueza, Brennan menciona el motivo de
la autoprotección y examina la bibliografía relevante. Véase Geoffrey
Brennan, «Pareto desirable redistribution: The non-altruistic
dimension», en Public Choice, N.º 14, primavera de 1973, pp. 43-68.
<<
[77] Para un tratamiento más amplio, véase Gordon Tullock, «The
charity of the uncharitable», en Western Economic Journal, N.º 9,
diciembre de 1971, pp. 379-392. <<
[78]Véase John Locke, Second treatise of civil government, Chicago,
Henry Regnery, Gateway Edition, 1955, pp. 116 y ss. [trad. esp.:
Segundo tratado sobre el gobierno civil: Un ensayo acerca del
verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil, Madrid, Tecnos,
2006]. <<
[79] En varios trabajos distintos he elaborado la posición
metodológica básica sugerida. Mis propias ideas, aquí como en otros
lugares, le deben mucho a Knut Wicksell. Para una declaración inicial
de mi posición, véase el ensayo «Positive economics, welfare
economics, and political economy», en Journal of Law and
Economics, N.º 2, 1959, pp. 124-138, que se volvió a publicar sin
cambios en mi Fiscal theory and political economy, Chapel Hill,
University of North Carolina Press, 1960.
Debería mencionarse aquí a W. H. Hutt como una excepción
importante a la rama principal de los economistas políticos. En un
libro escrito durante la Segunda Guerra Mundial que no se ha dado a
conocer lo suficiente, Hutt propuso cambios estructurales básicos
según líneas estrictamente contractuales. Véase W. H. Hutt, A plan
for reconstruction, Londres, Kegan Paul, 1943. <<
[80] En obras pasadas y pendientes de publicación, F. A. Hayek ha
elaborado este punto en detalle. Véase su Studies in philosophy,
politics, and economics, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1967
[trad. esp.: Estudios de filosofía, política y economía, Madrid, Unión
Editorial, 2007]; véase también su Law, legislation, and liberty, vol.
1: Rules and order, Chicago, University of Chicago Press, 1973. <<
[81] Después de escribir este capítulo, descubrí que el ejemplo del
despertador lo utilizó John C. Hall para ilustrar a grandes rasgos el
mismo punto. Más en general, la interpretación cuidadosa y
persuasiva de Hall de la obra de Rousseau señala que muchos de los
elementos del análisis contractual desarrollado aquí se pueden
encontrar en Rousseau. Aquellos puntos en los que Rousseau se
distancia de Hobbes, según la interpretación de Hall, marcan los
límites comparables de Hobbes para mi propio análisis. Véase Hall,
Rousseau: An introduction to his political philosophy, Londres,
Macmillan, 1973; el ejemplo del despertador se encuentra en la
página 95. <<
[82] Incluso en este modelo sencillo del autogobierno surgen
cuestiones psicológicas complejas. Como dice McIntosh: «La idea de
autocontrol es paradójica a menos que se suponga que la psique
contiene más de un sistema de energía, y que estos sistemas de
energía tienen algún grado de independencia unos de otros» (The
foundations of human society, pp. 122 y ss.). Véase también Gordon
Rattray Taylor, «A new view of the brain», en Encounter, febrero de
1971, pp. 25-37. <<
[83]Véase Rousseau, The social contract, vol. 38 de Great books of
the Western world, Chicago, Encyclopaedia Britannica, 1952, p. 393.
<<
[84]Locke, Second treatise of civil government, Chicago, Henry
Regnery, Gateway Edition, 1955, pp. 11 y ss. <<
[85]Este principio fue plenamente reconocido en ciertas etapas de la
historia constitucional inglesa. <<
[86] Debería subrayarse esta relación entre el conjunto de bienes y
de servicios que podrían tener estas características, y la asignación
de derechos particular en el contrato constitucional básico. La línea
divisoria entre bienes privados y públicos depende, en parte, de
cómo se definen los derechos de propiedad de las personas. <<
[87]Aunque no reconoce la distinción que se hace aquí, un artículo
reciente aplica un enfoque económico útil a la institución del jurado.
