Poder Imposicion y Derecho. de San Raimundo de Penafort A Nuestros Dias. Elio A. Gallego Garcia
Poder Imposicion y Derecho. de San Raimundo de Penafort A Nuestros Dias. Elio A. Gallego Garcia
Derecho y Libertad
Mayo 2024
Estoy convencido de que se necesita una mirada externa a uno mismo para
terminar de conocerse. Y eso vale tanto para las personas como para los
pueblos. Hasta que no se ve por contraste cómo se vive en otros sitios con
culturas diferentes no se termina de tomar conciencia de la propia
identidad. Y lo mismo cabría decir del pasado. Es decir, que no se termina
de saber qué y cómo somos y vivimos sin el contraste con otras épocas.
Porque el pasado es la profundidad del presente. Lo que significa que sin
tomar en consideración el pasado estamos condenados a movernos en la
superficialidad de las cosas. Y, ciertamente, siempre que tratamos del poder
y el derecho sin referencias a sus raíces históricas en nuestra cultura, lo
siento, pero estoy convencido que lo hacemos con cierta insustancialidad,
con una tendencia a pensar que las cosas en nuestra época son las únicas
posibles y racionales, que son así porque responde al modo más lógico y
normal de cómo tienen que ser las cosas y como si no pudieran ser de otra
manera. O, peor, pensando que nuestra época es la época de las luces, de la
razón, y que toda época pasada no es más que la acumulación de sombras y
prejuicios, una época oscura de la que mejor es prescindir, o si acaso
recuperar para hacer una lista sin fin de agravios que deben ser rectificados
en el presente.
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Y lo mismo cabría decir de las Universidades, o del contrapunto y la polifonía
en música, o del uso del óleo sobre lienzo blanco y la perspectiva, o de la
letra de cambio y el pagaré en comercio, y con ellos la banca moderna, o la
erección de hospitales y hospicios, desconocidos por completo para el
mundo antiguo, o de la constitución de los gremios y de las grandes ferias y
mercados concurrentes con el poderoso resurgimiento de la vida urbana. Lo
único que cabe decir es que entre los siglos del XI al XIV aconteció una
auténtica eclosión de creatividad. Y el ámbito político no fue una excepción
a esta eclosión general. Asistimos, en realidad, al nacimiento de una nueva
civilización, de una civilización que no es ni griega ni romana, aunque se
nutra de una y otra, de una civilización distinta, y que no es otra que la
civilización europea. ¿De dónde procedió esta íntima unidad dentro de la
más extrema diversidad de climas y costumbres que mostraron los pueblos
de Europa? Burke se limita a hacer esta constatación: «La entera política y
economía de los países en Europa deriva de las mismas fuentes. Proceden
de las antiguas costumbres góticas o germánicas; de las antiguas
instituciones feudales que deben ser consideradas como una prolongación
(emanation) de esas mismas costumbres; unas costumbres que han sido
completamente ordenadas y procesadas por el Derecho romano».
Goticismo más tradición greco-latina igual a Europa, podríamos decir
simplificando. Y, con todo, faltaría el factor esencial. Faltaría el elemento
superior y configurador de esos elementos heterogéneos. Porque todo
contenido requiere de un continente. Y este continente fue el Cristianismo².
Dicho esto, consideremos ahora brevemente las tres fuentes señaladas por
Burke, comenzando por la fuente germánica.
⁵ Digesto 1, 2, 9.
⁶ Cfr. E. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza
Universidad, Madrid, 1985, pp. 340 y 351.
⁷ Suma de Teología II-II, c. 189, art. 10, r.
⁸ Proverbios 11, 14.
⁹ Curia parliamenti suis propriis legibus subsistit. («La corte del parlamento se gobierna por sus propias
leyes», sentencia Coke en 4 Inst., 50).
¹⁰ Kantorowicz, E., Los dos cuerpos del rey, op. cit., p.219.
¹¹ Ibid., p.342. Y en palabras de Santo Tomás: Corpus... aliqua multitude ordinate (Suma Teológica III, c.7,
03 ad. 1).
