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CAPITULO 3: FUNDAMENT ACION DE LA ETICA DISCURSIVA

El primer paso dado por Habermas y Apel en busca de la racionalidad de lo práctico fue
aquella doctrina de los intereses del conocimiento, de la que Habermas dio ya noticia en
Conocimiento e interés de 1965 y Apel en su Transformación de la filosofía. Frente al
positivismo y al racionalismo crítico, y tomando como inspiración la doctrina scheleriana
de las formas del saber, diseñan nuestros autores una doctrina que hizo fortuna entre el
público desde su aparición: la especie humana, en su reproducción y autoconstitución, se
orienta por tres intereses, el interés técnico por dominar -motor de las ciencias empírico-
analíticas-, el interés práctico en el entendimiento -raíz de las ciencias
históricohermenéuticas- y el interés por la emancipación -móvil de las ciencias sociales
críticas-. A todo conocimiento subyace, pues, un interés, aunque positivistas y cientificistas
intenten ignorarlo, y el interés práctico por el entendimiento y el emancipatorio son móviles
legítimos de saberes racionales.

Apel conservó esta doctrina como parte de su antropología del conocimiento y Habermas -a
mi juicio- también la conserva de algún modo en la pragmática universal, si bien en
Conocimiento e interés en 1973 declaró abandonar aquel tipo de reflexión, adoptando el
método de las ciencias reconstructivas.

El segundo paso en la búsqueda de la racionalidad de 1o práctico es ya expresamente esa


pragmática no empírica -trascendental en el caso de Apel, universal en el de Habermas-, en
que hunde sus raíces la ética discursiva. La pragmática de que hablamos parte de un análisis
de los actos de habla, en el sentido de Austin y Searle. Aunque Apel parte explícitamente
del hecho de la argumentación, el verdadero punto de partida es cualquier acción y
expresión humana con sentido, en la medida en que puedan verbalizarse. Partiendo, pues,
de los actos de habla, su doble estructura –proposicional performativa– introduce a los
interlocutores en el nivel de la intersubjetividad, en el que hablan entre sí, y en el de los
objetos sobre los que se entienden. Lo cual significa que hablar sobre objetos con sentido
requiere aceptar una relación entre los interlocutores que es a la par hermenéutica y ética:
hermenéutica, porque sin un entendimiento mínimo entre hablante y oyente no existe
acción comunicativa lograda; ética, porque tampoco tales acciones logran éxito sin un
reconocimiento recíproco de los interlocutores como personas. De donde se desprende que
objetivismo, cientificismo y solipsismo son irracionales. En efecto, las acciones
comunicativas tienen éxito habitualmente en la vida cotidiana porque el hablante, al
realizarlas, eleva implícitamente unas «pretensiones de validez», que el oyente también
implícitamente acepta: la pretensión de verdad para sus Proposiciones, veracidad para sus
expresiones, inteligibilidad de 1o dicho, corrección de las normas de acción. Tales
pretensiones prestan racionalidad a las acciones comunicativas y la aceptación implícita de
las mismas por parte de los interlocutores es expresiva de que se reconocen recíprocamente
como personas, es decir, como seres con autonomía como para elevar tales pretensiones (en
el caso del hablante), como para dadas por buenas o rechazadas (en el caso del oyente). El
concepto moderno de autonomía, que en la filosofía kantiana distinguía al hombre como fin
en sí mismo, como absolutamente valioso, vuelve ahora por sus fueros pero a través del
reconocimiento recíproco de los interlocutores como autónomos, como igualmente
facultados.
Tanto en la pretensión de verdad como en las de corrección y veracidad se encuentran
pretensiones universales de validez del discurso humano, en las que se vuelven reflexivas
las posibles referencias de la acción al mundo. En el caso de procesos lingüístico s
explícitos para llegar a un entendimiento, los actores erigen pretensiones de verdad si se
refieren a algo en el mundo objetivo, entendido como conjunto de cosas existentes; de
corrección, si se refieren a algo en el mundo social, entendido como conjunto de relaciones
interpersonales de un grupo social, legítimamente reguladas; de veracidad, si se refieren al
propio mundo subjetivo, entendido como conjunto de las vivencias. En este volverse
lingüísticamente reflexivas las pretensiones de validez se basa la posibilidad de coordinar
racionalmente las acciones extralingüísticas a la luz de un acuerdo sobre su posible
racionalidad. Porque la posibilidad de coordinar racionalmente las acciones depende de que
se haga a través de una acción orientada hacia la comprensión, es decir, de una acción
comunicativa, y no de una orientada hacia el éxito.

Desde esta perspectiva modificará Habermas la tipología weberiana de la acción social,


distinguiendo entre dos tipos de acciones: la racionalteleológica y la comunicativa. Acción
racional-teleológica es aquélla en que el actor se orienta primariamente hacia una meta,
elige los medios y calcula las consecuencias; el éxito consiste en que se realice el estado de
cosas deseado. Esta acción puede ser a su vez: instrumental, cuando se atiene a reglas
técnicas de acción que descansan en el saber empírico e implican pronósticos sobre sucesos
observables, que pueden resultar verdaderos o falsos; estratégica, cuando se atiene a las
reglas de la elección racional y valora la influencia que pueden tener en un contrincante
racional. Las acciones instrumentales pueden ligarse a interacciones, mientras que las
acciones estratégicas son en sí mismas sociales.