Véase Donald L. Martin, «The economics of jury conscription», en
Journal of Political Economy, N.º 80, julio-agosto de 1972, pp. 680-
702. <<
[88]
Para una elaboración de este análisis, véase James M. Buchanan
y Gordon Tullock, The calculus of consent: Logical foundations of
constitutional democracy, Ann Arbor, University of Michigan Press,
1962. <<
[89] Para un examen detallado del requisito de uniformidad de los
impuestos bajo la Constitución de los Estados Unidos, tal como la
interpretan históricamente los tribunales, y con especial énfasis en la
asimetría entre el lado de los impuestos y el lado del gasto del
presupuesto en este sentido, véase David Tuerck, «Constitutional
asymmetry», en Papers on Non-Market Decision Making, N.º 2,
1967. (Esta revista es ahora Public Choice). O, más
exhaustivamente, véase Tuerck, «Uniformity in taxation,
discrimination in benefits: An essay in law and economics»,
disertación doctoral, University of Virginia, 1966. <<
[90] Un artículo general que cubre material en muchos sentidos
similar al que se trata aquí es el de W. H. Riker, «Public safety as a
public good», en E. V. Rostow (ed.), Is law dead?, Nueva York, Simon
and Schuster, 1971, pp. 379-385. <<
[91] El análisis se aplica solo a la «ley» que de hecho puede ser
descrita como «pública». En términos técnicos, el objeto de análisis
es la «ley» que implica la eliminación de deseconomías externas
generales o la creación de economías externas generales, no la
«ley» que trata de regular la conducta individual que tal vez no
guarde relación con el alcance de los efectos externos. Por ejemplo,
una ley que me exige que vacune a mi perro contra la rabia
claramente merece ser considerada, porque al hacerlo estoy
ejerciendo economías externas sobre todos los demás miembros de
la comunidad. En contraste, la descripción del «carácter público»
apenas podría abarcar a una ley que pueda impedirme adquirir los
servicios de una prostituta.
Mi uso de la «ley» en este sentido es similar al que emplea
Rousseau. Véase Rousseau, The social contract, vol. 38 de Great
books of the Western world, Chicago, Encyclopaedia Britannica,
1952, p. 399. <<
[92]Para un examen general, véase Paul Craig Roberts, Alienation
and the Soviet economy, Albuquerque, University of New Mexico
Press, 1973, cap. 3; Paul Craig Roberts, «An organizational model of
the market», en Public Choice, N.º 10, primavera de 1971, pp. 81-
92. <<
[93]
Véase Thomas Ireland, manuscrito de «Public order as a public
good», Chicago, Loyola University, 1968. El análisis de Ireland es
uno de los pocos que parece basarse en un reconocimiento de los
puntos centrales que se subrayan aquí. <<
[94] Puede parecer que esta argumentación se relaciona con el
análisis de la regulación directa y de las multas a quienes
contaminan como políticas alternativas a la hora de lidiar con la
contaminación, pero cuando se hace un examen más detallado, se
ve que las dos argumentaciones están bien diferenciadas. El análogo
de la contaminación solo concierne a las decisiones colectivas sobre
la cantidad de limpieza (el bien público) y sobre la forma de
compartir sus costes. La regulación directa sí encarna un esquema
de reparto de costes determinado, que impone costes
diferencialmente más altos a aquellos que valoran más su libertad de
acción. Este es el equivalente a adoptar cualquier cantidad de
restricción conductual o ley, tal como se trató en el texto. El cobro
de multas a quienes contaminan ofrece un método alternativo para
lograr los objetivos elegidos, junto con una forma alternativa de
compartir sus costes. Pero las multas a quienes contaminan no son
análogas a las modificaciones o a los ajustes en la distribución del
precio de los impuestos a la hora de producir un acuerdo más amplio
sobre las cantidades preferidas en el modelo ortodoxo de los bienes
públicos. <<
[95] Para un análisis ampliado, véase James M. Buchanan y Gordon
Tullock, The calculus of consent: Logical foundations of constitutional
democracy, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1962,
especialmente el capítulo 10. <<
[96] Para un desarrollo de este enfoque, véase H. Aaron y M.
