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No Es Posible Escribir Sobre La Mujer

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No es posible escribir sobre la mujer

JAVIER AGÜERO ÁGUILA


Universidad Católica del Maule
Talca, Chile

FRANCO CABALLERO
Universidad Católica del Maule
Talca, Chile l 217

DOI: 10.36446/rlf2024394

Resumen: En la ruta de la filosofía derridiana,


el presente artículo persigue, primero, pensar a la mujer
como la introyección de una alteridad que la diferencia
de sí misma más que del imaginario cultural masculino
al que está expuesta. En un segundo momento, se in-
tentará pensar a la mujer como lo imposible, poseedora
de un secreto irrevelable y que la resguarda de cualquier
intento totalitario. En tercer lugar, se trabajará en torno
al neologismo de falogocentrismo, entendiéndolo
como la producción trascendental, parcial y arbitraria,
de los significados. Finalmente, se dejarán circulando
algunas ideas generales que pretenden, desde las lecturas
derridianas de Nietzsche, entender a la mujer como es-
critura.

Palabras clave: figura, lo imposible, falogocen-


trismo.
Licencia Creative Commons CC BY 4.0 Internacional

REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA


Vol. 50 Nº2 l Primavera 2024
It Is Not Possible to Write on the Woman

Abstract: In the first place, this article chases the idea of, in the
path of the Derridean philosophy, to consider woman as the introjection of
an alterity that differentiates her with herself more than with the cultural
masculine imaginary to which she is exposed. Then, will be tried to think
about women as the impossible, possessor off an unrevealable secret that
protects any totalitarian attempt. Thirdly, work will be done by the neo-
logism of phallogocentrism understanding it as the transcendental, partial,
and arbitrary production of meanings. Finally, some general ideas will be
circulated that aim, from Derridean readings of Nietzsche, to understand
woman as writing.

Key-words: figure, the impossible, phallogocentrism.

Quienes no se mueven no sienten sus cadenas


(Rosa Luxemburgo)

Las mujeres son no todas


218 l (Jacques Lacan)

1. Introducción

E ste no es un escrito sobre lo femenino, tampoco sobre el(los) fe-


minismo(s) –aunque sí es un texto político, no podría no serlo–,
es un texto en torno a la figura mujer.
En relación con lo anterior, y en tanto este escrito se inspira en la fi-
losofía de Jacques Derrida, tal como se sostiene en el notable trabajo doctoral
de Juana Bernal:

Si bien es evidente que hay un innegable componente femenino en la de-


construcción de Derrida y una feroz crítica al falogocentrismo, eso no im-
plica necesariamente que su trabajo se pueda clasificar como feminista. Es
nuevamente cuestión de género, de clasificación.Y si algo define al trabajo de
Derrida, tal vez sea este adjetivo: inclasificable (Bernal 2015: 15).

Sería posible, desde esta perspectiva, encontrar en la obra derridiana


tres momentos en los que se refiere a la diferencia sexual y, más precisamente,
a la mujer como un “motivo” de la deconstrucción. Por un lado, vemos en

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sus textos de fines de los años 1960, La diseminación (1972), por ejemplo,
referencias a la imposibilidad –indecidibilidad– de distinguir entre lo que
podría denominarse lo “puramente masculino” y lo “puramente femenino”.
Un segundo momento lo encontramos en sus textos de mediados de los
años 1970, particularmente en Espolones: los estilos de Nietzsche (1978) donde
desde su lectura nietzscheana, despliega su propio análisis de la mujer. En
este período aparecen también La ley del género (1980a) y Glas (1974), textos
que tensionan igualmente las nociones de género, mujer, diferencia sexual,
entre otras. Finalmente podríamos identificar los textos escritos a partir de
la década de los años 1980, en los que desde una lectura deconstructiva de
Heidegger y Levinas puntualmente, se reflexiona sobre la diferencia sexual
a partir de motivos tales como la justicia, la alteridad, el otro, la hospitalidad,
etcétera.
Dicho lo anterior, también este es un texto que corre riesgos y puede
quedar a la intemperie, expuesto, entonces, a una época –o más precisamente
a un momento de la historia– en el que la figura mujer ha pasado a tener
un lugar protagónico, no porque se haya logrado superar todas las injusticias
históricas, el abuso, las postergaciones, el sometimiento, la vulneración, el
maltrato, el femicidio, la vulgarización cultural de su sexualidad, el lenguaje
degradante1, su menoscabo en el plano político y social, en fin, no, sino
porque precisamente hoy todo esto está revelado. De alguna manera lo an- l 219
terior emergió, instalándose un relato cultural sobre el “lugar” de la mujer
en la actualidad, haciéndonos conscientes de una historia firmada por una
arbitraria y larga imposición falogocéntrica (Derrida 1975)2.
Ahora, y considerando lo anterior, ¿es que la norma cultural, tácita,
para un hombre, hoy, es no hablar de la figura mujer, callar? Si esto es así este
texto tiende a la infracción de la norma, puesto que, se piensa, tal como lo
dice Jacques Derrida que “la ‘norma’ no es más que la buena conciencia de

1 Sobre la capacidad alienante y destructiva del lenguaje recuperamos el siguiente pasaje de


Judith Butler: “¿Y si el lenguaje tuviera en sí mismo la posibilidad de la violencia y de la
destrucción de un mundo?” (2004: 22).
2 El neologismo “falogocentrismo”, del que se hablará más adelante en este texto, aparece por

primera vez en el texto derridiano Le facteur de la verité de 1975. En síntesis, es un resultado o


fusión entre el concepto lacaniano de falocentrismo y logocentrismo. En este sentido, para
Lacan, el falo sería una suerte de conector entre el logos y el deseo, destacándose entonces
como el vector predominante en la cultura occidental: “El falo es el significante privilegiado
de esa marca en que la parte del logos se une al advenimiento del deseo”. Se entiende que el
falo devendría el significante fundamental que regula las relaciones entre hombres y mujeres
y las relaciones humanas en general. Todo esto, al origen, como expresión de lo que Lacan
denomina “la ley paterna” (1987: 672).

