Una propuesta original, útil y amena a medio camino entre
guía de inspiración, divulgación científica y filosofía
práctica… Una obra que nos muestra que nuestra
percepción de la realidad es limitada, explica el
funcionamiento del cerebro y propone un camino para
cambiar nuestra perspectiva y encontrar la felicidad… El
autor entrelaza anécdotas de su propia vida, experimentos
científicos y referencias a personajes conocidos y a la
cultura popular. ¿Podemos reeducar el cerebro para ser más
felices y vivir con plenitud? La respuesta es un rotundo sí.
Hoy, gracias a los avances en neurociencia, podemos
entender mejor cómo funcionan la mente y el organismo, y
utilizar ese conocimiento para mejorar nuestra realidad.
Vivimos rodeados de una cantidad descomunal de
información y solo una pequeña parte (alrededor de un 5%)
alcanza nuestra consciencia. Cuando entendemos cómo el
organismo genera los pensamientos y la realidad, podemos
influir en el sistema para sustituir el miedo, las imágenes
mentales más arraigadas y los mecanismos de respuesta
automáticos por el pensamiento no lineal, la felicidad y la
confianza en la vida, que siempre está ahí para
proporcionarnos aquello que necesitamos. Desde una
perspectiva tan didáctica como divertida, David del Rosario,
investigador y divulgador científico, convierte la
neurociencia en una herramienta de transformación, cien
por cien aplicable en el día a día. Un viaje fascinante, del
átomo a las estrellas, que revolucionará tu forma de vivir y
de entender el mundo.
David del Rosario
El libro que tu cerebro no
quiere leer
Cómo reeducar el cerebro para ser más feliz y
vivir con plenitud
Título original: El libro que tu cerebro no quiere leer
David del Rosario, 2019
Ilustraciones: Laura Victori y Lleír Massana
Revisión: 1.1
16/09/2020
Para Chicho, Pili y Luz.
1
CONSTELACIONES OSCURAS
La gallinita ciega
Dicen que vivimos encerrados dentro de un planeta más
o menos esférico. Suena hasta raro escribirlo, porque lo
cierto es que tenemos la sensación de vivir en una alfombra
infinita que vemos a través de dos pequeñas escotillas
desde algo llamado cuerpo humano. Y es que, dependiendo
del día, no siempre vemos curvo el horizonte. Rebuscando
dentro del organismo hemos encontrado hasta ahora unos
doscientos cincuenta tipos de células diferentes, las cuales
podemos ver a través de un microscopio y descubrir que
cada una de ellas es única e irrepetible. Les encanta
agruparse de maneras muy concretas y funcionar como un
todo, aunque el porqué y el cómo sigue siendo un enigma.
Todavía no entendemos su lenguaje tanto como para
preguntarles a ellas indiscretamente (ya nos gustaría), así
que nos conformamos con observarlas y hacerles jugarretas
varias en el laboratorio para tratar de comprender el
misterio de la vida y del ser humano. A día de hoy, todavía
confundimos el conocimiento con hacer clasificaciones o
con escribir más y más libros. ¿Pero alguien tiene, por favor,
la más remota idea de lo que significa ser humano?
Abrimos un volumen de biología molecular y celular para
leer que la historia comienza, érase una vez, hace dos
millones de años con unos diminutos seres conocidos como
cianobacterias, las cuales sumergieron la atmósfera en
oxígeno. Tímidas e indecisas, las células tardaron doscientos
millones de años en lanzarse a la aventura de cooperar y
formar microorganismos. A continuación fue el turno de
algas peludas, crustáceos gigantes, animales marinos
bigotudos, reptiles con enormes cuerpos y diminutas aletas,
y un sinfín de creaciones hasta que a un ciempiés con
complejo de Indiana Jones no se le ocurrió otra cosa que
pisar tierra firme. Las células aprendieron a ejecutar
movimientos increíblemente precisos, a digerir, a respirar y
a eliminar aquellas sustancias que no les gustan. De las
algas asomaron las plantas; de los peces, los anfibios; luego
se entrometieron los insectos, los reptiles; hace ciento
cincuenta millones de años les salieron alas a los
dinosaurios (sin necesidad de tomar Red Bull) y veinte
millones de años más tarde germinaron flores en las plantas
dando el toque de color a un paisaje principalmente azul.
Supuso el escenario perfecto para las hormigas y las abejas.
Hace sesenta millones de años los astutos mamíferos
aprovecharon la extinción de los dinosaurios (dicen que a
causa de un meteorito) para tomar el mando y llevarse todo
el protagonismo. Los mamíferos se pusieron de moda.
Mientras focas, nutrias, ballenas o delfines prefirieron vivir
con vistas al mar, el resto prefirió la tierra firme. En este
último grupo se encontraban los primates. Hace seis
millones de años un primate se puso de pie, comenzó a
fabricar herramientas, a encender fuego y a cocinar,
mientras su cerebro se hacía más y más grande. Hasta que,
unos doscientos mil años atrás, sus células, tan hiperactivas
como de costumbre, aprendieron a comerciar, a odiar, a
amar, hasta dar lugar a lo que hoy conocemos como Homo
sapiens sapiens: el hombre que piensa y sabe que piensa.
He aquí dos seres humanos: uno que escribe y otro que lee.
Tal vez muy evolucionados pero seguramente con la
sensación de haber jugado sin querer a la gallinita ciega.
Nos han vendado los ojos, dado un par de vueltas y soltado
aquí, al final de las frías historias de los libros de biología.
Vivimos en un mundo medio mareado, en un día a día en
el que no hay ni rastro del verde de los bosques y donde
una persona corriente apenas conoce cuatro especies de
insectos. Lo único verde que vemos es el mar y huele raro.
Aquí, en la ciudad, el gris está por todos lados y para ver
algo que no sea un perro, un gato, una cobaya o un cerdo
vietnamita tenemos que ir a un sitio especial llamado zoo y
pagar una entrada. Mi planeta particular tiene treinta y siete
metros cuadrados y no tiene vistas al mar ni un hermoso
jardín porque para eso necesitas una cuenta bancaria con
unos cuantos ceros más. No importa que nos hayamos
portado bien, haber ido a la escuela, comido lentejas,
terminado la universidad, encontrado pareja y que
trabajemos diez horas al día. Entre relaciones, Facebook y
jornadas de trabajo, la mayoría de las personas buscamos
una felicidad que solo encontramos a ratos. Tal vez sea
porque nos falta comprar una casa, tener hijos o jubilarnos,
quién sabe, pero si nos preguntamos ahora mismo si somos
felices nos daremos cuenta de algo muy extraño: no
sabemos a quién se lo estamos preguntando.
Las constelaciones oscuras
Hace algunos años, tras aceptar una oferta disparatada
de trabajo, me subí a un avión con destino a Perú para
colaborar en un proyecto relacionado con una reserva de
plantas medicinales en la Amazonia. En plena selva conocí a
Justo. Encantador y respetuoso con la Pachamama, este
profesor de biología de la Universidad Nacional de San
Antonio Abad del Cusco no solo me enseñó mis primeras
células vegetales a través del microscopio, sino que me
introdujo en la cultura de sus ancestros. Un día, esperando
que el alambique terminara de destilar aceites esenciales a
pocos metros de una hermosa laguna en el departamento
de San Martín, me explicó una historia que cambió por
completo mi forma de ver el mundo. Desde entonces ha
inspirado mi día a día e impregna cada una de las páginas
de este libro.
