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Textos EVAU 06 - Descartes

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6.

DESCARTES
Meditaciones metafísicas, Tercera Meditación: De Dios, que existe

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi
pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi
imposible, las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y
examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí
propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas
cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente,
pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada
fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y
se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo
lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.

Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos


de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero
¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer
conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la
cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan
clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora,
como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y
distintamente.

Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas
que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los
astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué
es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las
ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego
que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que
pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque
verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que
procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me
engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un
conocimiento que yo tuviera.

Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría,
como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía
con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado
que cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme
que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en
las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi
pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de
Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo
me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el
contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me
persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien
pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté
pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo
verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas
semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios
engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios,
los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así
decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios,
en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si
puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder
alcanzar certeza de cosa alguna.

Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación que me he
propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero en mi espíritu
a las que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos
géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.

De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene
con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera,
el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando
quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la
acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de
aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o
afecciones, y otros, juicios.

Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación
a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una
cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.

No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades;


pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos
cierto por ello que yo las deseo.

Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el
principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las
ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues
si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender
referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.

Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de
fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de concebir lo
que es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder
únicamente de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento
calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas
existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras
quimeras de ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu.

Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo
extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido
hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente
debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder
de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a
esos objetos.
La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que
experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo
se me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa
estoy persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo
diferente de mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo
que me parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en
mí su semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.

Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando digo
que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra “naturaleza” entiendo sólo
cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es
verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner
en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando
antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque,
además, no tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso,
que pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y
en la que pueda fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones
que también me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir
entre virtudes y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón
tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.

En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no
dependen de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que
esas inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre
concuerden con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla,
alguna facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en
efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando
duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme
con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban
asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había
gran diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos
ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el
género de las que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol me parece pequeño en
extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, de ciertas nociones
nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí de algún modo: según ella, el sol me
parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no
pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que
procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.

Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien
pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían
cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o
por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.

Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí,
hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto
que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad
alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como
imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy
distintas unas de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo
más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por
representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo
modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno,
infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas que
están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las
que me representan substancias finitas.

Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos
tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede
sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa
comunicársela, si no la tuviera ella misma?

Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más
perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.
Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que
los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la
realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe no puede empezar
a existir ahora si no es producida por algo que tenga en sí formalmente o eminentemente
todo lo que entra en la composición de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas
cosas, u otras más excelentes, que las que están en la piedra); y el calor no puede ser
producido en un sujeto privado de él, si no es por una cosa que sea de un orden, grado o
género al menos tan perfecto como lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de
eso, la idea del calor o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna
causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la
piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi idea nada de su realidad actual o
formal, no hay que juzgar por ello que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe
saberse que, siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de suyo
ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento, del cual es un modo.
Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe
haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo
menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay
algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas, por
imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está objetivamente o por
representación en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese
modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de la nada.
Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada en esas ideas,
no sea necesario que la misma realidad esté formalmente en las causas de ellas, ni creer
que basta con que esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo
de ser compete a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de ser
compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las primeras y principales) por su
propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso
no puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa
sea como un arquetipo, en el que esté formal y efectivamente contenida toda la realidad o
perfección que en la idea está sólo de modo objetivo o por representación. De manera
que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o
imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en
ningún caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.

Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y
distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo
ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda
saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por
consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente
de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea;
si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de argumentos que
puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado
todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.

Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y que no
ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas
corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejantes a mí mismo.
Mas, por lo que atañe a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o
ángeles, fácilmente concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición de
las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese
en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas
corpóreas, nada me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder de mí
mismo; pues si las considero más a fondo y las examino como ayer hice con la idea de la
cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la
magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y profundidad; la figura, formada por
los límites de esa extensión; la situación que mantienen entre sí los cuerpos diversamente
delimitados; el movimiento, o sea, el cambio de tal situación; pueden añadirse la
substancia, la duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la luz, los colores,
los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades perceptibles por el
tacto, todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta
ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas que
concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan
tan sólo seres quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque más arriba haya yo notado
que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal,
con todo, puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando
representan lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del
frío y el calor son tan poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el
frío es sólo una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si ambas son o
no cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede haber
ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que el frío es sólo privación de
calor, la idea que me lo represente como algo real y positivo podrá, no sin razón, llamarse
falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no es necesario que
atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas —es decir, si
representan cosas que no existen— la luz natural me hace saber que provienen de la
nada, es decir, que si están en mí es porque a mi naturaleza —no siendo perfecta— le
falta algo; y si son verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca
realidad que ni llego a discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por
qué no podría haberlas producido yo mismo.

