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Poder Imposicion y Derecho. de San Raimundo de Penafort A Nuestros Dias. Elio A. Gallego Garcia

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Publicaciones

Derecho y Libertad

Poder, imposición y derecho.


De san Raimundo de Peñafort a
nuestros días.
Elio A. Gallego García

Mayo 2024
Estoy convencido de que se necesita una mirada externa a uno mismo para
terminar de conocerse. Y eso vale tanto para las personas como para los
pueblos. Hasta que no se ve por contraste cómo se vive en otros sitios con
culturas diferentes no se termina de tomar conciencia de la propia
identidad. Y lo mismo cabría decir del pasado. Es decir, que no se termina
de saber qué y cómo somos y vivimos sin el contraste con otras épocas.
Porque el pasado es la profundidad del presente. Lo que significa que sin
tomar en consideración el pasado estamos condenados a movernos en la
superficialidad de las cosas. Y, ciertamente, siempre que tratamos del poder
y el derecho sin referencias a sus raíces históricas en nuestra cultura, lo
siento, pero estoy convencido que lo hacemos con cierta insustancialidad,
con una tendencia a pensar que las cosas en nuestra época son las únicas
posibles y racionales, que son así porque responde al modo más lógico y
normal de cómo tienen que ser las cosas y como si no pudieran ser de otra
manera. O, peor, pensando que nuestra época es la época de las luces, de la
razón, y que toda época pasada no es más que la acumulación de sombras y
prejuicios, una época oscura de la que mejor es prescindir, o si acaso
recuperar para hacer una lista sin fin de agravios que deben ser rectificados
en el presente.

Por mi parte, anuncio que mi posición no va a ser ésta. Lo siento, pero


carezco de la mentalidad progresista tan de moda hoy que consiste en
condenar el pasado como si todo él fuera un momento oscuro por
definición. Y en especial ese pasado al que peyorativamente se ha
convenido en denominar «Edad Media». Porque si fue oscuro hay que decir
que, paradójicamente, de esa oscuridad nació una luz: «Europa despierta -
escribe Hilaire Belloc-. Toda la arquitectura se transforma y surge un estilo
totalmente nuevo: el gótico. Aparece entre las instituciones de la cristiandad
la concepción de los parlamentos representativos, de origen monástico,
transportada con éxito al orden civil»¹. A estas esclarecedoras palabras de
Hilaire Belloc sólo le cambiaríamos una cosa: Europa no «despierta», en
nuestra opinión Europa nace. Los llamados Siglos Oscuros, fueron
exactamente eso, los siglos de gestación de una nueva cultura, de una
nueva civilización. Y como toda gestación, ésta transcurre necesariamente
en la penumbra, en una penumbra que sólo es rota por un alumbramiento.
Y eso fue, exactamente, lo que sucedió en los siglos XI y XII. La coincidencia
en el tiempo apuntada por Belloc entre el nacimiento de los parlamentos y
el arte gótico no es, sin embargo, casual; y no lo es porque el parlamento
fue, de hecho, un invento gótico. Es por ello que la explicación de cómo y
por qué nacieron los parlamentos en la Edad Media es tan fácil o difícil de
explicar como el hecho de por qué nació el arte de ese mismo nombre en
arquitectura.

¹ Europa y la fe, Ciudadela, Madrid, 2008, p. 184.

01
Y lo mismo cabría decir de las Universidades, o del contrapunto y la polifonía
en música, o del uso del óleo sobre lienzo blanco y la perspectiva, o de la
letra de cambio y el pagaré en comercio, y con ellos la banca moderna, o la
erección de hospitales y hospicios, desconocidos por completo para el
mundo antiguo, o de la constitución de los gremios y de las grandes ferias y
mercados concurrentes con el poderoso resurgimiento de la vida urbana. Lo
único que cabe decir es que entre los siglos del XI al XIV aconteció una
auténtica eclosión de creatividad. Y el ámbito político no fue una excepción
a esta eclosión general. Asistimos, en realidad, al nacimiento de una nueva
civilización, de una civilización que no es ni griega ni romana, aunque se
nutra de una y otra, de una civilización distinta, y que no es otra que la
civilización europea. ¿De dónde procedió esta íntima unidad dentro de la
más extrema diversidad de climas y costumbres que mostraron los pueblos
de Europa? Burke se limita a hacer esta constatación: «La entera política y
economía de los países en Europa deriva de las mismas fuentes. Proceden
de las antiguas costumbres góticas o germánicas; de las antiguas
instituciones feudales que deben ser consideradas como una prolongación
(emanation) de esas mismas costumbres; unas costumbres que han sido
completamente ordenadas y procesadas por el Derecho romano».
Goticismo más tradición greco-latina igual a Europa, podríamos decir
simplificando. Y, con todo, faltaría el factor esencial. Faltaría el elemento
superior y configurador de esos elementos heterogéneos. Porque todo
contenido requiere de un continente. Y este continente fue el Cristianismo².
Dicho esto, consideremos ahora brevemente las tres fuentes señaladas por
Burke, comenzando por la fuente germánica.

En respuesta implícita a la conocida afirmación de Montesquieu sobre el


nacimiento de la libertad en los bosques de Germania, Guizot hace esta
acertada matización: «Los pueblos de Germania, al establecerse en suelo
romano, trajeron consigo la libertad, pero no trajeron ninguna de las
instituciones que regulan su uso y garantizan su permanencia. Los
individuos eran libres, pero no estaba constituida una sociedad libre»³.
Faltaba, pues, articular la representación de señores, eclesiásticos y
hombres libres (de servidumbre), los tres grupos sociales que constituirán la
nación política de los Reinos altomedievales, para que existiera la libertad
política. Y esto fue obra del genio gótico. «La idea de los representantes...
nos viene del gobierno feudal», dirá Rosseau con acierto y con un profundo
desprecio al mismo tiempo.⁴

Y junto al Derecho feudal, el Derecho romano. Pero un Derecho romano


reinterpretado según las categorías propias de estos siglos y que va a ir
configurando una sociedad nueva por completo. Apuntemos a este
respecto la importancia decisiva que suposo el nacimiento de un cuerpo de
juristas profesionales por esta época.