En el valle sagrado de Cusco, durante miles de años, los
campesinos se hicieron eco del cielo para saber cuál era el
momento idóneo para la siembra y la cosecha. Los hombres
sabios se reunían en Urubamba, una comunidad andina de
notable altitud, para observar cómo el río Sagrado se unía
entrada la noche con la Vía Láctea. Para el mundo andino el
río terrestre tiene su continuación en un río celestial, por
eso la Vía Láctea en quechua suena Hatun-Mayu, que
significa río (mayu) celestial (hatun). Este es un principio
que encontramos también en muchas otras culturas, el
llamado principio de similitud o correspondencia: «lo que es
arriba es abajo». Aquellos hombres sabios buscaban en los
cielos las respuestas a sus preguntas, pero curiosamente no
atendían a los puntos brillantes del firmamento, sino a los
espacios entre las estrellas. En las sombras veían las
siluetas perfectas de los animales que habitaban sus tierras:
la llama con su cría, el yutu, la serpiente o el sapo. De todos
y cada uno de los seres vistos en territorio andino se ha
encontrado su similar en los cielos. Dos seres humanos
mirando el mismo cielo desde diferentes perspectivas y
culturas ven cosas completamente distintas. Unos unen los
puntos brillantes, las estrellas, para formar dibujos y
cartografiar los cielos, mientras que otros prestan atención
al espacio entre las estrellas, obteniendo resultados
radicalmente distintos pero al mismo tiempo
complementarios. ¡Increíble! Cuántas veces hemos oído eso
de «todo está inventado», nos lo hemos creído, y hemos
pasado a otra cosa. Cada vez que estemos en el filo de la
creencia, a punto de rendirnos, cada vez que tengamos la
sensación de estar perdiendo el tiempo o nos digamos
«todo está inventado», pensemos en la historia de Justo. Las
constelaciones oscuras nos recuerdan que cuando miramos
algo lo primero que veremos serán las estrellas, pero existe
la posibilidad de presenciar un espectáculo completamente
diferente. Esto es aplicable a cualquier aspecto de la vida: a
una investigación, a un libro o a una relación. Allá donde
creamos que no hay alternativa, no solo existen otras
opciones, sino que están esperando a todo aquel dispuesto
a ir más allá de sus creencias, a aquel que esté dispuesto a
volver a mirar.
Este libro es una invitación a mirar juntos, de nuevo, el
mundo. Sé que llevas muchos años observando,
seguramente más que yo, pero si has llegado hasta aquí es
porque necesitas mirar de nuevo. Esta es una invitación
formal y por escrito a hacerlo. La letra pequeña solo dice
que para volver a mirar debes dejar de lado todo aquello
que crees saber. Hazlo con cariño. La «verdad» que hemos
sostenido hasta ahora solo nos permite ver las estrellas, y
volver a mirar es un viaje hacia horizontes desconocidos
reservado a los ojos de quien no cree saber. Por ese motivo,
todo cuanto encontrarás en este libro no es algo que yo
haya vivido de antemano y te cuente desde el recuerdo,
sino que está sucediendo ahora, lo estamos viviendo juntos
mientras escribo. Tal y como descubriremos muy pronto, el
conocimiento y la realidad no pueden alcanzarse desde la
memoria, a lo sumo una huella confusa e imprecisa. Como
en el bolsillo tengo un billete para dos, no voy a moverme si
no vienes conmigo. Si ahora no es buen momento porque
tienes mucho trabajo u obligaciones que atender, no te
preocupes. Esperaré aquí, dentro de las páginas de este
libro, a que llegue el momento oportuno. Los grandes viajes
comienzan con un paso.
2
EL LIMITE ENTRE LA VIDA Y LA NO
VIDA
Estamos a punto de emprender un viaje hacia lo
desconocido, de visitar las estrellas, de conversar con el
amor y con el átomo, a punto de volver a mirar al
organismo y al universo desde una nueva perspectiva. El
único requisito es dejar de lado todo cuanto creemos saber
y declararnos ignorantes, y no porque seamos mejores
personas, sino porque solo el que no sabe mira. Con cada
página, con cada paso, estas letras se volverán más
transparentes hasta que, llegados a un punto, la voz del que
escribe y la voz del que lee se fundirán en una sola.
Los ladrillos de la vida y el Euromillón
Vivimos en un organismo compuesto por cinco bombonas
de oxígeno, diez sacos de nitrógeno para abonar plantas del
jardín, hidrógeno para llenar cinco mil globos de helio y
carbono equivalente a diez mil minas de un lapicero de
grafito. Combinando estos cuatro elementos de diferentes
formas (oxígeno, nitrógeno, hidrógeno y carbono)
obtenemos veinte aminoácidos diferentes. Con estas
moléculas, el organismo sintetiza las famosas proteínas, los
ladrillos de la vida. Estos ladrillos serán quienes trabajen
codo con codo para dar lugar a neuronas, hormonas,
músculos, órganos, glándulas, uñas o pelo. Cada célula de
nuestro cuerpo es una combinación de distintos
aminoácidos y proteínas, pero… ¿de dónde surgen estos
elementos esenciales para la vida? ¿Estaban en nuestro
planeta y se encontraron por arte de magia para prender la
chispa de la vida? El azar y la casualidad no son argumentos
científicos, son solo palabras que solemos emplear cuando
algo no encaja en nuestra forma de ver el mundo. Para
poder entender cómo funciona la vida, sigamos la pista de
estos ingredientes primordiales al más puro estilo Sherlock
Holmes.
Este viaje nos llevará tremendamente lejos, hasta el
mismísimo corazón de las estrellas. Los seres humanos
hemos explorado el universo apagando y encendiendo una
poderosa linterna que llamamos telescopio, capaz de enviar
intensas ondas electromagnéticas (como puede ser luz) a
través del espacio hasta alcanzar las mismísimas estrellas o
planetas[1]. Sabemos que algunas de las características de
una onda electromagnética varían al chocar con algo en
base a la composición química de ese algo, lo que podemos
aprovechar para descubrir la composición del universo. Una
pera modifica la señal electromagnética con la que se
encuentra de forma diferente a como lo hace el rey de
España[2]. Dado que un astrónomo ha estudiado de
antemano cómo afecta cada elemento químico a una onda
concreta, y se ha hecho algo así como el muestrario de
colores que nos enseñan en una tienda de pintura, podemos
enviar la onda al espacio y esperar que choque con algo
para deducir de qué elementos está compuesto ese algo
comparándolo con nuestra carta de colores. De este modo
hemos descubierto que el carbono y el oxígeno, tan
imprescindibles para la vida, nacen en el corazón de las
estrellas. Si los telescopios o las ondas nos resultan un
lenguaje aburrido, podemos sustituir el telescopio por un
cepillo para gatos. Estudiar el universo sería como pasarle a
tu mascota el cepillo y luego tratar de imaginarlo a partir de
los pelos que han quedado atrapados en sus púas. (Un
pequeño inciso. Si alguna vez queremos enfadar a un
astrónomo basta con llamarle por «error» astrólogo).
Tras estudiar más de ciento cincuenta mil estrellas
hemos aprendido que el 97% de los compuestos del
organismo nacen en ellas[3]. Esto significa que no
descendemos de los primates o de L.U.C.A., un organismo
unicelular que vivió hace tres mil ochocientos millones de
años y al que recientemente se ha señalado como
antepasado más lejano del hombre[RF1], sino que nuestros
verdaderos predecesores y los de todos los seres vivos
conocidos son las estrellas. Si esto nos resulta
sorprendente, abrochémonos el cinturón porque solo
acabamos de empezar. Antes de entender cómo puede
formarse carbono en el corazón de las estrellas echemos un
vistazo al núcleo de un átomo. La vista es más bien austera
puesto que solo encontraremos neutrones y protones,
pero… ¿por qué estos neutrones siempre están ahí, en el
mismo sitio? ¿Por qué no se van a dar un paseo a otros
átomos o a coquetear con cargas opuestas? El motivo
principal se llama energía nuclear fuerte. Esta fuerza obliga
a los núcleos de los átomos a permanecer unidos y a los
científicos nos encanta decir que se produce una reacción
nuclear cuando dos átomos se encuentran.
Con estas nociones básicas de física estamos
suficientemente capacitados para entender cómo puede
nacer el carbono en el corazón de las estrellas. El carbono
surge del encuentro en el mismo punto del espacio y en el
mismo instante de tiempo de tres núcleos de helio. Un
núcleo de helio tiene aproximadamente el tamaño de una
célula y, por término medio, el núcleo de una estrella
normalita mide unas 27.500 veces más que nuestro planeta.