McGuire, «Public goods and income distribution», en Econometrica
N.º 38, noviembre de 1970, pp. 907-920 [trad. esp.: «Los bienes
públicos y la distribución de la renta», en Hacienda Pública Española,
N.º 107, 1987, pp. 338-350]; M. McGuire y H. Aaron, «Efficiency and
equity in the optimal supply of a public good», en Review of
Economics and Statistics, N.º 51, febrero de 1969, pp. 31-39. Véase
también William H. Breit, «Income redistribution and efficiency
norms» (artículo presentado en la Conferencia sobre Redistribución
del Ingreso del Urban Institute en 1972, pendiente de publicación en
el volumen de actas de la conferencia). <<
[97]Para una aplicación con tintes raciales perturbadores, véase
Andrew Hacker, «Getting used to mugging», en New York Review of
Books, 19 de abril de 1973. <<
[98] Una explicación alternativa, pero relacionada, del orden
observado se basa en la hipótesis de que los individuos siguen
ciertas reglas no porque estas han sido formalmente promulgadas
como ley o debido a la aceptación de preceptos éticos, sino tan solo
porque son reglas que existen. El origen de las reglas, desde este
punto de vista, es en esencia resultado de una evolución en un
sentido imprevisible. Esta hipótesis cuenta con el apoyo de F. A.
Hayek. Véase su Law, legislation, and liberty, vol. 1: Rules and
order, Chicago, University of Chicago Press, 1973. Hayek cita, al
elaborar la hipótesis específica del «hombre como un cumplidor de
normas», un libro de R. S. Peters, The concept of motivation,
Londres, 1959. <<
[99] El testimonio de Jeb Magruder ante el Comité Watergate del
Senado de los Estados Unidos en junio de 1973 supone un ejemplo
excelente de esta interrelación. Magruder justificó los alejamientos
de los requisitos legales formales por parte de los partidarios de
Nixon con el argumento de que se había observado reiteradamente
cómo los activistas antiguerra de fines de la década de 1960 y
principios de la de 1970 incumplían leyes formales sin ser sometidos
a los castigos que presumiblemente correspondían a tales
incumplimientos. <<
[100]Para un análisis específico de este efecto en un escenario de
externalidades, véase mi «Externality in tax response», en Southern
Economic Journal, N.º 32, julio de 1966, pp. 35-42. <<
[101] Para un análisis relacionado con este tema, véanse mi «A
behavioral theory of pollution», en Western Economic Journal, N.º 6,
diciembre de 1968, pp. 347-358; y mi «Public goods and public
bads», en John P. Crecine (ed.), Financing the metropolis, vol. 4:
Urban Affairs Annual Review, Beverly Hills, Sage Publications, 1970,
pp. 51-72. Véase también James M. Buchanan y Marilyn Flowers,
«An analytical setting for a taxpayers’ revolution», en Western
Economic Journal, N.º 7, diciembre de 1969, pp. 349-359. <<
[102]Para un examen general que presenta varios ejemplos útiles,
véase Thomas C. Schelling, «The ecology of micromotives», en
Public Interest, N.º 25, otoño de 1971, pp. 59-98. Véase también su
«Hockey helmets, concealed weapons, and daylight saving»,
Discussion Paper N.º 9, Public Policy Program (John F. Kennedy
School of Government, Harvard University, julio de 1972). Para un
análisis aplicado a criterios éticos, véase mi «Ethical rules, expected
values, and large numbers». <<
[103]Como lo atestigua el tristemente famoso juicio sobre la trampa
de proyectiles de Iowa. Para un examen general de las leyes
estatales, véase Richard A. Posner, «Killing or wounding to protect a
property interest», en Journal of Law and Economics, N.º 14, abril
de 1971, pp. 201-232. <<
[104] Para un análisis del dilema del castigo en un escenario
diferente, véase mi artículo «The samaritan’s dilemma», en Edmund
S. Phelps (ed.), Altruism, morality, and economic theory, Nueva York,
Russell Sage Foundation, 1975. <<
[105]Para un examen general de las distintas concepciones del
«coste» que tiene relevancia aquí, véase mi libro Cost and choice:
An inquiry in economic theory, Chicago, Markham Publishing Co.,
1969. <<
[106] Mi análisis indica que el castigo de los incumplidores que se
observa, ceteris paribus, impone una pérdida de utilidad a los
miembros representativos de la sociedad. Quizás esto no sea verdad,
especialmente en relación con los delitos graves. Al observar la