² Tomo esta idea directamente de J. Donoso Cortés.


³ Historia de los orígenes del gobierno representativo en Europa, KRK Ediciones, Oviedo, 2009, p. 65.
⁴ Y añade: «de ese inicuo y absurdo gobierno en el que la especie humana es degradada y en el que el
nombre de hombre es deshonrado.» El Contrato social, III, c.15 (seguimos la versión española de RBA,

02 Barcelona, 2004, p.124).


Porque fueron ellos los que elaboraron un Derecho nuevo, «romano» y
«feudal» a la vez, capaz de dar respuesta a las necesidades de la época, entre
las que se encontraba la necesidad de articular un modelo político-jurídico
acorde con la multitud heterogénea de instituciones, usos y costumbres
procedentes del periclitado mundo clásico grecolatino y de los emergentes
pueblos germánicos. Ejemplo típico de esta labor trascendental fue la nueva
interpretación que los canonistas dieron de la cláusula tomada de Digesto
(50, 27, 169) y que en su origen se hallaba circunscrita a un caso de tutela, y
que dice así: Quod omnes tangit ab omnibus appobari debet. Recogida en
sucesivos Decretales de los papas Inocencio III, Gregorio IX y Bonifacio VIII,
fue adoptada más tarde por Bernardo de Claraval para la orden del Císter.
En poco tiempo se convirtió en un principio canónico de validez universal,
terminando por extenderse al ámbito secular. Lo que explica por qué Belloc
señalase el origen monástico de los parlamentos. Pensemos en este otro
texto de Pomponio extraído igualmente del Digesto donde se afirma que el
Senado actúa como representación del pueblo debido a la dificultad de
reunir a la multitud: «deinde quia difficile plebs convenire coepit, populus
certe multo difficilius in tanta turba hominum, necessitas ipsa curam
reipublicae ad senatum deduxit»⁵. Su trascendencia fue máxima y
contribuyó de un modo decisivo a la idea de representación de las ciudades
medievales⁶. Y junto a estos principios romano-canónicos, otros de distinta
procedencia que señalan la importancia y necesidad de los «muchos» para
el consejo sobre las grandes cuestiones. Como el formulado por santo
Tomás de Aquino: Consilia multorum requiruntur in magnis et dubiis⁷;
procedente del libro III de la Ética de Aristóteles. O este extraído de la Biblia:
Salus ubi multa consilia⁸.

Principios todos ellos fundamentales y sin los cuales no se puede explicar el


origen y naturaleza de los parlamentos medievales. Y, sin embargo, aun
considerando todos ellos resultan todavía insuficientes para poder explicar
qué es y cómo nace un parlamento. ¿Por qué? Porque para estar en
condiciones de explicar el origen de los parlamentos medievales se requiere
también de toda la teorización que la jurisprudencia de aquellos siglos
realizó en torno a la idea de corporación; porque, ante todo, el Parlamento
es una corporación, un Cuerpo que posee un estatuto propio. El parlamento
no es un mero agregado o colección de individuos, por muy representantes
que éstos sean⁹. «El Parlamento del rey, de los Lores y los Comunes -dice el
Justicia mayor Fineux en 1522, recogiendo una idea eminentemente
medieval- es una corporación»¹⁰. Y define qué debe entenderse por tal: Una
corporación, dice, es «un agregado de cabeza y cuerpo, y no una cabeza por
sí sola ni un cuerpo solo».¹¹

⁵ Digesto 1, 2, 9.
⁶ Cfr. E. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza
Universidad, Madrid, 1985, pp. 340 y 351.
⁷ Suma de Teología II-II, c. 189, art. 10, r.
⁸ Proverbios 11, 14.
⁹ Curia parliamenti suis propriis legibus subsistit. («La corte del parlamento se gobierna por sus propias
leyes», sentencia Coke en 4 Inst., 50).
¹⁰ Kantorowicz, E., Los dos cuerpos del rey, op. cit., p.219.
¹¹ Ibid., p.342. Y en palabras de Santo Tomás: Corpus... aliqua multitude ordinate (Suma Teológica III, c.7,

03 ad. 1).
Sólo desde esta teorización de las corporaciones es que la no prevista y poco
teorizada reunión de barones, eclesiásticos y representantes de los hombres
libres de condados, villas y ciudades pudo tomar cuerpo y convertirse en
una institución estable. En palabras de Gierke: «También proviene del
Derecho de corporaciones, sobre todo, la forma jurídica precisa de la idea,
desconocida para la Antigüedad, pero habitual desde hacía mucho tiempo
en la Edad Media, del ejercicio de los derechos del pueblo por una asamblea
representativa». Y es «precisamente en este contexto donde se encuentra el
primer desarrollo de la tesis de que todo grupo representante de una
universitas debe ser tratado como la universitas misma, porque el sustituto
-se decía- adopta siempre la naturaleza jurídica del sujeto al que
sustituye»¹². Con razón el siglo XII fue llamado por Maitland el siglo jurídico.

