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Cuentos

para leer
en el Bondi
4
Gerard Cuello
Sol Monzón
María García Marichal
Ignacio Burguez Pérez
Fernando Gutiérrez Almeira
En Instagram:
@solmonzonrey, @nachito_bur,
@gerardcuello, @fernandogutierrezalmeira
@mariagarciamarichal
Revelación
Por Sol Monzón

La noche era fría en la cumbre de la montaña. Con su


pecho al aire, sin ropa alguna, la ventisca helada azotaba su
cuerpo sin piedad mientras sus piernas temblorosas se
resistían a salir de su sitio. Era carne; músculos y huesos a la
intemperie, azotados por la crueldad de un frío helado. Él no
era nada o parecía no serlo en ese lugar y en esa
vulnerabilidad, sabiendo que la tempestad podría arrasar con
él al igual que un muñeco de nieve, un susurro inaudible se
coló a través del ruido tempestuoso que el viento emitía en las
alturas. Escuchó: “Eres libre”, sabiendo que, aunque el
susurro ocurriera en su mente, no había sido él quien lo había
producido, o tal vez sí. “Sí, eres tú”. De nuevo. Era él y a la vez
no, no supo explicárselo a sí mismo, pero ahora era consciente
del flujo de sus pensamientos, más apacibles que el flujo
atronador que giraba a su alrededor como un remolino, o las
oleadas de gente que lo habían colmado y habían revoloteado
como mariposas a su alrededor durante el transcurso de su
vida. Algunas fotos pasaron por su mente. ¡Flash! Algunas
viejas caras y el momento en que se presentó en un concierto
musical y falló estrepitosamente al intentar acertar varias
notas como si nunca antes hubiera tocado la pieza que con
tanto esmero y durante meses había estudiado.
—Aaaaaaaaaahhhhhhhh!!!!!!!
Quería dejar ir, despegar esas imágenes de su interior
para siempre, desenterrar y desterrar su pasado. Anhelaba
paz y retiro, como los que aquella cumbre brindaba y él no
lograba experimentar. Una claridad lo inundó. Se sentó en la
posición de flor de loto, frente al abismo, sintiendo la grandeza
circundante que fácilmente podría tragárselo. La belleza era
mayor que el peligro y, de todas formas, sabía que estaba a
salvo. Luego de meditar hasta sentirse ligero como una pluma
abrió los ojos, miró una vez más el paisaje, se puso de pie,
luego en un pie (para sentirse equilibrado). Más tarde
emprendió el camino de regreso sin apuro. El vendaval había
cesado. ¿Para qué seguir enraizado a todo aquello que le
pesaba? Era mejor estar lejos, en la distancia.
“¿Pero hasta cuándo podrías estar solo?”, escuchó. No sé,
se dijo, y algunas lágrimas que fueron levemente arrastradas
por la brisa rodaron tibias por sus mejillas. Su corazón aún
amaba a algunas personas. La humanidad, con sus virtudes y
oscuridades, era su hermana. Sería egoísta aislarse teniendo
tanto para dar ¿Qué mejor que dárselo a sus iguales?
El anhelo de un bosque frondoso, un lago imperturbado o
unas montañas como estas que había decidido ir a visitar
durante tres días en absoluta soledad, bailoteaban suaves y se
posaban en el motivo de sus deseos. Al menos, así lo era por el
momento, y pronto tal vez ya no lo fuera porque la versatilidad
era su propio torrente sanguíneo.
Sabía que podía regresar a sí mismo y a los paisajes
cuando quisiera, y así lo haría, intentando escuchar su voz
interior cuando la muchedumbre de voces ensordeciera la
suya. Cuando llegó a su casa no era la misma persona. En
apariencia sí, pero algo dentro suyo se sentía más amplio,
pacientemente dispuesto y a la espera de nuevas
oportunidades.
Semáforo:

