SEMINARIO MAYOR “LA ANUNCIACIÓN” DE CD.
ALTAMIRANO
ETAPA DE TEOLOGÍA
MATERIA: ESPIRITUALIDAD IV
PROFESOR: PBRO. DAVID VILLEGAS RAMÍREZ
ALUMNO: SEM. MOISÉS ASCENCIO CHÁVEZ
Reporte de lectura
I. Síntesis
CAPÍTULO III
CAMINO DE CONVERSIÓN
Urgencia del llamado a la conversión. El encuentro con Jesús vivo, mueve a la
conversión. Para hablar de conversión, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia,
que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata sólo de un modo distinto de pensar a
nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios
evangélicos. La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender
que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos
hace conscientes de que lo que hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados,
se lo hacemos a Cristo. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que se
pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el
cristianismo es sólo nominal. Para ser verdadero discípulo del Señor, el creyente ha de ser
testigo de la propia fe, pues el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con su
vida Conversión permanente.
Por tanto, la conversión en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en
el camino que el discípulo está llamado a recorrer siguiendo a Jesús, la conversión es un
empeño que abarca toda la vida. Es necesario, pues, renovar constantemente el encuentro
con Jesucristo vivo, camino que, como han señalado los Padres sinodales, nos conduce a la
conversión permanente. Esta conversión exige especialmente de nosotros Obispos una
auténtica identificación con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la
pobreza, a la cercanía, a la carencia de ventajas, para que, como Él, sin colocar nuestra
confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Espíritu, y de la Palabra
Guiados por el Espíritu Santo hacia nuevo estilo de vida.
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Por ello, a todos se les pide que profundicen y asuman la auténtica espiritualidad
cristiana. En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversión,
se entiende no una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo. Entre los
elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración.
La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. Jesucristo, evangelio
del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). La espiritualidad
cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz
y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su
peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular,
los cuales a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental y libres del peligro de
degenerar en mera rutina. Y Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al
consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la
dirección espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia.
Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo (Lv 19, 2). Podemos decir,
entonces, a santidad es la meta del camino de conversión, pues ésta no es fin en sí misma,
sino proceso hacia Dios, que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en
las obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16) Por ello, imitar la santidad de Dios,
tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor
en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (Lc 10, 25ss)
Jesús, el único camino para la santidad.
Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Con estas palabras Jesús se
presenta como el único camino que conduce a la santidad. Pero el conocimiento concreto
de este itinerario se obtiene principalmente mediante la Palabra de Dios que la Iglesia
anuncia con su predicación. Por ello, la Iglesia en América debe conceder una gran
prioridad a la reflexión orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles
Penitencia y reconciliación.
La conversión (metanoia), a la que cada ser humano está llamado, lleva a aceptar y
hacer propia la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. En ese camino de conversión
y búsqueda de la santidad deben fomentarse los medios ascéticos que existieron siempre en
la práctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perdón, recibido y
celebrado con las debidas disposiciones. La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de
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la cual no está exenta la Iglesia en América, y sobre la que he expresado mi preocupación
desde los comienzos mismos de mi pontificado, podrá superarse por la acción pastoral
continuada y paciente. A este respecto, los Padres sinodales piden justamente que los
sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebración del sacramento de la Penitencia, y
que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que lo reciban, sin que los pastores
descuiden su propia confesión frecuente.
CAPÍTULO IV
CAMINO PARA LA COMUNIÓN
La Iglesia, sacramento de comunión
Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe
firme que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidad en la distinción, el cual
llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria. s necesario
proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de la comunión querida por Dios, iniciada
en el tiempo y dirigida a su perfección en la plenitud del Reino. La Iglesia es signo de
comunión porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la
verdadera vid. Esta comunión, existente en la Iglesia y esencial a su naturaleza, debe
manifestarse a través de signos concretos, como podrían ser: la oración en común de unos
por otros, el impulso a las relaciones entre las Conferencias Episcopales, los vínculos entre
Obispo y Obispo, las relaciones de hermandad entre las diócesis y las parroquias, y la
mutua comunicación de agentes pastorales para acciones misionales específicas. La
comunión eclesial implica conservar el depósito de la fe en su pureza e integridad, así como
también la unidad de todo el Colegio de los Obispos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro.
