DONALD CURTIS
LA LEY DE LOS ASESINOS
© D. CURTIS
Texto
©ROCA
Cubierta
1.a edición: julio de 1997
Esta publicación es propiedad de EDITORIAL ASTRI, S.A.
Secretario Coloma, 121, bajos 08024 BARCELONA
ISBN: 84-460-0588-4 Imprime NOVOPRINT, S.A.
Depósito legal: B. 30.098-97 Printed in Spain - Impreso en España
CAPITULO 1
El cantinero echó una mirada al exterior. Se humedeció los labios,
secó un vaso cansinamente, hasta sacar un desusado brillo al grueso
vidrio, luego tragó saliva, subiendo y bajando ruidosamente su
abultada nuez, miró significativamente al hombre sentado en una
mesa del por otro lado vacío local, y anunció con tono indiferente:
—Creo que es la hora, señor Blackwell.
El llamado Blackwell se estremeció levemente. Alzó sus ojos, azules
y fríos como dos trozos de metal, fijándolos por un momento en el
cantinero. Luego dirigió una ojeada al reloj de pared de la cantina.
Señalaba exactamente las doce.
—Es puntual ese tipo —jadeó entre dientes con tono áspero.
—Mucho —asintió el cantinero—. Ya se lo dije, señor.
—Bien. Entonces, hay que salir.
—Eso creo. Esta vez le han dejado solo, señor Blackwell.
—Lo sé. Esos malditos hijos de perra... Se asustaron demasiado de
un solo hombre. No merecían el sueldo que cobraban.
—Cuando ese solo hombre se llama Wess Logan, la gente suele
pensárselo mucho antes de enfrentarse a él.
—Yo no tengo otro remedio. No puedo regalar sin lucha cuanto he
conseguido, Burt.
—Claro, señor. Yo lo entiendo —sonrió el cantinero, apoyándose de
codos en el mostrador—Pero Wess Logan no lo entiende así. Ni los
demás tampoco. Le han exigido que se vaya o luche como un
hombre. Usted se ha quedado.
—Aún confío en mis fuerzas —dijo el hombre, entornando los ojos.
—Hace mal. No se va a enfrentar con un tipo cualquiera, sino con
Wess Logan.
—¿Y qué? ¿Acaso ese tipo es un dios?
—No... pero es el peor enemigo que podía encontrarse en todo
Nuevo México y, posiblemente, en todo el Sudoeste. Usted es bueno
con las armas, lo sé. Y lleva todo un arsenal encima, también lo sé.
Pero eso a Wess no le impresiona. Es mejor que usted, eso ambos lo
sabemos. ¿O no?
Blackwell fue ahora quien tragó saliva, antes de asentir con la
cabeza.
—Sí —musitó—. Lo sé. Y eso es lo que me aterra. Salir ahí... a
morir. No tengo ninguna posibilidad.
—Ninguna. Ahora no tiene a sus esbirros. Está solo frente a su
adversario, señor Blackwell.
—Yo era el amo de este lugar, el dueño de sus riquezas —se quejó
el otro—. ¿Y qué ocurre ahora? Tengo que devolverlo todo... o
defenderlo con mi pellejo.
—Sí, usted fue el cacique absoluto en Pueblo Adobes durante años,
es cierto. Pero abusó de ello demasiado. Se hizo duro, cruel, injusto,
feroz. Hizo asesinar a cuantos no le apoyaban. No, no me discuta
ahora, señor Blackwell, no está en condiciones de hacerlo. Se quedó
por una miseria con la mina de plata que da de vivir a este pueblo,
estafando y expoliando a un joven débil como es Keith Logan, su
legítimo dueño inicial. Lo malo es que Keith tenga un hermano
llamado Wess. Malo para usted, claro está. El vino a este pueblo y
arregló las cosas a su modo. Ahora, sólo queda pendiente el asunto
de la mina. Usted fue y es el socio legal de Keith, aunque le robara
toda su parte vilmente. Si usted muere ahora, todo será de Keith
nuevamente, y Wess habrá hecho justicia. A su modo, claro. Así es él.
Si firma su renuncia y se va de aquí, Wess no le hará nada, lo ha
prometido. ¿Por qué no lo hace?
—Porque no huyo ante nadie —dijo altanero Blackwell—. Has
hecho un feo retrato de mi persona, Burt, pero admito que es real.
Soy duro, ambicioso e implacable. Aspiraba a lo mejor en este
mundo, sin detenerme en escrúpulos de conciencia. Y sigo pensando
igual. Gané con buenas o malas artes cuanto poseo. Y no renuncio a
ello. Es más, si tuviera ocasión, volvería a hacer lo mismo. Oh,
demonios, si ese tipo de ahí fuera desapareciese... sería mi gran
oportunidad. Me vengaría de tantos como me han abandonado
últimamente, de los que han escapado cobardemente dejándome
solo...
—Creo que aún tiene dinero —sonrió el cantinero ladinamente—.
¿Por qué no ofrece algo a un mercenario que le ayude a matar a
Wess Logan?
—No hay mercenario en este lugar. Ya no —meneó la cabeza
negativamente Blackwell, desolado—. ¿Quién se ofrecería a
ayudarme contra Logan, a cualquier precio?
—Yo, por ejemplo —dijo inesperadamente el cantinero.
—¿Tú? —Blackwell le miró con estupor—. ¿Bromeas acaso? No
tengo humor para chistes malos, Burt...
—No es un chiste. Pongo precio a mi ayuda, eso es todo.
Digamos... mil dólares. Mil dólares, ni un centavo más. Pero luego,
usted me financiará la reforma de mi cantina, haré que sea la mejor
de este lugar, borraré a esa mejicana, Analupe, y su figón maldito,
siendo el mejor comerciante de Pueblo Adobes: pondría aquí tienda,
almacén, de todo. Incluso hotel, chicas para los mineros...
—¿Te has vuelto loco? Te daría a ciegas esos mil, Burt. Y te
ayudaría a montar el mejor negocio de esa clase en toda la frontera.
Pero ¿de qué me servirías tú contra Wess Logan? Tú mismo has dicho
que es invulnerable...
—He dicho que es el más peligroso y fuerte enemigo de todo este
Territorio. Pero se le puede vencer...
—¡Blackwell! —sonó una voz seca afuera, interrumpiendo al
cantinero—. ¡Es la hora! ¿Sale a despedirse... o a luchar? Tiene un
minuto para decidir.
Blackwell encajó las mandíbulas. Sus ojos se achicaron, fijos en
Burt. Este sonrió.
—Se agota el tiempo, señor —silabeó el cantinero—. Elija. Mil
dólares ahora. Y dé por muerto a Wess Logan.
—Si te pago, haré la mayor locura del mundo. Me matarán. Y tú te
quedarás el dinero...
—Le he ofrecido mis servicios —el cantinero extrajo de detrás del
mostrador un rifle «Winchester»—. Todos piensan aquí que soy un
tipo inofensivo. Y eso no es cierto. Antes fui pistolero. Maté a muchos
hombres, algunos por la espalda, y a un precio razonable. Es lo que
haré por usted. Desde arriba, se ve la calle perfectamente.
Dominaré a Logan sin que él imagine siquiera que le encañono con
un arma. Le cree solo, sin amigos. Nunca sospechará que yo estoy
aquí para ayudarle. Me creen un tipo vulgar, despreciable incluso...
—¡Blackwell! —insistió la voz afuera—. ¡Ha pasado medio minuto!
Le queda otro tanto para decidirse...
—¿Lo oye? —rió Burt sardónicamente—. Decídase pronto, señor.
No hay tiempo para más...
—Está bien —Blackwell buscó en sus bolsillos. Contó billetes de un
rollo. Eran todos de cincuenta dólares. Puso veinte en la mano de
Burt, pálido el semblante—. Espero que resulte...
—Tiene que resultar —asintió el cantinero guardando los billetes en
su delantal—. Salga tranquilo. Pise la calzada. Hable algo con su
enemigo, deme unos segundos de tiempo. Eso será todo lo que
necesitará para volver a ser el gran Blackwell que gobernaba a su
capricho este lugar y mantenía asustadas a sus gentes. Una vez
muerto Wess Logan, nadie se atreverá a plantarle cara. Volverán a
tener miedo, la gente siempre tiene miedo a los fuertes, a los que
vencen.
—¡Es la hora, Blackwell! —tronó la voz de la calle—. ¿Sale ya?
—¡Sí, Logan! —respondió con firmeza el aludido, encaminándose
despacio hacia la puerta de hojas oscilantes—. Allá voy...
Burt corrió, agazapado, para no ser advertido desde fuera, en
dirección a la escalera del fondo, por donde desapareció, rifle en
mano. Blackwell, calmoso, llegó al umbral. Empujó los batientes y
pisó la acera porcheada.
El sol del mediodía hería las retinas al reverberar casi con violencia
en las blancas paredes encaladas del pueblo, ya que muy escasos
edificios eran allí de madera, siendo el adobe el material de
construcción más extendido en el lugar, como en casi todos los
villorrios fronterizos de Nuevo México.
La figura de Wess Logan, erguida en medio de la polvorienta
calzada, se recortaba casi a contraluz como una negra sombra sobre
un muro blanco, justo en la esquina de la parte alta de la solitaria
calle que formaba Pueblo Adobes.
Era una figura alta, enjuta, amenazadora y fría. La figura de un
pistolero inexorable, de nervios de acero, músculos en tensión,
cuerpo al acecho. De su cadera colgaba el «Colt» calibre 45. El
sombrero de copa baja y plana, con alas redondas, remataba su
cabeza de largo cabello castaño. Las botas se asentaban en el polvo
callejero con la firmeza pétrea de dos columnas.
Blackwell no podía ver los ojos del adversario, debido al fulgor de
la luz solar en las paredes blancas, pero conocía bien su tono
acerado, su glacial destello inmutable, capaz de alcanzar los más
recónditos lugares del cerebro de su antagonista, para adivinar sus
intenciones.
Blackwell detuvo su pesada, sólida figura, en el mismo borde de la
acera de tablas de la cantina de Burt. Se quedó mirando, convertidos
sus ojos en rendijas, hacia el hombre a quien temía. Rara vez en su
vida había sentido tal miedo Shet Blackwell ante un adversario. Era
persona habituada a vencer, a ser temida. Sólo Wess había logrado
derrotarle, intimidarle, acorralarle hasta aquella desesperada
situación actual. Le odiaba. Le aborrecía. Pero también le tenía
miedo. Su sola esperanza ahora, tenía un nombre: Burt, el cantinero,
su nuevo, su último asalariado, su inesperado mercenario asesino de
última hora.
—¿Qué ha decidido, Blackwell? —preguntó la voz imperturbable de
Logan.
—Luchar —respondió él tajante.
—Bien. Alabo su valentía. Es usted un ser despreciable como
hombre, pero al menos es un hombre. Esperaba que optase por la
huida. No deseo matarle, no le tengo ningún odio especial.
—Yo a usted, sí.
—Lo acepto. Pero sepa que no me hará feliz muriendo. Si me mata
a mí, la gente acatará el resultado de este duelo. Y usted seguirá
siendo el amo de Pueblo Adobes, el dueño de su mina de plata, el
cacique en suma... Se lo juega todo a una carta, ¿no?
—Así es.
—Mis respetos hacia usted, Blackwell. Siempre admiro al enemigo
valeroso, y usted lo es. Ahora, acabemos con esto de una vez por
todas.
—Si me mata, ¿qué hará conmigo, Logan?
—Se le enterrará dignamente. Su dinero será enviado a quien
desee.
—No tengo familia. Ni amigos. No tengo a nadie a quien dejárselo.
—Eso es triste. ¿Qué hacemos, entonces, con su dinero?
—Dedíquenlo a un túmulo funerario para mi tumba. ¿Lo harán?
—Tiene mi palabra. Pero aún no está muerto. Este es un duelo leal.
Dos hombres frente a frente. Si supiera que usted es un ser
indefenso, no le hubiese retado. Pero no es ningún novato con el
revólver. Tiene muchas muescas en él, ¿no?
—Más de veinte —rió duramente Blackwell—. Pero no todas
corresponden a hombres muertos cara a cara. Maté a algunos por la
espalda, no me importa confesarlo.
—Lo sabía —sonrió desdeñosa la dura faz del joven pistolero
erguido ante el muro de adobe blanqueado—. Eso importa poco
ahora. No soy quien para juzgar sus actos aunque los repruebe. Si yo
gano esta baza, se enfrentará a otro ser más poderoso y más justo
que le ponga todo eso en la balanza, Blackwell. Ahora, no hablemos
más.
Es el momento de resolver este sangriento pleito de una vez por
todas.
—Sí, es el momento —suspiró Blackwell, seguro de que le había
sobrado tiempo a Burt con todo aquel diálogo, para situarse en el
sitio adecuado, encañonar a su adversario y... esperar el momento
preciso de apretar el gatillo. Cosa que debía de estar a punto de
suceder.
—Tiene razón, Logan —asintió—. Acabemos de una vez por todas.
Miró en derredor. Algunos porches aparecían ocupados por gente
ávida de presenciar el duelo final entre ambos hombres. Otros
asomaban a las ventanas de postigos entornados, como medrosos de
ver lo que sucedería de inmediato.
El pueblo era un remanso aparente de calma, silencioso, pesado el
calor y denso el polvo. Gallinas y perros deambulaban de un lado a
otro de la calle, indiferentes al drama humano que iba a
desencadenarse momentos más tarde bajo aquel sol de fuego. En
alguna corraliza, mugía una vaca lastimosamente, acaso sedienta por
la virulencia del calor y la sequedad del aire del desierto.
—Contaré tres —dijo Logan gravemente—. A partir de ese
momento, que gane el más rápido...
Asintió Blackwell. Respiró hondo, en tensión, agitando sus dedos
nerviosamente en el aire.
—Uno... —contó Wess.
Curvó sus dedos, tensó músculos Blackwell, la mirada fija en su
enemigo, pero todos los demás sentidos pendientes de la fachada de
la cantina tras él, de la ventana angosta de arriba, que no podía ver
sobre su cabeza, y de la que surgiría el disparo providencial en su
momento.
—Dos...
Un leve crujido, casi inapreciable, le llegó a sus espaldas. Supo lo
que era: el postigo de madera había cedido levemente en una
ventana concreta. Tal vez lo hacía el cañón de un «Winchester»,
apuntando a la figura de Logan, fácil blanco contra la pared
blanquísima, deslumbrante.
Ya los brazos de ambos contendientes pendían a ambos lados del
cuerpo, la diestra a punto de volar hacia el arma. Blackwell tenía
ahora la seguridad de que, instantes antes de desenfundar él o
Logan, ladraría el rifle emboscado, causando la muerte del pistolero.
—¡Tres! —gritó Logan, dando por terminada la cuenta. Y por
iniciado el margen de tiempo entre la vida y la muerte para dos
hombres...
Arriba, sobre la cabeza de Blackwell, justo cuando los dedos de
Logan rozaban la culata de su «Colt», ganando a su adversario en
décimas de segundo, ladró un rifle ásperamente.
Una bala partió hacia Wess Logan traicioneramente. Y llegó a su
blanco.
CAPITULO 2
Todo fue demasiado rápido para Miles Barnes, sheriff de la ciudad
de Deming, al sudoeste del Territorio de Nuevo México.
Ni él ni sus hombres habían podido preveer tales acontecimientos,
y menos aún la precipitación con que se desencadenaron
súbitamente. Por eso les sorprendió totalmente, aunque quizá de otro
modo tampoco les hubiera sido posible hacer cosa alguna por evitar
lo que ocurrió.
Se inició en el momento justo en que Miles Barnes acababa de
hacer su ronda habitual en torno al sólido edificio de la prisión local,
recién construido por cierto, con el más fuerte ladrillo y con firme
base de piedra, capaz de soportar cualquier intento de fuga por parte
de los reclusos allí metidos.
