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Una Mujer en Birkenau - Seweryna Szmaglewska

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En 1942, Seweryna Szmaglewska, miembro de la resistencia polaca, fue

arrestada y conducida al campo de Auschwitz-Birkenau a la edad de 22 años.


Estuvo recluida hasta enero de 1945. El 18 de julio de ese mismo año
concluía «Una mujer en Birkenau», que se publicaría unas semanas después,
convirtiéndose en el primer testimonio de un superviviente de un campo de
concentración nazi.

Página 2
Seweryna Szmaglewska

Una mujer en Birkenau


ePub r1.0
Titivillus 03.02.2021

Página 3
Seweryna Szmaglewska, 1945
Traducción: Katarzyna Olszewska Sonnenberg & Sergio Tristán

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
PLANO DEL CAMPO DE BIRKENAU
(AUSCHWITZ-II)

A — Puesto de guardia principal de la SS.


BI — Primer sector del campo de Birkenau.
BIa — Campo para mujeres de diferentes nacionalidades.
BIb — Campo para hombres de diferentes nacionalidades, habilitado
después como campo femenino.
BII — Segundo sector del campo de Birkenau.
BIIa — Campo para prisioneros en cuarentena de diferentes
nacionalidades.
BIIb — Campo para familias judías de Theresienstadt.
BIIc — Campo de tránsito para judías (en su mayoría húngaras)
BIId — Campo para hombres de diferentes nacionalidades.
BIIe — Campo para familias gitanas.
BIIf — Hospital para hombres.
BIIg — Almacenes con bienes saqueados a los deportados
(«Canadá II»).
BIII — Tercer sector del campo de Birkenau («México»), en
construcción.
C — Comandancia y barracones de la SS.
D — Ramal y rampa del ferrocarril donde llegaban los deportados al
campo.

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E — Baños y también lugar de admisión de nuevos transportes.
F — Lugar donde se quemaban ca as provisional.
KII — Segundo crematorio y cámara de gas.
KIII — Tercer crematorio y cámara de gas.
KIV — Cuarto crematorio y cámara de gas.
KV —Quinto crematorio y cámara de gas.
L — Retretes y lavabos.
M — Cocinas.
N — Almacenes.
O — Cuartos de pelar patatas.
P — Puestos de guardia de la SS.
R — Depuradora de aguas.
S — Lugar donde se esparcían las cenizas de los prisioneros
asesinados.
T — Zona de cuarentena de ingreso para mujeres.
U — Torres de vigilancia.
W — Ramal de ferrocarril y rampa de descarga (Judenrampe).

Diseño gráfico: Robert Ptaczek.

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Introducción

En los hornos crematorios de Oświȩcim[1] y Birkenau se incineraron, hasta el


18 de enero de 1945, los cadáveres de casi cinco millones de personas[2]. De
esta cifra, más de tres millones eran judíos, que murieron en las cámaras de
gas o a causa de epidemias, y el resto arios. Entre los muertos, había polacos
detenidos por la Gestapo o capturados por su participación en el
levantamiento de Varsovia, rusos, yugoslavos, checos, holandeses, franceses,
belgas, italianos, ucranianos, estonios, delincuentes comunes alemanes, niños
de diferentes nacionalidades, algunos de ellos nacidos en el propio campo, y
también gitanos, que recibieron el mismo trato que los judíos: los enviaron a
todos, hombres, mujeres y niños, a las cámaras de gas. Conocemos estos
datos por el testimonio de quienes trabajaban en el Departamento Político de
Oświȩcim durante el desmantelamiento del campo.
Mi prolongada estancia en Birkenau (1942-1945) y la variedad de trabajos
que me tocó hacer en el campo me permitieron adentrarme en sus numerosos
misterios. Los propios prisioneros realizaban las misiones más secretas. Por
sus manos, dispuestas siempre a ejecutar con diligencia cualquier orden que
recibieran, pasaban los libros en los que se inscribía a los vivos y también
aquéllos en los que se anotaban los nombres de quienes iban directamente del
tren a la muerte sin ser censados ni tatuados.
Ante el increíble caos reinante y la imposibilidad de verificar la identidad
de las miles de personas que vivían o habían muerto en el campo, las
autoridades del campo decidieron identificar a los prisioneros con un tatuaje.
Al adoptar esta medida, cometieron un gran error táctico. Hoy es posible
comprobar de forma visible qué porcentaje tan exiguo de los prisioneros de
Oświȩcim quedó con vida. Aunque destruyeran los documentos y nos
obligaran a arrojar al fuego carros enteros de Todesmeldungen (certificados
de defunción), nos basta conocer el número final de registro para calcular
cuántas personas murieron en Oświȩcim. Cientos de miles de personas

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entraron en el Lager. ¿Dónde están ahora? Apenas varios miles consiguieron
salir de él con vida. Los alemanes no sospechaban que, con el tiempo,
aquellos números estampados en los brazos de los prisioneros se convertirían
en documentos. Al tatuar a los prisioneros, plantaron en la tierra miles,
decenas de miles, centenares de miles de pruebas vivientes. ¿Qué ocurriría si
los convocáramos una vez más para un recuento general? ¿Y si intentáramos
colocarlos en filas de a cinco para averiguar cuántos quedaron? Sé que el
resultado sería deprimente. Nos presentaríamos sólo unos pocos, unos cuantos
documentos vivos de aquella tragedia, algunos eslabones aislados de aquella
kilométrica cadena humana, a los que un capricho del destino salvó de la
muerte.
Hoy los barracones de Oświȩcim y Birkenau están vacíos. El azar impidió
que el plan para desmantelar urgentemente el campo se completase. Dicho
plan preveía borrar todas las huellas de Birkenau, el sector más mortífero de
Oświȩcim. Si la hierba hubiese cubierto el solar donde están los barracones y
crematorios, habría sido más fácil ocultar lo ocurrido ante los ojos de Europa
y del mundo entero. Pero no ocurrió así. El Ejército rojo avanzó como la
pólvora a un ritmo inesperadamente rápido, que pilló por sorpresa a las
autoridades del campo.
En la actualidad es posible determinar con exactitud en qué lugares se
derramó más sangre (aunque, en realidad, no quedó un palmo de tierra
incruento). En 1944 se cultivaron huertas, se plantaron flores y se organizaron
conciertos, pero nada de eso pudo borrar de nuestra memoria las imágenes
monstruosas de los cadáveres desnudos apilados delante de los barracones.
Tampoco se pueden eliminar los recuerdos de las selecciones, tras las cuales
se llevaban a los ancianos, los enfermos, y los inválidos al bloque 25, el
bloque de la muerte. Es imposible olvidar a los enfermos de tifus y de
disentería tirados en el fango, que agonizaban durante horas, porque su agonía
duró demasiado tiempo. Los recuentos diarios tras el toque de diana nos
decían demasiado explícitamente qué porcentaje exiguo de los prisioneros
permanecía aún con vida. Morían artistas, personas con talento, genios,
personalidades del pasado y otras que lo hubiesen sido en el futuro. Desde esa
multitud de muertos, desde esa terrible hecatombe, desde cada par de ojos a
punto de cerrarse se alzaba una petición silenciosa, la última voluntad de los
que agonizaban. Esa voluntad se quedó grabada en la memoria de los que
quedaron con vida, hizo vibrar sus corazones, era tan fuerte que parecía capaz
de arrancar las alambradas, de atravesar las puertas para gritarle al mundo lo

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que allí estaba pasando; parecía que ese grito lograría llegar a los países
libres, a las naciones que aman la libertad.
Pocos sobrevivimos a Oświȩcim. Cuando en aquellos memorables días de
enero de 1945 se abrieron las puertas de par en par y salieron de ellas
apresuradamente miles de personas bajo una escolta férrea, cuando en el
camino Oświȩcim - Gross-Rosen se formó una procesión de varios
kilómetros compuesta por unos miserables encorvados por la fatiga, y cuando
esta procesión ocupó por completo los caminos de Silesia, dejando por
doquier sobre la nieve la figura negra de algún prisionero rematado por un SS,
los silesios de las ciudades y pueblos cercanos se detenían sorprendidos. Se
echaban las manos a la cabeza y hacían la señal de la cruz sobre las siluetas
lejanas de los prisioneros; eso sí, desde los umbrales de sus casas, sin
atreverse a acercarse al siniestro camino.
—¡No puede ser! —decían—. ¿Acaso había tantas personas en
Oświȩcim? ¡Es increíble!
A los prisioneros les estaba prohibido pronunciar una sola palabra, así que
no podían detenerse para gritarles:
—¡No es increíble! Al contrario, lo que veis es sólo una mínima parte de
los que estábamos en Oświȩcim. Éramos muchos más. Somos tan sólo un
puñado, algunos de los supervivientes. A la mayoría de los que permanecían
con vida se los llevaron el último año al interior de Alemania.
Hoy, mientras escribo estas palabras, avanzan sin cesar por las más
recónditas carreteras de Deutschland, de Alemania, los fatigados pies de mis
compañeros que hacen el camino de vuelta. Marchan sin cesar. Sus pasos,
trabajosos y cansados, se hacen oír entre el rumor de la vida, entre el silencio
de la soledad.
Mi historia abarca sólo un fragmento de lo que fue la gigantesca máquina
mortífera de Oświȩcim. Pretendo relatar tan sólo hechos vividos u observados
directamente por mí. Los acontecimientos que describo tuvieron lugar en
Birkenau (Oświȩcim II). Quiero dejar claro que no pretendo aumentar en
nada la relevancia de los hechos ni modificarlos con fines propagandísticos.
Hay acontecimientos que no es preciso exagerar. Podría mantener cada detalle
de lo que aquí relato ante los tribunales correspondientes.
Este testimonio es fruto de la experiencia y de las observaciones de una
sola persona. Son una gota de agua en un océano enorme e inconmensurable.
Sin duda, hablarán otras personas que también sobrevivieron al campo.
Hablarán, asimismo, los supervivientes de muchos otros campos.
Pero la mayoría jamás volverá, jamás hablará.

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Primera parte Año 1942

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1. Arbeit… Arbeit… Arbeit…

oche cerrada. En un barracón sin tabiques ni separaciones duermen

N casi mil mujeres en unos andamios extraños. Una oscuridad densa,


repleta de respiraciones y exhalaciones lo inunda todo. Incluso las
mantas, que ellos no te dejan ver a la luz del día, parecen parte de esa
misma oscuridad. Te arropas con tu manta todo lo que puedes y agradeces esa
pizca de calor sobre tu cuerpo cansado, al tiempo que, sin poder evitarlo, te
pones a pensar en los usos que tuvo anteriormente, y sientes asco. Los
cuerpos encogidos se adormecen sobre la dura superficie de los camastros. De
repente, un breve despertar rompe el velo de los sueños y te devuelve a la
dolorosa realidad de Oświȩcim. Si la persona que duerme a tu lado te es
querida, la abrazas con alegría; si es un desconocido o alguien hostil, te
embarga la tristeza. El sueño, tu aliado más fiel, se apodera rápidamente de tu
cuerpo exhausto y acalla tus pensamientos. Quienes son capaces de dormir
profundamente, logran que el descanso alcance hasta el último rincón de su
sistema nervioso. Las noches en el campo son cortas. Mientras duran, hay que
yacer inmóvil en el abismo oscuro de un camastro, deshacerse del cansancio
del día anterior y encontrar las fuerzas necesarias para afrontar el nuevo día.
En el silencio del barracón que duerme se oye sin cesar un canon de toses
a varias voces. A veces alguien grita en sueños con terror unas palabras en
alemán, las mismas que le hicieron estremecerse de miedo durante el día.
Los silbatos que anuncian el toque de diana se oyen por doquier en el
campo. Pero las prisioneras siguen durmiendo. La policía interior, formada
por prisioneras, tiene que entrar en acción. Ellas están de servicio noche y día,
diligentemente. El lúgubre y quejumbroso Aufstehen (arriba) y los golpes de
las porras contra los tableros de los camastros se oyen en todo el barracón. La
oscuridad es completa. Desde el abismo de los camastros se oye un gemido
amortiguado. Es de alguien que acaba de despertarse y que mueve su cuerpo
dolorido por primera vez en toda la noche. El del despertar es el momento

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más duro. Da igual que lleves en el campo unos días llenos de desesperación
o que estés aquí desde hace mucho tiempo, muchísimo tiempo: a todas las
prisioneras les faltan las fuerzas cuando cada mañana tienen que afrontar un
día más, un día que saben que será igual que los anteriores. La vigilante de
noche no deja de atormentar a las prisioneras con sus gritos, «Aufstehen!,
Aufstehen!», hasta que su voz se despide del alemán, un idioma del que sabe
esa única palabra y además con mala pronunciación, y se pasa al polaco, en el
que habla con facilidad y soltura:
—¡Arriba, basura, maldita intelligentsia, levantaos! Lo-o-os! ¡Afuera,
vamos! Aufstehen!
Esta vez el palo no se detiene en los tablones, sino que se interna en los
camastros para golpear las extremidades y la cabeza de las mujeres que aún
duermen. Empieza el ajetreo. Las prisioneras se levantan obedientes, sus
manos vagan en la oscuridad buscando los zapatos escondidos bajo el jergón.
Se empujan unas a otras mientras se ponen las prendas que se quitaron la
noche anterior. Las mujeres empiezan a salir de los abismos adosados a la
pared, que tienen un aire de catacumba, para hacinarse en los estrechos
pasillos. Las prisioneras sólo caben en el barracón si permanecen en los
malditos andamios llamados coyes (en los barracones de los hombres se los
llama «sirgas»). En cuanto las mujeres saltan de sus camastros y se ponen de
pie en los pasillos, apenas caben. Pero el barracón no es el lugar donde se
desarrolla la vida de los prisioneros durante el día. Es sólo el sitio donde se
duerme hasta que suena el silbato que toca a diana.
En el año 1942 Birkenau (llamado Oświȩcim II) es un campo cenagoso
cercado por una alambrada electrificada. No hay caminos ni sendas entre los
barracones, el Lager carece de agua corriente y de sistema de alcantarillado
(esto último no llegó a tenerlo nunca). Toda la suciedad, los excrementos, los
desechos se pudren a la intemperie. Apestan. A pesar de que los prisioneros
disponen de mucho tiempo para observar el cielo en el transcurso de los
recuentos, ninguno ha visto nunca un pájaro volar bajo sobre Birkenau. Quizá
sea el olor o el instinto, el caso es que los pájaros evitan este lugar. Birkenau
tampoco existe de forma oficial. Su dirección no aparece en ninguna parte. La
forma en la que se levantó el campo indica que su finalidad no es la de
albergar prisioneros durante mucho tiempo. Ésta es una especie de sala de
espera para los crematorios, con capacidad para entre veinte y treinta mil
personas. Así es como se construyó:
En el invierno de 1941 a 1942 se cercó un prado con alambre y se dividió
en dos sectores idénticos; en uno se edificaron quince barracones de ladrillo y

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en el otro, quince de madera. Los barracones carecían de solado y de techado
propiamente dicho. A través de la techumbre la nieve se colaba en el interior
sin dificultad. En los portones había colgadas unas placas de metal con la
inscripción Pferdestelle (establos) y las instrucciones que debían cumplirse en
el caso de que los caballos se vieran aquejados de fiebre añosa. Estas placas
siguieron en algunos barracones hasta el último día. Y lo mismo ocurrió con
unos aros de hierro fijados en la pared a la altura de la cabeza de un caballo.
En esta parte del campo la muerte precedió al cautiverio: muchos de los
prisioneros traídos aquí para la construcción de Oświȩcim cayeron durante el
trabajo y agonizaron sobre el cieno de Birkenau.
Al principio a los polacos no los enviaban a los barracones de madera, así
que, en el año 1942, la imagen de Birkenau está asociada a la de los
barracones de ladrillo. Cuando uno se fija en la estructura interior del
barracón es fácil reconstruir el aspecto que tenían cuando se construyeron. En
cada uno hay cuatro hileras de cuadras. Son como unas celdas pequeñas sin
techo, divididas por unos tabiques de dos metros de altura. Cuatro tragaluces
en el techo y unos ventanucos en los muros dejan pasar sólo una tímida luz.
Las dos hileras centrales de cuadras son paredañas, mientras que las dos
exteriores están pegadas a las paredes más largas del barracón. De este modo,
entre las cuadras centrales y las que están pegadas a la pared hay un pasillo
estrecho por el que un trabajador podía introducir y sacar dos caballos al
mismo tiempo, uno de cada mano. En cada barracón de ladrillo hay 50
compartimentos.
Los establos se adaptaron fácilmente para alojar personas. En cada uno de
ellos se colocaron dos plataformas de madera, una bastante arriba, a una
altura de dos metros, y la segunda como un metro más abajo. Para hacer estas
plataformas se unieron, mediante unas vigas, dos puertas arrancadas de las
casas de los alrededores. Así, en cada compartimento o antigua cuadra hay
tres madrigueras: una directamente en el suelo, la segunda a la altura de un
metro y la tercera a la altura de dos metros. En total, en cada barracón hay
más de ciento cincuenta lechos. En cada uno de estos camastros hay dos
colchones que, de acuerdo con lo que establecía el reglamento el día en que se
estrenaron, debían contener cuatro kilos de virutas o juncos de los estanques
cercanos. En cada uno de estos lechos duermen de seis a diez personas, es
decir, en el lugar previsto para un caballo viven de dieciocho a treinta
personas. En los períodos de llegadas masivas de gente a veces se juntan en
un barracón (es decir, en una sala) más de mil doscientas personas. El interior
recuerda a una especie de enorme gallinero o conejera. Los coyes bajos son

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los peores. Son húmedos y fríos a causa del suelo, que los días de lluvia está
tan pisoteado en los pasillos que los zapatos se hunden en él. En los coyes
bajos reina la oscuridad; decenas de pies tapan sin cesar los rayos de luz. Es
imposible sentarse erguido en ellos, ya que estas madrigueras son demasiado
bajas. Por las noches ejércitos de ratas atacan los camastros que están más
abajo. Los coyes de en medio son igual de estrechos, pero al menos reciben
un poco más de luz. A menudo, en la oscuridad de la noche, los zapatos
sucios de barro de las mujeres que tienen adjudicados los lechos superiores se
posan sobre la cabeza de las compañeras que duermen en los del medio,
aunque los jergones de este segundo piso tienen la ventaja de no mojarse. Los
coyes superiores son luminosos. También hay bastante aire arriba. En este
último nivel no sólo es posible sentarse completamente erguido, sino también
arrodillarse e, incluso, ponerse de pie. Aunque los días de lluvia las goteras
hacen desaparecer sus ventajas de un plumazo, la mayoría de la gente
considera que los coyes de arriba son los mejores. Los barracones de ladrillo
carecen de luz, así que las mujeres que vuelven por las tardes del trabajo
tienen que subir a sus madrigueras, que parecen catacumbas, buscar sus
mantas y desnudarse a oscuras. Pocos pueden permitirse comprar una vela a
los prisioneros que están empleados en los almacenes, sobre todo si no
reciben paquetes con comida de casa. A menudo hay que renunciar a un poco
de pan o de margarina para, por fin, una tarde, a la luz de una vela colocada a
un lado, desprenderse de la camisa y cazar piojos. Hay mujeres que lo hacen a
tientas, pero así sólo consiguen acabar con los piojos grandes. Con este
método se ven obligadas a perdonarles la vida a los pequeños y a las liendres.
Una imagen de un barracón en el año 1942: en la profundidad de unas
madrigueras oscuras, a la luz tenue de unas velas encendidas aquí y allá, se
ven unas figuras desnudas, escuálidas, encorvadas y lívidas de frío, agachadas
sobre montañas de harapos sucios. Tienen la cabeza afeitada y hundida entre
los hombros, sus manos delgadas se afanan en atrapar piojos y matarlos con
cuidado en el borde del coy. Su ropa interior está sucia. Carecen de agua para
lavarla y se tienen que limitar a limpiarla de insectos.
Las mujeres luchan contra la suciedad. Se inventan sistemas variopintos,
estudian cómo mejorarlos y los aplican de forma generalizada. Pero su lucha
es inútil. Como ya se ha dicho, en un lecho duermen varias mujeres. Incluso si
todas ellas, después de innumerables esfuerzos, consiguieran limpiar las
mantas y la ropa, y dar a su camastro un aspecto relativamente limpio, todo su
trabajo se iría al traste en cuanto llegase al barracón una Zugang, una recién
llegada. Si tiene piojos o sama, que está extendida en todo el campo, entonces

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todas las mujeres, que comparten las mismas mantas, sufrirán la misma
calamidad. Y hay que empezar de nuevo desde el principio.
Entre los andamios de los camastros la guardia nocturna, comandada por
la jefa de barracón y la responsable de habitación, trata a la gente a empujones
y palos. Una densa masa humana avanza a ritmo lento e indolente,
deteniéndose unos instantes antes de salir al frío húmedo de la noche. Las
prisioneras avanzan adormiladas, semiconscientes, cabeza con cabeza, brazo
con brazo, envueltas en harapos. Con ese aspecto es difícil saber quién anda a
tu lado. Las luces de las estrellas y de la lima, debilitadas por el resplandor
que llega de la alambrada en los confines del campo, iluminan las siluetas
encorvadas de las mujeres, que, a duras penas, consiguen sacar del fango sus
pies envueltos en trapos.
La luz hace visibles algunos rostros, que desaparecen acto seguido en las
sombras de la noche. Sus rasgos reflejan un silencio absoluto y una extraña
belleza, que procede de la serenidad: parece que hubieran muerto hace tiempo
y sus rostros se hubieran congelado en una muda expresión de tristeza. Es
imposible olvidarse de estos rostros. Otras mujeres tienen el gesto deformado
por la pasión, la rabia y la ira. Son rostros que prefieres olvidar.
Quienes aún conservan fuerza suficiente y no tienen las piernas hinchadas
pueden ir corriendo a buscar un poco de agua antes del toque de diana. En
esta época resulta muy difícil conseguir agua en todo el campo femenino de
Birkenau. Para evitar que algún SS te rompa la crisma con su porra es mejor
no entrar en la cocina ni en el barracón de desinfección, que está siempre
atestado de recién llegados. Sólo queda el grifo que está detrás de los retretes,
un solo grifo para varios miles de personas. El suministro de agua se abre a
primera hora de la mañana, antes de que los silbatos toquen diana (aunque el
grifo dispusiera de agua el resto del día, tampoco serviría de mucho, ya que
las prisioneras se encuentran en el trabajo, fuera del Lager). Si te levantas lo
bastante temprano, si tienes la suerte de que ese día han dado el agua, si
consigues abrirte paso a través de una muchedumbre de cientos o miles de
mujeres, si logras esquivar el palo de las Kapos[3], que incluso aquí reparten
golpes a diestro y siniestro por puro amor al orden, entonces con un poco de
suerte conseguirás llenar una escudilla con un cuarto de litro de agua. Sólo
queda que la muchedumbre que se apelotona frente al grifo no te derrame el
agua. Pero si vences todos los obstáculos, podrás hacer con ella lo que
quieras: bebértela o lavar tu ropa o tu cuerpo, lo que quieras.
Se vislumbran siluetas, alumbradas por la blancuzca luz que llega de las
farolas de los postes de hormigón, dirigiéndose a los retretes o de vuelta,

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avanzando con dificultad por el fango, sus pies se hunden hasta los tobillos.
De vez en cuando se caen e intentan levantarse en vano con sus propias
fuerzas. Cada vez que uno se cae y se levanta se debilita un poco más, hasta
que un ataque de dolor lo obliga a quedarse en el sitio. Unos espectros
fantasmales yacen por todas partes. Alguien gime. La luz es tan débil que no
se sabe quién está muerto y quién todavía suplica ayuda.
Mientras, la jefa de barracón y las responsables de habitación se dedican a
colocar a la gente. Como la mayoría no suele tener ni idea de instrucción
militar y a veces ni siquiera saben hacer unos simples cálculos, las
operaciones de formación y recuento se prolongan considerablemente.
Acaban de distribuir el café, el único alimento de la mañana antes de un día
entero de trabajo. Las manos yertas de frío se precipitan sobre las escudillas
de hojalata, que contienen en el fondo un líquido negro. El brebaje ya no
expide vapor, pero los labios temblorosos buscan en él un poco de calor, y las
manos se afanan en calentarse con la escudilla.
Las estrellas empiezan a palidecer, pero la aurora aún no ha aparecido en
el este. Después del recuento frente al barracón, las jefas de barracón
empiezan a sacar a las mujeres que tienen fiebre o a las enfermas a las que la
disentería ha debilitado y las obligan a sentarse en unos taburetes o en el
suelo. Por último sacan a las que agonizan para tumbarlas delante del bloque
y contarlas. Los bultos inertes sobre el suelo mojado, ocultos bajo mantas
salpicadas de barro, captan la atención de las prisioneras sanas que llevan
poco tiempo en el campo. Alguien dice en voz baja:
—Se están llevando a la señora Pietkiewiczowa, la mujer de un capitán de
la ciudad de Rawa Mazowiecka. Morirá cualquier día de éstos. La que está
allí tirada es la señora Zahorska, escritora. La intelligentsia es la que menos
aguanta. Allí está sentada la doctora Garlicka, ginecóloga de Varsovia, a su
lado está la señora Grocholska, de Radio Polonia.
Es imposible abstraerse del espectáculo, pues frente a los demás
barracones se repite el mismo espectáculo. Hay que mirar adelante y pensar
que algún día te tocará a ti tener fiebre, porque la fiebre no perdona a nadie.
Alguien dice en voz baja, como para sus adentros:
—Al fin y al cabo, está bien que nadie sepa lo que pasa aquí, así los niños
no se enteran de cómo se mueren sus madres.
Poco a poco, entre la oscuridad de la noche comienza a aparecer la
imagen de los barracones y de las mujeres formadas en filas de a cinco. La
bruma de las ciénagas cercanas impide ver lo que hay detrás de la alambrada,
lo absorbe, lo oculta. Un halo envuelve todo el campo creando la ilusión de

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que es una isla en mitad de la nada. Hay miles de personas formadas delante
de los barracones, pero al otro lado de la alambrada no hay nadie en un
perímetro de varios kilómetros a la redonda. De vez en cuando el crematorio
lanza una llama púrpura al cielo. La sensación de soledad y de pérdida de la
realidad va socavando lentamente tu capacidad de resistencia, como la bruma
de la mañana, que se aproxima a la alambrada y lucha contra la luz. A lo largo
de la alambrada se encienden lámparas de color rojo sangre que indican la
tensión mortífera de la electricidad. Es como un reclamo, un cebo. Si la miras
fijamente te produce inquietud. De repente un punto pequeño se va alejando
lentamente de los oscuros barracones en dirección a aquella luz. Está tan lejos
que sólo con dificultad se aprecia que es una persona. Parece hipnotizada,
prisionera de una voluntad ajena. Su silueta avanza poco a poco, sin mirar
atrás, sin detenerse ni por un momento. Las púas del cable de alambre que va
de un poste de hormigón al otro, alumbradas por la luz eléctrica, parecen
como cubiertas de escarcha.
Entre el vallado y el foso que circuye todo el terreno del campo, hay una
estrecha franja de tierra, quizá de un metro y medio de ancho, sin huellas de
pisadas.
Los miles de pies que pisotean la tierra sin cesar han creado una costra
dura sobre el terreno del campo. Pero en la estrecha franja de detrás de la
valla crece una hierba abundante, que cada mañana amanece cubierta de
rocío. Durante el invierno la nieve permanece allí de una blancura inmaculada
y sin marcas de huellas. Esta franja de tierra es la única salida para quienes
han perdido la esperanza de que la liberación pueda llegar algún día, para
quienes quieren creer que pueden marcharse cruzando ese palmo de tierra
estrecho y limpio. La figura negra de la mujer está cerca, cruza un pequeño
puente de tierra y se detiene debajo de la lámpara roja. Seguro que ya puede
oír el misterioso canto de los alambres, que murmuran y zumban sin cesar.
Levanta las manos y se desploma. Cuando la mujer está ya colgada de la
alambrada, se oye un disparo procedente de la garita de la guardia. El silencio
reina a su alrededor. Las mujeres continúan en la formación. Nadie ha echado
a correr para rescatar a la mujer, para impedir su suicidio. Cualquiera que la
hubiese seguido hasta la franja de la muerte sin previa orden de un SS hubiese
caído de un balazo. En otras partes del campo también se oyen disparos,
indicios de otros tantos suicidios. Ahora el frío de la mañana empieza a ser
insoportable. Hasta donde alcanza la vista, a lo largo y ancho del campo se
ven unas figuras humanas que se encogen, zapatean sin moverse del sitio o
dan saltitos para calentarse.

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La jefa de barracón nos da la peor noticia: «Falta gente» (de hecho, en el
año 1942 los recuentos resultaban siempre infructuosos).
La jefa de barracón empieza el recuento de nuevo, bajo la supervisión de
las SS. Después comprueban las bajas que se han producido en la alambrada.
Al mismo tiempo, un grupo de Kapos y Oberkapos[4] con la Lagerälteste[5] al
frente buscan a los que no se han presentado al recuento. A veces tardan tres
cuartos de hora o una hora en sacar de sus oscuros escondrijos a los ausentes.
Los encuentran en los rincones menos frecuentados detrás de los barracones,
en los retretes, dentro de las zanjas y en cualquier recoveco del terreno. La
única pretensión de todas estas criaturas que se esconden es morir en paz; por
eso han hecho acopio de sus menguantes fuerzas para buscar un rincón
apacible donde dar el último suspiro. Pero las han encontrado, se las han
llevado a rastras de sus escondrijos. Una vez más tienen que presentarse para
el recuento. A empujones e insultos las colocan en las filas con el resto de las
prisioneras.
A nuestra formación traen a una pobre mujer a la que no son capaces de
reconocer, no saben en cuál de los quince barracones de ladrillo vive y dónde
debería colocarse. La mujer no es capaz de dar ni su número ni su apellido ya
que una enfermedad grave perturba su conciencia. (En el año 1942 aún no
tatuaban el número a los prisioneros).
El recuento se prolonga en todo el campo, las mujeres ateridas de frío le
piden a Dios que por fin alguien reconozca a la enferma. No piensan en nada
más, mientras frotan con las manos sus cuerpos helados.
El ruido que llega del campo de los hombres indica que salen al trabajo.
En efecto, en el camino que hay entre las vallas electrificadas de los dos
campos aparece un grupo de prisioneros. Entre la bruma, que apenas permite
ver, se oye una música baja. Los cuerpos demacrados con sus uniformes a
rayas se confunden con el claroscuro y forman un contraste extraño y triste
con la alegría de la música. Cuando están allí de pie, apretujados a la fría
intemperie mientras suena la música, no parecen seres humanos, sino bancos
de niebla. En ese momento la verja del campo de los hombres se abre y las
apretadas filas salen a la carretera. En la bocacalle, junto a una caseta, unos
SS los están esperando. Los hombres marchan erguidos al compás de la
orquesta. Un Rapo con un brazalete amarillo grita fuerte sin quitarles ojo:
—Links! Links! Links und links! ¡A la izquierda!
Los prisioneros marchan silenciosos y tranquilos como unos espectros
indolentes, que no tuviesen voluntad ni capacidad de protesta. Los primeros
ya están cerca de los SS. Cada vez más gente atraviesa la verja. Ahora el

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Rapo se descubre la cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y grita en dirección a
la columna de hombres que marcha:
—Mützen ab! ¡Gorras fuera! —Y se va corriendo hacia los SS. Hay algo
casi humillante en la imagen de esos hombres indefensos con la cabeza
afeitada, que marchan delante de un par de alemanes armados; hay algo
desagradable en el comportamiento del Rapo que se pone firme, aprieta el
gorro contra los pantalones de rayas e informa. Se abre la segunda verja y la
columna sale fuera dejando sitio a la siguiente. Otro Rapo, otras filas de a
cinco, de nuevo links, más de lo mismo. Todos los hombres tienen el mismo
aspecto macilento y demacrado, sus cabezas afeitadas se alzan inmóviles a la
misma altura. Todos ellos llevan las manos pegadas a los pantalones del
mismo modo. Sus movimientos mecánicos dan miedo. Marchan como un
enorme ejército de cadáveres, desfilando, uno tras otro, en filas de a cinco. Si
quieres puedes llevar la cuenta: han pasado mil, dos mil… diez mil y todavía
hay más. Si entre ellos marchara tu padre, tu hermano o tu hijo, jamás los
reconocerías; los viejos parecen jóvenes debiluchos y los chicos jóvenes
parecen viejos a causa de las arrugas. Todos caminan igual de erguidos, igual
de muertos. Avanzan sin cesar frente a la orquesta que toca la música, al lado
de los SS, al lado de la garita de la guardia, abandonan la verja, la alambrada,
se dirigen a campo abierto.
Hace tiempo que las estrellas han palidecido. Ahora el cielo es gris y en el
este despuntan las primeras luces sonrosadas que despiertan el doloroso
pensamiento de que allí, al noreste, está Varsovia, el hogar, los seres queridos.
¿Comprenderán ellos alguna vez los misterios de Oświȩcim?
El día se va abriendo. Los objetos se distinguen ahora con nitidez, la
niebla ha desaparecido dejando en su lugar la imagen de praderas extensas. El
resplandor rosado de la aurora tiñe con un delicado ribete la figura inerte de la
mujer muerta apoyada sobre la alambrada. Su brazo derecho se quedó
levantado, enganchado en esa postura, apuntando hacia el cielo en un gesto de
súplica o juramento. La cabeza, inclinada hacia atrás, muestra un rostro
juvenil, lívido de la parálisis producida por la electricidad.
El silencio del campo femenino, que se había quedado como congelado en
grupos inmóviles durante el toque de diana, se rompe por fin cuando suena el
anhelado silbato, que anuncia el fin de la formación. El campo estalla en una
algarabía general, en la que se pueden oír multitud de idiomas. Cuando llega
la hora de atravesar la verja, el jaleo es indescriptible. Las Rapos de voces
roncas y las Anweiserinnen (jefas de cuadrilla) no paran de correr de un lado a
otro para agrupar a la gente. Sólo el ladrido de los perros, que no se callan

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jamás, se logra imponer al ruido. Los SS esperan cerca de la verja con sus
perros lobo para conducir las cuadrillas de mujeres al trabajo.
Hay un grupo pequeño, de apenas una decena de personas, que jamás
abandona la verja y, por lo tanto, no experimenta las penalidades del trabajo
fuera del campo. Se trata del grupo encargado de la limpieza de la
Lagerstrasse, la avenida del campo. La responsable de este trabajo es Monika
Galicana, quizá la única polaca que desempeña en este momento funciones de
Anweiserin. El brazalete rojo que adorna su brazo simboliza su poder. Las
mujeres que son incapaces de realizar trabajos pesados quieren sumarse al
grupo de Monika. Cada mañana, después del recuento, Monika se aleja con su
grupo al almacén para coger las herramientas. Siempre hay alguien que se
acerca por el camino a la Anweiserin y le pide con una mirada que la deje
quedarse. Ella no rechaza a nadie. Su grupo es siempre muy numeroso. Entra
con las mujeres en el almacén de herramientas y allí, mientras ella vigila a
través de la ventana, las deja resguardarse bajo un techo y entrar en calor.
Sólo cuando ve aparecer un uniforme de la SS Monika dice:
—¡Vamos, todas afuera!
Las mujeres se disponen a limpiar el campo pertrechadas con palas,
escobas y carretillas. Cada día una decena de mujeres encuentra cobijo en este
grupo y aprovecha que Monika no sólo se abstiene de pegar a las prisioneras,
sino que tampoco las obliga a trabajar. Ella se ocupa de mirar sin cesar en
dirección al Blockführerstube[6], que está a la entrada del campo. A veces se
acerca a las mujeres que se resguardan de la lluvia y les dice sin alterarse
demasiado:
—Por favor, muévanse un poco, que viene la Oberaufseherin[7].
Monika demostró con su conducta que se puede ser una Anweiserin y, al
mismo tiempo, contribuir a hacer la vida más llevadera y ayudar a las
compañeras. Por desgracia fue rápidamente sustituida por una enérgica
prostituta de Cracovia que disfrutaba de lo lindo golpeando a sus
subordinadas.
Pero sólo un grupo pequeño de personas puede encontrar un trabajo en el
interior del campo. La mayoría se ve abocada al Aussenarbeit, al trabajo al
aire libre.
Las huestes de míseras mujeres van cruzando la verja. Marchan muy
juntas, erguidas, a ritmo, pasan al lado de una rubia que tiene un aspecto
temible. Es la Oberaufseherin que condena a muerte a las prisioneras sin
pestañear. Pasan al lado del Rapportführer[8] Taube, conocido por su forma
de pegar a las mujeres: las golpea en la cara, por sorpresa, con una bofetada

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infalible que tumba incluso a las más fuertes. Pasan al lado de la Aufseherin[9]
Drechsler que lleva marcada en su rostro cadavérico y en sus enormes dientes
torcidos una expresión de odio. Pasan al lado de la Aufseherin Hasse, que
tiene la costumbre de abofetear a las prisioneras y después ponerse a
conversar tranquilamente con ellas. Pasan al lado de la Lagerälteste Bubi, una
vieja criminal, una degenerada que parece un hombre por sus ademanes, voz,
rostro y forma de comportarse.
Todas sin excepción se afanan por evitar las miradas de las guardianas,
hacen lo posible para no atraer su atención, tan sólo quieren ser una pieza más
del engranaje y nada más. Las mujeres saben que si logran un sitio en medio
de la fila tendrán más posibilidades de librarse de los palos que los SS utilizan
para contar a las mujeres y que a menudo golpean sin motivo alguno la
cabeza de las prisioneras que se sitúan en el exterior de la formación.
A ambos lados de la verja, como en la mítica entrada al infierno, unos
enormes perros especialmente entrenados para atacar a las personas aúllan,
ladran, echan espumarajos de rabia por la boca y tensan con fuerza sus
correas para intentar librarse de ellas. Cuando un grupo de mujeres sale del
campo, varios SS, más o menos numerosos en función de la cantidad de
prisioneras, se colocan detrás de ellas. Los SS van armados con metralletas y
llevan perros.
Está amaneciendo, el sol todavía no ha aparecido, pero ya se adivina en
los trazos rosas de la aurora. La escarcha refulge en las ramas de los árboles y
sobre las briznas de hierba con un brillo argénteo.
Un alemán, envuelto en un enorme abrigo de pieles, hace guardia en la
puerta de la garita que está al borde de la carretera. El hombre levanta el
cuello de piel de su abrigo e inclina las orejas, una detrás de otra, hacia el
cuello. Después se frota el cuerpo con las manos enfundadas en unos guantes
enormes, mientras zapatea enérgicamente con sus grandes botas. En efecto,
hace frío en esta mañana de octubre.
Durante la marcha las piernas, que no llevan medias, se ponen lívidas; y
los pies, que a duras penas logran arrastrar los zuecos, se quedan yertos de
frío. Las espaldas encorvadas, cubiertas con un jersey, se estremecen de frío.
Ésas son las afortunadas, porque a muchas ni siquiera les dieron jerséis y se
ven obligadas a soportar cada soplo de viento con sus vestidos finos de dril de
manga corta. Tienes frío incluso en la cabeza afeitada al rape, que el viento
golpea una y otra vez, levantando los cuernos del pañuelo que llevas atado
bajo la barbilla al modo alemán.

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La salida del sol sorprende a todas las prisioneras de camino al trabajo.
Desde los alrededores de la ciudad que da nombre al campo de Oświȩcim,
desde todas las puertas de acceso del oficialmente inexistente campo de
Birkenau, situado a tres kilómetros de Oświȩcim, salen unas hileras largas,
igual de hambrientas y frías, y se dirigen a un trabajo, más o menos lejano, a
veces incluso a más de diez kilómetros de distancia. Si el frío, el fango o la
tierra congelada no hacen insoportable el camino, el trayecto hasta el trabajo
es la mejor oportunidad para dedicarte a pensar tranquilamente.
Probablemente todas las prisioneras empiezan el día con la misma
pregunta: «¿Cuántos días como éste me quedan?». Como el tiempo pasa y
nada cambia, los días de la pregunta se sustituyen por semanas, después por
meses. Y pasan los años, y el sol naciente continúa dando la bienvenida a las
filas de mujeres que se dirigen al trabajo con sus uniformes a rayas. Y
entonces nadie tiene valor ya en el corazón para preguntar: «¿Cuándo?».
Una larga columna de polacas se dirige hacia la izquierda y se detiene en
el último rincón del campo de hombres, en el mismo lugar donde en el futuro
se establecerá una zona en cuarentena. Allí tres capataces eligen a un número
determinado de mujeres para el trabajo. Este primer grupo se queda al lado de
los pequeños vagones, el segundo va mucho más lejos, hacia los barracones
recién levantados, el tercer grupo gira a mano izquierda y desaparece en el
bosque. Éste es un período feliz de la historia del campo, porque todavía no es
obligatorio estar siempre en la misma cuadrilla. Ahora puedes cambiar con
tranquilidad de trabajo si conoces los alrededores y los diferentes trabajos que
se asignan a las prisioneras.
El trabajo con los vagones tiene muchos lados positivos. El principal es
que se acaba cuando se termina de cargar un número determinado de vagones.
Además, como se trabaja en un montículo de arena no hay que meter los pies
en el fango ni tampoco en los charcos que forman la lluvia y la nieve. La pega
es que no hay sitios donde resguardarse de los aguaceros que trae al campo el
viento otoñal. Está prohibido terminantemente abandonar el lugar de trabajo.
No hay que moverse del puesto, aunque las manos que sujetan la pala se
pongan rojas y rígidas o los uniformes y la ropa interior estén empapados. Si
los capataces se van para resguardarse del aguacero, puedes dejar de trabajar,
pero siempre sin cambiar de sitio. Los días más llevaderos son aquéllos en los
que el aguacero pasa rápido, y el viento seca la ropa y los cuerpos, que van
entrando en calor con el trabajo. Lo peor es cuando llueve hasta la tarde,
entonces hay que tender la ropa mojada en el camastro antes de dormir y
taparla con el propio cuerpo para que se seque un poco.

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En los días lluviosos hay que ocupar el tiempo para que las horas entre la
salida del sol y la caída de la tarde se te hagan más cortas. Cerca de los
vagones, al otro lado de la carretera, hay una casa pequeña. A menudo se te
van los ojos hacia ella sin querer, como quien busca una huella aislada de vida
humana. Se ha establecido un perímetro de seguridad alrededor del campo de
varios kilómetros a la redonda. Como han deportado a sus habitantes, el Lager
es una especie de vacío en medio de la nada plagado de señales que prohíben
la entrada. Por eso, te llama la atención esta casa. En sueños, cuando la
imaginación vuela, esa casita adquiere un significado especial: se convierte en
el primer escondite tras una hipotética fuga. Agazapado en su interior, para
que nadie pueda verte a través de la ventana, te quitas el uniforme a rayas y
destruyes el número que llevas cosido en el pecho. La mirada estudia sin
querer la situación, los alrededores de la casa, la localización de ésta respecto
al Lager y a la carretera.
Mucho tiempo después, demolieron la casita. En su lugar levantaron un
hermoso barracón con ventanas que albergó una oficina de construcción. Así
que desapareció el escondite en caso de huida, aunque para entonces se
habían desvanecido ya los planes para abandonar el campo furtivamente.
El trabajo del segundo grupo consiste en el montaje de vías de ferrocarril
en la zona del campo que se ha preparado para los SS. A los barracones se les
da ahora un último retoque; todos se encuentran solados y se han dividido en
pequeñas habitaciones y, ante todo, disponen de grandes ventanales. Han
dotado esta zona de alcantarillado. Durante un tiempo breve te han hecho
creer que estos barracones, en los que se podrían crear condiciones de vida
llevaderas, nos los iban a entregar a nosotras. Por desgracia, se han habilitado
para los SS como viviendas, oficinas, hospital militar y campo de descanso
para los que vuelven del frente.
El capataz que dirige los trabajos quiere utilizar los vagones para
transportar objetos pesados en el solar en obras. El transporte de las vías de
ferrocarril es un trabajo duro. Las vías, ensambladas con traviesas, están en
algún lugar al borde del bosque, cubiertas de musgo y hierbas, y medio
hundidas en la ciénaga.
—Ich brauche zwanzig Stück, zwanzig junge kräftige Weiber. Necesito
veinte ejemplares, veinte mujeres jóvenes y fuertes.
Primero se desatornillan tramos de vía de dos o tres raíles (dependiendo
de la longitud que se pueda mover en cada caso).
Luego, las prisioneras se colocan en los extremos de cada tramo, cogen
los raíles… y hoch (arriba). Mientras mantienes los brazos estirados como dos

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cuerdas en tensión, sientes que la columna vertebral se te dobla y el dolor
aumenta por segundos. El trabajo resulta más duro para las mujeres altas, pero
nadie se toma la molestia de escoger para este trabajo mujeres de una misma
estatura. Cuando una prisionera cae, traen a otra para reemplazarla, y así
miles, decenas de miles harán este trabajo hasta que se queden exhaustas.
De repente, una prisionera checa muy alta que va en medio suelta las vías,
levanta las manos y grita:
—Ne mohu! Ne mohu! ¡No puedo! ¡No puedo!
Las demás mujeres sienten en sus manos una sacudida y un peso mayor, y
tienen que alzar más los brazos; sus espaldas se tensan aún más, mientras la
Rapo, una criminal veterana que se encarga en el campo de la custodia de las
prisioneras políticas, empieza a gritar en un dialecto vulgar de Silesia y a
golpear con un palo de madera a la checa que avanza todavía con el resto de
las prisioneras en el espacio entre las traviesas. Durante el forcejeo el
balanceo de la vía está a punto de arrancarles las manos a las mujeres que la
sostienen. De repente, un SS joven corre en ayuda de la Rapo. Un perro lobo,
grande y gris, se lanza obediente sobre la checa, la derriba y le muerde los
muslos. El capataz se da tranquilamente la vuelta y aguarda mientras se
resuelve este inesperado retraso en el trabajo. Las mujeres siguen sosteniendo
las vías, pero sus espaldas se doblan, algunas manos al final de la fila sueltan
el peso y entonces el trozo de hierro oxidado cae por uno de sus extremos a la
arena. Pero ni por un momento la Rapo abandona su papel de arriera. Igual
que un carretero necio que azota con un látigo al primer caballo del tiro para
forzarle a seguir adelante, ella golpea sin cesar a la mujer que encabeza el
grupo, hasta que el palo se rompe y cae al suelo con un zumbido. La
procesión que lleva la vía reanuda lentamente la marcha. La prisionera checa,
golpeada y herida por el perro, debe volver al trabajo y ayudar al resto de las
mujeres a cargar las vías. Un trozo de vestido, arrancado de arriba abajo, cae
sobre el suelo; y unos arroyuelos de sangre surcan la pierna que ha quedado al
descubierto.
El segundo grupo es el más desafortunado. Su trabajo es muy urgente ya
que deben terminar lo antes posible el campo para los SS. Las constantes
prisas y apremios terminan a menudo a golpes. Las mujeres prefieren trabajar
más, mejor y más rápido para evitar los humillantes e irritantes altercados.
Cinco mujeres empujan una vagoneta que está repleta de guija hasta los
bordes. Hay que colocarla sobre una aguja rudimentaria, hacer que gire,
introducirla en una vía nueva y seguir empujándola en la otra dirección.
Todas las vías están colocadas de forma muy provisional ya que las

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ensamblaron las mujeres sin ayuda de profesionales y con prisas nerviosas.
Todo está mojado, resbaladizo y sucio de guija. Al parecer, una piedra grande
se ha metido debajo de las ruedas, porque de repente el vagón que está sobre
la aguja descarrila con un crujido de las vías y se hunde en la arena. Las
manos de las mujeres consiguen que el vagón avance todavía unos pasos más.
Las mujeres se paran, impotentes. Por suerte, el capataz no está cerca. Los
intentos de subir el peso resultan por completo inútiles, el vagón lleno de
guija ni se mueve. La Rapo puede aparecer en cualquier momento. Las
prisioneras empiezan a llamarse unas a otras entre susurros. Hasta el vagón
descarrilado llegan furtivamente las mujeres que trabajan en la cima arenosa y
también, sin dejar de vigilar por todas partes, las que igualan la guija, así
como un grupo que vuelve a su sitio después de colocar las vías. El esfuerzo
conjunto de los brazos, las espaldas que levantan el peso desde abajo y de las
palas que hacen palanca para sacar las ruedas hundidas en la arena consigue
que la vagoneta se mueva. El miedo les da más fuerza. Un empujón más y una
de las ruedas se coloca sobre la vía. La Kapo, que estaba lejos y acaba de
percatarse de que algunas mujeres no están en sus puestos, acude corriendo.
Pero, antes de que le dé tiempo a llegar, las mujeres empujan una vez más,
dan un nuevo impulso y el vagón lleno de guija avanza de nuevo sobre las
vías. Entre las mujeres que empujaban estaba Ewa Niedzielska, de Cracovia.
Estaba pálida como una muerta. Su frente se pobló de pequeñas gotas de
sudor, las manos le temblaban. Quizá por aquel entonces incubaba la
enfermedad pulmonar que con el tiempo acabaría con su vida. Pudo contraer
la tuberculosis por culpa de la dureza del trabajo, o de los constantes
resfriados y hambrunas. Sin embargo, en aquel momento sus compañeras
ignoraban que estuviese enferma. El rostro pálido de Ewa, envuelto en un
pañuelo rojo con pequeños limares blancos, sonreía apacible a sus
compañeras, y así se quedó grabado en la memoria de todas.
El grupo que trabaja en el bosque es la envidia del campo. Resulta difícil
colocarse al final de la larga columna para quedarse justo en las filas de a
cinco que van al bosque. ¡El bosque! La añoranza de su silencio reparador
después del terrible e incesante ruido del Lager, el deseo de un momento de
soledad, una quimera cuando se está en el campo de concentración, donde no
es posible estar a solas ni de día ni de noche; la nostalgia del crujido de las
ramas arqueadas por el viento, del canto suave de la oropéndola, el pájaro de
los lugares apartados y frondosos… Sobran motivos para que muchas mujeres
se hayan aprendido el truco que les permitirá colocarse en el grupo que
trabaja en el bosque. El trabajo en el bosque, que consiste en adoquinar la

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carretera, es más ligero que en otros sitios. El jefe de obras, originario de
Silesia, piensa que las mujeres no tienen la misma fuerza física que los
hombres, así que tampoco es muy exigente. Por si fuera poco, la espesura del
bosque protege a las mujeres de las severas miradas de los SS, lo que las
exime de los obligatorios golpes y arreos. Las mujeres colocan pesadas rocas
sobre la carretera en construcción, eligiéndolas para que sus formas coincidan
lo más posible unas con otras; después rellenan con guija los intersticios; y,
por último, aplastan la carretera con una especie de pesadas mazas.
¡El camino! ¿Adónde conduce? Puede ser útil saber adónde lleva un
camino que se interna en el bosque. Pero ninguna de las trabajadoras lo sabe y
preguntar al jefe puede ser peligroso. La carretera va hacia el oeste, se pierde
entre los arbustos y nadie conoce su final.
De repente, el retumbo de unos coches rompe el murmullo casi silencioso
de los árboles y a continuación se oye el grito desesperado de unos
prisioneros. Se los están llevando al interior del bosque, y su lamento, una
especie de protesta que desaparece en la lejanía, es una señal para los
prisioneros que aún están vivos. Es el mismo grito que se escucha siempre
que se llevan a un grupo a la muerte. Todas las prisioneras saben qué
significan esos gritos. Pasado un rato, otro camión atraviesa el bosque; de
nuevo el mismo grito, que se alza sobre nosotros y se desvanece. Todavía se
oirá un tercer camión. Se oyen sólo los gritos de mujeres. La operación se
realiza de forma muy discreta. En el bosque están a salvo de las miradas,
nadie se enterará jamás, nadie podrá contárselo al mundo. Incluso si las
mujeres que trabajan en la construcción de la carretera, mujeres que son
sombras, lograran ver algo a través del espesor de los árboles, daría lo mismo,
porque ninguna conseguirá salir de este lugar. A veces, los ojos de los SS las
observan con una sonrisa. Y esos mismos labios que sonríen, dicen entre
dientes:
—Sowieso Brzezinka, sowieso Krematorium. De todos modos. O a
Brzezinka, o al crematorio.
(Este bosque se llama Brzezinka, y con ese mismo nombre se conoce el
lugar donde están los crematorios del campo).
Se tenía pensado construir allí unos crematorios de chimeneas altas, unas
cámaras de gas «de lujo» para matar a gente en masa. Precisamente esta
nueva carretera iba a ser el camino a los crematorios. De momento, se está
haciendo de forma «más o menos modesta». En el bosque, entre el espesor de
los árboles hay un edificio cuyas paredes han sido selladas, y que ahora sirve
de cámara de gas provisional.

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A la derecha de la carretera en construcción se inicia un espectáculo
insólito. Unos prisioneros trabajan afanosamente alrededor de un gran hoyo
del que sale fuego. Entre las ramas de los árboles, a poco que te acerques,
puedes ver con claridad cómo los hombres bajan con unas varas unos cuerpos
desnudos de los carros y los tiran a las llamas. Entre el humo aparecen y
desaparecen las siluetas de los prisioneros y los cadáveres desnudos que
arrojan desde los carros y que las llamas iluminan. Pronto el humo se hace
denso, oscuro y tupido; lentamente comienza a arrastrarse debajo de las ramas
de los árboles, se acerca cada vez más, hasta que poco a poco envuelve a las
mujeres que trabajan en la carretera causándoles repugnancia y espanto. El
olor a carne quemada, que acompañará a los prisioneros día y noche hasta que
logren salir del Lager, ese olor terrible y tan característico, te impregna la
boca, la nariz, la garganta.
Los tres grupos que componen la larga columna de prisioneras polacas
comparten juntas el descanso del almuerzo, que tiene lugar en medio de una
pradera que está a la orilla del bosque. Una buena noticia entre tantas malas:
las calderas están bien cerradas, así que la asquerosa sopa de naba,
condimentada con salitre, permitirá a las mujeres calentar sus cuerpos yertos
de frío. Con el tiempo, las calderas perderán su hermetismo, y desaparecerá
también este pequeño consuelo. Mientras tanto, a medida que se aproxima el
mediodía, las cabezas se dirigen cada vez más a menudo hacia el lugar por
donde llega el carro con la sopa y todas cuentan los minutos que quedan hasta
que puedan calentar un poco el cuerpo. Por desgracia, el carro no llega hasta
el lugar de descanso y, para recoger las calderas, de unos cincuenta litros de
capacidad cada una, hay que recorrer medio kilómetro a través de un terreno
cenagoso. Por lo general, la Kapo elige sin demasiados miramientos a algunas
trabajadoras, que tienen que resignarse y atravesar la ciénaga. Pero no todas
están fuertes. En esta ocasión ha escogido a una mujer demacrada y pálida,
que acaba de volver del hospital después de sufrir una fuerte pulmonía. La
Kapo es una silesia que entiende el polaco a la perfección, pero que se
expresa en una jerga terriblemente vulgar. Una de las mujeres seleccionadas
para llevar las calderas se dirige a la Kapo y señalando a la convaleciente pide
ir en su lugar.
Sin embargo, en el campo existe un característico cambio de nociones:
todo lo débil, delicado, inadaptado, enfermo merece ser perseguido, es
empujado y pisoteado. Estos criterios se forjan en las selecciones previas a los
crematorios, donde la fuerza física te protege, aunque a veces sea sólo por
poco tiempo, de la muerte inmediata.

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Así que la Kapo tumba en el fango de un empujón a la convaleciente, le
echa una mirada llena de desprecio y después de darle unas cuantas patadas se
dirige a la mujer que osó proteger a la débil. Unos cuantos golpes de palo en
la cabeza bastan para que la mujer que se presentó voluntaria caiga de boca a
los pies de sus compañeras.
El descanso para la comida dura una hora, pero al menos la mitad se te va
en esperar en la cola en la que te dan la sopa. Puedes decir que la sopa es
excelente si consigues pescar en ella unos trozos de patata o un cachito de
carne en conserva; pero eso lo consiguen sólo aquellas mujeres que tienen la
suerte de recibir una ración del fondo de la caldera. El resto del tiempo puedes
dedicarlo al descanso. Te puedes lavar en el agua de una pequeña zanja, que a
veces está tan limpia que algunas incluso se la beben. También puedes
tumbarte en el césped amarillento, pero es una pena perder el tiempo en eso.
Como has entrado en calor con la sopa y aún hay bastante luz, dispones de
una ocasión única para quitarte rápido la ropa y ponerte a matar piojos. Ésta
es la ocupación a la que la mayoría dedica más tiempo libre, incluso los ratos
perdidos.
En la pradera, junto al grupo de polacas almuerzan unas prisioneras judías
procedentes de Bélgica y Francia. La resignación se ha apoderado de ellas.
Las polacas saben que pueden morir en el campo, pero también tienen
esperanzas y se esfuerzan a toda costa por endurecerse. En cambio, las judías
saben que lo único que las espera es el exterminio y no oponen resistencia a la
muerte con tal de evitar la tortura del gas.
Un día en que estuvo cayendo una incesante y gélida aguanieve hasta el
mediodía, se comenzó a distribuir la comida a la hora de siempre. Pero la
nieve llenaba las escudillas enseguida, se metía en los ojos de la Kapo que
distribuía la comida, el viento racheado derramaba la sopa esparciéndola por
la pradera. Entonces ocurrió algo insólito: permitieron que todas las mujeres
pasaran a un nuevo Lager que estaba en construcción y se resguardaran bajo
el tejado de un barracón de madera que estaba aún sin terminar. Se trataba del
futuro campo BIIc. Allí se terminó la distribución de la comida, que se había
quedado fría. Después de comer, las mujeres se pusieron a escurrir la ropa,
que estaba chorreando, y a frotarse la espalda las unas a las otras. En los ojos
de muchas mujeres se podía apreciar un triste temor. Esta vez la sopa no había
servido para calentar a nadie y los cuerpos lívidos temblaban de frío. Una de
las judías de Bélgica, una chica de quince años, tuvo de repente un brote de
fiebre. Estaba tumbada en el suelo, con los labios apretados, los escalofríos
estremecían su cuerpo. No llevaba nada encima aparte de un vestido y unos

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zapatos. Quizá si hubiera comido un poco de sopa, si no hubiera yacido en el
suelo mojado durante casi una hora, si se hubiera movido o le hubieran
masajeado el cuerpo para ayudarla a entrar en calor, entonces quizá habría
sido posible salvarla. Pero en ella no había asomo de voluntad de vivir. Sus
labios lívidos repetían en francés entre escalofríos:
—Mamá, la muerte se acerca.
En efecto, la muerte se acercaba, es más, estaba muy próxima, pero aún
tendría que sufrir antes de alcanzarla. Cuando sonó el silbato que anunciaba el
fin de la comida, no se movió. Tampoco el palo de la Rapo consiguió que se
moviera. En el campo, a las personas que yacen en el suelo se las considera
saboteadores y el palo se convierte en el único instrumento de diálogo,
aunque estén agonizando. Por fin, cuando la Rapo se dio cuenta de que en
este caso no se trataba de un intento de sabotaje, ni de una muestra de
obstinación o pereza, ordenó a dos judías sacar a la chica y echarla sobre una
pila de tierra mojada. La recostaron sobre la guija con la cabeza inclinada
hacia atrás. La chica tenía un cutis delicado y cuidado, pero el gris de la
muerte ya se había apoderado del color de su piel. A pesar de su estado, la
Rapo quiso obligarla a levantarse de nuevo. Pero su cuerpo ya no respondía.
Por la tarde, su piel se llenó de huellas moradas de los golpes y antes de que
la capataz tocara el silbato para indicar el final de la jornada la chica había
muerto.
Si alguien quiere ver los alrededores de la mismísima ciudad de
Oświȩcim y cuenta con unas piernas sanas, lo mejor que puede hacer es
colocarse por la mañana en una cuadrilla que se encarga de llevar tablones. Se
trata de una columna mixta, de prisioneras polacas y judías. Como un extraño
cortejo fúnebre, largo, triste y monótono, la columna recorre diferentes
campos llevando las tablas del almacén de Oświȩcim hasta los barracones en
construcción. La procesión que transporta las tablas de la garita de la guardia
que está en el cruce de caminos, se mete en un túnel corto que atraviesa un
edificio de ladrillo (más tarde se colocaron allí las vías del ferrocarril), avanza
por el camino que hay entre el campo femenino, que está a la izquierda, y los
campos que aún no se encuentran habitados, a la derecha. A la altura del
Blockführerstube, que se encuentra adornado con flores, el cortejo gira a la
derecha y sigue por una avenida grisácea con postes de hormigón rectos e
idénticos, colocados a la misma distancia y con abundantes aisladores
blancos. Los alambres de espino aún no han sido colocados en todas partes y
la electricidad no está conectada, así que si se agacha la cabeza es posible

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meterse con la tabla debajo del brazo entre la reja de alambres y entrar en el
nuevo campo, el Blld.
Cuando tu mirada choca una y otra vez con barracones, alambres y nuevos
campos, los sueños de fuga dejan de ser planes e ideas reales para convertirse
en una ficción que sólo puede desembocar en una sonrisa triste de amargura.
A medida que el tiempo otoñal empeora, en el corazón del prisionero yerto de
frío nacen durante el trabajo nuevos sueños; sueños que ahora tienen forma de
manta cálida y limpia con la que envolver el cuerpo frío a la vuelta al Lager, o
de trabajo en un almacén techado y con muros impermeables a la lluvia, o de
muda de ropa interior, de botas secas y de vaso de té caliente.
Las gotas de agua penden aún temblorosas de las hojas, pero el viento ha
ahuyentado ya las nubes y ha limpiado el cielo. Después de todo un día al aire
libre, la cuadrilla se acerca al campo y es en ese momento cuando más se nota
el hedor del Lager. A veces, cuando quedan todavía unos kilómetros para
llegar, el aire envenenado te da una bofetada en el olfato con olores que
recuerdan a veces a los retretes descubiertos, otras a los apestosos alrededores
de los barracones del hospital y en ocasiones también al más característico de
todos los olores: el de los crematorios. El viento, con sus ráfagas repentinas,
trae hasta los alrededores los distintos hedores del campo, los esparce a los
cuatro vientos, los extiende por los largos espacios.
De todas partes, hasta donde alcanza la vista, se ve cómo marchan las
cuadrillas de trabajadores, cómo avanzan sus siluetas grises por los caminos
vecinales, los senderos verdes entre las praderas, a través de los diques entre
las ciénagas. Son los prisioneros de Oświȩcim. En el silencio del crepúsculo
que va envolviendo la tierra llevan en brazos a sus compañeros asesinados. En
el trabajo mueren más hombres que mujeres, ya que son tratados de forma
aún más despiadada. Un triste cortejo camina casi siempre al final de las
brigadas. Las tragi, las parihuelas que se han utilizado para llevar la grava o
las piedras, se convierten a menudo en una camilla improvisada para
transportar al campo los cuerpos de los muertos. A veces, una carretilla
empujada por un fiel compañero chirría y se hunde en la grava húmeda, de su
borde cuelga la cabeza inerte de un muerto mientras que al otro lado se
balancean las piernas al ritmo de las sacudidas. A falta de camillas y
carretillas dos prisioneros llevan a un compañero muerto: uno se cuelga las
piernas en su cuello y el otro, los brazos, y así llevan el cuerpo doblado e
impotente. A la entrada del campo la orquesta toca con brío marchas
alemanas; su melodía se te queda grabada en el corazón para siempre, quizá

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con el único fin de despertar en la memoria una y otra vez la imagen de las
procesiones de la muerte.
Cuando llega la hora de volver del trabajo, el campo femenino tiene un
aspecto completamente diferente. Parece como si durante el día se
transformara por efecto de alguna operación incomprensible y sus resultados
fueron ahora apreciables. En el suelo, entre los barracones, yacen cuerpos de
mujeres en diferentes posturas, la mayoría judías. Sus cuerpos jóvenes tienen
un color lívido. Sus rostros están deformados, tienen el rictus de la muerte.
Entre los labios ennegrecidos y medio abiertos se pueden ver sus clientes
apretados. Para llegar a tu barracón tienes que esquivar los cuerpos, rodearlos
o saltar por encima de ellos, ya que obstaculizan el camino por todas partes.
Los muslos, que han quedado entreabiertos por los espasmos de la muerte,
muestran el bronceado de los meses de verano, un color adquirido lejos del
campo de concentración.
La formación de la tarde sirve de nuevo para mandar a las enfermas
graves de un barracón a otro, para colocarlas en las filas, para separar a las
muertas, aquéllas a las que el día presente trajo la liberación, y contar a las
que aún viven. El sol se pone coincidiendo con el inicio de la formación, y
cuando se rompen filas ya ha anochecido. Termina el día, el camino hacia lo
desconocido que queda por recorrer está un paso más cerca. Los barracones
oscuros, llenos de ruido y alboroto, respiran una excitación febril. Se oyen los
ecos de la lucha por la existencia, gente que se pelea por una taza de café
caliente, un rincón seco en el camastro o un trozo de manta rota.
En la alambrada que rodea todos los campos se encienden las luces que
dibujan un extraño mapa de la muerte. En algún lugar lejano, en el campo
gitano o quizá en el checo, se oye con fuerza el gong que indica silencio. Pero
el silencio nunca se apodera del todo de este hormiguero retumbante. Estas
miles de personas, con sus miles de asuntos pequeños y triviales, tienen un
objetivo común, salvar la vida, que flota en el ambiente de los oscuros
barracones y en sus alrededores.
Arriba, más allá del trasiego del campo, por encima de las líneas de
alambre que susurran sin cesar su silencioso aviso de muerte, estalla el fuego
de la chimenea del crematorio. Su mancha vibrante brilla en la oscuridad
como una antorcha alimentada con cuerpos humanos.

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2. Es sólo una gripe

uando te sacan del Lager para trabajar, cuando pasas todo el día fuera

C de la alambrada y vuelves por la tarde para un breve descanso, hay


elementos de la vida en el campo de concentración que se te escapan.
A veces tu cabeza se comporta como las piernas de otras
prisioneras, que, con tal de alcanzar su meta, saltan por encima de las
enfermas que están tiradas en el suelo. Tienes que estar atenta a muchos
detalles si quieres hacer más llevadero el trabajo en el campo. Mientras el sol
se pone y tú cruzas la entrada del Lager, comienzas a planear
pormenorizadamente las ocupaciones de lo que queda de día, creando así un
puente entre el trabajo y la realidad del campo. Hay que vivir al día. Tu
rumbo es desconocido, de forma que tienes que caminar a tientas, como los
ciegos, de un objeto a otro, de la mañana a la tarde, concentrando todas tus
energías en la tarea de sobrevivir cada día. Tu bienestar mental depende de
cosas concretas como conseguir una fiambrera para el agua, una escudilla
propia y una cuchara, un trozo de naba para el pan del día siguiente o una
pizca de jabón. La solución de estos problemas tiene una influencia decisiva
en el transcurso de la vida en el Lager. Estas cuestiones absorben por
completo el escaso tiempo que el prisionero está dentro del campo, que es un
tiempo breve si se quitan las horas dedicadas al sueño y al recuento.
Otros asuntos como el destino de los enfermos, las noticias del hospital, la
visión del crematorio pasan volando por tu imaginación como las secuencias
de un noticiero cinematográfico. No hay tiempo para detenerse en estos
acontecimientos, para vivirlos y reflexionar sobre ellos, así que los aplazas
para un después indefinido. Las prisioneras que trabajan no pueden ocuparse
de sus asuntos. El trabajo absorbe casi todo el tiempo y hace que el cansancio
no te deje pensar. El esfuerzo físico y el inesperado descubrimiento de su
capacidad de resistencia al hambre y el frío infunden en el ánimo de muchas
prisioneras la sensación de ser invencibles. Se marchan al trabajo cada día

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como si se dirigiesen a un torneo peligroso en el que pueden ser derrotadas, y
del que pueden regresar en la camilla que sostienen sus compañeras de
infortunio o quizá, una vez más, por su propio pie y con fuerza suficiente para
seguir participando en la lucha. El día a día de las prisioneras sanas es un
constante juego de azar en el que se enfrentan a peligros constantes. Pero ese
juego es mejor que el de las enfermas, porque en el de estas últimas participa
directamente la muerte. La situación de los sanos recuerda a la de los que
viajan de puntillas en el estribo de un tranvía atestado, agarrados con una sola
mano. La enferma ya no tiene dónde agarrarse. La persona sana ve cómo cae
la que tiene al lado, pero normalmente no le da tiempo a tenderle la mano, así
que sólo puede gritar.
La obligación de trabajar explica que haya tan pocos enfermos mentales.
Sin embargo, los problemas acaban apareciendo. Una prisionera que ayer
estaba sana y que cruzaba marchando la entrada del campo con el resto de sus
compañeras, al otro día yace inconsciente en la formación. La fiebre alta le ha
debilitado tanto el corazón que no es capaz de tenerse en pie. La apartan del
grupo y la colocan cerca de las paredes del barracón. La mujer pasa así del
círculo infernal de los sanos a uno más duro, el de los enfermos.
Cuando estás tirada en el suelo, recostada en la pared del barracón, el
campo tiene otro aspecto. Ves las piernas de las prisioneras que marchan al
trabajo aparecer y desaparecer por el camino. Son las vencedoras. En el
campo quedan las enfermas. Pasan las horas y las enfermas tienen que seguir
a la intemperie, aunque llueva o nieve. Una guardiana armada con un palo
vigila la entrada al barracón. Está prohibido permanecer en el barracón
durante el día. Las mujeres más fuertes andan encorvadas, las más débiles se
tumban en el suelo.
Cuando aparece la silueta de un SS intentan esconderse, pero en el campo
eso es imposible. Tienes la impresión de que la omnipresente alambrada está
ahora más cerca que nunca; su luz verdosa, que parece hablar sin cesar de la
muerte, te atemoriza, como si quisiera recordarte una y otra vez que no tienes
escapatoria.
Sientes miedo, porque no ves la manera de ponerte a salvo. Si te
abandonasen las fuerzas para seguir luchando, morirías. En ese momento te
acuerdas de las palabras que oíste pronunciar a un SS:
—Hier ist ein Vernichtungslager! ¡Éste es un campo de exterminio!
En el hospital los exámenes los realiza un médico de la SS. Si sospecha
que tienes una enfermedad contagiosa aplica a las pacientes una inyección

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letal. De ahí que las prisioneras eviten a toda costa los reconocimientos
médicos. Dicen:
—Mejor estar tumbada en el fango bajo la lluvia que ir al hospital, porque
allí te espera la muerte.
En definitiva, la mujer que se enfrenta a la enfermedad toma la decisión
valiente de aguantar. Si no tiene fuerzas para ir a trabajar, entonces se queda
en el Lager e intenta esconderse, es decir, se presenta a la formación de la
mañana y después intenta, por lo general en vano, volver al barracón. En ese
aspecto las jefas de barracón son implacables, amenazan a las enfermas con
enviarlas a una selección, al barracón 25 o a los crematorios, con tal de que
vayan voluntarias al hospital. Pero nadie va por voluntad propia. Manadas de
siluetas demacradas se esconden detrás de los barracones de otras prisioneras.
Cuando se acerca un SS, simulan que están limpiando; cuando llueve, se
esconden en los retretes. Evitan a los SS, pues saben muy bien que si atraen
su atención las enviarán a la selección, y eso es lo que más teme todo el
mundo en el campo. Las enfermas cambian el pan que no pueden comer por
un poco de café y se mantienen despiertas gracias a este brebaje vagando por
el campo todo el día. Así vegetan hasta que la fiebre las vence, hasta que unas
manos desconocidas las llevan al hospital aprovechando que están
inconscientes. En la mayoría de los casos, las prisioneras están ya tan
enfermas que se mueren por el camino o en la sala de espera del dispensario.
Delante del dispensario se ve a un grupo de mujeres muy enfermas:
ninguna de ellas sabía adónde iba cuando las llevaron o las acompañaron allí.
Hay también un grupo de mujeres que no han perdido el sentido, prisioneras
que se han dado por vencidas y han perdido la esperanza de salvarse. Han ido
al hospital al encuentro de la muerte.
Entre ellas hay una chica delgada con las piernas tan hinchadas que la piel
se le ha vuelto transparente de la tirantez. Está tan abotargada que se le han
borrado los rasgos de la cara. La carne blanca y enfermiza de su frente, que se
parece demasiado a una masa crecida por la levadura, le cubre los ojos. Pero
ella levanta las cejas y frunce el ceño: la enferma se esfuerza por ver algo. Es
como si alguien retorciese una máscara inexpresiva. Su estampa, una silueta
demacrada coronada por un rostro horriblemente hinchado y blanco como un
papel, es la más común en el Lager. Hay que tenerle miedo a esta apariencia,
ya que casi siempre es el síntoma de una muerte próxima.
Un poco más allá, una mujer se agacha, se sujeta las rodillas, dejando
entrever sus tibias cubiertas de una piel grisácea. Hasta su más mínimo
movimiento, por pequeño que sea, desprende un hedor espantoso. Su ropa

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sucia y pegada al cuerpo indica, sin lugar a dudas, que la mujer se había caído
inconsciente en la fosa de las letrinas, que se sumergió en los excrementos,
algo que les ocurre con bastante frecuencia a las enfermas de disentería. A su
lado hay una guapa prisionera rusa agitada por convulsiones que se han
apoderado de sus extremidades, obligando a su cuerpo a temblar sin cesar.
Tiene el rostro de un color oscuro. Sus ojos expresan un miedo salvaje y sus
labios renegridos emiten un continuo de aullidos, ladridos, risas entrecortadas
y sollozos. Quizá esté aquejada de malaria. Las doctoras no tienen tiempo
para diagnósticos, y mucho menos para curar a las enfermas.
En el grupo aguarda tranquila y paciente una mujer embarazada. Los
rasgos de su cara expresan un dolor sordo. La tranquilidad aparente de su
rostro contrasta con la desesperación que se esconde en sus ojos. Pronto su
cuerpo alumbrará a una criatura viva, para perderla de inmediato. Le quitarán
el bebé y se lo llevarán a algún sitio fuera de Oświȩcim. Ni la madre ni nadie
de su familia lograrán encontrarlo jamás.
De nuevo se ve a una chica joven, enferma de disentería. Tiene el rostro
verdoso y los ojos aumentados por el dolor; la chica mira a su alrededor con
perplejidad, con una expresión extraña de queja y de súplica al mismo tiempo.
A lo largo de sus piernas demacradas se desliza a ratos un chorro de sangre
negra y coagulada o de excrementos apestosos.
Entre las enfermas hay una que aparta sus harapos una y otra vez, se mete
la mano por debajo de la ropa y haciendo una mueca dolorosa se rasca, frota y
arranca la piel. En sus manos, en especial entre los dedos, se aprecian unos
pequeños granos, muchos de ellos tienen en la cima una pequeña ampolla.
Tiene a veces grandes llagas por todo el cuerpo, a veces tiene la piel
arrancada a tiras. Sus piernas y sus manos están cubiertas de sarna.
También se ve a una mujer que no es capaz de sostenerse en pie. Dos
compañeras hacen todo lo que pueden para sujetar su cuerpo inerte, que se
dobla hacia delante. Su rostro está hinchado, lívido y rojo oscuro. Tiene la
mirada perdida. La expresión soñolienta de su cara y la respiración
entrecortada indican que tiene fiebre alta.
Otra mujer tiene las manos, las piernas y la cabeza envueltas en unos
harapos sucios, que gotean sangre. En su cabeza tiene una mancha roja
enorme. Mientras trabajaba, un perro la tiró al suelo y la hirió de gravedad.
Unos ojos grandes y bonitos, llenos de un resplandor febril, iluminan un
rostro demacrado y cadavérico. La agudeza de sus rasgos, la barbilla
prominente, la nariz puntiaguda, la piel casi transparente y las sombras azules
debajo de sus ojos son síntomas indudables de tuberculosis. Los labios

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delgados y anémicos inspiran el aire entre jadeos y silbidos. Sus manos se han
quedado en unos huesecillos cubiertos de piel flácida. Es Genia
Pietraszewska. La obligaron a coger unas calderas demasiado pesadas en la
cocina calurosa y salir con ellas a cuestas al frío de la intemperie; después de
eso, enfermó de artritis, más tarde de neumonía y ahora de tuberculosis.
Estaba estudiando en un liceo cuando la arrestaron y la llevaron al campo
como rehén.
Desde la verja se acercan cuatro mujeres que sostienen algo en una manta
oscura. Andan deprisa. Al compás de sus pasos el bulto que está envuelto en
la manta se balancea por la fuerza de la inercia y de vez en cuando se golpea
contra las piedras del camino. Las mujeres colocan la manta en el suelo.
Aparecen las rodillas y la cabeza de un cuerpo encogido, unas tibias delgadas
y unos harapos sucios. Es una mujer enferma. Cuando abren la manta, su
cuerpo apesta. Se ve que la enferma ya no tiene sangre, que ya no le queda
vida. Le queda sólo un último suspiro. Quien ha visto morir a muchos, puede
reconocer con facilidad los síntomas de la muerte. Esa mujer, por ejemplo, ya
no vive, aunque todavía respire. Ya no es posible devolverle la vida. La jefa
de barracón se dirige a las enfermeras del hospital.
—Rellenad su Todesmeldung, su certificado de defunción.
—¿Y cómo se llama? —pregunta una enfermera.
Nadie lo sabe.
—¿Y su número?
Las enfermeras se inclinan sobre la mujer. La levantan inerte y buscan el
número. Pero en su vestido no se ve cosido el trozo blanco de tela.
—¿Alguien la conoce?
No, nadie conoce ni su apellido ni su número. Se sabe que es del barracón
número 1, así que es una prisionera polaca. La jefa de barracón es una mujer
desenvuelta.
—Corre al barracón y trae la chaqueta de la enferma, allí estará su
número. ¿Sabes dónde dormía?
—No estoy segura, pero preguntaré.
Al cabo de un rato trae la chaqueta de una prisionera. ¿De quién es? ¿Es
de la enferma? ¿O de otra muerta? ¿O de una mujer sana que se la ha dejado
olvidada? Nadie lo sabe.
—¿Dónde la has encontrado? ¿Seguro que es la suya?
Nadie lo sabe con certeza, pero, como no hay posibilidad de comprobarlo,
se rellena el Todesmeldung con ese número. Éste es el origen de muchos
malentendidos: familias que reciben telegramas informando de la muerte de

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prisioneros que están vivos y muertos que reciben cartas de sus familiares
durante largos meses.
En otoño las enfermas de tifus son sobre todo las mujeres que tienen
números de cinco cifras. Llegaron al campo en los transportes de finales de
verano y principios de otoño. En la primavera de 1942, había en el campo,
según el registro del Departamento Político, 7000 mujeres. Durante los
últimos días de julio su número ascendía a 13 000 en septiembre a 18 000, el
11 de noviembre sobrepasaba los 24 000. Los transportes de primavera se
vieron diezmados por el tifus antes de la llegada del otoño. No es frecuente
ver a una mujer que lleve en su vestido un número de cuatro cifras. Ahora el
campo está lleno de mujeres marcadas con números de cinco cifras y son
éstas las que sufren más de tifus. Todo el mundo pasa por esta enfermedad.
Hay excepciones, una entre mil, y se trata siempre de personas que habían
tenido la enfermedad recientemente. Sin embargo, la epidemia es tan fuerte
que aqueja a menudo a organismos que han padecido la enfermedad
anteriormente y que, en principio, son inmunes. En el campo no se hace nada
para luchar contra la epidemia (dicho sea de paso, oficialmente en el campo
no hay ninguna epidemia). Al contrario, hay toda una serie de condiciones
que favorecen el desarrollo de las enfermedades epidémicas. Entre ellas
destaca la abundancia de piojos, a la que se une una excesiva densidad de
población.
Los primeros que llegaron al campo cuentan que en el invierno de 1941 a
1942, murieron en los barracones de ladrillo de Birkenau cerca de 30 000
prisioneros de guerra rusos, algunos de hambre, otros por epidemias y algunos
más de frío. Los barracones de ladrillo se quedaron vacíos. Sin embargo,
siguiendo una tradición del Lager que se mantuvo invariable hasta el
mismísimo enero de 1945, no se cambiaron las mantas ni los colchones de
paja de los muertos. En los coyes vacíos se quedaron las mantas llenas de
nidos de piojos. La epidemia de tifus exantemático esperaba la llegada de sus
próximas víctimas. En la primavera de 1942 las autoridades trasladaron a
miles de judías eslovacas desde el superpoblado campo femenino de
Oświȩcim a Birkenau. Unos cuantos meses más tarde enviaron a ese mismo
campo a las prisioneras polacas. La epidemia, que viajaba oculta en las
mantas, empezó a extenderse de nuevo. Nadie llama a esta enfermedad por su
nombre. En recuerdo de los prisioneros rusos que murieron durante el
invierno en los barracones de ladrillo, se conoce a este mal como «la fiebre
rusa».

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Las mujeres aquejadas de tifus exantemático se vuelven locas de sed. Ése
es uno de los principales síntomas de esta enfermedad. Algunas llegan hasta
el punto de beber de las zanjas de aguas residuales, de los charcos que deja la
lluvia o del agua que se queda estancada en el foso que rodea el campo.
Entonces al tifus se le une la disentería. La combinación de estas dos
enfermedades suele ser casi siempre mortal.
Al mismo tiempo, la malaria se extiende por el campo.
Las pocas médicas que intentan socorrer a las enfermas en estos casos
desesperados hacen a menudo un diagnóstico erróneo, dejándose llevar por
síntomas secundarios. Si tienen tos y fiebre, piensan que se trata de un
resfriado severo, cuando en realidad las enfermas padecen al mismo tiempo
de tifus y de enfriamiento. Resulta demasiado difícil localizar las manchas
características del tifus entre las marcas de las picaduras y de los numerosos
arañazos que se hacen las enfermas al rascarse. La doctora Garlicka, que ya
ha contraído ella misma la fiebre, sale a hurtadillas del cuarto de pelar patatas
para ver a una mujer que las amigas han escondido en un rincón oscuro del
barracón. El lugar está en penumbra y la enferma yace en un coy de abajo,
oculta por las sombras. La doctora Garlicka examina su vientre. No tienen
suficiente luz. Alguien trae un cabo de vela. A la luz de esta vela la doctora se
inclina sobre la enferma y busca en su cuerpo las señales del tifus. De repente
se oye un portazo y alguien susurra: «La Aufseherin Hasse». El
reconocimiento médico se acaba. A alguien le da tiempo a tapar a la enferma
con una manta como si el lecho estuviera vacío, otra ve unas cajas llenas de
basura y dice en voz baja:
—Hemos venido a sacar esas cajas.
Cualquiera sabe cuántos días tendrán que pasar hasta que haya una nueva
oportunidad de abandonar el trabajo subrepticiamente para visitar a la
enferma.
Los retretes contribuyen al desarrollo de la disentería. Se trata de unas
colosales piscinas de cemento ubicadas en unos barracones que están al lado
de la alambrada. Tienen diez metros de largo y dos de ancho. Las piscinas
permanecen siempre llenas y abiertas, y tienen los bordillos resbaladizos. En
las horas más concurridas, es decir, antes del recuento de la mañana y después
del recuento de la tarde, en los retretes reina una oscuridad absoluta. Entonces
más de una enferma tiene allí una aventura desagradable.
¿Acaso es posible acabar con la epidemia de disentería en estas
condiciones? ¿Se puede luchar contra el tifus exantemático? Hay que añadir
que las prisioneras judías, que son la mayoría en Birkenau, no tienen derecho

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a utilizar el hospital. Eso también influye en el desarrollo de la epidemia. Las
mujeres arias evitan el hospital mientras están conscientes. Sin embargo,
cuando están inconscientes o agonizan no pueden evitar su traslado al
barracón del hospital. Las prisioneras judías no tienen esta posibilidad. Para
ellas existe sólo el barracón que sirve de dormitorio, el barracón de los vivos,
y después el bloque 25, es decir, el bloque de la muerte. Se ven procesiones
de prisioneras judías que llevan a sus compañeras agonizantes al bloque 25.
En las mantas, cubiertas de fluidos coagulados, viajan restos humanos cuya
vida se apaga. A veces se detienen, colocan la manta en el fango y, al cabo de
un rato, prosiguen la marcha. La sangre y los excrementos se mezclan en las
mantas y en la ropa de los enfermos con el fango.
El bloque 25 está rodeado por un muro y su entrada está siempre cerrada
con un pestillo. Las enfermas desaparecen detrás de esta puerta. Jamás saldrán
vivas de allí; se llevarán sus cadáveres al abrigo de la noche oscura. Pero las
mantas, la ropa interior y la vestimenta de las prisioneras agonizantes
regresan enseguida al campo y se distribuyen de nuevo a las prisioneras sanas.
A veces se sumerge la ropa interior en agua para secarla después
inmediatamente. Las mantas deberían pasar por la cámara de gas para su
desinfección, pero en la mayoría de los casos son entregadas directamente a
los prisioneros que llegan a Birkenau en un transporte nuevo.
A las mujeres agonizantes les resulta indiferente si las llevan a rastras al
bloque 25, oficialmente el bloque de la muerte, o al dispensario, en donde se
las asignará al bloque 24, el del hospital, donde la muerte llega igual de
rápido.
En el dispensario el «reconocimiento» es muy simple. Consiste tan sólo
en tomarle la temperatura a las pacientes a toda prisa. Si la enferma tiene
fiebre alta, entonces se queda en el hospital. A las mujeres que no tienen
fiebre (porque padecen disentería) se las despacha con un:
—Ab! In den Block! ¡Fuera de aquí! ¡A tu bloque! —Y no se sabe quién
evitará antes la muerte: aquellas mujeres que se quedan entre las cuatro
paredes del barracón del hospital o aquéllas a las que tocará esconderse y que
durante las largas horas de formación estarán tumbadas en el suelo delante del
barracón.
Mientras un grupo de prisioneras gravemente enfermas se dirige al
hospital, otro cortejo de enfermas no menos graves sale de él. Todas ellas
caminan arrastrando los pies en el fango con una indiferencia absoluta. A la
cabeza de las que van al hospital se encuentra una mujer de bata blanca. Tanto
a las unas como a las otras les da igual adónde ir con tal de poder apoyar

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cuanto antes la cabeza sobre algo y dejar que el cuerpo debilitado descanse un
poco. La enfermera se detiene delante de un barracón, hace pasar a las
mujeres y les ordena desnudarse. Después, se aparta de las enfermas. Los
harapos caen al suelo y descubren cuerpos sucios y limpios, todos ellos más o
menos acribillados de picaduras, que algunas se han rascado hasta hacerse
sangre y, finalmente, algunos que tienen las manchas características del tifus,
que aparecen en el abdomen y en las manos. El lugar es silencioso y
espacioso, algo insólito en el Lager. Es verdad que por las rendijas de las
paredes de madera del barracón entra el soplo gélido del viento de noviembre,
pero el frío en el campo es algo tan común que nadie piensa en él, aunque los
cuerpos pálidos se amoratan. Las siluetas desnudas se inclinan sobre la ropa y
aprovechan la ocasión para inspeccionar con cuidado las costuras y pliegues.
El tiempo pasa. Incluso la mujer con más piojos dispone del tiempo suficiente
para revisar toda su ropa, incluyendo la lencería y el jersey. El sol de otoño
luce en lo alto del cielo y calienta un poco la pared sur del barracón. Las
enfermas se agachan, se ponen en cuclillas, se sientan sobre su ropa, se tapan
la espalda con lo que pueden, y esperan. Por fin, en el exterior se oyen unos
pasos ruidosos.
—Alles raus! ¡Todas afuera!
Empieza el reconocimiento médico. Las mujeres tienen que salir desnudas
delante de la puerta del barracón donde un SS de uniforme verde (se supone
que es médico) las examinará sin acercarse mucho. Todas ellas padecen tifus
exantemático, aunque todavía no lo saben. Los síntomas de la enfermedad aún
no han aparecido en todas las mujeres. A las prisioneras que no tienen
manchas en el cuerpo, el SS les hace un rápido diagnóstico: gripe. La
enfermera anota esa palabra en el historial de la paciente. Estas prisioneras
irán al bloque 24.
¿Y adónde irán las mujeres que ya tienen en su cuerpo las huellas del
tifus? ¿Acaso recibirán «una inyección de refuerzo» tras la cual su corazón
dejará de latir, o se las llevarán en un camión a la cámara de gas? Un velo de
secreto oculta el método que se aplicará a estas enfermas, un método que
depende en todo caso de lo que decida el SS que ese día realice el examen.
Poco importa en cualquier caso cuál sea el método empleado en esta ocasión,
ya que el único tratamiento que aplican las autoridades del campo de
Oświȩcim a las diagnosticadas de tifus es la muerte.
El bloque 24 está superpoblado. Puedes considerarte muy afortunada si te
adjudican una única compañera de cama. En algunas camas hay hasta cuatro
mujeres. En el bloque reinan el frío y el viento. Todavía no hay estufe y el

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viento penetra por las puertas delanteras y traseras, remueve el aire cargado
del barracón pero ni siquiera lo renueva. La ranura de dos palmos de ancho
que recorre todo el barracón entre la pared y el tejado sólo sirve para
acrecentar el frío. Dentro te encuentras con mujeres a las que admitieron hace
tiempo, y a las que perdiste la pista cuando ingresaron en el hospital.
Enseguida te enteras de cuáles han muerto. Allí, compartiendo su cama
estrecha con una enferma que pasa por una crisis de tifus, está la doctora
Garlicka. Piensa que, como ya padeció de tifus anteriormente, podrá ayudar
sin riesgo a otras enfermas en cuanto se recupere de la gripe. No puede
adivinar que dentro de tres semanas la sacarán del barracón en una camilla
junto con otras prisioneras muertas. ¿De qué va a morir? ¿Acaso lo que
consideraba gripe era un nuevo brote de tifus?
Garlicka cuenta con la colaboración de la doctora Kościuszko. Esta última
tiene todo el pelo blanco y el rostro demacrado, y siempre está con las
mujeres más enfermas. Su figura menuda despierta en muchísimas mujeres un
resplandor cálido de confianza y aliento. Con sus movimientos, su
comportamiento y la expresión de su cara transmite a las demás el
cumplimiento de un deber que considera sagrado. Ha dado instrucciones
tajantes de que se la despierte a cualquier hora de la noche si alguien la
necesita.
Las enfermas lo saben. Se sienten seguras bajo su protección bondadosa.
La doctora Kościuszko acude en mitad de la noche allí donde se oye un grito
de sufrimiento. A pesar de que es una mujer de cierta edad trepa hasta la cama
más alta, se pone de puntillas en la litera intermedia y se pone a trabajar sin
más puntos de apoyo que sus pies y su barriga.
La doctora Kościuszko conoce los trucos para conseguir medicamentos y
siempre tiene algún buen remedio para cada paciente. Cuando te visita no sólo
te da buenos consejos, sino también algún que otro medicamento. Se hace
menos difícil estar enfermo y hasta morir cuando te cuidan las manos
temblorosas de preocupación de una doctora así. Sin embargo, el avance de la
muerte no se detiene ante nadie y un día se lleva también a la buena doctora
Kościuszko, dejando huérfanas a cientos, a miles de enfermas.
Quienes conozcan los síntomas del tifus exantemático sabrán la sed
insaciable que acompaña a esta enfermedad. Se te pone la boca pastosa y la
lengua dura como una piedra. A veces ni siquiera puedes articular palabra.
Por la noche sueñas con tazas llenas de leche fría o caliente, con cuencos
repletos de fresquísima compota, de fragrantés gaseosas y zumos, sueñas con
tus frutas favoritas, jugosas y estimulantes. ¡Qué tristeza te entra cuando te

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despiertas de esos sueños! Por desgracia, en esta época todavía está prohibido
enviar paquetes a Oświȩcim, así que ahora no podrás saciar esa sed
enfermiza. Por las noches sientes el deseo imperioso de quedarte dormida
profundamente para que el tiempo que media hasta la bebida de la mañana se
le pase cuanto antes.
Al día siguiente, cuando por fin se expande por el barracón el débil olor
del brebaje de hierbas, las enfermas comienzan a estirar sus brazos desde los
camastros para coger las tazas. Muchas mujeres prefieren no mirar cómo
reparten la bebida. Tienen razones para no hacerlo. Una prisionera alemana
frota la taza con la mano y la sumerge en el deseado líquido. Hace apenas un
momento ha utilizado esa misma mano sucia para sacar los orinales. Es mejor
no estropear el sabor de la bebida que viene a ocupar el lugar del café de
moca y el mejor té chino, de las ciruelas de California y el pastel de manzana
polaco. Las prisioneras polacas reciben como máximo una cuarta parte del
líquido que cabe en la jarra, aunque, en casos de suerte excepcional, pueden
llegar a recibir un tercio.
A decir verdad, las normas establecen que cada persona debe recibir
medio litro por la mañana y otro tanto por la tarde, pero en el mismo barracón
hay también enfermas alemanas, así que el personal alemán destinado al
hospital da más cantidad a sus compatriotas que al resto. Los días en los que
la voluntad es realmente muy fuerte, te limitas a sumergir los labios en el
brebaje para colocar acto seguido la taza en un rincón de la cama, detrás de la
cabecera, para que te dure hasta la tarde. Sin embargo, hay días espantosos,
días en los que el juicio sano enmudece, en los que las advertencias callan y
todo en tu interior te grita a un tiempo: ¡beber, beber, beber! Entonces las
manos temblorosas cogen la taza y en un arrebato de locura echan todo su
contenido en la boca. ¡Mojar toda la cavidad bucal aunque sea una sola vez,
de un golpe! Un trago, dos, como mucho, tres tragos pequeños, y se acabó. Y
ya no se tiene una gota de líquido para el resto del día. A veces tienes cerca de
tu cama a una prisionera alemana, que está convaleciente y que por tanto no
tiene esa tremenda sed que te aqueja a ti. Quizá puedes convencerla de que te
venda unos tragos de su ración. Darías lo que fuera por algo de beber, así que
cuando la prisionera alemana convaleciente de tifus te dice «gib mir dein Brot
und Wurst, dame tu pan y tu salchicha», se lo das sin rechistar.
A veces las prisioneras polacas que trabajan en la cocina consiguen burlar
la guardia que vigila la entrada del hospital para llevar a las enfermas varias
jarras de café negro. Cuando ocurre, muy rara vez en realidad, las enfermas se
animan increíblemente. Una de estas enfermeras sigilosas es Hania

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Lewandowicz, originaria de Radom. Aparece sin falta todas las tardes, aunque
se expone a que la castiguen a golpes si se dan cuenta de que no está en su
puesto en el cuarto de pelar patatas. La última vez que acude al hospital para
distribuir café a las enfermas es en la víspera de su muerte. Cuando fallece,
las prisioneras vuelven a pasar sed.
Durante la noche la sequedad de la boca te desvela. Los labios y la lengua
se mueven buscando en vano un resquicio de humedad. Pero están secos. Te
levantas medio inconsciente y con la mirada confusa para buscar algo de
beber. Está oscuro. Una compañera gime, otra da el último estertor, otra
jadea. En la habitación oscura destacan los contornos de las vigas que
sostienen el tejado, las formas de las camas más cercanas y, sobre todo, una
silueta alargada. ¡Una botella! Es de una prisionera alemana que cada tarde
recibe una escudilla hasta los topes de café de la responsable de habitación.
La alemana llena después tres botellas con el contenido del cuenco. Se entabla
una lucha entre la tentación y el miedo. La prisionera duerme profundamente,
se oye su respiración ruidosa. Oyes en tu cabeza el ruido del borbolleo del
agua, que corre en abundancia. Y también la voz de la conciencia, que se
sorprende con espanto y desesperación de que quieras robar. Pero la voz se
calla casi por completo. ¡Agua! ¡Café! ¡Beber! El cuerpo se levanta despacio,
se apoya con pesadez sobre los codos, y tiembla. Voy a robar, voy a robar.
¡Perdóname! ¡Perdóname! Te faltan las fuerzas. La botella está a un metro de
distancia. Pronto vas a comprobar qué débil estás. En cuanto veas que un
esfuerzo tan pequeño te produce un gracioso temblor en las manos y en todo
el cuerpo. La ola de aire seco recorre tu pecho, la frente se cubre de gotas de
sudor, la cabeza te da vueltas, describiendo círculos cada vez más grandes así
que tienes que agarrarte al camastro para no caerte de él. La mano, que cuelga
sobre el cabecero, encuentra un objeto metido entre las tablas. ¡Una taza! Una
taza con un líquido dentro metida en la ranura entre el cabecero y el camastro.
Huele a vino. Sabe a vino joven. Sólo queda un poco, en el fondo de la taza.
Un sorbo es suficiente para que la enferma sonría radiante a la noche. «Ahora
puedo quedarme dormida», piensa la prisionera mientras se arropa con las
manos aún temblorosas. Y se queda dormida sabiendo que puede conseguir
algo de beber si lo necesita. La conversación de unas prisioneras la vuelve a
despertar. La enferma susurra en la oscuridad del barracón:
—Déjame beber una vez más, sólo un trago pequeño.
—Bébetelo todo —responde la oscuridad—, lo he traído para ti.
La prisionera se humedece los labios lentamente y una sensación de
felicidad se apodera de ella cuando siente el sabor fresco y ácido del líquido.