Todos estos elementos son, pues, esenciales para comprender la institución


parlamentaria y, con todo, no hemos llegado todavía a lo fundamental.
Porque lo fundamental es la idea de derecho misma que se tenía en la Edad
Media. Para la mentalidad medieval, el Derecho y los derechos en plural de
todos y cada uno de los súbditos, desde el más imponente y extenso poder
territorial hasta el más insignificante censo sobre una gallina, son res sacra.
La Edad Media, escribe Kern, «no conoce un Derecho estatal que pueda
modificar los derechos de los particulares o que los pueda destruir. La
sujeción al Derecho, impuesta al autocrático príncipe medieval, al regente o
al administrador, es, de acuerdo con el pensamiento del momento, aún
mayor que la que en la época moderna (...). Gracias a esa preservación del
Derecho en su sentido más amplio y más conservador, recibe el gobernante
asimismo la garantía de su propio poder: pues el Derecho sagradamente
conservado de todos los miembros del pueblo, incluso el que corresponde
sobre aquel terruño al último de los siervos, opera como la garantía de su
propio derecho a la corona»¹³. Lo que implica que si el rey quiere algo que
es de otro, aún del más humilde de sus súbditos, no puede tomarlo sin su
consentimiento. Y si el fisco sustrae algo sin aprobarlo el propietario, en
persona o por representación, se estará ante una con-fiscación injusta. Así
de sencillo. Como mantiene el P. Ribadeneyra S.J. con lógica inapelable: «si
el dominio y propiedad de las haciendas de los súbditos fuese de los Reyes,
y el uso y posesión solamente de los que la poseen, no habría para qué
juntarse como se juntan en las Cortes de los Reinos para tratar de las
necesidades de los Reyes, y buscar nuevas formas para servirles, ni lo que les
diese en ellas, se llamaría servicio, subsidio o donativo, y con otros nombres
que muestran que lo que se hace es servicio voluntario y no obligatorio»¹⁴.
Pero si se juntaron las Cortes fue, precisamente, porque los súbditos no
tenían un mero uso y posesión sobre sus cosas, sino un auténtico dominio y
propiedad sobre las mismas.

¹² Teorías políticas de la Edad Media, Centros de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, pp. 198 y 202.
¹³ Derecho y Constitución en la Edad Media, Kyrios, Valencia, 2013, p. 139.
¹⁴ Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Christiano para gobernar y conservar sus
Estados. Contra lo que Nicholas Machiavelo y los Políticos de este tiempo enseñan, II, 9. Por la edición
de 1788 en Books Google.es. El subrayado es nuestro.

04
Así, pues, lo principal es entender que, en palabras de Kern, el Derecho es
«el soberano y no el poder público»¹⁵, justamente porque «es anterior al
poder público y se sitúa por encima de él»¹⁶. Sin comprender esta
supeditación del poder político al Derecho no cabe comprender tampoco
que los «derechos sobre la propiedad son un componente absolutamente
sagrado de todo el asimismo absolutamente sagrado orden jurídico»¹⁷. Pero
asumido esto, es lógico que el gobernante no pueda «imponer ningún
tributo; pues los impuestos son, según la concepción medieval, una
confiscación del patrimonio», de modo que un gobernante «sólo puede
llevar a cabo esta injerencia en la propiedad privada con el acuerdo
voluntario de todos los afectados (o, al menos, de sus representantes)». Y
esta es la razón por la cual, prosigue Kern, «el impuesto medieval es, en
realidad, una “petición” (Bede, en antiguo alemán)»¹⁸. En definitiva, la
distinción entre gobierno y representación y cuál es, al mismo tiempo, la
inextricable relación existente entre ellos sólo se aclara a la luz de una recta
comprensión del Derecho. Si la representación se convierte en poder,
¿quién representará al pueblo frente al poder? La libertad política requiere
de la distinción de la representación y poder. Y requiere, sobre todo, de la
distinción de quien tiene la ejecución del gasto público respecto de quienes
deben otorgarlo. «El de otorgar subsidios a la Corona de que está en
posesión el pueblo inglés -observaba de Lolme-, es la salvaguardia de todas
las demás libertades religiosas y civiles»¹⁹. La cosa no admite dudas, pues
¿qué libertad real tendría nadie si su patrimonio estuviese sometido a la
voluntad arbitraria del gobernante? Como con toda naturalidad recuerda de
Lolme: «Uno de los principales efectos del derecho de propiedad es que el
rey no puede quitar a sus vasallos nada de lo que poseen: tiene que esperar
a que ellos mismos se lo concedan». Se trata de un respeto de la propiedad
que , a su juicio, es «el baluarte que defiende todos los demás» y «produce
también el efecto inmediato de precaver una de las principales causas de
opresión»²⁰.

La representación, observa d´Ors, «supone una identidad de lo distinto, un


aliud pro alio, pero siempre en relación con un tercer término: un
destinatario de la representación, espectador de la presencia del
representante. En este sentido, el algo representante es siempre un
intermediario»²¹. Referido al concreto ámbito jurídico, señala, se trata de un
homo pro persona, porque sólo puede ser representante quien pueda
«personarse» en Derecho. El hombre, en el ámbito de la representación, se
persona para actuar en nombre de otro frente a un tercero. Se trata de
recordar la necesaria existencia de la persona frente a la que el
representante ha de actuar en nombre de otro y, por tanto, del carácter
trimembre que acompaña siempre a la acción de representar.

¹⁵ Ibid., p.94.
¹⁶ Ibid., p. 142.
¹⁷ Ibid., p. 144.
¹⁸ Ibid., p. 143.
¹⁹ Ibid., p. 469. De esta misma opinión es Sir James Mackintosh, para quien la Carta Magna al establecer
el derecho de no sufrir impuestos sin consentimiento constituyó el «escudo de la libertad». En cambio,
Walter Bagehot opina que este derecho es más «un resultado y una floración de la libertad y no su
sustrato o su causa» (The English Constitution, Dolphin Books, NY, S/F, p. 300).
²⁰ Ibid., p. 157.
²¹ «El problema de la representación política», en Ensayos de Teoría Política, EUNSA, Pamplona, 1979, p.