En torno al edificio, dos hombres montaban guardia permanente,
rifle en mano. Otros dos permanecían en la oficina de la prisión, que
era a la vez la del propio sheriff, y todo ello parecían sobradas
garantías incluso para tener entre rejas con seguridad absoluta a
gente de lo más peligroso.
Y ciertamente, Rodney Skrag y Kevin Wolfe lo eran. No sólo de lo
más peligroso, sino también de lo más feroz imaginable.
Ambos habían sido ya juzgados y condenados por un tribunal y un
jurado. El veredicto para ambos no podía ser otro: la horca. Los
delitos de asesinato, robo, cuatrería, violación y un sinfín de cargos
más, no exigían otra cosa. Skrag tenía más de treinta asesinatos
sobre su conciencia. Wolfe, algo parecido. Con la agravante de que,
mientras Skrag era criminal por naturaleza, por carácter violento y
por ferocidad, Wolfe, con su aire displicente, casi elegante incluso,
mataba por placer, era un enfermo mental que gozaba con el dolor
ajeno.
Ambos esperaban pacientemente el día de ser ajusticiados:
precisamente el siguiente a aquel en que ocurrieron los hechos que
tanto habían de cambiar los inmediatos acontecimientos y los
destinos de muchas personas.
Ya se había empezado a levantar la estructura siniestra del patíbulo
en el centro de la amplia plaza de Deming, a la espera del
acontecimiento. Incluso acudirían a la ejecución forasteros de
Albuquerque, Santa Fe, e incluso de Arizona y de Texas. No era fácil
ver morir en la soga a dos asesinos tan odiados, temidos y
repugnantes como Skrag y Wolfe, ni siquiera en aquellos turbulentos
y violentos lugares del Sudoeste.
Miles Barnes, que estaba deseando ver terminado aquel penoso
trance, para quedar libre de la pesadilla que significaba para él,
hombre demasiado veterano en el cumplimiento de un cargo como el
suyo, tener que cuidar de la seguridad de los dos reclusos,
impidiendo su posible evasión, se sintió satisfecho del examen de la
prisión, antes de irse a comer a casa, donde su esposa habría
preparado uno de sus apetitosos guisos. No es que tuviera
demasiado apetito, pensando en la ejecución del día siguiente, pero
estaba cansado y necesitaba alimentos.
Justo al iniciar el cruce de la calle, tras la revisión de rutina,
comenzó todo.
Los jinetes aparecieron por todas partes, como una oleada infernal.
Al menos serían una veintena, emergiendo de las calles laterales a
todo galope. El aire se llenó repentinamente de estruendo, rifles y
revólveres rugieron, formando una sinfonía ensordecedora, y Barnes
se tuvo que arrojar de bruces a tierra, parapetándose tras un
abrevadero, para no ser arrollado por la horda desencadenada por
doquier.
Aquella gente se dirigía en derechura a la prisión. Los alguaciles de
Barnes se revolvieron, alzando sus armas para defender el edificio y a
los que en él permanecían encerrados. Nada pudieron hacer. Una
nube de proyectiles se abatió sobre ambos, lanzándoles contra el
muro, cosidos a balazos.
Desde la oficina del sheriff, los dos hombres de guardia
comenzaron a abrir fuego a través de las vidrieras, pero aunque
abatieron a tres hombres de sus monturas, un nuevo alud de plomo
hizo restallar los ventanales, pulverizándolos vio lentamente, y
convirtiendo en cribas sanguinolentas a los dos comisarios.
Barnes, desde su parapeto improvisado, se irguió, empuñando su
«Colt», que disparó sobre los asaltantes. Tarea inútil, porque aunque
uno de ellos saltó de la silla, alcanzado de lleno, varios de los jinetes
se volvieron hacia él, apretando el gatillo de sus armas. Barnes sintió
varias mordeduras de plomo, y se derrumbó en la calzada, soltando
su arma.
Para entonces, dos cartuchos de dinamita estallaban en la entrada
de la prisión, arrojados por los jinetes, haciendo reventar la puerta de
sólida madera, que saltó por los aires en medio del estruendo y la
humareda. Un último alguacil, el celador que montaba guardia junto
a las celdas, se enfrentó en vano a los asaltantes. Pudo herir a uno
de ellos y abatir sin vida a un caballo, que arrastró durante unas
yardas a su jinete. Eso fue todo lo que se le permitió hacer antes de
que un puñado de balas hicieran astillas su cráneo.
Penetraron varios de los hombres, arma en mano, dentro de la
prisión, mientras otros cubrían la calle con las suyas, por lo que
pudiera suceder. Pero el pueblo de Deming no soñaba siquiera con el
inútil empeño de enfrentarse a aquella bandada de asesinos llovida
súbitamente sobre el lugar, como una maldición infernal.
Y momentos más tarde, Rodney Skrag y Kevin Wolfe eran sacados,
entre gritos jubilosos, de sus celdas de condenados, para montarles a
caballo y partir de inmediato a todo galope, calle arriba, en medio de
una acre polvareda.
Las armas rugían, disparando a lo alto o hacia las fachadas, para
asustar a los ya de por sí atemorizados vecinos. Barnes, aún herido,
se incorporó a medias, en el polvo ensangrentado, intentando
disparar sobre los que huían.
Otra bala le lanzó definitivamente contra el suelo, sin que llegara
siquiera a cumplir sus deseos. Y allí se quedó inmóvil, jadeante,
perdiendo sangre y vida por los orificios de bala en su cuerpo enjuto,
cansado y viejo...
***
Burt apretó el gatillo en el momento justo.
No falló ni en una décima de segundo. Exactamente cuándo
desenfundaba Wess Logan, él disparó su «Winchester», apuntado
con exactitud mortífera sobre la alta figura del pistolero, nítidamente
recortada contra la tapia encalada.
Era un disparo mortal. Burt no era mal tirador. Y además,
disfrutaba de todas las ventajas a su favor. Nadie en el pueblo
hubiera imaginado ni remotamente que el desesperado, solitario Shet
Blackwell pudiera tener todavía un amigo, un aliado, un simple
esbirro, en aquel duelo final.
Pero el azar quiso que, casualmente, en el mismo momento en que
el índice del traicionero dueño de la cantina se moviera sobre el
gatillo, allá en la calle, un incidente trivial tuviera lugar.
Un perro, irritado por el fuerte calor y tal vez la ausencia de
alimentos entre los desperdicios, se enfureció con una gallina que
cloqueaba cerca de él picoteando migajas. Ladró, rabioso,
precipitándose sobre el ave. Esta aleteó, asustada, metiéndose entre
las largas piernas de Wess, justo cuando él desenfundaba su «Colt».
Tras ella, fue el perro como una flecha, ladrando y gruñendo, con
su rabo erecto. Ambos animales tropezaron con los pies del pistolero,
que tuvo que dar un salto leve de costado, para eludir a perseguida y
perseguidor.
Eso salvó su vida.
La bala del «Winchester» de Burt se hubiera clavado sin remedio
en su corazón, de no mediar ese leve salto lateral. Así, el plomo llegó
a su destino, pero algo desviado. Lo suficiente. Se hundió, doloroso,
ardiente, en la carne fibrosa del brazo izquierdo de Logan. Este
emitió un gruñido de sorpresa y de dolor, cuando ya su adversario,
Shet Blackwell, le encañonaba con su revólver, presto a disparar
aprovechando la sorpresa del momento y la herida de su rival.
Wess demostró que su fama no era casual ni fruto de la
imaginación popular. Sus acerados ojos descubrieron de inmediato,
apenas recibida en su carne la mordedura del plomo, la sombra
furtiva, oculta tras el postigo de la ventana del edificio de la cantina.
Vio unas manos, accionando presurosas el cerrojo del rifle recién
disparado, para repetir el intento...
Y ante él, Blackwell se disponía también a remacharle a mansalva
de un balazo certero y fácil, con dura, agria sonrisa de complacencia,
de triunfo.
Wess Logan demostró, una vez más, en esa décima de segundo
decisiva, que seguía siendo el mejor.
Su mano diestra apretó el gatillo por dos veces en escasas décimas
de segundo, en una auténtica, desesperada lucha relampagueante
contra el reloj.
Tenía a dos enemigos enfrente, ambos dispuestos a rematarle sin
piedad. Y él, solo frente a ambos, tenía que ganar la partida. O morir
en el empeño.
Ganó.
Su diestra hizo llamar dos veces el arma. Su «Colt» calibre 45
vomitó fuego y plomo en dos direcciones diferentes, con una breve,
precisa jugada de muñeca al tiempo que apretaba consecutivamente
el gatillo y caía el percutor.
Una bala fue directa a la ventana. Otra, a Blackwell, que gozaba ya
anticipadamente con su victoria sobre el odiado enemigo...
Dos alaridos de agonía retumbaron en la calle soleada. Arriba, un
hombre soltó el rifle, abrió sus brazos en cruz, osciló, y se fue dando
una voltereta contra el hueco de la ventana, por el que pasó, en
zambullida de muerte, para caer rebotando de forma sorda en el
polvo, donde quedó quieto, sobre un reguero de sangre. Burt, el
inesperado auxiliar de Blackwell, había pagado con la vida su traición.
En cuanto al propio Shet Blackwell, también acababa de recibir su
dosis de plomo en pleno vientre. Aturdido, con los ojos desorbitados
repentinamente, boqueó, mirando borrosamente a su enemigo, cuyo
«Colt» humeaba tras los dos disparos.
—¿Qué... diablos...? —jadeó, tosiendo secamente, y dejando caer
despacio su arma, tras dispararse ésta hacia lo alto, sin puntería
alguna.
Después, se tambaleó brevemente, comenzó a doblarse, y acabó
por desplomarse de bruces, con Un sordo jadeo, agitando su cuerpo
con leves espasmos de agonía.
—Lo siento, amigo —murmuró Wess soplando en el largo cañón de
su arma recién disparada—. Estuvo a punto de salirte bien tú
jugada... pero el azar la truncó.
Y miró con simpatía al perro que, meneando furioso su cola,
contemplaba a la gallina recién metida en un cercano corral, con
cacareos asustados. Luego, despacio, enfundó el arma, mirando
cansadamente el cuerpo tendido en medio de la calle.
Poco a poco, la gente fue saliendo de porches y viviendas,
rodearon a Burt y a Blackwell, comprobando que el cantinero estaba
muerto y el cacique de Pueblo Adobes mortalmente herido, en plena
agonía aún.
—Acabó todo, Logan —dijo alguien—. Fue una jugada sucia.
Pudieron haberte asesinado.
—Hubiera ocurrido así, de no ser por ese pobre perro y esa gallina
—sonrió duramente Logan—. El destino tiene a veces extrañas
formas de manifestarse...
Caminó lentamente, con el brazo izquierdo colgando, sangrante, en
dirección a la vivienda del único médico del lugar, el viejo doctor
Daniels.
—¡Wess! —gritó una voz de mujer impulsivamente—. ¡Wess, Dios
mío, estás herido!
—No es nada —sonrió él, volviéndose a la que gritaba, y que venía
hacia él, calle abajo, a todo correr—. Cálmate, de ésta saldré bien,
sin duda alguna...
La mujer que iba hacia él no cesó por eso de correr. Cuando le
alcanzó, le rodeó con sus brazos morenos, aferrándose a él,
anhelante el gesto. Logan sonrió, mirando el rostro bronceado de la
hembra, su negra cabellera, sus grandes ojos oscuros, brillando en
medio de aquella faz morena y apasionada. Los blancos dientes de
ella se hincaban en sus carnosos labios, angustiadamente.
—Wess, cariño... —musitó en español, estremecida su voz—. Tengo
que cuidar de ti... Pudieron haberte matado...
—Claro. Pero no lo hicieron. El doctor cuidará de mí, Analupe, no
sufras. Mi dura piel ha recibido cosas peores que ésta...
Ella, pese a sus palabras tranquilizadoras, siguió abrazada a él,
camino de la consulta del viejo doctor. En otro porche, una mujer
muy diferente, rubia, de pálida piel y claros ojos azules, se mordió el
labio inferior, con un relampagueo de contrariedad en su mirada ante
la visión de la pareja que caminaba unida hacia la vivienda del
médico.
—Querida Viveca... —sonó junto a ella una voz apagada, trémula
—. Ya acabó todo... Como has visto, no me equivoqué. Mi hermano
ha sido capaz de acabar con Blackwell y su reinado de terror en este
lugar...
—Sí —la llamada Viveca asintió, apretando con fuerza sus labios —.
Ya lo he visto. Wess es siempre el más fuerte, ¿verdad?
—Lo fue toda la vida —suspiró el joven de cabello rizado y ojos
pardos que rodeaba ahora con su brazo a la joven de dorada melena
—. Siempre me sentí orgulloso de tener un hermano como él... y
ahora más que nunca. Lástima que yo no sepa, como él lo hace,
empuñar un arma, luchar a vida o muerte... Somos tan diferentes...
—Sí, Keith. Sois muy diferentes —asintió ella, volviéndose hacia él
con cierta expresión de tristeza en su bello rostro—. Pero lo cierto es
que gracias a él, a su valor y decisión, a su capacidad con las armas
de fuego, este pueblo vuelve a ser libre. Y tú vuelves a ser el dueño
de la mina de plata...
—Nunca podría ser el único dueño de esa mina —protestó el joven
Keith Logan—. Ofreceré la mitad de las acciones a mi hermano Wess.
Creo que es lo justo.
—¿Wess dueño de una mina? ¿Wess metido en negocios? — ella
rió, encogiéndose de hombros con gesto sarcástico—. No creo que
resulte, Keith. El nunca querrá parte alguna en esa mina o en
cualquier otro negocio, bien lo sabes.
—Pero yo quisiera retenerlo aquí, hacerle echar raíces alguna vez...
—Es inútil, Keith —suspiró ella—. Wess no es de esos. Se irá. Ahora
ya nada le ata a este lugar. Te ayudó, salvó nuestras vidas, tu
negocio, tu mirada... Volverá a montar en su caballo y se alejará de
aquí, tal vez para siempre. Creo conocerle bien y sé que eso es lo
que hará, digas tú lo que digas...
Keith Logan buscó los ojos de ella. La tomó polios hombros y la
hizo encararse con él. Luego la preguntó con voz firme, en la que se
apreciaba también cierto temor:
—Y tú, Viveca... ¿qué decides?
Enarcó ella las cejas como si no le entendiera bien. Pero algo en el
centelleo de sus ojos celestes daba la impresión de que sí entendía
muy bien aunque fingiera lo contrario.
—¿Decidir... sobre qué? —puntualizó, algo seca.
—Creo que me entiendes. Wess te ama. Yo también. ¿Por quién te
inclinas?
Ella apretó sus labios gordezuelos. Los azules ojos brillaron un
instante, para volverse opacos un momento más tarde.
—Me pareces que te equivocas, Keith —susurró—. El no me ama.
Nunca amó a ninguna mujer en realidad. Yo tampoco le amo. Prefiero
una vida estable, un hogar, un hombre tranquilo y con los pies en
tierra firme.
—¿Eso quiere decir que me prefieres... a mí? —tembló la voz de
Keith Logan.
—Sí —suspiró ella, pestañeando—. Te prefiero a ti, Keith. Seré tu
esposa, si es eso lo que me estás preguntando ahora...
—¡Dios mío, qué alegría! —clamó Keith, entusiasmado—. ¡Es lo
más hermoso que oí jamás, Viveca! ¡Claro que quiero que seas mi
esposa! ¡Y lo antes posible! ¡Todo el pueblo tiene que saber esto,
todo el mundo deberá celebrarlo!
Y tomando por ambas manos a la joven, empezó a danzar,
jubiloso, ante la sorpresa de sus vecinos.
CAPITULO 3
—Os felicito. Espero que seáis muy felices ambos.
Viveca miró en silencio al hombre a quien el doctor Daniels
acababa de vendar el brazo, tras extraerle la bala, aconsejándole
mantuviera quieto aquel brazo en cabestrillo el mayor tiempo posible.