La comunión de vida en la Iglesia se obtiene por los sacramentos de la iniciación
cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. El Bautismo es la puerta de la vida
espiritual: pues por él nos hacemos miembros de Cristo, y del cuerpo de la Iglesia. Los
bautizados, al recibir la Confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se
enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más
estrictamente a difundir y defender la fe. El proceso de la iniciación cristiana se perfecciona
y culmina con la recepción de la Eucaristía, por la cual el bautizado se inserta plenamente
en el Cuerpo de Cristo. Estos sacramentos son una excelente oportunidad para una buena
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evangelización y catequesis, cuando su preparación se hace por agentes dotados de fe y
competencia La Eucaristía, centro de comunión con Dios y con los hermanos.
La realidad de la Eucaristía no se agota en el hecho de ser el sacramento con el que
se culmina la iniciación cristiana. La Eucaristía continúa siendo el centro vivo permanente
en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial. Es, al mismo tiempo, sacramento-
sacrificio, sacramento comunión, sacramento presencia. La Eucaristía es el lugar
privilegiado para el encuentro con Cristo vivo. La Eucaristía es el lugar privilegiado para el
encuentro con Cristo vivo. Por ello los Pastores del pueblo de Dios en América, a través de
la predicación y la catequesis, deben esforzarse en dar a la celebración eucarística
dominical una nueva fuerza, como fuente y culminación de la vida de la Iglesia, prenda de
su comunión en el Cuerpo de Cristo e invitación a la solidaridad como expresión del
mandato del Señor: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 13, 34). La
necesidad de que los fieles participen en la Eucaristía y las dificultades que surgen por la
escasez de sacerdotes, hacen patente la urgencia de fomentar las vocaciones sacerdotales.
Es también necesario recordar a toda la Iglesia en América el lazo existente entre la
Eucaristía y la caridad.
La comunión en la Iglesia, precisamente porque es un signo de vida, debe crecer
continuamente. En consecuencia, los Obispos, recordando que son, individualmente, el
principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, deben sentirse
llamados a promover la comunión en su propia diócesis para que sea más eficaz el esfuerzo
por la nueva evangelización de América. Cada Ordinario debe promover en los sacerdotes y
fieles la conciencia de que la diócesis es la expresión visible de la comunión eclesial, que se
forma en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía en torno al Obispo, unido con el Colegio
episcopal y bajo su Cabeza, el Romano Pontífice. Un conocimiento más profundo de lo que
es la Iglesia particular favorecerá ciertamente el espíritu de participación y
corresponsabilidad en la vida de los organismos diocesanos. Una comunión más intensa
entre las Iglesias particulares
La Asamblea especial para América del Sínodo de los Obispos, la primera en la
historia que ha reunido a Obispos de todo el Continente, ha sido percibida por todos como
una gracia especial del Señor a la Iglesia que peregrina en América. La experiencia sinodal
ha enseñado también las riquezas de una comunión que se extiende más allá de los límites
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de cada Conferencia Episcopal. Los Obispos, que tienen el deber de impulsar la comunión
entre las Iglesias particulares, alentarán a los fieles a vivir más intensamente la dimensión
comunitaria, asumiendo la responsabilidad de desarrollar los lazos de comunión con las
Iglesias locales en otras partes de América por la educación, la mutua comunicación, la
unión fraterna entre parroquias y diócesis, planes de cooperación, y defensas unidas en
temas de mayor importancia, sobre todo los que afectan a los pobres.
Un sincero deseo de abrazar cordial y eficazmente a estos hermanos en la fe y en la
comunión jerárquica bajo el Sucesor de Pedro, ha llevado a la Asamblea sinodal a proponer
sugerencias concretas de ayuda fraterna por parte de las Iglesias particulares latinas a las
Iglesias católicas orientales existentes en el Continente. En este espíritu de comunión son
dignas de consideración varias propuestas de los Padres sinodales: que allí donde sea
necesario exista, en las Conferencias Episcopales nacionales y en los organismos
internacionales de cooperación episcopal, una comisión mixta encargada de estudiar los
problemas pastorales comunes; que la catequesis y la formación teológica para los laicos y
seminaristas de la Iglesia latina, incluyan el conocimiento de la tradición viva del Oriente
cristiano; que los Obispos de las Iglesias católicas orientales participen en las Conferencias
Episcopales latinas de las respectivas Naciones.
