El Salto Cuantico - Carlos Daniel Marchio
El Salto Cuantico - Carlos Daniel Marchio
El salto cuántico
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Titivillus 22.09.16
SEÑOR R
Título original: El salto cuántico
Carlos Daniel Marchio, 2014
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Nota del autor
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Introducción
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instalaciones que la Agencia Espacial Europea poseía en París, Francia.
Sheena Reed sería la principal responsable del éxito de la misión. Su
abultado currículum había resultado crucial a la hora de tomar la decisión: con
tan solo 30 años de edad, ya llevaba en su haber tres de servicio en la Fuerza
Aérea estadounidense y nueve en la NASA, período en el cual realizó más
viajes al espacio exterior que sus restantes compañeros en conjunto, gracias a
sus dotes de excelente piloto y copiloto. Bill Johnson superaba en una década la
edad de su comandante y llevaba el mismo tiempo que ella al servicio de la
agencia espacial norteamericana. Compartieron entrenamiento en varias
oportunidades e incluso misiones, gestándose así una relación amena de
camaradería aunque no llegase jamás a rozar los estrechos vínculos de una
amistad. Johnson poseía los conocimientos técnicos adecuados para el diseño,
la operación y el mantenimiento de naves espaciales complejas, lo que resultó
un factor fundamental al momento de su elección.
Richard Spenter, por su parte, con 32 años, también era norteamericano
aunque siendo muy pequeño se había radicado en Alemania junto a su familia
por cuestiones laborales de su padre. Desde joven sintió gran interés por el
Universo y sus misterios, y cuando tuvo la edad suficiente decidió trasladarse a
estudiar Astronomía a Francia, donde se especializó en Matemáticas y obtuvo
doctorados que le proporcionaron el respeto y el reconocimiento suficientes
entre sus pares como para formar parte de selectos grupos como el que ahora
integraba.
Los tres realizarían un viaje de alrededor de 10.000.000.000 de kilómetros
antes de arribar a destino, en una nave de similar fisonomía a la del viejo
Challenger de fines del siglo XX. Detrás del motivo de la copia del modelo se
escondía una fuerte apuesta: con esta nueva y comprometedora misión se
perseguía una revancha, dejar en el pasado todo lo posible los recuerdos de la
trágica suerte que corrieron los protagonistas de la que hubiese sido la décima
del transbordador espacial. Nadie imaginaba que, a causa de factores exógenos,
el destino jugaría otra vez en contra. Para acortar el trayecto y realizarlo de la
forma más económica posible, sus creadores optaron por acoplarlo a Rama, un
asteroide errante de 30 kilómetros de diámetro (denominado de esa manera en
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honor a la novela homónima del célebre escritor de ciencia ficción Arthur C.
Clarke), cuyo rumbo resultaba el indicado si los cálculos no fallaban.
El 16 de agosto del año que nos ocupa, Rama pasó a 7.104.000 kilómetros
de la Tierra (jamás se acercaría más) y, tras dos horas de tensión y extrema
sincronización, Conqueror se posó sobre él para comenzar la travesía. El único
revés que impidió que a la maniobra se la catalogara como totalmente exitosa se
dio previo al acoplamiento: al avanzar la nave en dirección al cuerpo, varias
partículas la golpearon con la violencia de un proyectil disparado a velocidades
infernales, averiando equipamiento. De todas formas, como la lectura de daños
no arrojó datos preocupantes, los temores duraron lo que un suspiro y se
continuó con lo que urgía: la operación «ensamblaje». A nadie se le ocurrió
siquiera investigar si la computadora encargada de enviar esos informes
funcionaba de manera correcta. Lamentablemente, ese y otros, que
desempeñaron un rol fundamental en el futuro desarrollo de los
acontecimientos, no lo hacían.
Para que los astronautas sufrieran lo menos posible los efectos nocivos de la
ingravidez durante los años que duraría la misión, se los preservaría en
animación suspendida. Por aquellas épocas, el método era precario pero casi
totalmente eficaz, arrojando resultados aceptables en las pruebas realizadas en
la Tierra. El individuo, previamente sometido a rigurosos exámenes médicos
que ponían de manifiesto su excelente estado de salud (requisito indispensable
para someterse al proceso sin riesgos adicionales), era introducido en un
cubículo similar a un sarcófago de cristal que en pocos segundos se llenaba de
agua hasta el tope, la cual se congelaba también en instantes gracias a un efecto
freezer que producía un abrupto cambio de temperatura. El ritmo cardíaco y la
actividad cerebral, una vez disminuidos al límite, eran monitoreados
continuamente gracias a las almohadillas sensoriales que se adosaban al cuerpo
del sujeto, lo que permitía un control minucioso y continuo. «La persona pasa a
estado de hibernación en tan corto lapso que ni siquiera llega a percatarse de lo
que está sucediendo», narraba ante las cámaras Roger Muldon, el científico
creador del invento, poco después de su divulgación oficial, con la intención de
disipar cualquier duda que diera pie a controversia. Lo cierto (y celosamente
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oculto para la opinión pública) era que no ocurría tan así. Posteriores
investigaciones lograron poner de manifiesto que, durante esos pocos segundos,
el violento procedimiento causaba trastornos psíquicos en el 80% de los casos.
Hoy día, gracias a los avances tecnológicos, existen numerosas diferencias entre
el ancestral modelo y el actual, entre las cuales se remarca la sustitución del
hielo por una simple combinación de gases que permiten anestesiar previamente
al individuo y alcanzar la misma finalidad, solucionando el problema principal.
En este, el primer test en el espacio, el congelamiento y el posterior control
se realizaron previo al descenso sobre Rama, desde las centrales de la agencia
espacial estadounidense.
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historia espacial de la humanidad.
Mientras tanto, Rama y su carga surcaban el cosmos hacia sus confines,
dejando por siempre atrás los dominios de Término.
La misión Conqueror había fracasado.
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Capítulo I
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1.
La escena tenía lugar en un gran salón con forma de anfiteatro que, a pesar
de poseer la capacidad necesaria para ubicar a 102 personas sentadas, se hallaba
completo casi en su totalidad. El recinto constituía, junto con otros tres de
similares características, el ala más importante de la Universidad Astronómica
Lunar. En su centro, delante de una enorme pantalla de tela metálica blanca en
la que impactantes imágenes del cosmos se sucedían una tras otra, un hombre
disertaba acerca de los orígenes del Universo ante la mirada atónita de la
mayoría de sus alumnos. Aparentaba contar con alrededor de 45 años, aunque
su cédula de identificación personal revelara que se hallaba ya en la mitad de su
vida, con 62 recién cumplidos[5]. Uno de los pocos rasgos que colaboraba en la
insinuación de su verdadera edad era su pelo entrecano. Se llamaba Edward
Norton, y era el hijo del protagonista de la mayor catástrofe en la historia
espacial: el tristemente célebre Joseph Norton.
El profesor del curso número 586 aprovechaba esos, los últimos instantes
del ciclo lectivo, para continuar con una tradición personal, charlando acerca de
un tema que lo obsesionaba: la refutación de la famosa teoría del Big Bang, a
pesar de contar esta aún entonces con un gigantesco grado de aceptación entre
los científicos más destacados. En varias oportunidades había tenido problemas
con las autoridades de la Universidad por la mencionada actitud, pero él
persistía en el intento de abrir la mente de los estudiantes a otras opciones.
Norton sostenía incansablemente, entre otras cosas, que el concepto de una
enorme explosión producida de la nada «fue creado únicamente por y para
mentes conformistas». Que el verdadero problema radicaba en que el ser
humano se negaba a aceptar, por culpa de su limitada capacidad de
pensamiento, que se hallaba ante algo infinito, tanto temporal como
longitudinalmente hablando.
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—El Universo es el típico ejemplo de que no todo posee un principio y un
final. No podemos negarlo por el solo hecho de que todo lo que conocemos
cumpla con un ciclo vital. La gran afección que padece el hombre está dada por
su escaso raciocinio, que le impide creer en algo porque simplemente no lo
logra comprender…
Sus palabras no eran descabelladas, pero igual la mayoría de los presentes
(convencidos de lo contrario a lo largo de sus vidas por el resto de los docentes
y la sociedad misma) se codeaban entre sí mientras hablaban, efectuando
comentarios sarcásticos en voz baja. Otros se permitían esbozar una tímida
sonrisa al tiempo que meneaban su cabeza hacia uno y otro lado, en inequívoco
gesto de disentimiento. Norton no era ajeno a esos comportamientos, pero el
hecho no supo condicionar jamás su discurso.
—Es real —continuaba— que todos sus objetos componentes están en
constante movimiento, pero ¿qué factor permite aseverar que el Universo entero
se expande? ¿Ha llegado el hombre alguna vez al límite del espacio, o tal vez se
situó en un lugar arbitrario para contraerlo caprichosamente y manifestar que
hace 20.000.000.000 de años toda la materia partió de un mismo punto?
Recordemos que en el siglo XX los científicos más respetados hablaban de
«15.000.000.000 de años», porque disponían de elementos aún más precarios
que los actuales, que les impedían ver más allá…
A esas alturas del monólogo, ya pocos escuchaban. Segundos después, sonó
el timbre grave y prolongado que anunciaba el final de la clase y casi todos
abandonaron el recinto, mientras que un puñado de no más de 20 alumnos se
dirigía al encuentro del orador para felicitarlo por la forma en que había llevado
su curso durante el semestre. Era precisamente ese puñado el que, a diferencia
del resto, valoraba su esfuerzo y no lo condenaba por el error de su progenitor;
el que lo hacía seguir adelante año tras año. Tras estrechar la mano de la última
persona, el profesor recogió sus cosas y se retiró. Se topó en la entrada del salón
con Denis Jackson, una de las personalidades detestables por excelencia del
lugar. Jackson era un hombre calvo y gruñón de 102 años, y desde hacía 35 era
el encargado de mantener al tanto del desempeño de los docentes al decano de
turno.
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—Norton, sígame, por favor —el tono de su voz era imperativo y denotaba
hastío. Edward Norton sabía lo que seguiría a continuación. Escoltar al odioso
personaje por un extenso corredor y luego por el laberinto de oficinas del
pequeño edificio principal para desembocar en el Decanato. Era la hora de
rendir cuentas.
Luego de una corta caminata y un ascenso de 12 pisos por un elevador casi
tan silencioso como veloz, ambos arribaron a una gran sala de puertas
automáticas vidriadas y polarizadas que se abrieron también silenciosamente de
par en par en cuanto fueron detectados. Una mujer joven apostada en la entrada
tras un amplio escritorio negro de madera artificial, cubierto de papeles y
provisto de su ordenador correspondiente, los observó ingresar e intentó ocultar
una sonrisa bajando su cabeza al reconocer al titular del curso 586. «Edward,
¿otra vez tú aquí?», parecía preguntarle con su pícara mirada.
Continuaron avanzando hasta llegar a una nueva puerta doble de cedro
lustrado, que Jackson golpeó suavemente.
—Adelante —ordenó una voz grave y dura.
El viejo palmeó burlonamente el hombro de Norton y este atravesó en
soledad la entrada sin siquiera dedicarle una mirada. Tras un nuevo escritorio,
visiblemente más amplio que el anterior, lo esperaba el decano John Major,
quien con un frío y casi imperceptible gesto lo invitó a sentarse. El recién
llegado hizo lo que se le indicaba y aguardó en silencio a que su futuro
interlocutor iniciara la conversación, al tiempo que lo observaba con fijeza.
Major se tomó un minuto en el que culminó con la tarea de ordenar los
documentos diseminados por toda la superficie del mueble.
—Norton —comenzó, mientras se quitaba sus finos lentes—, me informa
Jackson que en el día de la fecha ha vuelto, por tercer año consecutivo, a
«permitirse» una opinión acerca de los orígenes del Universo ante su curso de
turno. Una opinión que dista de ser la que esta institución comparte e imparte.
¿Es eso cierto?
—Sí, señor, le han informado correctamente.
Major permaneció inmutable, clavando su vista en el rostro del profesor.
—¿Recuerda usted la charla que mantuvimos la última vez que nos vimos,
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señor Norton?
—Sí, señor, la recuerdo a la perfección. Fue aquí mismo, hace exactamente
un año. Sobre el mismo tema.
—¿Qué fue lo que le dije en esa oportunidad?
—Que no volviera a hablar del tema en clase, señor.
—¿Entonces?
El responsable de la institución comenzaba a impacientarse.
Norton se tomó unos instantes antes de contestar. Sustrajo una de las copas
con agua que ofrecía la graciosa mesa robotizada que se había acercado sin que
nadie la llamase, oficiando de mozo, y bebió un trago.
—Veo que es usted el que no recuerda, señor.
El decano quedó perplejo ante semejante respuesta. Nadie en los ocho años
que llevaba en el cargo se había dirigido hacia su persona de esa forma. Se
percató entonces de que, contrariamente a lo que él pensaba, no era temido por
la totalidad de sus subordinados. Igual, le permitió concluir.
—Cuando usted me lo dijo, le respondí que una entidad tan respetable como
esta no podía coartarle a ningún profesor la posibilidad de expresar sus ideas…
—Le advertí qué ocurriría si lo hacía —lo interrumpió en seco Major,
apuntándolo acusadoramente con el dedo índice de su mano derecha,
temblorosa a causa de la furia que comenzaba a invadirlo—. Voy a repetirle
esto por última vez, Norton. La Universidad Astronómica Lunar forma
científicos partiendo de una base esencial que es la teoría del Big Bang. El resto
del personal docente lo comprende. Me pregunto cuál es su problema.
—No es un problema, señor. Yo soy fiel a mis principios y mis creencias, a
diferencia de buena parte de mis colegas. Todo el mundo le cuestionó a
Cristóbal Colón en su oportunidad la aseveración de su teoría acerca de la
redondez de la Tierra. Afortunadamente, contó con los medios necesarios para
afirmarla.
—¡Suficiente! —gritó el decano, exasperado como cada vez que carecía de
argumentos en medio de una discusión—. Le decía que le advertí qué ocurriría
si volvía a abrir la boca y así será. Edward Norton, usted fue elegido para
integrar este equipo por sus cualidades sobresalientes, pero ni siquiera sus
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brillantes calificaciones ni sus recomendaciones me obligarán a rever la
decisión que tengo tomada. QUEDA DESPEDIDO. Tiene tres días para alistar
sus pertenencias y abandonar la Luna. Fuera de aquí.
Norton se puso de pie sin pronunciar palabra y sin pérdida de tiempo,
luchando por ocultar la sensación mezcla de ira y de impotencia que lo
embargaba, y abandonó el recinto escoltado únicamente por la mirada fija de
quien hacía tan solo escasos instantes había sido su superior. Desde el inicio de
la jornada, sabía que esa sería la suya última ejerciendo la docencia, por lo
menos en el satélite terrestre.
Tomó el tren subterráneo que lo depositaría en el enorme complejo
habitacional situado dentro del cráter Galileo, en el que convergían estudiantes
y empleados de la Universidad, a tan solo 15 minutos de distancia. Durante el
viaje y ya en su cuarto, permaneció con la mirada fija y perdida a la vez, desde
su ventana, en la enorme cúpula de metal blanco que albergaba a la casa de
estudios en la que se supo desempeñar desde 2394, escoltada a su derecha por el
edificio del profesorado y a su izquierda por la fábrica que esparcía por ambos
recintos el aire respirable, informalmente conocida como «la Caja de Oxígeno».
Salvo las construcciones señaladas, tres laboratorios diseminados y la base que
la NASA poseía en las cercanías del Mar de la Tranquilidad, el resto de la
superficie permanecía virgen, tal como la hallaran los primeros astronautas que
en ella descendieran en el año 1969.
Pasó una accidentada noche durmiendo de a ratos, soñando en sus
momentos de real descanso con su padre y su triste deceso. Despertó finalmente
a las 5 de la madrugada, con las imágenes aún frescas en su mente. Primero, el
rostro deshecho de su madre y sus palabras, entrecortadas por el llanto:
—Edward, no sé cómo decirte esto… Tu padre se suicidó.
Luego, el informe de los noticieros: «Esta mañana fue encontrado muerto el
científico Joseph Norton, mientras cumplía arresto domiciliario por el
Escándalo Conqueror. Aparentemente, se habría suicidado». Así era. Su
progenitor, abrumado por el insoportable peso de su error, había decidido dar
por concluidos sus 92 años de vida el 24 de mayo de 2355.
Su error… Un error que su descendiente llevaba tan a cuestas como aquel.
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Y ahora, con su actitud hacia una de las pocas entidades que le habían dado una
oportunidad de empleo obviando el oscuro pasado, el primero sentía que había
sido artífice de uno nuevo. «Al parecer se lleva en la sangre esto de fracasar»,
pensó con amargura. En realidad, se trataba de un fracaso por partida doble. Al
verse obligado a abandonar la Luna, también debería forzosamente abandonar
su proyecto personal.
No uno sino dos motivos habían llevado a Edward Norton a radicarse allí.
El primero, conocido, era la docencia, medio por el cual lograba en secreto
acercarse al segundo: intentar lavar la mancha que perseguía a su apellido. Su
visa laboral lo habilitaba también a trabajar ad honorem en el Centro de
Investigaciones de la base de la NASA, posibilidad que aprovechó con el objeto
de recabar la mayor cantidad de información posible acerca del Proyecto
Conqueror. Naturalmente, esos y otros tantos archivos solo estaban al alcance
del reducido personal autorizado: Mirko Orok (un serbio a cargo de la
Dirección), Samuel Johnston (responsable de Operaciones) y Emma Ridley
(jefa de Proyectos). Norton estaba bajo las órdenes de la doctora Ridley, una
mujer simpática e inocente a pesar de su larga experiencia en la vida. No le
resultó una tarea complicada ganarse su confianza. Con el tiempo, logró eso y
mucho más… Sabía perfectamente que no conseguiría los datos que buscaba
por boca de ella siendo un simple amigo, por lo que optó por llevar a cabo la
estrategia de cortejarla. Tanto él (que encaró la delicada labor sin otro motivo
que el de conseguir la información) como ella decidieron mantener su relación
en secreto de común acuerdo; de saberse, hubiera causado un revuelo colosal y
Norton se hubiera visto obligado a retirarse mucho antes, junto con su
compañera. Durante una de sus noches íntimas, había conseguido que su
amante le revelara inconscientemente su clave personal. A partir de su
obtención, pasó noches enteras en su oficina frente a la computadora, en las
cuales logró recoger una enorme cantidad de información aunque no la
suficiente como para proveerse, a través de cálculos matemáticos, de las
coordenadas que posibilitaran la ubicación actual de la nave. Esta tarea no
resultaba complicada contando con los elementos necesarios, pero sí
imprescindible, ya que dos años y tres meses después del desastre que
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involucrara a su padre, se había perdido todo contacto con ella a causa de una
nueva falla. Los esfuerzos volcados en su momento para hacerlo posible habían
sido por demás infructuosos.
El destacado profesor de Astronomía se veía obligado entonces a continuar
sus investigaciones de forma independiente desde Marte.
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—¿De dónde viene? Si me permite el atrevimiento, su palidez denota que
no acaba de pasar sus vacaciones en un lugar soleado.
—De la Luna.
—¿Estudiante, científico o profesor?
—Científico y exprofesor.
Respondió, rogando que sus palabras no dieran pie a un análisis de la
situación imperante en el satélite juntamente con un pedido de la narración de
sus experiencias personales. Fijó la vista en la ventana para que su interlocutor
corroborara por el espejo retrovisor su intención de continuar callado. Este,
echando un vistazo, se percató de ello al instante y no volvió a abrir la boca
hasta el final del recorrido.
Ya en las afueras de la gran urbe, el viaje se prolongó por otros 10 minutos,
durante los cuales no se sucedieron más que llanos rojizos cubiertos de
pastizales amarillentos (color usual de la flora, dada la composición del suelo),
paisaje solo alterado de vez en cuando por la aparición de alguna que otra
construcción. A pesar de ser Marte visiblemente menor en tamaño que su
vecino cuerpo celeste, la escasa cantidad de seres humanos sobrevivientes[6]
brindaba escenas como aquella, en las que se podían observar grandes
extensiones de terrenos prácticamente vírgenes.
El andar silencioso del vehículo y su falta de contacto con la carretera
habían logrado que a Norton lo asaltara un sopor inusitado. El único factor que
le impidió caer rendido ante el sueño fue la corta distancia que lo separaba de su
destino.
Llegó. Pagó el transporte y lo siguió con la mirada hasta que se perdió en
lontananza. Buscó en su bolsillo una vieja y fina llave computarizada con la que
abrió el candado de la verja que denegaba el acceso a todo foráneo. Atravesó el
árido terreno en el que alguna vez hubo un jardín y repitió la operación anterior
con la puerta principal de la casa, esta vez tecleando un código personal en el
minúsculo y sucio tablero situado a la derecha de la entrada, a la altura de su
pecho. A tientas halló el interruptor de la luz que una vez accionado permitió
que cuatro potentes focos, ubicado cada uno en un rincón, iluminasen la sala en
su totalidad. Muebles empolvados y varias enciclopedias de Astronomía sobre
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ellos permanecían en la misma posición en que los había visto por última vez,
hacía ya un año, durante sus más recientes vacaciones.
Subió las escaleras y arribó a su estudio. Una computadora sobre un
escritorio de trabajo y una biblioteca plástica negra de dos cuerpos atestada de
libros constituían el único amueblamiento de la sala. «Hay mucho trabajo por
hacer», pensó, y casi instantáneamente puso manos a la obra.
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NASA sabría que habían estado husmeado sus más secretos archivos sin previa
autorización. Tal vez su destino fuera la cárcel. Tal vez recibiera una mención
honorífica… Si no lo hacía, jamás se enteraría nadie, ni siquiera él, de qué era
lo que había visto, y lo más probable era que su existencia continuara sin pena
ni gloria hasta el fin de sus días. Sin titubeos se decidió por la primera opción,
convenciéndose a sí mismo acerca de que era un riesgo que debía correr, y
solicitó un enlace vía Internet al Centro Espacial Lunar.
En la Luna recibieron la noticia estupefactos por todo lo que implicaba. Su
detención quedó en suspenso, supeditada a la magnitud e impacto del
descubrimiento.
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El viaje de retorno se prolongó por cuatro largos años m.[10] Los ojos de
los astronautas se congestionaron producto de la emoción que causaba divisar el
hogar a tan escasa distancia. Súbitamente, la inquietud en sus mentes por la
resolución del misterio con el que se habían topado, y que aún no lograban
develar, volvió a golpearlos tan fuerte como el primer día, a pesar del sueño
criogénico que los mantuvo «ausentes» la mayor parte del período. Dos
robustas naves cargueras no tripuladas, que se hallaban prácticamente a la
misma distancia del planeta que los satélites artificiales que lo rodeaban,
aguardaban impasibles la llegada, con la delicada misión de asistir el descenso
de Conqueror, asiéndose a ambos lados para remolcarla literalmente hablando
hasta su destino final. El proceso total tomó ocho horas, durante las cuales la
nave de rescate soltó su presa y las dos nuevas realizaron su trabajo a la
perfección, comandadas por las hábiles manos de los expertos apostados en la
base.
El amartizaje fue impecable.
Una centena de personas autorizadas fueron al encuentro de los recién
llegados apenas se detuvieron los motores, pero solo la cuarta parte asistió a
Middlemass y su grupo. Del resto, únicamente tres agentes accedieron al
transbordador que llevaba dos cuerpos congelados y mil interrogantes, con el
objeto de verificar que todo estuviera en orden (dentro de los parámetros
esperados) y así dar el visto bueno para iniciar una nueva etapa: la de extracción
de las cámaras que contenían los mencionados cuerpos y la revisión minuciosa
de cada rincón para intentar dar con el tercero. Ese era el objetivo de los demás.
La operación se efectuó y su finalización dio pie a la siguiente. Un hombre
situado a 20 metros de distancia de la nave accionó los controles del vehículo
en que se hallaba, y este disparó desde el cañón instalado en su parte delantera
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un rayo láser azul que abrió un agujero de 15 metros de diámetro en la parte
lateral de la primera. El metal cedió como si se tratara de liviano aluminio. En
la boca de la abertura se situó un autoelevador y todo estuvo listo para el
descenso de las cámaras. Las dimensiones de estas impedían aplicar métodos
más ortodoxos para cumplimentar el trámite: los accesos no contaban con el
tamaño adecuado. Mientras tanto, 23 almas continuaban recorriéndola,
buscando afanosamente aunque en vano a Spenter o algún rastro de él. Otras 10
se ocuparon de desprender las jaulas de hielo que contenían a los astronautas,
abriendo los seguros que las mantenían sujetas al piso, y de llevarlas con sumo
cuidado hasta la salida improvisada. Una vez estas en el suelo, hizo su aparición
un gigantesco camión con su acoplado correspondiente, en donde fueron
colocadas para ser trasladadas con su contenido hasta el Centro Hospitalario
Newark, el de mayor envergadura del planeta. El lugar disponía de la última
tecnología en materia de cuidados intensivos, y por lo tanto contaba con los
medios necesarios como para atender a los astronautas en caso de urgencia, si
algo salía mal durante el proceso de la rehabilitación. El año anterior, el
presidente en persona había inaugurado la Sala de Atención Criogénica, dada la
gran demanda de servicios de lo que se convirtió en una industria de expansión
meteórica. A pesar del alto costo de la atención, muchas familias tenían por lo
menos uno o dos miembros que padecían enfermedades incurables y que
estaban dispuestos a ser congelados hasta tanto se encontrara una solución para
sus males, o simplemente otros que gozaban de plena salud y solo deseaban
revivir en un futuro lejano que les hubiera sido imposible palpar de otro modo.
Los responsables del traslado eran conscientes de que disponían de poco
menos de tres horas para lograr su objetivo, ya que los compuestos químicos del
agua congelada en la que estaban inmersos Spenter y Reed aceleraban el
proceso de calentamiento: de no respetarse el tiempo, el líquido volvería a su
estado primitivo al punto suficiente como para que los astronautas muriesen
ahogados sin remedio. Los pronósticos formulados previamente indicaron la
conclusión de la operación en 47 minutos, lapso que finalmente se cumplió,
pero de todas formas se tomaron los recaudos necesarios ante un eventual
imprevisto. Por ello, el camión y su correspondiente carga completaron los 10
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kilómetros que separaban el centro espacial del de alta complejidad, escoltados
por ocho vehículos gubernamentales (entre los que se distinguía un moderno
helicóptero de cuyos motores emanaba un leve zumbido, años luz distante de
los ensordecedores estrépitos de sus más antiguos antecesores) y a una
velocidad moderada. Las cámaras fueron cuidadosamente depositadas en la
amplia entrada del lugar y luego trasladadas en dos macizos tráilers remolcados
por igual número de automotores, de forma similar a la de los típicos carros de
golf, hasta la gigantesca sala redonda de la planta baja en donde se realizaban
las rehabilitaciones. Exactamente un piso más abajo se encontraba una
rectangular, de proporciones aún mayores: la «morgue» criogénica adonde se
depositaban los cubículos ocupados. La etapa más difícil ya había concluido
para los miembros de la NASA que tenían a su cargo la responsabilidad de
velar por las vidas de sus pares. Ahora, todo quedaba en manos del cuerpo
médico.
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9.
Lo primero que sintió Bill Johnson al regresar a la vida fueron los tenues
pero constantes golpes de electricidad recorriendo cada centímetro de su
cuerpo. Abrió nuevamente los ojos y el desconcierto se apoderó de él. Observó
a su alrededor los rostros preocupados de tres médicos sobre su persona en
lugar del de aquella mujer vestida de astronauta que, instantes antes (según su
percepción), se alejaba lentamente mientras otro hombre, que ya tampoco se
encontraba allí, accionaba los controles que llenaban de aquel líquido odioso la
celda hermética en la que se hallaba prisionero. Miró por sobre todo lo que tenía
a simple vista y se dio cuenta de que la nave que lo había albergado durante su
viaje hacia el infierno tampoco existía más. Las luces, los elementos quirúrgicos
apostados en las mesas a su alrededor y el atuendo de aquellas personas le
hacían suponer en forma acertada que lo habían trasladado a una especie de
centro de salud. De pronto, se sintió abrumado por las circunstancias. Al
eventual shock psicológico que causaban el proceso del congelamiento y la
rehabilitación (multiplicado por la cantidad de veces que lo había padecido) se
le sumaron su fatal experiencia en ese maldito planeta y la desorientación lógica
de haber sido modificado el espacio-tiempo en el que lo traían otra vez a la
realidad. «Finalmente me han atrapado», pensó. «No sé cómo lo han logrado,
pero lo cierto es que han dado con la nave y aquí estoy, de nuevo en Feeria, y
esta vez no podré escapar. Estoy rodeado». No soportó la situación y se quebró.
Comenzó a sollozar como un niño desamparado, ya que así se sentía, y se
recostó sobre su lado derecho, adoptando la posición fetal. Cerró sus ojos, pero
no pudo impedir que brotaran las lágrimas y recorrieran su rostro. Dos minutos
más tarde, los gemidos cesaron y volvió a abrirlos por un instante nada más,
pero estos ya no miraban, sino que se perdían en el infinito. No volvió a
moverse ni a emitir sonido alguno. Mientras tanto, los médicos presenciaban la
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patética escena con estupor, en el más absoluto de los silencios. Uno de ellos
observó a otro que parecía ser su superior. Este último, asintiendo levemente
con su cabeza, le autorizó a retirar el cristal que cubría la cámara y el primero
procedió a hacerlo, en forma manual, con movimientos lentos y calculados.
—Estén atentos —advirtió a sus compañeros en voz baja, con la finalidad
de que se preparasen para impedir un espontáneo pero comprensible intento de
huida.
No ocurrió nada. Johnson continuó en su posición. No pareció percatarse de
que estaba libre. Pero lo había hecho; no le interesaba. Pensaba que resultaría
inútil seguir luchando y se dejó vencer.
Varias manos lo abordaron y, sujetándolo firmemente, lo depositaron en una
camilla que se ubicaba a unos centímetros de distancia del lugar, en la cual lo
llevarían hasta una habitación cercana, custodiada, donde albergaban la
esperanza de que se repusiera en forma veloz. No hizo falta sujetarlo con
correas durante el trayecto, ya que no opuso resistencia alguna, y solo
procedieron a ello en la cama del cuarto por una cuestión de precaución.
Le costó dos días juntar el valor necesario para ver, lapso en el que no había
dormido más que de a ratos y se había limitado a orinar ayudado por la sonda
que tenía conectada a su pene. Abrió los ojos y vio la aguja que tenía
introducida en su brazo, por intermedio de la cual se le administraba el suero
que suplantaba al alimento que se negaba a ingerir. A los pies de su lecho, en un
asiento, una mujer rubia y delgada vestida con un delantal blanco había
interrumpido sus notas para observar el cambio producido en el paciente y, más
lejos aún, un guardia de seguridad apostado firmemente al lado de un enorme
ventanal se ponía en alerta al notar lo mismo. Recién entonces, Johnson reparó
en que los rasgos físicos de estas personas y las vistas últimamente se
asemejaban más a los de dos añorados pares que a los de la raza que había
tenido oportunidad de conocer durante su aventura. Su vista se depositó en
aquel sector que le brindaba acceso a la observación del paisaje fuera. Le llamó
poderosamente la atención divisar esas vastas y rojizas colinas que se extendían
en el horizonte.
—¿Dónde estoy? —balbuceó, sin apartar la mirada de su objetivo. Si se
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encontraba de nuevo en aquel planeta, estaba en una zona jamás vista con
anterioridad.
—Buenos días, señor Johnson —contestó la doctora Jensen—. Me alegra
mucho tenerlo de vuelta con nosotros. Hay mucho de que hablar.
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Capítulo II
SEÑOR R
1.
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2.
SEÑOR R
respiración.
—¿Dó… Dónde está mi hijo? —inquirió, tomándole el brazo y presionando
inconscientemente con tal fuerza que obligó a la mujer a deshacerse de él de un
tirón, al tiempo que se ponía de pie y retrocedía unos pasos con el objeto de
tomar distancia. Comenzaba a inquietarse.
Bill Johnson, quien la observaba con ojos desorbitados, atinó solamente a
dar esa pregunta como respuesta tras otro pequeño lapso en que intentó asimilar
la apabullante realidad. El cambio inmediato en el semblante de su interlocutora
lo inquietó aún más.
—Bill: su hijo… Mi padre…
Tragó saliva, tomó coraje y alzó nuevamente la vista.
El hombre sintió que la palabra «murió» le taladró lisa y llanamente el
cerebro: los vestigios de cordura que restaban en él lo abandonaron en forma
automática, pero el cuerpo médico que presenciaba la escena desde el cuarto
adjunto, gracias a la videocámara instalada en un rincón de la habitación, no
notó desde la perspectiva que tuviera ninguna alteración en su semblante; recién
daría cuenta de ello por posteriores estudios que realizarían al paciente.
Christina fue la primera persona en saberlo: tiempo después, manifestaría a las
autoridades y a la prensa que vio en los ojos de su abuelo tras sus últimas
palabras un cambio que no podía explicar pero que efectivamente demostraba
que se había producido. «Fue como si su mente hubiese hecho un clic y algo
dentro suyo se hubiera perdido. Continuó mirándome fijamente, pero a la vez
ya no me miraba. Luego, apartó sus ojos de mí y quedó recostado boca arriba
sin volver a moverse, en completo silencio». Textuales palabras de la testigo.
Trataron de recuperar al astronauta con extenuantes sesiones de imágenes y
técnicas estimulantes durante dos largos meses, pero jamás reaccionó: se sumió
en un estado de autismo total para no salir jamás de él. La conclusión final de
los expertos fue exacta, salvando las diferencias en la comparación: su psiquis
se sobrecargó de datos que no pudo asimilar y «se cayó», cual un sistema
computarizado en el que se ingresa al mismo tiempo demasiada información de
carácter complejo.
La única esperanza que le restaba al mundo para saber qué había ocurrido
SEÑOR R
con Conqueror recaía ahora en una sola persona: Sheena Reed. Los rezos por su
pronta recuperación se multiplicaron.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
noche tras noche, de Edward Norton, que seguía los acontecimientos desde su
distante base joviana. El profesional respetó su posición y evitó insistir.
Iniciaron una animada charla sobre temas ajenos al central que se prolongó por
una hora, donde él formuló más respuestas que preguntas dada la lógica avidez
de la mujer por información acerca de aquel mundo nuevo en que le tocaba en
suerte continuar su existencia. Se percató del tiempo transcurrido luego de
consultar el cronómetro digital sujeto a su muñeca izquierda y abandonó el
recinto, no sin antes dedicarle unas últimas palabras.
—Debo dejarla por ahora, señorita Reed, para atender otras tareas —le dijo
tomándola suavemente de la mano, como quien realiza una confesión—. Trate
de descansar. Pronto volveré para que iniciemos la rehabilitación: ha pasado
mucho tiempo en posición horizontal y debe recuperar fuerzas. Yo estaré con
usted.
La puerta se deslizó silenciosamente tras su figura y ella volvió a quedar en
soledad, sumida en sus pensamientos, observando fijamente el paisaje que
ofrecía la ventana que daba al exterior.
Quince minutos más tarde, ingresó una enfermera alta de piel morena,
portando una bandeja con un peculiar desayuno: una jarra de leche para
abastecer su sistema óseo de la dosis de calcio necesaria y varias tostadas de
pan integral, untadas con una pasta color verde musgo que producía rechazo
con su sola observación.
—Es un producto elaborado por el hospital, rico en nutrientes. Pruébelo. Su
sabor es similar al del paté —fue toda la respuesta que obtuvo al consultar por
la composición del alimento. Pensó que ni siquiera ella estaba segura de qué era
aquello.
Lo probó con desconfianza y antes de lo previsto se halló devorándolo con
un apetito voraz. El doctor Long volvió a aparecer y la sorprendió en pleno
acto. Intercambió una sonrisa cómplice con su ayudante al observarla, como
diciendo «Te aseguré que comería», se sentó a su lado y comenzó a analizar la
hoja de papel que traía en sus manos. Era el plan de entrenamiento.
SEÑOR R
4.
SEÑOR R
—La celda del señor Johnson es la cuarta a nuestra derecha. Dispone de
todo el tiempo que crea conveniente para verlo, pero le advierto que le será
imposible lograr dialogar con él. Ha permanecido en silencio desde su arribo,
sumido en un estado de autismo total. No habla. Ni siquiera osa moverse. Le
suministramos sus alimentos por vía intravenosa porque se niega incluso a
comer.
A Reed le resultó chocante oír la palabra «celda». No sabía por qué se
habían referido a ella como tal y no simplemente como una habitación. Tal vez
era por la forma en que los habitáculos eran vigilados. Su compañero de viaje
no era un preso, por lo que consideraba inadecuado que se asociaran a él
términos tales como aquel, pero no hizo ninguna observación al respecto.
Llegó al lugar y su interlocutor le informó que la esperaría afuera. Su
custodio, mientras tanto, hizo un ademán señalando su intención de
acompañarla, pero ella lo rechazó. En ese instante, Muffin le advirtió:
—Señorita Reed, por cuestiones de seguridad resulta imprescindible que su
custodio la escolte. Él llevará este dispositivo —le mostró en ese momento un
artefacto pequeño, similar a una pistola de rayos láser— como prevención si
acontece algún hecho inesperado. Es un arma que emite ondas paralizantes en
caso de resultar necesario. El sujeto no resulta herido sino solo atontado el
tiempo suficiente como para que puedan abandonar la celda.
«Otra vez esa maldita palabra», pensó ella. Aceptó de mala gana y se
adentró en la habitación.
Ingresó al pequeño recinto acompañada de su custodio.
El único mueble que se hallaba dentro de la estancia, contra una de las
cuatro paredes y a los pies de un ventanal que daba a un patio interno, era un
camastro de una plaza. Sobre él, recostada, yacía la figura de su compañero de
viaje. Reed se acercó a Johnson lentamente, sin producir sonido alguno.
Mientras lo hacía, iban aflorando detalles en su persona, producto de la
proximidad creciente. Lo notó visiblemente desmejorado: pálido, ojeroso y muy
delgado. Un gran número de canas se había dado paso entre su raleado cabello,
otrora fuerte y vigoroso.
Se sentó a sus pies, y comenzó a observarlo fijamente, siempre en silencio.
SEÑOR R
El guardia de seguridad se había quedado en la entrada y seguía desde allí la
escena hasta en el más mínimo de sus detalles. Ninguno de los dos
protagonistas parecía tenerlo en cuenta.
—Bill… —suspiró ella casi imperceptiblemente al tiempo que acercaba su
mano izquierda hacia la pierna de Johnson y la depositaba con suavidad sobre
ella—. Así que era cierto… Aquí estabas.
El silencio volvió a invadir la sala. Su excompañero parecía no oírla. Ni
siquiera se presentaba el menor signo en su semblante que hiciera pensar que se
había percatado de su presencia.
—Sé que esto fue muy duro —continuó ella—. Sé que perdiste a tus seres
amados, incluso a tu planeta. Lo hemos perdido los dos. Pero estamos a salvo,
con los nuestros nuevamente —suspiró y se quedó pensativa un instante,
mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas—. Ojalá te
recuperases. Tenemos tantas cosas de que hablar…
No hubo el menor cambio.
Convencida entonces de que aquel hombre jamás despertaría de su letargo,
decidió no perturbarlo más. Se quedó nuevamente en silencio, pensando un
instante. Cuando se dispuso a ponerse de pie para abandonar el lugar, sintió que
una mano se aferraba con fuerza a la suya. Volvió su vista y se encontró con los
ojos de Johnson, que ahora la miraban fijamente. Un halo de suspenso y tensión
invadió el ambiente. El custodio encargado de la seguridad de la visitante se
aprestó a intervenir, preocupado y sorprendido a la vez, pero un gesto de
advertencia hacia él por parte de ella con su mano libre lo obligó a permanecer
inmóvil.
—El infierno existe. Se aproxima la hora —gruñó dificultosamente el
astronauta, con una voz gutural. Luego de sus palabras, volvió la vista hacia el
vacío y, tras unos instantes, su efímero vigor lo abandonó y la mano con la que
aferraba a la mujer volvió a desplomarse, laxa, a un costado.
Sheena Reed saltó del camastro como impulsada por una fuerza
sobrenatural producto de su sorpresa, alejándose de aquella persona que le
había hecho una confesión sobre la cual ya sabía, y abandonó la sala. Fue
entonces cuando decidió que ya era el momento de relatar su historia al mundo.
SEÑOR R
Volvió a su casa turbada pero dispuesta a entrevistarse con Norton, a quien
no condenaba por el hecho de que su padre fuese el responsable de los
acontecimientos y su propia suerte. Por el contrario; lo sabía portador de una
cruz injusta. Y consideró apropiado que fuese él quien primero la escuchase en
una entrevista que le concedió a puertas cerradas. Lo creía merecedor de ello
por ser el hombre que los rescatara.