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una amnesia” (Derrida 2003: 73-74)3 y renunciar a pensar la complejidad
infinita de la figura mujer sería aquí “una obscenidad inaceptable” (Derrida
2004a).
El único derecho sería, de esta manera, a guardar silencio puesto que
cada palabra –como “sobre” y la “figura” que hemos destacado en cursiva y a
las cuales nos referiremos pronto en este artículo– podría ser devuelta como
un boomerang por este atrevimiento.
Aparecen entonces las preguntas: ¿puede un hombre escribir o hablar
de la figura mujer?, ¿cuál es el tiempo y el espacio, si existen, permitido para
dirigirse a ella?, ¿qué significaría, para un hombre, solo tener el derecho al
derecho al silencio cuando de la mujer se trata?, ¿se puede ir derecho al silencio
y encontrar aquí el único lugar autorizado para escribir o hablar de la figura
de la mujer?
No obstante, se intuye, la figura mujer es una posibilidad para aden-
trarse en los archipiélagos múltiples de la deconstrucción y, entonces, de la
justicia (cf. Derrida 1994: 35).

2.

220 l
S on necesarias algunas precisiones para evitar equívocos sobre lo
que aquí se pretende decir.
En principio, no se puede escribir sobre la mujer sino en torno a la
mujer. Decir sobre la mujer, implica, ya etimológicamente, una carga cultural
e históricamente discrecional de superioridad de la que este artículo quiere
alejarse radicalmente. “Sobre” viene del latín super (“encima de”), es decir,
la palabra nos deriva, desde su etimología primera, a un sofoco, a un ahogo.
Ahora, por otro lado, en español, la palabra “sobre” quiere decir también
“envoltura” (un sobre de carta, por ejemplo), esto es encerrar, cercar, rodear
a algo o a alguien; se trataría entonces de una delimitación o fijación que
podría ser comprendida como represión de la dinamys (fuerza, poder, ca-
pacidad) o del movimiento. En este sentido, escribir “sobre” la mujer, sin-
tomatiza una masculinidad pretendidamente superior, y que nos desplaza,

3 Los textos “Violencia y Metafísica” (1989), ¡Palabra! Instantáneas filosóficas (2001a) y “Co-
reografías” (2008) de Jacques Derrida, corresponden a las versiones en español. Lo mismo
con La comunidad inconfesable (2002) de Blanchot, “La significación del falo” (1987) de Lacan
y “El judaísmo y lo femenino” (2005) de Levinas. Para el resto de las citas a autores franceses,
como se indica en la bibliografía, se han utilizados las fuentes originales. Los autores de este
artículo han traducidos los pasajes del francés al español.

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con toda la carga cultural adherida, a un escenario de delimitación del que
intentaremos desprendernos tanto como sea posible.
Nos parece, de esta forma, que en torno a la mujer hace algo más de
justicia. Favoreciendo un acercamiento a su figura que no es una invasión, o
un sofocamiento ni un envoltorio, sino por el contrario, un dar vueltas sin
ejercer violencia, sin querer distorsionar ni descubrir el secreto (u obligar su
revelación). O en decir de Blanchot (2002: 35), “el secreto no se encuentra
directamente buscando en el bosque donde hubiera debido realizarse el sa-
crificio de una víctima”.
Por lo demás, no seríamos capaces de descubrir nada, el descubri-
miento resta aquí imposible y solo podremos acercarnos a lo que jamás
nos podrá ser revelado. En torno a ella, también, para intentar una estrategia
deconstructiva que persigue, con todo el cuidado del que se disponga, evitar
los lugares comunes, “la repetición sin identidad que se encuentra al interior
del sistema construido” (Derrida 1972: 10); en definitiva, para prescindir de
cualquier vulgar sexifiación de la mujer.
También, y en la línea derridiana, este texto hablará de la “figura” de
la mujer. Inicialmente esta palabra puede ser entendida como un asunto de
preocupación estética (física) referido al típico estigma de la “buena o bella
figura de la mujer”, el que responde a las exigencias y los cánones de belleza
de una época y que asume que –parafraseando al filósofo inglés inmateria- l 221
lista George Berkeley en el siglo XVIII– “ser es ser percibida” (1985)4. Nada
más alejado de lo que se pretende hacer circular aquí. Hablaremos de la figura
mujer o de la mujer como figura atendiendo a lo que Jacques Derrida nos
hereda en torno a esta palabra.
La mujer, en este sentido, al no poder ser definida, imposible en su
conceptualización, al guardar finalmente un secreto que no puede ser re-
velado y el cual solo ella puede resguardar, es una figura de lo imposible.
Si bien Derrida habla de “motivos” más que de figuras de lo imposible5
(entre los cuales encontramos a la hospitalidad, el perdón, el don, la herencia,
la invención, la decisión y un largo etcétera), entendemos que la mujer es
inclasificable, una figura que desactiva cualquier caracterización o intento
descriptivo, no permitiendo un principio que la explique ni causalidad que

4 “Es incomprensible la afirmación de la existencia absoluta de los seres que no piensan, pres-

cindiendo totalmente de que puedan ser percibidos. Su existir consiste en esto, en que se los
perciba; y no se los concibe en modo alguno fuera de la mente o ser pensante que pueda tener
percepción de los mismos” (Berkeley 1985: 42).
5 Sobre la noción de motivo y figura ver, particularmente, de Peretti (2005: 122 y nota acla-

ratoria en pie de página n° 7).

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la haga inteligible; la mujer es una figuración de lo imposible que abre a una
dimensión ética e hiperbólica que impacta en el plano político, cultural e
ideológico y que tiende desarticular las convenciones sobre ella.
¿Puede la deconstrucción, entonces, autorizarnos a escribir en torno a
y no sobre la mujer?
En primer lugar, hablar de autoridad podría llevarnos a una contra-
dicción ingenua, porque si algo pretende evitar y si contra algo se enfrenta la
deconstrucción, es contra la autoridad misma, la tradición, la herencia como
propiedad intransferible, aquello que se fija en certezas organizadas por un
cierto logos:

Lo que se llama “deconstrucción” obedece indudablemente a una exigencia


analítica, crítica y analítica a la vez. Se trata siempre de deshacer, desedimentar,
descomponer, desconstituir los sedimentos, los artefactos, las presuposiciones, las
instituciones (Derrida 1996: 41).