Así pues, para que el carbono pueda existir, deben coincidir
en el mismo punto de ese vasto espacio y en el mismo
instante de tiempo, no uno ni dos, sino tres núcleos de
helio. Que esto ocurra resulta menos probable que ganar el
Euromillón sin hacer una apuesta. A pesar de todo, ocurre
constantemente. Nosotros, tú leyendo y yo escribiendo,
somos pruebas vivas de ello. La vida no es fruto de la
casualidad. Vivimos en un universo minuciosamente
diseñado para la vida. Evidencia de ello son las constantes.
En la física y la química decimos que el cosmos es como es
gracias a treinta y cinco constantes. Estas constantes son
números intocables, siempre tienen el mismo valor, y
deambulan por las ecuaciones que nos permiten aproximar
el comportamiento de fenómenos que observamos en el
universo. Únicamente con variar un solo decimal de alguna
de estas constantes, el equilibrio que rige el universo se
rompería y, entre otras cosas, dejaría de gestarse carbono
en el núcleo de las estrellas. Como consecuencia, la vida tal
como la conocemos nunca habría existido.
La vida como organizadora del universo
Para nuestros abuelos, Dios hizo en una jornada la noche
y el día. Luego el cielo y el mar, las plantas, el sol y la luna,
los peces y las aves, los animales y, en último lugar, al ser
humano. El séptimo día se tomó un KitKat y,
probablemente, una cerveza. Para nuestra generación, el
universo pasó a ser el resultado de una gran explosión
donde la vida surgió por casualidad en un trozo de roca aún
caliente después de millones y millones de años de
cachondeo atómico. Este argumento, fundamentado en la
suerte, puede que tuviera sentido mientras desconocíamos
los entresijos de los átomos, las células o los telescopios,
pero con el avance científico del siglo XXI ha quedado
relegado al guión de una película de alienígenas. Nos
podríamos haber pasado sentados esperando más años luz
de los que puedo escribir en una línea a que tres átomos de
helio se encontraran en el mismo punto del espacio y en el
mismo instante de tiempo. Y no solo somos carbono. Una
persona es una parte del universo capaz de sentir, de ir a
trabajar, viajar, amar, de hablar o de querer cambiar.
Vivimos en una época apasionante donde la ciencia dispone
de nuevos argumentos, los cuales pueden ayudarnos a
comprender el verdadero papel de la vida en la organización
del universo.
Ajenos a Naranjito y a las Olimpiadas de Barcelona de
1992, Peter Gariaev y Vladimir Poponin trabajaban en un
experimento que cambió por completo la perspectiva del
universo. En los laboratorios de la Academia de Ciencias de
Rusia, un láser compuesto por partículas de luz o fotones
pasaban por una cámara de dispersión como Pedro por su
casa, mientras otros tres cacharros se encargaban de contar
el número de fotones (igual que un maestro cuenta a sus
alumnos en una fila antes de entrar a clase) y convertir la
luz en una señal eléctrica que pudiera entender un
ordenador. Dado que la ciencia necesita siempre algo con
qué comparar, la primera medida debía hacerse en la
soledad de una cámara de dispersión vacía, donde los
fotones campaban a sus anchas aleatoriamente. Con esa
referencia en el bolsillo, la siguiente prueba consistía en
poner vida, en concreto ADN humano, en la cámara de
dispersión para comprobar si dicho ADN ejercía algún efecto
sobre las partículas de luz, las cuales son para nosotros
materia pura y dura, sin un cerebro o células de ningún tipo.
La cámara de dispersión tiene la capacidad de generar
un universo particular que aísla a los fotones del resto del
mundo. Si la vida es fruto de la casualidad, los fotones no
deberían verse influenciados en absoluto por la presencia
de vida, y las partículas de luz deberían seguir a su bola
danzando de un lado a otro mientras la célula pasaba más
desapercibida que la g en la palabra gnomo. La idea de
universo que tenemos está a puntito de caer, de modo que
es un buen momento para abandonar. No hay marcha atrás.
Los resultados son rotundos y escalofriantes: en presencia
de ADN humano los fotones dejaron de comportarse
aleatoriamente y se organizaron de una manera muy
concreta, recordando a un ejército que recibe la orden de su
superior a formar filas. Lo increíble del experimento fue que,
a pesar de extraer el ADN de la cámara de dispersión, los
fotones se mantuvieron organizados en sus posiciones hasta
un mes después del experimento.[RF2]
Y así, sin mirar atrás, con la magia y la nostalgia de un
experimento, la vida deja de ser una tómbola de luz y de
color (lo sentimos, Marisol) y pasa a organizar el universo. El
universo es como es y sus constantes tienen el valor que
tienen gracias a la vida. El azar no posee, poseyó o poseerá
la capacidad de dar vida. Es la vida, lo que algunos desde
otras ramas de la física han llamado el «observador», la que
organiza el universo. ¿Quiere decir esto que el planeta
Tierra es suficiente para estructurar un universo infinito? Es
poco probable. Entonces… ¿acaso estamos insinuando que
ahí afuera existe vida extraterrestre? Pensemos como lo
haría un científico en lugar de un escéptico. Los planetas
forman sus clanes alrededor de las estrellas. Nuestra
estrella madre, el Sol, es una de los cuatrocientos millones
de estrellas que forman la Vía Láctea (nuestra querida
galaxia), y el universo contiene más de dos billones de
galaxias, una cifra que aumenta conforme se agudiza la
precisión de los telescopios. Para hacernos una idea de la
magnitud, los dos billones de galaxias conocidas a día de
hoy en el cosmos superan con creces la cantidad de granos
de arena que existen en todo el planeta Tierra[4]. De hecho,
por cada grano de arena que existe en nuestro planeta hay
más de cien planetas en el universo con las condiciones
idóneas para la vida. Aunque probablemente no
encontremos en ellos a Darth Vader o al guapo de Thor con
su martillo y músculos de gimnasio, los científicos estamos
convencidos de la existencia de microorganismos y otras
formas de vida menos hollywoodienses potencialmente
capaces de organizar la materia del cosmos.
El proceso de la vida y el aleteo de una
mariposa
El universo es un compendio de elementos químicos
organizados de una forma muy concreta por la vida. Ahora
bien: ¿qué es la vida? Una pequeña bola roja viaja por un
riel y golpea el extremo de un brazo que gira sobre un eje,
que termina empujando un trozo de madera que, al caer en
un recipiente con agua, aumenta su volumen. El agua
rebosa y empapa una tela que se encuentra atada a una
cuerda. Esta cuerda se tensa y libera una canica y esta
golpea una ficha de dominó. Una pieza empuja a la
siguiente, la siguiente a su vecina, hasta impulsar a un
pequeño vagón que comienza a moverse sobre sus vías
hasta presionar un gatillo que dispara una flecha e impacta
sobre una placa que, al mismo tiempo, mueve la pequeña
bola roja, la cual aporta la energía suficiente para iniciar de
nuevo todo el proceso. La vida es un proceso, un proceso
que se dirige a sí mismo, una integración de eventos que se
extienden desde nuestras células hasta las estrellas. Una
mirada, un abrazo, un cometa, un beso, una despedida, el
miedo, el mar, la risa o una bofetada son formas de energía
capaces de impulsar el proceso de la vida del que todos
formamos parte.
¿Qué es la vida? Un proceso inteligente. Existe
inteligencia más allá del cerebro o de un ordenador.
Estaremos de acuerdo en que un chip tiene una elevada
capacidad de cálculo y puede resolver el teorema de
Pitágoras en un abrir y cerrar de ojos, pero no puede
comprenderlo o saber cuándo aplicarlo a una situación de
vida por sí solo porque no es inteligente (tal vez algún día).
Al mismo tiempo, tener cerebro no es sinónimo de
inteligencia. Los microorganismos o las plantas, que no
presumen de tener cerebro, se comportan de manera
inteligente. Un moho del fango elige el camino más corto en
un laberinto de veinte centímetros cuadrados para
encontrar alimento a la primera.[RF3] La inteligencia es una
acción creativa que nace en el momento presente y afecta a
la estructura de todo el universo en su conjunto. La
casualidad o lo aleatorio no existe, es un estado previo al
conocimiento que desaparece al tomar conciencia del
patrón que hay detrás.