Se dispuso entonces a cumplir con el pedido que le habían efectuado,
viéndose en la necesidad de explicar muchas cosas, sin saber a ciencia cierta
cómo hacerlo. Temía en su interior el impacto de sus revelaciones. Contaría qué
había sucedido con Richard Spenter. Contaría que, efectivamente, los
tripulantes de Conqueror no habían permanecido sumidos en su sueño
criogénico hasta que fueron rescatados por sus pares terrícolas (ahora,
marcianos). Contaría la aventura que había tenido lugar en ese lapso. Y,
fundamentalmente, contaría la historia de una civilización amenazante pero que
a la vez explicaría muchos de los misterios de la humanidad que hasta esa fecha
carecían de respuesta, entre los cuales se hallaban la certeza de que no
estábamos solos en el Universo y hasta el mismo origen de la vida en la Tierra.
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Capítulo III
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
con el objeto de recobrar antes que nada el completo dominio de sus facultades
mentales y físicas. De todas formas, no hubiera podido moverse hasta que
terminase el proceso de reanimación que permitiese quitar de sus músculos el
entumecimiento causado por su período de hibernación. Una hora más tarde, el
cristal que la mantenía presa se elevó en vertical desde el sector ubicado por
sobre su cabeza, y ella quedó en libertad. Lentamente, comenzó a extraer de su
cuerpo semidesnudo los electrodos que la habían monitoreado hasta entonces,
con movimientos torpes y temblorosos de su mano derecha a consecuencia de
su todavía débil estado. Se incorporó con cuidado y permaneció sentada otros
cinco minutos. Observó en ese lapso la «liberación» de Johnson y luego la de
Spenter. Antes de intentar ponerse de pie, dirigió su mano hacia un sector
cercano en la parte inferior de su lecho y presionó un botón triangular,
activando un dispositivo que hizo abrir una gaveta ubicada debajo de él.
Aquella expulsó un pequeño brazo mecánico que sostenía en su extremo,
gracias a dos pinzas metálicas, un vaso plástico similar a los de café, pero que
contenía en su reemplazo un espeso líquido azul verdoso. Se trataba de un
complejo vitamínico de rápida acción que le devolvería a su cuerpo
prácticamente al instante gran parte de la fuerza que la había abandonado a
causa de su prolongado reposo. Reed lo tomó con ambas manos para sostenerlo
con mayor seguridad e ingirió la bebida en tres sorbos cortos. Sintió enseguida
el efecto, y el vigor volvió a sus extremidades en forma casi instantánea. Luego,
de un impulso llegó hasta la baranda colocada estratégicamente a media altura
de cada una de las paredes de la sala con el objeto de servir de apoyo a los
tripulantes una vez reanimados. Caminó unos pasos, siempre sostenida, y
alcanzó con un envión la mesa redonda ubicada al otro extremo para sentarse
unos minutos en una de las tres sillas que la circundaban. Aún no se hallaba
física ni mentalmente lúcida en su totalidad. Contempló entonces todo cuanto se
hallaba a su alrededor. Supo, cuando posó su vista en el armario frente a ella,
que algo andaba mal. Las puertas estaban abiertas y su contenido (frascos y
tubos de plástico en su mayoría, cuya finalidad sería transportar muestras de
Término), desparramado sobre el suelo. Parte de este se encontraba lo
suficientemente lejos como para saber que aquel desorden no se había
SEÑOR R
producido por un simple cimbronazo de la nave, sino por uno o varios de
magnitud más importante. Reed no había reparado en ello hasta ese momento.
La mesa, la silla en la que ella reposaba y las otras permanecían en su sitio
únicamente debido a que se hallaban fijas al suelo (estas últimas solo podían
moverse hacia los lados gracias a un dispositivo colocado para tal fin en cada
una de sus bases). ¿Qué causas habrían hecho desplazar a la nave en esa forma
tan abrupta? ¿Un acoplamiento a Rama más desprolijo de lo que se esperaba?
¿En qué condiciones estaría el resto del instrumental ubicado en las demás
salas? No podía esperar la rehabilitación de sus compañeros para hacérselos
saber; tenía que averiguarlo con urgencia. Flexionó sus piernas un par de veces
para acelerar la irrigación de la sangre, al tiempo que las frotaba enérgicamente,
y se puso de pie, ya sin ayuda. Abandonó el recinto y se dirigió con lentitud a la
sala de mandos para verificar que todo estuviese bajo control. No se topó con
más desorden porque no restaba nada que desordenar, pero lo que vio fue
mucho más perturbador. Allí, frente a ella, el material aislante transparente
mediante el cual el comandante de turno accedía al panorama externo, opacado
más que lo habitual, no ofrecía la vista del planeta objeto de aquel viaje sino de
un cuerpo más pequeño, oscuro y extraño.
SEÑOR R
2.
SEÑOR R
sorpresa y espanto a la vez—. ¡Sheena! ¿Qué demonios te sucede? ¡Richard
está herido!
—Bill… —contestó con un hilo de voz, enfocando por fin su vista en él—.
Bill… ¿Dó… Dónde estamos?
Johnson continuó mirándola unos instantes, esforzándose inútilmente por
comprenderla. Entonces ella volvió su vista hacia el espacio y quedó
nuevamente en silencio. Él hizo lo mismo, y descubrió el horror.
En ese momento, sintieron un leve espasmo en la nave: se había puesto en
movimiento.
—Bill… ¿qué está pasando?
Nadie lo sabía, pero lo que era seguro era la suerte que correrían: Conqueror
iba directamente hacia aquel extraño y misterioso cuerpo que estaban
observando.
Johnson se apartó del lado de Reed y se dirigió al tablero de comandos sin
pensarlo un segundo. Tomó el asiento del piloto y comenzó a accionar
frenéticamente los controles, pero nada sucedió. Alguna clase de fuerza
misteriosa y desconocida se había apoderado de su nave, al tiempo que la
impotencia y la desesperación hacían lo propio con él.
Aguardó un minuto en silencio, recorriendo con su vista cada extremo en el
tablero, tratando de hallar una explicación lógica a todo aquello, pero no pudo
lograrlo. Intentó entonces reordenar sus pensamientos. Dio media vuelta y
encontró a Reed aún estática en su lugar, sin reacción.
—Sheena… Vé a asistir a Richard. Te necesita. Está herido.
Su compañera era la indicada para asistirlo dados sus conocimientos en
primeros auxilios, un requisito excluyente que debía poseer al menos uno de los
tres tripulantes. Estaba allí, pero todavía lo oía sin escucharlo.
—¡SHEENA!
El último llamado, a gritos, pareció despertarla de su letargo: cambió su
semblante ausente, pareciendo volver a la realidad, y dirigió su vista hacia él,
aunque seguía aturdida.
Volvió a repetir su pedido, que sonó más como una orden que como tal.
Reed abandonó la sala sin emitir sonido y entonces él volvió a su tarea de
SEÑOR R
intentar recobrar el control de la nave. Pronto supo que cualquier esfuerzo sería
totalmente inútil, y se dirigió en su ayuda.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
observar a un lado y a otro los múltiples informes que surgían sorpresivamente
a su disposición. Se acercó al medidor de los datos climáticos del ambiente
externo porque algo le llamó la atención al pasear su vista por allí. Los informes
comenzaron a aparecer uno por uno: temperatura, presión, gases que componían
la atmósfera, etcétera. Todo indicaba que el clima era apto para el desarrollo
humano. Johnson frunció su ceño y adoptó una postura que denotaba sorpresa y
desconfianza a la vez. Algo debía andar mal. Esa información no podía ser
correcta. Intentó una vez más accionar los mandos, sin suerte; continuaban sin
responder. Se inclinó hacia delante apoyando ambas manos sobre la consola,
aún observándola fijo, meditando a la vez. De pronto, una alternativa invadió su
mente.
—Rob —pensó en voz alta.
Se dirigió con paso veloz al laboratorio. Para arribar allí, debía atravesar
forzosamente el salón central donde se hallaban sus compañeros. Irrumpió en él
como llevado por un rayo. Reed y Spenter se hallaban aún en el suelo, algo más
calmados, por lo menos hasta divisarlo.
—¿Qué está pasando? —inquirieron al unísono.
—Aún no lo sé, pero voy a averiguarlo —contestó el recién llegado, sin
detenerse o siquiera mirarlos.
Al pasar al lado de Spenter, se agachó hacia él depositando la mano más
cercana en el hombro de su brazo sano y continuó hasta las escaleras que se
hallaban en un extremo del cuarto, descendiendo los peldaños de dos en dos.
Reed, apostada junto al herido, se levantó al instante con la intención de
averiguar qué era lo que Johnson tramaba. Comenzó a seguirlo, pero se detuvo
a mitad de camino para observar a su otro compañero, a la espera de una
autorización para realizar la tarea.
—Vé a ver qué sucede. Estaré bien.
Al oír la respuesta esperada, reanudó su persecución. Bajó al piso inmediato
inferior. La escalera daba a un pasillo angosto, muy iluminado gracias a una luz
blanquecina que se extendía por un único tubo a lo largo del techo. El corredor
oficiaba de nexo entre un dormitorio con su cuarto de baño y un depósito, a la
derecha e izquierda respectivamente de quien caminara hacia el laboratorio al
SEÑOR R
final de este, en la parte trasera de la nave. Hacia el otro extremo, solo se
hallaba una nueva escalera que permitía el acceso al piso inferior donde estaba
la cápsula que los resguardaría ante una eventual necesidad de evacuar el
transporte principal, por intermedio de la cual también se alcanzaba la
compuerta que daba paso a los astronautas hacia el exterior. Reed llegó hasta la
entrada y se detuvo a observar la escena. Johnson trabajaba enérgicamente
sobre la mesada rectangular erigida en el centro del lugar, donde había un
pequeño robot oruga, cuya parte superior era similar a la del cuerpo humano,
con su respectivo torso, brazos y una cámara con espectrómetro incluido en
lugar de la cabeza. Reemplazaba las piernas una estructura de forma
rectangular, provista de dos cintas metálicas acanaladas regulables a los lados
que permitían su desplazamiento en casi cualquier tipo de terreno (de ahí su
nombre).
—Bill, ¿qué haces con Rob?
—No estoy preparando un cóctel —fue la seca respuesta que dio, sin dejar
de efectuar su tarea—. ¿Qué supones que estoy haciendo?
Reed perdió la poca paciencia que le quedaba.
—¡Johnson, como comandante en jefe de esta misión exijo explicaciones
inmediatamente!
No quedaba el menor vestigio de la persona titubeante de una hora atrás.
Siempre se había caracterizado por ser una mujer fuerte que sacaba pecho ante
situaciones adversas, solo que esta vez el impacto primero había sido
demasiado duro hasta para ella.
Johnson quedó sorprendido por la actitud, pero admitió en su interior que
necesitaba algo de ese trato riguroso para volver a la realidad. Su relación con
su superior fue siempre cordial, más acorde a compañeros de un mismo rango
dado el tiempo que llevaban de conocerse, mas no por ello debía exceder los
límites de confianza establecidos.
—Lo siento, Sheena —dijo mientras llevaba sus manos a la cabeza en un
gesto de hastío—. La situación me supera…
Su interlocutora se acercó hasta él, se apostó a su lado y con su mano
izquierda levantó su rostro para que sus ojos encontraran los de ella y dejase de
SEÑOR R
perder la vista en el suelo. Situaciones como aquella enmarañaban los
sentimientos del astronauta a pesar de saber que ella lo hacía inocentemente,
solo con la finalidad de adoptar un rol maternal-protector.
—Bill, ¿qué está sucediendo?
El rompimiento del silencio concluyó por restablecerlo en su totalidad en
tiempo y espacio. Suspiró profundamente y se dignó a responder.
—Esta es la situación: no podemos movernos, lo que hace suponer que los
mandos no funcionan, pero a la vez contamos con los medidores de estado y los
controles propios de la nave en cuanto a luces, compuertas y resto de
instrumental de orden interno.
—¿Todo ello está en regla? ¿Chequeaste los informes?
—Sí.
—¿Qué pretendes hacer con Rob?
—Constatar lo que acabo de ver y aún no puedo creer.
Ante la sorpresa de Reed por aquella respuesta, el hombre se adentró en los
detalles que explicarían los motivos de su accionar.
—Los medidores arrojan datos que indican que el ambiente externo es apto
para humanos. Temperatura, presión y aire.
—No puede ser. Debe haber un error.
—Quiero enviar a Rob a explorar un poco el terreno en el que acabamos de
posarnos. Su panel de control es independiente del resto de la nave, y puede
confirmar o refutar los datos.
—Me parece bien. Iré a ver cómo sigue Richard. Avísame cuando esté todo
preparado. Quiero que chequeemos los informes en conjunto.
—Así será.
Tras el breve diálogo, ambos volvieron a sus tareas.
Reed concluyó con la suya en instantes y, antes de que Johnson tuviese la
oportunidad de llamarla por el intercomunicador que se hallaba en la sala, ella y
Spenter, ya vendado como correspondía, se le unían cuando ajustaba los
detalles finales.
—Muy bien, todo listo —informó.
—Adelante —autorizó la comandante.
SEÑOR R
Rob fue llevado hasta la compuerta de entrada y, tras sellar la cámara
correspondiente (por mera precaución), permitieron su descenso.
Reed y Spenter volvieron a rodear a Johnson, quien asía en sus manos el
control remoto del robot para observar los datos y dirigir sus movimientos. Su
tamaño era similar al de una radio portátil y poseía en su parte superior una
pantalla por la cual podían observar a través de los «ojos» del androide.
Rob recorrió lentamente la tarima que unía la nave con el suelo y, antes de
realizar cualquier otra acción, encendió los pequeños y potentes reflectores
adosados a sus hombros para contar con algo de visibilidad entre tanta
oscuridad. Las luces se perdían a la distancia sin poder lograr su cometido.
Parecía no haber nada por sobre ese paraje, o lo que sea que allí estuviera debía
encontrarse a varios metros de distancia como para no poder divisarse. Ante el
contratiempo, Johnson desde su cabina dirigió las luces hacia el suelo, para por
lo menos tener una idea de la forma en que estaba compuesto. Lo que vieron los
confundió aún más. No había tierra ni arena, ni cualquier otro material de
origen natural. Era una superficie perfectamente lisa, en apariencia metálica.
Tras unos momentos de duda e inacción, se le ordenó al robot iniciar un
cauteloso recorrido por los alrededores del transporte. Nada.
Spenter fue el primero que pensó en los medidores de la atmósfera,
recordando la finalidad principal por la que habían encarado la tarea y que todos
habían olvidado al intentar dilucidar las imágenes que el monitor
proporcionaba. Sin pronunciar palabra, solo atinó a presionar el comando
correspondiente y la pantalla cambió de función, corroborando los datos antes
recogidos.
—Voy a salir —informó Reed al instante y se dirigió a alistarse.
—Yo voy contigo —dijo Spenter, quien se dispuso a seguir sus pasos.
Johnson abandonó el control y fue tras ellos.
SEÑOR R
4.
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cintura un diminuto aparato con el que apuntó uno por uno a los tres.
—No teman, no les haremos daño —agregó la más robusta de las mujeres al
ver sus expresiones desencajadas por el terror y la sorpresa—. Se trata solo de
un examen físico para verificar que se hallen libres de virus que puedan
amenazar nuestra salud.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estamos? —inquirió titubeante Sheena
Reed, mientras observaba al extraño personaje que la auscultaba. Desconfiaba
de la confesión que le habían profesado, pero no tenía más alternativa que
permitir la inspección. Se sentía al borde del desmayo e impotente a la vez,
aunque hacía denodados esfuerzos por no reflejarlo y mostrar entereza. El
aparato emitió un sonido corto y grave, y el encargado de la tarea se aprestó a
realizarla con los demás.
—Estamos en Tinha, el primer y hasta ahora único satélite artificial del
planeta Feeria, nuestro hogar —respondió en tono cordial el hombre de barba
—. Mi nombre es Aluin —continuó—, soy su anfitrión y principal interesado
en proporcionarles el mayor bienestar durante su estadía. Las personas a mi
derecha y yo componemos el Consejo gobernante del total de nuestra
civilización, del cual soy el máximo responsable, y las dos a mi izquierda son
los encargados de la operación de este satélite.
Acompañaba con sendos movimientos de sus brazos y manos las
presentaciones respectivas. A su diestra se hallaban la mujer robusta que había
intentado calmarlos y un hombre de menor estatura, cabello negro prolijamente
peinado y finos lentes. Del otro lado, las dos personas restantes.
El medidor mientras tanto emitía idéntico sonido tras finalizar con Spenter.
—¿Cómo llegamos aquí? ¿Dónde está nuestro planeta? —consultó Johnson,
sin importarle las presentaciones de protocolo y siguiendo atentamente la tarea
que ahora se disponían a realizar sobre él.
—Tendrán respuesta a esas y otras miles de preguntas que han de estar
formulándose, pero, por favor, si su chequeo también está en orden, le voy a
pedir que nos acompañe junto a sus compañeros a un lugar más ameno donde
podamos continuar nuestra charla.
El sonido del medidor volvió a escucharse.
SEÑOR R
—Limpios. Ni rastros de virus de ningún tipo en ellos, señor —informó el
hombre del traje a Aluin, quien reparó entonces en el estado del astronauta
vendado en su frente y en el brazo oculto debajo del traje.
—De todas formas, me parece que aún hay algo más por hacer; igualmente,
su tarea aquí ha concluido, por lo que puede retirarse —fue su respuesta, para
después dirigirse directamente a Spenter—. ¿Se halla usted herido, estimado
visitante? Creo que podemos ayudarlo… Luego dispondremos del tiempo para
charlar. Por favor, síganme. Con un nuevo gesto, aquel hombre enseñó un
camino a los recién llegados que los invitó a tomar.
—Por aquí, por favor —volvió a requerir, poniéndose en movimiento al
igual que sus acompañantes.
Johnson y Spenter miraron a su comandante.
Esta permaneció dubitativa unos instantes, observándolos a ellos.
—Sigámoslos y estén alertas —les solicitó finalmente en voz baja y
nerviosa, tras lo cual emprendieron la marcha. Decidió aceptar la oferta debido
a que era consciente de que el estado de su compañero empeoraría si no se lo
atendía como correspondía, dados los escasos e improvisados primeros auxilios
aplicados entre tanta vorágine de acontecimientos. Por otra parte, se sabía
irremediablemente a merced de sus anfitriones: resultaba poco probable que
aquellas instalaciones carecieran del respectivo personal de seguridad.
SEÑOR R
5.
SEÑOR R
La ahora aparente doctora procedió con su tarea. Cuando el paciente quedó
en ropa interior, fue guiado hasta la camilla y recostado boca arriba. Sheena
Reed seguía sus movimientos celosamente, actitud que a la primera no parecía
perturbarle en lo más mínimo.
—Muy bien, esto puede dolerle un poco pero le pido paciencia; solo será un
instante. Rodeó la parte superior del brazo, ahora separado del resto del cuerpo
y desnudo, con una tela gris tibiamente humedecida que extrajo de un recipiente
cercano, siempre con el mayor cuidado posible. El total del proceso duró unos
segundos, pero a Spenter se le tornó eterno por el dolor que le producía el ajuste
del nuevo vendaje. Luego, ella se dirigió hacia una diminuta computadora e
impartió órdenes a través de su teclado. Una compuerta se abrió desde el techo
sobre el camastro para dar paso a lo que parecía ser una cúpula plástica
transparente, de tamaño ideal como para cubrir a un ser humano de altura
superior al promedio en su totalidad. La cúpula se conectaba a su base superior
por un tubo que la hacía descender, emitiendo un leve y casi imperceptible
zumbido.
Spenter miraba con temor a su comandante, quien no sabía qué decisión
tomar al respecto: ¿se quedaría observando la escena y, por ende, confiando en
la palabra de aquella completa desconocida que sin embargo parecía querer
ayudar, o intentaría detener el proceso con la finalidad de no correr el riesgo?
Mientras ella cavilaba en sus pensamientos, el misterioso recipiente cubría a
su compañero por completo.
—¿Qué es lo que se supone que está usted haciendo? —finalmente inquirió
Reed.
—Esta es una cápsula terapéutico-medicinal multifunción —comenzó a
explicar su interlocutora sin descuidar su tarea—, dirigida a través de los
controles que estoy operando. Mediante irradiación de los lásers adecuados,
puede curar todos los males conocidos por nuestra civilización; desde
neurálgicos hasta óseos, como parece ser este caso. Los rayos deben ser
focalizados en la zona correcta con minuciosidad, por lo que le solicito silencio.
Necesito concentración para llevar a cabo ese proceso.
Las palabras resultaron lo suficientemente convincentes y honestas como
SEÑOR R
para erradicar de los presentes un gran porcentaje de sus dudas. De todas
formas, Reed se aprestó a seguir el procedimiento desde la computadora. Un
primer plano de la parte superior del brazo apareció en la pantalla. La doctora
descompuso dicha parte hasta el punto de hacer desaparecer de la imagen el
material que cubría el brazo, piel, músculo y resto de los tejidos, en ese orden,
hasta tener una visión única del húmero. Ambas pudieron observar entonces
que el hueso efectivamente se hallaba roto cual una rama que se resquebraja sin
terminar de partirse. Nuevas órdenes hicieron aparecer en el cuadro un fino
rectángulo rojo que fue posicionado con cuidado en la zona en cuestión,
adaptándose a su contorno virtualmente a la perfección. Una vez finalizado el
paso, fue presionado un botón redondo ubicado en el centro del teclado que
ejecutó los lásers. Spenter irguió su cabeza lo suficiente como para ver el haz
rosado de luz emanado por la cúpula que se aplicaba sobre su brazo y que
emitía a la vez sobre este una tenue sensación de calor que calaba precisamente
hasta los huesos. No había dolor. Su rostro no lo reflejaba y eso tranquilizaba a
su compañera, que ahora lo observaba, dejando a un lado el control del monitor.
De haber continuado haciéndolo, hubiera verificado con sus propios ojos un
acto increíble: la forma en que el hueso se iba acomodando hacia su posición
original paulatinamente, hasta quedar de nuevo en una perfecta pieza, justo
igual que antes de que le ocurriese a su dueño el accidente que lo había dañado.
El proceso duró exactamente dos minutos.
—Bien —dijo la médica al tiempo que nuevamente se sumía en una tarea
—, ahora vamos a desinfectar y sanar el corte de su frente.
—¿Eso es todo? —inquirió Reed en relación con la sanación del brazo.
—Eso ha sido todo.
El monitor que se conectaba con aquel complejo aparato ahora brindaba un
primer plano de la parte superior del rostro de Spenter. Ambas observaron los
párpados del astronauta subiendo y bajando frenéticamente, producto del
nerviosismo que lo embargaba, y sus ínfimas pestañas que, con tal aumento, se
tornaban enormes y espesas. La encargada de la operación impartió nuevas
órdenes y la imagen se centró en el corte. La visión de este al detalle que el
acercamiento proporcionaba fue tan desagradable para Sheena Reed que se vio
SEÑOR R
forzada a desviar la mirada.
—Cierre los ojos un momento y trate de permanecer tan distendido como le
sea posible, por favor.
Spenter intentó acatar el pedido de la mujer detrás de la máquina, pero le
costaba serenarse como le era requerido.
—Señor, si no se distiende, su frente se contrae y, con ella, la herida, por lo
que no quedaría restaurada la piel al cien por ciento. Por favor, trate de
calmarse.
El astronauta admitiría más tarde ante sus compañeros que la palabra
«restaurada» le causó disgusto. Hablaban de su ser cual si fuera una pieza de
material, y del proceso en sí como una simple reparación de albañilería de
rutina. El momento en que esa idea asaltó su mente produjo pensamientos en él
que desviaron su atención y lograron con ello descontracturar por un segundo
su expresión, lapso que la doctora velozmente aprovechó para actuar. Esta vez
fue un instante ínfimo el que el láser funcionó y, para cuando el hombre se
percató de ello, todo había terminado. Reed, que volvía su vista al monitor, no
pudo dar crédito a lo que sus ojos le permitieron observar; el profundo corte que
surcaba buena parte de la frente desaparecía de un momento a otro, sin dejar
rastros.
La cúpula se deslizó suavemente hacia arriba y su ocupante quedó liberado.
Lo primero que hizo fue llevar su mano izquierda a la cabeza para comprobar
los resultados, y quedó anonadado…
—Levante su brazo derecho con cuidado, señor —solicitó la mujer.
Spenter volvió a observar a su compañera, pero ninguno de los dos fue
capaz de pronunciar palabra.
—¡Vamos! Levante su brazo. No tema…
Spenter obedeció. En principio, solo fueron unos centímetros de la
superficie sobre la cual reposaba. Cuando notó que el dolor no era tal sino solo
una fugaz molestia, continuó hasta extender completamente el brazo hacia el
frente, formando junto con el resto de su cuerpo un ángulo de 90 grados. Una
sonrisa de esas que se dan ante una situación de sorpresa y satisfacción se
dibujó en su rostro. Se incorporó en su lecho para quedar sentado en él.
SEÑOR R
Flexionó su extremidad tantas veces como pudo para cerciorarse de que todo
aquello no era una ilusión y lo comprobó inexorablemente. Dedicó de nuevo
una mirada a Reed, esta vez con una sonrisa más ancha aún que la anterior.
Parecía un niño observando a su madre mientras le confiesa «Mira, mamá, la
doctora me ha curado». Su compañera dejó escapar una risa de sorpresa que lo
contagió. Ambos miraron ahora a la autora del milagro y continuaron riendo,
anonadados, y esta última no pudo evitar sonreír también. Se trataba de un
proceso que efectuaba a menudo, pero jamás había tenido espectadores y/o
pacientes que reaccionaran de tal forma ante los resultados.
Johnson permaneció sentado sobre uno de los cinco asientos dispuestos en
hilera frente a la entrada del box en que estaban sus compañeros, con la mitad
superior de su cuerpo inclinada hacia delante y las manos entrelazadas,
apoyando ambos codos en sus muslos en tensa actitud. A su derecha se hallaba
la mujer obesa que los había recibido un rato antes, quien intentaba
infructuosamente distraerlo apelando a comentarios y frases variados para
generar una conversación que nunca pudo ser. El resto del comité se había
ausentado un instante, previo aviso al respecto. La mujer le consultó acerca de
su mundo, del viaje, de su estado, incluso de su vida personal, pero se topó en
su mayoría con respuestas traducidas en monosílabos que el astronauta emitía
en la forma más respetuosa posible con el objeto de no resultar descortés. Su
cuerpo se hallaba allí, con ella, pero su mente estaba dentro del cuarto.
—… por salir en cualquier momento.
—¿Disculpe? —dijo Johnson. Esta vez directamente no había prestado
atención al último comentario.
—Decía que sus amigos deben estar por salir en cualquier momento.
En el instante en que la mujer concluyó su frase, el panel que se había
cerrado ante ellos impidiéndoles la visión hacia el interior del box se desplazó
hacia la derecha hasta desaparecer, dejando al descubierto las siluetas de sus
compañeros, listos para salir. Johnson se levantó de su asiento y fue a su
encuentro como impulsado por un rayo.
—Sheena… Richard… ¿Se encuentran bien?
Ambos continuaban con sus sonrisas en los rostros. Reed no contestó, y en
SEÑOR R
lugar de ello dedicó una mirada cómplice a Spenter para que lo hiciera. Este
último tampoco pronunció palabra alguna, limitándose a palmearle con la mano
de su brazo otrora herido para que comprobara su estado actual.
Johnson retrocedió unos pasos, sorprendido, para observarlo mejor.
—Richard… ¡tu brazo!
—¿No notas nada más? —preguntó este, señalándose con su índice
izquierdo la frente.
—¿Qué demo…? ¡Está curado! —exclamó Johnson sonriendo también,
ahora dirigiendo su vista hacia su comandante.
Aún no se había recuperado de su sorpresa cuando Aluin y el resto de los
suyos reaparecieron.
—¿Y bien? ¿Todo listo? —preguntó con satisfacción, notando en sus
huéspedes que había desaparecido de sus miradas la expresión de desconfianza
y temor—. Creo que ahora sí estamos listos. Por favor… —agregó, haciéndoles
un nuevo gesto de invitación a seguirlo.
Volvieron al corredor y llegaron hasta otro cuarto donde se les permitió
asearse y los proveyeron de ropas más cómodas, dejando sus pesados trajes
espaciales a un lado. Por primera vez en sus vidas, gozaron de una «ducha» tan
peculiar: el lugar físico en cuestión consistía en un habitáculo unipersonal
cerrado que emanaba desde varios de sus sectores un vapor jabonoso lo
suficientemente denso como para humedecer de forma completa sus cuerpos y
que, una vez restregado en la piel por ellos mismos, modificaba simplemente su
composición a agua pura para enjuagarse. El atuendo, mientras tanto, consistió
en camisas blancas de seda que a la altura de la parte derecha del pecho poseían
el logo de la estación espacial (un pequeño círculo azul surcado por dos rojizos
aros que lo atravesaban en forma oblicua, conformando una X) y pantalones
gris perla de idéntica tela. El alivio que les produjo sentir sobre sus cuerpos el
baño y posteriormente el nuevo uniforme resultó reparador.
Continuaron su marcha hasta el final del pasillo, donde los esperaba un
ascensor que por sus características bien podía utilizarse más como
montacargas que como tal.
—¿Hacia dónde nos dirigimos, señor? —le consultó Spenter a su anfitrión
SEÑOR R
más próximo tras carraspear, con el objeto de intentar romper con los últimos
vestigios de tensión que lo embargaban. Ahora se sentía (al igual que sus
colegas) más avergonzado que nervioso, por haber desconfiado de las personas
que lo habían curado.
El único hombre de color del séquito giró su cabeza sin desistir en su
parsimonioso andar para contestarle, y todos pudieron reparar con mayor
detenimiento en él a través del perfil izquierdo que se dejaba observar. Unos
gruesos labios cubiertos en su parte superior por un tupido bigote negro y dos
penetrantes ojos verdes revestían los rasgos más sobresalientes.
—Iremos al mirador, donde podremos charlar más cómodamente mientras
disfrutamos de la vista que nos ofrece. Es bellísima, se los aseguro.
Tomaron el ascensor y los invadió al instante esa indescriptible sensación de
malestar que se produce en el cuerpo cuando es transportado de un lado a otro a
altas velocidades. Sheena Reed calculó que debían estar ascendiendo a razón de
dos o tres pisos por segundo.
Se percataron de la conclusión del efímero viaje cuando la presión sobre sus
almas desapareció. La compuerta se abrió y dejó a la vista de todos un salón
oval que no tenía nada que envidiar por sus características a la confitería más
moderna jamás imaginada. Una veintena de juegos de confortables sillones de
color marrón suave se diseminaban estratégicamente a lo largo y ancho del
recinto. Cada uno poseía en su centro una oscura mesa ratona de ébano o un
material muy similar, en cuya base solo había un velón blanco encendido que
emitía una luz tenue, con su respectivo soporte. La mitad superior de las
paredes había sido reemplazada por un vidrio transparente que ofrecía una vista
panorámica de los alrededores, creando en el eventual espectador la ilusión de
estar al aire libre en medio de aquellos singulares parajes espaciales y
resguardado a la vez de su hostil clima. Sobre la pared más alejada se apostaba
una extensa barra con su respectivo responsable, la única persona del lugar
además de los recién llegados. Una extraña y suave melodía, casi hipnótica y
apenas perceptible, que parecía provenir de todas partes, llenaba la sala.
Aluin y los suyos se detuvieron a observar con expresiones divertidas los
rostros de sus huéspedes. Ninguno de los tres reparó en la acción y, por el
SEÑOR R
contrario, se dirigieron casi al unísono al sector que daba al exterior más
cercano a ellos para dar un vistazo hacia fuera. Por un momento, olvidaron su
singular presente, embargados ante el impactante escenario que tenían a su
plena disposición. Desde allí, podían apreciar con sus propios ojos la luna más
cercana, el planeta alrededor de cuya órbita giraba y, mucho más allá, una
estrella madura por primera vez en sus vidas.
—Oh, esa es Iah —dijo la mujer que antes había intentado infructuosamente
calmarlos, refiriéndose al satélite—. ¿Pueden alcanzar a ver los sectores
azulados que la cubren en su superficie? Son mares congelados.
Johnson y Spenter voltearon hacia ella automáticamente. Reed quedó
petrificada en su lugar, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a humedecer
su rostro; el producto de estas no era dolor, sino emoción pura. Más allá de los
hechos que los habían tenido como protagonistas, era consciente de saberse con
el honor de ser uno de los tres primeros de su especie en vivir una situación
como aquella. Miles de pensamientos surcaban su mente. No solo tenía a su
disposición imágenes jamás vistas, sino que también había comprobado
fehacientemente la existencia de seres superiores en el Universo. Ni siquiera
imaginaba que los días subsiguientes le depararían revelaciones mucho más
importantes aún, revelaciones esenciales. Y escabrosas. Compuso como pudo
su rostro congestionado y giró para unirse al resto, que ya se aprestaba a tomar
asiento en un lugar cercano con la capacidad correspondiente como para
albergarlos a todos.
—Por favor, acérquense —solicitó Aluin, siempre con el mismo tono
cordial que hasta entonces lo había caracterizado. Con un gesto de su mano
derecha hacia los sillones, los invitó a unírsele.
Johnson, quien previamente dedicó una mirada a su comandante para buscar
de nuevo aprobación, fue el primero en aceptar la propuesta al ver que ella se
dirigía con intenciones de hacer lo propio.
Cada uno se ubicó al lado del otro, mirándose, esperando. Finalmente, el
enigmático líder inició formalmente la conversación.
—Antes que nada, creo que es menester realizar las presentaciones
restantes, tras lo cual podrán efectuar las suyas propias —expresó mientras
SEÑOR R
terminaba de acomodarse en su asiento. Comenzó por introducir a la mujer y al
hombre a su derecha.
—Ellos son Canthra y Dinn, mis asistentes y representantes del Consejo
Supremo de Asesores en Feeria.
La mujer robusta y el hombre «pequeño», sonriendo, inclinaron al unísono
sus cabezas hacia delante en señal de saludo.
—Las personas a mi izquierda son la capitana Miah y el comandante Thorn
—estos hicieron lo propio—. Son nuestros hombres de confianza al mando y
operación respectivamente de esta base desde su apertura, hace poco más de dos
décadas.
Aluin quedó en silencio y se produjo en sus interlocutores una sensación de
tensión e incomodidad por ello, hasta que se percataron de que tuvo esa actitud
con la intención de oír sus nombres por parte de ellos.
—Oh… Mi nombre es Sheena Reed y soy la comandante de la misión
Conqueror, proveniente del planeta Tierra. Ellos son mis compañeros, Bill
Johnson y Richard Spenter. Iniciamos nuestro viaje con la finalidad de estudiar
un cuerpo situado en los confines de nuestro Sistema Solar donde
corroboramos, por primera vez en la historia de la humanidad, que había vida
fuera de nuestro mundo.
—Así que ese es el motivo por el cual se sorprendieron de la forma en que
lo hicieron al vernos, ¿verdad? —inquirió Aluin—. Jamás pensaron que su viaje
podría llegar a depararles la suerte de hallar lo que encontraron…
—Ciertamente, señor, así fue. Es más; creo que hablo por mí y por mis
colegas al expresar que no solo eso nos desconcertó y nos desconcierta, sino
también el hecho de sabernos en un lugar completamente distinto al que
pensábamos explorar en cuanto despertásemos, sin lograr imaginar la causa.
En ese momento, un pequeño cristal plano de aproximadamente 10
pulgadas de altura emergió desde el centro de la mesa alrededor de la cual
charlaban, hacia el sector en que se encontraban Reed y los suyos, quienes se
sorprendieron al descubrirlo y lo observaron con desconfianza e intriga. En su
interior se dibujaban símbolos extraños en un profundo color celeste. Se trataba
del monitor más peculiar que habían visto en sus vidas.
SEÑOR R
—¡Oh! ¡Qué modales los míos! ¿Gustan algo de beber o comer?
Los tres descubrieron recién en ese momento que se hallaban famélicos
pero, por pudor, rechazaron cortésmente el ofrecimiento.
El monitor giró automáticamente sobre sí mismo hasta quedar frente a
Aluin, quien impartió una orden presionando botones que aparecían en él;
primero, uno que desplegó un listado de opciones, y luego otro, a la derecha de
la primera de ellas. Al instante, hizo su aparición desde el sector más próximo
al solicitante un largo vaso de vidrio, que contenía lo que en apariencia era agua
mineral.
—Volviendo a su consulta, señorita Reed, creo que tal vez el comandante
Thorn pueda aclararnos un poco ese punto —dijo nuevamente, retomando el
hilo de la conversación interrumpida.
El aludido se aprestó a contestar, tras el pie de su líder.
—Hace tres días, realizando una simple inspección de rutina en el
sector X354, hallamos su nave extraviada, vagando sin rumbo fijo por el
espacio, y nos aprestamos a rescatarla.
—¿Qué es el sector X354? —inquirió Johnson, paseando su mirada entre él
y la bebida recientemente surgida.
—Catalogamos las galaxias exploradas a través de letras y números,
indicando la letra el grupo al que pertenecen.
La expresión en los rostros de sus visitas sugería el deseo de contar con
mayor información al respecto, sobre la que ninguno se animaba a consultar por
falta de confianza. Thorn captó el mensaje y continuó.
—Así como al grupo de galaxias de la cual la suya forma parte lo hemos
denominado con la letra X, al nuestro por ejemplo lo denominamos con la letra
Q. Nuestra galaxia es la Q317.
Johnson quedó pensativo un instante, efectuando cálculos matemáticos en
su cerebro. Si las combinaciones entre ambos factores eran correctas, sus
anfitriones debían de saber al menos acerca de 8.496 galaxias, dentro de las
cuales debía haber una inmensa cantidad de sistemas planetarios.
—Imagino lo que está pensando, Bill, y así es —dijo Miah—. Llevamos
exploradas más de 10.000 galaxias, de las cuales tuvimos la suerte de analizar
SEÑOR R
en profundidad más del 50% gracias a nuestras naves de reconocimiento y
telescopios.
—¡Vaya! ¡Deben de conocer lugares jamás imaginados por nosotros! —se
entusiasmó Spenter.
—En efecto, llevamos estudiados alrededor de 100.000 sistemas solares
aunque únicamente hemos descubierto 8.344 especies, pero ninguna similar a la
nuestra —respondió la mujer.
«Únicamente»… Reed se sintió avergonzada y sorprendida a la vez, ya que
resultaba certero que el misterio que a la humanidad le había costado tanto
develar había sido resuelto por esta civilización tal vez hacía cientos de años…
De pronto, asaltó su mente un pensamiento que borró en un segundo al anterior.
—Un momento. Tengo dos preguntas. Primero: dicen que explorando la Vía
Láctea hallaron nuestra nave a la deriva. ¿Cómo sabemos que no estábamos
camino a nuestra misión cuando nos interceptaron? Y segundo: si conocen
tantas especies y sectores del Universo como dicen, ¿eso significa que «sabían»
acerca de nuestra existencia?
—En relación con la primera, déjeme decirle que cuando los hallamos
estaban a cientos de miles de kilómetros del que dicen que era en teoría su
destino, sujetos a la suerte del asteroide al que estaban acoplados. Casualmente,
en una zona cercana se hallaba efectuando exploraciones de reconocimiento el
robot que los rescató.
Aluin se apresuró a tomar la palabra, con el objeto de impedir a Thorn
contestar la segunda.
—La segunda pregunta la contestaré yo, si me lo permiten. La respuesta es
afirmativa; conocemos su planeta y su civilización más de lo que se imaginan y
podremos sin ningún inconveniente transportarlos de vuelta a él, pero nos
gustaría primero que invirtiesen un tiempo prudencial con nosotros con el
objeto de que nos conozcan lo suficiente como para poder llevar a sus pares
más información de la que hasta ahora poseen. Hay mucho para decir al
respecto. Aún desconocen datos que, se los aseguro, les proporcionarán varias
de las respuestas que apuesto habrán estado buscando desde siglos. Lo único
que puedo ahora adelantarles es que teníamos pleno conocimiento acerca de su
SEÑOR R
procedencia, pero aprovechamos el hecho de que habían perdido todo contacto
con su base para brindarles la oportunidad de efectuarles estas y muchas más
revelaciones. Estimados amigos: el destino ha deseado que ustedes tuviesen el
privilegio de ser seleccionados para ello.
Reed y los suyos tenían en mente miles de preguntas que se habían
agolpado a medida que aquel hombre iba hablando más y más, pero se vieron
impedidos de realizarlas a causa de un sonido que comenzó a emanar desde un
pequeño transmisor situado en la muñeca derecha de Miah, dispuesto cual un
reloj pulsera. Su dueña le dedicó una mirada e informó a Aluin, ante la atención
del resto:
—Señor, los transportes ya están listos.