Por Gerard Cuello

Semáforo 🚦, verde, avanzo, cambia, rojo, retrocedo, canto


por lo bajo “Maldición”, en especial por que no poseo el inglés
para cantar “Broken Boy”
— ¡El poeta de Las Piedras! — Sonrío, saludo con la
mano.
Un hombre, veterano, una mujer, joven. Reparten listas
para los blancos.
El semáforo cambia, ahora es verde, avanzo.
— ¡El Poeta de Las Piedras! — exclama el veterano.
— ¿Cómo está? — Sonrío, me acerco.
— ¿Y cómo van esas Poesías de la profundidad humana
que… — Ruido, autos, no entiendo, no capto.
— ¿Cómo dice?
— ¿Cómo van esas Poesías de la profundidad humana
que… — Algo escucho, algo entiendo, algo capto.
Dudo ¿Soy honesto? ¿Digo algo ingenioso? ¿Quizá algo
automático y convencional? Demasiados segundos, alarma,
tiempo de reacción, incomodidad. Habla, actúa, decide… No
hay tiempo.
— ¡Muy bien! ¡Muy bien tenés que decir! — Sonríe, me
da la mano, me fastidia la respuesta, pero no lo culpo,
devuelvo la sonrisa.
¿Por qué tengo que decir muy bien? ¿Y si no es cierto?
¿Qué tal que va mal? ¿Qué tal que bien y mal no bastan a
describir aquello que su pregunta busca encontrar?
Amago a irme, la muchacha ni palabra. El hombre me
detiene con su voz.
— ¿Cómo va? — ¿Otra vez? Quiere ser amable, quiero
ser amable también y, no obstante, hastío, cansada espalda de
monstruo, frustrado enojo.
— Sobrevivo
— ¿Cómo dice? — no escucha, no entiende, no capta.
— Sobrevivo…
Aquí, detrás de vos

Por María García Marichal


Para Lorena

Es temprano. Todavía las puertas del liceo no se abrieron


y hay algunos chiquilines que esperan. Son los que llegan en
los ómnibus, que vienen de lejos y pasan frío hasta que alguien
se apiada y los deja entrar. Todos los días es igual. Yo aquí,
sentada en el murito bajo la galería, los observo sin
acercarme; prefiero mantenerme a distancia, callada,
mirando. Es mi esencia: hablar poco, escuchar mucho, no
juzgar.
Mi madre me dice que tengo que cambiar esa actitud
pasiva, que tengo que socializar más, que necesito
herramientas para cuando trabaje y que así, tan callada y
distante, no voy a llegar adónde quiero. La verdad es que aún
no sé qué quiero. Por ahora, solo venir al liceo, estudiar,
conversar con algunos de mis compañeros y volver a casa, a
mi refugio, a mi cuarto y a mis cosas.
Por fin alguien abre las puertas y entramos; ellos, los que
esperaban en el frío, entran como una tromba. Yo voy atrás,
despacio. Es temprano. Me gusta esta sensación de calma
previa al timbre de entrada, porque escucho algunas risas y
charlas inesperadas, huele a limpio y hay mucho espacio para
andar.
De pronto, Lorena aparece en la escalera. Le sonrío, pero
no me ve: viene cargada de carpetas, horarios y llaves,
concentrada en el trabajo que empieza como cada mañana,
organizando los grupos que no tienen profesor, llamando a
padres, pasando calificaciones. Se la ve cansada y yo, que me
siento cómoda con ella como con nadie aquí, no puedo
distraerla.
Cuando abre la oficina, voy tras ella. La llamo y se vuelve.
Me mira un largo rato como si no me conociera y me da la
espalda. Me pregunto qué le pasa; tal vez hice algo que no le
gustó, porque jamás, jamás la vi así. Empiezo a preocuparme.
Hoy mi madre ni siquiera se despidió de mí, acurrucada en el
sillón; mi hermana estaba despierta mirando por la ventana,
callada, seria. Ahora Lorena.
_Lorena. Aquí, detrás de vos.
Le toco el hombro con mis dedos y veo por encima de su
pelo rubio mi ficha. Sí, es mi ficha, es mi foto, soy yo. Ella
cierra la carpeta y la mira mucho, mucho tiempo, hasta que la
guarda en un archivador que está muy alto en el mueble.
_Lorena…
Ella seca una lágrima que se desliza hacia el mentón.
Creo que entiendo. Ya no estoy aquí. No soy visible, ni audible,
ni nada. Lorena cierra la oficina y sube la escalera mientras la
veo por última vez. Debo irme. Me doy la vuelta y salgo a la
mañana que recién empieza, no tengo frío, solo una sensación
de realidad completa. Es como si todo se hubiera vuelto más
claro, más nítido, perfectamente definidos los perfiles de las
cosas y de las personas. Un perrito pasa a mi lado y me mira,
mueve la cola y sigue su camino; me hace reír que él pueda
percibirme.
_Creo, perrito, que voy a seguir tu ejemplo.
Empiezo a andar por la vereda de todos los días. El perro
me espera y seguimos, uno junto al otro, adónde sea que
vayamos.
La vida era simple