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Coloca cuidadosamente la taza en su sitio en medio de la oscuridad. Después,
esas mismas manos acarician sus ojos, que se cierran para dormir. Ese
poquito de líquido salva a la enferma hasta la mañana siguiente, la ayuda a
pasar la noche. Gracias a él, cada vez que se despierta con los labios secos,
puede beber unas cuantas gotas y seguir durmiendo.
El amanecer devuelve a la enferma a la realidad, la mano busca en el
escondrijo y encuentra la taza reglamentaria del campo, muy sucia, con un
poquito de café que ha fermentado. Hace algunos días alguien la había
escondido allí, alguien que había estado antes en esa misma cama. La bebía
poco a poco hasta que la muerte le arrebató la taza de la boca.
La primera nieve que cae durante tres días es una verdadera bendición. Y
eso que con las rachas más fuertes de viento una nevasca blanca cae a través
de un agujero del techo directamente sobre la cabeza de las enfermas de los
camastros superiores. Hay que sacudir la nieve del lecho y sujetar la manta
para que la corriente de aire no te destape. Sin pensárselo dos veces, las
enfermas aprovechan la ocasión para levantarse de la cama y coger un poco
de nieve. Después colocan la bola de nieve en la taza, es un seguro para todo
el día. ¡Qué útil resulta! Cuando los labios se quedan duros y agrietados,
puedes humedecerlos con ese pedacito de nieve. Puedes utilizar el agua de
nieve para humedecer un trapo con el que hacer una compresa, para
enjuagarte la boca o, incluso, para lavarte la cara.
Imagínense un hospital sin agua, organizado en un barracón tan repleto de
camas de tres pisos que parece un tablero de ajedrez. En cada cama hay como
mínimo dos enfermas. Las han admitido en el hospital porque su temperatura
por la mañana rondaba los 40 grados. En la cama hay un jergón y unas mantas
oscuras muy sucias con las que antes se tapaban otras enfermas. En cuanto
tiras de la manta con energía para arroparte, sientes que una lluvia de polvo te
empieza a caer lentamente encima y que se forma una capa nueva de suciedad
en esa misma piel que llevas semanas sin lavar. La atención de las enfermas,
que por aquel entonces recaía exclusivamente en las prisioneras alemanas, se
limita a distribuir las raciones de comida. Cuesta mucho esfuerzo conseguir
agua en la cocina, ya que allí te expones a las vejaciones de los SS. Es algo
sencillo: el personal del barracón va muy pocas veces por agua. Sin embargo,
a veces se puede ver a una enferma alemana privilegiada, que tiene un cargo
importante en el lager, con una palangana de agua, en la que se lavan juntas
varias prisioneras. Esa imagen provoca en el resto de las prisioneras una
mezcla de asco y envidia.

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A veces ocurre que una enferma que apenas se sostiene sobre sus piernas
se levanta por la tarde de la cama. Se viste despacio y a ratos, descansando
después de cada movimiento, baja del camastro y simula que es una de las
enfermas que se ejercitan andando. Se acerca cada vez más a la puerta, hasta
que sale a hurtadillas del barracón en busca de agua. (En aquella época,
todavía no les quitaban la ropa a las enfermas, lo que facilitaba este tipo de
excursiones). En la oscuridad, pegada al barracón, espera a otras enfermas
con las que ha quedado previamente. Ella no podrá afrontar un viaje sola por
un camino sembrado de baches y charcos de barro. Un grupo de prisioneras
recorre el camino hasta la cocina para conseguir agua. De entre las enfermas
que están agazapadas en la sombra sale una mujer que no puede aguantar más
la sed. En el suelo de la cocina, que está muy iluminada, hay una manguera de
goma conectada al grifo, de la que sale un chorro de agua fresca y limpia. Por
todas partes se ve pasar a cocineras acaloradas; hay mucho movimiento y el
SS que está de guardia acaba de entrar en el almacén. La enferma consigue
acercarse corriendo, ponerse de rodillas y llenar la escudilla. Pero en ese
preciso instante, lave el SS. Su mirada ágil no tiene ninguna dificultad para
diferenciar la silueta demacrada y sucia de la enferma de la figura de las
activas cocineras. De un salto se coloca a su altura. Coge del suelo la
manguera, se acerca rápidamente al grifo, lo abre y dirige el chorro de agua a
la cara de la enferma. La mujer se levanta. En un primer momento la enferma
pierde la respiración, se atraganta, pero después se yergue, abre la boca y
empieza a recoger con sus labios el ansiado líquido. Parece como si todo su
cuerpo, que lleva semanas sin lavar, se entregara con gozo a esa ducha
violenta. El SS, con una mueca de bestialidad en el rostro, la moja de arriba
abajo, mientras la enferma intenta aprovechar la ocasión para beber cuánta
más agua mejor. Esta noche no ha caído una helada muy fuerte, pero a su
regreso al barracón la enferma trae la ropa cubierta de una capa de hielo.
Es más difícil salir de excursión las tardes de lluvia y fango, cuando las
nubes cubren las estrellas y la luna. De lejos, desde la alambrada, llega el
tímido resplandor de las lámparas eléctricas, que no sólo es insuficiente para
ver con claridad, sino que resulta molesto a la vista. Una noche lluviosa
trajeron al hospital a una prisionera que habían encontrado en el retrete de las
alemanas. Resultó ser una prisionera polaca. Se había caído en la zanja repleta
de excrementos cuando se dirigía a la cocina. Después de haberse subido por
una pendiente fangosa, consiguió arrastrarse hasta el retrete de las alemanas
donde un chorro de agua, que cae de una tubería negra, corre sin cesar por el
desaguadero. La enferma se lavó las manos y la ropa en el canal, y al tocar el

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agua se olvidó de su enfermedad, de su fiebre alta y de los riesgos que estaba
corriendo. Empezó a cogerla con ambas manos y a bebería sin cesar,
enloqueció del todo y hasta que no cayó al suelo exhausta no dejó de beber.
Después de este episodio contrajo una neumonía, y un poco más tarde
enfermó de disentería.
Las enfermas no tienen siempre la suficiente sangre fría y el claro juicio
para llegar felizmente a su destino. Hay casos en los que una enferma
comienza a errar por el Lager por culpa de las alucinaciones que le produce la
fiebre; busca a alguien, lo llama, quiere encontrarse con esa persona al otro
lado de la alambrada e intenta convencer al alemán de la garita de que tiene
que abandonar el campo. Si los guardias saben cuál es su bloque, la llevarán
allí de vuelta y la golpearán con saña, a veces hasta matarla. Sin embargo, si
por casualidad acaba en un bloque habitado por prisioneras recién llegadas, se
mezclará con una muchedumbre de mujeres que no se conocen las unas a las
otras y se dejará llevar a la formación. A la hora del recuento, la jefa de
barracón intentará averiguar en vano por qué hay una prisionera de más.
Cuando ocurre esto, las mujeres de todo el campo tendrán que aguardar largas
horas en la formación hasta que se encuentra a la mujer inconsciente o que ha
perdido el juicio y se la azota por esconderse. Si se sospecha que la prisionera
ha evitado el recuento o no se ha presentado a la formación con sus
compañeras de barracón deliberadamente, la llevan inmediatamente al bloque
25.
No todas las enfermas tienen fuerzas suficientes para abandonar el
barracón a hurtadillas, ni siquiera para bajarse de la cama. Lo normal es que
te falten las fuerzas hasta la tercera o cuarta semana de enfermedad, es decir,
hasta que ya te toca abandonar el bloque del hospital. La mayoría se queda
tumbada sin moverse, sin hacer ruido y resistiendo como puede la peor fase
de la enfermedad. Estas enfermas están inertes. Nadie viene a verlas, no
tienen quien las visite o las cuide. Sus mañanas están cubiertas de brumas, sus
noches se pueblan de fantasmas. El cuerpo inánime se deja llevar poco a poco
hasta la extinción. Desvanecerse, olvidarse de todo, marcharse de una vez.
Estas mujeres no pueden desear otra cosa en medio de sus sufrimientos y
humillaciones.
Poco a poco la muerte se inclina sobre su lecho y alcanza lentamente al
corazón, que late cada vez más débil. La mano de la Muerte, que todo lo
calma, se detiene sobre el corazón, que todavía late, que ni sabe ni adivina
que dentro de un momento va a convertirlo con una suave caricia, a él y a
todo el organismo al que da vida, en una masa muerta. Mientras la mano de la

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Muerte posa su sombra sobre el corazón humano, sobre la cabeza de la
prisionera agonizante aparece la Vida, que con una sonrisa radiante quiere
darle un beso. Se inclina sobre el lecho sucio, y por la sola fuerza de su
presencia lo convierte en la ropa blanca con la que se arropaba en la cama de
su casa. Después se sienta despreocupada en la cabecera de su cama y con las
manos entrelazadas sobre la cabeza empieza a contarle un cuento que es una
despedida. A veces es como una música silenciosa y tierna, una melodía
perdida en la memoria, canturreada antaño por la persona más querida, por la
madre, que con la espalda encorvada por los años, cubierta de pelo canoso,
canta de nuevo como antes una canción silenciosa para su hija.
A veces es sólo una llamada. Una voz conocida que se alza sobre el ruido
del barracón superpoblado, que atraviesa las paredes de madera, que cruza los
distintos Lagers, las alambradas infranqueables, los alrededores despoblados,
que ha recorrido cientos de kilómetros de distancia, que ha superado cientos
de avatares. Esa voz que llega a oídos de la prisionera agonizante ha
susurrado su nombre al oído y la ha despertado de su letargo.
A veces pasan ante sus ojos imágenes de praderas con su olor a heno,
montañas empinadas y playas arenosas con su alegre bullicio. El recuerdo del
mundo pretérito acude una vez más para animar el corazón agonizante. A
veces la Vida le deja echar una mirada al pasado como si fuera un
caleidoscopio mágico. Día a día, paso a paso, aparece todo lo que sucedería
—lo que sucederá— si se tiene la fuerza suficiente para seguir viviendo. Si la
enferma aparta la cara de esas imágenes, si no quiere verlas y sólo desea
sumergirse en la nada, entonces la Muerte coloca la mano sobre su corazón
débil e interrumpe su marcha. Después desliza los dedos por su rostro y cubre
sus rasgos con una capa de eterna rigidez.
Sin embargo, a veces ocurre que el cuento que le narra la Vida despierta
en la enferma un dolor tan grande que la atormenta y la hace rebelarse, llena
su corazón de tal llanto de desesperación y pena por lo más querido que se ve
obligada a estirar los brazos y gritar en un gesto de añoranza impaciente:
—¡Yo quiero vivir!
Le ordena susurrar con los labios agrietados de sed su única petición:
—¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir!
La Vida le ordena concentrar su voluntad, reunir todas las fuerzas de su
organismo, aferrarse a la vida y realizar un esfuerzo increíble. Aunque la
mano invisible de la muerte todavía acecha, frena su avance. Mientras tanto,
la Vida coge en sus manos el corazón que se apagaba y, poco a poco, lo
arropa con su calor. La primera sensación que experimenta la enferma que

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renace a la vida es de sufrimiento. Aún no se ha despertado del todo de las
tormentosas y febriles apariciones y ya siente que le duele, en lo más
profundo de su ser, cerca del corazón. Como si una mano buena y querida
apretara el pobre corazón con ternura, sin darse cuenta de que le puede hacer
daño.
Cuando el cuerpo se ha secado hasta adoptar formas infantiles, cuando las
manos y las piernas son como palos, cuando la boca se llena de la sequía que
produce el tifus, cuando cada bocado de comida desencadena un nuevo brote
de disentería, cuando el mero olor de la sopa del Lager le provoca náuseas,
cuando no recibe ninguna ayuda, ni protección ni medicinas, ¿de dónde nace,
en qué rincón del organismo aumenta y florece la mágica voluntad de vivir,
tan fuerte que puede vencer incluso a la Muerte en todas sus formas? ¿De
dónde sale esa fuerza de voluntad inquebrantable que te impulsa a la
supervivencia?
Es un día de noviembre. Te cuesta ordenar tus pensamientos, tu cabeza es
un caos. No puedes pensar, porque el dolor lo anula todo; la oscuridad se
apodera de nuevo de tus ojos y nubla tus pensamientos. Sientes la cabeza
pesada, enorme, como si fuera un objeto extraño, y notas cómo se va
hundiendo poco a poco en el cabecero hecho a base de zuecos y ropa
enrollada. Te duele el cráneo y también tienes náuseas. Tus manos
temblorosas enrollan la manta y la colocan debajo de la cabeza, pero esa
almohada improvisada resulta inútil, no te ayuda a borrar la sensación febril
de que la cabeza está a más de medio metro por debajo del resto del cuerpo,
que las piernas están muy arriba, la sensación de que toda la sangre de tu
cuerpo se agolpa en la cabeza. Con cada latido que sientes en la sien, la
cabeza está más llena; ya no puedes pensar, ni hablar ni mirar, la sangre
inunda el cerebro. Una extraña nube de oscuridad cae sobre los ojos y trae al
mismo tiempo alivio y dolor en el corazón. No se sabe cuánto tiempo durará.
Pasado un rato, la claridad deslumbra tu vista. Haces un último esfuerzo para
abrir los ojos, molestos por el resplandor. Es la luz que se cuela por la ranura
que hay entre la pared y el techo. Es casi igual de ancha que el rostro de una
persona adulta. Cuando te sientas en la cama, puedes ver por esa ranura
fragmentos del Lager que incluyen los barracones vecinos. Pero ahora ves el
azul del cielo del invierno, alumbrado por el sol. Los ojos se entornan porque
no pueden abarcar tanta luz. Sienten una alegría desbordante porque por fin
ven los rayos de sol, una vitalidad que ocupa el lugar de tus pensamientos
inconexos. Tus ojos siguen observando todo lo que está a su alcance. A través
de la ranura ves un carámbano de hielo brillando en el alero del tejado. El sol

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lo convierte en un objeto hermoso y los ojos, que lo contemplan impávidos, lo
convierten en objeto de deseo. Pasado un tiempo, se produce una lucha
extraña. La debilidad paraliza las manos y las piernas, y la cabeza está
hundida en un hoyo del que no puede salir. Sin embargo, la voluntad
invencible obliga a tus ojos a mirar el carámbano transparente que brilla al sol
sobre el fondo azul del cielo, te obliga a contemplarlo hasta que tu brazo
reúne fuerzas suficientes para estirarse e introducirse en la ranura. De repente,
el frío recorre tu cuerpo caliente como un suspiro vivificante, la mano lleva
con cuidado el trofeo hasta la frente, los ojos y las sienes. De nuevo sientes un
calambre en el corazón, sientes dolor para, acto seguido, volver por completo
en ti. Con los ojos castigados por la fiebre, compruebas que te han salido unas
manchas rojizas en los brazos. Te sonríes, ahora lo entiendes. Es algo más que
«gripe»: es tifus.
Llega el doctor Zbożeń, un prisionero polaco que viene cada día desde el
campo de Oświȩcim. Debería dar prioridad a las prisioneras alemanas, pero
es un hombre sabio, que no se limita a obedecer sin más.
—Por supuesto que sí, señora, es una gripe, una gripe.
—Doctor, por favor, dígame la verdad.
—¿Para qué quiere saberlo?
—Porque quiero evitar que me seleccionen para el crematorio. Porque
quiero vivir, señor doctor.
El doctor hojea su cuaderno.
—¿Lo ve usted? ¿Ve lo que pone aquí?
—Grippe, y al lado está mi apellido.
—Así es. En mi cuaderno dice que usted tiene gripe. Sin embargo, lo que
nadie debe ver es esto —dice, tapando los brazos de la enferma que están
cubiertos de manchas—. Quizá tenga usted suerte y no hacen ninguna
selección en los próximos días. Pero no le aconsejo que se quede tumbada
aquí durante mucho tiempo. En cuanto se recupere usted un poco, por favor,
lárguese de aquí.
«Cuando se recupere usted un poco…». La noticia de que has logrado
superar el tifus exantemático te da una gran alegría, pero no conviene lanzar
las campanas al vuelo ya que a menudo resulta más difícil sobrevivir al
período de convalecencia que a la propia enfermedad. Puede que el corazón
aguante la fiebre alta del tifus y se pare, sin embargo, por culpa de un
resfriado leve. Pero el hecho de haber superado el tifus llena de alegría todo tu
ser, te hace sentir victoriosa.

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Poco a poco el cuerpo recupera la capacidad de sentir: el picor en las
piernas, en la barriga y en la espalda es molesto. Las manos buscan con
torpeza el origen de la picazón y encuentran en el cuerpo pequeñas costras
coaguladas, que son el resultado de los arañazos. Por todo el cuerpo sientes
picor y cosquillas. De repente, el picor en el pecho se convierte en un
pinchazo concentrado en un solo punto. La mano aparta rápido el camisón y
ante los ojos aparece un piojo en una posición extraña. Tiene todo el cuerpo
clavado en tu piel en posición perpendicular, con el abdomen levantado. Hay
que cogerlo enseguida porque se trata de un tipo de piojo muy veloz. El piojo
tiene el cuerpo translúcido y a través de su piel se puede ver su tubo digestivo
lleno de sangre humana. Una gota de sangre sale del piojo cuando lo aplastas
con la uña.
La enferma alza la vista llena de preocupación. Pero a su alrededor se
puede ver, sobre todo en los días soleados, cómo los brazos demacrados
levantan alguna prenda o las sucias mantas en dirección a la luz por encima
de la cabeza inmóvil. Acabar con los piojos es la única ocupación de las
personas que se recuperan de la enfermedad. El despiojamiento se inicia al
amanecer, cuando una luz grisácea que impide ver con claridad inunda el
lugar. Pero los piojos se ensañan tanto que es imposible aguantar y hay que
empezar cuanto antes. Lo mejor es desnudarse completamente, envolverse de
forma hermética en la manta e inspeccionarlo todo. La verdad es que se pasa
frío porque por la ranura que hay debajo del techo se cuela un viento gélido, y
es imposible no destaparte un poco mientras te despiojas, sobre todo porque el
cuerpo está aún débil y tienes que cambiar constantemente de posición, tienes
que incorporarte un poco y quedarte inclinada y apoyada con el codo sobre el
lecho. Pero prefieres estar sentada desnuda, sin nada encima, durante largas
horas con tal de deshacerte de esa plaga viva que te chupa la sangre. El
hambre y el frío no son nada comparado con los piojos.
Todos los días, el mismo ritual. Por la mañana, coges el camisón, que por
la tarde estaba sin piojos, y vuelves a preguntarte de dónde han salido todas
esas criaturas gordas que escapan de tus dedos corriendo sobre la tela o que
están adheridas a tu ropa de dos en dos entre las liendres recién puestas y
entre los excrementos de piojo. ¡Qué rápido se reproducen! Ayer en el
camisón no quedaba ni una liendre, hoy hay un montón de pequeños piojos,
apenas visibles, que parecen microscópicas gotas de sangre sobre un fondo
blanco. Son pequeños, pero todos se han hinchado de sangre. Éstos son los
que pican con más saña. Ahora entiendes por qué el camisón te abrasaba el
cuerpo. La limpieza del camisón lleva más tiempo. Por regla general los

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piojos se adhieren antes a la parte de la ropa que está en contacto directo con
el cuerpo. Hace falta mucha paciencia para matarlos todos. Los ojos cansados
se resienten del esfuerzo, cuando los cierras por un momento sientes que los
piojos, las pulgas y las liendres se meten debajo de los párpados. Uno se
marea con estas imágenes, siente unas náuseas que resultan más fuertes
porque el cuerpo está aún débil y estar sentado cansa mucho. Los dedos
grandes y, en especial las uñas, están cubiertos de sangre y de escamas secas,
y lo único que se ha limpiado es el camisón. Todavía queda por limpiar lo
peor: el jersey. En los orificios de esa prenda encuentran los piojos un
escondite perfecto. Sólo cuando la luz del sol se cuela con fuerza a través de
la ranura del barracón es posible limpiar más o menos bien el jersey; hay que
extenderlo e inspeccionarlo a contraluz para comprobar que ningún cuerpo
extraño brille en las vellosidades de la lana. Hay que inspeccionarlo todo,
incluso las medias que escondes debajo de la cabeza cuando duermes, y que
tienen el mismo problema que el jersey.
Normalmente el ruido de las calderas de metal en las que traen la sopa
coincide con la inspección de las últimas prendas. Por supuesto no te puedes
lavar las manos después del despiojamiento, así que te tienes que conformar
con limpiarte las uñas ensangrentadas antes de coger la cuchara que dejaste el
día anterior encima de la ranura que hay en el tejado y pelar con ella las cinco
patatas que te corresponden. Después de la comida da gusto ponerse la ropa
inspeccionada y limpia de piojos. El organismo, extenuado por el tifus y el
hambre, necesita dormir. Por desgracia, los piojos no duermen. De las sucias
mantas, de los escondites de la cama salen miles de nuevos piojos en busca de
los lugares limpios de la ropa. Después de un sueño de dos horas la ropa está
tan plagada de piojos como por la mañana y hay que hacer la inspección de
nuevo si quieres asegurarte unas cuantas horas de sueño por la noche. La
inutilidad de estos esfuerzos te desalienta. El desánimo es aún mayor porque
viene acompañado por dolores de espalda, por el cansancio de la vista y por el
asco que te produce todo. Sólo el sueño, profundo e intenso, produce algo de
consuelo y te permite descansar de este trabajo. Pero incluso en sueños las
manos vagan nerviosas por el cuerpo, irritadas de picor. A veces alguien dice
en sueños:
—Tengo que matar ese piojo grande que me está picando en la espalda.
Las prisioneras alemanas, a las que se permite permanecer en
convalecencia hasta que se recuperen del todo, están bastante fuertes. Se
pasan el día tocando la armónica y cantando en voz alta valses sentimentales.
La cabeza se embota aún más al compás de estas canciones, que retumban

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con fuerza en el barracón y agotan a las mujeres que están gravemente
enfermas.
Cada día llegan nuevas pacientes al hospital, a las que se coloca siempre
junto con las enfermas de tifus sin averiguar primero cuál es la causa de su
alta fiebre. Cada tarde una prisionera alemana da a todos por igual una ración
de pan, pero la mayoría no la puede comer. En Oświȩcim la composición del
pan cambió mucho a lo largo del tiempo, pero las prisioneras coinciden en
que el peor de todos fue el de noviembre de 1942. Es posible que quisieran
ahorrar, porque en aquel momento había pocas prisioneras sanas en aquel
inmenso Lager y eran pocas las que podían comer en condiciones. Puedes
renunciar al agua, puedes obligarte a comerte tu ración de sopa densa que te
quema por dentro o una patata sin pelar, pero con el pan todo lo más que
puedes hacer es morderlo y masticarlo, porque eres incapaz de tragártelo. Así
que siempre queda pan, que las enfermas dejan secar mientras recuperan el
apetito. Mientras los prisioneros sanos se mueren de hambre, cada mañana se
tira a la basura en el hospital una camilla entera con trozos de pan
mordisqueado y enmohecido.
Los hombres, que a veces vienen a hacer trabajos de albañilería o a
arreglar el tejado, tienen hambre. La ración de pan es muy pequeña para las
mujeres, pero para los hombres que realizan trabajos físicos resulta aún más
insuficiente. Los prisioneros se acercan a hurtadillas cuando el SS no los ve y
rebuscan entre la camilla los trozos menos enmohecidos.
Cada tarde, una nueva porción de pan aparece al borde de la cama y cada
tarde la enferma se queda dormida hambrienta o con dolores después de haber
tragado con dificultad unos cuantos trozos.
Las condiciones higiénicas del hospital son aún peores que las del resto
del campo y la ración de comida más modesta. La única ventaja del hospital
es que puedes estar tumbada y no tienes la obligación de presentarte a los
recuentos. Cuando en todo el campo se oyen los silbatos y los gritos que
llaman al Zählappel, al recuento, las enfermas se arrebujan entre escalofríos
bajo las mantas. Ellas todavía no tienen obligaciones. Durante varios días o
incluso durante varias semanas podrán evitar los recuentos.
En este tiempo, en el que un barracón lleno de personas tiene menos valor
que un saco de basura (porque de la basura se puede entresacar un puñado de
trapos y enviarlos a la fábrica), la noticia de que las familias de los prisioneros
podrán enviar pronto paquetes con alimentos a Oświȩcim suena a cuento
chino. Lo único que el prisionero puede recibir es una carta y una suma de 40
marcos al mes. Todos los que intentaron enviar dinero saben que es casi

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imposible enviar marcos desde el Gobierno General. Quienes reciben dinero
pueden comprar en la cantina agua mineral del Rin, zumos preparados
químicamente, papel de cartas, sellos, papel higiénico, lápices, manuales para
aprender alemán, a veces una ensaladilla y una sopa. Sin embargo, la mayoría
de los prisioneros no recibe marcos y la única cosa que les llega desde la
libertad es una carta.
La Libertad es un país, un planeta de belleza extraordinaria, en el que
todas las prisioneras han vivido durante algún tiempo. Todas hablan de ese
país. Lo añoran. Durante las largas horas de insomnio las prisioneras sueñan
despiertas con cada detalle de su vida en libertad, lo reviven con intensidad,
tienen conversaciones imaginarias con las personas que se quedaron en ese
planeta. Les piden que esperen su regreso del campo. Todas mantienen vivo
en su corazón ese país perdido. Todas utilizan el laboratorio del pensamiento
para limpiar de impurezas sus vivencias previas al campo. En su imaginación
todo es más hermoso, todo está envuelto de una aureola que resulta
completamente diferente de la realidad presente.
El contraste entre lo que fue y lo que es, es tan grande que, sólo con
pensar en la vuelta a casa, se les paraliza el pulso. Porque es difícil creer que
algún día dejarás de añorar aquel planeta lejano. Por la noche, cuando
contemplas sobre el barracón el brillo de Orión, la Osa Mayor, la Estrella
Polar y otras estrellas, cuando el silbido de una locomotora rompe el silencio
del campo que duerme, un silbido largo, prolongado y que se pierde en la
lejanía, tu vista busca en el firmamento aquel planeta perdido. En esos
momentos llegas a pensar que es mentira que en algún lugar los árboles
florezcan de verdad, que los tranvías hagan sonar sus campanas, que los niños
rían y los adultos lloren de dolor. Piensas que todo eso no es sino el producto
de la imaginación humana. Pero cada cierto tiempo llega de ese planeta una
señal. Llega una carta. Un pedazo pequeño de papel que es un mensaje de
aquel otro mundo. Alguien escribe que la casa sigue en el mismo lugar,
también la calle y el suelo de tu habitación… Cuando lees la carta (incluso
por enésima vez) tienes la sensación de que la voz de la libertad lejana te
susurra al oído. Por eso a las prisioneras les gusta leerlas en voz baja y en voz
alta, en soledad y, después, también leérselas a sus compañeras. Sobre las
palabras leídas se construye una arquitectura íntima que se eleva en arcos de
suposiciones y adivinanzas. A través de estas cartas los cuerpos de las
prisioneras absorben una extraña vitamina.
Después, llega el día de responder la carta. Es una verdadera fiesta a la
que ni siquiera las prisioneras más enfermas quieren renunciar. Una enferma

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de tifus decide bajar por primera vez del tercer piso de la litera para escribir
una carta. La distancia entre su camastro y el suelo es de dos metros. En sus
ojos asustados, en sus manos que se agarraban hasta hace un momento con
uñas y dientes al borde de la cama, puede apreciarse que aún no está fuerte.
Se baja despacio de la cama, está cerca del suelo, toca con los pies el suelo
arcilloso. Sin embargo, a la enfermera no le gusta que las enfermas estén
dando vueltas por el pasillo, y mucho menos que lo hagan cerca de donde hay
una prisionera alemana que recibe un trato especial. Si alguien lo hace, la
enfermera se acerca a la infractora y la golpea en la cabeza.
A cambio de una rebanada de pan con margarina se puede comprar una
hoja de papel de carta y un sello. Ésa es la tarifa. Aquellas que reciben dinero
en marcos de sus familias pueden comprarlos en la cantina. Otras prisioneras
tienen que cambiarlo por pan.
En cada piso de las literas puedes ver unas siluetas encorvadas que se
dedican a escribir cartas a casa. Están sentadas y utilizan como escritorio unas
escudillas colocadas boca abajo sobre las rodillas. Las prisioneras caligrafían
con cuidado, intentando controlar el temblor de las manos. Entre ellas hay una
mujer más débil que el resto, que escribe tumbada de un lado. Ha colocado la
carta sobre el fondo de la escudilla, y con la mano agarrotada dibuja despacio
las letras. Cada dos por tres se derrumba sobre el lecho, descansa y retoma la
tarea de nuevo.
En el camastro más alto, justo debajo del techo, una enferma tapa el
agujero que hay en la pared con la manta e intenta escribir. A cada rato el
viento arranca la manta y el papel de carta se vuela. Cuando eso ocurre, la
prisionera vuelve a tapar el agujero y ahora, además de la manta, coloca un
hatillo que contiene un trozo de pan en el orificio. En el exterior del barracón
hay unas escaleras apoyadas. Un grupo de prisioneros arregla el tejado. Una
mano demacrada aparece en el agujero del tejado, agarra el hatillo y
desaparece de inmediato. Más adelante se ve a una mujer que se marea sin
cesar por culpa del esfuerzo excesivo. Entre vómito y vómito, la enferma
sigue escribiendo.
Las manos de las prisioneras escriben palabras sobre la salud: «Ich bin
gesund und fühle mich gut, estoy sana y me encuentro bien».
«Und, Gott sei Dank, fühle ich mich sehr wohl, le doy gracias a Dios
porque me encuentro bien».
«Tengo un buen trabajo y siempre estoy contenta».
A veces te pones a lucubrar qué contendrá el primer paquete que recibas
de los tuyos, si es que, al final, se confirman los rumores que circulan al

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respecto. Haces conjeturas, hilvanas fantasías culinarias, elaboras menús
hipotéticos. Pero, mientras tanto, surge la visión del hambre y el miedo a
perder las fuerzas físicas que más de una vez te quita el ánimo. También
contribuye a aumentar las horas de insomnio, largas horas durante las cuales
el barracón, lleno de gemidos, cambia de aspecto. Entre la oscuridad asoma el
miedo.
Desde que se llevaron a Danuta Terlikowska para ejecutar la pena de
muerte a la que la había sentenciado el Departamento Político las dudas sobre
la utilidad de la lucha contra la propia debilidad han aumentado. Danuta había
superado la crisis de tifus, pero aún seguía muy débil. El tifus exantemático
causa parálisis de las piernas, así que una vez que lo superas tienes que
aprender a andar de nuevo como un niño pequeño. Cuando por la tarde
gritaron su nombre y apellido, añadiendo que la llamaba el Departamento
Político, supo enseguida de qué se trataba. Su presencia de ánimo no permitía
adivinar que se encontraba cerca del momento de la agonía. Tenía fuerzas
para controlar la agitación, pero no tenía fuerzas para andar sin ayuda. La
expresión del rostro de Danuta se quedó grabada en la memoria de las demás
enfermas. Ninguna pudo oír el disparo, ninguna pudo oír el grito de muerte de
la condenada. Pero todas sabían que Danka[10] ya no volvería. También saben
que las mujeres arrestadas por motivos «políticos» están expuestas a recibir
en cualquier momento una convocatoria similar. Esa posibilidad alimenta los
miedos nocturnos de muchas prisioneras.
Las ratas, que avanzan silenciosas, que salen de los agujeros y letrinas en
cuanto cae la noche son otro motivo de temor. Son enormes y sebosas. El
abundante alimento que encuentran en el campo las ceba. Como todo el
mundo sabe, en el bloque 25 las ratas les muerden los dedos a los muertos, se
comen partes de caras humanas, atacan incluso a quienes agonizan.
Envalentonadas por su fuerza se acercan cada vez más a las enfermas. A
veces, de repente se oye un grito procedente de los camastros más bajos:
«¡Una rata, una rata!». Orondas e hinchadas, las ratas corren con rapidez
dejando tras de sí una larga sombra. Son tantas que en el pensamiento febril
de las enfermas aparecen como las bacterias enormes que expanden las
enfermedades que proliferan en el campo. Durante toda la noche se oyen sus
saltos, pataleos y chillidos. A veces al escucharlas alguna se acuerda del
bloque 25 y entonces un miedo enfermizo se apodera de ella.
A eso de las nueve de la mañana, otros ruidos, procedentes en esta ocasión
de la garita que se encuentra detrás del bloque 25, amortiguan los de las ratas.
El retumbar lejano y lúgubre de un coche que gime bajo un peso enorme. Es

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la ambulancia que lleva a los muertos. A veces pasa sólo una vez, otras
recorre incesantemente el camino que hay entre el Lager y el crematorio,
impidiendo dormir a las prisioneras y sembrando el pavor entre ellas. Las
enfermas intentan dormir durante esas horas; sin embargo, normalmente se
quedan en vela escuchando en la oscuridad cómo ese fantasma maligno, que
simula misericordia, se pasea por el campo en una ambulancia con una
enorme cruz roja pintada en su carrocería. Las enfermas, que luchan por
reponerse, se atormentan preguntándose cuándo les llegará el tumo y esta
pregunta les quita el sueño. Para todas ellas la institución de la Cruz Roja
sería en estos momentos más necesaria que nunca, pero ninguna alberga
ilusiones sobre el papel que desempeña esa ambulancia. Ninguna desea viajar
en ella, ya que ése sería su último viaje. Cuando por fin la ambulancia deja de
retumbar en medio del silencio y el cansancio incita el sueño, en la
profundidad del barracón una enferma demente comienza su monólogo.
Como todo está en silencio, sus palabras y gritos se hacen oír con fuerza y
despiertan al resto de las enfermas.
A veces, en medio de la noche, el ulular de las sirenas que rodean el
campo anuncia un ataque aéreo. Estas incursiones de la aviación se acogen
con entusiasmo, ya que significan que la guerra aún no ha terminado, que
todavía hay alguien que hace frente a los alemanes, que algún ejército los
hostiga. Los corazones de los prisioneros laten con fuerza y esperanza cuando
las escuadrillas vuelan bajo sobre los territorios alemanes. La noche está
clara, el resplandor de la nieve penetra a través de las troneras del techo. La
luz de la luna alumbra las camas y los enlaces de las vigas que sostienen el
tejado.
Bajo la luz blanca y azul de la noche otoñal se ve cómo una silueta
demacrada de mujer se incorpora en una de las camas. Tiene la piel renegrida
y sucia como todas las enfermas, pero en su forma de moverse hay algo que la
diferencia del resto. Con sus brazos delgados se abraza a una columna, se
coloca en el borde de la cama y así, en pie debajo del tejado, un poco
inclinada hacia atrás, aparta la falleba de una de las ventanas. La ventana
entreabierta muestra un espacio con estrellas centelleantes sobre el cual se
dibuja la cabeza afeitada de la prisionera. Las demás mujeres se quedan
inmóviles y la contemplan en silencio. No se puede pronunciar ni una palabra
a no ser que se quiera que aparezca alguna de las alemanas. A través de la
ventana entreabierta y con la ola de aire helado y refrescante que se mezcla
con el hedor cargado del barracón, penetra el canto lejano de las sirenas. La
alarma afecta a toda la región de Silesia. La enferma trepa por el armazón que

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forman las vigas y sale al tejado. Y de nuevo hay silencio. Y de nuevo el
ulular lejano de las sirenas que vibra en el aire. De repente se oye gritar a la
enferma, con un alarido ahogado que puede ser de triunfo o de miedo. En el
oscuro rectángulo de la ventana, sobre el fondo de las estrellas que brillan
inmóviles aparece una constelación nueva de luces que flotan sobre la
inmensidad del cielo. Como las estrellas fugaces que surcan el cielo
esquivando las nubes. Es una escuadrilla de amigos. Las miradas de todos los
prisioneros se encuentran en estas luces. Quizá sea hoy el gran día de la
liberación o, al menos, se produzca un gran bombardeo o inunden el Lager
con octavillas que contengan mensajes llenos de fuerza, mensajes que hagan
la muerte más llevadera. Quizá alguno de sus compatriotas que viven en los
países no ocupados por Alemania o, incluso, en algún país enemigo de los
nazis vendrá en ayuda de los prisioneros.
Mientras tanto, la mujer que está en el tejado del barracón se dirige a las
luces de los aviones y les grita con una voz fuerte que llega muy lejos en
medio del silencio reinante:
—¡América, salva a los niños! ¡Americanos, salvad a los niños! ¡Madres
de América, salvad a los niños pequeños, salvad a los niños polacos!
Su grito se oye durante un rato en diferentes puntos del techo. En el
barracón se hace un silencio absoluto, como si la magia de las palabras que
acaba de oír hiciera pensar a las prisioneras que alguien va a responder a la
mujer desde el espacio. Los disparos de la artillería antiaérea y un poco más
tarde unas detonaciones que llegan desde la lejanía acallan la voz de la
enferma y hacen desviar la atención de su figura. Sólo cuando las sirenas
anuncian el final de la alarma se vuelven a oír sus gritos violentos:
—¡América, salva a los niños!
Cuando se acaba la alarma, el barracón se religa un poco, y empieza a
oírse aquí y allá a las prisioneras que dicen en voz baja:
—América no te oirá.
—América nunca sabrá la verdad.
Una voz ronca y ahogada, que suena a agotamiento y a desaliento dice:
—Y si se entera de la verdad, no se la creerá.
La mujer, sin acordarse del peligro, indiferente a todo, lanza de nuevo sus
proclamas. El fuego que brota del crematorio cercano alumbra con su aurora
roja la silueta de aquella mujer. Pero ella ya no ve nada, no entiende, no sabe
nada. La locura se ha apoderado de su mente quitándole todo salvo la fe en el
país de la paz, el país al que se dirigen sus gritos.

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—¡América, salva a los niños! ¡América, salva a los niños! ¡América,
salva a los niños!

Cada mañana, en el momento en el que se distribuye el café, llega un batallón


de prisioneras judías cuya única misión es recoger a los muertos. Al final del
barracón, en la última habitación, se colocan en el suelo los cadáveres
desnudos. Las prisioneras judías sacan a los muertos en sus camillas. Los
desfiles diarios de estos pequeños cortejos fúnebres acaban en un cuartucho
que está detrás del bloque 25.
Las enfermas tienen tanto temor a los piojos, a las selecciones y a las
epidemias que intentan abandonar el hospital cuanto antes. Algunas de ellas
están aún muy débiles cuando se van. Sosteniéndose en pie a duras penas, se
van colocando para la salida. Muchas de ellas han padecido tifus durante tres
semanas y todavía tienen fiebre; otras no pueden levantarse porque su corazón
aún está débil. Una buena parte sufre de disentería. Un gran número perdió su
ropa cuando estaban inconscientes y ahora salen del barracón vestidas con
unos harapos finos.
Alrededor de los barracones la nieve deslumbra los ojos con su blancura.
Al lado de las paredes yacen cuerpos sin vida. Un grupo de convalecientes
pasa al lado de los cadáveres.
Quien abandona el hospital está tan desasistido como el día en que llegó al
campo. Al entrar en el hospital pierdes definitivamente tu sitio en el barracón
de las prisioneras sanas, pierdes las mantas, te quedas incluso sin escudilla. Al
salir del hospital te asignan a un bloque nuevo. Mientras tanto, las prisioneras
polacas del barracón 1 han sido trasladadas al bloque 7. Todas sus
pertenencias, aquello que habían conseguido atesorar trabajosamente hasta
que cayeron enfermas, aquel rincón en el coy que iba a sustituir a su casa, la
compañía más cercana que era su única familia, todo eso fue barrido por el
soplo de los acontecimientos. Tienes que procurarte de nuevo un lugar entre
las prisioneras sanas, enemistándote con tus compañeras, conseguir una manta
y después limpiarla. Las condiciones de vida en el campo merman mucho más
a las convalecientes que a las prisioneras sanas. Sobre los pies inseguros, a
veces tambaleándose, las prisioneras pálidas y semiconscientes se acercan
desde los barracones del hospital. Cruzan la verja del hospital y, de nuevo,
por primera vez desde hace tiempo, se unen a la formación que aguarda en el
Lager. Miran el mundo con otros ojos. Están mucho más débiles y menos

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inmunes que antes del tifus. El entorno les parece mucho más amenazante que
antes.
Delante de los barracones aguardan los batallones en filas de a cinco. Tu
vista busca en vano rostros conocidos, pero no encuentras a ninguno de los
que estaban aquí hace un mes. Buscas los números de los transportes de
verano y otoño, pero no ves ni rastro de ellos. En la formación predominan
los 30 000. Una especie de silencio doloroso llega desde las filas de a cinco
que forman firmes. Alguien falta entre ellas. Parece como si en cualquier
momento fuesen a aparecer por la verja de entrada al campo las mismas
siluetas bronceadas por el viento y cansadas de todo el día de trabajo, las
mismas que regresaban hace un mes. Piensas que aún pueden volver de los
barracones del hospital adónde las habían enviado por la epidemia. Piensas
que en cualquier momento se abrirá la puerta y de ella saldrán todas las
prisioneras que tienen números 13 000 (el transporte de Radom,
Czȩstochowa, Piotrków, Kielce), los números 18 000 (transporte de la prisión
de Pawiak) y los 20 000 (el transporte de Cracovia). Volverán para seguir
luchando contra la muerte.
Pero la verja no se abre. ¿Quién va allí? Poco a poco aparece la primera
silueta con las manos agarradas a las barras de la camilla, que asoman detrás
de ella sostenidas por otra silueta. En la camilla hay un cadáver. El cortejo de
prisioneras judías que lleva a las muertas cruza la verja del hospital. El cortejo
avanza camilla tras camilla, sin cesar, y sobre las camillas yacen cuerpos
inmóviles. Los contarán en el bloque 25. Ésta será su última formación, su
último día en el campo.

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3. El primer gran despiojamiento

a gran desgracia de Oświȩcim es la diversidad de sus prisioneros. Esta

L diversidad se da, en primer lugar, entre los arrestados por motivos


políticos: encuentras desde un adolescente que fue detenido por silbar
en la calle el himno polaco, hasta mujeres que han protagonizado
incidentes mucho más graves a mano armada, otras que se manifestaban
contra la guerra y adversarias del régimen nazi acusadas de simpatizar con el
comunismo. Pero también llegan a Oświȩcim prisioneros de otra calaña. Son
delincuentes comunes con muchos años de experiencia, veteranos
malhechores, a los que han condenado más de treinta veces por robos o por
falsificación de moneda, elegantes ladrones de guante blanco, bandidos,
degenerados, prostitutas, propietarios de prostíbulos, todos ellos llegan con
los prisioneros políticos, viven con ellos, son tratados igual que ellos; juntos
van a trabajar y juntos se acuestan por las noches.
En el momento en que se entra en el campo, se destruyen todos los signos
exteriores que sirven para diferenciar a la gente. A todos los prisioneros les
afeitan la cabeza, los uniformes son iguales para todo el mundo, y la capa de
mugre hace que todos los rostros sean igual de sucios e inescrutables. Los
prisioneros no suelen hablar con el que tienen al lado. Está prohibido hablar
durante el trabajo y es imposible saber si quien tienes al lado es un amigo o
un enemigo. El cansancio se apodera de todos por igual y la desgracia es la
misma para todo el mundo. Los prisioneros son como galeotes, obligados a
permanecer encadenados unos junto a los otros. Y sólo cuando el capataz se
aleje, alguien se atreverá a abrir la boca para pronunciar palabras inmundas y
para reírse de la expresión de sorpresa que se dibuja en el rostro de quien
tiene al lado. Quizá ese alguien le dará una bofetada a su vecino por sorpresa.
O le escupirá en la comida en señal de desprecio. O por la noche le robará las
botas y se las venderá a otro prisionero, y después admitirá riéndose su delito.

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¡Y que alguien se atreva a denunciarlo! Siempre sabrá algo de sus vecinos que
podrá utilizar en su contra en caso de que alguien se atreva a delatarlo.
Es triste ver que las personas que durante el día trabajan codo con codo y
que por las noches se acuestan juntas hablan como si fueran habitantes de
planetas diferentes que no pudieran entenderse entre sí.
Son iguales por fuera. Su única diferencia es el winkiel[11], un triángulo
sobre el pecho, al lado del número, que es rojo para los prisioneros políticos,
verde para los ladrones, falsificadores y delincuentes en general y negro para
las prostitutas.
Los delincuentes se reconocen entre sí rápidamente a través de señales
que para el resto del mundo son imperceptibles. Y, cuando los demás
prisioneros quieren darse cuenta, se tienen que enfrentar a un grupo
organizado de personas que se han comprometido en silencio a ser solidarias
entre ellas. Pueden ser unas palabras en su jerga, unos nombres, unos
vocablos que valen por una presentación. También pueden ser señales más
infalibles.
Un día te llama la atención una mancha azul, un punto de unos tres
milímetros, en la cara de una de las prisioneras. Parecía como si se lo
acabaran de pintar con un lápiz químico. Sin embargo, pasados varios días, el
punto seguía igual, no se borraba con agua y jabón, ni tampoco con el paso
del tiempo. A partir de aquel momento encuentras en la muchedumbre de las
prisioneras más rostros marcados con la mancha azul. Según te han explicado,
se trataba de una señal con la que se tatuaba a los reincidentes y que les
permitía reconocerse y ayudarse mutuamente. Al parecer, era una señal
internacional que permitía a un ladrón profesional contar con el auxilio de
otros delincuentes en ciudades desconocidas, en grandes puertos, cuando
estuviera entre extraños. Para este tipo de personas el campo es sólo otro
lugar de trabajo. Con ellos, cualquier persona sensible tiene la batalla perdida.
El Departamento Político de Oświȩcim, que decide sobre el color del
triángulo de los prisioneros, les ha adjudicado a muchos delincuentes
comunes un winkiel rojo. Eso dificulta aún más diferenciarlos entre la
muchedumbre. Pero entre ellos se conocen bien y forman un clan organizado.
Han conseguido salir a flote rápidamente, han sabido coger las riendas y han
decidido convertirse en los ejecutores más diligentes de las órdenes de la SS,
incluso de aquellas que atentan contra los intereses de los prisioneros. Han
sabido convertirse en los arrieros de la manada.
Su colaboración con los SS ha tenido consecuencias fatales para el campo.
Ellos han creado una moral y una forma de pensar propias y el que no se

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somete a ellas tiene muchas posibilidades de morir. Ellos han pervertido la
famosa «organización» de Oświȩcim. En la jerga del prisionero político
«organizar» significa conseguir algo sin hacer daño a nadie. Por ejemplo,
llevarse una camisa de un almacén repleto de ropa interior enmohecida y
mordida por las ratas y que el Rapo del almacén no distribuye entre los
prisioneros por pura tacañería es organizar. Llevarse una camisa que otro
prisionero ha lavado y extendido en el césped para que se seque no es
organizar, sino robar. Cuando una persona empleada en el almacén de pan
entrega a los prisioneros varias barras de pan excedente que se enmohece en
el almacén eso es organización. Cuando una jefa de barracón entrega a los
prisioneros pan como premio por realizar ciertos servicios, a costa de las
raciones de sus compañeras, es un robo. En el campo hay muchos barracones
utilizados como almacenes que están repletos de todo tipo de bienes. De vez
en cuando envían los bienes a Alemania. Saber distribuir una parte importante
en el campo sin que se note que han sido sustraídos, mejorando así la vida
cotidiana de los compañeros, a eso se llama organizar. Por desgracia, muchos
confunden los términos y ahora también se llama organizar a quitarle los
zapatos de debajo de la cabeza a un prisionero mientras duerme por la noche
o robarle algo del paquete o sacar la margarina de la caldera de sopa. Su
mente delictiva no permite a los reincidentes, a los estafadores, a los asesinos
comprender la diferencia entre cometer un robo y organizar.
Durante mucho tiempo esa especie de casta gobernaba el campo y casi
hasta el final permaneció triunfante, ya que nunca dudó en utilizar métodos
brutales. En aquel período reconocer que se pertenecía a la intelligentsia
significaba morir. Esta casta de tiranos consentidos cumplía escrupulosamente
todas las órdenes y se mantenía en el poder gracias a su servilismo. Los SS
los dejaron participar enseguida en algunos asuntos en cuanto comprobaron
que los ejecutaban con una severidad brutal. Poco a poco los SS fueron
traspasando algunos poderes a los Funktionshäftlinge[12]. La prisionera
alemana María Imiola, originaria de Silesia, una delincuente con largo
historial delictivo, a la que habían arrestado varios años antes de la guerra por
un atentado a mano armada contra un policía, goza de la confianza de las
autoridades del campo y todas las órdenes las ejecuta con mucho celo.
Durante un tiempo desempeñó el cargo de jefa de barracón, y para que
relajara la disciplina tenías que agasajarla con los mejores regalos que
recibieras en los paquetes de alimentos. Más tarde la ascendieron a
Lagerälteste (veterana) y también esa función la cumplió con mucha
dedicación. Lucía el delantal y el brazalete negros con las iniciales LA en

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blanco, y se la podía ver a todas horas sembrando el pánico entre los
barracones con un palo en la mano y demacrada por el exceso de trabajo. Los
SS no tienen que vigilar el campo muy a menudo, porque cuentan con
suplentes de su mismo nivel. Aquello que pasaría inadvertido a un SS, María
lo descubre al primer vistazo. Los del Blockführerstube[13] están al tanto de
todo lo que ocurre en el campo. Y les da a ese atajo de borrachas más
información de la que ellas quieren.
Es una verdad triste pero hay que reconocer que los encargados han hecho
a los prisioneros de Oświȩcim al menos el mismo daño que todos los SS
juntos, ya que han sido ellos los más ciegos ejecutores de la política represiva
de las autoridades. Según su función en el campo llevaban un brazalete con
una inscripción y un color distinto: rojo, amarillo o negro.
Todo acontecimiento importante en la vida del campo ha venido
precedido por una reunión secreta de los SS con los Funktionshäftlinge.
Quienes forman parte de esta «policía interior» tienen prohibido hablar con
sus compañeros sobre las conversaciones con los SS y los planes para el día
siguiente. Si no guardan silencio, se los castiga severamente y pierden poder
en la organización. Por su puesto, nadie abre la boca, porque quieren
mantener sus prerrogativas a toda costa. A última hora de la tarde, en la
víspera de un despiojamiento, se puede ver cómo las Läuferinnen[14]
convocan a las encargadas a una reunión. Durante esas reuniones los SS se
enteran de muchos secretos, salen a la palestra muchos detalles de la vida en
el Lager que los prisioneros esconden celosamente. Sólo la noche oscura es
testigo de cómo una encargada traiciona a una prisionera normal. Les
informan de todo. Incluso de que los prisioneros esconden cosas en el jabón o
en el pan. Hay que quitarles todo lo que tienen. Se oyen rumores sobre los
enfermos, se les recuerda a los SS borrachos algunas cosas que
probablemente ya hayan olvidado. Se prepara el plan de trabajo para el día
siguiente. Cuando las encargadas vuelven a su barracón en la noche oscura, el
campo duerme. A veces, si te desvelas puedes toparte en un retrete con una de
las sirvientas de la encargada. Si la conoces y te atreves a dirigirte a una
persona que está muy por encima en la escala social del campo, entonces
quizá te enteres de lo que va a ocurrir al día siguiente. Por lo general, las
sirvientas de las encargadas son muy habladoras y, como el retrete es un lugar
donde todas las mujeres terminan encontrándose, ése es el punto donde se
originan todos los rumores, donde florece la vida social y mundana del
campo. No es extraño, ya que el retrete es el único sitio en el campo donde
una puede sentarse un rato y hablar tranquilamente; además, puede dar cobijo

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a la vez a cerca de doscientas mujeres. Desde que una ráfaga de viento otoñal
se llevó por delante el tejado del retrete de las prisioneras polacas, las mujeres
se mojan a menudo cuando llueve, pero aun así el lugar está siempre muy
concurrido y una noticia sobre el despiojamiento pronunciada aquí se propaga
por todos los bloques a la mañana siguiente.
El frío previo al amanecer ha caído sobre la gente que duerme con un
sueño profundo. Nadie transita por el campo a esa hora y la nieve ha cubierto
las huellas de la tarde anterior. El chirrido de las puertas del barracón que se
abren cuidadosamente rompe el silencio. Una silueta negra se asoma al
barracón, mira a su alrededor y va de puntillas en dirección a una pila de
ladrillos colocados detrás del barracón. Una vez allí se arrodilla, saca de
debajo del vestido un pequeño hatillo y lo abre. Ésas son todas sus
pertenencias, lo más apreciado para ella, aquello que no quiere perder bajo
ningún concepto: una fotografía vieja con las esquinas dobladas y unas
cuantas cartas. Consiguió salvar esas pequeñeces cuando entró en el campo.
En el barracón de desinfección se las entregó a una desconocida y le pidió que
se las guardara. Después de entregar todas sus cosas en el depósito y de
ponerse el uniforme del campo, aquella desconocida se le acercó con una
sonrisa y le entregó el hatillo. A partir de entonces la mujer ha conseguido
poner siempre a salvo ese tesoro.
Ahora la prisionera cierra el trapo, lo anuda con fuerza y se inclina sobre
la pila. Quita los ladrillos con cuidado para que no se les caiga la nieve,
guarda el hatillo en un escondrijo y lo cubre de nuevo con los ladrillos.
Termina con el tiempo suficiente para apartarse de los ladrillos, justo en el
momento en que las puertas del barracón chirrían de nuevo. Con una
expresión de indiferencia pasa al lado de otra prisionera, se alisa la ropa y
después, una vez en el barracón, espía a la mujer a través de una rendija. Su
único deseo es que no se acerque a los ladrillos.
La mujer sostiene en una mano una pala y en la otra un hatillo. Se detiene
cerca de los ladrillos y empieza a cavar trabajosamente un hoyo. Después
coloca en el fondo su hatillo, lo tapa con arcilla y vuelve al barracón. Una
mujer que trabaja en el almacén de ropa ha conseguido una muda de ropa
interior limpia y ahora tiene miedo de que se la quiten durante el
despiojamiento.
Afuera, una silueta llega corriendo al otro lado del barracón, se detiene
junto a la pared y guarda en una rendija que hay entre las tablas una cuchara,
un cuchillo y un cepillo de dientes.

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El ajetreo es cada vez mayor. A quien no le ha dado tiempo de levantarse
antes se levanta precipitadamente ahora e intenta guardar sus objetos más
preciados donde sea, detrás de una viga, en una ranura entre los coyes o en un
rincón detrás de la puerta. En el exterior no se puede esconder nada, porque
los SS encargados del despiojamiento ya están allí. Enseguida apremian a la
gente a salir de los barracones gritando a voz en cuello:
—Raus! Alles wegschmeissen! ¡Fuera! ¡Soltad lo que tengáis!
Las manos de las prisioneras tienen que estar vacías. En el barracón se
quedan las mantas y el resto de tus pertenencias, a veces las cosas más
inverosímiles, que aquí resultan útiles.
Lo que ocurre hoy en el campo es peor que lo que pasa otros días, ya que
se cierne sobre, las prisioneras un mal desconocido. Siempre se puede prever
lo que te va a deparar un día de trabajo y prevenir los posibles peligros. Las
prisioneras intentan prepararse para todas las situaciones, conseguir ser tan
inmunes como un tejido vivo, ser capaces de protegerse de cualquier golpe y
volver a crecer de nuevo. Pero en medio del hacinamiento del campo, que
parece un hormiguero, la sensación de soledad se apodera de los corazones
más fuertes de forma inesperada. Ves cómo una prisionera yugoslava ayuda a
otra polaca, cómo una mujer mayor abraza a una joven y se siente halagada
cuando esta última la llama abuela, y sin embargo nada de eso acalla la
sensación de soledad que sienten todas ellas. La aumenta. El ser humano está
solo.
Después de dejar las mantas en el barracón, las mujeres cogen la ración de
pan y de salchicha adicional que les dieron a todas el día anterior. Cualquiera
sabe lo que les pasará porque se trata del primer despiojamiento que se realiza
en el campo y ninguna de las prisioneras sabe con exactitud cómo
transcurrirá; no obstante, una cosa es segura, habrá que aguardar de pie
durante mucho tiempo. Por eso las mujeres comieron poco el día anterior,
para así tener provisiones por lo que pudiera ocurrir. Las prisioneras se llevan
también las escudillas, ya que no saben dónde esconderlas.
Mientras tanto, Köning, el médico del campo, irrumpe entre las filas de
las prisioneras con su uniforme de la SS. Les arranca de las manos todo lo que
tienen, sea lo que sea, y lo tira en una zanja. Los cuencos y las cucharas
tintinean al caer. También arroja el pan, las porciones de margarina o las
salchichas: todo sale volando en dirección al hoyo. Está prohibido acercarse a
la zanja. El hombre es grande y obeso; además le gusta aplicar la mano dura.
Desde detrás de los barracones de ladrillo aparecen unas prisioneras
gitanas, que se acercan a hurtadillas. A ellas no les toca hoy el

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despiojamiento. Se mueven con agilidad hasta la zanja, y en un abrir y cerrar
de ojos agarran el objeto que desean y desaparecen. El médico las espanta a
golpes, pero las habilidosas gitanas consiguen escabullirse. La zanja se queda
vacía. Todas las pertenencias de las prisioneras que están colocadas ahora en
columnas de a cinco han pasado a manos de las personas que han conseguido
deslizarse sigilosamente entre los barracones.
El despiojamiento se va a realizar en el campo de los hombres, ya que el
barracón de desinfección del campo femenino no está preparado para acoger a
tanta cantidad de personas y aún no dispone de baños.
Las mujeres que llegan al campo tienen que bañarse obligatoriamente en
una bañera pequeña y colectiva. Las trabajadoras de la Oficina de Registro (es
decir, la Schreibstube) tienen derecho a un cubo de agua caliente a la semana
por persona para «bañarse» y con el que se tienen que lavar el cuerpo y la
cabeza. Éste es un privilegio inalcanzable para las prisioneras que trabajan al
aire libre.
La higiene de las empleadas de la cocina se cuida de forma especial; por
eso de vez en cuando se bañan en unas piscinas de cemento que se utilizan
usualmente para enjuagar nabas y patatas.
Mientras la mayoría de las mujeres espera en la formación a cruzar la
entrada al campo de los hombres, el resto ordena las cosas. Ninguna de las
prisioneras que aguardan de pie sabe exactamente en qué consiste la limpieza,
pero, como saben quién la ha ordenado, dan por sentado que perderán todo lo
que han dejado en los barracones. Sólo les queda ocultar su alegría mientras
echan un vistazo a sus «sésamos» particulares, que ocultan debajo de los
ladrillos, entre las tuberías de hormigón y directamente en el suelo. Con un
poco de suerte no caerán en las manos de los winkiels negros y verdes.
Los diligentes winkiels negros se ponen manos a la obra con energía. En
poco tiempo han hecho montañas de objetos encontrados en los barracones, se
los ve sacudir los colchones de paja para sacar de ellos todo lo que
encuentren: un frasco de medicamento, un cepillo para los zapatos, las
páginas de un libro.
Poco después de tirar todos los cuencos, el Lagerarzt[15] abandona el
campo. Un séquito de encargadas lo acompaña hasta la salida. Al cabo de un
rato aparecen las calderas con la sopa y alguien grita con fuerza: «Mittag!, ¡a
almorzar!». Lo cierto es que todavía no es la hora de la comida, pero la sopa
ya está lista y hay que repartirla enseguida. Las presas carecen de platos y
cucharas. Sólo unos pocos, los más espabilados, han conseguido esconder
unas tazas pequeñas. Se las prestan a todo el mundo, pero de todos modos la

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distribución de la comida dura un buen rato y las calderas se cierran pronto.
Es probable que tiren su contenido al retrete. Para ellos lo importante es que
la cocina ha cumplido con el reglamento y ha entregado a los prisioneros el
número de calderas que los SS han señalado. Nadie se detiene a pensar si la
gente ha comido o no. La muchedumbre, resentida y hambrienta, sigue
esperando en filas de a cinco entre los barracones a que empiece el
despiojamiento. Por encima de los baños (conocidos como «saunas») del
campo de los hombres se alza una humareda que se dirige lentamente hacia
las nubes. Estos preparativos son nuevos.
Hoy es 6 de diciembre, día de San Nicolás[16]. Algunos recuerdos
ridículos e innecesarios te pasan errantes por la cabeza. Mientras tanto, a lo
lejos, al lado de la entrada al campo de los hombres, se ve a un SS contando
las filas de a cinco. Se abre la verja de hierro y el primer grupo cruza la
entrada. Se ve cómo se acercan al barracón de los baños y cómo desaparecen
en su interior. Y después, durante largas horas, nada. El humo que se cierne
sobre los baños no deja de salir con ímpetu. En el campo de las mujeres las
filas de a cinco ya desordenadas siguen esperando hasta que llegue
inexorablemente su tumo. Por fin, cuando se aproxima el mediodía, el primer
grupo de prisioneras despiojadas aparece ante sus compañeras. Los pañuelos
blancos que llevan en la cabeza se agitan al viento. Se puede apreciar, incluso
a esta distancia, que sus siluetas encorvadas están tiritando de frío. Sólo
llevan puestos unos vestidos a rayas con mangas, sin delantales siquiera. Un
SS las conduce a un camino que discurre entre el campo de hombres y el
femenino. Allí aguardan de pie. Al parecer las colocan allí para que no tengan
contacto con las prisioneras «sucias». Según el plan establecido la noche
anterior, tienen que aguardar allí hasta que termine el despiojamiento, hasta
que todas las prisioneras pasen por los baños y la desinfección.
Progresivamente se les irán uniendo los grupos que vayan saliendo del
barracón de desinfección y, cuando todas las mujeres hayan sido despiojadas,
podrán volver juntas a un campo limpio de piojos. Este plan prevé que la
operación se realice en un solo día. Pero ya ha caído la tarde y sólo unas
cuantas mujeres despiojadas aguardan de pie en el camino entre los campos
temblando de frío. El resto espera su tumo en el campo femenino delante de la
puerta de la verja. La oscuridad es bastante densa, y de nuevo la puerta de
hierro se abre por enésima vez. Un Lagerkapo, un hombre bajo que lleva un
brazalete amarillo, acompaña a un SS. Se muestra correcto y servil en todo
momento, y no aparta la vista del alemán. No le quita el ojo y está siempre en
guardia, como un animal que observase a su domador. Sin mirarlas

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directamente, echa un vistazo de soslayo a las mujeres pálidas de frío y de
miedo y les dice en polaco a toda velocidad:
—No tengáis miedo. Todo va a ir bien.
Cuando estás todo el día a la intemperie casi sin moverte, pasas mucho
frío. El atardecer trae consigo un frío aún más penetrante. Un barracón con
luz eléctrica y que echa humo parece una salvación. A las prisioneras les da
igual qué se encontrarán después de cruzar el umbral del barracón, lo más
importante del mundo es cobijarse en él. De pronto alguien abre la puerta de
la verja. Bajo el haz de luz aparece un SS:
—Zurück! Ist schön zu spät heute! ¡Regresad! ¡Hoy se ha hecho tarde!
¡Qué pena! Sería mucho mejor haber pasado por todo esto. Mañana nos
tocará esperar de nuevo. En la oscuridad se ve cómo los pañuelos blancos de
las mujeres recién despiojadas avanzan por el camino entre la alambrada hasta
la siguiente entrada. Por allí entrarán al campo. Esta noche van a dormir en
los barracones recién fumigados. Alguien dice que tendrán que pasar la noche
sin jergones ni mantas, directamente sobre las tablas de los coyes. Las
«sucias», las prisioneras que no han pasado por el despiojamiento, no pueden
tener contacto con ellas y para evitarlo se las conduce al barracón de
desinfección del campo femenino. Allí la muchedumbre da vueltas por una
sala cuyo suelo de cemento está agujereado por un sinfín de hoyos que sirven
de sumideros. Hace demasiado frío para sentarse en el cemento. Ahora se
repite la comedia de la distribución de café. Al igual que esta mañana, nadie
tiene tazas. El cansancio y la somnolencia vencen el frío y el hambre. A cada
rato alguien se queda sin fuerzas, se cae al suelo, recoge las piernas y apoya la
cabeza en la pared. La señora Zacharewicz tiene en sus rodillas a una mujer
joven que se ha desmayado, sus brazos le sirven de confortable cuna. El
tiempo pasa. Y de repente un grito irrumpe en la noche:
—Raus, raus, aber schön! ¡Fuera, fuera, ya!
La muchedumbre corre a través del campo a oscuras. Nadie sabe adónde.
Hay una puerta, un barracón. En medio de la oscuridad parece un sitio
acogedor. Al menos aquí se podrá dormir. Las manos buscan a tientas un
sitio. Lo encuentran. Hay un montón de camastros de madera vacíos. Incluso
colchones de paja y mantas. Da igual quién durmió en este lugar el día
anterior. Sólo deseas tumbarte y echarte a dormir. Hay una gran cantidad de
mantas. Todas ellas son suaves como el musgo, peludas, ligeras y calentitas.
Puedes arropar todo tu cuerpo con una de estas mantas, aislándolo de las
ráfagas de viento y… dormir. Alguien descubre en la oscuridad una caldera
llena de sopa y una pila de escudillas. Las prisioneras la sacan fuera del

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barracón y a la luz que llega desde la alambrada distribuyen la masa
coagulada en la que se pueden ver trozos de macarrones. ¡Una sopa excelente!
Las prisioneras se animan unas a otras. Cogen escudillas repletas de sopa y se
las llevan a las mujeres que se están quedando dormidas. Pero sus mandíbulas
se han quedado yertas de frío. Además, la sopa se ha coagulado aún más, y
nadie se la come. Un sueño pesado y profundo cae sobre las mujeres que
están tumbadas en el suelo. El despertar resulta muy doloroso. El calor y la
comodidad han dado rienda suelta al cansancio. La luz del amanecer saca de
la oscuridad los detalles del barracón. Es ahora cuando se puede apreciar la
diferencia entre este inalcanzable «barracón verde» hecho de madera y los de
ladrillo. Es verdad que este bloque también fue concebido para servir de
establo, pero se han introducido en él ciertas mejoras. En medio del barracón
hay una estufa baja y plana, de varios metros de longitud. La lluvia tampoco
es una amenaza. El techo impide el paso al agua que se introduce por los
agujeros del tejado. El suelo de tierra lo han pavimentado con ladrillo rojo. A
ambos lados de la estufa hay mesas. Entre los camastros hay bastante espacio.
Este bloque pertenece a las Oberkapos y Rapos alemanas. Las prisioneras
lo abandonan con pena para salir al frío de una mañana de diciembre y tener
que aguardar de nuevo delante de la entrada al campo de hombres.
Sin embargo, en esta ocasión ya no tardan tanto. Los primeros grupos,
formados en columnas de a cinco, entran en el interior de «la sauna». Unos
estrechos desagües surcan el suelo de hormigón del pasillo, que está mojado.
Los hombres que trabajan en ese lugar están acompañados de varias
Aufseherinnen y los SS. Las mujeres tienen que desnudarse en su presencia y
entregar su ropa para que la despiojen. Las prisioneras se quitan la ropa
deprisa. Ninguna de ellas quiere ser la última, ninguna quiere quedarse al
final para que en su figura se concentren las miradas de los hombres. Todas
quieren esconder su desnudez en el anonimato de la muchedumbre de mujeres
desnudas. Mientras tanto, los hombres traen trozos de alambre, se los
entregan a las prisioneras y les explican cómo tienen que atar la ropa. Los
ojos ágiles de las SS inspeccionan todas las siluetas desnudas que entran en
los baños; un palo frustra todos los intentos de llevarse una toalla o un jabón.
El cuerpo humano debe estar desnudo y las manos tienen que estar vacías.
Una mujer avanza con el puño cerrado.
—Was hast du denn da? ¿Qué llevas ahí?
Un porrazo en los dedos hace que la mano se abra y caiga en el suelo una
medallita de plata.

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—Heilige Theresa, santa Teresa —grita la alemana. Los hombres que
están cerca estallan en una risa estruendosa. La alemana tira al canal la
medallita con la punta de su bota. La silueta desnuda con la cabeza afeitada
encoge su cuerpo demacrado y se aleja suscitando las risas de la gente que
está a su lado. Las prisioneras se topan con otros hombres detrás de las
puertas que conducen a los baños. Las mujeres tienen que ponerse delante de
estos hombres y agachar la cabeza para que ellos comprueben si tienen piojos;
después deben subirse a un taburete y levantar los brazos hasta que les hayan
afeitado las zonas vellosas.
La mayoría de las mujeres están tan débiles y tan enfermas que la
preocupación por mantenerse de pie hasta el final del día absorbe todos sus
pensamientos. No todas tienen fuerzas o la cabeza despejada como para
pensar en la vergüenza o atormentarse por cuestiones morales. Y así es mucho
mejor. Después de un largo baño de vapor caliente las mujeres pasan por una
ducha de agua fría. Para muchas prisioneras éste es el primer baño después de
varios meses, el primer contacto libre con el agua. A decir verdad, nadie tiene
jabón, pero el cuerpo siente un gran alivio cuando la piel, después de tantos
picores y picaduras, entra en contacto con el agua. El agua helada cae con un
murmullo y describe un círculo de fuerzas mágicas alrededor de la prisionera.
Los dedos de los pies y las manos se quedan yertos de frío; una sacudida
aplastante te atraviesa la columna vertebral y te deja sin aliento. Te dan ganas
de echar a correr, pero te retiene el agua, esa agua tan anhelada que tardarás
mucho en volver a ver en tal cantidad. La ducha estalla como lo hace una
cascada en las montañas, ahoga los gritos con su caudal y penetra hasta el
corazón con su frío helado. Es como la ordalía del agua que se practicaba en
la Edad Media, como una trampa colocada para comprobar la resistencia vital.
El que no se retire, ganará. No hay tiempo suficiente para disfrutar de ese
chorro refrescante que llega desde el techo. Las alemanas enseguida te meten
prisa. Delante de la entrada quedan aún miles de filas de a cinco que esperan
su tumo desde el día anterior.
Se cierra el grifo de la ducha. Un frío gélido te recorre todo el cuerpo,
desde el interior hasta la misma piel. A muchas mujeres les dará fiebre. Sin
embargo, habrá también otras, pocas, que saldrán indemnes de este baño.
Unos hombres armados con unos pulverizadores llenos de un líquido
apestoso cierran el paso a las prisioneras, que entran corriendo en la siguiente
sala. En ella se procederá a la desinfección de las zonas recién rasuradas. Por
último, aparece una alemana oronda y te entrega la toalla. Todas las mujeres
tienen que secarse con la misma toalla. Está negra de suciedad y pegajosa.

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Los centenares de mujeres que pasan por el despiojamiento tienen que elegir
entre secarse con esa toalla o seguir mojadas. Ahora, lo más seguro es que
traigan la ropa. Las mujeres, desnudas aún, aguardan en cuclillas, tiritando de
frío. El viento se cuela en la habitación a través de las ventanas sin cristales y
hay corriente. Se ha dicho que, mientras la gente esté en los baños, la ropa
pasará por la desinfección en una cámara de gas y en una caldera de vapor.
Pero en la práctica resulta que las personas empleadas en la fumigación no
dan abasto. Las mujeres tienen que esperar desnudas una hora en una gran
sala. Al cabo de una hora, las prisioneras tienen frío; afortunadamente, traen
la primera partida de ropa fumigada. Llaman a las mujeres por los números
cosidos en los vestidos. Nadie se presenta. Resulta que los números
corresponden a las prisioneras alemanas que pasaron por el despiojamiento el
día anterior. Al parecer recibieron ropa nueva, así que entregarán sus viejos
uniformes, que han desinfectado hoy, a las prisioneras polacas. La ropa
interior está sudada, tiene impregnado el hedor de otra persona, está llena de
manchas y marcas de pulgas. El sentimiento de individualidad desaparece y
se desvanece cada vez más. Tienes la sensación de que acabas de perder el
último resquicio de tu personalidad, y que con él ha desaparecido también un
signo visible de la identidad, que se ha borrado la posibilidad de demostrarte a
ti mismo, en los momentos de duda, que eres el mismo ser humano que
siempre fuiste. Aquella persona ya no existe.
Lo que queda es un indigente, un ser desnudo, que no posee nada, que, a
pesar del asco que le produce, cubre obedientemente su cuerpo con la ropa
que otra sudó.
La ropa interior consta de dos piezas, encima viene un vestido a rayas y
una chaqueta. A estas figuras demacradas les quedan demasiado amplios los
vestidos de las rollizas prisioneras alemanas. Las medias que llevan en las
piernas no pertenecen al mismo par, a veces una es negra y gorda, mientras
que otra es fina y de seda natural y está rota de arriba abajo. En la cabeza, un
pañuelo triangular de tela. Y nada más. Ni siquiera un trozo de cuerda a modo
de liga.
Ahora hay que seguir de pie y esperar al resto de las mujeres que aún no
tienen la ropa. Poco a poco los cuerpos se calientan, y con el calor empiezan a
moverse los piojos escondidos en las costuras de la ropa interior. La
fumigación ha sido tan leve que no les ha hecho daño. Ahora salen a la
superficie para chupar la sangre de las prisioneras.
Cualquiera que llame la atención sobre los piojos recibirá lo suyo en la
cabeza. Y también la amenazarán con someterla a un nuevo despiojamiento al

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día siguiente. Nadie quiere pasar otra vez por ese trance. Nadie habla de los
piojos. Si alguien coge un piojo lo mata a hurtadillas. El barracón de
desinfección es el único sitio donde se mata a los piojos en secreto.
Antes de salir cada prisionera tiene que tener su propio número en el
vestido. Pero los números han desaparecido junto con los vestidos en las
calderas y las cámaras de fumigación. Las que no tienen su número, reciben
golpes y tienen que esperar. Por fin, a eso del mediodía, un grupo de mujeres
consigue abandonar los baños.
El despiojamiento ficticio acaba de terminar. Delante de la entrada
aguarda una muchedumbre ingente. Pasarán por los baños igual que sus
antecesoras, e igual que ellas saldrán con piojos.
Los barracones siguen cerrados. A través de las ranuras llega el olor a gas.
En las puertas cuelga la inscripción: «Eine Laus, dein Tod, el piojo, tu
muerte». Los barracones están vacíos. En los coyes faltan incluso los
jergones. Cae la noche cuando llega el carro con las mantas fumigadas. Por la
acción del gas los piojos han salido a la superficie de la piel sacando los
abdómenes hacia arriba. Son una multitud. Pero el gas era demasiado flojo y
la piel de los piojos no se ha roto. Están inmóviles pero vivos. Quien ha
recibido ya las mantas puede arrancar cantidades enteras de piojos que se
esconden detrás de cada pelo de la manta. Pero las prisioneras que aún no han
vuelto del despiojamiento y que tengan que cubrirse con las mantas a tientas
entrada ya la noche devolverán a la vida a estos inmóviles insectos con el
calor de sus propios cuerpos.
Con la caída de la noche unas sombras intranquilas asoman de los
barracones y se dirigen a sus «sésamos» particulares, que se esconden debajo
de los ladrillos, de los tubos de hormigón o de la tierra. Pero los sésamos
están vacíos. Mientras las despiojaban, alguien ha aprovechado el tiempo y ha
hecho una visita también a los escondites. Han podido ser las eficaces jefas de
barracón, las avariciosas prisioneras gitanas o unas ladronas envidiosas,
cualquiera sabe. Aquí y allá una figura solitaria se para un momento delante
de un escondite vacío. Y mira. Contempla la nieve que ha cubierto los
ladrillos. Hace un mohín para expresar su dolor e intenta hacerse a la idea de
que ha perdido su último tesoro, la única fotografía que tenía, el único
recuerdo que reservaba para los momentos más difíciles, quizá para que la
acompañara en la hora de la muerte.
No para todas las prisioneras supone el despiojamiento dos días a la
intemperie y la pérdida de todas las pertenencias. Las empleadas del cuarto de
pelar patatas han escondido sus cosas entre las montañas de patatas. Las

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cocineras han hecho lo mismo. Las chicas de Efinger ni siquiera se han
presentado al despiojamiento. Su jefe ha decidido, bajo su responsabilidad,
que ninguna de sus trabajadoras tenga que pasar por ese molesto trámite.
Durante estos días difíciles, cuando una dura prueba como el
despiojamiento destruye los cimientos de la vida cotidiana del campo, salen a
relucir las ventajas de trabajar dentro del Lager. Las mujeres que trabajan
fuera del campo miran a otras prisioneras con admiración. ¡Hasta disponen de
escondites seguros para sus pertenencias! Ellas ya ni siquiera se acuerdan de
que algo así fuera posible. Ellas tienen sólo lo que llevan puesto. La ropa
reglamentaria, es decir, un jersey durante el invierno y nada de abrigo para los
meses de primavera, verano y otoño. Si trajeron algo al campo, lo perdieron
cuando las registraron a su llegada. Si ocultaban algo en lo más profundo de
un jergón, tarde o temprano la mano de una jefa de barracón, más eficaz que
un SS, lo encontrará. Para las mujeres que trabajan fuera del campo, el Lager
es implacable. Para ellas no existen formas de eludir o esquivar una orden.
Cuando regresan del trabajo tienen que pasar directamente por la inspección o
el despiojamiento, lo que comporta de nuevo la indigencia y las condena a
conseguir, durante un largo tiempo, las cosas más necesarias a cambio del pan
de cada día.*
El despiojamiento del FKL (el campo femenino), en vez de ser una
operación «relámpago», según se preveía en los planes, se prolonga dos
semanas. Una vez acabado, empieza el despiojamiento de las enfermas del
hospital. Allí se hace de forma un poco diferente. Para este día y de forma
excepcional se traen de la cocina varias calderas con agua caliente y se vierte
su contenido en una bañera metálica, no muy grande, que se coloca en la parte
delantera del barracón. Al agua se le ha añadido jabón de sosa. Después de
que se bañen en ella las primeras enfermas, el agua se hace espesa y oscura.
Las enfermas van bajando de las camas una tras otra y se colocan al lado de la
bañera. Desprovistas de las mantas y los harapos, sus cuerpos muestran toda
su miseria. Lo único que destaca en la delgadez de esos cuerpos son los
ligamentos y las cavidades del esqueleto, que están cubiertas de una fina capa
de piel. Entre las enfermas hay muchas que sufren de disentería crónica; se las
reconoce porque su piel está cubierta por una capa seca de excrementos viejos
y porque se tambalean cuando las empujan hacia la bañera. Algunos cuerpos
están cubiertos de una sarna supurante, que algunas han rascado hasta
levantar la costra. Se sabe que muchas presas comunes padecen enfermedades
venéreas. Ellas también entran en la bañera y hacen sitio a las siguientes. Las
manos de las alemanas quitan a las enfermas los vendajes y descubren

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cuerpos llenos de úlceras y heridas. Algunas prisioneras tienen pulmonía,
fiebre alta, pero ninguna de ellas puede librarse del baño. A veces, entre ellas
aparece un cuerpo limpio, sin granos ni espinillas. Y a veces algunas
enfermas se resisten a meterse en la bañera, pero terminan sumergiéndose de
cabeza en el agua asquerosa, obligadas por los golpes de una de las alemanas.
Mientras se bañan, todo lo que las enfermas han dejado en las camas, todo lo
que poseen salvo las botas, se tira al suelo y se envía a fumigar. Pero en
realidad, nunca recuperarán sus pertenencias.
Después del baño, todas las enfermas se secan con la misma toalla. Acto
seguido, con las botas en los pies y las mantas echadas sobre la cabeza, las
prisioneras abandonan el barracón.
Cuando hay deshielo, como en estos días, el fango, tan característico de
esta ciénaga, te devora los pies. Las prisioneras no pueden andar sin la ayuda
de las enfermeras. A duras penas logran arrastrar los pies a través del fango,
como si a cada paso se hundieran más. Las húmedas ráfagas de viento soplan
despiadadas y les arrancan las mantas a las torpes enfermas, que parecen
espectros, desnudándolas y azotándolas. Las prisioneras no tienen que
recorrer mucha distancia. Pero cualquiera que haya atravesado alguna vez el
fango de Birkenau sabe lo ardua y despaciosa que es esta empresa. Las
mantas, que el viento ha arrancado, se llenan de fango, a veces las enfermas
las pisan, a veces se empapan por completo. Las enfermas entran en un
barracón vecino, que había pasado antes por la desinfección. Se sientan sobre
una estufa baja, hecha de piedra, que recorre todo el barracón a modo de
banco y esperan desnudas hasta que se les asigne una cama y un camisón.
Mientras tanto, devuelven las mantas al hospital para que las siguientes
prisioneras puedan envolverse con ellas antes de salir de aquel sucio barracón.
Después de este despiojamiento, que dura desde el 6 de diciembre hasta
Nochebuena, hay algunos piojos menos en las mantas del hospital, pero ha
crecido la mortalidad entre las prisioneras. Las autoridades del campo
comunican que en el futuro los despiojamientos se van a efectuar cada cuatro
semanas, y cumplen su promesa.
Desde entonces, el despiojamiento se convertirá en una desgracia que
cada cierto tiempo caerá sobre el campo. A las penalidades del
despiojamiento se unen las de la pérdida de las pertenencias y también los
riesgos para la salud que esta operación comporta. Durante el despiojamiento
las presas tienen que estar desnudas todas juntas durante largas horas. Y en la
puerta de al lado una montaña de ropa revuelta, la mayoría sin dueño
determinado, preparada para pasar por la cámara de gas. En este lugar no se

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diferencia entre una persona, un delantal, una chaqueta o una camisa. Cuanto
más fuerte es su individualidad, tanto más difícil le resulta aceptar que no
puede dirigir los acontecimientos y que, por el contrario, es una víctima de
ellos. El despiojamiento, una pequeñez, algo en sí tan banal, te conduce a un
terreno de reflexión en el que, entre otras muchas preguntas, te espera
también la siguiente: ¿qué te pertenece?
Todo lo que tenías, todo aquello a lo que te habías acostumbrado durante
un tiempo más o menos largo, desaparece. Se ha perdido de forma irreparable,
mezclado con millones de pequeñeces de otras personas que aún siguen con
vida o, lo que ocurre más a menudo, que se han marchado ya. En este último
caso sus vidas resultaron ser más perecederas que su ropa o sus pertenencias.
Aquí las mujeres tienen el cuerpo desnudo y las manos vacías. Pero no te
podrán quitar aquello que hayas sido capaz de esconder en tu interior, allí
donde late tu sangre caliente, o en el templo inalcanzable de tu pensamiento,
aquello que hayas conseguido mantener al margen del mundo exterior
protegiéndolo con una cápsula hermética. Ni las inspecciones ni tampoco los
despiojamientos podrán quitártelo, y en los momentos en los que la
humillación sea mayor encontrarás en ese algo la fuerza necesaria. Cuando te
sientas acorralada por la realidad de los barracones del campo, por los
uniformes a rayas, por los zuecos que aplastan el fango cuando tienen que ir
corriendo a por la ración de pan, entonces quizá te llegue, a través de los
intersticios de la vida, desde el mundo de las cosas imperceptibles, una
música silenciosa. En ese caso, mientras atravieses el camino cenagoso,
siendo los tuyos dos pies más entre los miles de pies embarrados, verás cómo
tu pensamiento sobrevuela los barracones, las alambradas y las entradas al
campo, cómo atraviesa los caminos otras veces recorridos en busca de nuevos
derroteros. Cuanto más amplios sean tus horizontes, más largo será tu camino,
tanta más fuerza lograrás reunir y con mayor vigor circulará en tu interior
como la savia en una planta. Tendrás fuerza suficiente para saltar sin
dificultad sobre las piedras que yacen en el camino.
Pero, si lo único que querías era salvar lo que tenías en las manos, si no
querías salvar nada más, entonces lo perderás todo. Aguardarás de pie,
desnuda entre otras personas igual de desnudas, pobre de solemnidad. En cada
inspección, en cada despiojamiento, volverás a perder tus pertenencias y cada
vez estarás más abatida y tendrás menos fuerzas. Llegarás a la conclusión de
que en todo el campo no hay un lugar donde puedas esconderte, donde puedas
refugiarte.

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Como un viento que sopla desde todas direcciones, una fuerza arranca
todo lo que el ser humano no es capaz de esconder en las profundidades de su
corazón.

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4. El jefe Efinger está de buen humor

o todas las prisioneras tienen la obligación de trabajar fuera de la

N alambrada. Un grupo de elegidas trabaja a diario en unos barracones


de madera, a las que el resto no tiene acceso. Si alguna curiosa pasa
por delante de alguno de estos barracones se extrañará al oír que la
Kapo grita la expresión «Hau ab!, ¡largaos!», antes de asomarse a su interior.
Cuando llueve, nieva o cae granizo los sueños de muchas prisioneras que se
congelan al aire libre se concentran en estos barracones de la felicidad.
Cerca del campo de Oświȩcim hay unos enormes depósitos en los que se
almacena la ropa que pertenecía a los judíos. Cuando los obligaron a
desnudarse en las cámaras de desinfección, se llevaron su ropa en carros y
camiones a uno de estos barracones. Todavía no se han inspeccionado estas
prendas con detenimiento. Unas montañas multicolores de ropa se levantan,
como hacinas de heno, hasta el mismísimo techo. Aparte de la ropa interior,
que las personas que se desnudan en el crematorio arrebujan con prisas, hay
también sacos de viaje llenos de batistas, encajes y muselinas perfectamente
dobladas. Al lado de los abrigos, de los vestidos a la última moda, de los
trajes de hombre, hay un zapato solitario o una media cuya pareja acabó quizá
en otro barracón o en el fuego del crematorio. En todas las mochilas, en las
mantas y en las maletas figura la dirección y el apellido, a veces la fecha de
nacimiento del propietario. A veces, entre las fotos esparcidas por el suelo te
llama la atención un rostro sonriente. Cerca de los pantalones de esquiar, de
los manteles y de la ropa de cama aparece la ropa de algodón de un niño
pequeño. De un niño que, como la mayoría de los propietarios de estas
montañas de riqueza, ya no está con vida.
Cada mañana acuden a estos barracones de Oświȩcim llamados
Canadá[17] prisioneras polacas y judías de Birkenau. Allí clasifican y ordenan
la ropa. A veces, en el camino de tres kilómetros que va de Birkenau a

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Oświȩcim, esas mujeres se cruzan con alguien conocido: con sus maridos, sus
padres o sus hermanos.
Birkenau tiene también unos depósitos similares. En el barracón 4 se
almacenan, en este caso por separado, las pertenencias de las prisioneras
arias. Estas pertenencias se guardan de forma individualizada en unos sacos
de papel hasta que llegue la hora, que nunca llega, de su restitución. El
incendio de 1943 destruyó estos depósitos. En cambio, el barracón 6 está
destinado a recoger la ropa de los judíos que llegan al campo. Se llama
Entwesungskammer. El jefe del Kommando o cuadrilla de trabajadoras es el
SS Efinger. Cuando el tifus diezma a sus trabajadoras, Efinger escoge
prisioneras nuevas entre las que van a trabajar fuera del Lager. La mirada del
SS se desliza por los rostros sucios, por sus figuras harapientas y sin forma. A
las mujeres seleccionadas no se les comunica qué tipo de trabajo van a
realizar. La Rapo, que acompaña al jefe, va apuntando los números de las
elegidas. Efinger siempre utiliza los mismos criterios para elegirlas: chicas
jóvenes, fuertes y que destaquen por su aspecto limpio y saludable. Desde el
primer momento, empiezan a tener privilegios. Se trasladan del barracón de
ladrillo, el 7, a uno de madera, el 10, donde cada una de ellas duerme en su
propia cama. En el año 1942 el 10 es el único barracón de madera en buenas
condiciones en el que hay prisioneras polacas, a las que se han asignado
trabajos de cierta responsabilidad. En este barracón viven las todopoderosas
cocineras. También las sucias mujeres del cuarto de pelar patatas, que
empiezan su trabajo por la noche y terminan a la noche siguiente. Aquí
duermen también las mujeres de la Schreibstube (la Oficina de Registro), las
del Departamento Político, las del Entwesungskammer (depósito) y las de la
Brotkammer[18].
Hay que subrayar que en estos departamentos trabajan sólo prisioneras
polacas, o polacas y judías. En las tareas para las que es necesario pensar y
trabajar de verdad no se emplea a las prisioneras alemanas. Ellas son más
valiosas en los puestos donde hay que emplear la fuerza bruta para imponer el
orden.
El ambiente en el barracón número 10 es completamente distinto al de los
barracones de ladrillo. Allí sólo hay mujeres sanas. A las prisioneras enfermas
se las aparta del trabajo de inmediato y se las envía al hospital. Su lugar lo
ocupa otra afortunada. En el 10 no se viven escenas desagradables a la hora
de bajar de la cama, no se golpea a las prisioneras y éstas no sienten la
necesidad de esconderse. Las prisioneras van a trabajar con ganas. Para ellas
es una bendición poder trabajar bajo un techo y no a la intemperie. Las

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trabajadoras de Efinger son las únicas prisioneras que aguzan el oído para
levantarse cuando suena el primer silbato. Tienen que vestirse deprisa y salir
del barracón antes de que comience el recuento. Llevan ropa muy fina, así que
mientras van a su trabajo corriendo en la oscuridad suelen tiritar. Por el
camino cogen cerca de la cocina una pequeña caldera con café. Al entrar en el
barracón donde trabajan, se quitan el uniforme a rayas reglamentario. Todas
trabajan con un mono de remero, debajo del que pueden esconder una gran
cantidad de ropa interior y jerséis. Las mujeres más delgadas se ponen debajo
del mono incluso unos pantalones de esquí. ¡En el barracón hace frío!
Después, bajo la vigilancia del jefe y de la Kapo, empiezan a llevar a la
cámara de desinfección unos hatillos con ropa llamados pinkle. Todavía está
oscuro. En el campo de hombres empieza el ruido de cada mañana, que llega
con nitidez a la cámara donde se gasifica la ropa. Hay que darse prisa. Para
que dé tiempo de gasificar dos veces al día, hay que llenar la cámara por
primera vez antes del recuento de la mañana. Las chicas, apremiadas sin
cesar, parecen que bailan cuando corren de un lado a otro. Todas llevan un
saco pesado sobre sus espaldas esbeltas y enfundadas en sus monos y otro
saco más pequeño en la mano izquierda. La Kapo desaparece en la oscuridad,
pero emerge de ella a menudo por sorpresa para pillar a aquellas prisioneras
que dejan de trabajar aunque sea un momento. Lleva agua para echársela
encima a las chicas que se paran. Pero la presencia de la Kapo no molesta a
las chicas. Al fin y al cabo, la Kapo es sólo una persona, mientras que las
prisioneras son 50, unidas todas por un hilo muy sensible de complicidad. Las
palabras, los gestos o los silbidos tienen un significado peculiar para las
prisioneras y forman un idioma que las ayuda a defenderse. Arriesgan mucho
con tal de salvaguardar la solidaridad del grupo. Como para ir desde el
barracón hasta la cámara de desinfección tienen que pasar cerca del retrete
alemán, aprovechan para reunirse allí. Cada una de estas chicas tiene alguna
persona querida que trabaja a la intemperie, que pasa frío y se moja. Así que,
cuando llega la noche, visita a una amiga en el barracón 7 y le dice: «Tengo
para ti un jersey, ven mañana antes del recuento». A la mañana siguiente,
cuando lleva sus pinkle, mira en la oscuridad por si aparece una silueta
conocida. Cuando ve a la chica mete el jersey que le había prometido en uno
de los hatillos y lo tira a la oscuridad, en dirección a su amiga. Ésta lo coge al
vuelo y lo oculta debajo de la chaqueta a rayas. Después, desaparece con su
botín evitando tanto a las SS como a las envidiosas delincuentes alemanas.
Cuando todo el suelo de la cámara de gas está cubierto de hatillos de ropa,
las prisioneras empiezan a colgarlos. Hace calor. Las mujeres se quedan sin

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aliento y con cada jadeo inhalan gas, del que siempre quedan restos en la
cámara. Las trabajadoras más bajas se colocan sobre las vigas del techo y se
encargan de coger los hatillos que entregan sus compañeras y de ir
abriéndolos. Una lluvia de polvo, arena, suciedad y piojos cae sobre la
cabeza, los ojos y la boca de las prisioneras que están abajo. Los cuerpos, que
están bien abrigados, se cubren enseguida de sudor. Los corazones laten
demasiado deprisa. Tienen que colgar cada tipo de prenda por separado. Sólo
las más hábiles saben ingeniárselas para colgar en un clavo un hatillo entero,
sin abrirlo, y de tal manera que no se vea desde abajo. Cuando la cámara de
gas está llena, las chicas se dirigen al depósito de ropa. En la cámara se
quedan sólo dos prisioneras, que se encargan de cerrar las estufas, los
ventiladores y las puertas. Cuando todo está cerrado, el jefe enchufa el gas.
Mientras tanto, en todo el campo termina el recuento de la mañana. Las chicas
de Efinger se colocan en la formación dentro de su barracón sólo por un
momento, y con eso acaba el recuento. A esa misma hora, las cocineras se
encargan de las calderas, mientras que en el cuarto de pelar patatas unas
mujeres agachadas siguen pelando. Ellas no tienen que estar en la formación y
por eso todas las prisioneras desean hacer su trabajo.
Ahora las chicas de Efinger colocan a la entrada del barracón montañas de
trapos sin revisar y comienzan el trabajo. Todas llevan en el bolsillo de su
mono unas tijeras o un cuchillo. En primer lugar, tienen que descoser y
arrancar de la ropa la estrella de David y todas las inscripciones con nombres,
direcciones y otras marcas identificativas. Después se comprueban todas las
costuras y las partes abultadas por si ocultan algo. Por último, hacen un hatillo
con el vestido o la camisa y lo rellenan con otras prendas inspeccionadas. El
pinkiel está listo.
Las chicas de Efinger saben disimular. Pueden dedicarse a cortar una
estrella de David en pequeños trozos durante tres cuartos de hora o una hora
entera. Después, se entretienen recortando los bordados de un vestido para
tener las manos ocupadas y tener así tranquila a la Rapo Inga, que las vigila
desde la estufa. Quienes dominan este trabajo se pasan un día entero haciendo
sólo un hatillo y después, por la tarde, lo desatan sin que nadie las vea para
mezclar la ropa que hay dentro con la que todavía no han inspeccionado. Es
un sabotaje ingenuo, cuyo objetivo es conseguir que la guerra termine algunos
segundos antes.
Para hacer un sabotaje auténtico, habría que destruir los depósitos donde
se almacena el material para uso militar. Después de numerosas pruebas
resulta que la piel de mofeta es la mejor para el forro de los zapatos, que

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siempre están mojados por culpa del fango del campo. La piel de foca
también abriga, pero se arruga con demasiada facilidad, mientras que la de
mofeta es insuperable. Así que en lugar de enviar la chaqueta de mofeta al
frente para que la lleven los valientes soldados alemanes, las prisioneras le
buscan alguna utilidad en el campo. Las manos ágiles de una saboteadora la
extiende en el suelo, entre los montones de ropa. Una chica hace guardia
sentada y hace algo sin dejar de vigilar a la Rapo. Por vigilar, recibirá unas
plantillas para los zapatos. Mientras tanto, las saboteadoras descosen las
mangas y cortan la chaqueta a la altura de la cintura. De este modo, la
chaqueta se convierte en una especie de zamarra, que le vendrá bien a alguna
mujer mayor que tenga que trabajar al aire libre. El resto de la chaqueta se
corta en trozos para hacer plantillas de zapatos. Los resultados de este trabajo
intrépido de las chicas se oculta en lo más profundo para sacarlos del barracón
cuando lo permitan las circunstancias.
Dos veces al día la Rapo grita en voz alta: «Austreten! ¡Salgan!». Sin
embargo, ella no sale del bloque al mismo tiempo que el resto de las
prisioneras, así que en ese momento puedes aprovechar para esconder algunas
prendas. Como las amplias perneras del mono están recogidas en los bajos
con una goma, te resulta más fácil esconder la mercancía. ¡Cuántos pañuelos,
vendajes, camisas, medias y guantes se llevan de esta forma las chicas de
Efinger!
Aunque en el retrete siempre están las perversas delincuentes alemanas,
bastan unos cuantos cigarrillos para convertirlas en personas muy serviciales.
Esperas a tus amigas y cuando llegan intentas convencerlas. Al final salen de
allí cargadas con «todo tipo de mercancías de fantasía». Por la tarde se hace
una distribución equitativa del botín, y al día siguiente por la mañana la ropa
calentará los cuerpos de las prisioneras que van a trabajar al campo. Cuando
las chicas salen del barracón, sus ojos brillan como los de los jugadores
después de una buena partida. La organización es la droga del Lager. Las
chicas de Efinger no están de buen humor hasta que consiguen organizar algo.
Éste es el único deporte que se practica en el campo. Algunas son ya unas
campeonas, otras todavía se están entrenando. La organización te obsesiona.
Hace que los días te parezcan más cortos. Da sentido y color a la vida. Lo
único que importa en este barracón es qué se organiza, para quién y cómo.
Sólo cuando se tuercen tus planes, te ves obligada a reconocer la realidad que
te rodea.
A veces ocurre que Inga grita con su voz espantosa:
—Loos! Die Wäsche holen! ¡Rápido! ¡A por la colada!