Como miembro de una Iglesia particular, todo sacerdote debe ser signo de
comunión con el Obispo en cuanto que es su inmediato colaborador, unido a sus hermanos
en el presbiterio. Ejerce su ministerio con caridad pastoral, principalmente en la comunidad
que le ha sido confiada, y la conduce al encuentro con Jesucristo Buen Pastor. Es deseo de
los Padres sinodales que se desarrolle una acción pastoral a favor del clero diocesano que
haga más sólida su espiritualidad, su misión y su identidad, la cual tiene su centro en el
seguimiento de Cristo que, sumo y eterno Sacerdote, buscó siempre cumplir la voluntad del
Padre. El sacerdote sea consciente de que, por la recepción del sacramento del Orden, es
portador de gracia que distribuye a sus hermanos en los sacramentos. Como testigos y
discípulos de Cristo misericordioso, los sacerdotes están llamados a ser instrumentos de
perdón y de reconciliación, comprometiéndose generosamente al servicio de los fieles
según el espíritu del Evangelio. Los presbíteros, en cuanto pastores del pueblo de Dios en
América, deben además estar atentos a los desafíos del mundo actual y ser sensibles a las
angustias y esperanzas de sus gentes, compartiendo sus vicisitudes y, sobre todo,
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asumiendo una actitud de solidaridad con los pobres. Procurarán discernir los carismas y las
cualidades de los fieles que puedan contribuir a la animación de la comunidad,
escuchándolos y dialogando con ellos,
para impulsar así su participación y corresponsabilidad. El trabajo de discernimiento de los
carismas particulares debe llevar también a valorizar aquellos sacerdotes que se consideren
adecuados para realizar ministerios particulares. A todos los sacerdotes, además, se les pide
que presten su ayuda fraterna en el presbiterio.
Ahora bien, el Continente americano cuenta con una juventud numerosa, rica en
valores humanos y religiosos. Por ello, se han de cultivar los ambientes en que nacen las
vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada e invitar a las familias cristianas para que
ayuden a sus hijos cuando se sientan llamados a seguir este camino. La responsabilidad
para reunir vocaciones al sacerdocio pertenece a todo el pueblo de Dios y encuentra su
mayor cumplimiento en la oración continua y humilde por las vocaciones. Los seminarios,
como lugares de acogida y formación de los llamados al sacerdocio, han de preparar a los
futuros ministros de la Iglesia para que vivan en una sólida espiritualidad de comunión con
Cristo Pastor y de docilidad a la acción del Espíritu, que los hará especialmente capaces de
discernir las expectativas del pueblo de Dios y los diversos carismas, y de trabajar en
común. Los formadores han de preocuparse de acompañar y guiar a los seminaristas hacia
una madurez afectiva que los haga aptos para abrazar el celibato sacerdotal y capaces de
vivir en comunión con sus hermanos en la vocación sacerdotal. Una atención particular se
debe dar a las vocaciones nacidas entre los indígenas; conviene proporcionar una formación
inculturada en sus ambientes. Los Padres sinodales han querido agradecer y bendecir a
todos los que consagran su vida a la formación de los futuros presbíteros en los seminarios.
La parroquia es un lugar privilegiado en que los fieles pueden tener una experiencia
concreta de la Iglesia. La parroquia debe renovarse continuamente, partiendo del principio
fundamental de que la parroquia tiene que seguir siendo primariamente comunidad
eucarística. Este principio implica que las parroquias están llamadas a ser receptivas y
solidarias, lugar de la iniciación cristiana, de la educación y la celebración de la fe, abiertas
a la diversidad de carismas, servicios y ministerios. Una atención especial merece, por sus
problemáticas específicas, las parroquias en los grandes núcleos urbanos, donde las
dificultades son tan grandes que las estructuras pastorales normales resultan inadecuadas y
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las posibilidades de acción apostólica notablemente reducidas. Una clave de renovación
parroquial, especialmente urgente en las parroquias de las grandes ciudades, puede
encontrarse quizás considerando la parroquia como comunidad de comunidades y de
movimientos. Parece por tanto oportuno la formación de comunidades y grupos eclesiales
de
tales dimensiones que favorezcan verdaderas relaciones humanas. La institución parroquial
así renovada puede suscitar una gran esperanza. Puede formar a la gente en comunidades,
ofrecer auxilio a la vida de familia, superar el estado de anonimato, acoger y ayudar a que
las personas se inserten en la vida de sus vecinos y en la sociedad. La parroquia renovada
requiere la cooperación de los laicos, un animador de la acción pastoral y la capacidad del
pastor para trabajar con otros. Las parroquias en América deben señalarse por su impulso
misional que haga que extiendan su acción a los alejados.
Por motivos pastorales y teológicos serios, el Concilio Vaticano II determinó
restablecer el diaconado como grado permanente de la jerarquía en la Iglesia latina, dejando
a las Conferencias Episcopales, con la aprobación del Sumo Pontífice, valorar la
oportunidad de instituir los diáconos permanentes y en qué sitios. Quedando a salvo la
libertad de las Iglesias particulares para restablecer o no, consintiéndolo el Sumo Pontífice,
el diaconado como grado permanente, está claro que el acierto de esta restauración implica
un diligente proceso de selección, una formación seria y una atención cuidadosa a los
candidatos.