—¿Es todo lo que tienes que decir, Wess? —preguntó ella
apagadamente.
El joven pistolero enarcó las cejas. Sus grises ojos brillaron
fríamente en el rostro anguloso e inexpresivo.
—¿Qué esperabas que dijera, Viveca? —respondió lentamente —.
Keith es mi hermano. He luchado por él como por los demás. Ahora,
la mina vuelve a ser suya. Merece ser feliz.
—Wess, sabes que Keith desea hacer dos partes de esa mina. Una
sería tuya. Y tú podrías establecerte aquí, instalar tu hogar por una
vez...
—¿Un hogar? ¿Con quién? Siempre he sido un lobo solitario...
—Conmigo, pongamos por caso.
—¿Contigo? —Wess la miró, fijo—. Creí que ibas a casarte con
Keith.
—Y lo haré. Tu hermano es la seguridad, el hogar, lo duradero y
sólido. Tú eres lo incierto, lo errante. Prefiero una vida estable. Pero
sabes que te amo a ti.
—Eso no puede ser cierto. No te casarías con Keith.
—El me ofrece el hogar y la vida segura. Ofréceme tú lo mismo, y
te elegiré a ti a ciegas. Estoy loca por ti, siempre lo estuve. Y tú lo
sabes.
—Entonces, mientes a mi hermano. Eso no es justo. El no lo
merece.
—Keith no es fácil de engañar. Sabe que te quiero a ti, Wess. Pero
se siente feliz sabiendo que te vas, que sigues tu vida nómada...
porque ello significa tenerme a mí.
—Había una solución mejor: venir conmigo. Unir nuestras vidas,
fuese como fuese.
—No, eso no. No me iría contigo por nada del mundo. No es la
clase de vida que deseo. Si sigues pensando así, está decidido: me
quedo. Y me caso con Keith.
—Bien. Entonces, sé feliz. Y procura hacerle feliz a él.
—¿Es tu última palabra?
—Sí —sonrió Wess—. No me gustaría tener una mina de plata
propia. Ni un hogar con una esposa que sólo busca seguridad y
solidez. En la vida hay que correr algún riesgo cuando se ama algo
con la suficiente fuerza.
—Y tú no me amas a mí.
—No puedo estar seguro de nada. Tú has elegido, no yo. Tal vez
nunca llegue a saber si te amo o no, Viveca. Y será mejor así.
—Entiendo. Prefieres una noche de amor con esa mejicana,
Analupe...
—No te metas con ella. Eso no es digno de ti. Analupe nunca dijo
nada contra tu persona. Ni exigió cosa alguna jamás. Es una buena
amiga, eso es todo.
—¿Llamas así a la que se acuesta contigo por unas monedas? —se
mofó ásperamente la rubia Viveca.
—Te equivocas otra vez. Analupe es dueña de una cantina. Me
recibe en ella. Me da una copa o una caricia. Le pago la primera. La
segunda, no. Además, eso no es cosa tuya, Viveca. Ve en buena
hora. Sé feliz con Keith. Y nunca le engañes o le hagas desgraciado.
No me gustaría.
Ella apretó los labios, dominó su despecho, sus ojos se cuajaron de
llanto y salió disparada de la consulta, echando a correr calle arriba.
Wess respiró hondo, inclinando la cabeza. Parecía haber estado a
punto de decir algo. Pero nunca lo dijo. El doctor Daniels reapareció
en la consulta y le apretó el hombro derecho suavemente.
—Creo que estás enamorado de esa chica, Wess —comentó.
—Es posible —suspiró Logan—. Pero Keith puede ofrecerle más
que yo. Es mejor que sea así, doctor.
—Nunca se sabe qué es lo mejor. ¿Te vas a marchar de Pueblo
Adobes?
—Sí. Mañana mismo, con el alba. Aquí ya no tengo nada por hacer.
Se encaminó a la salida. El viejo médico estrechó su mano
cordialmente.
—Ve con Dios, hijo —musitó—. Has hecho mucho por todos
nosotros. Mereces todo lo mejor en esta vida.
—Gracias, doc —sonrió él, alejándose por la calle donde ya
declinaba el sol lentamente, en su ruta hacia el oeste.
Aquella noche, Wess Logan se despidió de Pueblo Adobes en
brazos de la apasionada Analupe.
***
Clareaba cuando Wess Logan se incorporó en el lecho. La luz del
alba, lívida y azulada, hirió su torso desnudo, fibroso y atlético. Las
suaves manos morenas de Analupe, le acariciaron tiernamente.
—¿Ya? —musitó ella.
—Sí —asintió él—. Ya es la hora.
—Wess, ¿por qué? —gimió la mejicana, irguiéndose en la cama,
sus senos espléndidos y generosos apareciendo exultantes entre las
sábanas.
—Ya hablamos de eso anoche. Sabes cómo soy. Vine a ayudaros a
todos. Y a Keith especialmente.
Ahora todo eso ha terminado. No hago falta aquí. Debo irme.
—¿Adónde, Wess?
—Eso nunca se sabe —se encogió de hombros, con una sonrisa
vaga—. A cualquier sitio. Por ahí. Es mi vida, Analupe. No sabría vivir
de otro modo.
—¿Acaso es eso vivir, Wess? —dudó ella.
—Lo ignoro. Es la clase de vida que seguí siempre. Y me gusta.
—Algún día necesitarás quedarte en un solo lugar, levantar allí tu
casa, echar raíces... tener una familia.
—Es posible —sonrió Logan—. Pero por el momento, eso no me
preocupa.
—Creí que esta vez iba a ser así —habló ella, la mirada perdida en
el vacío, levemente ensombrecido su hermoso rostro moreno.
—¿Lo creíste? —él buscó su mirada—. ¿Por qué?
—Por... por Viveca.
—Viveca va a casarse con mi hermano.
—Sí, lo sé. Y no logro entenderlo. Todos pensamos que serías tú
quien...
No pudo seguir. Wess se sentó en el borde del lecho, comenzó a
vestirse lentamente, el gesto imperturbable, todavía con su brazo
izquierdo vendado hasta el codo, medio inmovilizado.
—Pues ya ves que os equivocasteis —murmuró Logan, seco—. Es
Keith el elegido.
—¿Lo eligió ella?
—Claro. Nadie la puso una pistola en el pecho. Es mayor de edad
esa chica, ¿no?
—De sobra lo sé. Pero sé también que estás dolido. Se nota en tus
palabras. No te gusta que se case con Keith.
—Al diablo con eso. Las mujeres sois algo terrible. Estoy aquí
contigo, ¿no?
—No es lo mismo. Yo te doy mi cuerpo. Me conformo con tenerte
al lado unas pocas horas y luego decirte adiós, tal vez para siempre.
Ella no se entregó a ti. Pero está loca por tu persona. Y tú parecías
un colegial tras ella. ¿Qué pasó? ¿Por qué eligió a Keith? ¿Por
egoísmo? ¿Porque él es el dueño de la mina de plata y puede darle
todo y tú no le darías nada? ¿Es eso?
—¿Y yo qué sé? Eligió, y basta.
—Wess, yo te hubiera elegido a ti sin dudarlo. Te hubiera seguido
adonde fuese, incluso sentada en tu misma grupa. No hubiera exigido
nada, nunca te hubiera pedido nada... Sólo tu amor, tu cariño, tu
compañía... Y aún puedo hacerlo. Llévame contigo, Wess.
—Imposible —rechazó él, tajante, poniéndose en pie. Su
impresionante, alta figura se recortó contra la ventana alumbrada por
el amanecer—. Me voy solo. Siempre cabalgué solo. Mi vida es
demasiado dura, demasiado insegura para una mujer, Analupe. No
insistas nunca en eso.
—Está bien. No insisto —suspiró la joven, mirándole largamente —.
¿Volverás?
—Volveré, seguro —prometió él, ajustándose el cinturón con el
revólver y tomando el sombrero, una vez ajustadas sus botas—.
Nunca se sabe cuándo, pero volveré... si la muerte me respeta como
hasta ahora.
—Dios lo quiera, Wess —musitó la mejicana fervorosamente—.
Cuídate, cariño.
—Lo haré —prometió, caminando hacia la salida—. Cuídate tú
también. Y que tengas suerte en el negocio. Ahora ya no tienes
competidor. La cantina de Burt se cerró por defunción. Y no creo que
nadie piense en abrirla de nuevo.
—Ni siquiera en vida era competidor mío esa rata —sonrió ella
forzada, irguiéndose en el lecho, majestuosamente desnudos sus
broncíneos, opulentos pechos—. Adiós, Wess.
—Hasta pronto —rectificó él suavemente, inclinándose a besarla —.
Nunca digas adiós a un amigo. Trae mala suerte.
Se fundieron sus labios en un beso prolongado y cálido. Luego, él
se apartó con brusquedad. Había lágrimas cuajadas en los ojos de
Analupe, pero se mantuvo silenciosa. La figura humana desapareció
en la puerta. Poco después, afuera relinchó un caballo. Sonó el trote
de sus cascos en el suelo polvoriento.
Analupe se envolvió en un rebozo y asomó a la ventana. Vio la
figura de caballo y jinete, recortándose contra el alba. Comenzaron a
alejarse de ella en el amanecer. Las lágrimas, silenciosas, rodaron por
las mejillas de vivo bronce de la joven. Su larga melena suelta brilló
con tonalidades azules.
—Vuelve, Wess, vuelve, por el amor de Dios —susurró entre
dientes—. Siempre te estaré esperando...
***
Los ocupantes del carromato, asustados, miraron en torno suyo,
mientras chirriaban las ruedas al detenerse en el camino. Hombre y
mujer sentados en el pescante se miraron, alarmados, inquietos,
dirigiendo luego una mirada medrosa al pequeño de unos cinco o seis
años que dormitaba tendido atrás.
—¿Quiénes son ustedes? —tartajeó el hombre—. ¿Qué es lo que
quieren?
Y sus ojos preocupados se fijaban en los voluminosos revólveres
con que eran encañonados por aquel grupo de jinetes malencarados.
Kevin Wolfe soltó una risotada, mirándoles malévolamente por
encima de su revólver amartillado.
—Cálmese, amigo, sólo queríamos preguntarle si hay algún lugar
habitado cerca de aquí—habló el asesino con tono moderado,
rebosante de sarcasmo.
—Bueno, nosotros vivimos en la llanura, en una pequeña granja,
señor —explicó medroso el conductor del carromato—. Venimos de
comprar algunas cosas de la tienda de Pueblo Adobes, que es el sitio
más cercano a nuestra vivienda. Pero les aseguro que Pueblo Adobes
es un villorrio sin importancia, un lugar muy pequeño, carente de
telégrafo, de parada de postas y, por supuesto, de ferrocarril. De no
ser porque hay en él una mina de plata que da trabajo a todos los
hombres del lugar y reporta alguna riqueza a la región, allí sólo
vivirían los coyotes, señor.
—Pueblo Adobes es el lugar, ¿eh? —repitió Wolfe con una sonrisa
malévola en su rostro huidizo, de expresión ratonil—. Por lo que se
ve, todo un remanso de paz. ¿Oíste eso, Rodney? Ni telégrafo, ni
diligencias, ni ferrocarril. Un paraíso, vamos.
—Excelente lugar, Kevin —rió el fornido cabecilla del nutrido grupo
de jinetes, fijando su aviesa mirada en el hombre y la mujer del
carromato—. Vamos hacia allá. Puede que sea el sitio que estamos
buscando, después de todo. Ah, por cierto, amigo, ¿tienen sheriff allí?
—indagó encarándose con el hombre del carromato.
—Pues no, que yo sepa, señor —negó el interrogado—. Hay un
cacique que rige todo allí, un tal Blackwell, pero creo que iba a tener
dificultades con un tipo llamado Wess Logan. Nunca he visto en
Pueblo Adobes ni un sheriff ni un alguacil, esa es la verdad. No creo
que los necesiten, por otro lado. Quitando a ese Blackwell y a sus
compinches, todo el mundo allí es gente de buen vivir...
—Gracias por la información, amigo —dijo Skrag con tono áspero
—. En marcha, Kevin. Vamos a visitar ese apacible lugar lo antes
posible...
—Sí, de acuerdo —asintió Wolfe entornando sus ojos—. Pero antes,
deja que arregle cierto asunto...
Y fríamente, enfilando a hombre y mujer con su revólver, apretó el
gatillo por dos veces.
Con el asombro entremezclado con el dolor repentino, la pareja se
miró entre sí, contempló luego aturdidamente a su asesino, y la
sangre comenzó a brotar sobre sus corazones perforados. Se
aferraron el uno al otro con un quejido, para desplomarse luego a
tierra, entre las patas de los caballos que tiraban de su carromato.
Skrag arrugó el ceño, mirando a su compinche, que sonreía
complacido, la mirada fija en los dos cadáveres.
—¿Era necesario eso, Kevin? —gruñó.
—Claro. Sabían que íbamos a Pueblo Adobes. No nos convenía,
Rodney. Tu cara es demasiado conocida últimamente. Podían haberte
reconocido en cualquier pasquín y avisar a las autoridades...
—Bueno, puede que tengas razón... pero ¿y el muchacho? —
masculló Skrag, señalando al niño, que acababa de despertarse al
sonar los dos disparos, y buscaba con mirada aturdida a sus
desaparecidos padres del pescante, comenzando a llorar.
Kevin Wolfe no dijo nada. Se limitó a sonreír, alzó de nuevo su
arma e hizo el tercer disparo. El pequeño cayó fulminado en el fondo
del carromato, con el corazón infantil reventado por una bala de
calibre «45».
—Los niños son siempre buenos fisonomistas —comentó Wolfe,
soplando en el cañón de su arma para expulsar el humo acumulado
allí—. Y además, me molestan sus llantos, Rodney. Sigamos viaje.
Skrag enarcó las cejas, fija la mirada en el niño asesinado. Luego
dirigió una ojeada de preocupación a Wolfe, mientras el grupo
nutrido de forajidos que formaban su pequeño ejército permanecía
silencioso y pasivo, meneó la cabeza y ordenó ásperamente:
—¡Vamos, en marcha, muchachos! ¡Rumbo a Pueblo Adobes!
Les costó encontrar el camino, que las huellas del carro les
acabaron señalando con claridad. Por esa razón, la ruta de los
asesinos no se cruzó en ningún momento con la de un jinete que
cabalgaba hacia el Oeste, en dirección a Deming, llevando su brazo
izquierdo en cabestrillo, grave la expresión bajo el ala del sombrero.
Rodney Skrag y su compinche, Kevin Wolfe, seguidos por la horda
de criminales, no pudieron así cruzarse con el solitario cabalgar de un
hombre llamado Wess Logan por simple casualidad. Hubo un
momento en que sólo les separó media milla a uno de los otros, pero
un bosquecillo interpuesto entre ambos caminos evitó que se vieran
mutuamente.
El siguió su ruta hacia Deming, ajeno por completo al huracán de
violencia y de sangre que amenazaba con desencadenarse sobre
Pueblo Adobes, a sus espaldas...
CAPITULO 4
La señora Barnes sollozaba, apoyada en el borde del lecho. El
médico puso una mano piadosa sobre su hombro.
—Vamos, vamos, serénese —pidió suavemente—. Se ha hecho por
él todo lo posible. No está ya en nuestras manos salvar su vida,
señora. Todos vamos a perder a alguien muy querido: usted, a su
esposo. Yo, a un buen amigo. Este lugar, a un sheriff tan íntegro
como valeroso... Pero así son las cosas. Dios lo ha querido, y no
podemos hacer nada por evitarlo...
—Esos miserables... —gimió ella desesperadamente—. Asesinos sin
conciencia, malvados y viles...
—Sí, señora. En mala hora tuvimos en esa prisión a esos dos
hombres nefastos. Debieron lincharlos apenas los cogieron, en vez de
esperar a un juicio justo y todo eso. Ya ve, señora, que yo soy
médico y mi deber es salvar vidas, pero no me hubiera importado
que colgaran de una soga a esos rufianes apenas capturados. Esta
población se hubiera librado de un baño de sangre inocente. Los
asesinos no merecen piedad. Nunca.