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Eso quiere decir que acaban de llegar al campo nuevas prisioneras. Las
chicas de Efinger salen afuera y miran con curiosidad las columnas que llegan
marchando desde la entrada. A veces, se puede ver a las judías de Holanda,
vestidas con sus trajes de esquí, en cuyos rostros asustados aún se ve el
bronceado dorado de la nieve y del sol del norte. Chicas jóvenes abrigadas
con ropa de lana preciosa y peluda, con gruesas mantas holandesas que
cuelgan de sus brazos. A veces hay elegantes judías de Bélgica con zapatos
preciosos, abrigos de piel estupendos y frágiles velos sobre sus pamelas de
perfectas proporciones. A veces hay judías de Francia, que son coquetas y
huelen a perfumes buenos. No hay entre ellas niñas pequeñas ni tampoco
mujeres mayores. Son mujeres jóvenes y bellas: gut gebaut, con buen tipo.
Con los ojos muy abiertos miran por todas partes como expectantes.
Desconfían de esas siluetas humanas con la cabeza afeitada que merodean por
los alrededores del almacén con sus uniformes a rayas. A veces preguntan
dónde están sus padres, adonde se los llevaron cuando los metieron en los
camiones en la estación de Oświȩcim. Ellas vinieron a pie. Pero ¿dónde están
sus padres? Todo el mundo en el campo sabe que sólo una parte pequeña de
cada transporte va a pie al campo. Los de los camiones van a los crematorios.
Las chicas extranjeras miran a un lado y a otro buscando a sus madres. Y
mientras lo hacen, de la chimenea del crematorio sale una humareda negra.
Las chicas de Efinger saben bien dónde están las madres de las jóvenes,
más o menos de la misma edad, que tienen delante. Poco después, las mujeres
recién llegadas cambian de aspecto. Ya están desnudas y aguardan su turno en
un pasillo que conduce a los baños. A través de las ventanas rotas entra un
frío helado, que vuelve más pálida la blancura de sus cuerpos y les pone la
piel de gallina. De su elegancia quedan sólo los rizos, que llevan el sello de
peluqueros expertos, y la manicura. Sus movimientos ya han cambiado. Se
encogen, se encorvan y juntan las rodillas, tiemblan y zapatean. Sus pies,
calzados con los zuecos del campo, convierten sus extremidades en torpes
instrumentos. La ropa, aún caliente y con olor a humanidad, yace a sus pies.
Las chicas de Efinger tienen la obligación de recoger toda la ropa de las
recién llegadas y llevársela al barracón. Cuando salen se cruzan con las
primeras mujeres afeitadas. Ya no son las mismas chicas guapas. Ahora son
unos macacos pálidos, encorvados, de cabezas bien afeitadas y de rostros que
expresan un miedo cerval.
Les han quitado sus elegantes vestidos y su fina ropa interior se la han
llevado al barracón del Entwesungskammer. Los dedos ágiles de 50 chicas
inspeccionarán hasta la más pequeña costura. En ocasiones, un abrigo bonito

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con adornos de piel en los bolsillos esconde 1000 dólares debajo de cada
adorno. A veces, en la esquina de un edredón o de una manta se percibe algo
grueso y duro. Suele ser un anillo de oro finamente labrado con un brillante,
una pieza maestra de artesanía. Hay que deshacer todo, incluso las hombreras
de los abrigos y las chaquetas más miserables. Entre el algodón, cosidos en
trozos de telas, se esconden monedas de oro de 20 dólares. Caen sobre tu
mano como pequeños soles americanos. La fecha que tienen grabada indica
que son antiguos. Tienen un color oscuro, como de oro puro, y un bonito
dibujo en las dos caras y en el borde.
En esos momentos tienes una fortuna considerable en la mano. Sin
embargo, aquí este tipo de riqueza no tiene valor. Aquí no se puede comprar
nada a cambio de oro, quizá la muerte o una pena dura si sorprenden a alguien
ocultando una moneda. El oro hay que entregarlo a Efinger, también puedes
tirarlo directamente al fango de Birkenau o pasárselo a los hombres para que
paguen el rescate de algunos condenados a muerte por el sistema del
diezmo[19]. También existen otras posibilidades menos conocidas. Cuando las
chicas pasan corriendo del barracón a la cámara de gas, un prisionero judío
que excava una zanja murmura entre dientes:
—Un kilo de cebollas por un reloj de oro.
Pero Efinger ha aprendido los secretos de la organización en el campo y
sabe cómo impedir que sus trabajadoras sucumban a la tentación. De vez en
cuando les habla de unos prisioneros a los que se castigó con la muerte por
organizar oro. ¡La pena de muerte! Y es que la vida aquí, en este círculo de
exterminio, tiene un valor extraordinario, difícil de imaginar. El oro, en
cambio, está manchado de la sangre de unas personas que han muerto de
forma infame. Parece como si este oro te quemara en las manos. Cuando llega
un nuevo transporte, Efinger se coloca delante de sus trabajadoras, se acoda
sobre una barandilla y vigila para que entre los dedos de las mujeres no pase
el fugaz destello de una joya o de alguna pieza de oro. Sus ojos se iluminan
entonces con un resplandor avaricioso. Estira su mano delgada:
—Komm, komm! Naja, schön… ¡Vamos, vamos! Ajá, es precioso…
Lo sopesa con la mirada. Su obligación es entregárselo al comandante del
campo. Las trabajadoras de Efinger se saben muy bien las triquiñuelas de su
jefe, que tiene escondida en el barracón una montaña de maletas. En algunas
guarda tabletas de chocolate, provisiones de café y té, latas de sardinas y de
frutas, vinos y otras cosas similares. En otras mete sólo artículos de piel y
grandes abrigos del mismo material. Las joyas las guarda aparte. Poco a poco
se va llevando su botín a Alemania. Sin embargo, como no le dan permiso por

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vacaciones a menudo y no puede llevarse todo a la vez, tiene que dejar que
sus trabajadoras se lo guarden.
Ellas son discretas y no dicen una palabra a nadie (tampoco tienen a quién
decírselo). Aunque a veces echan un vistazo a las maletas, nunca se llevan
nada de las cosas del jefe. Además, saben que, en caso de registro, hay que
esconder esas maletas entre los montones de ropa. El jefe se lo agradece
después. Sólo él puede castigar a sus chicas. Nunca, ni siquiera por las faltas
más graves, da parte disciplinario a las autoridades del campo. Es más,
Efinger cuida de sus trabajadoras. Tiene verdaderas riñas con una prisionera
alemana apodada Puffmutti (era la propietaria de un prostíbulo en Alemania)
[20], que tiene el cargo de Rapo de los baños. No le importa granjearse la

enemistad más completa de una delincuente degenerada con tal de conseguir


que sus trabajadoras, que tienen que trajinar con la suciedad, se bañen una vez
cada seis días.
Las autoridades del campo no permiten que las mujeres empleadas por
Efinger lleven ropa interior civil, sólo la de campo, pero Efinger solicita
prendas nuevas con regularidad a Frau Schmidt (que al parecer fue secretaria
de Beneš[21]), la Kapo del Bekleidungskammer[22]. La señora Schmidt, a quien
todas llaman «la reina de los harapos», es famosa por su avaricia. Guarda la
ropa más limpia y nueva en las estanterías de arriba y entrega a las prisioneras
la que está inservible. Quizá la culpa es de la Aufseherin Brandel, que dirige
con severidad este grupo. Efinger revisa la ropa que entregan a sus
trabajadoras. Si no está conforme, coge el cinturón y el gorro y sale corriendo.
A la media hora, vuelve con una sonrisa maliciosa. Ordena a unas cuantas
chicas que lo acompañen y, al cabo de un rato, vuelve al barracón con ropa
sin usar, delantales sin estrenar y pañuelos blancos como la nieve. Está
orgulloso de sí mismo. Se sienta delante de la fotografía de su mujer, apoya la
cabeza sobre las manos y la contempla. Puede estar sentado así un buen rato.
A veces murmura en dirección a las chicas: «Ruhe da! ¡Silencio allí!. —
Otras, sin embargo, cambia de postura y de semblante, y les ordena—:
Singen, polnisch singen, cantad, cantad en polaco». Envía a alguien fuera del
barracón para que haga guardia y anima a las chicas a cantar más fuerte
(cantar en polaco está terminantemente prohibido en el Lager). Algunas
canciones, como «Rozszumiały siȩ wierzby płaczące[23]», forman parte del
repertorio habitual. A Efinger le gustan tanto algunas canciones que ordena
que se las canten varias veces, pregunta por el significado de la letra y parece
como si se amansara al escucharlas. A veces se levanta, se apoya con los
codos sobre la barandilla y contempla a las mujeres mientras cantan. Su

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mirada se desplaza errante de un rostro a otro, de una cabeza inclinada sobre
su tarea a otra. Las mira durante un largo rato, al tiempo que su cara va
cambiando de expresión. Por último, asiente con la cabeza y con una sonrisa
amarga dice:
—Sowieso Krematorium, sowieso Brzezinka. De todos modos… o al
crematorio o a Brzezinka.
Todos en el campo saben que quien se enfrenta con las trabajadoras de
Efinger tendrá que vérselas con él. Por eso la situación de estas prisioneras es
mucho mejor que la del resto. Vestir un mono azul oscuro es como tener un
salvoconducto. Es muy raro que alguien se atreva a pegar a una de las
trabajadoras de Efinger. Cuando a mediodía van a recoger su ropa ni el jefe ni
la Kapo de la cocina se percatan de que, de paso, se llevan unas cuantas coles,
un saquito de patatas o varias nabas. Ellas lo pueden hacer, basta con que
digan: «Es para el jefe». Y son muchas las que necesitan algo del almacén del
jefe. La gente del Entwesungskammer tiene prioridad en todos los sitios, en la
cantina, en el hospital o en el gabinete del dentista.
Las trabajadoras de Efinger se pasean con sus monos nuevos (el jefe en
persona los ha escogido, después de organizarlos en los almacenes de
Oświȩcim) con sus cuellos claros, con cinturones de piel, con las bandas de
rojo punzó en los pantalones. Además, las chicas de Efinger llevan, por deseo
expreso de su jefe, los pañuelos blancos, que hacen ruido cuando sopla el
viento, atados alrededor de la cabeza de forma diferente de las demás presas
del campo. Su limpieza y su salud son deslumbrantes. El jefe se siente
contento al ver cómo destacan entre la muchedumbre. Pero ¡si coge a alguna
corriendo a hurtadillas entre los barracones con un manojo de cosas
organizadas, puede irse preparando! Parece que las castigara no por organizar,
sino por hacerlo de forma poco hábil. Si el día de castigo llueve o nieva, tanto
mejor. Delante del barracón hay unos tubos de hormigón y un poco más allá
hay una zanja profunda de laderas inclinadas. Por regla general, castiga a
todas las mujeres, da igual que sean culpables o inocentes. Las chicas tienen
que saltar a cuatro patas como ranas, y atravesar un tubo embarrado. El joven
jefe está en la puerta del barracón. Se apoya en una de las jambas con las
manos cruzadas sobre el pecho. En su rostro hay una permanente expresión de
deleite, una sonrisa pícara. Observa con los ojos entreabiertos a las mujeres
que están saltando y las tortura con nuevas órdenes. Ahora tienen que saltar a
la zanja, también a cuatro patas y subir por su pendiente resbaladiza. Mientras
tanto, se corre la voz en el campo de que las chicas de Efinger «hacen

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deporte» y el miedo de que a otros SS les dé por imitar a Efinger se apodera
de todas.
Al cabo de una o dos horas de juego, cuando incluso Inga implora
preocupada «Herr Chef, genug! ¡Señor jefe, es suficiente!», las chicas
vuelven al barracón. Están sucias, manchadas y embarradas. Pero ¡ay de la
que se atreva a no limpiarse la ropa de inmediato! El jefe está presente cada
tarde cuando Inga pasa revista en el barracón y después él mismo se encarga
de supervisar la limpieza. Después de pasarse todo el día trabajando en una
cámara de gas y en un barracón lleno de piojos, después de realizar una
segunda gasificación de la ropa, que coincide con el momento en que todo el
campo está en la formación, las chicas de Efinger se preparan para terminar
su trabajo. Ahora tienen que vestirse con los uniformes reglamentarios. Se
tienen que quitar los monos y los cálidos jerséis y ponerse encima una camisa
carcelaria de tela blanca, unas bragas a rayas de percal, un vestido, un
delantal, una chaqueta y un pañuelo. Si las castigan no pueden llevar el jersey,
pero en condiciones normales pueden llevar uno. Está prohibido llevar
sujetadores, bufandas y calcetines. Tampoco se pueden usar guantes, a menos
que estén muy gastados o que no pertenezcan al mismo par. Estas
prohibiciones tienen por objeto asegurarse de que las trabajadoras no guardan
prendas para dárselas a otras prisioneras.
Cuando el recuento en el campo ya ha terminado, Inga empieza la
inspección y lo hace de forma tan detallada que revisa hasta el nudo del
pañuelo de la cabeza. Después de Inga, llega el tumo de Efinger. Éste
examina la silueta de cada mujer de los pies a la cabeza con un halo de
misterio en los ojos. No puede faltar ni un botón de la chaqueta, y los zuecos
tienen que haberlos limpiado con crema negra. ¡Por supuesto! Pero el jefe con
sus ojos medio cerrados encuentra siempre algo y, a partir de ese
descubrimiento, inicia su perorata. Puede ser un botón un poco suelto, que se
queda en la mano del SS tras tirar de él. Puede ser una escudilla que ha
perdido brillo porque se ha utilizado para cocinar. O quizá simplemente es un
dedo ennegrecido de pelar patatas. Efinger castiga a las chicas si ve al trasluz
pequeños restos de pasta de dientes seca en sus cepillos de dientes. Incluso
por un peine que no está limpio del todo. Llega incluso a examinar las orejas
y las plantas de los pies de sus chicas. Sólo un pequeño puñado de ellas pasa
la inspección felizmente. La mayoría se queda para cumplir la pena. Otra vez
empieza el «deporte»: te obliga a correr alrededor del barracón, a sacar brillo
a los utensilios y cosas similares. A veces el campo ya está durmiendo

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profundamente cuando las chicas de Efinger vuelven al maravilloso bloque
10.
A veces Inga consigue, por arte de magia, alimentos que son inaccesibles
a las famélicas prisioneras. Hay métodos misteriosos para comprar comida a
cambio de joyas. Por ejemplo, un día memorable Inga consiguió asar una
gallina. Habían terminado de trabajar, pero las chicas no podían irse porque
los SS siempre podían hacer una visita inesperada. Todas están de pie en filas
de a cinco y esperan hasta que Inga termine. El olor a gallina asada se
propaga al lado del homo y estimula el apetito de las hambrientas, la famosa
ansia de comer que les entra a las prisioneras cuando superan el tifus. La
gallina empieza a dorarse y a soltar grasa por todos los lados. El chisporroteo
del asado se oye con fuerza en el silencio del barracón.
En esta época está prohibido que los prisioneros reciban paquetes con
comida de sus familiares. En cuanto cruzan el umbral del campo, los
prisioneros reciben su ración diaria de sopa de naba y de pan negro, cuya
composición incluye castañas molidas y serrín picado fino. A eso hay que
añadir un suplemento adicional: una cucharadita de mermelada de remolacha
o una cucharada de margarina o bien una loncha de salchicha de carne de
caballo. Eso es todo. El hambre, que según el momento adopta formas
diversas, es un viejo conocido de todos los prisioneros. Al principio sientes un
hambre natural, que no es dañina para el organismo y se puede saciar con
unas cuantas raciones adicionales de sopa de naba o con una gran cantidad de
pan, que las prisioneras enfermas ofrecen de buena gana a las sanas. Más
tarde, el hambre se manifiesta como un síntoma más de la extenuación, que
viene acompañado de jaquecas, sensación constante de vacío en el estómago,
calambres estomacales, encogimiento del cuerpo y enfriamiento del
organismo. Cuando entras en esta fase de hambre, te basta oler un alimento
cocinado para que te entren náuseas.
Las mujeres hambrientas aguardan de pie y miran con codicia la gallina
de Inga. Es Nochebuena. Inga aparta la gallina asada. Ahora coloca en el
homo una olla grande con patatas y otra con un caldo. El tiempo pasa. Ahora
dora con margarina unas cuantas cebollas picadas finamente en una sartén. La
cebolla es una de las cosas más deseadas en el campo. El pan con margarina
te pasa mucho mejor si tienes aunque sea sólo un trocito pequeño de cebolla.
No se sabe si es por el tifus, por la disentería o simplemente por el hambre,
pero todo el mundo se muere en el campo por algo ácido o salado, algún
alimento que con su sabor fuerte te saque de la monotonía de la sopa y el pan.
Inga está contenta y con una sonrisa en la boca se afana en los fogones. El

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jefe va a participar en la fiesta. Inga se dirige constantemente a las mujeres,
que aguardan lúgubres, como pidiéndoles su beneplácito a cada detalle de los
preparativos. Por último les ordena: «Singen, schön, lustig singen! ¡Cantad,
bien, cantad con alegría!». Hay que cantar. Es la tarde de Nochebuena, una
tarde igual que cualquier otra en el campo. Al menos eso es lo que las mujeres
desean fervientemente desde hace tiempo, que ese día llegue de forma
normal, inadvertida, que no se convierta en una tortura llena de añoranza y de
tristeza. Las prisioneras están tan hambrientas como cualquier otro día, pero
hoy sienten que tienen más apetito. Se acuerdan de que a esta hora la gente se
prepara para la cena de Nochebuena, De repente Inga dice que le falta una
buena cantidad de margarina.
—Jemand, hat mir gestohlen! ¡Alguien me ha robado! —grita mientras
escruta inquisitivamente a las mujeres. Las prisioneras le explican que
probablemente la ha utilizado ya para cocinar otros platos (todo lo que
prepara Inga flota en grasa) y que ninguna de ellas se acerca jamás al rincón
donde ella suele guardar sus cosas. No sirve de nada. Inga grita cada vez más
fuerte y está cada vez más excitada y convencida de la culpabilidad de las
prisioneras. Decide ordenar una inspección personal. Las mujeres suelen
soportar los registros tranquilamente, como parte de la rutina diaria. Sin
embargo, esta inspección extraordinaria motivada por una acusación de robo
les causa amargura. Cuando Inga está registrando a las últimas prisioneras, las
puertas del barracón se abren y en el resplandor de la nieve aparece un
hombre joven con uniforme del campo. Lleva el gorro a rayas un poco
ladeado en la cabeza afeitada, algo que aquí, en el campo, indica
preocupación por la imagen exterior. Los llamados «lúgubres andrajosos» (los
prisioneros abandonados) llevan la gorra arrugada, calada en la frente. El
musulmán (un hombre demacrado, renegrido, el peldaño más bajo en el
escalafón del campo) lleva a menudo un trapo en lugar del gorro. Un gorro
limpio y además colocado con cuidado expresa carácter.
El prisionero pregunta por el jefe y después intercambia con él algunas
palabras sobre la reparación de la instalación eléctrica. Luego, estudia los
cables y da vueltas aquí y allá buscando un taburete o una escalera. Quien
conoce bien el campo y su intríngulis sabe que las reparaciones son tan sólo
un pretexto para arreglar asuntos propios o ajenos, que suelen ser mucho más
importantes que el hecho de que un barracón tenga electricidad. Un
observador ajeno no se percatará probablemente de la señal, aparentemente
sin importancia, que el joven prisionero ha lanzado a las mujeres en una
fracción de segundo. Para eso ha venido al barracón. Quizá ha traído una carta

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para una de las mujeres, es decir, un gryps[24] de su hombre más querido. O
quizá quiere recoger una carta de una mujer y llevársela a un amigo suyo que
no puede alegar un motivo oficial para cruzar la entrada del campo femenino.
Quizá ha traído una medicina que ha conseguido arriesgando su vida para
alguien muy enfermo o quizá un poco de comida para los días de Navidad.
Cualquiera sabe. Ha terminado y ahora quiere salir. Se inclina y les dice a las
mujeres:
—Les deseo un buen descanso navideño.
Pero Inga no le deja ir. Sabe bien que es un prisionero polaco. También se
da cuenta de que el hombre ha venido para encontrarse con alguna de las
mujeres. Así que le cuenta lo de sus dos raciones de margarina de medio kilo
cada una, añadiendo que seguramente se las ha robado hábilmente una
prisionera polaca o quizá todas ellas actuando en confabulación. No para de
hablar con su voz chillona, gesticula y señala sin cesar a las prisioneras
polacas. El joven prisionero también las mira durante un rato con una mirada
lúgubre, inclinando la cabeza para oír mejor a Inga. Se entera de que Inga
piensa contárselo todo al jefe. Probablemente, éste ordenará un registro y
castigará a todas las prisioneras con 25 azotes o con «deporte» durante tres
días. El prisionero escucha y mira. A medida que oye a Inga y que su mirada
se traslada de una prisionera a otra empiezan a reflejarse en su rostro
diferentes expresiones: la humillación instiga primero a la rebeldía y después
a un orgullo que levanta la cabeza y endereza la espalda. Una sonrisa se
dibuja de nuevo en su cara, una sonrisa silenciosa, irónica, una mueca en los
labios que esconde cavilaciones secretas.
—Espera —le dice a Inga—, yo te daré la margarina que dices que te han
robado las prisioneras polacas.
Sale del barracón. La pena y la humillación deprimen a las mujeres.
Sienten congoja de que todo esto suceda, precisamente, la tarde de
Nochebuena. Un poco más tarde, el joven prisionero está de vuelta.
Desdeñando el peligro, como si no estuviera en el campo, se mete la mano en
el bolsillo y saca de él dos pastillas de margarina. Con un gesto lleno de
desprecio las tira con ruido en la mesa y le pregunta a Inga: «Na, ist das schön
genug? ¿Qué, con esto basta?». Después hace una reverencia a las prisioneras
polacas que no abren la boca, y sale del barracón. ¿Dónde, cómo ha
conseguido la margarina? Nadie lo sabe. La ha conseguido y se la ha arrojado
a la cara a la avariciosa alemana para impedir que un grupo de 50 prisioneras
polacas pase una Nochebuena desgraciada.

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Algunos días el jefe no está. Por la mañana encierra con llave a las
trabajadoras en el barracón dejándolas a su aire, y después se marcha. Es el
momento de entregarse a ocupaciones más agradables. Basta un pequeño
tributo para convertir a Inga, que le encanta que la adulen, en una criatura
agradable. De los sésamos ilegales aparecen ollas, cacharros, sartenes. Una
prisionera tiene patatas. Otra, una ración de margarina. Otra, cebolla. Hay una
prisionera que tiene una cucharada de harina para la salsa. (Aunque los
trabajadores de los crematorios les quitan la comida a los judíos directamente
en la estación, a veces se puede encontrar harina, cebollas, ácido cítrico en
polvo, en pequeñas cantidades, en los bolsillos de la ropa clasificada). Las
prisioneras trabajan conjuntamente, se ayudan unas a otras. ¡En una placa de
50 centímetros cuadrados se cocina la comida de medio centenar de mujeres!
Las prisioneras trabajan en armonía y en silencio. Inga prueba todos los platos
y no se opone a que otras cocinen en su lugar. Si alguien no tiene nada para
cocinar, entonces tuesta trozos de pan. También está muy de moda asar
patatas sobre unas brasas, aunque la tarea requiere mucho tiempo. Cuando
suena el tintineo de la bicicleta del jefe delante del barracón, se retiran de
inmediato todas las ollas y se guardan en los escondites.
El jefe no siempre vuelve muy sobrio de sus excursiones. A veces se
acuesta de inmediato y las prisioneras pueden terminar de cocinar. Otras, sin
embargo, toca comer alimentos a medio cocinar. En una ocasión, las mujeres
consiguieron quitar de los fogones sólo algunas ollas calientes. Un cacharro
lleno de patatas blanquísimas y recién hervidas se quedó en mitad de la placa.
El jefe, que iba acompañado del terror del campo, la Aufseherin Drechsler, se
encontró con esa olla. Los ojos malignos y los colmillos afilados de la
Aufseherin se dirigieron de inmediato hacia la cocina. Pero Efinger miró
atentamente a Drechsler y le ordenó que dejara en paz la olla de patatas.
Drechsler, obediente, se colocó de espaldas a la cocina, pero para dejar clara
su posición en el campo dijo en voz alta en alemán:
—Por supuesto, yo no podría tolerar que en mi campo se cocinaran
patatas organizadas [también los SS utilizan esta expresión de los prisioneros
polacos] de la cocina. Calentarse la sopa de naba es otra cosa. Eso sí que está
permitido.
—Ja, ja. Das ist die Lagersuppe. Es stimmt, Fräulein Drechsler! Sí, sí.
Pues de eso se trata, de sopa del Lager. ¿Está claro, señorita Drechsler? —le
respondió Efinger.
Un día en que el jefe no está, unos golpes violentos en la puerta del
barracón interrumpen la labor de las cocineras. Entre las tablas del barracón

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penetra la voz de la jefa de barracón.
—Chicas, venid ahora mismo a recoger vuestras cosas, que os han
asignado un bloque nuevo. Vuestro lugar lo ocuparán las prisioneras
alemanas. Si tardáis mucho tirarán vuestras cosas. Os van a alojar en el
bloque 15, que es igual que el 7. Venid tan pronto como llegue el jefe.
La jefa de barracón se aleja. Vuelve dos horas más tarde.
—¡Chicas! ¡Lo vais a perder todo! Vuestros jergones y vuestras mantas ya
están tirados por el suelo detrás del barracón y las mujeres de otros bloques se
los están organizando. En vuestras camas duermen ya las alemanas. Yo no
puedo vigilar vuestras cosas, porque estoy ocupada. ¿Con qué os vais a tapar
en vuestro nuevo barracón si os quitan las mantas?
El jefe vuelve por la tarde pero, en lugar de soltar a las prisioneras en el
acto, les ordena «hacer deporte».
Cuando esa tarde las chicas salen del trabajo, ráfagas de nevasca recorren
el campo a ras del suelo. Los caminos entre los barracones están cubiertos de
nieve y no hay forma de distinguirlos. Los pies se hunden inseguros y se
dirigen hacia el bloque 10, que está iluminado por los destellos de las luces
eléctricas. Pero allí ya no hay cosas que merezcan la pena. Es demasiado
tarde. Las prisioneras alemanas han ocupado las camas. No queda ni huella de
las cartas de casa, de los objetos personales, ni siquiera de las cosas para
escribir. Los buenos tiempos se han acabado. Las chicas de Efinger salen a la
oscuridad y miran en dirección al bloque 15. Esa parte del campo no está
iluminada. De los barracones de ladrillo que están ocultos por la oscuridad,
llega un ruido incesante. Las mujeres se van en esa dirección.
En el bloque 15 reina el silencio. Al cruzar el umbral en el interior se oye
sólo el silbido penetrante del viento, que se cuela entre las grietas de las
paredes y el susurro del torbellino de nieve que sobrevuela el tejado. El viento
ha ido depositando nieve, que brilla en la oscuridad amontonada junto a las
paredes, por las ventanas rotas del barracón. El bloque está vacío. Los
numerosos coyes parecen nichos a los que las prisioneras tuvieran que trepar.
Son los mismos coyes que a muchas mujeres se les aparecían cuando
deliraban por el tifus. En este lugar vivían antes prisioneras judías. Hace
apenas unas cuantas semanas su ruido bullicioso llenaba el barracón. Hoy que
ya no están, los coyes sólo despiden oscuridad. Las manos encuentran a
tientas unos tableros desnudos. No hay ni mantas ni jergones. Unas
organizadoras astutas de los barracones vecinos se han llevado todo lo que
han podido. En algunos sitios han arrancado incluso algunas tablas para
usarlas como leña. El viento recorre el barracón y agita los pañuelos de las

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prisioneras que el día anterior vivían en el mejor lugar y hoy están sin hogar.
Estas cosas ocurren a menudo en el campo.
Después de uno de sus permisos, Efinger vuelve más triste que en otras
ocasiones. Ya no vuelve a guardar joyas en las maletas. A partir de ese
momento todo lo que puede lo cambia por vodka. No cuida de sus asuntos y
se pasa el día borracho hasta que se cae al suelo y se queda dormido con un
sueño profundo que dura largas horas. Lo único que le queda en el mundo es
la fotografía de la mesa. Su casa es hoy sólo un montón de ruinas y su mujer
murió sepultada bajo los escombros. Efinger sigue emborrachándose. En
momentos concretos recobra la conciencia, se pone manos a la obra y se
convierte en un sujeto realmente muy peligroso.
Un día sale corriendo al centro del barracón y dispara con un revólver
hacia la puerta trasera. Cerca de donde impacta su bala, detrás de la montaña
de trapos, hay alguien trabajando. Sin embargo, a Efinger todo le resulta
indiferente. Mete más balas en el cargador y sigue disparando como si nada.
La Aufseherin Drechsler acude de inmediato, gritando:
—¿Quién está disparando?
—¡Soy yo! ¡Estoy disparando en mi barracón!
—¡¿Por qué dispara?! Está prohibido.
—¡Estoy cazando ratas!
—Schiessen siȩ weiter, siga disparando —dice Drechsler irritada, y sale.
Efinger espeta con ironía detrás de ella:
—Schiessen im Wind! ¡Dispara al viento[25]!
Y prosigue su caza. Se sienta en un rincón del barracón y ordena a las
trabajadoras comportarse de la forma más silenciosa posible, carga el revólver
y espera. Se queda en el mismo sitio dos horas hasta que por fin se oye un
disparo: Efinger saca a una rata grande colgada de un gancho. Excitado, con
los ojos vidriosos, abre la cocina y tira su trofeo sobre el carbón encendido. El
fuego estalla, despidiendo un olor a quemado. Efinger da brincos alrededor
del fuego, mueve el carbón, se ríe como un loco y grita:
—Krematorium! Brzezinka! Hop sa, sa Brzezinka!
Echa una mirada salvaje, hacia las mujeres y entona riéndose de nuevo:
—Krematorium! Brzezinka! Krematorium!
Nadie puede poner freno a sus locuras. Todavía es intocable.
Pero su fin está cada vez más cerca. Sin embargo, antes de que acaben con
él, Efinger se esfuerza por atar muy corto a sus trabajadoras. Por ejemplo,
durante una inspección, descubre que una esconde una caja de cerillas. Vacía
la caja y encuentra un pedacito de oro. Después de una larga investigación y

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de tomar declaración a las prisioneras, anuncia a la que tenía la cajita con oro
que la espera la pena de muerte. Insiste en que él las ha avisado en más de una
ocasión —y lo sabe toda la cuadrilla— de que el castigo por organizar oro es
la muerte. Él mismo ejecutará la pena. La condenada será ejecutada de un
disparo al cabo de una hora. Ahora tiene que lavarse y vestirse antes de morir.
Las chicas están expectantes. Se sientan en silencio, petrificadas por la
tensión nerviosa y por la sensación de impotencia.
Cuando la condenada está lista, Efinger le pregunta si tiene a alguien
cercano a quien le gustaría avisar. La chica le responde que sí, que a sus
padres y a su novio. Efinger dice que le da mucha pena porque es una chica
joven y que en señal de misericordia le va a permitir escribir dos cartas de
despedida. Él mismo se encargará de enviarlas. Mientras escribe, la
condenada tiene la sensación de que el SS no aparta la mirada del reloj. Por
fin termina de escribir. El SS la coloca con el rostro hacia la pared; después,
se aleja y saca el revólver. Lo carga despacio, le quita el seguro y a
continuación ordena a la chica que se arrodille y se ponga a rezar. El resto de
las prisioneras tiene que abandonar el barracón y esperar fuera. De repente se
oye un disparo. La puerta del barracón se abre y Efinger deja ir a la
trabajadora. Ha disparado al aire. Se ríe y pregunta:
—Na, bist du schön tot? ¿Qué, estás muerta ya?
No, no está muerta. No es tan fácil morirse aquí.
Los días pasan despacio. Hay «deporte» casi todos los días. Ahora las
prisioneras quieren irse a otras cuadrillas. Mientras, la Rapo de los baños, la
repugnante Puffmutti, espera su oportunidad. Desde hace tiempo, Efinger le
ha estado quitando una parte considerable de sus ganancias, que ella a su vez
roba a las recién llegadas al campo. La mujer goza de muchas influencias en
el campo, y además es muy astuta. Espera a que Efinger cometa un error, y no
espera en vano.
Nunca se había visto a Efinger tan borracho como aquel día. Entra en el
barracón completamente ebrio. Allí se topa con Inga, que le aconseja que
vaya a la cámara de gas. Vale, está de acuerdo, así que haciendo eses con sus
pies inseguros pasa junto a los baños y a la Puffmutti, que está sentada a la
puerta. En la cámara de gas le dicen que se vaya a dormir.
Al fondo del pasillo de la cámara de gas hay dos habitaciones paredañas.
En una de ellas se almacena carbón y coque, en la otra hay montañas de ropa
gasificada. Efinger entra en la segunda y se queda dormido enseguida.
Mientras tanto, entran en el barracón una comitiva de las máximas

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autoridades del campo presidida por el Lagerkommandant[26], la
Oberaufseherin, la Rapportführerin y el Arbeitsführer[27].
—Wo ist der Chef? ¿Dónde está el jefe?
—Ist nicht da. No está aquí.
—Wo ist er? ¿Y dónde está?
—Leider, wir wissen nicht. Lo sentimos, pero no lo sabemos.
La comitiva sale. Inspecciona por fuera la cámara de gas que está en plena
marcha. El hedor a gas es tan fuerte que traspasa la puerta. Miran en la
habitación con carbón: Efinger no está allí. Echan un vistazo en la habitación
contigua, pero está a oscuras.
—Was für Wäsche ist da? Ist hier kein Licht? ¿Qué clase de ropa es ésa?
¿Acaso no hay luz aquí?
—Nein, hier ist immer dunkel. Hier haben wir bloss schmutzige Wäsche,
mit lebendigen Läusen. No, aquí siempre está oscuro. Aquí sólo tenemos ropa
sucia con piojos vivos.
Se retiran. Se alejan hacia la puerta. Mientras tanto, las prisioneras
obligan al jefe a levantarse. De nuevo, tambaleándose aún más que antes,
Efinger se va a su barracón desfilando delante de las ventanas de los baños y
de la habitación de la Puffmutti. Entra en el barracón y empieza a echar pestes
de la gente que lo está buscando. Después, empuja la puerta de su barracón, se
cae nada más entrar y se hace una herida en la nariz que comienza a sangrarle.
Sin detener la hemorragia, cierra la puerta con llave y se queda dormido. A
través de las ventanas se puede ver el estado desastroso en el que se encuentra
y oír sus fuertes ronquidos. Pero no se queda dormido por mucho tiempo.
La puerta del barracón se abre de par en par y deja entrar el reflejo del sol
de invierno. Allí está de nuevo la comitiva de las autoridades. Las prisioneras
se entregan a su trabajo con todo su afán. Los SS empiezan a llamar a la
puerta, a pedirle que abra y a amenazarlo. Efinger duerme como si nada. La
indignación de otros SS va en aumento. A cada rato se acercan para mirar por
la ventana y se indignan aún más al ver a Efinger durmiendo a pierna suelta
con la nariz rota, tirado en el suelo manchado de sangre. De vez en cuando se
acercan a la puerta y tiran de ella cada vez más fuerte. Por fin, sus caras se
hinchan y se enrojecen, se apoyan sobre la puerta y la empujan con todas sus
fuerzas. Entre las mujeres se hace el silencio, el miedo se apodera de todas
ellas. Cuando alguno de estos hombres está enfadado, es capaz de matar.
Todos los prisioneros saben hasta qué punto pueden ser crueles. La puerta
cede con un chirrido. Efinger se levanta de un salto y una vez más su cuerpo
inerte se desploma estrepitosamente en el suelo como un enorme saco de

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patatas. Entonces, los presentes entonan un grito polifónico lleno de
indignación y orgullo alemán. Se repiten palabras elevadas como Heimat
(patria), Deutschland (Alemania), Führer.
Todo eso se prolonga bastante rato. Las autoridades gritan con
indignación, se calman y comienzan otra vez sus peroratas. Por fin, se oye la
voz inesperadamente fuerte y sobria de Efinger, que se impone al ruido. El
jefe empieza a hablar. Dice lo que piensa sobre el Lager y sobre su función en
él. Habla del campo y de las personas a las que tiene delante. Habla del Tercer
Reich. Cada una de sus reflexiones las remata con una especie de brindis, un
grito fuerte como destinado a un público más amplio.
Scheisse Birkenau und Auschwitz! Scheisse Deutschland! Und Führer!
Und euch dazu! Arbeit macht frei durch Krematorium drei! ¡A la mierda
Birkenau y Auschwitz! ¡A la mierda Alemania! ¡Y el Führer! ¡Y todos
vosotros también! ¡El trabajo os liberará a través del tercer crematorio!
Los SS dan un paso atrás. Sus rostros rojos palidecen de ira. Su
inmovilidad presagia un estallido de violencia. De repente, el chirrido de una
puerta que se abre lo acalla todo. Es un carro que viene de Oświȩcim para
llevarse la ropa gasificada. El carretero, que es un prisionero, y un SS con la
ametralladora entran en el barracón. En ese mismo momento unas manos
fuertes cogen a Efinger como si fuera un saco pesado y, después de
balancearlo un par de veces en el aire para coger impulso, lo tiran en el carro.
Todos gritan a la vez:
—Nach Auschwitz! Nach Auschwitz! ¡A Auschwitz! ¡A Auschwitz!
Por la tarde, a la hora de los silbatos que llaman al recuento, aparece una
vez más en la puerta abierta del barracón la silueta de Efinger. Entra con la
cabeza agachada, como si estuviera un poco avergonzado de lo ocurrido, y
mira a su alrededor. Observa a sus trabajadoras con atención con la misma
sonrisa irónica de siempre. Por fin, mueve la mano en señal de renunciar a
todo y se dirige a su habitación murmurando:
—Sólo he venido por mis Schnaps, por mis licores. Tengo guardado aquí
en algún sitio medio litro de vodka. No es mucho, pero en el búnker me
vendrá muy bien.
Ésta fue su última aparición.
Poco después la cámara de gas se incendió. Durante un tiempo las
sospechas recayeron sobre las chicas de Efinger, que tuvieron que trabajar
aussen, fuera del Lager.
De Efinger no quedó ni rastro. Durante mucho tiempo circularon en el
campo diferentes versiones sobre su destino. Una de ellas la oí poco antes de

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la liquidación del campo.
En los primeros días de enero de 1945 llegaron a Birkenau los prisioneros
de los talleres del campo de Buna dedicados a la industria bélica. Al parecer
necesitaban algo de nuestro Lager y vinieron con el pretexto de llevarse las
mantas zurcidas por las prisioneras. Eran judíos y alemanes. Uno de ellos dijo
que trabajaba con ellos el prisionero Efinger, que al parecer había sido jefe
del Entwesungskammer, en Birkenau.

Durante los últimos días no ha parado de nevar, pero esta noche la helada ha
sustituido a la húmeda nevasca y la blancura de la nieve se ha quedado
inmóvil. Con los aleros nevados y con las puertas y las vigas cubiertas de una
capa blanca, los barracones parecen unos graneros de aldea. La nieve suaviza
la severidad del paisaje del Lager, envuelve de blanco las praderas cercanas y
sólo aquí y allá una mata de hierbas asoma sus tallos amarillentos. Hoy es un
día especial y la nieve es un regalo maravilloso que la naturaleza ha ofrecido
a los prisioneros de Oświȩcim. En el campo reina un silencio extraño, una
especie de conmoción más fuerte que las anteriores se te atraganta y te obliga
a permanecer callada. Con esta claridad y este silencio se oyen mejor que
otros días las voces misteriosas de la nostalgia. Las cuadrillas de prisioneros
vuelven del trabajo. Con la cabeza agachada atraviesan montones de nieve y
llevan consigo al campo su tristeza impenetrable.
Es una tarde prematura. En el campo prosigue el recuento. Las filas de a
cinco, unos bloques geométricos apretados y grisáceos, no se mueven. La idea
de que ha llegado la Navidad y de que con ella nada ha cambiado atemoriza a
las prisioneras y las deja sin habla.
Entre los barracones y más allá, hasta la misma alambrada, se ven huellas
de pisadas en la blancura de la nieve. La sombra del atardecer las llena de un
color azulado. Un silencio inalterado ha descendido hoy desde las montañas,
desde los campos vacíos y desde las cercanas praderas, se ha apoderado de los
barracones y ha liberado las emociones humanas. Se ven filas y filas de
uniformes a rayas con los números cosidos en el lado izquierdo del pecho.
Todos los rostros están igual de pálidos e hinchados, se parecen entre sí, ya
han perdido todos los rasgos individuales. Cada una de las mujeres es un
átomo de una criatura desvencijada llamada Lager. Un átomo que cuando
desaparece es sustituido por otro. Las huellas que se ven en la nieve dan al
suelo un aire de movimiento: son numerosas, las han dejado una multitud en
tromba mientras corrían y saltaban sobre las zanjas. Ahora se han detenido.

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Los pies que las han dejado en el suelo se han alejado. Y ahora esperan
inmóviles a que termine el recuento.
Las huellas, que acaban en el crematorio, crean la ilusión de que los pies
de esa multitud que ha atravesado la nieve esta mañana ya no están en este
mundo. Reina el silencio. El aire transparente permite ver al sur, sobre la línea
del horizonte, las montañas. El viento ha alejado las nubes que trajeron la
nevasca, ha limpiado el cielo, ha disipado las brumas y ha hecho que entre
ellas emergiera el contorno azul oscuro de las montañas. Las manchas blancas
de la nieve se han posado esta noche en ese contorno creando una postal
navideña.
Desde aquel tiempo lejano, desde aquella vez en que tu mirada se posó
por primera vez en esas montañas, que hace algunos días apenas se
vislumbraban y parecían sólo una nube inmóvil, la esperanza de volver a casa
ha empezado a despertar, una esperanza cada vez más dolorosa, al mismo
tiempo alegre e inquietante.
Allí, por las laderas cubiertas de bosques, por las cimas desnudas y
soleadas, por las pendientes rocosas, por los pedregales y barrancos, anda la
anhelada libertad. Desde allí, desde la lejanía, a través de la alambrada, a
través del vacío y de la muerte, te llega un suspiro de alegría, de deseo de
vivir y de obstinación de sobrevivir.
En el silencio de la tarde de Nochebuena las montañas interpretan su
nevada melodía.
Miles de mujeres aguardan de pie escuchando el silencio y el ritmo de los
acontecimientos que las mantiene en vilo. Tienen miedo a preguntarse lo
siguiente:
—¿Qué pasará dentro de unos cuantos meses, cuando la primavera
envuelva los sembrados con su verdor; qué pasará dentro de un año, cuando la
tierra se ilumine de nuevo con la nieve de Nochebuena?
Por esta razón el recuento es tan doloroso, porque uno no puede huir con
sus pensamientos a ninguna parte, ni hacia el pasado ni hacia el futuro, no
puede hilvanar sueños en ninguna dirección. Se diría que la existencia del
campo en este momento concreto se hubiese congelado, con esas miles de
mujeres contemplando el horizonte sin mover un músculo, como si fuesen
plantas en el fondo de un lago cubierto por una lámina de hielo. Es imposible
romper esa capa de hielo que se ha extendido sobre la vida. No puedes romper
ese techo helado ni con la mirada, ni con el ímpetu de tus brazos jóvenes, ni
con el pensamiento más claro. No hay puño capaz de quebrar este obstáculo.

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Una ilusión sin fundamento, en la que nadie cree ya, envuelve el
pensamiento como el limo que cubre el fondo de un estanque.
En el campo de los hombres hay un único árbol, un roble alto. En muchas
profecías y predicciones políticas ese roble aparece como la medida del
tiempo. «Cuando las hojas se pongan amarillas, estaremos en casa». Mientras
hacen el largo recuento, el pensamiento de muchas personas se detiene una y
otra vez en ese árbol alto. La mirada estudia el color de sus hojas. Los días
pasan. Cada vez hace más frío, los recuentos se hacen más largos. Las hojas
de roble se ponen amarillas, luego adquieren el color de la herrumbre y se
encogen como las pequeñas láminas de una corona fúnebre. De nuevo la fe de
alguien sugiere a otros prisioneros: «Cuando se caigan las hojas del roble,
volveremos a casa».
Cada día los ojos de muchas personas miran cómo las ráfagas de viento
arrancan de las ramas las hojas secas y las esparcen entre los barracones.
Cada día las ramas del roble están más desnudas. Las miradas de los
prisioneros se detienen por la fuerza de la costumbre en el árbol despojado y
ya no albergan esperanzas.
Detrás de la sombra del roble, detrás de la alambrada del campo de los
hombres, el sol se pone como una enorme joya brillante que poco a poco se
va hundiendo en la blancura de la nieve. Bajo su luz, las montañas se han
vuelto de un azul oscuro chillón mientras la gran lona de nieve que lo cubre
todo brilla con un fuerte resplandor. Las montañas parecen estar más cerca de
lo que están, parece como si avanzaran hacia la alambrada para ofrecer su
libertad mágica, la que se esconde en todas las montañas, aquella legendaria
libertad de los bandoleros, para ofrecérsela a los prisioneros que aguardan de
pie. En realidad están cerca. A 30 kilómetros de Birkenau. O lo que es lo
mismo: a seis horas de marcha. Al alcance de la mano. A un tiro de piedra.
La penumbra cae prematuramente sobre los barracones, sobre las grises
columnas de mujeres. La cordillera también va sumiéndolas en la sombra y
cada vez se parece más a una nube de la tarde que asomase por el horizonte.
Las figuras de las mujeres que aguardan de pie se desvanecen en la
penumbra de la nieve. Si algo desean es poder entrar en el barracón para
comerse los dos trozos de pan de su ración y quedarse dormidas
inmediatamente. Y olvidarse de todo.

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Segunda parte Año 1943

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5. Kommando 117

n los últimos días de diciembre de 1942 y, sobre todo, durante los

E primeros meses de 1943, se produce un cambio sustancial en la


situación de las mujeres. Un cambio a peor. Una mañana de
diciembre, en pleno invierno, las autoridades del campo ordenan un
recuento general de todas las prisioneras. Resulta que aquel día funesto cerca
de trescientas mujeres del bloque 7, ocupado por prisioneras polacas, se han
escondido, lo que representa un 20 por ciento del total del barracón. En otros
bloques la situación es más o menos la misma. Este hecho alarma a las
autoridades del Lager, que intentan ponerle coto de inmediato con nuevas
medidas. A partir de ese momento se establece que sólo un número reducido
de prisioneras, entre ellas las jefas de barracón, puedan permanecer en el
barracón para encargarse de las tareas de organización, limpieza, preparar las
raciones de pan y otras tareas por el estilo. A estas prisioneras se suman las
personas que trabajan dentro del recinto del campo. El resto tiene que estar
aussen, fuera. El cupo de prisioneras que permanece en el Lager por barracón
se establece de manera inflexible.
Cada mañana el campo tiene un aspecto peculiar. Instantes antes de
romper filas, las responsables de habitación y las personas de confianza de la
jefa de barracón se colocan alrededor de las prisioneras formando un cordón
para que ninguna pueda escabullirse. La jefe de barracón determinó la tarde
anterior quiénes debían ir al hospital, y éstas forman un grupo aparte. Se trata
de mujeres que tienen fiebre alta, porque en el campo, si no tienes fiebre,
estás sano. Las prisioneras que van al hospital tampoco están en mejor
situación que las que van a trabajar. En este período el tifus causa estragos y
las autoridades intentan poner fin a la epidemia haciendo selecciones entre las
enfermas más a menudo y con mayor rigor que antes. El nuevo decreto obliga
a las enfermas graves, que hasta ahora conseguían esconderse en el barracón y
evitar ir al trabajo, a salir de sus escondites. Todas tienen miedo. Dirigen sus

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miradas asustadas a las prisioneras sanas que tienen al lado, pero muchas de
ellas están también gravemente enfermas y se tambalean o apenas se
mantienen en pie.
Las enfermas tienen tanto miedo al hospital, como las sanas a aussen, al
exterior. Esperan poder contar con la ayuda de sus compañeras y de poder
aguantar a la fría intemperie los días de mayor debilidad. Cuando se acaba la
formación, las numerosas Kapos se echan encima de las prisioneras. No dejan
que nadie se salga de su fila de a cinco, sino que comienzan a contarlas y a
llevarlas hacia la salida. Sin embargo, hay más prisioneras asignadas a cada
tarea que el número de sanas que se puede encontrar. La reputación de las
Kapos depende de su habilidad para solventar este tipo de problemas. Cuando
les falta gente, deben completar con rapidez con las enfermas el número de
prisioneras necesario para el trabajo.
Tiene que emplearse a fondo y obligarlas a empujones para que caminen
más deprisa y más erguidas. Para una Rapo lo más importante es que las
prisioneras salgan del Lager de forma ordenada. Las prisioneras marchan en
filas de a cinco. Entre ellas hay abuelas de 70 años y adolescentes de 15, y
también muchas enfermas que van a trabajar de forma voluntaria por temor al
hospital y otras a las que, sin embargo, han tenido que arrastrar desde la
misma puerta de éste. Resulta casi imposible esconderse en estas condiciones.
Sin embargo, a veces alguien espera el momento oportuno, salta por encima
de la zanja y corre entre los barracones hacia el retrete, salpicándose de barro.
Estos intentos de escabullirse suelen fracasar, porque los gritos de la Rapo
responsable alertan a otras alemanas, que no dudan en echarle una mano a su
compañera. Poco después, la prisionera que intentaba eludir el trabajo yace en
el barro y tiene que soportar una lluvia de puñetazos y patadas en la cabeza y
en todo su cuerpo. Después tiene que levantarse y volver a su sitio en la fila
de a cinco. A veces la huida tiene éxito, aunque quienes más lo necesitan
nunca intentan escapar del trabajo, porque están demasiado débiles para
correr con agilidad. De todos modos, pasa bastante tiempo hasta que la Kapo
consigue reunir el número previsto de prisioneras. Mientras tanto, el resto de
las cuadrillas aguarda delante de la salida. A esta hora, justo antes de que
salga el sol, el frío es más penetrante. Resulta aún más inclemente cuando
hace viento y cae una nieve húmeda. Si no tienes guantes entonces lo mejor es
arrancar unos trozos de manta y envolverte con ellos las manos; pero hay que
hacerlo a escondidas, ya que se considera un acto de sabotaje. Cuando se abre
la puerta todas sueltan un respiro de alivio. Las filas de a cinco pasan por la

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verja. Cuando cruzas la puerta por la mañana no vuelves al campo antes de la
tarde, aunque caigas extenuada.
El bloque 7 va a trabajar con el Kommando 117 a Budy, a ocho
kilómetros de Birkenau. Una marcha rápida sobre el suelo helado te debilita
los músculos, y si tienes los pies hinchados a causa del tifus, la caminata
agudiza la hinchazón y el dolor resulta más insoportable. Te duele cada paso
que das. Eso sí, el camino te abre un espacio cambiante de nuevos paisajes
que refresca tu vista, cansada de ver siempre lo mismo: los barracones, la
alambrada y la rutina del campo de concentración. Justo detrás del campo, a
la derecha de la entrada, aparece ante las prisioneras un amplio camino
vecinal flanqueado por las siluetas oscuras de sauces. Estos árboles viejos,
que en esta época del año carecen de hojas, están completamente inmóviles.
Cada árbol tiene una forma diferente y entrelaza los brazos de modo distinto;
y cada uno tiene también sus propios rasgos y heridas en la áspera corteza,
cada uno, se ha congelado en una postura diferente y en ella ven pasar las
grises columnas de personas azuzadas por los perros. Las prisioneras conocen
cada árbol, para ellas son como mojones que señalan etapas de su arduo
camino. Las curvas y las vueltas del camino conducen a un precioso palacete,
de muros altos y de un blanco refulgente entre un parque viejo.
Es Harmȩże. La primera vez que ves este lugar y oyes el relincho de los
caballos te llama la atención el hedor de los establos, más fuerte que el olor de
las coníferas. Desde los estanques llegan el graznido y el chillido prolongado
de los gansos, que se mecen tranquilamente como barquitos blancos ajenos a
la tormenta que hace estragos en el mundo. Aquí tienes la sensación
cautivadora de que vive gente corriente. Piensas que en cualquier momento
verás a alguien que lleva una vida normal, que vas a tener la enorme
satisfacción de ver de cerca a personas libres. La columna avanza, gira
delante de la alta fachada del palacete y, de repente, se abre una puerta lateral.
La manada de gansos corre ruidosa hacia el lugar de donde sale una prisionera
con una cesta de grano en la mano. Detrás de ella asoma la silueta de una SS
que es como su sombra. Así que también aquí nos espera lo mismo. El campo
de concentración se ha extendido como un tumor sobre estos alrededores y es
inútil buscar en este lugar un atisbo de vida normal.
Harmȩże es una granja dirigida por mujeres. En el otoño de 1942 se
organizó en el Lager de Ravensbrück un cursillo de cría de aves y conejos. La
participación era voluntaria. Cuando acabó trasladaron a las voluntarias a
Oświȩcim. Por eso las mujeres que se apuntaron al cursillo tenían algún ser
querido en el campo de Oświȩcim. Llegaron en los primeros días de octubre.

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Al final, después de largas gestiones y de numerosos intentos, muchas de ellas
se enteraron de que las personas por las que habían venido a Oświȩcim ya
estaban muertas.
Todos los días el Kommando 117 atraviesa Harmȩże y consigue, con
mucha discreción, pasar algunos mensajes de personas del campo a las
mujeres empleadas en la granja, y viceversa.
Las condiciones de vida en Harmȩże son mucho mejores que en
Birkenau. Las prisioneras viven en las habitaciones del palacio, tienen un
comedor, armarios para guardar sus pertenencias; y lo que es más importante,
la posibilidad de bañarse. Cada cierto tiempo Birkenau envía a Harmȩże
vestidos y ropa interior limpia. (Las Rapos de los almacenes correspondientes
reciben a cambio huevos e incluso gallinas y conejos).
El batallón deja atrás Harmȩże y sigue por una recta avenida sembrada de
carpes. A ambos lados de la pradera hay gallineros y jaulas para animales.
Un poco más adelante están los estanques, que tiemblan fustigados por las
ráfagas de viento, y el juncal ribereño que se mece hasta quedar
completamente inclinado. Ésta es la parte más bella del camino. Una larga
columna de siluetas grises pasa por este lugar en el preciso instante en el que
se alza el sol sobre la superficie de los estanques y llena con los colores de la
aurora el agua trémula.
Bordeando los estanques hay tocones, piedras o troncos doblados por las
fuerzas de la naturaleza, sitios cómodos para el descanso de los caminantes.
Pero tú eres una parte pequeña de una columna que marcha y de la que no
puedes salirte. Tus piernas doloridas se funden rítmicamente con los cientos
de pies que marchan a compás. Tu mirada tiene que conformarse con abarcar
las riquezas que la naturaleza ha entregado generosamente a este lugar, con
devorar el encanto de esos paisajes que poblarán tus sueños durante la noche,
con acariciar los tallos y las espinas de los rosales silvestres que crecen a
ambos lados del camino. Cuando marchas de esta manera, con la mirada
clavada en el paisaje, tus pies chocan con la tierra helada y dura
produciéndote un dolor agudo a cada paso que das. Sientes que tus piernas
pesadas, con los tobillos hinchados, y envueltas en trozos de harapos, apenas
aguantan el peso de los zuecos. Algunas prisioneras han muerto de tifus y ya
no tienen que sufrir más. Otras siguen con vida y, como la sirenita del cuento
de Andersen, a cambio de un dolor penetrante en las piernas que va desde los
dedos hasta las ingles, y a veces llega incluso a las caderas, tienen derecho a
mirar el mundo, derecho a vivir y a sentir por un tiempo que nadie sabe
cuándo se agotará.

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Un poco más allá la presa que hay entre los estanques se hace más
estrecha y los arbustos de moras y rosales silvestres, que crecen en sus orillas,
atrapan con sus espinas el traje a rayas de las prisioneras como si quisieran
detenerlas a su lado. Pero los pies envueltos en harapos siguen adelante sin
bajar el ritmo.
En la cascada, sobre el agua que retumba, se eleva un viejo molino.
Cuando la cuadrilla llega a este punto salen de muchas bocas suspiros de
alivio. Se ha recorrido ya la mitad del camino. Las mujeres prosiguen su
marcha sin detenerse. El camino se hace cada vez más arduo, a partir de los
estanques se empina hacia arriba, hacia una tierra arenosa donde los músculos
de las piernas ya no dan tirones a cada paso, pero en cambio los pies se
hunden profundamente y les cuesta seguir adelante. En el cruce de este
camino arenoso, resguardada por cuatro castaños, está la capilla de la Pasión
de Jesucristo. La mirada le da la bienvenida de lejos y la convierte, al igual
que el viejo molino, en una de las etapas de su andadura.
Cuando atraviesas así los campos te da mucho tiempo a pensar. El silencio
cunde entre la muchedumbre que se hunde en la arena, el cansancio les ha
hecho inclinar la cabeza y sus frentes se han poblado de gotas de sudor.
Resulta más fácil andar cuando estás sumida en tus pensamientos, es más fácil
olvidarse del dolor, olvidarse del hambre.
En el horizonte emerge la pared del bosque. La cuadrilla llega a Budy.
Deseas que el camino dure más ya que el tiempo de trabajo, desde la llegada
hasta el descanso para comer, se hace así más corto. Pero al mismo tiempo
quieres llegar cuanto antes para poner fin al dolor de pies, que se han
debilitado durante la dura marcha.
Al borde del bosque, en un espacio rodeado por una alambrada, se ve un
grupo de hombres trabajando cerca de unos barracones. Es un subcampo, el
SK (Strafkommando[28]), un lugar de confinamiento para trabajos
disciplinarios.
Mucho más adelante, en el recodo del camino que conduce al bosque, se
encuentran unas casas bajas en las que viven, también rodeadas por una
alambrada, las mujeres del SK condenadas por las autoridades del campo a
vivir en condiciones aún peores que en Oświȩcim y Brzezinka. El
Kommando 117 deja atrás el campo disciplinario ante la mirada de unos
cuantos rostros aislados que los observan a través de la alambrada, y sigue
adelante hacia el interior del bosque.
Los pinos murmuran somnolientos y mecen sus copas fragrantes. El olor a
resina se esparce por el camino sobre el cual cae la sombra fresca de los

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árboles. Todos los bosques que has conocido en tu vida confluyen en este
camino, todas las alegrías que la vida te ha deparado se concentran en el tapiz
suave del musgo, en los troncos igualmente musgosos, en los arbustos de
enebro. El relajante silencio y la bendición de la tranquilidad invaden por un
momento a las prisioneras. Incluso las voces de los SS pierden en este lugar
su carácter terrorífico, porque el eco del bosque las captura en sus
profundidades verdosas y las devuelve suavizadas. Incluso el agua de un
charco al lado del camino se ve embellecida por el reflejo de las ramas verdes
de los pinos.
Pero un poco más adelante los árboles empiezan a escasear, el bosque se
queda a la derecha y el camino se adentra en un túnel que pasa por debajo de
una vía de ferrocarril. La vía está dentro del terreno del campo, un lugar que
los civiles no pueden cruzar. Lo anuncia un cartel con una inscripción en
alemán:
KL AUSCHWITZ, LAGERRÄUMEBETRETEN STRENG VERBOTEN
(Campo de concentración de Oświȩcim, territorio del campo.
Prohibida la entrada)
Detrás de la vía se ven unas casitas habitadas por personas que no son
prisioneros. Éste es el lugar de trabajo de la cuadrilla 117. Se dedica a cavar
zanjas. Desde que se creó el campo de Oświȩcim uno de los principales
trabajos de los prisioneros ha consistido en cavar zanjas. En sitios diferentes,
en direcciones diferentes, abiertas todas ellas con precisión: dos metros de
ancho y dos metros de profundidad. En Budy, una zanja atraviesa la pradera
en dirección a los sembrados, otra llega hasta el mismo terraplén del
ferrocarril y la tercera, hasta una carretera transitada por coches y por
viandantes. Para quienes no trabajan aquí, Budy es un sitio con encanto. La
imagen de personas normales trajinando en sus fincas, las voces de los niños
pequeños, el retiro acogedor de los patios, los tejados musgosos y poblados de
palomas, el olor a vacas y a leche recién ordeñada, todo eso te hace soñar,
despierta tu añoranza y mitiga los pesares. Puedes ver pasar a personas que
son libres. Por el camino, en especial los viernes, pasan mujeres cargadas con
cestas que se dirigen al mercado; también pasan granjeros montados en carros
y niños que andan con sus libros a cuestas al colegio. Cuando se encuentran
con las miradas de los prisioneros miran a otro lado con miedo. Los pasajeros
del tren que pasa por aquí son más atrevidos. El ímpetu del tren los llevará
lejos y no dudan en asomar la cabeza a través de las ventanas y saludar con un
gesto de la mano. Los prisioneros los acompañan con su mirada durante su

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breve trayecto por el campo. Quizá se dirijan a las ciudades que más añoranza
nos despiertan, quizá por casualidad hablen con alguno de nuestros
conocidos. A veces pasan trenes que llevan heridos; lo hacen en silencio y
despacio. Las ventanas están cubiertas de tela blanca, los vagones son de lujo.
En otras ocasiones atraviesa el lugar un tren largo de mercancías, tan largo
que no se ve su final. Estos trenes se llevan nuestro carbón de Silesia; en ellos
el enemigo se lleva el combustible que nos ha robado. A veces el enemigo
transporta en ellos los juguetes rotos de la omnipotente guerra: bombarderos
trimotores de gigantescos fuselajes que tienen las alas rotas, automóviles,
tanques y cañones averiados. Un tren así tarda en pasar un buen rato y se nota
que va muy cargado. Algunos, para matar el tiempo, calculan cuántas
escuelas, bibliotecas y hospitales se podrían hacer con toda aquella chatarra
de hierro malgastada.
El tiempo pasa. Los días se parecen los unos a los otros más incluso que
los prisioneros entre sí. Y sin embargo, ¡cuántas vicisitudes tienes que
soportar, cuánta energía debes poner en ellos, cuántos cuidadosos planes son
necesarios para superar las pequeñas pruebas diarias!
El prisionero que trabaja con una pala en una zanja tiene un horario, al
que se atiene escrupulosamente. Sabe que puede sobrevenirle la muerte por
toda una serie de circunstancias que pueden tener su origen en una orden de
las autoridades o en el azar, pero también siente que tiene en su mano la
posibilidad de evitar la muerte y de salir airoso. Por eso intenta tener la
cabeza ocupada para que se le pase el tiempo más deprisa. Cuando está
agachado en silencio con la pala, observa todo lo que está al alcance de su
vista, escucha las conversaciones, o se entrega a sus pensamientos. Si
consigue parcelar el tiempo, éste le resultará más llevadero y hará que avance
más rápido. Si tiene algo de comer podrá convertirlo en el acontecimiento del
día. Podrá decirse a sí mismo: cuando termine de cavar ese trecho me tomaré
un trozo de pan.
La larga caminata es muy extenuante para alguien que está físicamente
agotado y despierta un gran apetito. Por suerte, después de meses de hambre,
han empezado a llegar paquetes con comida al campo. Significan placer y
provecho, pero también ¡cuántos problemas! Te gustaría dividir la comida en
partes para que te salvaran de la extenuación hasta la llegada del siguiente
paquete. El problema es que no tienes dónde guardarlo. Cuando estás
trabajando en la zanja se te pasan ideas por la cabeza. Se te ocurre que el
derecho a recibir paquetes con comida y dinero, que las autoridades del
campo han concedido a los prisioneros, ha sido sustituido por unas normas

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ilógicas, que siembran el caos e influyen de forma negativa en la situación de
los prisioneros.
Está permitido enviar paquetes al campo y recogerlos del depósito, pero el
prisionero tiene prohibido tenerlos consigo dentro del campo. Sólo puedes
llevar al trabajo una escudilla y una cuchara. No puedes tener un saco
pequeño ni un hatillo. Entonces ¿qué puedes hacer con el paquete que has
recibido la tarde anterior? Si se te ocurre dejarlo en tu camastro cuando sales
del Lager a trabajar, a tu vuelta no encontrarás ni rastro de él. Mucho mejor si
no obedeces las normas y consigues sacar algo de comida al campo. Así que
la tarde la dedicas a preparar un paquete pequeño y plano que envuelves
herméticamente en papel. Le entregas otro igual a una compañera que gracias
a su delgadez lo pasará por la salida sin contratiempos. En Budy, cuando
sientes que el tiempo pasa despacio, cuando el viento te molesta o la nevasca
congela las manos con las que manejas la pala, puedes consolarte mordiendo
al aire libre un mendrugo de pan, sentir no sólo su olor y sabor, sino también
la forma y el color.
Los trenes retumban sobre las vías y nos dan la medida del tiempo; antes
de las once de la mañana siempre pasa un tren rápido de Katowice, la señal de
que al cabo de una hora y media repartirán la sopa. Wiesia, una chica delgada
de 17 años, viene hacia nosotras desde la otra zona de trabajo. Para que no le
llamen la atención hace como si estuviera apartando con su pala la arena de
uno de los lados de la zanja. Su madre murió en la cárcel y su padre está en un
campo para oficiales. Él le envía paquetes y cartas cariñosas. Sus enormes
zuecos le confieren unos andares graciosos; abultan más los trapos con los
que se protege que sus pies. Sus piernas, de igual grosor que sus tibias, pisan
el suelo con inseguridad. Con el pelo al cero, sus ojos parecen todavía más
grandes. Sin dejar de mover la pala y sin levantar la cabeza, dice con una
sonrisa, como si le hablara al montón de arena:
—¿Tienes un cuchillo? ¿Qué tal si comemos algo?
Las mujeres se esconden de la Kapo, que con mucho gusto impide a palos
que las prisioneras se den un respiro y saquen a hurtadillas sus provisiones
para comer algo entre palada y palada. Así, el tiempo se te pasa más rápido.
Ésta es una de las pocas distracciones del día. También te ayuda a aumentar el
increíble caudal de fuerza interior, que te permite conservar el calor corporal a
pesar del aire penetrante que hiela la tierra y apelmaza la arena húmeda.
También te permite mantener el ánimo cuando a tu alrededor se extiende el
exterminio y la muerte; te permite creer que Alemania perderá la guerra
cuando todo cuanto te rodea, incluidas las vías de ferrocarril por las que

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transportan constantemente las provisiones, hablan de su poder. Los días de
invierno cubiertos por la escarcha pasan más deprisa en Budy que en otras
cuadrillas de trabajo. A pesar de que es sólo febrero, que nieva a menudo y
que el frío hiela la tierra, en la jerga del campo ya es primavera. Porque aquí
el presente no existe. Aquí vives en el futuro. Ya no te amenazan los fuertes
vientos de noviembre, ni las nevascas de diciembre y enero, ni tampoco las
heladas. ¡Tienes por delante los meses de marzo y de abril, te espera el
verano! Has dejado atrás las peores amenazas, aquello a lo que temen más las
prisioneras (muchas de ellas no llegarán a la primavera), has dejado atrás el
lúgubre invierno en Oświȩcim. En estos momentos los días son cada vez más
largos, cada mañana amanece más temprano. Cada día, en tu organismo,
como en una planta pisoteada, se despierta con más fuerza el deseo y la
alegría de vivir y la esperanza de la supervivencia.
No, el Kommando 117 no es tan malo si tienes en cuenta que cada día
hace más calor y que puedes controlar e, incluso, acabar con el dolor de
piernas si te las masajeas con cuidado.
Pero en la vida y aún más en el campo todo lo bueno termina pronto.
Llega el día de la catástrofe. En esta época muchas prisioneras reciben dinero
que las autoridades canjean por unos vales. Con ellos puedes comprarte en la
cantina una cosa estupenda: un caldo de carne que preparan en una carnicería
de Oświȩcim. Cada tarde, después de la formación, se reúne delante de la
cantina una muchedumbre de gente que las alemanas intentan dispersar a
escobazos. Un día, como de costumbre, la muchedumbre se amontona delante
de la puerta sabiendo que nunca hay sopa suficiente para todos. De repente
los pitidos insistentes de los silbatos acallan el rumor de los prisioneros. A
esta hora, una vez acabada la revista no es normal que se oigan los pitidos en
el Lager. Al mismo tiempo se oyen las llamadas:
—Zählappel! Block sieben, Zählappel! ¡Recuento! ¡El bloque 7 al
recuento!
Nadie sabe qué pasa. Sólo ha pasado una hora desde el recuento y además
están convocando sólo a las del bloque 7. La gente piensa que se trata de una
artimaña de las prisioneras alemanas para que las polacas se vayan de la
cantina. Sin embargo, los pitidos se hacen cada vez más insistentes en todo el
campo. La imagen de una jefa de barracón del bloque 7 que corre asustada
hacia la puerta del campo indica que está pasando algo anormal. Al cabo de
un rato, en todo el Lager resuena el grito:
—Block sieben, Block sieben, Block sieben! ¡Bloque 7, bloque 7, bloque
7!

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El sol del invierno ya ha ido dejando en el cielo una aurora de luces rojas.
A la luz de este resplandor se ve correr desde diferentes lados a las prisioneras
polacas del bloque 7. Entre ellas hay prisioneras que hace un momento
estaban en la puerta de la cantina, también otras que llevan recipientes con
agua, otras que estaban de visita en el hospital y también otras que estaban
dormidas. Son muchas las que vienen corriendo para colocarse en las filas de
a cinco. Nadie sabe lo que está ocurriendo. La jefa de barracón no está, así
que las responsables de habitación hacen el recuento. La operación dura quizá
una hora. Cuando la oscuridad invernal del prematuro ocaso envuelve el
campo, un pitido libera a las prisioneras. Por supuesto ya no hay sopa en la
cantina, el cansancio y el frío se apoderan de tu cuerpo extenuado. Pero antes
de que te dé tiempo a quitarte la ropa los silbatos te llaman de nuevo a la
formación. Las mujeres han de marchar en filas de a cinco hacia la puerta del
campo. Lo hacen. Al cabo de una hora, un pitido pone fin a esta nueva
formación. Nadie sabe cuáles son los propósitos de las autoridades. Muchas
mujeres ya están dormidas cuando el llamamiento para la formación se oye
por tercera vez. Esta vez se reúne en formación a todas las prisioneras
polacas. Ya es de noche. Tu cuerpo somnoliento tiembla. Sólo piensas en una
cosa: ¿cuándo terminará todo? Ya te da igual lo que vaya a ocurrir, si es una
inspección, si te van a pegar, te da lo mismo con tal de que termine cuanto
antes. La noche es fría, es el principio de febrero.
Nos ordenan formar en columnas de a diez. Alguien susurra: van a hacer
una selección. Otra prisionera ha oído que nos han convocado por la fuga del
campo que hoy se ha confirmado en Budy. Las prisioneras se colocan una al
lado de la otra, como si quisieran impedir que se colara entre ellas una pizca
de frío. Ahora, se puede apreciar por primera vez cuántas prisioneras polacas
hay en el campo. Están en grupos de cien, formadas delante del
Blockführer[29] y en la oscuridad aparecen como unas formas geométricas de
contornos bien marcados. Están muy cerca de la alambrada, a una distancia
que normalmente está prohibida; tan sólo una zanja las separa de los letales
alambres. La luz chillona de los focos les da directamente en los ojos.
El tiempo pasa y no hay novedad. Las manos frotan el cuerpo, lo
pellizcan, intentan calentarlo en vano. Un frío intenso obliga a un SS de la
torre de observación a zapatear ruidosamente. Por fin, algo empieza a
moverse. Hay que colocarse por orden alfabético. Todo dura bastante tiempo
porque no todas las prisioneras se saben el alfabeto y el lugar que les
corresponde en él. Una voz va llamándolas en la oscuridad por sus apellidos,
alguien comprueba los números cosidos en los uniformes a rayas. Enseguida

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se anuncia que las prisioneras que han pasado por la revista pueden volver a
su barracón aunque aún no se pueden acostar. En efecto, un tiempo después
de la inspección se oyen de nuevo los silbatos. Hay que volver a formar
delante del Blockführerstube. En esta ocasión, una vez acabada la formación
y el recuento, se oye en la oscuridad un grito muy fuerte y quejumbroso:
—María Bieda! María Bieda! Wo ist María Bieda? ¡María Bieda! ¡María
Bieda! ¡Dónde está María Bieda!
Así te enteras de que María ha huido. Mientras en el campo gritan su
nombre, ella está lejos de aquí, escondida en un almiar o en un cobertizo
repleto de heno. Todas las prisioneras polacas aguardan de pie, temblando. Y
no sólo de frío. Las prisioneras alemanas duermen. Las judías, también. Pero
las polacas pasan frío a la intemperie y oyen cómo unos labios que no se ven
en la oscuridad gritan:
—¡Ma-ria Bie-da! ¡Ma-ria Bie-da!
A ella la persigue ahora el miedo. El campo entero ha salido en su
búsqueda, todos los fantasmas y los muertos que ha querido dejar atrás, en
Budy, la persiguen ahora gritando:
—Wo-ist Ma-ria Bie-da…
¡Es inútil que la llaméis! María Bieda ya está lejos. Ha tenido suerte en su
huida. Los caminos y veredas de Polonia la conducen felizmente a su casa,
que al parecer está en Czȩstochowa.
Las prisioneras polacas se van a dormir a medianoche. Tendrán que
levantarse de nuevo a las cuatro y media para ir a trabajar. Cerca de la entrada
al campo sólo queda el Kommando 117, que cumple el castigo que se le ha
impuesto por la fuga de María Bieda.
Durante esa primera comprobación han salido a relucir errores en el censo
de prisioneras. Las autoridades del campo no conocían el paradero de unas
cuantas mujeres más y nadie sabía confirmar si habían sido liberadas o
simplemente habían huido. Esto ha acarreado recuentos generales y la
introducción de tatuajes.
María Bieda ha tenido consecuencias importantes. A partir de su huida, el
viernes, que es día de mercado, cuando los lugareños recorren en masa la
carretera, siempre trae malos presagios. Cada semana huye una mujer. Sin
embargo, no todas tienen suerte. Después de la huida de María Bieda han
tatuado un número en el brazo de las prisioneras. También un jefe y un Rapo
se encargan ahora de contar a las prisioneras cuando llegan a los sembrados
donde trabajan, así como a la hora de comer y cuando se disponen a regresar
al Lager. Si una mujer logra huir, se encierra al jefe, a los SS encargados de la

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vigilancia de las prisioneras y a la Kapo correspondiente en un búnker, una
celda subterránea. También han advertido a los prisioneros polacos que
trabajan en Budy de que les aplicarán las penas más severas en el caso de que
se produzca allí otra fuga.
Pasa una semana. Como cada viernes, hay mercado y una multitud de
lugareños invade la carretera. Cuando se aproxima el mediodía, antes de la
distribución de la sopa, se confirma una nueva fuga. Han avisado a los SS por
teléfono y éstos empiezan enseguida la búsqueda. Las mujeres que se
encargan de abrir zanjas están atentas para enterarse de si van a traer a la
fugitiva. No, no ha tenido suerte. Ha dejado su traje a rayas en el cobertizo de
una de las granjas próximas. A la mañana siguiente, las prisioneras polacas
que pasan por la granja ven una imagen muy familiar. Delante de la casa hay
un coche largo y elegante. En el umbral, hay un grupo de la Gestapo. Van
saliendo los habitantes de la casa uno a uno, el padre, la madre y unos niños.
Una niña pequeña se agarra a la mano de la madre y dice en un polaco muy
puro:
—¡Mamá, mamá, tengo miedo!
Un miembro de la Gestapo entreabre la puerta de la limusina y con un
gesto invita a los granjeros a subir al coche. Los rostros de todos están muy
pálidos y completamente paralizados. Sus ojos se encuentran con los de las
mujeres de uniforme a rayas. Después, se cierra la puerta del automóvil, que
se va a toda prisa.
Pero esta imagen no sirve de escarmiento. El siguiente viernes hay una
nueva fuga. Esta vez, la búsqueda resulta infructuosa a pesar de que los SS
registran las granjas y casas de los alrededores. Ya por la tarde, uno de ellos
pregunta a unos niños que juegan cerca del camino si no han visto a una
mujer con un vestido a rayas, un vestido como el de las mujeres que trabajan
cerca de sus casas. Sí, la han visto y señalan por dónde se fue. Ese día, cuando
el Kommando 117 vuelve del trabajo, llevan en una camilla un cuerpo
ensangrentado cubierto de un vestido a rayas. El viento revuelve la escasa
mata de pelo de la difunta y le retira el vestido del cuerpo. La muerta ya ha
dejado de ser prisionera. Mientras los brazos exhaustos de sus compañeras
llevan su cuerpo inmóvil y silente, su ser ya está muy lejos de la cuadrilla.
Qué pesado y resistente es su cuerpo en este último viaje de vuelta al Lager.
Un SS enfurecido azuza al perro que se echa encima de las mujeres que llevan
la camilla y las obliga a marchar más deprisa. Pero ella ya no tiene miedo a
los perros de la SS, ya no va a temblar cuando le apunte el cañón de una

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pistola, no romperá a llorar atormentada cuando la puerta del campo se cierre
de un portazo detrás de ella. Ella ya es libre.

Las condiciones de vida en el Kommando 117 se hacen penosas.


Cada mañana delante del bloque 7 se producen escenas insólitas. Las
mujeres que forman en filas de a cinco se dan prisa para colocarse cerca del
camino o al lado del pequeño puente sobre la zanja. Cuando la formación
termina, ellas se echan en grupo sobre la jefa de barracón. Ésta es la mejor
manera. Su silueta, que obstaculiza el paso, aparece y desaparece ante las
mujeres como un domador de fieras. Durante una fracción de segundo se ve la
expresión de rabia en su rostro, el palo que se alza para caer a diestro y
siniestro sobre la cabeza de las prisioneras que corren. Se oyen palabras
insultantes. Sin embargo, la jefa de barracón no es capaz de golpear a la vez a
un centenar o a varias decenas de mujeres. Algunos golpes logran alcanzar
alguna que otra cabeza, pero no pueden detener a todo un grupo compacto.
La jefa de barracón es demasiado sensata para correr detrás de cien
mujeres cuando tiene que vigilar a otras mil. Éstas se van corriendo felices.
Para evitar el castigo tienen que cruzar la puerta del campo. No podrán eludir
el trabajo, pero sí el Kommando 117. Corren hacia la carretera para unirse a
algún otro grupo y hacer feliz a otra Kapo, que, sin esfuerzos, ha conseguido
voluntarias. Antes se veían obligadas a adular a la Kapo que las acogía, pero
ahora, desde que las prisioneras reciben paquetes con alimentos, todo
funciona mediante sobornos.
En la Baumschule (la Escuela de Arboricultura) de Budy trabaja una Rapo
pelirroja llamada Käte. Cada mañana Käte tiene que sacar a trabajar un
número determinado de prisioneras, todas delincuentes comunes alemanas.
Pero a las prisioneras alemanas les gusta disfrutar de prerrogativas especiales.
Así que Käte se lleva sólo una decena de ellas en las primeras filas y después,
con la ayuda de un palo y de unas ayudantes, tiene que atrapar a diferentes
mujeres que se esconden entre los barracones para completar así el número
exigido. Las prisioneras polacas del bloque 7 se ponen de acuerdo con Käte.
Todas ellas son mujeres jóvenes, llenas de iniciativa, y que no se dejan vencer
por la violencia del campo. Su aspecto es más pulcro que el del resto. Käte
también va con su grupo a Budy, pero a un vivero con jardines propios donde
hay una especie de barracón subterráneo muy acogedor y agradable cuando
llueve. Aquí dan mucho más de comer a mediodía, un litro de sopa por
persona, mientras que las prisioneras polacas que trabajan en las zanjas

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reciben la mitad. Durante el descanso para la comida la sensación de calor y
saciedad te recorre el cuerpo y llega hasta las frías manos y pies. Las
prisioneras alemanas se calientan en la parte del barracón donde está la estufa,
preparan la comida y cantan. Las polacas, que tienen que estar en la zona del
barracón donde hace frío, aprovechan el tiempo para descansar. En esta parte
hay brazados de mimbre y unas tablas que se utilizan para labores de
jardinería como colocar plantas y montar cestas de grandes dimensiones.
Sobre estas tablas y mimbres, incluso en el fondo de las cestas, unas siluetas
encorvadas se quedan dormidas durante un rato con un sueño profundo. Sus
cuerpos extenuados, demacrados y renegridos se reconfortan con el calor de
una sopa de naba y con la posibilidad de dar una cabezada y de respirar el aire
sano de Budy. El descanso dura poco. Después de traer la sopa y de
distribuirla, quedan quince minutos como máximo para dormir. Sin embargo,
cómo se recupera el organismo. Al oír el silbato las mujeres se levantan con la
mirada somnolienta y con el pensamiento persiguen la imagen de sus sueños,
que comienza a desvanecerse.
Cuando hace buen tiempo se trabaja en los huertos. La primavera
comienza a despertarse, la tierra empieza a oler a sol; en cualquier momento
los capullos aparecerán hinchados en los árboles. Un viento suave que sopla
desde las montañas que están al sur arquea las copas de los árboles pequeños
y trae un suspiro de libertad y recuerdos que huelen a pino negro y nieve. Los
aires de libertad se te suben a la cabeza como el vino, como un vino blanco y
generoso que bebieras sin medida para saciar la sed. Los árboles arqueados
parecen señales que indicaran la dirección: allí, a lo lejos donde se vislumbran
las copas de los sauces viejos, hay un camino bien delimitado, un camino
blanco que conduce a la ciudad. ¿Por qué no probar suerte, por qué no
experimentar el milagro de dejar de ser un número impersonal para
convertirse en un ser humano? Los pinos pequeños se doblan y sacuden como
si el viento los fuera a arrancar de cuajo. Las prisioneras alemanas canturrean
una y otra vez una canción cuya letra adquiere, en nuestra situación, un
significado muy especial:
Es geht alles vorüber, es geht alles vorbei,
Nach jedem Dezember kommt wieder ein Mai…
(Todo transcurre, todo pasa, después de diciembre llega mayo de nuevo…)
¡Cuántos diciembres y mayos han pasado delante de los ojos de estas
viejas delincuentes alemanas! Cuántos sentimientos, cuántos rasgos
connaturales al ser humano han quedado dañados por los acontecimientos de

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estos años. Las prisioneras polacas que escuchan la canción prefieren no
pensar que habrá otro mayo, que llegará una vez más y que también pasará; es
decir, que será vorbei. Mientras tanto, todos los días se parecen, aunque los
mejores son aquéllos en los que puedes librarte del Kommando 117. Pero no
siempre lo consigues. A veces algo te impide escabullirte a tiempo o algún
otro grupo se adelanta, y cuando tú llegas Käte ya ha completado su cupo de
trabajadoras. Entonces marchas disciplinada en las filas del Kommando que
está más cerca de la muerte. Marchas para acarrear por la tarde algunos
cadáveres en el camino de vuelta de ocho kilómetros. Es la época de las
grandes selecciones en el hospital y también entre las personas que se quedan
durante el día en el Lager. Resulta mucho más fácil esconderse si eres sana y
joven que enferma y vieja. Así que al final son las mujeres viejas las que
trabajan en los sembrados, las que tienen que arrastrar con sus piernas
famélicas los zuecos pesados, las que marchan con una sonrisa en sus rostros
arrugados como pidiendo disculpas a las jóvenes por ser menos ágiles y por
tropezar obstaculizando la marcha. Marchan las mujeres enfermas, cegadas
por el sudor que se les mete en los ojos. La marcha es para ellas un trabajo
duro durante el cual el corazón, como una máquina que funcionase a toda
velocidad, crea el zumbido de la sangre en el cerebro y cubre los ojos de
oscuridad. A veces hay prisioneras que se caen justo después de cruzar la
salida del Lager, unos cuantos pasos detrás de la verja. Pero no pueden volver
al campo. Una vez que cruces la vega no hay vuelta atrás, tienes que estar
todo el día «arbeiten, trabajando», hasta que toqué formar por la tarde. Un día
una mujer joven se cayó al suelo completamente extenuada de camino al
trabajo. Las compañeras la tumbaron inconsciente en la camilla y la llevaron
durante ocho kilómetros hasta Budy, donde yació sin recuperar el sentido
sobre el suelo mojado. Murió en el camino de vuelta.
Los SS castigan con severidad a las prisioneras enfermas que son
incapaces de seguir el ritmo y se quedan rezagadas. Cuanto más joven sea,
con más saña la golpearán y con más fuerza la empujarán con la culata hasta
hacerla caer de cabeza en la zanja; después, cuando la prisionera se levante
lentamente sobre los pies hinchados, el SS la azuzará con el perro. La arena
del camino absorbe la sangre con rapidez y si queda alguna huella los pies de
los miles de prisioneras que desfilan por allí se encargarán de borrarla. Sólo
en algunos puntos concretos, en los caminos que se vacían por la tarde, yacerá
una escudilla perdida, un trozo de ropa arrancado y ensangrentado como
testimonios de la realidad cotidiana en el campo. Los ramosos sauces del

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camino crecen en dos filas y doblan sus siluetas jorobadas. Ellos son los
únicos testigos en todo el terreno vacío que rodea al Lager.
Después de la huida de María Bieda la disciplina se ha endurecido y se
han introducido castigos especiales para las prisioneras del Kommando 117.
Las autoridades han establecido que apartarse del camino durante la marcha o
parar un momento para llenar la escudilla con el agua de una zanja se
considerarán intentos de fuga. Por culpa de esta medida las prisioneras se ven
obligadas a pisar los charcos cubiertos con una fina capa de hielo, que se
rompe fácilmente, y cuando esto ocurre los pies que calzan zuecos
agujereados se hunden en el barro. Los laterales del camino están secos, pero
por ellos van los SS con la culata en la mano preparada para asestar un golpe
a quien se les acerque. Las mujeres intentan atravesar el barro corriendo, pero
por mucho que se esfuercen tendrán que pasar el día entero con el calzado
mojado.
También se ha anunciado que durante el descanso para comer se prohíbe,
bajo pena de muerte, estar a más de una docena de pasos del resto de tus
compañeras. Así que después de devorar tu medio litro de sopa tienes que
estar de pie en el mismo sitio o sentarte en un suelo mojado y helado. Si se
produce alguna fuga la Rapo, el jefe que se encarga de inspeccionar el trabajo
y los SS (los Posten[30]) que vigilan a las prisioneras, serán castigados. Así
que su rabia se manifiesta en todo. Las alemanas se descargan con ganas con
las mujeres que están bajo su vigilancia. En el lugar de trabajo, a varias
decenas de pasos de la zanja, en un espacio despejado se ha cavado un hoyo
que sirve de letrina. Algunas mujeres que padecen desórdenes intestinales
pasan allí más tiempo del habitual. La Rapo las arrea a gritos sospechando
indignada que aprovechan la ocasión para despiojarse. Al final, corre a la
letrina presa de ira, agarra a la primera mujer que encuentra, la tira al hoyo, la
patea, la revuelca contra el suelo y la maltrata. El resto de las prisioneras tiene
que limitarse a observar sin mover un músculo, sin poder manifestar ni con
palabras ni con gestos lo que siente.
Desde que empezaron las fugas también se ha endurecido el trabajo. Los
jefes escogen terrenos difíciles para que excavemos en ellos. Uno de estos
jefes, un silesio, ha ordenado abrir una zanja modélica en lugar de una zanja
pequeña llena de agua. El plan parece sencillo. Tienes que entrar en el agua
(hay que hacerlo, de lo contrario el jefe te empuja), sacarla con paciencia con
el cuenco y echarla al campo. Cuando la zanja ya está seca empiezas a
excavar hundiéndote en un fondo de limo. Pero por la noche la zanja se
vuelve a llenar del agua que riega los campos y al día siguiente tienes que

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empezar desde el principio. El jefe vigila obstinado. No puedes dejar de
trabajar ni hacer una pausa, ya que enseguida corre amenazándote con la pala.
Nadie quiere ir a Budy, pero si te toca no puedes evitarlo. Las prisioneras
polacas del bloque 7 sólo pueden trabajar en esta cuadrilla. Cada día al cruzar
la verja del campo te dicen que debes informar de inmediato si ves que
alguien se dispone a darse a la fuga. La jefa de barracón te sermonea diciendo
que no se puede exponer a una muerte segura a todo el Kommando por
esconder a las fugitivas, que se puede permitir que diezmen el barracón o
envíen a la gente al bloque 25. Las inspecciones personales están a la orden
del día. No puedes llevar ropa de abrigo, ni prendas de más, porque pueden
pensar que quieres escaparte. Por las mañanas la jefa de barracón inspecciona
la ropa, después en la puerta del Lager las Aufseherinnen vuelven a revisar a
las prisioneras, y luego la Kapo se encarga de los registros al aire libre. La
manía persecutoria empieza a ser contagiosa. Las mujeres se observan una a
otras de soslayo, escuchan a hurtadillas, vigilan constantemente a las
sospechosas. La jefa de barracón alienta este comportamiento. Para muchas
prisioneras es una especie de oráculo. A veces durante el recuento de la
mañana una acusadora anónima le entrega el número de una prisionera que
supuestamente quiere darse a la fuga. La jefe de barracón informa al
Blockführerstube. Después le comunican al SS que escolta a las prisioneras el
número en cuestión. Cuando la cuadrilla llega al lugar de trabajo, el joven SS
se pasea a lo largo de la zanja y observa a las mujeres. Por fin, encuentra el
número que buscaba y le dice a la mujer que va a matarla porque le han
informado de que quiere huir. Es posible evitar la pena de muerte si dices
quién te ha convencido o con quién más pretendes escaparte. La prisionera,
después de pensárselo, dice que la ha inducido otra prisionera y va en su
búsqueda con el SS. Después de recorrer la fila de mujeres que se inclinan
para llenar las palas, señala por fin a la culpable. Quizá estas dos mujeres ni
siquiera se hayan visto antes. El SS la anima a que mate a la mujer que planeó
la fuga si quiere demostrar que es inocente y que fue la otra la que la incitó.
Que la mate a palazos. Y la criatura ignorante levanta la pala para golpear a la
mujer a la que ella acusa. El SS y la Rapo están a su lado. Sobre las cabezas
de las mujeres que trabajan se oye sin cesan.
—Los! Weitermachen! Bewegung! ¡Rápido! ¡Seguid trabajando!
¡Moveos!
El filo de la pala hace sangrar el cuerpo que se va debilitando. Cuando la
mujer cae al suelo, el SS ordena a la otra que deje la pala y se dirija a las vías
del ferrocarril. Se oye un disparo. Ahora, las prisioneras ocupadas por el

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trabajo en las zanjas observan que cerca de la vía una persona se distancia
peligrosamente del resto. Va despacio, sin prisa. Las mujeres tiemblan de
miedo. ¿Acaso quiere escaparse de forma tan tonta? De nuevo se oye un
disparo, pero la mujer sigue adelante. Los SS no tienen buena puntería. A
cada rato, un disparo rompe el silencio, que el bosque devuelve en forma de
eco, pero la mujer sigue adelante. Tu mirada desea verla ya tumbada en el
suelo, y ella seguramente tampoco puede esperar más su muerte, porque de
repente, después del octavo disparo, da la vuelta y empieza a andar deprisa en
dirección al SS que dispara. El noveno disparo da en el blanco y la mujer cae
muerta en el suelo. Ahora le llega el tumo a la segunda. Sin embargo, ella se
pone de pie de un salto y a pesar de las heridas de la espalda corre con rapidez
hacia el bosque. Por un momento tienes la esperanza de que el SS falle y de
que el bosque la oculte y le permita huir. Es un momento breve, que
concentra los deseos de muchas prisioneras que observan la escena. El bosque
está cada vez más cerca, y el SS yerra la puntería. Sin embargo, esta vez ha
dado en el blanco y la mujer cae de cara con los brazos levantados.
Este día, aparte de las dos prisioneras acusadas de planear la fuga, han
matado a una joven judía que durante la hora de comer se alejó de su grupo
cuando comían en la pradera. Una ambulancia con la cruz roja salió al
encuentro del Kommando 117 y se llevó a las muertas.
Pero, como ni siquiera el número de los muertos en Budy es capaz de
disuadir a las prisioneras de que sigan huyendo, las autoridades del campo
introducen un método nuevo, que enseguida surte efecto. Un día, al volver del
trabajo, la columna encuentra en la entrada del Lager a una mujer vieja de
pelo canoso que lleva colgado en el pecho un cartel de cartón en el que se
puede leer más o menos lo siguiente: «El hijo de esta mujer se escapó del
campo de concentración de Oświȩcim. Por eso, su madre y el resto de su
familia fueron arrestados y deberán ocupar el lugar del fugitivo». Entre las
miles de columnas de a cinco no hay nadie que no tenga un ser querido,
alguien muy especial al que preferiría ver antes muerto que en Oświȩcim.
Nadie quiere ser libre a costa del cautiverio de las personas a las que quiere.
Quien conoce Oświȩcim desea ser el último prisionero que ingrese en este
lugar, desea que nadie más sea entregado a este exterminio ejecutado con los
métodos más insólitos.
En estos momentos, el juncal que bordea el camino ha dejado de susurrar
entre los estanques por donde pasa el Kommando 117, ya no tienta a los
prisioneros para que se fuguen. Ahora les recuerda que la huida es posible,
pero que no te puedes atrever a ponerla en práctica por las represalias a las

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que someterán a tu familia más cercana, a esos parientes a los que envías
cartas. Todas las prisioneras ven en la vieja con el cartel colgado del cuello la
imagen de su madre. Y todas juran que nunca, ni siquiera si se les presenta
una ocasión favorable, se dejarán llevar por la tentación de huir. Esta amenaza
ha cerrado el campo con una muralla infranqueable. Es invisible, pero más
segura que las alambradas y las ametralladoras. Está construida a base de la
voluntad de hierro del prisionero, que no quiere huir para evitar que les pase
algo a sus allegados. Eso sí, de vez en cuando se cuentan historias como esa
de unos prisioneros de Varsovia que llegaron a Oświȩcim a mediodía,
emborracharon por la noche a un SS, pusieron un barril sin fondo entre la
alambrada y el suelo y de ese modo se escabulleron del campo. Aunque estas
historias se cuentan como anécdotas y no como modelos que deban imitarse.
En las presentes circunstancias es posible llevar a miles de prisioneros a
los campos adyacentes al Lager sin temor a las fugas. Sabes que un cerco más
fuerte que los alambres, impenetrable e irrompible te rodea. Da igual que
camines entre un juncal o por unas casas en ruinas. Al oír el silbato volverás a
toda prisa para que nadie pueda acusarte de planear tu fuga. Aunque suceden
cosas como la siguiente:
Una mujer aprovecha el descuido de un SS y se escabulle hasta unas
ruinas cercanas. Allí encuentra un rincón tranquilo y se queda dormida.
Mientras tanto, se acerca la hora de acabar el trabajo y la cuadrilla se dirige
hacia el Lager. Como está dormida no oye el silbato, no oye el ruido de las
palas que las prisioneras están limpiando, no oye la orden de regresar al
campo. Al final, se despierta en medio de un silencio absoluto. La mujer se
pone de pie dando un salto y ve que está sola. Entre las ruinas desiertas se ve
una pila de herramientas. La mujer está sola en medio del campo abierto, a
varios kilómetros de distancia de Birkenau. Hasta donde alcanza la vista sólo
hay espacio vacío. El césped y las flores campestres se doblan e inclinan
hacia el sol que se pone, mientras el agua transparente de un estanque cercano
tiembla con una emoción secreta y la alondra invisible dedica su canto al azul
del cielo. El silencio es total, ilimitado, y en él late, a un ritmo incesante, el
corazón caliente de Silesia. Son las máquinas de las fábricas. Hasta ahora, con
el estrépito de los prisioneros trabajando a su alrededor, era imposible
diferenciar su ruido. De los estanques y ciénagas empieza a levantarse una
bruma transparente que oculta el horizonte. Unas campanillas lilas se mecen
al viento como si tocaran el ángelus.
La mujer se arrodilla e inclina el torso todo lo que puede. Con los brazos
quiere abrazar la tierra donde crecen en abundancia tomillos, acederas y

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siemprevivas. Apoya la cabeza y el rostro caliente lo sumerge entre las hojas
frescas y se despide de este lugar con un beso, el lugar donde le ha sido dado
vivir un momento de silencio.
Por la vía del ferrocarril cercana corre un tren rápido que arrastra tras de sí
un cometa de humo y chispas que se van cayendo lentamente sobre la pradera
donde se apagan. La mujer se pone de pie de un brinco y empieza a correr, no
hacia la vía, sino en sentido contrario. Cada vez corre más aprisa, con mayor
violencia y temor a pesar de que sus oídos se llenan del silbido del viento. No
puede acallar el retumbar del tren que se aleja.
La mujer está cada vez más cerca de los caminos que conducen al campo,
más cerca de las cuadrillas que vuelven del trabajo. Si consigue alcanzar al
resto de las prisioneras, entonces la libertad de la que ha disfrutado durante
unos minutos se desvanecerá como lo hace, de hecho, el silbido penetrante de
la locomotora.
Si no consiguiera alcanzar a sus compañeras, entonces la desgracia viajará
por esa misma vía hasta su casa.
Su carrera se hace cada vez más peligrosa. Si un SS la descubre, puede
detenerla y matarla. Ya puede ver el Lager y las cuadrillas que se acercan a la
entrada. La mujer reconoce la suya y se suma a ella en el momento en el que
el jefe, que no se aclara, está haciendo el recuento. Acalorada y empapada de
sudor se presenta ante él y da explicaciones. Tiene una suerte increíble, ni
siquiera recibe un bofetón. Por fin marcha erguida en su fila de a cinco al
compás de la orden «Links, links, links und links[31]».
Su corazón cansado, que ha latido en su pecho con un estrépito violento,
comienza a calmarse y a latir más despacio.
El viento sacude las ramas famélicas de unos árboles pequeños como si
quisiera arrancarlos de la tierra en la que hunden sus raíces. Un poco más
tarde, en el silencio de la formación vespertina, se oye a lo lejos el silbido
apenas audible de una locomotora.