En efecto, la acción estratégica, al ser un tipo de interacción, viene presidida por la


categoría de reciprocidad, de modo que en ella los sujetos se instrumentalizan
recíprocamente. Obviamente, ésta es la base de la teoría de los juegos, pero también de toda
ética y toda política que no crean posible más racionalidad que la defensa estratégica de los
derechos, e incluso los deseos, subjetivos mediante pactos de egoísmos.

Pacto estratégico y consenso son dos cosas diferentes. El primero brota de la racionalidad
estratégica, el segundo, de la comunicativa. La acción comunicativa es aquélla en que los
actores no coordinan sus planes de acción calculando su éxito personal, sino a través de un
acuerdo, porque los participantes orientan sus metas en la medida en que pueden conjugar
sus planes desde definiciones comunes de la situación. Es, pues, éste un mecanismo para
coordinar las actividades teleológicas referidas al mundo, que no se basa en la influencia
recíproca y el equilibrio de intereses, sino en el entendimiento acerca de las pretensiones de
validez.

Un análisis y modificación, introducida por Austin, entre actos ilocucionarios y


perlocucionarios nos llevará a la conclusión de que las acciones lingüísticas pueden
utilizarse estratégicamente, pero el entendimiento, el acuerdo, es inherente como télos al
lenguaje humano, de modo que hay un modo originario de usar el lenguaje (el que busca el
acuerdo) y uno derivado y parasitario (la comprensión indirecta, el dar a entender), porque -
según Habermas- los conceptos de habla y entendimiento se interpretan recíprocamente.
A mi modo de ver, y como en otro lugar he señalado, este «teleologismo» de la ética
discursiva viene a mediar con un télos su carácter deontológico y a dotar de valores a una
ética que parecía renunciar a ellos: igual que para Aristóteles, desde una filosofía del ser,
las acciones que tienen el fin en sí mismas ostentan una primacía axiológica que invita a
realizarlas; igual que en la filosofía kantiana de la conciencia, la buena voluntad debe ser
conseguida porque ostenta el fin de la razón en su uso práctico, en la teoría de la acción
comunicativa el télos del lenguaje es inherente a ella, lo cual muestra la primacía
axiológica de la acción comunicativa frente a la estratégica y ordena su realización.

Por eso si la acción comunicativa se interrumpe, si el oyente pone en cuestión las


pretensiones que el hablante eleva de verdad para sus declaraciones o de corrección para las
normas de acción, la única salida racional, la única expresiva de que eran seres autónomos
y racionales los que actuaban lingüísticamente, es estar dispuesto a la argumentación y la
réplica. Y precisamente a través de un discurso, es decir, a través de aquel modo de
comunicación que se libera de la carga de la acción para poder eludir sus coacciones y no
permitir que triunfe otro motivo para el consenso más que la fuerza del mejor argumento.
Tal discurso será teórico si pretende comprobar la verdad, práctico si pretende comprobar la
corrección de las normas de acción. El intento de diseñar la lógica del discurso nos obliga a
dirigir la atención hacia una teoría consensual de la verdad, en la línea de Ch. S. Peirce,
que aquí dejamos sólo mencionada, y hacia los rasgos de una peculiar racionalidad, la
racionalidad discursiva, imprescindible para conocer los rasgos de la racionalidad
filosófica.

En efecto, según la teoría apeliana de los tipos de racionalidad y completando los ya


expuestos, es posible distinguir las siguientes modalidades: racionalidad lógico-matemática,
instrumental, estratégica, consensual comunicativa y discursiva. A la pregunta por el tipo
de racionalidad que conviene a la filosofía responde Apel que para él la filosofía no puede
ser sino filosofía trascendental transformada, en el sentido de que, siguiendo la crítica de
Hegel a Kant, ha de poder alcanzar y legitimar su propia racionalidad. Las determinaciones
de la racionalidad filosófica serán, pues, para Apella reflexión trascendental y la sujeción a
las reglas del discurso argumentativo. Desentrañar cuantos presupuestos dotan de sentido al
discurso autorreflexivo de la filosofía es, pues, tarea de la filosofía.

En lo que respecta al discurso práctico, que es el que primariamente interesa a la ética,


Habermas y Apel tomarán en préstamo algunas de las reglas apuntadas por R. Alexy,
teniéndolas por presupuestos descubiertos mediante el mecanismo de la contradicción
performativa, porque cualquiera que participa en un discurso las ha reconocido ya
implícitamente. Obviamente no se trata de que los diálogos fácticos en torno a normas se
rijan por esas reglas, sino de que cualquiera que desee argumentar en serio sobre la
corrección de normas tiene que haberlas presupuesto ya siempre contrafácticamente. No
argumentar en serio es, sin duda, posible, pero quien rehúsa sistemáticamente argumentar
en serio sobre la corrección de normas, renuncia a su posibilidad de racionalidad práctica.