Ella continuó sollozando, mientras la vida del bravo sheriff Miles
Barnes se extinguía sin remedio en aquel lecho, víctima de las balas
de los forajidos. Su viejo y cansado cuerpo no soportaba ya tanto.
Había intervenido en su última batalla. Y la había perdido. Era el final.
El médico salió de la estancia, saliendo a la acera porcheada,
donde varios hombres de rostro ensombrecido comentaban entre sí
la trágica evasión de los forajidos, mientras los ataúdes con los cinco
cuerpos de los alguaciles asesinados en el tiroteo se alineaban
lúgubremente ante el negocio de la funeraria local.
En ese momento, un jinete apareció por la parte alta de la calle
principal de Deming, cabalgando al paso lento, sin prisas. Su mirada
sorprendida se fijaba en la hilera de féretros. Luego, dirigió una
ojeada a los grupos de ciudadanos reunidos de trecho en trecho, en
silenciosa murmuración.
El médico irguió la cabeza, sorprendida. Corrió al encuentro del
jinete.
—¡Dios sea loado, Wess Logan! —clamó—. ¿Qué haces por aquí,
muchacho?
—Hola, doctor —sonrió el jinete—. Vengo de un lugar llamado
Pueblo Adobes... ¿Qué ocurre en esta ciudad? ¿Ha habido alguna
epidemia?
—¿Epidemia? De plomo, amigo mío —meneó tristemente la cabeza
el médico—. Ha sido terrible. Los cinco alguaciles de Barnes. Muertos
todos.
—Cielos, ¿cómo pudo ocurrir? —Wess detuvo su caballo y saltó de
él a tierra, encaminándose hacia el médico local.
—Fueron Rodney Skrag y Kevin Wolfe, esos dos canallas... Llegó
una turba de bandidos armados y les liberó en medio de una
matanza... Han escapado todos con vida.
—¿Y el sheriff? —había una nota de tensa aprensión en la voz de
Wess.
—¿El viejo Barnes? Dentro, en mi casa... muriéndose, Wess.
Logan no esperó a más. Soltó una imprecación y corrió hacia la
consulta. Entró en ella, quitándose el sombrero. Pronto descubrió a
su viejo amigo Miles Barnes, agonizante en una cama, con su esposa
sollozando amargamente junto a él.
Se detuvo en seco, impresionado. Contempló el lívido rostro
demacrado del herido, la escasa luz en sus pupilas fatigadas...
—Miles... —habló roncamente, avanzando hacia el lecho.
Los ojos del moribundo se animaron levemente. Sus manos yertas
temblaron un poco sobre el embozo. La señora Barnes alzó sus
patéticos ojos hacia el joven.
Logan asintió en silencio. Se detuvo junto al herido. Le tomó una
mano, apretándola con calor. Los dedos viejos, agotados, presionaron
débilmente los suyos.
—Wess, muchacho... —era un hilo de voz lo que brotaba de labios
del viejo sheriff—. No esperaba verte más...
—Pues ya ve que no fue así, Miles —sonrió forzado Logan—. Aquí
estoy otra vez.
—Siempre solo... errante... —casi sonrió el moribundo—. Wess,
tienes que... echar raíces... en alguna... parte...
—Eso dicen todos —rió Logan con la expresión sombría—. No se
fatigue, Miles.
—Poco importa... ya... Esto se acaba, hijo...
—¿Quién fue, Miles?
—Los dos. Esos bastardos miserables... No quiero ni pensarlo que
pueden hacer... por ahí. Skrag y Wolfe, dos asesinos... feroces y
crueles... como pocos. Vinieron una veintena de... de esbirros. Quise
evitarlo... y no pude.
—Claro. Nadie lo hubiera podido evitar, Miles. Eran demasiados...
¿Adónde fueron?
—No sé. Cabalgaban hacia... el este... cuando les vi... y me dieron.
Se estremeció Logan imperceptiblemente. Una sombra vaga cruzó
su mirada. La mano del sheriff se debilitó. Sus ojos se nublaron más
aún.
—Yo daré con ellos. Miles —prometió severamente—. Les castigaré
por esto, en su nombre.
—No, no, Wess, hijo... Ni lo sueñes... Son demasiados. Te
matarían... —gimió Barnes.
—Veremos. Hasta ahora, nadie mató a Wess Logan, Miles. Y puede
que falte mucho para eso. Es una promesa que le hago, viejo amigo.
Les daré caza, lo juro.
Barnes sonrió débilmente, su otra mano apretó la de su esposa.
Luego, la cabeza cayó atrás al tiempo que musitaba:
—Querida mía... Amigo Wess... Adiós... a ambos...
Todo acabó. La señora Barnes estalló en llanto incontenible. Wess
apretó los labios. Dejó la mano del muerto suavemente en la sábana,
cerró sus párpados y salió.
Se encontró con el médico en el porche. Ambos se miraron. No
tuvieron que pronunciar palabra. Lentamente, Logan se puso el
sombrero. Tenía una mirada dura, fría como el diamante. La cara era
una máscara de rabia y de odio.
—Era un buen hombre —suspiró el médico.
Wess asintió. Miró hacia el este.
—¿Se fueron en esa dirección? —preguntó.
El doctor asintió.
—Eran una veintena en total —dijo—. Fuertemente armados,
capaces de todo. Da miedo pensar lo que harán adonde vayan...
—Es lo que estaba yo diciéndome precisamente —habló Wess
roncamente—. Ese es el camino de Pueblo Adobes. Yo vengo de allí.
—Sí, no encontrarán ningún otro lugar en el camino si siguen hacia
el Oeste, cerca de la frontera. Las Cruces queda más arriba y hay que
cruzar las montañas. Les será más fácil buscar la divisoria con México
en dirección sudeste siempre...
Logan se estremeció. No le gustaba lo que estaba pasando. Tomó
una repentina decisión.
—Mi caballo necesita descanso y alimento —dijo—. ¿Puede
cambiármelo por otro de refresco, doctor?
—Por supuesto, muchacho —le miró intrigado—. ¿Adónde piensas
ir? Acabas de llegar, también tú pareces necesitar descanso, un plato
de comida...
—Salí hace día y medio de Pueblo Adobes. Debo volver allí cuanto
antes.
—No sin antes comer algo, muchacho. Yo te proporcionaré ese
caballo, pero antes iremos a la cantina y tomarás algún alimento y
descansarás un par de horas. No puedes emprender de nuevo viaje
en ese estado.
—Bien, pero sólo un par de horas —replicó Logan—. Ni un minuto
más, doctor.
Y en compañía del galeno, cruzó la calle, en dirección a la cercana
cantina.
Sus ojos pudieron descubrir aún, en las ruinas de la prisión y en las
manchas de sangre del suelo de la calle, las huellas de la violenta
evasión de aquellos peligrosos asesinos.
***
Era el segundo día tras la marcha de Wess Logan.
E iba a ser, por las apariencias, un día notable para Pueblo Adobes.
La única calle estaba toda ella engalanada con colgaduras.
El bueno de fray Anselmo, el fraile de la vieja Misión cercana, lucía
sus hábitos más nuevos, prueba de que la ocasión así lo exigía,
porque su exigua fortuna no le permitía malgastar su hábito más
presentable así como así.
Todo el pueblo mostraba sus galas ante el acontecimiento a
celebrar aquella misma mañana. Incluso la cantina del difunto Burt,
cerrada tras la muerte del que pretendiera asesinar a Wess Logan
para apoyar traicioneramente a Shet Blackwell, se había abierto para
celebrar la ocasión, sin pagar nadie del pueblo la bebida que se
consumiera allí, a juzgar por lo que decía una tela sobre la que se
había escrito un gran cartelón a la puerta misma de la cantina:
EL NOVIO INVITA. ¡A BEBER GRATIS TODOS!
Y el novio, radiante, estaba ahora rodeado por sus invitados, que le
vitoreaban ensordecedoramente. Aquel día no era festivo, pero se
había cerrado la Silver Star, la mina de plata que daba vida y trabajo
a Pueblo Adobes.
Era orden de su dueño, a fin de cuentas. Porque para algo ese
dueño era de nuevo Keith Logan... y él, precisamente, era el novio
del día.
Viveca, ataviada de blanco, esperaba en su casa el momento de
dirigirse a la pequeña Misión, situada justamente en el polvoriento
camino hacia la mina de plata. A mediodía, la boda sería un hecho.
La bella Viveca Lane se convertiría así en la señora de Keith Logan, el
joven más rico de toda la población.
Realmente, estaba radiante la novia. Su belleza pálida, su dorada
melena, sus azules ojos, destacaban más que nunca con su blanco
vestido y su velo de tul. Analupe pudo comprobar eso desde la puerta
de su cantina, cuando Viveca asomó al porche, impaciente,
esperando subir al engalanado carruaje que debía conducirla en
breve a la Misión de fray Anselmo, para celebrar su boda con Keith.
—Es hermosa —musitó la mejicana con cierta envidia—. Hermosa,
rubia, delicada... Dios mío, y pensar que pudo haberse casado tal día
como hoy con Wess en vez de con su hermano... Estoy segura de
que ella piensa ahora en él y no en Keith... Me lo dice el corazón...
No se sentía insatisfecha por aquella boda, al contrario. Sabía que
así perdía definitivamente una seria rival para el futuro. Viveca,
casada con Keith, seguiría enamorada de Wess, eso ella lo sabía.
Pero aunque Wess también la amara, era demasiado honesto para
pretender jamás una relación con su cuñada si un día regresaba a
Pueblo Adobes. Al convertirse en la esposa de su hermano, Viveca
sería ya para él cosa pasada, una persona intocable. Y eso, en
realidad, la hacía sentir complacencia a la hermosa mejicana.
El sol brillaba radiante poco antes. De repente, una negra, solitaria
nube, lo cubrió por unos momentos, ensombreciendo la calle.
Analupe elevó sus oscuros ojos al cielo.
—No me gusta eso —murmuró, estremeciéndose—. Parece un mal
presagio...
Y se metió en su cantina, con un suspiro, dedicándose a limpiar el
mostrador y alinear copas y vasos en las estanterías. Solamente un
hombre acodado en una mesa, tomaba tequila en solitario, silencioso
y como ausente. Analupe le miró, indiferente.
—Eh, Néstor, es casi mediodía —le avisó—. Si quieres asistir a la
boda, llegarás tarde.
El llamado Néstor alzó la cabeza, mirando turbiamente a la patrona
del negocio. Se cubría con un ancho sombrero mejicano y llevaba un
poncho de colores, bastante raído y con flecos, sobre su cuerpo
encogido. Soltó un hipo sonoro y luego eructó.
—Al diablo con la boda —rezongó en español—. No me interesa ver
a los novios ni asistir a la ceremonia. Prefiero otro tequila, Analupe.
—Ni hablar —cortó ella tajante—. Ni una gota más. Voy a cerrar.
Todos cerramos a la hora de la boda, deberías saberlo.
—¿Es que tú vas a asistir a ella? —dudó el beodo.
—No. Pero haré como todos. De modo que lárgate de una vez a
dormir la borrachera a tu casa.
—¿A mi casa? —Néstor soltó una risita—. Si mi mujer me ve así,
me echa a zurriagazos. No, Analupe, mejor será que me acueste en
cualquier establo un rato...
—Haz lo que quieras, pero lárgate. Voy a echar el cierre hasta el
anochecer. Para entonces, todos los invitados estarán tan borrachos
que seguirán bebiendo sin darse cuenta de lo que hacen. Y mañana,
desde luego, nadie trabajará en la mina.
—¿Quién piensa ahora en la mina? —bostezó Néstor, poniéndose
en pie tambaleante—. Keith es su dueño y se casa hoy, ¿no? Dará
fiesta a la gente al menos un par de días. Yo también preferiría
disfrutar de una mujer como Viveca Lane que andar sacando plata de
esas galerías, qué diablos...
Salió de la cantina entre hipidos sonoros. Analupe cerró la sólida
puerta de madera, asegurándola con una tranca.
—Hombres... —refunfuñó, meneando la cabeza—. Todos son
iguales... Borrachos, mujeriegos, bribones... Todos..., menos Wess.
Wess querido, ¿dónde andarás ahora, tan lejos de aquí, mientras tu
hermano se casa con la mujer a quien amas?
Tristemente, recogió las mesas y taburetes, encaminándose luego
a la planta alta de la cantina, para tenderse un rato en la cama,
frente a la ventana asomada a la calle principal. Desde ella era fácil
oír el jolgorio en la cantina del difunto Burt, donde todos los amigos
de Keith bebían por cuenta de su camarada y patrón, el novio.
En otro lado de la calle, las chicas del lugar, adornadas y ataviadas
mejor de lo normal, esperaban impacientes el momento de seguir a
la novia camino de la vieja Misión franciscana, perdida bajo el sol del
Sudoeste en el polvoriento sendero de la mina de plata. Analupe
suspiró, quitándose las horquillas de su negro moño reluciente.
Y justo entonces, vio la polvareda en la distancia.
Se acercó más a la ventana, apoyándose en el alféizar. Mantuvo la
mirada fija allá en lo lejos, en el horizonte, más allá de los matojos y
cactus que formaban el desolado paisaje en torno a Pueblo Adobes.
No le gustó aquello. Era demasiado polvo. Como si docenas de
jinetes levantaran la tierra al galope. Estrechó sus agudos ojos
negros, fijos en lo remoto. Distinguió con claridad las siluetas de los
caballos y sus jinetes. Al menos contó una veintena. En apretado
grupo, a todo galope. Rumbo a Pueblo Adobes.
—¿Qué significa eso? —se preguntó en voz alta—. ¿Quiénes serán?
No me parece tampoco un buen augurio...
Sabía que era supersticiosa. Creía demasiado en las cosas del cielo
y muy poco en las de la tierra. Eso a veces la hacía sentir temores
inciertos, recelos de cosas que no habían ocurrido pero que su
instinto le avisaban como cercanas.
Aquella nube de polvo no era de su agrado. Como tampoco lo fuera
la grisácea nube que tapara por un momento la fuerza del sol de
mediodía...
Las puertas de la cantina de Burt se abrieron. Salió Keith Logan,
impecable con su levita verde esmeralda, de solapas de terciopelo, su
chaleco floreado, su corbata de plastrón, sus impecables pantalones
grises, sus botas relucientes...
—¡Viva el novio! —chilló alguien estentóreamente.
—¡Vivaaa! —gritaron docenas de voces. Y otra añadió—: ¡Viva la
novia!
—¡Vivaaa! —se coreó, añadiendo de inmediato—. ¡Vivan los novios!
—¡Vivaan!
Analupe apenas si les miraba. Mantenía fija su mirada
relampagueante, astuta y recelosa, en aquella nube de polvo nada
esperanzadora, cada vez más próxima a Pueblo Adobes...
Los invitados y el novio subían calle arriba, en dirección a la senda
que conducía a la Misión. Poco antes, el carruaje había partido de
casa de Viveca, llevando a la novia y a media docena de sus damas
de compañía. Tras ellas, otro grupo de muchachas, muchas de ellas
mestizas, y otras, esposas de los hombres que trabajaban en la Silver
Star, la mina de plata de Keith Logan.
Analupe no veía nada de eso. Sólo veía la nube polvorienta, la
horda de jinetes que se acercaba por momentos...
—Dios nos asista —se persignó, estremeciéndose con una
repentina sensación de frío que helaba sus venas, pese al crudo calor
del soleado día—. Tengo miedo... No sé por qué, pero tengo miedo...
Y presa de un repentino temor, se envolvió en su negro rebozo,
cubrióse la cabeza con él, a guisa de caperuza, y descendió
presurosa, pasando por el angosto corredor lateral que comunicaba
la escalera de su vivienda con la puerta de la calle, sin cruzar para
nada por la cantina.