Por Fernando Gutiérrez Almeira

Mamá era mi peluquera personal, y no había detalle en mi


pelo que ella quisiera ahorrar para asegurarse de que me
viera bella. Papá era un hombre feliz y no dejaba de decir a
parientes y amigos que mejor mujer que mamá no habría en su
vida y que yo, su hija querida, lo llenaba de dicha con mi
alegría constante.
Mamá tenía muy buenos ingresos con su trabajo de
peluquera y acudían a ella decenas de clientas ansiosas de
recibir en sus cabellos el toque de sus manos. Todo lo hacía
bien y a buen ritmo, y no le faltaban gruesas propinas. Yo me
sentía privilegiada pues mientras a su clientela le prestaba
una atención apresurada, aunque cuidadosa, en los detalles de
mi peinado o la coloración de mi pelo se demoraba
amorosamente. Y gracias a ella en la casa no faltaba nada.
Pero la buena fortuna que llevaba en las manos se
trastocó. El excesivo esfuerzo diario le produjo una tendinitis a
la que por mucho tiempo no quiso prestar atención. Persistió
en seguir siendo la misma mujer trabajadora siempre, la
misma que llevaba adelante el hogar con el apoyo de papá
que, siempre escaso de trabajo como jornalero de la
construcción, no se negó nunca a las tareas de la casa. La
tendinitis no la perdonó y se le hizo crónica. El dolor y la
inmovilidad muscular la obligaron a abandonar su profesión.
Fue un momento demasiado triste en su vida como para que
no termináramos llorando juntas.
Papá quiso remediar la situación. Salió a buscar un
trabajo fijo desesperadamente que finalmente apareció. Un
amigo le consiguió un puesto de portero en un edificio de
apartamentos en Pocitos. El sueldo era excelente y la tarea no
era para nada agobiante. Con su salario pudo rehacer la
tranquilidad económica en nuestro hogar y poco a poco mamá
se resignó a no ser ya la mujer independiente que había sido.
A partir de ahí fue un ama de casa hasta donde la tendinitis se
lo permitió. Mi ayuda se le hizo imprescindible.
Parecía que la vida jamás iba a dejar de ser simple, pero
algo pasó por la mente de papá el invierno pasado. Tal vez
otra mujer, nunca lo sabré. De un día para el otro puso toda su
ropa y sus pertenencias personales en dos bolsas y se fue de
casa, dándonos la espalda como si ya no existiéramos. Nos
abandonó sin detenerse a dar explicación de sus motivos,
negándose por completo a mirar atrás. A veces vuelve a casa
de visita, pero solo para dejarle un poco de dinero a mamá con
la cabeza gacha y sin mirarla a los ojos. No tuvo el valor.
Renunció a sostener la vida que llevábamos y como de nuevo
no tiene trabajo fijo, porque no supo cuidarlo, no hay manera
de exigirle nada.
La vida dejó de ser sencilla, y hay días en que ni siquiera
parece vida. Empezamos a subsistir con las viandas del
comedor público y ni soñar con tener internet para distraerse
un poco del silencio en el que vivimos. Mamá no sabe ya de
qué hablar conmigo, se siente derrotada. En el último mes ya
no pudo pagar la luz y no hay a quién pedirle ayuda. El tío
Ruben, su único hermano, hace mucho que se fue del país y se
olvidó de ella. Empezamos a iluminarnos con velas.
Lo único que me queda es seguir yendo al liceo. En una
de esas termino el liceo y logro conseguir un trabajo para
mantenernos. Lástima que no soy buena para estudiar, me
cuesta mucho y la matemática no la entiendo, nunca la voy a
entender, aunque los profes me dejen pasar de año.