retribución, o que «se ha hecho justicia», es posible que los
individuos de hecho obtengan beneficios o aumentos de utilidad, lo
cual no modificará el análisis como tal, aunque sí hará que el
problema que se está discutiendo sea menos grave de lo que lo sería
de otra manera. En el extremo, si la persona media o representativa
de la comunidad de hecho disfrutara de ver que se castiga a otros,
la dirección de la parcialidad que se introduce cuando esto se tiene
en cuenta sería lo contrario de lo que he sugerido. Mi propia opinión
es que mi examen describe las actitudes sociales modernas con
mucha mayor precisión que la contraria. <<
[107]
Véase Montesquieu, The spirit of the laws, vol. 38 de Great
books of the Western world, Chicago, Encyclopaedia Britannica,
1952, p. 35 [trad. esp.: Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos,
2007]. <<
[108] El argumento que se desarrolla aquí es, por supuesto, en
esencia una teoría contractualista del castigo, que se diferencia de
una teoría utilitaria, aunque hay aspectos relacionados. En una
teoría auténticamente contractualista, no se plantea ningún
problema relativo al «derecho» de algunas personas a castigar a
otras, dado que, de hecho, se presume que los individuos que se
encuentran en el contrato social implícito que representa cualquier
orden legal han elegido ser castigados como lo establece la ley
cuando la incumplen. En este sentido, mi argumentación parece ser
cercana a la que presentaron Kant y, especialmente, Hegel. En la
teoría hegeliana, y en lo que respecta al uso que Marx hizo de ella,
véase Jeffrie G. Murphy, «Marxism and retribution», en Philosophy
and Public Affairs, N.º 2, primavera de 1973, pp. 217-243. <<
[109]Sobre esta compensación, junto con un examen de algunas de
las implicaciones en materia de políticas, véase Thomas Ireland,
«Public order as a public good». <<
[110] Véase Gary Becker, «Crime and punishment: An economic
approach», en Journal of Political Economy, N.º 76, marzo-abril de
1968, pp. 169-217 [trad. esp.: Andrés Roemer (comp.), «Crimen y
castigo: un enfoque económico», en Derecho y economía: una
revisión de la literatura, México, Fondo de Cultura Económica, 2000,
pp. 383-436]; Gordon Tullock, The logic of law, Nueva York, Basic
Books, 1971; George Stigler, «The optimum enforcement of laws»,
en Journal of Political Economy, N.º 78, mayo-junio de 1970,
pp. 526-536 [trad. esp.: «La aplicación óptima de las leyes», en
Información Comercial Española, N.º 541, septiembre de 1978,
pp. 9-15]; Gary Becker y George Stigler, «Law enforcement,
corruption, and the compensation of enforcers», mimeo (artículo
presentado en la Conferencia sobre Capitalismo y Libertad,
Charlottesville, Virginia, Estados Unidos, octubre de 1972) [trad.
esp.: «La aplicación de las leyes, la corrupción y la remuneración de
los jueces», en Revista Española de Control Externo, vol. 1, N.º 3,
1999, pp. 164-190]. <<
[111]En parte, este descuido del análisis de las reglas preferidas a la
hora de tomar decisiones colectivas corrientes, y de las propiedades
de eficiencia de reglas alternativas tiene su origen en el tratamiento
anterior de estas cuestiones. Véase James M. Buchanan y Gordon
Tullock, The calculus of consent: Logical foundations of constitutional
democracy, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1962. <<
[112]Las obras modernas cruciales sobre la paradoja del voto son
Kenneth Arrow, Social choice and individual values, Nueva York,
Wiley, 1951; y Duncan Black, Theory of committees and elections,
Cambridge, Cambridge University Press, 1958. <<
[113] Para un análisis más extenso de estos puntos, véase mi
«Individual choice in voting and the market», en Journal of Political
Economy, N.º 62, agosto de 1954, pp. 334-343, reimpreso en Fiscal
theory and political economy, Chapel Hill, University of North
Carolina Press, 1960; y Gordon Tullock, «Public decisions as public
goods», en Journal of Political Economy, N.º 79, julio-agosto de
1971, pp. 913-918. <<
[114]
Véase John Passmore, The perfectibility of man, Londres,
Duckworth, 1970, pp. 90 y ss. <<
[115]Para una historia excelente, véase R. R. Palmer, The age of
democratic revolution, 2 vols., Princeton, Princeton University Press,
1959, 1969. <<
[116]Para un tratamiento muy general e inicial, véase James M.