No había pensado ni por un momento en asistir a aquella
ceremonia nupcial. Ahora, sin embargo, algo la movía a ello. Caminó
calle arriba, en solitario, bajo los porches que la protegían del
ardiente sol, envuelta en su negro rebozo, como si en vez de una
mujer joven y exultante fuese una anciana temerosa.
Apenas si caminó dos manzanas. La comitiva nupcial iba ya camino
de la Misión, dejando atrás las casas del pueblo.
De repente, la nube de polvo se materializó ante ellos, cubriendo
todo el sendero. Caballos y jinetes formaban una masa densa,
sombría, ominosa, envuelta en la áspera polvareda amarillenta.
Cerraron el paso a los miembros de la comitiva.
Keith se paró, sorprendido. Tenía los ojos levemente enrojecidos
por el alcohol, el rostro arrebolado por la alegría del momento. Sus
invitados, formando grupo en torno suyo, se detuvieron también,
desconcertados ante la presencia del grupo de jinetes.
Delante de éstos, las mujeres se habían detenido a su vez, con el
carruaje de Viveca a la cabeza. Los ojos de ellas, temerosos, se
clavaron en los inquietantes hombres apostados sobre las sillas de las
monturas.
—Buenos días, amigos —saludó el hombretón fornido, casi
gigantesco, que capitaneaba al grupo de jinetes, apoyándose en el
pomo de su silla—. ¿Algún festejo especial?
—Sí, señor —respondió Keith—. Es una boda. Mi boda.
—¿De veras? —repitió con sorna el jinete—. ¿Gistes, muchachos?
¡Llegamos justo a tiempo! Hay una boda y todo. Y nosotros, sin
saberlo. Supongo que estamos invitados a ella...
—No sé quiénes sean ustedes, caballeros, pero cualquier forastero
será bien venido a mi boda... ¡aunque sean tantos como ustedes! —
acabó riendo Keith, con gesto risueño.
Rodney Skrag rió también con gesto sardónico. Junto a él, la cara
ratonil de Kevin Wolfe, expresaba toda la malignidad y astucia del
mundo. Además, sus ojos se habían fijado, de soslayo, en la blanca
figura de la novia, acomodada en el carruaje parado justo ante ellos.
Viveca, con un escalofrío, desvió su mirada del hombre, asustada por
lo que leía en aquellas pupilas torcidas y siniestras.
—Bravo, muchacho —aprobó Skrag con cínica complacencia,
revelando su rostro de calavera, de piel tensa, cubierta de
desagradables cicatrices, una expresión de perversidad ostensible —.
Aceptamos encantados la invitación. Y supongo que podremos besar
a la novia, como invitados de honor que somos...
Keith vaciló. De repente, su euforia de novio empezaba a ceder.
Aquella gente no le gustaba. Tenían un aspecto sucio, desaseado,
eran torvos, malencarados. Y sobre todo, muy armados. Casi todos
ellos llevaban revólver, rifle y hasta cuchillo de caza. Todo un arsenal.
—Eso sólo queda para el padrino y un par de invitados especiales
—replicó algo seco—. Es la costumbre aquí, señor. Pero pueden beber
y comer cuanto quieran, eso sí.
—Yo prefiero a la novia —terció con voz sibilante Wolfe—. Es más,
me gustaría besarla antes de la boda.
—Eso no es posible —cortó Keith—. Lo lamento, señor. No quiero
parecer grosero ni poco hospitalario, pero todo tiene un límite. Aquí
nos regimos por las normas de la sana convivencia. Y ésas no
permiten que nadie, absolutamente nadie, bese a mi novia antes de
ser mi esposa...
—¿Has oído eso, Rodney? —se mofó Wolfe—. El novio se molesta...
Hubo risas en el grupo. Skrag soltó una risotada áspera. Keith
arrugó el ceño, tenso. Sus invitados, repentinamente serios, iniciaron
un movimiento instintivo de retroceso, como si algo les alarmara en
aquel grupo de hombres armados.
—Peor para él —siguió Wolfe, encogiéndose de hombros. Llevó su
caballo hasta ponerlo junto al carruaje de las mujeres. Mantenía su
mirada malignamente fija en Viveca, que de pronto había palidecido,
presintiendo algo malo. Wolfe saltó de repente al carruaje, junto a la
novia, gritando con voz potente—: ¡Yo besaré primero a la novia,
muchachos!
Hubo una algarada en los jinetes. Skrag se echó a reír
estruendosamente. Viveca trató de impedirlo. No le fue posible. Los
brazos de Wolfe la rodearon con fuerza, él la atrajo contra sí, la
besuqueó obscenamente en cara y boca, sus manos presionaron con
descaro en sus pechos y nalgas, estrujándola entre jadeos...
—¡Cerdo miserable! —rugió Keith, lanzándose hacia el vehículo,
congestionado de ira—. ¡Ya basta, hijo de perra!
Saltó al carruaje, dispuesto a apartar a viva fuerza a Wolfe de su
prometida, para luego golpearle con toda la violencia de que era
capaz. Nunca pudo imaginar lo que sucedería.
Kevin Wolfe sólo soltó con un brazo a su presa. Fue para
desenfundar su arma y, tranquilamente, con el revólver pegado al
vientre de la novia, apretar dos veces el gatillo a sangre fría.
Keith paró en seco, con el rostro aturdido, como si hubiera recibido
un martillazo. Estupefacto, miró al hombre que empuñaba, sonriendo
cruelmente, el revólver calibre «45», humeando tras el doble
estampido. Se miró luego el pecho, repentinamente cubierto de
sangre. Supo que sus pulmones estaban reventados por el plomo.
Tosió, subiendo a su boca el salobre sabor de la sangre, que corrió
por sus labios.
Viveca chillaba, frenética, forcejeando con su raptor. Wolfe la
abofeteó brutalmente, desgarrando luego su vestido sobre los
pechos, que quedaron desnudos, blancos y virginales. Keith trató de
avanzar, de hacer algo. El «Colt» de Wolfe llameó de nuevo, esta vez
apuntando a su cabeza.
Con la frente perforada, Keith exhaló un alarido ronco y se
derrumbó fuera del carruaje, dando volteretas por el polvo, antes de
quedar inmóvil para siempre.
—¡Keith! ¡Keith, no, Dios mío! —fue el alarido desesperado de
Viveca, antes de que Wolfe, imperturbable, se precipitara jadeante
sobre ella y, tras enfundar su arma, la besuqueara y manoseara,
rasgando sus ropas para intentar la violación allí mismo, en presencia
de las aterradas mujeres y los estupefactos hombres.
Cuando algunos de éstos intentaron moverse, en tardía reacción,
los jinetes desenfundaron sus armas, con Skrag a la cabeza. Se
pararon todos, cubiertos por casi una veintena de armas.
—Quietos ahí, amigos, —silabeó el jefe del grupo con voz ruda —.
Al primero que intente una tontería, le vuelo la cabeza.
Un silencio helado, lleno de horror, se extendió por el sendero.
Invitados de ambos sexos se miraron, en un repentino desconcierto
despavorido. Las miradas fijas en el cuerpo de Keith Logan, muerto
de bruces en el polvo, se alternaron con las ojeadas avergonzadas,
humilladas, a la infortunada Viveca, que era forzada salvajemente por
Wolfe en presencia de todos, entre jirones de ropa desgarrada,
ultrajando la virginal belleza de la rubia muchacha con toda su furia
bestial.
—Parece que la anunciada boda ha sufrido algunos cambios,
amigos —se mofó Skrag entre risas—. El novio es otro... y la noche
nupcial se ha adelantado un poco, pero no se alarmen. La chica está
algo sorprendida, por eso grita tanto. Pero conozco bien a mi amigo
Wolfe y puedo asegurarles que en el fondo la está haciendo feliz...
—¡Miserables, asesinos, cobardes! —aulló uno de los invitados y
amigo de Keith, frenético, alzando sus puños rabiosamente, puesto
que ninguno de ellos llevaba armas al cinto.
Skrag se limitó a mirarle indiferente y apretar el gatillo de su arma.
El infeliz saltó hacia atrás, alcanzado de lleno por una pieza de plomo
calibre «45» en su corazón. Fue a reunirse con Keith Logan, no lejos
de él, en postura forzada, con el cuerpo agitado por los últimos
espasmos de vida...
Eso convenció ya a todos de que era inútil enfrentarse a aquella
horda asesina. Ni siquiera la consumada violación de Viveca, en pleno
día, con sus ropas desgarradas bajo el sol, en presencia de hombres
y mujeres, pudo arrancar de los presentes el más leve vestigio de
rebeldía.
CAPITULO 5
—¿Y qué podemos hacer?
—Nada. Nadie puede hacer nada. Estamos en sus manos...
—Ya visteis lo que sucedió. Keith quiso defender a su prometida.
Gus trató de rebelarse tras lo sucedido. Ahora, ambos están muertos.
—No tenemos armas. Y ellos son una veintena de tipos
endurecidos, capaces de todo, armados hasta los dientes. ¿Qué otra
cosa puede hacerse sino callar y esperar a ver qué sucede?
—Lo que sucederá está bien claro —musitó otro de los presentes
—. Son asesinos. He reconocido fácilmente a uno, el cabecilla del
grupo: es Rodney Skrag, el criminal más peligroso de todo Nuevo
México.
—¿Y el otro? —farfulló uno de los reunidos—. Ya visteis la especie
de monstruo maldito que es: el violador de la infortunada Viveca...
Ese cerdo, Kevin Wolfe... Se dice que está loco, que es un enfermo
mental que goza matando, violando, destruyendo... Hemos caído en
buenas manos, amigos. Blackwell, con todos sus esbirros, era un
angelito al lado de esa chusma maldita...
—Sólo que esta vez, Wess Logan no está aquí para sacarnos las
castañas del fuego —se lamentó otro—. Y precisamente ahora,
cuando han asesinado a su hermano...
—¿Es que vais a estar lloriqueando ahí como mujeres en vez de
hacer algo como hombres que sois? —tronó una voz desde la puerta
de la sala donde estaban todos reunidos.
Se volvieron los presentes, amedrentados, hacia la figura que
aparecía en la puerta, encarándose a todos ellos con ojos
relampagueantes de cólera.
—Analupe... —murmuró uno de ellos—. ¿Qué esperas que
hagamos? Se han apoderado del pueblo. No tenemos armas,
carecemos de telégrafo para requerir ayuda de alguien, no tenemos
siquiera parada de postas que nos permita esperar la llegada de
forasteros capaces de denunciar lo que ocurre aquí... Este lugar
aislado es ideal para ellos. Nadie los buscará aquí, Analupe. Y ellos lo
saben.
—Sois hombres, ¿no? Mataron a dos de los nuestros. Ultrajaron a
esa mujer, a Viveca Lane... Un día de boda y de júbilo se ha
convertido en un día de sangre y de luto para todos. ¿Es que vamos
a consentir que esto siga así?
—No seas loca, Analupe —la recomendó otro—. Si te enfrentas a
ellos, sufrirás lo mismo que Viveca Lane. O tal vez peor. Pueden
incluso asesinarte, son capaces de eso y de mucho más.
—Y a la vista de que sois un hatajo de gallinas sin coraje, os reunís
en la vieja cantina de Burt para hablar como mujerzuelas asustadas
—dijo ella, despectiva.
—Por favor, ¿qué pretendes exigirnos? —clamó otro—. Son
pistoleros, profesionales del crimen, forajidos de la peor calaña.
Tienen en total más de veinte rifles y al menos treinta revólveres,
porque algunos llevan dos en vez de uno. Añade a eso otros tantos
cuchillos. Y su mala fe y ferocidad ya probada. ¿Qué podemos hacer
frente a eso un puñado de ciudadanos indefensos?
—Nada, supongo —dijo Analupe con sarcasmo—. Sólo llorar
plañideramente. Y comprobar lo poco que valemos todos. De no ser
por Wess Logan, estaríamos en manos de Shet Blackwell y de su
pandilla. Pero hemos caído aún en peor suerte con esa banda
criminal. Hay que pensar algo para luchar, para defenderse. Cualquier
cosa, incluso la muerte, es mejor que la humillación y la cobardía.
Yo...
Inesperadamente, fuera sonaron fuertes pisadas haciendo crujir las
tablas de la acera porcheada de la antigua cantina. Analupe, rápida,
se envolvió en su negro rebozo y desapareció en la puerta posterior,
dejando solos a los diez o doce hombres allí reunidos en sombría
asamblea.
Apenas un instante después, la puerta principal se abrió,
apareciendo en su umbral las dos personas más temidas por los
locales: Rodney Skrag y Kevin Wolfe.
Tras ellos, eran visibles en el porche hasta cuatro o cinco hombres,
arma al cinto y rifle en mano. Otros varios recorrían la calle, en
silenciosa ronda vigilante. Todo Pueblo Adobes estaba ocupado por
los forasteros, en una auténtica invasión de corte casi militar.
—Buenas tardes, amigos —saludó Skrag.
Un silencio ominoso, sombrío, acogió su saludo. Wolfe, riendo,
desenfundó su arma y comenzó a disparar. Varios espejos de la vieja
cantina saltaron hechos añicos ante el sobresalto de los presentes,
que dieron respingos en sus asientos. Skrag rió burlón.
—Eso está mejor, no me gusta la callada por respuesta —silabeó
—. Si os ponéis tontos, tendremos que animaros a tiros, ¿está eso
claro?
—¿Qué más quieren ahora de nosotros? —se quejó uno
amargamente.
Skrag le miró tan fijamente, que el infortunado palideció. Wolfe
amartilló de nuevo su arma e hizo otro disparo al techo, destrozando
una lámpara ruidosamente, en medio de sobresalto general.
—Quiero colaboración. Y obediencia —dijo Skrag rudamente—.
Sólo así nos llevaremos bien y no habrá problemas. Por cada
dificultad que pongáis a nuestra labor, habrá un ciudadano ejecutado
día a día. ¿Os gustaría eso?
—Por el amor de Dios, no —rogó otro—. Diga lo que tenemos que
hacer.
—Eso está mejor —rió Skrag complacido, mientras su inseparable
camarada Wolfe reponía las balas lentamente en su «Colt»—. Hemos
decidido quedarnos aquí. Nos gusta vuestro pueblo. Es amable y
acogedor. Como sé que ha fallecido hoy el dueño de la mina de plata,
ese tal Keith Logan, yo me nombro a mí mismo propietario de dicha
mina. Seguiréis trabajando conmigo como asalariados. La plata será
para mí. Y vuestro salario se reducirá en un cuarenta por ciento, para
con esa diferencia pagar a mis hombres un salario justo.
—¡Eso es indigno, intolerable! —clamó uno de los presentes,
airadamente.
Nunca debió hacerlo. Wolfe desenfundó rápido. Disparó sin vacilar.
El que protestara rodó entre las sillas y mesas, con la cabeza
agujereada. Los demás, ensombrecidos, aterrados, contemplaron el
cadáver de su amigo y convecino, en el más tétrico de los silencios.
—Las protestas tendrán siempre la misma respuesta —sonrió
Wolfe, soplando en el cañón de su arma calmosamente—. Sigan
hablando, muchachos.
—Ya vieron lo sucedido —suspiró Skrag—. Mi amigo Wolfe es muy
impulsivo. De modo que más les vale obedecer, callar y ser sensatos.
He dicho que el salario será sólo del sesenta por ciento a partir de
hoy. Trabajarán en la mina de plata para mí, el horario previsto. La
plata será totalmente mía. Mi compañero Wolfe, será nombrado
sheriff de Pueblo Adobes hoy mismo, porque esa es mi voluntad.
Nuestros hombres serán todos ellos delegados suyos, representando
la única ley posible en Pueblo Adobes en todo momento, ¿está eso
bien claro, amigos?