El señor D

Por Sol Monzón


Y Fernando Gutiérrez Almeira

Nadie es ubicuo, nadie puede establecer de antemano el


lugar que ocupará en la cuadratura celestial de todas las cosas
ni en el futuro más cercano ni mucho menos en el más lejano.
Hay, sin embargo, seres que se resisten a la imprevisibilidad
universal como si fueran dioses de su propio camino
particular. O al menos eso me hizo pensar siempre, desde que
lo conozco, el señor D.
Como si fuera la sustancia misma de la ciudad, el señor D
parecía estar en todos lados al mismo tiempo y, sin embargo,
cuando alguien preguntaba acerca de él, dudaban haberlo
visto. Pero yo lo veía.
Al principio solo fue encontrarme con él en el club
literario, ver como sacaba un viejo libro cada vez y leía algún
autor de su mayor consideración con la alegría de un niño. Eso
era todo lo que podía esperarse, como con el resto de los
participantes del club: verlo allí y listo. Pero el señor D no
obedecía a los principios generales del comportamiento
humano y creo que ni siquiera obedeció jamás a las leyes
naturales del universo.
Era simpático, un conocido más. No pensé en nada
extraordinario después de encontrármelo varias veces
caminando por las calles del centro, a paso lento y medido,
cuidadoso como si fuera totalmente consciente de su
fragilidad. Siempre iba vestido con humildad y honradez, las
mismas cualidades que su rostro emanaba. Liviano en su
andar, pero con el peso de sus años, lo ví en varias ocasiones
rumbeando hacia algún sitio, ¿o estaría deambulando por el
gusto de hacerlo?
Empecé a sospechar de su condición divina cuando
desde un rincón ensombrecido del club Cézanne, donde tantas
veladas artísticas tuvieron lugar desde que tengo memoria
para el arte, asomaba primero su mano, luego su rostro
sonriente, y me saludaba. En demasiadas ocasiones se
asomaba a saludar. Estaba. No faltaba o si faltaba parecía que
debía estar. Y asì como en el Cézanne, también estuvo
presente en las dos jornadas que disfruté este año en la Criolla
de Las Piedras, en las tres jornadas que viví en el Centro
Cultural, en las cinco jornadas de actividades que tuvieron
lugar en la Fiesta de Primavera de la Intendencia, y no quiero
seguir con la enumeraciòn. No. No puedo seguir.
En realidad, sus repetidas asistencias a esos lugares e
instancias no fueron las que suscitaron mi definitivo asombro,
ya que eran eventos comunitarios de fácil acceso en donde la
mayoría de personas dispuestas a pasar un buen rato hallan su
lugar. Fue, en cambio, lo sucedido el día en que una querida
conocida me invitó a un taller de pintura. No tenía mucha idea
acerca de quiénes asistirían, más que Monet, quien estaría
presente en todas las obras realizadas, y la tallerista. Adivinen
qué pasó. Sí, lo adivinaron. El señor D estaba allí, y estuvo allí
desde el principio hasta el final, sin perderse ningún segundo,
al igual que en todos los encuentros a los que acudía.
¿Era capaz, el señor D, de estar tan presente, tanto que
yo no podía evadirlo, o hasta el punto de que nadie podía
evadirlo en toda la ciudad? Ese día, al pensar en esto, descubrí
por fin que el señor D no es alguien más, sino alguien que
tiene la potestad de estar donde quiere, puede y el destino lo
llama a estar. Por eso, meses más tarde, y habiendo
elucubrado sobre su naturaleza ubicua incluso con mis amigos
como testigos controversiales de mis presunciones acerca de
él, no me extrañe al verlo llegar al funeral de mi suegra.
Cuando me acerqué a él y le pregunté qué hacía allí, su
respuesta acerca de unos familiares lejanos me sonó de lo más
razonable, pero no dejaba de sentir una extraña sensación de
incertidumbre en mi pecho, como si hubiera una pieza
faltante, algo que no lograba descifrar.
Hubo un hecho enteramente revelador acerca de su
papel en el tejido de los acontecimientos. Luego de inaugurada
la plaza central de Las Piedras, la cual había estado desierta
por meses durante su remodelación, todo tipo de personas
regresaron como mariposas a posarse en sus bancos. Viejas
personas de las que había decidido alejarme debido a sus
malos hábitos y vicios estaban ahí sentadas, a la espera de un
reloj sin hora, cuando cruzaba por una de sus veredas. Tal vez
por compasión fue que tomé el impulso de ir a saludarlos,
suponiendo que un breve saludo no ocasionaría ningún daño,
pero algo impactante, casi desconcertante, me volvió a mis
cabales como si me hubieran dado una bofetada.
A pesar de que los lentes negros sobre sus ojos no me
permitieran distinguir a ciencia cierta todos los rasgos de su
rostro, la barba inconfundible y sus pasos parsimoniosos me
hicieron ver que se trataba del mismísimo espía de Dios. Sentí
que el señor D, quien miraba sin mirar, estaba allí para
juzgarme, y quizás para juzgar a todos los que habían sido mis
ex-compinches de parranda. Ocultando el juicio final bajo sus
oscuras gafas, era testigo de todo.
En nueve días me caso. El amor de mi vida y yo tenemos
una larga lista de invitados entre los que no figura el señor D.
No es que no hayamos pensado en invitarlo, aunque nos
atemorizan un poco mis teorías acerca de sus poderes. Es que,
simplemente, no es necesario invitarlo. Va a estar allí. Claro
que sí. No precisa invitación. Nada puede evitar que el señor
D esté presente.
Un Hombre Amable