Buchanan y Alberto di Pierro, «Pragmatic reform and constitutional
revolution», en Ethics, N.º 79, enero de 1969, pp. 95-104. <<
[117]Véase C. E. Lindblom, «Policy analysis», en American Economic
Review, N.º 48, junio de 1958, pp. 298-312. <<
[118] No está claro que los costes indirectos deban, de hecho,
asociarse a elecciones específicas. Estos costes surgen del tamaño
del presupuesto en general, y los generan todos los proyectos en
conjunto. El problema de la imputación aquí es idéntico al que se
produce en todos los problemas de costes compartidos. <<
[119] El análisis en esta sección se ha limitado a aquellas
interdependencias entre componentes presupuestarios que tienden a
generar una expansión excesiva de las tasas de gasto total a menos
que se impongan restricciones en el plano constitucional. Los datos
del gasto gubernamental moderno deberían ser suficientes para
convencer hasta al observador más escéptico de que estas son las
interdependencias que importan. Por supuesto, el análisis puede
aplicarse a las interdependencias que tienden a reducir el gasto total
por debajo de los límites de la eficiencia, considerada en un sentido
amplio. Esto podría surgir, por ejemplo, si ciertos componentes
presupuestarios distintos fueran complementarios en las funciones
de utilidad individuales. Sin embargo, claramente estaría más allá de
los límites de lo creíble argumentar que estas interdependencias que
reducen el presupuesto son mayores que las que incrementan el
presupuesto. <<
[120]Para un examen detallado en este mismo sentido con respecto
a los requisitos constitucionales de uniformidad impositiva y de
asimetría en la cuenta fiscal entre los lados correspondientes a los
impuestos y al gasto en los Estados Unidos, véase Tuerck,
«Constitutional asymmetry»; y Tuerck, «Uniformity in taxation»,
disertación doctoral, Universidad de Virginia, 1966. <<
[121]Como indica el análisis, tenderá a haber una excesiva expansión
del tamaño del sector público en las condiciones que se postularon.
Es más, estas condiciones son representaciones abstractas del
mundo real. Debería subrayar de nuevo, sin embargo, que el análisis
como tal es plenamente simétrico. Si postuláramos reglas que
permitan la no uniformidad y la no generalidad en el cobro de
impuestos a la vez que requieran que todos los proyectos de gasto
generen beneficios de manera uniforme o general para todos los
ciudadanos, la votación por mayoría tendería a producir un sector
público que resultaría demasiado pequeño cuando se mide en
relación con criterios de eficiencia estándar. La asimetría surge del
registro histórico, no del análisis. Las constituciones, tal como han
sido interpretadas, sí encarnan el requisito de que se imponga un
cobro de impuestos general. No encarnan un requisito comparable
en el lado de los beneficios. Esta afirmación general solo queda
levemente mitigada por la admisión de que hay lagunas especiales
en la estructura impositiva que modifican el patrón en dirección a la
simetría. <<
[122] Para un examen ampliado sobre la reciprocidad de favores entre
políticos, así como otros análisis relevantes a la discusión anterior,
véase James M. Buchanan y Gordon Tullock, The calculus of
consent: Logical foundations of constitutional democracy, Ann Arbor,
University of Michigan Press, 1962. <<
[123] Esta «renta política» puede ser directamente convertible en un
equivalente monetario, pero no es necesario que lo sea. Tanto el
comportamiento de los políticos incorruptibles como el de los
corruptibles se puede incorporar al modelo general. El atractivo de la
«renta política» dependerá, en parte, de la compensación de los
políticos. Con sueldos oficiales lo bastante altos, es posible que se
vean atraídas a la política personas que adscriben valores
relativamente bajos al componente de la «renta política».