Recordemos brevemente, por seguir el hilo de nuestra exposición, que serán tres los tipos
de reglas que la ética discursiva cree descubrir como presupuestos del discurso práctico:
reglas correspondientes a una lógica mínima; los presupuestos pragmáticos de la
argumentación, entendida como un proceso en busca de acuerdo, entre los que aparecen ya
normas con contenido ético porque suponen relaciones de reconocimiento recíproco; y, por
último, las estructuras de una situación ideal de habla.

La célebre situación ideal de habla, interpretada en algunos casos como utopía, en otros
como secularización de dogmas religiosos, no es sino un presupuesto contrafáctico del
habla, porque el discurso es un proceso de comunicación que ha de satisfacer condiciones
improbables con vistas a lograr un acuerdo motivado racionalmente, y desde esta
perspectiva se revela la estructura de una situación ideal de habla, inmunizada frente a la
represión y la desigualdad. Cualquiera que pretenda corrección para sus normas de acción
la ha aceptado ya idealmente, de suerte que, si quiere actuar racionalmente, ha de tomada
como una idea regulativa en sentido kantiano, de la que no se sabe si podrá encarnarse
alguna vez fácticamente, pero por la que es racional orientar la acción porque hunde sus
raíces en la razón práctica. A mayor abundamiento, es un presupuesto pragmático -cosa que
no ocurría en la filosofía kantiana- y, por tanto, un componente del sentido y la validez de
nuestros actos de habla. Lo racional es, pues, tomada como orientación para la acción y
como canon para la crítica de nuestros diálogos reales.

Precisamente porque perseguir la realización de tal idea es un deber racional, hablará Apel
de una teleología moral, distendida a lo largo de la historia, que no fía en las leyes de la
historia para alcanzar su meta, sino en el compromiso humano en la acción. Ahí es donde
reside la esperanza: en la aproximación de la comunidad real de comunicación, a la que
como hablantes siempre pertenecemos, a esa comunidad ideal de la que también formamos
parte como seres que pretendemos sentido y validez para nuestras acciones comunicativas.
Y regresando a las reglas del discurso práctico, propone Habermas las siguientes como
constitutivas de una situación ideal de habla: «cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción
puede participar en los discursos», «cualquiera puede problematizar cualquier afirmación»,
«cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación», «cualquiera puede
expresar sus posiciones, deseos y necesidades» y «no puede impedirse a ningún hablante
hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o
externa al discurso» (Habermas, 1985, 112-3).

De tales reglas se sigue que una norma sólo se aceptará si vale el principio de
universalización que, como regla de argumentación, pertenece a la lógica del discurso
práctico y que en nuestro caso dice así: “Cada norma válida habrá de satisfacer la condición
de que las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían de su acatamiento
universal para la satisfacción de los intereses de cada uno (previsiblemente) puedan resultar
aceptados por todos los afectados (y preferidos a las consecuencias de las posibles
alternativas conocidas)”
(Habermas, 1985, 86.116).

Como el lector podrá observar, esta reformulación del principio de universalización entraña
novedades frente a otras formulaciones fácilmente detectables: en primer lugar, se trata de
una «dialogización» del célebre principio; pero -siguiendo con la enumeración- también
viene a romper la vieja dicotomía entre éticas teleológicas y deontológicas, que tenía a las
primeras por consecuencialistas y a las segundas por no consecuencialistas, porque en
nuestro caso en el mismo principio de una ética deontológica se ordena tener en cuenta las
consecuencias; y, por último, son todos los afectados por las normas quienes han de tomar
las decisiones, y no todos los seres racionales -por decido con Kant-, o los participantes en
un diálogo -por decido con los convencionalistas-. Es el mundo de los afectados el que ha
de tomar las decisiones. Sin embargo, con el principio de universalización no hemos
excedido el ámbito de las reglas de la argumentación y por ello la ética discursiva propone
como su principio ético específico el siguiente: “Sólo pueden pretender validez las normas
que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como
participantes en un discurso práctico” (Habermas, 1985, 86.117).

Esto significa, como vemos, ofrecer a los afectados por una norma moral el protagonismo
en la decisión de si es o no correcta, dejando bien claro que tal protagonismo ha de
ejercerse a través de la participación en un diálogo orientado por las reglas que hemos
reseñado. Con ello hemos alcanzado el punto supremo en el proceso de fundamentación de
lo moral, al descubrir los principios procedimentales enraizados en la razón, que es
menester seguir para tomar decisiones sobre la corrección de normas. Es, pues, la nuestra
una ética de principios -no de normas-, situada en el nivel postconvencional en el
desarrollo de la conciencia moral. Qué rentabilidad puede sacarse de tales principios para
orientar la acción es lo que intentaremos averiguar en lo que sigue.

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