—¡Vaya! —fue la respuesta de aquel—. El tiempo ha volado. Parece que
continuaremos nuestra charla en Feeria.
SEÑOR R
Capítulo IV
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
Los tres divisaron el suyo al instante y Sheena Reed fue la primera en
apresurarse a contestar. Carraspeó antes de hacerlo.
—Todo muy bien por ahora, señor.
—Me alegro. En aproximadamente 20 minutos estaremos arribando a
nuestro destino.
—Contamos con varios cuerpos en nuestro Sistema Solar que poseen
anillos, al igual que el de ustedes: el ejemplo más palpable es el planeta Saturno
—comentó Spenter, el más interesado de los tres en el asunto. Desde siempre le
había apasionado la belleza de tal fenómeno, pero nunca hasta la fecha había
tenido la oportunidad de observar una escena como aquella en vivo.
—De todas formas le aseguro, Richard, que el nuestro no ha de parecerse en
nada al que usted comenta. A diferencia del sexto mundo de vuestro sistema
planetario, Feeria cuenta con un aro único compuesto por restos de satélites y
sondas destruidos una vez finalizada su vida útil, con el objeto de evitar su
reingreso a nuestra atmósfera. Con el paso de los años, convinimos en que sería
mejor primero alejarlos de su campo gravitacional y luego destruirlos, para no
ampliar los volúmenes del mencionado anillo. Digamos que representa el
recuerdo más palpable de nuestras primeras incursiones en el espacio
circundante a este sector del Universo. Cuando nos acerquemos un poco más,
podrán observar esos restos minuciosamente por ustedes mismos.
Así fue como lo hicieron, 10 minutos más tarde. También notaron durante el
acercamiento la presencia de tres continentes: un polo sur más dos restantes, de
formas visiblemente irregulares por el efecto que causaban la erosión sobre sus
costas de las azules aguas que los separaban y otros fenómenos geológicos que
habrían tenido lugar durante sus millones de años de historia. El más pequeño
de ellos se hallaba, desde la perspectiva de los astronautas, ubicado mayormente
en la parte inferior izquierda de la cara visible del planeta; solo una reducida
porción de su masa (calcularon que aproximadamente debía de ser no más del
10%) sobrepasaba hacia el norte la línea del ecuador, marcada por una tonalidad
más amarillenta que se expandía a lo largo de cualquier territorio que la
atravesase. La parte central era en apariencia del tamaño de Oceanía. La tierra
se extendía afinándose hacia los lados, concluyendo a su diestra en un arco que
SEÑOR R
conformaba la península más grande que jamás habían visto en sus vidas, a
escasa distancia del casquete polar. El sector opuesto se perdía en los confines
del extremo visible del globo, cubierto en una importante proporción por nubes
blancas y grises. El continente restante se prolongaba de arriba hacia abajo de la
misma forma en que América lo hizo antes de quedar partida en dos a
consecuencia de la desaparición de su nexo central bajo las aguas, pero su
fisonomía era más uniforme. Al oeste, las características de las costas dejaban
al descubierto un pasado que las supo ver anexadas al territorio primero: la
parte superior derecha de este último encastraba en el rompecabezas casi a la
perfección si se utilizaba la imaginación requerida en esos casos, teniendo en
cuenta que con seguridad la ruptura había ocurrido mucho tiempo atrás, siendo
los bordes de uno y otro esculpidos caprichosa e inexorablemente por la
erosión. El norte, poblado de nieve, también se perdía en los confines
superiores, reemplazando un polo independiente del territorio en cuestión.
Hacia el sur, el terreno se dividía en dos partes casi iguales, asimilando su
estructura a las hojas abiertas de una tijera, lo que posiblemente significaría que
en un futuro el planeta padecería de nuevo un efecto de separación de masas tal
como ocurriese según ya fue señalado. Otro manto de nubes cubría el extremo
este y parecía trasladarse a grandes velocidades hacia la izquierda, precisamente
el sector adonde las naves se dirigían: las aguas que separaban a estas dos
piernas naturales, donde infinidad de islas y archipiélagos se multiplicaban por
doquier. Extraño era observar que no parecían producirse fenómenos
meteorológicos de mayor magnitud tales como huracanes o tornados azotando
sectores de la superficie del cuerpo celeste.
Ya con el rumbo develado, todavía entonces daba vueltas en la mente de
Spenter el mismo pensamiento que se le instalara desde el instante en que
escuchó la réplica a su último comentario: si eventualmente existía el riesgo de
que los representantes de aquella nueva civilización fallasen en el cálculo de
coordenadas que guiasen a sus satélites de vuelta al planeta, para que se
precipitaran en zonas desiertas o mares en forma premeditada donde no
representasen un peligro mayor, eso significaba que no eran tan evolucionados
como creía, a pesar de saberlos por experiencia propia visiblemente más
SEÑOR R
avanzados que sus propios pares. Un nuevo síntoma que los asemejaba cada vez
más a los seres humanos tal y como los conocía… Pero la verdad era que, por el
contrario, el motivo real de la medida tomada por aquellos seres, que parecían
ser tan similares a ellos como misteriosos, para desintegrar los cuerpos se
traducía simplemente en evitar contribuir con acciones del estilo a contaminar
su hogar con desperdicios espaciales.
En oposición a lo que caracterizaba normalmente los reingresos a la Tierra
por parte de las misiones espaciales, atravesaron la atmósfera sin padecer la
violencia característica en ese tipo de procesos: el ángulo de penetración y
velocidad había sido calculado a la perfección para evitarlo. Spenter lo dedujo
al instante y fue por ello que comenzó a cavilar sobre sus conjeturas previas, y
pensó que tal vez había resultado errónea su apreciación más reciente. Pero la
duda continuaba instalada. Si realmente era así, ¿cuál sería entonces el motivo
de tal acción? No se le cruzó por la mente la respuesta, que era, como ya fue
mencionado, la simple preservación de su medio ambiente. Y era lógico hasta
cierto punto: formaba parte de una cultura que escasamente había reparado a lo
largo de su historia en temas como aquel…
SEÑOR R
2.
Los tres visitantes del nuevo mundo se maravillaron con la primera imagen
cercana que obtuvieron de él. Una vez traspasado el velo de espesas nubes que
arribaron a ese sector del globo juntamente con ellos, poblando el sector del
cielo que atravesaran, apareció ante sus ojos la primera porción del pequeño
planeta. El enorme mar azul se situaba en medio de las porciones separadas del
continente, surcado de islas diseminadas a lo largo y ancho de toda su
extensión. Todas parecían vírgenes a excepción de la más grande de ellas,
ubicada en el sector superior izquierdo. Les llamó poderosamente la atención
descubrir un objeto extraño que se erigía en su centro. Desde esas alturas, daba
la sensación de asimilarse a un mástil blanco gigantesco, pero aún les faltaban
muchos kilómetros por recorrer como para corroborarlo. De lo que sí estaban
seguros era de que, independientemente de lo que fuese en realidad, poseería
inmensas proporciones como para ser divisado a tamaña distancia.
A medida que descendían y se dirigían hacia dicho punto, nuevos detalles
surgían a la vista, entre ellos, un buen número de construcciones rectangulares
de baja altura e idéntica fisonomía que debían oficiar de viviendas para los seres
que desarrollaban sus tareas en la zona. Anchas calles de asfalto separaban unas
de otras. Por ellas no transitaba ningún tipo de vehículo, pero los había; estos
las sobrevolaban a alturas diversas y únicamente las utilizaban para proceder
con un eventual descenso o despegue. Podían observarse zonas atestadas de
ellos y otras de menor movimiento, donde el tráfico era prácticamente nulo. Los
aparentes complejos habitacionales se erigían a los alrededores de la imponente
construcción central, separados de esta por una distancia prudencial. Se trataba
de una torre. Reed calculó, sin lograr salir de su asombro al igual que el resto,
que debía poseer cuanto menos unos 1.000 metros de altura. Su cuerpo era
bastante más delgado que su parte superior, donde la estructura se ampliaba en
SEÑOR R
el punto más alto para dar lugar a lo que debía ser un centro de operaciones.
Dos enormes radares en sus techos apuntaban hacia sectores opuestos de los
cielos, uno en cada extremo. Una extensa pista de aterrizaje despejada en su
totalidad se hallaba a sus pies, aguardando su inminente arribo.
El descenso de ambos vehículos fue tan suave y prolijo como el resto del
viaje. Las TSU 352 alcanzaron la pista y transitaron sus extensiones reduciendo
gradualmente su velocidad hasta detenerse por completo a pocos metros de la
base de la estructura. No se oyó durante el proceso el menor ruido, dado que
ningún tren de aterrizaje se posó en el suelo; las naves permanecieron siempre
suspendidas a escasa distancia de este. Se abrieron las escotillas y los terrícolas
pudieron observar desde sus asientos cómo Aluin, Dinn y Canthra la
atravesaban y descendían en ese orden los dos escalones que surgieron desde el
transporte para que pudiesen llegar a su destino, aprestándose a aguardar por
ellos. Se dispusieron a hacer lo propio. La primera acción que efectuaron en
cuanto concluyeron con la tarea fue alzar sus vistas hacia la edificación, casi
forzados por la curiosidad que despertaba en ellos inspeccionar su
majestuosidad. El simple hecho de contemplarla les produjo tal vértigo que se
vieron obligados a apartar sus ojos. Recién entonces, al dirigirlos hacia otros
puntos del cielo, lograron percatarse del manto de oscuras nubes que lo cubrían.
De pronto, finas gotas comenzaron a impactar contra sus cuerpos y por instinto
buscaron refugio; las asociaron con la amenaza que el fenómeno meteorológico
representaba en la Tierra: lluvia ácida, la única que habían podido conocer
jamás debido al agonizante estado de su planeta natal desde sus respectivos
nacimientos. Divisaron únicamente y a unos 100 metros de distancia un arco
plateado que recubría la entrada a la inmensa torre y, presas del terror,
empezaron a correr hacia él con el objeto de cubrirse. El estado de pánico que
los embargaba les impidió pensar en volver a su transporte, que hubiese sido lo
más práctico dada la distancia considerablemente menor que los separaba de él.
Casi al instante de iniciada la estampida, notaron sorprendidos que aquel
elemento proveniente de los cielos no les causaba ningún estrago aparente. Se
detuvieron extendiendo sus manos con las palmas hacia arriba para comprobar
que la sensación era real. Se miraron entre ellos y sonrieron. Johnson incluso
SEÑOR R
alzó su rostro hacia las nubes y abrió su boca para saborear el peculiar líquido.
Aluin, Dinn y Canthra no pudieron contener la risa que les producía
observar el estupor que los embargó ante la tímida llovizna que se cernía sobre
ellos. A pesar de conocer el motivo de sus miedos, la escena no dejaba de
resultar divertida. Los protagonistas de ella lo notaron e intentaron hacer caso
omiso pormenorizando el hecho, pero la realidad es que se sintieron
avergonzados de sus actos, al menos en un principio.
—Como ven, no tienen por qué temer… El agua es pura y libre de toda
contaminación. A esas alturas, el comentario de Dinn resultó una obviedad.
Todos recorrieron el tramo que los separaba de la entrada lentamente a
causa de los terrícolas, que no solo daban pasos más cortos sino que también
disfrutaban por primera vez en sus vidas de una caminata bajo la lluvia. Ya no
les importaba la opinión de los demás, rendidos ante la maravilla del fenómeno.
El arco hacia el cual segundos antes corrieron con desesperación era tan
impactante como el edificio en sí. Tenía casi 4 metros de altura y estaba
recubierto por un material metálico que lo hacía resplandecer tenue e
ininterrumpidamente. Las puertas polarizadas se abrieron de par en par al
percibir su presencia. Ingresaron a un recinto amplio, iluminado por luces
escondidas detrás de una especie de guarda que lo rodeaba, situada a pocos
centímetros del techo. En el centro del lugar había un escritorio que debía
oficiar de mesa de entrada, detrás del cual otros dos seres de sexo masculino y
mediana edad, con vestimenta informal color blanco, los observaban
minuciosamente, sentados en dos sillones que parecían demasiado cómodos
como para ser utilizados por personal abocado a esa tarea.
—Buenas… ¿tardes? —dijo Spenter a los hombres mientras intentaba
acomodar un flequillo que dificultaba su visión, desbaratado a causa de la
lluvia, y mirando al finalizar a Aluin, ya que recién entonces supo que no tenía
idea del momento del día en que se hallaban.
—Buenas tardes, señor —contestaron ambos al unísono. El terrícola que los
había saludado creyó notar por un instante en el de la izquierda una sonrisa
efímera y socarrona. La voz de Canthra desvió su atención.
—Está usted en lo correcto, Richard. Han transcurrido hasta este
SEÑOR R
momento… —informó, consultando un extraño y diminuto artefacto que debía
ser su reloj pulsera—… ocho minutos de la decimoquinta hora del día.
—Recién se inicia la tarde… —comentó Reed al pasar, sin dejar de
observar a los hombres mientras quedaban atrás. También había creído ver la
misma mueca que Spenter.
—Permítame decirle que incurre usted en un error, Sheena —irrumpió
Aluin—. La velocidad de rotación de nuestro planeta sobre su propio eje hace
que nuestro día cuente con exactamente 23 horas de 60 minutos cada una.
La destinataria de aquella observación comprendió aquellas palabras
claramente, pero como comenzaría a ocurrir cada vez con mayor frecuencia, las
respuestas que les brindaban no lograrían más que convertirse en disparadores
de miles de nuevas dudas que surgirían sobre la base de ellas. Dudas que
entrañarían sendos misterios sobre el nuevo mundo que se presentaba ante ellos.
—Pero… Entonces significa que ustedes viven menos tiempo que nosotros
—pensó Johnson en voz alta, aunque se rectificó al instante al percatarse del
error cometido al formular su apreciación—. Quiero decir, viven días más
cortos que los nuestros…
—Vivir…
Aluin meditó un instante al esbozar la palabra, antes de continuar.
—Cinco letras tan simples de pronunciar en conjunto, pero muy complejas
en su real significado, Bill…
—¿Qué quiere decir?
—Antes de contestarle, por favor, dígame: ¿qué significado posee para
ustedes esa palabra?
El astronauta se sorprendió ante el requerimiento y por un momento pensó
que le estaban gastando una broma, pero la expresión en el rostro de su
interlocutor no tenía nada de picaresco. Meditó unos instantes antes de
contestar. La solicitud le pareció fuera de lugar y tuvo que esforzarse en armar
una respuesta inteligente, como siempre ocurre ante cuestiones similares donde
se consulta acerca de temas harto sabidos pero sobre los que nadie elabora una
definición, justamente al dar por sentado que todo el mundo la conoce.
—Vivir… Bueno… No lo sé… Transcurrir el período que se suscita entre el
SEÑOR R
nacimiento y la muerte —aventuró, esbozando una sonrisa nerviosa. Fue lo
primero que le saltó a la mente. Se sentía incómodo, juzgado.
—Sobre la base de su definición está en lo correcto, pero me gustaría ahora
sí compartir mi óptica acerca de la palabra «vivir». A mi juicio, vivir se traduce
en hacer lo que a uno realmente le gusta, en disfrutar intensamente todos los
momentos… En fin… actividades que nos llenan de cuerpo y alma. Y déjeme
decirle que nosotros realmente vivimos, o por lo menos lo intentamos a cada
momento.
Johnson sintió cómo el calor acaparaba sus mejillas. No recordaba haberse
ruborizado desde su adolescencia, cuando una niña de la escuela llamada Edna
Krugger le había declarado su amor, hecho que dio origen luego a lo que fue su
primer noviazgo. Reed y Spenter, unos metros más atrás, no osaron pronunciar
palabra alguna. Intentaron infructuosamente mantener un semblante inmutable,
como si no hubiesen alcanzado a oír el contenido de la conversación. Aluin,
mientras tanto, seguía explayándose en el concepto, indicando que cada
habitante de su planeta podía optar libremente por hacer de su vocación su
medio de vida, dado que no existía nadie más adecuado en el Universo para
desarrollar una tarea que aquel que la sintiera con la pasión necesaria como para
llevarla a cabo de forma impecable. Se sorprendieron también al revelárseles
que en el nuevo mundo no había lugar para empleos creados por los «defectos»
de los hombres; no se necesitaban abogados, ni policías, ni agentes de seguros
que no comercializaran otra cosa que no fuesen pólizas contra accidentes
causados de manera fortuita o involuntaria. Aquellos seres habían logrado en
apariencia conformar la sociedad ideal.
Mientras se sucedía el intercambio de ideas que culminó por transformarse
en monólogo, continuaban su marcha, atravesando el hall que los conducía al
sector de ascensores, donde abordaron uno de ellos para alcanzar la cima.
Arribaron en escasos segundos, nuevamente padeciendo la misma sensación de
malestar en sus cuerpos que la última vez. A todo esto, los terrícolas observaban
con intriga a sus alrededores, deseando a la vez formular cientos de preguntas
sobre la base de las características de la infraestructura que iban descubriendo a
cada paso, pero sin decidirse finalmente a interrumpir una charla cuyo
SEÑOR R
contenido les hacía preferirla por sobre todas las dudas que tuviesen en cuanto a
lo anterior.
En el instante en que Johnson hizo su última pregunta, alcanzaron su
destino y entonces sí olvidaron su plática, atraídos sobremanera por la escena
que se presentaba ante ellos.
Efectivamente, se hallaban en lo que debía oficiar de centro de operaciones
de la torre, pero solo podían llegar a tal conclusión al observar el equipamiento
del lugar porque pocas personas estaban realizando tareas que pudieran
asociarse a ello. En un rincón, un ser de sexo masculino con gruesa barba y
bigote castaño hojeaba un libro sentado plácidamente con sus piernas cruzadas
en un sillón de tres cuerpos; a sus espaldas, había una angosta biblioteca de
roble y caoba que se ensanchaba en su parte superior formando una T que
llegaba casi a rozar el techo, 3 metros más arriba, atestada de material de
lectura. A pesar de su semblante distendido, parecía pasear la vista por los
papeles con suma atención y cuidado. En el extremo opuesto del recinto, tres
hembras jóvenes charlaban en voz baja mientras revisaban datos en sus
respectivas computadoras personales. De nuevo, daba la sensación de que poca
atención podían prestar a sus quehaceres según la situación que se observaba,
aunque los signos en sus movimientos denotaban exactamente lo contrario:
hablaban entre ellas, pero sin dejar de presionar comandos, chequear
minuciosamente sus monitores y efectuar anotaciones en pequeñas libretas palm
que tenían a su alcance. Dos representantes más de la especie (un hombre
mayor de contextura importante y una mujer madura de pelo largo azabache
que llegaba a su cintura) charlaban de pie en el centro del lugar, sosteniendo
con sus manos tazas que debían de contener alguna bebida próxima a ingerir,
mientras otras dos caminaban con tranquilidad por los alrededores. Todos
vestían ropa informal, y ninguno parecía haber notado la presencia de los recién
llegados. Definitivamente trabajaban a conciencia, y a la vez sin aparentes
presiones. Reed y los suyos continuaron observando a su alrededor, topándose
siempre con la misma escena. Estaban en una oficina, pero no había corridas,
rostros tensos ni teléfonos que inundaran la zona con su constante chirriar, ni
cualquier otro signo que indicara patrones mínimos de estrés, tan comunes en
SEÑOR R
los lugares similares que solían conocer…
—¿Qué se supone que están haciendo estas… personas? —inquirió
Johnson, curioso, porque creía conocer la respuesta pero no los patrones de
tales actitudes. Dudó justamente en catalogarlas como tales porque aún no
estaba seguro de si se trataba o no de seres humanos.
—Es el personal de turno de Xevious, la base principal de operaciones
espaciales de Feeria —contestó Aluin, refiriéndose al lugar.
—¿Dónde está el resto del personal? —consultó Spenter, que únicamente
divisaba un puñado de almas.
—No hay más personal, Richard…
—¿Quiere decir que solo ocho personas son las responsables del manejo de
la base más importante del planeta?
—No resulta necesario contar con un número mayor…
Los rostros intrigados de los astronautas forzaron a Aluin a explayarse un
poco más sobre el asunto.
—Verán: la sala cuenta con cinco de las computadoras más avanzadas en lo
que a tecnología se refiere, cada una de las cuales recoge y administra la
información que atañe al centro: detección de cuerpos celestes, seguimiento de
naves que ingresan y egresan de nuestro planeta, y hasta el propio contacto con
Tinha, entre otras tantas funciones. Los seres humanos que las operan serían
prescindibles en términos prácticos porque no agregan valor a esta finalidad en
sí misma, pero su rol fundamental es ejercer control sobre los primeros para que
estos «se sepan» controlados… No es nuestra intención dejar ninguna decisión
relevante librada al albedrío de máquinas.
Spenter, quien no podía salir de su asombro al igual que sus compañeros,
tragó saliva antes de continuar con el cuestionario.
—¿¿Estas computadoras «piensan» por su cuenta??
—Inteligencia artificial en su máxima expresión… Increíble… —dijo Reed,
pensando en voz alta, dirigiéndose hacia el más próximo a ellos con el objeto de
indagar sobre su funcionamiento.
En ese instante, el hombre mayor que charlaba con su compañera en el
centro del salón refirió su atención a las intenciones de la mujer y se dirigió a su
SEÑOR R
encuentro, depositando su bebida en una mesa cercana y efectuándole a su
colega una confesión al oído antes de comenzar su marcha.
—Parece que una de nuestras visitas se dirige hacia Minerva… Voy a
detenerla antes de que ella o alguno de sus compañeros la dañe con algún
movimiento torpe…
—Bien… —contestó ella, con más asco que gracia, producido por el solo
hecho de saber a aquellas retrasadas criaturas inmiscuyéndose en un territorio al
que no pertenecían. Reed se detuvo, al oír la voz que la llamaba.
—Disculpe, señorita. ¿Podemos servirle en algo? —dijo él, con el tono más
cordial que pudo y acompañándolo con un gesto de similares características,
entrelazando ambas manos por debajo de su cintura e inclinándose hacia ella.
Reed giró sobre sí misma y lo estudió al detalle. Se trataba de un hombre
aún más alto que el promedio hasta ahora observado, teniendo en cuenta los
1,68 metros que la acompañaban desde sus días de enseñanza intermedia[14], a
la edad de 18. Debía llevarle con facilidad 30 centímetros más. Unas pocas pero
prominentes arrugas surcaban su rostro, y su pelo comenzaba a platinarse a
causa de las canas que se filtraban más que nada en las sienes y al frente.
Casualmente por su aspecto, su cabellera parecía asemejarse más al cuidadoso
trabajo de un estilista especializado que al resultado del propio paso del tiempo.
—Oh… Disculpe… Yo solo…
El hombre se detuvo a escasos centímetros y se inclinó nuevamente ante
ella.
—Mi nombre es Hemmel. Soy el coordinador del grupo aquí presente.
Estamos a su entera disposición y a la de todos ustedes —concluyó, ahora
dirigiéndose al resto del grupo.
Antes de que la mujer pudiese contestar, continuó.
—Veo que se hallan interesados en el funcionamiento de nuestros
procesadores. Permítanme por favor efectuarles una pequeña demostración.
Con suaves movimientos de su dedo índice izquierdo, presionó dos botones
dibujados en el teclado de plasma rectangular que yacía bajo el monitor, del
cual emergieron al instante tres lásers azules que conformaron el holograma de
una cabeza humanoide del mismo color. Instintiva y abruptamente, Reed
SEÑOR R
retrocedió unos pasos. Johnson y Spenter, unos metros más atrás, también se
sorprendieron, pero el impacto resultó menor a consecuencia de su mayor
lejanía en relación con el aparato. El rostro era de mujer, y poseía marcados y
angulosos rasgos (lógicos teniendo en cuenta que eran producidos por una
computadora), aunque su nitidez era excepcional. No poseía cabello en lo
absoluto; ese detalle requería de conocimientos tecnológicos aún fuera del
alcance de la civilización que, de todas formas, era artífice de tamaña maravilla.
Ambos párpados se hallaban cerrados, dando la sensación de estar dormida.
—Minerva… —dijo Hemmel.
Entonces ella abrió sus ojos y descubrieron, en lugar de estos, dos tenues
luces rojas. Si algo le faltaba a la escena para resultar escabrosa a la vista de los
astronautas era ese factor.
Minerva observó al hombre que la había llamado, y lentamente giró su
rostro para ver a los demás. Con una honda y metálica voz femenina, respondió
cortésmente:
—Buenas tardes, doctor Hemmel.
Ya en estas instancias, los terrestres, boquiabiertos, eran incapaces de
disimular su asombro.
—Hola, Minerva —saludó Aluin.
—Señor…
La cabeza se inclinó, en señal de reverencia.
—Quiero que te presentes ante nuestros huéspedes. Vienen desde muy
lejos… Desde el planeta Tierra…
La imagen pareció congelarse por una fracción de segundo al procesar los
datos recibidos. No se trataba de un defecto del programa, sino de una
modificación en él para que al oír la palabra clave se explayara únicamente
sobre lo que se le había autorizado en forma predeterminada. En ese momento,
Minerva no pensaría por sí misma. Sus creadores no podían correr el riesgo de
que una acción inesperada les dejara al descubierto.
—Han recorrido 24.631 años luz en un lapso de 45,2 días. Han atravesado
el portal XQ-3 —comentó, chequeándolos uno por uno a los tres lentamente,
siempre con el mismo semblante inexpresivo.
SEÑOR R
—¿Qué…? ¿Qué es el portal XQ-3? —inquirió Reed. La confusión
comenzaba nuevamente a ganar terreno por sobre la sorpresa que le había
producido el más reciente impacto psicológico en que se tradujo la singular
presentación propia de la computadora.
—Un momento —interrumpió Canthra, deteniendo con un ademán y con
sus palabras a Hemmel, quien inmediatamente se aprestaba a responder o a dar
la orden a Minerva para que procediera a ello—. No sé si resultará conveniente
ahondar sobre el tema tan pronto…
La duda de la mujer estaba claramente fundamentada. Tal vez los terrícolas
aún no se hallaban preparados para oír la respuesta.
—Pero, estimada Canthra —se adelantó Dinn, empleando un tono de falso
reproche hacia su colega laboral—. ¿Cuáles son tus temores? Nuestras visitas
están aquí para nutrirse de conocimiento. Además: se trata de un fenómeno
natural de sumo interés. Y no podemos dejarlos ahora con la duda instalada,
¿verdad?
Antes de que cualquiera de los tres aludidos lograse emitir comentarios al
respecto, el asistente feeriano se volvió hacia Hemmel para indicarle proseguir.
Aluin, a todo esto, presenciaba la escena expectante, sin emitir opinión
alguna sobre lo que estaba aconteciendo.
—Adelante, Minerva. Puedes contestar a esa pregunta —autorizó el
coordinador de la base, quien también se hallaba intrigado por conocer las
reacciones venideras ante la revelación.
El procesador acató la solicitud. Una vez más, finos rayos láser comenzaron
a dibujar una imagen que desintegró por unos momentos el rostro virtual, dando
lugar a un remolino azulado del mismo tamaño. En sus extremos, aparecían de
vez en cuando cuerpos más pequeños de todo tipo que ingresaban en la espiral
para ser succionados sin piedad hasta su oscuro centro, desde donde se
disparaba un potente haz de luz en ambas y opuestas direcciones.
—Portal XQ-3: hoyo negro supermasivo, situado en el centro del
sector X354. Conforma este gracias al quásar igualmente denominado (ubicado
a 13.039,04 años luz de distancia de Feeria), un típico agujero de gusano a
través del cual se hace posible recorrer en tan solo unos segundos una distancia
SEÑOR R
que en un viaje estándar requeriría exactamente 14,09 millones de años luz. Así
como el portal se convierte en la vía de acceso al agujero, el quásar oficia de
salida. La denominación de los extremos se representa por las letras del grupo
de galaxias que conecta, correspondiendo el número según la cantidad de
agujeros de gusano identificados en cada uno de aquellos sectores del cosmos.
—Como ustedes sabrán, un hoyo negro posee de por sí una enorme
capacidad de atracción, producto de su masa componente y su respectiva
densidad. Su poderoso campo gravitatorio hace que ninguna partícula material,
ni siquiera la luz, logre escapar de él —agregó Hemmel.
Ante la estupefacta mirada de sus oyentes, que aún intentaban procesar la
anterior información, consideró adecuado volver a recurrir a su herramienta
predilecta para concluir con la disertación de la mejor forma posible.
Luego de unos ínfimos instantes de cavilación, Minerva seleccionó el
método a su juicio más indicado para cumplir con la tarea asignada. Graficó un
rectángulo de tamaño mediano y fino espesor que dispuso en posición
horizontal. Su parte superior estaba repleta de objetos de los cuales el más
curioso se hallaba en su centro: uno con el peso suficiente como para curvar
hacia abajo el sector ocupado. Continuaría modificando su diseño a medida que
su explicación fuese avanzando.
—Imaginen que este dibujo representa una porción del espacio.
Reed y sus compañeros asintieron. Continuó.
—Cada uno de los elementos que lo componen posee una masa y una
densidad específica sobre la base de las cuales se crea su propio campo
gravitatorio. Dichos factores producen una deformación geométrica a la
curvatura del espacio. Si ese «embudo invisible» resulta lo suficientemente
pronunciado, esa curvatura atraerá los elementos apostados en sus adyacencias
hasta engullirlos, iniciándose un efecto dominó. Su núcleo entonces se irá
haciendo más pesado dado que se incorporarán a él más elementos, la curvatura
se hará más pronunciada y más objetos caerán dentro. El peso de ese núcleo en
algún momento será suficiente como para hacer ceder al material de la «base» y
esta se romperá producto de la presión. El hoyo negro se convertirá en uno
supermasivo y, a la vez, en un portal que conectará un sector del Universo con
SEÑOR R
otro.
—Cada galaxia de tamaño mediano o superior posee en su centro uno de
estos cuerpos, el cual genera la gravedad suficiente como para lograr mantener
la unidad de estas.
La acotación de Hemmel fue acompañada también de los respectivos
gráficos ilustrativos. Los detalles de la explicación que continuó sucediéndose
incluyeron hasta el más ínfimo de los elementos componentes del fenómeno.
Pero los terrícolas querían saber mucho más. ¿Cómo es que esa raza había
descubierto que los hoyos negros y los quásares conformaban entradas y salidas
a distintos sectores del espacio? ¿Qué ocurría exactamente «dentro» del agujero
de gusano?
¿Acaso no se desintegraban los objetos atraídos hacia él? Si así era… ¿cuál
era el método utilizado por ellos para evitarlo? Únicamente las dos últimas
preguntas, por ser formuladas en primera instancia, lograron ser respondidas.
Las restantes quedaron pendientes debido al inesperado hecho que aconteció a
continuación.
Sheena Reed, descompuesta ante tamañas revelaciones, no pudo soportar oír
más. Sintió su corazón galopar en su pecho. Antes de desvanecerse, logró
divisar a sus compañeros por unos segundos, quienes excitados continuaban
con sus cuestionamientos ávidos de más datos, completamente ajenos al estado
de su comandante. Luego, su vista se nubló y terminó cayendo al suelo,
desvanecida. Sobresaltados, Spenter y Johnson dejaron a un lado sus consultas
y con urgencia corrieron hacia su comandante para brindarle ayuda. Aluin y su
séquito se sorprendieron con lo ocurrido y enseguida se dispersaron en busca de
auxilio. Minutos más tarde, dos asistentes ingresaron para escoltar a la mujer. El
personal presente en el lugar se agrupó alrededor, observándolos en silencio. En
medio de ellos, Dinn, de brazos cruzados, movía su cabeza de un lado hacia
otro en señal de negación, con esa sonrisa sarcástica que se dibuja en el rostro
de un ser orgulloso y petulante al verificar la confirmación de una suposición
que profesa o piensa instantes antes de que tal hecho ocurra. Internamente,
había apostado a que por lo menos alguno de los terrícolas no resistiría el
calibre de la información. El rostro de Minerva había vuelto a aparecer y siguió
SEÑOR R
con su vista a los visitantes hasta que salieron del recinto, siempre con la misma
expresión inmutable y sin pronunciar sonido alguno.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
4.
Sheena Reed, atontada, abrió sus ojos un instante y los volvió a cerrar,
intentando reordenar su mente. De súbito se le presentó en un flash la imagen
del remolino azulado, enorme y amenazante. Un fuerte espasmo sacudió su
cuerpo y volvió a abrir los ojos enseguida. Se sobresaltó lo suficiente como para
recuperar el alerta de todos sus sentidos.
Se halló recostada en el camastro de un salón que le resultaba familiar.
¿Estaría nuevamente en aquella base que oficiaba de luna artificial del planeta?
Tal vez sus anfitriones, decepcionados por su actitud ante algo que con
seguridad consideraban un detalle menor, la habían confinado allí para enviarla
al despertar de regreso a la Tierra… Miró a su alrededor y descubrió a sus
compañeros en los lechos contiguos. Se incorporó al instante y fue a su
encuentro. Ambos estaban profundamente dormidos y, en apariencia, sin
ningún signo que indicara algo distinto: sus pulsos y respiraciones eran
perfectamente normales. De pronto, la aparición de un objeto extraño en escena
acaparó su atención. Se trataba de un robot. Su cómica figura cilíndrica le hizo
recordar a algún otro que creyó ver alguna vez de pequeña en una película de
ciencia ficción, de esas catalogadas como «clásicos atemporales» («Lo único
preservado correctamente por nuestros antepasados», pensaba), pero por más
que se esforzó, no logró redondear la apreciación. El robot trasladaba su
estructura de escasos 50 centímetros de altura alrededor del pasillo entre las
hileras de camas gracias a cuatro pequeñas ruedas que poseía en su parte
inferior. Era posible que fuese un «centinela», cuya función específica era
chequear el estado de los pacientes de turno. Se detuvo unos instantes frente a
ellos, emitiendo un sonido grave, y luego prosiguió su marcha para desaparecer
por donde había ingresado. Minutos más tarde, un hombre de tupida barba
rojiza y ojos claros hacía su aparición y sorprendía a Reed sentada a los pies del
SEÑOR R
lecho de Spenter, cavilando sobre su situación.
—Buenas tardes, Sheena —la saludó.
Por alguna extraña razón, todas las personas que iba conociendo en el
transcurso de su aventura en el nuevo mundo los llamaban por su nombre, como
si ya existiera la confianza suficiente entre todos para hacerlo. Tal vez era la
costumbre; tal vez intentaban de esa forma crear un ambiente distendido. No lo
sabía, pero por una cuestión de pudor tampoco se animaba a consultarlo…
—Oh… Buenas tardes, señor.
Se quedó pensativa unos instantes. Recordaba haberse desvanecido, pero
creía que había sucedido ya entrada la noche.
—¿Qué hora es?
—Ha dormido casi un día completo. Sus compañeros han permanecido con
usted desde que ingresó, hace aproximadamente 22 horas.
El cansancio, mayormente psicológico que físico, era sin dudas la causa.
También sabía que era un síntoma esperable: sus pares en la Tierra le habían
advertido acerca del eventual sufrimiento del factor al momento en que
despertase de su sueño criogénico, el cual podía prolongarse incluso por varias
jornadas.
—¿Dónde estamos?
—Se encuentran en el centro de cuidados que poseemos en Xevious para
este y otro tipo de eventualidades.
Xevious… Afortunadamente, su premonición tan temida no se traducía en
realidad y continuaban en aquel planeta.
—¿Quién es usted?
—Oh… Disculpe mi involuntaria impertinencia —contestó el hombre,
avergonzado al recordar que no había efectuado su presentación personal—. Mi
nombre es Carth. Soy el principal responsable de este sector del centro de
operaciones. El señor y su comitiva están descansando ahora. Le sugiero hacer
lo propio hasta que se haga la hora señalada para continuar su recorrido con
ellos. Parece ser que a sus compañeros también les queda aún un rato de
reposo…
Pero ella no tenía ganas de volver a su cama.
SEÑOR R
—¿Le molestaría si realizo un recorrido por las instalaciones?
Honestamente, no me siento con ánimos de continuar durmiendo.
—Si lo desea, puedo proporcionarle algún relajante que la ayude a conciliar
el sueño nuevamente…
Un semblante de desconfianza se instaló en el rostro de Reed, que inquietó a
su interlocutor. El tono de voz con que esta comunicó su negativa ante tal oferta
no hizo más que empeorar las cosas.
—Le agradezco, pero preferiría aprovechar al máximo mi estancia con
ustedes.
El hombre quedó pensativo unos instantes, evaluando pros y contras de la
propuesta. No era aconsejable permitirle a Reed deambular por la base y correr
el riesgo de que se topase con mayor información de la que estaba planeado
proporcionarle, ni, por lo visto, mucho menos forzarla a ingerir alguna droga
que la obligase a dormir contra su voluntad. «No debe recurrirse a acciones
violentas o sospechosas por ningún motivo para con los visitantes», había sido
la premisa desde el primer momento y, a pesar de estar en desacuerdo con ello
(pensaba al igual que muchos otros que el rigor permanente era la forma más
adecuada de lidiar con esa suerte de copias subdesarrolladas), tenía que cumplir.
—Puede dar un paseo por la ciudadela, si es de su agrado —fue la propuesta
final, considerada con vistas a que resultase rechazada por factores que
quedarían expuestos prontamente.
Su excitación ante la sola idea de conocer el ámbito en que vivían esos seres
terminó por prevalecer por sobre la intriga de averiguar más acerca del centro
de operaciones y mitigó en gran parte la sensación incómoda que le había
producido pensar que, momentos antes, la misma persona le había ofrecido
«cortésmente» inducirla a dormir de nuevo.
—Me parece bien —contestó.
—Excelente. Solo deme unos instantes. Le proporcionaremos un abrigo
para efectuar el recorrido. A estas alturas de la noche, refresca
considerablemente.
A Reed le extrañó el comentario. Recordaba que, cuando arribaron en la
tarde del día anterior, la temperatura debía rondar los 30 grados centígrados
SEÑOR R
porque contaba únicamente con la camisa que le habían dado, y se había sentido
acalorada. Parecía ser verano por aquellas tierras, por lo que no creía que la
noche pudiera estar demasiado fría. Pero era primavera y así sucedía. El efecto
generador de tal fenómeno provenía de los rayos de un Sol en el inicio de su
etapa final, que comenzaban gradualmente a aumentar su intensidad a
consecuencia de las reacciones nucleares producidas en su incipientemente
inestable centro, sumado al hecho de hallarse el planeta protegido por una
enrarecida atmósfera.
El hombre abandonó el recinto y regresó tras unos minutos con un saco
térmico largo que, en un compartimiento interior, poseía un rastreador del
tamaño de una uña que, en todo momento, le brindaría vía satélite acceso a la
ubicación exacta de la mujer y sobre el cual a ella no se le notificaría. El
atuendo daba la sensación de ser muy pesado por su tamaño, y Reed se
preguntó a sí misma si llevarlo consigo no sería demasiado complicado. Se
sorprendió al probárselo y notar que, al contrario, era increíblemente liviano y
tan abrigado a la vez que se sentía sofocarse. En los bolsillos derecho e
izquierdo se hallaban un par de gruesos guantes y un pasamontañas de la misma
tela.
—Son en caso de que crea necesitarlos también —le advirtió Carth, quien
luego la escoltó hasta la entrada del edificio con la premisa de regresar en dos
horas. Para controlar el tiempo, a Reed le fue proporcionado un reloj idéntico al
que observó en Canthra cuando esta le dio la hora a Spenter, y se le instruyó
sobre su funcionamiento. La malla del artefacto era de un metal frío que se
ajustó automáticamente al contorno de su muñeca en cuanto sintió el contacto
con ella. El reloj en sí era demasiado delgado como para poder contener los
elementos que creía necesarios para su funcionamiento, pero de alguna
incomprensible forma operaba sin dificultad. Contaba con una pantalla redonda
de cristal en la que se dibujaban, uno tras otro, 23 rectángulos que representaba
cada uno una hora. El último de ellos superaba solo en una pequeña proporción
la mitad del tamaño de los demás, lo que indicaba que había transcurrido algo
más de la mitad de la vigésima hora. Progresivamente se iría alargando hasta
alcanzar el tamaño de los otros, y recién entonces comenzaría a aparecer el
SEÑOR R
siguiente.
Llegaron hasta la planta baja, donde otros dos recepcionistas de guardia
ocupaban el puesto de los que supieron estar al momento de su ingreso. En
cuanto se abrieron las compuertas, una ráfaga de viento helado azotó su rostro.
Carth notó lo que esperaba notar: su lógico semblante de sorpresa al instante.
—Le advertí acerca de la temperatura… ¿Seguro que no quiere volver a su
habitación? —le consultó con una sonrisa cómplice.
Reed lo pensó un segundo, recorriendo con su vista los alrededores. El
panorama era desolador y el lugar abierto le hacía recordar los inviernos crudos
que solía ver en los documentales de televisión que se repetían en la Tierra
rememorando épocas de antaño. Le atemorizó un poco el hecho de saber que ni
un alma recorría la zona y temió en un momento por su seguridad: en su planeta
natal, eran frecuentes los crímenes en lugares poco transitados y a las víctimas
solía ocurrirles cualquier cosa.