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6. Domingo

n observador ajeno al Lager que vea desde el tren a miles de

U prisioneros moviéndose a lo largo de la vía puede llegar a


conclusiones erróneas. Podría pensar con alivio que, si hay tantas
cuadrillas de trabajadores abriendo zanjas en cualquier período del
año, eso significa que muchas personas consiguen evitar la muerte.
Pero estos prisioneros no son los mismos. Cada mañana sale del Lager al
trabajo un número idéntico de filas de a cinco, que visten los mismos
uniformes a rayas cada vez más desgastados, pero en cada estación del año
los números que llevan cosidos encima son nuevos, y también los prisioneros
que los llevan.
Las tandas de prisioneros se suceden unas a otras como generaciones de
abejas.
En los meses de verano queda sólo una parte de los prisioneros que
llegaron en primavera. La reducción del número de prisioneros suele ser más
drástica en otoño. Por último, pocos de los que llegan en los transportes de
otoño llegan a primavera, porque el invierno es la estación más dura. El
número de registro del campo, que va ya por una cifra muy elevada, sólo
indica la cantidad de personas que han entrado en el campo y no sirve, por
tanto, para calcular la población existente en un momento dado.
Para conocer este último dato, tienes que recurrir a otro método. Necesitas
informarte a través de los empleados de la cocina, que preparan la sopa en
función de la población, o también a través de los empleados de la
Brotkammer, que se encargan de despachar las raciones de pan.
La población penitenciaria media tampoco aumenta en la misma
proporción que los prisioneros que llegan en los transportes. La población
existente en el campo se ajusta mediante unos reguladores secretos. Con
independencia del número de personas que viven en el Lager —22 000, 38
000 u 87 000— sigue habiendo en él y acude diariamente al trabajo una

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cantidad igual (con pequeños cambios que se corrigen rápidamente). Sin
duda, si te dejas guiar por lo que ves, no puedes dejar de constatar que hay
muchos prisioneros, también que muchos cruzan la verja del Lager para ir a
trabajar. Pero los que salen por la chimenea del crematorio son muchos más.
De vez en cuando las autoridades del campo quieren saber la cifra total de
prisioneros. Con este fin, se mandó formar, en el otoño de 1942, a todas las
prisioneras del campo de mujeres de Birkenau. El recuento se efectuó en una
pradera fuera del campo y se prolongó durante todo un domingo. Cuando por
la tarde se dio la orden de romper filas, hubo que llevar a cientos de
prisioneras extenuadas, inconscientes por culpa del hambre y las
enfermedades, así como a varias decenas de muertos. Desde aquel día, uno de
los más duros en el campo, han pasado ya varios meses. Desde entonces las
palabras «formación general» siembran el terror entre las prisioneras.
Mientras tanto, los SS, que en los primeros meses de 1943 se emplean con
mano dura, han elaborado un programa mucho más interesante para el
próximo recuento general.
Cuando las trabajadoras del Departamento Político y de la Schreibstube
empezaron a difundir la noticia entre las ya de por sí afligidas mujeres fue
como si una sombra de tristeza añadida se cerniera sobre el Lager. Desde
hacía algún tiempo todos los domingos se destinaban a tareas como el
despiojamiento, la limpieza del campo y trabajos de carácter disciplinario (por
ejemplo, llevar arena o piedras en los vestidos o delantales de un extremo a
otro del campo, y vuelta).
En ese tiempo te pasabas la semana entera soñando con la llegada del
domingo: el único día en el que podías poner un poco de orden en tu
camastro, echar un vistazo a la ropa, lavarte. Sin embargo, últimamente todos
los planes se tuercen. Llega el domingo y eso supone más cansancio y más
irritación, porque ves cómo se frustran tus intentos de escabullirte del trabajo;
en definitiva, una gran decepción. Se va un domingo que como tal no ha
existido, pasa el único momento en el que te permitían coger un poco de
aliento para esos otros largos días sin desahogo. De nuevo arranca una
semana dura para personas ya de por sí agotadas.
La formación general, al igual que los demás acontecimientos de la vida
del campo, estuvo precedida de maniobras secretas. Se trata de que las
órdenes te cojan siempre por sorpresa. Los domingos felices, el silbato que
llama a diana suena con las primeras luces del amanecer. Por eso, cuando un
domingo suena el silbato que llama a diana en plena oscuridad, mucho antes

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del amanecer, las prisioneras temen de inmediato que las esperará un
domingo dedicado a los SS.
Después del toque de diana tienen que formar como de costumbre, pero,
cuando rompen filas, algo que sucede mucho antes de que aparezcan en el
firmamento las primeras auroras de febrero, es decir, muy temprano, todas las
mujeres se dirigen en tromba hacia la puerta del campo. Cuando toca
formación general las prisioneras se colocan por el orden de sus números de
ingreso, independientemente de su cuadrilla o su número de bloque. Por
primera vez en muchos meses, se ven las caras mujeres que hicieron juntas el
viaje al campo. Perdidas en la muchedumbre inabarcable del inmenso Lager,
han vivido en barracones diferentes, han trabajado en grupos diferentes, no se
han visto las unas a las otras en mucho tiempo. Muchas prisioneras hacen
todo lo posible para evitar separarse de sus compañeras de transporte, ya que
une mucho compartir las primeras experiencias como la entrada en el Lager,
el hambre y la sed de los días iniciales, los golpes o el rapado iniciático. Pero
al final las enfermedades terminan separándote, después el inmenso caos del
campo hace imposible el reencuentro con tus conocidos y amigos. Y ahora,
por fin, las prisioneras se encuentran de nuevo con sus primeras compañeras.
En esta mañana gris y brumosa de invierno las prisioneras se acuerdan de
todas las buenas conocidas que integraban «su millar» y, sobre todo, «su
transporte». De un momento a otro vendrán las mujeres con las que has
pasado unas cuantas horas en un vagón que se dirigía a toda velocidad a
Oświȩcim. Te asaltan la memoria imágenes de rostros que expresan una
concentración interior, propia de la primera toma de contacto con lo
desconocido; te acuerdas de las siluetas cansadas, que se apoyan en algún
lugar de la pared o sobre una compañera de infortunio. En tus recuerdos
conservan todavía el aspecto que tenían antes de ingresar en el campo, la
apariencia normal que dan el pelo y la ropa propia. Quizá precisamente por
esta razón, por ser una parte pequeñísima de la vida anterior al Lager, por ser
un fragmento de los momentos vividos antes de cruzar la entrada, sientes por
ellas un especial cariño. Independientemente de quiénes fueran antes, hoy te
son cercanas.
Una vez más aparecen en tu memoria aquellas primeras imágenes: por
ejemplo, aquella profesora joven y deportista que al día siguiente, en el
barracón de desinfección, convenció a las mujeres ateridas de frío de hacer
gimnasia para calentarse. A su lado puedes ver aún a aquella rubia alta que
vestía unos pantalones de esquí y una blusa verde, y que tenía unas trenzas
largas que se apoyaban en la mochila que llevaba a la espalda.

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Más adelante hay una madre, una mujer de una belleza excepcional con
los ojos clavados en su hija, una chica igual de bella. La hija lleva cosida en
su vestido la cruz de los scouts.
En el suelo del vagón se sientan juntas dos familias de la región de Kielce.
Los rasgos de sus rostros son los propios de los campesinos: duros, como
esculpidos en piedra. Una de ellas está formada por una mujer que viaja con
su madre y con su suegra. Las tres han sido arrestadas como rehenes, deben
ocupar el lugar del marido de la más joven.
A su lado hay una chica rubia de ojos azules como la flor del aciano que
viaja con su madre, que tiene los ojos igual de claros. Han arrestado también
al anciano cabeza de familia. Los capturaron en lugar del hijo, que no estaba
en casa cuando la Gestapo se disponía a detenerlo.
Unas gitanas peludas se lamentan en su dialecto. A una de ellas, una
mujer mayor de nariz ancha y facciones negroides, que apenas sabe decir unas
cuantas palabras en polaco, la han arrestado del siguiente modo:
En la ciudad de Radom detuvieron a un gitano. Otros gitanos querían
saber hasta qué punto la Gestapo estaba interesada en retenerlo, y para
averiguarlo acordaron enviar al arrestado un paquete con alimentos. Alguien
tenía que llevárselo a la prisión y la elección cayó sobre esa vieja y necia
gitana. Ella cogió el paquete y pronunció el nombre del gitano arrestado, pero
lo único que consiguió es que la arrestaran también a ella. Los golpes y
torturas no sirvieron de nada, porque la vieja gitana apenas sabía hablar
polaco; de hecho, la escogieron precisamente por eso. En el momento de
entrar en el campo y en virtud de la documentación relativa a su arresto, le
asignaron un triángulo rojo con la letra «P» (prisionera polaca arrestada por
actividad política).
Tu imaginación sigue viendo a estas personas delante de la entrada del
campo, pero tus ojos las buscan sin resultado y observan en su lugar una
hilera de siluetas idénticas y de cabezas afeitadas cubiertas con unos pañuelos
sucios. Muchas de las mujeres que ingresaron contigo ya no están con vida.
Entre los rostros macilentos que están a tu lado, tu mirada reconoce a la
madre de la joven scout, que se ha convertido ahora en una mujer demacrada
y con vello sobre los pómulos. Sí, en efecto, ambas contrajeron el tifus, pero
la hija murió. Sobre la profesora deportista lo único que averiguas es que la
mandaron al hospital al cabo de tres semanas de estancia en el Lager; de allí
salió con pulmones encharcados, y así fue de un bloque a otro, de un sitio a
otro. Se perdió su rastro y ahora resulta difícil saber si sigue viva. Del grupo
de las campesinas de Kielce sólo queda una mujer y su anciana madre.

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También está la vieja gitana, que al parecer se ha endurecido por las
condiciones de vida a las que están sometidos los suyos.
Los grupos empiezan a formar por millares, según su número de ingreso,
dejando un espacio entre ellos. Basta echar un vistazo para comprobar qué
reducidos han quedado estos «millares». Las que están justo al lado de la
entrada, que son los primeras mujeres que ingresaron, forman un grupito
exiguo; de otros, que están un poco más lejos, quedan una o varias decenas.
Las mujeres que están aquí hoy en pie son una patética representación de
quienes ya se han ido. A su alrededor, resucitadas por el pensamiento, la
conversación y el recuerdo acuden aquellas compañeras que han dejado un
espacio vacío en la formación. Cuanto más tiempo vives en el campo, más se
agudiza ese vacío, más te acostumbras a él y más se amplía con nuevas
muertes. Cuando compruebas que delante y detrás de ti faltan números, cifras
que equivalen a prisioneras muertas, te resulta aún más desoladoramente claro
que, probablemente, el campo terminará con todas, que lo único que está en tu
mano es posponer el momento, que no basta con que tu organismo resista las
condiciones de vida, porque, en cualquier caso, es una cuestión de tiempo que
también a ti te alcance la muerte. A pesar de que la muchedumbre es
numerosa, la sensación de vacío te rodea por todas partes. Las que todavía
aguardan de pie no se han librado, en absoluto, de la Muerte del Lager, la que
utiliza números para llamar a las siguientes.
A una hora indeterminada de la mañana, cuando ya hay más claridad, la
puerta del campo se abre y detrás de ella aparece una mesa repleta de papeles,
a la que están sentados unas prisioneras polacas del Departamento Político y
unos SS. Ahora hay que salir una por una con la manga izquierda remangada
y con el número visible. Van a tatuar el número de ingreso a todas las
prisioneras. Esta medida se ha introducido para facilitar el trabajo a la Oficina
de Registro y para que sea más sencillo identificar a los fugitivos. El número
que antes se llevaba sólo en la ropa ahora se punza en el antebrazo izquierdo
de todos los prisioneros (salvo de los alemanes y de los Volksdeutsche[32])
introduciendo bajo la piel un tinte químico de color azul marino. A los
prisioneros judíos se les añade un pequeño triángulo. A partir de ahora, a los
que llegan al campo se les tatúa el primer día, cuando se los obliga a entregar
su ropa y se les afeita en el barracón de desinfección. A los niños, nazcan aquí
o lleguen de fuera, les ponen el tatuaje en el muslo. Un número de cinco cifras
le ocupa a un bebé desde la ingle hasta la rodilla.
Durante la formación general el número facilita el trabajo a los
responsables del Departamento Político, que tienen los ficheros en su mesa.

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Sobre esa misma mesa se comprueban los datos personales que contienen
las fichas, se corrigen los errores y se aclaran las dudas. Debido al caos
descomunal que hay en el fichero, la comprobación dura mucho tiempo.
Cuando acaban contigo, sales a una pradera bastante grande rodeada por unos
SS con perros, que están colocados uno al lado del otro y armados con
ametralladoras y pistolas. Empieza una larguísima espera. La muchedumbre
que hay en la pradera va creciendo hasta que tapa la puerta del campo. Sólo
alguna que otra vez ves la mesa y cómo se le acercan corriendo las siguientes
siluetas con el brazo izquierdo remangado, se detienen delante de ella por un
tiempo y después siguen adelante.
Con los primeros números acaban bastante rápido. En las columnas de
registro correspondientes a estas prisioneras aparece en la mayoría de los
casos sólo una palabra corta «tod, muerta», así que el asunto es sencillo.
A medida que avanzan los números las prisioneras comienzan a ser
bastante más numerosas. A menudo no se sabe si alguien ha muerto o yace
postrado en algún rincón del hospital o si, simplemente, por algún motivo ya
no está en el campo. Las ausencias detienen el proceso y provocan un parón
en la marcha de las prisioneras.
Es mediodía cuando por fin aparece en la puerta del campo el último
grupo, el más nutrido, compuesto por las recién llegadas. Son prisioneras
francesas («arias») que llegaron al campo en enero y que soportan mal el
clima y las condiciones de aquí; mueren más deprisa que las prisioneras
polacas. Detrás de las francesas va un grupo que se diferencia del resto. ¿De
dónde han salido esas siluetas robustas, que contrastan con la monotonía
famélica y enfermiza del resto, esos rostros vigorosos y sonrosados por el
frío, y de ojos de una mirada azul y tranquila? Acaban de llegar de la región
de Zamość. Las han traído con todos sus bienes, con edredones, abrigos de
pieles y sacos llenos de comida, acompañadas por sus hijos y por viejecitas
decrépitas. Les han quitado todo, les han afeitado la cabeza y tatuado el brazo.
Han dejado de existir como personas; ahora son «Häftlinge, prisioneras»,
cada una es un 32 y tres cifras más. En el campo femenino se las conocerá a
partir de este momento como las del número 32 000. La epidemia aún no ha
hecho mella en ellas, tampoco les ha marcado la pobreza de la vida en el
Lager. Cruzan la entrada de forma vigorosa dando zancadas con sus zuecos,
sin temor a transitar por el camino cubierto de hielo. Cuando las últimas
mujeres de este grupo salen del campo, la inspección termina. Ahora se
dedican a hacer balance y a ordenar la documentación; mientras tanto, las
prisioneras tenemos que seguir aguardando en la pradera. El viento ha traído

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una bruma blanquísima y fría de los estanques y la ha concentrado a una
altura baja, justo por encima de los barracones. La humedad se posa en forma
de diminutas gotas sobre el cabello, la ropa y los rostros. Al lado de la puerta
del campo el suelo se ha congelado, y es transparente como un vidrio y
resbaladizo. En todo el día las prisioneras no han recibido ni alimentos ni
bebida, así que la larga espera y el hambre hacen mella en muchas mujeres.
Los paquetes con comida que envían desde casa se han quedado en los
bloques; todas saben que van a desaparecer, que los robarán las prisioneras
alemanas que vigilan los bloques.
Mientras en la pradera adyacente al campo prosigue la rutina de la
formación general, se abren las puertas del bloque 25. Unos camiones se
colocan justo a su lado y bajan la puerta trasera. Unas criaturas desvaídas con
miradas ausentes y pies tambaleantes salen del bloque. Han esperado la
llegada de este momento durante sus últimos días de sufrimiento. Inertes y
obedientes se suben al camión y se colocan una al lado de la otra, sin dejar
huecos. Quizá allí, en el crematorio, se despierte en ellas en el último segundo
de su vida el espíritu de la rebelión, pero ya no les servirá de nada. Las
paredes del crematorio son resistentes, el hierro es más fuerte que la voluntad
humana.
Un SS cierra la puerta trasera de golpe y la columna de coches se aleja
dejando a un lado la pradera en la que está la formación general. A esta
distancia se pueden ver con claridad los rostros de las transportadas. A veces
se ve cómo en el camión alguien levanta la mano para dibujar en el aire un
último adiós, una señal que tú interpretas como una llamada inquietante a
seguir sus pasos.
Esta columna lúgubre que se dirige al crematorio ha cruzado la puerta del
campo varias veces antes de que el bloque 25 se vacíe del todo. En la última
vuelta se han llevado a las prisioneras más débiles que no podían sostenerse
en pie por sus propias fuerzas. Las han arrojado en los camiones como
troncos de árbol, amontonándolas una encima de otra, hasta llenar el espacio
de carga del vehículo. Cuando el camión va rápido, los cuerpos inertes
colocados justo encima se mueven con cada sacudida; las piernas y los brazos
demacrados se levantan y caen rítmicamente, ondean sobre las filas de
mujeres que aguardan de pie, sobre la alambrada que cruzan y el camino que
recorren por última vez.
Casi siempre las que van hacia la muerte llevan unos pantalones verdes de
la infantería soviética, desgarrados, manchados de excrementos y de sangre a
causa de la disentería. Éste es el uniforme que en el campo se da a las

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prisioneras judías. Los uniformes del ejército soviético sirven para vestir a las
condenadas a muerte.
Por la tarde nos ordenan regresar al campo. En la entrada está el
Rapportführer Taube, la Aufseherin Drechsler, la Aufseherin Hasse, el doctor
Köning y muchos otros Blockführer y Aufseherinnen de menor importancia.
Las mujeres tenemos que pasar corriendo a su lado una por una. Una capa de
hielo transparente, como de cristal, cubre el camino abombado en este lugar.
Los zuecos que arrastras sobre tus pies débiles patinan increíblemente. Taube
sostiene en la mano un bastón con una punta doblada. De vez en cuando grita
en voz alta, riéndose de su juego:
—Laufen, laufen! ¡Corriendo, corriendo!
Taube es alto y tiene los pies grandes y normalmente muy separados. De
vez en cuando se inclina un poco hacia el camino para pescar a las prisioneras
que no pueden correr. Con el gancho del bastón las aparta a un lado y las
envía al bloque 25, que ahora tiene los lechos vacíos y las puertas abiertas.
Entre las prisioneras hay muchas enfermas de tifus que el día anterior se
pasaron a los bloques de trabajo para evitar la selección en el hospital y que
ocultaron que tenían fiebre alta. Ahora corren junto con otras prisioneras; en
un esfuerzo sobrehumano intentan moverse de forma ágil. Entre ellas hay
mujeres muy jóvenes.
Muchas consiguen pasar felizmente, sin embargo muchas son apartadas.
Hay viejecitas de 60 años que consiguen zafarse de esta selección. ¡Sin
embargo, cuántas se van al bloque 25!
Apartan no sólo a las mujeres viejas y enfermas, sino también a aquellas
que tienen las piernas hinchadas o cubiertas de úlceras y corren con dificultad.
Apartan a muchas prisioneras francesas, que son más delicadas y no están
acostumbradas al severo invierno polaco. Basta que te resbales y te caigas
para que te envíen a la muerte.
Sobre el campo cae ahora una penumbra prematura. Las últimas filas
corren hacia la verja del campo, esquivando y saltando sobre los cuerpos de
las prisioneras que han caído desfallecidas sobre el lecho de la pradera. El
grupo que está en la puerta del bloque 25 es cada vez más grande, quizá haya
ya unas mil. Los camiones aguardan preparados para partir. Aquellas que no
quepan en el bloque se irán directamente a las cámaras de gas.
En el campo reina un silencio casi absoluto, sólo interrumpido por los
gritos de Taube y el ruido de los zuecos que pisotean el hielo.
La selección ha llegado a su fin. Los barracones absorben a los últimos
grupos de mujeres. El camino está vacío. Tan sólo se ve llegar en la oscuridad

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desde la pradera las siluetas de los Blockführer, que están encorvados y
arrastran algo por el suelo.
Uno de ellos se detiene y coloca mejor su carga. Ahora ya se ve que en el
camino yace el cuerpo de una mujer que lleva una correa al cuello. Un SS la
arrastra dirigiéndose despacio hacia la puerta del bloque 25.
Así termina un domingo en el campo de las mujeres, un domingo de
tantos. Se oyen los silbatos que anuncian Lagerruhe, silencio. El fuego que
sale del crematorio te hace pensar que ya se están quemando las criaturas que
viste pasar hace tres horas con un gesto de despedida.

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7. Es kommt hoher Besuch[33]

n la primavera de 1943, el Blockführer Taube y la Aufseherin

E Drechsler se apoderan de Birkenau con mano de hierro. Introducen


todo el tiempo nuevas normas, que una vez llevadas a la práctica
resultan ilógicas y perjudican sobre todo a las desafortunadas
prisioneras. En estos momentos, los piojos abundan tanto que se pueden coger
a puñados y bastaría con enseñar los retretes al resto de Europa para que se
hiciera una idea de las condiciones higiénicas en el campo. Y, sin embargo, te
puedes buscar un problema por la forma de colocar el jergón en el camastro o
por tener una escudilla, ya que existen numerosas reglas con sus
correspondientes castigos por incumplirlas.
En el campo necesitas tener una escudilla si quieres conseguir algo de
alimento líquido de vez en cuando. Si tienes una, eso quiere decir que
conseguirás resistir y que te desenvuelves bien en el campo.
Comienzas a venerar la escudilla desde que franqueas por primera vez las
puertas del Lager; en ese momento estás exhausta y sin fuerzas, y medio
asfixiada por el viaje en un tren de mercancías, entonces, te entregan por
primera vez una escudilla roja con una pizca de un líquido oscuro en su
fondo, y lo bebes. ¡La escudilla roja! Cuando acercas los labios por primera
vez a la escudilla, no notas nada sospechoso. Otro par de manos temblorosas
esperan impacientes a que tú acabes para poder usarla. Sólo más tarde, mucho
más tarde, te golpea en las fosas nasales un hedor repulsivo. Pero aún no
sabes de dónde procede. Te limitas a conseguir una escudilla para ti sola.
Luego empiezas a llevarla en el pecho debajo de la chaqueta, como se
acostumbra aquí, o atada (previamente tienes que perforar un agujero en el
borde) a la cinta del delantal que se anuda a la espalda. Ése es el aspecto de
las llamadas «musulmanas», las lúgubres pordioseras del campo. Un cuerpo
demacrado cubierto de harapos sucios debajo de los cuales se erige el bulto de
la escudilla. Ésa es la apariencia de las prisioneras a cualquier hora del día,

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cuando salen del campo y cuando vuelven. Por la noche metes el recipiente
debajo del colchón de paja, así lo levantas un poco y te sirve de almohada.
Pero la primavera de 1943 cambian las costumbres del campo. La sopa,
que siempre se distribuía en el lugar del trabajo y a la hora del almuerzo, entre
las doce y la una, se pasa a la tarde, después de la revista. A partir de ese
momento se prohíbe a las prisioneras llevar encima las escudillas.
Cada mañana, a ambos lados de la columna que marcha a trabajar se
colocan Taube y Drechsler, el uno en frente de la otra. Esta última siembra el
pánico sólo con su nombre (las prisioneras rusas la llaman zubata,
«dentuda»). En cuanto ven que algo sobresale por debajo de la ropa, lo mismo
les da que sea una escudilla, un hatillo con comida o unas cartas de casa
envueltas en un trapo, se lo arrancan, lo tiran al suelo y golpean a su
propietaria. Por eso, a unos pasos de la puerta del Lager se amontonan sacos
pequeños, trozos de pan, cuencos, cantimploras para agua y tazas. Los pies de
las prisioneras los cubren con una capa de barro al pasar y los empujan a una
zanja apestosa que está llena de agua verdosa. Cuando las prisioneras arias se
hayan marchado, llegarán las prisioneras judías, que sacarán los cuencos del
barro, los meterán en unas carretillas, las mismas que sirven para transportar
los excrementos de las letrinas, y se los llevarán. Dejarán las escudillas en
alguno de los retretes, tirados en un rincón, en el suelo húmedo y cubierto de
barro. A veces se quedan ahí varias semanas. Después se utilizan para los
fines más extraños.
Como es natural, todas las mujeres rechazan esas escudillas y quienes
pierden la suya prefieren pedírsela prestada a otras compañeras hasta hacerse
con otra nueva. Para eso tendrán que comprarla a cambio de pan en el
almacén donde se guardan los objetos incautados a los recién llegados. Al
principio casi nadie va por las escudillas que están tiradas en el retrete. Sin
embargo, con el paso del tiempo la pila de escudillas del retrete va
disminuyendo. Siempre hay alguien que se acerca a escondidas y sin que
nadie la vea coge una. Como en el campo no hay palanganas, las escudillas de
los retretes se utilizan para lavarse la cara, la cabeza y el resto del cuerpo. Las
mujeres las utilizan también para lavar la ropa sucia, a veces con jabón, pero
siempre con agua fría.
A veces, durante la limpieza de los retretes, se utilizan las escudillas para
vaciar las letrinas de excrementos. También hay gente que coge una escudilla
roja y se la lleva al barracón para utilizarla de orinal por la noche. Cualquiera
sabe si las que salen a vaciar sus escudillas una decena de veces son unas
degeneradas o sólo unas pobres enfermas. Estas últimas suelen guardar en

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lugares diferentes dos o tres escudillas, a veces son casi iguales, y sólo ellas
saben para qué sirve cada cual; la que utilizan para la comida prefieren
llevarla siempre encima.
Pero un día hacen un registro general en los barracones y todas las
escudillas, hasta las que estaban escondidas en los lugares más recónditos, en
los jergones y en otros escondrijos, caen estrepitosamente al suelo. Y
nuevamente las almacenan en el retrete hasta el día en que se las necesita de
nuevo; es decir, hasta que llegan nuevas víctimas al campo o hasta que la jefa
de barracón informe a las autoridades del campo de que necesita escudillas
nuevas para distribuir la sopa a las prisioneras que vuelven del trabajo.
Cuando las autoridades echan mano de las escudillas del retrete, se les
entrega agua a un grupo de trabajadoras para lavarlas rápidamente una por
una, y entregárselas acto seguido a las prisioneras.
Por la tarde, cuando la muchedumbre agotada y hambrienta vuelve del
trabajo y se apretuja impaciente en la puerta del bloque tras romper filas, se
encuentra allí una pila de cuencos recién lavados y una caldera de la que sale
vapor con hedor a naba. Ahora te entregarán la comida para todo el día. Y es
entonces cuando te entregan la escudilla con la sopa, una ración de pan y una
porción de margarina. Ahora, toca comer la sopa a toda prisa y entre
empujones para recibir, en la misma escudilla, la ración de café que te
corresponde. Ignoras por cuántas manos ha pasado la escudilla roja. La
jornada de trabajo ha absorbido todas tus fuerzas y tus pensamientos.
Regresas al campo por la noche y duermes con un sueño profundo. No sabes
cómo has podido coger esa enfermedad molesta, parecida a la disentería, que
en el campo se conoce como Durchfall, diarrea en alemán; una enfermedad
que te quita las fuerzas y te deja exhausta. Para evitarla no basta con
controlarse para no beber el agua de las zanjas ni de los estanques que hay por
el camino.
Nadie, ni siquiera el Unterkunft[34] encargado de la intendencia, puede
evitar que las escudillas y demás recipientes pasen de mano en mano.
Afortunadamente, cuando las autoridades vuelvan a hacer coincidir la
hora del almuerzo con el descanso del mediodía, dejarán a las prisioneras
llevarse sus propias escudillas.
Mientras tanto, a comienzos de la primavera de 1943 todo el afán de las
mujeres es conseguir una escudilla. Parece como si todo el campo femenino
estuviese absorbido por un juego diabólico en el que se arriesga la vida por un
trozo de latón. Pero en los esfuerzos de las mujeres hay también un sentido
oculto, un carácter simbólico. Sólo si tienes tu propia escudilla puedes evitar,

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aunque sólo sea en parte, esa suciedad espantosa en la que se hunde Birkenau,
puedes evitar convertirte en un animal que devora la comida sin pensar para
qué se ha utilizado el recipiente antes.
Birkenau sigue sin agua. Las prisioneras duermen apretujadas unas junto a
otras como viajeras de un vagón de tercera clase, en unos camastros cada vez
más sucios. El número de prisioneras aumenta sin cesar.
La primavera de 1943 es el período de mayor superpoblación en
Birkenau. Los coyes bajos, los que están sucios de barro, son peores que las
casetas para perros de las aldeas; están igual de superpoblados que los de
arriba, pero después la jefa de barracón, con la ayuda de un palo, coloca a las
nuevas prisioneras en los camastros ya de por sí repletos de gente. A la densa
marea humana unida por el infortunio, se incorporan mujeres nuevas, que
traen consigo piojos o acaban de cogerlos de otras prisioneras.
En marzo llega un grupo de mujeres de Cracovia cuyos documentos se
han perdido en el viaje. El Departamento Político las registra con el número
38 000. Entre ellas hay muchas judías polacas que se hacen pasar por arias y
consiguen triángulos rojos con la letra P. Ocultas, felizmente, bajo este
símbolo conseguirán evitar las represalias contra los judíos. Su situación es un
secreto a voces. Las prisioneras polacas conocen sus verdaderos nombres
judíos, incluso sus direcciones antiguas, pero durante toda la existencia del
campo no hay ni una denuncia, ni siquiera las prisioneras alemanas consiguen
enterarse.
El 25 de abril llegan mujeres de Poznań Varsovia que reciben los números
a partir del 45 000.
Por las mismas fechas traen a delincuentes comunes que llevaban muchos
años encerradas en Fordon. Son mujeres que llevan años sin salir al aire libre
y cuyos cuerpos no están acostumbrados al ejercicio físico. Por eso, aguantan
mucho peor el Lager que los organismos de las que han vivido en condiciones
normales.
Las de Fordon se mueren en un tiempo extremadamente rápido. Las
condiciones en las que se vive aquí agotan la salud, destrozan el sistema
nervioso y conducen a una degradación física y psicológica absoluta. A veces,
puede surgir en estas personas una resistencia extra, procedente de sus
instintos criminales, unas habilidades que les permitirán ponerse a salvo sin
pensar en los medios, a costa de otras, con tal de satisfacer sus propias
necesidades. Aunque eso ocurre pocas veces. El enemigo les ha afeitado la
cabeza, las ha vestido con harapos sucios y las ha sometido al hambre para

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crear un clima de degradación, y como señal misma de su corrupción, pero la
muerte les llega antes que la degeneración.
De vez en cuando una selección limpia el campo de quienes se han
quedado sin fuerzas, de quienes por un momento se han detenido en su lucha
contra las difíciles condiciones de vida. Y ésta es la forma más eficaz de
aniquilar a miles de personas. La muerte natural causada por la enfermedad.
Nadie ha tenido que fusilarlas, nadie les ha inyectado nada, no han tenido que
contagiarles el tifus porque los piojos lo propagan de forma más eficaz que
cualquier método artificial. Los piojos, que es imposible erradicar por falta de
agua y de una muda de ropa interior, pueblan las mantas y los cuerpos, y
noche y día nos inoculan el tifus a las prisioneras.
Así es Birkenau en pocas palabras.
Así es la zona más grande del campo de Oświȩcim. El área que jamás se
enseña a las comisiones extranjeras, a la Cruz Roja, a nadie. Birkenau, a
diferencia de Oświȩcim[35], carece de una fechada representativa para las
visitas. En Birkenau están las auténticas tripas del Lager, unas tripas
completamente inundadas de sangre. Las conocen sólo los SS que trabajan en
el campo, y los prisioneros que habitan en él.
Birkenau sólo recibe una visita del exterior: Himmler. Cuando él viene,
las autoridades del campo programan ejecuciones para ese día, se hacen
selecciones especialmente crueles, los camiones repletos de gente se dirigen a
los crematorios, en el campo de los hombres chirrían las horcas, la gente aúlla
bajo los látigos de goma, Birkenau se muestra tal como es.
Sin embargo, a veces ocurre que la palabra Birkenau, que nunca se usa
oficialmente y que aparece en el índice de palabras prohibidas, sale a la luz.
Una comisión, no sabemos exactamente de qué tipo, quiere visitar esta zona
de Oświȩcim. Han avisado a las autoridades con antelación. Se ponen en
marcha mejoras en las instalaciones que ya no cesarán hasta los últimos días
de existencia del campo. Cada cierto tiempo unas comisiones visitan las
obras.
Un día, un grupo de hombres viene al campo femenino y se pone manos a
la obra. Se cierra la zona de los barracones donde están los retretes (lo que
acarrea aún más tráfico que de costumbre en el resto de los excusados) y se
inicia una reforma en el área cerrada. En efecto, pasado un tiempo las mujeres
se encuentran con retretes nuevos, los mismos que estuvieron en servicio en
Birkenau hasta el final. No son cómodos, ni mucho menos, tampoco son muy
higiénicos, pero comparados con los anteriores son todo un lujo. Al mismo
tiempo, los barracones con retretes se han convertido en aseos con lavabos

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que tienen grifos y una doble canalización, para el agua limpia y las
residuales. Aunque todavía no han inaugurado los retretes ni hay agua en los
lavabos, la mera contemplación de este espacio limpio, cubierto de cemento y
brillante de azulejos, suscita al mismo tiempo sorpresa y fe en un futuro
mejor.
Por estas mismas fechas, las autoridades ordenan barrer y limpiar todo el
terreno, también las zanjas. Al mismo tiempo las jefas de barracón reciben la
orden de elegir en cada bloque a las mujeres de aspecto más sano, las más
guapas y mejor parecidas. A partir de este momento se las libera de la
obligación de trabajar y reciben indumentaria y ropa interior completamente
limpias. Frau Schmidt, la Kapo del Bekleidungskammer (el almacén de ropa),
se ha encargado personalmente de elegir para ellas unos zapatos bonitos.
También les permite bañarse y les consigue mejores alimentos. Mientras
tanto, en el campo todos los días hacen registros muy minuciosos, que se
llevan a cabo además con una severidad brutal; en ellos se requisa cualquier
pertenencia, incluso una toalla, una pastilla de jabón o un peine. También los
registros a las prisioneras en la puerta del campo son cada vez más
meticulosos. Hasta que llega el día que la comisión visita Birkenau. Por la
mañana, un contingente de prisioneras mayor de lo normal abandona el
campo y se marcha al trabajo. También barren del campo a las prisioneras
enfermas, débiles y demacradas. Ya por la mañana, nos amenazan con las más
duras represalias si alguna mujer sale de su barracón; quieren que todas las
mujeres del campo estén escondidas mientras dure la visita.
Desde hace varios días hace buen tiempo; el barro del campo se ha secado
y hoy en concreto hay tanta claridad y luminosidad que parece que el sol se ha
apoderado del universo y te invita a contemplar la inmensidad del cielo, que
parece un mar extenso e infinito; un viento fresco del sudeste empuja las
nubes, blancas como la nieve. Los ojos, inundados por la claridad del sol, ven
las hileras de barracones a través de una bruma plateada que difumina la
imagen. La suciedad cotidiana se ha desvanecido. Los bloques se han tragado
las siluetas agonizantes de las mujeres. Han desaparecido las prisioneras
judías que aúllan de dolor cuando las golpean. Reina el silencio. El silencio
cae como una bendición sobre la tierra muda, sobre los barracones que no
dirán ni una palabra, sobre las hileras de alambres cuyo susurro silencioso no
se traduce ahora en el grito de gente que muere. Se oye un silbato. Todas las
mujeres corren a los bloques. Las autoridades del campo vigilan para reunir a
las prisioneras y entregarles su custodia rápidamente a las intransigentes
encargadas.

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Qué diferente resulta el campo cuando está vacío. Por el camino, repleto
de sol, pasean en diferentes direcciones grupos de mujeres «para cubrir las
apariencias». Se sonríen, están vestidas con ropa limpísima, charlan entre
ellas.
La hoher Besuch, la visita importante, está aún en Oświȩcim. Han
informado a los responsables de Birkenau con mayor antelación para que
dispongan de tiempo suficiente para dar al Lager una imagen conveniente
mientras la comisión visita Oświȩcim.
Los miembros de la comisión se pasean por las calles del campo de
Oświȩcim, adoquinadas y barridas, rodeadas por plazoletas verdes y
ajardinadas, donde florecen pensamientos, capuchinas y unas rosas
tempranas. Contemplan los barracones de ladrillo en cuyos grandes
ventanales aparecen siluetas con bastante buen aspecto, prisioneros que visten
pulcros uniformes de rayas azules y blancas.
Por una amplia escalinata, siempre entre el verdor y las flores, la comisión
accede al interior de uno de los edificios. Las autoridades del campo saben
por dónde tiene que pasar la comisión. Aquí, detrás de una puerta de cristal,
hay un pasillo solado con baldosas de colores y con paredes alicatadas. A la
derecha del pasillo hay un laboratorio fotográfico donde se fotografía a todos
los prisioneros recién llegados después de afeitarles la cabeza. El laboratorio
está temporalmente cerrado. Más adelante hay un lavabo. Una sala grande de
tres metros por cuatro con inodoros ingleses, espejos y agua corriente. En otro
edificio está el gabinete estomatológico, que está bien equipado. No todos los
dentistas europeos que practican la odontología pueden disfrutar de un
gabinete de trabajo tan bien equipado.
Un poco más allá está el hospital. Las camas están impolutas y los
enfermos están bien atendidos. Los médicos disponen de rayos X de cuarzo y
otros aparatos médicos.
En el año 1943 el centro de gravedad del campo está en Birkenau.
Oświȩcim es la fachada, lo que se enseña a todo el mundo. Los rastros del
año 1940 han sido borrados[36]. Los gemidos de los hombres castigados en el
poste se han acallado y por un momento no se oyen disparos en el bloque 11,
ni el chirrido de los carros que transportan los cuerpos de los fusilados. La
tierra se ha tragado el reguero de sangre que dejan los cadáveres a través del
campo. Oświȩcim conservará hasta el final su bloque 11, sus sótanos y su
paredón; también el bloque 10, una construcción de apariencia inocente, pero
en el que se realizan experimentos con prisioneros vivos.

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Entre los barracones hay una plaza, rodeada de césped y flores. Allí, una
orquesta compuesta por prisioneros, con muchas horas de ensayo, interpreta
música. Toca las mismas melodías que suele interpretar cuando los
prisioneros van al trabajo o regresan de él. Estas melodías podrían contar
muchos secretos a la comisión. Los prisioneros verán hasta el fin de sus días
procesiones de muertos desfilando al ritmo de esa música como espectros
fantasmales. Los prisioneros se han acostumbrado a contar, con esta música
de fondo, los cuerpos de sus compañeros que fueron torturados y obligados a
trabajar hasta la muerte. Por muchos años que pasen seguirán oyéndola
mientras los mártires de Oświȩcim arrastran los pies a su compás.
Pero la comisión no oye lo mismo. Invitada por los amables SS se dirige
hacia los edificios de trabajo. Allí, en unas salas limpias, colocadas en
estanterías que se parecen a las de una tienda grande, hay pastillas de buen
jabón, sábanas blancas como la nieve y unas toallas suaves. Unos prisioneros
se dedican a contar los objetos, apuntan algo, ponen las cosas en orden. Se
desplazan por unas habitaciones acogedoras llevando sobre los hombros
escobas, cajas con detergentes para frotar y paquetes con trapos.
De aquí se llevan a la comisión a una pista donde se juega en estos
momentos un partido de baloncesto. Después, cansados de la visita, pasan por
Birkenau donde recorren a toda prisa el camino entre los barracones echando
un vistazo a los retretes recién reformados pero que aún no se han inaugurado.
Luego visitan la cocina, el almacén de ropa y un bloque modélico que han
preparado para causar una buena impresión.
Sin querer, les llama la atención el aspecto limpio y sano de las mujeres
que pasean. Y nadie adivina, a nadie se le pasa por la cabeza, cuál es el
verdadero aspecto de la gente de Birkenau.
En el interior de los barracones, a una decena de pasos de donde pasa la
comisión, las prisioneras encerradas tiemblan con los puños apretados. Reina
un silencio sepulcral, como si el campo estuviera despoblado.
Más de una prisionera estaría dispuesta a sufrir alguno de los castigos
característicos del campo o incluso entregaría su vida con tal de poder hablar
con los visitantes.
Una prisionera que proceda de un país que se encuentre en una situación
similar a la de Polonia, una prisionera a quien su país no puede rescatar, tiene
que creer en la existencia de una conciencia internacional. Es como un
huérfano que confía en la ayuda de sus familiares y amigos.
A esta prisionera le gustaría facilitarle el trabajo a la comisión, le gustaría
señalarles los aspectos más importantes que se deberían investigar. Quizá

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entre los miembros de la comisión haya alguna persona que posea un
sentimiento de fraternidad con nosotras, alguien que represente a un país
amigo de Polonia y que quiera conocer la verdad. Quizá alguno de estos
delegados de la Cruz Roja Internacional estaría dispuesto a luchar por los
prisioneros de todos los campos de concentración si conociera la realidad de
los hechos. Si al menos pudieran conseguir que las prisioneras recibieran
noticias de sus allegados, si permitiesen que las personas que quieren ayudar a
las prisioneras pudiesen ponerse en contacto con ellas, y en especial con
quienes no tienen a quién escribir y no reciben paquetes con comida.
Hay cosas que los miembros de la comisión deberían saber, cosas que
tienen que saber. No en vano han venido aquí movidos por un sentimiento de
fraternidad con las prisioneras. Aunque sólo sea por eso, merecen la verdad,
porque han sabido vencer el miedo a la palabra «Oświȩcim», porque no han
dudado en cruzar sus puertas.
Están muy cerca, a sólo unas decenas de pasos de las prisioneras.
Representan una corriente de interés por sus penalidades, una corriente capaz
de atravesar los puestos de control y las alambradas.
Pero se irán como han venido.
La comedia, puesta en escena de forma bastante ingeniosa, los ha
engañado. Una limusina espera a estos insólitos visitantes de Oświȩcim para
llevarlos de regreso a sus casas.
Los responsables del campo avisan con un toque de silbato del fin del
Blocksperre[37]; están excitados, se sonríen contentos de que la hoher Besuch
haya sido un éxito.
Una muchedumbre esquelética y con las piernas hinchadas llena ahora los
barracones. De sus cuerpos cuelgan unos harapos sucios y malolientes. Ya no
piensan en la comisión. Se limitan a caminar hacia las responsables de
habitación, que levantan las tapaderas de las calderas. En las escudillas, que
se acercan por todos los lados, cae medio litro de sopa de ortigas. Después de
muchos meses comiendo nabas a medio cocer, el sabor de esta sopa resulta
muy agradable.

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8. Hacia la libertad

rimavera de 1943. Las praderas que rodean el campo se han cubierto

P de un verdor esmeralda. La espléndida temperatura ha hecho florecer


prematuramente las cerrajas, que sobresalen entre las briznas de hierba;
allí lejos, en las lomas que cruzan el camino, los endrinos se cubren de
un vello blanco como la nieve. A la vuelta del trabajo, las prisioneras
absorben la belleza, nutren con ella su vista nostálgica. Les gustaría llevarse
parte de esa vegetación para poder compartirla con aquellas compañeras que
nunca cruzan las puertas del Lager: las enfermeras del hospital y las
prisioneras enfermas, las chicas que trabajan en las oficinas y los almacenes,
y también las condenadas a trabajos disciplinarios. Por desgracia está
prohibido arrancar las flores y traerlas al campo, así que hay que pasarlas a
escondidas debajo de la ropa o dentro de cantimploras.
Al campo llega mucha gente nueva que aún no muestra signos de
agotamiento. La prisión de Pawiak envía transportes sin cesar. Las figuras de
estas prisioneras emanan una fuerza triunfal y sus sonrisas iluminan rostros
todavía bronceados. Creen que la guerra terminará pronto y creen a pies
juntillas que vivirán para verlo. Las prisioneras que llevan mucho tiempo en
el campo se contagian de la fe de las recién llegadas. También la conciencia
de haber sobrevivido al invierno les da más ánimos.
Se crean nuevas cuadrillas de trabajo para las prisioneras polacas. Se crea
una de jardinería en Oświȩcim y otra dedicada a la recolección de plantas
medicinales para el botiquín del campo. Por una extraña serie de
circunstancias, hay en esta cuadrilla muchas mujeres destacadas de las
ciencias, el teatro y la literatura. Las autoridades tratan con inexplicable
benevolencia a este pequeño grupo, que vaga libremente por los campos
próximos al Lager. Las prisioneras han aprovechado para desarrollar una
intensa vida intelectual, que posteriormente tendrá que resistir muchas
pruebas y terminará creando una leyenda en el campo.

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Al mismo tiempo, las autoridades anuncian que buscan naturalistas con al
menos cinco años de práctica en laboratorios. Después de apuntar sus
números, les entregan unos bidones de hojalata y las sacan a los caminos
vecinales para que recolecten ortigas jóvenes para la sopa. La cualificación
exigida para esta tarea ha resultado ser innecesaria, pero gracias a ello la
cuadrilla de recolectoras de ortigas está compuesta por mujeres
intelectualmente afines, de modo que resulta ser un grupo especialmente
agradable.
Conducidas por dos jóvenes SS (una de ellas aprovecha estas salidas para
verse con su amante) las recolectoras de ortigas andan de un islote de
vegetación al otro. Donde encuentran más ortigas es justo al lado de las casas
abandonadas.
Entrar en las propiedades de los campesinos polacos, que han tenido que
abandonar el lugar por culpa de la guerra, tiene un encanto extraño y a la vez
doloroso.
Hay una casa, por ejemplo, que conserva las paredes intactas, pero cuyo
tejado se ha quemado por completo. En un ventanuco hay una imagen de la
Virgen María, que alguien colgó para que protegiera la casa de truenos y
desgracias. El único huésped es el sol, que llena con su presencia todas las
habitaciones vacías. Los objetos que quedan narran la historia de las personas
que se han visto obligadas a huir de este lugar. En un cuartucho yace
abandonada una báscula romana, y al lado de una cuna hay un juguete de
niños. En el jardín encuentras una trilladora oxidada, en el patio hay una noria
con un surco alrededor, producido por las pisadas del caballo.
Delante de la casa, a la sombra de unas hojas con forma de omóplatos,
florecen unas violetas y justo encima de ellas cuelgan racimos muy hinchados
de lilas blancas y moradas, que brotarán al día siguiente.
Durante una guerra los objetos pasan las mismas vicisitudes que sus
dueños, pero la naturaleza es más insensible con el destino de los seres
humanos.
El suelo de todas las habitaciones de la casa está cubierto por una espesa
alfombra de ortigas pequeñas. Las prisioneras se sientan y llenan los bidones
con la comida que servirá de alimento a varios miles de compañeras.
Cerca de las granjas suele haber pozos, estanques o arroyos y este grupo
de afortunadas puede, después de terminar la recolección, aprovechar para
lavarse rápidamente ellas o su ropa interior.

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Cada día las mujeres que recolectan ortigas van a un sitio distinto y vuelven al
campo por un camino nuevo. Rodean Birkenau por todos los lados y conocen
sus alrededores más cercanos. Cuando pasan por el camino que comunica los
distintos campos de concentración ven a su izquierda las zonas más antiguas,
las que tienen barracones de ladrillo. Sólo una de estas edificaciones está
ocupada por mujeres, el resto por hombres. A su derecha, formando unas
franjas estrechas, se extienden otros numerosos campos, extensos y
desconocidos, poblados por no se sabe quién y destinados a no se sabe qué
nuevos habitantes.
En uno de ellos se pueden vislumbrar unas siluetas humanas. Llaman la
atención la suciedad y el absoluto estado de abandono que se ve a través de la
alambrada. Sobre la tierra surcada por charcos de barro, una tierra que está
húmeda incluso los días que hace buen tiempo, hay unos barracones llenos de
grietas y agujeros. Entre las construcciones se puede ver a gitanos con
grandes sombreros y botas de caña que destacan por su belleza, su pelo
rizado, sus bigotes negros y sus pipas. A ellos no les quitaron sus efectos
personales cuando entraron en el campo. Junto a los hombres están sus
mujeres. Ellas visten voluminosas faldas con volantes y estampados de flores
y corpiños de colores. También llevan colgados al cuello muchos collares
finos y monedas doradas enhebradas sobre cadenas, y en sus orejas se
balancean unos alegres pendientes. Están tremendamente sucias. Al parecer
no se quitan sus vestimentas de damasco y seda cuando se acuestan por las
noches al lado de sus maridos, no lavan sus cuerpos renegridos, no peinan sus
cabellos negros como el ébano. Los niños corretean entre los adultos.
Algunos, los más pequeños, van medio desnudos con la cabeza cubierta de
tupidos rizos oscuros; otros, más mayores, van vestidos igual que sus padres.
Los gitanos, hijos de los bosques y los caminos vecinales, son una nación sin
patria.
Desobedecen las órdenes de los SS y se acercan a la alambrada para mirar
a las mujeres. En su lengua desconocida explican algo en voz alta, preguntan
sobre algo, en sus caras expresivas se reflejan muchos sentimientos.
Las mujeres siguen adelante, y se acercan a una parte del campo poblada
de árboles llamada Brzezinka. Pasan al lado de los gigantescos crematorios y
se acercan para echar un vistazo tras sus puertas abiertas.
Qué sensación tan extraña te acompaña cuando pisas el lugar donde se
esparcen las cenizas. Los pies avanzan temerosos sobre la superficie a veces

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grisácea, a veces anteada. El viento levanta un polvo ligero. Esto es lo que
queda de las personas con las que estabas en la formación hace sólo unos
meses, gente que quería vivir tanto como tú. Las cenizas mezcladas de miles
de personas han sido esparcidas en este campo y ahora ese polvo humano se
adhiere a tus zapatos.
Es peligroso quedarse mirando las alamedas, los bosques y las granjas
rodeadas de huertos. Cuando en estos días soleados te entregas al trabajo o a
reflexiones profundas no debes olvidarte de la alambrada, ni por un momento;
porque tendrás que volver al otro lado.
Cuando la añoranza alcanza su apogeo y es capaz de acallar incluso el
juicio más sensato, entonces es más seguro quedarse en el barracón y no salir
de él bajo ningún concepto. Es la única manera de evitar un ataque de locura,
de dejarse llevar por la tentación.
Si no tienes fuerzas para resistirte al encanto de los pensamientos que la
tierra despierta en ti en primavera, si no puedes evitar la tentación de tumbarte
en la hierba donde cantan los grillos y negarte a regresar al otro lado de la
alambrada, si no sabes resistirte al impulso de la naturaleza y a tu instinto
animal, que te empuja hacia delante, hacia los árboles y montañas que se
vislumbran en el horizonte y hacia la gente que vive lejos, entonces es mejor
que no salgas del Lager. Porque podría llegar un momento en el que lo
olvidaras todo y corrieras hacia delante, hacia la libertad añorada.
Mejor que agarres una pala, una carretilla y que te quedes a trabajar en el
recinto del Lager y que no dejes de mirar los barracones descoloridos ni de
pensar en todo el día, ni por un momento, que estás en un campo de
concentración. Estarás más tranquila si no te haces ilusiones para tener que
regresar luego a la realidad. Serás prisionera durante todas las horas del día y
no podrás ver los árboles de los alrededores ni oír su canto a la libertad.
Para que no te vuelva loca la alegría de vivir que late en la naturaleza es
mejor que te apartes de ella y hagas un esfuerzo creciente por imbuirte de la
forma artificial de existencia que te ofrece el Lager, es mejor que te aferres al
campo de concentración como si fueses una piedra inamovible. Mejor que no
respires otro aire que el de los crematorios y no vivas otra vida que la del
prisionero.

Después de la formación de la tarde el campo es un hormiguero repleto de


gente abrasada por el sol y desarrapada.

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En la primavera de 1943 llegan al campo los transportes de Grecia. Este
país inunda Birkenau con su rico sentido del individualismo. Las judías
griegas traen consigo la belleza exótica de un país soleado. Su habla
impulsiva exhala el ritmo de las ciudades costeras, su parloteo incomprensible
recuerda con su sonido el ruido del agua y el bullicio de un puerto. El
volumen de sus voces es capaz de acallar los otros idiomas que se hablan
ruidosamente cuando se rompen filas después de la formación.
Hay muchas prisioneras griegas. Sus cuerpos de piel morena, a menudo de
gran belleza, están cubiertos por harapos de viejos uniformes. Les han cortado
el pelo. El largo viaje desde Salónica a Oświȩcim ha sido suficiente para
cubrir sus cuerpos de piojos y llagas. Quizá ningún otro de los transportes que
ha llegado al campo ha sido una fuente tan numerosa de piojos como el de
Grecia. Y nunca antes se han visto tantos cuerpos cubiertos de costras, de
úlceras y granos. A pesar de ello, las griegas muestran mucha vitalidad y
aprenden rápido los tejemanejes del campo, intentan comunicarse mediante
gestos que resultan elocuentes y unas cuantas palabras en alemán que utilizan
de forma graciosa. De sus bocas a veces sale un suspiro, un pensamiento que
a toda costa intentan transmitir a otras prisioneras que no entienden su
idioma: «Saloniki, extra prima! Birkenau, nichts!». Este grito pasa al
diccionario de la jerga del campo junto con otro que se oye a menudo cuando
las prisioneras griegas descubren que les han robado alguna de sus miserables
pertenencias. Entonces gritan: «Klepsi, klepsi!». A partir de entonces las
prisioneras de todas las nacionalidades, incluso los SS, utilizan la expresión
«klepsi, klepsi» para referirse a los robos.
La mayoría de los transportes de Grecia acabó directamente en los
crematorios. Al Lager, como siempre, han dejado entrar sólo un pequeño
porcentaje. Pero, en general, ese poco es mucho. La superpoblación del
Birkenau femenino que ya anteriormente resultaba molesta, ahora es
insoportable. En las noches calurosas es difícil respirar en el asfixiante bloque
donde hay diez personas encogidas por cada dos metros cuadrados. La gente
busca espacio.
Las prisioneras más fuertes se envuelven en la manta y duermen
directamente sobre el suelo delante del barracón. Otras colocan entre los
coyes dos taburetes y duermen de esta forma. Por las noches no puedes cruzar
el barracón porque en la oscuridad a cada paso tropiezas con cuerpos que
descansan en el suelo. Hay mujeres dormidas incluso en la choza de la
apisonadora que se utiliza para la construcción de un camino nuevo y que está
aparcada entre los barracones.

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A medida que baja la mortalidad y llegan nuevos transportes, aumenta la
superpoblación. El tifus exantemático, que en los meses de febrero y marzo
era leve y en muchos casos no resultaba mortal para los enfermos, en la
primavera se atenúa aún más.
Las autoridades del campo se dan cuenta de la situación. Comienzan a
hacer selecciones, pero éstas son menos eficaces que las epidemias. Así que
comienza a hablarse de nuevo del traslado de la mitad de mujeres a un sector
nuevo de Birkenau. Mientras lo edifiquen (en el campo se tarda mucho en
realizar los proyectos) se toman medidas circunstanciales para reducir la
superpoblación.
Un día unas prisioneras polacas que trabajan en los jardines de Oświȩcim
vuelven al bloque 7 pletóricas de excitación y de esperanza. Las han detenido
en la entrada al campo para apuntar sus números. Las demás prisioneras se
enteran enseguida de los motivos de su alegría. La secretaria del bloque se
coloca entre los coyes y empieza a gritar con confianza plena en sus palabras:
—Por fin ha llegado el momento feliz de ver cómo el primer grupo de
nosotras se dispone a abandonar el campo. ¡No es una libertad completa, no
se trata de un regreso a casa, sino de realizar trabajos forzados en régimen de
libertad! Procedo a leer los números y los apellidos de las afortunadas.
Más de mil mujeres esperan impacientes en silencio y escuchan en
tensión. La secretaria llama a las mismas mujeres que estaban en la lista
confeccionada una hora antes.
Las elegidas van a marcharse al día siguiente, después de bañarse y
cambiarse de ropa. Las prisioneras consiguen sustituir a las enfermas por
mujeres sanas que se presentan voluntarias. Entre ellas estaba una muchacha
llamada Lodka que trabajaba en el barracón de desinfección llamado
Läusenkommando (el comando de los piojos).
Pasado un tiempo llegan al campo noticias de las mujeres a las que habían
asignado, supuestamente, trabajos en régimen de libertad. Se encontraban en
realidad en unos barracones próximos a la localidad de Babice, en lo que no
es sino un nuevo subcampo del Lager.
Por aquel entonces, en una finca de Rajsko, a cuatro kilómetros de
Birkenau, se comienza a explotar una granja hortícola con unos laboratorios
muy bien equipados, que se van a dedicar a la producción de una variedad de
planta necesaria para la elaboración de un sucedáneo del caucho. Esta zona de
trabajo se llama Pflanzenzucht (el vivero). Envían a Rajsko a un nutrido grupo
de mujeres cualificadas, a menudo naturalistas que poseen estudios
superiores. Eso significa una pérdida importante de intelligentsia para

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Birkenau, pérdida que durante un tiempo repercute de forma dolorosa en el
nivel de vida del campo femenino.
También por esta época terminan los barracones en Budy y una tarde
confeccionan una lista con las mujeres que se esconden en las profundidades
de los coyes, a quienes a partir del día siguiente trasladan para siempre a la
Baumschule (Escuela de Arboricultura). (Todo esto forma parte de
Oświȩcim III: Budy, Rajsko, Babice, Harmȩże, las canteras de Jaworzno y
Jowiszowice, Buna, donde están las fábricas de armamento y el campo de los
ingleses).
Estos traslados no disminuyen la superpoblación en el campo. Siguen
llegando transportes con prisioneras polacas. El 12 de mayo llega el
transporte de mujeres de la prisión de Pawiak, a quienes tatúan con el número
44 000.
Todo este grupo, al que se acusa de preparar una huida o de ayudar a otros
a escapar, se incluye dentro del SK (la cuadrilla de trabajos disciplinarios).
También muchas polacas que llegan de otras prisiones van directamente al
SK.
Mientras tanto se reciben noticias de Budy y Babice que relatan la
hambruna que hay allí, la carestía de jabón y ropa interior, y también llegan
peticiones de ayuda.
Por fin, un día vuelve al campo la jefa de barracón de Babice junto con
unas encargadas. Vuelven porque han sido castigadas por la fuga de Lodka, la
misma que trabajaba antes en el barracón de desinfección. Sin embargo, ante
la gravedad de los acontecimientos este hecho pasa sin pena ni gloria.
La noticia es que muchos dirigentes del campo están enfermando de tifus
exantemático: la Aufseherin Drechsler, la mujer del comandante del campo y
el médico jefe. El comandante del Lager anuncia que él mismo se encargará
de hacer un despiojamiento tan concienzudo que incluirá, si es necesario, la
aniquilación de las portadoras de piojos.
De este modo comienza el despiojamiento general, que en el campo
femenino está a cargo de hombres. Los días son calurosos. Entre los
barracones se colocan unas calderas de hierro, de varios metros de largo,
llenas de agua.
Las prisioneras observan los preparatorios. Casi nadie piensa en el destino
de Lodka, que se ha escapado de Babice y desde hace unos días está libre. Ni
siquiera tenemos tiempo para desear que tenga suerte en su arriesgado camino
de regreso a casa.

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Los hombres que se encargan del despiojamiento general en el campo
femenino llevan máscaras de gas. Las calderas de agua desprenden el olor
característico del Blaugas (el gas azul o Zyklon) que se utiliza en el campo.
Las cuadrillas no salen hoy al trabajo; también se detiene la actividad en el
campo y se prohíbe a las prisioneras abandonar los bloques.
Ahora un grupo de mil mujeres desnudas atraviesa el campo apremiado
por los gritos de los SS. Todas ellas llevan en la mano la ropa enrollada en un
hatillo y, cuando llegan a las calderas, los dejan allí. Entonces, los hombres se
colocan mejor las máscaras de gas y empiezan a lavar la ropa. Echan los
vestidos y la ropa interior en el agua apestosa, la apelmazan, la remueven y
después de exprimirla un poco, la dejan en el suelo.
Mientras tanto, las mujeres aguardan en filas de a cinco su tumo para el
baño.
Un cuerpo humano desnudo puede ser bello. Con la naturaleza de fondo,
bañado por el sol, bronceado, en medio de dunas arenosas y anteadas y entre
olas de mar color zafiro o entre el verdor de un bosque que exhala calor.
También puede ser bello en los interiores acogedores de una casa, con el
fondo blanco de un cuarto de baño, o envuelto a media luz por telas ligeras
que permitan entreverlo.
Sin embargo, no sé si algo puede compararse en fealdad a una enorme
muchedumbre desnuda formando filas de a cinco. Es imposible distinguir
entre ellos algún cuerpo joven y bonito. O se esconden en las profundidades
de la multitud, huyendo de las miradas de los hombres que trabajan en las
zanjas, o se agachan y se encorvan, adquiriendo posturas extrañas o
simplemente se hacen invisibles entre la pálida desnudez de las otras mujeres,
que tienen bronceados sólo el rostro, los brazos y las piernas. Sólo se ve una
masa desnuda, extraña y sin forma que se cubre de piel de gallina y que a
medida que sopla el viento se pone cada vez más lívida. La mirada observa
las figuras deformadas de las mujeres mayores, que no deberían mostrar sus
cuerpos desnudos; figuras antaño obesas, y que ahora tienen las carnes
flácidas y caídas.
El trabajo en el Lager y alrededor de la alambrada está en plena marcha.
Pasan coches, carros y carretillas. La gente echa un vistazo al grupo de
mujeres desnudas y sabe que también a ellos les llegará su tumo.
El viento frío sopla fuerte, pero el sol ayuda al despiojamiento. Después
de una larga espera y un baño breve, cuando ya han terminado de desinfectar
el pelo, el primer grupo de mujeres desnudas corre por su ropa recién
fumigada. Huele desde bastante lejos. En un montón de ropa mojada y

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revuelta, resulta difícil encontrar tus cosas. Si te detienes un poco más de
tiempo e intentas agacharte para buscarla, caes aturdida por el gas. Hay que
coger el primer harapo que cae en tus manos y huir cuanto antes para que no
te alcance el gas.
Se dan también los primeros casos de mujeres que intentan evitar el
despiojamiento. No resulta muy difícil apartarse del grupo que se dirige al
baño. Pero ya es más difícil encontrar un sitio para esconderse y aún más
regresar después a la formación sin ser visto.
Una mujer se dirige ahora al baño con sus compañeras. Para evitarlo, la
chica se escabulle y se oculta entre la muchedumbre de prisioneras de otro
bloque que ya vuelve del despiojamiento. Se quita el vestido y lo agita en el
aire, como el resto de las mujeres que vuelven del baño, simulando que lo
seca. Luego, se sube por una escalera al tejado del bloque y allí, a salvo ya,
agita en el aire su vestido seco. Por el camino pasa el Lagerarzt Rhode, que
controla con severidad el despiojamiento. La joven mujer se dirige a sus
vecinas en el tejado:
—¿Creéis que alguien conseguirá evitar el despiojamiento esta vez?
—¡No, esta vez nadie se esconderá! Incluso si la misma Katia (la
Rapportschreiberin[38]) quisiera escabullirse, no lo lograría. ¡Es un
despiojamiento general!
—Conque despiojamiento general, ¿eh? —dice con una sonrisa la joven
tramposa.
Desde las alturas del tejado observa a las mujeres desnudas con las que
debería estar ahora en camino. Piensa cuántas más, aparte de ella, han
intentado escabullirse.
Ve a unas prisioneras desnudas que vuelven del baño y que se detienen
ante la tina con gas líquido. En esos momentos debería estar compartiendo su
misma suerte. Se coloca el vestido con rapidez, se baja del tejado y cruza casi
todo el Lager de punta a punta. En ese preciso instante sale una columna de
mujeres desnudas que llevan en las manos sus harapos mojados. Un judío
vestido de negro, de edad indefinida, se asoma por detrás de la esquina de un
barracón y observa la procesión. La joven se detiene y ante el asombro del
judío se quita la ropa con unos movimientos rápidos, la envuelve en el
delantal, se escupe en la mano, se humedece el pelo con saliva y, después, en
unos cuantos saltos, alcanza al resto de las prisioneras que corren cegadas por
el hedor molesto del gas.
Estos primeros intentos son sólo el comienzo. Más tarde los intentos de
escabullirse del despiojamiento se hacen más sistemáticos. Como las

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autoridades no hacen recuentos ni comprobaciones, un numeroso grupo
compuesto por personas débiles, resfriadas y ancianas se queda para vigilar la
ropa de las mujeres. Las prisioneras que se dejan despiojar lo hacen, por así
decir, en representación de la mayoría.
El despiojamiento general te permite cuidar la higiene, siempre y cuando
prefieras hurtar a la noche unas horas de sueño para lavarte en una cámara de
gas quemada. Así que en esta época hay mujeres limpias que se lavan la ropa
y que no tienen piojos. Saben evitar la suciedad y mantener la limpieza, algo
que sigue siendo un lujo en el campo.
El despiojamiento general lo mezcla todo. Los piojos hinchados de agua y
gas andan sobre la ropa tirada en el suelo. No te la puedes poner encima,
sobre todo porque está mojada. Las mujeres desnudas se van fuera de los
barracones, cerca de la alambrada; allí andan agitando los camisones y
vestidos, quitándoles piojos y secándolos.
No se dan cuenta de que a esta misma hora se abre la puerta del campo
por la que conducen a Lodka.
Su mirada abarca todo lo que se le aparecía por la noche en los sueños
tormentosos que ha tenido desde que huyó del campo. Ahora lo ve de nuevo:
por todos los lados, dondequiera que vuelva la mirada, se extiende la
alambrada. No hay salida posible a no ser que se tire directamente sobre ella y
la rompa con su cuerpo, que se parta con ella el corazón.
Lodka mira el Lager, que hoy, el día de despiojamiento general, resulta
más asqueroso que nunca. Hay grupos de mujeres desnudas, pilas de trapos
apestosos y mojados, unos hombres con máscaras de gas en la cara que no
paran de moverse mientras en los tejados de los barracones, las mujeres allí
sentadas, extienden retales oscuros de sus harapos mojados. Como si alguien
hilvanara grandes hojas de tabaco sobre unas cuerdas y las extendiera entre
los barracones y entre ellos metiera monos sin pelo en tropel.
Éste es el mundo del que ella ha salido arriesgando su vida. El mundo en
el que ya no podrá entrar de nuevo.
Anda tranquila y silenciosa.
Entorna los ojos para no ver, para no mirar, para no matar la libertad sin
límites que ha resucitado en ella.
Es temprano por la mañana. La formación ha terminado. La Lagerälteste
Leo (una prisionera alemana con winkiel rojo y aspecto de deportista) no
consigue formar sus columnas para salir al trabajo. Las prisioneras no están
vestidas. Muchas mujeres han pasado la noche desnudas, arropadas sólo con
unos cuantos edredones que han sido gasificados in situ. Se han llevado las

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mantas a la desinfección y todavía no las han devuelto. La formación es de lo
más extraña, se ven prisioneras vestidas con camisón y delantal, o con
camisón y una toalla; también otras desnudas que se arriman una al lado de
otra debajo de un edredón común, previamente revolcado en el suelo y
embarrado durante la gasificación. Incluso si consigues un vestido, si no es el
tuyo tampoco te dejarán salir del campo por falta del número.
Se necesita tiempo para explicar todo esto a los SS que ya hoy mismo, es
decir, al día siguiente del despiojamiento general, quieren sacar a la gente a
trabajar.
Se hace de día. Entre la niebla de la mañana, los ojos de las mujeres que
aguardan indiferentes empiezan a diferenciar debajo de la alambrada un bulto
alargado, como si allí yaciera un hombre.
Mientras tanto, alguien comenta que el recuento no coincide porque esta
misma noche alguien se ha escapado a través del ventanuco del
Zugangsbarrakon (el barracón de los recién llegados) y no pueden encontrar a
la fugitiva.
A nadie le preocupa esta noticia. Las huidas ingenuas de las novicias que
se esconden en algún rincón del campo, detrás de la pila de carretillas, en un
barril o en el retrete, son bien conocidas. Son cosas inocuas aunque hay que
aguardar bastante tiempo en la formación, hasta que se encuentre a la fugitiva.
Un grupo de SS, acompañado por la Lagerälteste, viene desde la entrada,
va a lo largo de la alambrada y se dirige hacia aquella mancha oscura que
yace al pie de los postes de hormigón cubiertos con aislantes. Se inclinan
sobre ella, la apartan a un lado y ahora se ve que la silueta se mueve muy
despacio y se levanta. A la luz de los rayos alargados del sol saliente brilla el
pelo claro de Lodka, que viste aún la misma ropa que cuando la detuvieron,
un traje de chaqueta de primavera y una camisa de colores.
Empujada por las SS avanza muy despacio hacia delante, con
movimientos rígidos y automáticos.
La electricidad la ha paralizado, también la visión de la muerte, con la que
se ha visto muy de cerca.
Aún tiene fuerzas para ir con sus propios pies al hospital, donde está bajo
la protección médica y donde la visita también el jefe del Departamento
Político, Chustek-Erber. Quiere sacarle declaraciones sobre cómo se ha
organizado su huida y sobre los puntos de descanso cerca del campo. Lodka
se niega a declarar, así que se la llevan al Departamento Político de Birkenau,
de donde ya no vuelve a las filas de los vivos.
Así es la libertad. Aunque también puede ser diferente.

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Puedes esperar que te den de baja del campo de forma oficial, algo que
ocurre, según se comenta, no antes de seis semanas desde la llegada. Al
parecer estas noticias las propagan mujeres a las que la Gestapo les había
dicho que las enviaba al campo de concentración para seis semanas.
La cuestión de salir del campo les interesa sólo a las prisioneras recién
llegadas. En sus primeros días de estancia hablan de ello mucho, preguntan
después de cuánto tiempo liberan a la gente o a quiénes antes, si a las
prisioneras políticas o a las delincuentes. Pero una sonrisa o el silencio son la
única respuesta que reciben de las prisioneras que llevan aquí mucho tiempo.
Aquí no se libera a los presos. ¡Éste es un Vernichtungslager! ¡Es un campo
de exterminio!
No hace falta decírselo a las recién llegadas, porque pasado un tiempo
ellas mismas lo adivinan, y se callan. Sólo a veces, alguna cuenta en silencio
las seis semanas y espera tensa noticias del Departamento Político, pero su
espera es en vano.
Quizá este comportamiento es una manera de sobreponerse al tiempo.
Sin embargo, la primavera trae cambios también en este aspecto.
Un día, detrás de la entrada al Lager femenino, en el espacio que sirve
para las formaciones generales, aparecen pilas de tablas que sirven de
material para la construcción de dos grandes barracones. Éstos se diferencian
de los del resto del campo no sólo por sus dimensiones, sino también por el
aspecto exterior y el nivel de higiene. Se accede a ellos por unos escalones,
por lo que en el interior no hay ni barro ni humedad. Los barracones tienen
grandes ventanales y están divididos en pequeñas habitaciones.
Por supuesto, entre las prisioneras surgen diversas conjeturas, por lo
general bastante pesimistas. Así, se comenta que en ellos vivirán las SS para
poder estar cerca del Lager incluso por las noches y no tener que venir en la
bicicleta desde Oświȩcim, tal y como lo hacen ahora.
Pero resulta que en esos barracones bonitos van a pasar la cuarentena las
prisioneras dadas de baja del campo, antes de ser puestas en libertad.
Parece difícil de creer, pero pasados unos cuantos días en el campo se
propaga la noticia de que han llamado al primer grupo de prisioneras para
ponerlas en cuarentena. Las muchedumbres buscan a las afortunadas, quieren
verlas con sus propios ojos, comprobar por sí mismas. Las encuentran. Sus
rostros cansados se sonríen e iluminan, quieren tocarlas y compartir su
felicidad aunque sea por un momento breve. Se oyen peticiones, direcciones,
muchas direcciones, así que las afortunadas pasan las últimas horas
aprendiéndoselas de memoria. Más tarde, les toman la temperatura en el

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hospital, se bañan y se visten, incluso con ropa interior, esta vez de verdad
limpia, y están listas. Cuando marchan en filas de a cinco el resto del campo
las despide con lágrimas en los ojos, agitando las manos en el aire. Ellas
cruzan la entrada, detrás de la cual, entre plazoletas ajardinadas, césped y
flores, brillan dos grandes barracones de tablas frescas, la antesala de la
libertad.
Entre las prisioneras que se van hay muchas alemanas, yugoslavas,
también polacas. Inesperadamente, para sorpresa de todas, se va la
Lagerälteste llamada Leo. Está conmovida. Le han quitado su ropa elegante,
que podía permitirse por su cargo y en su lugar le han puesto un vestido gris
de tela. Con los ojos llenos de añoranza mira hacia los barracones claros que
se vislumbran detrás de la entrada sobre un fondo de cielo apacible y campos.
También han llamado a la cuarentena a Greta, la Oberkapo del almacén de
paquetes y pan, así como a Marta, responsable de la cantina del campo
femenino.
No todas las prisioneras alemanas tienen ganas de ir a la cuarentena. Hay
algunas que se ponen a llorar y piden a las autoridades del campo que las
dejen quedarse. Este comportamiento suyo, tan anormal, despierta en nosotras
la desconfianza sobre la libertad prometida. Casi todas las mujeres que se van
prometen que enviarán al campo una carta o un paquete para demostrar que
ya están en casa. Pero nuestra espera es inútil. La libertad secreta a la que van
las mujeres no es cierta.
Poco a poco pasan por la cuarentena prisioneras polacas de las que se sabe
que una vez libres darán señales de vida. Se va Zofia Gromska, una profesora
de Silesia, la única prisionera polaca cuyo número empieza por 14 000: el
resto de las polacas que iban en su transporte han muerto. También se va
Felicja Iwanowska, a quien todas conocen por su energía y sus virtudes
personales.
Las mujeres de la cuarentena tienen prohibido verse con las prisioneras
del campo; de todos modos, la entrada al Lager hace imposible estos
encuentros. Están encerradas en unos barracones claros y cada mañana y tarde
observan a las prisioneras ir a trabajar cuando pasan por debajo de sus
ventanas.
Ellas no trabajan, ellas están esperando.
Desde donde están, pueden ver perfectamente las montañas y los trenes
que avanzan por las vías de ferrocarril.
Pasado un tiempo vuelve al campo Felicja Iwanowska. También vuelven
las prisioneras alemanas —Leo, Marta y Greta— y casi la mitad de las que

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iban a ser liberadas. Ahora les toca a otras prisioneras pasar por la cuarentena.
Tan sólo una parte ha salido del lugar, y entre ellas la profesora de Silesia.
Sin embargo, pasan las semanas, pasan los meses y la señal prometida no
llega. La que regresa es ella.
Resulta que después de la cuarentena, se la llevaron a una prisión en
Katowice, donde ya había estado antes de ser enviada a Oświȩcim. Allí
estuvo dos meses. Pasado ese tiempo la llamaron para un juicio al que
asistieron sus padres y su marido. Después de unos largos interrogatorios, se
dictó sentencia absolutoria:
—Sie sind frei, queda usted libre —se oyó en la sala.
Pero la Gestapo, que estaba en el juicio, se opuso a la liberación y después
de darle una hora para despedirse de la familia la transportaron de nuevo a
Oświȩcim, donde la registraron con el mismo número que antes.

Los barracones claros de la cuarentena relucen bajo el sol con sus ventanas y
paredes limpias. Las mujeres llevan aquí una vida parecida a la de las monjas
de clausura.
Ya nadie sueña con estar en esos barracones, y, sin embargo, siguen
siempre llenos.
A veces alguna comisión que visita el campo inspecciona los barracones
de la cuarentena minuciosamente antes de cruzar la puerta de Birkenau. Ellos
creen que son la antesala de la libertad.

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9. SK

uando quieren castigar a una prisionera por cometer una infracción

C dentro del campo la envían a Budy, a ocho kilómetros de Birkenau, y


la recluyen en el SK (Strafkommando) hasta que termine su condena.
Budy es una aldea requisada por las autoridades para uso del
Lager. Está rodeada por una alambrada y más aislada del mundo que
Birkenau. En este lugar es imposible organizar una vida en común con un
mínimo de condiciones. En el verano de 1942, una prisionera polaca se fugó
del campo en plena cosecha. A sus compañeras les afeitaron la cabeza como
represalia (era la primera vez que tomaban esta medida disciplinaria) y las
enviaron a Budy. Aquí se trabaja con el agua por la cintura, y en estas
condiciones hay que segar y recoger la hierba.
El campo, imbuido como está en su frenética existencia de muchedumbre
azuzada sin cesar, no se percata de su ausencia. Cuando te envían a Budy se te
echa menos en falta que cuando te matan, porque de la muerte nadie regresa y
del SK se puede volver, aunque haya pocas posibilidades. Los transportes que
poco a poco llegan al campo se encargan rápidamente de ocupar el lugar de
las prisioneras castigadas y de silenciar el recuerdo que sus compañeras tenían
de ellas. A veces, un grupo del que ya ni te acordabas vuelve, pero el campo
que encuentra a su regreso no es el mismo que el que dejó en su día. De
nuevo te mezclas con la muchedumbre y sigues viviendo tu existencia gris
intentando pasar inadvertida.
A las que vuelven de Budy no les gusta hablar de su estancia allí. Cuando
alguien pronuncia su nombre delante de alguien que ha estado en ese lugar, su
rostro se vuelve sombrío, la mirada se le hace huidiza y la tranquilidad que
había en su rostro se contrae en tensión y le impide articular palabra. Te
callas. Su visión del mundo está llena de un pesimismo irrevocable, casi
cínico, porque está impregnada de la tristeza de quien se considera perdido,
porque sus ojos doloridos son incapaces de encontrar sentido a las cosas.

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Parece como si la estancia en el SK, en Budy, borrara del alma de las
prisioneras algo tan delicado como la fe en el mañana. A veces adoptan una
posición de distancia, observan de soslayo sus vidas y el papel que les ha
tocado desempeñar en ellas. Les cuesta asumir que todo lo ocurrido les haya
pasado precisamente a ellas, que sean ellas ese objeto inerte arrastrado por
una avalancha de acontecimientos imposibles de controlar. El pesimismo es
un mecanismo de defensa mental, que quiere al mismo tiempo encontrar
nuevas fuerzas para afrontar nuevas derrotas; su pensamiento no puede
quedarse tranquilo e intenta adelantarse a todas las eventualidades negativas y
se prepara para oponerse a ellas. Eso hace que ante cualquier situación veas
sólo un final malo, que todas las opiniones de buena fe las acojas con una
sonrisa sarcástica. Es el miedo a la posibilidad de una nueva desilusión, de
una nueva decepción, el miedo a perder definitivamente la fe.
En la primavera de 1943, el Strafkommando se traslada de Budy a
Birkenau. Entre los barracones aparece una cuadrilla de mujeres encorvadas
que se arrastran con esfuerzo. En la parte posterior de sus vestidos grises,
entre los omóplatos, llevan un círculo rojo punzó.
No son muchas. Mientras el SK estaba en Budy, parecía que las
autoridades del campo no se acordaban de su existencia y sólo cuando se
cometían faltas graves enviaban allí a las infractoras. Pero ahora que el SK
está en Birkenau, en el bloque 25 (el antiguo bloque de la muerte), un lugar
que dispone aún de muchas plazas libres, las manchas rojas se han hecho
visibles y el grupo no para de aumentar. Es obvio que los SS han recibido la
orden específica de llenar lo antes posible ese barracón. Incluso una falta
pequeña, que hasta ahora pasaba inadvertida en el caos absoluto del campo, se
comunica ahora a la Oberaufseherin Mendel y es motivo de una acusación.
Los responsables del campo como el Rapportführer Taube, la Aufseherin
Drechsler, la Aufseherin Hasse y la Aufseherin Milán están en todas partes
con el fin de vigilar a las prisioneras y cogerlas por sorpresa en alguna falta.
Por ejemplo, han enviado a una mujer al SK acusada de sabotee, porque
de los retales de un vestido roto se hizo dos bolsillos y se los cosió a la
chaqueta de su uniforme reglamentario.
También a una mujer mayor que se atrevió a escribir y enviar a la familia
una carta no autorizada, sin pasarla por la censura del Lager. Se han incautado
de la carta, y a la vieja la han enviado al SK.
Una mujer que lleva en el campo dos años encuentra en el grupo de
hombres a su marido, al que han traído hace escasos días. Intercambian unas

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cuantas palabras sin percatarse de que Taube ya corre hacia ellos para
golpearlos y condenarlos al SK.
Una chica joven que hace guardia en el barracón saca una hoja de papel
que el día anterior había conseguido en el campo de hombres y se pone a
escribir a la luz de una vela. Hasse, que vigila los barracones esa noche, la
sorprende, y al día siguiente por la mañana la joven marcha entre las
marcadas con un círculo rojo.
Todas las mujeres cometen faltas así a diario. Todas desde hace tiempo
merecen ser condenadas a cadena perpetua, a trabajos por tiempo indefinido
en el SK, o incluso a la pena de muerte. Las prisioneras lo saben. En el SK
están las desafortunadas a las que han pillado in fraganti.
En el SK también están las prisioneras polacas a las que la resistencia
intentó rescatar durante su traslado a Oświȩcim.
También ha acabado en el SK la rubia prisionera polaca que se fugó del
campo en el verano de 1942. Es la misma chica cuya huida motivó que les
cortaran el pelo a sus compañeras y las condenaran a trabajos disciplinarios
en Budy. La chica ha disfrutado de libertad durante diez meses; ahora,
prisionera de nuevo y marcada con un círculo rojo, vive en el bloque 25 y
trabaja en el SK.
No puedes evitar el destino que te ha deparado la vida. En el campo tienes
que morir cumpliendo rigurosamente las órdenes o exponerte a las penas que
te imponen por haberlas infringido. Cada vez que intentas salvar la vida,
tienes muchas posibilidades de acabar en el SK.
Hay una hambruna tremenda en este tiempo. Desde que llegan paquetes
con comida, las autoridades del campo han limitado las raciones de pan para
los prisioneros. Tan sólo un porcentaje pequeño es capaz de alimentarse con
los productos que recibe en los paquetes. La mayoría está condenada a las
raciones del campo, que son insuficientes. El hambre te obliga a buscar
salidas desesperadamente. Cada tarde, hasta bien entrada la noche, se pueden
ver figuras humanas que aguardan pacientes a la sombra del barracón de la
cocina a que llegue un momento feliz. A veces sale una cocinera conocida o
una de las chicas que pelan las patatas y sacan una docena de patatas sin
cocinar. A veces vienen camiones que se detienen delante de la cocina y
echan pilas de patatas y nabas. Entonces sale a la puerta, que está bien
iluminada, la responsable de vigilar a las prisioneras. Pero basta que vuelva
un momento la cabeza, que se aleje un poco, para que de la oscuridad emerjan
como pájaros hambrientos las siluetas de las mujeres famélicas. Con los
dedos escarban en el suelo para sacar las patatas que se han quedado ocultas

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entre el fango y la guija que hay a la puerta de la cocina, las guardan en un
cuenco, en el delantal o en el pañuelo de la cabeza y desaparecen corriendo
entre las sombras de los barracones, atravesando las zonas con más barro para
que el SS no las siga. Sin embargo, a veces algún SS captura a una de estas
mujeres y entonces la golpea hasta que da el último suspiro; a veces le pega,
la levanta del suelo, la empuja a la zanja y le ordena salir de ella de
inmediato, así una y otra vez, para que sirva de escarmiento al resto y le den
así menos trabajo a él. Pero también hay prisioneras que consiguen engañar al
SS, que se pierden entre las sombras de la noche o entre la multitud y entran
jadeando en el barracón, con el hatillo de patatas en la mano.
Pero el verdadero problema empieza cuando ya se tienen las patatas,
porque necesitas una olla, agua, leña y algún sitio donde cocinar. Si empiezas
a cocinarlas a medianoche, a veces son las dos de la madrugada cuando las
patatas están por fin listas. A veces no puedes esperar más para conseguir
sitio dentro del barracón o no te puedes permitir sobornar a la vigilante que
está de guardia por la noche, que te exige que le pagues algo por cada olla, así
que tienes que hacer tu propio fogón con un par de ladrillos a la sombra del
retrete o dentro de él. Cocinar así es muy peligroso porque el fuego se ve
desde lejos fácilmente en el campo, pero el hambre es más fuerte que la
razón. Cuando no tienes nada que llevarte a la boca sufres mucho, pero de
forma pasiva. Si tienes cualquier cosa que se pueda cocinar, cuando llevas un
rato esperando, la idea de comer, el hambre, se apodera de ti con un fuerza
violenta, te sacude, te reconcome por dentro, no hay forma de acallarla.
Entonces todos los obstáculos parecen fáciles de vencer, todos los argumentos
juiciosos se retiran para dejar paso a otros imprudentes. Tu organismo, no
tienes dudas, sabe lo que quiere. Cuanto más enérgico eres, con más fuerza
sucumbes a tus instintos. El «animal hambriento» que habita en tu interior
siente la necesidad imperiosa de saciar su apetito, así que encuentra las
fuerzas y la habilidad necesarias para cumplir su propósito.
Por la noche es frecuente ver hogueras y gente hambrienta preparándose
su comida miserable. A veces la verja del campo se entreabre sigilosamente y
las SS entran con sus capotes negros y sus amplias capuchas. Si te das cuenta
a tiempo, huyes con tu olla, que es un objeto muy valioso en el campo, y con
la comida a medio cocinar. En una ocasión, la mujer más terrorífica del
Lager, la Aufseherin Bormann, sorprendió a una mujer vieja intentado
escapar con una olla de patatas humeante en los brazos. Le ordenó que se
acercara y cuando la viejecita, que se agachaba como para evitar un golpe, se
detuvo delante de Bormann, ésta estiró el brazo para levantar la tapadera y ver

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lo que había dentro de la olla. Entonces la mujer le entregó el cacharro
caliente, lleno de patatas hasta los bordes, y acto seguido se dio la vuelta con
la velocidad de un rayo, y antes de que Bormann se diera cuenta ya estaba
dentro de uno de los barracones y había desaparecido entre la multitud de
siluetas con uniformes a rayas.
Pero no a todas les sonríe la suerte. En algunas ocasiones las capas negras
se paran al lado de las prisioneras de forma tan silenciosa que a éstas no les da
tiempo a moverse del sitio. Entonces las SS golpean, dan patadas a las ollas
calientes, pisotean el fuego y lo que es peor, apuntan los números. Pasado un
tiempo, te cita a declarar la Oberaufseherin Mandel que te acusa de tres cosas,
a saber: de robo de comida de la cocina, de organizar leña dentro del terreno
del campo, un acto que se considera sabotaje, y de desobediencia a las
autoridades del Lager. Si es la primera vez que te castigan en el campo, te
pueden caer por un asunto tan grave dos años de condena en el SK Si ya te
han castigado previamente, te pueden condenar a trabajos disciplinarios
perpetuos.
Como cocinar por la noche es muy peligroso, las mujeres buscan otras
maneras de conseguir algo de alimento. Entregarían todo lo que tienen por
una ración de pan. Cada tarde, después de la formación y hasta el silbato que
anuncia el toque de queda, las aficionadas al trueque recorren los barracones
con sus modestos productos en la mano y animan a las posibles compradoras
en todos los idiomas posibles. ¡Pan, pan! Ésta es la auténtica moneda de
cambio. Estamos en plena primavera, los días se hacen cada vez más largos,
el aire y la desaparición de los síntomas del tifus estimulan tu apetito. Las
mujeres que reciben marcos alemanes pueden comprar con ellos productos en
la cantina para cambiarlos por otras cosas con las prisioneras que no tienen
nada de dinero. Por desgracia, hay más prisioneras que intentan conseguir un
poco de pan que aquellas que lo ofrecen. Incluso hay personas que han
recibido un paquete pequeño pero estupendo, repleto de cosas maravillosas de
las que sin embargo no prueban nada, prefieren dárselo todo a una enferma a
cambio de varias porciones de pan negro con las que pueden llenarse el
estómago durante el duro trabajo.
No todas disponen de cosas que se pueden cambiar, exquisiteces enviadas
desde casa. La mayoría anda de un bloque a otro con una rodaja de salchicha
que recibió para la cena en la mano.
Es sencillo, simplemente no te comes la guarnición que te dan en la cena
durante largas semanas, no pruebas su sabor, te conformas con olería y
contemplarla.