05 223.
El objetivo es «evitar la confusión muy corriente de pensar que quien
gobierna a una comunidad lo hace como representante de la misma».
Gobierno y representación se mueven en planos diferentes, hasta el punto
de que la idea de representación «es inservible para justificar el hecho del
gobierno». E insiste d´Ors, «no se gobierna en virtud de una
representación»²². La idea de que el mandado manda mandar al
gobernante le parece sencillamente absurda. Si la cabeza manda sobre el
cuerpo no es porque represente al cuerpo, sino porque está en la naturaleza
de la cabeza mandar al cuerpo. Si acaso lo que puede afirmarse es lo
contrario, que la cabeza representa al cuerpo en cuanto la gobierna, no que
lo gobierna en virtud de que lo representa. Llegados aquí, surge la pregunta,
¿de dónde proceden todos estos errores tan crasos a la hora de concebir la
categoría de representación? d´Ors lo tiene claro. Todos estos errores
proceden de separar la representación política de su origen jurídico civil. Y
en clara alusión a su amigo y admirado Schmitt observa: «Como siempre, las
nociones de derecho público se aclaran mejor partiendo de su origen en el
derecho privado, y un derecho público que pretenda liberarse de esa
vinculación difícilmente podrá seguir siendo derecho y no convertirse en
una organización de hecho, es decir, en un establecimiento de pura
voluntad»²³.

En suma, los principios sobre los que asentaba la libertad política en la


época de san Raimundo de Peñafort gracias a la mediación de los
parlamentos eran claros: Primero, nadie puede tomar de otro nada que sea
suyo, ni siquiera el rey, sin su consentimiento o el de su representante.
Segundo, el representante no se identifica en ningún caso con el poder, sino
que ejerce su representación precisamente frente al poder de cara a
parlamentar cuánto y cómo ha de ser su contribución. Pues bien, este
modelo se va a ver profundamente alterado con la Modernidad cuando
Hobbes introduce la idea de que el que gobierna lo hace en nombre de la
sociedad, y en su representación, con el resultado de que cuanto manda el
gobernante lo hace en representación de la comunidad y con su
aprobación. La consecuencia lógica de este planteamiento es que cuando el
gobernante toma para sí cualquier bien o derecho de los ciudadanos lo está
haciendo en representación de ese mismo ciudadano y, por tanto, con su
consentimiento. No resulta casual tampoco que fuese Hobbes el que
culminara el moderno concepto de soberanía anteriormente esbozado por
Bodino, consagrando de este modo la subordinación del Derecho al Estado
y no al revés como correspondía al modelo medieval²⁴. Estas ideas de
soberanía y representación pasaron, desgraciadamente, a la Revolución
francesa de la mano del Abate Sieyès. El único cambio fue que esta
confusión de representación y poder debía recaer en una Asamblea electiva
y que, de esta Asamblea saldría elegido el Poder Ejecutivo. Pero con esta
apariencia de democracia, la confusión de representación y poder se
convirtió en un mal incurable.

²² Ibid., p.237.
²³ Ibid., p. 240.
²⁴ Cfr. Gallego García, Elio A., Autoridad y Razón. Hobbes y la quiebra de la tradición occidental, Centro

06 de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2016, p. 137 y ss.


Al menos en los antiguos parlamentos liberales del siglo XIX todavía se
conservaba un espacio para el debate y la discusión en aras a convencer al
contrario, pero desde la pasada centuria, los parlamentos se han convertido
en sedes donde se reflejan meros algoritmos que no son sino el trasunto
mecanizado del sufragio universal. Bloques parlamentarios férreamente
disciplinados actúan no sobre criterios de persuasión y racionalidad sino a
través de consignas partidistas. Ahora, el objetivo si no único sí
predominante, consiste en componer mayorías numéricas en función de un
interés conveniente a los diversos partidos en liza, al margen de toda
persuasión razonada acerca de lo más verdadero y justo en sí mismo²⁵. Así,
el viejo liberalismo decimonónico dio paso, en gran medida
inadvertidamente para el gran público, a otra forma política bien distinta de
la liberal, dio paso a una social-partitocracia.

«El Parlamento francés, como el de Inglaterra, es hoy todopoderoso»,


afirmaba con rotundidad Carre de Malberg tras la Primera Guerra Mundial²⁶.
Y, sin embargo, como supo constatar Bertrand de Jouvenel, «la victoria del
Parlamento sobre el jefe del Estado, que fue total en Europa, lo condujo a su
propia decadencia»²⁷. Sucedió, en efecto, que esta primacía de los
parlamentos provocó un periodo de inestabilidad en los Gobiernos europeos
que les hizo incapaces de frenar las crisis políticas y económicas
acontecidas durante el periodo de entreguerras, y que tanto hubieron de
favorecer el ascenso de los totalitarismos y el desencadenamiento
consiguiente de la Segunda Guerra Mundial. Terminada ésta, y aprendida la
lección con la dura experiencia vivida, los hombres fuertes de los diversos
países europeos optaron por modelos constitucionales en los que se buscó
reforzar el Poder Ejecutivo. El resultado, deseado o no, fue convertir a los
parlamentos europeos en una proyección del Ejecutivo, en «la cola de un
cometa cuya cabeza es el Gabinete», por utilizar la afortunada imagen
empleada por Jouvenel²⁸. Formalmente, el sistema político dominante en
Europa seguía siendo el parlamentario, al nacer el Ejecutivo del parlamento,
del que teóricamente depende. Pero, de hecho, las elecciones legislativas se
han ido convirtiendo, por la vía de los hechos, en elecciones al Gobierno,
más concretamente a su Presidencia, desnaturalizándose por completo su
carácter legislativo y representativo. Finalmente, la elección de
representantes al parlamento ha quedado reducida a un reflejo -«pálido y
pasivo»- de la verdadera representación, que es asumida ahora por el
candidato a liderar el Gobierno. En esta dinámica polarizadora de la
representación en manos del Candidato llamado a ocupar el Ejecutivo, fue
percibiéndose cada vez con más claridad que la victoria del Partido
descansaba, en un grado considerable, en «la popularidad personal del
hombre colocado a su cabeza, hombre cuya imagen, por hablar como los
“publicitarios”, desempeña el papel de remolcador».

²⁵ Los partidos, observa Carl Schmitt, «ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino
como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus
posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde una base fáctica compromisos y coaliciones»
(Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid, 1996, p. 9).
²⁶ Teoría General del Estado, FCE, Méjico, 1948, p. 861.
²⁷ Jouvenel, B. de, El Principado, Ediciones del Centro, Madrid, 1974, p. 71.
²⁸ Ibid., p. 167.