Para un análisis general de la «renta política» y su influencia en los
presupuestos, véase Robert J. Barro, «The control of politicians: An
economic model», en Public Choice, N.º 14, primavera de 1973,
pp. 19-42. Véase también Thomas R. Ireland, «The politician’s
dilemma: What to represent», en Public Choice, N.º 12, primavera
de 1972, pp. 35-42. <<
[124]En la medida en que pueden abrirse lagunas impositivas para
beneficio de subgrupos especializados, hay oportunidades
disponibles para los funcionarios potencialmente corruptos del lado
de los impuestos. Sin embargo, como se apuntó antes, estos
alejamientos de la generalidad en el plano de los impuestos parecen
ser relativamente pequeños en comparación con los que prevalecen
en el lado de la cuenta correspondiente a los gastos. <<
[125]Gran parte del análisis en esta sección se basa en un conjunto
de artículos sobre crecimiento gubernamental que se prepararon en
el Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia en 1972 y
1973, incluidos en Thomas Borcherding (ed.), Bureaucrats and
budgets, Duke University Press, de próxima aparición [Budgets and
bureaucrats: The source of government growth, Durham, NC, Duke
University Press, 1977]. <<
[126]Para un análisis que compara el punto de vista más antiguo con
el más moderno, véase Vincent Ostrom, The intellectual crisis in
American public administration, Alabama, University of Alabama
Press, 1973. <<
[127]
Para un reconocimiento inicial de esto, véase Gordon Tullock,
The politics of bureaucracy, Washington, DC, Public Affairs Press,
1965. <<
[128]Para un análisis que desarrolle en detalle ese aspecto del
comportamiento burocrático, véase William A. Niskanen,
Bureaucracy and representative government, Chicago, Aldine-
Atherton, 1971. <<
[129]Las grandes guerras han influido sobre esta tasa de crecimiento
del sector público, y los efectos de desplazamiento de tales
emergencias sin duda han contribuido a la aceleración. Véase A. T.
Peacock y Jack Wiseman, Growth of public expenditures in the
United Kingdom, Nueva York, National Bureau of Economic
Research, 1961 [trad. esp.: El crecimiento del gasto público en el
Reino Unido, en Dinámica del gasto público, Madrid, Ministerio de
Hacienda, Instituto de Estudios Fiscales, 1974].
No obstante, la verdadera explosión de fines de la década de 1960 y
principios de la de 1970 no puede explicarse de manera expeditiva
con la tesis de Peacock y Wiseman. La guerra de Vietnam no fue la
influencia causal más importante en esta explosión. <<
[130] Mi crítica básica a la profunda interpretación de la historia
moderna de F. A. Hayek y a sus diagnósticos de mejora se centra en
su aparente creencia o fe en que la evolución social garantizará de
hecho la supervivencia de formas institucionales eficientes. Hayek
tiene tan poca confianza en los intentos explícitos del hombre de
reformar instituciones que acepta sin ninguna crítica la alternativa
basada en la evolución. Sin embargo, podemos compartir gran parte
del escepticismo de Hayek respecto a la reforma social e institucional
sin elevar a un papel ideal el proceso de evolución. Ciertamente, es
posible que la reforma sea difícil, pero esto no es un argumento para
señalar que su alternativa es ideal. Véanse F. A. Hayek, Law,
legislation, and liberty, vol. 1: Rules and order, Chicago, University
of Chicago Press, 1973, y también sus Studies in philosophy, politics,
and economics, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1967.
Para un análisis general de la interacción individual en la que el
dilema social caracteriza los resultados, véase Gordon Tullock, The
social dilemma, de próxima aparición [Blacksburg, VA, University
Publications, 1974]. <<
[131]Los costes siempre tienen que estar ligados a la elección
específica que se adopta. Los costes de un conjunto de reglas entre
conjuntos alternativos se miden de manera distinta de los costes de
las reglas, en general, cuando la alternativa es la ausencia de
normas. Sobre los problemas de definir los costes de oportunidad,
véase mi Cost and choice. <<
[132] En este libro he evitado deliberadamente la discusión de los
argumentos ético-morales de ceñirse a las reglas, de cumplir la ley.
Estos argumentos han sido objeto de un renovado interés desde la
desobediencia civil generalizada de la década de 1960. Para un
análisis que relacione estos argumentos con el tipo de gobierno,
véase Peter Singer, Democracy and disobedience, Oxford, Clarendon
Press, 1973 [trad. esp.: Democracia y desobediencia, Barcelona,
Ariel, 1985]. <<
[133]La división de la antigua «economía política» en las disciplinas
modernas separadas de la «economía» y la «ciencia política» fue
parcialmente responsable de la confusión intelectual que tuvo lugar.