—¿Es segura la isla a estas horas? Quiero decir… ¿no correré el riesgo de
toparme con algún malviviente?
El hombre rio con ganas y contestó:
—Sheena… Lo único a lo que yo le temería en su lugar es a la inclaudicable
helada que por estas horas puebla siempre nuestras noches. La delincuencia es
un mal que se erradicó de nuestra sociedad hace siglos. Pero el frío… puede ser
hostil a estas horas… La mujer recordó recién entonces el comentario de Aluin
al respecto cuando iban camino al centro de operaciones. Todavía no podía
creerlo. Otro rasgo que acercaba a esa civilización un paso más hacia la
perfección. Mil dudas le surgieron entonces sobre el tema y reafloraban ahora
(principalmente, la forma en que lo habían logrado y el hecho de confirmar que
tampoco debían de existir ni la pobreza ni la droga, factores obligados en
relación con aquel mal), pero sabía que ese no era el momento ni se hallaba
frente a la persona indicada como para disipárselas. Optó entonces por
mantenerse firme en su decisión de continuar con su plan.
—Entonces creo que iniciaré mi recorrida en este momento.
La decisión de la mujer tomó a su interlocutor por sorpresa. Ya era tarde
para echarse atrás con su propuesta.
SEÑOR R
—Muy bien —contestó tras un corto titubeo—, pero por favor recuerde
regresar en el tiempo preestablecido. No quisiera arrepentirme de la
autorización que le he otorgado —concluyó mientras le guiñaba un ojo,
intentando resultar indiferente.
—Quédese tranquilo, Carth. No es mi intención que se vea involucrado en
algún problema por mi culpa.
Y partió.
SEÑOR R
5.
SEÑOR R
espacial hasta no haber transcurrido un período mínimo de seis años al servicio
de la entidad u otras afines. A Reed le faltaba uno, pero su peso surtió el efecto
necesario como para hacer modificar la disposición al consejo directivo.
El viaje fue ameno aunque por demás extenso y costoso, ya que aún por
esos entonces la humanidad no conocía ningún medio de locomoción adecuado
que lo efectuase en un período menor de 158 días (de no haber sido por la
aparición de Rama, nunca hubiese habido forma de que Conqueror emprendiera
su aventura por sus propios medios cuatro años más tarde). Amartizaron en una
zona aledaña al Monte Olimpo para reparar la primera de las tres fábricas que
visitarían, dirigiéndose luego hacia las dos restantes en una misión que finalizó
casi tres meses después de manera abrupta e impensada: un error involuntario
de uno de los técnicos en la última de ellas produjo una reacción en cadena que
desembocó en su explosión. Afortunadamente, contaron con el tiempo
suficiente desde que se percataron de ello hasta el desenlace como para poder
huir sin resultar heridos, mas la apremiante situación al momento del éxodo
causó en Hillmann una tensión tal que terminó por afectar de modo irreparable
su ya ajado corazón. Estuvo internado en la enfermería de la nave durante siete
días, peleando por su vida, pero la falta de instrumental adecuado a bordo para
el tratamiento de su afección culminó en su deceso a causa de un paro
cardiorrespiratorio. Permaneció consciente hasta el último instante, cuando se
despidió de su querida colega realizándole una confesión.
—Sheena… ¿recuerdas la fotografía que nos tomaron a todo el grupo antes
de comenzar nuestro viaje? Sí… Ese ritual que suele repetirse siempre al inicio
de cada una de las misiones espaciales. Bueno… Generalmente se entrega una
copia a cada uno de los integrantes de la tripulación a su regreso, como un mero
recuerdo de la documentación del momento. Pero si algo sale mal, esa es la
fotografía que suele situarse frente al ataúd de los eventuales caídos durante la
misa funeral; tu rostro recortado en primer plano, en sepia. Hazme un favor,
Sheena… No quiero que la última imagen que se recuerde de mí sea la de un
pálido cadáver. Que sea únicamente la de la foto…
Así fue como su cuerpo fue expulsado a los confines del espacio por una
conmocionada Sheena Reed, que se vio forzada a lidiar con la exclusiva
SEÑOR R
responsabilidad de regresar al resto de la tripulación a la Tierra sana y salva.
Logró realizar la tarea con éxito, sin siquiera imaginar que aquel excelente
desempeño sería el hecho que decidiría a sus superiores a ubicarla al mando de
la misión que ahora la tenía como protagonista nuevamente. Sus recuerdos
lograron abstraerla por un buen rato del tiempo y el lugar.
Unos extraños sonidos la retornaron a la realidad. Se percató entonces de
que se encontraba prácticamente en los límites de la pequeña orbe. Las
estructuras rectangulares que se multiplicaban a su paso ahora comenzaban a
ralear, dejando a su disposición un panorama cada vez más agreste. Consultó su
reloj pulsera y vio que los rectángulos color negro habían cedido su espacio
hasta desaparecer por completo. Solo uno de ellos empezaba progresivamente a
tomar forma. «Pocos minutos han pasado de la medianoche. He caminado por
casi tres horas», pensó. Evaluó la posibilidad de continuar con su exploración
mientras, desde la torre de control, sus movimientos eran celosa y
nerviosamente monitoreados. A los pocos instantes de indicar los datos que
continuaba con su marcha más allá de los límites de la ciudad, un vehículo
volador no tripulado, ubicado en los techos del centro de operaciones, partió en
su búsqueda.
SEÑOR R
6.
Los sonidos que escuchaba eran casi con seguridad producidos por un
animal, aunque no se asemejaban en nada a cualquiera de los que hubiese oído
en su vida. Su autor parecía estar realizando alguna clase de esfuerzo dado el
tenor de los ruidos, pausados y profundos a la vez. ¿Podrían llegar a catalogarse
como gemidos? Resultaba factible. Creyó detectar su origen justo detrás de la
edificación que se hallaba bordeando. Recorrió el tramo que quedaba hasta la
esquina dando pasos calculados con la intención de que su presencia pasara
desapercibida, mirando en detalle a su alrededor. La iluminación artificial
comenzaba a ralear producto de su creciente lejanía de la «civilización», y el
temor de ser sorprendida por ese «algo» al que se aproximaba empezaba a
oprimirle el pecho, pero no por ello pensó en desistir. Su naturaleza inquisidora
era más fuerte… Dio un último paso al llegar al final de la manzana y se
detuvo, quedando oculta tras el gigantesco bloque de material que la ocupaba en
su totalidad y que solo se diferenciaba de una gigantesca caja de concreto por
los delgados ventanales que comenzaban a aparecer recién 5 metros por encima
de su ser. Pegando su espalda a la pared, asomó únicamente su cabeza hacia la
izquierda. Lo que vio la dejó estupefacta. Allí estaban los primeros
representantes de la fauna de aquel planeta que podía observar, en pleno rito de
apareamiento. Podría haberlos catalogado de avestruces por su fisonomía, pero
los colores rojizos y opacos de sus plumas, y sus alargadas y gruesas cabezas
diferenciaban ambas especies. Sus picos negros, cortos y abovedados, marcaban
mayor distinción aún con los primeros. Crines llamativas surcaban la parte
superior de unos extensos cuellos (rasgo todavía más prominente en la hembra)
que no dejaban de mover con soltura de un lado al otro mientras continuaban
con su actividad: parecían conformadas por duros y firmes pelos dorados que
poblaban las nucas, extendiéndose hasta la base que los conectaba con el resto
SEÑOR R
del cuerpo, y raleando a medida que descendían hasta perderse entre el espeso
plumaje. El macho era visiblemente menor en altura, sin llegar por demás a
resultar pequeño: mediría alrededor de 2 metros, casi uno menos que su
compañera. Los largos zancos desembocaban en tres afiladas pezuñas que
debían de utilizar para defenderse de eventuales ataques. Ciertamente, sus
figuras intimidaban. Reed notó sangre en las del macho. Tanteó los bolsillos de
su abrigo con la infundada esperanza de hallar por milagro una cámara de fotos
o una filmadora con la que documentar su descubrimiento (tal vez Carth había
reparado en ello, imaginando que sería de su agrado contar con algún elemento
del estilo para obtener recuerdos de su excursión), pero lógicamente no había
nada ni remotamente parecido. Lo único con lo que se toparon sus dedos fue un
extraño y diminuto trozo de plástico oscuro del cual se deshizo dejándolo caer
al suelo, sin imaginarse que podía tratarse de algo como lo que en realidad era.
Pensó entonces en su reloj pulsera: semejante artilugio tenía que poseer alguna
especie de cámara. Intentó infructuosamente quitárselo con su mano derecha,
buscando algún dispositivo que lo hiciese desprenderse de su muñeca. Al no
hallarlo, comenzó a tironear de la malla, aunque tampoco tuvo suerte. Cuando
ya se estaba por dar por vencida, uno de sus frenéticos movimientos tuvo efecto
y el reloj se desprendió, cayendo al suelo. El ruido que hizo al chocar su
estructura contra el asfalto fue imperceptible, pero no para los animales.
Cesaron sus rítmicos movimientos al instante y dirigieron su vista hacia el lugar
de donde provino el sonido, sorprendiendo a la mujer al momento en que se
acuclillaba para recoger el reloj. A Reed, quien aún no se había dado cuenta, le
extrañó el cese de los gemidos. Dirigió entonces, a su vez, la vista hacia ellos
para descubrirlos observándola con detenimiento. El macho abandonó a su
pareja y esta se incorporó para unírsele a su lado; los dos empezaron a emitir
nuevos sonidos, muy distintos a los anteriores. Los dirigían hacia la intrusa, que
rogaba ahora que fueran en señal de advertencia y no de amenaza. Comprobó
con terror la segunda opción, al verlos avanzar con lentitud hacia su lugar. En
ese instante, descubrió unos metros más atrás de ellos un tercer espécimen que
yacía inerte, seguramente otro macho asesinado por el primero en lo que debió
ser la disputa por la posibilidad de ganar el preciado momento de intimidad con
SEÑOR R
la hembra. Un charco importante de sangre se había formado a su alrededor.
Continuaron con su andar y, al divisar que su presa comenzaba a retroceder
invadida por el pánico, la hembra lanzó un grito ensordecedor que fue la señal
que dio inicio al ataque. Reed empezó entonces a desandar su camino lo más
rápido que pudo, dejando su reloj abandonado en el piso y buscando algún lugar
donde guarecerse. Los animales ganaban gradualmente terreno en su
persecución, avanzando en trancos tan lentos y torpes como extensos, y ya solo
se encontraban a unos pocos metros de ella. En un intento desesperado por
poner fin a tan desigual caza, la mujer se quitó su abrigo y lo echó con furia a
sus perseguidores. Le atinó al macho, que iba adelante gracias a su más ligera
contextura, cubriéndole la cabeza y cegándolo. Tropezó y su acompañante que
lo seguía de cerca chocó con él, cayendo los dos y emitiendo nuevos sonidos
que reflejaban más ira e impotencia que dolor. Ganó otra vez distancia y
aprovechó para doblar en la esquina más próxima y perderlos de vista, pero
pronto se incorporaron y continuaron, lejos de desistir en su acecho. La
encontraron al instante, guiándose únicamente por su ya comprobado fino
sentido auditivo. Reed volvió su vista para ver su ubicación y entonces fue ella
quien tropezó, cayendo pesadamente; golpeó su sien izquierda contra el suelo.
A pesar de quedar atontada por el cimbronazo del que fuese víctima su cerebro,
hizo uso al máximo de sus reflejos, logrando rodar a un lado al momento en que
el macho se abalanzaba sobre ella de un salto, con las pezuñas al frente
dispuestas a desgarrar la carne. En lugar de ello, se toparon con el frío asfalto.
Su dueño se desestabilizó por la inercia y cayó, rodando unos metros hasta dar
contra una pared y quedando nuevamente fuera de combate unos instantes. La
mujer se incorporó y abrió sus ojos. Los párpados le pesaban toneladas y la
cabeza adolorida le latía con fuerza. Lo primero que divisó ante ella fue la
figura de la hembra, rígida y agazapada a escasa distancia. Vino a su mente
entonces la imagen de su fotografía enmarcada frente a su propio ataúd en la
misa que realizarían al regreso de sus compañeros, si es que no la habían
efectuado ya para los tres al considerarlos perdidos para siempre en los vastos
dominios del Universo. El animal volvió a emitir el mismo alarido de ataque
que dio origen al inicio de la cacería, y ella supo que todo había terminado.
SEÑOR R
En ese momento, una potente luz blanca inundó desde los cielos la escena e
hizo esfumar la noche desde la óptica de los protagonistas. Otros haces de
diversos colores, juntamente con un sonido tenue pero agudo (apenas audible
para Reed), se dispararon desde el mismo punto hacia la cabeza de la cazadora,
que quedó atontada al instante. Esta profirió un nuevo aullido, similar al
anteúltimo, y emprendió la retirada con celeridad para perderse para siempre en
la espesura del bosque cercano. El macho se incorporó y se apresuró a seguir
los pasos de su compañera. La mujer, tambaleante, permaneció en su lugar y
dirigió su vista hacia el objeto que la rescatara, entornando los ojos y
protegiéndoselos a medias con una mano en alto a causa de la poderosa
iluminación que proporcionaba. El objeto apagó sus reflectores y descendió.
Parecía ser un automóvil. La puerta delantera del acompañante se abrió
automáticamente hacia arriba, invitándola a subir. Ella se acercó unos pasos
para observar más de cerca sus detalles. Se sobresaltó al oír la voz de Carth, que
denotaba furia que intentaba pero no podía reprimir.
—Sheena… Por favor, suba… Este vehículo la traerá de vuelta a la base.
La sorprendió al hacerlo no encontrar a su salvador dentro, sino un pequeño
parlante ocupando el centro del tablero del cual emanaba su voz. La compuerta
volvió a cerrarse, y la unidad otra vez ganó altura y encaminó su rumbo hacia la
torre. En el transcurso del efímero viaje, Carth, que la observaba a través de un
dispositivo para tal fin ubicado en lugar del espejo retrovisor, continuó
hablando. Su estado le preocupaba.
—¿Por qué no emprendió el regreso cuando debía hacerlo? Para eso le fue
proporcionado el reloj que ahora ha extraviado. De haberlo hecho, no se hubiera
topado con los flégures. Esos animales son poco amistosos.
—Lo… Lo lamento… No pensé que fueran a molestarse tanto…
—Los interrumpió durante la noche, período de la jornada que dedican al
apareamiento… ¿Cómo hubiera reaccionado usted de ser sorprendida en
idéntica situación?
La voz de su interlocutor iba gradualmente en aumento. Este supo que
comenzaba a descontrolarse e intentó serenarse… «No debe recurrirse a
acciones violentas o sospechosas por ningún motivo para con los visitantes».
SEÑOR R
—Lo lamento… De verdad lo lamento…
—Tuvo mucha suerte de que la haya encontrado. El abrigo que arrojó a sus
perseguidores poseía un dispositivo rastreador del que, según los datos que he
recogido, se ha deshecho incluso con anterioridad. Por tal motivo, me ha
costado más de la cuenta dar con usted.
Reed se sintió por un momento furiosa al saberse monitoreada durante su
excursión, pero no dijo nada al respecto. De no haber sido por ello, estaría
muerta.
El vehículo llegó a la entrada de la edificación y liberó a su ocupante. Allí
Carth, de brazos cruzados, aguardaba por ella, impaciente. Su semblante se
había modificado por completo. Ahora tenía una expresión dura y molesta.
—La llevaré de vuelta a su habitación, donde permanecerá hasta que el
señor los recoja en la mañana. Le sugiero que se asee e intente dormir.
SEÑOR R
7.
SEÑOR R
peculiar sabor. Se trataba del fruto más jugoso y delicioso que habían probado.
Sin saberlo, estaban comiendo por primera vez en sus vidas uno cien por ciento
natural, libre de los aditivos artificiales y químicos que se requerían para
recrearlas en la Tierra. Tuvieron que luchar contra el impulso de devorarlas, ya
que, a pesar del apetito, no querían brindar una imagen que pudiese impresionar
de mala manera a sus anfitriones. Pero finalmente sucumbieron ante la
tentación de forma irremediable…
—Lamentamos no contar con otro tipo de alimentos, pero seguimos al igual
que todos una estricta dieta que nos impide ingerir fritos o cualquier otra clase
de comida que resulte irritante para nuestro estómago, más que una o dos veces
a la semana; sobre todo, en estas horas de la mañana.
A Reed le hubiese parecido extraño aquel comentario de hallarse con sus
sentidos alerta, pero su atención se veía afectada por su estado, y su mente
estaba de antemano ocupada en buscar prematuras respuestas a la múltiple
combinación de eventuales inquisiciones que seguramente le efectuarían sobre
su aventura nocturna. De ser otra la situación, hubiera cuestionado a sus
anfitriones acerca de su conocimiento de las características del típico desayuno
terrestre. Johnson y Spenter directamente no repararían en ello. Entonces
ninguno abrió la boca, limitándose a comer y a observar cómo Dinn cortaba en
gajos el alimento recogido tras quitar con sus dedos una cáscara tan fina y
blanda como la delgada película de una bolsa de plástico.
—¿Cómo se ha lastimado de semejante forma, Sheena? —consultó Canthra,
señalando hacia el bulto que poco a poco comenzaba a asomar en su sien
izquierda—. Carth nos informó que regresó ilesa.
—Caí al suelo instantes antes de que me hallara la unidad enviada por él a
rescatarme, y di la cabeza contra el suelo… Nada grave, supongo… No se
preocupen…
—En efecto, no parece ser más que un buen golpe —observó Dinn,
intentando realizar desde su posición una inspección más detallada.
—Seguramente el sobresalto resultó mayor —bromeó Johnson, palmeando
el hombro más cercano de su compañera.
—La fortuna estuvo de su lado en la noche de ayer, Sheena —agregó Aluin,
SEÑOR R
sombrío—. Fue un milagro que Carth diese con usted a pesar de haberse
extraviado el rastreador.
—En efecto, señor, su ayuda llegó en el momento justo.
—De todas formas han de haber sido fundamentales sus reflejos y actitud
ante la amenaza para lograr sobrevivir.
Alentada por la totalidad de la mesa, Reed relató sus desventuras con lujo
de detalle desde el momento en que descubrió a las aves hasta su regreso a la
base, incluyendo sus tretas para dificultar la cacería y sus reacciones ante
situaciones clave como la que tuvo desde el suelo para evitar las garras del
macho.
—Parece que esos animales no son tan astutos como los creen, si una presa
de envergadura menor y en condiciones visiblemente desfavorables pudo
ponerlos en ridículo de la forma en que ella lo hizo —acotó Spenter, sin darse
cuenta de que estaba hablando con comida en la boca. Todos los integrantes del
comité se percataron e intentaron disimular una mueca de repulsión. Dinn fue
quien más se impactó con el hecho y no pudo ocultarlo.
—No subestime al flégur, señor Spenter. Es un cazador voraz y puede
transformarse en un asesino despiadado al instante. De haber llegado la ayuda
para su compañera tan solo unos segundos más tarde, no estaríamos hoy
compartiendo el desayuno con ella. Y le aseguro que no hubiésemos hallado ni
el más mínimo rastro de sus restos. Desgarran a su presa en su totalidad,
royéndole incluso los huesos.
Reed, incómoda, tuvo que recurrir a un sorbo de leche que la ayudase a
tragar lo que masticaba.
—Nuestra raza no interfiere con la naturaleza más que para lo estrictamente
indispensable: hallar alimento o recoger la materia prima necesaria para la
realización de nuestras actividades. Pero hacia el flégur existe incluso un
respeto especial que él mismo ha impuesto sobre nosotros y el resto de la fauna
—comentó Canthra nuevamente, tras beber un sorbo de su jugo.
—Es el animal supremo conocido sobre la faz de este planeta; impone su
presencia desde hace siglos… Se han hallado fósiles del ejemplar que datan de
tiempos inmemoriales que así lo demuestran —agregó Dinn, que ya concluía
SEÑOR R
con su último bocado y desistía de tomar otra fruta; sus ganas de continuar con
el desayuno fueron mermando hasta extinguirse en su totalidad al observar el, a
su juicio, «espeluznante» espectáculo que ofrecían sus huéspedes al ingerir la
comida. Estos, sin darse cuenta, llevados por su apetito, parecieron olvidarse de
la presencia de sus anfitriones y ahora sí devoraban su comida de una forma
feroz. «Con cada minuto que pasa, se asemejan más y más a animales salvajes»,
pensaba Dinn. La voz de Aluin apartó su atención de una escena que
comenzaba a producirle náuseas.
—Su único defecto conocido es su tosca movilidad. Cuenta con una vista de
lince, y su capacidad auditiva le permite percibir sonidos hasta una distancia 10
veces mayor que la nuestra. Por fortuna podemos utilizar eso a favor, emitiendo
con los aparatos adecuados ondas de radio en una frecuencia prácticamente
inaudible a nuestros oídos que a ellos los aturden de modo tal que no pueden
más que huir. Literalmente, es una tortura; es nuestra defensa ante un eventual
ataque. Siempre que nos vemos necesitados de ingresar en su territorio, vamos
provistos de un radio de este estilo.
—Calculo que de todas formas portarán armas de fuego también, como
precaución para utilizarlas en casos extremos… —comentó Johnson entre
bocado y bocado.
Los tres anfitriones, incómodos ya por su manera de comer, parecieron
terminar de exaltarse ante tal sugerencia.
—No compartimos la idea de que haya que recurrirse al extremo de herir o
asesinar a un ser inocente que solo actúa por instinto.
Aluin agravó adrede su tono de voz para que sonase de la misma forma en
que lo haría el de una persona que se ve forzada a tocar un tema del que no
desea hablar, un tema tabú.
Titubeante, el astronauta decidió proseguir al instante con una broma para
descomprimir la situación, por temor a que se generara un incómodo silencio
que asentaría el aparente malestar gestado por su comentario anterior. De haber
sabido que sus siguientes palabras producirían una reacción contraria a la
esperada, habría sin dudas mantenido su boca cerrada.
—De acuerdo, pero me imagino que se valen de ellas en otros ámbitos, ¿no?
SEÑOR R
No creo que utilicen en guerras piedras y palos… —agregó entonces, con una
sonrisa nerviosa.
—¿Guerras? Aquí intentamos evitar conflictos tan extremistas, señor
Johnson… Aunque concuerdo con usted en que un eventual generador de
alguno se merece que se le responda con tamaña violencia —concluyó Dinn, en
secreta alusión al grupo de rebeldes que odiaba y sobre cuya existencia los
terrícolas se enterarían tiempo después.
La hipocresía de Dinn no formaba parte de ningún plan específico. Se
manifestaba contra dicha clase de conflictos porque jamás necesitó valerse de
ellos para alcanzar sus objetivos. Su pasado lo vinculaba con acciones de fuerza
dentro de las cuales no había habido lugar para estos únicamente porque la
infraestructura del escollo de turno no representaba nunca resistencia capaz de
hacer frente a la de las huestes que él comandaba.
Después de su tosca aclaración, abandonó la mesa excusándose. Los
visitantes quedaron boquiabiertos ante tamaña reacción. Aluin se disculpó un
momento y fue a su encuentro, aclarando que regresaría en breve y que restasen
importancia al incidente, con el objeto de descomprimir la situación.
Todos los comensales pudieron oír a la distancia las quejas profesadas a su
líder, a pesar de los nerviosos intentos de Canthra por eclipsarlas con una charla
a la que ninguno prestaba atención.
Los tres se sonrojaron y dejaron de comer. Se produjo por un instante un
incómodo silencio.
—Les pido mil disculpas, Canthra…
La voz de Johnson sonó cargada de vergüenza.
—La historia del lugar de donde venimos está plagada de guerras causadas
por diferencias entre países e incluso distintos sectores pertenecientes a una
misma nación —aclaró Spenter.
—Tal vez ese es el principal problema, estimados… —contestó la mujer—.
Verán: Feeria no se halla dividida por ideologías tan diferentes como para tener
que recurrirse a la partición de territorios… Nuestro planeta puede considerarse
como un único gran país en el que sus habitantes viven en armonía.
Lógicamente, siempre existirán diferencias de opiniones, pero nunca tan
SEÑOR R
marcadas como para aplicar como solución una actitud violenta e irracional.
Nuevamente quedaron estupefactos ante otra revelación acerca de la forma
de vida y costumbres de los habitantes del mundo recién descubierto. Cada vez
se sentían más distanciados ideológicamente de aquella raza. No quisieron
formular preguntas al respecto para no hacerlo notar aún más, a pesar de
agolpárseles miles de dudas. ¿Ni siquiera existía la necesidad de separar los
sectores del globo en distintas provincias o estados? ¿Cuál sería la forma en que
lograban descentralizar el poder para no perder el control? ¿Cuál, el modelo
político implementado para sostener tamaña estructura sin inconvenientes?
—¿Nunca han tenido guerras? —consultó Spenter, intentando volver al
tema anterior. Un semblante penoso cubrió de repente el rostro de la mujer.
—Las guerras han sido uno de los factores primordiales por los cuales nos
vimos forzados a abandonar nuestro planeta natal, juntamente con la
contaminación que producían muchas de las actividades que desarrollábamos en
él…
Los tres astronautas se inquietaron. Vieron por un momento en el pasado de
aquella civilización, el futuro al que se encaminaba la suya propia. La imagen
de una Tierra devastada, herida de muerte, les oprimía el pecho.
—Aprendimos tarde de nuestros errores —continuó—, pero
afortunadamente al final lo hicimos y por eso se trata de una historia que nos
juramos a nosotros mismos jamás volver a repetir.
Aluin volvía en ese momento a la mesa y con él, el recuerdo del reciente
incidente.
—Dinn solicita que por favor lo excusen; dice que se ha descompuesto y se
retiró a descansar —informó con parsimonia (fiel a su estilo), al tiempo que
tomaba asiento nuevamente en su lugar.
—Por favor, hágale llegar mis más sinceras disculpas si es que se ha
molestado por mi comentario —le solicitó Johnson.
—No se preocupe; lo sucedido no tuvo nada que ver con eso —mintió
Aluin adrede para que todos lo supieran—. ¿De qué tema estaban hablando? —
inquirió a su asistente con el objeto de mostrarse interesado en encauzar la
conversación hacia rumbos distintos.
SEÑOR R
—Oh… Les contaba acerca de nuestro oscuro pasado. Las guerras que
devastaron Nereah.
—¿Nereah era el nombre de su planeta? —consultó Sheena Reed.
—Así es… Lo es —respondió Aluin con un dejo de melancolía, a pesar de
nunca haberlo llegado a conocer.
—Es un nombre hermoso…
—Hace honor a lo que otrora representaba —agregó Canthra.
Su líder, mientras tanto, se debatía en una disyuntiva. ¿Habría llegado tan
pronto el momento de dar a conocer a los visitantes buena parte de las
respuestas que habían estado buscando a lo largo de su historia?
—Aún gira silenciosamente en torno a su estrella en el Sistema Solar al que
pertenece.
»Pero el único signo de vida que aún parecería que posee es producto de
una actividad volcánica que se traduce solo en lo que podría catalogarse como
estertores post mortem de un organismo ya inerte. Su cielo, alguna vez más
puro que este, es azotado por feroces vientos huracanados y actualmente se
halla poblado de una combinación de gases nocivos que produjeron en él un
efecto invernadero descontrolado, culpable de que su accidentada superficie
soporte temperaturas de más de 300 grados centígrados. Tenemos mucho para
contarles al respecto, pero preferiría dejarlo para otra ocasión —aclaró
finalmente. Decidió mientras hablaba adoptar la actitud de todo buen hombre de
negocios, alineándose a su plan: primero había que mostrar al potencial cliente
todas las características y ventajas que poseía un producto antes de intentar
venderlo.
—Bueno… Si no desea hablar de ello… —dijo Reed.
—No… No es eso… Pueden notar que evocar el tema me trae malos
recuerdos, pero no por ello dejaré de hacerlo. No es mi costumbre. Creo que de
los errores hay mucho que aprender y que por eso no deben ocultarse, por más
vergonzosos que resulten… Es más: la cruda historia de la cuna de esta
civilización es un tema de estudio en nuestras escuelas. Pretendemos
concientizar a nuestros pares desde pequeños acerca del pasado.
—Me gustaría presenciar ese curso.
SEÑOR R
La respuesta de la astronauta fue sincera. Pensaba, inocentemente, que aún
ella y los suyos estaban a tiempo de evitar hacer correr la misma suerte a su
planeta.
—Créame que para ello tendría usted que quedarse al menos tres años con
nosotros —contestó Aluin—. Historia de Nereah es una materia más del
programa de estudios, y aprobar el último módulo representa cinco años de
enseñanza, que no pueden resumirse en menos de tres…
SEÑOR R
Capítulo V
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
2.
La nave se detuvo en la pista privada que poseía la sede central del Centro
de Gobierno Feeriano donde Aluin moraba desde que había sido reelecto para
continuar con su mandato por otro período de 10 años, tiempo que los
habitantes del planeta consideraban ideal como para que un dirigente pudiera
desarrollar sus tareas al frente de un organismo de la envergadura que aquel
representaba: manifestaban que uno más corto no permitiría afianzar sus
políticas a largo plazo y uno mayor resultaría demasiado, a menos que el pueblo
hubiese decidido extenderlo previamente a través de su democrática
aprobación. Los votantes tenían entonces la posibilidad de evaluar, tras el
mencionado lapso, la gestión de su representante supremo y juzgar si era o no
conveniente prolongar su estadía en el poder por el tiempo que conviniese
(porque no existía límite para las reelecciones si se lo creía indicado).
Podía catalogarse al edificio como un palacio de 11 plantas pero sin
demasiados lujos, ya que un gobierno por una cuestión de respeto no podía
contar con beneficios superiores a los de la media de la población. Estaba en
constante actividad porque la mitad del personal trabajaba, como en todos los
empleos, los primeros cuatro días de la semana y la otra los cuatro
restantes[15].
La estructura era entonces la necesaria como para que el gobernante pudiese
vivir allí cómodamente y desarrollar su actividad junto con el Senado, que se
reunía para sesionar en una gigantesca cámara dispuesta en el tercer piso para
tal fin. El resto de las plantas se destinaban a los miembros componentes de los
ministerios básicos necesarios para el correcto funcionamiento del aparato
político. Así era como en la primera operaba Salud; en la segunda, Economía;
en la cuarta, Educación y Ciencia; en la quinta, Cultura; en la sexta, Justicia
(que, según lo que les comentaron, a pesar de no tener un papel importante por
SEÑOR R
la ausencia de conflictos, se mantenía más que nada para efectuar tareas de
prevención); en la séptima, Medio Ambiente; en la octava, Trabajo y Asuntos
Sociales; en la novena, Industria, Agricultura y Comercio; y en la décima,
Asuntos Espaciales. La onceava correspondía a Presidencia, destinándose el
sector respectivo a la morada del gobernante de turno.
Luego de recorrer las instalaciones, se dirigieron a la terraza que este último
poseía. Se trataba de un amplio espacio que abarcaba casi el total de la
superficie del piso. La mitad estaba cubierta por un cerramiento climatizado con
paredes de vidrio cual un gigantesco jardín de invierno climatizado, que
posibilitaba disfrutar de la impactante vista de la ciudad en cualquier momento
del día, independientemente del clima. Un césped verde y espeso prolijamente
podado se extendía alfombrando la totalidad de la mitad restante. Sus dominios
solo se veían interrumpidos en un sector rectangular por el espacio que ocupaba
una tentadora piscina llena de agua hasta los bordes. A pesar de ser casi las 6 de
la tarde, la temperatura todavía resultaba agobiante. Diez pálidas reposeras de
un plástico anatómico que se adecuaba a los contornos de quien se recostara en
ellas flanqueaban el natatorio. Johnson se sorprendió al instante en que procedió
a hacer uso de una, previa solicitud y consentimiento de sus anfitriones. El resto
de ellos lo observaban divertidos a unos metros de allí, sentados alrededor de
una mesa de mimbre.
Varias estatuas de figuras extrañas sobre sus respectivos pedestales
completaban la escena, dispuestas en distintos sectores del parque.
Luego de distenderse, Spenter efectuó una consulta que deseaba realizar en
relación con el edificio. Entre todos los pisos ocupados por los diversos
organismos no había ninguno reservado para la Iglesia.
Al preguntar a sus anfitriones sobre lo extraño que le parecía esto último, se
topó sin saberlo con lo que se traduciría en una nueva revelación, esta vez por
boca de Canthra.
—La razón es simple —le dijo—. No existe en nuestro planeta una creencia
teológica dominante. Sí convergen en él varias religiones distintas sin necesidad
de contradecir una a otra; por eso, pensamos que cualquiera es buena mientras
sirva para que los que la profesan hallen en ella consuelo espiritual y
SEÑOR R
promuevan sus más puros sentimientos. Cada uno es libre de escoger la que
quiera o ninguna.
«Otro motivo menos por el que pelear», pensaba Reed. Recordaba cómo las
guerras santas habían diezmado poblaciones a lo largo de la historia de la
humanidad, instigadas por marcadas diferencias de creencias.
—Su planeta es ideal —observó el astronauta disparador del
cuestionamiento.
Sus compañeros notaban, a medida que transcurrían las jornadas, que su
entusiasmo por el nuevo mundo aumentaba en forma exponencial. Ellos
también se asombraban con cada revelación, aunque el hecho no los
impresionaba como para llegar a tal extremo. «Hasta cierto punto es lógico»,
pensaba Reed. Solo llevaba un año de conocerlo (que fue el tiempo que duró la
capacitación y entrenamiento para la misión), pero logró en ese lapso ganar su
confianza y así tener la posibilidad de charlar abiertamente con él. En muchas
de esas charlas, supo de su descontento acerca del modo en que el ser humano
establecía su supremacía entre los demás habitantes del planeta y lo mal que
aprovechaba esa ventaja al valerse de acciones que, a pesar de las conocidas
consecuencias, se perpetuaban en repetitivas equivocaciones. Muerte, polución
y devastación… Todo eso instigado por defectos irremediablemente presentes
en los hombres (aunque sea en parte, y en mayor o menor medida), que a
alguien se le ocurrió alguna vez catalogar como pecados capitales. Otro de los
motivos que creía podían seducir a su amigo era el hecho del primer gran
impacto positivo: la tecnología de que disponían, que había permitido la
sanación de sus heridas en forma prácticamente milagrosa.
—Sí… Creemos haber alcanzado la plenitud espiritual y lograr a través de
ello una sociedad justa basada en el pilar del respeto… Pero desgraciadamente
no podemos gozar plenamente del éxito de haberlo hecho, por causas exógenas
que escapan a cualquier control imaginable…
—¿A qué se refiere? —inquirió Spenter.
Se produjo un breve silencio. Canthra dedicó una mirada sombría a Aluin y
le cedió de esa forma la palabra.
—Nuestro sol… está muriendo.
SEÑOR R
Hasta Johnson, aparentemente ajeno a la conversación, se alteró al oír
aquellas palabras. Abandonó al instante su semblante distendido y giró sobre sí
mismo para observar a quien las había pronunciado. Reed atinó de manera
instintiva a dirigir su vista hacia el astro, pero lógicamente se vio forzada a
desviarla enseguida a consecuencia del malestar que su brillo causaba a sus
ojos.
—Su hidrógeno central paulatinamente se está convirtiendo en helio,
habiendo comenzado ya su fase final de expansión.
—Y las consecuencias de la metamorfosis nos afectan sin que nada
podamos hacer por evitarlo —agregó Canthra.
—Habrán notado al arribar a Feeria la franja amarillenta que la rodea en su
sector central. Lo llamamos «el Cinturón Desértico» —siguió hablando Aluin.
—Se trata de una banda de aproximadamente 3.000 kilómetros de ancho,
donde temperaturas promedio de 70 grados centígrados durante el día y 20 bajo
cero por las noches hacen imposible el desarrollo de la vida tal y como la
conocemos —completó nuevamente la mujer.
—Es cierto… —asintió Reed estupefacta. Comenzaba a entender.
—Eso explica el agobiante calor, inusual en esta época del año —agregó
Johnson, que ya había abandonado la reposera y se dirigía a ocupar un lugar en
la mesa con el resto.
—Era inusual para nuestros ancestros también, cuando vivían en Nereah.
Hoy en día, lamentablemente se trata de un fenómeno normal. Y debemos
tomar las precauciones necesarias, sobre todo durante el verano. No exponernos
al mediodía, beber mucho líquido, etcétera. Es altamente recomendable en esa
época del año guarecerse desde las 11 de la mañana hasta pasadas las 3 de la
tarde.
—¿Y por qué en la noche hace tanto frío? —preguntó Reed, recordando su
reciente salida nocturna.
—Eso se debe a la composición de la atmósfera de nuestro planeta, débil en
algunos aspectos. Gran parte del calor al que se ve expuesto durante el día se
pierde nuevamente en el espacio.
Los visitantes quedaron pensativos unos instantes. La ajada Tierra, en
SEÑOR R
condiciones similares, sería un gigantesco horno a causa del efecto invernadero
donde ni siquiera las cúpulas más resistentes soportarían los avatares del clima.
Pero ellos…
—Las pocas ciudades que aún quedan en pie en nuestro planeta se hallan
«encapsuladas» por cobertores que las resguardan de las inclemencias de las
temperaturas y los fuertes vientos huracanados. ¿No sería posible aquí que se
muniesen de una protección similar?
—Créame que esa alternativa fue barajada mucho tiempo atrás, Sheena,
pero de la misma forma descartada; para erigir protectores de esas
características se requieren elementos ya identificados y posibles de crear, pero
deberíamos recoger tal cantidad de materia prima en el proceso que agotaría
gran parte de los recursos naturales de este planeta —contestó Aluin a Reed sin
proporcionar más detalles, con el objeto de evitar nuevas preguntas al respecto
y de esa manera conseguir ocultar con éxito su mentira. En realidad, era posible
llevar a cabo el plan, pero le seducía más la idea de colonizar un mundo nuevo
y puro.
—Y no sería justo tampoco salvaguardar solo algunas ciudades, dejando a
las demás expuestas —agregó Canthra.
—Hay otra cosa que no comprendo… —comentó Johnson, quien no había
prestado atención a esta última aclaración debido a que la consulta que ahora
expondría daba vueltas en su cabeza desde mucho antes y pensaba desde
entonces únicamente en darle forma—. La agonía de una estrella conlleva un
período de varios millones de años. ¿Hace cuánto tiempo que colonizaron este
planeta?
—Poco más de 200.000.
—Entonces, cuando llegaron o al estudiar este Sistema Solar para
trasladarse, ¿no se percataron de ello?
—No. Nuestros antepasados, acuciados por la necesidad de hallar un nuevo
mundo en una carrera contrarreloj, cometieron el error de no estudiar en
profundidad la estrella en torno a la cual giraba Feeria. Su estudio a la distancia
hizo concluir que era óptimo para albergarnos, virgen y rebosante de recursos
naturales, donde las formas de vida en ese entonces presentes podrían coexistir
SEÑOR R
con nosotros sin que ninguna especie representara una amenaza para la otra —
dijo Canthra.
—Sin embargo, existían dos planetas mucho más cercanos a Nereah que
cumplían también con los requerimientos necesarios: sus propios vecinos. El
primero, una perla azul de tamaño similar, que evocaba épocas históricas
primigenias del nuestro. El otro era bastante más pequeño y árido, pero no lo
suficiente como para que la vida en él no hubiese sido posible de todas formas.
—¿Y por qué no se trasladaron hacia alguno de ellos?
—Nuestros ancestros hicieron un juramento: no volver jamás al Sistema
Solar del que habían usufructuado irresponsablemente. Hoy día, nos debatimos
en un conflicto moral en relación con ello. La existencia aquí en Feeria no
podrá extenderse por mucho tiempo más y, al no haber hallado otro mundo de
similares características, a veces caemos en la tentación de barajar la
posibilidad de regresar, contra lo que fue la voluntad de ellos.
Luego fue Aluin el que volvió a tomar la palabra.
—Existe otro factor además que consiste en el principal impedimento. En la
actualidad, el primer planeta de los dos mencionados prácticamente ya no es
habitable y al otro no podríamos trasladarnos…
A los tres astronautas les asaltó el mismo pensamiento, pero lo descartaron
al unísono imaginando que la sola asociación de ideas era descabellada.
La conversación se vio interrumpida. Las horas habían pasado y la
temperatura comenzaba a bajar en forma considerable otra vez.
—Será mejor que nos retiremos. Mañana podremos continuar con nuestra
charla —comentó Canthra.