07
El pueblo, ahora, vota a los poco o nada conocidos candidatos al parlamento
de su circunscripción con el único propósito de que estos elijan a un
Presidente de Gobierno ya predeterminado. Pero con ello el parlamento se
ha acercado peligrosamente a una Cámara cuya función más decisiva es
votar a un Presidente de Gobierno, asimilándose cada vez más al Colegio de
electores designados por el voto popular en las elecciones presidenciales de
Estados Unidos, cuyo objeto único es proceder al nombramiento del
Presidente²⁹. Pero no es sólo esto. Con la actual profusión legislativa de los
Gobiernos, los parlamentos, incapaces de examinar con tiempo y
seriamente todos y cada uno de los proyectos de ley procedentes del
Ejecutivo, y carentes del inmenso cuerpo técnico de la Administración
puesto a su servicio, se han ido convirtiendo cada vez más en una simple
Cámara de ratificación de la siempre creciente iniciativa gubernamental.
Pero como observa Bertrand de Jouvenel: «Si el Parlamento mejor es el que
vota sin vacilación los créditos y las leyes que solicita el jefe del ejecutivo, el
Parlamento no tiene razón de ser»³⁰. En parecidos términos se ha expresado
Dalmacio Negro. A su juicio: «Los parlamentos, teóricamente soberanos,
dependen del ejecutivo (sobre todo en el Estado de Partidos) y la
representación es nula, dado que se prohíbe el mandato imperativo, con lo
que se sustrae a los representados la libertad de vigilar y controlar directa y
particularmente a sus representantes»³¹. Y así es. El parlamento actual se ha
convertido a lo más en una Cámara representativa, pero «representativa» en
el sentido de representar al Poder y la mayoría del Gobierno de turno, no al
pueblo. Y «representativa» también en cuanto que el parlamento ha
quedado reducido al lugar donde los partidos representan unos debates
ante la opinión pública que no pasa de ser una pantomima. Debates cuyo
resultado está decidido de antemano y donde al margen del gran público
los políticos han realizado ya sus negociaciones oportunas en función de sus
intereses de Partido. Negociaciones, por otro lado, que bien han podido
realizarse, como de hecho suele suceder, en cualquier sitio distinto a la sede
parlamentaria³².

²⁹ Ibid., p. 76.
³⁰ Ibid., p. 81.
³¹ Negro Pavón, D., La Ley de hierro de la oligarquía, Ediciones Encuentro, Madrid, 2015, p.95.
³² En opinión de Schmitt, «lo que es aún peor o incluso demoledor», es que «en algunos Estados, el
parlamentarismo ya ha llegado hasta el punto de que todos los asuntos públicos se han convertido en
objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la política, lejos de ser el
cometido de una élite, ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general
despreciada, clase» (Sobre el parlamentarismo, ob. cit., p. 7). Negociaciones realizadas fuera del
parlamento que hace de la asistencia de los diputados a las sesiones algo inútil y carente de sentido.
Ilustrativo de esto que estamos diciendo fue el escándalo con que la prensa recogió hace unos años en
España la masiva inasistencia de diputados a los últimos debates sobre los Presupuestos Generales del
Estado en su sesión plenaria. No hace falta decir que su debate y aprobación debería constituir el
momento más importante del año. Pues bien, apenas se llegaba a veinte el número de diputados
presentes en el hemiciclo de un total de trescientos cincuenta. Sin duda, una razón poderosa que
explicaba tan baja participación estaba en que los plenos se habían trasladado a la mañana, más
concretamente a las diez. La prensa acusó sin ambages y con fuerte dosis de escándalo, bastante
hipócrita, por cierto, de vagos a los diputados. La acusación era fácil, pero equivocada. No es cierto que
un diputado medio español sea más vago o perezoso que la media del trabajador común en España. No
está ahí la razón. La razón está en lo absurdo de tener que ir a unas sesiones parlamentarias que carecen
del más mínimo interés para un diputado común, sesiones que se realizan sobre cuestiones para las que
no va a tener la más mínima oportunidad de intervenir y poder decir algo, y en las que, por tanto, no ha
tenido tampoco el menor interés en estudiar o pensar sobre ellas, resultándoles tan extrañas como a un
ciudadano común que no posea la condición de parlamentario. La pereza de tener que ir al Parlamento
simplemente a escuchar del modo más pasivo las peroratas de los portavoces de turno, y donde sólo se
le requiere de un modo efectivo para el momento de la votaciones, resulta perfectamente comprensible.
08
Pero un parlamento así, dice sin ambigüedades Jouvenel, «no representa»³³.
Y no lo hace porque, a su juicio, la circunscripción ha quedado vacía de
contenido.

Quizá una anécdota contada personalmente a quien esto escribe por uno
de sus protagonistas ilustre perfectamente lo que aquí se está queriendo
decir. Estando sentado en su escaño en el parlamento junto a otro
compañero de partido, también veterano de la política, viendo entrar en
aquel momento al que era el Jefe del partido, éste le comentó con toda
malicia, pero también con todo realismo: «¡Mira, ahí viene nuestro
electorado!». Desde el momento en que el Jefe del partido es quien elabora
las listas y exige una férrea disciplina de voto, el nexo que le une a la
circunscripción se reduce a nada o casi nada. El candidato electo se
convierte en mero intermediario de quien ha decidido votar al partido en
función del que oficiosamente es candidato a la Presidencia del Gobierno.
De ahí que su representatividad esté más en función del partido que le ha
puesto y por el que se presenta, y del líder que los encabeza, nombra y
dirige, que por los votos que haya podido recibir de sus electores.
Sencillamente no se debe a ellos, se debe al partido, o mejor, al Jefe.