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Sí, es sencillo: sólo tienes que atravesar el fango llevando tu delgada
rodaja de salchicha en la mano y no pensar en los retortijones que te dan en el
estómago, controlar la mano que tiembla deseosa de llevarse ese trozo de
carne a la boca. ¿Quizá habrá alguien dispuesto a darte su trozo de pan a
cambio de la rodaja de salchicha?
Las principales suministradoras ilegales de pan en el campo son las
empleadas del almacén. Gracias a su agilidad para la organización pueden
saciar su apetito un porcentaje pequeño de todas las hambrientas. Ellas son su
última esperanza. Pero todo lo ilegal, incluso si es eficaz, termina mal.
También en este caso.
El hambre en el campo femenino es mucho menor que en el Lager de los
hombres. La misma ración diaria de comida que hace que una mujer se quede
sin fuerzas es insuficiente para saciar a un hombre. Lo ves en las siluetas
demacradas, en los rostros oscurecidos y enrarecidos, en las miradas salvajes
de grandes ojeras que brillan con un resplandor enfermizo o están apagadas
por un debilitamiento total. Las posibilidades de conseguir de forma ilegal la
comida en el campo de hombres son mínimas. Los suministros de pan siguen
un curso diferente que en el campo de mujeres. Aquí no hay un almacén de
pan dentro, por lo tanto tampoco hay reservas para pasarlas de contrabando.
Sólo quedan las cortezas y las migas que se consiguen durante el transporte de
pan en carretillas. Pero si estas cantidades no pueden alimentar a 20 000
mujeres, ¿cómo pueden saciar a cerca de cien mil hombres? El hambre obliga
a los hombres a arriesgarse, y eso a veces termina fatal.
En estos momentos, por el camino que conduce al almacén de comida
situado en una franja cercada por alambres entre el campo de mujeres y
hombres, avanza un carro lleno de pan. Lleva 500 barras de pan de un kilo
cada una, aunque este número no siempre se cumple, a veces sobran o faltan y
se ajusta más tarde el número. Eso sí, hay margen para organizar. Ocho
prisioneras jóvenes empujan con esfuerzo un carro de dos ruedas que avanza
chirriante sobre los baches del campo. Dos de ellas se encargan de tirar del
timón. La mano de un hombre que trabaja en el camino se mete por un lado
sin ser vista y agarra rápido una barra. Ninguna de las chicas que empujan el
carro pronuncia una palabra, ni se mueve, parece como si no vieran nada.
Mientras tanto, el hombre agarra una barra más, se la mete debajo de la ropa y
desaparece detrás de los barracones.
Enfrente del almacén de pan hay una caseta que tiene un ventanuco, que
sirve para entregar paquetes. Si miras a través de él puedes ver todo lo que
ocurre entre el barracón del pan y la entrada al campo de hombres. Hoy la

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Aufseherin Milán observa lo que pasa a través del ventanuco. Cuando el carro
con pan se detiene delante del bloque 16, Milán se reafirma en su decisión:
desde mañana mismo a todas las empleadas del barracón de pan se les
asignarán trabajos fuera del campo y nombrará en su lugar a otras prisioneras.
El cambio en el almacén perjudica a todas las prisioneras que pasan
hambre en el campo. Las novatas, que sólo conocen el trabajo fuera del
Lager, no saben organizar, tienen miedo a la Aufseherin Milán y no quieren
que les pase lo mismo que a sus predecesoras. Las nuevas tardan más de un
mes en aprender a distraer del almacén la mitad de lo que sacaban las
anteriores trabajadoras.
Así desaparece una fuente importante de suministro de pan. Quedan las
jefas de barracón y las responsables de habitación que siempre tienen
suficientes cantidades de pan a costa de las raciones de las prisioneras. De
hecho, tienen la costumbre de quedarse con dos trozos grandes de cada barra
de pan. El resto de la barra se divide en cuatro porciones, que son la ración
diaria para cuatro personas. Si en un bloque hay 1200 mujeres (ésta es la
media en los bloques de ladrillo en estos momentos) y la jefa de barracón se
queda con dos trozos de las 300 barras que corresponden a su bloque,
entonces llega a acumular 600 raciones grandes de pan. Con eso tienen
suficiente para cubrir sus necesidades y las de las responsables de habitación.
Por supuesto, todo lo pagan con esos trozos de pan, sin preocuparse lo más
mínimo de que las prisioneras sepan su procedencia.
Pero conseguir que te vendan su pan es difícil. No quieren ni salchicha ni
la margarina del Lager, que consiguen a diario en cantidades suficientes y por
un procedimiento similar al que utilizan para proveerse de pan. En cambio,
compran de buena gana la comida procedente de los paquetes que envían al
campo, por ropa interior de los depósitos de Oświȩcim o de los almacenes de
Efinger. También lo cambian por patatas, simplemente porque debido a su
cargo no pueden merodear por la cocina. Ésta es una buena manera de
conseguir pan. Si consigues robar una docena de patatas de la cocina, se las
puedes vender luego a una de las responsables de habitación; así podrás
comer por fin pan fresco a dos carrillos con la conciencia tranquila, porque
los trozos que devoras no se los has robado a otras prisioneras.
Por supuesto, este tipo de transacciones están tan prohibidas y castigadas
como cocinar y otros delitos similares, pero están cada vez más extendidas.
Para muchas prisioneras es la única forma de mantenerse con vida.
Si no tienes nada que vender, si no puedes conseguir alimentos de ninguna
manera, a veces, impulsada por el hambre y la inquietud, sales del barracón y

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buscas alguna salida a tu situación. Con un poco de suerte te puedes encontrar
con unas responsables de habitación que no tienen ganas de cargar las
calderas con el café de la tarde, así que si las sustituyes consigues un poco de
pan o de sopa.
Aunque a veces no encuentras a nadie y atraviesas sola el Lager que está
vacío. Fuera respiras el aire suave de la primavera y miras las constelaciones
de estrellas que asoman en el firmamento oscuro.
Las estrellas te hablan sobre el devenir de ese mundo que ellas han
iluminado desde tiempo inmemorial, sobre todo lo que acontece sobre la faz
de la Tierra, ese planeta que ellas alumbran desde hace siglos. Pero el
lenguaje de las estrellas te resulta incomprensible.
Cerca de la entrada a la cocina, que a estas horas está vacía, vagan las
figuras de unas mujeres miserables y lúgubres que ahora pueden rebuscar sin
freno en el vertedero donde se pudren las cáscaras desechadas, algunas
patatas estropeadas y unos cuantos huesos. Cogen las sobras que están mejor
y las van metiendo en unas bolsas. Más tarde intentarán cocer las patatas y
succionarán la médula de los huesos hasta que no quede nada en su interior.
Aunque quizá un SS se los quite antes y los tire lejos mientras se carcajea de
ellas.
Un escalofrío de miedo recorre tu espalda y termina en una petición
dirigida a no se sabe quién para que nunca llegue el momento en el que toda
tu fuerza interior sea incapaz de impedir que vayas al vertedero que está
detrás de la cocina para buscar allí algo de comer.
En las tardes primaverales, que son cada vez más largas, encuentras
tiempo para ocuparte de muchos asuntos, aparte de conseguir comida. Es
verdad que el silbato que indica silencio se oye muy temprano y que las jefas
de barracón te obligan a estar en el barracón, pero aún es de día y si logras
salir del bloque sin ser vista puedes aprovechar la ocasión para lavarte. En
una cámara de gas que fue incendiada han quedado en pie las paredes y una
puerta acorazada, pero el tejado se ha quemado por completo. Sin embargo,
las instalaciones de canalización no se han estropeado y dos grifos que hay
allí siguen suministrando agua. Éste es el cuarto de baño clandestino más
agradable, en el que hasta bien entrada la noche se lavan las mujeres
desnudas. Estas paredes calcinadas te parecen un lugar encantador, porque te
ofrecen aire fresco, olor a jabón, el rumor del agua y te permiten estar a salvo
de las miradas de los SS. Merece la pena sacrificar parte de tu descanso
nocturno a cambio de disfrutar de la alegría que proporciona el sentirte
limpia.

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También hay otros motivos por los que estás dispuesta a renunciar a
dormir, a pesar de que al final de un día entero de trabajo estás cansada.
En la parte del sur de la alambrada hay unas cuantas praderas de verdor
abundante, que huelen a hierba ondulante y a viento. La primavera se
extiende en este lugar como un mar sin límites, como un océano que despierta
a la vida, que llega hasta aquí, hasta el mismo umbral de la ciudad de la
muerte. La voz de la naturaleza habla con mayor fuerza a las prisioneras que
nunca salen del Lager, que no salen al campo y que desde hace ya tiempo
viven entre los barracones. A éstas las llama con fuerza.
En el borde de la pradera, justo detrás de la alambrada, florece un lirio
amarillo. Acaba de abrir sus delicados pétalos y acaricia la suave alfombra de
la pradera. Las prisioneras se acercan al límite del campo. Se sientan en la
ladera de una zanja, apoyan la cabeza sobre las manos y miran hacia delante.
Sus pensamientos vencen el obstáculo de la alambrada, detrás de la cual se
extiende un espacio amplio y libre. Resulta muy difícil aceptar que el lugar
donde estás tú sea un mundo tan diferente de ese que está un poco más allá en
el que habita la flor amarilla. A veces las mujeres permanecen en este lugar
hasta muy entrada la noche. La profundidad del silencio y la tranquilidad
llegan desde los campos y las praderas y se apoderan de las criaturas
abrumadas por la existencia en el Lager. Pierdes horas de sueño, pero
recuperas un equilibrio que a la mañana siguiente te permitirá sobrevivir un
día más con determinación, y hasta quizá con buen ánimo.
Por supuesto, el privilegio de pasar la tarde libre no pueden disfrutarlo las
prisioneras que cumplen un castigo.
Las prisioneras del SK, sea por la falta que sea, están aisladas por
completo de la vida del campo a pesar de estar en el mismo lugar. Cuando la
puerta del barracón 25 se cierra de golpe detrás de ti, la misma que hasta poco
se cerraba detrás de los que iban a la muerte, sabes que no volverás a
franquearla hasta que cumplas el castigo que te han impuesto.
Las mujeres marcadas con el círculo rojo en la espalda no pueden
pasearse por el Lager sin vigilancia. Su rutina es diferente a la del resto de las
prisioneras. Ellas nunca están a solas. Marchan en filas de a cinco incluso
cuando van al retrete o a lavarse, vigiladas en todo momento por el
Blockführer Ruitters y varias SS. Están aisladas del resto de las mujeres, no
pueden tener contacto con otras prisioneras, ni hablar con ellas, ni pedirles
que les arreglen algún asunto ni entregarles objetos. El tiempo asignado al
descanso para la comida lo pasan en el bloque 25, que está rodeado por un

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muro alto de ladrillo. En ese barracón se las encierra también al terminar el
trabajo, y allí llevan a cabo el recuento.
Por las tardes, mientras todo el campo se llena de ruido y bullicio,
mientras la vida intenta hacerse un hueco en el Lager —algo que no deja de
ser un débil sucedáneo de la normalidad—, mientras las prisioneras se
dedican al trueque o a peregrinar incesantemente en busca de comida,
mientras se esfuerzan por visitar a las enfermas o por encontrar a conocidos
que están en otros barracones, las mujeres del SK están encerradas.
No podrán hacerse con un trozo de pan para el día siguiente, no visitarán a
sus madres y hermanas. Tampoco encontrarán el descanso que, después de un
día entero de ruido y ajetreo, puedes conseguir gracias a un momento de
soledad por la noche fuera de los barracones. A esta hora, el SK trabaja
excavando unos desagües rudimentarios en los caminos que hay entre los
bloques. Llueve durante todo el mes de mayo. Birkenau se hunde en charcos
que parecen estanques de lo grandes que son. De nada sirve echar piedras,
ladrillos o tablas en el fango. La tierra es tan blanda que lo absorbe todo y el
agua vuelve a salir a la superficie.
Parece como si las nubes cargadas, que cada vez están más bajas, se
hubiesen aliado con el barro que chapotea sin cesar y quisieran tragarse este
lugar maldito. El agua sube cada vez más, se mete en los barracones, el barro
se adhiere hasta las mismas rodillas, se arrastra detrás de ti por todos los
sitios, al barracón, al lugar de trabajo, a tu camastro. Una capa pesada de
lluvia y nubes aplasta la columna de humo que sale de la alta chimenea del
crematorio hasta conseguir que se doble para caer después entre los
barracones en forma de unas masas densas de humo.
En un día como éste nadie tiene los pies secos salvo las SS y unas cuantas
cocineras que llevan botas de agua. Esta primavera, en la época de lluvias
prolongadas, las cuadrillas no salen a trabajar. Los barracones están repletos
de gente que se sienta en los coyes para intentar secar sus zapatos y su ropa
después de la formación de la mañana. Nadie pasea entre los barracones.
Nadie se mete en estos lagos que rodean los bloques por todas partes y
descienden sin cesar de las montañas. Sólo el SK continúa trabajando.
Empapadas por completo, con la cara y todo el cuerpo chorreando agua,
andan al compás cargando piedras sobre las tragi. Algunas se encargan de
acarrear guija. Otro grupo lleva arena. El resto excava unas zanjas estrechas y
profundas destinadas a ser los sumideros. A continuación las llenan de
piedras, ripios, guija y lo tapan todo con tierra. En medio del silencio del
desértico campo, donde sólo se oye el incesante chapoteo de la lluvia y los

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golpes repentinos del ventarrón, se escucha de repente el grito obstinado de
una SS:
—Los! Weiter! Bewegung! ¡Afuera! ¡Vamos! ¡Moveos!
El grito se repite cada minuto o cada media hora. Las mujeres que están
descalzas en el fango tienen la sensación de oírlo muy a menudo, casi sin
interrupciones. Sus pies están rojos y les duelen de frío. Para ellas el tiempo
parece haberse detenido. La tarea nunca se acaba, nada cambia, la mañana se
parece al mediodía, el lugar del ayer lo ocupa de forma casi imperceptible el
siguiente día, mientras la lluvia sigue azotando monótonamente el barro. El
hambre te retuerce las entrañas y hace que sientas aún más frío.
El carro que lleva el pan avanza por el camino con tremenda dificultad,
chirriando y hundiéndose en los charcos más profundos. A pesar de las
inclemencias del tiempo, hay que distribuir el pan en el Lager. A cada rato el
barro salpica manchando de arriba abajo a las prisioneras que tiran del carro;
tienen la cara salpicada de pegotes de fango, que también se les mete en los
ojos. Cada dos por tres el carro se hunde en un bache y se para. Hay que
empujarlo hasta que se consigue sacar del socavón, pero un poco más tarde se
detiene de nuevo de forma brusca, provocando la caída de algunas barras de
pan. Hay una alianza silenciosa entre las trabajadoras de la cocina y las
prisioneras del SK.
—Cualquiera sabe, quizá mañana esté yo en su lugar —suelen comentar
las empleadas de la Brotkammer (panera), que siempre que pueden les pasan
algo de comida a las hambrientas del SK.
El SK trabaja entre el bloque 16, que despide un torturador olor a pan
fresco, y el 12, que es donde ensaya la recién formada orquesta femenina. Las
barras de pan vuelan en el aire de dos en dos; una prisionera las lanza y otra
las recoge y las coloca ruidosamente sobre las estanterías. En el 12 suenan los
tonos de las marchas que toca la orquesta. Mientras tanto, sobre las figuras
dobladas por el esfuerzo de las mujeres del SK se oye constantemente a
alguien gritar: «Bewegung, movimiento», unos gritos no menos molestos que
la lluvia y el viento.
Las prisioneras alemanas, que abundan en el SK, suelen colocarse cerca
del almacén de pan para coger antes que las otras los trozos de pan que caen
al suelo. Aunque las trabajadoras del almacén exigen que todo se reparta de
forma equitativa. Así, poco a poco surge un lazo de fraternidad entre las
mujeres de diferentes nacionalidades que estiran los brazos implorando pan
con manos temblorosas.

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Las chicas del almacén se arriesgan mucho. Les cuesta negar un trozo de
pan a esas prisioneras que tienen en los ojos una expresión de hambre
insaciable. A veces, cuando el carro avanza por el camino, dejan caer al suelo,
sin ser vistas, una barra de pan, justo al lado de una mujer que recoge el barro
con una pala o tira unos regalos inesperados en las zanjas recién excavadas.
Cada vez saben organizar mejor. Han descubierto varias formas de esconder
el pan debajo de la chaqueta: en la espalda, en un lado o en el pecho. A veces,
logran sacar dos barras ocultas en el fondo de un cubo de basura. También los
sacos repletos de papeles, que se tiran del almacén de paquetes, son una
oportunidad excelente para el contrabando. También el paquete que recibes de
tu casa y que recoges cerca del almacén, resulta idóneo para esconder el pan
del Lager. Aunque, a decir verdad, todos estos métodos son arriesgados y
siempre pueden levantar sospechas y conducir a un registro. Pero la necesidad
te lleva a perfeccionar los métodos, agudiza el ingenio y enseña a aprovechar
cualquier momento.
Cuando se liquidó la cámara de gas de Efinger, las empleadas del almacén
de pan empezaron a recibir como ropa de trabajo unos monos de los que se
utilizan para la práctica del remo. Este uniforme les facilita sacar el pan. En
los bolsillos del traje, escondidos entre los pliegues de la tela, caben dos
trozos sin dificultad. Las trabajadoras pueden salir del almacén varias veces al
día con los bolsillos llenos.
De todos modos, la forma más segura y que no levanta sospechas es la
siguiente: debajo del mono todas las trabajadoras se colocan un cinturón
elástico. Cuando están arrodilladas para colocar las barras de pan en las
estanterías, eligen la barra que menos abulta. Entonces, cuando la vigilante
alemana no las mira, se meten debajo del cinturón la barra plana y acto
seguido cierran el mono con rapidez y siguen trabajando. Las chicas son
delgadas. Ni el ojo más perspicaz podría percibir un bulto. Además, las
mujeres se llenan los bolsillos laterales con cualquier cosa para que la prenda
adquiera más volumen. De este modo, con la barra de pan sobre la tripa,
puedes andar con naturalidad, hablar con las SS y trabajar durante un buen
rato. Lo único que no puedes hacer es inclinarte. En una ocasión, a una
trabajadora que tenía una barra colocada debajo del cinturón, le tocó llevar el
carro al almacén general, que se encuentra entre el campo femenino y el
masculino. No pudo negarse a hacerlo, y para colmo una SS estaba a su lado
vigilándola. La distancia, ida y vuelta, es de casi medio kilómetro. La mujer
sujetó el timón con aplomo y se alejó. A los quince minutos volvió tan
contenta. La barra de pan no se le había salido. Las empleadas del almacén

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llevan pan a sus compañeras hambrientas como la mamá canguro a sus
pequeños.
Estos hurtos sistemáticos deben de dejar huella en las existencias del
almacén, como de hecho sucede. Aunque hay que añadir que las barras que se
sacan del almacén proceden de los excedentes, así que la organización,
incluso la más temeraria, jamás perjudica a las prisioneras. Cada mañana la
jefa de barracón recibe la cantidad de pan que figura en la libreta. Las barras
que sacan las empleadas son tan sólo una gota en el océano del hambre, pero
al menos sirven para aumentar la cantidad de pan que llega a las prisioneras.
Un día el jefe del depósito de pan ordenó que se revisasen las existencias.
El resultado fue que en el almacén de mujeres faltaban 2000 kilos de pan.
Si las autoridades del Lager llegaran a enterarse, las penas más duras no
recaerían sobre las empleadas, sino sobre sus superiores. Por eso el jefe
prefiere olvidarse del asunto y empezar a llevar la contabilidad desde cero.
Cuando se dieron cuenta de que los jefes amañaban las cuentas, las
mujeres empezaron a organizar pan aún con más coraje, pero nunca se
olvidan de anotar en los libros que algunas partidas estaban podridas,
desmigajadas o que se las habían comido los ratones y las ratas. El desorden
que reina en la contabilidad de los SS, que suelen estar borrachos, facilita la
manipulación de los libros.
Sin embargo, el esfuerzo de las mujeres empleadas en el almacén de pan
no es capaz de saciar el hambre de todas las prisioneras.
El hambre, una ola que crece inquietante, se personifica a veces en unas
prisioneras ucranianas desesperadas que de repente se abalanzan en grupo
sobre el carro que transporta el pan, o en un grupo de judías que se acercan a
hurtadillas torpemente a otras prisioneras y ofrecen las cosas más
descabelladas a cambio de unas barras, o en unas alemanas que con voz
lúgubre amenazan con denunciar contrabando si no se les da de inmediato la
cantidad de pan que exigen.
El hambre reina en el Lager. Sin embargo, te tranquiliza saber que en el
almacén hay unas chicas que siempre te recibirán y de las que nunca te
despedirás con las manos vacías. Eso no quiere decir que las prisioneras
dependan de ellas: las prisioneras hacen todo lo posible para conseguir pan
por su cuenta mediante el trueque, la organización o a cambio de algún
trabajo. Pero, si todo eso falla, siempre queda la última salida, la infalible.
Las chicas del almacén no piensan que lo que ellas hacen sea robar.
Cogen pan polaco, amasado con harina que el campesino polaco se ha visto
obligado a entregar a las autoridades y lo distribuyen entre las prisioneras

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hambrientas. Lo suyo se llama organización, y ellas son meras intermediarias
entre aquellos que suministran el pan al campo y los que lo necesitan.
Esta convicción les da libertad y seguridad a la hora de llevar a cabo su
peligrosa tarea. Utilizan los métodos más astutos que tienen a su alcance, pero
su acción no puede considerarse un robo. Una sonrisa ilumina sus ojos en los
momentos más arriesgados.
A veces, las condenadas del SK que han recibido un paquete con comida
pasan escoltadas por un SS por delante del almacén de pan. Entonces,
mientras caminan cargando en su delantal los envíos de casa, se abre la puerta
del almacén y una mano ágil les mete rápidamente en el paquete un trozo de
pan. Después lo reparten entre todas.
Un día esta maniobra no salió bien. Tres mujeres con círculos rojos en la
espalda aguardaban delante de la ventana del depósito de paquetes. Alguien
aprovechó la oportunidad para pasar a toda prisa a su lado y darle a una de
ellas tres barras de pan un poco desmigajadas. Demasiado precipitado. La
Aufseherin aún no había inspeccionado el contenido de los paquetes. La
prisionera cogió aterrorizada su paquete y tapó con él las barras que se había
metido en el delantal. Pero Milán quería cortarle las cuerdas al paquete y
registrarlo, así que tiró de él y descubrió las barras. Entonces se produjo un
tumulto, golpes y gritos. La prisionera acusada del robo de tres barras de pan
no delató a la persona que se las había dado. Una SS la condujo hasta la
entrada para formalizar la acusación. Las condenadas del SK miraron cómo se
iba su compañera. Sabían mejor que nadie lo que iba a ocurrirle. Alguien
recordó que la mujer detenida tenía una hija de 15 años con la que quería
reencontrarse.
Algo tan básico y natural como satisfacer la necesidad de comer te puede
conducir a cumplir las condenas más severas.
Pero es imposible eludir esa necesidad, y cuanto más fuerte, sana y
normal seas, más acuciante será para ti satisfacerla. Y más probabilidades
habrá de que un día te rebeles, de que la vida anormal del campo te amenace
sin cesar con peligros e incluso con el exterminio.
Por ello en los ojos de las condenadas del SKhay un fondo de tristeza y de
pena, una especie de resentimiento, que intentan ocultarse a sí mismas y a las
demás prisioneras, un resquemor que nace del hecho de que los instintos
responsables de su infortunio sean los mismos que desde hace siglos se han
considerado sanos y propios de la naturaleza humana, unos instintos que son
más fuertes que la sensatez que les imponen ahora las circunstancias.

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Al SK llegan las personas más activas, aquéllas cuyo temperamento
inquieto no les permite mantenerse pasivas por mucho tiempo.
Cuanto más resistente sea tu carácter, cuantas más cualidades tenga, más
te espolearán tus propias fuerzas interiores, más te empujarán a hacer todo
aquello que la vida dicta a una persona normal.
A menudo, un prisionero débil y pasivo aguanta el Lager mejor porque
sus aspiraciones nunca entrarán en un conflicto fuerte con los marcos
anormales e impuestos desde arriba.
Una persona activa cae quebrada por la fuerza de su propio impulso, que
choca contra el marco férreo y contra natura del campo.
Cuando observas a las condenadas del SK no te puedes resistir a pensar en
un sótano donde alguien ha guardado plantas, bulbos y rizomas para
protegerlos del invierno y después se ha olvidado de ellos. En el exterior, los
rayos de sol calientan con fuerza desde hace meses, pero al sótano no llegan.
A pesar de ello, en el interior de los organismos de las plantas se despierta
una fuerza poderosa que hace que broten y echen retoños. Qué pálidas y
débiles son las ramas de las plantas que se alzan en la sombría oscuridad del
sótano. Crecen cada vez más arriba, se elevan más que si estuvieran en
condiciones normales, en contacto con la tierra y el aire fresco. Alzan hacia
arriba los tallos que añoran el sol. Cuanto más deprisa crezcan, antes chocarán
contra el techo del sótano, antes se doblará su tallo, antes se truncará su
crecimiento, que quedará ahogado por su propia y sana vitalidad.
Esta añoranza de las plantas se llama heliotropismo.
Las personas marcadas con la mancha roja en la espalda son como las
plantas que la mano de la naturaleza ha formado y que han enfermado de
heliotropismo.
Todas ellas tienen una tendencia, por lo general sencilla y natural, que sin
embargo no cabe dentro de la alambrada, dentro de los barracones y los
crematorios. Cuanto más fuerte sea, cuanto más te incite a actuar, antes te
conducirá a la puerta de acceso al campo donde te leerán la condena:
—Sechs Monate SK! ¡Seis meses en la cuadrilla disciplinaria!
En el SK se puede observar mejor que en el Lager la tendencia del
carácter humano a oponerse a un entorno que infrinja las leyes de la
naturaleza; y eso que en el Lager se observa mejor que en la vida normal.
Quienes proceden de un sistema social sano son aquí personas de instintos
delincuentes. Quienes menos aguantan un sistema anormal son las personas
normales.

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Las prisioneras marcadas con la mancha roja parecen víctimas de una bala
mortífera, que hubiese dejado en sus espaldas un estigma sangriento; yerran
entre los barracones en procesión continua cargando guija, arena y rocas. Son
las apestadas del Lager, las que no saben adaptarse a un marco de existencia
anormal.

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10. El nuevo Lager

uando eres un prisionero no sabes quién tiene influencia en los

C asuntos del campo, quién ha inducido a las autoridades alemanas a


permitir que se envíen los paquetes con comida al Lager, no sabes
quién lucha por ti. El comportamiento de la SS lleva a pensar que hay
alguien que se preocupa por las prisioneras, alguna persona a quien las
autoridades tuvieran que tener en cuenta, o unas instituciones por las que se
sintieran obligadas a guardar las apariencias.
Un día, durante la formación de la mañana, las autoridades del campo
ordenaron a las mujeres quitarse los pañuelos de la cabeza. Querían saber si
había prisioneras que llevaban el pelo largo. A partir de ese momento, las
únicas prisioneras que están obligadas a llevar tapada la cabeza con el
pañuelo son las recién afeitadas. Las autoridades han requisado los pañuelos a
las demás mujeres y les han anunciado que pueden lucir media melena, sobre
todo si realizan trabajos fuera del Lager. Parece que les interesa demostrar
que en el Lager no se les afeita la cabeza a las mujeres, por si alguien observa
las cuadrillas que acuden al trabajo.
También parece que se preocupan por las prisioneras. Hasta ahora, cuando
llovía no podías abandonar tu puesto de trabajo ni por un momento hasta que
no se oyera el silbato. Ahora las cuadrillas pueden resguardarse en los
graneros y cabañas cercanas; hasta se les permite encender un fuego y secar
sus ropas.
Cuando no para de llover y no hay ningún indicio de que vaya a hacerlo
pronto, un SS cubierto con un chubasquero de tarpaulín sale del Lager en
bicicleta para ordenar el regreso de las cuadrillas. Por regla general, el
encargado de ir por las trabajadoras suele ser el médico jefe.
No tienes ni idea de a quién se debe ese cambio de actitud de las
autoridades, aunque sabes que no es una iniciativa de los alemanes.

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También en este período se permite el acceso de todas las prisioneras a los
baños que hay en el campo femenino, y en especial a las trabajadoras que
vuelven de los sembrados.
Además, ahora que el campo tiene un problema de superpoblación, se
habla a menudo de trasladar una parte de las mujeres a un nuevo sector del
Lager, en el que actualmente hay hombres. Suena inverosímil, pero también
parecían increíbles los rumores sobre la posibilidad de recibir paquetes; casi
igual de inverosímiles que las numerosas historias que circulan sobre la
próxima liberación del campo.
Pero vemos que un día todos los hombres evacúan su campo y salen a la
carretera llevando paquetes, arbustos y flores, que han cultivado ellos
mismos, mantas y otros objetos que les han permitido llevarse. Dejan su
Lager para trasladarse a un segundo sector que estaba en construcción, detrás
de la rampa del ferrocarril, que se ve a lo lejos. Su nuevo campo se llama
BIId. A partir de ahora tendrán de vecinos a los gitanos. Su lugar lo ocupamos
las mujeres.
En el campo se ha hablado mucho sobre la limpieza ejemplar que reina en
el sector que han abandonado los hombres, sobre el impresionante estado de
higiene en que se mantenía todo, sobre la ausencia de piojos. Dentro de un par
de días las mujeres se instalarán en ese sector y lo podrán comprobar con sus
propios ojos.
Si tienes las piernas enfermas, cansadas de las largas caminatas que haces
a diario, dar un rodeo alrededor de todo el campo femenino resulta una tarea
imposible. Atravesar todos los hoyos y charcos sobre unos palos, que es en lo
que se han convertido tus piernas hinchadas, rígidas de no sentir nada y al
mismo tiempo doloridas a cada paso torpe que das, sobrepasa las fuerzas de la
mayoría de las prisioneras. Cuando tienes las piernas en ese estado, el campo
de las mujeres te parece inmenso. Conoces sólo tu sector y a través de la
alambrada ves las figuras humanas de otros prisioneros saliendo y entrando de
sus barracones, que se extienden en largas hileras. En cada uno de ellos vive
alguien, y a menudo sufren más penalidades que nosotras.
Ahora vas a conocer un campo nuevo.
Las cuadrillas siguen saliendo a diario a trabajar, mientras que las que
trabajan dentro del Lager se dedican a trasladar el equipamiento de los
barracones, a recogerlo todo y a limpiarlos.
Llega el día del traslado. Las responsables de habitación, apremiadas por
los SS, meten rápido debajo de las mantas barras de pan, cubos con
mermelada, paquetes que las prisioneras que trabajan fuera del Lager les han

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dejado para que se los guardaran, y corren hacia la puerta del campo. Las
órdenes son contradictorias. En la puerta hay una judía eslovaca, la
Rapportschreiberin del campo de mujeres, que se dirige a la muchedumbre
recitando rápidamente los nombres y los nuevos bloques que les han
asignado. A menudo las decisiones se toman en el mismo momento. Las
responsables de habitación quedan divididas en diferentes grupos y cada una
se marcha en una dirección. Los hatillos con pan, los cubos con mermelada,
los paquetes de comida, todo eso se queda en la puerta de acceso al Lager.
Allí, unas prisioneras los cogen al vuelo y se los van llevando bajo la mirada
atenta de Taube, Drechsler y Mandel, que han llegado en un coche para
supervisar la mudanza. Las prisioneras que vuelven del trabajo ya nunca
encontrarán sus paquetes y tampoco a sus antiguas responsables de
habitación, por lo que tampoco podrán preguntarles dónde se encuentran sus
pertenencias personales, o la manta que consiguieron limpiar de piojos, su
trozo de jabón, su jergón.
Cuando por la tarde vuelven del campo no saben qué ha pasado. No saben
si su bloque está vacío u ocupado por otras prisioneras, no saben cuál es su
sitio en la formación ni quién les entregará la cena. En un solo día han
perdido todas las cosas imprescindibles para la vida en el Lager, aquello que
compraron a cambio de comida y que tuvieron que esconder durante las
inspecciones y los despiojamiento. Ahora cruzan la puerta de acceso al nuevo
Lager. Sobre el campo que han abandonado los hombres, se pone en estos
momentos el sol. Aquel roble alto, que antes se veía de lejos, ahora está cerca.
También los árboles de Brzezinka, que tapan los muros rojos de los
crematorios.
¡El nuevo Lager! Una especie de escalofrío de miedo te recorre el cuerpo
cuando cruzas su puerta y te detienes delante de sus barracones oscuros.
Habías soñado con volver directamente del trabajo, con cruzar sólo la puerta
de acceso para llegar al barracón, pero esa ilusión se rompe en añicos. Ahora
te han situado todavía más adentro, más cerca de las entrañas de la esclavitud.
Ahora, detrás de ti se cierran no una, sino dos puertas. A tu alrededor se
extienden filas de barracones, hileras y más hileras de vallas electrificadas,
que desaparecen en la oscuridad y que te rodean por todas partes dejándote
sin salida. Y los nuevos sectores del Lager que se construyen a lo lejos, con
nuevos y más grandes barracones, van creando en tu interior la idea de que
Alemania quiere meter a toda Polonia, al mundo entero, a toda la humanidad
en campos de concentración, de forma planificada para que pasen en ellos
meses e incluso años.

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El viejo campo de hombres, el B, es un reflejo simétrico del campo de
mujeres, que ahora se llama A. Un camino, que va desde el almacén de pan al
Blockführerstube del B, separa los dos campos. A ambos lados del camino
aislado por una alambrada está primero la cocina, exactamente igual en los
dos campos, y después el barracón de desinfección. La recién llegada
Aufseherin Franz (la hermana de la Arbeitsdienstführerin[39] Hasse) se hace
cargo de las dos cocinas y poco a poco introduce en todos los sectores del
campo de mujeres, ahora en plena expansión, sus nuevas prácticas, que
consisten en sacar del almacén grandes cantidades de los mejores productos y
entregárselos a los SS, al ejército y a los particulares. También los bloques
donde se alojan ahora las mujeres y los retretes están distribuidos de la misma
manera. Como si alguien colocara al borde del campo de mujeres un gran
espejo en el que aparece el Lager de hombres. Con el tiempo aparecerán
pequeñas diferencias, aunque la distribución seguirá siendo la misma.
Los hombres han dejado los barracones vacíos, que son exactamente
iguales que los del campo de mujeres, exactamente iguales que decenas de
miles de otros que los alemanes han levantado en diferentes puntos de la
Tierra.
Para quien conoce la vida en el campo, estos barracones no son mudos.
Llevan escrita una historia más legible que la que está en las paredes de los
antiguos templos de Oriente. Sus paredes, suelos y ladrillos están manchados
de la sangre de las personas que han muerto aquí. Este barracón oscuro, que
aún no ha sido ocupado por mujeres, no está vacío. Aquí están en formación
las filas disciplinarias de hombres que han muerto y que no se irán de aquí a
pesar del traslado oficial. Se han quedado en el lugar donde se ha derramado
su sangre. De nada ha servido encalar las paredes.
Estas paredes siguen rojas de sangre.
En las vigas, debajo del tejado, están pintadas con grandes letras las frases
que te atormentan, las mismas que los SS gritan de día y de noche:
Im Bloch Mützen ab! ¡Quitaos las gorras en el bloque!
Halte dich sauber! ¡Sé limpio!
—Ruhe im Block! ¡Silencio en el bloque!
—Eine Laus —dein Tod! ¡Un piojo, tu muerte!
—Achte deine Vorgesetzten! ¡Obedece a tus superiores!
Im Block ranchen verboten! ¡Prohibido hacer fuego en el bloque!
¿Y qué pasa cuando infringes alguna de estas prohibiciones, hermano
prisionero? ¿Qué pasa entonces contigo?

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En el patio del bloque 2, que está rodeado por un muro, hay unos
cuartuchos de puertas estrechas que se llaman Stehbunker. Aquí encierran por
la noche a los prisioneros condenados, pero sólo por las noches porque
durante el día tienen que trabajar como los demás. Cada tarde, después del
recuento, el Blockführer mete dentro del cuartucho a cuatro condenados. La
celda es un hueco estrecho, que mide un metro cuadrado. A duras penas caben
en ese habitáculo cuatro hombres de pie con un cubo en medio. La puerta se
cierra de un portazo. Arriba hay una ventana enrejada, grande como las
palmas de dos manos.
Los hombres tienen que pasarse allí de pie toda la tarde y la noche hasta la
formación de la mañana. Al día siguiente trabajan observados atentamente por
el Kapo que no se lo piensa dos veces si tiene que golpearlos cuando dan
muestras de cansancio o de sueño. Por la tarde, después de la formación los
espera de nuevo el Stehbunker. Así durante una semana entera, a veces
durante más tiempo.
Este castigo, aplicado durante tiempo prolongado, causa la muerte de
forma natural.
Cerca de los Stehbunker hay unos potros de madera que sirven para azotar
a los prisioneros.
En el campo de los hombres se aprovecha la formación de la tarde para las
ejecuciones. Un Lagerältester, que suda del esfuerzo, golpea con una porra de
goma o con un azote a un prisionero que está tumbado sobre el potro de
madera. El castigo más leve son 25 golpes. Pero a menudo son 50 o 75,
incluso 100. Cien latigazos en la espalda, en las costillas, en los riñones. No
son necesarios más para acabar con alguien.
Mientras estás tumbado sobre el potro de madera, joven prisionero, con la
cara lívida de dolor y de esfuerzo para no gritar, le confías tu vergüenza a la
tierra. No puedes levantarte de un salto y coger del cuello al que te golpea, no
puedes darle al SS una bofetada en la cara ni una patada en el estómago, no lo
puedes hacer porque quieres vivir. Porque aquí ya te han enseñado que
semejante acto, además de inútil, sería una locura, que sólo conseguirías que
una bala de revólver te reventara la cabeza y que a tus compañeros se les
aplicaran duras represalias.
Así que sigues tumbado en silencio sobre el potro de madera y cuentas los
golpes de palo que chocan con ímpetu contra tu cuerpo mientras la tierra gris,
que tiembla con cada azote que cae sobre ti, escucha lo que pronuncian tus
labios, absorbe tu sangre y tus lágrimas de vergüenza.

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En el campo A sólo hay un bloque, el 25, rodeado por un muro. En el
campo B hay varios barracones cercados por el aire lúgubre de una
empalizada de ladrillo.
El bloque 7, el antiguo bloque de la muerte, se asigna después al SK.
Ahora está lleno de mujeres de diferentes nacionalidades, de ruidos, alborotos
y peleas. En él hay judías de Polonia, Grecia, Eslovaquia, hay prisioneras
polacas, gitanas de tez morena, croatas diminutas y también morenas.
Entre ellas no se entienden. Luchan por conseguir un sitio, por tener una
manta, una escudilla y una taza de agua. Cada grupo habla a su ritmo, cada
uno tiene su temperamento, pero en todos ellos despierta el Lager un
salvajismo animal, una ferocidad y un instinto casi asesino.
Es imposible que te quedes dormida aquí. Cuando las mujeres se acuestan,
salen millones, mil millones de chinches de las ranuras y los recovecos de los
coyes. Ésta es la época del año en la que se reproducen. Junto a algunos que
son grandes, corren otros pequeños que pican de forma dolorosa. Están tan
hinchados de sangre que su piel está tan estirada y tan fina, que se rompe con
sólo rozarla. Al estallar producen manchas sangrientas, un sinfín de diminutas
motitas de sangre.
Las noches de verano como ésta, el barracón se llena de un aire sofocante,
de gritos y maldiciones pronunciadas en varios idiomas; los coyes que
queman con cientos de picaduras son una tortura innecesaria. Es mejor salir al
exterior y pasar la noche en cualquier otro lugar con la espalda recostada en la
pared.
Reina el silencio. En la parte norte del Lager, donde la oscuridad es casi
absoluta, se ve el resplandor de los alambres que marcan las fronteras de las
numerosas zonas del segundo sector que se encuentran en construcción. Es
tan fácil dejarse llevar por la ilusión de que lo que se ve a lo lejos son las
calles largas de una gran ciudad, delimitadas a ambos lados por hileras de
luces.
Ahora que te han instalado en el corazón de Birkenau, cuando tienes una
visión completa del campo y tienes delante de ti hileras interminables de
barracones, te das cuenta de que Oświȩcim es tan sólo la tapadera pulida
sobre la caldera estertórea y humeante que es Birkenau.
Con Oświȩcim pasa lo mismo que con los vestíbulos de los crematorios,
que están equipados con elegancia y lujo para vencer la desconfianza de los
hombres, pero que no tienen nada en común con lo que hay dentro del
crematorio, de lo que importa en ellos. En Oświȩcim hay unos cuantos
barracones representativos, que nada tienen que ver con ese cenagal que es

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Birkenau, donde una multitud inabarcable de barracones, como
embarcaciones ancladas en el puerto de la muerte, aguardan con cientos de
miles de pasajeros a bordo.
A veces, cuando contemplas por la noche la infinidad de luces de esta
nueva urbe, sucumbes al miedo de pensar en su magnitud y tienes la
sensación de convertirte en un átomo aún más pequeño de un universo que
respira tranquilamente a pesar de todo.
Pero aquí, enfrente de las luces de esta ciudad, la sangre se te hiela en las
venas y coagula en los pechos formando un carámbano duro. Aquí, en la
topografía de luces inmóviles, cada vez más y más lejanas, en el silencio de
los guardas que sabes que esperan con la mano sobre el gatillo de la
ametralladora, lees tu propia sentencia.
Sólo cuando piensas en atravesar todos estos espacios rodeados por
reflectores, cuando piensas en salir felizmente de ellos, te ves a ti misma
como la heroína de un libro o de una película de aventuras, te ves envuelta en
una quimera imposible de realizar.
Oyes un ruido a tu derecha. Son los hombres. El barracón de desinfección,
que está al lado de los bloques 5 y 6 y separado del campo de mujeres por un
simple alambre de espino, está ocupado por un numeroso transporte de
hombres. Se oyen sus voces. Proceden de todos los puntos de Polonia, la
mayor parte de Varsovia. Por la mañana andaban jóvenes, bellos y sanos. Sus
siluetas emanaban entre los alambres el encanto añorado de una vida perdida.
Entre ellos hay muchos policías, conductores de tranvías y de trenes. Los han
conducido al bloque 5 y 6 del campo de las mujeres y allí, aguardando en pie
en una muchedumbre inmóvil, esperan ser admitidos en el Lager. El barracón
de desinfección no para de trabajar, día y noche. Día y noche llegan nuevos
grupos de hombres. Las mujeres ven cómo sobre las cabezas de los recién
llegados caen los puños de los SS. Ven cómo de la puerta del bloque 5 salen
hombres desnudos a los que se obliga a permanecer a la intemperie. Después
desaparecen corriendo en el barracón de desinfección. Pasado un rato salen al
exterior con la cabeza afeitada y con un puñado de harapos en la mano. Se
visten tiritando. Se ponen encima retales de ropa interior sucia, unos
pantalones estrechos y cortos, unas chaquetas demasiado ceñidas en las que
apenas caben unos hombres maduros. Así vestidos, parecen comediantes de
una troupe en plena gira. Están sentados en cuclillas sobre sus pies descalzos,
tiemblan de frío, de hambre y cansancio.
Qué pena les dan a los viejos prisioneros estos recién llegados. No se han
olvidado de los primeros días que han pasado en el campo, los más difíciles.

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Se acuerdan de ellos muy bien y por eso compadecen a todos los que llegan al
Lager. Observan las filas de hombres recostados en la pared y descalzos, y
saben que tan sólo un porcentaje pequeño, un grupo pequeño, sobrevivirá.
Mañana ya serán prisioneros. Hoy, ahora, aún no lo son. Cómo nos
gustaría acercarnos a hurtadillas al amparo de la noche a la alambrada y
llamar en voz baja a alguno de los recién llegados para darle un apretón de
mano de fraternidad. De su ropa, de su cuerpo y de su cabello emana una
libertad invisible, que han traído de sus casas, de unas ciudades lejanas y de
las calles soleadas.
A veces un SS o un encargado irrumpen corriendo entre las filas de los
prisioneros haciendo mucho ruido. Después se hace de nuevo el silencio sobre
el grupo agachado en la oscuridad. A la luz de las ventanas del barracón de
desinfección sólo se pueden ver los contornos de sus siluetas. A veces, en el
silencio se oye una palabra en polaco pronunciada un poco más alto, a veces
una petición en voz baja que no es posible atender.
—¡Agua, agua!
Los han metido a todos dentro del bloque. El patio que está delante del
barracón de desinfección se ha vaciado de gente, aunque sólo por un
momento, porque enseguida lo llenan otros prisioneros. También son
hombres, pero éstos llevan ya los uniformes a rayas. Se comportan de forma
muy diferente a los anteriores. En sus movimientos se nota la prisa de los
esclavos que saben cumplir las órdenes antes incluso de que su amo termine
de formularlas, la prisa de un animal que conoce el filo del látigo y quiere
evitarlo con todas sus fuerzas.
Los prisioneros corren en grupos, sobre todo de dos en dos, y llevan algo
en la mano que colocan a continuación junto a la pared. Algunos lo hacen con
una precaución disimulada, pero a toda prisa. Después, se sientan recostados
sobre la pared del barracón de desinfección acurrucándose con los pies
descalzos. El silencio es absoluto. Los SS se han marchado.
A la luz de las farolas de la alambrada se puede distinguir que los objetos
colocados en el suelo también tienen rayas blancas y azules. Pasado un
tiempo, cuando uno de aquellos bultos se mueve, te das cuenta de que son
personas. El prisionero que está tumbado estira la mano y la agita en el aire,
después se sienta.
Tu mirada distingue cada vez con mayor nitidez unas figuras humanas.
Muchos prisioneros tienen las extremidades envueltas en trapos, hasta la
altura de los codos o de las rodillas. Algunos, cuando se les caen los vendajes,

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muestran unos muñones sin dedos que se erigen inútiles y totalmente
inservibles.
Son los prisioneros de la mina de Jaworzno, de donde se los han llevado
porque han sufrido congelaciones en manos y piernas.
Unas mujeres se apiadan de ellos y se acercan al amparo de la noche a una
valla metálica, les llevan trozos de pan y cuencos de agua. No hace falta que
los hombres pronuncien la palabra hambre. La ropa les queda ancha y cuelga
de sus extremidades como si debajo de ella no hubiera más que huesos. Se
acercan al borde del patio, hasta la valla, y cogen el pan que después
repartirán con los demás.
No todos tienen fuerzas suficientes para levantarse, para acercarse a la
valla y hacerse un sitio para coger uno de los escasos trozos de pan. Algunos
ni siquiera cambian de posición, tan sólo estiran la mano y miran a aquellos
que lo reparten. Son muchas las veces que se han quedado sin pan, muchas
veces los más fuertes, aquellos que aún tienen fuerzas para luchar por la vida,
se han olvidado de ellos, de los más débiles.
Cuando pones unas migajas de pan en la mano impotente de un hombre
hambriento, éste levanta enseguida la mano hacia los ojos, los abre bien y
contempla su botín jadeando con asombro. Su rostro refleja sorpresa, dolor y
alegría; sus ojos se clavan como dos antorchas en el trozo que sujetan las
manos. Toda la cara se ilumina como por encantamiento, todos los rasgos se
concentran en esas migajas. No es un sueño, es pan, pan real que alguien le ha
dado, un pan que ahora es suyo.
Te gustaría pedirle a ese prisionero extenuado por el trabajo en la mina de
Jaworzno que no llore, que no permita que las lágrimas corran por su rostro
por haber recibido por última vez el regalo inesperado de unas migajas de
pan.
Aquellos que en vez de manos tienen sólo unas heridas infectadas,
devoran el pan con la mirada porque nadie va a dar de comer a unos inválidos
con los brazos congelados. Recostadas en la pared del barracón de
desinfección yacen unas sombras que aún están en este mundo, pero que
carecen ya de aliento vital suficiente para servir de mano de obra.
Cuando a tus espaldas se extiende una vasta ciudad compuesta por
numerosos campos de concentración y delante de ti, a la tenue luz de la
noche, ves este grupo, te das cuenta de repente de que algo ha fallado a lo
largo de los siglos, de que desde antiguo hay algo que no marcha como
debería. Las construcciones monumentales levantadas con el esfuerzo de
varias generaciones, los templos y las embajadas, los palacios presidenciales

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y los parlamentos empiezan a tambalearse y a derrumbarse porque en algún
sitio fallan los cimientos, porque ha habido un error en su edificación. Tras la
blanca polvareda que han dejado los escombros sólo queda un grupo de
hombres inmóviles, que se sientan a una mesa vestidos con sus fracs negros,
personas que jamás en su vida han ido más allá de la ficción que se encuentra
en los libros. Alzan las manos y concluyen con solemnidad que la guerra es la
base del progreso.
Qué pena que sus cabezas no estén afeitadas como las nuestras, que no
lleven encima los harapos de bufón que nosotras vestimos. Entonces
pensarían tan sólo en una cosa, la más acuciante en momentos como éste:
¿adónde se van a llevar a estos hombres que enfermaron en la mina de
Jaworzno?
Nadie lo sabe, aunque todos lo supongan.

A veces, cuando contemplas el campo desde dentro durante días, semanas y


meses descubres con asombro que adquieres más fuerzas y más capacidad de
resistencia a medida que la necesitas. Sientes admiración y asombro por tu
propia capacidad, y al mismo tiempo se despierta en ti la fe en tus propias
fuerzas.
Hasta que llega un día que algo se quiebra en tu interior y te quedas
paralizada sin poder moverte.
Ésta es la primera noche que las mujeres pasan en el nuevo Lager. Ya es
muy tarde y el sueño se ha apoderado de las prisioneras. En la ventana del
barracón 9 se ve la cara inmóvil de una mujer. Sus ojos miran a través de la
ventana, clavados cualquiera sabe dónde. Quizá observa el grupo de hombres
que está delante del barracón de desinfección, quizá mira las luces que rodean
el campo de los gitanos o de los hombres u observa las llamas que salen del
crematorio, que desde aquí se ven con claridad. Ningún gesto de su cara,
ningún movimiento de su cuerpo muestra que la mujer esté despierta. Tan
sólo sus ojos, bien abiertos e inmóviles, son la prueba de que no está dormida.
Es una campesina. Antes estaba sana, tuvo un brote leve de tifus y cuando
estaba aún convaleciente le dieron el alta en el hospital. Nadie le informó de
adonde debía dirigirse, tampoco a ella se le pasó por la cabeza preguntar.
Hasta ese momento la práctica común consistía en darla de alta del hospital y
después asignar a la convaleciente al mismo bloque del que procedía. Es lo
único que sabía la chica y no se le había ocurrido que eso podía haber
cambiado durante su estancia en el hospital. Así que se fue al bloque donde

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estaba antes y formó con sus compañeras cuando llegó la tarde. No se dio
cuenta de que sobraba una prisionera, no se dio cuenta de que esa prisionera
era ella. Cuando las guardianas descubrieron el asunto castigaron con
severidad a la chica: cien palos en la espalda. Se la llevaron inconsciente de
vuelta al hospital: la chica deliraba y tenía fiebre alta. Salió quejándose de
hernia y de jaqueca.
Ahora la chica está sentada frente a una ventana pequeña mirando a través
de ella. La expresión de su cara es cada vez más rígida, sus rasgos están como
congelados y le confieren un aire de dureza. Sus ojos brillan con el resplandor
rojo procedente del fuego del crematorio. Cualquiera sabe si esta noche de
verano se ha dejado llevar por ensoñaciones que la alejan de la realidad del
Lager o si está contemplando las luces de los campos lejanos o si escucha los
ruidos que llegan del barracón de desinfección. Sus compañeras están
dormidas, nadie interrumpe su solitaria contemplación.
De repente la mujer se levanta, con la fuerza de sus brazos jóvenes
empuja la ventana y el cristal cae al suelo estruendosamente. Apoya las
manos en el quicio y grita con un dejo de desesperada protesta:
—¡No!
A su alrededor reina el silencio. Nadie responde a sus gritos. Sus ojos
asustados barren el espacio de izquierda a derecha hasta que de nuevo repite
su grito lleno de fuerza:
—¡No!
Sus ojos reflejan un espanto creciente. Parece que lo que ha sido sólo una
semilla, un germen en su cerebro, ahora crece y se dilata, hasta ocupar por
completo su imaginación y su sistema nervioso. No encuentra otra palabra
para describir o explicar lo que le está pasando. Así que hunde su cabeza entre
sus brazos, como si quisiera protegerse con ellos de aquello que le ha hecho
perder el juicio, y repite espantada una y otra vez:
—¡No! ¡No! ¡No!
Bienaventurados aquéllos a los que la locura les permite gritar en voz alta
sus preocupaciones, bienaventurados aquellos que pueden exteriorizar su no.
Porque todas las prisioneras llevan un no en sus adentros, un no que bulle en
su interior y que hace hervir su sangre, una impotencia airada que tapa sus
ojos con una venda en los momentos peligrosos, cuando más difícil resulta
controlarse. Hay prisioneros que saben esconder su no en lo más profundo de
su ser, debajo de un barniz de buenos modales y de aparente amabilidad, y
saben mostrar ese lado a los SS. Pero también hay otros que gritan su no en
voz alta en cada uno de sus actos, en la expresión de su cara, en su mirada. No

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apartan esa mirada que grita la verdad ante un SS y así se condenan a castigos
o se ganan la enemistad de las autoridades sin motivo aparente.
Lo único que los diferencia de los locos es que ellos no gritan un único
gran no, sino que lo expresan de otro modo.

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11. Alegri de la soleada Grecia

na nueva orden obliga a las mujeres a salir a trabajar descalzas. Todas

U las mañanas de verano, cuando aún no ha amanecido, miles de pies


enrojecidos por el frío pisan la guija punzante de Birkenau y cruzan la
puerta del Lager al compás de la música de la orquesta femenina.
Después, recorren el camino que pasa por el crematorio y se sumergen en el
césped mojado del rocío. En la parte trasera de los crematorios crecen árboles
frutales, vestigios de las granjas ahora calcinadas, que están repletos de peras,
manzanas y cerezas. Por aquí pasa la cuadrilla 115, compuesta por prisioneras
yugoslavas, polacas, rusas y judías de diferentes países. Todas están
hambrientas, por eso este camino, en el que hay abundante fruta, les supone
un gran alivio. Aunque no siempre tienen la suerte de conseguir algo. No
siempre el jefe y el Posten de la escolta les permiten tirar piedras a los árboles
ni acercarse a ellos, tampoco cae siempre alguna fruta. Pero, si lo consiguen,
pueden disfrutar del sabor de una manzana verde, cortada en cuatro partes y
compartida con otras compañeras, y mucho más. No sólo sacian así su apetito,
sino también se sienten más tranquilas porque se consuelan pensando que
siempre encontrarán algo comestible en estos alrededores fértiles. Eso acalla
el hambre, acalla el miedo acuciante que despierta el incierto mañana.
El responsable de esta cuadrilla elige cada día un camino diferente,
probablemente para su propio deleite. A veces el camino es corto, a veces les
toca recorrer uno largo, bordeando praderas verdes cubiertas de hierbas
abundantes que ningún pie ha pisado en mucho tiempo, rodeadas por todas
partes de árboles que se unen arriba formando unas bóvedas verdes; en
ocasiones atraviesan granjas y casas que están momentáneamente ocupadas
por los prisioneros que trabajan en ellas. Cada día en un punto diferente del
camino el verdor se abre y hace sitio a los estanques, de los que te llega un
soplo de aire fresco.

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El lugar se llama Fischerei (piscifactoría) y se encuentra cerca de
Harmȩże.
El agua limpia de los estanques tiembla y bate contra la orilla, donde un
ácoro susurra mecido por el viento. Aparte de los estanques llenos de agua
hay otros donde el fondo esta cubierto por una costra de limo, que en algunas
partes tiene un color verde por las algas a punto de secarse que crecen en su
superficie. Detrás de los estanques se levanta una colina de rastrojos
amarillentos; arriba, en la misma cima, justo debajo del horizonte, se ve el
verde de las hojas de zanahoria. A la izquierda, entre el arbolado, destaca el
blanco de los edificios de la granja.
Cuando contemplas ese paisaje, tan familiar en Polonia, puedes olvidarte
por un momento de dónde estás.
En esta época y en todas partes del país los rastrojos están igual de
dorados, el calor del sol abrasa la tierra y sólo los soplos de la humedad que
llegan desde el agua lo mitigan un poco. También las avefrías que se
esconden entre los ácoros recurren a los mismos cantos para llamarse las unas
a las otras.
Los momentos de olvido son para el prisionero una verdadera bendición
porque está obligado todas las horas del día y de la noche a recordar sin cesar
dónde está. Son los momentos en los que la naturaleza llena su conciencia con
su encanto cautivador y le habla con serenidad de su propia existencia, de las
leyes del ser y de la permanencia. Le dice que es una partícula minúscula del
cosmos y que tiene que vivir para que exista el universo, que tiene que
persistir porque lleva en su interior la vida, que es como el agua de los
estanques cercanos que golpea la orilla.
El hecho de que esta sabiduría eterna de la naturaleza penetre en tu
conciencia despierta en tu interior un éxtasis silencioso. Bajo su influencia, el
debilitado deseo de vivir se concentra como si formara un puño preparado
para golpear no sólo los obstáculos que se te presentan, sino también tu
desánimo. En el monótono día a día, el deseo de vivir puede encontrar
suficientes fuerzas para sobrevivir a pesar de todo.
Las ensoñaciones, compañeras inseparables de las prisioneras, vienen a tu
encuentro desde el dique soleado que hay entre los estanques, desde los
árboles umbrosos o desde las acederas que florecen con su color de herrumbre
y los negros amentos de los ácoros que se mecen al viento. El sueño te aísla
por completo de la realidad, aparta todo aquello que es superfluo en este
momento dejándote a solas con la naturaleza y con las criaturas de tu
imaginación.

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Cualquiera sabe cómo es el mundo de una mariquita, que se pasa todo el
día de hoja en hoja. Cualquiera sabe cómo es el mundo de un prisionero que
con un zapapico golpea la arcilla en el dique o lleva tepes de aquí para allá.
Aunque también hay señales que te llaman la atención y te avisan de que
no te puedes dejar llevar del todo por el olvido. En el fondo húmedo de los
estanques vacíos o en los rastrojos que empiezan a cubrirse de trébol ves un
zueco o una escudilla de hojalata perdida quizá hace un año. A la salida del
dique se encuentran camillas, palas, zapapicos y martillos de madera
colocados formando una pirámide. En el horizonte, mucho más allá de las
praderas, tapado en parte por los árboles, se alza el humo del crematorio del
Lager. Detrás de él, sobre Oświȩcim, cuelgan inmóviles del cielo azulado y
apacible los globos de barrera, grandes e hinchados como peces. De vez en
cuando, golpeados por ráfagas fuertes de viento, cambian de posición, pero
sin moverse del sitio.
Hasta qué punto puede ser ingenuo un prisionero que en todo, incluso en
los globos de barrera, busca señales positivas. Pero ¿qué otra cosa puede
hacer para llenar la monotonía gris de la vida en el Lager?
Un grupo de mujeres trabaja duramente durante todo el día en una de las
orillas de un estanque vacío; se agachan y excavan con zapapicos la dura
arcilla. Otras se encargan de echarla sin parar sobre unas parihuelas. En el
fondo del estanque seco, dos filas de mujeres se mueven diagonalmente sin
cesar. Por el sendero de la derecha avanza la caravana que lleva las parihuelas
vacías; por el de la izquierda, las que las llevan llenas de arcilla. Sus pies se
hunden en el tremedal; los tendrán que secar al sol y al viento, se agrietarán,
sangrarán y se cubrirán de llagas.
Los trozos de arcilla se van depositando en la otra orilla del estanque, que
sirve al mismo tiempo de dique. Aquí, otro grupo de mujeres tritura la arcilla
y con unos puntales de madera la van aplastando para hacer la pared más
firme. Al mismo tiempo, con la ayuda de tepes fijados unos a otros con clavos
de madera, se refuerzan los bordes. Así se va levantando un dique nuevo.
Basta que caiga un aguacero o que pase por aquí un camión bien cargado
para que el esfuerzo de varios meses de 200 mujeres se vaya al traste.
Y de nuevo se inicia por enésima vez la construcción del dique. Pero las
prisioneras que ahora trabajan en él no sentirán amargura por la inutilidad de
su esfuerzo. Dentro de irnos meses, cuando haya que construir el dique de
nuevo, este grupo ya no estará con vida. Llegarán aquí mujeres de nuevos
transportes que no serán capaces de percibir la huella sangrienta de sus
predecesoras en el sendero que cruza a través del tremedal.

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La Fischerei es un lugar grande y en el que hay mucho trabajo. A veces
vienen hombres y siegan algo de hierba para los caballos. Les toca observar
con espanto cómo las jóvenes encargadas rompen sus palos sobre las espaldas
de las mujeres, cómo se dirigen a ellas con palabras obscenas. No entienden
cómo las mujeres han podido acostumbrase y ya no reaccionan, cómo
consiguen comportarse como si no oyeran nada. Les cuesta imaginar a las
victoriosas encargadas reintegrándose a una vida futura sin Lager.
El césped y los juncos crecen por todas partes, hay que segarlos incluso
sobre la superficie de los estanques. Después de la siega, llegan las mujeres
para recolectar la hierba cortada. Uno de los estanques es grande, ancho, tan
extenso como un lago. Un grupo de 200 mujeres desciende hasta la orilla. En
el otro lado que linda con las ciénagas se mecen los ácoros que hay que
recolectar. Las prisioneras tienen miedo. Aunque sea verano, apenas lo notan
porque siguen padeciendo de continuos resfriados, de escalofríos y fiebres. El
jefe pierde la paciencia al ver que las prisioneras vacilan y empieza a
amenazarlas con un palo. De las filas sale una joven Vorarbeiterin[40] que se
ha hecho famosa en el campo porque no pega. Se remanga el vestido hasta las
ingles, se lo ata a la cintura y entra en el agua. Las mujeres que están detrás
ven las llagas que le cubren las pantorrillas de ambas piernas. Ella se adentra
cada vez más en el estanque, comprueba la profundidad, el agua ya le llega
por los muslos. De repente se dirige a las mujeres:
—Quien se fíe de mí que me dé la mano y me siga. No os pasará nada.
Las primeras en decidirse son una vieja yugoslava, que siente mucho
apego por la joven Vorarbeiterin, y una chica judía. Su mirada, que emana un
valor sereno y alentador, convence a las demás prisioneras, que estaban
indecisas. Hay una especie de lazos íntimos que unen a las mujeres de
diferentes nacionalidades y que hacen que ahora, una detrás de otra, entren en
el agua cogiéndose de la mano y prolongando esta cadena humana.
A las prisioneras judías el agua les da miedo, pero por nada del mundo
quieren que le pase algo a la Vorarbeiterin, que dirige al grupo encargado de
traer el tepe de la huerta cercana. Ella los deja descansar a la sombra de los
árboles, los ayuda a sacar agua limpia del pozo en una de las granjas
abandonadas. Para las prisioneras yugoslavas es como una hermana que se
sienta en el borde del dique sin preocuparse si el ritmo de trabajo desciende y
les habla en una mezcla de polaco y yugoslavo, una especie de dialecto que
todas comprenden, sobre la lejana Yugoslavia, sobre sus costumbres, casas,
huertas de frutas y, al final, promete visitarlas una vez acabada la guerra. Sólo

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su figura despierta de nuevo los recuerdos de casa, su presencia es agradable
como la visita de alguien próximo, parece como si el encanto de la vieja
Yugoslavia la envolviera. Las miradas de las prisioneras yugoslavas le dan la
bienvenida con un resplandor de húmeda emoción en los ojos.
Ahora, no sin cierto titubeo, se anudan las faldas y entran en el estanque.
Cogidas de las manos van detrás de la Vorarbeiterin en dos filas largas.
Ella va en cabeza, tirando de las dos filas como si fuera un remolcador que
surcase con la fuerza de su cuerpo las olas, y así arrastra hacia delante a 200
mujeres y se sumerge con ellas cada vez más. La corriente rápida del agua
deshace los nudos de los vestidos y los delantales y hace que sus bordes floten
sobre las olas. El agua cubre bastante, pero nadie se preocupa de si su ropa se
moja. Lo más importante ahora es atravesar los tramos más profundos y llegar
a los ácoros cortados. Las prisioneras, apoyadas unas sobre las otras, sienten
la importancia de la colaboración. Nadie se menea, nadie tiene miedo, las
últimas, arrastradas por las primeras, atraviesan la corriente peligrosa y
después todas, formando un semicírculo alrededor de los ácoros cortados, los
empujan hacia delante, hacia la orilla seca. Ninguna de las mujeres entiende
del todo por qué ha sentido placer al vencer el obstáculo sin un palo de por
medio.
Ahora empujan los ácoros, pero cuando en la superficie de las olas
aparece un nenúfar lo arrancan y lo tiran sobre el verde banco que tienen
delante. Así se reúne un gran ramo de flores acuáticas que por la tarde estará
en el coy de la Vorarbeiterin.
Los ácoros ya están en la orilla y las mujeres salen del estanque. Ahora
pueden apreciar que las llagas de la Vorarbeiterin han estallado vertiendo su
líquido en el agua. En su lugar hay unos hoyos que sangran un poco.
Ya es tarde y el jefe coloca apresurado la columna en filas de a cinco y
ordena la marcha. Los vestidos mojados se pegan a los cuerpos y los enfrían y
refrescan.
Qué agradable resulta haber terminado el trabajo con el agua hasta la
cintura y haber salido sana y salva. La sensación de que has conseguido
esquivar las trampas que la mano de la muerte ha dispersado a tu alrededor es
maravillosa, has logrado dejarlas atrás y acercarte un poco a la meta, aunque
todavía no sepas si llegarás a ella.

Cuando ves de lejos las siluetas de las prisioneras que atraviesan el tremedal
acarreando las parihuelas, sólo ves, en el lenguaje del Lager, un desfile de

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musulmanas y andrajosas. Pero sólo tienes que contemplarlas con un poco
más de detalle para ver un poco más allá. Cada una de las mujeres es
diferente, singular, incluso excepcional. Algunas destacan por su belleza, a
pesar de que tienen la piel quemada y el pelo cortado; otras por su serenidad,
otras eran mujeres relevantes antes de la guerra según te cuentan sus
compañeras.
Hay personas que se quedan en tu memoria para siempre.
¿Quién no se acuerda de Alegri? Alegri, que tenía unos ojos bellos como
de terciopelo negro o de noche de tormenta. Su pelo negro como el azabache
apenas asoma ahora en forma de primeros rizos por debajo del pañuelo
blanco. El pelo corto no ha conseguido afearla. La tez oscura de su rostro es
tan hermosa que al contemplarla te preguntas si los artistas aprenden de la
naturaleza o, por el contrario, es la naturaleza la que imita la mano de los
artistas.
Alegri tiene 15 años. La han traído de un país lejano, la han dejado entre
una muchedumbre plurilingüe, en la que ella es como una sordomuda. No
conoce ningún otro idioma aparte del griego, sólo puede hablar con sus
compatriotas.
A diferencia de las otras prisioneras, los movimientos de Alegri, que vibra
persiguiendo la posibilidad de vivir, son tranquilos. Hay algo en ella que la
separa del resto, que la hace diferente, como si el sol que brilla sobre Polonia
la alumbrara con uno de esos rayos que tenía reservados para la lejana Grecia.
Resulta que Alegri canta muy bien. Cuando las encargadas la llaman,
Alegri deja el trabajo y se sube al dique. Con una mirada interrogante observa
a sus superiores, que con un gesto le dan permiso para que cante.
Es un día apacible y caluroso, el aire huele a hierbas y está impregnado de
la humedad procedente de las aguas cercanas. Los globos de barrera
permanecen inmóviles en el cielo, en el mismo lugar donde yerra incesante la
nube que se nutre de las explosiones intermitentes de humo que salen de la
chimenea. Por los senderos, en los diques y en el fondo de los estanques
vacíos, avanzan procesiones de prisioneras que hacen un trabajo innecesario,
que han sido concentradas en este lugar con el único fin de que la ficción de
que tienen una tarea les sirva para retorcerse los brazos, de que el calor del sol
les queme la cabeza y la sed les seque el cuerpo mientras el agua de los
estanques ondea y chapotea.
Alegri sabe lo que le piden. Una sonrisa inalcanzable pasa por su rostro
como un rayo de sol que recorre un claro de bosque. Levanta la cara, sus ojos
grandes, en los que es imposible diferenciar la pupila, miran a lo lejos, como

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si el alrededor no existiera, como si en el horizonte se vislumbraran las islas
griegas, como si en el cielo azul apareciera la visión del mar Egeo con una
vela blanca al fondo. Como si esperaran, tranquilas y confiadas, el barco que
viene a salvarlas.
Alegri empieza a cantar y la primera palabra que pronuncian sus labios a
la orilla de los estanques, al lado de las praderas de la Alta Silesia, es
«¡Mamá!», pronunciada con el mismo acento que en polaco, aquél al que está
acostumbrado tu oído. En el estribillo de la canción griega se repite esta
palabra una y otra vez, como si fuera una llamada llena de añoranza y de
amor.
La voz de Alegri, profunda y suave, tiembla a veces expresando una
nostalgia incontenible que parece que en cualquier momento fuese a romper
los límites de la canción para estallar en un sollozo inconsolable. Pero las
lágrimas, que resuenan en la canción, caen inaudibles en el corazón de la
cantante, mientras de sus labios brota un pianíssimo casi silencioso,
«mamá…, mamá…», que se alza con desesperación y llena sus ojos de un
dolor repentino.
La canción es sonora y sorprendentemente bella, incluso recitada en un
idioma incomprensible, en el que sólo puedes reconocer la palabra «mamá».
El silencio absorbe la canción. Nadie sabe si Alegri conoce el paradero de
su madre de la que se separó al estallar la guerra. Nadie sabe si en algún
lugar, en alguna parte del mundo oye la canción de su hija esa persona que la
ama sin límites, si es que todavía está viva.
¿Acaso Alegri dirige su canción a la nube del crematorio o a la lejana
Grecia, o al espacio desconocido del universo dónde se han perdido ella y su
madre?
El juncal murmura, los ácoros que se mecen son el acompañamiento para
la canción que se escurre sobre ellos como el rocío para posarse en sus hojas.
Alegri canta una canción más. Empieza por las palabras: «O, taime
chasis», lo que al parecer significa «Oh, vuelve». Es una canción que habla
sobre la nostalgia. La palabra nostalgis se repite una y otra vez. La canción es
tremendamente melódica, parece que se dirige directamente a ti con sus
semitonos llenos de tristeza y añoranza.
Por esta canción, Alegri, las manos más queridas deberían ofrecerte la
copa dorada, esas mismas manos que son las únicas capaces de aliviar tu
dolor.
A los SS se les ocurrió ordenar la plantación de serbales a ambos lados del
camino que atraviesa Brzezinka en dirección a Birkenau, así como en el

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amplio espacio que está próximo a las plantaciones de la Baumschule en
Budy y en tantos otros campos que rodean el Lager. No se sabe por qué razón
ni quién los convenció para hacerlo. Lo cierto es que se plantaron miles de
arbustos que pronto se cubrieron de hojas.
Hoy, Oświȩcim y sus alrededores están desiertos. Es como un cementerio
internacional que se extiende a varios kilómetros a la redonda. Los
alrededores están ocupados por los rojos frutos de los serbales, tan
incontables como las gotas de sangre que han caído aquí durante varios años.
Nada ha quedado de la gente que ha muerto en Oświȩcim, aparte de
aquello que ha absorbido la tierra, aparte de aquello que emana de la tierra.
Las mujeres que en el verano de 1943 iban a trabajar a los estanques de la
Fischerei ya habían muerto en otoño.
Cuando se arrastraban en el fondo de los estanques, su existencia era más
frágil que la de los protozoos que se mueven sobre el cristal del microscopio.
Te son útiles durante un momento, pero pasado éste no se sabe qué hacer con
ellos. Mañana, o incluso dentro de una hora, tu mano limpia el cristal y no
piensas en que estás destruyendo una existencia.
Los cuerpos de las prisioneras se convierten en humo en el crematorio,
como los de tantas otras predecesoras y sucesoras suyas. Una generación del
Lager murió para hacer sitio a la siguiente.
Murió Alegri, una flor blanca, una de muchas flores sobre las cuales la
guerra puso su pie irrespetuoso.
Supongo que hoy, como antes, el juncal sigue meciéndose sobre los
estanques de la Fischerei y toca su canción monótona. Quizá incluso se
podrían encontrar algunos objetos, cubiertos de césped o algas, perdidos por
personas que trabajaron aquí hasta el final. Un zapato estropeado con la suela
de madera, una taza aplastada, en fin, las cosas que marcaban cada uno de los
caminos de los prisioneros de Oświȩcim. Quizá aún en el estanque hay
huellas de las personas que corrieron por allí en diagonal y que ya no están
vivas.
Los globos de barrera han desaparecido del horizonte, al igual que la nube
de humo del crematorio.
No aparecerán los cortejos de desharrapados renegridos detrás de los
cuales, paso tras paso, iba la muerte de formas diversas.
No vendrán prisioneros para cargar limo en los largos días de calor.
En la Fischerei reina el silencio.
Han pasado los días llenos de ruidos, maldiciones y gemidos, sin dejar ni
un solo sonido detrás. Sólo a veces, cuando te detienes en el dique entre los

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estanques y escuchas atentamente el silbato profundo del viento, que sopla
entre los ácoros, oirás una canción triste cantada en un idioma extranjero,
exótico e incomprensible, en ella, como un grito de desesperación, se oye de
vez en cuando la palabra «¡mamá!».

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12. El campo de batalla

os largos días de verano pasan uno detrás de otro. Cada vez llegan

L nuevos transportes que, como generaciones que hubiesen cubierto su


ciclo vital, van hacia el crematorio. Todo cambia sin cesar. El ritmo
vibrante del exterminio acaba con todo aquello que el instinto humano
de supervivencia había construido previamente.
Cuando consigues sobrevivir aquí un año eres como un ser humano al que
se hubiese dotado del privilegio de la inmortalidad; ves llegar a las
generaciones nuevas y las despides cuando se marchan. Si tienes un corazón
vivo, con el tiempo te acostumbras a alguno de esos transeúntes y con su
ayuda y la fuerza de la imaginación haces aparecer por arte de magia un
mundo en el cual la vida es más fácil. Ese mundo se llama mañana. Si sabes
vivir en ese otro mundo, te desenvuelves en la realidad cotidiana como si
llevases puesto un traje que te hace invisible, como si llevases una armadura
encantada, de cristal templado y resistente a los golpes de los SS.
El sabor de la amistad es aquí dulce, como en ningún otro sitio, pero al
mismo tiempo amargo. Por un lado, te sientes afortunada de tener en este
desierto exótico un alma fraternal, pero sientes también miedo, porque es casi
seguro que la vas a perder.
El final del verano trae consigo mejoras en el campo de mujeres. Hay
varios factores y se dan al mismo tiempo. El más importante, el traslado a un
Lager nuevo. En un primer momento, inmediatamente después de la mudanza
y de la adjudicación de los barracones, sobra mucho espacio en ambos
campos. Es verdad que por las noches no tienes con qué cubrirte (durante el
último despiojamiento general se han llevado las mantas y aún no las han
devuelto a las prisioneras), pero es verano, así que se puede dormir sin nada
encima y disfrutar, además, no sólo en sueños sino también en la realidad, de
la feliz ausencia de piojos. No hay piojos porque no hay jerséis de lana, no
hay mantas sucias y en los baños adyacentes a los retretes de los sectores A y

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B hay agua. Los tablones de los coyes están limpios; los han fregado y
desinfectado con cloro organizado en el hospital. En los camastros no se
hacinan los cuerpos como antes, cuando el contacto te daba calor y favorecía
la reproducción y el contagio de piojos. Por las noches puedes dormir en el
coy a pierna suelta y por las tardes, después de volver de trabajar, puedes
sentarte holgadamente estirando las piernas o tumbarte recostada sobre tus
manos y mirar a través de la ventana el gran roble que está fuera del barracón,
ese mismo árbol del sector vecino del campo que hace un año contemplabas
desde lejos.
Desde aquí se ven las figuras de mujeres desnudas que lavan su cuerpo y
su ropa en el exterior, que se limpian cuidadosamente quitándose la asquerosa
costra de suciedad y arrancan con sus propias manos las causas de la epidemia
que los alemanes no han sabido destruir. Como tienen agua, ya se las apañan
ellas solas.
Es cierto que está prohibido hacer la colada. La bella y bien vestida
Lagerälteste Stenia Starostka, una polaca originaria de Tarnów que ocupa el
cargo más alto entre las prisioneras, es capaz de atravesar todo el campo
corriendo con sus botas de caña larga para tirar al suelo de una patada la
preciada agua; más de una vez el cuenco con ropa interior termina en el barro.
La Lagerälteste ahuyenta a las mujeres e intenta aplastar cualquier indicio de
libertad.
Con una voz ronca grita detrás de las prisioneras que huyen:
—Du, Mistbiene! —Du, alte Kuh!— Du, Krematoriumsfigur! ¡Tú, vaca
vieja! ¡Tú, carne de crematorio!
Pero la necesidad enseña a las prisioneras a ser ingeniosas, a superar en
astucia a la Lagerälteste, a buscar nuevos métodos, a poner su propia guardia.
En su continua lucha contra los SS y sus ayudantes, que no dejan de ser
prisioneros aún más aplicados que los SS, aprovechan cualquiera oportunidad
para luchar por la supervivencia.
En muchas ocasiones las autoridades han mostrado su ineficacia y su falta
de preparación para la administración del campo. En esta ocasión tampoco
son capaces de resolver con rapidez los nuevos problemas generados por el
traslado del campo. No son capaces de realizar un nuevo censo, de reagrupar
las cuadrillas y reajustar el número de operarías ahora que ha cambiado la
cantidad de prisioneras que trabajan a diario.
Este caos es bueno para nosotras, las prisioneras. Resulta mucho más fácil
esconderse en el Lager y no salir a trabajar ahora, cuando no se forman todas
las cuadrillas, cuando las autoridades no tienen ni idea de quién se ha quedado

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en el sector A y quién ha sido trasladada al B, ahora llamado campo para las
trabajadoras.
Desde que tenemos agua, es importante poder quedarse en el Lager de vez
en cuando. Ahora que hay dos campos de mujeres, puedes esconderte con
mucha mayor facilidad que antes porque las autoridades del campo nunca
inspeccionan los sectores A y B a la vez, sino que primero entran, en grupo y
por sorpresa, en uno de ellos para después pasar al otro. Parece como si
pensaran que ninguna de las personas que se esconde se atreverá a cruzar
libremente la puerta entre ambos campos, que ahora está abierta todo el
tiempo aunque está también vigilada. En la puerta están de guardia las
encargadas, que dejan pasar a todas las prisioneras si tienen algún motivo
oficial. Pero ninguna de las encargadas, incluso las que llevan mucho tiempo
en el cargo, conoce a todas las secretarias del bloque, a sus suplentes, ni a las
responsables de habitación, que tienen el derecho de desplazarse con libertad
entre ambos campos en horas de trabajo. Ni siquiera todas las personas que
realizan trabajos administrativos se conocen entre sí; sería una tarea imposible
en una muchedumbre compuesta por decenas de miles de personas, que
cambia cada día. Es curioso, pero si intenta pasar por la puerta una mujer
desharrapada, sucia y de andares inseguros y temerosos recibe enseguida un
golpe en la cara, lo mismo da que su intento de cruzar al otro campo esté
justificado por motivos importantes. En cambio, una mujer limpia, que
camine con la determinación propia de una persona segura de sí misma, tiene
menos posibilidades de ser detenida. En este universo en el que reina la
ignorancia, una hoja de papel blanco posee una fuerza mágica, así que a veces
basta con que lleves en la mano una hoja en blanco para que las encargadas
que están de guardia te dejen pasar sin mediar palabra. Y si a alguna se le
ocurre mirarte con recelo, le dices lacónicamente:
—Dienstlich! ¡Asunto oficial!
Pero en la mayoría de los casos hasta eso es innecesario para desplazarte
con libertad entre los dos campos femeninos, tal es la fuerza de un trozo de
papel.
Aparte de la ampliación del Lager hay otras circunstancias que han hecho
que cambie de aspecto.
En el campo ocurren muchos pequeños acontecimientos, de apariencia
insignificante, pero cuyas consecuencias son, sin embargo, importantes. He
aquí un ejemplo: la Rapo de uno de los baños, a quien se conoce con el
sobrenombre de Puffmutti (su apellido es Musskeller). Esta mujer se siente
como si fuera la dueña y señora de todo. Se aprovecha de que la

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Oberaufseherin Mandel le tiene un especial aprecio y se lo tolera todo porque
son de la misma ciudad. Musskeller se comporta peor que otras encargadas. Y
tampoco es que las otras sean más nobles, sino que por miedo a las
autoridades del campo o por temor a perder su cargo, o quizá porque les
queda aún un poco de vergüenza, son mucho menos monstruosas que ella.
Musskeller es totalmente desvergonzada. Cuando aprovecha el
despiojamiento para pavonearse entre las prisioneras desnudas, ella que es
gorda, robusta y enorme, despierta tanto miedo como el más temible de los
SS. Su figura se ha grabado en la memoria de todas las prisioneras de
Birkenau y cualquiera de las supervivientes del campo se apartaría de forma
instintiva si se cruzará con ella ahora. Musskeller anda con las piernas muy
separadas, inclinando violentamente las caderas, grandes y fuertes, cada vez
que da un paso; su rostro es rojo, dirías que está lleno de músculos, y vibra de
satisfacción siempre con una sonrisa en sus labios gruesos. Parece que no te
está mirando, pero no se le escapa un detalle. En sus músculos abultados se
rebela una fuerza a la que no puede dar salida, que se agita con cada
movimiento de su corpazo enorme, que estalla con cada golpe que dispensa a
las prisioneras. Musskeller se excita cuando golpea a las prisioneras, sus ojos
que se llenan de sangre, se vuelven turbios. Sus golpes provocan a un tiempo
sollozos de humillación y de dolor. Acostumbra a pegar a sus víctimas
directamente en la cara hasta que sus cabezas se inclinan bruscamente hacia
atrás. Las golpea sin motivo y con especial saña cuando la observan los SS.
En los baños que dirige no pueden entrar las prisioneras. Los puedes
utilizar sólo durante los despiojamientos o baños oficiales. El resto del
tiempo, aunque entres para conseguir un cuenco de agua puedes acabar mal.
Musskeller puede comprar lo que quiera y a quien ella quiera a cambio de
las joyas o la comida que roba a las recién llegadas que pasan por sus manos.
De hecho, en más de una ocasión se ha librado de algún peligro pagando
sobornos y ha seguido nadando en la abundancia. Cuando está borracha se
permite incluso el lujo de cometer infracciones temerarias, que ponen en
evidencia a las mismísimas autoridades del campo, y de satisfacer numerosos
caprichos. Pero un día la Puffmutti se pasa de la raya y acaba con la paciencia
de la Oberaufseherin Mandel.
La imagen de la Musskeller arrodillada en la puerta del Lager a la espera
de su castigo coge a todas las prisioneras por sorpresa. Por casualidad pasa
por allí el Rapportführer Taube. La mujer arrodillada se levanta de un salto y
suplica ayuda a su compañero de tantas tropelías. Pero en esta ocasión Taube
no quiere interceder por ella. La Puffmutti inclina su gruesa espalda para

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besarle la mano, pero Taube, que tiene las piernas largas, monta en cólera y
empieza a golpearla con ímpetu y a correr detrás de ella. No hay nada triste en
esa imagen. Más bien se parece a la función satírica de un teatro de títeres
alemán, en el que Taube, alto, delgado y paliducho, da patadas preso de furia
a la Puffmutti, gorda y de piel muy roja. Es agradable ver cómo un diablo
patea a otro de su misma calaña y albergar la esperanza de que sólo quede uno
de los dos. Y eso es justo lo que ocurre en esta ocasión. Al día siguiente, la
Puffmutti carga solemnemente una pala sobre el hombro en la primera fila de
a cinco del SK, mientras que sus baños se abren a muchedumbres deseosas de
sumergirse en el agua.
El caso de la Puffmutti se da a menudo en el campo. En la vida de
cualquier ser humano se producen reveses, pero en este lugar se pueden
observar mucho mejor que en cualquier otro. Muy a menudo personas como
la Puffmutti, dueñas y señoras del Lager durante un tiempo, acaban
humilladas, empujando la Scheisszvagen (la carretilla de la mierda) al lado de
prisioneras que el día anterior gemían bajo sus golpes.
Aquí, la rueda de la fortuna gira más deprisa y quienquiera que esté arriba
puede caer igual de rápido. Hacer que una persona pase continuamente de la
buena suerte al infortunio es otro método de tortura a los prisioneros. Tienes
que tener la cabeza muy bien puesta sobre los hombros para no marearte con
los vaivenes.
Un día, sin previo aviso, a raíz de gestiones y decisiones que son
totalmente ajenas a las prisioneras, las autoridades del campo liberan del SK a
todas las prisioneras polacas, con independencia del tipo de delito que
hubiesen cometido y de la duración de las penas que les hubiesen sido
impuestas. El mismo día que se toma la decisión vuelven a sus bloques en un
clima de gran entusiasmo general, aunque bien disimulado, y duermen ya esa
misma noche «en libertad». En virtud de esa misma decisión, se encierra a
todas las alemanas que llevan triángulos negros en el SK. Todavía es pronto
para prever las grandes consecuencias que va a tener este acontecimiento para
la vida en el Lager. Resulta que todos los cargos más importantes están en
manos de prisioneras alemanas y éstas, en la mayoría de los casos, ostentan
triángulos negros en sus uniformes. En apenas una hora cuadrillas enteras se
quedan sin sus Kapos, los bloques sin sus jefas, los almacenes sin sus
responsables. En ese mismo instante, muchos cargos de responsabilidad pasan
a manos de prisioneras polacas, a las que se permite escoger las colaboradoras
que quieran. Y de repente los tiempos gloriosos de las «puntos azules[41]»
terminan para siempre. Wanda Maroszani, una prisionera polaca asignada a la

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Oficina de Empleo, se encarga de que se nombre para los puestos importantes
a mujeres responsables. Son personas que han sabido superar con éxito los
tiempos de pobreza e infortunio, los trabajos forzados al aire libre. Mujeres en
principio débiles, que a menudo han sido objeto de burla de sus compañeras,
que han tenido que aprender a sobrellevar el trabajo físico, a picar piedras, a
cargar, a manejar el hacha y la pala.
Si adquieres las habilidades de quienes hacen trabajos físicos, si sabes
tirar una barra de pan como si fuera una pelota y sabes cogerla al vuelo sin
que se te caiga al suelo y sin romper el ritmo de la cadena humana, si sabes
cargar como una trabajadora más y consigues hacerte un hueco entre las
prisioneras físicamente fuertes y posees además fortaleza de espíritu, entonces
conseguirás pisar fuerte sobre la tierra y sólo una mala pasada conseguirá
hacerte caer. Pero ya no estás marcada con el estigma de la perdición. La
«maldita intelligentsia» comienza a triunfar, mientras que las «puntos azules»
van quedando relegadas.
Un transporte grande y espiritualmente fuerte de polacas que llega al
Lager en julio procedente de la prisión de Pawiak se encuentra una situación
mucho mejor a la de hace apenas unos meses. El campo está limpio, hay agua,
hay espacio y las encargadas polacas tratan a las prisioneras, por regla
general, con amabilidad e intentan facilitarles las cosas. La mortalidad en el
campo ha descendido, los barracones del hospital están vacíos y se han
convertido en un lugar agradable de descanso para las enfermas leves.
¡Y no hay tifus exantemático!
Las recién llegadas no quieren entender que la situación del Lager es
momentánea, que esta nueva etapa pasará igual de rápido que ha venido. No
quieren escuchar los consejos de las veteranas, no se toman en serio las
advertencias, se ríen de las amargadas «viejas Häftlinge». Admiten que la
idea que se habían hecho de Oświȩcim era mucho peor que la realidad.
La única cosa que les parece mala es la comida, pero tampoco les
preocupa mucho porque pronto reciben paquetes de Varsovia, incluso antes
de haber enviado la primera carta a casa.
A decir verdad los barracones son repugnantes, pero, como hace sol, es
más fácil distraerse y además las plazoletas con césped que hay en el exterior
los embellecen un poco.
Los trabajos fuera del Lager siguen siendo bastante duros, pero ya no son
tan pesados desde que las prisioneras polacas se encargan de la vigilancia. El
regreso del trabajo suele ser muy agradable. Los caminos que atraviesan las
cuadrillas de prisioneras están sembrados de pequeños botines. Muchas

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prisioneras encuentran cosas que por la tarde pueden cambiar por otras:
zanahorias, manzanas, peras, huevos de pájaros y acederas.
A ambos lados de la carretera y a lo largo de varios kilómetros crecen
frondosos arbustos de moras. Seguro que antiguamente, antes de la guerra,
niños y mujeres de aldeas cercanas los asediaban sin tregua. Hoy, sus frutos
negros y maduros en exceso cuelgan de los arbustos durante mucho tiempo,
hasta que terminan cayendo al suelo por la fuerza de su propio peso.
Cuando durante la marcha te acercas corriendo para hacer una incursión
en los arbustos, no necesitas coger las moras una por una. Basta con que
pongas el cuenco debajo de las ramas, las sacudas y las moras se caen solas,
dulces, olorosas y suaves. Los Posten que escoltan la columna, te permiten
hacerlo normalmente. Cuando están lejos del Lager, lejos de los ojos severos
de los SS que poseen un rango superior, se convierten en torturadores menos
diligentes.
Con tantas prisas no te preocupas de las espinas de las zarzas, que se
enganchan a tus pies y te desgarran la piel hasta hacerte sangre.
Cuando se aproxima el otoño las prisioneras polacas que llegan en los
nuevos transportes consiguen sin dificultad, gracias a la ayuda de otras
compañeras, que les asignen tareas dentro del campo. Son trabajos que se
realizan dentro de los barracones, en los enmohecidos depósitos de los
almacenes, donde las nuevas prisioneras entran llenas de una confianza sana y
de un optimismo natural que no les permite aceptar la enfermiza falta de fe de
las prisioneras que ya han visto de todo.
Una mañana, a la columna que trabaja en el depósito que se llama
Unterkunft se une un grupo de prisioneras nuevas. Enfundadas en sus
uniformes a rayas, las prisioneras que trabajan fuera del Lager (desde hace
algún tiempo las que trabajan dentro del campo llevan ropa civil) aguardan de
pie, erguidas y silenciosas, como niñas que fueran por primera vez al colegio.
Nada tienen que ver con la palidez de las prisioneras veteranas a las que el
trabajo en el interior de un barracón oscuro y el modo de vida en el Lager ha
desvaído su tez, convirtiendo sus caras en un bulto amarillento e hinchado. En
contraste, los rostros de las prisioneras nuevas están iluminados por el
resplandor de sus ojos, la expresión de sus rostros es elocuente, tan
interesante como un libro, como un libro hermoso que llegase de algún lugar
lejano y añorado para consolar a las tristes prisioneras.
Sí, es verdad. Son como libros interesantes, muchos de los cuales
acabarán cerrados por la muerte y devorados por el fuego.