La deconstrucción, entonces, no podría autorizar, porque ella misma


es des-autorización y transgresión dinámica, cultural, textual y gramato-
lógica. Una suerte de permanecer –demeure– (Derrida 1988)6 siempre a
la contra, no anárquicamente, sino al interior de una multiplicidad que
222 l se despliega y repliega sobre las bases de una dislocación de lo que se ha
considerado cierto, de lo que ha monitoreado los significados y los signi-
ficantes. ¿Puede entonces la palabra mujer –solamente la palabra, lo que
indica o lo que le pretende expresar más allá de los contextos políticos,
sociales o culturales– habitar en esta dislocación?, ¿es la mujer una contra-
palabra?

6 Nos referimos a la palabra francesa demeure para dar cuenta de la complejidad adherida a la
deconstrucción en esta dirección. Demeure puede entenderse, al mismo tiempo, como una di-
mensión temporal y espacial, es decir como la “demora” y como el “permanecer”. También
como espaciamiento y dilación, es decir, en un sentido derridiano, como una suerte de diffé-
rance. Como bien lo explica Carlos Contreras “La palabra demeure tiene un amplio espectro
semántico, esto dificulta la traducción, si es que no la imposibilita. Por una parte, tenemos un
sentido relacionado con lo temporal que remite al hecho de demorar, de tardar, es el sentido
de la demora, del retraso. Por otra parte, está un sentido que podríamos relacionarlo con la
espacialidad y que se refiere al lugar en que se habita, en que se reside, el lugar en que se vive:
la morada, el domicilio, el hogar” (2008: 163).

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3.

P or sí misma la palabra mujer ya indica una contradicción que,


aunque elemental y en extremo binaria, revela una oposición, un
enfrentamiento con otra palabra: hombre. Al decir mujer decimos hombre
y al decir hombre decimos mujer, no en un espacio ni en una temporalidad
específica, por supuesto, ni en un decir tendiente a ontologizar una igualdad
que no podría ser tal, sino en cuanto constitución recíproca que implica
abdicar de la ipseidad para ser sensible a la invasión de eso otro que, en tanto
me increpa, y en este caso, además, vulnera, me constituye:

[…] introducir al otro en nuestra identidad es introducir la alteridad en lo


idéntico a sí, es poner a lo Otro en el núcleo de lo Mismo, es hacer impo-
sible la identidad de cualquier sujeto (un yo individual o colectivo) consigo
mismo, es renunciar a la identidad de sí para pasar a la diferencia consigo
(Rocha 2010: 173).

Así, siguiendo esta cita de Delmiro Rocha, es que aquello que in-
vocamos como mujer (y ahora sí con todo lo que las mujeres han llevado
adelante a nivel de demandas y reivindicaciones políticas y culturales, im-
pulsadas por la manipulación de un patriarcado, tan real como definitivo, l 223
que ha tejido una historia a su medida donde la figura mujer no ha sido
más que un hilo decorativo en la madeja de un proceso masculinamente ad
hoc) se entendería como la introyección de una alteridad que la diferencia
consigo misma más que con el imaginario y significante hombre al que
queda expuesta.
En otras palabras, la figura mujer como diferencia radical, como única
y absoluta singularidad, es en diferencia a sí –es la revuelta de una identidad
que jamás será fijada, fichada, datada o comprimida–, sin embargo en re-
lación al otro, al hombre que irrumpe desde un afuera para que ella misma
se confirme y se instituya en una agencia subversiva y desconcertante para
los protocolos del falogocentrismo. Solo considerando a la mujer como figura
que ha sabido entender la irrupción del otro, que arremete para someterla, es
que puede organizarse una resistencia. Sin la inteligibilidad del universo del
hombre descodificado por la subjetividad de la figura mujer no sería posible
ninguna forma de sub-versión.
En este sentido, se insiste, solo en este y no en otro, mujer y hombre
se constituyen en un plano de significaciones comunes que ha permitido
la supremacía del uno sobre la otra. La diferencia es que, hoy, la figura mujer
sabe de esta artificial superioridad y la desnaturaliza, la desnormaliza, la des-
ritualiza y la resiste.

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En la misma línea, Derrida señala que

antes de ser yo mismo y quien yo soy, ipse, es preciso que la irrupción del
otro haya instaurado esa relación conmigo mismo. Dicho de otro modo, no
puedo tener relación conmigo mismo, con mi estar “en casa”, más que en
la medida en que la irrupción del otro ha precedido a mi propia ipseidad
(Derrida 2001a: 51).

Si bien Derrida está pensando lo anterior en vistas a la hospitalidad y


a la forma en que nos debemos unos a otros una explicación vital recíproca,
la manera en que concibe la articulación del sí mismo a propósito del otro
(que precede lo que se es o se llegará a ser), pareciera no detenerse en que
ese otro puede también practicar la usura del sí mismo. Faltará decir que esto
reafirma la idea de que “el otro ha precedido a mi propia ipseidad”, en el
sentido que el otro que constituye al sí mismo produciendo una diferencia
en él, puede ser también un otro colonizador, un invasor que en ese mismo
desplazamiento a la zona previa en la que llegará a constituirse un yo, puede
haber ya permutado, prendido, confiscado y de alguna manera definido cual-
quier intento de identidad posible.

224 l
4.

L a figura mujer entonces, también, como acontecimiento y como


des-coincidencia (Jullien 2018: 233)7, como lo que irrumpe di-
namizando toda una tradición falogocéntrica hacia una zona donde no hay
más que ipseidad radical, diferencia a sí: des-fijación.

7 La palabra “descoincidencia” es trabajada por el filósofo francés François Jullien y expresa


una crítica a la normalidad explicada como “coincidencia”, que nos deriva la sociedad, la
cultura y las convenciones. Resulta inquietante pensar a la mujer como una descoincidencia
radical que no se deja sustituir por protocolos o formatos preestablecidos; también como
descoincidencia que abre un punto de fuga para desactivar estereotipos e impulsar lo propia-
mente político entendido como demanda histórica. “Partamos de lo más elemental: cuando
las cosas coinciden perfectamente, cuando están completamente adecuadas y adaptadas, se
cree finalmente que esto es la felicidad. Ahora bien, esta adecuación –en la medida que se
cumple– se esteriliza; dicho de otra forma, es la muerte. Es entonces fugándose de esta ade-
cuación a través de la descoincidencia, que se estanca en su positividad, que puede abrirse un
futuro o que se promueve la vida” ( Jullien 2018: 233).