El parlamento se ha convertido en mera instancia procedimental, en simple


mecanismo de ratificación de leyes dictadas desde el Gobierno según
criterios de puras mayorías numéricas. Se inserta de este modo como una
pieza más en el engranaje de un Estado configurado como una gigantesca
empresa de servicios -el «Estado máquina» en expresión de Humboldt³⁴-,
donde rigen con poder despótico la organización y la burocracia. Es lógico
que, después de todo lo dicho, a Montesquieu se le declare «muerto y
enterrado», y su separación de poderes con él. Y si bien esto ya había
sucedido con el parlamentarismo democrático, lo nuevo y decisivo ahora es
que el Poder político ha conseguido su más preciado y secular sueño, la
libertad absoluta impositiva. Lo que se ha enterrado ahora es algo más que
a Monstesquieu, con ser eso mucho. Lo que se ha enterrado ahora es la
realidad misma de la representación, y con ella la del viejo principio, tan
indisolublemente unido a nuestra tradición política de la libertad, según el
cual no puede haber impuesto sin representación -no taxtation without
representation-. Cuando el Gobierno se siente con poder suficiente para
decirle a la sociedad, con palabras de Marx: «Haced lo que queráis. Pagad lo
que debéis»³⁵, sin más límite que su propia conveniencia, se puede tener
por cierto que la tiranía ha sustituido la libertad, no importa con qué ropaje
democrático se vista. Porque, como observó Burke «con su sabiduría
política»³⁶: «La Constitución depende, a fin de cuentas, del sistema
tributario, y variará con arreglo a las variaciones que ocurran en el
sistema»³⁷.

³³ El principado, ob. cit., p. 74.


³⁴ Humboldt, W. von, The Limits of State Action, Cambridge University Press, 1969, p. 41.
³⁵ Marx, C., Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, p. 136.
³⁶ Negro, D., «Introducción» a Ranke, Leopold von, Sobre las épocas de la historia moderna, Editora
Nacional, Madrid, 1984, p. 325.
³⁷ Burke, E., Reflexiones sobre la Revolución francesa, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1979, p. 429.

09
Aquí, y no en otro sitio se encuentra la diferencia radical entre el parlamento
tradicional y el moderno surgido de las tesis hobbesianas y
revolucionarias³⁸. Pues como certeramente señala una vez más Bertrand de
Jouvenel «Es un error común, pero enorme, confundir una asamblea
convocada con el fin de conceder subsidios, con un Parlamento moderno, y
decir que se trata en uno y otro caso de un consentimiento popular al
impuesto. Actualmente, el Parlamento no tiene, en absoluto, el carácter de
una asamblea de contribuyentes. Tiene el carácter de un soberano que
cobra impuestos a su gusto»³⁹. Y este es el factor decisivo porque, en
palabras de Burke, «las grandes batallas por la libertad se produjeron,
principalmente, por causa de la cuestión de impuestos»⁴⁰.

En estas condiciones, la existencia de un poder ejecutivo independiente del


legislativo, como sucede en el modelo constitucional norteamericano, lejos
de ser un peligro para la libertad es su garantía más firme. Porque ella es la
que «asegura al pueblo que sus diputados nunca serán más que
representantes de él». En este mismo sentido, y con anterioridad a
Montesquieu, Bolingbroke había advertido que «ninguna esclavitud puede
ser tan efectivamente llevada y ajustada sobre nosotros como una
esclavitud parlamentaria»⁴¹.

Esta alternancia confusa en el predominio político entre un poder ejecutivo


y el parlamento no debidamente diferenciados, ha encontrado su momento
álgido con la total intervención de los gobiernos en la economía propiciada
por las dos guerras mundiales. Desde entonces el poder gubernamental fija
el nivel de actividad económica, las políticas fiscales y monetarias, dirige la
oportunidad de las inversiones y los pagos de transferencia efectúan la
redistribución parcial de los ingresos mediante la seguridad social, los
subsidios, las recaudaciones compartidas, etc.⁴² Definitivamente, el
crecimiento económico se había convertido tras el fin de la Segunda Guerra
Mundial «en la religión secular de las sociedades industriales avanzadas»⁴³.

Sin embargo, este intervencionismo de los Estados, que encontró en el


keynesianismo a su principal inspirador en el ámbito económico, llevado a
un tiempo de paz debía generar por necesidad dos cosas: uno, inflación
crónica, que no es sino «otra forma de expropiación» (H. Arendt); y dos,
endeudamiento público. En referencia a esto último, Bell ha señalado que la
economía occidental, exitosa en un principio, se ha construido sobre «sobre
una montaña de deudas»⁴⁴.

³⁸ Hemos calificado de «tradicional» y no de «medieval» porque el Parlamento inglés mantuvo su


verdadera naturaleza representativa hasta principios el siglo XIX.
³⁹ El Principado, ob. cit., p. 188.
⁴⁰ Burke, E. Speech on Conciliation with America, pronunciado en la Cámara de los Comunes el 22 de
marzo de 1775 (en Beloff, M. [Ed.], The Debate on the American Revolution, Dobbs Ferry, NY, 1989, p. 206).
⁴¹ Smith, J. R., The Gothic Bequest. Medieval institutions in Bristish Thought, 1688-1683, Cambridge
University Press, 1987, p. 59.
⁴² Ibid., pp. 213-214.
⁴³ Ibid., p.225.
⁴⁴ Ibid., p. 229.

10
Pero desde que Bell escribiera esto en 1976, la montaña de deudas no ha
dejado de crecer, alcanzando en nuestros días las cotas más altas. El
número de países occidentales que tienen una deuda pública igual o
superior a su PIB es más que significativo, y en algún caso llegan a
duplicarlo (Japón). Eso sin considerar que la deuda pública oficial no incluye
el pasivo no financiado consistentes en todas las prestaciones asistenciales -
hospitales, medicinas, pensiones, etc.- que el Estado tiene contraídas con la
población. ¿A cuánto ascienden todos estos recursos comprometidos a
futuro por los Estados? Difícil saberlo. En realidad, como señala Ferguson las
finanzas públicas carecen de balances generales oficiales que, publicados
con regularidad, recojan con detalle todos los aspectos señalados. «El actual
sistema es, para decirlo sin rodeos, fraudulento»⁴⁵. Para este historiador lo
que está sucediendo es que la generación actual está viviendo a expensas
de las futuras, rompiendo de este modo, dice, el contrato «entre quienes
viven, quienes han muertos y quienes están por nacer» (Burke), que es el
vínculo constitutivo de una sociedad⁴⁶.