—Lo haremos en la sala de conferencias del Departamento de Asuntos
Espaciales, donde podremos ilustrar con los archivos de su base de datos
nuestros comentarios en relación con este tema —propuso Aluin, y después se
dirigió puntualmente a Reed—. Allí podrá conocer parte de los contenidos del
curso de Historia de Nereah, Sheena, en una proyección que lleva el mismo
nombre. Ahora, los llevaré a las habitaciones de huéspedes, donde podrán
alistarse para la cena y luego descansar.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
4.
SEÑOR R
seres a los que les hacía la confesión comenzaran a reír.
—Oh… discúlpenos, Richard. Por favor, no lo tome como una falta de
respeto hacia su cultura porque no lo es. ¿Sabe? Nuestros ancestros crecieron en
un principio insertos en un marco donde también se creía lo mismo, pero hoy
día no es así —respondió Aluin—. Pensamos que la diferencia es causada
únicamente por un error de interpretación. Me gustaría que nos dieran una
definición de la palabra «amor».
Todos quedaron un momento pensativos ante la petición. Finalmente, Reed
tomó la palabra.
—Creemos que amar a una persona es estar dispuesta a dar todo por ella, a
vivir tomando los votos de fidelidad y respeto que corresponden.
—Muy bien… ¿Y cuál es el significado de «fidelidad»?
—Fidelidad hacia alguien es evitar el engaño —contestó Johnson, casi
instintivamente.
—¿Incluso en el aspecto sexual?
—Claro.
—Hace unos instantes, les mencioné que la diferencia de conceptos se debe
a un error de interpretación, ¿recuerdan?
Todos los aludidos hicieron un gesto afirmativo con sus cabezas.
—Nosotros pensamos que una persona puede amar a otra, deseando
transcurrir el resto de su vida junto a ella, pero no por lo mismo debe privarse
de apetitos que, a fin de cuentas, son solo eso.
—El deseo sexual es parte de la naturaleza humana, pero no deja de ser un
deseo… —reflexionó Spenter, quien comenzaba a interpretar la idea.
—Exacto. Pero un deseo que puede hacerse realidad sin la necesidad de caer
entonces en el «engaño» a la pareja. Puede amarse toda la vida a una misma
persona protegiéndola, acompañándola y respetándola, y pueden también
calmarse apetitos instintivos que si se suprimen no harán más que impactar
negativamente en una relación que de otro modo sería mucho más llevadera.
—Es lógico que con el paso de los años el deseo en una pareja se apague,
pero eso no implica que ambos componentes dejen de amarse. Entonces, ¿por
qué no continuar satisfaciendo ese deseo? —acotó Canthra.
SEÑOR R
—Es muy distinto para nosotros engañar sexualmente que afectivamente.
Lo último sí es condenable… —concluyó Aluin.
Reed y Johnson no estaban de acuerdo con la forma de pensar de sus
anfitriones, aunque aceptaron la opinión. Spenter, en cambio, quedó impactado
una vez más.
La charla se prolongó hasta el instante en que arribaron al último tramo del
recorrido.
El hall de Asuntos Espaciales era muy diferente al de los demás. Las plantas
anteriores poseían una enorme recepción con un único y extenso escritorio que
oficiaba de mesa de entradas dividido por boxes, donde un número nunca
menor de 15 empleados atendía a los interesados para sus trámites mientras los
demás aguardaban ser llamados, sentados en varias hileras de asientos situados
frente a este como si se tratase de las gradas de un pequeño teatro. A ambos
lados del ambiente, dos puertas permitían el acceso al interior del departamento
en cuestión. Esto último sí estaba dispuesto de igual manera en el piso 10, pero
solo cinco recepcionistas se encargaban de los visitantes debido a que la
cantidad de diligencias a realizar allí era lógicamente menor.
Ya se había hecho la hora de almorzar, por lo que los tres terrícolas y los
dos feerianos se dirigieron a hacerlo antes de encarar la tarea que les concernía.
Se adentraron entonces en las instalaciones, guiados por un responsable de área
hasta el salón comedor. Para ello, tuvieron que atravesar un pasillo que se las
arreglaba por su forma y sus curvas para brindar acceso a todos los
departamentos que componían el Ministerio, flanqueándolo siempre a derecha e
izquierda, con el correspondiente letrero que señalaba de cuál se trataba. Cada
vez que pasaban por la entrada de alguno, se detenían unos instantes y Aluin
realizaba las aclaraciones respectivas sobre las tareas que se desarrollaban en él.
El salón era lo suficientemente grande como para albergar a todos los que
componían cualquiera de los tres turnos (unas 80 personas aproximadamente).
Y no solo se podía comer allí, sino que el lugar también contaba en un sector
con una biblioteca y en otro con juegos para los que deseasen hacer un alto en
cualquier momento de la jornada con el objeto de relajarse unos instantes.
Almorzaron entonces. Ese día, el menú consistió en ensalada de hortalizas y
SEÑOR R
brotes de soja, y los astronautas nuevamente se sorprendieron, esta vez, al notar
cómo una comida que generalmente oficiaba de acompañamiento a otras de
índole más consistente podía también sin ningún problema transformarse en el
alimento suficiente como para saciar con éxito el apetito.
Luego de la ingesta, se dirigieron por fin al salón de conferencias. Se trataba
de un anfiteatro en declive con capacidad para albergar a 100 almas, similar a
los cines de la Tierra pero que, en lugar de la pantalla característica de la que
emanaban imágenes en tres dimensiones, al frente poseía una base metálica
repleta de extraños dispositivos encargados de materializar el show de efectos
visuales y de sonido del cual serían exclusivos testigos.
Reed, Johnson y Spenter se acomodaron por pedido de sus anfitriones en el
centro de una de las filas medias siguiendo sus indicaciones (les comentaron
que esos eran los mejores lugares), al tiempo que estos descendían para operar
los comandos que cargarían el programa que deseaban observar. Si algo
sobresaliente y destacable poseía aquel mandatario además de su candidez era
su aparente humildad: en ningún momento desde su arribo lo observaron
permanecer a la espera de la atención de alguno de sus súbditos. Él se
encargaba sin problemas de realizar las tareas que desease, a pesar de saber a su
disposición el respeto y la obediencia de todo un planeta.
Pronto, todo estuvo listo y tanto él como su acompañante tomaron sus
respectivos lugares a un lado de sus visitas.
—En breves instantes, iniciará la muestra y se disipará gran parte de sus
dudas. Debo advertirles que lo que presenciarán a continuación tal vez les
resulte perturbador —les confesó—, pero si logran abrir sus mentes, podrán
disfrutarlo plenamente e incluso hasta dejarse conmover.
Su comentario tuvo un efecto inquietante.
La expectativa se prolongó por un minuto donde solo el silencio se hizo
presente, incomodando a los tensos astronautas que, sorprendidos, aún no
sabían qué esperar. Súbitamente, las dos bandas de luces en los techos que
iluminaban el recinto comenzaron en forma gradual a reducir su intensidad
hasta apagarse por completo, y quedaron sumidos en plena oscuridad.
Todos pudieron apreciar desde sus sitios cómo los dispositivos de la base
SEÑOR R
empezaban a encenderse. La primera imagen que apareció ante sus ojos fue la
de lo que constituía el logo del lugar: el planeta Feeria rotando lentamente sobre
su eje y las palabras «Ministerio de Asuntos Espaciales» girando a su alrededor
a mayor velocidad, en el sector donde normalmente se encontraría su anillo
único.
El espectáculo era impactante. El holograma, a todo color, debía de tener
por lo menos 10 metros de diámetro y era tan real y detallado, que quienes lo
miraban se creían capaces de zambullirse en él de un salto.
La imagen desapareció y, luego de unos segundos, una nueva leyenda
permaneció suspendida en el aire, también por un breve lapso: «Historia de
Nereah; volúmenes 1 a 5-Programa resumen».
Lo que se expone a continuación es una reseña de la muestra, debido a que
esta se prolongó por cinco horas y describirla al detalle no lograría más que
desviar la atención del lector de los puntos fundamentales. Con la finalidad de
evitar lo último es que solo se procederá a narrar los primeros.
Melodías tenues y armoniosas que podrían haberse catalogado como
extraños acordes de música clásica invadieron el recinto y acompañaron a la
presentación hasta su final. Un enorme disco de gas y polvo se dibujó ante sus
ojos, siempre en tres dimensiones. Giraba alrededor de un núcleo que con el
correr de los segundos se fue tornando más denso y brillante, al tiempo que el
mencionado disco incrementaba su velocidad y se fragmentaba en puntos
específicos donde se agrupaban algunos de sus componentes. Finalmente, la
presión generada en el centro se volvió tal que dio inicio una fusión y el cuerpo
en formación comenzó a liberar energía. Nacía un nuevo sol de tamaño
mediano. A su alrededor, la materia concluía ya por ordenarse, acomodándose
los elementos más pesados en la parte interior y siendo los más livianos
expulsados a la parte exterior del sistema en formación por el viento solar.
Surgían así los planetas que lo acompañarían hasta el final de sus días. Miles de
asteroides en un principio surcaban el espacio interplanetario e incluso
impactaban con violencia contra los mundos recién nacidos o entre ellos,
produciéndose en esos momentos los sonidos pertinentes pero en volúmenes
que los hacían apenas audibles por sobre la música que continuaba sonando.
SEÑOR R
Tras el paso del tiempo, la actividad fue mermando y el espacio deshaciéndose
de los fragmentos mencionados producto de la gravedad del astro y demás
consecuencias que producían sus efectos. Los pocos que no se fusionaron con
los cuerpos más grandes permanecieron errantes, orbitando aislados alrededor
de la estrella.
Hasta ese momento, Reed y los suyos observaban con atención la escena,
pero solo impactados por los detalles y características que presentaba la
tecnología que la hacía posible. Ya habían tenido la posibilidad de conocer
durante su educación los detalles de la formación de un sistema solar. Todo
cambió cuando el nuevo por fin estuvo conformado.
Alrededor de esa estrella orbitaban 10 planetas. Un cinturón de asteroides
separaba a los cuatro primeros de los restantes, y otro más denso culminaba por
generarse en las inmediaciones del último. Definitivamente, no podía ser mayor
la coincidencia.
Los astronautas quedaron boquiabiertos, pero no osaron realizar preguntas
debido a que la duda volvió a instalarse en ellos cuando de la imagen
desaparecieron todos sus componentes a excepción del segundo cuerpo que
rodeaba al astro. Hubo un acercamiento que lo hizo abarcar el total de la escena,
al igual que ocurrió con Feeria al inicio de la presentación. Se trataba de un
planeta hasta entonces nunca visto por ellos. O, mejor dicho, sí… aunque jamás
lo hubieran podido asociar con él por su apariencia.
Se trataba de un cuerpo similar en tamaño y en su lentísima rotación[16],
retrógrada, pero su vista era similar a la que podía llegar a tener la Tierra en los
comienzos de su historia. Podía divisarse tras sus blanquecinas y tenues nubes
un solitario continente rodeado de un gigantesco océano. Se produjo entonces
un acercamiento hacia él y los presentes tuvieron la sensación de estar
zambulléndose en el interior de aquel mundo. La vista virtual ahora era la que
podía haberse tenido de esa porción de tierra, de estar sobrevolándola a pocos
cientos de metros de altura. Dado ello, les fue posible observar sus
características: bosques y ríos la surcaban por algunos sectores; llanuras y
montañas por otros. Diminutos puntos poblaban el aire y eran trasladados por
este hacia todas direcciones. Supieron al instante que no podían ser otra cosa
SEÑOR R
que bacterias. La vida entonces no había llegado al planeta desde otro lugar
distante tiempo después de su formación. Lo acompañó desde el comienzo,
creada por algunos de los elementos químicos presentes en el espacio que
formaron parte del proceso de conformación del mismo Sistema Solar[17]. Solo
necesitaban para su desarrollo un ambiente propicio. Y allí lo habían
encontrado.
La atención de todos se volvió hacia las aguas, al tiempo que las cámaras
productoras de las imágenes se adentraban en sus profundidades. En ellas,
diminutos organismos unicelulares comenzaron a fusionarse para dar lugar a
otros más complejos.
Realmente se trataba de un espectáculo fascinante.
Pronto, los mares se vieron poblados de flora y, posteriormente, fauna,
traducida por un lado en algas y líquenes, y por otro en peces y cetáceos de
fisonomía prehistórica. Pronto también, esa vida se aventuró a tierra firme.
Continuaba su evolución. Lógicamente, en un principio, los animales que
poblaban los suelos fueron simples anfibios, pero la adaptación al nuevo
ambiente seguía su curso y, mediante ella, sus características cambiaban.
Al tiempo que ocurría todo esto, el continente que dio lugar al desarrollo
comenzó a fragmentarse en tres más pequeños de formas irregulares que
culminaron por separarse a distancias considerables unos de otros. Los seres
vivientes continuaron su mutación, adaptándose a la diversidad del clima según
cada uno de ellos.
Ocurrió algo muy peculiar en el que quedó en el sector más céntrico del
globo, a su vez el mayormente tupido en flora. Hicieron su aparición los
primeros primates. Al poco tiempo se tornaron bípedos, impulsados por la
necesidad de mejorar su reducido campo de visión. La diversificación y las
cruzas con otros animales impulsaron la aparición de los denominados
«homínidos», los antecesores más antiguos del hombre. Por su apariencia física,
pocos hubieran podido imaginar que lo fuesen (medían menos de 1,5 metros y
pesarían unos 40 kilos como máximo), pero prestando atención a la sucesión de
los hechos por los antecedentes, la idea no resultaba tan descabellada.
Los espectadores terrícolas, anonadados por la revelación en que consistía la
SEÑOR R
confirmación de una de las teorías más respetadas en base al tema, sabrían al
finalizar la presentación que la vida en el vecino tercer planeta también se
desarrollaba a la par, pero en algunos aspectos cruciales de forma muy
diferente.
Así concluyeron los módulos 1 y 2.
Una nueva imagen se dibujó ante ellos luego de esfumarse la anterior. La
música que acompañó en este tramo mantenía sus tintes clásicos aunque
gradualmente se fue haciendo más grave, adquiriendo tonos «dramáticos» a
medida que la presentación avanzaba.
Esta vez, pudieron observar la evolución del homínido hasta su
metamorfosis en humanos idénticos a los terrícolas, la coexistencia con los
demás seres vivientes del planeta, y su adaptación al medio y evolución con el
paso de los siglos.
No hubo nunca una era glacial ni dinosaurios, fenómenos propios de la
naturaleza harto conocidos en la historia primigenia de la Tierra, pero el resto
fue bastante similar.
El hombre primitivo descubrió el fuego y la rueda, y aprendió a «requerir»
de sus pares, estableciéndose en sociedad. Emigró hacia nuevos territorios e
hizo de la caza, la pesca y la agricultura los medios necesarios para la
subsistencia.
Nacieron nuevas y disímiles culturas en los campos de la religión y lo
social, y con ello comenzaron los problemas. Entre algunos pueblos hubo
alianzas, pero pronto se descubrió que la forma más simple y veloz de
establecer supremacía no parecía ser esa, sino a través de la dominación.
Entonces se iniciaron las guerras por las porciones de tierra que ocupaban unos
u otros, cuya finalidad fue en un principio el poder adueñarse el triunfador del
trofeo representado por los recursos naturales de los que gozaba hasta entonces
el derrotado.
La innovación dio origen en distintas etapas a nuevos medios de transporte
como el barco, el automóvil y el tren, que resultaron cruciales para el desarrollo
de la industria y el comercio formal, pero también creó nuevas armas y mejoró
las anteriores para proveer a sus dueños de elementos más sofisticados con los
SEÑOR R
que continuar conquistando a sus «enemigos» (porque, para poder invadir,
primeramente debían valerse de argumentos y qué mejor forma que catalogarlos
como tales). La devastación entre hermanos y hacia el planeta mismo continuó
por el implante de fábricas que estandarizaban los procesos haciéndolos más
simples y obteniéndose de esa forma mejores y más veloces resultados. Y se
acentuó aún más cuando los intereses dejaron de ser meramente la subsistencia
y el desarrollo para dar lugar al descubrimiento del hecho de que no había por
qué conformarse con ello cuando se podía tener mucho más.
También se cometió el error de impulsar la exploración de otros mundos
dejando a un lado la concientización por el cuidado del propio.
Nereah comenzó a padecer los síntomas del maltrato sobre su frágil y
delicada estructura. El clima gradualmente se hizo más hostil. Los gases que
contaminaban el aire produjeron el lógico efecto invernadero, y los químicos
vertidos en las aguas contaminaron los ríos. La depredación por su parte
contribuyó con la extinción de especies marinas y terrestres.
La vida comenzaba a tornarse insostenible. Finalizó así el resumen de los
módulos 3 y 4.
SEÑOR R
5.
SEÑOR R
Capítulo VI
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
El Proyecto se trató en realidad de una vil apuesta entre pocos, encubierta
bajo la premisa de otorgar al ser humano la posibilidad de un nuevo comienzo y
observar su evolución. Lo que en realidad quería saberse era si sus
descendientes serían capaces o no de cometer los mismos errores.
Con el paso de los siglos, decidieron intervenir en el normal
desenvolvimiento de la especie e introdujeron creaciones propias que
reavivaron el interés por el estudio, agregando según ellos una «pizca de
adrenalina» a los acontecimientos. Los resultados fueron sorprendentes. A
causa de su intercesión se producirían hechos que marcarían nuevos y drásticos
rumbos en la historia de la flamante civilización.
Lo presentado resume sintéticamente el Proyecto Planeta Tierra, sobre el
cual Aluin se explayaría ante sus visitas de manera verbal y solo en los puntos
convenientes, manipulando en forma previa y estudiada muchos otros y
ocultando los restantes.
SEÑOR R
2.
SEÑOR R
oportunidad al ser humano. Entonces seleccionamos un grupo de hombres y
mujeres que poblasen el tercer planeta. Esos humanos no debían ser preparados;
no debían poseer los conocimientos que nosotros teníamos y por eso, dentro del
más completo aislamiento, se les impidió acceder a su educación. Debían
comenzar de cero. Por esa razón los dejamos allí cuando tuvieron la edad
suficiente como para valerse por sí mismos. No hubo preparación alguna, ni
siquiera para enfrentarlos al arduo desafío que revestía la misma supervivencia.
Los eslabones predecesores al igual que los primates fueron transportados desde
nuestro planeta y enterrados bajo la tierra para que ustedes llegaran a la
conclusión de una teoría lógica de evolución que, como han visto, no resultó
errónea históricamente aunque sí geográficamente.
Los astronautas quedaron petrificados. Ninguno dudó de la palabra de aquel
hombre. No tenían por qué hacerlo. No pensaban que existiese razón en él para
mentir. Además, era perfectamente lógico esperar ese desenlace.
Reed no podía contener su llanto. La emoción de ser una de las primeras en
conocer la respuesta a uno de los misterios más grandes que habían desvelado a
la humanidad, sumada a todos los hechos acontecidos desde su llegada, le había
ganado la batalla. Los propios padres de los terrícolas estaban haciéndolos
partícipes de la historia más emocionante que les habían contado jamás.
Gruesas lágrimas también surcaban el rostro de Spenter. Johnson, en tanto,
sentía que su cerebro estaba a punto de estallar. Miraba a sus compañeros y a
sus anfitriones, estupefacto. No podía creer formar parte de aquella escena. Así
y todo, intentó reordenar sus pensamientos y lo logró como pudo, tras un
titánico esfuerzo. Tuvo que luchar por desatar el nudo que oprimía su garganta
antes de efectuar la consulta que haría a continuación.
—Significa que ustedes saben… supieron de nuestra existencia desde sus
comienzos.
—Así es… Y desde este lugar remoto hemos estado observando y
estudiando su evolución a lo largo de los siglos —observó Canthra.
—Sí… pero no volvimos a interferir —se apuró en agregar Aluin—. Si
nuestros representantes humanos hubieran perecido sin reproducirse, no
hubiéramos intentado realizar la prueba nuevamente. Respetaríamos los
SEÑOR R
mandatos del destino. No sería, si no tenía que ser…
—Hemos vuelto a fallar —pensó Spenter en voz alta, y fue la primera vez
que un terrícola unificó con sus palabras a las dos razas en una sola. Se refería
al hecho de que la nueva oportunidad había sido otra vez desperdiciada.
—Con tristeza hemos descubierto que la historia ha vuelto inexorablemente
a repetirse —finalizó Aluin—. Pero todavía hay tiempo. Aún no es tarde…
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
forma independiente del resto del mundo.
Como fue señalado antes, hubo muchas dudas sobre visitar Carixta por su
cercanía con Hirkha. Por otra parte, el hecho de que al final se optase por
realizar la excursión recayó en el posible riesgo de sospecha por parte de los
visitantes en lo que haría al eventual sorteo de esa zona. Al comenzar el
recorrido por los diversos puntos del globo, un asistente del comité cometió el
error de entregarle a cada uno un mapa con la ubicación de la totalidad de los
emplazamientos. Ya no hubo posibilidad de vuelta atrás. Al enterarse Aluin del
fallo, impartió secretamente la orden de reforzar la vigilancia armada de la
ciudad (que estaba cercada desde sus principios) con el objeto de anular la
chance de cualquiera de sus habitantes de salir de ella para advertir a los
astronautas acerca de las verdades que se les estaban ocultando. Pero ello
ocurriría de todas formas.
SEÑOR R
4.
SEÑOR R
5.
SEÑOR R
desaparecido. Instantáneamente, palpó su cintura para ubicar el radio con el que
podía dar aviso a los suyos de lo ocurrido. Con fastidio, notó que también había
sido sustraído.
SEÑOR R
6.
SEÑOR R
silenciosamente al detectar su presencia cercana, invitándole a ingresar. ¿Sería
una trampa? Poco probable. De todas formas, no contaba con muchas otras
opciones en esos momentos.
Ingresó y descubrió un visor de unas 10 pulgadas suspendido a unos
centímetros de una tarima plástica, listo para responder a cualquier solicitud que
se le efectuase. Tomó asiento en el banco frente a él y presionó la pantalla con
su pulgar derecho, pero nada sucedió. Observó alrededor del habitáculo y
descubrió dos extrañas bandas en las esquinas a los lados del monitor. Dio un
pequeño golpe en una de ellas y se sobresaltó al oír un fugaz zumbido que
pareció emanar directamente de este. Lo observó y leyó en su interior las
palabras «ORDEN NO INTERPRETADA».
Pudo hacerlo gracias a que en sus años de entrenamiento se incluyó un
programa de aprendizaje del idioma de sus enemigos, sobre el cual siempre
estuvo en desacuerdo (argumentando que con ellos no había que hablar sino
actuar, y sin contemplación alguna) pero que por fin comprendió útil. Nuevas
palabras aparecieron, reemplazando a las anteriores.
«INGRESE ORDEN».
Descubrió entonces que lo que anteriormente había golpeado era un parlante
desde donde impartir por voz sus pedidos a la pequeña computadora. Había
escuchado alguna vez en su vida de la existencia de estas. Ahora, por primera
vez, tenía una frente a él. Y por fortuna el servicio era gratuito.
—Albergues —dijo, tras pensar unos instantes si esa sería la palabra
adecuada. Tenía la sensación de que no, mas tampoco venía a su mente la que
creía correcta.
El monitor desplegó un menú de seis opciones.
1. Albergues estudiantiles.
2. Albergues familiares.
3. Albergues naturales.
4. Albergues para la juventud.
5. Albergues transitorios.
6. Albergues turísticos en general.
SEÑOR R
El sistema también tenía la capacidad de asociar las palabras por su
significado y, gracias a ello, más abajo proponía el siguiente listado:
SIMILARES
1. Garajes.
2. Guarderías.
3. Hospedajes.
4. Hostales.
5. Hoteles.
6. Pensiones.
7. Retiros.
1. Hoteles familiares.
2. Hoteles por horas.
3. Hoteles turísticos.
SEÑOR R
7.
Kurpko divisó desde la lejanía el inmenso letrero electrónico del hotel, que
rezaba la bienvenida a los visitantes terrícolas, y se sintió orgulloso de contar
con el agudo sentido que lo había dirigido hasta allí.
Rodeó las manzanas aledañas a la edificación y decidió intentar ingresar por
la parte trasera. Seguramente, en ese flanco no habría la misma actividad que en
la entrada principal.
En apariencia nadie estaba custodiándola, pero se equivocaba…
Los responsables de la seguridad del hotel aguardaban su inminente arribo.
Fue por eso que en el hall principal había tres personas, civiles en apariencia,
charlando distendidamente. Guardias encubiertos. Sabían estos que su o sus
visitantes sospecharían al verlos. ¿Qué persona en su sano juicio se hallaría aún
despierta a la 1 de la madrugada en una ciudad (y casi un planeta entero) donde
todos respetaban cual ritual sagrado el horario normal de descanso? Los únicos
en pie debían de ser trabajadores de horario nocturno. Y estos, por su parte, no
hacían más que charlar. La ilusión entonces no había sido tendida sin tener el
factor en cuenta. Más que nada se trataba de un plan para ocultar el verdadero
motivo de una guardia ante un eventual e inesperado descenso al lugar de
alguno de los astronautas, que no podían ser vigilados para no despertar
sospechas. Los ejecutores del plan consideraban que, al observar la escena, el
SEÑOR R
enemigo sospecharía también de una trampa e intentaría ingresar por algún otro
sector, por lo que los accesos alternativos (parte trasera y boca al garaje
subterráneo apostado del lado derecho de la edificación) se hallaban
celosamente custodiados por más agentes, escondidos en lugares estratégicos
con la finalidad de hacer que su presa cayera en sus redes. Esta se percataría del
hecho en forma tardía, quedando anulado así su margen de acción y defensa, y
se conseguiría el objetivo con el menor alboroto posible.
Kurpko estaba a una distancia de 50 metros de la entrada, pero su aguzada
vista no tuvo inconvenientes para dar de inmediato con el sensor apostado por
encima de ella. Se trataba de una cámara desde la cual una de las computadoras
de la central del hotel leía el rostro de la persona que se hallaba frente a la
puerta, asociaba la información con el archivo cargado en sus bases y, si se
trataba de alguien autorizado, se le permitía automáticamente la entrada
destrabando los cerrojos respectivos.
Sabía que con él el sistema no funcionaría, por lo que extrajo de su funda el
arma tomada en el puesto de vigilancia y con una puntería excepcional dio en el
blanco, destrozándolo en mil pedazos.
Ya con el camino seudoliberado se apresuró a llegar a su meta. Sabía que
ahora los tiempos se acortaban; pronto algún informe indicaría a Seguridad que
la cámara había dejado de funcionar. Posiblemente también la puerta enviaría
una señal de alerta al sector desde los primeros momentos en que comenzarían a
forzarla. Intentó sin éxito abrirla por las vías normales, asiéndose con fuerza del
picaporte. Lógicamente estaba trabada. Dio entonces unos pasos atrás y ya con
el arma en mano efectuó un nuevo disparo. Para su sorpresa, el láser «rebotó»
contra la construcción (que ahora sabía blindada), pero afortunadamente al
volver hacia él solo lo rozó en la parte derecha de su cintura. De todas formas,
el disparo penetró ese sector de su traje y le causó una herida que lo hizo
trastabillar y requerir de un esfuerzo sobrehumano para ahogar un grito de
dolor. Se arrodilló para recobrar fuerzas. Sintió cómo la zona comenzó a
quemarle y la sensación evocó en él los recuerdos de las otras dos veces en su
vida donde disparos similares lo habían alcanzado: a los 14 años en su primera
intervención bélica, desde escasos metros un haz enemigo rozó su mejilla
SEÑOR R
izquierda, y a los 23, durante el segundo gran enfrentamiento entre ambos
pueblos desde su nacimiento, otro impactó de lleno en un muslo atravesando la
carne de un extremo a otro. En ambas ocasiones quedaron cicatrices que lo
acompañaban desde entonces. «La tercera», pensó contrariado mientras llevaba
una mano a la zona y se percataba de que la tibia sangre comenzaba a brotar
lentamente.
Con mucho trabajo se puso nuevamente de pie y caviló sobre sus
posibilidades. Decidió entonces protegerse tras su vehículo y efectuar un nuevo
disparo, más prolongado. Esta vez, el láser volvió a ser rechazado y dio contra
un sector del aparato que lo protegía, horadando lentamente en él y formando
un hoyo que a medida que pasaba el tiempo se hacía más profundo. Por fortuna,
el vigor de la proyección fue mermando a medida que el disparo hacía mella en
el blindaje, concluyendo por atravesarlo y hacerlo desaparecer. Una vez logrado
esto, fue fácil traspasar la estructura. Volvió a descubrirse para intentar accionar
el picaporte, que ahora cedió con docilidad dejando a su merced el ingreso al
edificio. Quedó a su vista un cuarto sumido en una profunda oscuridad. Lo
inquietó la ausencia de iluminación, pero de todas formas se decidió a cruzarlo,
munido del pequeño reflector ubicado por sobre la mirilla de su arma,
apuntando siempre al frente y tanteando en el proceso la pared más cercana en
busca de algún interruptor. De pronto, dio con un rostro que lo observaba
atentamente desde un rincón. Acto seguido, escuchó las palabras «¡A él!». Las
luces se encendieron y tres hombres cayeron sobre su humanidad intentando
inmovilizarlo. Kurpko tenía vasta experiencia en luchar en desventaja numérica
y, ayudado por su enorme físico, pudo deshacerse en un principio de los dos
que se habían asido a sus brazos. Luego tomó al tercero, que desde atrás le quitó
el casco y se prendió a su cuello como una garrapata dificultando su
respiración, e intentó desesperadamente quitárselo de encima. Lo logró al
aplicar un fuerte golpe con su codo en el estómago de este, pero para ese
momento ya uno de los primeros se abalanzaba sobre sus pies y le hacía perder
el equilibrio. Con potentes golpes de puño sobre su cabeza lo dejó fuera de
combate, pero los restantes otra vez cargaban contra él. Comenzaron a patearlo.
Desde el suelo solo, atinó a cubrirse hasta que encontró la oportunidad. Se
SEÑOR R
prendió a la pierna izquierda de uno mientras soportaba potentes puntapiés
sobre su espalda del otro. La giró de forma tal de dislocar su rodilla y hacer a su
agresor caer tomándose la zona afectada y aullando de dolor. Al intentar
incorporarse, un nuevo puntapié dio en su frente y le produjo un profundo corte
sobre su ceja derecha que lo hizo volver a caer. Así y todo, desde el suelo con
su pierna derecha pateó las del único enemigo que aún quedaba en combate y lo
hizo caer también. Entonces fue sobre él y atestó sobre su rostro cinco o seis
golpes que quebraron su nariz y ensangrentaron la expresión de terror que le
dedicó unos instantes antes de desvanecerse por completo. Ya con sus
adversarios vencidos, volvió a incorporarse tan pronto como pudo, asistido por
un estante cercano empotrado a la pared. Todo su cuerpo le dolía
indescriptiblemente. Y aún faltaba lo peor. Recuperó su pistola láser (que había
volado unos metros en cuanto lo atacaron), se hizo de la de uno de sus vencidos
y reemprendió su camino a pesar de saber que ya estaban al tanto de su
presencia y que, con seguridad, lo estarían esperando otros muchos como
aquellos. Pero no podía claudicar. Sabía que esa era su única oportunidad.
Atravesó la habitación lo más rápido que pudo, cojeando levemente de la pierna
izquierda, su sector más magullado.
Aluin ya había sido alertado y observaba con atención los movimientos del
intruso desde el salón de operaciones, captados por las cámaras de seguridad
colocadas en cada uno de los ambientes del hotel.
Kurpko continuó su camino. Se hallaba ahora atravesando un nuevo cuarto
que debía ser el del personal encargado de mantenimiento, a juzgar por sus
características y los elementos depositados en él: un armario de dos cuerpos de
una madera muy fina sin barnizar, una mesa plástica y tres sillas, sobre una de
las cuales se apilaban, dobladas con prolijidad, prendas a utilizar seguramente
por los encargados de turno. En un extremo, una pequeña cocina eléctrica
anexada a la estructura de un lavaplatos automático se ubicaba por debajo de
otro armario de puertas corredizas, más pequeño y ancho, empotrado a la pared.
Cerca de este, unos estantes servían de base a seis tazas hondas de porcelana. El
cuarto se hallaba en apariencia vacío, pero por su experiencia previa no dejó en
ningún momento de escudriñarlo al detalle mientras lo recorría, apuntando
SEÑOR R
frenéticamente en todas direcciones con ambos lásers. Dio con unas escaleras
que brindaban acceso al piso superior y comenzó a subirlas. Había también un
ascensor de servicio unos metros más adelante, aunque descartó
instantáneamente la idea de tomarlo para no correr el riesgo de caer en otra
trampa, quedando atrapado dentro. Las escaleras tenían un descanso a mitad de
camino entre planta y planta después del cual modificaban su dirección,
obligando a tomar a la derecha a quien las transitara para continuar subiendo.
Tras el primero de ellos, un nuevo guardia lo estaba esperando. Al doblar para
continuar su ascenso, este le propinó un brutal puntapié que le dio de lleno en el
rostro y lo hizo caer soltando ambas pistolas. Kurpko hubiera roto sus huesos de
no haberse asido del pasamanos a su lado para detener su caída, valiéndose de
unos reflejos notables que no lo abandonaron a pesar del dolor. Se incorporó de
nuevo y vio a su atacante ahora descubierto, esperando por él en el descanso. El
hirkhano reemprendió la marcha para ir a su encuentro, pero se detuvo en seco
cuando vio que desenfundaba un arma y comenzaba a apuntarle, sin decir
palabra alguna. Levantó sus manos.
—De espaldas, maldito. ¡Contra la pared!
Acató la orden. El guardia presionó el cañón de su arma contra su nuca y
comenzó a palparlo enérgicamente. Dos segundos nada más, bajó su vista para
chequear un elemento hallado en uno de los bolsillos del detenido; dos
segundos que bastaron para que este contara otra vez con su oportunidad. Con
su misma cabeza dio contra la frente del centinela y lo hizo retroceder. Acto
seguido, dio media vuelta, lo tomó por los hombros y lo arrojó escaleras abajo.
El guardia rodó hasta el final. Kurpko desde el rellano dedicó unos instantes a
observar con desprecio a su vencido, que ahora yacía inerte. Oyó corridas en su
dirección desde la planta inferior y se vio obligado a reanudar el ascenso,
desarmado.
Aluin continuaba observando, sin mostrar signos de alteración. Canthra,
ubicada tras él, comenzaba a inquietarse.
—Señor… ¿No cree que es tiempo de detenerlo ya?
—Todavía no… Dejemos que piense que podrá alcanzar su meta…
Además, esta representa una oportunidad inmejorable de ahondar en el estudio
SEÑOR R
de nuestro enemigo a través de su accionar. Veremos cuán inteligente puede
llegar a ser.
La mujer dedicó una mirada inquisidora a su líder en lugar de ensayar una
respuesta. Admiraba su capacidad de pensar tan fríamente en momentos de
extrema tensión como aquel.
El intruso llegó al primer piso. Dio con un pasillo que tenía a pocos metros
una puerta que seguramente daría al corredor principal y se arriesgó a
investigar. La accionó con cuidado y asomó apenas su cabeza. El disparo de un
nuevo láser pasó a escasos centímetros de su sien izquierda. Volvió a
resguardarse en el corredor que daba a la escalera de servicio. Sentía los pasos
del tirador que se acercaban veloces hacia su posición y aguardó expectante el
momento indicado. Cuando su afinado oído los percibió lo suficientemente
cerca, volvió a abrir la puerta, en forma abrupta. Esta lo hacía hacia el lado
desde donde venía su perseguidor, por lo que toda su estructura dio con
potencia contra él, derribándolo a la carrera. El hirkhano volvió al pasillo y
descubrió a su atacante atontado en el suelo. Sin perder tiempo, lo tomó por los
hombros y lo arrastró hasta el acceso a la habitación más cercana. Todas
estaban dispuestas enfrentadas al sector por el cual había arribado, y cada una
poseía un fino vidrio polarizado que impedía el acceso a cualquier persona que
no estuviera autorizada a ingresar; lógicamente, esto no constituía un
impedimento de envergadura para él, que logró su cometido propinándole una
furiosa patada que lo hizo estallar en añicos. Volvió a tomar al guardia de la
misma forma que antes y ambos ingresaron al recinto, que por fortuna se
encontraba vacío.
Un minuto después, más miembros de seguridad arribaban hasta su
posición; dos desde las escaleras de servicio y un último desde el pasillo donde
instantes antes había caído su compañero. Los tres se parapetaron en la entrada
de la habitación, de espaldas a la pared que la flanqueaba a su izquierda.
Inmóviles, los que estaban más lejos aguardaron la señal del primero para
proceder con la detención, dispuestos a abrir fuego en caso de que fuese
necesario.
—Vamos —indicó el primero por lo bajo.
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El grupo se paró delante del acceso a la voz de «¡Quieto!», apuntando hacia
el interior. Una corriente que calaba hasta los huesos los azotó al instante.
Indudablemente, alguno de los ventanales que daban al exterior estaba abierto o
roto. Para su sorpresa, no hallaron a la vista a ninguna de las dos personas que
esperaban encontrar.
Con enérgicos ademanes, quien parecía ser el responsable de la operación
ordenó a los demás dirigirse al baño y al dormitorio mientras él continuaría
inspeccionando el hall. Del dormitorio casualmente parecía provenir el viento
helado.
El primero se adentró sin vacilar donde le habían indicado. Todo parecía
estar en orden. No había allí tampoco indicios que revelaran la presencia de
nadie, lo que resultaba lógico en un cuarto sin huéspedes como aquel. Frente a
él estaba la bañera rectangular con hidromasaje, envuelta en el cortinado
respectivo; a su derecha, el lavabo, y a su izquierda, un inodoro-bidé. Todo
impecable. Avanzó unos pasos dispuesto a correr el velo amarillo opaco que
ocultaba el interior de la tina, pero detuvo su marcha al oír el llamado del
compañero que requisaba el dormitorio.
—Capitán…
Los dos se le unieron al instante y observaron la escena. El ventanal detrás
de la cabecera de la cama estaba destruido y sus fragmentos, desparramados por
sobre el lecho y sus alrededores. El guardia invocado presionó un botón
ubicado en el sector lateral derecho de su casco y comenzó a hablar al
micrófono situado delante de su boca para dar el parte a la sala de controles,
que carecía de conocimiento alguno sobre la situación debido a que ninguna de
las habitaciones poseía las cámaras de video que sí se diseminaban por todo el
resto del hotel (por motivos obvios de privacidad de los eventuales ocupantes).
—Sala de mandos… Aquí equipo tres. El intruso parece haber escapado —
informó el capitán, mientras luchaba contra el viento sujetando su casco
protector, para asomarse a la abertura e intentar divisar a su esquiva presa. Una
cornisa al mismo nivel que el suelo de la habitación rodeaba cada uno de los
pisos. Parecía ser demasiado angosta y peligrosa como para que alguien se
animase a caminar por ella y más aún de noche, incluso para escapar. Parecía y
SEÑOR R
lo era.
Mientras los guardias, atraídos por el señuelo inteligentemente dispuesto,
ensayaban conjeturas desde el dormitorio sobre su paradero, Kurpko aprovechó
para salir de su escondite. Había permanecido hasta ese entonces oculto tras el
cortinaje acrílico de la tina junto con el cuarto hombre, que aún permanecía
inconsciente. Vivió un momento de real tensión cuando percibió que uno de
ellos ingresaba al baño e iba hacia su posición (pensó que los tres se dirigirían
directamente hacia la otra habitación), pero logró tranquilizarse cuando ocurrió
por milagro el súbito llamado que interrumpió a este en su tarea de inspección.
Fue con sigilo a su encuentro.
Todo ocurrió en un par de segundos. Tomó por sorpresa al más cercano, que
se hallaba en la puerta observando a los otros dos trabajar al borde del ventanal,
quitándole el casco protector y pasando su brazo izquierdo alrededor de su
cuello, extrayendo al tiempo con el otro el arma que este poseía enfundada en la
cintura. Le apuntó a la cabeza.
—Quietos, bastardos —les ordenó en un inglés algo tosco pero entendible.
Ninguno osó realizar ningún movimiento.
—Arrojen sus armas en el suelo y levanten las manos.
Los otros dos obedecieron instantáneamente. El capitán llevó las suyas a la
cabeza y con sigilo aprovechó para dejar presionado nuevamente el botón que
le permitía hacer contacto con la sala de mandos para que sus ocupantes oyeran
sus palabras.
—¿Dónde están los terrícolas?
—Calma, hirkhano —le dijo—. Todavía tienes la oportunidad de salir de
aquí con vida. No cometas ninguna estupidez…
Kurpko dirigió su arma hasta la pierna más cercana de su rehén y efectuó un
disparo. Este gritó, retorciéndose de dolor, pero su captor no lo dejó caer.
—¡Noooooooooooo! —aulló el capitán.
—¿¿Dónde están los terrícolas?? No volveré a repetirlo.
Su voz esta vez denotaba aún más signos de impaciencia y hastío.