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El acontecimiento, de existir, no es la actualización de un posible, un sencillo
paso al acto, una realización, una efectuación, la culminación teleológica de
una potencia, el proceso de una dinámica que dependa de “condiciones de
posibilidad” (Derrida 2001b: 309).

Diremos de esta manera que la figura mujer no es un proyecto, no es


una utopía –la utopía tendría siempre un horizonte de realización posible
y su conexión con lo posible es original– sino lo imposible mismo. Aquí
radica, se piensa, la descomunal fuerza de su irrupción en la historia, porque
“lo imposible aquí es el otro, tal como nos llega” (Derrida 1988: 52). En la
insondable búsqueda por explicar lo que es una mujer, podemos emprender
un vuelo ciego al fondo de un abismo en el que se arriesga quedar atrapado,
justamente en la imposibilidad de querer explicar lo imposible. Ahora, y
valga insistir, solo por el hecho de que lo imposible habita en la mujer y que
la mujer habita en lo imposible, es en su misma imposibilidad que se nos in-
sinúa posible, por más que siempre sea lo imposible y guarde un secreto que
debe ser protegido (cf. Derrida, Nouss y Soussana 2001: 86).
Y aquí nos detenemos brevemente para recordar que lo posible no
es lo contrario de lo imposible. Una reflexión sobre estas nociones que im-
plique al mismo tiempo un llamado a la deconstrucción debería, radical-
mente, evitar cualquier partición lógica del análisis. En Derrida lo posible y l 225
lo imposible quieren decir lo mismo. Hay, entre ellos, un vínculo esencial de
realización que exilia toda consideración analítica de los conceptos (Derrida,
Nouss y Soussana, 2001: 86).
De esta manera, y entendiendo a lo posible abriendo a lo imposible,
nos preguntamos ¿es que realmente queremos descubrir este secreto?, ¿llevar
adelante una suerte de arqueología voluntarista para que, en nombre de un
cierto falogocentrismo, se nos permita delimitar y cercar la figura mujer?
Pensamos que no hay sentido en una empresa como esta. La figura mujer es
en sí un secreto que debe permanecer secreto, alejado de cualquier intento
totalitario que pretenda arrebatárselo. Así lo sostiene Derrida en la película
de Safaa Fathy titulada D’ailleurs, Derrida de 2000:

Me preocupó […] la dimensión política del secreto, siendo el secreto lo que


resiste a la política, a la politización, a la ciudadanía, a la transparencia, a lo
fenoménico. Siempre que se quiere destruir el secreto hay una gestión tota-
litaria. El totalitarismo es siempre el secreto revelado. […] El secreto debe ser
respetado (Fathy 2000: minuto 12:08).

Entonces, y como se ha insistido, en la ruta despejada por Derrida, el


secreto de la figura mujer, lo que la constituye en la densidad de su ipseidad y

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en su relación a sí, no debe ser tocado. Al contrario, el secreto debe perma-
necer prohibido y toda cláusula que se levante en nombre de este resguardo
será poca y quedará en deuda. El secreto de la figura mujer no puede ser re-
velado porque si esto ocurriera –lo que ya es imposible–, quedaría expuesta
a la apropiación, a la violación, a la cancelación de su intimidad, y entonces
este secreto sería capturado e instalado como relato disponible para la mani-
pulación y condicionamiento político.
La figura mujer guarda en su secreto lo que debe ser protegido, por
más que la arbitraria pretensión totalitaria intente arrebatárselo. Esto, al día
de hoy, es un deber y una responsabilidad de cara a la emergencia excep-
cional de las reivindicaciones de las mujeres y, se cree, una manera posible de
contribuir a que el secreto no sea revelado y, así, mantener a raya cualquier
tipo de invasión absolutista proveniente de los “cegadores del porvenir”
(Chillida 2005: 18).
En la misma dirección, todo secreto es un asunto político. Si pen-
samos en resistir (o crear) resistencia de cara a un proceso histórico genera-
lizado en el cual la figura mujer ha sido desplazada a las galerías de la historia
misma, el secreto que es en sí secreto –un secreto secreto–, es de igual forma
testimonio de esa resistencia.
De esto sí podemos ser conscientes y de esto sí es posible ser testigo.
226 l Doy testimonio, entrego mi testimonio, confirmo un testimonio; un testimonio
que en este caso está en relación con un secreto que jamás me será revelado,
pero del que sí puedo dar palabra que existe en tanto secreto. Desde este
lugar es posible, entonces, adherir a la causa política de la figura mujer, sin
necesariamente involucrarse orgánicamente en un movimiento del que el
hombre puede ser parte, únicamente, como testigo, pero no como protago-
nista.
Al final de todo, si se quiere, se trata de testimoniar el testimonio de
un secreto que siempre será secreto y que puede habitar, solamente y sin
alternativa, al interior de la figura mujer.

El secreto permanece siempre como la experiencia misma del testimonio, el


privilegio de un testigo al que nadie puede sustituir, pues es él, por esencia, el
único en saber aquello que ha visto; hay entonces que creerle de palabra en
el mismo momento en el que anuncia un secreto que permanece, de todos
modos, secreto (Derrida 2004b: 534).