Desgraciadamente, la adicción y dependencia del crédito y la deuda no se


ha quedado circunscrita a la esfera pública, sino que se ha convertido
igualmente en la forma de vida habitual entre los particulares. Circunstancia
que, a juicio de Bell, ha cambiado el rostro de la sociedad por completo, más
allá de lo económico. En su opinión, el estímulo pertinaz «a los
consumidores a contraer deudas y a vivir con deudas como forma de vida»,
mediante el pago en cuotas o con crédito inmediato, ha tenido un efecto de
una magnitud extraordinaria en la psicología de masas, pues ha generado
un estilo de vida que ha terminado por acabar con el ya malherido
racionalismo ascético característico del burgués del XIX. En su opinión, que
el hombre común pudiera comprar cosas a crédito ha constituido el «más
poderoso mecanismo que destruyó la ética protestante»⁴⁷. El resultado fue
que «el sistema se transformó por la producción y el consumo de masas, por
la creación de nuevas necesidades y nuevos medios de satisfacerlos»⁴⁸.

⁴⁵ Ferguson, N., La gran degeneración, Debate, Barcelona, 2013, p.63.


⁴⁶ Ibid., p. 58.
⁴⁷ Las contradicciones culturales del capitalismo, ob. cit., p.229.
⁴⁸ Ibid., p. 33.

11
Todo este intervencionismo estatal en la economía sólo ha sido posible
mediante una absorción a gran escala de los recursos de los particulares por
parte del Fisco, legitimado ahora por la supuesta condición de los gobiernos
como «representativos». Pero si ha habido una realidad perjudicada en esta
magna desviación de recursos de la sociedad civil hacia el Estado, ésta ha
sido la familia⁴⁹. Y, si no, repárese en la diferencia entre la imposición a las
rentas de trabajo que, no debe olvidarse, por lo general se destinan al
sostenimiento de las familias con el impuesto de sociedades. «Se da por
supuesto -observó Jouvenel respecto al trato dado a estas corporaciones-
que la imposición sólo debe recaer sobre la renta neta, a la que se llega tras
la deducción de los gastos operativos y de la amortización del capital. E
incluso así, la renta neta es gravada sólo con un tipo proporcional»⁵⁰.
Cuando se trata de personas físicas, es decir, familias, en cambio, la
imposición cae sobre la renta bruta, con muy escasas deducciones. «De este
modo, la sociedad con ánimo de lucro tiene una triple ventaja sobre la
familia, la cual es gravada con tipos progresivos y a la que no se le permite
desgravarse por depreciación de sus activos o deducirse sus gastos
operativos pese a que cumpla una función en la sociedad no menos
importante que la de las empresas»⁵¹. Y añade: «Es incomprensible que a un
criador de perros de carreras se le acepten sus gastos, depreciaciones, etc.,
mientras que a un padre de familia no»⁵². Sería un error, sin embargo,
pensar que estamos abogando por un incremento de la presión fiscal a las
empresas. Lo que se quiere resaltar es hasta qué punto la familia está
castigada fiscalmente en España.

⁴⁹ En efecto, si pensamos en la fiscalidad de las sociedades vemos que el tipo impositivo oscila en estos
momentos entre el 25%, que es el tipo general, y el 10% previsto para fundaciones y las sociedad no
lucrativas declaradas de utilidad pública. En todo caso, se trata de un tipo único que grava
exclusivamente el saldo positivo una vez deducidos todos los gastos. Su aportación al conjunto de
ingresos del Estado está en torno al 7%. El IRPF, esto es, el Impuesto sobre la Renta de las Personas
Físicas, en cambio, llega, de modo progresivo, hasta el 45% en cuanto supere los 60.000€. Y lo que es
más fundamental, la base imponible es la totalidad de los ingresos con muy escasas deducciones. Se
estima en más de un 21% su contribución a las arcas públicas, sin contar con que, además, casi el 40%
procede de las retenciones a la Seguridad Social, contribución que en un grado muy alto es a costa de
los salarios, aunque nominalmente no sea así. Basta, pues, considerar qué pasaría si a la sociedad
conyugal en régimen de gananciales se le aplicara el impuesto de sociedades y no, como es el caso, el
IRPF. ¿Qué pagarían las familias de media deducidos todos los gastos de vivienda, educación, ropa y
alimentos propia y de los hijos, al modo que sucede con el impuesto de sociedades? Comparativamente
muy poco. Y digo comparativamente porque en realidad contribuiría con mucho si se considera que en
todos sus gastos está pagando un porcentaje alto de IVA, que representa el 19% del total de los ingresos
del Estado. Eso si no se considera, además, el 7,7% que el Estado recauda directamente de gravar la
propiedad, que es en gran medida familiar. Así, pues, que la familia pagase según el tipo societario sería
lo justo. Justo, en primer lugar, porque la familia es radicalmente más «sociedad», más «real» que
cualquier otra sociedad, civil o mercantil. Y justo también, porque nada más justificado que la
preservación de estos ingresos por trabajo para cubrir dignamente sus necesidades más básicas. De
hecho, en justicia, la sociedad familiar no sólo debería tener el tipo fiscal de las sociedades, sino el de las
sociedades consideradas de utilidad pública. Porque ¿existe acaso algo de mayor utilidad pública que la
familia constituida conforme a Derecho consagrada a la crianza y cuidado de los hijos, verdadero
«semillero de la res publica» al decir de Cicerón?.
⁵⁰ Jouvenel, B. de, La ética de la redistribución, Ediciones Encuentro, Madrid, 2009, p. 110.
⁵¹ Ibid., pp. 110-111.
⁵² Ibid., p. 112.