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Comparten el destino de todas las recién llegadas, a las que se suele
asignar la tarea de remendar y zurcir las mantas que acaban de ser
despiojadas.
Este otoño está siendo uno de los más apacibles. Parece que los
barracones del Lager se han descolorido, se han secado y hasta encogido por
efecto de los rayos del sol, que aunque son suaves siguen calentando sin
cesar. El zumbido soñoliento de las moscas invita a la pereza. Un grupo de
mujeres está sentado dentro de un barracón sobre montañas de mantas que se
clasifican en rotas y menos rotas, mantas que apestan a gas o simplemente a
suciedad. A través de una puerta se ve la pared verde del barracón de
enfrente, que bajo el resplandor chillón del sol se asemeja a una pradera.
Quizá sean sólo unas maderas pintadas de verde, pero para unos ojos que
llevan mucho tiempo viendo sólo mantas que vuelven del despiojamiento,
llenas de parches y rotos, esa pared trae bellos recuerdos de praderas.
Quienes trabajan dentro del Lager empiezan la faena un par de horas antes
que el resto de las prisioneras. En cuanto acaba el recuento, en la penumbra
previa al amanecer, cuando las cuadrillas que trabajan fuera apenas han
empezado a colocarse en la formación, que no deja de ser el preámbulo de
una larga espera delante de la puerta, las trabajadoras asignadas al Lager ya
están en sus barracones correspondientes y empiezan la tarea. Las mujeres
que trabajan fuera tienen que atravesar los campos durante una o dos horas
antes de empezar a mover la pala; en cambio, éstas se dedican desde hace ya
tiempo a zurcir las mantas rotas que forman montañas cada día más altas. Por
eso el tiempo hasta el descanso de mediodía se les hace extremadamente largo
a las de dentro; el cansancio y el calor, y el hecho de que tienen que estar
sentadas, algo prohibido en la mayoría de trabajos en el Lager, les dan un
sueño irresistible.
—Me muero de sueño —dice la señora Kielanowska, una actriz de teatro
originaria de Vilna, moviendo los párpados. Después se levanta y saca un
trozo de jabón del bolsillo del delantal, y mira a sus compañeras buscando su
complicidad. El grupito de trabajadoras se asoma fuera del barracón para
enjuagarse los ojos por primera vez en lo que va de día. Walentyna
Kielanowska es la primera en cruzar el sendero que hay entre los barracones.
Como a ella no le raparon el pelo cuando entró en el Lager, su cabello
envuelve su cabeza bien formada de un resplandor reluciente. Su forma de ser
es muy peculiar; es una persona encantadora, que se sabe ganar la simpatía de
la gente. Sabe arreglárselas para no trabajar y lo hace con tanta delicadeza que
nadie es capaz de reprochárselo. El otro día se hizo una herida en el dedo de

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la mano derecha. Con gesto compungido, se acercó a la Rapo Felicja
Iwanowska, una prisionera polaca que aprecia a la actriz. Walentyna se
dirigió a ella en un tono lleno de preocupación sincera:
—Señora Kapo, qué será de mí, ahora no puedo trabajar con la mano
derecha. Esto afectará al ritmo de trabajo en el Lager.
Era difícil adivinar por su rostro y por su actitud si estaba bromeando o
estaba hablando de veras. La mujer prosiguió:
—¿Quizá me autorizaría usted a hacer con la mano izquierda lo que hacía
antes con la derecha?
Y eso es lo que ocurre. Walentyna hace con la izquierda lo mismo que
hacía antes con la derecha, y no se nota la diferencia. Se sienta sobre la pila
de mantas sucias, coloca sobre sus rodillas sus bonitas manos, que el Lager
aún no ha logrado malograr y que parecen aguardar el momento de la vuelta a
casa. Sus pensamientos ya están lejos, fuera del campo, se han alejado del
tiempo presente, que ella sólo es capaz de conjugar en pasado. La mujer está
convencida de que está en Birkenau de visita, para poder contárselo después
al mundo cuando salga. Sus pensamientos, da igual en qué momento los
interrumpa para convertirlos en palabras, están en Varsovia, en Vilna, en
Katowice y Lwow, en el escenario, en los camerinos del teatro, delante de un
espejo que devuelve la imagen de una mujer cubierta de miriñaques.
Se suele decir que es más fácil hablar de las cosas más importantes con un
desconocido, con alguien a quien te encuentras por casualidad, alguien que
pasadas unas horas va a proseguir su camino y al que no volverás a ver.
Seguramente es lo que la señora Kielanowska piensa sobre el grupo de
mujeres que trabajan con ella. Como un viajero a quien le toca pararse por un
tiempo indefinido al llegar al mar, se entretiene mirando su reflejo en las olas.
Una vez más revive los momentos más importantes de su vida, tanto los
avatares casuales como aquellos que fueron fruto de su voluntad. Una vez
más vuelve a sentir la llamada del teatro, una vez más se prepara para el
examen de ingreso en la escuela de arte dramático o vive las emociones de un
ensayo dramático. Y después actúa. La mujer lo narra todo de una forma muy
plástica. Las prisioneras que la escuchan siguen con la mirada cada expresión,
cada gesto suyo, ven la sala del teatro llena de público y ven cómo el brillo de
las velas se va apagando hasta que queda sólo un tenue resplandor al borde
del telón. Se oye un gong silencioso y melódico, y el telón se alza. En la
escena está Walentyna Aleksandrowicz-Kielanowska. Por un momento, el
barracón deja de existir, las montañas de mantas se convierten en cómodas
butacas donde las prisioneras se sientan para vivir el espectáculo. Los

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decorados cambian, el escenario móvil gira sin cesar y los artistas aparecen y
desaparecen. Los rostros están absortos ante el relato de la actriz.
No es sólo la alegría de escuchar una bella historia. Los rostros de las
trabajadoras expresan algo más grande e importante. Las prisioneras ven en
esta mujer a alguien que acaba de llegar de Varsovia, que ayer mismo estaba
en la capital. A alguien que se conserva vital y sensible, a diferencia de ellas,
que se han hundido por completo en este mundo degenerado. La historia de
Walentyna obliga a las otras prisioneras a pensar. Cuando levantan sus rostros
pálidos del trabajo, son como un viejo que llevase muchos años caminando
encorvado y que ahora levantase la cara y mirase con sorpresa el sol que antes
veía a diario.
Cuando las prisioneras oyen que Siebeneichel, el jefe, se aproxima al
barracón montado en su bicicleta todas se levantan rápido y hacen como si
buscaran agujeros para zurcir en las mantas. Así las encuentra Siebeneichel
cuando entra para inspeccionar el trabajo. Ahora las voces han callado, y las
cabezas se inclinan, mientras los dedos hacen pasar la aguja rápidamente
sobre los sucios harapos. En ese momento, en el silencio del barracón se
despiertan los pensamientos.
Otra de las nuevas es Zofia Sikorska. La han arrestado por otros motivos,
y la imagen que despierta en la memoria también es muy diferente. La
arrestaron junto a su padre, su hermano y su marido. Al marido no lo
metieron en Oświȩcim, pero su padre y su hermano acabaron en Birkenau. El
viejo padre consigue a veces venir al sector femenino con la cuadrilla que se
encarga de excavar las zanjas del alcantarillado. Metido en un hoyo profundo,
detrás del terraplén de arcilla, su cabeza blanca parece cerraja a punto de
marchitarse. El hombre se pasa todo el día excavando con tal de ver a su hija
y poderle preguntar cuando la ve pasar:
—¿Estás bien de salud?
Zofia es novata en el campo y en su puesto de trabajo, así que no conoce
muchos trucos, ni las costumbres ni los peligros que te acechan aquí. De todos
modos, se las apaña para calentarse una taza con café y asar unas cuantas
patatas en unos rescoldos, para después salir corriendo del barracón y dejarlas
de pasada al borde de la zanja en la que trabaja su padre. También se las
ingenia para adquirir jerséis, calcetines y zapatos para sus hombres, a cambio
de cosas valiosas que le envían al campo.
Se cuenta entre las prisioneras que la Gestapo averiguó que Zofia era la
persona que estaba más al tanto de toda la actividad clandestina, o sea que
dependían de ella y de su entereza en los interrogatorios para obtener

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información de los colaboradores de la resistencia. Ella hablaría antes o
después, porque las autoridades estaban dispuestas a utilizar los métodos que
fueran necesarios para conseguirlo. Zofia Sikorska también lo sabía. Es
probable que se viniera abajo después de los primeros interrogatorios, es
probable que temiera delatar a los suyos durante las torturas. Cuando estaba
sola en su celda, se abrió las venas con un trozo de cristal. Estuvo
inconsciente un buen rato, pero al amanecer, mientras el guardia
inspeccionaba las celdas, se despertó aún con vida. Zofia sabía que el guardia
se limitaba a echar un vistazo a la celda a través de la mirilla que había en la
puerta, así que se arrastró hasta ella, se levantó y, apoyada sobre la pared,
esperó hasta que hizo acto de presencia. Se puso tan cerca de la puerta que
tapó con su cuerpo la visión de la celda llena de sangre. La maniobra le salió
bien. Después de la inspección, Zofia Sikorska se seccionó las venas
nuevamente, en esta ocasión con mayor eficacia. Cuando abrieron la puerta,
las paredes de la celda estaban salpicadas de sangre. En el suelo, en medio de
un charco de sangre, yacía Zofia Sikorska. El guardia llamó a la Gestapo, que
llegó enseguida armando un gran alboroto. Llevaron a la prisionera a la
médica, que le aplicó cuidados especiales y la comida más nutritiva y
exquisita que se podía conseguir en tiempos de guerra.
Cuando Zofia llegó a Oświȩcim su cuerpo aún tenía por todas partes
marcas rojas, azules y negras de los golpes que le habían propinado antes.
Una especie de condecoración por su resistencia. Pero Zofia siguió riendo con
alegría confiada en sus fuerzas.
Barbara Czarnecka-Chłapowska tiene el aspecto de una hermosa y joven
chica, y un aire virginal. Su cuerpo, con o sin ropa, es frágil como el de una
muchacha; su rostro, de rasgos regulares e inexpresivos, está rodeado de una
melena rubia que le cae indómita, como si fuera un chico, sobre su frente alta.
Barbara es una mujer bella y de piel clara. Ella también ha tenido la rara
suerte de que no le cortaran el pelo. Su figura irradia una especie de luminosa
serenidad. Su rostro, su frente, sus facciones casi inexpresivas irradian luz; la
serenidad procede de sus ojos grandes, azules claros y pensativos. Cuando nos
enteramos de que Barbara tiene 40 años, nos quedamos todas de una pieza.
Porque Barbara es joven y lo demuestra con sus ganas de vivir, con el ímpetu
de su intelecto, con su pasión por hacer planes. Era tutora de menores en un
juzgado de Varsovia. Le gusta hablar de sus tutelados y, al hacerlo, suele
juzgar sus historias teniendo en cuenta las circunstancias sociales. Una
montaña de sucios edredones se alza a su alrededor; Barbara sujeta una de
esas prendas sobre las rodillas y la remienda diligentemente. A diferencia de

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Kielanowska, Barbara es muy trabajadora. Siempre quiere hacer el trabajo
que le encargan: en este caso quiere contribuir a remendar más edredones
porque hay prisioneras que los necesitan. Muchas se aprovechan de su buena
disposición. A menudo encargan a Barbara los trabajos más duros y penosos,
y siempre regresa sonriente al lado de sus compañeras. Tampoco le molesta
que las encargadas la traten peor. Barbara es tranquila, serena, y su actitud es
dócil y modesta, pero al mismo tiempo no exenta de nobleza, ya que no hay
en ella siquiera un atisbo de servilismo. Barbara es como una aplicada sierva
del Señor que se hubiese vestido de uniforme a rayas para compartir con otros
prisioneros las penalidades del trabajo, el pan y la suciedad.
El rasgo que comparten esas tres mujeres, al igual que muchas otras que
han llegado al Lager en el mismo período y que ostentan el número 60 000, es
la fe. Tienen la firme convicción, probablemente cimentada en su resistencia
interior, de que pronto volverán a sus casas, convicción que es contagiosa y
que consiguen inculcar incluso a las «viejas Häftlinge». A pesar de que la
guerra hasta ahora las ha golpeado de formas diferentes, no ha conseguido
que decayeran sus ánimos y tampoco lo hará su estancia en Oświȩcim. En
estas mujeres destaca una voluntad fuerte y obstinada; quieren sobrevivir,
quieren regresar a casa. Poseen el coraje propio de aquellos que saben
enfrentarse al peligro. Su paciencia las ayuda a mantener la tranquilidad en las
condiciones presentes.
Cuando las prisioneras veteranas miran a las mujeres que llegan en los
transportes nuevos y contemplan su vitalidad, se comportan como esas abejas
que por la tarde caen al suelo y se quedan encogidas de frío por la noche, pero
ahora, a la luz de los rayos del sol de la mañana, estiran las patas, tensan las
alas queriendo emprender el vuelo.
Entre las mujeres que han llegado al Lager en verano y las que llevamos
aquí más tiempo surgen lazos cordiales, que son más fuertes en las
condiciones de terror en las que vivimos, pasando pronto de la simpatía al
cariño y a la fraternidad. Las charlas breves y casuales durante el trabajo,
cuando todas las conversaciones están prohibidas, saben a poco a las
veteranas. Las mentes de las recién llegadas no han parado de funcionar ni
por un momento, al contrario, se han hecho más ágiles en contacto directo con
los problemas de Oświȩcim. Las mentes de las prisioneras que llevan aquí
mucho tiempo y han utilizado todas las fuerzas de su organismo para
mantenerse con vida, empiezan ahora a despertarse. Se despiertan porque las
condiciones en el campo han mejorado y permiten ir un poco más allá de las

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necesidades animales. También ayuda el contacto con la personalidad de las
nuevas prisioneras.
Después de una larga jornada de trabajo, las prisioneras aprovechan el
breve descanso de la tarde para celebrar reuniones. A veces tienen lugar en un
pequeño cuarto del bloque 8, que sirvió de ambulatorio para los hombres; en
otras ocasiones se reúnen en el barracón de la Kapo del Unterkunft, en el de
Idalia Sujkowska, en el de Barbara o en el de la señora Moszczeńska.
Cuando el programa de la tarde depende de Lenta[42] Kielanowska se
habla de literatura dramática, de teatro, se debaten los problemas que suscita
una obra que ha escrito Lenta.
A veces se habla también del Lager, aunque en contadas ocasiones. A
Barbara le gustaría llevar, con la ayuda de alguien, la gestión de un bloque
(habla el alemán perfectamente) y en la medida en que se lo permitan los SS
crear las mejores condiciones para las prisioneras. Piensa en todo. No se le
escapan detalles como una escudilla roja, un zapato sucio de barro o la ropa
mojada, se detiene en todos y en cada uno de ellos y los discute
pormenorizadamente. Cuando choca contra el muro de unas órdenes necias,
intenta mitigar su efecto, a diferencia de la mayoría de las jefas de barracón,
que las endurecen aún más. Barbara desea que el barracón donde viven las
prisioneras sea un puerto seguro y un refugio después del trabajo duro y el
trajín del Lager. Hasta ahora el barracón ha sido una etapa más en la tortura
diaria.
Las constelaciones de estrellas cambian de posición en el cielo pero las
mujeres siguen reunidas en la oscuridad, sin verse las caras las unas a las
otras. Sólo oyen sus voces.
A veces, cuando se quedan pensativas y sólo se oye el silencio, puedes
tener la sensación de que el campo está desierto. Que tus pensamientos hablan
solos en el vacío, que por efecto de la gran tensión se han materializado y
convertido en palabras, palabras que se han volatilizado en cuanto las has
pronunciado. O podrías pensar que estas mujeres han estado aquí pero se han
ido, que las absorbió la oscuridad, el Lager y la muerte, y sólo ha quedado el
silencio.
Pero ninguna de estas mujeres piensa en la muerte. El grupo avanza con
ímpetu por el camino más difícil y sigue al vencedor. Viven sin tener en
cuenta la disciplina, los castigos y la fatiga y hacen que la vida se parezca
cada vez más a la vida normal. Han aprendido a cuidar la higiene y a saciar el
hambre, y ahora enseñan a otras prisioneras a satisfacer estas dos necesidades
básicas. Su actitud triunfante se extiende, se propaga entre un número cada

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vez mayor de prisioneras. Parece como si en la cámara acorazada que
envuelve el Lager alguien hubiese hecho un agujero pequeño por el que
entrasen los primeros soplos de aire fresco, que permitiesen por fin respirar a
la gente.
En esta época abundan todavía los despiojamientos y las prisioneras
corren desnudas por el Lager. Pero ya no hay tantos piojos como antes. A
veces ocurre que alguien que se ha abandonado o que está enfermo, alguien
que sufre de psicosis depresiva o de trastornos mentales duerme en la
madriguera oscura de su coy inferior y tiene la ropa cubierta por una capa de
piojos. Pero casos como éstos son aislados; durante el recuento, el resto se
aparta indignado o lleno de compasión.
Se da la orden de que los despiojamientos se prolonguen todo el verano,
aunque, como ha dicho alguien en broma, lo hacen con el único fin de que las
distintas variedades de piojos puedan cruzarse. Y, si no se aparean, seguro
que al menos conseguirán con esta medida extender los piojos de la ropa sucia
a la limpia.
La fuerza con la que se extiende el nuevo brote de tifus exantemático pone
los pelos de punta. De un día a otro mueren transportes enteros de judías que
llegan ahora en masa procedentes de Bélgica, Francia, Holanda y Alemania.
La muerte se ceba también con las prisioneras griegas. La muerte de toda esa
gente se produce en situaciones de lo más variopintas. Algunas prisioneras
van al hospital y mueren allí, pero otras enfermas se esconden en el bloque y
contagian antes de morir a sus compañeras. Las enfermas sufren mucho
durante los recuentos y mueren muchas veces mientras duermen. Por las
noches los bloques se llenan de gemidos y gritos febriles, debajo de los coyes
hay siempre unos cuencos de loza blanca que las autoridades han repartido
por los barracones para que los más enfermos los utilicen de orinal por las
noches. De nuevo hay más piojos, y donde abundan es en los cuerpos de las
personas con fiebre. Parece que el Lager acaba siempre imponiéndose, que
siempre vence nuestros intentos de defendernos de él. Si hasta ahora has
logrado evitar el tifus, ahora sí que no te puedes librar de él. Si has logrado
superar el tifus, entonces sufres otras enfermedades, causadas quizá por una
infección general del organismo. La piel de las prisioneras se cubre de llagas,
aparecen en multitud y en todo el cuerpo. Estalla un brote de malaria.
Además, las empleadas del hospital avisan de la aparición de una nueva
enfermedad que nadie sabe definir. Los diagnósticos son contradictorios. No
se sabe si es meningitis o viruela, y algunas doctoras afirman que es una
variedad de peste. La enfermedad dura poco, sus síntomas son la lividez del

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cuerpo, los labios oscuros, a menudo el vientre hinchado y grandes manchas
en el cuerpo. La muerte sobreviene veinticuatro horas después de la aparición
de estos síntomas.
El hospital nunca ha estado tan lleno como ahora. Se compone de una
decena de barracones, y en cada cama hay tres o cuatro enfermas.
El infortunio tiene muchas caras y no para de acecharnos por todos los
lados.
Ahora, por las tardes las autoridades del campo castigan a las prisioneras
obligándolas a arrodillarse, pero nadie sabe por qué razón. Hasta muy tarde
puedes ver en los senderos que hay entre los barracones filas de cinco
prisioneras arrodilladas en el barro entre las brumas de las penumbras del
otoño y los humos del crematorio. A veces tienen que tener los brazos
levantados, a veces tienen que sujetar un ladrillo en las manos. Desde el otro
lado de la alambrada y desde los sembrados cercanos llega la brisa de otoño,
que se mezcla con el viento del exterminio que exhala el crematorio.
Las infracciones individuales se castigan a menudo con el Stehbunker
(celda para estar de pie). Parece como si los SS, después de un verano de
holganza, se hubieran acordado de la existencia del Lager, que el olor a
cuerpos quemados y la imagen de los cadáveres despertaran de nuevo sus
instintos animales. Están más activos que nunca. Castigan a todos con
severidad incluso por las faltas más pequeñas. Por ejemplo, han enviado a un
grupo de prisioneras de Babice a Birkenau por cantar una canción en polaco
cuando iban al trabajo. Ahora tendrán que cumplir aquí su pena.
Una cuadrilla, compuesta en gran parte por prisioneras polacas y rusas, se
decide a presentar una queja contra una Kapo alemana porque reparte
injustamente la sopa. La Kapo saca de todas las calderas trozos de patata y de
carne y los va apartando en unos cuencos para que le sirvan de comida y de
merienda a ella y a los suyos. Luego da el aguachirle de naba, en pequeñas
dosis, a la muchedumbre hambrienta. Las autoridades han admitido la queja
de las prisioneras.
Por supuesto, muchas prisioneras han visto cómo las Kapos asan nuestras
salchichas y se las comen con los SS (con los que hacen buenas migas gracias
a los chanchullos conjuntos que tienen). Luego les arrojan las sobras a los
perros de los SS. Hasta ahora nadie ha protestado. Hoy, esta cuadrilla valiente
vuelve del trabajo con la esperanza de que se haga justicia. En la puerta del
Lager las espera el Arbeitsdienstführer Schultz. Después del recuento, Schultz
acompaña a la cuadrilla hasta el patio del bloque 2b, que está rodeado por un
muro y en el que hay unos potros de madera. Schultz ordena a la Lagerälteste

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que vigile para que las prisioneras no se muevan de sus filas de a cinco y coge
un látigo.
—Na, los komm! ¡Venid, vamos! —grita a la primera fila.
Doscientas mujeres van a recibir una paliza, 25 azotes cada una. Gracias a
la intervención de una de las Lagerälteste, Schultz perdona el castigo a las
prisioneras polacas pero se encarga de aplicar el castigo personalmente a las
rusas. Antes de que termine de golpear a las prisioneras, cae la noche. En los
retazos de luz ves una procesión de mujeres que se acercan despacio y
obedientes al lugar del castigo y se colocan debajo del látigo. A través de la
puerta abierta del barracón, ves la silueta de Schultz inclinarse mientras la
mano con el látigo pasa fugazmente.
De repente se arma un alboroto en el patio. Aprovechándose de la
oscuridad reinante, las mujeres que aún no han recibido los latigazos intentan
pasarse al grupo de las golpeadas. Schultz lo ve, tira el látigo al suelo, agarra
a una mujer demacrada que arrastra los pies por el barro. La coge por las
caderas, la levanta en volandas y la tira con fuerza, cabeza abajo, al barro.
Después, tras contemplar durante un instante su mano hinchada, vuelve a los
azotes.
En medio del patio se queda la silueta inmóvil de la prisionera rusa que
yace con la cabeza inclinada hacia atrás y con los brazos abiertos. En la
oscuridad de la tarde de otoño se oyen gritos, aullidos y gemidos.
Ahora cada día trae la noticia de un cambio a peor.
Las prisioneras polacas que en verano habían conseguido hacerse con
algunos cargos de responsabilidad, ahora se quedan fuera, una detrás de otra,
por enfermedad grave o por fallecimiento. Sus puestos los ocupan ahora
prisioneras alemanas que llevan winkiels negros, que poco a poco van
abandonando el SK para reincorporarse al campo. Al mismo tiempo, el SK
vuelve a llenarse de prisioneras polacas. El Lager vuelve a tener el mismo
aspecto lúgubre de antes. Las encargadas pronto se dan cuenta de este cambio
en la actitud y en los deseos de las autoridades y hacen lo que les da la gana.
En el bloque 25b la jefa de barracón es una prisionera judía de
Eslovaquia. La mitad de las prisioneras del barracón trabaja en el almacén de
ropa, son las privilegiadas de la Kapo Schmidt Aunque no reciben paquetes
con alimentos comen sardinas, frutas y embutidos. Venden a precios muy
altos la vestimenta y la ropa interior que roban del almacén (y que debía
entregarse normalmente a las prisioneras). Si quieres ir limpia tienes que
comprarles vestidos, jabón, ropa interior y zapatos. Si recibes paquetes con
comida el asunto está resuelto. Pero, si no recibes alimentos de fuera,

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entonces la compra de un camisón o de unas medias que te protejan del frío
supone tu ruina.
Cada tarde llegan en manada al bloque 25b mujeres sucias que llevan
adheridos a la ropa, cabeza, pies y manos polvo y pegotes de barro y tierra
seca. Se detienen delante de los coyes altos, que están ocupados por las
empleadas del almacén de ropa, y gritan en diferentes idiomas frases de esta
guisa:
—Pani! Koszulu nie majesz[43]? ¡Señora! ¿No tendrá un camisón?
Del coy asoma una cabeza, a menudo de tez oscura y cubierta de
abundantes rizos. Sin mostrar el camisón pregunta en primer lugar: —A czo
mate? ¿Qué ofrece a cambio?
Una mano cansada por el trabajo se estira y muestra lo que ofrece a
cambio. Si lo que tiene es un pedazo del pan negro que se distribuye en el
campo untado con un poco de margarina, la cabeza desaparece de inmediato.
No se oye ninguna respuesta. El rostro agotado de la prisionera que trabaja
fuera del Lager se queda sin ninguna expresión. Sólo los ojos echan una
mirada llena de lúgubres destellos al coy que ahora parece abandonado y dice
al salir:
—Chliba ne choczesz, o sea, que no quieres el pan.
De todas las prisioneras arias las rusas son las que están en peor situación.
No pueden recibir paquetes de los lejanos territorios de Rusia y están
condenadas a las raciones del campo, es decir, al hambre. Son ellas las que a
menudo rebuscan en la basura de la cocina o aguardan al lado de la cocina
para robar sopa de naba de las calderas. Ellas son las que están más sucias,
porque no pueden comprar nada y porque su mal aspecto les impide conseguir
un trabajo mejor. De todos modos, tampoco pueden pensar en conseguir un
trabajo mejor porque por lo general no hablan alemán, a diferencia de las
prisioneras judías, que lo entienden todas y establecen contacto rápidamente
con los alemanes. Las prisioneras rusas, igual que las polacas y las
yugoslavas, van a trabajar fuera del Lager.
En el bloque 25b, además de las empleadas del almacén de ropa y una
docena de mujeres que realizan labores de intendencia, lo que aquí se llama
Unterkunft, hay algunas prisioneras polacas y rusas. La vida de estas dos
castas, la de las trabajadoras externas e internas, es radicalmente diferente y
conduce a conflictos que se castigan con penas muy severas.
La jefe de barracón y las responsables de habitación tratan mejor a las
prisioneras de la Rapo Schmidt porque reciben de ellas ropa interior, vestidos
y zapatos, y en consecuencia las liberan de todas las obligaciones.

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El bloque 25b está al final del Lager y es el más alejado de la cocina.
Cada mañana, antes del silbato de diana, es decir, a las tres de la madrugada
hora alemana (dos, hora polaca), sale del barracón un grupo pequeño de
mujeres para traer de la cocina las calderas con café. Como está oscuro, las
mujeres adormiladas se hunden en el barro y se caen en los charcos. Si te
encargan traer el café duermes una hora menos; además, las calderas de 50
litros son muy pesadas y tienes que cargarlas atravesando un terreno lleno de
baches y hundiéndote en el barro profundo.
Las prisioneras del almacén de ropa nunca van por las calderas. El café lo
traen las mujeres que trabajan fuera del Lager, muchas veces las designa
directamente la jefa de barracón. Las mujeres se arman de paciencia y hacen
lo que les dicen. Las criaturas que malviven en el campo advierten las
injusticias y los castigos, pero han aprendido a estar calladas. Sin embargo,
las enérgicas prisioneras rusas se oponen y una mañana, después de haberlo
acordado antes, no reaccionan cuando las despiertan para traer el café. Pero la
jefa de barracón sabe cómo hacer que se despierten. Con violencia, a golpes,
las arranca de sus camastros. Consigue que se pongan de pie, pero ellas no se
dan por vencidas. Salen corriendo al exterior del barracón gritando que hoy
tendría que tocarles a las mujeres del almacén de ropa ir por el café. La jefa
de barracón las coge, las golpea con saña, pero las rusas forcejean
rebelándose contra esa violencia. Una de ellas grita bajo los golpes que con
precisión caen entre sus ojos y sus labios y la hacen sangrar por la nariz:
—Jewrejka! ¡Judía!
Durante el forcejeo otra prisionera golpea a la jefa de barracón. Eso es
demasiado. La jefa de barracón apunta los números e informa a las
autoridades del campo.
Por la tarde, delante del bloque 25, entre las mujeres que aguardan el
recuento con los pies hundidos en el barro, han colocado dos potros de
madera. Una prisionera alemana que se llama Leo, que después de volver de
la cuarentena cumple de nuevo la función de Lagerälteste, se acerca a las
prisioneras. Al parecer, la arrestaron hace años por ser comunista y por eso
lleva un triángulo rojo, un símbolo infrecuente en los prisioneros alemanes.
La Lagerälteste parece cansada, ya que lleva muchos años de campo en
campo. Tampoco el ventajoso cargo que ostenta parece resultarle agradable.
Ni siquiera cuando levanta la cabeza, consigue Leo enderezar la espalda
encorvada, como de animal enfermo. Ella viene aquí para cumplir una
obligación extraordinaria y lo va a hacer a disgusto. Observa a las mujeres
con una mirada aturdida mientras en su rostro apagado no se refleja ningún

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sentimiento. No hay en él un atisbo de satisfacción, de triunfo o de la
excitación que recorren los rostros de los alemanes que llevan a cabo las
ejecuciones.
Hace tiempo que lograron matar el ser humano que había en su interior,
pero todavía no han logrado despertar a la bestia. Leo llama a las prisioneras
que han sido condenadas. La primera de ellas, silenciosa y obediente como un
prisionero que conoce su destino, se tumba sobre el potro de madera. Sin
embargo, el comportamiento de la otra es extraño. La mujer no puede
controlar los movimientos de sus ojos destellantes y su cuerpo comienza a
agitarse, como si la hubieran conectado a la corriente eléctrica. Las
convulsiones la sacuden de forma rítmica y aparece espuma en su boca, tiene
la mirada clavada en la mujer golpeada. El fuerte ataque de epilepsia hace que
la rusa se caiga al suelo. Leo, sin dar ni siquiera quince golpes se detiene, tira
el látigo a un lado y dice en un polaco pronunciado de forma graciosa: «¡Vete
al diablo!». Acto seguido se aleja con esfuerzo y cansancio.
Se oye un sollozo espasmódico de la enferma que parece un ladrido; hay
lágrimas, saliva, orina y excrementos.
Las prisioneras que trabajan fuera del Lager han perdido; el almacén de
ropa ha salido victorioso.
El mal ejemplo resulta contagioso. La arbitrariedad de las encargadas
crece a medida que aumenta el infortunio de las prisioneras.
La jefa del barracón 19b reparte el pan tirándoselo de lejos a las
prisioneras, que tienen que esperarlo arrodilladas en el barro.
A María Imiola, a la sazón jefa del barracón 11, puedes sobornarla para
que te libere del trabajo. La tarifa es medio kilo de jamón o un kilo de
mantequilla, galletas o bizcocho. La práctica se extiende y se propaga por
todos los bloques y podría ser incluso beneficiosa si todas las prisioneras
pudieran pagar la tarifa.
Llegan las selecciones. A las enfermas con fiebre, que buscan como las
bestias un rincón tranquilo para recuperarse de su debilidad mortal, se las
hace pasar por la inspección.
El miedo ante la muerte se apodera de todo el campo. Miles de personas
que desean vivir sienten temor, ignoran si dentro de un momento el humo del
crematorio se espesará en una nube negra después de que se tiren en el fuego
sus cuerpos, tal y como ocurrió el día anterior cuando se llevaron del Lager a
las seleccionadas.
Esta mañana no sacan a nadie a trabajar. Las prisioneras arias y las judías
están a la expectativa. Está prohibido abandonar los barracones. Pero en algún

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lugar, a lo lejos, en la otra punta del campo se oye un grito estremecedor, un
grito fuerte que la presencia de las autoridades no ha conseguido acallar; a eso
se le llama en el campo el «último grito». La palabra Sortierung junto con el
apellido de Taube recorren el Lager. Para muchos significa «muerte». Linos
cadáveres se levantan de sus lechos, de sus madrigueras apestosas. Como
Lázaro, se levantan de sus camas para prepararse para el encuentro con el
peligro e intentar salir de él con vida. Las enfermas se dan color en las
mejillas anémicas, cubren los labios de una capa de carmín y después,
agotadas por el esfuerzo, caen derrotadas en las camas y jadeando cubiertas
de gotas de sudor.
El miedo es poderoso. Las enfermas escuchan ansiosas las noticias sobre
la selección. Quieren esconderse. Silenciosas, se escapan a hurtadillas, sin ser
vistas, y desaparecen. El resto de las prisioneras abandona el bloque para que
los SS reunidos en el barracón de baños inspeccionen su desnudez. Las jefas
de barracón vuelven enfurecidas a por las que faltan: con la colaboración de
sus ayudantes las encuentran escondidas en los rincones, debajo de las mantas
de los camastros, incluso metidas dentro de los colchones de paja. Las
enfermas avanzan a empujones sobre sus piernas enfermas, cayéndose cada
dos por tres, rumbo a su destino inevitable.
Después de este día agotador, el recuento de la tarde no coincide. La
búsqueda no da resultado. Las mujeres se desmayan en las filas.
Se busca hasta en el último rincón de todos los bloques, almacenes,
retretes, vertederos y zanjas, se mira la alambrada, pero todo en vano, no se
encuentra a nadie. La búsqueda es más complicada ahora que hay dos campos
de mujeres. En ambos las prisioneras están en formación, en ambos se hace el
recuento y se inicia la búsqueda. Ya es muy tarde cuando alguien ve en la
estufa del baño, fría a esta hora, unos ojos que se iluminan con un fuerte
resplandor. Asombrados, los alemanes constatan que a través de un agujero
muy estrecho se metieron en la estufa dos judías francesas muy demacradas y,
adoptando una posición tremendamente incómoda, aguantaron allí desde la
mañana. Les cuesta mucho más salir de lo que les costó meterse en aquel
lugar. Parece que ya no podrán dar la vuelta en el estrechísimo canal de la
estufa y salir al exterior. Cuando por fin consiguen salir, su ropa, su cuerpo y
su pelo están negros como el azabache.
El Lagerarzt se ríe con benevolencia y ordena que se les dé una ducha
caliente con jabón.
Durante las selecciones de otoño se apunta en las listas para las cámaras
de gas a prisioneras judías jóvenes totalmente sanas, que tienen cuerpos

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bonitos. No conocen el idioma, así que no entienden por qué las han
condenado a muerte. Presas del miedo, irrumpen corriendo en los bloques, se
echan a los pies de otras prisioneras y con gestos y gritos sordos suplican
ayuda o buscan un escondite. Pero no existe un escondite para ellas; leerán
sus números y después las conducirán por el camino largo que lleva al
crematorio. Si alguna de ellas tiene dientes de oro se los quitarán antes de
morir. Miles de «musulmanes» que yerran entre los bloques y los retretes,
miles de enfermos y prisioneros sanos desaparecen de la superficie del Lager
como objetos efímeros, que una mano extraña ha atrapado y reducido a polvo.
Los gestos de protesta no detienen el curso de los acontecimientos. Un día
nos llega del crematorio la noticia de la muerte de una joven judía, al parecer
artista de cine. La mujer le arrancó el revolver al SS Schillinger y le disparó
mientras torturaba borracho a las mujeres. Pero ¿qué significa un disparo
solitario en el silencio imperturbable de los crematorios que trabajan día y
noche? El destino de los individuos rebeldes y de las muchedumbres pasivas
es el mismo.
Se ha ido Grecia, que llegó aquí en primavera —como un cuento de ese
país soleado— y terminó en otoño. Han desaparecido personas que todavía
hoy podrían estar vivas.
Zofia Kossak-Szczucka ha logrado sobrevivir a esta tempestad, a esta
fuerza bruta y ciega que ha golpeado a la muchedumbre y destruido miles de
vidas. El huracán de la muerte ha pasado en silencio por encima de su vida.
Resulta difícil adivinar a quién se debe este capricho benévolo del destino, si
a la voluntad de vivir, que no es igual en todas las personas, o a otras fuerzas
desconocidas. Las prisioneras piensan mucho en estas cosas, aunque hablan
poco sobre ellas. Visto en perspectiva, la llegada de Zofia al campo, su
estancia aquí y su posterior salida, parecen obra de un gran director de la
película de la vida, que hubiese distribuido diferentes papeles, facilitado el
vestuario y creado el decorado adecuado. Quizá era necesario que la autora de
Krzyżowcy (Los cruzados) pasara por Birkenau de incógnito para que pudiera
verlo y recordarlo todo.

En esta época las selecciones se hacen por motivos diferentes. En Oświȩcim


se crea el bloque 24a, el llamado Puff, para suministrar a los prisioneros un
entretenimiento conveniente. Las que encuentran empleo en ese lugar son en
gran parte prostitutas alemanas, pero también hay mujeres de otros orígenes.
La forma en la que se capta a las mujeres está envuelto en un halo de misterio.

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Se comenta que las mujeres que van al bloque 24a lo hacen de forma
voluntaria. Aunque a veces no conoces los motivos que las han impulsado a
tomar esta decisión.
En el bloque 25b vive una mujer de edad mediana que trabaja duramente
en la lavandería, sobrevive lavándoles a otros la ropa interior sucia a cambio
de pequeños donativos de comida. Lleva un triángulo rojo, así que no fue
arrestada por prostitución. Un día tiene que presentarse en el Departamento
Político. El nerviosismo se entiende, porque cuando te interrogan en el
Departamento Político puedes correr riesgos, incluso te pueden enviar a la
cuarentena.
La mujer vuelve por la tarde y recoge sus pertenencia sin decir ni una
palabra. La única respuesta a tus preguntas es un sollozo. Unos cuantos días
más tarde, las mujeres que vuelven del trabajo la reconocen entre las mujeres
engalanadas, peinadas y maquilladas del prostíbulo, que se pasean sin
números ni otros signos del campo por el camino del Lager.

Incluso la persona más sensata tiene momentos en los que no se cree las cosas
más evidentes. En situaciones así todo su juicio, su inteligencia y su
conocimiento sirven para esconder la verdad, para sugerir argumentos
irracionales que salven la situación en un momento dado.
Al igual que a un hombre a quien le han amputado las piernas le cuesta
asumirlo y siente todavía picor en el miembro amputado y estira la mano para
comprobar si todavía sigue en su sitio, así las prisioneras se resisten a aceptar
que han contraído el tifus exantemático.
Ésa es su perdición. Si tienes tifus, una enfermedad que ataca con fiereza
el sistema circulatorio, el corazón y el cerebro, tienes que convalecer tumbada
en la cama. Tienes que guardar cama desde la aparición de los primeros
síntomas, mucho antes de que la fiebre de 40 grados te abata provocando un
innecesario debilitamiento de tu corazón cada vez que hagas un movimiento o
un esfuerzo. Si la primera fase del tifus te sorprende en el hospital, tienes más
posibilidades de salvarte. En cambio, los que intentan luchar contra la
enfermedad aguantando los primeros días de pie, le quitan al corazón las
fuerzas necesarias para aguantar cuando el tifus esté en su apogeo. El tifus es
una enfermedad demasiado dura para pasarla sin reposo. Eso lo sabe todo el
mundo. Pero no todos aceptan que tienen la enfermedad.
Como en el Lager los resfriados son algo común, resulta fácil
convencerte, incluso convencer a tus amigas, de que tienes gripe o anginas en

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lugar de tifus.
Zofia Sikorska dice convencida:
—¿Cómo voy a ir al hospital por un resfriado, para que me contagien el
tifus? Tengo hijos y quiero volver a verlos.
Nada que objetar. Así que la enferma sigue yendo al trabajo apoyada en el
brazo de una amiga, se toma una aspirina que le ha costado mucho comprar y
que sólo le sirve para debilitar aún más su organismo, y así va perdiendo su
fuerza durante los largos recuentos. Los síntomas que tiene son los típicos del
tifus y todas las prisioneras que llevan en el campo mucho tiempo están casi
seguras de que se trata de esta enfermedad. Pero nadie le puede decir que
vaya al hospital, porque es posible que al hacerlo esté cometiendo un error.
Zofia sufre como muchas otras enfermas. En sus cuerpos febriles aparecen
de nuevo los piojos.
Barbara está sentada en el barracón, recostada sobre la pared; permanece
rígida, inmóvil, como si estuviera muerta. Sus grandes ojos los tiene clavados
en los ventanucos que hay debajo del tejado, que recorren todo el barracón
formando una franja a su alrededor. El humo del crematorio describe espirales
y largas tiras en el aire, para después condensarse como si fuera lava y
desaparecer. Resulta difícil adivinar en qué ocupa Barbara su lúcida mente
cuando permanece así sentada durante largas horas, consumida por la fiebre.
Un día dice:
—Hoy se han llevado a Idalia. En la camilla. Hemos perdido unos cuantos
libros de geografía maravillosos.
Al día siguiente dice levantando la mano hacia arriba:
—Idalia ya es humo.
Lenta Kielanowska también se pasa el día tumbada en la habitación de la
secretaría del bloque, se levanta sólo para las formaciones de la mañana y la
tarde. También tiene tifus, pero no quiere creérselo.
Está extenuada por la fiebre y por un agotamiento que no consigue
superar, y le cuesta respirar. Levanta los ojos, que están rodeados de unas
ojeras azules y profundas.
—La existencia aquí —continúa con dificultad la conversación— se
parece a los esfuerzos de una araña que extiende su red entre los dedos de la
mano inmóvil de un hombre dormido. Un movimiento casual lo destruye
todo. El hilo se rompe. Fin.
Unos días más tarde Kielanowska muere en el hospital. Seguro que para
ella era indiferente, que su cadáver se haya cubierto con una sábana blanca
donde descansaron unos ramos de flores, que su cuerpo se haya colocado con

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delicadeza y cuidado en la ambulancia del crematorio. Los muertos no
sienten. Sólo los que se quedan con vida y que no han tenido tiempo de
expresar sus sentimientos, sucumben a la necesidad de mostrarlos cuando ya
es demasiado tarde.
El comportamiento de Zofia Sikorska en el hospital hace que la admiren
todas, y eso que aquí hay pocas cosas ya que te pueden llamar la atención.
Por desgracia llega tarde al hospital. Su corazón está demasiado
debilitado. Consigue superar la crisis de tifus, pero se produce la inflamación
del pericardio y un coágulo en la cadera le exige permanecer inmóvil.
Son muchas las prisioneras que luchan por Zofia.
Es una de las miles de prisioneras arrestadas por motivos políticos cuyo
único deseo es volver a casa. Sólo eso, nada más. Es una mujer de una
valentía enorme, incomparable. Su coraje la ha hecho acreedora de su
salvación, pero no una sino varias veces, y eso es lo que sus compañeras
quieren para ella.
La doctora Węgierska no descansa ni de día ni de noche, siempre está de
pie entre las literas de tres pisos, que tienen cuatro enfermas en cada cama.
Ella y otras médicas están siempre pendientes de Zofia. Kasia Łaniewska, la
doctora Jasińska y algunas médicas rusas hacen todo lo posible por salvarla.
Pero las inyecciones y los cuidados médicos son insuficientes. Lo que cuenta
es la resistencia del organismo. La enferma tiene que luchar. Quizá incluso
acabase venciendo, si no fuera porque recibe la noticia de la muerte de su
padre y la deportación de su hermano a Alemania. Sus ojos encendidos miran
fijamente a sus compañeras.
—Decidles a mis chicas, a Jóla y a Gizia, que se quieran como hermanas.
Porque son hermanas. Gizia es hija de una amiga mía que murió.
En los andamios de camas de tres pisos yacen tres o cuatro cuerpos
demacrados y abatidos por la impotencia. Los huesos y los harapos son igual
de grises y se confunden entre sí. En muchos casos ya son cadáveres que al
cabo de una hora o un día se enfriarán. A veces se trata de convalecientes
desmayadas por la extenuación y el hambre. La inercia y la inmovilidad se
han apoderado de ellas. Barbara está igual de demacrada que ellas, la muerte
se ha apoderado de su organismo deteniendo todas sus funciones menos la
respiración y el pensamiento.
Yace entre los cuerpos retorcidos y agonizantes. A sus pies se levantan
pilas de enormes cajas, tan grandes como urnas: son paquetes con comida.
Barbara no come nada.

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Por las noches, cuando nadie la mira, se sienta en la cama y abre las cajas
y saca de ellas, envueltas en papelitos, naranjas, manzanas, tartas y pedazos
de tocino. Se inclina sobre sus compañeras que yacen insomnes, pero que se
están reponiendo de su enfermedad y tienen hambre. Se asoma hacia abajo
hasta alcanzar la cama más baja, y entonces golpea desde abajo las tablas de
la cama superior. Se levantan unas cabezas calvas sobre unos cuellos
delgados, los huesudos brazos demacrados se estiran para alcanzar los
pequeños paquetes.
—¡Toma, toma, come! —susurra Barbara.
Éstos son sus secretos nocturnos que se repiten cada noche. Al acabar,
Barbara cierra los ojos. Ahora, más que nunca, es la imagen de una mujer
vieja y muerta. La muerte ha dejado la misma señal sobre su rostro hermoso
que el otoño marcó en la flor marchita. La piel forra la nariz y los huesos de
las mejillas que ahora sobresalen más. Los labios son estrechos y lívidos. En
los profundos cuencos de sus ojos duerme una mirada envuelta por unos
párpados tan finos como una membrana.
Pero cuando los párpados se levantan lentamente aparecen unos ojos
grandes y azules, los únicos que no han cambiado. Esos ojos miran desde la
lejanía, desde el otro lado de la vida.
Barbara no deja de pensar, lo que se manifiesta en su mirada concentrada
en algún punto delante de ella. Ya no habla con la gente, pero sí con sus
pensamientos y con los espectros que su imaginación excitada convoca. A
veces sus pensamientos se convierten en palabras que pronuncia en el vacío.
Los pensamientos de Barbara son como un fuego sagrado, con su llama
recta y clara, que consumiera lo que queda de su cuerpo. A su alrededor reina
el silencio. Las mujeres abatidas por la debilidad apenas se pueden expresar
con monosílabos o abren los labios en vano sin poder articular algún sonido.
En cambio, Barbara habla con frases completas y rotundas, con claridad,
como si la vida que se aleja de su cuerpo se detuviera un instante en el país de
los pensamientos, antes de despedirse del todo. Sus palabras resuenan sobre
los otros lechos de muerte, como si fueran la emanación de la última voluntad
de todas las agonizantes, como si fuera un discurso pronunciado desde una
tribuna por un conferenciante invisible.
—Para los alemanes ser es luchar. Todos los individuos y todas las
naciones han desarrollado en menor o mayor medida un carácter expansivo,
un ímpetu hacia valores nuevos, hacia la conquista y la avaricia. Las
diferentes naciones, cada una a su manera, explotan esta fuerza para
convertirla en la base del progreso. Los alemanes también conocen este

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impulso y lo llaman Drang. Todas sus capacidades nacionales las concentran
en el ímpetu de conquista. Con la mentalidad de un hombre cavernícola, el
objetivo de sus esfuerzos es el asesinato, el botín y la sangre. Como a
criaturas primitivas les gusta arrastrar a sus presas a la cueva para allí
despedazarlas, descuartizarlas para finalmente tumbarse a exhalar la sangre
derramada y soñar con las siguientes conquistas.
»Es triste que la nación alemana con sus capacidades innegables sea
incapaz de darse cuenta de lo que está haciendo y del papel lúgubre que
desempeña en la historia. La nación alemana es responsable de que la
humanidad de nuestros tiempos se desvíe del buen camino, que pase por este
período de locura.
»Desde hace siglos el espíritu de los alemanes está sediento de sangre. En
la última guerra ya bebieron bastante, pero no se han saciado. La avidez de
sangre no se calma, sino que siempre vuelve. Quien ha participado en estos
asesinatos, quien ha luchado como un alemán y no ha tirado la ametralladora
contra el adoquinado, no lo entenderá.
»Un día, cuando la juventud alemana estudie la historia, la de su nación y
la de otras, cuando entienda las leyes de la civilización, quizá se alce una
protesta contra la forma en la que desperdician sus capacidades, quizá
emprenda un camino nuevo.
»¿Puede Alemania regenerar su espíritu?
»¿Acaso la nación que ha sido el mayor destructor en la historia podrá un
día aprender a construir? Ya se verá. Mientras tanto, causará problemas más
de una vez a la humanidad y destruirá la tranquilidad del mundo.
Barbara se queda quieta, los ojos quedan velados por los párpados. No se
sabe si está dormida. De repente estira su mano delgada, la mueve en el aire y
dice en voz baja, riéndose:
—Aquí están construyendo retretes y plantan árboles. ¡Aquí, en
Auschwitz O/S! Ya sabemos nosotras lo que significa eso: quieren borrar las
huellas. Pretenden que las iniciales «O/S» vuelvan a significar Oberschlesien
(Alta Silesia) en lugar de Obóz Śmierci (campo de la muerte). ¡Ay, de
vosotros, que sois el Herrenvolk, el pueblo dominante! Os hemos conocido a
fondo, a vuestras mujeres y a vuestros hombres, a ese fanatismo vuestro que
la Gestapo se encarga de animar con su látigo. Somos diferentes. Estamos en
lados opuestos, a pesar de que somos pueblos vecinos. Desde antaño vuestra
nación es una nación de bandidos.
Con una sonrisa silenciosa añade:

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—La nación polaca no será vuestro Knechtenvolk, vuestro pueblo
esclavizado.
Pasado un rato se sienta en la cama con los ojos bien abiertos y grita,
susurrando:
—¡Alemanes! ¡Abrid las puertas! ¡Qué viene el mundo!, que llega el gran
concierto de las naciones que se han unido para luchar contra la barbarie.
¡Apresuraos! ¡Borrad las huellas! ¡Limpiad la tierra!
»La tierra de muchos países está empapada de la sangre de las personas
que habéis asesinado. El trigo que crecerá en estos campos estará impregnado
de la sangre derramada durante muchos años más. Así, las generaciones
venideras obtendrán el conocimiento de los hechos con el pan que se coman.
Sabrán quiénes sois, sabrán que no se puede negociar o colaborar con
vosotros; de nada os servirá el dinero y el oro robado a los judíos, ni los
brillantes arrancados a las judías en los vestíbulos de los crematorios. ¡Todo
eso no os servirá de nada!
»No somos primitivos hasta el punto de gritar “diente por diente”. No
queremos retroceder al punto de igualarnos con vosotros en vuestra
bestialidad. Nosotros no pretendemos hundir el cuchillo hasta la empuñadura
en el cuerpo de los indefensos, como hacéis vosotros.
»Apresuraos, alemanes, borrad las huellas. Aunque no podréis borrarlas
todas. Quedará al menos una parte pequeña. La verdad estallará. La tierra se
lo contará a la gente.
»Como la negra columna de humo del crematorio que día y noche nos
impide respirar con normalidad, así la verdad se impondrá sobre vuestros
hechos; como el llanto de los niños que arrojáis vivos a las llamas, así la
verdad os golpeará; como la muchedumbre ingente de miserables de todos los
países unidos por el lazo fraterno de la muerte, así las naciones hermanadas se
alzarán contra vosotros; como las cenizas humanas esparcidas por los campos,
así se desintegrará vuestra nación que vosotros mismos estáis llevando al
exterminio. Os quedaréis sin hogar en mayor número que los judíos y los
gitanos.
Barbara cae entre los cuerpos de otras agonizantes.
En el barracón reina un silencio que sólo rompe de vez en cuando el
último gemido o suspiro de una agonizante. En la penumbra, unos ojos, tan
elocuentes como los de un ciego, contemplan las siluetas de las prisioneras
sanas e intentan absorber con la mirada su último pensamiento, aquel que
surge cuando el cuerpo ya no encuentra fuerzas para pronunciar las palabras.

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Todas las mañanas y todas las tardes se forma delante de cada uno de los
barracones del hospital una montaña no muy alta de cadáveres. En los meses
que van desde el otoño de 1943 al invierno de 1944, la mortalidad media en
los dos campos de mujeres es de 300 muertas al día.
Los cadáveres desnudos se colocan de cualquier manera sobre la tierra
que está cubierta con una nieve blanquísima y allí se quedan, con la única
compañía del silencio. Los vivos vuelven con los vivos o con los agonizantes
para luchar a su lado contra la muerte. Los muertos se quedan solos. Las
prisioneras rehúyen con la mirada las montañas de cadáveres, como si les
trajeran malos augurios. Pero los cadáveres aparecen cada mañana de nuevo
de forma invariable delante de los barracones, bajo el cielo gris, y así durante
todo el otoño y el invierno.
Ten valor, prisionero solitario, que yerras entre los barracones; acércate
un poco más y echa un vistazo. El frío de la muerte ha cerrado todas las
manos amistosas, todos los corazones calientes se han enfriado. Quizá aquello
que está delante del barracón sea tan sólo un dibujo más de una serie titulada
«Imágenes de los años de hambruna». Nadie ha dado a estos cuerpos la
postura de los muertos cristianos, que descansan con las manos entrelazadas
sobre el pecho. Estos cuerpos se han quedado congelados en los últimos
estertores, en los últimos segundos de lucha contra la muerte, y así los han
dejado. Ahora yacerán así y así desaparecerán. Un grito de dolor se ha
quedado en los labios abiertos y en los ojos que salen fuera de sus órbitas; las
costillas están bien pronunciadas debajo de la piel transparente y las manos y
las piernas, apenas unos huesos demacrados, están dobladas. En muchos
cuerpos hay manchas azul oscuro.
Eso es todo. Éste es el finad de todo un grupo vencedor y resistente de
prisioneras, así es como se apaga el verano soleado en Birkenau, un verano
lleno de fe y de proyectos.

No sirve de nada que apartes la mirada. Por todas partes, detrás de la


alambrada, allí donde llega tu mirada se repiten las mismas imágenes que
varían poco: allí hay cadáveres de mujeres, allí de hombres, en otro lugar hay
cuerpos de hombres, mujeres y niños, todos juntos. De nada sirve que eleves
la mirada. Lo que se ve sobre la alambrada no es el cielo. Es una losa de hielo
que de forma imperceptible y silenciosa se cierne sobre nosotros, tan gruesa
que resulta impenetrable. No te sirve de nada llamar a Dios, a otro hombre.
No puedes llamar a nadie.

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Qué difícil resulta imaginarte que ahora, en tantas ciudades y en tantas
aldeas cubiertas de nieve, sobre las mesas, a la luz de las lámparas, se inclinen
las cabecitas de los niños que preparan los adornos para el árbol de Navidad.
¡Qué disparate! Eso no existe. Si existe, está muy lejos, en un país perdido
para siempre, en un lugar que es mejor olvidar. Es como un sueño lejano, que
jamás se repetirá. Es mejor olvidar y vivir sólo con lo que hay entre los
barracones.
Aquí, debajo de esta losa impenetrable, están las peregrinas —
musulmanas, condenadas al barro, como las algas que echan sus raíces en el
fondo marino.
¿Quién aguantará este tiempo de esclavitud, dónde, en qué milímetro del
camino está escrito el final del recorrido?
Un mal sortilegio las condena a vagabundear hasta caer en un lecho de
muerte. Son unos espectros incoloros, grises y negros; morirán todas para caer
sobre el campo como el humo espeso del crematorio, que serpentea entre los
barracones, que se extiende y arrastra para finalmente hacerse denso y adoptar
formas humanas.
Tienes la sensación de que has perdido ese contacto con la realidad que en
los meses de verano te era tan cercano y tan intenso. No deberías haber
mirado las praderas florecientes, ni temblado alegre al ver cómo volvías a
tener fuerzas y cómo te sentías unida a la muchedumbre de mujeres que
marchaba contigo.
Una especie de fantasma sombrío vaga entre los bloques de Birkenau, y
con los pies bien envueltos en harapos aplasta el barro que no se hiela nunca,
ese barro vivo que lo absorbe todo y que se carcajea de las prisioneras con
una risa entrecortada y silenciosa. El mismo barro que el invierno anterior, el
mismo que consumió con deleite el olor de los cuerpos quemados y manchó
con su huella la nieve recién caída.
¿A dónde puedes ir para no encontrar cuerpos desnudos yaciendo en el
suelo? ¿A dónde puedes ir para olvidarte de todo?

El tiempo sigue avanzando. Ahora deja atrás los días del otoño, las semanas
de la epidemia y los meses de esclavitud. Llega la segunda Nochevieja en el
Lager.
Desde hace varios días la nieve no para de caer, las nubes se han quedado
suspendidas sobre la tierra y dirías que se han abierto de par en par: una
blancura inmensa desciende poco a poco, sin prisas, y lo cubre todo con un

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manto uniforme. La nieve se balancea un poco antes de encontrar el sitio y
posarse finalmente sobre la superficie; sus copos se agarran como pétalos
sueltos a tus pestañas y cejas, rozan los labios para deshacerse enseguida, se
posan sobre el pelo y la ropa llamando la atención de tus ojos por su forma
refinada. En este país sin flores, exento casi por completo de belleza, la
mirada se deleita en una estrella de nieve minúscula que cae sobre una manga
y tiembla antes de que un soplo de la nevasca se lo lleve, antes de que se
deshaga o prosiga flotando hacia el suelo.
Mil millones de copos giran una y otra vez alrededor de las farolas como
insectos atraídos por la luz. La luz de las farolas que se cierne sobre la tierra y
sobre la alambrada ya no es un frío resplandor en forma de cono, sino una
nevasca que gira y baila. La suave nieve tapa las ramificaciones de los
alambres de espinas, envuelve los aislantes y se posa sobre la tierra formando
una manta cada vez más gruesa. Sobre los postes de hormigón crecen unos
gorros blancos; a las garitas de los guardas se adhiere una nieve que parece
musgo. Cada objeto, cada edificio tiene su propia funda blanca.
La nevada lo tapa y lo acalla todo. No se oyen los pasos humanos, que se
hunden en la nieve profunda, tampoco se oyen las voces amortiguadas por la
nube rodante de la nevasca.
Sin embargo, en medio de esta blancura, en medio de la nevada, alguien
espera, alguien grita a lo lejos. Tienes que dar una vuelta entre los barracones
por si ves a través de la nieve que no deja de caer alguna silueta conocida; hay
que acercarse a la alambrada, al roble que está en el centro del torbellino de
nieve, para después, cruzando la puerta, pasar de un campo al otro, hacia los
barracones del hospital.
Paso a paso alguien avanza inaudible a través de la nieve y habla a través
del silencio. Nieva sin cesar; la naturaleza, en su misericordia inmensa, quiere
envolver con un sudario de blancura inmaculada este cementerio inmenso,
quiere tapar la desnudez de los cuerpos que yacen delante de los barracones y
crematorios.
Este año las prisioneras que trabajan fuera del Lager han tenido suerte y
han conseguido traer al campo unos pequeños árboles de Navidad que miden
entre un metro y metro y medio. Están colocados sobre los coyes, debajo de
ellos están las cartas para los parientes y amigos.
Si llevas mucho tiempo sin ver tu casa, el olor de las ramas del árbol de
Navidad y el resplandor de una solitaria vela conseguida con tanta dificultad
pueden hacer milagros.

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Las manos se encuentran en la hostia blanca[44] enviada desde casa en el
paquete de Navidad, arrancan trocitos muy pequeños para que puedan
participar todas las compañeras y una sonrisa ilumina los rostros de las
prisioneras. Todas saben que a esa misma hora, cuando aparece la primera
estrella, sus familias comparten la hostia y desean lo mejor a propios y
extraños, a los presentes y a los ausentes. Saben que al pensar en aquéllos a
quienes quieres y están en campos de concentración soportando penalidades
desconocidas no pueden contener las lágrimas.
Las prisioneras están sentadas en los coyes sin llorar. Aquí las mujeres no
se recrean en la tristeza sino que la apartan con delicadeza; lo haces por ti y
por las demás, para crear un momento breve de ilusión.
Aunque la tristeza no te deja del todo. Tan sólo da un paso atrás, se oculta
un momento detrás de la vela del árbol de Navidad, pero reaparece después en
las sombras adoptando la forma de los rostros de las compañeras muertas que
echas de menos.
La mirada de las presentes se centra en la vela encendida; una prisionera,
recreándose en sus propias palabras y en el silencio atento de las demás, relata
un cuento de Navidad.
Los ojos, pendientes de los acontecimientos fantásticos que narra la
compañera, no se percatan de que la vela estaba apunto de apagarse, y ahora
el barracón se sumerge en la oscuridad y sólo un resplandor de luces recorre
las vigas y los huecos que hay debajo del tejado. Dentro de un momento,
saldrán de la oscuridad, de los coyes vecinos, las criaturas que vivían aquí
hace un año.
Un día, cuando el campo se quede vacío, ellas se quedarán y durante las
tardes del invierno, quizá una tarde como esta Nochebuena, cuando el viento
meta nieve en el barracón, recordarán desde la oscuridad de la noche este
cuento de Navidad.
Este año, en Nochebuena invitan a todas las prisioneras alemanas (las
Reichsdeutsche y Volksdeutsche) al barracón de desinfección y les ordenan
llevar escudillas y cucharas. También convocan a las encargadas de mayor
rango, que no son alemanas pero que se han merecido participar en la
celebración.
Inclinadas sobre las escudillas repletas de sopa de cebolla, escuchan el
discurso navideño que pronuncia en voz alta el Lagerführer[45] Hössler. Entre
el contenido banal, lleno de garantías y promesas de futuro a cambio de una
buena conducta, que parecen las de un reformatorio, se oyen palabras

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pronunciadas en alto y que retumban en el barracón con una frecuencia
inusitada:
—Wir Deutsche! Wir Deutsche! Wir Deutsche! ¡Nosotros, los alemanes!
Están llenas de la soberbia propia de quienes han posado su bota en el
cuello del vencido.
A través de los cristales rotos del barracón de los baños las palabras salen
al exterior y en el silencio del Lager cubierto de nieve llegan a los barracones
donde pasan su Nochebuena las prisioneras que no pueden decir: Wir
Deutsche.
El día de Navidad, el único en la historia del campo en el que no hay
recuento matutino y vespertino, termina con el primer concierto de la orquesta
femenina, a la que se permite asistir también a las prisioneras del SK, que hoy
no están encerradas. Las figuras de las prisioneras con un punto rojo en la
espalda se mezclan con la muchedumbre que se siente exultante por la
ausencia de los SS, por la música, y porque tienen ganas de olvidarse de todo.
Entre ellas está también Musskeller, la Puffmutti, que aún no ha sido
indultada.
La orquesta la dirige Alma Rosé, una directora excelente que ha conocido
éxitos mayores de los que cosecha ahora en Birkenau. Esta tarde de Navidad,
mientras mujeres de todos los rincones de Europa interpretan con maestría
una melodía muy triste, una melodía dolorosa, cuyos primeros tonos hacen
callar a la muchedumbre que aguanta apretujada, cabeza con cabeza, aparece
al lado de la directora Musskeller con su vestido gris con una mancha roja en
la espalda.
La mujer ha adelgazado estos últimos meses, su piel se ha oscurecido y su
forma de comportarse denota inseguridad. Levanta los ojos inyectados en
sangre hacia la directora de la orquestra, respira con esfuerzo y se inclina al
ritmo de la melodía. La directora le hace un gesto. Musskeller inclina la
cabeza hacia atrás con una sonrisa de éxtasis, abre los brazos de par en par y
empieza a cantar.
La canción destaca por su melancolía. Parece que la fuerza que la cantante
pone en la letra poco rebuscada de la canción va a hacer estallar las paredes
del barracón:
—Wien, Wien, nur du allein… Viena, sólo tú sola…
El gesto de las manos abiertas, el grito apasionado y animal de esta mujer
da a la canción un matiz de desesperanza. Es demasiado fuerte, demasiado
chillón para ser una tonada. Se diría que es el grito de su ser defendiéndose de
la degeneración.

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La orquesta se contagia del sentimiento de la melodía. La música toca las
entrañas de los instrumentos y lo profundo del corazón. Se desata la fiera de
la melancolía que hasta ahora el prisionero intentaba oprimir celosamente,
pero que ahora canta a plena voz. La orquesta toca forte, fortissimo. Como si
una manada de caballos salvajes hiciese tanto ruido con su galopar que no
pudiese oír el lamento de uno de ellos, que, capturado a lazo, está escondido
en la profundidad de un sólido establo llamando en vano a sus hermanos.
La melodía se hace más suave. Musskeller contempla sonriente las
imágenes que sólo ella ve, y termina la canción. Las últimas palabras las
pronuncia de forma tierna y ardiente:
—O, du mein Wien! ¡Oh, tú, mi Viena!
En el barracón de los baños resuena el bullicio y la música, en el exterior
sigue nevando. Los pies atraviesan el espacio blanco y sin querer escogen los
sitios que nadie ha pisado previamente. Delante de la alambrada el blanco es
impoluto. En medio de la nevasca ves cómo se dibuja un rostro
insistentemente, el mismo que desaparece cuando levantas la mirada. ¿Acaso
es alguien que se fue para no volver? ¿O quizá es esa fuerza bondadosa que se
acerca a menudo a los barracones para guiar a los prisioneros por el camino
sin retomo?

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Tercera parte Años 1944-1945

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13. El campo espera

l invierno se ha ido. Y con él, se ha marchado la ceguera que aquejó a

E los prisioneros de tanto mirar el abismo oscuro por el que se han ido
los compañeros que ayer estaban llenos de vida y que hoy son sólo
polvo. De nuevo, el pensamiento cae en la cuenta de que el tiempo
sigue adelante. Llega febrero, el mes en el que se inicia la primavera en el
Lager. Hoy es un día cualquiera, un día de tantos, elegido al azar, que no
viene marcado por ningún acontecimiento. La suave helada ha dejado una
costra de hielo en la nieve, cuya belleza aumenta bajo los tímidos rayos del
sol invernal. El aire está limpio y la tristeza se retira, hoy el crematorio no
humea.
Cuando recuestas la espalda en la pared del barracón de la orquesta, ves
detrás de la línea blanca de alambres un espacio entre el campo de mujeres y
hombres, y de nuevo alambres y barracones blancos de escarcha, estos
últimos divididos por nuevas líneas de alambrada. El blanco inunda tu visión,
como en una pesadilla. No puedes estremecerte y abrir los ojos. No puedes
despertarte de este sueño.
Puedes oír débilmente a la orquesta ensayando una melodía de Grieg.
Unas nubes diminutas forman sobre el cielo de invierno franjas blancas como
la nieve; se diría que son las plumas de un ángel que escucha la música con
atención.
¿Es posible que alguien se detenga al borde de este abismo olvidado y le
eche un vistazo?
Las líneas de alambre cubiertas de escarcha que están más cerca parecen
formar un pentagrama que alguien hubiera dibujado con tinta blanca sobre el
fondo grisáceo del paisaje. Tu mirada vaga sobre ellas y cree ver notas y
símbolos en las líneas.
A veces, reposa sobre los alambres el bulto andrajoso de alguien que no
quiso ver amanecer. Parece, a lo lejos, la mancha negra de un bemol.

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Ahora los alambres están vacíos. Un gorrión se posa sobre ellos, se mece
un poco buscando con sus garras un sitio entre los espinos de metal, y
prosigue su vuelo sobre el campo de los hombres.
La orquesta sigue tocando y te sugiere la visión de una flor blanquísima
que descansa en el fondo de un lago, debajo de una losa de hielo.
¿Hacia dónde puedes dirigirte con tus pensamientos soñadores si ayer
éstos se convirtieron en cenizas y sabes que mañana va a ocurrir lo mismo?
Al lado del bloque 6 se alzan los tallos desnudos de unos rosales
campestres. Mecidos por los soplos de viento golpean ligeramente la pared de
madera, sus espinos se enredan y arañan la pintura verde. Los plantó aquí
algún prisionero cuando el sector estaba ocupado por hombres. Después
trasladaron a este prisionero al interior del campo, así que le ocurrió lo mismo
que a todo aquel que decide coger apego a una cosa en este país de despedidas
continuas.
La imagen de estos rosales que tienes delante ya no te hace pensar, tan
sólo plantea en tu interior una pregunta apresurada: ¿qué pasará cuando el
verano cubra el arbusto de flores?
En el campo de los hombres, cerca del camino yerra la silueta gris de un
hombre. Se agacha y se levanta, pasa al otro lado y vuelve, llena la carretilla
con arena, la empuja, la vacía y de nuevo avanza con la carretilla vacía.
¿Quién será ese prisionero que avanza en el paisaje tenebroso del Lager,
transportando todo el día arena de un sitio al otro, un trabajo que es como
vaciar el agua del mar con una cuchara? ¿Por qué hace una tarea sin utilidad?
¿Acaso es tan viejo que no ha conseguido que le asignen ningún otro
cometido y sólo le queda llenar los charcos con arena, un trabajo monótono y
solitario?
¿O, por el contrario, es demasiado joven y con aspiraciones demasiado
elevadas para cumplirlas aquí, en el campo?
Quizá esa tarea solitaria le permite pensar con tranquilidad, entregarse a
sus sueños un largo rato, conversar consigo mismo a media voz sin que otras
personas lo consideren un loco.
O quizá el Lager ya lo ha convertido en un animal aturdido que sólo sueña
con el calor, el descanso y la comida.
¿Quién eres?
¿Quizá fuiste tú quién plantaste los rosales frente al muro del barracón 6 y
ahora te acercas a ellos para cuidarlos?
¿Dónde estarás cuando los rosales florezcan?

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Resulta muy difícil describir lo que sucedió a principios del año 1944 desde la
perspectiva de lo que ocurrió a continuación. En aquel momento, después de
aquella ola de epidemias atroces que agotó la fe de los prisioneros, parecía
imposible que pudiera suceder algo peor, que aún existieran infortunios
desconocidos que no hubieran vivido ya entre las alambradas del Lager.
Parecía que hubiéramos tocado el fondo del abismo y nos embargaba un
sentimiento de enorme tristeza ante la imposibilidad de escapar de esa
situación.
Pero unos meses más tarde el suelo de ese abismo se abriría de repente
bajo los pies de los prisioneros, convirtiéndose en un precipicio escarpado que
devorara, a menudo sin viaje de retomo, a personas indefensas. Y eso te hace
recordar el inicio de 1944 como una época tranquila y apacible.
Las epidemias se han terminado. Probablemente porque ya no hay
prisioneras sanas. El caos que producía hasta hace poco la llegada incesante
de nuevos transportes, su alojamiento en unos barracones ya de por sí repletos
de gente, va disminuyendo a medida que llegan menos trenes a Oświȩcim.
Aumenta el orden en el Lager, pero al mismo tiempo se va perdiendo el
contacto con la realidad de forma gradual y casi imperceptible. La
fantasmagórica isla que es el campo se aleja cada vez más de la orilla.
El trabajo diario, junto con las tareas personales insoslayables, te absorben
todos tus pensamientos y tu tiempo, trabajas siete días a la semana, los
domingos un par de horas menos.
Quienes han sufrido las epidemias empiezan a adaptarse, una vez
repuestos de la enfermedad. Son como plantas que tuviesen que aclimatarse a
una temperatura y a una tierra desfavorables.
Poco a poco sientes necesidades.
Cuando tu cuerpo ya está bastante limpio, cuando en las mantas ya no hay
piojos y el hambre tampoco es insoportable, gracias a los paquetes de comida
que llegan al campo, empiezas a buscar motivos de alegría a tu alrededor.
La alegría es como una vitamina más que necesita tu cuerpo, tan necesaria
como el sol y el aire, aún más necesaria que el azúcar y la grasa. Y si algún
organismo la necesita especialmente es aquel que vuelve lentamente a la vida.
Esta vitamina no la encontrarás en los paquetes de comida. A veces está
en las cartas, aunque no siempre y no en todas.
Tampoco encontrarás motivos de alegría en las noticias políticas, que son
invariablemente malas y sólo te crean amargura.
Los domingos por la tarde, en el barracón de desinfección del campo B,
actúa la orquesta femenina. Tocan de maravilla, ya que cada vez las

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intérpretes tienen más fuerzas y disponen de una directora excelente. Sus
conciertos congregan un nutrido auditorio. El barracón de los baños está
siempre hasta los topes, y hay gente que escucha el concierto desde fuera a
través de las ventanas. Dentro, Alma Rosé toca el violín acompañada de la
orquesta.
¿Para quién interpreta su música esta mujer, para las muchedumbres
hambrientas o para ella misma? ¿Lo hace para evadirse de este lugar o para
olvidarse del humo de los crematorios, o quizá para sentir un poco de
felicidad en sus últimos días de vida? Cualquiera sabe. El barracón donde
actúa la orquesta es como un arca que se alejase flotando de la alambrada, que
se desvaneciese en el tiempo. Hasta la inscripción pintada con cal en una de
las paredes, «Im Block Mützen ab[46]!», te resulta molesta y tienes que cerrar
los ojos para no verla. Aquí dentro, el Lager no existe.
Es difícil saber si la música te da alegría o sólo te ayuda a olvidar. Cuando
sus acordes comienzan a apagarse, lo que te rodea te resulta aún más molesto
y la vuelta al barracón es más triste.
El breve descanso de las tardes de domingo hace que tu cabeza se pueble
de pensamientos que te quitan las fuerzas y te hacen perder la fe.
Tu pensamiento se detiene en las personas que se han ido y se esfuerza
desesperadamente en saber cuál ha sido el factor que ha hecho que su
voluntad de vivir fallara, qué hizo que se quebrantase. Los episodios de su
vida que conociste aquí en el campo se colocan delante de tus ojos como
versos arrancados de un poema completo.
El silencio del inicio de este año tan sólo lo rompe el ritmo apresurado de
los trabajos que se llevan a cabo y cuya finalidad es desconocida para
nosotros los prisioneros.
Las mujeres que van a trabajar al deshabitado sector C, que linda con el
campo de los hombres, observan con asombro columnas innumerables de
hombres que traen desde los almacenes de Oświȩcim camastros de tres pisos.
Con los camastros en alto, los prisioneros parecen un bosque en movimiento.
Hay tantos camastros que la procesión interminable causa el desasosiego de
quienes la contemplan.
No se trata de trasladar arena de un sitio al otro con el único objetivo de
tener al prisionero ocupado desde la mañana hasta la tarde para que esté
agotado.
Todo indica que hay algún plan detrás de estos preparativos.
¿Qué están tramando? ¿Dónde están las personas que van a dormir aquí?
Esas personas se pasean ahora libremente por las calles o están en sus casas,

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virando en trenes sin saber que un musulmán, su futuro hermano, que está
más cansado que un animal de carga, les está preparando un sitio en el campo
de concentración.
Al salir y entrar por la puerta del campo C, desde el lado norte, hay un
espacio que hasta ahora estaba vacío. Es en ese terreno donde los hombres
colocan los diferentes elementos de los barracones. Unos días más tarde, el
nuevo campo ya está listo. Los barracones son grandes, parecidos a los de la
cuarentena de las mujeres, y todavía no han puesto cristales en las ventanas.
Ahora, ni siquiera desde este lugar puedes ver un sector vacío. La ciudad de
los prisioneros aún está deshabitada, lo tapa todo.
La Oficina de Construcción que se acaba de poner en marcha en Birkenau
(hasta ahora había sólo una, que estaba en Oświȩcim) dirige las nuevas obras.
En ambos campos de mujeres se construyen caminos, se adoquina el patio
del hospital y se echa gravilla sobre las plazas en las que la orquesta interpreta
su música, junto a las puertas de acceso. Las prisioneras hacen estos trabajos
con ganas, al menos parecen tener cierta utilidad para su vida diaria. Aparte
de esto, el estado de salud en el Lager mejora día tras día, las chimeneas de
los crematorios están apagadas, ahora no humean excepto cuando queman a
los que murieron de muerte natural (que no son muchos, dicho sea de paso):
todos estos síntomas te animan y te dan fuerzas en el trabajo, y no te paras a
pensar en su finalidad porque has aprendido a no hacerlo.
Prefieres no pensar en los motivos que tienen para llevar las vías del
ferrocarril desde Oświȩcim hasta el mismo Birkenau. En marzo las vías
llegaban ya hasta la garita de los guardas, y en abril han avanzado mucho más
y ahora separan los dos campos de mujeres de una estrecha parcela que
pertenece al segundo sector en construcción. Finalmente, las vías llegan a
Brzezinka.
En Brzezinka, en las inmediaciones de los crematorios, trabajan grupos de
personas que se dedican a montar los barracones y a excavar unos hoyos
inmensos. En ese lugar se levanta un campo nuevo que se llamara también
«Brzezinka».
A finales de abril el terreno que hay delante de los crematorios se rodea
con árboles y arbustos que se plantan en la tierra uno al lado del otro. Así, se
hace un muro verde y tupido, que te impide ver a las personas que hay detrás.
Lo único que puedes ver es un tejado enorme y una chimenea.
Una especie de silencio somnoliento e inmóvil se apodera del Lager.
Parece que en lugar de aire hubiesen rellenado el espacio de cristal
completamente transparente.

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Las ventanas del crematorio, que ahora no está en funcionamiento, brillan
como las de un gran templo, un templo que en vez de torre tuviese una
chimenea. Es un edificio de pesadilla. Es fácil imaginarte a un hombre que se
pierde en los alrededores desérticos del campo y que tras mucho buscar sin
éxito el camino de vuelta tropieza con esta casa. Ve sus ladrillos, sus ventanas
enormes y, sin preocuparse por la forma peculiar de la construcción, se dirige
hasta la entrada pensando que en cualquier momento aparecerán los
habitantes de la casa. Sin embargo, allí reina el silencio y el vacío, ningún
perro ladra, nadie sale a su encuentro, así que el invitado está obligado a abrir
la puerta él solo. Entra, y es ahora cuando se enfrenta cara a cara con su
anfitrión, que es la muerte.
Un escalofrío recorre tu cuerpo, pero no por lo aterrador de esta imagen,
no: es por esos pensamientos enfermizos y locos que no te dejan en paz.
¡Qué tonterías! Los crematorios están vacíos, cuando no funcionan, se
quedan sin anfitriones. Y eso es lo que pasa ahora, en estos días tranquilos.
Tan sólo tu mirada queda atrapada por sus paredes muertas, que destacan
por el color rosáceo de los ladrillos; sólo tus ojos se sienten atraídos por los
grandes robles que crecen delante, al lado de la entrada, y por los sauces
llorones, abedules y abetos de hojas rojas y cenicientas.
Unos pájaros negros dan vueltas golpeando el aire con el batir
contundente de sus alas. Sobrevuelan los edificios vacíos para terminar
posándose en el borde de la chimenea; una vez allí agachan la cabeza y miran
en su interior.

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14. Zyklon

na noche de repente todo se pone en marcha. Unos gritos y el sonido

U de los silbatos sacan a los prisioneros de su profundo sueño. En la


oscuridad se oye el estruendo y el jadeo de un tren, el siseo del vapor
que sale de su locomotora, el crujir de los amortiguadores. Parece
como si esa vía muerta del ferrocarril que han tendido los prisioneros, con el
aparente único fin de tenerlos ocupados, se hubiese convertido
inesperadamente, en una sola noche, en una estación bulliciosa.
A veces, por encima de las voces de hombres y mujeres se oye el llanto
ruidoso de un niño y un grito más fuerte que el resto:
—Los! Aufgehen! Aufgehen! ¡Vamos! ¡Salid! ¡Salid!
De vez en cuando unos gritos de dolor te dicen que alguien ha recibido un
golpe, a veces se oye un disparo, después del cual se hace el silencio.
A los prisioneros se les prohíbe bajo penas severas abandonar los
barracones por la noche. Más tarde esta restricción se suavizará un poco. Pero
en este tiempo, sin embargo, todo se organiza de acuerdo con un plan
establecido, que prevé entre otras cosas alejar a los prisioneros de lo que
sucede en la rampa.
Por la mañana llevan a las cuadrillas de prisioneras por un camino distinto
al habitual. No se pueden acercar a la rampa, ni siquiera pueden mirar hacia la
alambrada que está cerca del lugar donde llegan los transportes. Además, la
puerta B está cerrada, está prohibido utilizar el retrete que hay en la zona
norte del campo, así que hay que ir en grupos y filas de a cinco a los retretes
de la zona sur. Los grupos tienen que ir escoltados por una encargada.
El tiempo soleado que cae como un polvo dorado sobre las praderas y
campos que ves a través de la alambrada desde esta parte del Lager es sólo
una ilusión. Todo es una ilusión, todo lo que alguna vez te pareció real es
ilusorio.
Lo único seguro, indudable y real es el humo.

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Está en los barracones y en el espacio que hay entre ellos, bajo el cielo y
sobre la tierra. El humo permanece denso e inmóvil en el mudable aire como
un cuerpo sólido, y te inunda la boca, la garganta, los pulmones y la nariz, se
pega a tu ropa, impregna la comida.
De los dos crematorios más cercanos salen dos columnas, como olas
oscuras que se alzan directamente hacia el cielo, para luego descender
serpenteando hacia el suelo.
A veces, en medio de esa lava oscura estalla un fuego de llamas vivas, que
sale disparado de la garganta de la chimenea hacia el claro azul del cielo
desgarrando a su paso el humo negro. Al cabo de un rato, el fuego cesa. A
veces, sobre todo por las tardes, los crematorios escupen fuego durante largas
horas, incluso hasta la mañana siguiente.
Pasados unos días la actitud de severidad de los SS se sustituye por otra
de indiferencia casi absoluta. Están ocupados con los transportes, que superan
en número a los anteriores, y dejan de preocuparse por el campo. Las
prisioneras pueden acercarse a la alambrada, a donde ellas quieran, y mirar lo
que les apetezca.
Pero cuesta mirar a tu alrededor. Desde hace varios días, el camino
adyacente a la rampa del ferrocarril lo recorren incesantes oleadas de personas
que avanzan apretujadas, cabeza con cabeza, como si fueran en una
procesión. Hay gente de todas las edades, mujeres y hombres, vestidos de
formas muy diferentes, todos van apiñados por el amplio camino y se dirigen
despacio, paso a paso, hacia el oeste. El tiempo caluroso los obliga a abrir sus
sombrillas para protegerse del sol, que puede ser peligroso para su salud.
Algunos, cansados de esta marcha lenta, se sientan sobre el césped que crece
junto a la alambrada del Lager, se colocan una manta debajo y cuando se
levantan se sacuden la ropa cuidadosamente. Se comportan de forma muy
correcta y tranquila, miran al frente, a las chimeneas humeantes y prosiguen
su camino. Entre esta masa de gente aparece de pronto un carrito de bebé, que
parece un pequeño barco en medio de un río de aguas bravas. El carrito
avanza por el borde del camino empujado por unas manos cariñosas. A veces
se oye el llanto fuerte de un bebé, y entonces ves a una mujer que se inclina
hacia un niño, que lo acaricia, que le cambia el pañal. Y cuando el llanto cesa,
se hace de nuevo el silencio entre la procesión que avanza en esta mañana
primaveral.
Cuando el tren entra en la rampa, algo que sucede por regla general
durante la noche, los SS y el Sonderkommando[47] apremian a los judíos para
que se bajen de los vagones, y los obligan a entregar sus pertenencias. Los

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intentos ingenuos de resistencia terminan mal; esos verdugos borrachos saben
lo que tienen que hacer para que sus órdenes se cumplan de inmediato.
Conducen a las personas al crematorio. Sus pertenencias se quedan, sin
embargo, en la rampa. Traen cosas suficientes para satisfacer a las personas
más codiciosas. Esos borrachos de la SS nadan en la abundancia, hasta el
punto de pisotear las joyas sin dignarse recogerlas. Viven en una alegre orgía:
quizá de este modo quieren ahogar los sentimientos humanos que no pueden
permanecer ciegos ante las escenas que allí se viven.
Los SS se enriquecen rápido, reúnen verdaderas fortunas en pocas
semanas. Es fácil imaginarse las cantidades de productos que traen los judíos
de Hungría, ya que en la cocina de los prisioneros entran barriles de
mermelada, confituras (a menudo mezclada con chocolate), sacos de galletas
que se añaden después a la sopa, harina de trigo, azúcar, sémola, barriles con
manteca. Son tantas las cantidades que traen, que la comida llega a todos los
prisioneros en forma de trozos de tocino en la sopa diaria, en forma de queso
húngaro o salchichas para la cena de todo el Lager. A todo ello se añade el
conocido como pan «de transporte», que a menudo se distribuye con el rancho
diario. Es frecuente encontrar escondidos en la comida joyas y oro.
¡Qué cantidades tan grandes de comida deben de traer cuando con ella se
sacian primero los SS y el Sonderkommando y aún quedan alimentos
suficientes para abastecer la cocina del Lager!
Entre las provisiones que han traído los judíos húngaros hay también
patatas. Éstas se entregan al almacén, y en su interior las mujeres encuentran
trozos de jabón, chocolate y nueces.
También los recipientes que se recogen en la rampa hablan de las grandes
cantidades de productos que llegan al campo. Unas botellas enormes llenas de
manteca de ganso, lonjas de tocino ahumado y bacón, grandes cacharros de
confituras de fresa, ciruela y melocotón, damajuanas de vinos, vodka y
vinagre. Todas estas cosas las encuentras entre los desechos que se apartan
para su consumo en el campo. A veces, en un trozo de jabón o en una barra de
pan aparece alguna joya.
Hay demasiadas cosas valiosas, mucho más valiosas que estos productos,
y es por esas cosas por las que se interesan los SS. Los judíos húngaros traen
consigo grandes provisiones de alimentos como barriles de miel, jamones
enteros, gansos vivos, sacos de azúcar, vinos, frutas, todo en cantidades
asombrosas. Parece como si se hubiesen llevado con ellos todo lo que alguna
vez tuvo valor. Al lado de las maletas llenas de ropa interior nueva traen cajas

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con clavitos de zapatero. Te resultaría más fácil conseguir un reloj de Ginebra
con una cadena de oro que encontrar un momento de tranquilidad.
Los transportes que llegan sin cesar dan tanto trabajo que el
Sonderkommando no da abasto ni tampoco las prisioneras que están
empleadas en el almacén de ropa del Kapo Schmidt. A cada rato entra en la
cocina algún SS de rango superior y se lleva a un grupo de cocineras para
transportar la comida o a algún otro grupo que encuentre para cargar unas
cajas. Si te toca, tienes que enfrentarte cara a cara con la gente que va a la
muerte.
Algunos recorren ya su último camino en la vida marchando en filas de a
cinco en dirección al oeste. Otros se sientan en el suelo y aguardan a que los
coloquen en la formación.
En el borde de una zanja hay unos judíos practicantes sentados con sus
levitas largas y sus serpenteantes tirabuzones que salen de debajo de sus
sombreros negros. Sus rostros avejentados han perdido el sosiego; sus ojos,
que expresan perplejidad, miran primero a un grupo de SS y después se
dirigen a un puñado de prisioneras. Esperan el momento propicio para poder
pedirles en voz baja:
—Wasser, Wasser, agua, agua.
No les puedes dar nada. Sólo les puedes devolver la mirada, que ni
siquiera puede ser demasiado evidente, si no quieres recibir un guantazo en la
cara.
Decepcionados, vuelven a clavar la mirada perdida de sus ojos abiertos en
el camino que lleva al crematorio, por el cual se aleja en esos momentos una
muchedumbre silenciosa. Por ese mismo camino se irán también ellos.
Algunos se ponen en la cabeza las cintas talmúdicas, antes de colocarse al
borde de la zanja, negros sobre el fondo de los alambres iluminados por los
rayos del sol poniente, para empezar sus rezos vespertinos por última vez en
la Tierra.
En ese momento los SS echan a la gente fuera de los vagones que acaban
de abrir. Otros vagones, que aún siguen sellados, retumban con el bullicio y
los gemidos de los que están dentro. Tan sólo permiten que la gente saque los
brazos con tazas en la mano en un gesto que no necesita más explicaciones.
Algunos intentan capturar las gotas de humedad que caen desde el tejado
después de la lluvia nocturna. A veces, por las ranuras del vagón no se asoma
una mano pidiendo agua, sino unos labios que te suplican que les digas la
verdad. Gritan con violencia en varios idiomas preguntando dónde están y si

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es cierto que los llevan a una fábrica como obreros. ¿Se trata quizá de una
fábrica de ladrillos?
Al lado de las montañas de hatillos, maletas y cubos aguardan los vagones
cerrados con tablas a cal y canto de los que te llegan súplicas por la verdad
que no obtendrán respuesta. Las miradas asustadas de las personas allí
encerradas intentan adivinar en vano la verdad. A ambos lados de la rampa
ven alambres, detrás de ellos, separados entre sí, unas ciudades de barracones.
Entre los barracones hay gente atareada, gente de aspecto sano, están
ocupados, están en activo: comen, se lavan, hacen una vida normal. Eso los
llena de fe. Piensas ilusamente que en este espacio edificado con barracones
también ellos, los recién llegados, encontrarán su sido.
Sólo esperan una palabra de confirmación por parte de las personas que
llegan a la rampa desde los barracones.
Pero los prisioneros les responden con su silencio. No pueden hacer otra
cosa, porque no están solos ni siquiera durante una fracción de segundo; los
observan sin cesar los ojos de los SS del Departamento Político, de los
comandantes, de los médicos de la SS que se encargan de distribuir la muerte.
Aunque estén borrachos, sus ojos son a veces muy eficaces.
En medio de la tensión que se vive en la rampa, no te puedes permitir
ninguna infracción: de lo contrario, lo que te espera es una bala de revólver.
No puedes levantar la cabeza y gritar:
—¡Os espera la muerte!
No los puedes ayudar a que dejen de ser una manada de corderos que va a
la muerte, avisarlos para que se lancen a los cuellos y ojos de los verdugos.
Sin embargo, te está permitido coger las sobras, las tabletas de chocolate
rotas, las ristras de higos. No puedes comportarte como un hermano, pero sí te
dejan actuar como una hiena.
Hay personas que pasan junto a todos esos objetos que están tirados a sus
pies y prefieren dejarlos para no mancharse las manos. Pero su
comportamiento no contribuye a cambiar la situación.
Ellos no se quedan en la rampa, los otros sí. Por cada mano que decide no
participar en el botín, hay diez manos, cientos y miles de ellas que buscarán
hasta el objeto más nimio. Un par de manos vacías en una muchedumbre no
cambian la situación general.
Algunos dicen que es mejor coger lo que se pueda antes de dejárselo a los
alemanes. Pero sólo es una excusa más para tu avaricia. Una vez que has dado
el primer paso comienzas poco a poco a cambiar de actitud.

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Quien alargue la mano por primera vez para recoger un objeto aún
caliente, para apropiarse de cosas manchadas de sangre, y encuentre placer en
ese acto, ya no podrá detener el deseo de posesión, que comenzará a afectarlo
como el hachís. La agitación de los acontecimientos diarios te impide notar al
principio el cambio que has dado, menos molesto que el polvo que se te mete
en los ojos, y sin embargo crece y crece, absorbe tus pensamientos, se
apodera de ti.
Quizá es una manera de olvidarse de lo que sucede a tu alrededor, como
las borracheras de los SS.
En esa hoguera alimentada con cuerpos humanos, se desprenden
diferentes elementos como en una reacción química. A veces ves cómo la
perdición se apodera no sólo de los que van a la muerte, sino también de los
que se quedan con vida.
Si alguien quisiera medir el comportamiento de los prisioneros en este
período con parámetros y patrones de tipo político, si sacara conclusiones e
hipótesis de carácter nacionalista, se equivocaría.
La muerte y la depravación generada por la guerra hacen desaparecer las
fronteras «raciales» y nacionales. Entre la gente surgen divisiones de
naturaleza muy distinta.
Es necesario subrayarlo para que este relato de los hechos jamás pueda
dar pie a comentarios tendenciosos y erróneos de quienes no han inhalado el
olor de la carne humana quemada y de los huesos calcinados, personas que
podrían sentirse tentadas a interpretar las palabras desde su propio punto de
vista y a extraer de ellas sus propias conclusiones.
A veces un ser humano necesita que lo tumben de un buen golpe para
observar la vida desde allí, a ras del suelo y lejos de toda abstracción; para
que así, sin esperanzas, alumbrado sólo por la intuición, pueda contemplar los
fenómenos que los eslóganes, las convicciones y prejuicios le impedían ver
con claridad.
El Sonderkommando, formado por prisioneros judíos borrachos que tratan
a sus hermanos que van a la muerte de la misma forma que los SS, es un
ejemplo más de la perdición del hombre en esta selva envuelta en llamas
llamada Birkenau.
Pero estos mismos prisioneros del Sonderkommando se acercan corriendo
a la alambrada, arriesgando así sus vidas, para entregar a las prisioneras y
prisioneros judíos que están dentro del Lager los últimos recuerdos que les
han dado sus familiares en el crematorio. A veces traen pequeños recuerdos,
unas fotografías o alguna carta, una señal de la familia enviada a la muerte.