Sólo desde esta teorización de las corporaciones es que la no prevista y poco
teorizada reunión de barones, eclesiásticos y representantes de los hombres
libres de condados, villas y ciudades pudo tomar cuerpo y convertirse en
una institución estable. En palabras de Gierke: «También proviene del
Derecho de corporaciones, sobre todo, la forma jurídica precisa de la idea,
desconocida para la Antigüedad, pero habitual desde hacía mucho tiempo
en la Edad Media, del ejercicio de los derechos del pueblo por una asamblea
representativa». Y es «precisamente en este contexto donde se encuentra el
primer desarrollo de la tesis de que todo grupo representante de una
universitas debe ser tratado como la universitas misma, porque el sustituto
-se decía- adopta siempre la naturaleza jurídica del sujeto al que
sustituye»¹². Con razón el siglo XII fue llamado por Maitland el siglo jurídico.
¹² Teorías políticas de la Edad Media, Centros de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, pp. 198 y 202.
¹³ Derecho y Constitución en la Edad Media, Kyrios, Valencia, 2013, p. 139.
¹⁴ Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Christiano para gobernar y conservar sus
Estados. Contra lo que Nicholas Machiavelo y los Políticos de este tiempo enseñan, II, 9. Por la edición
de 1788 en Books Google.es. El subrayado es nuestro.
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Así, pues, lo principal es entender que, en palabras de Kern, el Derecho es
«el soberano y no el poder público»¹⁵, justamente porque «es anterior al
poder público y se sitúa por encima de él»¹⁶. Sin comprender esta
supeditación del poder político al Derecho no cabe comprender tampoco
que los «derechos sobre la propiedad son un componente absolutamente
sagrado de todo el asimismo absolutamente sagrado orden jurídico»¹⁷. Pero
asumido esto, es lógico que el gobernante no pueda «imponer ningún
tributo; pues los impuestos son, según la concepción medieval, una
confiscación del patrimonio», de modo que un gobernante «sólo puede
llevar a cabo esta injerencia en la propiedad privada con el acuerdo
voluntario de todos los afectados (o, al menos, de sus representantes)». Y
esta es la razón por la cual, prosigue Kern, «el impuesto medieval es, en
realidad, una “petición” (Bede, en antiguo alemán)»¹⁸. En definitiva, la
distinción entre gobierno y representación y cuál es, al mismo tiempo, la
inextricable relación existente entre ellos sólo se aclara a la luz de una recta
comprensión del Derecho. Si la representación se convierte en poder,
¿quién representará al pueblo frente al poder? La libertad política requiere
de la distinción de la representación y poder. Y requiere, sobre todo, de la
distinción de quien tiene la ejecución del gasto público respecto de quienes
deben otorgarlo. «El de otorgar subsidios a la Corona de que está en
posesión el pueblo inglés -observaba de Lolme-, es la salvaguardia de todas
las demás libertades religiosas y civiles»¹⁹. La cosa no admite dudas, pues
¿qué libertad real tendría nadie si su patrimonio estuviese sometido a la
voluntad arbitraria del gobernante? Como con toda naturalidad recuerda de
Lolme: «Uno de los principales efectos del derecho de propiedad es que el
rey no puede quitar a sus vasallos nada de lo que poseen: tiene que esperar
a que ellos mismos se lo concedan». Se trata de un respeto de la propiedad
que , a su juicio, es «el baluarte que defiende todos los demás» y «produce
también el efecto inmediato de precaver una de las principales causas de
opresión»²⁰.
¹⁵ Ibid., p.94.
¹⁶ Ibid., p. 142.
¹⁷ Ibid., p. 144.
¹⁸ Ibid., p. 143.
¹⁹ Ibid., p. 469. De esta misma opinión es Sir James Mackintosh, para quien la Carta Magna al establecer
el derecho de no sufrir impuestos sin consentimiento constituyó el «escudo de la libertad». En cambio,
Walter Bagehot opina que este derecho es más «un resultado y una floración de la libertad y no su
sustrato o su causa» (The English Constitution, Dolphin Books, NY, S/F, p. 300).