Existe una teoría matemática que funciona
sorprendentemente bien para describir el proceso
inteligente de la vida: la teoría del caos. Hace casi medio
siglo, Edward Lorenz trataba de resolver un sistema de
ecuaciones para estudiar cómo afecta a un fluido la
variación de temperatura. Hablando en plata, quería saber
si mañana llovería o haría sol. En pleno boom de los
ordenadores personales, el Instituto Tecnológico de
Massachusetts, donde trabajaba como investigador y
profesor, contaba con tecnología suficiente para calcular y
representar gráficamente los resultados. Lorenz nunca
llegaba a casa antes de la hora de cenar. Pasaba el día
inmerso en jornadas laborales maratonianas y con
frecuencia olvidaba citas y aniversarios. Los científicos
vivimos en nuestro mundo pero tenemos las cosas claras:
no hay nada que temer al vacío o a la energía atómica pero
sí a una mujer enojada. Fuese por el motivo que fuese, un
día Lorenz decidió dejar el trabajo a medias, imprimir los
resultados provisionales de sus ecuaciones y llegar a buena
hora a casa.
Para retomarlo tan solo debía introducir de nuevo los
datos registrados por la impresora y continuar el trabajo sin
más por donde lo había dejado.
A la mañana siguiente, el científico entró por la puerta
del laboratorio y siguió con lo planeado. Buscó los registros
de la impresora, se sentó en la silla y comenzó a copiar uno
a uno los datos. Cuando Lorenz lanzó de nuevo la
simulación los resultados no tenían nada, pero nada que
ver. Convencido de que el café de la mañana todavía no
había hecho efecto, repitió el proceso varias veces, cada
vez con más atención, repasando con cuidado de no errar
un solo número. Nada. El resultado continuaba siendo un
auténtico disparate. Tuvieron que pasar unos días hasta
descubrir lo que estaba ocurriendo. En lugar de escribir el
número al completo 1,63784173247, para ir más rápido,
tecleaba una versión reducida (1,637842). Redondeó. Esas
mínimas diferencias en las condiciones iniciales de la
ecuación tenían una repercusión desorbitada en los
resultados. De este modo, Lorenz formuló lo que hoy en día
se conoce como «efecto mariposa» y dejó para la
posteridad una elegante cita: «El aleteo de las alas de una
mariposa puede provocar un huracán en otra parte del
mundo». Detengámonos en este punto de la historia,
enseguida volvemos.
Os presento al atractor de Lorenz en tres dimensiones para que
podamos hacernos una idea de qué vieron los ojos del científico en la
pantalla del ordenador.
Aquí está. En este mismo ordenador con el que escribo
hemos resuelto las ecuaciones de Lorenz con ayuda de un
software matemático y las hemos representado en tres
dimensiones. Aunque seis de cada diez personas presenten
miedo a las matemáticas, las ecuaciones no muerden, tan
solo describen la relación entre diferentes cosas que pueden
variar. Por ejemplo, imaginemos que llevamos a nuestro
gato Tofu al veterinario y nos da religiosamente tres
muestras de comida para que podamos probarlas y
determinar cuál le gusta más (antes de sablearnos 50 € por
el saco de alimento). El bol de comida siempre es el mismo
y la cantidad de alimento también, por lo que ambas serían
constantes en la ecuación, pero la comida es diferente. Por
tanto, sería una variable. La forma de la ecuación, sus
variables y constantes, dependen de cómo planteamos el
asunto; de hecho, las variables pueden convertirse en
constantes y viceversa. Imagina que hemos determinado la
comida que más le gusta a Tofu y ahora nos interesa saber
cuánta cantidad de comida necesita al día. Entonces el plan
es otro. Mantenemos el mismo bol y el mismo tipo de
comida e iremos variando la cantidad hasta que Tofu no
pida más alimento, lo que significa que hemos encontrado
la cantidad adecuada. La variable ahora es la cantidad de
comida y las constantes, el tipo de comida y el bol.
En el caso de Lorenz, las variables y las constantes no
hablan de comida para gatos, sino de fluidos y temperatura,
pero la idea es exactamente la misma. Es jugando con todo
aquello que puede variar como entendemos realmente el
funcionamiento de las ecuaciones, y es realmente útil
representarlas gráficamente porque, si tenemos un poco de
práctica, solo con ver la representación gráfica podemos
hacernos una idea del sistema. Los sistemas como el de
Lorenz son no lineales porque dos más dos no tienen por
qué ser cuatro, pueden ser seis o 3.247.923 dependiendo
de las condiciones iniciales, es decir, del momento presente.
Esto significa que podemos predecir el comportamiento de
algo siempre que sepamos con exactitud los detalles del
aquí y el ahora, pero si queremos saber cómo se
comportará el mismo sistema en un futuro la cosa se
complica porque debemos ir actualizando continuamente
las condiciones de cada presente; de lo contrario, la
predicción no servirá de nada. Las reglas de tres no
funcionan en los sistemas caóticos debido a que se rigen
por ideas lineales y nada en la naturaleza es lineal. Cuando
estudiamos el latido de un corazón o un ataque epiléptico
en biomedicina utilizamos sistemas no lineales, costumbre
que se extiende a cualquier rincón de la ciencia como puede
ser el comportamiento de una simple barra de metal al
vibrar. Que el nombre no engañe, aunque les llamemos
«caóticos» porque nos causaron confusión en un primer
momento son sistemas organizados, coherentes, definidos
por unas ecuaciones que dependen fuertemente del
instante presente.
La teoría del caos, con sus no linealidades y sus
dependencias del momento presente, se inspira en el flujo
de la vida. Las mareas, una planta, el cerebro, las redes
neuronales, los movimientos de una proteína y del ADN o
los fotones de una cámara de dispersión se estudian con
ecuaciones no lineales porque son capaces de predecir con
éxito su comportamiento. Hemos dado con un modelo, una
imitación matemática, que nos enseña dos cosas
importantes para cualquier ser humano. La primera es que
no estamos en manos del azar. Hemos educado al cerebro
para trabajar linealmente y con él hemos construido una
batería de imágenes felices a alcanzar sin tener en cuenta
la naturaleza del cerebro o de la vida misma. El segundo
aspecto importante para las personas de a pie es la
estrecha relación del proceso de la vida con el instante
presente. Los seres humanos nos relacionamos con el
proceso de la vida a través del aquí y ahora, y la mayor
parte del tiempo estamos mirando para otro lado, llámese
pasado o futuro.
Los sistemas no lineales nos enseñan que el presente es
la forma que tenemos de adaptarnos al mundo e influir en
él. Escarbando en este segundo aspecto de la vida un
poquito más, nos damos cuenta de que solo tiene sentido
movernos en un presente cercano, tal y como
descubriremos muy pronto. Haciendo simulaciones por
ordenador podemos demostrar fácilmente cómo la
probabilidad de obtener una predicción válida introduciendo
a las ecuaciones momentos pasados o proyecciones futuras
arrojan resultados desastrosos en un sistema caótico. En la
sociedad occidental educamos al cerebro hasta convertirlo
en un linealizador profesional, algo parecido a convertir a
una estrella del béisbol en un friegaplatos. El cerebro es
capaz de hacer esto y mucho más gracias a la plasticidad
neuronal. De este modo, cualquier cerebro instruido en los
caprichos de la linealidad puede simular un mundo lineal
donde dos más dos parecen ser cuatro, pero nunca podrá
llegar a serlo porque la vida no es lineal. Por este motivo el
cerebro ofrece todo el tiempo sensaciones: la sensación de
sentirse amado, de que todo va bien en el trabajo o la
sensación efímera de felicidad.