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Aunque esta actitud no es muy frecuente. Más a menudo presencias sucesos
como el siguiente:
Acaba de llegar un transporte nuevo. Los prisioneros están tan abatidos
que no pueden hablar ni pensar más en la rampa, ni siquiera tienen fuerzas
para mirar en esa dirección. Hay cosas que superan el umbral de la resistencia
nerviosa.
De repente, se oye el ritmo de muchos pies que llegan marchando y una
canción fuerte y ruidosa; las últimas estrofas resuenan en la puerta del
barracón:
—Und ja! Und ja! Und ja! Bekleidungskammer ist schön da! ¡Sí, aquí
están los del almacén de ropa!
En la primera fila de a cinco está Licy, una prisionera judía de Eslovaquia,
sonriente y ruidosa, que tiene el rostro ruborizado por el viento y la
excitación. Una de las mujeres que están abatidas lanza una pregunta:
—Licy, ¿a quién han traído hoy?
—¡A un transporte rico! ¡Ay, qué ropa interior, qué zapatos! ¡Y qué
comida! ¡Canadá!
Licy es una chiquilla desgraciada que ha pasado tres años de su juventud
en el campo. Todos la conocemos aquí. Sabe cantar de forma maravillosa y en
voz baja unas canciones melancólicas sobre la cordillera de los Tatry. Es
buena compañera, servicial. A veces está muy triste. Su temperamento
ardiente, su vitalidad tanto tiempo oprimida y sus fuerzas juveniles han
estallado en un momento inoportuno. Licy se embriaga al ver la ropa bonita,
las cantidades ingentes de manjares y montañas de zapatos sin dueño. Esos
zapatos hablan en voz baja de las personas que los llevaron el día anterior; esa
imagen, junto con la idea de su propia muerte, la excita. Después de un largo
período de hambruna, se ha despertado en su interior un deseo violento de
vivir que la ciega por completo. Licy lleva unos zapatos de una hermana suya,
judía como ella, que ahora se retuerce en medio del gas; y canta y baila
mientras acaban con los suyos.
La idea de apropiarse de lo ajeno, aunque sea por un tiempo breve, seduce
a muchos.
Un judío sucio que está en la puerta del barracón golpea con un martillo
un barril vacío y canta al ritmo de sus golpes y de la melodía de
«Rosemunde[48]»: «Organiza mientras tengas tiempo, organiza porque
mañana te deportarán».
Birkenau se ha convertido en una selva en la que resulta fácil perder el
rumbo. Nadie es capaz de predecir cómo se comportará hoy ante un

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acontecimiento y cómo lo hará mañana. Tampoco puede decir nadie cómo
reaccionará su vecino de la izquierda, y cómo el de la derecha,
independientemente de su nacionalidad y raza. Aquí caen los caparazones de
los principios, los moldes de las buenas conductas que a veces en una vida
normal pueden ayudar a un hombre, a un don nadie, a atravesar muchas
situaciones de manera ejemplar sin que se dé cuenta de que es un cero a la
izquierda. Aquí, en algún momento de tu estancia en el Lager, quizá en tu
primer día, cuando te quiten tu ropa y te corten el pelo, desaparecerán todas
estas protecciones.
El acto de quitar la ropa al prisionero, de afeitarle su cabeza tiene un
efecto simbólico importante. Te quedas desnudo y sin escudo. Tienes que
crear una actitud nueva frente a la realidad edificándola sobre tu rectitud
interior.
Hay almas que como el fruto del castaño se mantienen firmes aunque
pierdan la cáscara. Hay otras que se deshacen como amebas en el caos moral
y general del Lager y se amoldan a las presiones exteriores.
Hay atavismos e instintos que llevan años dormidos en tu interior, que
nunca se han apagado del todo y que sería mejor que no se despertaran en
toda tu vida. Sin embargo, la existencia anormal de un campo de
concentración nazi espolea estos instintos y los hace cobrar voz.
Las eternas divisiones entre blanco y negro, bien y mal, nacen en el
interior del ser y afloran a la superficie.
Todavía seguimos escuchando las voces de las divinidades de la
naturaleza virgen, los dioses del bosque, que antaño se comunicaban con
nuestros antepasados. Aunque tenemos diferentes opiniones sobre el
significado de la sangre derramada, seguimos creyendo en ella, y nos da
miedo la sangre de la gente agraviada. De qué formas tan diferentes habla el
alma humana cuando se encuentra ante la rampa de la muerte. Algunos se
comportan como protozoos; se dejan arrastrar por la corriente del agua,
devorando todo lo que los acerca el oleaje. Otros, a pesar del hambre y de las
carencias, no mueven el brazo para coger las cosas de la gente que muere.
También hay personas con fuertes frenos interiores, que organizan cosas para
otras, personas que no se quedan con nada para ellas mismas. Estos
prisioneros creen que sus comportamientos pueden borrar la sangre de los
objetos, que eso los hace útiles para la comunidad y de alguna forma apartan
la maldición que se esconde en su interior. El dinero y las cosas valiosas las
envían al exterior, para el ejército y los partisanos. La ropa interior, los
vestidos y los zapatos se los entregan a los prisioneros desarrapados, sucios y

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descalzos. La comida es para los hambrientos. No se guardan nada para ellos
mismos, porque no quieren que su mano tiemble por el deseo pernicioso de
atesorar esos objetos, ni que sus ojos se iluminen de alegría al contemplar los
nuevos transportes que llegan. Esas personas no quieren sacar provecho
personal de lo que hacen.
El trigo comienza a madurar en los campos, las espigas adquieren un color
anteado y se hacen pesadas. El tiempo sigue adelante.
Un día, lejos de la alambrada, en el campo de centeno aparecen unos
haces de mies colocados a igual distancia unos de otros. Ha empezado la
siega. Justo detrás de la garita de los Posten florece un gran campo amarillo
de colza. Cada vez que el viento sopla de esta parte y aleja el humo del
crematorio, el olor de las pequeñas flores se mete entre los barracones.
Dentro del Lager no hay signos del paso del tiempo. El mismo horror te
acecha a cada hora del día y de la noche: los crematorios humean y las
muchedumbres siguen avanzando hacia ellos.
Para ahorrar gas queman a los niños vivos. Por eso los apartan y se los
llevan a ellos solos. Un día, un niño pequeño, de unos cinco años, se les
escapó a los SS cuando ya estaba en el mismísimo crematorio y con todo el
esfuerzo de sus pies pequeños corrió de vuelta a la rampa. ¿Hacia dónde si no
podía ir, dónde podía esconderse?
Las posibilidades de escaparse de este lugar son mínimas.
En una ocasión el SS Perschel se abalanzó sobre la moto y se colocó
detrás de un fugitivo. Sus ojos no paraban de moverse, como si no pudieran
mirar fijamente ni siquiera por un momento. Tenía el rostro pálido.
Las miradas de miles de prisioneros observaron la persecución. El camino
es amplio y en aquel momento estaba vacío. Además está bien enguijarrado.
Pero a pesar de todo la moto dio un giro brusco y volcó. Perschel resultó
gravemente herido y desapareció del Lager. Muchos le desearon la muerte,
pero él, después de una larga convalecencia, volvió con una pierna rígida y
más corta. Y se quedó en Birkenau hasta enero de 1945.
De nuevo llega un transporte. Es de noche. El fuego del crematorio y los
desechos que se queman en la rampa, rociados con petróleo y quemados para
hacer una hoguera más grande en medio de la noche, iluminan el Lager, que
se llena de ruidos. Un mensajero recorre los bloques para avisar a las mujeres
de la orquesta de que vayan a la plaza que hay a la entrada del campo. Las
músicas colocan sus atriles en medio de la oscuridad. El resplandor móvil de
las llamas ilumina las partituras.

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Empieza un concierto nocturno. Los gritos de los SS, los gemidos de la
gente golpeada y el llanto de los niños se oyen sobre un fondo de danzas
españolas, tristes serenatas y canciones sentimentales.
Cuando duermes en una de las camas situadas cerca de la puerta del
barracón 6, cada vez que te despiertas ves y oyes lo que sucede en la rampa
durante toda la noche. Las palabras que allí se pronuncian se escuchan
perfectamente desde esta distancia. Cada vez que en medio de la noche abres
los párpados, entre visiones somnolientas, por unas fracciones de segundo ves
siempre la misma imagen: una procesión de gente que avanza con la cabeza
inclinada y el rostro iluminado por un resplandor rojo. No puedes dormir.
Muchas mujeres yacen en sus camastros sin dormir cuando hay
transportes nocturnos. A veces, en el silencio oyes un susurro o un rezo que
indican que hay alguien más en vela. Las prisioneras asoman la cabeza.
Puedes ver a unas mujeres viejas que cada tarde, en medio del espanto que
provocan las llamas, pronuncian oraciones de múltiples religiones por las
almas de los que agonizan.
Personas a las que queda un rato breve de vida y que ahora rezan por los
que mueren en las cámaras de gas.
—Explicadme —dice alguien en un susurro violento— cómo es posible
que no nos estemos volviendo locas, cómo no enloquecemos con todo lo que
estamos viendo.
—Mira, puede que si podemos comer, dormir y trabajar a pesar de lo que
está ocurriendo es porque ya no somos normales. Si hasta podemos charlar e
incluso sonreír rodeadas de estos acontecimientos luctuosos. Y no nos
arrojamos sobre la alambrada o nos echamos encima de los SS con las manos
vacías. Quién sabe, quizá todo sea una locura.
Otra prisionera añade:
—Si no nos volvemos locas ahora, lo haremos cuando regresemos a la
vida normal.
En la rampa se oye un disparo y el grito:
—Los! Aufgehen! Los! Aufgehen! ¡Vamos! ¡Salid! ¡Vamos! ¡Salid!
En el silencio del barracón los labios insomnes pronuncian una y otra vez
las mismas palabras:
—¡Estación: el destino. Jefe de estación: la muerte!
Una procesión incesante va hacia la muerte. Nadie la puede evitar. Todos
los prisioneros vamos en la misma dirección. Marchémonos más deprisa, para
qué esperar más. La muerte nos aguarda en forma de antorcha del crematorio
y se lleva rebaños, rebaños de gente.

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Sólo unos centenares de pasos y una alambrada te separan de la muerte.
La cabeza te estalla, porque piensas más en ella por las noches que durante el
día.
Y no una sola noche, sino todas las noches. Estás cansada por el trabajo
diario y te quedas dormida profundamente. Pero de pronto los gritos de la
rampa te despiertan, su cruda realidad se introduce muy adentro en tu
conciencia, la excita y la mantiene despierta.
Desde que llegó el primer transporte a Birkenau, se observa una procesión
que avanza lenta pero sin pausa pasando al lado de la alambrada del Lager.
Parece como si en algún lugar cercano estuvieran estacionados los trenes
repletos de gente y de ellos se distribuyera a Birkenau un número
determinado de vagones.
Cada mañana, cuando los prisioneros se colocan en la formación, los SS
se acercan a la bandada que ha llegado la noche anterior.
—Los! Aufgehen! Los! Aufgehen! ¡Vamos! ¡Salid!
La primera fila de a cinco sale al camino.
Un adolescente con una manta colocada sobre el brazo ayuda a andar a
una mujer joven. A su lado se coloca una viejecita canosa que se apoya sobre
un hombre mayor y una adolescente. La siguiente fila de a cinco se compone
sólo por hombres que están en la flor de la vida, todos con trajes y abrigos
muy bien confeccionados. Varias de las filas siguientes están formadas por
mujeres con niños, una cuida de unos gemelos traviesos, que se dedican a
corretear por el camino. Por ahora, a la gente no la dividen, tan sólo se
colocan en filas de a cinco apremiados por los gritos:
—Los, aufgehen!
Los prisioneros marchan por el camino enguijarrado a cuya izquierda está
el sector B del campo de las mujeres; a la derecha, detrás de la rampa, se ven
los barracones correspondientes al campo de los hombres, los del campo
gitano y los del hospital masculino.
A ambos lados de la bocacalle se alzan sobre un grupo de árboles los
muros rojos y las chimeneas altas de los crematorios I y II. Es en este
momento cuando se separa a las mujeres de los hombres y de nuevo se hacen
filas de a cinco.
Delante de los crematorios y sobre una loma hay un grupo de SS. A
menudo está entre ellos el pequeño y gordo Molí (que fue Arbeitsdienstführer
y ahora es Hauptscharführer[49]) que hace un tiempo compartía la jefatura de
los crematorios con el ex Arbeitsdienstführer Schultz. También se ve al alto y

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autoritario Mengele, el Oberarzt (médico jefe); su apellido evoca la muerte en
masa y despertará el miedo durante muchos años en los prisioneros.
A veces aparece aquí el Lagerkommandant Kramer junto con su
inseparable chófer, a quien le encanta torturar a las mujeres del campo.
Casi siempre puedes encontrar aquí a Perschel (que habla el polaco
perfectamente, y que en 1939 participó en las filas del ejército polaco en los
combates que se libraron cerca de Modlin).
A menudo viene alguien del Departamento Político. Por ejemplo el
Oberscharführer[50] Erber, a quien puedes reconocer de lejos por la forma
anormal de su cráneo, que tiene una mandíbula demasiado desarrollada y
protuberante como una pala (Erber usa indistintamente el apellido Chustek,
no se sabe cuál de los dos es verdaderamente el suyo). También hace una
visita el máximo responsable del Departamento Político, Grabner, que tiene
en sus manos la vida de cientos de miles de personas, así como el SS
Lachmann, sobre cuya conciencia pesan cerca de cuatrocientas ejecuciones
individuales de prisioneros polacos, el famoso Polenfresser[51] Boger, y
finalmente Albrecht, un antiguo molinero de los alrededores de Łódź.
Todos ellos vienen a respirar el ambiente de humo y sangre que reina en
el campo y, de paso, guardarse en el bolsillo un par de botellas, unos cuantos
objetos de valor, un poco de chocolate, alguna que otra joya, y después vigilar
la selección para el crematorio. Vienen a cumplir las órdenes del Führer.
La muchedumbre avanza en filas de a cinco hasta las proximidades del
crematorio. Luego, van uno por uno directamente hacia el grupo de los SS. A
partir de este punto, el camino se desvía, sigue una docena de metros más y se
bifurca: a la izquierda conduce de vuelta al Lager, a la derecha, a los
crematorios.
Aquí se separa sobre la marcha a los prisioneros.
Sin detenerse ni por un momento la gente pasa a la derecha, sólo unos
cuantos señalados por un SS vuelven por el camino de la izquierda. Los
primeros van directamente a la muerte, los otros podrán vivir unas semanas,
quizá meses si aguantan las duras condiciones del Lager.
Hacia la izquierda van las chicas jóvenes, las más guapas, o los hombres
de constitución fuerte y cuerpos esculturales.
Hacia la derecha va la inmensa mayoría, entre ellos las personas mayores,
los lisiados, los niños, las mujeres con bebés. Ignoran que les acaban de
imponer una condena, una condena creada por la ley nazi.
Los SS que hacen la selección suelen estar borrachos, borrachos de vodka,
e incluso de otras cosas. Porque no es algo normal estar en una colina y

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repartir con un gesto de la mano la muerte —muerte, muerte, vida, muerte,
muerte, vida— a la muchedumbre que avanza sin cesar. La mirada se desliza
desganada sobre la gente que se acerca, una mano cansada señala de forma
automática —derecha, derecha, derecha, izquierda, derecha, derecha,
izquierda— mientras que la mente se deleita con sus cálculos. Todo ese oro
para el partido los ayudará a reforzar su posición. Afianza su seguridad, aleja
de ellos la posibilidad de ir al frente. También se quedarán con algo.
¡Brillantes, brillantes! Ya tienen asegurada una vejez tranquila y una vida
opulenta. Y bienestar para su esposa durante el resto de sus días. Y también
para sus hijos: durante el resto de la vida.
… Vida, vida, muerte, muerte, muerte, muerte, vida, a la derecha, a la
derecha, a la derecha, a la izquierda…
Un grupo de mujeres se ha escondido detrás del retrete alemán que está
enfrente del lugar de la rampa donde los judíos bajan de los vagones. Quieren
observar la selección a través de la alambrada. Algunas son prisioneras judías
que llevan meses o años sin saber nada de sus familias. Edyta Links, que
trabaja en el Departamento Político, da de repente un paso hacia delante.
Aguza la vista y dice en voz baja:
—Mi hermana Szarika.
Las prisioneras no saben cuál de las mujeres que caminan entre la
muchedumbre es la hermana de su compañera. Edyta se pone de puntillas y
mira hacia el tren del que se apea gente sin parar; después, con los ojos
abiertos de par en par llenos de espanto en medio de su rostro macilento,
exclama:
—Y mi madre, mi cuñado, mi padre, mi abuela, mi tía. Están todos. Toda
mi familia.
Sin preocuparse del peligro al que se expone, le grita a su hermana:
—¡Szari! ¡Szari! ¡Dale el bebé a la abuela!
Una mujer joven con un bebé en brazos mira hacia el Lager, y allí detrás
de la alambrada ve a su hermana, levanta la mano saludándola. Edyta repite
con obstinación:
—¡El bebé para la abuela, dale el bebé a la abuela!
Szari no sabe lo que significan estas palabras. Obediente se gira hacia la
mujer mayor vestida de negro que va detrás de ella y le entrega el niño. Es
demasiado tarde para más gestos o palabras. La familia de Edyta se acerca al
grupo de los SS y ahora se ve lo que aquellos gritos significaban: todos, uno
detrás de otro, van a la derecha; salvo Szari, que junto con un grupo de
jóvenes judías, va por el camino izquierdo, en dirección al Lager.

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Las mujeres judías seleccionadas a las puertas del crematorio para
ingresar en el campo van todas por el camino de la izquierda, y sólo pueden
volver la cabeza para echar un último vistazo a su familia.
Unas horas más tarde, cuando tienen ya la cabeza afeitada y se han puesto
encima unos retales de vestidos que casi se les caen de sus cuerpos, cruzan la
puerta de acceso al Lager. La mayoría son morenas y sus cabezas parecen
lívidas, casi azules. Su belleza, su aspecto sano y joven, se va a ir
desvaneciendo día a día.
Un grupo numeroso de ellas, es decir, aquellas que pronto serán
transportadas a Alemania, lleva unos vestidos amplios de dril gris. Cuando
marchan en filas de a cinco formando una columna larga parecen un campo
cubierto de cenizas que se moviera y fuera pasando por parcelas entre los
barracones. Aguardarán en el campo de mujeres a que llegue su transporte.
Al resto, que cada día es más numeroso, las instalan en el sector recién
habilitado para las mujeres, el llamado Lager C.
Este nuevo sector es paralelo al de los hombres, del que está separado sólo
por un camino. Por el otro lado, el sector linda con el llamado «campo de las
familias», habitado desde hace tiempo por familias judías originarias de
Bohemia. A través de la puerta del campo C, al igual que a través de las
puertas de todos los campos situados en el segundo sector en construcción, se
sale al camino que discurre paralelo a la rampa por la que se accede a los
crematorios III y IV.
Al norte de este camino al crematorio (el mismo en el que en 1942
trabajaban las prisioneras polacas en medio del bosque) se levantan los
barracones de un sector nuevo, que creció aquí en primavera y que no se sabe
por qué razón recibió en la jerga de prisioneros el nombre de México. Aquí no
hay luces, no hay agua (¡no encuentras ni un grifo, ni un pozo!), no hay
ningún tipo de equipamiento. En el césped se han levantado unas paredes de
madera que se han cubierto con unos tejados llenos de agujeros. Se tarda poco
más en montar un barracón de éstos que en abrir una tienda de campaña.
Este sector no se ha concebido para alojar a prisioneros durante un tiempo
prolongado. A diferencia del resto de los sectores del Lager, tampoco
funciona de forma autónoma, ni tiene un Blockführerstube, ni una cocina, ni
retretes de ningún tipo. México es como una filial o una colonia, reservada
para los casos de superpoblación extrema en el sector C.
Tanto el sector C como México son lugares transitorios, desde donde las
judías húngaras serán transportadas poco a poco a Alemania o a los
crematorios. Por esta razón no se realizan obras de acondicionamiento en

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ellos. Nadie arregla los tejados, nadie pone el alcantarillado y eso que todas
estas obras no sólo están planificadas, sino que supuestamente están ya en
marcha. El espíritu de temporalidad reina en esta parte del campo. Sin
embargo, el número de mujeres crece sin cesar. En junio el sector C alberga a
20 000 prisioneras judías; el resto, unas ocho mil, viven en México. Los
transportes llegan continuamente. Por esas fechas, trasladan a Oświȩcim el
campo judío de Theresienstadt. En julio, en el sector C y en México se
alcanza el número máximo de prisioneras: 42 000, en total.
La inactividad hace aún más dura la existencia en esta singular ciudad de
mujeres.
Las mujeres están débiles hasta la extenuación. Cada día deambulan más
desharrapadas entre los bloques, soportando el calor de los días de verano y
aguardando su destino.
¡México! ¡México! La zona más exótica del campo. Cuántos secretos, que
incluso los prisioneros desconocen, oculta en su interior esta colonia humana.
A diferencia de lo que ocurre con el campo principal, que está rodeado por
una alambrada mortífera, México se encuentra vallado sólo con alambre de
espino y olvidado entre las praderas que se sumergen en el calor del sol.
México es el lugar donde los problemas del Lager se agudizan más. Por
aquí es raro ver a SS merodeando, sobre todo ahora que están ocupados con la
llegada de nuevos transportes, que les impiden tener tiempo ni siquiera para
dedicarse a los campos permanentes.
Éste es el lugar donde los fuertes se ensañan más con los débiles.
Se piensa que en las grandes ciudades es donde mejor se pueden apreciar
las diferencias económicas. Pero el Lager ha creado contrastes aún más
llamativos, más drásticos, a pesar de que se vive en una situación que, se
diría, es para todo el mundo igual, es decir, próxima a la muerte. Todos los
problemas que se plantean en el resto del Lager, incluso aquellos que se
manifiestan apenas tímidamente, adquieren una fuerza enorme y
desenfrenada, y nadie encuentra motivos para disimularlos o para intentar
paliarlos.
En México, los barracones están tan vacíos que parecen graneros
enormes. En medio del suelo están colocadas todas las mantas, perfectamente
dobladas. Aún no han fabricado los coyes y las prisioneras tienen que dormir
en el suelo, envueltas en las mantas, que están muy sucias.
En el exterior de los bloques, yacen unas siluetas semidesnudas. Algunas
mujeres descansan a la sombra, otras al calor del sol, pero todas están
macilentas y sucias. Los harapos que llevan encima hace tiempo ya que

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dejaron de estar en buen uso. Sus vestidos, a menudo de encaje o de seda, a
veces trajes de noche con la espalda al descubierto, están ya abrasados
después de numerosos despiojamientos, están rotos por todas partes y casi se
les caen en pedazos. Te encuentras con mujeres que llevan puesto sólo un
camisón roto o un delantal, nada más. A medida que avanzan los días,
también lo hace la desnudez. Durante todo el día las responsables de
habitación vigilan a las prisioneras con porras en la mano y ni siquiera las
dejan moverse de un sitio a otro.
El tiempo caluroso es una desgracia para ellas por culpa de la falta de
agua. Y si llueve, se enfrían por la escasez de ropa.
A la hora de repartir la sopa, bandadas de personas hambrientas y
desharrapadas se agolpan delante de la cocina esperando la llegada de las
calderas. Está lloviendo, pero puedes encontrarte con una prisionera que lleva
una camisa de manga corta, a otra que viste sólo una chaqueta, sin nada
debajo. Ves unas figuras de mujeres cada vez más demacradas, llevando la
caldera a través del barro, descalzas, con unos harapos que dejan al
descubierto los muslos, o vestidas sólo con una falda y con los pechos
desnudos. Ellas no tienen la más mínima oportunidad de organizar nada,
desde hace semanas y meses caminan de día y duermen de noche con los
mismos retales que recibieron al llegar.
Algunos dicen que las mujeres de México han perdido la feminidad y la
vergüenza. A tu lado pasa una encargada vestida con ropa de abrigo, con
botas y un chubasquero de goma multicolor. Al otro lado de la pared del
barracón donde duermen las prisioneras, se sienta una jefa —que puede ser
una jefa de bloque, una Lagerälteste, o una encargada— en su pequeña
habitación. Cualquiera de ellas está vestida a la última moda de los pies a la
cabeza, lleva ropa interior delicada y un vestido bien confeccionado, unas
medias de fábula, de gasa finísima, y unos zapatos bonitos de tacón alto,
huele a buenos perfumes, lleva peinados bonitos, está orgullosa de sí misma y
tiene siempre una sonrisa de satisfacción en los labios.
Teniendo en cuenta las condiciones en las que se encuentra el campo, las
habitaciones de las jefas están decoradas con lujo. Alfombras persas
auténticas, valiosos tapices y preciosas telas húngaras cubren las paredes y los
muebles. En la cama hay a veces varios edredones de plumón de raso azul,
dorado o con estampados de flores; uno de ellos sirve para taparse, el resto se
pone debajo. La encargada come cosas que nada tienen que ver con el sabor
de la sopa del campo. Una prisionera que hace las veces de su criada cocina
para ella y unas cuantas personas más de su séquito personal.

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Unas decenas de encargadas tienen la posibilidad de reducir las raciones
de comida de 40 000 mujeres, y comprarse con los alimentos escatimados a
las prisioneras lo que les apetezca. En México, donde nadie controla nada y
las prisioneras tienen aún menos coraje para exigir sus derechos que en otros
sectores del Lager, se roba mucho más y con mayor libertad.
Las encargadas suelen ir por motivos «oficiales» a la cercana Brzezinka,
cerca de los crematorios, donde los almacenes están siempre llenos y donde el
comercio basado en el trueque florece.
A finales de julio se empiezan a organizar transportes a Alemania de
prisioneras judías del sector C y de México. A veces ocurre que a las mujeres
se les facilita incluso buena ropa y van en trenes Pullman.
Un poco más tarde, a principios de agosto, llegan a Birkenau los judíos de
Łódź.
Como de costumbre, la selección se hace en la rampa. Después de que los
prisioneros hayan dejado sus provisiones y sus equipajes al lado de los
vagones, envían a la mayoría al crematorio y sólo un porcentaje mínimo entra
en el Lager.
Muchos de los «afortunados» se vuelven locos o están al borde de la
locura, cuando se dan cuenta de que a sus allegados los han quemado o los
están quemando en ese mismo momento. Ése fue el caso de una joven judía
de Łódź que se echó sobre la alambrada durante el día, cuando no hay
electricidad, y después trepó por la empalizada queriendo salir al exterior, es
decir, al camino entre los campos. Les costó bajarla de allí. Una vez abajo la
mujer, que estaba sangrando, se quedó con la mirada inmóvil clavada en la
columna de humo. Sólo una cosa absorbía sus pensamientos, no la podía
entender, pero tampoco podía dejar de pensar en ella. La joven repetía todo el
tiempo lo mismo:
—Los alemanes son personas. Nosotros judíos también somos personas,
¿verdad? Nosotros judíos somos personas y los alemanes también son
personas.
Una joven húngara de Budapest, que tiene educación y está informada de
la situación política, reconoce que sabía todo lo que ocurre en Birkenau y
Oświȩcim gracias a los comunicados emitidos por la radio inglesa, pero que
pensaba que se trataba de exageraciones de la propaganda antinazi.
Un día, a finales de junio, cuando los prisioneros se colocan para el
recuento de la mañana descubren que el campo checo está vacío. Nadie se
despertó por la noche, nadie oyó nada cuando los SS sacaron a familias

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enteras de judíos checos para enviarlos al gas; eran familias que llevaban en el
Lager más de un año.
Unas semanas más tarde el campo de hombres se levanta sobresaltado por
los gritos de varios miles de personas. Basta salir de los barracones para ver lo
que está sucediendo. El campo de los gitanos está muy bien iluminado,
hombres, mujeres y niños salen corriendo al camino azuzados por los SS.
Tienen la orden de formar en columnas de a cinco y dirigirse hacia el
crematorio. Los gitanos oponen resistencia y sus gritos se oyen en todo
Birkenau. Los gritos se prolongan toda la noche, pero por la mañana el campo
de gitanos está vacío. El heroísmo, si está indefenso, tampoco puede hacer
nada para combatir a la bestialidad armada.
A finales de agosto el Lagerarzt Mengele visita el campo C y México para
realizar duras selecciones. Muchas prisioneras judías, que padecen de fiebre y
disentería a causa del hambre acuciante, caen en las selecciones. Por el
camino que hay entre los campos, puedes ver la lenta marcha de una
procesión de mujeres pálidas con la ropa rota que se les cae en pedazos. A
través de los agujeros puedes ver sus cuerpos demacrados. La misma imagen
se repite cada vez más a menudo. Todas ellas saben adónde van, pero están
demasiado débiles para rebelarse. ¡Es posible que incluso deseen morir en ese
momento! De las cuarenta y dos mil judías no tatuadas que han vivido aquí,
quince mil se han ido a Alemania, en otoño aún quedaban unas cinco mil, el
resto fue pasto de las llamas.
¡México! ¡México! Muchas mujeres que viven allí lo pronuncian
Meeksiko. Su rostro es tan inquietante como el de las quimeras de la catedral
de Notre-Dame, en París. Es un espejo deformante que convierte a los seres
humanos en caricaturas. Es mejor que te olvides de este lugar y de los
sentimientos que despierta en ti, si es que puedes.
Pero su recuerdo se adhiere a tu memoria, como la rampa, por la que fluye
sin cesar una muchedumbre inmensa que cada vez está más cerca de la muerte
y de la columna de humo en la que pronto se convertirán.
Los judíos que durante la selección son enviados a la derecha van
directamente a la muerte. Mientras la mano de un SS borracho dicta la
sentencia, se abren las ventilaciones y las puertas de las cámaras de gas de par
en par para que entre aire fresco. Están preparando el lugar para los
siguientes. Dentro de muy poco esos nuevos seleccionados entrarán en las
cámaras de gas. No tendrán que esperar mucho para que se cumpla su destino;
como mucho unas cuantas horas, mientras se llevan de las cámaras a sus
predecesores.

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Cuando se va por el camino de la derecha de la rampa, se llega pronto a
los crematorios I y II, que está uno enfrente del otro a ambos lados del
camino.
El azar decidirá cuál de los dos te toca, una cuestión que, en principio,
carece de importancia. Pero los seleccionados tiemblan de miedo al pensar
que los pueden separar, quieren entrar juntos en el mismo edificio y por eso
las madres no se separan de sus hijas y los padres de sus hijos.
Porque ellos no saben, como sabemos nosotros, para qué sirven esos
edificios con chimeneas. Ellos no saben adónde van. ¡Una muchedumbre
enorme, incontable, ha sido engañada!
Los electricistas que a menudo cruzan el umbral de los crematorios por
razones de trabajo cuentan que sus vestíbulos son unas salas limpias, donde al
igual que en la cabina de un barco no hay objetos que se puedan mover. Todo
está bien fijado. Junto a las paredes hay unos bancos de metal, similares a los
de la sala de espera de una consulta médica. A la entrada de un largo corredor
hay una flecha roja de grandes dimensiones con una inscripción debajo en, al
parecer, seis idiomas, que reza: «AL BAÑO Y A LA DESINFECCIÓN DE
ROPA». La gente se desviste en ese pasillo y coloca sus cosas con cuidado
con la esperanza de recogerlas en un corto espacio de tiempo. A continuación,
después de coger las toallas que les entregan los prisioneros judíos empleados
en el Sonderkommando, recorren tranquilos el largo pasillo que conduce al
«baño y desinfección de ropa». Entran en una sala enorme en la que sólo hay
unos agujeros, ahora cerrados, que parecen destinados a la ventilación del
lugar. Las lámparas eléctricas están empotradas en el techo. Cuando se cierra
la puerta detrás de la última persona del grupo, caen de los agujeros de arriba
unos terroncillos azules. Es el gas, el Zyklon.
No, no es tan fácil morir a causa del gas, no es una muerte rápida. Se sabe
que debido al gran número de judíos que los alemanes planean gasificar, o
quizá también por otros motivos, ahorran con el gas. Con una dosis suficiente
de Blaugas (gas azul o Zyklon) la muerte es instantánea; pero la que se
suministra aquí causa una lenta agonía.
Los electricistas, que a veces entran en la cámara de gas poco después de
que se abran sus puertas, encuentran los cuerpos en posturas que indican
lucha y desesperados esfuerzos por salir de allí; ven personas que se han
subido sobre los cuerpos amontonados de otros prisioneros y han terminado
allí sus días, con los ojos fuera de sus órbitas, con los vientres inflamados, con
el espanto dibujado en el rostro y en la postura de su cuerpo.

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El grito de la muerte, emitido con toda la fuerza del organismo, un grito
de advertencia para los hermanos que van detrás, no sale al exterior del
edificio. Se reduce a un gesto fantasmal de labios abiertos, que se han
quedado congelados, inmóviles.
Las cámaras de gas trabajan mucho más deprisa que los hornos de los
crematorios. A pesar de que están encendidos día y noche, de que llegan
continuamente camiones cargados de briqueta y leña, a pesar de las fosas
provisionales que se excavan en el bosque, donde / se queman muchos
cuerpos a la vez, los hornos no consiguen ir al mismo ritmo que la
gasificación. Así que cerca del crematorio se apilan montones de cuerpos
hinchados, cuerpos que se hinchan aún más con el paso del tiempo y que se
van incinerando, a medida que es posible hacerlo.
Este año el verano es excepcionalmente caluroso. Pero los SS, que están
borrachos día y noche, y los del Sonderkommando, que también lo están, no
son sensibles al calor ni se preocupan por el peligro de las enfermedades. El
hedor de los cuerpos putrefactos flota en el aire a cada soplo de viento.
Aquello que se iba a llevar a cabo con un absoluto secreto se convierte en
un delirio público y desenfrenado que se apodera de todos los SS antes o
después.
El silencio reina en los alrededores de los crematorios, el silencio reina en
el campo. En medio de ese silencio, una muchedumbre de judíos avanza
despacio a lo largo de la rampa. El gas Zyklon que los mata es invisible, sólo
se manifiesta en forma de unas columnas de humo que salen de las chimeneas
de los crematorios y se elevan despacio, densas y enmarañadas, hacia el cielo.

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15. Risas o miedo

n los rostros de los SS hay siempre una risa silenciosa, muda, que a

E menudo no va acompañada de gestos de la cara, una risa que se


percibe sólo en el movimiento de los párpados. A veces, un grito que
nace en el interior del vientre también puede ser una carcajada. Los SS
no han parado de reír desde que empezaron las gasificaciones en masa, desde
que se pasan el día entero borrachos y como narcotizados. Se ríen cuando
miran a las jóvenes judías húngaras que han ingresado en la orquesta y que
interpretan para ellos unas czardas rápidas y vigorosas. Esas virtuosas solistas
se mueven con suavidad con sus violines al compás de la música, se inclinan
hasta casi tocar el suelo y, después, alzan los brazos embriagadas por el ritmo
y tocan el violín por encima de la cabeza a un tempo vertiginoso. Parece que
bailan mientras tocan sus instrumentos. Como por arte de magia sacan la
belleza que tienen en su interior para redimirse de la muerte. ¿Acaso los SS
oyen su música? Se ríen y se alejan hacia la rampa cantando en voz alta
canciones como «Ungarland» (Hungría) o «Die Juliska, die Juliska von Buda-
Budapest» (La Juliska, la Juliska de Buda-Budapest). Algún resorte se ha
aflojado en ellos, las escotillas se han levantado y se han roto los frenos
internos. Ya no son capaces de diferenciar un cadáver de un ser vivo. Y a los
muertos y a los vivos les exigen lo mismo: que les proporcionen sensaciones
fuertes. Quieren ver cómo el miedo y el espanto se apoderan del ser humano.
Por eso ultrajan los cadáveres, atormentan los cuerpos sin vida de las mujeres,
dejándose llevar por la furia y el éxtasis hasta que les sale espuma por la boca.
Cuando tiran los cuerpos al fuego se alegran al ver que se mueven, que se
contorsionan y serpentean entre las llamas. Entonces el SS estalla en una
risotada estruendosa, dispara una salva al aire o al fuego, se monta de un salto
en su moto y, conduciendo como un loco, se acerca a alguno de los campos
para seguir entreteniéndose.

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Los prisioneros están en las plazuelas que hay entre los barracones, en la
formación de la tarde. Es domingo. La estación del año te resulta indiferente.
Sólo sabes que estás rodeado de barracones por todos los lados, que hasta
donde alcanza tu vista sólo ves barro y una lluvia que golpea el suelo
ruidosamente, mientras por encima de tu cabeza, sobre el gris de las nubes, se
arremolina y cae junto con la lluvia el humo del crematorio. Cuando llueve
aquí, el paisaje siempre es el mismo, da igual si es mayo, noviembre o marzo.
No hay vegetación que te indique el paso del tiempo. El día de ayer se parece
mucho al de mañana, hasta que llega un punto en el que pierdes la cuenta. A
partir de ese momento, la única medida del tiempo es el toque de silbato.
A varias docenas de metros de aquí, al otro lado de la alambrada, ves
cómo los judíos que avanzan despacio hacia el crematorio abren sus paraguas
negros y se envuelven en mantas de viaje. Uno de ellos, que tiene aspecto de
poeta o de filósofo, se aleja de la corriente de gente que camina hacia delante
y comienza a pasearse por el borde del camino con paso ligero. Se mueve con
libertad, levanta las manos de vez en cuando y gesticula, como si estuviese
conversando con un interlocutor invisible. En un momento se gira hacia la
alambrada y paralizado clava su mirada inquisitiva en el Lager de mujeres. En
sus ojos y en su rostro muy pálido puedes ver una expresión de concentración
y esfuerzo, que dibuja unos pliegues de dolor cerca de la boca. Levanta las
manos temblorosas hacia las sienes y mira hasta que de repente su rostro se
ilumina con una sonrisa. El hombre da unos cuantos saltos y empieza a correr
paralelamente a la alambrada haciendo unos movimientos indefinidos,
riéndose y diciendo cosas incomprensibles. Avanza dando saltos como si
estuviera montado en un patinete invisible, como si fuera más ligero que el
resto de la gente, como si rebotara en la tierra cada vez que da un paso. Parece
como si al otro lado de la alambrada hiciera un viento capaz de levantar del
suelo su liviana figura. Su pelo largo se alza como una ola negra sobre su
cabeza; cuando salta, se le levanta la melena, y cuando corre se ladea como
las crines de un caballo.
En su carrera el hombre se topa con una piedra grande que está al pie de
un poste de hormigón, y se sienta sobre ella. Apoya los codos sobre las
rodillas, la barbilla sobre los puños y mira al frente pronunciando palabras en
hebreo que poco a poco empieza a repetir cada vez más alto y de forma
melódica hasta que se convierten en una canción. No todos entienden esas
palabras, pero la modulación es muy clara. En los tonos altos, chillones y casi
de mujer, el judío hace preguntas. Estira los brazos, se levanta de la piedra y
dirige sus palabras quejumbrosas y sus cánticos a las nubes, repitiéndolas una

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y otra vez de forma monótona. El hombre se detiene como si esperara una
respuesta de las nubes. Permanece callado con los brazos levantados un rato
largo; después, de nuevo en voz baja y en tono humilde empieza a gemir, y de
nuevo se pone a esperar una respuesta. De repente la lluvia se convierte en un
aguacero. De nada sirve esconderse o envolverse mejor, los cuerpos de las
mujeres chorrean agua como si estuvieran desnudas. La muchedumbre que
está en la rampa empieza a andar más deprisa en dirección al crematorio,
queriendo guarecerse cuanto antes de la lluvia.
El ruido del aguacero acalla el rezo que entona el judío. El formula su
pregunta una vez más y estalla en un grito de desesperación parecido a un
balbuceo y, después, aguarda otra vez un rato largo, inmóvil, con los brazos
levantados en medio de los chorros de agua que caen. Y, finalmente, se
arrodilla de golpe. De su pecho sale un gemido sordo, pero no es un llanto
sino la misma oración que entonaba antes. Esta vez no formula ninguna
pregunta, sino que se limita a repetir, con voz sorda, el mismo lamento.
En la rampa aparece un SS vestido con un chubasquero de tarpaulín que lo
protege de la lluvia. El SS ve al judío. Se aproxima a él dando grandes
zancadas y le tira de la piedra de una patada. Para él no hay diferencia entre el
hombre que acaba de tirar al suelo y una lata de conservas abandonada en el
barro a la que, sin más, se le puede dar una patada.
El aguacero ahoga la respiración y altera la disciplina hasta que las filas
de la formación se rompen. Una avalancha de prisioneras echa a correr hacia
los bloques. Pero las puertas están cerradas. Una especie de rabia colectiva se
apodera de las prisioneras, que empiezan a golpear con sus puños la puerta,
muchas se ponen a gritar. Pero las puertas siguen cerradas. Te duele el
cuerpo, golpeado por la lluvia, y te duele también esa violencia que obliga a
aguardar en la puerta. Cuando por fin se oye el silbato que anuncia el final del
recuento, las prisioneras están chorreando.
La lluvia cae con fuerza sobre el tejado, fustiga las ventanas, mientras
fuera ves a los judíos avanzar por la rampa. Olvídate de lo que ves, prisionero.
Ahora que te han dejado entrar en el bloque, debes pensar sólo en la sopa y en
el descanso. Envuélvete herméticamente en la manta y olvídate por un
momento de que la nave en la que viajas se dirige a la muerte. Los sueños
vendrán a ti como un bote salvavidas desde la inmensidad del océano, rozará
el borde de tu coy y te llevarán con ellos.
La lluvia cae ahora rítmica y en silencio, sólo el agua del tejado hace
ruido al caer sobre el barro. El chapoteo del agua al caer suena como las
ruedas de un coche sobre el asfalto mojado. En un día de lluvia como éste, los

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globos blancos de las farolas que cuelgan sobre el centro de la calle de
Filtrowa[52] se reflejan sobre la carretera mojada. ¿Florecerán los cerezos en
la calle de Wawelska en esta época? ¡No! Lo más probable ahora es que las
frutas ya maduren en los huertos que rodean las casas de esa calle.
Mira, la puerta se ha abierto y ahora hay alguien al lado de tu camastro.
Duermes en la parte de arriba y al lado de tu cabeza aparece una mano con
una hoja bien doblada. La mano desaparece. ¿Por qué te late tan fuerte el
corazón, si es una simple hoja de papel arrancada de un cuaderno comprado
en la cantina, escrita toda ella con letra pequeña? ¿Por qué después de leerla,
con la barbilla apoyada sobre las manos, miras la ranura y observas cómo
detrás de ella las gotas de agua se persiguen unas a otras, caen por el borde
del alero, cuelgan allí durante una fracción de segundo para después
precipitarse al vacío?
Como las tardes de domingo que llueve ni los SS ni las encargadas tienen
ganas de pasearse por el Lager, puedes aprovecharlas para sacar
cuidadosamente de tu escondite las hojas de papel que allí guardas. Después,
dejas que tu mirada yerre sobre las tablas del tejado y se detenga pensativa
sobre las diminutas gotas que cuelgan del alero.
El bote salvavidas de los sueños inicia un viaje hacia la inmensidad. Cae
la noche. El dolor se queda dormido.
La lluvia y el viento hacen tanto ruido que casi nadie oye el rugido del
motor de un vehículo, que se aproxima. Sólo un grito en la puerta te pone en
alerta.
—Los! Alles raus! Alles raus! Sofort aufstehen und raus! ¡Vamos! ¡Todos
afuera! ¡Levantaos y afuera!
Qué horror. Es el comandante del campo y su chófer. Los dos gritan. Tus
manos procuran esconder tus pertenencias, recoger la ropa, pero, mientras
tanto, el chófer agarra por la cintura a la primera mujer con la que se topa y la
empuja hacia la puerta. En la oscuridad se oye cómo se cae al barro. El
comandante del campo tira al barro de una patada a una mujer que estaba en
el pasillo tratando de ponerse los zapatos. ¡Quieren que estemos en camisón
bajo la lluvia! ¡En camisón, bajo la lluvia! De eso se trata. Ése va a ser su
entretenimiento. Miles de mujeres sacadas del sueño, descalzas, sin vestir,
aguardan de pie delante del barracón. Kramer[53] y su chófer irrumpen en
medio de la muchedumbre llenos de rabia y bestialidad. Hay que ser muy
rápida para evitar sus golpes, sus patadas y empujones.
—Zu fünf. Zu fünf und knien! Und Hände hoch! ¡De cinco en cinco! ¡De
cinco en cinco y de rodillas! ¡Y las manos arriba!

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Las prisioneras se arrodillan en el barro. Dentro del bloque las encargadas
hacen un registro sin motivo, lo sacan todo, incluso la ropa y la comida, y la
llevan al Bekleidungskammer (el almacén de ropa). Kramer se pasea entre las
filas de prisioneras arrodilladas y las va obligando a patadas a enderezar el
cuerpo, vigilando para que ninguna baje las manos ni por un momento.
Todo el campo de mujeres está despierto. Las prisioneras están en las
camas vestidas y a la espera. Sin embargo, esta noche ya no se producen
nuevos acontecimientos. Kramer y su chófer se van del Lager a pie y dejan
allí su coche. Durante el resto de la noche cualquier crujido de la puerta de
acceso al campo te da miedo. Ellos vuelven ya por la mañana. Ahora están en
medio de los barracones y observan cómo andan las prisioneras. Las que
trabajan dentro del Lager tienen la obligación de llevar ropa civil marcada con
una raya roja en la espalda. Kramer y el chófer las observan con detenimiento.
Cada vez que se topan con una mujer sin la raya roja en la espalda o con una
que no está marcada con claridad, la detienen. La obligan a quitarse la ropa en
su presencia y delante de todo el mundo. A veces como castigo le afeitan la
cabeza al cero. A veces se quedan con su ropa y la dejan sólo en camisón. A
una prisionera que según ellos es demasiado orgullosa la colocan desnuda en
la puerta de acceso al campo. A esta hora entran los hombres que trabajan
aquí: como de costumbre hay mucho tráfico, y los SS se divierten a lo grande
con la imagen de la mujer que está de pie debajo de las ventanas del
Blockführerstube.
—Na, du stolze Polín! Ist’s gut? ¡Eh, tú, polaca orgullosa! ¿Qué tal ahora?
Kramer y el Lagerführer Hössler visitan a menudo el barracón de
desinfección, se sientan en un banco y observan a las prisioneras mientras se
bañan. Cuando Kramer ve un cuerpo joven y bello, llama a la prisionera, le
pregunta por su profesión, sus habilidades, su edad, si domina otros idiomas y
apunta su número. Muchas prisioneras judías de Hungría han entrado en la
orquesta por esta vía. También captan gemelas para entregárselas a los SS,
que llevan a cabo experimentos con ellas, a otras la envían a Oświȩcim, al
bloque 10, e incluso al Stabsgebäude[54] para servir a los SS, y lavar y
planchar sus uniformes. Las más hermosas se tendrán que tumbar en una
mesa sucia donde los SS les sacarán la sangre.
En el bloque 10 se hacen experimentos médicos con jóvenes prisioneras
judías. Todas las pacientes, varios centenares en total, tienen derecho a
decidir si prefieren una inyección o una operación de ginecología.
La inyección consiste en un virus que produce una enfermedad, tras la
cual la mayoría de las mujeres muere rápidamente bajo observación médica.

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La operación consiste en cortar trozos de útero, en extirparles los ovarios y
cosas parecidas. Hay prisioneras que consiguen sobrevivir a estas operaciones
y que incluso se encuentran bien después, pero la mayoría muere al cabo de
un tiempo y entonces los SS van por un nuevo contingente de conejillos de
Indias. La más joven de las prisioneras de este bloque es una judía alemana
que se llama Hedi Schlesinger y tiene 16 años. Experimentan con Hedi y con
su madre al mismo tiempo.
En junio trasladan el bloque donde se llevan a cabo los experimentos a un
nuevo sector en construcción llamado «Irek», que está junto al campo de
Oświȩcim. Los experimentos prosiguen su curso. En este caso quieren
experimentar con mujeres embarazadas. Pero como las tentativas de
inseminación artificial han fracasado, deciden que un grupo de hombres se
encargue de fecundar a las prisioneras. Por este motivo, la Aufseherin
Brunner se opone a que este barracón siga en Irek, para que no esté al lado del
Stabsgebäude donde trabajan sus prisioneras (la mayoría judías, aunque hay
algunas polacas).
No se sabe qué ha motivado el cambio de decisión, pero al final la idea de
dejar embarazadas a las mujeres se ha quedado sólo en un proyecto de la SS.
En el Stabsgebäude, junto con otras mujeres empleadas en la lavandería
de los SS, hay dos hermanas gemelas. Son judías de Eslovaquia, que llegaron
a Oświȩcim en el primer transporte de mujeres. Poco después de su llegada
fueron sometidas a una intervención, al igual que todas las mujeres de ese
transporte que tenían entre 16 y 20 años. Las colocaron entre dos placas de
celuloide; una que les cubría el abdomen y otra, la región lumbar. El
instrumento se parecía a un aparato de rayos X. Cuando se ponía en marcha,
la mujer sentía un calor leve en la parte del cuerpo que estaba en contacto con
el aparato, un calor que pasaba a ser muy intenso y que al final era un dolor
similar al de la menstruación pero más agudo. A continuación sentía una
sacudida, como si algún órgano se desprendiera. Al final el experimento
dejaba a las mujeres con una sensación de debilidad general.
Todas las chicas de ese grupo dejaron de tener la menstruación y todas,
excepto las dos gemelas, enfermaron y murieron poco después.
Por las noches, los SS, hombres y mujeres, organizan en el Stabsgebäude
unas verdaderas orgías. También en estas fiestas cometen excesos. Aunque se
rodean de opulencia, de esplendor, de comida exquisita, sus entretenimientos
son bastante triviales y poco refinados. Alguien vomita sobre la peluda
alfombra roja, sobre las alfombras persas que cubren los suelos, y los demás
lo imitan. Después, todos comienzan a carcajearse, presos de ataques de risa,

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y comienzan a corretear y a gastarse bromas que consisten a menudo en
pellizcar a las mujeres y en quitarles por sorpresa las sillas, para que se caigan
al suelo sobre las dichosas alfombras ante el regocijo general. Los que mejor
se lo pasan son la Aufseherin Brunner, la jefe del Stabsgebäude, la Aufseherin
Franz, responsable de la cocina y del almacén de ropa, y su hermana Hasse, la
Arbeitsdienstführerin. Los SS opinan abiertamente que Hasse tiene un gran
atractivo sexual. Tiene una cara grande y el labio inferior caído.
A la mañana siguiente de esas noches de juerga, suele ocurrir casi siempre
lo mismo. Alguno de ellos, el que está un poco menos borracho, echa a la
calle a los SS que están inconscientes, arrastra del pelo a las mujeres
dormidas por las alfombras sucias. Después de tomarse una dosis nueva de
droga irán a los bloques para hacer registros y ordenar castigos. Las
prisioneras tendrán que encargarse de limpiar el suelo de la habitación donde
celebraron la fiesta.
Un grupo de SS está de pie en el umbral de un barracón perfectamente
limpio. Contemplan los ladrillos rojizos del suelo, que están brillantes, las
mantas perfectamente ordenadas y las flores silvestres que adornan la mesa.
Se sonríen. Se dicen algo entre ellos y acto seguido Kramer se pone a gritar:
—Stubendienst! Alles runter! Alles runter! ¡Responsables de grupo!
¡Todo al suelo! ¡Todo al suelo!
Kramer se sube después a la estufe y ordena que se tiren al suelo las
mantas, los colchones de paja, la ropa interior y los paquetes. En un segundo,
cae de los jergones que están más arriba una nube densa de polvo. La
polvareda lo cubre todo, incluso atenúa la luz eléctrica. Las prisioneras de
este bloque no presencian el registro, porque están fuera trabajando. Cuando
vuelvan por la tarde no encontrarán sus pertenencias. No van a encontrar nada
cuando busquen sus colchones de paja, sus mantas, sus toallas, el jabón, sus
camisones o un peine en este vertedero pisoteado que se encuentra ahora en
medio del barracón. Lo han perdido todo, ni siquiera tienen un lugar donde
volver. El comandante Kramer las ha echado de su barracón y aún no sabe
dónde instalarlas. Sale corriendo y vuelve conduciendo a un grupo de
prisioneras sorprendidas por el traslado, que llevan colchones de paja y
mantas a la espalda o los arrastran por el suelo.
—Los! Schlafen! Schlafen! ¡Vamos! ¡Adormir! ¡Adormir!
Las mujeres se echan a dormir entre gritos incomprensibles y cantidades
de polvo sofocantes que les nublan la vista.
Ahora Kramer se sube a la estufa que recorre el barracón y se pasea por
ella con el chófer. Con el gancho de su bastón molesta a las prisioneras en sus

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camas, las saca de debajo de las mantas y les ordena ponerse a limpiar. En
otras ocasiones despierta a la Rapo del almacén de ropa, le ordena reunir a
todas sus trabajadoras y escoge los camisones más bonitos. Después se sienta
en su moto y como un loco irrumpe montado en ella en el barracón,
conduciéndola entre las camas. Vuelve a despertar a las mujeres, las obliga a
levantarse de inmediato y a presentarse ante él para recoger la ropa de dormir
que les entrega con una sonrisa. Tienes que saber estar tumbada de forma
muy plana y con la cabeza escondida debajo de la manta para escabullirte,
aunque lo consiguen muy pocas prisioneras, sólo las que duermen en las
camas superiores que están más alejadas de la estufa.
A cada rato se oye el rugido del motor en una parte diferente del Lager. Al
borracho de Kramer le gusta divertirse, sobre todo por las noches. Parece
como si tuviera miedo de quedarse a solas en su residencia de Oświȩcim. Los
demás SS prefieren visitar los barracones de día.
Por aquel entonces, los prisioneros son como manadas de animales
salvajes huyendo de un lado a otro. Saben que, en cualquier momento,
aparecerá un SS que les quitará la momentánea tranquilidad de la que
disfrutan.
Desde hace algún tiempo, merodea por el campo de mujeres la Aufseherin
Bormann, que sabe buscar bien y es muy minuciosa. Ella fue la que sugirió
que se hiciera un registro entre las trabajadoras del laboratorio botánico de
Rajsko. Las prisioneras tuvieron que quitarse los vestidos y la ropa interior y
ponerse encima unos vestidos grises. Después tuvieron que formar delante del
barracón y aguardar allí sin moverse mientras sacaban de sus barracones y del
taller todo lo que había. Bajo la dirección de Bormann, las guardianas
encontraron hasta las cosas más pequeñas que las prisioneras habían
escondido en los árboles o en el huerto bajo las hojas. Rebuscaron incluso en
el vertedero. En el registro participaron también el comandante Kramer y su
chófer, la Lagerführerin Mandel y la Aufseherin Milan-Volkenrat.
Clasificaron sus hallazgos en dos montones, pero los paquetes con comida los
echaban en cualquiera de los dos. Según Kramer, no se debe acumular comida
en los barracones para que no aparezcan ratones. El registro duró todo el día.
Por la tarde llegaron unos camiones para llevarse las cosas requisadas. ¡Siete
camiones! Las cosas que no fueron transportadas las rociaron con petróleo y
les prendieron fuego.
Cuando los camiones se detuvieron delante del barracón del Unterkunft y
del almacén de ropa de Birkenau para descargar la mercancía requisada,
causaron asombro general entre las prisioneras allí empleadas por el nivel de

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vida de las mujeres de Rajsko. La calidad de sus toallas, que olían a jabón del
bueno, las almohadas con fundas de seda estampada, bonitos neceseres llenos
de utensilios de aseo, ropa interior limpia y una gran cantidad de libros.
Estaba claro que esas prisioneras sabían organizar bien.
Pero ahora se han quedado sin nada. Durante mucho tiempo, un cuchillo
será un lujo para ellas. Tendrán que esperar bastante hasta que las cuadrillas
que parten de Oświȩcim y Birkenau en dirección a Rajsko les puedan llevar
provisiones.
Un día después del registro, trasladaron a Birkenau como castigo a la
Kapo de Rajsko. Debía permanecer en este lugar hasta que la transportasen a
Alemania.
Pasado un tiempo surgen rumores de que los SS responsables del registro
se han portado de forma tan diligente que han quemado también los
materiales referentes a los experimentos y a los resultados de las
investigaciones sobre la planta kok-sagiz que allí se llevaban a cabo, una
planta que se parece a la cerraja y que se cultiva a gran escala en Rajsko para
conseguir un sucedáneo del caucho. Por si fuera poco, parece que han
quemado también las pertenencias personales de la mujer de César, el jefe de
Rajsko, lo que origina disensiones entre él y la Aufseherin Bormann.
Las empleadas del Unterkunft miran asustadas los resultados del registro.
No tienen que esperar mucho para que sus temores se cumplan.
El Unterkunft (el Departamento de Intendencia del campo) se ha
convertido en una isla silenciosa en medio de Birkenau gracias a la
inteligencia de la prisionera polaca que está a su cargo, Felicja Iwanowska. La
mujer habla alemán perfectamente y mantiene así a las autoridades del campo
lejos de su barracón y de las sesenta prisioneras polacas que trabajan allí. Éste
es uno de los pocos sitios donde te puedes lavar tranquilamente durante el
tiempo de trabajo, lavarte la ropa, incluso, tomando las precauciones
necesarias, estudiar y leer a escondidas libros en polaco, idioma que está
prohibido. El almacén es grande y está lleno hasta el techo de edredones,
mantas, ollas, cubos, cajas, tableros y virutas para rellenar los colchones.
Resulta fácil esconder en este sitio tus cosas, libros, cuadernos, mapas del
frente y todo tipo de papeles. Pero un día irrumpe en el barracón un grupo de
SS encabezado por el famoso Totenkäfer (escarabajo) Lachmann del
Departamento Político, el comandante Kramer y la Lagerführerin Mandel.
Ponen el almacén patas arriba como si estuvieran buscando una aguja en un
pajar. El registro se prolonga durante varias horas, y después queda cerrado

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por sospecha de un complot comunista. Como castigo, deportan a Felicja y a
otras tres mujeres al campo de Ravensbrück.
Nunca sabes cuál es el motivo de los registros que hacen las autoridades
del Lager ni tampoco a qué conducen. A los SS les interesan poco las
pequeñeces que para las prisioneras son verdaderos tesoros; sin embargo, les
gusta ver cómo te pones pálida, cómo tiemblan de miedo tus manos o suplicas
perdón tartamudeando. Cuando te asustan, sueltan una carcajada, apuntan tu
número y se marchan. Si en cambio notan en ti una tranquilidad desdeñosa o
una sonrisa vaga, que demuestra que no has perdido el equilibrio y que no te
pueden arrebatar absolutamente nada, aunque se llevaran todas tus
pertenencias, estallan de rabia. En esos casos, te golpean, te torturan y te
azotan hasta hacerte sangrar. Es probable que irrumpan en los barracones sólo
para dar miedo en la gente y que gracias a escenas así y a sus propias
carcajadas consigan olvidar por un momento ese espanto terrorífico que los
acompaña siempre, de día y de noche.

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16. El sueño de la libertad

l verano de este año es extraordinariamente caluroso. No hay nubes en

E el cielo y el ambiente, que el humo de los crematorios hace más denso,


está tan seco que los prisioneros se alegran si sopla un poco de brisa.
Por esta época se suceden las derrotas del ejército alemán. Las
noticias logran atravesar la alambrada y cada cierto tiempo surge un rumor
que provoca una enfebrecida excitación entre los prisioneros. De hecho,
existe una nueva medida del tiempo: la vida transcurre entre un comunicado y
otro.
Las noticias se reciben a través de los prisioneros que trabajan cerca de
aparatos de radio. Hay un receptor en el Departamento Político, otro en la
Oficina de Construcción y uno más en el hospital militar alemán. Los
prisioneros escuchan la radio cuando el jefe de tumo se va del despacho y lo
deja abierto para que hagan la limpieza. Después se acercan al campo de
mujeres, se colocan cerca de la alambrada y simulando que hacen algún
trabajo al aire libre cuentan susurrando lo que han oído por la radio. Y
entonces el cielo apacible se cubre de alegría, parece como si ondearan
agitadas por el viento las banderas de los países liberados.
Las visiones de libertad procedentes de Francia y de los territorios del este
de Polonia han quebrado el círculo de la esclavitud y del exterminio.
Algunos prisioneros consiguen entrar en el campo de mujeres para algún
asunto oficial y difunden hábilmente las noticias sin que los descubran. Ver a
una pareja casada charlando en un campo de concentración es una imagen
insólita. Él se inclina sobre un carro y hace como si lo estuviera reparando,
mientras que ella, a unos pasos de distancia de su marido, echa tierra con una
pala. No se miran el uno al otro mientras hablan. Cuando ven a un SS, se
separan un poco y hacen como si trabajaran con más ímpetu.
A un joven prisionero polaco, que desempeña el puesto de jefe de bloque,
lo han acusado de escuchar la radio y de difundir noticias y lo han condenado

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primero al búnker, después a la horca. Pero la vida en el campo es como un
ejército en avanzada: el frente sigue adelante y no puedes detenerte a recoger
a un compañero caído. En el Lager la muerte de un prisionero ya no consigue
atemorizar al resto. Hay que escuchar la radio. Los rumores que circulan por
el Lager son demasiado contradictorios para darles crédito, mientras que las
noticias que publican los periódicos alemanes son siempre parciales. Los
prisioneros son suspicaces y desconfiados. Cada información es contrastada
por fuentes diferentes, y para hacerlo hay que acceder a cuantos más aparatos
de radio, mejor.
Cada tarde las empleadas del Departamento Político y de la Oficina de
Construcción relatan con detalle los últimos acontecimientos. Las prisioneras
yugoslavas que trabajan en el hospital militar de la SS traen periódicos
alemanes. A través de estos últimos puedes conocer hasta qué punto los
alemanes reconocen los hechos que narra la radio. A veces puedes encontrar
en un diario el mapa del frente.
Las noticias son cada vez mejores. Oyes noticias tan esperanzadoras sobre
Lublin[55] que ni siquiera te atreves a creerlas. Sientes un miedo enfermizo a
llevarte una decepción, un temor característico de la psique de los prisioneros,
que te conduce a resistirte a los hechos. Cada mañana, cuando tu mirada se
posa sobre las líneas de alambres, que se extienden cada vez más y más lejos,
sientes pavor de que aquella esperanza que te ayudó a conciliar el sueño sea el
producto de tu imaginación febril.
Luego, ves a la cuadrilla del SK marchando al trabajo como siempre. El
humo sale por la chimenea como siempre, detrás de la alambrada ves las
mismas siluetas de los hombres trabajando con la pala. La vida transcurre
entre los mismos silbatos y tareas de siempre. Incluso los espíritus más
audaces se dejan llevar por el desaliento.
A Birkenau llegan prisioneros de Majdanek. Lo que cuentan es inaudito.
Han llegado aquí a pie, escoltados por los SS. Por las noches hacían
paradas. Cuando estaban cerca de algún bosque intentaban escaparse. Este
tema es el que más les interesa a los prisioneros de Oświȩcim. Quieren saber
cuántas personas se han escapado y, en general, conocer el mayor número de
detalles posible sobre las fugas. El frente se acerca y puede que pronto llegue
el momento de que este campo sea evacuado.
Pero los prisioneros de Majdanek no saben responder a estas preguntas.
Hablan de todo de buena gana y cada uno de ellos está convencido de que
describe el verdadero estado de las cosas, pero resulta que se contradicen
entre sí. Según algunos, los que se dejaron traer a Oświȩcim son sólo los

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enfermos y las personas que bajaron la guardia y que no supieron aprovechar
la oportunidad que les brindó la marcha, porque la mayoría consiguió escapar.
Otros dicen que te bastan los dedos de una mano para contar los que
escaparon y enumeran los apellidos de los que consiguieron fugarse, que
forman en total un puñado de personas. Por último, hay prisioneros que
aseguran que muchos intentaron escapar, pero que nadie lo consiguió y que
aquellos que se arriesgaron cayeron muertos por el camino. Cuentan que toda
la marcha estaba rodeada por un cordón muy tupido de SS y que el camino
quedó sembrado de cadáveres y de sangre.
Te comentan que cuando salían de Majdanek pudieron ver cómo los
tanques rusos entraban en Lublin, o que en algunas zonas aún había alemanes,
pero que en otras habían visto a rusos combatiendo. O, por el contrario, que la
ciudad estaba tranquila y que no había rastro de los rusos.
Como prisionero estás aislado por la alambrada y condenado a perderte en
tus propias conjeturas. Eres como un animal encerrado en una jaula al que
hostigaran con fuego por un lado, por otro con un pincho y por un tercer lado
te golpearan en los ojos.
Nadie es capaz de guardar la disciplina, de quedarse quieto en el trabajo.
Puedes ver grupitos de prisioneros que con diferentes pretextos se acercan a la
gente de Majdanek para sacar algo en claro de ellos. Pero después de hablar
con ellos se sienten aún más desconcertados.
Aunque una cosa sí está clara: el frente se ha movido. El destino se ha
despertado tanto en el este como en el oeste, y está avanzando. Puedes oír sus
pasos de día y de noche.
Hay momentos en los que sumido en tu trabajo levantas la cabeza de la
tierra secada por el calor y oyes unas detonaciones lejanas que se repiten a
intervalos regulares. A cada rato se oye un «¡pum, pum, pum!».
Qué liviano se hace entonces tu esfuerzo cuando acabas de oír por ti
mismo que la línea del frente se está moviendo. Ahora ya no se trata de un
relato infundado que alguien te ha contado. De todos modos es difícil saber de
dónde proceden las detonaciones. ¿Acaso llegan desde Tarnów? ¿O quizá
desde las montañas?
Cada noche un rumor lejano te arrulla. Te quedas dormido confiando en
que tu liberación está cada día más cerca.
Los transportes de prisioneros a Alemania se hacen cada vez más
frecuentes y también cada uno de ellos es más numeroso que nunca. Según el
plan de las autoridades, todo el campo ha de estar vacío antes de que llegue el
frente. Aunque nuestro sueño es aguantar en Oświȩcim hasta el momento en

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que llegue el ejército liberador. Pero no es nada fácil librarse del transporte.
Las autoridades del campo están haciendo listados y deportan a cuadrillas
enteras.
Durante estos días calurosos marcados por la alegría, la excitación y la
inquietud, largas filas de prisioneras se están preparando para la deportación.
Aguardan en filas de a cinco en el camino que hay entre los dos campos de
mujeres, vigiladas por las SS. Ya han pasado por el baño. Se lo han quitado
absolutamente todo. Les han dado unos vestidos grises, los mismos con los
que deportaron a una parte de las judías húngaras. Una vez más cada una de
ellas es un ser humano desnudo con las manos vacías. Las espera un campo
nuevo y con él una existencia nueva que hay que empezar desde cero.
Están de pie y miran los barracones de Birkenau, que están clavados en la
tierra. No te puedes acercar a ellas. Tan sólo puedes intentar comunicarte con
gestos sin que te vean los alemanes. A veces, una mujer a la que le ha tocado
quedarse grita:
—Mañana nos tocará a nosotras.
En efecto, al día siguiente salen columnas nuevas. El campo cambia de
aspecto. Desaparecen rostros que se te habían quedado grabados en la
memoria y que para ti estaban tan unidos a la imagen de Birkenau como las
alambradas y las puertas de acceso. Entre ellos, por ejemplo, la Puffmutti.
Ahora le ha tocado a ella, como a muchas otras mujeres antes, emprender su
periplo de prisionera por otros campos de concentración. También han
deportado a todos los prisioneros del SK.
Aparte de los prisioneros mayores de edad cada cierto tiempo deportan a
los bebés nacidos en el campo. Los separan de las madres poco después de
nacer, les tatúan un número en el muslo y los trasladan a los barracones del
hospital, donde se quedan hasta que forman un grupo numeroso. Entonces,
bajo el cuidado de varias enfermeras y unas SS, se les transporta a un campo
para niños, al parecer en los alrededores de Łódź. Sus padres ya no los
encontrarán.
No sólo hay transportes que salen del campo con destino a Alemania. Al
Lager también llegan nuevas prisioneras. Son italianas y yugoslavas,
arrestadas a menudo por formar parte de la guerrilla. Durante las primeras
horas en el campo logran mantener su orgullo. No permiten que les quiten los
galones de oficial y exigen que se las trate como prisioneras de guerra.
Incluso algunas de ellas llegaron a golpear a las SS. Sin embargo, pronto
fueron reducidas. El Departamento Político las ha inscrito con números del 78
000 al 98 000. Al mismo tiempo ha puesto en marcha una numeración doble,

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que llaman numeración A, para los judíos recién llegados. Esta numeración
supera los treinta mil prisioneros. Por lo tanto el número total de mujeres
registradas (a parte de la gente que ha sido aniquilada sin haber sido inscrita
en ningún registro) se acerca a las ciento treinta mil en la fase final de la
existencia del campo.
Las italianas que llegan con sus hijos están obligadas a dejarlos en el
sector A del Lager de mujeres, mientras que a ellas las envían al B. De allí
sólo salen para hacer trabajos fuera del campo. Los domingos por la tarde
puedes ver a veces a algunas italianas que aguardan delante de la puerta que
separa el sector A del B. Estiran los brazos y gritan: «Bambino, bambino» e
intentan convencer a la Lagerälteste que está en la puerta para que las deje
entrar a ver a sus hijos. Por lo general, tienen que salir huyendo despavoridas,
amenazadas por los palos y los gritos de los alemanes.
Las pequeñas niñas italianas se pasean al otro lado de la alambrada
cogidas de la mano. Sus madres las esperan en vano. Sus grandes ojos miran
con asombro y tristeza. Al parecer algunas son hermanas, porque a menudo
puedes oír cómo se dirigen las unas a las otras con la palabra sorellina. En los
rostros de estas niñas no hay sonrisas, y su mirada es demasiado serena para
su edad. Se dedican a vagar entre los barracones esperando que cambie su
situación.
Cada domingo por la tarde, cuando todo el Lager está en formación,
entran en la rampa unos vagones de mercancías vacíos que se utilizan para los
transportes, con unos agujeros pequeños arriba en la pared y con unas puertas
que se cierran por fuera con cerrojo. Los prisioneros marchan con sus
uniformes a rayas en filas de a cinco llevando sus últimas raciones de pan con
margarina, las que reciben para el viaje. Algunos, muy pocos, llevan sus
propios paquetes. En el ventanuco del vagón aparecen las caras de aquellos
que aún quieren mirar. A veces sale una mano que dibuja en el aire un gesto
de despedida.
Por las noches, mientras Birkenau duerme, se oyen las canciones de los
que se van, canciones polacas.
Todos estos movimientos indican que se está llevando a cabo una
liquidación del Lager planificada.
Y de nuevo empiezan los sueños… Si al menos bombardeasen durante la
noche la locomotora del tren…
Los ataques aéreos son cada vez más frecuentes. Las sirenas de Oświȩcim
y de Birkenau, y de toda la región de Silesia, aúllan asustadas. Para los
prisioneros su sonido es una música alegre. Al oírlas, los SS corren a toda

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prisa hacia la puerta y se tumban en las trincheras y allí se quedan mientras
dura el ataque. Es un anticipo de la libertad. Los presos saben que durante los
bombardeos los SS no aparecerán. Así que dejan de trabajar y contemplan el
espectáculo. No están obligados a ponerse a cubierto en las trincheras y en
esos momentos se pueden permitir expresar sus sentimientos sin tapujos.
Ahora, entre el azul del cielo, muy arriba, aparece una escuadrilla. Brilla
junto al sol, a veces desaparece para después emerger de nuevo en el cielo.
En la puerta de un barracón hay un grupo de prisioneros de pie que miran
hacia arriba. Es imposible describir la emoción que sientes cuando recuperas
la fe. Personas que han sabido guardar la calma frente a la muerte, la
epidemia, la hambruna o los golpes de un palo, ahora son incapaces de
controlar los espasmos de alegría, que llenan sus ojos de lágrimas. Los
prisioneros no se mueven mientras la artillería antiaérea de Oświȩcim y
Birkenau retumba esparciendo trozos de metralla. A veces, un trozo de
metralla hiere a algún prisionero, pero éste no se esconde. Antes tapa su
cabeza con un cuenco y sigue contemplando el cielo.
La primera escuadrilla pasa dejando en el cielo una estrecha franja blanca,
que se parece a una nube alargada. Parece como si en el cielo dibujaran un
mapa para los siguientes.
El Lager está cubierto de una neblina que no te permite ver los barracones
más cercanos. Resulta molesta, te pican los ojos. Son los alemanes que
intentan camuflar el terreno.
Pero incluso a través de esa bruma puedes ver la raya blanca en el cielo
donde en cualquier momento aparecerán nuevas escuadrillas. Ya se oye el
estrépito de los motores. Cuanto más fuerte suena, cuanto más potente resulta
su acorde, tanto mayor es la alegría de los prisioneros. Después, según dónde
caigan las bombas, se intenta adivinar cuál es el objetivo del bombardeo.
Una orden reciente obliga a las cuadrillas que trabajan fuera del Lager a
volver corriendo cuanto antes al campo al primer sonido de sirena. Quienes
no obedezcan se exponen a la pena de muerte. ¡Menuda estampa ésa!
En primer lugar se oye la sirena de Oświȩcim, después suena la que se
conoce en Birkenau como «nuestra histérica». De todos los caminos, de todas
las zanjas salen corriendo miles de personas después de haber arrojado las
palas y haber dejado las parihuelas llenas de tierra. Bendicen este sonido que
es la voz del miedo de Alemania.
Cuando el cielo está despejado, y desde hace varias semanas lo está, el
ataque aéreo suele producirse cerca de las once de la mañana, hora alemana.
Los prisioneros aguardan esta hora con esperanza y se ponen muy contentos

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al ver que la espera no ha sido en vano. Un día sin ataque aéreo es un día
perdido, un día que sientes rencor contra los aliados. Pero hay días en que las
sirenas avisan de ataques sin cesar y ves cómo las escuadrillas sobrevuelan
una detrás de otra, con sus motores estrepitosos, la cercana región de Silesia.
Los SS no pueden salir de las zanjas y los prisioneros no pueden ir a trabajar.
A veces se producen ataques nocturnos. Entonces al ulular de la sirena se
unen unas llamadas quejumbrosas:
—Licht aus! Licht aus! ¡Apagad las luces! ¡Apagad las luces!
Las farolas que iluminan la alambrada se apagan. Sobre los tejados
rechinan los trozos de metralla de la artillería antiaérea.
Es agradable cambiar de posición mientras estás acostada y escuchar este
rechinar. Como si un viento de otoño empujara unas hojas secas. Es agradable
quedarte dormida cuando el ruido de unas detonaciones lejanas cuenta la
historia más hermosa, esa que empieza con las palabras: «La guerra ha
terminado».
El verano de 1944 transcurre en Oświȩcim pendiente de la música de las
sirenas. Aparte de estas sirenas, de sonido entrecortado, que avisan del ataque,
también puedes oír otra señal, que dura varios minutos sin interrupciones.
Levantas la cabeza e intentas distinguir el sonido. Si no se trata de una alarma
antiaérea, si es un silbido prolongado, levantas la mano con un gesto de
saludo y dices:
—¡Corre hermano, corre tan lejos como te lo permitan las piernas!
¿Sabes lo que significan estas palabras? Que un compañero, un prisionero,
se ha escapado. El resto le desea un buen viaje. Hoy, después del recuento,
sus compañeros tendrán que estar de pie con las cabeza descubierta hasta bien
entrada la noche. Los encargados cruzarán, mientras tanto, la puerta del Lager
con sus palos en la mano en búsqueda del fugitivo. Algunos encargados
conocen bien cuál es la ruta que suelen hacer los que se fugan y los lugares en
los que suelen parar para descansar. Sin embargo, prefieren dar vueltas
alrededor del Lager poniendo cara de tonto, comprobando las zanjas y los
hoyos.
El 12 de junio enviaron al Rapo del SK masculino a la caza de un
fugitivo. El Rapo se apoyó sobre la alambrada del campo de mujeres y se
achicharró de inmediato. Al parecer estaba borracho.
Entre los prisioneros que participaron en aquella búsqueda estaba también
Zdzisiek, el Oberkapo del Unterkunft de los hombres, un chico joven que
huirá felizmente del campo unos días después.

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Los prisioneros se fugan cada vez más a menudo y de forma más
organizada. Los que huyen son, sobre todo, polacos y rusos en edad militar.
Para los prisioneros no es ningún secreto que las fugas las organiza
alguien del exterior. Cerca del Lager, en los bosques vírgenes de Pszczyna y
en las montañas hay personas con las que se puede contar.
Así que cuando aguardas con la cabeza descubierta, y últimamente pasa
casi todas las tardes, te olvidas de tu cansancio. Confías en las personas que
son capaces de sacar a los prisioneros del Lager con tanta habilidad. Es como
una orden más, a la que hay que someterse.
No te resulta duro en absoluto aguardar de pie largas horas bajo el cielo de
una tarde apacible cuando centellean las luces de las bombas que caen y los
reflectores de los alemanes se desplazan. Tampoco te cuesta creer que la
libertad se acerca cuando observas todas estas señales que confirman a su vez
las noticias que has oído por la radio.
La falta de fe de los prisioneros ha estado bien justificada. Y ahora que la
esperanza los ayuda a enderezar sus espaldas encorvadas por la fatiga, ahora
que más de unos ojos medio cerrados de dolor se han abierto de par en par al
comprobar atónitos y alegres que se empieza a cumplir aquello con lo que
soñaban despiertos y dormidos, la fe y el entusiasmo crecen, aunque los
prisioneros se resisten a manifestarlo.
Los prisioneros saben estar callados: ésa es una enseñanza de la
esclavitud. Ninguno pregunta ni tampoco indaga, aunque puedes notar que
desde hace algún tiempo hay manos armadas que velan por el campo, que los
alambres comienzan a resquebrajarse en dirección a los bosques vírgenes de
Pszczyna y a las montañas, donde soldados polacos esperan a sus hermanos.
No es difícil adivinar que la vida de un soldado polaco que abandonó su
ciudad para prepararse para el combate en la retaguardia no es mucho mejor
que la de un prisionero de un campo de concentración.
Su única riqueza es la libertad que encuentra en los bosques vírgenes y en
las montañas, pero también son incontables las veces que ha estado
hambriento o que sus pies han dejado un rastro de sangre en el suelo.
Los prisioneros lo saben y por eso respetan a ese hermano que viene en su
ayuda.
Cuando desde los bosques llega la orden, el campo está preparado.
La orden es la siguiente: hay que tener preparados irnos zapatos buenos
para la marcha, provisiones de alimentos que no se estropeen, una muda de
ropa interior y, si es posible, algunas vendas.

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Nada más. Sin embargo, para ti, que escuchas con atención el estrépito
lejano del frente que se acerca, es mucho.
El campo vive su leyenda, una de las más bonitas que pueden vivir
personas agrupadas de diferentes partes del mundo y de todas las categorías
morales posibles.
Hoy todos son hermanos. Hoy todos se dicen con una sonrisa en los ojos
que la ciudad de Tarnów ha sido conquistada, que han bombardeado
Krzeszowice, que Cracovia se prepara para la evacuación.
También Oświȩcim.
El campo va a ser liberado.
Cuando oyes esta noticia por primera vez sientes una conmoción como si
te enfrentaras a la noticia de un nacimiento o de una muerte. No es ni alegría
ni temor, sólo una conmoción.
Basta con mirar los ojos de los prisioneros para saber quién sabe la noticia
y quién no la conoce. Da igual que sea un hombre joven o una mujer mayor;
su expresión es la misma. Percibes que han tomado la decisión firme de ser
liberados o de morir en el intento, y que están llenos de alegría por haberla
tomado.
Aunque no todos lo saben desde el principio, entre los prisioneros no hay
paredes ni puertas tras las cuales puedas esconderte. Siempre vives a la vista
de otros. Los unos observan a los otros y de este modo, en un tiempo breve,
todos se enteran de los secretos. Y todos se preparan.
Por estas fechas no hay dinero suficiente para comprar unas buenas botas
para la marcha o unas de esquí. De nada te sirve entregar a cambio un poco
más del tocino o de los dulces que recibes de casa.
Es muy sencillo: las botas se han agotado. Incluso resulta difícil conseguir
unos botines o unos simples zapatos de tacón bajo.
Cada tarde, cuando los gongs anuncian silencio y las luces se apagan en
los bloques, los prisioneros cuelgan con cuidado la ropa sobre unos clavos
para encontrarla con facilidad a tientas. Saben que en ese momento no habrá
luz porque los electricistas habrán cortado la electricidad para que sea posible
cortar los alambres en todos los sectores a la vez.
Las autoridades del campo, no se sabe por qué motivos concretos, tal vez
por su propia seguridad en un momento en el que el frente se aproxima, un
acontecimiento para el que se están preparando de forma concienzuda, hacen
registros muy estrictos y requisan todo tipo de instrumentos de hierro y todos
los objetos afilados. Los hombres no pueden llevar cortaplumas. De todos

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modos, los carpinteros de Birkenau disponen de cuarenta hachas, que serían
suficientes para cortar los alambres de la valla.
Los días se te hacen largos cuando aguardas a que llegue la noche. Porque
todos suponéis que la liberación será por la noche.
Son días felices. Bajo el cielo soleado, desde donde se propaga el
zumbido de los aviones, sientes una brisa calurosa. Las noches las pasas en
guardia esperando a que alguien dé la consigna. Las detonaciones se oyen
mejor por la noche y cuando oyes el silbido de las bombas que precede a las
explosiones sientes una alegre seguridad de que tu realidad más cercana
confirma también la veracidad de los acontecimientos políticos cuya
evolución sigues con tanta expectación.
Frotas cuidadosamente la piel y las suelas de los zapatos con la ración de
margarina que te dan en el campo. Preparas los zapatos para el camino, para
caminar con ellos una noche por la hierba. Qué alegría te produce guardar en
la mochila cualquier objeto, un trozo de jabón, unos terroncitos de azúcar, que
preparas para esos días en los que estarás lejos de la alambrada.
Las mañanas son brumosas y el rocío humedece la tierra y el césped que
hay debajo de los alambres. El tiempo es ahora fresco y el día apenas empieza
a abrirse cuando termina el recuento en el campo de mujeres. Sobre el rocío
se propaga el ruido de los hombres que salen a trabajar. A todos ellos los
acompaña el pensamiento de que quizá hoy sea la última vez que cruzan la
puerta de acceso al Lager y que quizá mañana ya no serán prisioneros.
Ahora cada minuto del día, y en especial de la tarde, se convierte en un
momento de espera.
La noticia del estallido del levantamiento en Varsovia pasa inadvertida
entre otras muchas y nadie se la toma en serio. La gente piensa que la
propaganda alemana califica de «levantamiento» lo que no son sino pequeños
disturbios con el fin de justificar las represalias contra la población. La
primera noticia que aparece en la prensa alemana es breve y no dice mucho.
Las mujeres que están inclinadas sobre la mesa de Celina Mikołajczyk, la
mujer del primer ministro del gobierno polaco en Londres, buscan otra cosa:
les interesa conocer la evolución de la línea sudeste del frente que rodea
Oświȩcim como unas tenazas.
Por la tarde comienzas a darte cuenta de la magnitud de los
acontecimientos de Varsovia, cuando otros prisioneros te cuentan que oyeron
la misa que se transmitió por la radio en favor del levantamiento y un
programa que se emitió en polaco sobre el mismo asunto.

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Por la noche te resulta imposible conciliar el sueño. Cuando piensas en
Varsovia, en el levantamiento, del que han llegado tan buenas noticias en un
primer momento, tus pensamientos cobran realidad. Tu imaginación se llena
de la visión de calles conocidas, de las plazas y de tus rincones favoritos del
casco antiguo. De repente imaginas una escena y con ella surgen recuerdos, a
veces triviales, que ahora aparecen envueltos en una aureola luminosa y
absorben tu imaginación.
¿Has sentido un deseo más fuerte que el que motivan el hambre y la sed?
¿Sabes que la necesidad de soñar puede ser más fuerte que la de dormir?
¿Sabes que un prisionero cansado después de un día de trabajo puede adoptar
una postura muy incómoda con tal de no quedarse dormido, con tal de que su
cabeza siga trabajando? Suele ocurrir. A veces todo el Lager se queda quieto
y silencioso. En los camastros yacen prisioneros insomnes con la mirada
clavada en los tablones del tejado o en la luz que penetra a través del cristal
de los ventanucos. El destino les ha sonreído mostrando una hermosa ilusión.
Están confiados. Sueñan.
Ya de noche, las puertas chirriantes del barracón se abren con cuidado y
en el barracón entran unas siluetas oscuras. Las prisioneras se levantan de los
camastros. Las que entran son las empleadas de la Oficina de Construcción,
del Departamento Político, también prisioneras yugoslavas del hospital militar
de los SS. Son nuestras tenaces informadoras, las más esperadas por todo el
mundo. Las chicas repiten con la mayor exactitud posible el contenido de los
comunicados de la radio.
En medio del silencio se oye una palabra, VARSOVIA, cada vez con más
fuerza a medida que va pasando de boca en boca. La segunda palabra más
repetida es LEVANTAMIENTO. Los prisioneros polacos les cuentan al resto
cómo es la capital. Puedes sentir cómo las pequeñas hojas de los árboles de la
Aleje Ujazdowskie[56] tiemblan con un murmullo alegre, cómo centellea el
agua del Vístula, cómo los leones perezosos que están delante del edificio del
Consejo de Ministros se echan una siesta, cómo resuenan en las callejuelas
del casco antiguo los ecos de las risas de las habitantes del viejo burgo.
¡Varsovia se ha levantado! El canto de su sirena[57] se oye por todo el mundo
y llega a los lugares más lejanos, a los Oflag, a los Stalag[58], a los campos de
trabajo, a los búnkeres y a los lugares más secretos de los campos de
concentración.
El silencio de la noche de verano cae sobre el Lager. Ese silencio está
repleto de alegres augurios, de decisiones valientes y sueños intranquilos.
¡Varsovia te llama! ¡Varsovia inicia la batalla!

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Mientras Varsovia lucha, Oświȩcim espera la liberación.
Las estrellas descienden a los barracones y se asoman a tus ojos abiertos.
Cuando ya por la mañana logras conciliar un breve sueño, sueñas que corres
por la noche entre edificios dormidos cuyas formas te resultan desconocidas.
Las plazas y las calles de la ciudad están vacías. Oyes el resonar de tus
propios pasos. Estás nerviosa. Buscas algún rincón conocido, buscas a alguien
al que preguntarle cómo se llama esta ciudad extraña. Pero no ves a nadie por
ningún sitio. Así que sigues corriendo debajo de las arcadas de unas casas
viejas, delante de las fachadas de unos edificios altos que proyectan una
sombra densa sobre la carretera.
La luna se mueve sobre los tejados y entre las nubes, pero su resplandor
no llega a los recónditos oscuros de las callejuelas.
Levantas a toda prisa la cabeza para ver la luz de la luna y sobre los
tejados observas la silueta de unas torres de iglesia que te resultan familiares.
No sabes cómo puedes acercarte a ellas; no obstante, redoblas tus esfuerzos,
recorres los callejones, pasas al lado de unos edificios, luchas contra la
arquitectura enrevesada de esta ciudad desconocida levantando la cabeza a
cada rato para ver su contorno cada vez más cercano. Las casas, como un
decorado de cartón de teatro, se abren delante de ti y a la salida de una plaza
aparece ante tu mirada sorprendida la iglesia del Cristo Salvador. ¡Sí, es
Varsovia! Ves muchedumbres que marchan cantando y te unes a ellas y
escuchas cómo resuenan las campanas sobre la ciudad. Ahora las calles
resultan familiares, aquí, a pocos pasos está tu casa.
Te despiertas en el silencio del barracón y aguzas el oído por si se escucha
la consigna.
Por fin llega la noche que, según dicen todos, será la decisiva. La tensión
entre todos los prisioneros es tremenda. Los prisioneros no son capaces ya de
esconder sus sentimientos, necesitan compartir las inquietudes que les suscita
la espera. Antes de acostarse la gente se despide con un apretón de manos y
con una mirada alegre. Sus pensamientos están ya al otro lado de la
alambrada.
Por la mañana el sueño se hace realidad.
Un estruendo terrorífico, un batir de piernas, un ruido estrepitoso
despiertan el Lager. Antes de que te dé tiempo a pensar en cualquier otra
cosa, tu mano se tiende en la oscuridad para coger los zapatos y, en contacto
con su piel impregnada de grasa, se detiene. En el barracón reina el silencio.
El estrépito procede del exterior. Aquí dentro oyes tan sólo el murmullo de la

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gente que se está vistiendo. Lo hace de forma tan silenciosa que puedes oír
hasta el latir de su corazón.
Una idea se clava en tu pensamiento como una lanza: ¡Ahora!
Antes de que tus manos alcancen la ropa, acercas el rostro a la superficie
áspera de la mochila, que por fin puede vivir este momento.
Los dientes te castañetean de frío y de emoción, pero en tu cabeza reina
un orden absoluto. Entre los alambres te espera la muerte. Quien consigue
escaparse, será libre. ¡Será libre! El peligro se hace más pequeño y
desaparece. Ahora la noche del Lager canta sólo a la libertad.
Alguien entra corriendo en el barracón. En la oscuridad se oye una voz
que pregunta:
—¿Las luces de la alambrada están encendidas?
—Sí, están encendidas.
—¿Qué es ese ajetreo?
—A la rampa ha llegado gente nueva. Al parecer son de Varsovia.
Queremos preguntarles si es cierto.
La puerta del barracón se cierra de golpe. En el exterior se oyen pasos
cada vez más lejanos que se dirigen a la alambrada, alguien grita en voz baja:
—¡Vosotros! ¿De dónde sois?
De la rampa llega la respuesta: de Varsovia. Son sublevados y también
civiles. Son del barrio de Ochota, de las calles de Opaczewska, Grójecka,
Filtrowa, Wawelska, Słupecka, de la plaza de Narutowicz.
Resulta difícil creer lo que acabas de oír. Los primeros días los prisioneros
albergaban esperanzas de que sólo el barrio de Ochota hubiese caído en
manos alemanas, pero en los días siguientes se hacen añicos sus ilusiones.
—¡Viene Varsovia! —El grito se oye en la rampa, en la puerta de acceso
y en los barracones—. ¡Viene Varsovia!
Habitantes de todos los barrios de la capital, de sus calles y sus casas,
entran en los vagones de mercancías que llegan sin cesar, de día y de noche, a
Oświȩcim.
Durante todos estos días, cuando los habitantes de la capital llegan sin
parar al Lager, hace un tiempo espléndido, como de cuento. Las serbas se
vuelven encarnadas en los campos, el cielo despide calor y sólo de ve® en
cuando sopla una brisa fresca.
Mientras, se produce aquí una hemorragia que no puedes cortar, una
hemorragia que se ha originado en el corazón de Polonia y que llega hasta
nosotros como un caudal abundante de sangre que se estanca entre las
alambradas.

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Los transportes se suceden durante todo el mes de agosto.
Durante todo ese mes ves cómo desfilan desde la rampa hasta el Lager un
buen número de ciudadanos de Varsovia.
La gente lleva la ropa sucia y rota, a menudo manchada de sangre, las
heridas mal curadas y los rostros que expresan un tremendo cansancio, con
ojos llenos de desesperación muda, te permiten imaginar el campo de batalla
de donde llegan. Procuras tener contacto con ellos aunque al mismo tiempo
temes ver en el camino a algún ser querido, tienes miedo de que alguien te dé
una mala noticia.
Te enteras de todo, encuentras a tus conocidos y familiares. Ellos miran
con asombro la cabeza afeitada de los prisioneros, sus ronchas rojas en la
espalda; a su vez, a los prisioneros les cuesta reconocerlos por culpa de sus
fatigados semblantes. La casa añorada, los familiares que esperaban la vuelta
del prisionero, ahora vienen aquí, convertidos también en irnos
desharrapados. Tú sed de noticias, tu necesidad de contacto con la gente a la
que quieres se ve cumplida, pero de qué manera. ¿Tu padre? Sí, estuvo
refugiado en un sótano, ayudando a curar a los heridos. En Pruszków[59] le
asignaron a un grupo de ancianos. Quizá haya llegado aquí con algún
transporte de hombres. ¿Tu madre? El 1 de agosto salió de casa por la mañana
y ya no regresó. Tu hermana está seguramente aquí, entre la muchedumbre,
porque viajó en el mismo tren. En septiembre dará a luz. Su marido fue
fusilado. Él y su hermano participaron en el levantamiento. El más pequeño
consiguió acercarse a casa en dos ocasiones, el 6 de agosto avisó por teléfono
de que iba a ir con el mayor, que estaba herido. Pero no apareció. ¿Y la casa?
Ha quedado destruida por completo, en todo el barrio no ha quedado ni un
edificio en pie.
Esto es lo que ha pasado con tu familia, con tu casa. Te han arrancado de
la tierra como una planta. A partir de ahora tu pensamiento vagará por los
campos de concentración, por las fábricas de munición y por la gran
Deutschland buscando a los tuyos. Piensas en la casa de la calle de
Bonifraterska y reproduces sus rincones, aunque sea inútil hacerlo. Ahora, ese
camino de vuelta con el que has soñado desde los primeros días que pasaste
en el Lager será diferente.
Retrocediendo en el tiempo ves el día en el que la Gestapo te sacó de tu
casa. Entonces no sabías que pisabas ese lugar por última vez, que por última
vez estabas en esa ciudad que ahora sólo podrás ver convertida en ruinas.
¡Varsovia! ¡Varsovia! No puedes alejar de tu pensamiento la imagen de
sus calles y callejones, que una y otra vez se imponen en tu imaginación. Te

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niegas a aceptar que la ciudad haya quedado destruida y también te resistes a
acatar tu papel de esclavo impotente, obligado a vagar durante todo el día
entre las alambradas con una carretilla repleta de arena. Sin preocuparte de la
disciplina y de los castigos a los que te expones, intentas ayudar a la gente
que está llegando al campo. Cada vez que procuras hacerte con un poco de
pan, de café, un trozo de tela o de jabón para ellos, o cuando piensas en
muchos niños que han venido aquí junto con sus padres, tienes momentos en
que logras olvidar el levantamiento.
El Lager no se ha mostrado indiferente a la población de Varsovia. Al
contrario, los prisioneros los reciben con el pan de sus raciones y con calderas
enteras de café, organizado directamente de la cocina.
El desaliento no te dura mucho tiempo si tienes ganas de ayudar a la gente
que sufre.
Ya por la tarde, cuando los niños se sientan en los coyes apoyados sobre
los ladrillos y empiezan a hablar, emerge una Varsovia en la que se libran
combates en todas sus calles y escaleras, en sus callejones, una Varsovia que
lucha sin freno, una Varsovia que pierde.
Allí, en estos momentos, la ciudad se derrumba, se transforma en
escombros; aquí, los prisioneros se esfuerzan en levantarla de nuevo en su
corazón, aunque este esfuerzo aumente su añoranza y su triste certeza de que
ya no volverán a ver la misma ciudad que ellos conocieron.
A veces un niño pequeño de 8 o 10 años cuenta su historia:
—Me ordenaron llevar unas citaciones a diferentes domicilios. Lo único
que ponía en ellas era que había que presentarse en una fábrica determinada.
Allí era la reunión. También llevaba paquetes. No eran muy grandes, pero
pesaban mucho.
Ese pequeño prisionero no sabe que hacía de mensajero. Ni se le pasa por
la cabeza que las futuras generaciones le erigirán un hermoso monumento en
las calles de la nueva Varsovia y que muchos chicos pequeños soñarán con su
fama.
Tampoco sabe que ya jamás volverá a ver a su madre, que agoniza de
fiebre en otro lugar del gran Birkenau, y que a su padre se lo llevan a
Alemania a trabajar en una cantera como si fuera un criminal.
Los niños han quedado marcados por las experiencias vividas, que
superan su resistencia mental, y no paran de hablar del levantamiento.
Explican a los prisioneros a qué tipo de proyectil se le llamaba «armario»
y a cuál «vaca» y por qué algunas armas que les arrojaban desde los aviones
terminaron en manos enemigas. Han pasado a escondidas de una calle a otra

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como gorriones, así que a menudo saben mejor que los mayores en qué partes
de la ciudad ha estallado antes el levantamiento, cuáles han caído de
inmediato y cuáles siguen luchando aún. A través de ellos te puedes enterar
con detalle del destino que han corrido las calles y casas conocidas, incluso
algunas personas. Los niños son una fuente inagotable de información sobre
Varsovia, sus mentes jóvenes reproducen todo con mayor exactitud que la
memoria dañada de un adulto. Después de contarlo todo y antes de acostarse
preguntan en voz baja:
—¿No sabrá usted dónde está mi papá?
Los niños se callan. Aguardan la respuesta en tensión y dan codazos a los
que no se quedan quietos y hacen ruido.
Hay algo muy especial en la imagen de un niño que se esfuerza por
controlar sus nervios. Un niño de 6 años vuelve de repente la cabeza, por un
momento lucha para contener sus lágrimas y pronuncia el apellido del padre
mientras su rostro comienza a conmocionarse.
A todos los hombres de Varsovia los envían al sector A, donde estuvo la
cuarentena, que está lejos del campo de mujeres y que ocupa una docena de
barracones. En cualquier momento los deportarán a Alemania.
Las prisioneras nunca van a ese sector, así que necesitan que los hombres
las ayuden a conseguir información.
Todo empieza con una lista de varias docenas de apellidos que dan los
niños con la petición de que se busque a sus padres. Un joven prisionero, que
gracias al trabajo que desempeña puede recorrer diferentes sectores de
Birkenau, es el encargado de llevarse la hoja escondida en el zapato al campo
de hombres. Tiene un amigo que está en el grupo de prisioneros asignados
para la deportación a Alemania y que ahora está en el sector correspondiente a
la cuarentena. Es él quien coge la lista y se compromete a encontrar a los
padres. No hay respuesta durante dos días. Las miradas de los niños no dejan
de preguntar por sus padres, pero ellos no abren la boca. Las prisioneras se
ven obligadas a explicarles con detalle cómo se pasa la correspondencia en el
campo y cuáles son las dificultades. Los niños son muy sensatos y parecen
entenderlo. A la tercera mañana llegan al campo de mujeres dos carpinteros
con hachas y sierras. Realizan algún trabajo que les absorbe por completo
durante dos horas. Después se plantan delante de una prisionera y mientras
uno de ellos observa la puerta del barracón el otro le pone en las rodillas un
paquetito pequeño del tamaño de un puño. Cuando se van dicen:
—^Si hace falta algo más, pueden contar con nosotros.