—Está bien, está bien… Piso 17. Habitaciones D, E y F —contestó el
capitán, siempre manteniendo su mano sobre el interruptor de transmisión.
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—No lograrás salirte con la tuya… —advirtió el otro, dedicándole una
mirada de odio—. El hotel está atestado de fuerzas de seguridad. Darán contigo
antes de que puedas llegar a ellos.
—Quítense los cascos.
Los guardias se miraron mutuamente, sin lograr comprender aquel pedido,
mas volvieron a obedecer.
Para ese momento, una importante cantidad de agentes ya se dirigía al lugar.
Kurpko observó sus rostros en silencio unos instantes. Luego, sin decir más,
disparó a la frente de cada uno y a la sien del tercero.
Quitó con celeridad el uniforme del de contextura más similar a la suya y se
lo probó. Le calzaba casi a la perfección. Tomó también el arma más próxima.
Se deshizo de los cuerpos, arrojándolos al vacío por la ventana. Ya se oían las
corridas de más guardias que venían hacia él. Pudo ocultar su rostro con uno de
los cascos y esconder los otros debajo de la cama justo en el instante en que
irrumpían.
—Soldado, ¿qué ha ocurrido aquí? —le espetó el primero que ingresó al
observar la escena y la sangre en el suelo. Lo acompañaban seis hombres más.
—El hirkhano ha escapado por la ventana. Ha habido disparos. Mis
compañeros han ido en su persecución. También hay un hombre herido en el
baño, señor.
—¿Ha reportado las novedades, soldado?
—Con seguridad, señor.
Los recién ingresados se dispersaron y, entre el alboroto, ninguno se percató
de que el falso compañero se escabullía de la escena para continuar con su
pesquisa.
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8.
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Capítulo VII
SEÑOR R
1.
Hirkha… Extrañamente, a Reed no le parecía ser la primera vez que oía esa
palabra.
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2.
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—Como les he mencionado antes, carecemos de personal de seguridad en
las calles pero no de guardias urbanos que las patrullan periódicamente. Estos
se encargan del control del tránsito y otras tareas, sobre todo vinculadas al
orden vial. Por fortuna para todos, a la hora que aconteció el hecho, los
confinados a esta zona se hallaban en su horario de descanso; siempre se reúnen
en el hotel para ingerir algún refrigerio o simplemente para relajarse unos
instantes. Notamos que algo extraño sucedía en el cuarto que este huésped
ocupaba y aprovechamos su presencia para solicitarles a los guardias que se
dirigiesen a investigar. Como no están acostumbrados a manejar situaciones de
semejante índole, realizaron la labor en forma torpe. Seguramente habrán oído
corridas y gritos antes del desenlace.
La explicación fue convincente dentro de la extrañeza general del cuadro.
Restaba una última duda por disipar, en relación con un dato no menor:
durante el hecho, el intruso utilizaba la misma vestimenta que los hombres que
lo capturaron.
¿Por qué? La respuesta que les dieron a esa pregunta fue que, unos días
atrás, un guardia urbano había sido atracado estando de servicio, y que entre los
elementos que sustrajeron estaba su propio uniforme; que en su momento no se
entendió la causa pero, estando ahora identificado el atacante, sus desórdenes
mentales explicaban los motivos.
Ninguno de los terrícolas formuló cuestionamientos adicionales al respecto.
Spenter quedó satisfecho. Por su parte, Reed y Johnson no compraron la
versión, aunque ahora se instalaba la duda sobre la veracidad de la nota que el
extraño había transferido al segundo. No querían desconfiar tampoco de Aluin,
teniendo en cuenta la forma en que el mandatario se había comportado con ellos
durante los días pasados. Regresó cada uno a sus habitaciones, pero ninguno
pudo conciliar el sueño dado el shock producido por el incidente. Reed, que
poseía la nota, pasó las horas recostada en su cama releyéndola y buscando con
afán algunas respuestas. Sabía que si existían, no las encontraría allí. ¿Existiría
realmente Hirkha? ¿Dónde había creído escuchar esa palabra? En el supuesto
caso de resultar afirmativa la respuesta a la primera pregunta, ¿cómo podrían
llegar hasta allí? Luego de mucho pensar, de súbito se le cruzó la imagen del
SEÑOR R
mapa del planeta que al inicio de su paseo les enseñara a ella y a sus
compañeros uno de los asistentes del mandatario. Recordó haber buscado por
mera curiosidad la ubicación de Carixta al saberlo uno de los puntos del
recorrido… Y recordó entonces que Hirkha era el nombre del poblado vecino
más cercano a la ciudad anteriormente mencionada.
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3.
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teoría se avecinaba.
El accidentado desayuno dio por finalizado y retornó cada uno a sus
aposentos con la premisa de reencontrarse en una hora para continuar su viaje
hacia su próximo destino.
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4.
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contar con que, además, no sabía a ciencia cierta la distancia que la separaba del
poblado).
Y, efectivamente, los días transcurrieron y ellos recorrieron cuatro ciudades
más, cada una más impactante que la anterior. Ciudades que, por su fisonomía y
los hábitos de sus respectivas poblaciones, hubiesen hecho a cualquier ser
humano en lugar de los visitantes restar importancia al incidente acontecido, el
cual con certeza quedaría en el olvido ante tamaña cantidad de nuevos datos de
interés sobre la raza habitante de aquel mundo peculiar. Aluin y los suyos
duplicaron sus esfuerzos para hacer sentir confortables a sus visitas y ningún
otro hecho extraño ocurrió, mas la responsable primordial de la misión
Conqueror nunca se dejó impresionar de forma suficiente como para cancelar
sus propósitos.
Transcurrida una semana, planteó a sus compañeros su idea de retornar al
hogar, aprovechando un momento de privacidad. Johnson, que sabía que el día
llegaría, se mostró igualmente sorprendido para no generar sospechas en su otro
colega, pero manifestó su conformidad. La tarea de convencer a Spenter fue
dura y les tomó algunas jornadas más; finalmente accedería cuando se viera
obligado a considerar el revuelo que con certeza causaría entre sus pares el
fracaso de la misión y las consecuencias estarían afrontando los responsables.
Además, había que pensar en los seres queridos y en las angustias que estarían
padeciendo por creerlos perdidos para siempre. Ese argumento fue el que
concluyó por decidirlo: efectivamente, en la Tierra estaban su esposa y su
pequeño hijo, con seguridad destrozados por creerlo muerto. Buscaron el
momento propicio para comunicar la decisión a sus anfitriones, el cual se
presentó durante una cena celebrada en la hostería que los había albergado
durante los últimos dos días. Esta formaba parte de un pintoresco recreo
vacacional en Carthean, un pequeño poblado rodeado de montañas y lagos que
lo hacían ideal para visitantes en busca de la incomparable paz y tranquilidad
que pocos asentamientos como ese podían ofrecer en aquel planeta. Carthean
contaba también con inmensos bosques de imponentes pinos y otros tantos
árboles que se extendían a su alrededor, haciendo de él un lugar similar a un
paraíso exclusivo pero a la vez capaz de proporcionar a sus huéspedes todas las
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comodidades imaginadas. En sus cristalinas y mansas aguas podía uno nadar
(incluso la temperatura era ideal para hacerlo) y realizar una gran cantidad de
deportes acuáticos. Una de las actividades más promocionadas era la excursión
submarina a cavernas ubicadas a pocos metros de profundidad, iluminadas de
manera tenue por dispositivos estratégicamente colocados en ellas para que sus
visitantes pudieran apreciar sus encantos sin perturbar el normal
desenvolvimiento de la tan sorprendente como diversa flora y fauna que las
habitaba. Reed y sus compañeros se maravillaron con el paseo, pero, por sobre
todo, con la posibilidad de emerger dentro de las cavernas en zonas secas para
recorrer unos tramos a pie. Nunca habían tenido una oportunidad similar en la
Tierra, ya que sus aguas se habían convertido desde hacía siglos en un ámbito
muerto e inexpugnable gracias a su contaminación, sumado al hecho de
encontrarse fuera de las urbes recubiertas por las inmensas cúpulas que las
guarecían.
Aluin y Canthra se mostraron sorprendidos e incluso desilusionados ante la
noticia, pero también eran conscientes de que el día llegaría. Habían temido que
la petición se generase al momento del incidente con el hirkhano por razones
lógicas, aunque ese temor fue desapareciendo en forma paulatina con el
transcurso de las posteriores jornadas. Ahora podían creer que los motivos eran
meramente personales y no generados por el factor mencionado con
anterioridad. Reed se tranquilizó al pensar que su estrategia seguía su curso a la
perfección, pero no contaba con el hecho de que Aluin podía llegar a ser a veces
incluso más frío y calculador que ella. El líder feeriano no podía jamás
desestimar una sospecha que tuviera aunque fuera mínimos fundamentos.
La cena concluyó y todos se dirigieron a sus respectivas habitaciones.
Desde la suya, Aluin efectuó un llamado a Dinn para solicitarle que se dirigiese
a la mañana siguiente a Xevious sin pérdida de tiempo.
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5.
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6.
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ninguno de los hallados cumple con las características mínimas necesarias
como para que una civilización como la nuestra pueda desarrollarse —acotó
Dinn—. Y debemos acelerar al máximo la pesquisa. La cuenta regresiva ha
comenzado.
Reed y Johnson se dirigieron una fugaz mirada de desconfianza el uno al
otro. Sospechaban lo que llegaría a continuación, pero nunca hubieran pensado
que la propuesta sería formulada por uno de los suyos.
Spenter parecía estar en shock. La idea de que los feerianos sucumbieran
ante el riesgo de no alcanzar su objetivo le heló la sangre. Le horrorizaba pensar
en la extinción de esos seres tan avanzados y puros. Sin siquiera buscar
consenso en sus compañeros, ofreció a sus anfitriones la alternativa que estaban
esperando.
—¿Por qué no regresan con nosotros? Tal vez hoy día la Tierra no sea el
mejor lugar, pero hay mucho espacio como para que puedan construir sus
ciudades. Además, la «terrificación» de Marte se halla en su última etapa y
todos podríamos vivir allí en armonía, tal como siempre lo hemos soñado:
como lo hacían nuestros antepasados. Respirando aire puro, sin tener que pensar
en resguardarnos del clima o, como es su caso, de un Sol agonizante. Ambas
civilizaciones hemos aprendido la lección y creo que sería el inicio de una etapa
de oro en la historia del ser humano. ¡Con nuestros recursos y sus
conocimientos podríamos alcanzar la perfección!
A medida que la propuesta del astronauta iba tomando forma, se dibujaba en
el rostro de los feerianos una mueca de satisfacción que llegó al éxtasis con su
conclusión. Sabían que debían mostrarse sorprendidos, mas el notar el grado de
excitación de Spenter colaboró en hacer aflorar el sentimiento con naturalidad.
El plan estaba saliendo a la perfección. Si todo se daba de ese modo, la
conquista de los terrícolas se iniciaría por la vía sutil, no violenta, que ellos
pretendían.
—Francamente sería una estupenda posibilidad —contestó Canthra,
exultante—. ¡Por mi parte creo que es una fantástica idea!
Reed confirmó sus sospechas de que algo andaba mal al oír esas últimas
palabras. Ella misma les había hablado, al momento en que les narraron la
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historia de Nereah, sobre el juramento de sus antepasados de no retornar al
Sistema Solar del que habían huido y del dilema moral que representaba para
ellos el verse «forzados» a barajar la posibilidad de regresar. Al parecer, ese
dilema no los acuciaba de una forma tan atroz. Además, si tenían en mente esa
idea, ¿qué planeta irían a habitar? Solo dos ofrecían la chance, y uno de ellos
estaba por ser abandonado en pos del otro. ¿Habrían pensado desde el principio
en solicitar permiso a sus actuales ocupantes o en una alternativa más radical
para hacerse de la Tierra? La idea de esto último la inquietaba bastante.
—Aguarda un momento, Richard —interrumpió—. No me parece mala la
idea, pero creo que primero debemos transmitirla en nuestro planeta para buscar
el consenso general. No creo que haya ningún problema; todo lo contrario —
aclaró, dirigiéndose ahora a sus anfitriones—, aunque considero ético realizar la
consulta.
Aluin intentó reprimir el odio que venía gestando hacia la mujer desde hacía
días y lo logró con éxito. A Dinn y a Canthra les costó más disimular sus
sentimientos.
—Me parece lógico, Sheena. Mantendremos el contacto entonces, pero
recuerden: no nos queda mucho tiempo —fue su respuesta.
Tanto ella como Johnson asintieron. Spenter permaneció impávido. No
podía creer que su comandante expresara tal parecer después de la forma en que
habían sido tratados durante su estadía. ¿Qué demonios había que consultar? No
cabía en su cerebro la posibilidad de una negativa. No existía razón alguna para
haberla.
El desayuno concluyó y los astronautas encararon el retorno a sus
habitaciones.
Spenter ni siquiera esperó a llegar a la suya (la primera de todas) para
increpar a su comandante. Reed ya no consideraba acertado depositar su
confianza en él, así que solo se limitó a argumentar que una decisión de tamaña
envergadura no les competía tomarla únicamente a ellos tres. Le confesaría la
verdad recién una vez que contase con pruebas suficientes como para ratificar
su teoría y convencerlo. La efímera charla se efectuó sin levantar las voces, para
evitar llamar la atención de algún eventual transeúnte que se cruzara en sus
SEÑOR R
caminos. Y por el mismo motivo fue que Spenter reprimió toda su ira e ingresó
en sus aposentos sin acotar nada más. El resto del día se hizo eterno para él, que
no dejó su reclusión más que para reunirse a almorzar y cenar, argumentando
ser presa de un gran cansancio aunque todos (incluso los feerianos) supiesen la
verdad: comenzaba a gestarse un abismo insalvable entre los terrícolas como
consecuencia de sus marcadas diferencias de opinión.
Sus dos compañeros se vieron más atareados, urdiendo el plan que los
llevaría hasta la información que atesoraba la asombrosa supercomputadora a la
que bautizaran Minerva. A media tarde, Johnson (que era el menos sospechado
de los dos) solicitó al personal puesto a su disposición que lo llevase a recorrer
las instalaciones. Así ocurrió, y él atesoró en sus retinas todo lo que pudiese
resultar de relevancia: ubicaciones de las distintas oficinas y cámaras de
vigilancia, claves de acceso a algunos programas y hasta el número de personas
que componían el staff de los diversos turnos. La visita concluyó por un pedido
expreso en el futuro objetivo: el más claro exponente de inteligencia artificial
que jamás había conocido.
Ya en el centro de operaciones, que el visitante certificó carente de
monitores de vigilancia, el guía a cargo del paseo presionó los mismos dos
botones que Hemmel operase la primera vez y, tal como entonces ocurriera, la
imagen del impresionante rostro virtual comenzó a dibujarse por sobre el
monitor del que emergieron los lásers. Al fiscalizar el procedimiento, Johnson
reparó aliviado en que la disposición de los comandos del teclado era muy
similar a la de los que comúnmente él operaba y en que, al parecer, el acceso al
procesador no estaba restringido a nadie en particular.
—¿Puedo saber la finalidad de la pantalla? —preguntó el terrícola con
mediana curiosidad, pues suponía la respuesta—. Teniendo en cuenta que
Minerva surge desde el interior de la estructura del monitor, ¿no resulta
prescindible?
—Con ella trabajamos para ingresar nuevos datos a la computadora y
chequearlos antes de grabarlos. Minerva tiene la capacidad de aprender por sus
propios medios, pero existe cierta información a la que jamás podría acceder si
no ingresáramos los datos de la forma convencional.
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Johnson se vio impedido de seguir con su cuestionario ante la conclusión de
la conformación del holograma. No pudo evitar sentirse incómodo y nervioso
cuando el procesador le dirigió las primeras palabras, tras saludar a quien la
despertara de su aparente letargo.
—Buenas tardes, señor. ¿Cómo se encuentra su compañera? Espero no
haberle causado ningún trastorno irreparable la última vez.
El astronauta quedó asombrado ante la memoria de la máquina, capaz de
retener incluso esos detalles.
—Oh… No te preocupes. Ella está bien —respondió con dificultad.
—Deduzco que habrán recorrido una buena porción del planeta durante su
estancia. Ojalá nuestro mundo haya sido de su agrado.
—Sí… Efectivamente, hemos recorrido una gran cantidad de ciudades y
hemos aprendido mucho de su impactante cultura. Gracias…
—¿En qué puedo servirlos?
La respuesta del operador se convirtió en el requerimiento de una
demostración global de su funcionamiento y en la solicitud de compartir con el
visitante una amplia gama de información, recorriendo temas que fueron desde
nuevos datos sobre su civilización hasta el detalle de algunos otros mundos
descubiertos a través de su historia.
Johnson había obtenido lo que quería en cuanto certificó el proceso
requerido para dar inicio a su funcionamiento, pero no pudo resistir la tentación
de continuar interactuando con aquella maravilla, animándose incluso a inquirir
con el paso del tiempo sobre una gran cantidad de cuestiones aunque,
lógicamente, ninguna de ellas tan profunda como las que tenían reservadas
tanto él como su superior para efectuarle cuando hallasen la ocasión indicada.
Pero logró gracias a ello despejar sus dudas sobre un tema puntual que desde
siempre lo había intrigado: el momento y la forma del acoplamiento de Término
a su Sistema Solar (durante la muestra de la historia de Nereah se había omitido
dicho punto porque no hacía al eje de la narración).
Las horas transcurrieron y se inició una cena que se desarrollaría
mayormente en silencio, ya que ni siquiera entre los astronautas cabría la
intención de entablar una conversación. Una energía negativa generada por las
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causas mencionadas con antelación cargó el ambiente en todo momento. Tras
finalizar con el manjar, esta vez compuesto enteramente de una amplia gama de
tan exóticos como deliciosos frutos marinos, retornaron a sus habitaciones sin
mayores preámbulos.
Luego del tiempo prudencial necesario como para corroborar que todo el
mundo se hallase descansando, Johnson se dirigió al cuarto de su comandante
para informarle de todos los datos que logró recabar durante esa tarde. Recorrió
con sumo cuidado la distancia que separaba uno del otro, ocultándose con éxito
de la única cámara de seguridad que había en su camino, transitando por
sectores fuera de su alcance. Media hora más les tomó ultimar detalles en lo que
hacía al plan. Tras dicho lapso, fueron con sigilo hacia la sala de mandos,
procurando pasar desapercibidos ante dos nuevos dispositivos de vigilancia,
deteniéndose en la entrada y echando un vistazo hacia sus adentros. El lugar
estaba casi en penumbras, a excepción de un único sector, y sumido en un
silencio casi absoluto pues los únicos sonidos audibles eran los tenuemente
emitidos por las máquinas que no cesaban de procesar información. A lo lejos
lograron divisar la procedencia de la solitaria luz que iluminaba el resto del
sitio. Allí se hallaba el inmenso encargado del turno noche, de espaldas a ellos,
ensimismado casualmente en la tarea que el guía de Johnson le había explicado
a este horas atrás, es decir, aquella que realizaban con las pantallas de los
procesadores de modelos similares a Minerva: la carga de nuevos datos. Otro
rostro virtual se dibujaba, inexpresivo, frente al trabajador. Esta vez, al parecer,
representaba los rasgos típicos de un hombre lampiño de mediana edad. Los
terrícolas dudaron antes de continuar, temiendo que la computadora delatara su
presencia en cuanto los divisase, y optaron por aguardar. Luego de varios
minutos de lento trascender, el operador interrumpió sus quehaceres, se puso de
pie y abandonó el recinto. Pocos indicios sugerían que hubiese concluido con su
tarea; el holograma seguía allí, y el escritorio no había sido ordenado como
ocurre generalmente cuando se termina una labor sobre su superficie. Se
preguntaron hacia dónde se habría dirigido y de cuánto tiempo dispondrían.
¿Sería esa la oportunidad que estaban aguardando? Ante la duda, dejaron
transcurrir otro corto lapso. Como nada cambió, Reed dio un paso al frente con
SEÑOR R
intenciones de adentrarse. El único obstáculo temido era entonces la amenaza
de la computadora. De llegar a emitir cualquier clase de alerta, todo estaría
perdido. Pero, a pesar de lo que le había comentado Johnson acerca de que
siempre uno de ellos permanecía alerta (no únicamente trabajando, sino también
por meras cuestiones de control), ella tenía una sospecha: durante todo el
tiempo que fueron testigos de la escena, la imagen pareció congelada. Guardaba
la esperanza de que, tal vez, mientras se hallara en pleno proceso de recepción
de datos, permaneciera en una suerte de animación suspendida, imposibilitada
de interactuar. Era una alternativa; por cómo se estaban dando las cosas, la
única de la cual aferrarse. De todas formas no logró comprobarlo; todavía no.
Al dar tan solo dos pasos al frente, el trabajador retornó a su puesto y ella tuvo
que ocultarse velozmente otra vez.
De nuevo se vieron obligados a aguardar; mientras tanto, el tiempo seguía
su curso y también su agotamiento. Tras otra media hora sin cambio alguno,
confrontaron la dura realidad: deberían jugar en las condiciones propuestas o
abandonar el juego. La mujer, siempre más decidida, se inclinó sin deliberar
demasiado ni consultarlo por la primera alternativa y comenzó a avanzar, con el
andar sigiloso que llevan los felinos en los instantes previos a sorprender a la
presa seleccionada, con la vista fija en el holograma.
—Sheena, ¿qué es lo que vas a hacer? —le inquirió Johnson en un tono
imperativo y a la vez contenido para no ser oído por quien no deseaba que lo
oyera, pero lo suficientemente audible como para que ella, a esa corta distancia
que los comenzaba a separar, lo percibiera.
La única respuesta que obtuvo fue un enérgico ademán, solicitándole
silencio.
Lo cierto era que su comandante solo sabía que de alguna forma debía
deshacerse de aquel hombre, aunque el cómo todavía era para sí misma una
incógnita. Confiaba en encontrar la solución al enigma durante el lapso que
invertiría en llegar hasta su lugar.
Ya solo le faltaban unos pocos metros. Dentro del cuadro de tensión que la
embargaba se tranquilizó al confirmar que la amenaza parecía efectivamente
ausente. Ya se hallaba dentro del parámetro de su campo de visión, mas
SEÑOR R
continuaba sin cambio alguno.
Los acontecimientos siguientes se dieron en fracciones de segundo.
Al llegar hasta las espaldas del trabajador, el perdido rostro le dedicó de
súbito una mirada que les congeló el corazón a ambos protagonistas: ella, por
saberse descubierta, y él, por percatarse de que «había algo» detrás que había
llamado la atención del programa. Con velocidad, el operador dio media vuelta
pero, al carecer de los segundos de ventaja que sí tuvo la intrusa, no llegó a
defenderse del potente puñetazo que esta le propinó de súbito en el rostro,
cayendo pesadamente de su asiento al suelo y golpeando su nuca, con lo cual
perdió el conocimiento. Reed sintió por fin la fortuna de su lado, ya que de no
haber acontecido esto último, el éxito de su tarea se hubiese visto seriamente
comprometido: supo en todo momento que, por su tamaño, el adversario
hubiese resultado casi con certeza un rival invencible, incluso si Johnson se
hubiese sumado a la contienda.
Una vez que dejó a su principal obstáculo fuera de combate, dirigió su vista
otra vez al holograma que, al saberse observado, abandonó al caído y le sostuvo
la mirada. Cabe destacar que este no emitió ni antes ni entonces sonido alguno.
La mujer rezaba por que el proceso que con él estaban llevando a cabo le
impidiera contar al cien por ciento con sus facultades. De ser así, tal vez no
estaría en condiciones como para dar aviso a nadie de lo que allí estaba
aconteciendo.
Reed y la computadora se auscultaron mutuamente por unos instantes hasta
que la primera, intimidada y nerviosa, abandonó la contienda para llamar a su
compañero. Cuando este llegó hasta su posición, recibió la orden de inmovilizar
al hombre que yacía inconsciente, valiéndose de cualquier elemento a su
alcance, y ocultarlo en algún lugar.
Johnson revisó cuanto cajón y gaveta pudo hasta dar con una madeja de
cables que desenredó para atar al operador. Luego de concluir con su tarea,
colocó varios trozos de cinta adhesiva sobre su boca para imposibilitarle clamar
por auxilio en el caso de que despertara antes de lo previsto. Después, lo tomó
de los tobillos y lo arrastró hasta un cuarto contiguo, labor que le demandó un
esfuerzo mayor que el esperado; aquel gigantesco cuerpo inerte debía con
SEÑOR R
seguridad superar los 120 kilos de peso.
Reed, mientras tanto, dedicó sin éxito todo ese lapso a dilucidar la forma de
dar órdenes a la computadora, que lo único que parecía hacer era seguir con
suma atención, aunque siempre en silencio, todos los inusuales sucesos que allí
se estaban llevando a cabo. El hecho de saberla acosándola de esa forma le
impedía pensar con claridad. Sintió que la vuelta de Johnson a su lado era lo
que estaba necesitando para abandonar dicho intento.
—Olvidemos esto —le confió—. Vamos por Minerva.
Encararon entonces hacia su nuevo objetivo, pero a los pocos pasos la
propia mujer, que aun de espaldas sabía que continuaba siendo requisada,
detuvo la marcha.
—Espera un instante. O, si lo prefieres, adelántate tú.
Su interlocutor asimismo se detuvo y la miró con aires inquisitivos,
mientras ella tomaba unas pesadas carpetas de un escritorio cercano y las
depositaba encima de la fuente emisora de los lásers que conformaban el
holograma, haciéndolo así desaparecer por completo.
—Listo. Ese horrible rostro me desagradó desde el primer momento. Me
ponía nerviosa.
Al oír esas palabras, su compañero no pudo evitar sonreír.
—¿Qué? —le espetó ella, también divertida al notar su actitud.
El hombre negó con la cabeza un par de veces, sin abandonar su sonrisa y
fingiendo resignación, haciéndole saber su opinión: «Cada loco con su tema».
Ella le empujó en broma y continuaron su camino.
A ambos les agradó ese fugaz momento de distensión. Varios días habían
transcurrido desde la última vez que fuesen embargados por un sentimiento
similar.
SEÑOR R
Capítulo VIII
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
mantenimiento de naves espaciales y sus respectivos sistemas de navegación y
operación, sino que abarcaban también el amplio espectro de la programación
en general.
—Lo más probable es que estas PC cuenten con algún firewall o cualquier
otro elemento de protección contra amenazas de estas características, de las que
no sabemos nada.
—Tenemos que intentarlo, Sheena. A menos que cuentes con un plan mejor,
es nuestra única esperanza.
Signos inequívocos en la voz del astronauta comenzaban a demostrar la
imposibilidad de contener su molestia por el constante pesimismo de su
comandante (a pesar de saberlo fundamentado), sumado al hecho de no poder
callar la lacónica voz electrónica que repetía hasta el hartazgo que no estaban
autorizados a acceder a los datos que habían ido a buscar.
Tras un lapso más de tensión y silencio, el astronauta finalizó su tarea y se
dedicó a aguardar el tiempo prudencial como para cerciorarse de si surtiría o no
efecto.
Transcurrieron cinco minutos sin que nada nuevo aconteciera.
La desazón los embargó al considerarse a sí mismos incapaces de lograr su
meta.
—Es todo —dijo Reed, contrariada—. Olvidemos esta locura y vámonos de
aquí. Ahora tenemos que pensar cómo salir de esto. En cualquier momento
descubrirán lo que hemos hecho.
Comenzaron a desandar su camino. Ya estaban por abandonar la sala
cuando algo ocurrió que los hizo detenerse.
—Los terrícolas deberán estar acompañados por… —la voz de Minerva se
había detenido a mitad de la frase.
Voltearon hacia su posición para observarla. Allí seguía su rostro,
impasible, ahora mudo por completo.
Regresaron hasta su posición para auscultarla con mayor detalle.
El rostro paseaba su vista de uno a otro, en el más absoluto de los silencios.
—Queremos saber sobre Hirkha —aventuró Reed, expectante.
—Hirkha… —repitió Minerva.
SEÑOR R
Los lásers comenzarían a dibujar y, para el alivio de los astronautas, ella a
exponer.
SEÑOR R
2.
SEÑOR R
Johnson y Reed se sobresaltaron al percibir el leve zumbido proveniente de
algún lugar del escritorio donde el operador se hallaba trabajando. Tensos, se
entrecruzaron miradas recíprocamente, como buscando cada uno en el otro
respuestas que se sabían incapaces de formular sin alguna clase de indicio. Con
el objeto de hallarlas se dirigieron al instante hacia el sitio de su procedencia.
Descubrieron entonces una pequeña luz roja emanada de un extraño aparato
junto al procesador que, a pesar de su peculiar aspecto, no podía ser otra cosa
que un intercomunicador. Alguien estaba buscando al hombre que minutos
antes la comandante de la misión Conqueror dejara inconsciente y quitara de un
camino que para esos momentos creían carente de otros aparentes escollos.
Ninguno osó siquiera levantar el auricular. Se mantuvieron estáticos,
observando con fijeza y nerviosismo el transmisor que, de súbito, dejó de sonar.
—No dispondremos de mucho tiempo —le confió la mujer a su compañero.
Retornaron con celeridad a su lugar. Minerva retomó entonces una
disertación que prácticamente había detenido antes de comenzar debido a la
interrupción.
Los lásers diagramaron una porción del mapa de aquel planeta que los
presentes recordaban sin dudas haber visto con anterioridad: muy cerca de la
zona sobre la que el procesador efectuaba su focalización primordial se hallaba
Carixta, lugar del incidente que los tuvo como involuntarios protagonistas.
—La ciudad se halla ubicada en el sector central del Tercer Continente —
continuó—. Cuenta con 6.788 habitantes según el último censo allí realizado,
dos años atrás. Su proximidad al Cinturón Desértico es el generador
fundamental de su clima hostil, cuyas temperaturas rebasan durante todo el año
los máximos y mínimos recomendados para el normal desarrollo humano,
durante el mediodía y la noche, respectivamente. Ante la carencia de animales
para la cría y la caza, la población depende con exclusividad de la agricultura
para su subsistencia, aunque los áridos suelos son otro factor que dificulta la
producción de casi cualquier tipo de cultivo.
Tanto a Reed como a Johnson les extrañó la disposición del emplazamiento
en una zona de esas características por sus lógicas consecuencias, mas la idea
fue desde un principio optar por no formular demasiadas preguntas y limitarse a
SEÑOR R
escuchar para aprovechar al máximo posible el escaso tiempo que tenían. Los
planes se modificaron radicalmente al instante en que Minerva agregó su
siguiente comentario:
—Es por los motivos antes expuestos que hoy día Hirkha se halla reducida a
un precario asentamiento con elevados índices de mortalidad, inversamente
proporcionales a los de natalidad. Estudios recientes calculan que en unos 10
años su población perecerá sin poder evitarlo.
—¿Por qué no mudan la ciudad? —inquirió el hombre, atónito.
La computadora congeló la imagen en curso (que detallaba por esos
entonces los gráficos correspondientes a los índices comentados) y se tomó
unos instantes para responder. Dio la sensación de «sorprenderse» ante la
pregunta.
—No es posible.
—¿Por qué no es posible? —presionó Reed. Otra extraña pausa.
La voz del procesador se entrecortaba por fugaces pero detectables períodos
desde el inicio del informe. Luchaba por negarse a continuar con un relato que
el virus inoculado le forzaba igualmente a efectuar.
—Sus habitantes no están autorizados a abandonar su confinamiento.
—¿Su confinamiento? —preguntaron ambos al unísono.
Las dudas, en lugar de disiparse, iban en aumento ante cada nueva palabra
de la peculiar oradora.
Otro nuevo diagrama reemplazó al anterior. Una vista aérea de la ciudad
mostraba sus límites cercados por lo que parecía ser un vallado que, a la vez, se
hallaba custodiado en sectores estratégicos por lo que parecían ser pequeños
ejércitos.
—La población de Hirkha se compone por rebeldes sobre los que se
dispuso, al poco tiempo del arribo de nuestra civilización, la orden de
confinamiento a un sector inhóspito del planeta.
—¿Cuál es el motivo originario de la medida?
La nueva pausa exasperó a Sheena Reed.
—¿CUÁL ES EL MOTIVO? —repitió en voz baja, pero con tono
imperativo.
SEÑOR R
—Diferencias de opiniones sobre el desarrollo del Proyecto Planeta Tierra.
El Proyecto Planeta Tierra… ¿Qué tenía que ver con todo aquello? ¿Cuáles
serían los motivos que dieran pie a opiniones encontradas tan marcadas entre
algunos y otros como para recurrir a esa medida? Los astronautas decidieron
averiguarlo. La mujer tomó la iniciativa.
—Cuéntanos sobre el Proyecto Planeta Tierra.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
inyectar nuevos fondos no encontraban todavía su oportunidad de penetración:
no podían ofrecer bienes y servicios a una civilización aún incapaz de
comprender conceptos mucho más básicos. Fueron entonces requeridas
acciones exógenas para reavivar el interés y lograr así relanzar el plan.
«Oh, no…», pensaba el guardia escondido desde su posición. «Los
Proyectos no…».
Sus temores eran fundados. Minerva se aprestaba a relatar a su reducido
auditorio, en forma inminente, los detalles de los denominados «Proyectos
Exógenos». El guardia se apartó de la entrada con pavor y volvió a marcar el
número de su superior para comunicarle las inquietantes novedades. Mientras
tanto, dentro de la sala, las imágenes generadas por el procesador se
desvanecieron para dar espacio de nuevo al rostro virtual, que observó
fijamente a sus interlocutores, informándoles:
—Apertura de archivo: Proyectos Exógenos.
SEÑOR R
Capítulo IX
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
contar con miles de años de evolución y experiencia a su favor. Tal fue su fama
que el propio rey egipcio de ese entonces, Zoser, lo seleccionaría para integrar
su corte y convertirlo en su consejero particular. Imhotep fue el encargado de
confeccionar los planos que posteriormente dieron origen a lo que se convirtió
en la mayor y más antigua construcción de piedra de la humanidad terrícola:
una pirámide escalonada de 60 metros de altura con su correspondiente
complejo funerario. Ganó su fama histórica a través de los siglos gracias a esta
obra, que fue el pilar fundamental sobre el que se basaron sus sucesores para
erigir las restantes.
Reed quedó boquiabierta. No podía creer que el primer gran arquitecto
conocido en la historia de «su» humanidad fuese un timo.
Johnson, algo más objetivo, fue por más.
—¿Cómo fueron construidas las pirámides? —consultó, buscando la
respuesta para un enigma que ni él ni sus semejantes habían hasta entonces
podido develar, aunque existiese un gran número de teorías sobre su
explicación que igualmente nunca pudieron convertirse en concisas
confirmaciones.
—El método de construcción también se le atribuyó a Imhotep, sin
sospechar que su análisis se había llevado a cabo previamente en Feeria,
tomándoles 13 meses a los arquitectos más destacados del planeta (contratados
y reunidos con esa finalidad) convenir la vía más práctica para llevarlo a cabo
con las herramientas que la civilización egipcia tenía a su disposición.
Los gráficos diagramaban ahora el boceto de una pirámide desde lo que
sería su virtual vista aérea. La construcción se hallaba rodeada de rampas sobre
las que Minerva se explayaría a continuación.
—A medida que se edificaba, se construirían en los alrededores del
monumento rampas con el mismo material, cuya anchura e inclinación variarían
según la pirámide. Los bloques de piedra se desplazaban simultáneamente a
través de ellas, contándose así con el espacio necesario para su acarreo. En cada
esquina se formaba un «codo» de la cantidad de metros cuadrados suficientes
como para poder hacer los giros del material transportado con la mayor
comodidad posible.
SEÑOR R
Los astronautas por fin podían ver confirmada la teoría que siglos de
investigación posicionaban como la más seria de todas, basándose en los
supuestos restos hallados de las mencionadas rampas.
Un posterior bosquejo holográfico ejemplificaba la forma del alzamiento de
un bloque, sujeto a un eje transversal con palancas que oficiaban de la
herramienta necesaria como para que unos pocos obreros efectuaran su
izamiento sin mayores inconvenientes. Grandes maderos se situaban detrás del
bloque como «tope», con el objeto de evitar su deslizamiento hacia abajo,
brindando así a los hombres encargados de su acarreo la posibilidad de tomarse
un pequeño descanso entre paso y paso.
—El Proyecto, denominado en un principio «Proyecto Canahann» (en honor
a su ideólogo), fue un éxito y dio pie a la realización de otros muchos
posteriores del estilo que se convirtieron en ejes de la historia para la
civilización terrícola por su magnitud y los misterios que envolvía su
construcción. El propio Canahann se convertiría con el paso del tiempo en
fuente de inspiración para crear un cuerpo autárquico que hasta el día de hoy
continúa operando, denominado «Histores», compuesto por reconocidos
investigadores contratados con la finalidad de detectar factores de explotación
con los que desarrollar potenciales proyectos.
—¿Qué otras construcciones componen la lista? —consultó Johnson,
visiblemente más interesado en la consecuencia que en la causa. No había
reparado justamente en que los Histores serían los principales autores
intelectuales de los hechos.
—La lista se compone de 52 creaciones erigidas hasta la actualidad, aunque
muchas de ellas no llegasen a conocerse más que por las civilizaciones
seleccionadas y sus inmediatos sucesores. En algunos casos las guerras y en
otros los desastres naturales se encargaron de borrar cualquier rastro de ellas.
Entre las que sí lograron preservarse por largos períodos pueden mencionarse
las líneas de Nazca, Rapa Nui y Stonehenge como máximos exponentes. Cabe
destacar que en muchos de estos casos no fue requerido el conocimiento de
técnicas de construcción más modernas que las de la época, limitándose la
acción «exógena» únicamente a proponer la idea de la construcción, valiéndose
SEÑOR R
la civilización protagonista por sus propios medios para su materialización.
—¡Dios mío! ¡Las líneas de Nazca! —exclamó Reed, estupefacta, mirando
a su compañero. Recordaba haber oído en sus clases de Historia Antigua,
durante su época de estudiante, acerca de esos extraños dibujos sobre las tierras
del desaparecido país del Perú.
Minerva interpretó aquella exclamación como una solicitud y, sin que nadie
le consultara, comenzó a exponer al respecto, ofreciendo imágenes de los
geoglifos más famosos: el pájaro de casi 300 metros de longitud, el lagarto de
180, el cóndor y el mono de 135.
—Otro feeriano fue enviado con la misiva de su confección. Se llamó a sí
mismo Iocer, y manifestó a la civilización preincaica allí asentada provenir de
los cielos para garantizarles la vida eterna obteniendo el favor de los dioses,
ofreciéndoles regalos que pudiesen deleitarlos a través de su observación desde
las alturas. Se ganó su credibilidad entre el pueblo sin mayores inconvenientes,
mediante «milagros» efectuados con la ayuda tecnológica necesaria, puesta a su
disposición para tal fin. Así fue que sus súbditos procedieron a obedecerle sin
ningún cuestionamiento, aunque jamás pudiesen llegar a apreciar los resultados
de su obra por carecer de la posibilidad de sobrevolar la zona: él impartía las
órdenes de cómo y dónde efectuar las hendiduras en los suelos, guiado desde el
espacio por otros responsables del Proyecto que desde su posición corroboraban
la correcta conformación de los dibujos.
—Increíble… —comentó Johnson a su compañera.
—El lugar de realización fue estratégicamente seleccionado debido a su
clima y escasa actividad sísmica: estudios sobre el terreno y trabajos de
simulación acerca de su probable evolución a través de los tiempos lo señalaron
como el lugar más apto para llevar a cabo la confección de los diagramas, que
contaban con la garantía de prevalecer por varios siglos sin verse amenazados
por factores destructivos como copiosas lluvias o la propia erosión. Otro
elemento que impedía el cambio en la superficie trabajada era el yeso presente,
que al contacto con el rocío hacía que las piedras quedasen ligeramente pegadas
a su base.
—¿Qué es Rapa Nui? —consultó Sheena Reed recordando su mención
SEÑOR R
previa, cada vez más intrigada.
—Isla chilena del océano Pacífico Sur, también denominada Isla de Pascua
por su descubridor: el navegante neerlandés Jakob Roggeveen, en el año 1722
después de Cristo.
—¿Es esa la famosa isla de las extrañas esculturas monolíticas apostadas
sobre su superficie? —consultó Reed a Johnson.
—Es correcto —se adelantó Minerva—. Los moais fueron construidos por
obreros feerianos en épocas previas a su población (valiéndose de todas las
herramientas a su disposición y trabajando con la tranquilidad de no contar con
eventuales nativos que atestiguaran el proceso), dando posteriormente indicios
de su existencia y ubicación que los indígenas pobladores del continente
interpretaron como «señales divinas» ante la imposibilidad de hallarles una
explicación lógica. Muchos se aventuraron hacia ella y se establecieron,
maravillados ante el legado, formando una comunidad que hasta su extinción
veneró a los «seres extraterrestres» creadores de la obra, aunque para el resto
del mundo se autoproclamaran descendientes propios de los autores originales.