En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay algunas
que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así, las de
substancia, duración, número y otras semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es
una substancia, o sea, una cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia,
y aunque sé muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre
ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar en que
representan substancias. Asimismo, cuando pienso que existo ahora, y me acuerdo
además de haber existido antes, y concibo varios pensamientos cuyo número conozco,
entonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales puedo luego transferir a
cualesquiera otras cosas.

Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de las cosas
corpóreas —a saber: la extensión, la figura, la situación y el movimiento—, cierto es que
no están formalmente en mí, pues no soy más que una cosa que piensa; pero como son
sólo ciertos modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la
substancia), parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente.

Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no
pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una substancia infinita, eterna,
inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a
todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo
por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos
convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay
que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga
la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una
substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que
verdaderamente fuese infinita.

Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por
medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por
medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente
que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto
modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la
de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me
falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por
comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?

Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por
tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según
dije antes de las ideas de calor y frío, y de otras semejantes); al contrario, siendo esta
idea muy clara y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay
idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y
falsedad.

Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera;
pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse
que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.

Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu
concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna
perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque
haya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi
pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda
comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que
concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también
infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la
idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.

Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las perfecciones
que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún modo, en potencia, si bien
todavía no manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy experimentando que mi
conocimiento aumenta y se perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que
aumente más y más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo
nada que me impida adquirir por su medio todas las demás perfecciones de la naturaleza
divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el poder de adquirir esas perfecciones,
tendría también el de producir sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que
eso no puede ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento
aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en
potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun se
aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en potencia, sino que
todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin duda
imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y
más, con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues jamás
llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios lo
concibo infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por
último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un
ser que existe sólo en potencia —el cual, hablando con propiedad, no es nada—, sino
sólo por un ser en acto, o sea, formal.

Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de conocer,
en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero
cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de
las cosas sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más
perfecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que,
efectivamente, sea más perfecto.

Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría
existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi
existencia? Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas
que, en todo caso, serían menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más
perfecto que Él, y ni siquiera igual a Él.

Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de mi


ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría, pues
me habría dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería
Dios.

Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles de adquirir
que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo —esto es, una
cosa o substancia pensante— haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por
mi parte, de muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de
esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi existencia, no
me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de muchos conocimientos de que mi
naturaleza no se halla provista; no me habría privado, en fin, de nada de lo que está
contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más
difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería (suponiendo
que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que poseo), pues sentiría que allí
terminaba mi poder.

Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición de que he


sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué
buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en
innumerables partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y
así, de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que
en este mismo momento alguna causa me produzca y —por decirlo así— me cree de
nuevo, es decir, me conserve.
En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo
que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de
la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de
que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación
y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.

Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si poseo algún
poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también dentro de un instante; ya que,
no siendo yo más que una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora,
más que de esta parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo
menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este modo sé con
evidencia que dependo de algún ser diferente de mí.

Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya sido
producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que Dios.
Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del todo evidente que en la
causa debe haber por lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que
soy una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa
que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que
piensa, y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza
divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí
misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las razones
antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de existir por sí, debe
tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente todas las perfecciones cuyas
ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su
existencia de alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual
razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado en grado
lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no
puede procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me
produjo, como de la que al presente me conserva.

Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido juntas
a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea de una de las
perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de manera que todas esas
perfecciones se hallan, sin duda, en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en
una sola causa que sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o
inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de las principales
perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal unidad y reunión de todas las
perfecciones en Dios no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya
yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no puede
habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera procedido de
suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese.

Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi origen, aunque sea
cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean ellos
los que me conserven, ni que me hayan hecho y producido en cuanto que soy una cosa
que piensa, puesto que sólo han afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual
pienso estar encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo.
Por tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse
necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un ser
sumamente perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está demostrada con
toda evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he recibido
de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, como las ideas de las
cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos
externos de mis sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está
en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino
decir que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento
mismo en que yo he sido creado.

Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea
como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea
algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios
me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta
semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por
la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo
conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y
aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo
tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y
cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia,
sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del
argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco
que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de
Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir,
que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar
alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni
nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador,
puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.

Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración de las
demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún
tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos
atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en la
medida, al menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos la fe
que la suprema felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la majestad
divina, experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque
incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es posible
en esta vida.

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