²⁰ Ibid., p. 157.
²¹ «El problema de la representación política», en Ensayos de Teoría Política, EUNSA, Pamplona, 1979, p.
05 223.
El objetivo es «evitar la confusión muy corriente de pensar que quien
gobierna a una comunidad lo hace como representante de la misma».
Gobierno y representación se mueven en planos diferentes, hasta el punto
de que la idea de representación «es inservible para justificar el hecho del
gobierno». E insiste d´Ors, «no se gobierna en virtud de una
representación»²². La idea de que el mandado manda mandar al
gobernante le parece sencillamente absurda. Si la cabeza manda sobre el
cuerpo no es porque represente al cuerpo, sino porque está en la naturaleza
de la cabeza mandar al cuerpo. Si acaso lo que puede afirmarse es lo
contrario, que la cabeza representa al cuerpo en cuanto la gobierna, no que
lo gobierna en virtud de que lo representa. Llegados aquí, surge la pregunta,
¿de dónde proceden todos estos errores tan crasos a la hora de concebir la
categoría de representación? d´Ors lo tiene claro. Todos estos errores
proceden de separar la representación política de su origen jurídico civil. Y
en clara alusión a su amigo y admirado Schmitt observa: «Como siempre, las
nociones de derecho público se aclaran mejor partiendo de su origen en el
derecho privado, y un derecho público que pretenda liberarse de esa
vinculación difícilmente podrá seguir siendo derecho y no convertirse en
una organización de hecho, es decir, en un establecimiento de pura
voluntad»²³.
²² Ibid., p.237.
²³ Ibid., p. 240.
²⁴ Cfr. Gallego García, Elio A., Autoridad y Razón. Hobbes y la quiebra de la tradición occidental, Centro
²⁵ Los partidos, observa Carl Schmitt, «ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino
como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus
posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde una base fáctica compromisos y coaliciones»
(Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid, 1996, p. 9).
²⁶ Teoría General del Estado, FCE, Méjico, 1948, p. 861.
²⁷ Jouvenel, B. de, El Principado, Ediciones del Centro, Madrid, 1974, p. 71.
²⁸ Ibid., p. 167.
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El pueblo, ahora, vota a los poco o nada conocidos candidatos al parlamento
de su circunscripción con el único propósito de que estos elijan a un
Presidente de Gobierno ya predeterminado. Pero con ello el parlamento se
ha acercado peligrosamente a una Cámara cuya función más decisiva es
votar a un Presidente de Gobierno, asimilándose cada vez más al Colegio de
electores designados por el voto popular en las elecciones presidenciales de
Estados Unidos, cuyo objeto único es proceder al nombramiento del
Presidente²⁹. Pero no es sólo esto. Con la actual profusión legislativa de los
Gobiernos, los parlamentos, incapaces de examinar con tiempo y
seriamente todos y cada uno de los proyectos de ley procedentes del
Ejecutivo, y carentes del inmenso cuerpo técnico de la Administración
puesto a su servicio, se han ido convirtiendo cada vez más en una simple
Cámara de ratificación de la siempre creciente iniciativa gubernamental.
Pero como observa Bertrand de Jouvenel: «Si el Parlamento mejor es el que
vota sin vacilación los créditos y las leyes que solicita el jefe del ejecutivo, el
Parlamento no tiene razón de ser»³⁰. En parecidos términos se ha expresado
Dalmacio Negro. A su juicio: «Los parlamentos, teóricamente soberanos,
dependen del ejecutivo (sobre todo en el Estado de Partidos) y la
representación es nula, dado que se prohíbe el mandato imperativo, con lo
que se sustrae a los representados la libertad de vigilar y controlar directa y
particularmente a sus representantes»³¹. Y así es. El parlamento actual se ha
convertido a lo más en una Cámara representativa, pero «representativa» en
el sentido de representar al Poder y la mayoría del Gobierno de turno, no al
pueblo. Y «representativa» también en cuanto que el parlamento ha
quedado reducido al lugar donde los partidos representan unos debates
ante la opinión pública que no pasa de ser una pantomima. Debates cuyo
resultado está decidido de antemano y donde al margen del gran público
los políticos han realizado ya sus negociaciones oportunas en función de sus
intereses de Partido. Negociaciones, por otro lado, que bien han podido
realizarse, como de hecho suele suceder, en cualquier sitio distinto a la sede
parlamentaria³².