Llamó mucho la atención aquí en Feeria el hecho de que los pobladores,
teóricamente no contaminados con los males de las grandes sociedades del
mundo vigente al momento del descubrimiento «formal» de la isla, procedieran
a actuar de la manera en que lo hicieron, ocultando la verdad a los visitantes y
adueñándose del crédito. Resultó un caso de estudio.
Los terrícolas quedaron anonadados ante tantas revelaciones. Se hizo un
profundo silencio.
—Fin de la presentación —informó la computadora.
SEÑOR R
2.
SEÑOR R
motivo es que pocos rasgos podían distinguirse de las facciones de ambos, a
pesar de la calidad del diagrama. Debajo de este hicieron su aparición al
unísono gruesas letras que conformaron las palabras «target couple»[19]. Se
trataba nada menos que de María y José.
El primer proceso que se explicó fue la respuesta a la tan mentada por los
Evangelios «inmaculada concepción». Los astronautas quedaron estupefactos al
oír la descripción. Se trató de una simple inseminación artificial. Para llevarla a
cabo, uno de los responsables de la misión ingresó sigilosamente en la
habitación que la mujer poseía todavía en casa de sus padres (pues se hallaba
desposada pero aún no convivía con su pareja), una fría noche de invierno. El
primer paso fue aprovechar su profundo sueño para proporcionarle un
somnífero que fue ingresado a su organismo a través de sus vías respiratorias
por un pequeño frasco que, al abrirlo a pocos centímetros de su cara, emanó la
solución química que se adentró al instante en sus fosas nasales. De esta forma
evitarían correr el riesgo de que despertase por cualquier causa a mitad del
proceso, echándolo todo a perder. Acto seguido, el intruso encargado de la
bizarra tarea extrajo de un compartimiento de la pequeña bolsa plástica que
llevaba suspendida a un costado de su cadera una diminuta pistola que situó por
sobre el bajo vientre de la mujer. Mediante la presión del gatillo, una fina aguja
comenzó a emerger del extremo del cañón, que detuvo su incursión al alcanzar
el útero. Una vez finalizado el paso, expulsó el óvulo fecundado que llevaba en
su interior para colocarlo directamente en el nuevo destino, posibilitando así su
ulterior desarrollo.
Johnson sintió náuseas al descubrir la verdad. ¿Cómo habían sido capaces
estos sádicos seres de recurrir a tan vil accionar y con qué fin? Reed se
entristeció por la víctima inconscientemente ultrajada y por todos los que, como
ella, pensaron siempre que se había tratado de una acción divina.
Pero la historia no terminaba allí. Recién comenzaba. Restaba mucho más
por descubrir acerca de la dura verdad.
El embarazo siguió su curso y el proceso arrojaba resultados
«satisfactorios»: comenzaba a diseminarse por los distintos poblados el rumor
del «milagro» acontecido. Muchos se aventuraron entonces a hablar de un acto
SEÑOR R
de Dios, como era de esperarse. Una de las pocas veces que el éxito del
Proyecto peligró fue el momento en que José dio efectiva cuenta de la noticia.
Su repudio hacia la sospechosa adúltera amenazó con instalar en todo el mundo
la imagen de una pareja infeliz, y como los autores no deseaban que se gestara
tal rumor, recurrieron a un plan eficaz: días después, un «ángel» creado a través
de un holograma hizo su aparición en casa del carpintero y le dijo que no
temiera recibir a su mujer en su casa; que lo concebido en ella era realmente
obra del Espíritu Santo. También le dijo que debería llamar a su hijo Jesús, y
que este sería el encargado de salvar a todo su pueblo de sus pecados. Tal señal
acabó con los temores y las dudas del hombre.
Y llegó el alumbramiento que finalmente se produjo, como sugieren algunas
escrituras, en algún momento del otoño israelí, no en invierno. Quedaba así
confirmado entonces con firmeza otro dato de relevancia: el nacimiento de
Jesús lejos estuvo de producirse un 25 de diciembre.
Las imágenes bosquejaron un precario y humilde pesebre improvisado en el
interior de una cueva caliza en algún lugar de Belén, ciudad a la que la pareja se
había dirigido para cumplir con el trámite de pago de sus impuestos. Reed y
Johnson fueron los primeros terrícolas que pudieron apreciar el verdadero
aspecto físico del ícono de la cristiandad personificado en hombre, durmiendo
plácidamente en su lecho ante la profunda mirada de amor que le dedicaban sus
padres y el calor que le proporcionaban un buey y un asno apostados a escasa
distancia, a través de su aliento. La fotografía había sido tomada
subrepticiamente por un supuesto pastor que no era más que otro de los
responsables de la misión, confundido entre los pocos curiosos que se habían
acercado a presenciar el acontecimiento.
La famosa Estrella de Belén entró en escena días más tarde, no al momento
del nacimiento. Y no fue otra cosa que un efecto lumínico producido adrede
desde una nave apostada en un sector cercano del espacio exterior, con el fin de
adicionar un agregado que contribuyese al misticismo del suceso. Tres actores
caracterizados de reyes que decían venir de Oriente se presentaron ante
Herodes, argumentando que venían siguiendo la Estrella que les llevaría hasta
el Salvador que había nacido. El primero se hacía llamar Beda, pero las
SEÑOR R
creencias más populares por alguna razón lo dieron a conocer como Melchor,
modificando su nombre de la misma manera en que lo hicieran con sus restantes
compañeros. Era un anciano decrépito, de larga cabellera blanca. Gaspar (en
realidad, Jasón), de unos 25 años de edad, lucía una tez blanca y rosada que lo
delataba como el más joven de los tres. Baltasar (Eisías, según el informe),
mientras tanto, rozaba los 40 y por su color no se lo podía catalogar como
negro, aunque sí era moreno.
Ante la presencia de los recién llegados (que explicó de paso la causa del
fenómeno cósmico de la Estrella), se armó un revuelo colosal en toda Jerusalén.
Muchos siguieron sus pasos hasta la morada de los flamantes padres y
presenciaron un accionar que no lograron comprender por su nula capacitación
tecnológica. Gracias a este, posteriormente los tres se ganarían el mote de
«magos». La cuestión fue que, con la excusa de presentar sus obsequios al
recién nacido (mirra, incienso y oro), fueron capaces de efectuar un
relevamiento subrepticio pero eficaz del estado de salud del niño. Se valieron de
pequeños aunque llamativos dispositivos para realizar tareas tales como la
medición de su peso, altura y temperatura, y de otros tantos para administrarle
las vacunas necesarias que asegurarían la inmunidad de Jesús ante cualquier
posible amenaza de las pestes que en la época poblaban la zona y elevaban los
índices de mortalidad infantil hasta picos impensados por las sociedades
modernas. La infancia del nazareno representó otro problema por el cual el
Proyecto se vio amenazado. Al ver en él a un niño en apariencia común y
corriente, algunos comenzaron a perder su fe y dieron inicio por lo bajo a
algunos cuestionamientos en relación con la veracidad de la profecía. ¿Sería
aquel muchacho realmente el elegido? La ausencia de señales o
acontecimientos «místicos» ponían en tela de juicio tal aseveración. Y a esto se
le sumaban los gestos de incomprensión y confusión que el inocente
protagonista propiamente dedicaba a cualquiera que osase efectuarle cualquier
cuestionamiento en forma personal sobre el tema. Nadie reparaba en el hecho
de que se trataba solo de un crío… Los responsables del Proyecto entonces se
vieron obligados a tomar medidas antes de lo previsto. En una fiesta de Pascua
y con tan solo 12 tiernos años de edad, Jesús concurrió con sus padres por
SEÑOR R
primera vez en su vida al Templo de Jerusalén para sumarse a la celebración.
Cuentan las Escrituras que, al concluir las festividades, María y José
emprendieron el retorno sin percatarse de la ausencia de su hijo, que en un
primer momento creyeron confundido entre el grupo de peregrinos.
Transcurrida toda una jornada sin noticias de él, decidieron volver al punto de
partida para iniciar una dramática búsqueda que solo tres días más tarde tuvo
éxito. Lo encontraron en el Templo, entre los maestros de la Ley,
escuchándolos atentamente y efectuándoles de vez en cuando alguna que otra
pregunta. Todos los presentes se maravillaban ante sus palabras y la inteligencia
que demostraba poseer.
El siguiente diálogo entre el niño y su madre se produjo tal cual rezan los
Santos Evangelios.
—Hijo mío, ¿por qué has hecho una cosa así? Tu padre y yo anduvimos
buscándote, muy angustiados.
—Pero, madre —respondió él—. ¿Y por qué me buscaban? ¿No sabían que
yo debo estar en las cosas de mi Padre?
Dijo «Padre» en clara referencia a Dios.
A partir de ese momento, la fe se reinstaló en los hombres que tiempo atrás
habían comenzado a perderla. Jesús creció velozmente en sabiduría y estatura, y
gozó del favor de todos.
Pero ¿había permanecido el niño efectivamente esos tres días entre los
sacerdotes del Templo? La respuesta es negativa. Su ausencia se explica con un
secuestro, del cual no hubo testigos pues el hecho aconteció durante la
procesión del retorno y nadie entre la multitud repararía en ello. Sus captores
utilizaron ese tiempo para realizar en él un exitoso lavado de cerebro que le
permitió «hacerle creer» que, efectivamente, era el Salvador. Gracias a este
acontecimiento causó la impresión que causó en el Templo, a su reaparición.
Reed, mientras oía y leía, secaba de tanto en tanto las lágrimas que
copiosamente rodaban por sus mejillas. Le resultó muy duro continuar
concentrada. Dominaba su mente el pensamiento de la vil farsa de que habían
sido víctima la humanidad y hasta el mismo protagonista de esa historia, de que
todos los más puros sentimientos que emanaba la religión cristiana se
SEÑOR R
construyesen sobre los pilares más falsos jamás concebidos.
No fue sino hasta los 29 años que Jesús ganó la mayor parte de su
popularidad, la cual diera inicio cuando tomase bautismo en las aguas del río
Jordán a manos de Juan, un falso mensajero de los profetas que fue el principal
responsable del anuncio de la llegada del Salvador. Luego se dirigió al desierto,
donde permaneció por 20 días, no 40 como rezan las Escrituras. Tampoco
soportó el período sin alimento alguno, aunque de eso nadie (ni siquiera él
mismo) diera cuenta: este le sería proporcionado vía intravenosa durante sus
noches de sueño, drogándolo previamente de idéntica forma que María seis
lustros atrás, y con la misma finalidad. Otro grupo de representantes de la cínica
civilización que ideó el Proyecto lo sometió allí a la prueba de fuego que lo
esperaría: un nuevo holograma presentó ante él la figura de Satanás
(representada a través de un gigantesco demonio alado de duras facciones), que
intentó por todos los medios a su alcance tentarlo con los placeres terrenales
que, dijo, le proporcionaría a cambio de su adoración eterna. Pero el Rey de los
Judíos, convencido plenamente del importante papel que, creyó, se le había
encargado representar en la Tierra, rechazó con firmeza la propuesta. Minerva
aclaró en ese punto que, al tratarse de un simple y débil humano como los
demás, le hubiese resultado imposible resistirse a la tentación, de no haber sido
por el proceso de «reprogramación» al que fuera sometido al inicio de su
adolescencia, y que se reforzase durante los siguientes años a causa de su
exclusiva dedicación. «Resulta jocoso ver cómo el hombre solo puede alcanzar
ese estado de firmeza y seguridad cuando se ve obligado a pasar por una
situación límite», pensó Johnson. Era cierto. El ser humano es hijo del rigor.
El nazareno se reveló de muchas formas como «el Salvador prometido»,
pero todos y cada uno de sus milagros tuvieron una explicación lógica, aunque
ni siquiera él lo supiese:
El agua que durante una boda se transformase en vino lo hizo gracias a que
uno de los «invitados» arrojó a una fuente, en el momento preciso y sin que
nadie lo notara, una solución concentrada en polvo que se encargó de la
tarea.
SEÑOR R
El inválido que volvió a caminar no fue más que otro actor que se hizo
pasar por tal, al igual que el leproso, que solo tenía en su cara una máscara
de un material similar al látex que se deshizo al instante en que entró en
contacto con las manos del Maestro.
El ciego que recuperó su vista tampoco lo hizo por obra y gracia del Señor,
sino por un láser invisible disparado a la distancia hacia sus ojos por un
soldado oculto, en el instante indicado.
Es cierto que hubo muchos más «favorecidos» con «milagros» que curaron
sus males, pero la razón (por más cruda que resulte) fue que muchos de ellos los
tenían solo en sus mentes, creyendo que desaparecían por obra divina cuando en
realidad gracias a ello «se autoconvencían» de su cura y por eso «sanaban».
También hubo muchos otros enfermos reales que, obviamente, no fueron
curados. Pero en los relatos bíblicos nunca se hizo mención al respecto…
Se conformó alrededor del Hijo del Hombre un séquito de 11 discípulos que
él mismo seleccionó para impartir sus enseñanzas; entre ellos se hallaron Judas
y la flamante esposa de Jesús, María Magdalena. Por carecer de cualquier tipo
de visión que no fueran las reveladas adrede, no pudo imaginar entonces que el
primero sería capaz de traicionarlo. Una ira incontrolable invadió a los
astronautas cuando la computadora se refirió a la fortuita aparición del Iscariote
como «un hecho imprevisto que modificaría radicalmente el Proyecto,
arrojando resultados mucho más “interesantes”, pues no se perseguía con este la
finalidad de convertir a Jesús en mártir sino solo en símbolo de la raza en
estudio». Un doceavo se agregó a la lista bajo el nombre de Tadeo, luego de
implorárselo profundamente a su Maestro; un nuevo infiltrado feeriano que se
había decidido enviar para seguir de cerca los acontecimientos del grupo.
Cuando ya su fama cruzó «demasiadas» fronteras por la revolución que
causase su irrupción en el Templo para desbaratar la red comercial que allí se
había cernido y por su famosa entrada a la Ciudad Santa montado en un
pequeño burro, la inquietud que comenzó a instalarse tiempo antes en los
corazones de los principales sacerdotes y fariseos dio paso a la ira.
Al sospechar el fin que desencadenaría todo aquello, los artífices de la farsa
SEÑOR R
volvieron a entrar en escena. Aprovecharon una tarde en que, como tantas otras,
el rabí se halló meditando en soledad en medio de un bosque cercano a su
campamento. Colocaron previamente y de forma estratégica en las copas de
varios árboles diminutos altavoces a través de los cuales le informaron acerca
de lo que estaba sucediendo, creando la ilusión de que las palabras proferidas
provenían desde el mismo cielo. Barajaron también la probabilidad de una
traición (pues seguro Judas, que ya había tenido algunos contactos
«diplomáticos», concluiría por ceder ante la tentación de lo que imaginaba una
buena recompensa por la captura del rabí), y le alertaron sobre ella y sus
consecuentes resultados, tomándolo como un hecho. También le hablaron de su
futura resurrección, pero nadie comentó nada de una posible crucifixión
todavía, pues no se tenía ninguna certeza al respecto. Jesús entonces comenzó a
profetizar sobre un epílogo que se anunciaba y lo que llegaría con posterioridad
a él.
Una vez con el dato confirmado de la fecha y hora en que se realizaría la
captura, volvieron a informar al protagonista, que, al palpar la inminencia de su
final, dudó por primera vez. Le fue indicado que debía aceptar su destino y
perecer para salvar a la humanidad. Y él acató el pedido, creyendo como
siempre sin duda alguna que provenía directamente de Dios…
La imagen tomada de la Última Cena y la mención a las palabras que él
mismo pronunciase durante el período en que se extendió concluyeron por
destrozar el corazón de los terrícolas presentes.
Llegó el momento de la narración de la aprehensión, los maltratos a los que
fue sometido y la resolución de un Poncio Pilato que, al verse comprometido
contra su voluntad, decidió optar por la salida fácil y satisfacer a la chusma
sobornada y arengada que solicitaba su muerte.
La corona de espinas y la tortuosa carga de la cruz por el camino hacia el
Gólgota fueron nada en comparación con la descripción de la crucifixión. Una
nueva fotografía mostraba el maltrecho cuerpo ya sin vida de Jesús, suspendido
en los aires y llorado por su madre y su esposa. La oscuridad en la que se sumió
el Calvario una vez consumada la muerte fue producida por la aparición
repentina de amenazantes nubarrones negros creados por la nave desde la cual
SEÑOR R
los feerianos siguieron con atención todo el proceso. La misma que 33 años
antes había producido la ilusión de la Estrella de Belén.
El temblor en la tierra se produjo, a su vez, por causas inducidas: el bombeo
a presión de agua en las costas del mar Mediterráneo, iniciado con la suficiente
antelación como para que, tras cálculos perfectos, llegase al punto correcto en el
momento preciso, agregando una dosis más de dramatismo a la escena. Después
de ambos sucesos, ya a pocos les quedaban dudas de las señales del disgusto de
Dios sobre la base de los actos cometidos contra «su hijo».
Cuando la histeria finalizó, la espantada multitud que había huido de
Jerusalén al momento del apogeo del terremoto reemprendió el regreso a sus
hogares, visiblemente más calma. En ese instante, José de Arimatea y
Nicodemo arribaron al Gólgota y solicitaron a los guardias romanos trasladar el
cuerpo del nazareno hasta la morada del primero, enseñándoles una
autorización firmada por el propio Pilato, ya arrepentido de la decisión que
tomase y que desencadenara tan injusto final para una víctima inocente.
José había acondicionado una cripta bajo tierra en los jardines de su casa,
pero nunca supo que, durante sus ausencias, los viles responsables del Proyecto
efectuarían uno de los últimos pasos (tal vez los más delicados) del plan.
El cuerpo fue cargado hasta su nuevo destino y fuertemente escoltado con el
objeto de evitar disturbios que de igual forma se produjeron, aunque no
lograsen impedir la consecución de la misión por parte del cortejo fúnebre. Una
vez dentro, el cadáver fue abandonado en soledad y la tumba, sellada y
patrullada para velar por que nadie se acercara a robarlo y sugerir así la idea de
una resurrección que se profetizaba pero en la que nadie creía.
Durante los tres días que siguieron, aconteció un increíble suceso dentro de
la gruta. Diminutos lásers confundidos entre las rocas iniciaron un largo
proceso, disparando finos haces que desintegraron literalmente hablando el
cuerpo que yacía sobre la masa pétrea ganada a la roca, finalizando su tarea
recién 36 horas más tarde de empezado. A las 4 de la madrugada del tercer día,
la gigantesca piedra que impedía el ingreso al recinto pareció comenzar a
moverse por su cuenta. Los potentes dispositivos ocultos que producían su tiraje
dieron origen a un ligero temblor que en las Escrituras fue magnificado,
SEÑOR R
refiriéndose a él como un nuevo sismo. Cuando la entrada estuvo libre, una
potente luz blanca que provenía de un reflector (también escondido) encontró
por fin su veta de salida. Los guardias de turno, presas del terror ante la
contemplación de la escena, corrieron despavoridos, abandonando el lugar.
Personal médico feeriano vestido con brillantes trajes antisépticos hizo su
aparición con la orden de llevar a la nave muestras de sangre que aún
permanecían en el lecho de muerte. Erróneamente pensaron que podrían realizar
su labor con tranquilidad, contando con la plena certeza de que nadie se
acercaría al menos por un buen rato. No tuvieron en cuenta que la fe pudo
movilizar enseguida a los fieles más cercanos, quienes corrieron hasta la tumba
apenas se enteraron lo que estaba aconteciendo. Fueron sorprendidos cuando
abandonaban la cripta, una vez cumplida su misión. En ese momento, uno de
los dos forenses improvisó unas palabras que milagrosamente salvaron la
situación. Luego sería condecorado por su actitud.
—¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? Él no está aquí. Él ha
resucitado… —dijo, asemejándose a un enviado divino.
El grupo quedó en su lugar, observando cómo ambos se perdían en la
lejanía. Luego, algunos se atrevieron a ingresar a la tumba, para corroborar
compungidos y maravillados a la vez que el Salvador efectivamente ya no
estaba…
La sangre recogida permitió gracias al ADN clonar a Jesús y hacerlo
reaparecer por primera vez esa misma tarde entre sus discípulos, con la misión
de solicitarles que predicasen un Evangelio que, salvando algunos cambios
realizados adrede y algunas otras omisiones involuntarias, llegó hasta los días
actuales convirtiéndose en el eje más importante de las creencias del planeta
Tierra. Creencias que, con el paso de los años, fueron dejándose a un lado y
perdiendo valor a causa de una Iglesia que modificó el mensaje a su
conveniencia, y ni siquiera predicaron muchos de sus mismos representantes.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
auditorio corroborar efectivamente la magnificencia real de la obra.
—¿Y cómo es que la civilización desapareció? —espetó Reed, intentando
llegar rápidamente al final, consciente del escaso tiempo del que disponían.
Ante la consulta, el procesador inició abruptamente la presentación de un
nuevo Proyecto cuyo título desorientó a ambos: «Christopher Columbus».
Sospechando que se trataba de una falla en los sistemas, Reed intentó
corregir a Minerva y hacerla responder sobre lo solicitado, repitiéndole la
pregunta.
—Resulta necesario narrar los pormenores de un proyecto subsiguiente para
explicar el fenómeno —fue la respuesta del procesador.
—Continúa entonces —autorizó la mujer.
—Otro factor que llamó poderosamente la atención de los Histores fue el
hecho de corroborar que, hasta el siglo XV después de Cristo, las civilizaciones
más avanzadas del planeta aún desconocían datos básicos sobre él, entre ellos,
su real circunferencia. A pesar de que algunos filósofos y científicos de la
Antigüedad pugnasen por desarrollar y difundir la teoría, ganarían su
reconocimiento por ella recién una vez comprobada, cientos de años después de
sus muertes, gracias a la aparición de un marino que llevaría a cabo el viaje
necesario para lograrlo. Christopher Columbus fue otro feeriano caracterizado,
enviado a la Tierra con aquella finalidad. Sería depositado junto a sus «padres»
en territorio genovés con tan solo 15 años de edad, con el objeto de hacerse
famoso a través del tiempo, obteniendo grandes reconocimientos como
cartógrafo y navegante que lo llevaron, luego de su paso por Portugal (donde
recibió por sus logros el rango de noble y luego contrajo matrimonio), hasta los
Reyes Católicos españoles, a quienes convenció con argumentos ficticiamente
basados en fuentes bibliográficas informativas conocidas aunque muy
cuestionadas, prometiéndoles regresar de «las Indias» (porque no podía
hablarles de descubrir un nuevo continente del otro lado del océano) con
riquezas jamás vistas por esos lares.
—¿El motivo del Proyecto fue dar a conocer a los europeos la parte del
globo inexplorada? —preguntó Johnson, dudando acerca de la confirmación
sobre su consulta.
SEÑOR R
La respuesta esperada no tardó en llegar, carente como siempre de cualquier
rasgo de sentimiento al respecto.
—El motivo real de la materialización de este Proyecto fue estudiar sus
reacciones una vez descubierto el nuevo continente. Los pronósticos se
corroboraron en poco tiempo; la sed desmedida de poder del ser humano
diezmaría las poblaciones indígenas que eventualmente llegaron a considerarse
amenazas para la colonización, asesinando a muchos de los habitantes
autóctonos y esclavizando a la proporción restante que no murió a consecuencia
de las enfermedades que portaron y contagiaron los recién llegados. El pueblo
maya, ya en decadencia por las graves sequías que afectaron a su territorio, no
contó con las herramientas necesarias como para ofrecer una digna resistencia,
a diferencia de otras civilizaciones posteriores que heredaron de la primera
muchos de sus conocimientos pero de todos modos y a fin de cuentas
sucumbieron tras un sinnúmero de sangrientas y desiguales guerras.
—¡Dios santo!… —exclamó Reed—. ¿Qué hubiese sucedido de no
interceder estos malditos en los acontecimientos? —preguntó ahora a su
compañero, pensando que tal vez el mundo antiguo conocido se hubiese
desarrollado de forma diametralmente distinta.
—Probablemente, el resultado hubiese sido el mismo, aunque la
colonización se aplazara algunos siglos.
La respuesta que dio Minerva anticipándose a Johnson logró que ambos
visitantes diesen efectiva cuenta de la verdad, por más cruda que resultase. Los
hechos la respaldaban; independientemente de la aparición de Colón, la
matanza y la conquista no habían sido instigadas por los feerianos, sino por los
mismos terrícolas…
—Minerva, regresa al menú principal —le ordenó Reed. Ya no quería oír
más al respecto.
SEÑOR R
4.
• Adolph Hitler:
De lo más profundo del Occidente de Europa,
de gente pobre un joven niño nacerá,
que por su lengua seducirá a las masas,
su fama al reino de Oriente más crecerá.
SEÑOR R
tristemente célebre Führer. A pesar de que cualquiera de las listadas profecías
«inducidas» significaba la intercesión a través de un proyecto y que el resto
revestía por igual hechos de considerable impacto, les helaba la sangre la sola
sospecha de que el Holocausto judío fuese un frío y macabro plan digitado a
conciencia por seres teóricamente racionales de una raza superior.
Decidieron sin titubear evacuar las dudas al respecto, por más dura que
resultase la verdad.
Supieron así que el verdadero hijo del matrimonio de Alois Hitler y Klara
Pölzl sería asesinado y reemplazado en su adolescencia por un clon,
previamente «programado» para obedecer las directivas feerianas que le serían
impartidas por el resto de su vida y lo llevarían a erigirse con el tiempo en la
jefatura del Estado alemán y a ser artífice de la masacre más grande de la
historia humana. Fue justamente en ese período cuando sus allegados
comenzarían a notar en él una tendencia nueva hacia el antisemitismo, que se
iría acentuando con el paso del tiempo.
El falso Hitler participaría en la Primera Guerra Mundial, pero su fama no
llegaría hasta encumbrarse en la política, más luego. Tras un primer y fallido
intento por hacerse a la fuerza con el poder (que desembocaría en cinco años de
prisión y retrasaría la consecución del plan), la estrategia para alcanzarlo se
modificó al manifestar su intención de conseguirlo por la vía «políticamente»
legal: alianzas oscuras con grandes industriales que inyectarían los fondos
suficientes a su campaña para volverla exitosa. En 1933, se lo nombra canciller
y no transcurre mucho más hasta que se hace de los poderes especiales que
necesitaban tanto él como los autores intelectuales del Proyecto para lograr su
objetivo. Promoviendo un Estado de bienestar a través de medidas regulatorias
y de seguridad social, consigue el favor del pueblo; Alemania culmina así con
una mejora sustancial en términos macroeconómicos y se encumbra otra vez
como potencia mundial.
Luego de concentrar en su persona las jefaturas de Estado y del gobierno,
inicia un proceso imperial de expansión que culmina con la caída ante él de las
naciones austríaca y checoslovaca. Paralelamente, en su país comienza una
brutal represión hacia quienes no comparten sus ideas y protestan por su
SEÑOR R
accionar. Las guerras y la sed de poder son en realidad una excusa para
«depurar» la raza humana a través de la persecución y eliminación de judíos,
gitanos, eslavos, homosexuales y discapacitados físicos y mentales.
Sorpresivamente, se anexa a su plan de conquista la Unión Soviética, pero
la tensión estalla cuando los ejércitos de ambas naciones ocupan Polonia:
Francia y Gran Bretaña buscan dar fin al infernal avance, originándose así la
Segunda Guerra Mundial.
A esas alturas del relato, Reed solicitó a Minerva poner fin a su narración.
Ya conocía el resto de la historia y ya había averiguado lo que quería averiguar,
aunque ni ella ni Johnson fuesen capaces de dar crédito a la información. ¿Con
qué derecho aquella maldita raza había diezmado a la suya? Sabía que con Jesús
había ocurrido exactamente lo mismo, pero el alcance había sido muchísimo
menor, conduciendo al sacrificio a una única persona. Por lo demás, el resto de
los conflictos bélicos o conquistas que generasen los Proyectos efectiva e
indefectiblemente se hubiesen llevado a cabo por medios humanos, tarde o
temprano. Pero esto… provocar la muerte adrede de más de 10.000.000 de
personas (sin contar las propias producidas en la guerra) era peor que cualquier
cosa capaz de imaginar.
SEÑOR R
5.
El tiempo seguía su curso, y los terrícolas tenían la plena certeza de que tan
solo contarían como máximo con 10 escasos minutos hasta rebasar la hora
prudencial de abandonar sus pesquisas y redireccionar su atención a otro
problema, que hacía que el regresar a sus habitaciones sin ser descubiertos
resultase solo una nimiedad: qué hacer con el operador que yacía inconsciente
en el cuarto contiguo para que no los delatara al momento en que dieran con él.
La vista de ambos saltaba en forma veloz de un proyecto al siguiente. En
varias oportunidades, se topaban con un nombre que despertaba el interés en
alguno de los dos, pero no terminaban por convenir sobre cuál detenerse. Eran
conscientes de que solo contaban con la oportunidad de chequear uno único o a
lo sumo dos más.
La preocupación por la escasez de tiempo les hizo perder la noción acerca
de la velocidad con la que concluyeron el relevamiento, llegando al final del
listado sin haberse definido por ninguno de los restantes Proyectos aparecidos.
El destino quiso entonces que centrasen su atención en la última página, porque
regresar hacia atrás para volver a comenzar ya no era una opción práctica.
Despertó la atención de ambos hallar al pie de aquella una de las típicas
alternativas que se listan cuando se llega al final de una pesquisa sin haber
hallado lo esperado, vinculada a los links de acceso relacionados con el tema de
análisis en cuestión.
Minerva ofrecía las siguientes opciones:
SEÑOR R
—¡Malditos desgraciados! —exclamó Reed, temblando por la ira—. ¡Iban a
aniquilarnos!
Minerva dirigió su mirada carente de sentimientos a la mujer, y le confió
secamente:
—Es normal en el ser humano creerse con la potestad de concluir algo que
él mismo ha creado, sea cual fuese el caso, sin reparar en el medio y dejando de
lado cualquier eventual dilema moral al respecto…
—¡No tenían derecho!
Johnson sostuvo a su compañera, cuyo paso al frente y ademanes
amenazantes dejaban al descubierto sus intenciones de descargar su ira contra el
procesador.
—¿Qué ocurrió después? —consultó a Minerva, intentando desviar la
atención de su comandante.
—Jamás existió un atentado similar. Los Histores se convencieron acerca de
que el destino del terrícola no era morir en ese momento ni de esa forma; los
hechos lo habían demostrado.
Reed continuó poseída por la furia, hasta que el hombre a su lado le hizo
notar una verdad irrefutable.
—Sheena… ¿Te das cuenta de una cosa? A partir de ese suceso fue que se
comenzó a tomar real conciencia de la fragilidad de nuestra existencia.
La mujer abandonó sus intenciones al oír aquellas palabras y caviló unos
segundos. Era cierto. Según lo que le habían enseñado, no fue hasta la
consecución de ese hecho que se convino a nivel mundial desistir realmente de
las acciones que envenenaban el planeta, y que se dio inicio a otras muy
distintas con el objeto de intentar salvarlo. Aunque ya resultó tarde para ello,
surgió la idea alternativa de «terrificar» Marte. Indirectamente los feerianos, en
lugar de destruirlos, les abrían sus mentes para brindarse a sí mismos la
alternativa para la subsistencia.
—No tiene importancia. Intentaron asesinarnos —contestó por fin,
soltándose enérgicamente de su compañero. A pesar de entenderlo, se focalizó
en la intención original.
En ese instante y en forma súbita, Minerva continuó con su exposición.
SEÑOR R
—Pocos años más tarde, los mismos feerianos tomarían ese fracaso como
una señal positiva: al descubrir la intención terrícola de volver habitable Marte
para continuar con su existencia en un nuevo y puro mundo, convendrían en
que esa era la mejor oportunidad para continuar también con la suya propia. Al
igual que los artífices de la idea, hallarían en Marte la mejor alternativa para
asentarse y proceder al éxodo de su propio planeta, que comenzaba a tornarse
paulatinamente inhabitable.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Johnson, inquieto.
—Proyecto Conquista —fue todo lo que respondió.
—¿Qué es el Proyecto Conquista?
—Un proyecto por el cual el feeriano se hará del control del nuevo planeta,
a través de un ingreso por la vía diplomática con la finalidad de conseguir la
anuencia de sus moradores originales. Una vez allí, tomará el control
subrepticiamente, haciéndoles ver a estos que por sus experiencias y
conocimientos superiores sería el más indicado para gobernar, encarando las
decisiones correctas.
Los errores apenas perceptibles de funcionamiento que la computadora
había padecido al comenzar sus revelaciones otra vez quedaban al descubierto;
en esta ocasión, con mayor fuerza que nunca. Definitivamente volvía a dar
información clasificada, cuyo nivel de confidencialidad resultaba aún mayor.
Los astronautas, con pavor, comprendieron todo.
—¿Cuándo dará inicio ese Proyecto? —volvió a preguntar Johnson, con la
voz entrecortada.
—El Proyecto actualmente se halla en plena ejecución.
Así era. Supieron entonces por qué los feerianos los habían rescatado: con la
finalidad de mostrarles su planeta y hacerles comprender su teórica superioridad
cultural, esperando que los visitantes (una vez al tanto de la agonía de la estrella
que les proporcionaba la posibilidad de subsistir), a su regreso, les comentaran a
sus pares sobre ellos y les abrieran las puertas a su propio mundo.
La mujer nuevamente fue hacia Minerva, con intenciones de propinarle un
golpe. Su mirada fija e inexpresiva le producía mayor odio aún. Johnson volvió
a sujetarla con fuerza.
SEÑOR R
—Déjalo, Sheena —le dijo, sin saber si estaba haciendo lo correcto. Él
también tenía las mismas ganas de expresar su ira—. Este procesador no tiene
la culpa. Vámonos de aquí. Ya es tarde.
La mujer, en estado de shock, acató la solicitud aunque emprendió el
regreso sin dejar de observar aquel rostro que le sostenía la mirada, a su juicio
en forma desafiante.
SEÑOR R
Capítulo X
SEÑOR R
1.
Ninguno de los dos se imaginó al salir lo que estaba aguardando por ellos.
Quedaron petrificados al atravesar el pasillo y llegar al hall principal,
encontrando allí un séquito de 18 personas entre los que se hallaban Aluin,
Canthra, Dinn y hasta el propio Spenter. Los rostros del mandatario y su
asistente femenina aún dibujaban gestos conciliadores. Los de Dinn y Spenter,
por el contrario, un malestar imposible de disimular. Los del resto, tensa
expectativa. Parecían estar esperando una orden o una eventual reacción hostil
para entrar en acción.
Se produjo un silencio sepulcral que quebrantó, una vez más, el líder
feeriano.
—Veo que han descubierto la verdad —les dijo, manteniendo el pacífico
tono que siempre lo había caracterizado—. Admiro vuestra convicción y
tenacidad para lograr un objetivo, aunque no puedo por ello justificar los
medios seleccionados —concluyó, en clara alusión a la violación de propiedad
privada y al ataque contra el operador que ya habían encontrado y en esos
momentos se dejaba ver tras el grupo.
—Es nada en comparación con lo que ustedes han hecho —contestó Reed
secamente. Sentimientos mezclados la embargaban. Por un lado, la lógica ira;
por otro, sorpresa, tensión e incertidumbre por hallarse descubierta.
—Es justamente por esto que la manteníamos oculta; aún no se hallaban
preparados para conocerla…
—¿Y qué es exactamente lo que, piensa, no pudimos comprender? —
contraatacó Johnson—. Todo está claro… Por sobre todas las cosas, la estima y
el respeto que posee su raza para con la nuestra.
—¿Es que acaso no se dan cuenta de que todo lo acontecido podría haber
ocurrido igualmente, incluso sin nuestra intercesión?
SEÑOR R
—Han jugado con nosotros como si fuésemos ratones de laboratorio —
sentenció Reed, haciendo caso omiso al comentario.
—Ese es un punto de vista incorrecto. Ciertamente hemos cometido algunos
errores, pero todo en pos de llevar a cabo un proyecto bienintencionado.
—¿Hablan de buenas intenciones? —exclamó ella, ya fuera de sí—. ¡Han
intentado exterminarnos!
—Sheena… ¿Es que aún no lo ven? La destrucción forma parte de la propia
naturaleza del ser humano. Ustedes mismos, al igual que nosotros en su
oportunidad, se han puesto al borde de la extinción.
—No diga estupideces. Fueron ustedes los que casi nos destruyen, con su
maldito asteroide.
Todos los súbditos presentes se incomodaron al percibir el tono y las
palabras con las que se dirigían hacia su líder. Todos menos él.
—¿Nosotros? ¿Qué han estado haciendo ustedes mismos a lo largo de los
siglos? ¿La deforestación, el envenenamiento del aire y del agua han sido culpa
nuestra?
Esta vez no hubo respuesta.
—Tal vez prefieran dejar de lado esa forma indirecta de atentar contra
ustedes mismos y hablar de otros ejemplos más claros. La invención de las
armas, químicas y de fuego, que asesinaron millones durante toda su historia no
fue nunca un proyecto. Tampoco lo fue el ocultamiento de vacunas contra
enfermedades «incurables» como el cáncer y el sida, que de haberse
administrado al momento de su efectivo descubrimiento, hubiesen salvado otros
cientos de miles de personas; descubrimiento resguardado celosamente por años
con la finalidad de prorrogar el lucro con tratamientos estériles que generaban
millones para los laboratorios que los ofrecían a sus desesperados destinatarios
como «única» alternativa.
Reed sabía que aquel hombre tenía razón en ese punto, pero también que no
por ello se justificaba el accionar principal.
—No puede culparnos por errores que ustedes mismos también supieron
cometer en algún momento.
—Ciertamente. Mas ustedes tampoco deben culparnos por pretender
SEÑOR R
intentar guiarlos a través de métodos que pueden o no haber sido acertados,
pero que fueron los que efectivamente creímos como mejores al momento de su
implementación. Su compañero aquí presente —continuó, señalando ahora a
Spenter— logró abrir su mente y comprenderlo. Ustedes deben hacerlo
también.
Ambos dirigieron sorprendidos sus miradas a él.
—Richard, dime que no es cierto… —le rogó Sheena. Spenter, desde su
lugar, les contestó a ambos con desdén:
—Me avergüenzo de pertenecer a «nuestra» raza.
Reed quedó perturbada unos segundos, sin lograr dar crédito a lo que había
oído. Procuró reaccionar con entereza para componerse y contestar.
—Te han lavado el cerebro, Richard. Y tú se los has permitido —contestó
finalmente, con rencor.
Acto seguido se acercó a Aluin hasta tenerlo únicamente a unos pocos
metros de distancia. Los guardias tras él se aprestaron a avanzar con la
intención de detenerla, pero este, con un movimiento de su mano en señal de
alto, les indicó permanecer en sus respectivos lugares. La mujer le dirigió una
mirada de odio y le escupió a la cara.
—Púdrase.
En ese momento, tres guardias la rodearon y sujetaron de los brazos y el
cuello por la espalda. Otros tres hicieron lo propio con Johnson, que trató en
vano de resistirse. Dos de ellos extrajeron del interior de sus trajes pequeñas
armas que situaron en los cuellos de sus presas, aplicándoles al dispararlas una
solución tranquilizante que los dejaría en segundos sin fuerza alguna con que
continuar su estéril lucha.
—¡Púdranse todos! —gritó Reed, intentando también inútilmente zafarse,
sintiendo al instante cómo su visión comenzaba a nublarse y su vigor a
abandonarla.
—Llévenselos —ordenó Aluin, dándoles la espalda y retirándose, al igual
que el resto.
SEÑOR R
2.
SEÑOR R
propias manos.
—La pregunta, señor Johnson, es qué piensan hacer ustedes. Aún tienen la
oportunidad de regresar a su hogar, pero para ello necesitan comprender la
realidad de este asunto, tal como su otro compañero ha comprendido. En caso
contrario, me temo que será él únicamente quien retorne a la Tierra…
—Lo… lo comprendemos. Lo comprendemos ahora… —expresó Reed, con
dificultad.
El feeriano allí presente pareció recibir alguna clase de comentario desde el
minúsculo audífono inalámbrico que, descubrieron entonces, poseía apostado
en su oído derecho.
—¿Está segura, Sheena? —contestó, desconfiado—. Me informan que la
lectura de sus ondas cerebrales indica lo contrario…
—¿Es que acaso pueden leer nuestras mentes? —inquirió ella, aún desde el
suelo, asustada y contrariada a la vez.
La respuesta fue una grotesca risotada.
—No exactamente… —les confió a ambos su interlocutor—.
Lamentablemente, nuestra tecnología todavía no lo permite. Pero verán: el
dispositivo en sus cabezas cuenta también con sensores que alcanzan sectores
estratégicos de su cerebro midiendo la intensidad de las ondas eléctricas que
emite, indicándonos así si pueden estar mintiéndonos o no.