La aportación de las personas consagradas al anuncio del Evangelio en América
sigue siendo de suma importancia; se trata de una aportación diversa según los carismas
propios de cada grupo: los Institutos de vida contemplativa que testifican lo absoluto de
Dios, los Institutos apostólicos y misionales que hacen a Cristo presente en los muy
diversos campos de la vida humana, los Institutos seculares que ayudan a resolver la
tensión entre apertura real a los valores del mundo moderno y profunda entrega de corazón
a Dios. También hoy el testimonio de la vida plenamente consagrada a Dios es una
elocuente proclamación de que Él basta para llenar la vida de cualquier persona. Esta
consagración al Señor ha de prolongarse en una generosa entrega a la difusión del Reino de
Dios. Por ello, a las puertas del tercer milenio se ha de procurar que la vida consagrada sea
más estimada y promovida por los Obispos, sacerdotes y comunidades cristianas.
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La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los
laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia.
Gracias a los fieles laicos, la presencia y la misión de la Iglesia en el mundo se realiza, de
modo especial, en la diversidad de carismas y ministerios que posee el laicado. La
secularidad es la nota característica y propia del laico y de su espiritualidad que lo lleva a
actuar en la vida familiar, social, laboral, cultural y política, a cuya evangelización es
llamado. América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas
en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia
vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. Hay un segundo ámbito en el que
muchos fieles laicos están llamados a trabajar, y que puede llamarse intra-eclesial. Padres
sinodales han manifestado el deseo de que la Iglesia reconozca algunas de estas tareas
como ministerios laicales, fundados en los sacramentos del Bautismo y la Confirmación,
dejando a salvo el carácter específico de los ministerios propios del sacramento del Orden.
A este respecto, los Padres sinodales han sugerido que las tareas confiadas a los laicos sean
bien distintas de aquellas que son etapas para el ministerio ordenado y que los candidatos al
sacerdocio reciben antes del presbiterado.
También, merece una especial atención la vocación de la mujer. Sin esta aportación
se perderían algunas riquezas que sólo el genio de la mujer puede aportar a la vida de la
Iglesia y de la sociedad misma. En varias regiones del Continente americano,
lamentablemente, la mujer es todavía objeto de discriminaciones. Por eso se puede decir
que el rostro de los pobres en América es también el rostro de muchas mujeres. La Iglesia
en el Continente se siente comprometida a intensificar su preocupación por la mujer y a
defenderlas de modo que la sociedad en América ayude más a la vida familiar fundada en el
matrimonio, proteja más la maternidad y respete más la dignidad de todas las mujeres.
Son muchas las insidias que amenazan la solidez de la institución familiar en la
mayor parte de los países de América, siendo, a la vez, desafíos para los cristianos. Se
deben mencionar, entre otros, el aumento de los divorcios, la difusión del aborto, del
infanticidio y de la mentalidad contraceptiva. Ante esta situación hay que subrayar que el
fundamento de la vida humana es la relación nupcial entre el marido y la esposa, la cual
entre los cristianos es sacramental. Es necesario prestar mayor atención pastoral al papel de
los hombres como maridos y padres, así como a la responsabilidad que comparten con sus
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esposas respecto al matrimonio, la familia y la educación de los hijos. No debe omitirse una
seria preparación de los jóvenes antes del matrimonio, en la que se presente con claridad la
doctrina católica, a nivel teológico, espiritual y antropológico sobre este sacramento. En la
familia tampoco puede faltar la práctica de la oración en la que se encuentren unidos tanto
los cónyuges entre sí, como con sus hijos. A este respecto, se han de fomentar momentos de
vida espiritual en común: la participación en la Eucaristía los días festivos, la práctica del
sacramento de la Reconciliación, la oración cotidiana en familia y obras concretas de
caridad. Así se consolidará la fidelidad en el matrimonio y la unidad de la familia.
Los jóvenes por igual, son una gran fuerza social y evangelizadora. Constituyen una
parte numerosísima de la población en muchas naciones de América. El proceso de
formación de los jóvenes debe ser constante y dinámico, adecuado para ayudarles a
encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo. Por tanto, la pastoral juvenil ha de ocupar un
puesto privilegiado entre las preocupaciones de los Pastores y de las comunidades. En
realidad, son muchos los jóvenes americanos que buscan el sentido verdadero de su vida y
que tienen sed de Dios, pero muchas veces faltan las condiciones idóneas para realizar sus
capacidades y lograr sus aspiraciones. La acción pastoral de la Iglesia llega a muchos de
estos adolescentes y jóvenes mediante la animación cristiana de la familia, la catequesis, las
instituciones educativas católicas y la vida comunitaria de la parroquia. Acompañar al niño
en su encuentro con Cristo.