Una palabra más sobre el secreto. Lo que permanece secreto, nueva-


mente, como secreto, pero de lo que sin embargo podemos dar testimonio,
obedece a una doble operación de “ocultación-desocultacion” (Derrida
1993: 60). Es aquí donde se juega, pensamos, nuestra apuesta sobre el pensar

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a la figura mujer como celadora de un secreto que a la vez que íntimo e irre-
velable, también es absolutamente público y político, y es en esta publicidad
que se expresa, también, su carácter subversivo, a la contra, legitimándose
como un secreto con fuerza deconstructiva que puede desmantelar lo que
cierta tradición (la herencia8) ha definido como “normal”, es decir: la subor-
dinación de la mujer.
Así, el secreto permite que la figura mujer pase de la subordinación a
la subversión, justamente, se insiste, por su double bind: el de ser absolutamente
íntimo y cerrado para quien quiera adueñársele y, con la misma intensidad,
completamente público, publicitado, publicitario y arrojado al mundo de lo
político.
La figura mujer y el secreto se unen y reúnen en el principio de re-
belión.

5.

E l falogocentrismo es la producción trascendental, parcial y arbi-


traria de los significados; la imposición de una forma de hacer
la historia y la realidad inteligible desde un tipo de dominación específica,
la masculina. Falo + logo + centrismo: imposición fálica de la racionalidad l 227
occidental centrada en sí misma. En la misma línea, y como se ha señalado
(ver nota al pie n° 2), todo esto se relaciona con el significante primordial de
nuestra cultura que es el falo, y que es resorte de lo que Lacan denomina la
“Ley paterna” (1987: 672). El falogocentrismo, en esta dirección, opera para
Derrida como

la erección del logos paterno (el discurso, el nombre propio dinástico, rey,
ley, voz, yo, velo del yo-la-verdad-hablo, etc.) y del falo como “significante
privilegiado” (Derrida 1973: 311).

8 La noción de “herencia” tiene un tratamiento particular en la obra derridiana y puede ser

comprendida como otro motivo o figura de lo imposible. “Nadie tiene derecho de propiedad
sobre la herencia”, es decir no hay únicas/os herederas/os y solamente se puede hacer justicia
con la herencia traicionándola. Es aquí donde la herencia del hombre en la historia debe ser
pensada y la figura mujer activada. En otras palabras, ver en la figura mujer la potencia para
traicionar la herencia, serle infiel y, entonces, producir y producirse otra historia, una en la
que deviene protagónica y con fuerza deconstructiva para tensionar la tradición. Sobre la
noción de “herencia” en Derrida se sugiere, entre otros, los textos: “Spéculer -sur- ‘Freud’”
(Derrida 1980b: 275-432); Derrida (1992); Derrida y Roudinesco (2001) y Derrida y Stie-
gler (1996).

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Dicho de otro modo, el falogocentrismo reivindica, a partir del
“significante privilegiado”, el nombre “hombre” por sobre cualquier otro
(nombre que es heredado de hombre en hombre, de heredero en heredero
hasta ser lograda su consumación permanente); también releva la autoridad
única, la voz de esa autoridad, la afirmación de una identidad predominante
y extensiva y la ocultación de la verdad a partir de la palabra reservada. Con
estas claves el falogocentrismo occidental filtra, selecciona y archiva9 lo que
le es propio, marginando otros significantes y constituyendo de este modo
su poder y su tradición.
La postergación de la figura mujer, su rol secundario en la cons-
trucción de la cultura entonces, estaría determinada por una ausencia o por
una falta de presencia. Esta es su condición de sin-falo. En otras palabras, la
zona en donde se construye el sometimiento, el abuso, la subyugación, en fin.
Todo lo que ha exiliado a la figura mujer de la historia tiene que ver con la
“incapacidad” de exhibir, de mostrar algo, un afuera protético o un apéndice
a modo de injerto que la consume en una frontera y en una interioridad –
himen e invaginación– que la ha desplazado a una secundariedad permanente
y definitiva para comprender su rol en la sociedad.
Las nociones de himen e invaginación son entendidas por Derrida
no desde una perspectiva fisiológica, sino como aquello que permite, meta-
228 l fóricamente, entender la diferencia sexual, la distancia cultural creada entre
la mujer y el hombre, la cual se articularía entre una frontera y una interio-
rización. Como se aprecia en este pasaje de Derrida, himen e invaginación

no designan únicamente figuras del cuerpo femenino. Se presupone incluso


la existencia de un saber seguro sobre qué es un cuerpo femenino o mas-
culino y se presupone, también, que aquí la anatomía constituye el último
recurso. Lo que permanece indecidible no concierne solo a la línea de se-
paración entre los dos sexos. Como usted lo ha recordado, este movimiento
no revierte finalmente ni a las palabras ni a los conceptos, y lo que resta
de lenguaje ahí dentro no se deja abstraer de la performatividad (marcante,

9 La noción de archivo ha tenido un desarrollo importante al interior de la filosofía derridia-


na, definiéndolo como una violencia creadora y fundadora y, además, como “Una obra que
se sobrevive a su operación y a su operador supuestos […] una suerte de independencia o
de autonomía archival y quasi maquinal (no digo maquinal, digo quasi maquinal), un poder
de repetición, de repetibilidad, de iterabilidad, de substitución serial y protética” Derrida
(2001b: 11). Sería interesante para futuros trabajos entender el falogocentrismo desde la ló-
gica y dinámica del archivo o como un archivo propiamente tal, es decir, como una violencia
que coordina y se auto-atribuye reproductibilidad.

J. AGÜERO ÁGUILA y F. CABALLERO - No es posible escribir sobre la mujer l 217-237


marcada) […] Se podría decir, con todo rigor, que el hymen no existe. Todo
lo que construye el valor de existencia es ajeno al “hymen”. Y si hubiera
hymen, no digo si el hymen existiera, el valor de propiedad de entrada no
le conviene ni le convendría de antemano, por razones sobre las que he
insistido en textos a los que usted ha hecho referencia ¿Cómo se podría
entonces atribuir propiamente a la mujer la existencia del hymen? […] Diría
otro tanto de la “invaginación” (Derrida 1992: 112).