12
Existe, a nuestro juicio, una verdadera guerra contra la propiedad estable y
el ahorro⁵³. La idea que se impone es que el ahorro privado debe ser
movilizado para ser productivo, lo que el Estado consigue de dos modos. El
primero, despreciando el dinero, lo que obliga al propietario a poner su
patrimonio en el sistema financiero global para encontrar alguna
rentabilidad compensatoria, al tiempo que faculta a éste para que convierta
los depósitos en activos vía préstamos a terceros. El segundo, tomándolo
directamente de las manos del propietario a través de los impuestos para
ser gastado inmediatamente. De un modo u otro, la propiedad de los
particulares es puesta en circulación con independencia de su voluntad. Es
algo que se da por hecho. El principio consiste en que toda medida que
sirva para el incremento de las opciones de producción y consumo es
bienvenida. Entre ellas, como ya se ha dicho, la manipulación del dinero,
que se decide discrecionalmente por los gestores de los Bancos Centrales. Y,
al contrario, todo aquello que no sea objeto de transacción y carezca de
precio deja de ser eo ipso considerado riqueza. «La equívoca figura del
producto nacional -constata Jouvenel- sólo tiene en cuenta los servicios que
tienen un precio de comercio, lo cual nos está llevando a la destrucción de
cosas que no son comerciables»⁵⁴. Lo que es tanto como afirmar que
quedan fuera de la estimación general precisamente aquellas cosas que son
más valiosas, como, por ejemplo, los hijos, o la dedicación y esfuerzo de la
mujer que se queda en su casa para cuidar personalmente de ellos. De cara
a nuestros economistas, y su reflejo en el PIB, este gesto de gratuidad es
nulo, carece de valor en términos de riqueza y no aporta nada al no poseer
una traducción dineraria, puesto que es una acción no retribuida y,
consecuentemente, no favorece el «crecimiento» del conjunto de la nación.
Es más, desde esta perspectiva, la mujer que no se incorpora al mercado
laboral puede ser considerada como un «lucro cesante». Simplemente tiene
hijos, los cuida, quiere y educa. Poca cosa en realidad. En cambio, si sale de
casa y trabaja y además contrata a otra persona para que cuide de su hijo,
eso es riqueza por partida doble. Dos sueldos más a computar. Esta pérdida
progresiva de la dimensión de gratuidad en las relaciones entre los
hombres, por causa de la politización de la economía, es difícil de valorar y
de medir, pues lo profundo nunca es evidente ni conmensurable. Pero,
precisamente por ello, sus consecuencias son de más largo alcance y, por lo
general, irreversibles.

⁵³ «Por decirlo de una vez -escribe W. Röpke-, el actual superestado, con su superpresupuesto, su
superfiscalización y su superprograma de Estado providencia, ha desarrollado un gigantesco aparato
opuesto al ahorro y por ende al mismo tiempo un aparato de inflación y de presión crecientes. Se ha
cerrado así el funesto círculo: la inflación, fomentada por un ahorro insuficiente, perjudica a este ahorro
hasta límites gravísimos al arrebatar cada vez más a los ahorradores la confianza en la conservación de la
capacidad adquisitiva de sus ahorros» (Más allá de la oferta y la demanda, Unión Editorial, Madrid, 1996,
p. 239).
⁵⁴ Ibid., p. 104.

13
Pero conviene ir finalizando. Convertidas las Cortes Generales en un poder
del Estado, como declara el artículo 66, 2 de nuestra vigente Constitución, el
Estado ha devenido en Estado fiscal. Los ciudadanos, reducidos a la
condición de contribuyentes, carecen de representantes frente a la
voracidad del Estado y de la clase dirigente que lo administra. Pero con ello,
tal y como advirtiera Ortega y Gasset en su célebre obra La rebelión de las
masas, el Estado se ha convertido en «el mayor peligro que hoy amenaza a
la civilización». Palabras fuertes, sin duda, pero no parece que en absoluto
desencaminadas. En su opinión, «la estatificación de la vida, el
intervencionismo del Estado, la absorción de toda la espontaneidad social
por el Estado». Y añade: «El resultado de esta tendencia será fatal». Lo dice
en futuro, todavía no se ha cumplido, no al menos del todo, estamos en
1937, pero no duda del pronóstico. Y se pregunta: «¿Por qué esto es
necesariamente así?». A lo que responde: porque con el Estado «la vida se
burocratiza». Podríamos ver aquí un eco evidente de las reflexiones de
Tocqueville en La democracia en América. «La burocratización de la vida -
prosigue nuestro autor- produce su mengua absoluta, de la vida, en todo los
órdenes. La riqueza disminuye y las mujeres paren poco. Entonces -
continúa-, el Estado para subvenir sus propias necesidades fuerza más la
burocratización de la existencia humana», va dando vueltas de tuerca,
necesita succionar más. «A esto lleva el intervencionismo del Estado». El
pueblo, la sociedad, se convierte en carne y pasta que alimentan el mero
artefacto y máquina que es el Estado». El Estado posee, en efecto, un
dinamismo propio, y es éste: «El esqueleto se come la carne en torno a él. El
andamio se hace propietario e inquilino de la casa». ¿Y cuál es el resultado?
«El resultado último -escribe Ortega- es una desmoralización radical»⁵⁵.
Próximos a cumplirse los cien años de escritas estas palabras, no cabe ni por
un momento dudar, me parece, de lo acertado de las predicciones de
Ortega. Pero llegados aquí, ¿qué cabe hacer? No tengo una respuesta, pero
quizá no deberíamos descartar fácilmente que una luz procedente del
pasado pueda iluminar nuestro presente.

⁵⁵ La rebelión de las masas, Espasa Calpe, Madrid, 2006, pp. 182-184.

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