²⁹ Ibid., p. 76.
³⁰ Ibid., p. 81.
³¹ Negro Pavón, D., La Ley de hierro de la oligarquía, Ediciones Encuentro, Madrid, 2015, p.95.
³² En opinión de Schmitt, «lo que es aún peor o incluso demoledor», es que «en algunos Estados, el
parlamentarismo ya ha llegado hasta el punto de que todos los asuntos públicos se han convertido en
objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la política, lejos de ser el
cometido de una élite, ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general
despreciada, clase» (Sobre el parlamentarismo, ob. cit., p. 7). Negociaciones realizadas fuera del
parlamento que hace de la asistencia de los diputados a las sesiones algo inútil y carente de sentido.
Ilustrativo de esto que estamos diciendo fue el escándalo con que la prensa recogió hace unos años en
España la masiva inasistencia de diputados a los últimos debates sobre los Presupuestos Generales del
Estado en su sesión plenaria. No hace falta decir que su debate y aprobación debería constituir el
momento más importante del año. Pues bien, apenas se llegaba a veinte el número de diputados
presentes en el hemiciclo de un total de trescientos cincuenta. Sin duda, una razón poderosa que
explicaba tan baja participación estaba en que los plenos se habían trasladado a la mañana, más
concretamente a las diez. La prensa acusó sin ambages y con fuerte dosis de escándalo, bastante
hipócrita, por cierto, de vagos a los diputados. La acusación era fácil, pero equivocada. No es cierto que
un diputado medio español sea más vago o perezoso que la media del trabajador común en España. No
está ahí la razón. La razón está en lo absurdo de tener que ir a unas sesiones parlamentarias que carecen
del más mínimo interés para un diputado común, sesiones que se realizan sobre cuestiones para las que
no va a tener la más mínima oportunidad de intervenir y poder decir algo, y en las que, por tanto, no ha
tenido tampoco el menor interés en estudiar o pensar sobre ellas, resultándoles tan extrañas como a un
ciudadano común que no posea la condición de parlamentario. La pereza de tener que ir al Parlamento
simplemente a escuchar del modo más pasivo las peroratas de los portavoces de turno, y donde sólo se
le requiere de un modo efectivo para el momento de la votaciones, resulta perfectamente comprensible.
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Pero un parlamento así, dice sin ambigüedades Jouvenel, «no representa»³³.
Y no lo hace porque, a su juicio, la circunscripción ha quedado vacía de
contenido.
Quizá una anécdota contada personalmente a quien esto escribe por uno
de sus protagonistas ilustre perfectamente lo que aquí se está queriendo
decir. Estando sentado en su escaño en el parlamento junto a otro
compañero de partido, también veterano de la política, viendo entrar en
aquel momento al que era el Jefe del partido, éste le comentó con toda
malicia, pero también con todo realismo: «¡Mira, ahí viene nuestro
electorado!». Desde el momento en que el Jefe del partido es quien elabora
las listas y exige una férrea disciplina de voto, el nexo que le une a la
circunscripción se reduce a nada o casi nada. El candidato electo se
convierte en mero intermediario de quien ha decidido votar al partido en
función del que oficiosamente es candidato a la Presidencia del Gobierno.
De ahí que su representatividad esté más en función del partido que le ha
puesto y por el que se presenta, y del líder que los encabeza, nombra y
dirige, que por los votos que haya podido recibir de sus electores.
Sencillamente no se debe a ellos, se debe al partido, o mejor, al Jefe.