En esta misma dirección, Derrida insiste en que el falogocentrismo


“es una cosa. Y lo que llamamos hombre y lo que llamamos mujer no
pueden librarse de esto” (1975: 133). En este sentido se reafirma lo anterior,
puesto que el falogocentrismo se trataría de un “algo”, de una suerte de
artificio que en sí mismo no tiene valor ni significación, encontrando su
potencia en la composición cultural solidaria de la dominación, en este
caso, la masculina.
Ahora bien, esta cosa de la que nos habla Derrida organizaría de
manera determinante lo que se ha denominado hombre y mujer. Desta-
camos en este punto el “llamamos” que escribe Derrida, ya que aquí habi-
taría un pronunciamiento, nombres –hombre, mujer– que son atribuidos y
distribuidos culturalmente y que nada tienen de esencial, sino que, por lo
contrario, son un pronunciamiento factual; una artificialidad levantada sobre l 229
la espalda de un nombramiento que, sin embargo, ha potenciado la forma en
que la historia misma se ha diseñado. Es aquí que ni la mujer ni el hombre, ni
la una ni el otro, pueden sacudirse esta suerte de escena bautismal, originaria,
en que la superioridad encuentra su ecosistema y condiciones de posibilidad.
El falogocentrismo en esta línea, como verdad del logos “no necesita
del cuerpo […] el concepto de verdad y de sentido están ya constituidos
antes del signo” (de Peretti 1989a: 31).
Lo que sostiene Cristina de Peretti en esta cita es relevante para en-
tender la dinámica y lógica del falogocentrismo nuevamente. Este, como
agente del gran logos, se define a sí mismo al interior de un espacio signifi-
cante que no tiene la urgencia de un significado, que no busca la adherencia
a algo, sino que, por el contrario, produce un lugar donde lo primordial es
una autodefinición sin compromiso con un cuerpo, con un sexo, con un
género. Desde aquí se entiende su pretensión de verdad, la que finalmente
establece, dejando sin margen de acción a cualquier interpretación que in-
tente contra-decir su verdad.
El falogocentrismo sería, en esta perspectiva, una suerte de metafísica
pura, organizada en torno a un código binario que se despliega en el mundo
naturalizando la posición artificial del hombre sobre la figura mujer, desatando
de esta manera “su irreprimible compulsión de reducir lo otro a lo propio, a

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lo próximo, a lo familiar, de reducir la diferencia a la identidad” (de Peretti
1989a: 31).
El falogocentrismo entonces se nos hace inteligible, nos permite ac-
ceder y comprender aquel espacio en el que la superioridad del hombre
sobre la mujer se ha articulado y potenciado. Podemos entender, también,
la forma en que la figura mujer ha sido tachada en su condición genérica.
Como se sostiene en el conocido aforismo de Jacques Lacan: “La mujer no
existe” (1987: 652). Esta tachadura en el artículo “La” no es, ciertamente,
un capricho del psicoanalista, tampoco una alegoría estética ni menos una
fórmula desprendida de todo contexto. Por el contrario, al tachar “La”,
Lacan da cuenta de una constatación cultural única y trascendental al mismo
tiempo. “La” borra a la mujer, la saca del curso histórico y la oblitera, la des-
conoce, densificando con esta borradura el lugar para que la supremacía del
hombre –“El” que no es tachado, “El” que es visible, “El” no-borrado, “El”
que se expresa, en definitiva, nunca “El”– se despliegue con la fuerza de una
identidad donde la alteridad, la alter-nativa, simplemente, desaparece.
Junto con esto y a partir de esta especie de criptograma (La), Lacan
refiere a la desaparición de la mujer como generalidad; no sería posible
hablar de “La” mujer como si este artículo abreviara al género en su tota-
lidad. Desde la óptica lacaniana una potencial comprensión de la mujer im-
230 l plicaría una individualización de la misma, tal como lo señala: “una por una”,
puesto que en la universalidad implícita en su generalización se desestiman
los efectos propios que el falocentrismo habría provocado en la mujer pro-
piamente tal: “Las mujeres no se prestan a la generalización, incluso, lo digo
ahora entre paréntesis, a la generalización falocéntrica” (Lacan 1987: 652).
Solo para darle un último rodeo a este neologismo derridiano tan
expresivo, a la vez que intensivo, para comprender el principio de una domi-
nación, recuperamos estas palabras del mismo Derrida en una entrevista con
Cristina de Peretti de 1989:

La unidad entre logocentrismo y falocentrismo, si existe, no es la unidad de


un sistema filosófico. Por otra parte, esta unidad no es patente a simple vista:
para captar lo que hace que todo logocentrismo sea un falocentrismo hay
que descifrar un cierto número de signos. Este desciframiento no es sim-
plemente una lectura semiótica: implica los protocolos y la estrategia de la
deconstrucción. Debido a que la solidaridad entre logocentrismo y falocen-
trismo es irreductible, a que no es simplemente filosófica o no adopta solo
la forma de un sistema filosófico, he creído necesario proponer una única
palabra: falogocentrismo, para subrayar de alguna manera la indisociabilidad
de ambos términos (de Peretti 1989b: 101-102).

J. AGÜERO ÁGUILA y F. CABALLERO - No es posible escribir sobre la mujer l 217-237


Lo que aparece en esta reflexión, es que la asociación entre el logos
y el falo no puede ser reducida a la simple determinación de un sistema
filosófico (si entendemos por este una estructura al interior de la cuales se
juegan signos y subestructuras que conversan y solidarizan unas con otras).
El asunto parece ser más delicado. No se trata solamente de la juntura des-
tinada a promover y estimular todo un movimiento en torno a la diferencia
sexual, los estudios de género, el relato feminista en torno a la cuestión, en
fin. Se trata de un esfuerzo que va más allá de cualquier modelo.
El falogocentrismo no es una corriente de pensamiento sino un en-
samblaje que funciona como delator, como agente que en su propia signifi-
cación revela la forma en que la cultura occidental ha instalado e impuesto
su voz. En otras palabras, el falogocentrismo deconstruye lo que la tradición
y la herencia han dejado como señuelos a seguir y que, en tanto seguidos, nos
arrastran por la ruta siempre impuesta de la naturalización de la superioridad.
La figura mujer de cara a la deconstrucción o la deconstrucción de
cara a la figura mujer (el orden da el mismo resultado) se interceptan en un
principio de desmantelación y cuestionamiento de los elementos que cons-
truyen la tradición señalada, dejando expuesta a una historia en la que los
naipes parecen estar marcados y los dados cargados. Ahora, es esta trampa,
llena de significados y significantes culturales pulidos con precisión, la que la
figura mujer deja en evidencia, relevando el espacio para desactivar los proto- l 231
colos que sigue de manera estricta la dominación. Esto es lo que han llevado
adelante los diferentes movimientos contraculturales.
Al interior de un sistema filosófico todo hubiera sido más difícil, ce-
rrado, no obstante, al hacer frente a una invención expuestamente arbitraria,
la resistencia se crea y recrea.