Descenso al planeta Tierra
Volver a mirar nos ha permitido hacer una radiografía del
universo totalmente distinta a la que nos enseñaron en el
colegio o en la universidad, y ha sido suficiente con dejar de
mirar un momento a las estrellas, nuestras queridas
creencias, para descubrir el proceso inteligente de la vida
dirigido por el instante presente con la capacidad de
organizar la materia del universo. Hemos hecho el mismo
gesto que los antepasados de Justo en el Cusco. Antes de
preguntarnos qué impacto tiene esto para el peluquero o el
autónomo, que es hacia donde nos dirigimos, introduzcamos
las coordenadas exactas en la lanzadera espacial El libro
que tu cerebro no quiere leer para abandonar el corazón de
las estrellas y poner los pies en el planeta Tierra, un lugar
tan increíble como misterioso, donde conviven más de
treinta millones diferentes de seres vivos (cifra que
debemos leer teniendo en cuenta que cada año se
descubren dieciocho mil nuevas especies). Durante nuestro
descenso por la atmósfera terrestre encontramos millones y
millones de diminutas bacterias suspendidas en el aire entre
las que se encuentran los osos de agua, unos fascinantes
seres que han sido enviados al espacio en diversas misiones
espaciales y han quedado expuestos al ambiente del
cosmos sin ninguna protección. Estos ositos, quienes
parecen salir de una bolsa de gominolas Haribo, son
capaces de sobrevivir en el espacio sin traje espacial debido
a su capacidad de regenerar el ADN, una prueba palpable
de que la vida puede viajar de un planeta a otro sin
necesidad de ponerse una escafandra o de tener un familiar
trabajando en la NASA.
Basta con adentrarnos tímidamente en nuestro planeta
para apreciar de primera mano los efectos del proceso de la
vida. A lo largo y ancho de la atmósfera, las corrientes de
aire sirven como autopistas a miles de millones de
organismos, como en el caso de la Pseudomona syringae,
que es transportada desde la superficie terrestre hacia las
nubes y, una vez allí, activa una proteína especial capaz de
congelar el agua por encima de 0 °C, para transformar la
Pseudomona en copos de nieve[5]. Al congelarse, el peso de
la bacteria aumenta y desciende de nuevo a la superficie
llegando a la tierra en forma de gota de lluvia para regar las
plantas que servirán de alimento a otros seres.
En la superficie terrestre existen parásitos capaces de
hipnotizar a las hormigas mediante una infección que
modifica su ADN, logrando convencer a los insectos para
subir a lo alto de la hierba que una vez regó la Pseudomona
syringae, y dejarse engullir por una vaca. Una vez dentro
del organismo del herbívoro, el parásito llega hasta el
hígado, un lugar perfecto para crecer y alimentarse, y
posteriormente visita el intestino para poner infinidad de
huevos y reproducirse. El último paso de este caprichoso
ciclo de la vida consiste en esperar a que la vaca haga sus
malolientes necesidades en el campo, esparciendo larvas
por todos lados que a su vez tratarán de encontrar una
nueva hormiga a la que infestar. La vida es un proceso
inteligente y autodirigido, un ciclo que va haciéndose a sí
mismo. Mientras tanto, lejos de los prados y estepas, un
grupo de delfines consigue atrapar un banco de peces
rodeándolo con una barrera de arena gracias al aleteo de
sus colas contra el fondo marino. Suspendidos en medio del
océano con nuestra lanzadera, vemos cómo los peces saltan
por encima de la red de arena y caen en las fauces de unos
delfines que calcularon con precisión su trayectoria.
Volviendo a tierra firme y ascendiendo a los árboles de
América Central, donde estaremos a salvo de parásitos
manipuladores de mentes o trampas de delfín, encontramos
auténticos expertos en el procesado de la nuez de palma,
los monos capuchinos. Tras la recolecta, los capuchinos
dejan secar las nueces al sol durante el tiempo suficiente
para que sus cáscaras se vuelvan frágiles y luego las
golpean con una piedra redondeada escogida a conciencia.
Los seres humanos vivimos entre este ir y venir de procesos
inteligentes. Las personas somos un trocito de universo
capaz de sentir, enamorarse o inventar los reality shows, y
formamos parte involuntariamente de procesos que no
somos capaces de imaginar. Una persona normal y corriente
desprende alrededor de cuarenta mil células por minuto y
es responsable del 80% del polvo que limpia. Estas células
muertas de la piel vuelan por los aires y la gravedad las
hace llegar al suelo donde los ácaros, unos poco agraciados
parientes de las arañas para quienes una piel muerta es un
auténtico festín, se alimentan de ella y la convierten en
caca. Recientemente hemos averiguado que son sus
excrementos, y no estos seres microscópicos, los que nos
producen reacciones alérgicas (sí, lo más probable es que
nuestra almohada esté minada de heces de ácaros). La vida
es un proceso inteligente, a veces un poco asqueroso, no
lineal, dependiente de las condiciones presentes y
autodirigido… ¿Pero qué nos importa esto a las personas de
a pie? ¿Va acaso a pagar nuestras facturas? ¿De qué le sirve
a un camionero saber que la vida es un proceso no lineal
dependiente de las condiciones presentes? Aterricemos en
el planeta Tierra y abramos las compuertas de la lanzadera
El libro que tu cerebro no quiere leer.
El presente cercano: la regla de las
veinticuatro horas
Cualquier terrícola ha consultado el tiempo dos semanas
antes de las esperadas vacaciones para ver si alquilamos
una casa rural en la montaña, vamos a la playa o nos
ponemos los esquíes. Esta consulta inicial nos sirve para
hacernos una primera idea, pero sabemos que no hay que
poner la mano en el fuego o crearnos demasiadas
esperanzas, porque puede que unos días después
consultemos el pronóstico y tengamos que guardar los
esquíes y buscar la sombrilla. «¡A ver si se aclaran!»,
pensamos. Esto no ocurre porque los meteorólogos quieran
divertirse con nosotros, sino porque para poder predecir con
exactitud qué pasará en un sistema vivo en el futuro
debemos conocer con pelos y señales el momento presente.
Son inseparables. El futuro depende estrechamente del
presente hasta tal punto que lo más justo sería dejar de
llamar al futuro «futuro» y referirnos a él como «presente
cercano». El futuro carece de sentido desde una perspectiva
no lineal porque la precisión de una proyección cae en
picado conforme nos alejamos del presente hasta resultar
inservible. Este lugar donde una predicción se convierte en
inútil es el futuro.
Una situación que nos puede ayudar a entender este
embrollo tan importante para la cotidianidad humana es
imaginarnos parados con el coche en un stop. En ese
momento miramos si viene algún vehículo, estimamos su
velocidad, su trayectoria, observamos si tiene algún
intermitente activado y con ayuda de nuestro cerebro
determinamos si nos da tiempo de salir o no. La
probabilidad de tener éxito depende de la precisión con la
que conozcamos las condiciones presentes. Si fallamos, el
trompazo puede ser monumental. ¿Tiene sentido que
tratemos de salir del cruce teniendo en cuenta la posición
en la que se encontraban los coches en el mismo stop hace
tres semanas? Obviamente no. Necesitamos conocer las
condiciones presentes para evaluar la situación y poder
realizar una buena predicción. Tampoco tiene sentido que
utilicemos la información del ahora para determinar cuándo
saldremos del stop la semana que viene. A pesar de que en
este ejemplo lo veamos muy claro, solemos hacer lo
opuesto en nuestro día a día.
El futuro empieza cuando una predicción deja de ser
razonable. La información de la posición de los coches y su
velocidad nos sirve para salir del cruce ahora mismo o en
los próximos diez segundos como mucho. Este período es el
presente cercano y es donde la predicción tiene sentido y
validez. Antes del segundo cero, el pasado que existe en
nuestra mente no contiene información útil para decidir si
debemos salir del stop o esperar, a no ser que vivamos un
presente duplicado donde coincidan exactamente las
mismas condiciones ambientales, el mismo desgaste del
asfaltado, el mismo coche y circulen por la carretera los
mismos vehículos a la misma velocidad y con las mismas
condiciones mecánicas. Esto es prácticamente imposible
dado que nunca hemos registrado dos presentes idénticos.