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Aquí, y no en otro sitio se encuentra la diferencia radical entre el parlamento
tradicional y el moderno surgido de las tesis hobbesianas y
revolucionarias³⁸. Pues como certeramente señala una vez más Bertrand de
Jouvenel «Es un error común, pero enorme, confundir una asamblea
convocada con el fin de conceder subsidios, con un Parlamento moderno, y
decir que se trata en uno y otro caso de un consentimiento popular al
impuesto. Actualmente, el Parlamento no tiene, en absoluto, el carácter de
una asamblea de contribuyentes. Tiene el carácter de un soberano que
cobra impuestos a su gusto»³⁹. Y este es el factor decisivo porque, en
palabras de Burke, «las grandes batallas por la libertad se produjeron,
principalmente, por causa de la cuestión de impuestos»⁴⁰.
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Pero desde que Bell escribiera esto en 1976, la montaña de deudas no ha
dejado de crecer, alcanzando en nuestros días las cotas más altas. El
número de países occidentales que tienen una deuda pública igual o
superior a su PIB es más que significativo, y en algún caso llegan a
duplicarlo (Japón). Eso sin considerar que la deuda pública oficial no incluye
el pasivo no financiado consistentes en todas las prestaciones asistenciales -
hospitales, medicinas, pensiones, etc.- que el Estado tiene contraídas con la
población. ¿A cuánto ascienden todos estos recursos comprometidos a
futuro por los Estados? Difícil saberlo. En realidad, como señala Ferguson las
finanzas públicas carecen de balances generales oficiales que, publicados
con regularidad, recojan con detalle todos los aspectos señalados. «El actual
sistema es, para decirlo sin rodeos, fraudulento»⁴⁵. Para este historiador lo
que está sucediendo es que la generación actual está viviendo a expensas
de las futuras, rompiendo de este modo, dice, el contrato «entre quienes
viven, quienes han muertos y quienes están por nacer» (Burke), que es el
vínculo constitutivo de una sociedad⁴⁶.
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Todo este intervencionismo estatal en la economía sólo ha sido posible
mediante una absorción a gran escala de los recursos de los particulares por
parte del Fisco, legitimado ahora por la supuesta condición de los gobiernos
como «representativos». Pero si ha habido una realidad perjudicada en esta
magna desviación de recursos de la sociedad civil hacia el Estado, ésta ha
sido la familia⁴⁹. Y, si no, repárese en la diferencia entre la imposición a las
rentas de trabajo que, no debe olvidarse, por lo general se destinan al
sostenimiento de las familias con el impuesto de sociedades. «Se da por
supuesto -observó Jouvenel respecto al trato dado a estas corporaciones-
que la imposición sólo debe recaer sobre la renta neta, a la que se llega tras
la deducción de los gastos operativos y de la amortización del capital. E
incluso así, la renta neta es gravada sólo con un tipo proporcional»⁵⁰.
Cuando se trata de personas físicas, es decir, familias, en cambio, la
imposición cae sobre la renta bruta, con muy escasas deducciones. «De este
modo, la sociedad con ánimo de lucro tiene una triple ventaja sobre la
familia, la cual es gravada con tipos progresivos y a la que no se le permite
desgravarse por depreciación de sus activos o deducirse sus gastos
operativos pese a que cumpla una función en la sociedad no menos
importante que la de las empresas»⁵¹. Y añade: «Es incomprensible que a un
criador de perros de carreras se le acepten sus gastos, depreciaciones, etc.,
mientras que a un padre de familia no»⁵². Sería un error, sin embargo,
pensar que estamos abogando por un incremento de la presión fiscal a las
empresas. Lo que se quiere resaltar es hasta qué punto la familia está
castigada fiscalmente en España.