6.

S e quisiera dejar circulando algunas reflexiones que en ningún caso


podrían dar término a lo que en torno a la figura mujer podría
escribirse, decirse, pensarse. Nuestro esfuerzo aquí ha sido menor y proba-
blemente no podría ser considerado ni siquiera como el primer punto de
una nota introductoria al universo infinito de la figura mujer; la misma que
no se deja conceptualizar, la que guarda un secreto irrevelable que debe ser
protegido de todo intento totalitario, como se ha sostenido. La figura mujer
como figura imposible no podría agotarse en ningún tipo de reflexión filo-
sófica, literaria, sociológica, religiosa, en fin.
Y es aquí donde se nos muestra, justo, la única verdad posible en torno
a la figura mujer: la mujer es lo imposible y como tal nuestros intentos por

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definirla son vacuos, sin sentido. Nos referimos a su radical imposibilidad de
habitar y resistir por fuera de las convenciones culturales, políticas e históricas
que han querido abreviarla, hacerla “una”, sumarla a la generalización siempre
útil para un poder que, en la promoción del plural “las” mujeres, se ahorra
la singularidad absoluta e insondable que cada mujer, pensamos, es y posee.
Lo anterior no es contradictorio ni se opone al gran impacto político
que, particularmente y de manera acelerada en el siglo XX y agudizado en
las primeras dos décadas del XXI, los movimientos de reivindicación lide-
rados por mujeres han llevado adelante. De lo anterior hemos sido testigos
y hemos visto, igual, la irrupción descomunal que ha debilitado las bases
más fijadas del falogocentrismo, y que ha obligado a traicionar la tradición, a
desviar el curso histórico y pensar, entonces, el pasado, el presente y el por-
venir como el porvenir de la figura mujer; porvenir que no está escrito, pero
el que, intuimos, ya no podrá ser redactado arbitrariamente por la mano de
una dominación.
En esta perspectiva y como sostiene John Caputo: “la cuestión de la
mujer, de la diferencia sexual, es muchas preguntas sobre muchas mujeres,
sobre muchas diferencias” (1997: 143).
De manera resumida, esta frase de Caputo es todo lo que hemos
querido pensar y escribir en estas páginas. Nos referimos a que no es posible
232 l pensar a la figura mujer dentro de una generalidad que le arrebate su singula-
ridad. Esto, como se ha dicho, no tiene que ver con desconocer las demandas
históricas y las mujeres que, en tanto género (la palabra proviene del latín
genus y eris, y podría entenderse como lo que tiene “idéntico sentido”) han
instalado, sino que también con el reparo, con el detenerse y ser sensibles a lo
que una mujer es, puede o podría ser en su infinita intimidad. No podríamos
decir, por ejemplo, que todas las mujeres guardan el mismo secreto, pero sí
que guardan uno, cada una, en sí misma, es protectora de ese secreto que en
función de su resguardo puede, como se ha visto, reaccionar y resistir a un
totalitarismo masculino –representado como historia, instituciones lenguaje,
violencia y exclusión– y entonces explotar en lo político y en lo público
como reivindicaciones históricas del género.
A partir de lo anterior pensamos que sí existe algo así como lo “pro-
piamente femenino” (palabra que deliberadamente no hemos utilizado
porque tiende, se cree, a debilitar a la figura mujer frente a lo “masculino”). Se
dice comúnmente ella es muy femenina, es decir, no es masculina y tiene todos
los atributos blandos que se le exigen a una mujer para generar el binarismo
y favorecer la superioridad de lo duro, lo fálico, “la feminidad misma de la
mujer está en esa inicial posterioridad” (Levinas 1977: 132).
¿Hacia dónde pretende ir Emmanuel Levinas con esta reflexión?
¿Qué quiere decir esa “inicial posterioridad” cuando de feminidad se trata?

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Ciertamente el pensamiento de Levinas no se caracteriza por ser feminista,
pero su filosofía es la de la alteridad y desde aquí es que se nos permiten
algunas consideraciones.
La inicial posterioridad de lo femenino nos deriva a un tiempo otro,
a un tiempo del otro, en donde algo así como la identidad puede llegar a
constituirse. Es decir, primero, la figura mujer como constatación de sí misma,
como resultado de una fractura del yo, del ipse. Segundo, la introyección del
significante hombre para configurar una subjetividad de resistencia solo es
posible en la medida que reúna los elementos asociados a la dominación
histórica de este significante. Tercero, el agrupamiento de todos estos com-
ponentes para producir una irrupción en lo político y en lo público, trasto-
cando la cultura y su tradición, invirtiendo el significante y formulándose
como agente disruptor de un momento histórico y postulando una nueva
época para la y su historia nuevamente. Solo entonces, quizás, –insistimos
en el “quizás”–, algo así como lo “femenino” logre tener sentido; no un
sentido a priori destinado a ser el subordinado de la herencia impuesta por
lo “masculino”, sino por un proceso mediante el cual la figura mujer impuso
un relato y consolidó su resistencia, dejándose ver, saliendo de la oscuridad.
Es cierto que Derrida apunta que el pensamiento de Levinas re-
cupera, en su generalidad, la idea de lo “masculino” como perímetro esencial
para el despliegue de su filosofía; incluso sostendrá que lo masculino mismo l 233
será el sujeto en la obra de Emanuel Levinas (Derrida 1989: 82). Del mismo
modo, sostendrá en una entrevista con Christie McDonald que “habría, cier-
tamente, cierta secundariedad de la mujer, Ischa. El hombre, Isch, vendría
primero, sería el primero, estaría en el comienzo” (Derrida y McDonald
2008: 167). Entonces, en esta línea, no podríamos sino asumir que en la obra
levinasiana lo que se intuye, en principio, es un relato sexista y que arraiga a
la mujer en roles fundamentalmente domésticos, interiores y sin posibilidad
de extender lo femenino mismo en el espacio público. Probablemente todo
esto se relacione con su profesión al judaísmo y su comprensión firmemente
comprometida con el mensaje talmúdico relativo a la mujer y que es, por
cierto, patriarcal. Por ejemplo, señala en relación a lo “femenino-mujer”, en
un artículo titulado “El judaísmo y lo femenino”, que

La Casa es la mujer, nos dirá el Talmud. Más allá de la evidencia psicológica


y sociológica de tal afirmación, la tradición rabínica la ubica como verdad
primordial. El capítulo final de los “Proverbios”, donde la mujer, sin que haya
una preocupación por la “belleza y la gracia”, aparece como el genio del
hogar y hace posible, precisamente por eso, la vida pública del hombre, puede
en rigor leerse como un paradigma moral (Levinas 2005: 12).