Por Gerard Cuello

Pasen, ¡vean el espectáculo!!! Es la muerte de un hombre


amable. Fallece ahogado y pronto será enterrado.
Digan adiós, a sus ojos no hay redención, la comprensión
ha sido enterrada en el miedo y el rencor.
Digan adiós, es la despedida de un hombre amable. Se va,
se va y no se alcanzarle.
Es hoy el último día que permanecerá con vida. No deseo
verle morir, ha sido mi amigo y sus pasos siempre seguí, pero
hoy se agota lo que parecía no agotarse.
¿Es justo retenerle? ¿No permitir que descanse?
Pasha y el comandante Shura

Por Fernando Gutiérrez Almeira

El comandante Shura estuvo recluido en Lefortovo


durante más de diez años antes de conseguir la amnistía y
entrar a formar parte de los Wagner. Había terminado allí por
asesinar a dos maleantes que decidieron traicionarlo al
momento de repartir el botín de un robo. Los mató a
cuchilladas. Cuando le dijeron que tenía la oportunidad de
reivindicarse convirtiéndose en un “músico” no lo dudó ni por
un momento, pero pidió un favor poco común. Quiso que le
dejaran llevar consigo a un perro bravucón llamado Pasha que
había sido de su madre, fallecida unos días antes de que él
pudiera presentarse en su casa para darle la buena noticia de
su liberación. No quiso dejarlo en manos de los vecinos y el
perro pareció entender que eran familia.
Shura fue de lo más dedicado a la hora del entrenamiento
militar. Y Pasha se echaba respetuosamente a un costado del
campo de entrenamiento hasta que el terminaba la jornada,
conformándose con que Shura de vez en cuando le acercase
un poco de comida. Era un perro muy inteligente y parecía
entender perfectamente su situación. Solo se escuchaba ladrar
a Pasha cuando los nuevos reclutas se sentaban a la mesa y lo
invitaban a hacerlo tirándole algún hueso de pollo. De alguna
manera el hecho de que su perro llamara la atención de todo
hizo también que Shura empezara a estar en la mira y terminó
hablando de su pasado como ladrón, de una esposa que no le
duró mucho y se fue con un kasajo y de su madre, cuyo
recuerdo le relumbraba en los ojos azules con una ternura que
hacia sonreír a quien lo escuchaba, aunque allí, entre los
wagneritas, era fácil encontrar corazones humildes y al mismo
tiempo capaces de la peor crueldad.
Shura tenía experiencia con morteros obtenida durante su
etapa como conscripto, cuando todavía era joven y decente, y
gracias a ello y a su determinación terminó comandando un
escuadrón. Cada vez que salía con su equipo en una
expedición de ataque Pasha se quedaba esperándolo
pacientemente y era el primero en enterarse de su regreso,
hasta que un día decidió ir tras él. Cuando Shura y sus
muchachos lo vieron llegar al campo de batalla estaban en
plena faena de disparos así que no le pidieron que se fuera. Y
una vez que el equipo volvió a ponerse en movimiento ya no lo
hicieron. Desde ese día, al ver que Pasha no solo era discreto,
sino que también los alertaba de la cercanía de los enemigos
con sus gruñidos, el escuadrón decidió adoptarlo como
mascota. Después de todo, solo un par de semanas atrás un
comando de Spetsnaz había incorporado a un mapache y se
vanagloriaba de ello en Telegram.
A nadie le cabía la menor duda de la valentía de Shura. Y
muchos pensaban que era un hombre sin miedo, aunque no
temerario, de los que hay muy pocos. Por alguna razón Pasha
se parecía a él en eso. Quizás estaban destinados el uno al
otro. Es cierto que Shura solía decir que lo mejor que le podía
pasar en la vida es tener una casa a la que regresar, con una
mujer sentada a la mesa para compartir un buen plato de
comida caliente en invierno, pero lo que le tocó en suerte fue
la lealtad de Pasha. Esa lealtad fue demostrada el día que
Shura murió.
El escuadrón de Shura fue sorprendido por dos
operadores de drones enemigos. Lanzaron una granada que
fue a dar a los pies de Shura. Sus muchachos intentaron
sacarlo de allí, pero él se dio cuenta, todavía consciente, de
que las piernas ya no le servirían para nada. Y dos drones
seguían allí, sobre sus cabezas. Así que a los gritos les dio la
orden de escapar y dejarlo por su cuenta. El único que se
quedó junto a él fue Pasha. Por más que Shura le hizo señas y
le suplicó que se fuera, permaneció junto a él. Les ladraba a
los drones y saltaba hacia ellos con furia como si quisiera
tener alas. Hasta que cayó la segunda granada, que fue letal
para el pobre perro, aunque no terminó de matar a Shura. Al
ver a su amigo muerto, y ya sin esperanzas de sobrevivir,
Shura hizo lo que pudo con su rifle y lo sostuvo a duras penas
con su mano derecha apuntándose al corazón. No quiso que lo
capturasen con vida. Había dicho más de una vez antes de ir al
frente que no soportaría nunca más la humillación de ser un
prisionero. La muerte fue para él una manera de permanecer
libre.