Acompañar al niño en su encuentro con Cristo.
Los niños igualmente, son don y signo de la presencia de Dios. Hay que acompañar
al niño en su encuentro con Cristo, desde su bautismo hasta su primera comunión, ya que
forma parte de la comunidad viviente de fe, esperanza y caridad.
Por otra parte, entre la Iglesia católica y las otras Iglesias y Comunidades eclesiales
existe un esfuerzo de comunión que tiene su raíz en el Bautismo administrado en cada una
de ellas. Este esfuerzo se alimenta mediante la oración, el diálogo y la acción común. Las
propuestas concretas de la Asamblea sinodal sobre el conjunto de las Iglesias y
Comunidades eclesiales cristianas no católicas son múltiples. Se propone, en primer lugar,
que los cristianos católicos, Pastores y fieles, fomenten el encuentro de los cristianos de las
diversas confesiones, en la cooperación, en nombre del Evangelio, para responder al clamor
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de los pobres, con la promoción de la justicia, la oración común por la unidad y la
participación en la Palabra de Dios y la experiencia de la fe en Cristo vivo.
Ahora bien, en relación de la Iglesia con las comunidades judías, que de ese pueblo
nació Jesús, quien dio comienzo a su Iglesia dentro de la Nación judía. Se ha de evitar,
pues, toda actitud negativa hacia ellos, ya que para bendecir al mundo es necesario que los
judíos y los cristianos sean previamente bendición los unos para los otros.
Respecto a las religiones no cristianas, la Iglesia católica no rechaza nada de lo que
en ellas hay de verdadero y santo. Por ello, con respecto a las otras religiones, los católicos
quieren subrayar los elementos de verdad dondequiera que puedan encontrarse, pero a la
vez testifican fuertemente la novedad de la revelación de Cristo, custodiada en su integridad
por la Iglesia. La diferencia de religión nunca debe ser causa de violencia o de guerra. Al
contrario, las personas de creencias diversas deben sentirse movidas, precisamente por su
adhesión a las mismas, a trabajar juntas por la paz y la justicia.
II. Aportaciones importantes
-La conversión en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino
que el discípulo está llamado a recorrer siguiendo a Jesús, la conversión es un empeño que
abarca toda la vida.
-La Eucaristía continúa siendo el centro vivo permanente en torno al cual se
congrega toda la comunidad eclesial. Los diversos aspectos de este sacramento muestran su
inagotable riqueza: es, al mismo tiempo, sacramento-sacrificio, sacramento-comunión,
sacramento presencia.
- En un Continente en el que aparecen la emulación y la propensión a agredir, la
inmoderación en el consumo y la corrupción, los laicos están llamados a encarnar valores
profundamente evangélicos como la misericordia, el perdón, la honradez, la transparencia
de corazón y la paciencia en las condiciones difíciles.
III. Aportación personal
Estos dos capítulos leídos de esta exhortación son muy interesantes, por lo que
hablan y lo que significan dentro del anuncio del Evangelio, nos referimos a la conversión y
comunión. No se puede entender la una sin la otra, las dos para ser, necesita de la otra. En
cuanto a nuestro Continente falta bastante evangelización para que se puedan realizar las
dos; si hace más de dos décadas presentaba ya un gran reto ahora en este tiempo el reto es
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mucho mayor por la secularización que permea ya en cada comunidad católica. Al venir
arrastrando los males añejos se presenta difícil la nueva Evangelización, pero recordando la
Escritura “para el hombre es imposible, pero para Dios todo es posible”, solo de la mano de
Dios se podrá impregnar el mensaje de salvación en cada persona del continente americano.
Por eso, el papa en colegialidad con los obispo de América, resaltan la identidad y tarea de
los que conformamos la iglesia de América para lograr que todos seamos uno, desde el
obispo hasta los fieles laicos, así mismo, resalta los núcleos o sectores en donde se debe de
prestar mayor atención y las soluciones más factibles a la luz del evangelio como por
ejemplo: la dignidad de la mujer, los jóvenes, niños, etc… en conclusión, la nueva
Evangelización no es tarea de uno solo, sino de todos los bautizados, y nos corresponde a
nosotros que estamos al frente de una comunidad, hacerles llegar estas enseñanzas del
Santo Padre, San Juan Pablo II.
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