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El paquete contiene 97 cartas. Las ha escrito gente que carece de papel y
que ha utilizado trozos de cartón, incluso hay quien ha usado un papel de
fumar medio quemado. En cada uno de esos fragmentos figuran unas cuantas
palabras y una dirección, como por ejemplo: María de Varsovia, Casco
Antiguo, Freta 5.
Es una auténtica locura buscar a alguien entre las muchedumbres que
llegan al campo. En el laberinto de un barracón viven hacinadas más de mil
mujeres y niños, que llenan todas las coyes hasta los bordes. No existen
listados con nombres de prisioneros, así que reina un completo caos, que
aumenta cada vez que en el barracón entra alguien con la intención de poner
orden.
¡Barrio de Ochota, quién te ha visto y quién te ve! Cuando llegaron, las
orgullosas habitantes de Ochota trataban con desprecio a las mujeres con
números tatuados, como si fueran unas «delincuentes». Después, cuando
comprendieron cómo funciona el Lager, las deportadas de Varsovia han
empezado a comportarse como personas dependientes. Todas tienen alguna
petición que hacer a las veteranas, les piden cosas, juran por lo más sagrado
que sólo les van a pedir un favor. Quieren saber cómo pueden encontrar a sus
hijos, o escribir y pasarle una carta a su marido, o conseguir que la trasladen a
otro bloque donde está su anciana madre, o colocar a algún conocido en el
hospital.
Existen castigos diferentes por pasarse cartas ilegales en el campo. En los
últimos tiempos, desde que llegan transportes masivos, la menor infracción
implica la deportación a Alemania. Si te pillan con varias docenas de cartas,
el peligro es aún mayor. Es muy difícil entregarlas todas con discreción, sin
llamar la atención de nadie. Aparte de ello, no todas las notitas van dirigidas a
los niños, lo que complica el asunto aún más. También tienes que recordar
que hay jefes de bloque a las que tienes que evitar igual que a las SS. Por
suerte, en los bloques de Varsovia hay muchas encargadas buenas como
Oleńka Walewska y otras como ella, aunque por desgracia no me acuerdo de
sus nombres.
Los primeros intentos de entregar las cartas son desastrosos y poco
eficaces, pero sirven para encontrar un sistema mejor. Al día siguiente, los
carpinteros traen más cartas y entonces el trabajo se organiza mejor.
Se hace un listado alfabético de nombres y con él se va de un bloque al
otro. Allí donde la jefa de bloque es de fiar el asunto es fácil. Basta con
colocar en la entrada del barracón a alguien que vigile, mandar callar a la

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gente de un silbido y después ir nombrando los apellidos en voz alta. Te
pones a gritar:
—¡La señora Babańczyk! ¡La señora Babańczyk! ¡La señora Babańczyk!
Allí donde reinan las jefas de bloque hostiles tienes que actuar de forma
mucho más cuidadosa. Te puedes aprovechar de que las jefes de bloque
chivatas pueden ser listas, pero también muy ignorantes. Así que la magia de
una hoja de papel, de la que ya he hablado antes, es para ellas suficiente.
Entras en su habitación, arreglada con suma falta de gusto y te diriges a ella
en alemán, algo que siempre les infunde respeto.
—Blockälteste, ich bin dienstlich von der Schreibstube [o Ambulanz, o
Paketkammer o Unterkunft], Ich suche Leute. Veterana, estoy aquí por orden
de la Schreibstube (o de la ambulancia, el almacén de paquetes o el
Unterkunft) para buscar a gente.
Y asunto arreglado. Allí donde las jefes de bloque son más severas, a las
prisioneras se las echa fuera del barracón mientras se hace la limpieza y las
mujeres tienen que aguardar al calor del sol sentadas con la espalda recostada
sobre la pared. Las calderas con sopa aguardan desde primera hora de la
mañana en el exterior del barracón, cubiertas con unas tapaderas. Te subes
sobre una de esas calderas (como un orador en una tribuna) y lees los
apellidos. Ni siquiera el Blockführer, que por lo general está siempre
borracho, encuentra algo ilícito en ello.
Si en ese preciso momento entrara Drechsler, Mandel, Hasse o cualquiera
de los mandos que conoce bien la vida en el Lager, lo descubriría todo de
inmediato. Por suerte, ninguno de estos jefes ha aparecido hasta la fecha.
Después de leer el listado en el barracón de la jefa de bloque hostil te
llevas el grupo de mujeres a algún lugar detrás de los retretes y les entregas
las cartas.
En esta tarea colaboran muchos hombres y también mujeres que no se
conocían antes. A nadie le importa el número de bloque, el apellido o la
profesión de la persona con quien tiene que colaborar. Tampoco habían hecho
preparativos, y sin embargo todo sale bien.
Las necesidades de los deportados de Varsovia exceden un millar de veces
todas las posibilidades de las prisioneras. Y eso que muchos cargos en el
Lager están ocupados por polacos y resulta bastante fácil conseguir pan o tela
para los niños. Sin embargo, todo eso es una gota de agua en un mar de
necesidades.
A las deportadas de Varsovia las han alojado en varios barracones de
ladrillo, instalando a cerca de mil personas en cada uno. No han sido tatuadas,

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aunque sí les dieron números. Su cantidad crece sin parar. Poco a poco llegan
los habitantes de otros barrios de la ciudad como Stare Miasto (el casco
antiguo), Powiśle y Śródmieście. En total, han llegado al campo cerca de siete
mil deportadas de Varsovia. Sólo los niños ocupan un barracón entero.
Las deportadas de Varsovia pasan una y otra vez por los baños (su falta
hace dos años fue una gran desgracia para los prisioneros de Birkenau, ahora
el exceso también se ha convertido en una desgracia), pasan días enteros
delante del barracón de baños y se lo quitan absolutamente todo, incluso un
pañuelo para la nariz. Después del baño les dan unos harapos sucios que les
han quitado a los muertos de México.
Las mujeres que han conseguido entrar en el hospital están en una
situación un poco mejor. Consiguen evitar las deportaciones durante bastante
tiempo gracias a los extraordinarios cuidados de la más joven de las doctoras,
la señora Kościuszko, y de otras médicas.
Al resto de la población de Varsovia la deportan casi en su totalidad a
Alemania. Se quedan los niños, las mujeres viejas impedidas y los enfermos.
Cada día salen de la rampa trenes llenos con deportados de Varsovia.
Los ves pasar y sabes que pronto te tocará a ti el tumo. Ese pensamiento
impotente y pasivo ya no te causa dolor o rebeldía. Cuando has dejado de
tener noticias de tu familia, cuando el plan de liberación del Lager ya no
existe, te da igual cómo se llamará el campo donde detrás de una alambrada,
vas a empujar una carretilla llena de arena vestida con un uniforme a rayas.

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17. Nach Deutschland

l cielo ha entonado su melodía de libertad, acompañada de sirenas de

E alarma, y ahora las prisioneras no pueden quitársela de la cabeza. Se


han pasado todo el verano pendientes del gran desenlace, que, aunque
finalmente no se ha producido, sí que ha cambiado sus almas. Es
cierto, no ha llegado todavía la noche en que las hachas de los carpinteros
puedan cortar las alambradas del Lager, pero una especie de fuerza ha
entreabierto los alambres.
Llega un momento en tu vida de prisionera en que empiezas a sentirte de
nuevo un ser humano libre, en que la libertad con la que has soñado tanto
tiempo, aquella que has creado con el esfuerzo de tu imaginación, con el tesón
de tu voluntad y con el trabajo de tu mente, se despierta en tu interior de
repente y comienza a crecer.
Este nuevo sentimiento de libertad es diferente al que conocías antes de la
guerra.
Esta libertad nació de tanto anhelarla, nació en esos días en los que
reinaba el exterminio, en medio del estruendo de los zapapicos que
arrancaban muerte de las rocas, en el último sueño del prisionero que se
dirigía al crematorio. Y ahora es el núcleo radiactivo de tu ser.
Cuando muchos prisioneros sienten que nace en ellos esta libertad
interior, que alza y extiende sus alas, no pueden resistirlo.
Son muchos los que no quieren vivir más en el Lager con esa sensación.
El campo es tan sólo una caricatura triste de la vida, en la que tú estás de más.
En los meses de verano los prisioneros se han aproximado demasiado a esa
visión del mundo que tanto añoraban: sus planes, sus intenciones y
pensamientos han ido demasiado lejos para retroceder ahora. Hasta hace poco
vivían como conspiradores que esperaban con el arma en la mano a oír la
consigna. Pero aunque la señal no ha llegado, han quemado algunos puentes y
ya no pueden dar marcha atrás. Ahora sólo pueden ir hacia delante.

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Los hombres huyen del Lager. Parece como si el plan para liberar el
campo hubiese sido sustituido por otro en el que la gente de fuera ayudase a
escapar al mayor número posible de prisioneros. Cuando las cuadrillas de
prisioneros vuelven del trabajo para el recuento de la tarde una especie de
sonrisa se dibuja en la mirada de muchos. La sirena aúlla sobre el campo,
pero ellos saben que el compañero ya está a salvo. La gente se limita a
preguntan.
—¿Quién ha sido hoy?
Se ha escapado Kostek, de la Oficina de Registro, que disfrutaba del
derecho a desplazarse libremente por todos los campos. Muchos otros se han
escapado con él. Un día causa sensación la noticia de la huida de la prisionera
judía Mala Zimmerman, la mensajera de la Oberaufseherin Drechsler, buena
conocedora de todos los entresijos del Lager. Junto con ella escapa un
prisionero polaco que se llama Edek. Todos los prisioneros piensan que esta
fuga tendrá éxito.
Por desgracia, en contra de lo previsto y del sentido común, los dos hacen
una parada en Bielsko, una ciudad cercana al campo, y allí los capturan.
Después de pasar mucho tiempo en el búnker, condenan a los dos a la pena de
muerte por ahorcamiento.
Todos los prisioneros del campo, hombres y mujeres, reciben la orden de
acudir después del recuento de la tarde enfrente de la alambrada donde se ha
colocado la horca. Edek muere junto con otros dos condenados. Cuando le
colocan la soga al cuello empieza a gritar, pero no puede terminar la frase:
—¡Viva Pol…!
Mientras se ejecuta la pena de muerte, en el campo de mujeres Mala se
corta las venas. El Blockführer Ruitters la descubre e intenta detenerla, pero
Mala lo golpea en la cara con las manos ensangrentadas. Cuando bajan a los
condenados de la horca, se llevan a Mala al crematorio.
No obstante, su fracaso no modifica los planes de fuga de otros. La gente
se escapa sin importarles retar a la muerte.
Las autoridades del campo capturan sólo a una parte pequeña de los
fugitivos, pero se ensañan con ellos para amedrentar al resto. Sus cadáveres
yacen en la plaza junto a la puerta de acceso al Lager, en la plazuela donde
toca la orquesta. Los hombres que vuelven del trabajo al compás de las
alegres marchas tienen que contemplar los cuerpos sin vida de los
condenados. Pasan a su lado con la cabeza al descubierto (la puerta siempre la
cruzas sin el gorro en la cabeza) y piensan en aquellos que planean escaparse
al día siguiente.

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Al otro día se oye de nuevo la sirena en el Lager. Las autoridades buscan
en vano en los escondrijos donde se ocultan los fugitivos.
A principios de octubre los judíos del Sonderkommando, que trabajan en
el crematorio, se rebelan. La rebelión está prevista para la noche, pero estalla
antes, por la tarde. A pesar de la precipitación, consiguen calcinar el
crematorio y una parte logra escaparse del campo. Los disparos y los silbatos
te sacan de los barracones en el momento en el que él tan odiado edificio del
crematorio está envuelto en llamas, mientras que un grupo de judíos huye en
dirección al sudoeste, hacia las praderas, y de paso corta la alambrada del
campo de mujeres por el lado oeste. Por la noche hay un ataque aéreo muy
intenso. Se apagan las luces que iluminan las alambradas y entonces sientes
rabia porque la fuga, que se ha producido demasiado temprano, pudo haber
salido mejor.
Las sirenas vuelven a ulular a diario en Oświȩcim, avisando al fugitivo de
que la persecución ya ha empezado. Por otra parte, el listado de precios de
trueque incluye nuevos artículos, por ejemplo la cantidad de vodka (que se
compra a cambio de comida o joyas de los capataces civiles que vienen aquí
desde Silesia) que hay que dar a un SS para que te deje pasar por la alambrada
del Lager una ametralladora. También se informa del precio que hay que
pagar por pasar munición, por un uniforme completo o para que te dejen
organizar una fuga. De los soldados alemanes, incluso de aquellos que tienen
tatuadas unas SS debajo de las axilas, puedes conseguir cualquier cosa si les
das algo a cambio, sobre todo a cambio de vodka, que les proporciona un
momento de olvido. Las fugas son cada vez más frecuentes y, por lo general,
terminan con éxito.
Sin embargo, un día las sirenas se callan. Precisamente en la víspera de
este parón en las fugas, se producen algunas huidas muy temerarias. Estas
desatan un miedo atroz en los prisioneros, que se quedan paralizados de
miedo a la espera de severas represalias. Más o menos por aquel entonces un
grupo de prisioneros de Oświȩcim sale por la noche del campo con un arma
en la mano, mientras que otro grupo de Birkenau sale del Lager en un camión,
vestidos con uniformes alemanes y a plena luz del día. Por el camino se
detienen en Budy y uno de los fugitivos, haciéndose pasar por un SS del
Departamento Político, llama por su número a un prisionero, lo montan en el
camión y se marchan.
Durante los días siguientes todos los prisioneros hablan de la huida y
mencionan contentos el nombre de Tadeusz Lach (al parecer, un cura) de la
Oficina de Construcción, muy conocido en todo el campo porque trabajaba de

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carretero para Manan de Budy y para otras personas. Al mismo tiempo la
gente añade en voz baja y con una sonrisa:
—¡Ahora sí que nos van a dar una lección!
La fuga se produce entre el 15 y el 22 de octubre. Hasta el día 24 no se
producen novedades. Los hombres siguen saliendo a trabajar como siempre,
pero no organizan más huidas. El día 24 llovizna desde la mañana. Quien
puede se resguarda en los barracones, quien puede se esconde en algún sitio
para no tener que salir al barro. Nadie adivina que ése será uno de los días
más importantes en la historia de Oświȩcim.
El otoño ha bañado el campo. Los chorros oblicuos de lluvia golpean la
tierra y la convierten rápidamente en una ciénaga que lo devora todo. Un
dolor inesperado recorre todo tu cuerpo cuando sacas de tu escondite las botas
de esquí que llevas mucho tiempo guardando y frotando con margarina.
Ahora tienes que salir con ellas al barro. Da pena mirar cómo la arcilla
empapada de agua las ensucia poco a poco y casi de inmediato les da la
apariencia de irnos zuecos de lo más miserables. Es un momento parecido a
aquel otro en el que se hacían planes para la liberación del campo, planes que
se han convertido en una ilusión.
Al lado de la alambrada se puede ver aún un césped tupido, a pesar de que
en el chapoteo de la lluvia fría se percibe ya el roce del invierno que está a
punto de llegar. Un vacío y un silencio insólitos reinan hoy en el campo.
Nadie recorre el camino que hay entre las entradas, nadie vaga cerca de la
alambrada. Tampoco se ve hoy al grupo de prisioneros que trabaja en la
construcción de la carretera. Mientras tanto, en la rampa las carretillas de
mano para el transporte de arena que ayer mismo sirvieron por última vez
para llevar la carga hoy siguen inmóviles, en la misma posición.
El Lager se ha quedado mudo, parece muerto. Por la tarde, la Oficina de
Registro la visita por motivos oficiales un prisionero del campo de hombres.
Sin mirar a nadie se sacude los terroncillos de barro que se han pegado a su
pantalón. Cuando se le piden noticias responde en voz baja:
—Bueno, nosotros nos vamos.
—¿Quiénes?
—Los polacos. Están en el sector A, la cuarentena de hombres. Lo veréis
mejor desde las ventanas de vuestro hospital. ¿Sabéis a quiénes afecta la
orden de traslado? A todos los prisioneros polacos de Oświȩcim,
independientemente de sus funciones y del tipo de trabajo que realicen aquí.
Se lo han quitado todo, les han dado unos uniformes a rayas y unos zuecos.

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Cualquier día los deportarán a Alemania. A todos nosotros nos espera una
vida errante.
—¿A los de Birkenau también?
—Los polacos de Birkenau tampoco han salido hoy a trabajar. Ya no
queda ninguna cuadrilla de hombres. Después del recuento pasarán al antiguo
campo de los gitanos. Allí aguardarán el transporte.
Hay muchas preguntas y peticiones, pero las interrumpe el SS que escolta
al prisionero.
—Na, komm, los! ¡Venga, vamos!
Se van. No hay ninguna forma de ponerse en contacto con las personas
que esperan el día en que se marcharán a un lugar desconocido, que se
adentrarán en el laberinto de los campos de concentración de Deutschland, de
la que los alemanes escriben con orgullo que ya se ha convertido en un único
gran Lager.
Es ahora cuando la palabra «transporte» suena de cerca sobre tu cabeza
como una condena irrevocable, cuando los prisioneros polacos se han
convertido en un material de transporte al que se somete a unos preparativos,
cuando se hace evidente que tal situación equivale para muchos a una
catástrofe vital.
Hay muchos prisioneros que están en el Lager con toda su familia y se
esfuerzan en los momentos más duros por sobrevivir, ayudándose unos a
otros. Cuando no se pueden comunicar directamente se envían notas, se
conforman con ver a la persona querida de lejos a través de los alambres o a
veces de paso durante la marcha.
Estas familias quedarán ahora separadas y no se sabe si algún día se
encontrarán de nuevo.
También hay prisioneros que son de Varsovia o de los territorios que
están ocupados ahora por el ejército soviético. Todos ellos tienen prohibido
escribir a sus casas. La censura del Lager ha publicado un listado de ciudades
a las que no se puede enviar cartas. Estas personas no saben nada de sus
allegados desde hace algún tiempo y esperan en vano alguna noticia. Ahora
los van a deportar y no saben a quién comunicar su nuevo paradero, no saben
si algún día las cartas de sus familias llegarán a sus manos en el nuevo Lager.
A dos personas que se quieren y que tienen que vivir separadas por vallas,
como animales en un zoológico, les sabe a poco encontrarse de vez en cuando
bajo la vigilancia de un SS, amenazadas por su látigo, e intercambiar unas
palabras sin ser vistas y simulando indiferencia. Y sin embargo, esos

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encuentros significan mucho para ellas. Con la amenaza de la deportación a
un lugar desconocido, cobran aún más intensidad.
A qué poco te sabe una carta oficial de casa escrita en alemán. Pero desde
que no recibes de tu hogar esta simple señal, la señal de que tus parientes
siguen con vida, cuántos pensamientos raros te rondan por la cabeza. Qué
pena sientes de tener que irte justo ahora, cuando puede que estés a punto de
recibir carta de la familia. Se la reenviarán al remitente con la anotación «Auf
neue Adresse warten» (a la espera de nueva dirección). Y tú no podrás enviar
una carta a tu familia con la dirección del nuevo Lager, porque no sabes
dónde están ahora tus familiares, y eres tú quien esperas sus noticias[60].
Los seres humanos están unidos a su entorno por medio de finas venas,
que nadie considera importantes mientras siguen intactas.
Por el campo de mujeres deambulan entre los barracones, hasta muy
entrada la noche, unas siluetas impotentes e indecisas. La fuerza de la
nostalgia las lleva a acercarse a la alambrada, donde cae una noche oscura.
Las farolas encendidas las deslumbran: apenas se ve otra cosa que una hilera
de luces al otro lado de la rampa. La lluvia no deja de caer, y cubre con una
especie de manto plateado la línea de la alambrada y las farolas. En este lugar
se encuentran mujeres, hijas, madres y hermanas intranquilas por el desarrollo
de los acontecimientos en el campo. Oyen el ruido que llega del otro lado.
Tienen miedo de que quizá ahora esté a punto de salir un transporte.
Los hombres a los que se traslada al antiguo campo de los gitanos, que
hasta ahora estaba deshabitado, tienen que irse con las manos vacías. Así que
después del recuento, ya entrada la noche, llaman a la alambrada a los
compañeros que se han quedado en el campo de hombres. Este Lager está
separado del de los gitanos sólo por una línea de alambres y si te acercas lo
suficiente puedes entregar en mano objetos pequeños y pasar por encima de la
verja los más grandes. A lo largo de todo el campo, que tiene como mínimo
un kilómetro de extensión, puedes ver prisioneros a ambos lados de la
alambrada. Parece como si estuviesen negociando valores en una insólita
bolsa. En el campo de hombres se quedaron los prisioneros alemanes (los
Reichsdeutsche, los viejos Volksdeutsche y aquellos que firmaron el
Volkslist[61] ya en el campo), los judíos y arios de otras nacionalidades como
rusos, estonios, holandeses y yugoslavos. Ellos se acercan a la alambrada y
pasan paquetes con comida que han dejado los prisioneros polacos, tiran
mantas y algo de ropa de abrigo. Lo hacen con cuidado para evitar
electrocutarse con la valla electrificada.

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Los camastros del campo de los gitanos no invitan a dormir. Carecen de
jergones y sus tablas no son cómodas. En vez de dormir, la gente se reúne en
pequeños grupos y con las manos en los bolsillos contempla la oscuridad de
una noche sin nubes. Hoy, Birkenau ofrece una imagen muy fiel de sí mismo.
Cientos de luces se funden en la lluvia y quedan reflejadas en los charcos de
agua. En algún lugar se ve el contorno de una garita o un barracón; en otro
lugar, la silueta de un hombre. ¡Cuánto has deseado huir de aquí! Pero no de
esta forma. Cómo se puede ir hoy dejando en este país de miseria y nostalgia
a la persona querida. Quizá está ahora en la oscuridad y mira la alambrada
iluminada. El prisionero aprieta más los puños, que se convierten en dos
piedras henchidas de fuerza, los levanta temblorosos, indefensos frente a la
violencia.
Amanece. La bruma no deja ver más allá de unos cuantos pasos. Sólo se
oye un bullicio, procedente del campo de mujeres, que se produce
normalmente tras el recuento. El prisionero refugia sus manos en la manga de
la chaqueta y apoya la espalda en la pared de un barracón. Se ha acercado a
este punto en medio de la bruma pensando que a la hora que las mujeres
pasan por él de camino al trabajo ya habría claridad. Le gustaría encontrar de
lejos con la mirada una silueta conocida, le gustaría despedirse con la mirada
sin llamar la atención de nadie. Sin embargo, la oscuridad aún lo inunda todo.
Tan sólo le llega un ruido que es incapaz de reconocer. Dos hombres bajan
hacia la misma zanja, cerca de la alambrada, uno de ellos se quita el gorro de
la cabeza y lo agita en el aire. Ahora que se enfrentan a la deportación, han
dejado de tener miedo a los castigos. En el lado del campo de mujeres algo
similar a un banco de niebla más oscuro se ha movido.
—¡Hola! —grita la voz—. ¡Por fa-vor lla-me a mi ma-ri-do!
—¿Có-mo se a-pe-lli-da? —gritan los hombres despacio.
Avisan al marido de esa prisionera. Sale del barracón y se acerca a la
alambrada cuando la mujer pronuncia su apellido. Los miembros de la pareja
no pueden verse el uno al otro. A pesar de ello sienten una alegría enorme
porque cada uno ha sabido adivinar las intenciones del otro, porque se han
buscado en medio de la niebla y se han esperado el uno al otro.
Les resulta difícil comenzar la conversación. Ella empieza insegura:
—Puede que no te deporten. ¡Quizá te reclame alguien aquí!
En la bruma se oye el grito:
—¡Lo dudo!
No se ve nada. Parece que el silencio, que dormita alrededor de los
crematorios, se encarga de responder por el prisionero.

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La mujer no puede quedarse más tiempo. Se marcha al trabajo volviendo
la cabeza en la niebla, en la que apenas se vislumbra la figura de un hombre.
No llueve esta mañana. El frío viento de otoño ahuyentó las nubes y las
brumas, y ahora golpea contra las tablas de los barracones silbando sin parar.
Con estrépito de cadenas y crujido de topes, entra en la rampa un largo tren de
mercancías. Los vagones están comidos por la herrumbre y parecen sacados
de un gran desguace de maquinaría, que acabaran de transportar desde el
frente a la retaguardia. La locomotora va dejando los vagones en la vía que
hay entre el campo de mujeres y el de los gitanos.
Cuando las mujeres se acercan a la alambrada a la hora de comer ven que
los vagones del tren tapan la vista del campo como un muro inmóvil. Pero en
el Lager los prisioneros han aprendido a ser más fuertes que los obstáculos.
Hablan con los vagones de por medio. Algunos se agachan y se hacen señales
por debajo de las ruedas del tren que está aparcado en la rampa elevada, otros
están justo uno enfrente del otro de tal modo que se pueden ver en el espacio
que media entre un vagón y el siguiente. El tren es un obstáculo fuerte para la
voz. Además, aunque grites, el viento que hoy sopla con mucha fuerza frena
las palabras y se las lleva. Las palabras no se oyen. Los prisioneros se ponen
las manos alrededor de la boca y gritan las palabras despacio; pero es inútil:
unos brazos abiertos de par en par es la única respuesta que reciben. Se
quedan sólo con la posibilidad de mirar a la persona querida a través de ese
mismo tren de mercancías que pronto los separará. Sólo pueden comunicarse
con gestos.
Un hombre mira a una mujer y al ver su dolor se acerca corriendo a la
alambrada y grita con todas sus fuerzas:
—¡No llores! Recuerda: ¡no llores!
Levanta el puño con gesto amenazante. Pero ¿a quién quiere golpear?
Quizá a su propia pena y a la pena que hace llorar a su mujer, quizá a esa
violencia de hierro cuyo poder es ahora más perceptible, quizá al cielo que
guarda silencio sobre lo que pasa en el Lager.
Al lado de la alambrada se reúnen familias enteras. Las dos hermanas
Trzcińskie, cuya madre murió en Oświȩcim y que tienen otra hermana de 15
años en la prisión de Pawiak. Ahora tienen que despedir a su padre y a un
hermano.
Krystyna Kobyłecka anda a lo largo de la vía y mira debajo de los
vagones. Perdió a toda su familia en la guerra, la madre murió en Oświȩcim.
Ahora deportan a su marido, que llegó de Majdanek en invierno.

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En dirección a la alambrada corre también una niña rubia, que arrastra a
su madre y a su hermana. Acerca las manos a la boca y grita:
—¡Papá! ¡Jaruś!
Dos hombres están de pie, en línea recta enfrente de ellas. Son padre e
hijo. Los padres fueron arrestados junto con sus tres hijos y enviados a
Oświȩcim porque no firmaron el Volkslist, a pesar de apellidarse Vogel.
También hay una niña de 8 años que llegó a Birkenau con los sublevados
de Varsovia. Su padre ya llevaba cuatro años en Oświȩcim. Cuando se enteró
de que habían traído a su hija, buscaba desesperado una oportunidad para ir a
verla a Birkenau. Sin embargo, hasta ahora no lo ha conseguido, sólo ha
podido pedir por carta a la hermana de un compañero que cuidara de la
pequeña. Hoy, cuando se disponen a deportarlo, el destino lo ha llevado a
Birkenau. Mira a través de las hileras de trenes y no ve mucho porque tiene
los ojos llenos de lágrimas. La niña ha crecido mucho en estos cuatro años
que él ha estado fuera de casa. Hoy ya no tienen casa. La niña es una
prisionera política, por eso está entre las alambradas. El padre se va. No
puede preguntarle a su hija todo aquello que le gustaría saber, no puede vivir
la alegría de abrazarla. Ha estado cuatro años solo en Oświȩcim. Ahora que
su hija está en el campo, a él se lo llevan más lejos, a Alemania.
Gradas a la habilidad de su protectora, la niña ha podido acercarse esta
noche a la alambrada. Muchos padres de niños que están aquí por participar
en la sublevación serán deportados sin una despedida como ésta siquiera.
Debido a la aparición de difteritis los niños tienen prohibido desplazarse por
el campo, incluso salir del bloque.
La muchedumbre que se apelotona cerca de la alambrada es cada vez
mayor. La Lagerälteste Imiola atraviesa corriendo el campo y golpea a diestro
y siniestro con un cinturón de cuero a un grupo de mujeres. Éstas se
dispersan, pero pasados unos minutos ya están otra vez cerca de la alambrada.
El 27 de octubre está previsto que un grupo de mujeres seleccionadas para
la deportación pase por el barracón de desinfección. Las obligan a esperar
desde por la mañana, soportando la lluvia y el viento. Ya por la tarde se las
llevan a los baños. Salen de allí desnudas y esperan a que les entreguen la
ropa. A través de la ventana del barracón de los baños se ve una fila de
mujeres desnudas que se acercan a Frau Schmidt y a sus empleadas, que se
encargan de darles la ropa interior.
En la oscuridad, detrás de la pared del barracón, vagan las mujeres que
hoy no se van y que intentan pasar a las deportadas las cosas más necesarias.
La Kapo Schmidt y la Lagerkapo Ela, una judía de Eslovaquia, salen a cada

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rato a la oscuridad y ahuyentan a las mujeres de las ventanas. El barro de los
charcos chapotea en la oscuridad. Schmidt y Ela sueltan las maldiciones más
vulgares y vuelven al lado de las mujeres que esperan la deportación.
Después de la medianoche el transporte de mujeres cruza la puerta del
Lager. Se hace el silencio. El viento sopla por encima del barro, silbando y
gimiendo, se eleva por encima de los barracones que están sumidos en el
sueño y golpea los alambres. También en el campo de hombres reina el
silencio. La enigmática luz de un gran reflector que viene de los crematorios
envuelve todos los objetos que están a su alcance, detrás de ellos crecen unas
sombras alargadas.
Junto a la valla ya no queda nadie. Los alambres están envueltos de
oscuridad y silencio.
Las palabras de despedida se han extinguido. Esas mismas palabras que se
oyeron durante el día en la rampa. Ahora nadie las repetirá. Ni siquiera el eco
del crematorio será capaz de evocarlas.
Lejos, en los alrededores de Oświȩcim se oye el silbato y el siseo del
vapor, y después el choque de la locomotora contra los vagones que esperan
en la oscuridad. Silenciosos y amortiguados por el silbido del viento y el
ruido de la lluvia, los vagones salen de la rampa despacio dejando ver las
luces en la alambrada del campo de los gitanos y de los hombres. Cuando el
tren ya está lejos, te llega al oído el sonido de notas conocidas. Es una canción
polaca que el estrépito del tren que se aleja amortigua.
Por la mañana muchas mujeres que se acercan a la alambrada oyen:
—Lo han deportado esta noche.
Para muchas de ellas ésta será la última noticia sobre el hermano, el
marido o el padre.
El siguiente grupo de 2000 hombres sale el domingo por la tarde, el 29 de
octubre. Detrás de los gigantes de los crematorios se pone el sol. Los árboles
grises, que tienen las hojas corroídas por el humo del crematorio, se
mantienen en pie, muertos y cenicientos. La larga sombra de las chimeneas
cae sobre la rampa formando una franja inmóvil. A su lado se tuerce la
sombra del humo que sale de las chimeneas.
En cualquier momento se alejarán de este mal sueño. Aunque es difícil
dejar atrás esta pesadilla si tras la alambrada se queda toda tu familia.
A los prisioneros deportados los espera el hambre, los bombardeos, un
trabajo en el subsuelo, incluso a una profundidad de varios pisos. Los esperan
los piojos y las enfermedades. También la añoranza del país del que ya no les
llegarán noticias.

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En noviembre y diciembre parten del Lager trenes repletos de gente. Por
lo general son prisioneros polacos, rusos y ucranianos. A veces, cuando
buscan algún especialista, se llevan a alguien concreto sin importarles su
nacionalidad. La aviación alemana ha solicitado 2000 especialistas de la rama
del metal. Además de polacos, envían a rusos, a judíos y a prisioneros de otras
nacionalidades. Los mismos pilotos vienen al campo a por este transporte y se
los llevan en un convoy especial.
Cuando se van los últimos transportes de Birkenau, está nevando y la
Navidad se aproxima. Antes de que partan, durante noches estrelladas e
iluminadas por el resplandor de la nieve, se oirán en todos los sectores del
campo los gritos de los prisioneros.
Son las últimas despedidas, prisioneros que se desean lo mejor.
En Birkenau se quedan los prisioneros alemanes y también los prisioneros
de otras nacionalidades que firmaron el Volkslist en el campo o antes de su
ingreso en él. También se queda un grupo de prisioneros judíos y unos
jóvenes judíos de Hungría. Se quedan los prisioneros de guerra rusos, los que
han llegado aquí en el último período. De los prisioneros polacos queda
apenas un puñado de enfermos y médicos del hospital, una docena de
empleados de la Oficina de Registro y trabajadores que están empleados en
las bombas que suministran agua al Lager. Además, en el campo de hombres
hay un barracón con chicos de 6 a 15 años que participaron en el
levantamiento de Varsovia; en el campo de mujeres hay un barracón de
similares características con niñas. En el campo quedan también niños rusos,
polacos, judíos que han llegado con sus madres. También se queda el último
grupo de los recién nacidos, que saldrán del Lager en enero de 1945.
Han deportado a casi todos los hombres y a la mayoría de las mujeres.
Birkenau, esa ciudad multilingüe, ruidosa, agitada, esa ciudad donde sólo
una parte pequeña, el sector C y México, sumaba en verano unas cuarenta y
dos mil mujeres, ahora pierde población. En otoño en todo el campo de
Birkenau, contando hombres y mujeres, hay sólo 60 000 personas. El día 18
de enero de 1945 el número total de prisioneros de Oświȩcim I, II, y III, de
Birkenau, Buna, Budy, Babice, Rajsko, Harmȩże, Jowiszowice, Jaworzno no
supera los veinte mil. Oświȩcim queda liquidado antes de su liberación.

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18. La liquidación del campo

as previsiones políticas resultan completamente fallidas. La ofensiva

L de verano ha sido como un gran incendio que hubiese envuelto al


mundo y que ahora se extinguiese iluminando con el resplandor de sus
últimas llamas las ventanas de los hogares. Cada mañana, antes de
salir a trabajar, la cabeza de las prisioneras se inclina sobre los mapas para
estudiar la evolución de las operaciones militares con la información
publicada en los periódicos. Son como morfinómanas que no saben vivir sin
su droga.
Su droga son los nombres mágicos de las ofensivas aliadas.
El río Maas, el río Roer y la ciudad de Roermond. Antwerp-Aachen
(Aquisgrán) y un sueño tímido sobre Colonia: las prisioneras calculan la
distancia en kilómetros que queda para alcanzar esta última y su situación
frente a la línea de Sigfrido. Metz-Diedenhofen: estas palabras han quedado
impregnadas para siempre del olor de un barracón repleto de mantas. Todavía
hoy Deutschland sigue siendo enorme, la ofensiva apenas le ha clavado los
dientes en un costado. La vida de los prisioneros depende de la victoria o la
derrota de Alemania.
Rhein-Marne-Kanal: el otoño es frío, lluvioso, el más triste de todos; en el
lejano canal hay combates, los Durchbruchsversuche[62] atraen la atención de
las mujeres.
Los artículos sobre Gumbinnen son extensos y enrevesados, algunas
mañanas se te suben a la cabeza como una ola de optimismo, otras palideces
al darte cuenta de que Prusia Oriental está aún lejos de Berlín.
De la línea que marca la orilla del río Bug no hay cambios desde hace
meses. Siempre oyes el mismo nombre: Baranów, Baranów. Este nombre te
irrita. Si fueran al menos veinte kilómetros hacia delante, al menos un
kilómetro al día, pero no, siempre oyes sólo Baranów.

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Los nombres Duklapass y Lupkow despiertan la esperanza de que desde
allí, desde la montaña, pueda llegar la salvación para Oświȩcim.
Funfkirchen-Budapest-Miskolcz: los combates son duros allí, pero ¡qué
lejos quedan! Cada día un milímetro hacia delante o medio milímetro hacia
atrás.
Antes de que tus pies se hundan en el barro profundo de Birkenau hasta
quedar sepultados por completo, antes de que el barro te salpique las piernas
hasta las rodillas, necesitas saber que el frente ha avanzado. Sólo así te
resultará más fácil sobrellevar ese día, que es igual que los demás. El trabajo
ni siquiera tiene el sentido que tenía antes, cuando podía ser útil a tus
compañeros. Pero éstos se han ido. Han dejado terroncillos de barro pegados
a los ladrillos del suelo de los bloques. Han dejado mantas sucias, edredones y
escudillas.
Las mantas son como una crónica de desgracias de aquellos que se han
ido. Han quedado impregnadas de todos los fluidos corporales posibles:
sudor, sangre, lágrimas, excrementos. Todas las mantas pasan por las manos
de las empleadas que liquidan el campo. Ellas cuentan cientos, miles, decenas
de miles de mantas.
Deutschland, Alemania, ha devorado cientos, miles, docenas de miles de
prisioneros para utilizarlos en ese momento crítico de la guerra como mano de
obra, para que con sus propias manos fabriquen en las empresas la munición
contra su propia nación.
Con la espalda encorvada empujas el carro con una pila de mantas a través
del barro. El trabajo carece del más mínimo sentido, pero tienes que hacerlo
porque ése es el destino de un esclavo.
Los prisioneros han construido con sus propias manos el campo, y se han
encargado de ampliarlo. Ellos mismos han abierto zanjas en el bosque, han
levantado los crematorios, han construido las herramientas de tortura. Ahora
también ellos se tienen que encargar de liquidarlo y de borrar sus huellas. Así
es la vida de un esclavo.
Del Blockführerstube del sector A del campo de mujeres se sacan unos
cajones largos llenos de fichas rígidas. Alguien las coloca en el fondo de un
carro, después echan las siguientes, y así sucesivamente hasta los bordes. El
trabajo lo vigila un capataz, pero a pesar de su presencia los ojos de los
prisioneros pueden leer el contenido de las tarjetas:
—Todesmeldung, Masłówna María, Durchfall[63], Tod.
—Todesmeldung, Białobrzeska Wanda, gripe, Tod.
—Todesmeldung, Babska Danuta, Lungenentzündung[64], Tod.

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—Todesmeldung, Koczwarska Bronisława, gripe, Tod.
—Todesmeldung, Barzdajn Henryka, Durchfall, Tod.
—Todesmeldung, Lewandowicz Wanda, Lungenentzündung, Tod.
—Todesmeldung, Niedzielska Ewa, gripe, Tod.
La palabra Todesmeldung, certificado de defunción, aparece en todas
estas fichas que ahora se llevan al Blockführerstube del sector C. Allí se
encargarán de quemarlas.
Además se trasladan también los archivos que contienen las fichas de los
fusilados. Son unos archivadores gruesos de anillas que estaban colocados en
una fila de la estantería. «Auf Befehl erschossen, fusilada por orden de un
superior», es lo único que figura. También ordenan quemar estos ficheros.
Quizá merecería la pena salvarlos por su valor documental. Pero en este
lugar, donde día y noche se quema a gente, ¡qué es quemar unos cuantos
carros con Todesmeldung! Mientras los prisioneros los llevan de un campo al
otro, se preguntan quién será el encargado de transportar sus propios
Todesmeldung.
Los prisioneros recorren el Lager vacío como almas en pena y se van
topando con las huellas de los deportados. México está vacío. El sector C,
también. Lo mismo ocurre con el campo checo y con el gitano. Mañana el
último grupo abandonará la cuarentena de hombres y por la tarde saldrá hacia
Alemania. En el campo de hombres queda sólo un puñado de prisioneros, y
algunos más en el hospital. Los que más quedan son mujeres, aunque las
autoridades ya han anunciado el traslado del sector A del campo de mujeres al
campo gitano; y el del sector B, al checo.
Allí, sobre los camastros que se han quedado vacíos después de que en
verano murieran en el gas sus antiguos ocupantes, se acostarán prisioneras
nuevas y empezarán una etapa nueva en el Lager.
Como ya es costumbre en el campo, el traslado se realiza en domingo.
El traslado es el 15 de noviembre, un día en el que, en principio, los
prisioneros pueden dedicarse a escribir cartas a sus familiares. Sin embargo,
no encuentras a casi nadie escribiendo. Sólo se permite enviar cartas a
direcciones del Reich. Al Gobierno General sólo se pueden enviar tarjetas
postales, pero como ya no quedan en la cantina y no se imprimen nuevas,
nadie puede hacer uso de esta nueva prerrogativa. Por eso, ese día de
mudanza sólo puedes enviar a tus parientes y amigos algunos pensamientos.
Del viejo Birkenau, ese Birkenau prehistórico donde los enfermos se
hundían en el barro y se morían en él, sale una procesión de carretillas y
cuadrillas de trabajadores.

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Los barracones de ladrillo, construidos con cascotes de casas
bombardeadas, se quedan vacíos. Si se derrumbaran, no habría pincel o pluma
capaz de reproducir su edificación interior.
La marcha de las prisioneras que se trasladan a sectores nuevos dura
menos tiempo que las salidas de las cuadrillas de trabajadoras en los meses de
verano.
La puerta se queda cerrada. El silencio se apodera del viejo Birkenau por
primera vez en tres años. Sólo ahora se oye el chirrido que hace el tablero que
cuelga sobre la alambrada al moverse por acción del viento. En el tablero hay
una calavera y la inscripción: «Achtung! Hohe Spannung! Lebensgefahr!
¡Atención! ¡Alta tensión! ¡Peligro de muerte!».
En la rampa, justo enfrente de la puerta de acceso al campo, se ven dos
barreras pintadas en blanco y rojo que se bajan cuando entra un tren. Cuando
las prisioneras están delante de las barreras, éstas se levantan y se yerguen
bajo el azul del cielo como unas astas polacas que esperaran la bandera.
La columna de mujeres prosigue su marcha entre los Lagers. Muchas
recorren este camino por primera vez, muchas ven por primera vez el campo
de hombres. En estos momentos un puñado de alemanes y judíos forman para
el recuento de la tarde.
Sobre el suelo duro como una piedra se ven los senderos marcados con las
pisadas de los prisioneros. Las puertas de la mayoría de los barracones están
cerradas con tableros. Ésos son los caminos que alguien a quien tú conocías
recorrió. Aquí o allá, entre los barracones, podría asomar ahora su figura.
El vacío. Delante del barracón 4 se erigen tallos de girasoles secos y
tronchados. No se ven hombres como antes, cuando miles de voces llenaban
este sector del campo. Se han ido del mundo por el camino del oeste dejando
tras de sí el silencio que envuelve los senderos que han recorrido aquí.
Cuando recorres el camino que hay entre el campo de hombres y el
sector C estás en el corazón mismo del Lager.
Es precisamente en este lugar donde la perspectiva de los alambres que
brillan con un resplandor blancuzco atrae más tu vista. Tras la curva se divisa
México e incluso lo que hay más allá. Tu mirada puede ir muy lejos, hasta los
confines del horizonte, a través de un espacio que ha quedado libre tras la
eliminación de los barracones. Aquí no queda ni huella, aparte de unas calvas
en el césped pisoteado. Al este de aquí, al otro lado de la alambrada, se ven
los barracones de la Oficina de Construcción, que albergan oficinas y
almacenes. Puedes ver un puente pequeño que conduce a estos barracones
alzándose sobre una profunda zanja. Las contraventanas están cerradas, y la

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oscuridad y el silencio se han apoderado de los lugares que antes habitaban
los prisioneros.
Allí, donde las prisioneras cargaban antes los raíles del ferrocarril de vía
estrecha, ahora se erige una torreta de vigilancia, que está pintada con colores
de camuflaje. Detrás de ella, un camino de grava conduce a unos barracones
grandes, que ocupan una superficie extensa. Allí están la cocina de los SS, el
SS-Lager y el hospital militar de los SS.
Salen al camino que lleva del crematorio a la torreta de vigilancia. Todas
están encorvadas por el peso de las cosas que llevan, aunque los hatillos son
pequeños y las pertenencias miserables. Pero lo que en realidad pesa sobre sus
espaldas es la tristeza y la preocupación. Llevan ese lastre de un campo a otro,
pero siguen adelante. El sol se ha ocultado, pero el cielo retiene su recuerdo
en forma de unas nubes encendidas. Un océano de olas rosadas, que irradian
su propia luz interior, pasa muy despacio por encima de las prisioneras que
marchan. Unos caminos formados por nubes en forma de dedo recorren el
cielo de este a oeste, sobre una cúpula de color nácar. El cielo parece una
concha de rayas blancas y rosas que hubiese salido flotando del océano del
universo para cubrir con ternura este pedacito pequeño que es la Tierra.
Cuando el resplandor rosa cae debajo de los pies de las prisioneras, levantan
la vista. El cielo les habla. Es como un presagio de buenas noticias, que
golpea el corazón y palpita en su interior con alegría y fe en la victoria.
Es imposible resistirse a la elocuencia del cielo. Las mujeres contemplan
las nubes rosas; y sienten miedo de creerse el significado de la canción que
oyen en su interior. Han dejado de confiar y, sin embargo, se sienten de
repente llenas de una confianza silenciosa y profunda. Delante de las
prisioneras se abre la puerta del nuevo campo. Las mujeres van entrando en
silencio en su nuevo hogar.
Este sector nuevo es diferente de los anteriores campos en los que han
estado. Éste tiene mucho más aspecto de Lager.
En el lugar donde estaban antes las mujeres había un roble, crecía la
hierba junto a la alambrada y se veían unas praderas extensas hacia el sur del
campo. La distribución era más variada, los barracones de ladrillo y de
madera tenían forma de cuadrado.
Aquí el Lager es estrecho, como un cinturón largo. En medio hay un
camino y a ambos lados de éste están los barracones, todos idénticos, que se
diferencian sólo por el número que cuelga sobre la puerta. Entre ellos, de una
pared a otra, hay unos charcos de agua, profundos y llenos de algas, como
estanques. Si sigues este camino hasta el final, llegas a la alambrada, detrás de

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ella ves la rampa, y de nuevo alambres y el viejo hospital de mujeres, que
ahora está vacío.
Al oeste, justo detrás de la alambrada, se encuentra un sector idéntico,
el C, y al este está el A. Al norte se ve el solar donde antes estaba México,
pero allí, durante el día, está prohibido acercarse porque en el
Blockführerstube están de servicio los SS. Ya por la noche te puedes acercar a
la alambrada y contemplar el norte. En el silencio en el que están sumidos los
campos puedes oír hasta el ladrido de los perros. Es lejano y amortiguado.
Los perros ladran al principio como si estuvieran adormilados, después se
sueltan e inician un alboroto repentino que dura un momento. A continuación
cesan los ladridos y de nuevo el silencio se apodera de la noche. Cuando oyes
de lejos a los perros te acuerdas de algo. Tu mirada se agudiza en la oscuridad
intentando encontrar luces en las ventanas de unas casas. Es exactamente así
como ladran los perros por las noches en las aldeas. ¿De dónde sale este
recuerdo, cómo se ha perdido aquí entre las alambradas? Los que ladran son
los perros de los SS, los mismos que cada mañana corren detrás de las
cuadrillas de prisioneros.
Por la noche la imagen del campo resulta aún más monótona que de día.
Los barracones son como modelos de cartón. La uniformidad y la más
absoluta eliminación del factor individual son las dos ideas que te suscita esta
imagen.
Dentro del barracón encuentras camastros diferentes que los del campo de
mujeres. Aquí se llaman «sirgas» y en cada uno caben hasta veinte personas.
En estas condiciones dormían los hombres antes. Cuando estás tumbada en el
borde del sirga de arriba y miras a través de las troneras acristaladas que hay
en el techo, que son las únicas ventanas del barracón, es imposible dejar de
pensar en las personas que han vivido aquí antes. ¿Quién era el hombre que se
acostaba en este jergón? Quizá se quedaba tumbado sin dormir contemplando
el humo de un cigarrillo. Quizá la oscuridad le hablaba de la belleza de la vida
en libertad, esa misma que él construía con el ímpetu de su fuerza juvenil en
aquellos horizontes lejanos que ahora la guerra ha sepultado. Quizá se dormía
con la cabeza apoyada en las manos entrelazadas, ajeno al campo, a los
barracones y al sirga, en cuyo borde dormía.
Las mujeres trabajan ahora, casi exclusivamente, en el desmantelamiento
del Lager y en la construcción de fortificaciones estratégicas en el río Vístula.
Grupos pequeños encargados de la liquidación acuden cada día al FKL
(campo de mujeres) y a otros sectores. A veces, en medio de la faena, te
tropiezas de repente con algún vestigio de las personas que se han ido.

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Un poco más allá están las calderas repletas de cal, arena y cemento. Hace
apenas algunos días unos prisioneros se inclinaban sobre ellas y removían su
contenido con la ayuda de unas palas. Sobre sus cabezas se oían los gritos del
arriero:
—Bewegt euch! Bewegt euch! ¡Moveos, moveos!
Hoy tanto el arriero como sus bestias están lejos.
En la zona oeste del campo de mujeres, enfrente del crematorio, hay un
motor pequeño abandonado sobre un montículo de arena. Ahora está inmóvil
y silencioso, pero estuvo repiqueteando toda la primavera y el verano de este
año. Su continuo tac, tac, tac… servía para medir un tiempo compuesto de
desánimos y alegrías ilusorias. Tampoco ves a la gente que se pasaba el día
entero cargando la arena con la música de fondo de su repiqueteo.
En otro lugar encuentras las cajas de herramientas de los carpinteros. Y
también tableros recién cortados. Pilas de virutas se amontonan en el suelo y
así se quedarán hasta los últimos días. A través de las grietas de las paredes se
cuelan rayos de sol que alumbran las torceduras de virutas. El calor del sol
hace que el olor a resina sea más intenso. Los cepillos de los carpinteros se
han callado hace tiempo. Los prisioneros que abandonaron este lugar ya no
volverán a él.
Por ejemplo los sanitarios, los baños y los retretes ingleses que se
empezaron a instalar, pero que no se terminaron y a los que no se ha
conectado el agua, ahora están en unos barracones vacíos en medio de
muchos otros encargos a medio hacer.
Los crematorios no echan humo. Lina cuadrilla numerosa acude a estos
edificios lúgubres cada mañana para trabajar en su derribo.
La cuadrilla «crematorio» trabaja con ahínco. Algunas mujeres se unen a
esta cuadrilla voluntariamente, ya sea movidas por la curiosidad y el afán de
contemplar el espectáculo, o por la esperanza de encontrar entre sus muros
joyas. También hay otras mujeres que quieren contribuir con sus propias
manos a convertir el crematorio en ruinas.
En la rampa aguardan vagones en los que se transporta a Gross-Rosen y a
otros campos de concentración cascote de los barracones, camastros,
edredones y mantas enrolladas, maquinaria e instrumental de los crematorios.
Birkenau tiene que desaparecer. Están expulsando la Vida que vibró en su
día entre las alambradas, mientras que la Muerte se marcha a Alemania
siguiendo a los prisioneros que transportan de un campo a otro.
Algunos prisioneros de guerra rusos capturados en los últimos combates
colaboran con las mujeres en el desmontaje de los barracones. Los tratan de

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forma vergonzosa, violando los derechos de los prisioneros de guerra. Los
oficiales, a veces de alto rango, están demacrados y hambrientos; trabajan
muy duramente, a menudo más que otros prisioneros del Lager.
Los que trabajan en el desmantelamiento del campo codo con codo con
las mujeres son los chicos del levantamiento de Varsovia.
No saben negarse a trabajar. Las mujeres les consiguen cada día una
caldera de sopa (a parte de la que reciben por la tarde a la vuelta al campo de
hombres) y esa ración de nabas es suficiente para que cada mañana pidan al
jefe de bloque que los lleve con él a trabajar al aire libre. Sin embargo, el jefe
de bloque no puede llevárselos a todos porque hay demasiados niños en el
barracón, así que éstos se turnan para trabajar. Su trabajo consiste en
transportar el material del campo de mujeres vacío a los sectores recién
ocupados. Disponen de dos carros, uno grande y otro mucho más pequeño,
que arrastran y empujan con sus propias manos. La jerga del campo ha
bautizado estos carros con el nombre de rolwaga. Con una regularidad
asombrosa recorren el largo trecho entre los dos campos cuatro veces al día;
dos veces con los carros vacíos y otras dos con los carros cargados.
Transportan cosas como tablones para los suelos, máquinas de coser, carbón,
mantas y edredones enrollados. Cuando llegan a su destino descargan los
carros con la ayuda del jefe de bloque.
Los días de otoño se agotan. Una noche cae la nieve. Las manos de los
chicos enrojecen de frío cada día más, al tiempo que su ropa está más rota y
los números de sus chaquetas más oscuros. En el barracón, mientras esperan
la sopa, se colocan alrededor de la estufa encendida. Si te pasas un tiempo sin
verlos, te cuesta reconocer en sus semblantes aquellos niños pequeños que
llegaron al campo en agosto. La desgracia ha marcado sus rasgos con la
huella del cansancio y el desaliento, y los ha convertido en adultos. Sus
hermanas y aquellas madres que no han sido deportadas están en el campo de
los gitanos y es con ellas con las que pueden verse a escondidas a través de la
alambrada. Muchos guardan su ración adicional de sopa en una fiambrera
para entregársela por la tarde a su madre. A sus padres los deportaron hace
tiempo.
Estos niños no piden nada. Son tan callados y comedidos que sólo puedes
intentar adivinar cuáles son sus necesidades insatisfechas, aquellas que no se
atreven a confesar a nadie. Sus rostros están pálidos y demacrados; los ojos,
en especial los de los mayores, evitan las miradas de los adultos como si
temieran despertar su compasión. Saben esconder sus aflicciones igual que los
prisioneros adultos.

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El más pequeño de ellos tiene 6 años. Todos los chicos mayores han
decidido sin excepción que el pequeño no vaya a trabajar y están siempre
pendientes de él. A la hora de la comida hacen cola delante de la caldera de
sopa ordenados por la altura, del más pequeño al más grande. Si el más
pequeño se despista le echan la bronca.
—¿Qué pasa, dónde te metes? ¡La sopa se enfría! ¡Renacuajo! ¡Guarda tu
sitio en la cola!
Hasta que el pequeño despistado se aleje despacio con la escudilla que
contiene su ración de nabas nadie acerca su recipiente a la caldera.
Después de la comida el jefe de bloque los deja descansar un poco,
mientras que la buena de la señora Leśniakowa friega y seca sus escudillas.
Los niños se sientan entonces cerca de la cocina y hablan de la sopa:
comentan si les ha gustado, si han encontrado en ella trozos de patata o si
recibieron una ración extra de pan. Estos prisioneros pequeños trabajan mejor
que los adultos, pero reciben raciones de pan más pequeñas.
Les van dando salida a gritos: «¡El rolwaga grande!, ¡el rolwaga
pequeño!». Ellos también se llaman unos a otros del mismo modo.
Se van. Sus espaldas están dobladas por la mitad, los brazos están tensos.
Al lado de los que empujan los carros va el niño de 6 años. Los ojos del resto
se detienen a menudo en su figura diminuta, los brazos de estos chavales de
8,9 o 10 años se emplean al máximo para hacer el trabajo del pequeño. Sus
miradas alegres dicen:
—¡El trabajo en un campo de concentración no es para niños pequeños!
A veces, en medio de una borrasca invernal, las manos diminutas de un
niño abren la puerta del almacén de comida. El viento golpea la puerta, y
mueve con ella al pequeño que la sujeta, que grita todo lo que puede con su
vocecita:
—¿No necesita cigarrillos?
Los chicos aprenden rápidamente las reglas de vida en el campo gracias al
entrenamiento que recibieron en Varsovia.
Durante el período de liquidación el almacén de comida tiene grandes
excedentes. La Aufseherin Franz, aprovechándose del caos final en el campo,
lleva una hábil doble contabilidad. Las prisioneras empleadas en el almacén
tienen acceso a los libros de la oficina y saben bien que Franz no apunta toda
la comida que llega al campo. Tampoco entrega a la cocina todo lo que anota
en los libros. Por ejemplo, esto fue lo que ocurrió con un cargamento de
comida que llegó al Lager en el invierno de 1944. Un camión con algunos
ingredientes para la sopa se detuvo delante del almacén. Eran 600 latas de

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conservas de carne (de cerca de un kilo cada una) y varios barriles de sangre
fresca. Franz apuntó todo en la columna de Ausgabe (gastos). Entregó los
barriles de sangre a la cocina, pero las conservas las sacó del campo de
inmediato a través del mismo conductor. De este modo dejó sin sustancia la
única comida caliente que recibirían los prisioneros durante todo un día.
A menudo, el conductor que ella misma ha contratado llega al Lager de
madrugada, cerca de las tres, y al amparo de la noche saca margarina,
conservas, sacos de azúcar, macarrones, guisantes y harina. A menudo son
regalos «de los prisioneros al ejército» o al Lager de los SS y a su hospital
militar. Franz asciende rápidamente, la condecoran y sigue robando con total
impunidad.
En la garita estas expediciones tienen un éxito enorme. El jefe del
almacén central de comida, cuya obligación es controlar la economía de cada
uno de los sectores del Lager, parece no percatarse de nada. No existen leyes
para proteger a un prisionero de los robos de las autoridades. En las
conferencias de la Cruz Roja en Berlín y de otros comités internacionales, la
gente de la SS declara con tranquilidad que los derechos de los prisioneros se
cumplen estrictamente, pero la realidad es bien distinta. Así que los
prisioneros tienen que cuidar por sí solos de sus derechos.
Ahora que los paquetes de comida no le llegan a casi nadie, las prisioneras
empleadas en el almacén de comida organizan alimentos en cantidades que
superan cien veces sus necesidades personales. Franz encierra a cuatro
mujeres con llave en un barracón inmenso lleno hasta el tejado de pan,
margarina, azúcar y harina, mientras ella va en bicicleta a Oświȩcim. En la
puerta hay una grieta del tamaño de una mano por la que puedes pasar al
exterior pastillas de margarina o, utilizando un embudo de cartón, echar
azúcar, harina y sémola. De este modo intentas ayudar a alimentar a los
prisioneros, pero conseguirlo es inalcanzable. A pesar de la mejora de las
condiciones en algunos aspectos, el Lager sigue guardando su imagen inicial,
y hasta sus últimos días tiene sus barrios elegantes y irnos callejones oscuros
llenos de miseria extrema.
Por las noches, el desfile de las cuadrillas resuena en el campo. Tu oído ya
está tan acostumbrado a ellas que no te despiertan. Tampoco dedicas la noche
a hacer aquellos cálculos ilusorios que hacías unos meses antes. A veces las
bombas caen tan cerca del campo que las prisioneras reciben la orden de
vestirse con rapidez. Sin embargo, nadie alberga esperanzas de que se vayan a
dar las condiciones para una fuga, nadie quiere vestirse. Una tarde
bombardean el Lager de los SS, que está a poca distancia de donde están las

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mujeres. A las prisioneras que trabajan allí, alemanas y yugoslavas, el
bombardeo las sorprende en el momento en el que salen de ese campo. Muere
una docena de alemanes y su barracón queda calcinado. También muere una
prisionera alemana. En otra ocasión tuvieron tanta puntería que lograron
bombardear un búnker grande, también en el SS-Lager, lleno de alemanas,
que murieron sepultadas entre los escombros.
Un día la aviación lanzó bombas de relojería sobre el Blockführerstube
del sector Bllb (el campo checo). A los SS les entró el pánico. Obligan a los
prisioneros a retirar las bombas. Algunos dicen que te prometen la libertad si
desactivas las bombas. Poco después una explosión sacude el Lager. Dos
horas más tarde unas prisioneras encuentran detrás de los retretes, tirado sobre
la nieve, un pedazo enrollado de la misma moqueta roja que cubría los suelos
de las habitaciones de los SS. Enrollado en el pedazo de moqueta está el
tronco de un cuerpo humano, sin la cabeza, sin brazos ni piernas, chamuscado
por el fuego y el humo. El cuerpo está cubierto de retales de una chaqueta a
rayas. Este prisionero, cualquiera sabe si hombre o mujer, ha perdido la vida
en el momento en el que lo único que queda de muchos barracones de
Birkenau son las chimeneas, cuando el Lager está llegando a su fin, también
la guerra y la esclavitud. Enrollado en una alfombra, impulsado detrás de los
retretes yace en silencio, como un objeto sin vida. Entre millones de muertos
uno más no cambia mucho.
En invierno un comandante nuevo que se apellida Krause se hace cargo
del campo. Su cara, como la de un retrato alemán antiguo, tiene rasgos
típicamente germanos. Antes de tomar posesión, visita los diferentes sectores
y estudia el progreso de la liquidación del Lager. Se detiene delante de un
grupo de prisioneras y le pregunta a Perschel, que lo acompaña, cómo se
explica que algunas prisioneras tengan números muy bajos. ¿Quiere decir esto
que estas prisioneras llevan en Oświȩcim un año, dos o incluso más?
—Jawohl, Herr Kommandant. Así es, mi comandante.
Krause está indignado. Clava su mirada en los ojos enfermizos de
Perschel y declara que un prisionero de campo de concentración no debería
vivir más de seis semanas. Si no está muerto en ese tiempo, eso significa que
ha aprendido a hacer chanchullos y por eso hay que exterminarlo.
—Verstanden? ¿Comprendido?
—Sicher, Herr Kommandant! ¡Por supuesto, señor comandante!
Sicher, Herr Kommandant… Tiene que admitir usted que los prisioneros
no han tenido que esperar mucho para preguntarle si no ha cambiado de

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opinión. ¿Le gustaría que se aplicase ahora el mismo principio a los
prisioneros de guerra alemanes?
En aquel momento estuvimos frente a frente, él, el señor de nuestras
vidas, y nosotros, unos seres efímeros. Él, uno de aquellos que arrebataron a
la naturaleza la capacidad sagrada de impartir la muerte, uno de aquellos que
auf Befehl, obedeciendo órdenes, convirtieron a un grupo de personas en una
montaña inútil de objetos muertos, que las convirtieron en seres repugnantes
de delgadas tibias, que espantan con sus turbios ojos abiertos y su grito mudo
de terror. Y nosotros, los hermanos de los muertos, unos galeotes atados por
una cadena. Y todos pensamos que tenía que estar ciego para no darse cuenta
de que el grito de los muertos suele ser más peligroso que los llamamientos en
voz alta de los vivos.
Los barracones se han posado silenciosos sobre un mar de nieve que no
tiene límites. Las luces encendidas sobre la alambrada, como largas hileras,
desaparecen en la oscuridad y dicen a quien las contempla que allí lejos, hasta
donde se extiende su luz, hay personas que viven igual que él. Unas luces
blancas como las cuentas de un rosario se alternan con lámparas rojas que
avisan de la proximidad de la muerte.
Bajo la sombra del último barracón, el que está más cerca de la
alambrada, un hombre solitario atraviesa la espesa capa de nieve. Es una
nieve reciente, fresca, esponjosa y profunda. Los últimos copos giran aún a la
luz de las farolas para caer después al suelo lentamente. El hombre sigue a lo
largo de la pared del barracón y deja unas huellas profundas sobre el tapiz
blanco. Es un prisionero. Da igual si su campo es Oświȩcim, Gross-Rosen o
Gusen, Dachau, Mathausen o Flossenburg. En todos los campos el día de
Nochebuena es igual para todos los prisioneros.
El hombre, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo a rayas,
camina despacio por el sendero que amortigua sus pasos, sobre la sombra que
deshace su figura. Ése es su paseo de Nochebuena.
Sobre el cielo, del que el viento ha barrido las últimas nubes, se ven las
constelaciones de estrellas que centellean sobre un mar de nieve. El prisionero
levanta la mirada hacia ellas. Las estrellas son siempre las mismas: la Osa
Mayor, Casiopea, la Estrella Polar, Orión, que quizá un día abrirá las puertas
de la esclavitud con sus llaves. La mirada del hombre que no puede salir del
terreno del Lager vaga sobre el universo que gira sobre su cabeza. Busca la
mirada de sus seres queridos en esas constelaciones, sin saber si los ojos que
han de mirarlo en ese momento están vivos o muertos.

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La mujer del hombre que pasea también es una prisionera y su hermano
murió en el levantamiento. Sus padres, si siguen con vida, le envían las cartas
a su dirección anterior. Seguro que sus cartas vuelven con la anotación: Auf
neue Adresse Warten! ¡A la espera de nueva dirección! En su momento no les
pudo enviar su dirección, porque no sabía adónde se los habían llevado
cuando, junto con otras personas ancianas, los separaron del resto de los
sublevados de Varsovia.
El viento se ha llevado un puñado de nieve en polvo y lo ha empujado
hacia delante. Unos cuantos copos se han posado sobre los labios del
prisionero y allí se han deshecho en el momento en el que pronunciaba el
nombre para él más querido.
El cielo no tiene límites y sus constelaciones son numerosas. ¿Debajo de
cuál de ellas encontrarás lo que has perdido, prisionero solitario, náufrago?

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19. Enero de 1945

u único aliado cuando estás al límite de tus fuerzas es el tiempo, que

T va siempre al mismo paso que tú. El 2 de enero puedes decir:


—Aún quedan 363 días para el final del año.
Pero el 3 de enero ya te quedan sólo 362. Los días ahora son
soleados y se parecen más entre sí que las noches, porque los sueños son más
variados. Los días son blancos y silenciosos. Cuando el fuerte viento se mete
entre los barracones oyes el suave retumbar del gong que tiembla en su cuerda
chocando contra un poste. Por el camino que pasa junto a la fila separada de
los barracones del sector A (que se utilizaba para la cuarentena de hombres),
va una prisionera con una tabla al hombro. Está cansada. Las piernas de sus
compañeras son más rápidas que las suyas, se han alejado corriendo dejándola
en el camino a solas con sus pensamientos.
La guerra se ha retirado ya de muchas partes del mundo y muchas
personas se han liberado de ella. Sin embargo, el camino de los prisioneros
sigue sin cambios; desde el amanecer hasta el mediodía, desde el mediodía
hasta el recuento de la tarde, todo en un espacio inferior a un kilómetro. Un
kilómetro hacia el norte con las manos vacías, que te cuelgan a lo largo del
cuerpo; después un kilómetro hacia al sur, con una tabla sobre el hombro. Tu
pensamiento sigue adelante y se aleja del camino del Lager que tiene sólo un
kilómetro.
La mujer abre la puerta del barracón 4 y se detiene ante su umbral. Aquí,
en este sitio, los hombres que llegaban al campo pasaban sus primeras cuatro
semanas. Aquí soportaban el período de pobreza más severa; aquí, sentían el
hambre más aguda. A la derecha se ve el hueco que se utilizaba para repartir
el pan. Una barrera gruesa de hierro colado separa el despacho del pan del
resto del bloque. Tenían que estar muy hambrientos, el hambre tenía que
empujarlos de forma incontenible si tuvieron que poner semejantes barreras
para contenerlos en el lugar donde se repartía el pan. La barrera no se rompió

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bajo su presión, los prisioneros se han ido, los han deportado. Ahora el
barracón está vacío, también los camastros. El viento, embriagado por su
propio silbido, esparce por el tejado puñados de nieve seca, la lleva de un
extremo al otro y se calla.
Algo retiene a la mujer, no la deja dar un paso más, como si tuviera una
muchedumbre delante, como si desde los camastros la estuvieran observando
una multitud de ojos, ojos hambrientos, tristes y desesperados. Su memoria
recupera algunos recuerdos, acontecimientos que le han contado y que
tuvieron lugar en este barracón. Más concretamente, en ese sirga inferior. Allí
un enfermo de disentería compartía el lecho con un compañero sano, dos
personas entre centenares de otras iguales. El enfermo yacía sin quejarse, sin
dar señales de vida. Estaba muy mal, la Durchfall, tan común en el campo,
había agotado sus fuerzas. El enfermo no comía, a pesar de que tenía que
seguir una dieta estricta si quería seguir viviendo. Su joven compañero
decidió cortar varias rebanadas de pan muy finas e ir a tostarlas. Llamó a la
puerta del jefe de bloque y le preguntó con amabilidad si podía tostar pan en
la estufa. El jefe de bloque le dio permiso y el joven, contento, acercó las
rebanadas de pan pinchadas en un palo a las puertas calientes de la estufa, y al
poco rato ya tenía listas unas tostadas crujientes. Alguien llamó al jefe de
bloque, que desapareció en lo profundo del barracón. El prisionero se quedó a
solas en la habitación con la última rebanada que le quedaba por tostar. De
repente, la puerta del barracón soltó un chirrido, se oyeron unos pasos fuera
de la habitación y una voz extraña que hablaba en alemán. Con sus reflejos de
esclavo, el prisionero guardó a toda prisa las tostadas debajo de la camisa,
dejando una rebanada sobre la estufa. En la puerta apareció un Lagerältester,
un alemán:
—Was Machst du denn da? Ha?! ¡¿Qué haces tú aquí?!
El joven prisionero no sabía hablar bien alemán, así que, impotente,
señaló la rebanada y en ese mismo momento se cayó al suelo del puñetazo
que recibió en la cara. Enseguida se puso de pie, y quizá sus movimientos
fueron demasiado ágiles porque el Lagerälteste lo frenó rápidamente.
Con una patada tumbó de nuevo al joven al suelo, con una patada le quitó
el gorro, con una patada lo echó fuera de la habitación y sin parar de darle
patadas lo hizo rodar por el suelo del barracón hasta que llegó a la puerta
trasera. Allí estaba el jefe de bloque, al que informó de que el prisionero
polaco era so frech (tan descarado) que se dedicaba a tostar el pan en su
habitación.
—Le he dado permiso.

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—Ach, so? Also weg! Du blöder Hund! Ah, ¿sí? ¡Entonces fuera! ¡Perro
descarado!
Le dio una patada más y se marchó. Ahora el chico ya no podía ponerse
en pie con la misma agilidad. Se puso a cuatro patas y se quedó así hasta que
por fin reunió fuerzas para levantarse. Tuvo miedo de ir a buscar el gorro. Dio
media vuelta y observó atentamente cómo se alejaban el Lagerältester y el
jefe de bloque; después se desabrochó rápido la camisa y se metió la mano en
el pecho. Las tostadas seguían allí, no había perdido ni una rebanada. Las
apretó en la mano y sonriente se dirigió hacia su compañero enfermo. Tres
días más tarde ese mismo Lagerältester se disloca el brazo y aúlla de dolor. El
prisionero que había recibido la paliza lo mira y duda por un momento. Al fin
se le acerca rápidamente y con un movimiento profesional le coloca el brazo
al alemán.
Para agradecérselo el Lagerältester considera oportuno dirigirse al
musulmán:
—Bist du Pole? ¿Eres polaco?
—Jawolh. Así es.
—Wer hat dir das gemacht? ¿Quién te lo ha hecho? —le preguntó,
mirando sus ojeras lívidas y los pómulos cortados.
—Sie. Usted.
Es una historia verídica. Un nuevo soplo del viento golpea contra el
barracón sacudiendo su tejado. No, ahora nadie mira desde las profundidades
de los camastros. El barracón está vacío. En los tableros que hay encima de
los lechos, se ven unas inscripciones grabadas con un clavo, con un cuchillo,
a veces con un lápiz. El viento silba entre las ranuras.
La mujer se agacha, recoge un tablón y encorvándose por el peso de la
madera, como si cargara una cruz que nunca consigue llevar a su sitio, de la
que no consigue desembarazarse, sale del barracón.
En el antiguo campo de mujeres, al igual que en los otros sectores, es la
primera vez que la nieve está blanca como las alas de una paloma, sin huellas
de pisadas. El blanco de la nieve que cae sobre la tierra siempre es igual cada
año. Lo único que cambia es el número del año que mide con su llegada y su
desaparición. Esta vez la nieve trae el recuerdo de las personas que ya no
podrán dejar huellas en ella. En el silencio que ahora reina aquí se oye la voz
metálica de las fábricas de Silesia. Tus ojos dan la bienvenida a los espacios
de nieve de los campos inmensos, que se extienden detrás de la alambrada del
Lager. Silencio, un silencio embriagador, te murmura al oído y vibra a tu
alrededor. Sientes una alegría extraña, una alegría nueva que nace de la

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posibilidad de moverte con libertad entre los barracones, sabiendo que
ninguna autoridad te va a salir al paso. A través de un boquete que hay en el
bloque 10 puedes ver unas limusinas aparcadas. Hoy esta imagen es incapaz
de infundirte ni una pizca de esperanza. Ya nada te resulta esperanzador.
Desde hace algunos días las prisioneras que vuelven del trabajo van
escoltadas por alemanes con ametralladoras preparadas para disparar. Son las
nuevas órdenes. Pero tampoco esta novedad te da que pensar. Ayer sacaron
del campo el último grupo de recién nacidos. Se encargan del transporte unas
enfermeras, que ni siquiera saben que se libran combates en la carretera que
ellas tienen que utilizar, en la que va a Łódź.
Hoy es 17 de enero. En el cielo se han encendido unas auroras escarlatas.
Bajo su resplandor, las nubes adquieren formas vivas y fantásticas. Arriba,
sobre la alambrada, se erige una torre de vigilancia que está envuelta en rojo.
Debajo de ella pasan grupos de mujeres, que adelantan a los niños que
empujan los carros. Los prisioneros vuelven del trabajo y sueñan con un poco
de descanso. Alguien trae un periódico del día anterior. En él puedes leer que
los alemanes no esperaban la ofensiva rusa en esta época del año, pero que no
obstante están preparados para repelerla. Y eso que 40 divisiones rusas están
en Łysa Góra[65] y otras tantas supuestamente a orillas del Vístula…
¡Oh, bosques de abetos! ¡Oh, bosques que lleváis años regados con
sangre! El prisionero se acuesta con vuestra visión en los ojos, con vuestro
murmullo sobre la cabeza pensando que mañana a esta hora va a estar lejos de
Oświȩcim. Hoy, por última vez, cuentas los días que quedan de este año de
esclavitud:
—Aún quedan 348 días.
En lo profundo del barracón, una montañesa natural de Szczawnica está
sentada en una estufa baja. Se apellida Zachwiejowa y llegó a Oświȩcim en
verano de 1942. Le adjudicaron el número 17 000. (Ahora el número de
prisioneras registradas en el campo llega ya a 130 000). Zachwiejowa tiene
unos naipes delante. Un cabo de vela encendido ilumina su alta figura y su
rostro marcado por el dolor, por la pérdida de todos sus hijos en la guerra. Su
mano está agotada del trabajo y llena de heridas. Envuelta en un harapo sucio,
se levanta sobre las cartas, que ya están colocadas. Su mirada intenta adivinar
lo que le deparará el mañana. Un grupo de mujeres rodea su silueta:
—Dinos qué nos va a pasar dentro de un mes, si es que estamos aún con
vida.
Los pocos prisioneros que aún quedan en el campo vacío se quedan
dormidos. Están inquietos por su futuro. Algunos barracones están llenos de

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prisioneros, otros vacíos. La Aufseherin Meyer que esta noche está de
servicio se estremece nerviosa, mira la ciudad silenciosa formada por una
multitud de campos de concentración, y dice asustada:
Schrecklich! Die Baracken stehen in Ruhe so wie ein Todeslager. ¡Es
horrible! Los barracones están en silencio como un campo de muertos.
El viento silba en el vacío y traslada puñados de nieve de un lugar a otro
del tejado, hace chirriar sus tablones, agita las puertas cerradas, pasa por
encima de los camastros vacíos como un aullido prolongado, atraviesa las
grietas y las alambradas para pasar de un sector al otro del Lager, recorre los
caminos. El viento silba como un aviso del último recuento general. En
silencio abre las puertas de los barracones vacíos, y de los lechos desocupados
van saliendo al camino las columnas grises y blancas de siluetas a rayas como
franjas de nieve. Los prisioneros ocupan sus sitios. En cada palmo de tierra
hay un hombre, de una alambrada a la otra son una multitud, ocupando el
camino entre los Lagers, el camino que va a los crematorios y a la rampa. Y
no dejan de llegar prisioneros. Un océano de cabezas humanas de color ceniza
destaca en la oscuridad nocturna de Oświȩcim, Birkenau y sus alrededores.
Es el recuento general de los muertos. El viento ha silbado una vez más sobre
los crematorios, ha golpeado con ímpetu el centro del gong, y se ha callado.
La puerta del acceso al campo se abre sin hacer ruido. En el resplandor
blanquecino de la nieve, por el camino que brilla a causa del hielo, va el Justo
entre los Justos. Sus pies descalzos dejan huellas de sangre sobre la nieve.
Levanta un poco la mano, avanza despacio entre las filas y cuenta, cuenta,
cuenta: de cinco en cinco, de cien en cien, de mil en mil, y así docenas y
cientos de miles.
Una ciudad de cinco millones. Una ciudad inmóvil, muerta y silenciosa.

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Epílogo

s de noche. Los encargados celebran su última reunión secreta. En el

E silencio que envuelve la nieve se oyen unos pasos precipitados, un


pateo, unos susurros. Los oyes, pero estás convencida de que estás
soñando, de que son alucinaciones, como aquellos sueños que tuviste
en agosto cuando esperabas fugarte por la noche.
Pero esta vez no. A través de la puerta que conduce a la habitación de la
jefa de bloque entra la luz y se oye una voz que habla excitada:
—Está prohibido decírselo a los prisioneros bajo pena de muerte. Hoy a
las cuatro de la madrugada se ordenará la evacuación del Lager. Ahora es la
una.
… Es la una. Así que por fin ha llegado esa noche tan esperada. En el
campo vecino se oyen voces, se ve el centellear de unas luces.
¿Qué es eso? ¿Acaso son los carpinteros que corren a cortar la alambrada?
Y los electricistas, ¿han cortado ya la electricidad? No. Silencio. Sobre la
inmensidad de la nieve brillan las lámparas eléctricas. Todos los ojos están
puestos en el terreno que hay debajo de la alambrada. El aire está impregnado
del silencio de los muertos, que se quedarán aquí para siempre.
Una voz va recorriendo los barracones, uno por uno, y dice sobre la
cabeza de cada uno de los prisioneros:
—¡Despierta! ¡Levántate!
La voz se inclina sobre las plantas de los pies congelados y endurecidos
por el suelo de piedra y grita a cada uno de los prisioneros:
—¡Despierta! ¡Levántate!
Se arrodilla sobre el campo del crematorio y acerca los labios a la tierra
cubierta de cenizas:
—¡Despierta! ¡Levántate!
Aquellos prisioneros que han caído no se levantarán. Hoy, de esta ciudad
de cinco millones sólo saldrá un puñado de personas, unos veinte mil

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prisioneros en total.
Se abren las puertas de acceso. Amanece. Los prisioneros miserables
emprenden la última y más dura etapa de su andadura con una barra de pan
del Lager y una bolsa a la espalda.
No saben que éste es el momento en el que volverán a ser ciudadanos. No
saben que los alemanes huyen por los caminos, campos y bosques.
No saben que ciudades como Kielce, Radom, Czȩstochowa y Varsovia ya
son libres.
No saben que ahora habría que tocar las campanas por el triunfo.
La alambrada que rodea el Lager entona un rezo silencioso de despedida a
los vivos, que abandonan la ciudad de los muertos.
Las montañas, unas curvas azules que ribetean la superficie nevada, dan la
bienvenida a los prisioneros. Ahora les toca a ellos acercarse un poco.
La puerta de acceso permanece abierta durante todo el día, durante el día
entero salen por ella prisioneros en columnas de a cinco. Por la tarde
Birkenau está oscuro. Sólo ves la luz de las hogueras donde se queman los
Todesmeldungen, los certificados de defunción, y otros documentos de la
Oficina de Registro y del Departamento Político. Perschel vierte una botella
de petróleo para avivar el fuego. Engster grita detrás de los que se van:
—Nach Gross-Rosen zu Fuss! Zwei hundert fünfzig Kilometer. Hasta
Gross-Rosen a pie. Doscientos cincuenta kilómetros.
La carretera es ancha y larga, va desde el este al oeste, a Pszczyna. Una
procesión de prisioneros la recorre desde el amanecer. Cae la tarde. Los
sauces, las acacias y los carpes que hay a ambos lados de la carretera
extienden su presencia hasta el suelo formando avenidas de sombras que caen
sobre la nieve. Parece como si estuvieran alargando sus ramas sin hojas hacia
los prisioneros, como si quisieran retenerlos y acariciar sus cabezas.
Ya han acariciado a más de una silueta que se ha caído sobre la nieve y la
han marcado con un chorro fino de sangre. Los árboles la tapan con su
sombra densa como si fueran un sudario fúnebre y la envuelven en el silencio
de la tarde.
La oscuridad se hace más densa. Cuanto más oscura se hace, tanto más a
menudo se oye al final de la procesión un disparo que el eco repite lejos, en
los bosques de Pszczyna, y de nuevo un hombre cae sobre la nieve y aprieta el
rostro contra ella en el último suspiro. Un SS le da una patada. Él yace al
borde de una zanja con los ojos abiertos y mirando la carretera por la que se
alejan los demás prisioneros.

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Quienes prosiguen su marcha en las filas sienten la mirada de los
compañeros que han caído por el camino. No saben en qué kilómetro les
tocará a ellos caerse al suelo.
La Estrella Polar luce sobre los prisioneros. El Gran Carro la rodea
despacio, la luna se ha levantado sobre el bosque. Un silencio de paz cae
sobre el mundo.
El único ruido que se oye es el crepitar de miles de pies sobre la nieve de
la carretera de Silesia. Tan sólo en el extremo de la carretera, a la derecha,
probablemente en la zona de Wrocław, unos obuses rompen
momentáneamente el silencio, el aire vibra mientras resplandecen unas luces,
se oyen unas detonaciones. Parece que celebraran que la guerra está llegando
a su fin.
En el lugar adónde se dirigen los prisioneros, la tierra retumba.
Mientras tanto, Silesia duerme en silencio y cubierta de nieve. De las
casas cercanas a la carretera llega el olor al humo del hogar y al pan recién
hecho.
No mires en esa dirección, prisionero. Detrás de ti va una calavera y una
ametralladora preparada para disparar. Tú tienes que seguir marchando hacia
delante.
Cuando te obliguen a dormir por la noche en un granero vacío o en el
calor de una pocilga y te tapes los pies mojados con un puñado de heno,
podrás dejar escapar a escondidas unas lágrimas de alegría por estar tumbado
en ese lugar, cerca de personas libres.
El camino que recorre los bosques de Pszczyna es muy oscuro de noche.
En la oscuridad resulta difícil diferenciar las siluetas de los prisioneros y las
de los SS que los vigilan. El ritmo de la marcha es el mismo, el esfuerzo
también, como si desfilasen en armonía. Sólo a veces la luna se asoma por
detrás de los árboles y deja ver en la espalda encorvada de un prisionero una
raya roja; en la de un alemán, una ametralladora.
¿Adónde marcháis esta noche oscura hombro con hombro, tú con la
ametralladora y tú con un estigma rojo punzó en la espalda? ¿Adónde vais, tú,
hombre libre, y tú, su enemigo?
El camino que tenéis por delante es amplio, pero en él no cabéis los dos.
Porque el prisionero marcha a su país y no le importa que el camino sea largo.
Quizá en una de las paradas, el prisionero aproveche para escaparse lejos
de tu ametralladora. Si lo logra, se arrodillará por la noche en un campo
desnudo y entre la nieve enterrará su uniforme a rayas y su número, y
después, escondiéndose de los alemanes, atravesará Silesia. Esta Silesia que

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ha servido en el ejército alemán y en el Volksstrum[66] acogerá al fugitivo de
un campo de concentración, le entregará su corazón, su corazón caliente. Se
pondrá a sus pies ofreciéndole lo mejor que tiene en su casa y lo acostará en
las sábanas del ajuar de su hija mayor, aquellas que guardaba para su boda.
O quizá seguirá el camino marcado por los cadáveres; viajará en un vagón
donde se le congelarán los pies, verá Wrocíaw, Gross-Rosen, Berlín,
Oranienburg, Ravensbrück, Neustadt-Glewe.
Quizá se va a acercar sigilosamente a los puestos de la gendarmería
pidiendo a san Roque que haga dormir a los perros de Silesia. Quizá cruzará
los puentes minados, las posiciones alemanas, cada vez más cerca de la línea
del frente, tan seguro como un niño a quien el Creador hubiese cogido en sus
brazos al oírlo gritar despavorido: ¡Dónde estás, Señor, que no te veo!
O quizá después de pasar toda la noche a las puertas de Ravensbrück,
después de cinco días con sus noches en un vagón descubierto, se meterá un
trozo de nieve en la boca soñando con un trago de agua.
Quizá seguirá caminando diez días pasando por las aldeas y ciudades de
Silesia que ahora están ocupadas por los alemanes, donde la muerte lo mirará
a los ojos más de una vez hasta que llegue a la montaña con la que soñó tantas
noches cuando estaba al otro lado de la alambrada. Quizá al ver de cerca el
coloso azul marino cubierto de bosques vírgenes oirá entre el susurro de
abetos la palabra «libertad» y sentirá pena por aquellos que ya nunca la
tendrán.
El camino es recto. El prisionero marcha oyendo la voz de la tierra en la
que laten los corazones de sus hermanos que cayeron en la lucha. Movido por
la fuerza de su voluntad camina para hacer el trabajo que los brazos de los que
se marcharon para siempre ya no podrán hacer. Él va a repoblar los bosques
calcinados, va a despertar la alegría en los ojos tristes de los niños, va a
construir una casa blanca en este país trágico por donde, cada cierto tiempo,
pasa un tanque de un millón de toneladas y destruye los hogares.
Y tú, hombre con la ametralladora, ¿adónde te diriges tú?

18 de julio de 1945

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SEWERYNA SZMAGLEWSKA (Przygłów -1916) Varsovia (1992) (
nació en Przygłów cerca de Piotrków Trybunalski , entonces en la parte
ocupada por las Potencias Centrales del Reino de Polonia el 11 de febrero
1916. Se graduó de la Universidad Polaca Libre y pasó a estudiar en las
facultades de lengua y literatura polacas de la Universidad Jagellónica de
Cracovia y la Universidad de Łódź .
Publicó sus primeros relatos a los 20 años. En 1942 es detenida y enviada
a Auschwitz. Allí permanecerá tres años, un periodo que abarca casi toda la
existencia de ese campo de exterminio nazi. Poco tiempo después de su
liberación, Szmaglewska escribe Una mujer en Birkenau, en el que plasma
sus vivencias como prisionera. En 1946 declaró como testigo en los Procesos
de Nüremberg, siendo una de los pocos polacos en declarar en dicho juicio y
Una mujer en Birkenau fue admitido como prueba ante el tribunal.
Después de la guerra se convirtió en una escritora de éxito. Inicialmente
se centró en sus experiencias en tiempos de guerra ( Nos une la ira, Inocentes
en Núremberg), con el tiempo también comenzó a publicar novelas para
adolescentes. Su novela más conocida Pies negros (publicada en 1960) se
convirtió más tarde en una exitosa película de 1986 de Waldemar Podgórski .
Murió el 7 de julio de 1992 en Varsovia.

Página 312
Notas

Página 313
[1]Nombre polaco de Auschwitz. [Esta nota, como las siguientes, es de los
traductores]. <<

Página 314
[2]La autora escribió esta introducción en 1945, antes de que se realizaran
investigaciones rigurosas sobre el número de muertos en el campo de
Auschwitz. Según los últimos estudios, se calcula que entre un millón y un
millón y medio de personas perdieron la vida en este campo. <<

Página 315
[3] Kapos: prisioneros o prisioneras que dirigían una cuadrilla. <<

Página 316
[4] Oberkapos: Kapos de rango superior en la jerarquía oficiosa del campo. <<

Página 317
[5]Lagerälteste: veterano o veterana; prisionero que llevaba mucho tiempo en
el campo y que por ello disfrutaba de ciertos privilegios. <<

Página 318
[6] Blockführerstube: edificio de la guardia de la SS. <<

Página 319
[7] Oberaufseherin: una SS que desempeñaba el puesto de guardia mayor. <<

Página 320
[8] Rapportführer: un SS responsable del recuento de los prisioneros. <<

Página 321
[9] Aufseherin: una SS en funciones de capataz o guardia. <<

Página 322
[10] Diminutivo de Danuta. <<

Página 323
[11] Del alemán Winkel, triángulo. Nombre que recibía en el campo el
triángulo que llevaban los prisioneros. <<

Página 324
[12]Funktionshäftlinge: prisioneros que desempeñaban algunas funciones de
vigilancia u organización por encargo de las autoridades del campo. Las
prisioneras polacas los llamaban «encargados». <<

Página 325
[13] Se refiere a los SS. <<

Página 326
[14]
Läuferin: corredora. En la jerga del campo, prisioneras que hacían de
mensajeras. <<

Página 327
[15] Lagerarzt: médico del campo. <<

Página 328
[16] En Polonia, se suelen repartir regalos a los niños en este día. <<

Página 329
[17]
En el argot del campo, «riqueza y bienestar». Se utilizaba para referirse
también a los almacenes. <<

Página 330
[18] Brotkammer: «panera». Lugar donde se distribuía el pan a los prisioneros.
<<

Página 331
[19]Consistía en contar a los prisioneros, condenando a muerte al que hiciera
diez. <<

Página 332
[20]En el capítulo 12, «El campo de batalla», se explica con más detalle la
historia de la Kapo Puffmutti. <<

Página 333
[21]Edvard Beneš (1884-1948). Político checoslovaco. Fue ministro de
Asuntos Exteriores (1918-1935) y presidente en dos ocasiones, de 1935 a
1938 y de 1946 a 1948. <<

Página 334
[22] Bekleidungskammer: «almacén de ropa», y también el comando que
trabajaba en él. <<

Página 335
[23] «Los sauces llorones han comenzado a mecerse»; canción popular polaca.
<<

Página 336
[24]En polaco, «mensaje entre presos». En la jerga del campo, mensaje que
enviaba un prisionero a otro. <<

Página 337
[25]Juego de palabras en alemán. Schiessen im Wind significa también
«pégate un tiro». <<

Página 338
[26] Lagerkommandant: comandante del campo. <<

Página 339
[27] Arbeitsführer: responsable de trabajo. <<

Página 340
[28] Strafkommando: cuadrilla disciplinaria. <<

Página 341
[29] Blockführer: un SS que desempeñaba la función de jefe de barracón. <<

Página 342
[30]Posten, «puestos de guardia». Se llamaba así a los SS que cumplían
funciones de vigilancia en los puestos de guardia que rodeaban el campo. <<

Página 343
[31]Links, links, links und links: A la izquierda, a la izquierda, a la izquierda y
a la izquierda. <<

Página 344
[32] Personas de origen alemán nacidas fuera de las fronteras del Reich. <<

Página 345
[33] Se acerca una visita importante. <<

Página 346
[34]Unterkunft: «acantonamiento». En Oświȩcim se llamaba así al barracón
donde se clasificaban, almacenaban y reparaban los utensilios más comunes
en el campo: los colchones de paja, las mantas, las ollas y las escudillas.
También recibía este nombre la cuadrilla que trabajaba en ese barracón. <<

Página 347
[35]Esta información es inexacta, ya que Oświȩcim tampoco desempeñaba
esa función. <<

Página 348
[36]Los primeros prisioneros llegaron a Oświȩcim el 14 de junio de 1940. Se
trataba de prisioneros políticos polacos, algunos de ellos de origen judío.
Probablemente, la autora se refiera al momento en el que se creó el campo,
que era usualmente el período más duro en la vida de un Lager. <<

Página 349
[37]Blocksperre: «cierre del bloque». Se refiere al encierro de los prisioneros
en los bloques. <<

Página 350
[38] Rapportschreiberin: prisionera que ayudaba en el recuento a las SS. <<

Página 351
[39]Arbeitsdienstführerin: una SS que era responsable de la Oficina de
Trabajo. <<

Página 352
[40]Vorarbeiterin: prisionera que hacía las funciones de capataz a las órdenes
de una Kapo. <<

Página 353
[41]Se refiere al punto azul que llevaban tatuado en sus caras las delincuentes
reincidentes. <<

Página 354
[42] Diminutivo de Walentyna. <<

Página 355
[43] En ruso en el original. <<

Página 356
[44]
Las familias polacas acostumbran a compartir una hostia consagrada en la
cena de Nochebuena. <<

Página 357
[45]
Lagerführer: un SS que estaba al mando del campo y a las órdenes del
Lagerkommandant. <<

Página 358
[46] Im Black Mützen ab!: ¡En el bloque, la gorra fuera! <<

Página 359
[47]Sonderkommando: cuadrilla de trabajadores que tenía la función de
conducir a los prisioneros a las cámaras de gas y de incinerar sus cadáveres.
<<

Página 360
[48]Rosemunde, nombre de mujer, aquí da título a una canción muy popular
en las filas alemanas durante la guerra. <<

Página 361
[49] Hauptscharführer: rango de la SS equivalente a sargento primero. <<

Página 362
[50]Oberscharführer: rango de la SS equivalente a sargento e inmediatamente
inferior al Hauptscharführer. <<

Página 363
[51] Polenfresser: devorador de polacos. <<

Página 364
[52] Ésta y la siguiente son calles de Varsovia. <<

Página 365
[53] Se refiere a Joseph Kramer, comandante de Birkenau. <<

Página 366
[54] Stabsgebäude: edificio sede de la jefatura de la SS en el campo. <<

Página 367
[55]
Ciudad del este de Polonia, liberada por tropas soviéticas en julio de 1944.
Cerca de esta ciudad se encontraba el campo de exterminio de Majdanek. <<

Página 368
[56] Conocida avenida de Varsovia. <<

Página 369
[57]
Alusión a la sirena que se encuentra en el escudo de Varsovia y en un
monumento muy conocido del centro de esa ciudad. <<

Página 370
[58] Acrónimos de Offiziers-Lager (campo de prisioneros de guerra para
oficiales) y Stammlager (campo para la tropa). <<

Página 371
[59]
Nombre del campo de concentración donde se internó en un primer
momento a los prisioneros del levantamiento de Varsovia. <<

Página 372
[60]Los habitantes de Varsovia tuvieron que evacuar la ciudad antes de que el
ejército alemán la destruyese. <<

Página 373
[61]
Volkslist: formulario mediante el cual podían solicitar la nacionalidad del
Reich quienes tuvieran origen alemán. <<

Página 374
[62] Durchbruchsversuche: intentos de romper la línea del frente. <<

Página 375
[63] Durchfall: diarrea. <<

Página 376
[64] Lungenentzündung: pulmonía. <<

Página 377
[65] Montaña de Polonia. <<

Página 378
[66] El Reich incorporó Silesia a su territorio y obligó a sus ciudadanos a
alistarse en el ejército alemán. <<

Página 379

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