Un colectivo asentimiento, humillado y acobardado, fue la única
respuesta a las palabras de Skrag. Este prosiguió, implacable:
—Nadie podrá abandonar la población sin mi permiso especial, a
menos que quiera hacerlo con los pies por delante. Si cualquier
forastero llega aquí, será de inmediato revelada su presencia, o los
responsables de callar su presencia serán ajusticiados de forma
sumarísima y pública. Eso es todo. Desde este momento, nosotros
somos los dueños de Pueblo Adobes. Si quieren sobrevivir y que la
vida siga aquí normalmente, callen y obedezcan. Si no... ya saben lo
que les espera, sean hombres o mujeres.
Dio media vuelta, encaminándose a la salida. Antes de llegar a ella,
se volvió y miró fijamente a los reunidos allí. Su voz sonó bronca,
acerada:
—Ah, otras dos cosas antes de irme. Desde ahora mismo, quedan
totalmente prohibidas las reuniones no autorizadas de ciudadanos,
como ésta que celebraban aquí. Cualquier reunión superior a cuatro o
cinco personas, será castigada con la muerte de sus componentes.
Por otro lado, nuestro compañero Rhis Parker siempre tuvo la ilusión
de ser dueño de una cantina. Este local será suyo a partir de ahora. Y
todos pagarán el precio doble por la bebida que tomen. Nadie podrá
ir a otro local, a menos que no pague doble. Y la mitad de ese pago
será impuesto a recaudar por mis hombres. Sé que hay otra cantina,
la de una mejicana llamada Analupe. Ella también cobrará veinte
centavos por la consumición que valía diez hasta ahora. Esos diez de
diferencia tendrán que ser pagados escrupulosamente a mi
recaudador, Ben Thompson, encargado de las finanzas locales. Es
todo. Excuso decirles que tratar de boicotear el negocio de Rhis
Parker o de no pagar los impuestos a Ben Thompson, significará la
muerte inmediata para el infractor.
Salió del local sin añadir palabra. Kevin Wolfe, antes de seguirle,
miró malignamente a los reunidos, agitó su revólver, dándole vueltas
sobre su índice, y añadió con voz sorda:
—Me gustaría que me dieran pretexto para enviarles a la fosa,
amigos. Es lo que más me divierte...
Soltó una risita, disparando velozmente su arma varias veces. Los
presentes se encogieron, mientras las balas pulverizaban algunas
botellas de las estanterías, en medio de un ruido ensordecedor.
Cuando se quedaron solos, cambiaron entre sí miradas
despavoridas, de claro desaliento. Dos de ellos fueron a atender
inútilmente al compañero herido, que ya no conservaba ni el menor
soplo de vida. Uno tendió sobre él su propia chaqueta, murmurando
unas palabras roncas entre dientes.
—Estamos perdidos —jadeó uno de los reunidos con voz
estremecida—. Pueblo Adobles se ha convertido en un infierno. Nos
gobierna la peor ley imaginable: la de los asesinos, amigos míos. Y
nadie puede hacer nada por enfrentarse a ella...
CAPITULO 6
Wess Logan contempló sombríamente el carromato en medio del
llano. Su dedo bajó lentamente el percutor del revólver al comprobar
que nada debía de temer de sus desdichados ocupantes.
Todos estaban muertos: la mujer, el hombre. Y el niño. Sintió que
el estómago se le revolvía. Una náusea, una rabia incontenible le
invadió. Sus mandíbulas crujieron al encajarse.
—Malditos... —jadeó con voz ronca—. Asesinos sin alma, canallas
sin conciencia. Ni siquiera merecen ser llamados seres humanos...
Dirigió una mirada aprensiva hacia el este, hacia donde estaba
Pueblo Adobes. Aquél era el camino. Y los forajidos estaban en él,
iban dejando su reguero de sangre y de horror a su paso.
Sólo Dios sabía lo que a estas horas podía estar ocurriendo en el
lugar. Pero fuese lo que fuese, sería tarde para evitarlo. Miró, ceñudo,
a la bandada de buitres que revoloteaba sobre el lugar. Algunos de
aquellos pajarracos ya habían picoteado los cadáveres de los colonos.
—Perderé dos o tres horas más, pero no puedo hacer otra cosa —
murmuró hablando consigo mismo—. No puedo dejaros aquí, pobres
amigos, a merced de las aves de rapiña.
Tomó una pala entre las herramientas que portaba el carromato. Y
se dedicó a cavar una profunda zanja en la tierra árida.
Cuando siguió viaje, sólo quedaba allí el carromato vacío. Un
montón de tierra con tres cruces, una de ellas pequeña, señalaba la
tumba donde reposaban los restos de las víctimas inocentes de
Rodney Skrag, Kevin Wolfe y su turba de asesinos.
Presionó en los ijares a su montura, con el rostro convertido en
una dura, fría máscara de rabia, de odio contenido, de coraje
impotente.
Ahora quería ir deprisa, ganar todo el tiempo posible. Necesitaba
estar cuanto antes en Pueblo Adobes. Sabía que era una misión
desesperada: él sólo contra veinte enemigos capaces de todo. Pero
también había parecido imposible, vencer a Shet Blackwell y su
pandilla, y lo había hecho.
Sabía que tal vez sería aquella su última aventura. Pero tenía que
hacer justicia sobre muchas cosas. El sheriff Barnes, de Deming,
aquellos tres infortunados colonos inocentes... Y tal vez nuevos
horrores, nuevos crímenes que le esperaban en Pueblo Adobes. Y
que le hacían estremecer con los más oscuros presagios.
***
Visto a alguna distancia, todo hubiera parecido normal.
La gente trabajaba en la mina de plata, los comercios permanecían
abiertos en la única calle del pueblo, las dos cantinas rivalizaban en
atraer a su clientela.
Hombres armados patrullaban por las calles y en torno al pueblo,
vigilantes, como si una ley segura e inexorable guardara la paz y
tranquilidad del lugar.
Y, sin embargo, qué diferente era todo en la realidad. Los hombres
extraían la plata de la mina Silver Star porque no tenían otro
remedio. Plata que iba a parar a las sacas dispuestas por Skrag para
su almacenamiento posterior. A cambio del duro trabajo que siempre
habían hecho, el salario era mísero. Y nadie podía negarse a cumplir
su dura jornada de tarea, bajo el control y vigilancia de los pistoleros
de Skrag.
La gente se movía por Pueblo Adobes como fantasmas,
ensombrecido el rostro, medrosa la mirada. Rhis Parker dirigía la
cantina, a la que estaban obligados a acudir todos los ciudadanos,
con preferencia sobre la de Analupe, casi vacía. Y el hombre elegido
por Skrag para recaudar impuestos, el rudo y fornido Ben Thompson,
con su escolta de tres hombres armados, recorría las casas,
requisando bienes a quienes no tenían dinero en efectivo, y
esquilmando sin piedad a los demás, para que medrase rápidamente
la fortuna de su jefe.
Todos conocían bien la severidad de las normas establecidas por
los nuevos amos de Pueblo
Adobes: prohibición total de abandonar el pueblo bajo pretexto
alguno, sometimiento absoluto a las leyes dictadas por Skrag o por su
compinche, Wolfe.
Era inútil enfrentarse contra esas normas. Imposible tratar de
rebelarse contra la nueva tiranía de los bandidos. Ellos eran una
veintena, fuertemente armados, capaces de todo, brutales en sus
métodos.
La única oficina de correos local la controlaban ellos, leyendo toda
carta que se escribiese pretendiendo darle curso. El telégrafo no
existía allí, no pasaban trenes ni diligencias, ni tampoco era un paso
habitual de viajeros hacia alguna parte. Por tanto, la impunidad de
los asesinos era clara. Nadie se enteraría jamás de que ocupaban
todo un pueblo, convertidos en sus dictadores. Aquel sitio se había
convertido en su madriguera, además de reportarles beneficios
abundantes. No iban a renunciar fácilmente a tanto privilegio.
Los féretros pasaron por la calle principal, camino del cementerio.
Eran las víctimas de la primera oleada de terror impuesta por Skrag y
su horda: Keith Logan era uno de los muertos. Los demás, aquellos
que osaron encararse con los forajidos.
Los pistoleros de Skrag miraron indiferentes el paso de los ataúdes,
con sus manos apoyadas en los anchos cinturones-canana, la sonrisa
a flor de labio, la mirada burlona hacia los abatidos, contritos
ciudadanos que formaban la comitiva fúnebre hasta el pequeño
cementerio situado justo en las afueras de Pueblo Adobes. También
allí había dos hombres de Skrag, paseando rifle en mano alrededor
de la cerca que rodeaba las tumbas. Los forajidos no se fiaban de
nada ni de nadie. El cerco era total en torno al pueblo y sus
habitantes.
Analupe estaba entre los asistentes al funeral, envuelta en su
negro rebozo. La mejicana había olvidado sus celos con la rubia
Viveca Lane. Ahora la llevaba a su lado, rodeándola con su brazo los
hombros, llorando ambas en voz baja.
—Calma, querida —musitó apagadamente Analupe a su compañera
—. Nada podemos hacer por evitar lo que sucede. Ni nadie devolverá
ya la vida a Keith Logan.
—Me siento culpable de todo esto, Analupe —gemía la rubia
muchacha, pálida y abatida—. Keith murió por mí, por defenderme...
—Era todo un hombre, igual que su hermano. Sólo que a Wess no
le hubieran asesinado tan rápidamente. Keith era hombre de paz,
siempre lo fue.
—Dios mío, si al menos Wess hubiera estado aquí... —gimió Viveca.
—Ahora estaría muerto —le replicó apagadamente Analupe—. Ni
siquiera él puede hacer el milagro de enfrentarse solo a veinte
hombres. Un revólver sólo tiene seis balas, querida... Vale más que
no estuviera. Ni él hubiese podido salvar a Keith. Tal vez un día
vuelva. Y aún llegue a tiempo de tomarse cumplida venganza en los
asesinos de su hermano. Y también de la infame humillación que tú
has soportado, amiga mía.
—Wess no tiene por qué vengarme a mí. No fui noble ni sincera
con él. Preferí la vida cómoda junto a Keith que el riesgo a su lado.
Me equivoqué, y mi error, lo pagó también Keith...
—Wess no sabe de rencores. Para él, tú sigues siendo Viveca, la
muchacha a quien amaba... y a la que tal vez siga amando, pese a
todo.
Había una nota de tristeza en esas palabras de Analupe. Viveca la
miró de soslayo, buscando luego su mano para apretarla con fuerza.
—Eres una buena chica, Analupe —murmuró—. Yo me metía
contigo antes, tenía celos de ti por causa de Wess... No debí hacerlo.
No lo merecías, amiga mía.
—No te preocupes —suspiró la mejicana tiernamente—. Ahora todo
eso queda atrás. Debemos estar más unidas que nunca. Esos
canallas nos tienen sojuzgados, pero también lo hizo Blackwell. Y
ahora está muerto.
—Te repito que Wess es el único que podría sacarnos de este
horrible atolladero. Y sólo Dios sabe dónde estará ahora...
—El instinto me dice que no lejos de aquí —susurró Analupe,
mirando en torno precavida—. Tal vez mucho más cerca de lo que
imaginamos...
Se enterraba ya a los muertos. Fray Anselmo, pálido y entristecido,
pronunció las palabras rituales ante las tumbas recién abiertas, bajo
la mirada inquisitiva de los vigilantes armados de Skrag. También él,
en su pequeña Misión franciscana, próxima al pueblo, tenía
constantemente a un hombre armado vigilándole, impidiendo que el
buen fraile pudiera intentar algo para avisar fuera de allí de lo que
sucedía en Pueblo Adobes.
Regresaron al centro de la población en silencio. Néstor, el
borrachín, daba trompicones como siempre, calle abajo, con su
inevitable sombrero charro de copa puntiaguda y anchas alas, y su
largo y descolorido poncho envolviendo su cuerpo encogido.
Salió de la cantina de Rhis Parker para meterse en la de Analupe,
entre hipos sonoros, mientras los esbirros de Skrag reían ante su
presencia. Analupe meneó la cabeza, dejando a Viveca en su hogar,
allí mismo donde poco antes vistiera de novia, en un día radiante que
terminó siendo de luto y de sangre.
—Te dejo, querida —musitó en voz baja—. Vuelvo a mi negocio.
Después de todo, aún me queda algún cliente fiel, como el pobre
Néstor, con su vientre repleto de tequila día y noche.
Viveca asintió, emocionada, besando a su amiga y penetrando
silenciosa en su casa. Analupe, apretando sus manos sobre su
regazo, emprendió la marcha hacia la cantina, cuya puerta aporreaba
ya Néstor reclamando bebida.
***
Rhis Parker soltó una risotada, terminando de servir a dos de los
hombres de su grupo, que bebían desde hacía rato, apoyados en el
mostrador de la que fuera cantina de Burt.
—Bueno, muchachos, es tarde —avisó el esbirro de Skrag—. Los
jefes ya están en la cama, y vosotros deberíais de imitarlos. Voy a
cerrar, apurad esas copas lo antes posible.
Ellos asintieron, echando un buen trago. Los ojos les brillaban con
el alcohol.
—Ya vamos, Rhis, no te creas demasiado tu papel —rió uno de
ellos—. Dentro de unos meses andaremos otra vez por ahí, huyendo
de la justicia. Esto de ahora es sólo un pasatiempo en que nos
creemos personas normales. Tú cantinero, Skrag todo un propietario
de una mina de plata, Wolfe el sheriff, y así todos.
—Pero reconoced que es un juego divertido —se mofó Parker—.
Estos pobres diablos están aterrorizados. No se atreven ni a
mirarnos.
—Y ¡ay del que lo haga con insolencia! —resopló uno de sus
clientes—. Sería lo último que hiciera en su vida...
—¿De veras? —sonó una voz seca tras él—. ¿Y si os miro yo, no
sólo con insolencia, sino con asco y desprecio, hatajo de bastardos
asesinos?
Estupefactos, los dos se quedaron de una pieza. Rhis Parker alzó la
cabeza, atónito, buscando al que hablaba. Por un momento, nadie
supo qué hacer.
La sombra había surgido del fondo de la cantina, como si fuese un
aparecido. Se fundía con las penumbras del hueco situado bajo la
escalera que subía al altillo, junto a la puerta posterior de la cantina.
Era una sombra alta, delgada, enjuta, casi como la de un ciprés. Y de
ella había surgido la voz fría, acerada, cortante.
—Oiga, amigo, si está borracho hace mal en provocarnos — silabeó
uno de los tipos del mostrador, curvando su mano, como una garra,
en el aire, presta a volar sobre la culata de su revólver—. Será mejor
que se vaya a dormir la mona a otro sitio. Ya ha corrido demasiada
sangre en este lugar, y queremos irnos a dormir tranquilos, sin más
jaleos.
—Eh, espera —terció Rhis Parker torciendo el gesto, mientras
dirigía ladinamente su mano hacia la registradora, donde dejara su
voluminoso «45» a la espera de cualquier acontecimiento—. Ese tipo
nos ha insultado. Yo no estoy dispuesto a dejar pasar por alto la
ofensa.
—Peor para ti, cerdo —habló el desconocido en la penumbra—. Ni
siquiera mereces explotar el negocio que perteneció a un puerco
traidor. Eres mil veces peor que él.
—¡Mierda! —rugió Parker, perdida la paciencia—. ¡Freídle a tiros!
Y él dio el ejemplo, enarbolando su «45» para dispararlo sobre el
intruso. Sus dos clientes, ya decididos a todo, se revolvieron,
empuñando asimismo sus armas. Tres «Colt» buscaron al que había
hablado antes tan imprudentemente...
Y la cantina, en plena noche, se llenó con el estruendo de las
armas de fuego.
CAPITULO 7
Sólo que las cosas no ocurrieron como los tres compinches de
Skrag podían esperar. Aunque su adversario era uno solo, y fácil por
tanto para tres hombres bien armados, rápidos y seguros, expertos
en el arte de matar, todo sucedió al revés de lo previsto.
Porque desde la sombra, al tiempo que la figura huidiza se escurría
en rápida finta, eludiendo las balas enemigas, un revólver rugió una,
dos, tres, cuatro veces, rabiosamente. Sus estampidos atronaron la
quietud de Pueblo Adobes en aquella noche aparentemente apacible.