Cualquier información pasada acerca de la posición de los
coches o su velocidad es inútil, lo mismo que ocurre
transcurridos diez segundos de una predicción donde
comenzamos a adentrarnos en lo desconocido y la
predicción se vuelve inestable. A pesar de la lógica
aplastante del ejemplo, las personas usamos todo el tiempo
datos pasados o futuros para relacionarnos con los demás o
tomar decisiones importantes y, cuando las cosas no salen
como habíamos planeado, llegamos a la conclusión de que
nadie nos comprende y echamos la culpa a la casualidad o
la mala suerte.
La mayoría de las personas estamos acostumbradas a
ver el tiempo en una línea recta donde el pasado queda a la
izquierda y el futuro a la derecha, una representación
heredada de la escritura. Desde esta perspectiva lineal,
vemos el presente como un punto que divide el pasado y el
futuro. Aplicando esta nueva forma de ver el tiempo y el
universo a la representación clásica del tiempo, el presente
no es un punto, sino un flujo que emerge del movimiento de
la línea temporal. Si movemos de derecha a izquierda la
línea del tiempo como si de una bandeja mecánica se
tratara, el presente sería la energía que resulta de la fricción
de la vida con el movimiento de la cinta mecánica, o dicho a
bocajarro, el presente es el resultado del movimiento
generado por el proceso de la vida. Dentro de poco, tal vez
un par o tres de décadas, dejaremos de usar esta forma de
representar el tiempo y comenzaremos a dibujar un
volumen en lugar de un punto. Este volumen de tiempo es
el presente cercano, el aquí y ahora donde las predicciones
tienen sentido.
Conforme vamos descubriendo las manías y los
entresijos de la vida podemos identificar herramientas que
pueden servir de mucha ayuda al camionero o al ejecutivo
de cuentas a la hora de mejorar tanto sus proyecciones
como su toma de decisiones. Predecir un evento futuro no
tiene sentido si nos alejamos del ahora, porque la
probabilidad de un sistema no lineal y caótico como la vida
de tener éxito en esas condiciones es prácticamente nula, y
sabemos que la mayor probabilidad de éxito se acumula en
el presente cercano. ¿Cuánto dura en términos prácticos el
presente cercano? Como norma general, si tenemos en
cuenta la naturaleza de los sistemas vivos, cuando
hablamos de presente cercano nos referimos a un volumen
de tiempo menor de veinticuatro horas. Esto quiere decir
que las proyecciones que hagamos tienen una buena
probabilidad de suceder de este modo siempre que
tengamos en cuenta, únicamente, las condiciones presentes
(no pasadas, no futuras) y tengamos en mente que esta
predicción será válida siempre y cuando las condiciones de
nuestra vida no cambien drásticamente de un momento a
otro. A partir de las veinticuatro horas nos alejamos del
presente cercano y entramos en el terreno del futuro donde
la probabilidad de fallo se dispara.
En la práctica, se trata de actualizar las condiciones
iniciales con la mayor frecuencia posible, es decir, refrescar
la bandeja de entrada del correo de la realidad de tanto en
tanto. Pero no sirve de nada refrescar la bandeja si no
leemos los correos. Aunque nos haya costado mucho tomar
una decisión, si algo cambia sustancialmente debemos
volver a tomar una nueva decisión coherente con las
condiciones presentes actuales. No basta con buenos
deseos, con prometer ir el domingo a misa o con tratar
mejor a la gente, no funcionará. Las condiciones presentes
han cambiado y debemos adaptarnos. Puede que pocos
estemos dispuestos a permitirnos esta manera de funcionar
al más puro estilo «donde dije digo, digo Diego», pero si lo
realmente importante es tomar buenas decisiones no hay
elección: tenemos que dejar de querer tener razón y dejar
de asumir las equivocaciones como algo personal. Las
equivocaciones no existen.
Siempre que no confundamos el pasado o el futuro como
condiciones presentes, las equivocaciones son variaciones
bruscas de las condiciones iniciales, sin dueño y sin culpa.
Reconocer la naturaleza de los sistemas vivos no es una
deshonra y querer tener la razón es, desde un punto de
vista matemático y científico, una auténtica idiotez. Siempre
que lo más importante sea tomar buenas decisiones
debemos estar dispuestos a adaptarnos y a cambiar de
opinión con rapidez, asumiendo que no existe un
beneficiado o un perjudicado. ¿Qué quiere decir un cambio
drástico en las condiciones presentes? Puede tomar muchas
formas, desde un esguince de rodilla a la simple entrada del
miedo en escena. Lo importante es reconocer que el
sufrimiento experimentado es proporcional a nuestra
resistencia a la adaptación. Debemos estar abiertos a
cualquier cambio inesperado.
Aunque estas ideas puedan parecer sota, caballo y rey,
las personas no siempre estamos dispuestas a adaptarnos a
las condiciones presentes. De hecho, esta falta de
adaptación es la principal causa del sufrimiento moderno,
como veremos a su debido tiempo. Por norma general, las
personas somos reacias a adaptarnos cuando el presente
trae consigo cambios inesperados, impredecibles,
incontrolables o cuando suponen una amenaza para nuestra
personalidad, poniendo de manifiesto que vivimos todo el
tiempo comparando lo que nos ocurre con una idea de cómo
debe ser la vida y el futuro, con una imagen feliz e ideal de
las cosas[6]. - [RF4] Consumimos la mayor parte de nuestra
energía tratando de resistirnos al cambio en lugar de
adaptarnos a él, y esto ocurre porque nadie antes nos había
explicado cómo funciona el proceso inteligente de la vida,
algo que la ciencia y otras disciplinas están empezando a
hacer. La vida no está hecha para creerse cosas, sino para
experimentarlas o, dicho de otro modo, creer no es un
camino hacia la adaptación, experimentar sí.
Pongamos en marcha un experimento personal. Durante
un día dejaremos de invertir energía en hacer predicciones
más allá de veinticuatro horas y dedicaremos todo nuestro
potencial a la adaptación. Viviremos en el presente cercano.
Puede que en este período nos veamos obligados a hacer
predicciones para dentro de semanas o meses, como puede
ser una reunión de trabajo o un viaje por placer, no importa,
para eso tenemos la corteza cerebral, pero debemos
respetar la naturaleza flexible y cambiante del futuro. La
mayor parte del tiempo pondremos la atención en el
presente cercano, y cualquier cambio repentino de las
condiciones presentes se encontrará con nuestra apertura al
cambio, con una actitud consciente de la naturaleza de la
vida. Para hacer esto no hace falta aprenderse ningún
discurso, justificaciones o excusas. Se trata de un proceso
individual, íntimo, carente de pretensiones, sin un objetivo
concreto que nos lleve a ser mejores personas o al éxito.
Vivir en el presente cercano sin pretensiones de ningún tipo
tiene efectos beneficiosos sobre la respuesta al estrés, lo
que se traduce en una disminución de la tensión arterial,
mejores digestiones, un sistema de defensas más sano (sin
necesidad de Actimel), reduce la probabilidad de padecer
diabetes, mitiga la ansiedad, aumenta la autoestima,[RF5]
previene las enfermedades respiratorias[RF6] reduce la
probabilidad de padecer una cardiopatía o un cáncer[RF7] y
aumenta la empatia con el mundo.
Cuando nos lanzamos a vivir el presente cercano, aunque
sea durante veinticuatro horas, experimentamos cambios
sustanciales. Una persona anula una cita agendada con tres
meses de antelación. Entonces nos damos cuenta no solo
de todas y cada una de las esperanzas que habíamos
depositado en la reunión, sino también de que esa reunión
siempre estuvo en el futuro, un lugar donde la probabilidad
de que las cosas ocurran como hemos planeado es mínima.
Al ser conscientes de lo que está ocurriendo, podemos dejar
de tomarnos la cancelación de la cita como algo personal y
reconocer que responde a la naturaleza misma de la vida en
lugar de lamentarnos, y buscar alternativas en el presente
cercano. Este es el punto favorito de los pensamientos. «Sí,
sí, es muy fácil decirlo» o «sin esa reunión mi empresa está
destinada a la bancarrota» son pensamientos que el cerebro
suele proponer en estos contextos. Cuando dentro de poco
entremos en el cerebro y en el campo mental de los seres
humanos para entender cómo y con qué finalidad genera el
cerebro estos pensamientos, dejarán de controlar nuestras
decisiones y no tendrán poder sobre nosotros.