Laberinto
Por Gerard Cuello
Siempre he de volver al mismo dilema eterno, de las palabras
que dicto, de las palabras que leo.
Y he de saber que trágico es mi verborreo, por qué todo
dictado se responde perplejo.
El diálogo un laberinto, sin salida, sin centro. Un mal paso,
dos, me pierdo. Quien piense que bien camina es un necio.
Callad, callad y calladme, no fuere a ser que el minotauro
tenga hambre.
Todo lo dicho es perdido, sus fauces se lo han comido. De las
palabras solo viven las que no han vivido.

El viejo lobo (Metáfora a Dutch)

Por Gimena Peres


El viejo lobo siempre fue receloso. A pesar de amar
genuinamente, su mente y naturaleza lo traicionaban,
provocando que actuara de manera impulsiva, lo que más
tarde tendría repercusiones en su vida. Hacer amigos y
enemigos nunca fue un problema para él; incontables tuvo a lo
largo de su vida, pero todos terminaban de la misma manera:
la muerte por su mano. El coyote fue, sorprendentemente, el
único que rompió esta regla, volviéndolo devoto a su palabra y
apaciguando su latente personalidad. Lo amó, sin duda, con
cada fibra de su alma. Realizó actos que jamás habrían surgido
por su propia voluntad, tomó decisiones completamente
descabelladas, todo por él.
Pero el miedo del viejo lobo no estaba equivocado, porque
cuando menos se lo esperaba, el coyote lo abandonó. Aquel día
lo recuerda muy bien: junto al río, flotando, su cuerpo inerte y
perforado, mientras toda su bondad parecía escabullirse
también con él. Nunca lo olvidó, jamás pudo reemplazarlo. Lo
intentó e intentó, con el ciervo, con la serpiente, con su propio
hijo, el joven lobo. Pero nada se sentía igual. Lo único que
lograba experimentar era un apego abominable que se
transformaba en un ardiente y urgente asco, culminando en
masacres. Cadáveres y carne a su alrededor; intentos fallidos
y tontas ilusiones. Al final de una colina, todo acababa.
Su hijo lo observaba, el único testigo de sus actos, el
único superviviente. El viejo lobo lo mira mientras pierde la
consciencia, y el joven lobo muerde su cuello, sustituyéndolo,
metiéndose dentro de su piel.

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