El solitario luchador ganó por muchas décimas de segundo a sus
adversarios en el desigual duelo. Rhis fue el primero en recibir su
dosis de plomo, lanzando un alarido al tiempo que daba un salto
atrás, al recibir el martillazo de una bala de calibre «45» en el pecho.
Simultáneamente, sus dos clientes se encogían, estupefactos, casi sin
tiempo a apretar el gatillo, recibiendo asimismo una ración de metal
candente en sus cabezas. La cuarta bala casi era inútil. Pero sirvió
para rematar a Parker, que se derrumbó sobre la registradora
llenando de sangre sus monedas y billetes, al recibir la última bala en
plena garganta. De su boca convulsa escapó un espasmo ronco,
gorgoteante, que pareció flotar siniestramente en el repentino
silencio que siguiera a los disparos.
Las balas de los dos esbirros de Skrag se clavaron inofensivas en el
suelo de la cantina, no lejos de los pies del solitario tirador
emboscado en la sombra. Este, con fría indiferencia, vio oscilar y caer
finalmente a sus enemigos, sin moverse, sus dedos apretados en
torno a la culata del arma que humeaba.
—Sentencia cumplida —murmuró roncamente—. Creo que he
llegado tarde para muchas cosas. Pero no para empezar a ajustar
cuentas con vosotros...
Repuso las balas gastadas en su revólver. Luego enfundó éste y se
deslizó casi como una auténtica sombra fuera de la cantina, por la
parte posterior que le sirviera para llegar tan inesperadamente. Tras
él, quedaban tres cadáveres sobre regueros de su propia sangre.
En diversos puntos de Pueblo Adobes, se había disparado la
alarma. Numerosos hombres armados, todos ellos leales
naturalmente a Skrag y a Wolfe, corrían hacia el lugar donde sonaran
los disparos.
***
Kevin Wolfe, sombrío, se mordía las uñas, sacando brillo
mecánicamente a la placa estrellada de latón que se había prendido
del chaleco. Mientras tanto, Rodney Krag paseaba furioso por la
cantina, frente a los bultos humanos cubiertos por una manta.
—¡Esto es absurdo! —rugió Skrag, lívido el rostro, contraída la faz
por una expresión de rabia y de exasperación que no presagiaba
nada bueno—. ¡No pueden haber matado a Rhis Parker, a Bill, a
«Baby» Nelson de ese modo! ¡Los tres eran de lo mejorcito en su
especialidad, auténticos tiradores de primera, rápidos como el rayo!
—Me temo que eso no les sirvió de mucho delante de quienes
apretaron el gatillo, Rodney —habló Wolfe fríamente—. Están
muertos, ¿no?
Skrag no dijo nada. Tomó una botella de la estantería, bebió un
trago de ella y luego la estampó contra el mostrador, haciéndola
añicos ruidosamente. Wolfe ni se conmovió ante esa explosión de ira
de su camarada.
—¡Nadie en este miserable pueblo se atrevería a algo así! — bramó
con furia mal contenida el forajido.
—Pues se han atrevido, Rodney —rió Wolfe malicioso—. No les
mató una epidemia de cólera precisamente, ¿no?
—Van a pagar esto muy caro —silabeó Skrag, apretando los puños
hasta que sus nudillos blanquearon—. Id a las casas de la gente que
duerme o finge dormir.
—¿Para qué, Rodney? —suspiró Wolfe—. Todos habrán oído los
disparos. A estas horas saben también lo ocurrido. No duermen. Se
ríen de nosotros, simplemente.
—Mañana al amanecer no se reirán —farfulló Skrag lívido,
estrujando entre sus dedos un vaso vacío, con tal rabia que el vidrio
se hizo añicos, resbalando entre la mano, que se tiñó de sangre—.
Reclutad a seis personas. Dos por cada uno de nosotros. Serán
ahorcados al despuntar el alba si no confiesan quién mató a nuestros
amigos.
—Eso está mejor —rió Wolfe—. Haré eso encantado. Cuando salga
el sol, será un hermoso panorama ver a seis cuerpos colgando de las
sogas.
Hizo un gesto a los tres hombres armados que formaban su escolta
personal, y partieron todos a cumplir la orden dada. Poco después,
sonaban golpetazos en las puertas, algunas eran descerrajadas a
tiros ante el silencio de sus inquilinos, y poco a poco, media docena
de hombres y mujeres eran conducidos a viva fuerza a la calle
principal, para ser avisados de que, si entre aquel momento y el alba
no confesaban el nombre del que mató a Parker y sus amigos y
decían dónde cazarlo, serían ahorcados públicamente ante todo el
pueblo.
Los infelices se miraron entre sí, despavoridos Nada sabían ni nada
podían decir, pero esa excusa no sirvió para Wolfe, el grotesco sheriff
nombrado por Skrag. El estaba ansiando ahorcarles, y le bastaba con
aquel silencio de ellos para disponerlo todo de cara al macabro
espectáculo matinal.
Ben Thompson, el recaudador de impuestos de Skrag, apuró de un
trago un doble whisky, tras mirar los cuerpos de las víctimas, y se
dirigió a su jefe con mal talante:
—Eso es una prueba clara de la rebelión de estas gentes contra
nosotros. Será peligroso si les dejamos seguir adelante y
envalentonándose. Ya sólo somos dieciséis en total. No debe haber
más bajas o peligrará nuestra hegemonía en el pueblo, Rodney. Deja
que haga mi propio trabajo ahora mismo.
—¿Cómo piensas hacerlo? —gruñó Skrag, furioso.
—Muy sencillo —rió Thompson aviesamente—. Iré casa por casa en
plena noche, recaudando un impuesto especial para el entierro y
funeral de nuestros amigos. Al que se niegue o proteste, se le fríe a
tiros. Eso les intimidará, sin dejarles reaccionar. Luego, la ejecución
matinal dejará las cosas en su sitio.
—Está bien, Ben. Ve a hacerlo —admitió Skrag—. Y no tengas
piedad alguna.
—Descuida —rió el recaudador de impuestos—. Sé hacer bien esas
cosas.
Empezó a demostrarlo pronto. Sonaron disparos en algunas
viviendas. Ben Thompson había iniciado su recaudación
extraordinaria mediante la violencia. Sólo media hora más tarde,
cuatro ciudadanos de Pueblo Adobes habían sido asesinados a
bocajarro, cuando se negaron airadamente a pagar un nuevo
impuesto tan insultante y arbitrario.
Ben Thompson, satisfecho de su trabajo, abandonó la última casa
visitada a eso de las tres de la mañana. Llevaba con sus dos
compinches de escolta un fardo repleto de billetes, monedas o bienes
personales de los infortunados vecinos expoliados.
—¿Y ahora, patrón? —preguntó uno de sus compinches, con aire
complacido.
—Vamos a obligar a esa mejicana a abrir su cantina —rió
Thompson—. Creo que es una ramera fácil. Además de darnos de
beber, procuraremos divertirnos con ella...
Y se encaminaron a casa de Analupe, dispuestos a rematar su
tarea con otra miserable prueba de su tiranía carente de sentimientos
y de humanidad.
***
Despeinada, Analupe abrió la puerta de su negocio envuelta en el
rebozo negro, el rostro alterado, los ojos oscuros muy abiertos. Para
entonces, ya la madera de la entrada peligraba bajo el golpeteo
constante y furioso de Thompson y sus hombres.
—¿Qué queréis ahora? —protestó Analupe—. Es tarde, estaba
durmiendo...
—No mientas, zorra mejicana —jadeó Thompson, empujándola
fuertemente para entrar con sus dos hombres en la cantina a viva
fuerza—. Nadie duerme en este asqueroso pueblo tras los disparos
en la cantina de mi amigo Parker. Seguro que sabes muy bien que
están muertos, con dos amigos más. Y que también sabes quién los
mató.
—¿Te has vuelto loco? —Analupe resopló, indignada—. No sé nada
de nada. Oí tiros, sí, pero eso es todo. Hace horas que tengo mi
negocio cerrado. Desde que tu amigo Parker abrió esa cantina,
apenas si vendo una copa en la noche.
—Pues vas a servir ahora tres —dijo Thompson—. Y nos pagarás tu
tributo.
—¿Otra vez? —Analupe se puso en jarras—. Os pagué ayer mismo
cien dólares. ¿Qué nuevo expolio es éste?
—Dinero para el funeral de Parker y sus amigos. Paga o será peor
para ti, muchacha.
—Id al infierno —les puso tres vasos de whisky en el mostrador, a
la luz de un solitario quinqué—. Bebed eso y largaos pronto.
—No sin el tributo —Thompson puso una moneda sobre el
mostrador—. Yo pago la bebida. Tú paga el nuevo impuesto: veinte
dólares para un buen funeral.
—Sois unos cerdos ladrones —silabeó ella, airada. Buscó en la caja,
poniendo cuatro billetes de cinco en el mostrador—. ¿Satisfechos?
—No del todo —rió Thompson. E inesperadamente, alargó su
brazo, tirando del rebozo negro de Analupe. Lo hizo con tal fuerza,
que lo arrancó del cuerpo de ella, dejándole tal como estaba bajo la
oscura prenda: desnuda de medio cuerpo, sus soberbios pechos
broncíneos al desnudo, bajo las miradas obscenas de los tres.
—¡Malditos! —aulló ella, llevando rápida la mano a la caja otra vez.
En esta ocasión no extrajo dinero, sino un afilado cuchillo con el
que trató de herir a Thompson. Este rió, sujetándole la muñeca
armada, que le torció, haciéndole soltar el cuchillo. La mejicana gritó,
dolorida, mientras manos ávidas aferraban sus senos, manoseándolos
lúbricamente. Supo que aquellos tres canallas iban a violarla tal y
como Wolfe ultrajó a Viveca Lane y sintió hacia ellos un odio feroz
pero impotente. Ellos saltaron el mostrador, prestos a abusar de su
cuerpo...
El primer disparo retumbó bajo la bóveda de la cantina
ásperamente. Junto a Ben Thompson, uno de sus compinches lanzó
un ronco alarido. Al recaudador de impuestos le salpicó la sangre y
fragmentos de masa encefálica. El herido se desplomó fulminado, con
el cráneo hecho pedazos.
—¡Maldición! —rugió Thompson, revolviéndose arma en mano
hacia atrás, junto con su único compinche vivo, al tiempo que
Analupe, astutamente, se arrojaba de bruces al suelo tras el
mostrador, dejando de ofrecer el blanco de su semidesnudo cuerpo a
cualquier bala perdida.
Para su asombro, Ben Thompson y su compañero se encontraron
con un solo adversario, situado en el altillo de la cantina, asomado
fríamente a la barandilla, revólver en mano, rodeado de profundas
sombras. Sólo unos ojos helados, metálicos, brillaban mortíferos en la
oscuridad, al recibir la ambarina luz del quinqué...
Cuando quisieron abrir fuego sobre él, era ya tarde. Habían perdido
demasiado tiempo. Y aquel hombre, quienquiera que fuese, no daba
alternativas.
Su «Colt» llameó cuatro veces rabiosa, estruendosamente. Los dos
hombres de Skrag se agitaron como si iniciaran una grotesca danza
macabra, golpeados por el plomo. Thompson logró disparar en vano,
porque su bala se perdió en las alturas. Un segundo más tarde
besaba el suelo, con el rostro destrozado por una bala de calibre
«45» que hizo añicos sus huesos en un baño de sangre. Su
compinche, perforado el cuerpo por su corazón y sus pulmones, tuvo
un vómito sangriento antes de caer, tosiendo y jadeando, en veloz
agonía.
Segundos después, el silencio había vuelto a la cantina. Todos los
hombres de Skrag estaban muertos.
—Wess... —jadeó Analupe, incorporándose despacio—. Sólo Wess
Logan pudo hacer algo así...
Y miró hacia la altura. Por la escalerilla del figón, la figura sombría
bajaba lentamente hacia ella, empuñando el «Colt» humeante. Los
ojos eran dos carbones febriles en un rostro pálido y tenso.
—Te dije que volvería —habló lentamente—. Pero fue antes de lo
previsto...
—¡Oh, Wess, Wess, vida mía! —sollozó la mejicana, precipitándose
en sus brazos—. ¡Gracias a Dios que has vuelto! ¡Me salvaste la
vida...!
El la acogió contra sí, apretándola tiernamente. Sus ojos miraron,
helados, a los tres cadáveres.
—Van seis —dijo con calma—. Ya quedan menos, Analupe
querida...
—Wess, cariño... Si hubieras podido volver antes... Debo contarte
cosas horribles. Sobre Keith, tu hermano. Y sobre Viveca...
—Lo sé todo —habló roncamente él—. Me lo han dicho. Acabo de
llegar esta noche. El buen doctor me lo contó todo. Hice lo que tenía
que, hacer, pero sólo acabo de empezar...
—Es inútil, Wess. Sabía que eras tú el que mató a los de la cantina
de Parker, pero eres un solo hombre... Y ellos son diecinueve...
—Trece —corrigió con dura sonrisa Wess—. Han perdido a seis ya.
Esta es una guerra sucia, no puedo dar la cara contra tantos
adversarios... Ahora debo irme, Analupe. Vendrán a ver qué sucede,
los disparos han debido sonar en todo el pueblo. Ten cuidado. Di que
viste a uno o dos hombres enmascarados, lo que sea. No te
enfrentes a ellos, son como bestias feroces. Sobre todo, conserva la
calma, querida. Es la única forma que tenemos de intentar vencer a
esos canallas...
La besó en la boca, cubrió pudorosamente sus pechos con el
rebozo, y se apresuró a salir de allí con celeridad, desapareciendo en
las sombras del altillo.
CAPITULO 8
Los rostros de Skrag y Wolfe eran dos máscaras heladas, lívidas y
llenas de rabia y odio incontenible. Por primera vez en su vida
parecían acosados, perplejos ante algo que no entendían y que
empezaba a preocuparles.
—Sigue, sucia mejicana —silabeó Skrag, mirando colérico a
Analupe—. ¿Qué pasó entonces?
—Ellos bebían contentos, riendo... Incluso me gastaban bromas —
explicó Analupe con voz firme, serena—. De repente, vi aparecer a
dos o tres hombres, no sé cuántos en realidad... Estaban ahí,
armados... Y empezaron a disparar sobre tu gente. No les dieron la
menor oportunidad, fue una masacre...
Señalaba a la puerta de los establos. Wolfe fue hasta ella, ceñudo,
examinando el lugar y rascándose los cabellos lacios, sobre el rostro
innoble y maligno.
—De modo que son varios... —silabeó Skrag—. ¿Pudiste
identificarlos?
—No —negó Analupe—. Era imposible. Llevaban pañuelos sobre la
cara. Eran gente dura, eso sí. Juraría que nadie de este pueblo. Aquí
no disparan tan rápidamente.
—Ella miente —dijo de pronto una voz con tono helado.
Wolfe y Skrag pegaron un respingo, mirando al que hablaba.
Analupe palideció. Conocía al que intervenía de ese modo en el
interrogatorio. No era precisamente un hombre de Skrag, ni siquiera
un forastero. Era Néstor, el borrachín local.
—¿Qué dices? —farfulló Skrag—. ¿Estás loco o borracho, imbécil?
—Repito que ella miente —jadeó el bebedor de tequila señalando a
Analupe con gesto malicioso—. ¿Qué me dais si os digo quién mató a
vuestros hombres, y al que esa puerca mestiza está protegiendo?
Analupe sintió un odio irracional contra su compatriota traidor.
Ahora comprendía que el que creyera inofensivo bebedor, el siempre
ebrio Néstor, era un rufián capaz de todo por dinero, un judas del
más ruin nivel.
—Cerdo... —habló ella—. ¿Qué sucia mentira ha planeado tu mente
llena de alcohol?