⁴⁹ En efecto, si pensamos en la fiscalidad de las sociedades vemos que el tipo impositivo oscila en estos
momentos entre el 25%, que es el tipo general, y el 10% previsto para fundaciones y las sociedad no
lucrativas declaradas de utilidad pública. En todo caso, se trata de un tipo único que grava
exclusivamente el saldo positivo una vez deducidos todos los gastos. Su aportación al conjunto de
ingresos del Estado está en torno al 7%. El IRPF, esto es, el Impuesto sobre la Renta de las Personas
Físicas, en cambio, llega, de modo progresivo, hasta el 45% en cuanto supere los 60.000€. Y lo que es
más fundamental, la base imponible es la totalidad de los ingresos con muy escasas deducciones. Se
estima en más de un 21% su contribución a las arcas públicas, sin contar con que, además, casi el 40%
procede de las retenciones a la Seguridad Social, contribución que en un grado muy alto es a costa de
los salarios, aunque nominalmente no sea así. Basta, pues, considerar qué pasaría si a la sociedad
conyugal en régimen de gananciales se le aplicara el impuesto de sociedades y no, como es el caso, el
IRPF. ¿Qué pagarían las familias de media deducidos todos los gastos de vivienda, educación, ropa y
alimentos propia y de los hijos, al modo que sucede con el impuesto de sociedades? Comparativamente
muy poco. Y digo comparativamente porque en realidad contribuiría con mucho si se considera que en
todos sus gastos está pagando un porcentaje alto de IVA, que representa el 19% del total de los ingresos
del Estado. Eso si no se considera, además, el 7,7% que el Estado recauda directamente de gravar la
propiedad, que es en gran medida familiar. Así, pues, que la familia pagase según el tipo societario sería
lo justo. Justo, en primer lugar, porque la familia es radicalmente más «sociedad», más «real» que
cualquier otra sociedad, civil o mercantil. Y justo también, porque nada más justificado que la
preservación de estos ingresos por trabajo para cubrir dignamente sus necesidades más básicas. De
hecho, en justicia, la sociedad familiar no sólo debería tener el tipo fiscal de las sociedades, sino el de las
sociedades consideradas de utilidad pública. Porque ¿existe acaso algo de mayor utilidad pública que la
familia constituida conforme a Derecho consagrada a la crianza y cuidado de los hijos, verdadero
«semillero de la res publica» al decir de Cicerón?.
⁵⁰ Jouvenel, B. de, La ética de la redistribución, Ediciones Encuentro, Madrid, 2009, p. 110.
⁵¹ Ibid., pp. 110-111.
⁵² Ibid., p. 112.
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Existe, a nuestro juicio, una verdadera guerra contra la propiedad estable y
el ahorro⁵³. La idea que se impone es que el ahorro privado debe ser
movilizado para ser productivo, lo que el Estado consigue de dos modos. El
primero, despreciando el dinero, lo que obliga al propietario a poner su
patrimonio en el sistema financiero global para encontrar alguna
rentabilidad compensatoria, al tiempo que faculta a éste para que convierta
los depósitos en activos vía préstamos a terceros. El segundo, tomándolo
directamente de las manos del propietario a través de los impuestos para
ser gastado inmediatamente. De un modo u otro, la propiedad de los
particulares es puesta en circulación con independencia de su voluntad. Es
algo que se da por hecho. El principio consiste en que toda medida que
sirva para el incremento de las opciones de producción y consumo es
bienvenida. Entre ellas, como ya se ha dicho, la manipulación del dinero,
que se decide discrecionalmente por los gestores de los Bancos Centrales. Y,
al contrario, todo aquello que no sea objeto de transacción y carezca de
precio deja de ser eo ipso considerado riqueza. «La equívoca figura del
producto nacional -constata Jouvenel- sólo tiene en cuenta los servicios que
tienen un precio de comercio, lo cual nos está llevando a la destrucción de
cosas que no son comerciables»⁵⁴. Lo que es tanto como afirmar que
quedan fuera de la estimación general precisamente aquellas cosas que son
más valiosas, como, por ejemplo, los hijos, o la dedicación y esfuerzo de la
mujer que se queda en su casa para cuidar personalmente de ellos. De cara
a nuestros economistas, y su reflejo en el PIB, este gesto de gratuidad es
nulo, carece de valor en términos de riqueza y no aporta nada al no poseer
una traducción dineraria, puesto que es una acción no retribuida y,
consecuentemente, no favorece el «crecimiento» del conjunto de la nación.