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Pareciera en esta cita que el tratamiento e imaginario que Levinas
impulsa en torno a la mujer y lo femenino es el de una relegación a una
interioridad que no hace más que inyectarle energía y pulso a una suerte
de fijación religioso-política que la excluye con la potencia de lo teológica-
mente determinado.
Sin embargo, a reglón seguido, en la misma entrevista, Jacques De-
rrida plantea lo siguiente respecto de la particularidad de la mirada levina-
siana sobre la mujer y lo femenino:

No obstante, la secundariedad no sería la de la mujer o de la feminidad, sino


la de la partición masculino / femenino. Sería tan solo la relación con la dife-
rencia sexual lo que sería segundo, y no la sexualidad femenina. En el origen,
y es esto lo que importa, habría una humanidad en general, antes de toda
marca sexual, más acá y más allá, pues, de ella. Así se salvaría la posibilidad
de la ética, entendiéndola como una relación con el otro en tanto que otro
que no tiene en cuenta ninguna otra determinación y, en particular, ningún
carácter sexual (Derrida y McDonald 2008: 167).

Si seguimos esta cita, entenderemos que para Levinas la mujer –y


lo que se da por llamar “lo femenino”–, no es lo tachado, lo anulado o lo
234 l relegado, sino que aquello que se estabiliza es una suerte de fragmentación
a propósito de la diferencia sexual. No habría pulso ni pulsión alguna por
“derivar” a la mujer a un exilio en el cual se obliteraría su singularidad y,
sobre todo, su con-figurativa alteridad. Hay, en el origen del pensamiento de
Levinas sobre lo femenino, una consideración profundamente humana que
la entiende en su otredad radical, y la constatación de que es aquí donde
la mujer ingresa al espacio siempre extensivo del reconocimiento de ella
misma como lo otro que es lo propio de lo común.
Lo “femenino” solo es propiedad de la figura mujer, solo ella puede o
no ratificarlo y explicar qué es.
Escribe Jacques Derrida:

la mujer es contradictoriamente dos veces el modelo [...] Modelo de la


verdad, tiene un poder de seducción que subyuga al dogmatismo, extravía y
espolea a los hombres, los crédulos, los filósofos. Pero en la medida que no
cree en la verdad, […] representa la disimulación, el adorno, la mentira, el
arte, la filosofía artista (Derrida 1978: 45).

Es decir, la figura mujer siempre es entendida en su doble inyunción,


esto es que tiene la capacidad de suspender las “creencias” sobre la mujer
misma, activar y desactivar las pretensiones de verdad que el falogocentrismo

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ha sintetizado en su nombre. Incluso la misma filosofía acusa el golpe cuando
la figura mujer, la imposible categoría de “mujer”, tensiona la verdad. Esto
no es simplemente un dato. Si la figura mujer tiene la capacidad de poner en
cuestión la tan pretendida búsqueda de verdad que caracteriza a la filosofía,
entonces ella tendría la potencia de desorganizar el cosmos y proponer un
caos desde la mentira. Sin duda tiene ese poder toda vez que su secreto es
transformado en potencia política.
No obstante, y al mismo tiempo, ella no cree en la verdad que se
ha contado desde el origen de Occidente, pasando a un costado que sin
embargo es guiño de alteridad, síntoma de una historia postergada que se
anuncia y que no se podrá evitar que irrumpa.
La figura mujer es entonces mentira, pero mentira de una verdad
oculta, hundida por el espolón del hombre.
En este sentido “la mujer hace época” (Derrida 1978: 39)10. Desde una
mentira, desde una no-verdad la mujer hace época. La historia de la mentira
cuando hablamos de la figura mujer es la historia de la dominación y la ex-
clusión, la que ha querido ser negada por la verdad que siempre estará del
lado de quienes, en este caso, dominan. No arriesgamos nada al decir en-
tonces que la figura mujer es una “mentirosa”, ella miente, no dice la verdad;
pero es una mentira justa, liberadora y excepcional que se enfrenta a una
verdad falogocéntrica que se ha edificado sobre sus innumerables recursos l 235
para determinar qué es cierto y qué no.
La figura mujer hace época, su y nuestra época, oponiendo la justa
mentira a la arbitraria verdad: “si el estilo […] era el hombre [...] la escritura
sería mujer” (Derrida 1978: 38).
Escribir en torno a la mujer sin renunciar jamás a la escritura, a un
querer-decir, aunque este sea imperdonable y todo lo que aquí se ha dicho
no encuentre eco más que en la intimidad de un yo; de un yo que escribe y
se resuelve hacia sí.
Al final, y más allá de todo, hablar de la figura mujer, detenerse y mirar
de frente aquello que en ella es imposible e irrevelable –pero que al mismo
tiempo es la fuerza política de una irrupción sin precedentes– es apostar por
la justicia y por el porvenir.
Tal como lo señala Derrida, el estilo es el hombre, el escenario el
hombre, lo que fue es el hombre y su relato. La escritura, o la reescritura de
la historia, está en la mano de la figura mujer.
En este sentido, todo resta por ser escrito.11

10 La cursiva es nuestra.
11 Este artículo es fruto de una pasantía de Investigación realizada en el año 2023 en la Uni-

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Recibido: 24-06-2023; aceptado: 22-02-2024

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