Durante la aventura de vivir el presente cercano
podemos encontrarnos, además de planificaciones futuras o
pensamientos, con alguien que nos recuerde «dijiste A y
ahora dices B». Aunque pueda parecerlo en un principio, en
realidad no está echándonos nada en cara sino
simplemente nos está diciendo que no es consciente de la
naturaleza de la vida. ¿Y quién va a recriminarle o a llamarle
ignorante cuando hasta hace media hora nosotros tampoco
éramos conscientes de cómo funciona la vida? Debemos ser
honestos, porque es esta honestidad lo que nos lleva a
empatizar con el universo, a tomar decisiones más
ecológicas y respetuosas con el proceso de la vida.
Internet de hongos y sopa de cangrejos
Además de la regla de las veinticuatro horas existen
otros aspectos prácticos que podemos aplicar a la vida
cotidiana de las personas, pero para poder hacerlo,
debemos conocer más a fondo los entresijos del proceso de
la vida. Para este viaje necesitaremos un billete de ida y
vuelta al primer lugar que nos venga a la mente lleno de
naturaleza y árboles. La imaginación aterriza en el valle de
Nuria, en la provincia de Gerona, un ambiente paradisíaco
para el pino negro y el abedul. Allí, gracias a una sierra
imaginaria cortaremos la tierra y la seccionaremos para
poder observar la vida vegetal desde dentro como si de un
acuario se tratase (que nadie se preocupe porque luego con
un pegamento imaginario volveremos a dejarlo tal cual lo
encontramos). Ante nuestros ojos, cobra luz un universo
subterráneo conectado por un internet de hongos mediante
el cual plantas y otros organismos intercambian todo tipo de
nutrientes y compuestos, incluido nuestro querido carbono
procedente de las estrellas.[RF8] El subsuelo está en
continua comunicación. Fascinante. Los seres vivos utilizan
esta red, conocida por los geólogos como micorriza, para
compartir alimento o avisarse de posibles peligros en un
presente cercano. Estamos frente a una descomunal red
social donde árboles, plantas, insectos y millones de formas
de vida conversan y comparten información todo el tiempo.
Las plantas, por ejemplo, puede que no se preocupen por el
dinero o por tener un Ferrari, pero sí se «preocupan» por la
familia o por temas del corazón. Al más puro estilo
Corleone, el mundo vegetal es capaz de identificar a sus
familiares por medio de sus raíces, de enviarse wasaps con
mensajes de alerta cuando un herbívoro está cerca y de
donar nutrientes únicamente a parientes y amigos; además,
no se reproducen entre miembros de la misma familia.[RF9]
Para un organismo sedentario, que no puede moverse en
todo el día del mismo lugar —y no nos referimos a un
informático—, la familia es un pilar importante para la
supervivencia y la felicidad. Y lo más increíble es que son
capaces de hacer todo esto sin un corazón ni un cerebro
centralizado.
Existen infinidad de ejemplos de la constante
comunicación de los seres vivos en el proceso de la vida.
Nadie se explicaba por qué un año más tarde del desolador
incendio ocurrido en Cataluña en 2004 se recolectó la
mayor cosecha de hongos comestibles que se recuerda en
la zona. María Rosas, bióloga especialista en micología,
explicó cómo estos hongos del género Morchella velan por
el bienestar de los árboles que crecen en las cercanías de
los ríos y están estrechamente conectados a ellos. Cuando
ocurrió un evento estresante en la vida del árbol como pudo
ser el incendio, el hongo se independizó de su huésped,
dejando de protegerle, y entonces llegaron las setas.[RF10]
Esta cooperación, como hemos visto, no se limita
únicamente al mundo subterráneo, sino que tiene lugar
también en la superficie, a lo largo y ancho de todo el
planeta. La abeja Maya puede diferenciar un tipo de flor o
saber si otro compañero insecto ha visitado recientemente
ese mismo capullo gracias a la electricidad estática. ¿Cómo
puede ser? Las alas de las abejas se cargan positivamente
al friccionar con el aire y «casualmente» las plantas están
cargadas negativamente. Al entrar en contacto con la flor
ocurre algo similar a cuando acercábamos el antebrazo a las
pantallas de televisión antiguas, donde el vello del brazo se
ponía como escarpias debido a la transferencia de energía
electrostática, haciendo que la carga de la flor sea más
positiva. Este cambio permite saber a la abeja que viene
detrás qué flores han sido visitadas recientemente y
despojadas de su néctar[7]. Las abejas y las aves están
también en constante comunicación con el sol, al que
utilizan como brújula de navegación aprovechando que la
polarización de la luz al atravesar la atmósfera es distinta
en cada punto del planeta.
La vida es comunicación, una comunicación entre todos y
cada uno de los seres vivos del planeta, la cual llega a
extremos tan inverosímiles que a veces da un poco de yuyu.
Cleve Backster, un agente americano especialista en la
detección de mentiras, se hizo un corte superficial en un
dedo mientras realizaba una de sus investigaciones con
plantas. Backster acostumbraba a conectar las plantas a un
polígrafo (algo así como un detector de mentiras), y esto le
permitió comprobar cómo el vegetal conectado reaccionaba
inmediatamente tras el corte, dibujando sobre el papel una
respuesta de alerta idéntica a una persona que huele el
peligro. En ese momento el investigador tuvo una idea
descabellada: ¿Y si la reacción de la planta estuviera
relacionada con el corte de su dedo? Lo que Backster estaba
sugiriendo era que el vegetal era consciente de la muerte
de las células de su dermis, ¡suficiente para entrar en un
psiquiátrico! Con el único objetivo de eliminar de su cabeza
tal insensata estupidez realizó varias pruebas rápidas e,
inexplicablemente, los resultados dieron la razón a su
intuición.
El siguiente paso fue reunir a un grupo de científicos
especializados en el tema y ponerse manos a la obra para
determinar si había sido un resultado aislado, e idearon un
artilugio «davinchesco» que hacía caer a cangrejos dentro
de una olla hirviendo en un momento aleatorio, mientras
tres plantas permanecían conectadas a tres detectores de
mentiras en tres habitaciones contiguas. A Backster le
pareció mejor idea matar cangrejos que hacerse
constantemente cortes en el dedo. El montaje impedía la
conexión visual directa entre el pobre cangrejo que caía a la
olla hirviendo y las plantas, de manera que nadie podía
saber de antemano cuándo el cangrejo se iba a cocer, ni las
plantas ni los propios investigadores, y así descartaban
cualquier hipótesis que señalara al investigador como medio
de transmisión de información.
Tras meses de pruebas, los experimentos de Backster y
su equipo llegaron a una conclusión: las plantas
reaccionaban con exactitud milimétrica cada vez que un
crustáceo se precipitaba sobre el agua hirviendo, como si el
cangrejo emitiera un grito sordo o como si un hilo invisible
capaz de atravesar las paredes conectase planta y animal.
El polígrafo fue testigo de esta reacción, un comportamiento
que dotaba a los vegetales de rayos X al más puro estilo
Supermán. Los hogares se llenaron de Dracaenas
massangeana, la planta empleada en el experimento, a
finales de la década de los sesenta cuando los resultados de
los experimentos de Backster llegaron a oídos del mundo,
poniendo sobre la mesa que la capacidad de sentir no es
exclusiva de los seres humanos, sino que alcanza el mundo
animal, vegetal, celular e, incluso, el subatómico.[RF12] En
los años siguientes estos estudios fueron respaldados por
muchos otros que afianzaban la estrecha conexión existente
entre todos los seres vivos del planeta. La vida es la mano
que mece la cuna del universo, y el hilo invisible que une a
los seres humanos con el universo se llama empatia.
La historia de Backster comenzó, en realidad, una fría
noche de 1966 cuando se dirigía a su oficina después de
haber pasado el día en la academia militar impartiendo un
curso de poligrafía a policías y agentes de seguridad. Cerró
la puerta del despacho decidido a acabar con el trabajo
acumulado, cuando le sobrevino un enorme cansancio que
le impedía concentrarse. Su mente divagaba con facilidad.