Ambos permanecieron en silencio, frustrados, impotentes.
—Veo que aún requieren de tiempo para pensar en nuestra propuesta. Les
aconsejo apresurarse. Dados los recientes acontecimientos, Spenter adelantará
su regreso a mañana en la tarde, con o sin ustedes.
Tras sus últimas palabras, abandonó el recinto, y la puerta volvió a cerrarse
tras él.
Desde la sala de seguridad de la Torre, Richard Spenter observaba con
preocupación el monitor que le proporcionaba las imágenes de sus compañeros
cautivos en su respectivo cuarto, convertido en improvisada mazmorra.
Continuaba sosteniendo su opinión y condenando el impertinente accionar que
lo había avergonzado, mas no podía evitar que el temor por su futuro le
invadiera. Aquellas personas no dejaban de ser sus colegas.
SEÑOR R
—No existe motivo para estar preocupado, Richard, aunque sí comparto su
tristeza —le comentó Canthra, que lo acompañaba a su lado, intentando parecer
conmovida—. Usted ha comprendido la realidad de los hechos. Ruego por que
sus compañeros también logren hacerlo.
El terrícola no contestó. Tenía sus dudas, sobre todo por el lado de su
comandante, a quien conocía demasiado bien como para pensar que alguien
podría lograr el quimérico objetivo de hacer que modificara una opinión ya
formada.
SEÑOR R
3.
SEÑOR R
4.
SEÑOR R
conocimientos y puedan así preparar a los suyos para obtenerlos algún día
también a través de nosotros mismos; sus pares, su misma raza.
Hubo entonces una primera serie de aplausos, inducidos por un pequeño
grupo encargado de la tarea.
—Previo a ello… Previo a ello —repitió, solicitando indirectamente aplacar
el estruendoso ruido producido, que opacaba sus palabras—, queda algo por
hacer. Una serie de eventos desafortunados ha tenido como protagonistas a dos
de ellos días atrás.
—Estén alertas —indicó en ese momento Dinn por un transmisor a los
hombres al comando de la lectura de la información que recogería las coronas
en las cabezas de Johnson y de Reed.
—Esta mujer y este hombre —dijo Aluin señalando a los ejes de su
comentario— han atentado de modo inconsciente contra nosotros, procurando
una verdad surgida por error en sus mentes, impulsados por la impetuosidad de
la que a veces el ser humano es presa involuntaria. Una verdad que cual, ahora
reparan, distaba muchísimo de la que ellos imaginaban.
Los comentarios capciosos produjeron expectativa en el auditorio, pero esa
no fue la finalidad: buscaba el exponente poner a prueba a ambos y testear las
sensaciones que generarían en sus seres. Reed y Johnson, por su parte, no
podían evitar sentirse avergonzados por verse puestos en evidencia de tal forma
(y eso sumado al hecho de que todo el mundo los pudiese contemplar con las
coronas como si se tratase, salvando las diferencias, de alguna especie de
animales salvajes en exhibición por aquel medio controlados), pero luchaban
por permanecer calmos, intentando alejar sus mentes lo máximo posible de
aquel lugar y aquel momento.
—Ahora tendrán la oportunidad de expresarlo por sus propias bocas.
Aluin dirigió su mirada a los astronautas invitándolos de esa manera a tomar
su lugar, tarea que efectivizaron al instante.
Spenter escoltó a sus compañeros. Reed fue quien tomó la palabra,
enfrentando a un hostil estrado que clavaba en ella su mirada como afilados
puñales.
—Ante todo, buenas tardes a todos. Como bien ha hecho mención vuestro
SEÑOR R
estimado líder, debo reconocer con vergüenza haber instigado a mi colega aquí
presente —señaló a un sorprendido Johnson, que nunca imaginó que su
comandante se adjudicara toda la responsabilidad por los hechos acontecidos—
para desconfiar de ustedes, llevándolo a causa de ello a irrumpir en la sala de
mandos de este Centro, procurando información de las fuentes y obteniéndola a
un costo muy alto, además de malinterpretarla…
La mujer hablaba con tranquilidad. Ningún cambio en su semblante se había
producido. Físicamente estaba allí, pero había logrado direccionar sus
pensamientos muy lejos de la sala en que se encontraba.
—Con esto último me refiero a haber golpeado a uno de sus operadores para
hacernos del control de su procesador central.
Tras sus últimas palabras, pudo percibir cómo se incrementó aún más un
disgusto generalizado hacia su persona, pero no le importó.
—Quiero pedir disculpas a esa persona y a todos ustedes por no haber
sabido apreciar la calidez de la hospitalidad con que nos han tratado. Si alguien
tiene que ser culpado por el desgraciado hecho, ese alguien debo ser yo sin
ninguna duda.
El silencio producido no fue más que otra muestra del desprecio creciente
de la comunidad feeriana hacia sus «retrasados» pares.
—Ya hemos dado efectiva cuenta de nuestro error y no nos resta más que
agradecer todo lo que han hecho por nosotros. Gracias a todos.
Volvió a su lugar, rodeada por el mismo silencio que nunca más
abandonaría el ámbito. La ceremonia concluyó instantes después.
Dinn tuvo que reconocer que había perdido. «No hay cambios en ninguno
de los dos», había oído por su auricular. Tenía la certeza de que en ese
momento se quebraría una resistencia que, pensaba, por lo menos la mujer aún
sostenía, actuando contra su voluntad. O era verdad entonces lo que estaba
diciendo o se trataba de una actriz simplemente espectacular.
Spenter, por su parte, se sintió orgulloso de su comandante.
Acto seguido, los astronautas fueron dirigidos a sus habitaciones con la
misión de alistarse para su viaje hacia Tinha, donde abordarían nuevamente su
nave para retornar a la Tierra.
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SEÑOR R
5.
SEÑOR R
deshaciendo la conexión que mantiene la actual unión con sus tejidos.
La noticia causó un disgusto esperable en los interesados que no dejó de ser
cuidadosamente monitoreado por los responsables a cargo de la lectura de los
instrumentos.
El astronauta intentó permanecer controlado antes de dar su opinión al
respecto y expresar un reclamo que venía guardando para sí desde hacía varias
horas.
—¿No les parece que ha sido demostrado ya que lo que les hemos
manifestado es la pura verdad?
Su voz era sospechosamente pausada. Parecía haber escogido con cuidado
las palabras previa y premeditadamente a su pronunciación. Su comandante se
inquietó al notarlo. Sabía que a aquel hombre comenzaba a hacérsele demasiado
difícil la tarea de continuar con la extenuante tarea de bloquear sus reales
pensamientos. Para ese momento, sus ondas eléctricas cerebrales rozaron
peligrosamente los límites correspondientes, tras los cuales podría llegar a
detectarse una eventual anomalía en su semblante que echase todo a perder. Esa
era la intención de Dinn, que casi imploró a su líder mantener la medida
impuesta hasta última instancia con tal finalidad.
—La decisión ya está tomada, señor Johnson. Es por una cuestión de
precaución nada más… Si ustedes realmente piensan lo que expresaron en su
oportunidad, no hay de qué preocuparse, ¿verdad?
La acotación de Dinn habría logrado su objetivo si Sheena Reed no hubiese
efectuado adrede en ese momento otra consulta sobre un tema distinto,
trasladando hacia él el foco de atención de todos los presentes.
—¿Cuándo partiremos?
—La salida está programada para las 0 horas de mañana. Dispondrán hasta
entonces del tiempo suficiente como para poder descansar, asearse y cenar
debidamente. Ahora, por favor, si nos acompañan serán conducidos a sus
habitaciones…
SEÑOR R
Capítulo XI
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
y la posó tiernamente en su mejilla.
Johnson olvidó por un momento todas sus cavilaciones al verse sorprendido
por la nueva actitud de esa mujer, cautivándolo ahora ya no solo con su belleza
sino también con su acto más reciente. Estaba seguro de que, una vez más, la
tarea era llevada a cabo en forma inconsciente, inocentemente, sin reparar en
los efectos que tal reacción producían sobre su persona. Pero aquel sentimiento
dio paso al estupor cuando confirmó que la intención esta vez parecía ser
premeditada y original.
Sheena Reed abandonaba su mejilla para acariciar su cabello, acercando su
rostro al de él.
—Dejemos todo esto a un lado, Bill. Es la mejor solución…
Algo andaba mal. Su comandante parecía otra persona. Se le cruzó la idea
de que intentaba seducirlo con la finalidad de hacerlo acceder a su solicitud.
En ese instante, Johnson despertó inducido por su sobresalto para descubrir
que nada de todo aquello había acontecido. Se hallaba en soledad, en la
habitación en que había soñado estar, y comprobaba que la migraña de la
ilusión efectivamente existía pero no podía recordar el momento en que se
había quedado dormido ni cuándo había sido dirigido a ese lugar. Llegó hasta la
puerta que en forma automática le cedió el paso al notarlo, para descubrir con
estupor la presencia del mismo guardia que acababa de participar en su aventura
onírica, quien le dirigió una mirada desconfiada al momento de consultarle si se
le ofrecía algo. Sin responderle, regresó hacia el interior y la puerta volvió a
cerrarse tras él ante la contemplación extraña por su actitud de quien estaba a
cargo de su vigilancia. El astronauta estaba más confundido que nunca. ¿Cómo
es que había soñado con una persona a la que nunca había visto antes, y que por
casualidad se hallaba desempeñando la misma tarea que en dicho sueño?
Se recostó de nuevo en su cómodo lecho con el objeto de reordenar sus
pensamientos e intentar descansar, pero no pudo volver a dormir.
SEÑOR R
2.
Luego de una hora que pareció mucho más que eso, la puerta de su
habitación se abrió para dar paso al mismo guardia, que esta vez venía en su
búsqueda para avisarle que en breves minutos lo recogerían para cenar.
Verlo otra vez reavivó el malestar sentido en la primera oportunidad, que de
a poco parecía haber comenzado a menguar.
—Por favor, dígales a los demás que me excusen… No me siento muy bien
y me gustaría emplear el lapso que queda hasta emprender el viaje para
descansar.
—¿Prefiere que le traigan su cena a la habitación?
—No, no… Está bien así… No tengo hambre.
Agradeció que su petición fuese acatada sin inconvenientes y rogaba que
ocurriese lo mismo con los destinatarios finales del mensaje. No se sentía en
condiciones psicológicas aptas como para compartir una mesa con nadie.
Francamente prefería abandonar esa habitación solo para ser llevado a su nave,
partir y acabar con todo aquello lo antes posible. Se creía al borde del quiebre;
la migraña no cesaba y estaba seguro de que ante una mínima situación de
presión se vería imposibilitado de continuar reprimiendo sus pensamientos,
echándolo todo a perder.
Tuvo que transcurrir otra media hora en tensión para por fin comprobar con
alivio que habían respetado su decisión. Se distendió y de nuevo intentó dormir,
pero antes de que lograse sumergirse en su sueño (no mucho tiempo después)
vio su paz interrumpida por sus propios compañeros, quienes seguramente
venían a su encuentro para verificar cómo se hallaba. Lo esperaba, pues había
grandes posibilidades de que así ocurriese en cuanto se percatasen de su
ausencia.
Ambos vestían extraños atuendos, muy similares a los que llevaban los
SEÑOR R
feerianos al momento del primer encuentro. Le sorprendió enormemente ver
que la mujer ya no traía adherida en su cabeza la corona de obediencia.
—Bill… ¿te encuentras bien?
Las palabras de Spenter sonaron en un tono sumamente conciliador, similar
al utilizado antes de todos los hechos que los habían enfrentado.
—Te perdiste una cena deliciosa —acotó Reed, también demasiado
distendida, teniendo en cuenta la situación en que sabía que él estaba.
—Lo siento, pero no tengo hambre.
No podía explayarse demasiado en los reales motivos debido a la presencia
de su compañero.
—Bill —le dijo este, al notar su reserva—. No tienes de qué preocuparte…
Sheena me lo ha contado todo.
Johnson quedó paralizado. Dirigió su vista a su comandante, quien con un
cándido gesto de asentimiento corroboraba lo antedicho.
—No comprendo… —fue todo lo que atinó a responder.
—Richard merecía la verdad. Además, podemos confiar en él… a fin de
cuentas, ha sido nuestro compañero en esta aventura desde el comienzo y es un
terrícola más, ¿no es cierto?
Spenter la miró y asintió enseguida, con una sonrisa cómplice.
—He comprendido tus miedos, Bill, y déjame decirte que son lógicos,
aunque no por ello acertados. ¿Sabes? Estuvimos hablando bastante después de
la cena. Ella me manifestó sus inquietudes, que deben ser las mismas que las
tuyas, pero finalmente ha comprendido que no existen malas intenciones en
estos seres, que desde el primer momento nos abrieron sus puertas y su corazón;
algo que también era de esperarse. Somos la misma raza. Su propia
descendencia…
—No tienes por qué temer, Bill. Por más que no compartas nuestra opinión,
el secreto será guardado por nosotros y los feerianos no se enterarán. Ya
dispondremos del tiempo necesario como para hablar con tranquilidad cuando
regresemos a la Tierra. Otra vez la perturbación y el desconcierto.
¿Los temores del sueño anterior se habían hecho realidad? ¿Su comandante
se había dejado vencer? ¿¿O se trataba de otro sueño?? Qué difícil resultaba
SEÑOR R
creer en algo ya…
¡Sobre todo teniendo en cuenta que ese maldito dolor de cabeza no cesaba
en su afán de taladrar sus neuronas!
—No sé de qué hablan… —fue lo primero que se le cruzó para decir. Algo
estúpido, teniendo en cuenta que no podría fingir frente a quien había sido
justamente la autora intelectual del plan que aún él persistía en mantener.
Los rostros de sus visitas se endurecieron de repente.
—No hay escapatoria, terrícola. Debe confesar.
¿¿«Terrícola»?? ¿¿Por qué ahora Spenter le hablaba de tal forma?? ¿¿Acaso
él ya no se consideraba uno??
—¡No volverás a la Tierra a menos que confieses!
Johnson salió de su cama de un salto y se dirigió a la salida ante la atenta
mirada de ambos, que hicieron de esa su única acción. Ni se molestaron en
intentar detenerlo. Esta vez, la puerta no se abrió. Desesperado, dio media
vuelta para comprobar aterrado que ya no se hallaba en su habitación sino en
otra sala jamás antes vista, totalmente carente de amueblamiento, y que en lugar
de sus compañeros estaba Dinn, sonriéndole con malicia.
Volvió a despertar agitado, para comprobar que estaba donde siempre,
solo… Se había tratado de otra pesadilla.
Lo único que atinó a hacer fue incorporarse en su lecho y encogerse sobre sí
mismo.
Tomó la corona con ambas manos, emitiendo un desgarrador gemido que
contuvo lo más que pudo para intentar no hacerse oír.
Desde la sala de controles, Dinn observaba los monitores con frustración. El
operador a cargo había cometido un grave error al poner en boca de la imagen
de Spenter la palabra «terrícola» pero afortunadamente, con buena
improvisación, pudieron modificar los acontecimientos siguientes de manera tal
de hacer creer al sujeto motivo de su estudio que todo había sido producto de un
mal sueño. ¿De qué otra forma podía explicarse él la modificación radical del
ambiente y la aparición del feeriano en lugar de los astronautas?
El programa de realidad virtual habría surtido efecto de no ser por
equivocaciones que en ambos intentos y dados sus resultados no habían logrado
SEÑOR R
más que contribuir, con la migraña, en empujar un poco más hacia el abismo de
la insania a un ya maltrecho Bill Johnson.
Justamente, errores operativos del estilo eran los causantes de las fallas de
estos procesos llevados a cabo con mediana efectividad en los reos sometidos a
la utilización de las coronas, produciendo en los desaciertos daños psicológicos
muchas veces irreversibles.
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3.
SEÑOR R
¿Se trataría de una trampa? Era una posibilidad, pero bien sabía que
Johnson se hallaba al borde del quiebre. «Bill… faltaba tan poco…», pensó
apesadumbrada.
Ya a unos metros de distancia de la habitación, podían percibirse los
gemidos producto de los forcejeos y las órdenes impartidas tales como
«Sujétenlo» u otras como «¡Cálmese!», dirigidas a él. La mujer se adelantó a
Spenter al comenzar a oír, siendo la primera de los dos en irrumpir en el lugar.
Quedó estupefacta al ver a dos hombres asiéndolo por sus brazos y a un tercero
rodeándole el cuello con ambos, entrecortándole una ya de por sí agitada
respiración producto de la feroz resistencia que ofrecía. Entre los tres, a pesar
de la consecuente ventaja física, no concluían por dominarlo. Hilos de sangre
manaban ininterrumpidamente de la cabeza del terrícola desde los puntos en
que la corona se había hallado prendida, manchando sus hombros, rostro y
espalda. No le costó dilucidar que se la había quitado por sus propios medios,
seguramente luego de una previa y encarnizada lucha por lograrlo. Todos
quedaron inmóviles al divisar a los recién llegados. Incluso el propio Johnson,
que dejó de ofrecer resistencia y se desplomó en el suelo al sentirse liberado.
—¿¡Qué está ocurriendo aquí!? —inquirió la mujer, yendo a su encuentro
para asistirlo. Su paso se vio impedido por uno de aquellos tres seres, que se
interpuso en su camino. Otro permaneció en su lugar mientras el restante se
agachaba para contener nuevamente al detenido aprovechando su oportunidad,
sujetándole desde el suelo ambos brazos con los suyos.
—¡Déjeme pasar! —solicitó Reed al que le impedía el paso.
—¡Sheena! ¡Es una trampa! ¡Me han tendido una trampa! —le informó su
maltrecho compañero, desesperado—. ¡Me acusan de pensar algo que no he
pensado!
—Abandonen la sala, por favor —dijo el guardia más cercano, ya tomando
a la comandante, que persistía en no acatar siquiera la orden anterior. Spenter
asistía a la escena sin mover un músculo.
—¡Suélteme! —solicitaba esta, forcejeando con él inútilmente; en este caso
era imposible luchar contra un hombre que casi la duplicaba en peso y masa
corporal.
SEÑOR R
Al momento en que eran expulsados de la habitación, arribaban Dinn y
Thorn. La mujer, al divisarlos, no pudo evitar sentir que un odio visceral hacia
el primero la invadía de nuevo. No tenía pruebas concretas, pero a la vez
carecía de cualquier vestigio de duda de que aquel era el artífice o el principal
responsable de la situación.
SEÑOR R
4.
SEÑOR R
a romper.
—Obviamente no puede regresar con ustedes.
—No… Tiene que regresar.
—Sheena —continuó Dinn, quien parecía por lejos el menos sentido por la
situación—. No está en condiciones.
—Podemos posponer el viaje hasta que él se recupere.
—Me temo que eso no será posible. Al margen de que la recuperación de
los tejidos dañados es improbable, han sido constatados sus reales
pensamientos.
—Podemos hablar con él cuando arribemos a la Tierra, antes de hacer
pública nuestra historia.
—No tenemos garantías de que ello suceda. Además es muy pronto como
para extraer conclusiones, pero aún no sabemos siquiera si logrará recuperarse
como para poder entablar con él nuevamente una conversación razonable.
—Lo recomendable será que permanezca aquí con nosotros y, si logra
rehabilitarse, enviarlo de regreso a la Tierra recién en ese entonces.
—¿Y qué ocurrirá si no cambia de opinión? ¡No pueden impedirle regresar!
—Me temo que no hay otra alternativa…
Todos pudieron apreciar, inquietos, desde sus respectivos sitios cómo
Sheena Reed tomó uno de los vasos y se puso de pie. Comenzó a rodear a los
presentes. Parecía estar dedicándose un tiempo a digerir la situación.
Sorpresivamente, al hallarse justo detrás del líder feeriano, rompió la parte
superior de su copa contra otra mesa cercana, valiéndose de la base rota en su
poder para situarla en el cuello de este, mientras que con su brazo libre le rodeó
la cabeza para inmovilizarlo. Realizó la acción en tan pocos segundos que no
hubo posibilidad de reacción para nadie. Los demás se levantaron
automáticamente de sus asientos, sobresaltados, sin dejar de observarla con los
ojos desorbitados.
—Regresaremos a la Tierra, los tres…
—¡Sheena! ¿¡Qué estás haciendo!? —le preguntó Spenter, desesperado. No
hubo respuesta.
—Sheena… No cometa una locura… No hay salida… —le dijo Thorn,
SEÑOR R
realizando un ademán con su mano en clara señal de advertencia.
—¡Déjennos ir o su líder muere!
Su voz sonó firme. Parecía cien por ciento dispuesta a cumplir su palabra.
—Sheena… Aún hay opción para usted… No haga nada de lo que después
pueda arrepentirse…
—No tengo nada que perder. No abandonaré a ningún miembro de mi
tripulación a merced de ustedes.
—Sheena… —repitió Thorn.
—Abordaremos nuestra nave, con un operador de esta base que nos
garantice llegar a destino. Lleven a Johnson al hangar.
—Sheena, ¡por favor!
—AHORA.
El comandante dirigió una mirada a Dinn para buscar su consentimiento. Lo
halló petrificado contemplando la escena.
—Sheena… Por más que me mate no cambiarán las cosas… Usted no podrá
regresar ni Johnson tampoco…
Las palabras de Aluin no hicieron mella.
—Yo ya sé que tanto a él como a mí no nos resta nada que perder. Da igual.
La pregunta es: ¿usted está dispuesto a morir también?
Esta vez no hubo respuesta.
—Sheena… No puedo creerlo… ¡No regresaré con ustedes!
El comentario de Spenter fue sorpresivo, pero su amenaza tampoco surtió
efecto.
La respuesta no se hizo esperar más que los escasos segundos que empleó la
destinataria para cavilar sobre la situación.
—Haz lo que quieras. Bill y yo partiremos, contigo o sin ti.
Comenzó a presionar levemente con su arma el cuello del anciano y unas
gotas de sangre hicieron su aparición.
—Vaya por Johnson —le ordenó Dinn a Thorn.
SEÑOR R
5.
SEÑOR R
importaba. Presionó unos comandos cercanos para cerciorarse de su adecuada
operación, y la nave emitió correctas señales de vida.
Luego se trasladó por el pasillo hacia el otro extremo, siempre con su rehén
a cuestas. Se dedicó recién entonces a examinar a su paso la zona: todo parecía
estar en orden, tal cual ellos mismos lo habían dejado al descender a su llegada.
Arribó hasta lo que hubiese oficiado de su dormitorio y accionó otro dispositivo
cercano, el cual al sentir la presión activó un mecanismo que descorrió un panel
a su derecha, dejando al descubierto una gaveta portante de dos pistolas
medianas. Si esos seres en alguna oportunidad inspeccionaron la nave, por
fortuna nunca dieron con ese compartimiento. La mujer soltó su arma blanca y
la reemplazó por una de ellas, al tiempo que empujó a Aluin hacia delante, que
cayó pesadamente por los suelos.
—Al baño —le ordenó, apuntándole.
El líder feeriano se adentró en el pequeño recinto, que su captora clausuró
cerrando su puerta y girando un pestillo.
Acto seguido, Reed se dirigió con prisa al salón de las cámaras criogénicas
para corroborar por primera vez en profundidad el estado de su compañero. Era
deplorable. Aquel hombre gemía lastimeramente en su lecho. Ella se tomó unos
minutos para extraer de un pequeño armario cercano un frasco plástico de
alcohol y unas gasas con las que se valió para limpiar sus heridas. Las costras
de sangre coagulada desaparecieron y nueva, al tener libre su paso, comenzó a
hacer su aparición en el lugar de los cortes. Situó en cada uno de ellos más
pedazos del lino antiséptico que untó antes con un polvo cicatrizante de rápida
acción. Luego, separó un último trozo de venda con el cual rodeó su cabeza de
la misma forma que tiempo atrás lo había hecho la terrible corona.
Una vez concluida su labor, se dirigió a la sala de mandos.
SEÑOR R
6.
Reed pudo apreciar, a través del aislante transparente que permitía la visión
al eventual piloto, cómo la zona se despejaba. Se disponían a abrirles el paso.
Minutos después, todo estuvo listo y comenzó a elevarse el portón,
ofreciéndoles vía libre hacia el vasto espacio exterior.
El estrépito de los motores inundó el lugar. Luego de un breve cimbronazo,
Conqueror comenzó lentamente a elevarse.
—Diríjase hacia el norte —le informó una voz desconocida, a través de los
transmisores—. Cuando llegue a los 10.000 pies, podrá observar lo que en
apariencia es un asteroide del tamaño de la nave. Sitúese a unos metros de él.
La mujer, sin responder, acató las directivas. Notaba cómo se serenaba
progresivamente a medida que cada nuevo metro recorrido la alejaba de aquella
base. Al alcanzar la altura indicada, pudo divisar un oscuro y solitario cuerpo de
forma irregular, que en apariencia no hacía más que deambular por el espacio.
Se situó a una escasa distancia de él y aguardó. Intranquila, observó cómo una
pequeña compuerta se abría desde el extremo más cercano a su posición. «Nos
dispararán», fue lo primero que se le cruzó por la mente. Se sobresaltó al ver los
gases que opacaron su visión al exterior. El asteroide comenzaba a cubrir a
Conqueror de una extraña materia, imposible de determinar.
—¿Qué está ocurriendo? —consultó por su radio, impaciente, a quienquiera
que la estuviese oyendo.
—La nave está siendo cubierta por la capa aislante que le permitirá realizar
su viaje sin sufrir daño alguno —fue la respuesta—. Si quiere agregar algo, este
es el momento; la transmisión se cortará en breves instantes, cuando su
transporte alcance los 100.000 kilómetros por segundo.
No respondió. Su atención se centró en observar que comenzaban a ser
arrastrados a una velocidad cada vez mayor pero al mismo tiempo
SEÑOR R
imperceptible físicamente. Las estrellas y demás objetos que poblaban la
galaxia quedaban atrás cada segundo más rápido que en el anterior, hasta
convertirse solo en estelas deformadas producto de su fugaz apreciación. La
tranquilizó el hecho de que esa sensación de malestar que la había invadido al
ascender por el elevador de Tinha el día de su llegada esta vez no estaba
presente a pesar de saberse recorriendo el Universo a una velocidad infernal,
infinidad de veces superior a la de esa vez. Al parecer, ese «cobertor» químico
efectivamente cumplía hasta esos extremos con su misión.
El transmisor remoto comenzó a emitir el zumbido de interferencia que le
indicó que ya habían rebasado el tercio de la velocidad de la luz.
SEÑOR R
7.
Sabía que disponía aún de media hora antes de llegar a las fauces del
agujero negro, pero también que ese tiempo no sería suficiente como para
decidirse por presenciar o no el acontecimiento. Transcurrido ese período, su
nave se detendría para dejar que el hoyo efectuase por propia cuenta su
respectivo trabajo. Era consciente también de que tendría ante sí esa
oportunidad por única vez, aunque temía no estar psicológicamente apta como
para soportar su observación.
Recordó que aún tenía que encargarse de su rehén y dejó esas cavilaciones a
un lado. Fue en su búsqueda.
Abrió la puerta del habitáculo donde se hallaba cautivo para encontrarlo
nervioso, acurrucado en un rincón. Parecía increíble que aquel líder, otrora tan
seguro de sí mismo y en apariencia imperturbable ante la adversidad, ahora se
hubiese convertido en un ser patéticamente sumiso y temeroso.
—De pie —le dijo, siempre apuntándole con su arma.
Aluin obedeció y se dejó dirigir sin oponer resistencia hacia la cámara
criogénica que lo albergaría durante los siguientes 18 años.
Gigantesca fue la sorpresa de ambos al llegar al recinto y descubrir que el
tercer integrante del grupo había desaparecido. El inesperado hecho obligó a la
mujer a acelerar el proceso para ir lo más pronto posible en su búsqueda. Obligó
entonces al anciano a recostarse en el que sería su lecho y pudo apreciar cómo
su respiración fue acelerándose de manera paulatina, al tiempo que la cápsula se
cerraba hermética sobre su persona. Una vez cautivo, este observó
parcialmente, dado su escaso ángulo de visión, cómo su captora se dirigía hacia
la cabecera y accionaba con velocidad unos comandos del precario artefacto
situado en el lugar.
—No realice ningún movimiento intempestivo al despertar. Le
SEÑOR R
proporcionaré en ese momento una bebida que deberá ingerir y que le devolverá
en minutos la capacidad física necesaria como para reponerse de las secuelas
del entumecimiento por el prolongado período de animación suspendida.
Reed interiormente dudaba de que un compuesto preparado para surtir
efecto en el organismo de un terrícola promedio cumpliese con su función en
ese caso de la misma forma, pero se trataba de un riesgo que debía correr y que,
honestamente, no le preocupaba demasiado.
La explicación concluyó en el instante en que el agua comenzó a llenar la
cámara del líder feeriano. Notó en su rostro el terror en su estado más puro; sus
ojos cerrados con fuerza en aquel humano reflejo que lo obligaba a hacerlo.
Segundos más tarde, su ser yacía congelado.
Solo unos instantes antes de que todo aquello sucediese, Bill Johnson había
recuperado las suficientes facultades como para despertar y encontrarse sumido
en la más absoluta soledad. Las heridas de su cabeza le producían un dolor
agudo e incisivo; percibió al llevar una mano hacia ella que un vendaje la
rodeaba. Con mucho trabajo, se puso de pie para dirigirse hacia la cabina de
mandos; seguramente su comandante se hallaba allí y sin dudas requería de su
ayuda para conducir el transporte. Pero lo que encontró en su lugar concluyó
por destruirlo psicológicamente.
La velocidad de desplazamiento de Conqueror había comenzado a aminorar
y ya era posible divisar a la distancia los objetos más lejanos.
A la distancia, el espacio estrellado dejaba sitio a una inmensa «nada», que
cubría su lugar. Proporcionalmente aquel disco negro debía de medir cientos de
miles de kilómetros de envergadura. Pero aun en la más absoluta oscuridad, el
voraz monstruo daba los clásicos indicios de su inequívoca presencia: lo
rodeaba una espiral de millones de objetos atraídos sin remedio hacia su centro,
con velocidad en aumento gradual hasta tornarse infernal (aunque esto último
era imposible de apreciar desde la lejanía). Desde el punto en que se hallaría su
núcleo invisible se eyectaba en forma transversal un haz de luz que supo,
gracias a la explicación que los feerianos les proporcionaran, no estaba
compuesto por los despojos de los cuerpos que engullía, sino que se trataba solo
de iluminación emanada por alguna indescifrable reacción producida en el
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inexplorado centro.
Pocos segundos después de su observación, Johnson perdía el conocimiento
y se desplomaba pesadamente en el suelo.
Sheena Reed escudriñó varias salas antes de llegar a la de mandos. Su
búsqueda hasta ese instante había resultado un fracaso. Consultó su reloj al
tiempo que se dirigía a esta. Solo cinco minutos restaban para arribar al
horizonte de sucesos[20]; se apresuró aún más. Cuando llegó a su destino,
descubrió sorprendida a su compañero en el suelo. Se arrodilló para asistirlo.
Pudo observar recién entonces que yacía inconsciente. En ese instante, un leve
temblor le indicó una inquietante señal: la nave dejaba de utilizar sus
propulsores. Levantó su vista y solo al contemplar el abrumador panorama
recordó lo que estaba a punto de suceder; Conqueror comenzaba a ser
conducida hacia un deslumbrante haz de luz, rodeado únicamente por una
negrura infinita. Valiéndose de un esfuerzo sobrehumano, logró salir de su
estupor y cargar como pudo a aquel pesado cuerpo inerte hasta su cámara
criogénica. El tiempo apremiaba.
Una vez concluida dicha parte de su labor, se detuvo un instante para
recuperarse y alistar a su compañero para lo que seguía a continuación. Quitó
de su cabeza los vendajes y pudo apreciar que las heridas habían cicatrizado.
Después, cambió la ropa ensangrentada que cubría su torso por otras limpias.
Repitió el proceso realizado con Aluin, y pronto Bill Johnson pasó de un
descanso a otro mucho más profundo.
Al tiempo en que ella misma preparaba su propio sueño, la velocidad con la
que eran arrastrados se fue haciendo más y más pronunciada, hasta el punto de
dificultarle en demasía mantenerse estabilizada. Todo comenzó a sacudirse en
forma violenta. Definitivamente, si antes habían atravesado el espacio con la
ligereza de la luz (o una aún mayor) y el interior del transporte permaneció
intacto, para producirse los fenómenos por ahora descriptos debían de estar
viajando cientos de veces más rápido. Preparó la computadora para que iniciara
el proceso otorgándole los segundos necesarios como para situarse en su
cámara, a la que tuvo que sujetarse con firmeza para no ser despedida fuera.
Cuando quedó herméticamente encerrada, las sacudidas se hicieron tremendas.
SEÑOR R
Varios de los potes plásticos para muestras que almacenaba el armario apostado
a unos metros de distancia salieron despedidos en todas direcciones y uno de
ellos se estrelló con furia contra su cúpula, astillándola un poco. El agua que
comenzó a llenar el recinto se bamboleaba con fuerza de un lado a otro. Antes
de cerrar definitivamente sus ojos, la mujer creyó ver que todo a su alrededor
perdía su esencia material y se desvanecía en la nada.
SEÑOR R
Capítulo XII
SEÑOR R
1.
SEÑOR R
2.
SEÑOR R
Por si no han podido averiguarlo, se hallan en el sector X354; el mismo del cual
fuesen recogidos y rescatados por nosotros. Se preguntará también por qué no
los hemos dejado en las inmediaciones de su mundo. El motivo es simple. No
podíamos dejarla abandonar a Aluin allí y correr el riesgo de que fuese
detectado por cualquiera de sus pares al dar con ustedes. Sabemos con plena
seguridad que estos lo llevarían a su planeta para esclavizarlo o examinarlo, aun
contra su propia voluntad. El hecho de haberlos estudiado desde el momento de
su creación nos facilita la tarea de prever sus acciones.
Por un instante, un silencio sepulcral acalló el sonido, y la destinataria del
mensaje creyó que eso había sido todo. Se equivocaba. El audio se restituyó
unos segundos más tarde para dar una sentencia tan cruda como real.
—Hemos cumplido nuestra parte del trato devolviéndolos al lugar del cual
partieron y dejando actuar al azar, de la misma forma en que hubiese ocurrido
de no haber nosotros interferido jamás. Es el momento de que cumpla con la
suya y libere a nuestro líder.
Entonces sí, después de esas últimas palabras la transmisión cesó para
siempre.
La mujer sintió cómo la invadían la ira y la impotencia. Efectiva e
independientemente de lo cuestionable de la forma, los feerianos habían
respetado el acuerdo. Ahora estaba en ella hacer lo propio. Una consola cercana
fue víctima del potente puñetazo a través del cual canalizó parte de su furia. «Al
diablo con todo», pensó y se dirigió en la búsqueda de su rehén.
Aluin la observó con nerviosismo dirigirse hacia él y accionar de forma
brusca los controles que lo liberaron. No osó emitir sonido alguno. Era fácil
notar que alguna causa la había puesto muy molesta y creyó acertado
permanecer callado. Para el momento en que la cúpula le brindaba ya completo
margen de acción, ella ya lo estaba apuntando nuevamente con su arma.
—Camine —le ordenó, efectuando un ademán hacia la salida a la que
pretendía dirigirlo.
El anciano obedeció sin efectuar ningún tipo de objeción o consulta.
Fue escoltado hasta la esclusa inferior de la nave, la cual una vez abierta les
permitió el acceso a su destino final: un minúsculo transporte no mayor que el
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espacio físico que 5 metros cuadrados de longitud podían ofrecer. El techo
también resultaba lo suficientemente bajo como para que el feeriano se viera
obligado a permanecer algo encorvado y evitar así golpear su cabeza. Dos de
los 5 metros de largo y 1,5 de ancho eran ocupados por dos nuevas cámaras
criogénicas. El resto del ámbito se llenaba con una butaca y un tablero del
tamaño de un escritorio individual frente al que un ventanal de 2 × 2 brindaba
una visión al exterior. Definitivamente se trataba, tal como su nombre lo
indicaba, de una cápsula de emergencia para ser utilizada al solo efecto de
aguardar en ella a una misión de rescate en caso de que los eventuales pasajeros
se vieran obligados a abandonar el transporte principal.
Reed le indicó al feeriano recostarse en la cámara más cercana. Segundos
antes de llenarse su cubículo de agua para sumirlo de nuevo en su profundo
reposo, Aluin, ya seguro de que entre las intenciones de su captora no estaba
planificada su muerte, se despidió con un malicioso «Hasta pronto». Deseaba
hacerle saber que, si la terrícola lograba regresar con los suyos, nuevamente se
verían las caras.
—Los estaremos esperando —fue la respuesta.
Tras esta, la astronauta dejó al hombre congelándose en soledad.
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3.
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cualquier dirección salpicaban los sectores más apartados de la galaxia. Allí en
la distancia pudo observar mediante su flamante perspectiva a su conocido Sol,
que daba indicios de su existencia a través del tenue brillo que llegaba hasta
aquellos inhóspitos parajes. Mucho más cercano a este que a ella misma, sabía,
rondaría su planeta natal. De nuevo la invadió la pena y posteriormente la
ansiedad, al saberlo tan cerca y a la vez tan lejano…
Comenzó a descender con lentitud hasta la base de la nave, impulsada por
los propulsores que le permitían establecer un completo control sobre el
recorrido. Llegó al lugar indicado, adosó el pequeño box de herramientas que
llevaba consigo a la superficie de Conqueror a través de un dispositivo que lo
imantaba y se dispuso a estudiar el problema. Luego de más de media hora en
que intentó por todos los medios a su alcance hallar la esquiva solución, se
percató de que sería imposible reparar el daño sin ayuda o por lo menos un guía
que le señalase en forma concisa los pasos a seguir. No tuvo más opción
entonces que recurrir al plan B. Extrajo un diminuto pero potente láser y
comenzó pacientemente a cortar el arnés. Tiempo más tarde, concluía su labor
asistida por la acción de la propia masa de la cápsula de rescate, que se
desprendía con un fuerte estremecimiento de la nave madre.
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[1] Por resultar ser el planeta más distante del Sol dentro del Sistema Solar. <<
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[2] Región del Sistema Solar cuya parte interna se solapa con el Cinturón de
Kuiper. <<
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[3] Objeto transneptuniano descubierto en 2005 y vuelto a catalogar en 2084
como planeta del Sistema Solar dados su tamaño (superior al de Plutón) y su
fisonomía general. <<
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[4] En castellano, «Pequeño Buscador». <<
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[5] Para esas épocas, el promedio de vida del ser humano se estimaba en 120
años terrícolas. <<
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[6] Al momento del éxodo, la población terrícola se conformaba por unas
2.000.000.000 de personas. <<
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[7] El año marciano consta de 687 días. <<
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[8] Dado lo explicado en el punto anterior, cada mes pasó a poseer 60 días, a
excepción de febrero y septiembre, que constaban de 43 y 44, respectivamente.
Los años comienzan a contabilizarse nuevamente a partir del arribo del primer
hombre al planeta, por la metodología marciana. <<
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[9] Organismo dependiente de la NASA, dedicado principalmente al estudio de
la mitad exterior del Sistema Solar. Se denomina de esa manera debido a que la
base de sus informes recogidos parte de los potentes telescopios instalados en
varias de las lunas de Júpiter. <<
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[10] A partir de este punto, se discriminarán los años marcianos de esa forma.
<<
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[11] Se debe tener en cuenta que 1 año marciano equivale a 1,88 años terrestres.
<<
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[12] Iluminación emanada por reacciones internas, erróneamente consignada en
la Antigüedad como chorro de materia. Iluminación emanada por reacciones
internas, erróneamente consignada en la Antigüedad como chorro de materia.
<<
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[13] Siglas de Travelling Spatial Units («Unidades Viajeras Espaciales», en
inglés). <<
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[14] Antiguamente denominada «educación de nivel secundario». <<
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[15] Ya que, en Feeria, la semana tenía ocho días. <<
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[16] El día de Venus dura 243 días terrestres. <<
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[17] La materia componente de cada criatura viva consiste básicamente en
cuatro elementos químicos: hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno. Estos
elementos son, junto con el helio y el neón, los seis más abundantes en el
Universo. <<
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[18] Última etapa de la era pleistocénica terrícola. <<
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[19] «Pareja objetivo», en inglés. <<
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[20] Región que delimita las fronteras de los agujeros negros. Una vez que se la
atraviesa, solo alcanzando velocidades superiores a la de la luz puede escaparse
de la atracción que generan los campos gravitatorios de estos cuerpos. <<
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[21] Radio convenido científicamente como suficiente para contar desde el
espacio con una estimación de posición, considerando la separación máxima
entre planetas del Sistema Solar. La unidad astronómica (UA) representa
aproximadamente 149.597.691 kilómetros u 8,32 minutos luz; la distancia
media que separa a la Tierra del Sol. <<
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