Los economistas, en general, tendieron a seguir siendo analistas
positivos, al menos en su examen de los procesos de mercado o de
intercambio. Los politólogos, en contraste, tendieron a ser
normativos en su tratamiento de los procesos gubernamentales.
Como resultado, la elección social entre alternativas de organización
a menudo se basaba en una comparación entre una institución real,
por un lado, y una ideal por el otro. Sobre este punto, véase David
B. Johnson, «Meade, bees, and externalities», en Journal of Law and
Economics, N.º 16, abril de 1973, pp. 35-52. <<
[134] Aunque las ideas que se reflejan aquí, como en otros lugares,
tienen sus raíces en un discurso anterior, la revolución moderna a la
hora de pensar en la elección política dentro de la democracia parte
de las obras de Kenneth Arrow y Duncan Black Arrow, Social choice
and individual values, y Black, Theory of committees and elections.
Ambas obras habían sido anticipadas en artículos que se publicaron
antes. Mi propio interés en la teoría de la elección colectiva se señaló
en artículos publicados en 1950 y 1954, todos los cuales se
reimprimieron en mi libro Fiscal theory and political economy. En
otra obra, publicada en 1957, Anthony Downs analizó los partidos
políticos de una manera análoga al análisis de las empresas
maximizadoras de beneficios. Véase su An economic theory of
democracy, Nueva York, Harper and Row, 1957 [trad. esp.: Teoría
económica de la democracia, Madrid, Aguilar, 1973]. <<
[135] Al igual que ocurrió con las teorías de la elección colectiva, las
teorías modernas de la burocracia tienen antecedentes en la
bibliografía tradicional. Pero el cambio moderno en el paradigma
burocrático se puede atribuir a unas pocas obras básicas. Véase
Tullock, The politics of bureaucracy; Anthony Downs, Inside
bureaucracy, Boston, Little, Brown, 1967; Niskanen, Bureaucracy
and representative government. Para un contraste entre la
concepción más nueva y la tradicional, véase Ostrom, The
intellectual crisis in American public administration. <<
[136]Dahl y Lindblom plantearon que la era de las alternativas
grandilocuentes (el término es suyo) ha terminado, y su
argumentación apoya la eficacia de las alternativas pragmáticas.
Véase R. A. Dahl y C. E. Lindblom, Politics, economics, and welfare,
Nueva York, Harper and Row, 1953 [trad. esp.: Política, economía y
bienestar: La planificación y los sistemas político-económicos
reducidos a procesos, Buenos Aires, Paidós, 1971]. <<
[137] En El cálculo del consenso, Gordon Tullock y yo examinamos la
estructura de las reglas para la adopción de decisiones colectivas en
un escenario que guarda una relación más estrecha con el que
utiliza Rawls. Hicimos la siguiente pregunta: ¿Qué tipo de estructura
de decisión política podría preverse que surgiría de un escenario
constitucional en el cual los participantes individuales no estén
seguros de sus propias posiciones en las secuencias
posconstitucionales? <<
[138] Algunas implicaciones de tratar los derechos al voto como
derechos de propiedad valorados por los individuos se examinaron
en mi artículo «The political economy of the welfare state», artículo
de investigación número 808231-1-8, Center for Study of Public
Choice, Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia, junio
de 1972. Este artículo se preparó para la Conferencia sobre
Capitalismo y Libertad en honor del profesor Milton Friedman, que
tuvo lugar en Charlottesville, Virginia, en octubre de 1972. El artículo
se publicará en el volumen de actas de la conferencia, editado por
Richard Selden. <<
[139] Bajo cualquier orden legal-constitucional que defina derechos
individuales, se debe guardar una relación con la estructura
esperada de las reivindicaciones en el «equilibrio natural» de la
anarquía auténtica. A medida que se modifica esta última
distribución, es posible que se modifiquen las fortalezas relativas de
las reivindicaciones bajo el orden legal existente, para hacer surgir
posibles márgenes de acuerdo para una redefinición constitucional.
Para un análisis más extenso, véase Gordon Tullock (ed.),
Explorations in the theory of anarchy, Blacksburg, VA, Center for
Study of Public Choice, 1972. <<