—Déjale hablar, mujer —terció astutamente Wolfe yendo hacia
Néstor—. No me ha gustado tu historia de los enmascarados, la
verdad. Habla, amigo. Te regalaremos un par de botellas de tequila y
cincuenta dólares por tus informes, ¿está bien?
—Claro —rió Néstor. Miró a la joven mejicana y acusó con voz
rotunda—: El hombre capaz de liquidar a seis de los vuestros sin
dificultad, se llama Wess Logan. Y es el amante de esa zorra mestiza.
—Vaya... —Skrag se volvió, sarcástico, hacia Analupe—. De modo
que es eso... Alguien me habló de Wess Logan antes. Es un héroe
local, ¿no? O algo parecido... Bien, preciosa, creo que vas a tener que
confesarlo todo... y de prisa. O te dejaremos irreconocible incluso a la
vista de tu amado pistolero...
Analupe se estremeció, mientras Wolfe tomaba dos botellas de
tequila y las tendía a Néstor, junto con unos billetes. El delator se
ausentó rápidamente, contando con avidez los billetes y apretando
contra su pecho las dos botellas de licor.
—Ya oíste al patrón, amiga —silabeó Wolfe—. No querrás que yo te
saque las palabras a la fuerza, ¿no? Sería demasiado malo para tu
bonito rostro y tu cuerpo. Y, la verdad, creo que antes de matarte,
me gustaría disfrutar de ti...
***
Era un agrio, lúgubre amanecer para Pueblo Adobes.
Hasta el sol parecía ensombrecido por los aires de tragedia que
soplaban por las callejuelas del villorrio blanco, haciendo ocultarse
amedrentados a los perros y cacarear inquietas a las gallinas.
Nubarrones de un gris plomizo velaron al astro diurno, dando un
clima bochornoso y denso al día, soplaba una brisa seca, árida,
procedente del desierto, que arrastraba artemisas y polvo por entre
las encaladas paredes, como si el pueblo de repente se hubiera
convertido en un tétrico, silencioso fantasma.
Seis hombres y mujeres esperaban al pie de seis horcas el
momento de ser ajusticiados como represalia por la muerte de los
compinches de Skrag. Pero eso no era todo. En otro punto de la calle,
especialmente preparado, dos mujeres esperaban igualmente la
muerte.
Esas dos mujeres eran Analupe y Viveca. Con los brazos atados a
la espalda, la cabeza erguida, pálidas y serenas, aguardaban con una
soga cada una al cuello, el momento de ser igualmente ajusticiadas
por sus verdugos.
El pueblo parecía dormir, ajeno a aquel nuevo horror homicida. En
la funeraria local, se alineaban Thompson, Parker y los otros cuatro
hombres abatidos por el arma infalible de Wess Logan.
Y en la calle, a lo largo de ella, formando un doble cordón de
hombres armados, los esbirros de Skrag, en número de ocho,
montaban guardia rifle en mano. Otros dos permanecían junto a los
condenados a morir. Y un último, en un tejado, el más alto del
pueblo, también con un «Winchester» entre sus dedos, oteaba los
alrededores, en busca de cualquier indicio de presencia humana.
Dirigiendo todo aquello, Rodney Skrag y Kevin Wolfe parecían
esperar algo, no se sabía el qué.
—Si es un caballero andante como parecéis pensar las dos, tendría
que venir a rescataros —dijo burlonamente Wolfe mirando a ambas
mujeres.
Viveca se mostró orgullosa, llena de altivez al responder:
—No tiene por qué hacerlo. Moriremos ambas gustosas, sólo por
saber que él volverá cuando menos lo esperéis, y seguirá matando a
vuestra gente, diezmando vuestras fuerzas cada vez más, hasta que
nadie os tema en este lugar.
Wolfe y Skrag cambiaron una mirada preocupada, pero el primero
se echó a reír, sarcástico.
—Sigo pensando que vendrá —dijo con refocilamiento—. Y será su
final. Wess Logan caerá aquí, delante de todos los que tanto le
admiran y veneran. Podría jurar que no dejará a sus chicas en este
atolladero.
Analupe se estremeció. Cambió una mirada con Viveca. Esta
susurró:
—Tal vez sea cierto... Si viene... Dios mío, le acribillarán...
—No debe venir —sostuvo la mejicana—. Nosotras no contamos,
Viveca. Es él quien debe sobrevivir, quien debe liberar este pueblo
para siempre...
—Sí, pero me da miedo... Ese tipo odioso es astuto, inteligente,
calculador... Creo que tiene razón. Espera que Wess venga. Por eso
nos ha sentenciado a ambas tras el interrogatorio de anoche y la
traición de Néstor... Es el cebo preparado para que pique. Saben que
está escondido, que no aparecerá salvo para intentar evitar nuestro
fin... Han registrado todo el pueblo sin encontrarle. Pero le harán
venir...
—Dios no lo quiera, Viveca. Ni siquiera él puede enfrentarse a
tantos enemigos preparados, dispuestos a matarle... —gimió
Analupe, angustiada.
La risa de Wolfe, cerca de ellas, acabó de producirles más temor e
incertidumbre que nunca.
—Esla hora —avisó la voz estentórea de Skrag—. Colgad a los seis
primeros. Luego procederemos a ejecutar a las chicas, si su caballero
no aparece a tiempo, como en las viejas leyendas...
Las risas soeces de los pistoleros acogieron la broma de su jefe. Se
dispuso todo para colgar por el cuello a los seis rehenes elegidos en
primer lugar, mientras el sol comenzaba a subir por el horizonte,
hundido tras los nubarrones grises de aquel turbio, siniestro
amanecer...
***
Los edificios seguían callados, como dormidos. Las ventanas
cerradas, los porches desiertos. Era como si el pueblo entero hubiese
decidido no asomar esa mañana a presenciar la nueva infamia, el
crimen colectivo.
La puerta de la cantina se abrió chirriante. Algunos miraron en esa
dirección, indiferentes. Salió una figura conocida, haciendo eses por
el porche, bajando a la calzada a trompicones. Pronto le ignoraron
todos.
Néstor madrugaba mucho aquel día con su borrachera habitual.
Debía ser su modo de celebrar su miserable traición, pensaron los
pistoleros de
Skrag. Y también Analupe, Viveca, los demás sentenciados...
Con su poncho deslucido, su enorme sombrero mejicano, cruzó la
calle haciendo zigzag con sus inseguros pies. Alguien captó sus
eruptos.
—¡Vamos, ya! —rugió Skrag, alzando el brazo—. ¡Empiecen las
ejecuciones!
Las cuerdas se tensaron. Los esbirros del asesino se dispusieron a
tirar de las mismas, para colgar a los humanos racimos de los árboles
situados al final de la calle. Otros pistoleros se situaron junto a
Analupe y a Viveca, para iniciar momentos después su
ajusticiamiento.
Los hombres de Skrag miraban por doquier, sus armas a punto,
pendientes del más mínimo indicio que pudiera alertarles sobre la
presencia de Wess Logan entre ellos o cerca de ellos.
Lo cierto es que sí tenían a Wess Logan tan cerca de ellos que no
podía ser más. Pero nadie lo intuyó ni sospechó ni por un momento.
Y cuando se dieron cuenta de ello, era demasiado tarde.
Una ventaja que a Wess Logan, ciertamente, no se le podía dar en
modo alguno.
***
Néstor parecía poco capaz de alcanzar la otra acera cuando se
detuvo ante los ejecutores y sus víctimas, dando traspiés, invisible su
rostro bajo las enormes alas del sombrero charro.
De repente, sin embargo, aquel cuerpo torpe cobró una actividad
inusitada. Se irguió, empezando a desdoblarse su agazapada figura
bajo el poncho, hasta adquirir una altura insólita. Y en sus manos,
emergiendo bajo el poncho, surgieron dos revólveres, rugiendo
simultáneamente en medio de un caos total.
Eran dos armas de calibre «45», una sostenida dificultosamente
por una mano zurda no demasiado fuerte, pero capaz aun así de
hacer vomitar fuego y plomo al arma correspondiente con una
rapidez y contundencia demoledoras.
Lo cierto es que el bramido inesperado, súbito, de aquellas dos
armas, sembró el terror y la muerte en la calle principal de Pueblo
Adobes. Los hombres que iban a tirar de las sogas mortíferas, se
desplomaron mortalmente heridos. Varios pistoleros de vigilancia
saltaron aparatosamente, alcanzados por un alud de plomo
incontenible.
Analupe y Viveca se miraron, entre la esperanza y la angustia,
cuando el supuesto Néstor hacía rugir incansablemente sus
revólveres devastadores.
—¡Wess! —gimió la mejicana—. ¡Es él!
—¡Dios le asista, no podrá con todos! —sollozó Viveca, demudada.
Eso, lamentablemente, era bien cierto. Wess Logan, que sin duda
era quien se ocultaba bajo las ropas del ebrio Néstor, podía ser un
huracán demoledor, pero era también simplemente un ser humano. Y
tenía ante sí a trece asesinos expertos, trece pistoleros eficaces,
aunque de ellos ya cinco yacían sin vida en medio del polvo, y dos se
estremecían, malheridos, soltando sus armas.
Skrag y Wolfe, jurando rabiosamente, apresuráronse a ocultarse
tras un barril de agua de lluvia y un abrevadero de caballos,
buscando hacer blanco en la figura del falso borrachín mejicano, en
tanto que éste, para eludir los disparos enemigos, había pegado un
salto elástico, buscando refugio tras una tapia blanca y un pequeño
carro volcado. La cal saltó en mil pedazos, arrancada por una lluvia
de proyectiles enemigos.
—¡Es nuestro! —rugió Skrag—. ¡Aunque sea Wess Logan, está
solo! ¡Sus armas están casi vacías y nosotros somos aún seis ilesos y
dos heridos pero capaces de luchar! ¡Acabad con él! ¡Vamos,
terminad con ese loco maldito de una vez por todas!
Los hombres de Skrag, parapetándose, se dispusieron a cumplir la
orden, en tanto Wess Logan luchaba a la desesperada. Por si ello
fuera poco, Wolfe se arrastró hasta las dos mujeres, las encañonó
con su arma y gritó con voz aguda, llena de malignidad:
—¡Logan, tira tus armas y ríndete! ¡Si no lo haces en tres
segundos, volaré la cabeza de tus enamoradas Analupe y Viveca!
—Miserables... —jadeó Wess, apretando los labios con ira. Y gritó
luego, con voz más potente—: ¡No dispares, maldito seas! ¡Ya me
entrego!
—Oh, no, Dios mío, eso no... —sollozó Analupe, aterrada, mientras
Wolfe reía irónico.
—¿Veis como es todo un caballero? —se mofó—. En cuanto salga
de su parapeto, le coserán a tiros. Y yo, de todos modos, os volaré la
cabeza a las dos... de modo que él lo vea...
Ambas mujeres, al mirarse despavoridas, comprendieron que aquel
sádico criminal iba a hacer justamente lo que prometía.
Ya nada podía salvarlas. Ni a ellas, ni a Wess Logan. Ni siquiera a
Pueblo Adobes...
Los asesinos habían triunfado, pese a todo. Su ley era la más
fuerte.
CAPITULO 9
Y entonces se produjo el milagro. Lo inesperado.
Algo con lo que ni ellas mismas, ni el propio Wess Logan, y menos
aún los caciques asesinos de Pueblo Adobes podían esperar.
Se abrieron ventanas, puertas, se llenaron porches, asomó la gente
a las aberturas de las fachadas blancas de cal...
Viejos revólveres casi oxidados, rifles o escopetas antiguas, e
incluso algún que otro viejo mosquetón de los tiempos de la lucha
por la independencia de los Estados Unidos, asomaron a las ventanas
y puertas.
Y comenzaron a rugir en una sinfonía ruda, áspera, demoledora.
Los hombres de Pueblo Adobes reaccionaban al fin. Hartos de
sufrir humillaciones y opresión, avergonzados acaso porque un solo
hombre se lo jugara todo por ellos, entraban en acción justo a
tiempo.
Los últimos esbirros de Skrag cayeron como moscas atrapadas en
medio de una nube tóxica. Recibían por doquier, sin poder
defenderse. Y sólo quedaron en pie dos hombres: Rodney Skrag y
Kevin Wolfe...
Este, rápido, trató de parapetarse tras las dos mujeres al advertir el
cariz que tomaban los acontecimientos. Fue Viveca quien se lo
impidió, estirando su pierna y poniéndole una inesperada zancadilla.
Wolfe lanzó un grito blasfemo, tropezó y se fue de bruces al suelo,
aunque levantándose con celeridad para enfrentarse a su enemigo.
Para entonces, ya había perdido toda iniciativa.
Desde su parapeto, Wess Logan apuntó cuidadosamente. Disparó
por dos veces.
Una bala se clavó en el estómago de Wolfe. La otra, en su vientre.
Lanzó un doble alarido de dolor, de angustia infinita, disparó al aire,
soltó su arma y cayó atrás, dando volteretas por el polvo,
aferrándose ambos boquetes con manos crispadas.
—Morirás, pero tardarás en hacerlo —jadeó Wess Logan sombrío,
mirándole sin piedad alguna—. Eso te hará pagar por Keith, por
tantos otros... Tu agonía será larga, dolorosa...
Mientras Wolfe se convulsionaba por tierra, acosado por terribles
dolores internos, Wess daba ya cara a Rodney Skrag, que dirigió con
rapidez su «Colt» hacia él, apretando el gatillo.
La bala se llevó el sombrero de Néstor de su cabeza, rozándole los
cabellos. Wess apretó el gatillo una sola vez sobre la última bala de
sus revólveres. Partió ésta hacia Skrag.
El asesino recibió el proyectil en plena frente. Le reventó los
huesos y desparramó su masa encefálica contra un muro de cal. Con
un berrido atroz, el criminal se derrumbó de bruces, mientras sus
últimos compinches caían abatidos por el fuego de los vecinos de
Pueblo Adobes.
—Ya terminó, amigos —dijo Wess, alzando sus manos con los
«Colt» vacíos—. Gracias. Habéis sido dignos convecinos, amigos y
aliados. Habéis sido hombres por vez primera, y eso es hermoso... Ya
sabéis la lección ahora. La libertad se la debe ganar uno cada día,
con el propio esfuerzo. Ahora ya sé que nadie, nunca más, os podrá
amedrentar. Es vuestro pueblo y sabréis defenderlo...
Fue hacia las dos mujeres. Las soltó, igual que a los demás
condenados. La calle entera era un cementerio de forajidos. Wolfe
seguía revolcándose en su espantosa, interminable agonía, sin que
nadie pensara en terminarla piadosamente.
—Néstor murió en la cantina —dijo Wess fríamente—. No merecía
otro final un cerdo semejante... Y sus ropas me eran muy útiles para
la ocasión, amigas mías...
—Wess... —sollozó Viveca—. Nunca fui digna de ti. No merecía ser
salvada...
—No digas eso —sonrió él—. Elegiste a Keith, y nunca me pareció
mal. Sólo que el destino te ha dejado sola. Perdí a mi hermano. Y tú
a un marido. Deberás aceptar tu soledad en el futuro, Viveca.
—Wess... —susurró Analupe, apretándole un brazo—. ¿Qué
significa eso?
—Significa que me quedo. Esta vez sí, Analupe. Pero contigo. Yo
también hice mi propia elección hace tiempo. Sólo que nunca debí
marcharme de aquí. Nunca...
La rodeó con su brazo. Se alejaron ambos. Viveca, con lágrimas en
los ojos, inició su retirada en silencio, hacia su casa, por entre
cuerpos sin vida.
La gente de Pueblo Adobes, poco a poco, invadía la calle. El sol
brillaba otra vez, mientras los nubarrones se dispersaban en la
distancia.
Ahora, todo empezaba para aquel pueblo que al final supo luchar
dignamente por su supervivencia y su dignidad. Pero todos sabían
que no sólo se lo debían a sí mismos, sino a un hombre que les dio
ejemplo de valor y de hombría: un hombre llamado Wess Logan...
FIN