Es más, desde esta perspectiva, la mujer que no se incorpora al mercado
laboral puede ser considerada como un «lucro cesante». Simplemente tiene
hijos, los cuida, quiere y educa. Poca cosa en realidad. En cambio, si sale de
casa y trabaja y además contrata a otra persona para que cuide de su hijo,
eso es riqueza por partida doble. Dos sueldos más a computar. Esta pérdida
progresiva de la dimensión de gratuidad en las relaciones entre los
hombres, por causa de la politización de la economía, es difícil de valorar y
de medir, pues lo profundo nunca es evidente ni conmensurable. Pero,
precisamente por ello, sus consecuencias son de más largo alcance y, por lo
general, irreversibles.
⁵³ «Por decirlo de una vez -escribe W. Röpke-, el actual superestado, con su superpresupuesto, su
superfiscalización y su superprograma de Estado providencia, ha desarrollado un gigantesco aparato
opuesto al ahorro y por ende al mismo tiempo un aparato de inflación y de presión crecientes. Se ha
cerrado así el funesto círculo: la inflación, fomentada por un ahorro insuficiente, perjudica a este ahorro
hasta límites gravísimos al arrebatar cada vez más a los ahorradores la confianza en la conservación de la
capacidad adquisitiva de sus ahorros» (Más allá de la oferta y la demanda, Unión Editorial, Madrid, 1996,
p. 239).
⁵⁴ Ibid., p. 104.
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Pero conviene ir finalizando. Convertidas las Cortes Generales en un poder
del Estado, como declara el artículo 66, 2 de nuestra vigente Constitución, el
Estado ha devenido en Estado fiscal. Los ciudadanos, reducidos a la
condición de contribuyentes, carecen de representantes frente a la
voracidad del Estado y de la clase dirigente que lo administra. Pero con ello,
tal y como advirtiera Ortega y Gasset en su célebre obra La rebelión de las
masas, el Estado se ha convertido en «el mayor peligro que hoy amenaza a
la civilización». Palabras fuertes, sin duda, pero no parece que en absoluto
desencaminadas. En su opinión, «la estatificación de la vida, el
intervencionismo del Estado, la absorción de toda la espontaneidad social
por el Estado». Y añade: «El resultado de esta tendencia será fatal». Lo dice
en futuro, todavía no se ha cumplido, no al menos del todo, estamos en
1937, pero no duda del pronóstico. Y se pregunta: «¿Por qué esto es
necesariamente así?». A lo que responde: porque con el Estado «la vida se
burocratiza». Podríamos ver aquí un eco evidente de las reflexiones de
Tocqueville en La democracia en América. «La burocratización de la vida -
prosigue nuestro autor- produce su mengua absoluta, de la vida, en todo los
órdenes. La riqueza disminuye y las mujeres paren poco. Entonces -
continúa-, el Estado para subvenir sus propias necesidades fuerza más la
burocratización de la existencia humana», va dando vueltas de tuerca,
necesita succionar más. «A esto lleva el intervencionismo del Estado». El
pueblo, la sociedad, se convierte en carne y pasta que alimentan el mero
artefacto y máquina que es el Estado». El Estado posee, en efecto, un
dinamismo propio, y es éste: «El esqueleto se come la carne en torno a él. El
andamio se hace propietario e inquilino de la casa». ¿Y cuál es el resultado?
«El resultado último -escribe Ortega- es una desmoralización radical»⁵⁵.
Próximos a cumplirse los cien años de escritas estas palabras, no cabe ni por
un momento dudar, me parece, de lo acertado de las predicciones de
Ortega. Pero llegados aquí, ¿qué cabe hacer? No tengo una respuesta, pero
quizá no deberíamos descartar fácilmente que una luz procedente del
pasado pueda iluminar nuestro presente.
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