En una de esas idas y venidas al país de Nunca Jamás,
Backster miró desafiante a la dracaena, una planta con
imponentes hojas que su secretaria había puesto en la
oficina para darle algo de color, y pensó que podía conectar
el polígrafo, regarla y calcular el tiempo que tardaba el agua
en llegar hasta las hojas. Las plantas tienen un sistema
hidráulico para mover el agua de una parte a otra del
vegetal similar a las venas y arterias de los humanos, lo
único es que circula mucho más lento al no disponer de una
bomba como el corazón.
Para comprobar esta idea juvenil de explorador, manía
que le había acompañado toda la vida, colocó los electrodos
del detector de mentiras sobre las hojas. Un polígrafo se
basa en un circuito electrónico conocido como galvanómetro
que detecta cualquier cambio de conductividad eléctrica en
el electrodo. Una persona que miente está nerviosa, suda, y
ese sudor, al contener principalmente sales y agua, genera
un cambio eléctrico en la piel que puede detectar este
dispositivo. Si a este tinglado le añadimos una aguja que
haga garabatos proporcionales a los cambios eléctricos
sobre una hoja de papel, tendremos un detector de
mentiras. Backster era un consagrado experto en reconocer
patrones emocionales de personas entre los retorcidos
trazos del polígrafo y lo que vio aquella noche lo dejó de
piedra. La planta, al absorber el agua, dibujó en el polígrafo
una línea descendente similar a la de una persona que
siente felicidad. Perplejo, se planteó cuál sería la respuesta
del polígrafo si quemara una hoja. En ningún momento
Backster quemó la hoja ni acercó la llama de su encendedor
al vegetal; solo fue necesario un pensamiento para que los
electrodos, conectados todavía a la planta, dieran lugar a
una línea ascendente propia de una persona que siente
miedo.[RF12a] Ahí, justo en ese instante, empezó todo.
El límite entre la vida y la no vida
Ya metidos en este berenjenal, rebobinemos un siglo en
el tiempo y viajemos a la India británica (la actual
Bangladesh) para conocer a Jagadish Chandra Bose, el
genio que descubrió la radio, aunque ser hindú y nacer en
1858 no ayudaba demasiado a que la academia reconociera
tus logros. Cotilleos al margen, durante sus fascinantes
investigaciones el científico se preguntó por qué un sistema
metálico diseñado para recibir ondas de radio perdía
sensibilidad cuando funcionaba durante demasiado tiempo
seguido y, si quería recuperar el funcionamiento habitual,
debía apagarlo y dejarlo descansar. Este hecho, aunque
puede parecemos igual de interesante que la última película
de Chiquito de la Calzada, dio lugar a un profundo estudio
que sirve de goma de borrar para hacer desaparecer la línea
que separa la vida de la no vida.
Tras años de rigurosa investigación, el trabajo de Bose
llegó a oídos de las altas esferas científicas. Su trabajo era
tan brillante que terminó imponiéndose al racismo de la
época cuando el médico y fisiólogo de la Royal Society
Michael Foster, todo un estudioso de la University College
School, visitó el laboratorio de Bose. Michael fue allí
dispuesto a tirar por tierra el trabajo del científico y salió del
lugar perplejo y emocionado a partes iguales. Con la intriga
típica de una escena de Hollywood, Bose mostró a su
invitado una gráfica y le preguntó si sabía de qué se
trataba. Foster, con cara de «por quién me has tomado»,
respondió rápidamente que estaba frente a la curva de
respuesta típica de un músculo. Habría sido glorioso poder
contemplar en directo su rostro cuando Bose le comunicó
que estaba frente a la respuesta de una lata metálica.
Aquí podemos ver las tres señales que registró Bose durante su
experimento:
(A) corresponde a la respuesta de un músculo, (P) de una planta y (M)
de un metal. ¿No os parecen primas hermanas?
La gráfica que le mostró Bose fue concretamente la señal
«M» de la imagen anterior. El científico inglés quedó tan
fascinado con su trabajo que le extendió una invitación y
llevó a Bose a realizar públicamente una demostración en la
Royal Society el 10 de mayo de 1901. El científico hindú
terminó su exposición diciendo: «Con estas gráficas hemos
puesto al descubierto los secretos de la vida y la no vida.
Los resultados son tan similares que nadie de ustedes
puede decir con seguridad cuál es cuál. A la vista de los
resultados, ¿para qué seguir dibujando una línea entre la
vida y la no vida cuando vemos que tales barreras absolutas
no existen?» Amén. Bose puso de manifiesto en la Royal
Society que nada de lo que vemos es ajeno al proceso de la
vida, y nos invita a reflexionar acerca de los límites del
cuerpo humano. Parece un tema muy obvio, pero si la línea
entre la vida y la no vida se transparenta, ¿dónde
terminamos nosotros y empieza el mundo?
Esta va a ser la primera incursión de muchas en el
organismo humano. La hoja de ruta consiste en adentrarnos
con permiso en un cerebro vivo gracias a un dispositivo de
imagen médica y contrastar los resultados con los
experimentos Bose, utilizando la tecnología disponible en el
siglo XXI para descubrir cómo gestionamos las personas el
límite entre la vida y la no vida. De este modo
descubriremos cómo el cerebro humano gestiona el espacio
de una forma bastante peculiar. Para empezar, existe un
mundo exterior diferenciado: un mundo formado por las
cosas que se encuentran cerca de nosotros y otro que
contiene lo que está lejos. Es decir, en el procesamiento
cerebral de la información de una persona que está a dos
metros de nosotros intervienen zonas como la corteza
premotora, las zonas parietales o el putamen (me abstengo
de bromear con esta última área),[RF13] y si la misma
persona se aleja hasta unos siete-diez metros entrarán en
juego otras áreas del cerebro diferentes.
Todo lo que está cerca de nosotros es el campo cercano,
una especie de aureola como la que rodea a Son Goku
cuando se transforma en superguerrero, y lo que está lejos
forma parte del campo lejano. ¿Para qué se complica la vida
tanto el cerebro? Una de las principales obsesiones del
organismo es la eficiencia energética. De esto no hay
dudas. Dividiendo el mundo exterior en campo cercano y
lejano, el organismo puede destinar más energía a todas las
cosas que están cerca de nosotros y ahorrar recursos en
todo aquello que esté lejos, siempre y cuando no estemos
en una situación de peligro donde el funcionamiento de la
biología y del organismo cambia por completo, activándose
un estado de supervivencia. En realidad, estamos frente a
una muestra más de la inteligencia que rige la vida.
El cerebro utiliza la información del campo cercano para
decidir dónde termina el cuerpo humano y dónde comienza
el mundo durante los primeros años de vida. Hasta los ocho
meses de edad reconocemos a la madre o a la persona que
nos cuida como parte de nosotros mismos, no hay
diferencia, hijo y madre somos uno, y llevamos
constantemente las manos y los pies a la boca para que,
poco a poco, nuestro cerebro comience a generar los límites
del cuerpo. Estamos empezando a reconocernos como
individuos. Esto significa que los límites del cuerpo, la
percepción de estar encerrados en un organismo y mirando
a través de dos escotillas a la altura de los ojos, es una
sensación made in cerebro. El avance científico nos enseña
cómo, efectivamente, la ilusión es la tónica dominante en el
organismo y no algo anecdótico. Una persona ciega que
utiliza un bastón para interaccionar con el entorno está
alterando su campo cercano y el cerebro interpreta al
bastón como una extremidad más del sujeto. Esto podemos
comprobarlo fácilmente utilizando un bastón durante unos
diez minutos. Transcurrido el período de adaptación, nuestro
sistema nervioso se comporta como si la punta del bastón
formara parte de los dedos de la mano y, por lo tanto, el
cerebro modifica las fronteras del organismo, los límites de
la vida y la no vida. ¿Es un bastón algo vivo? Para el cerebro
parece que sí. Una vez dejamos de utilizar el bastón, los
límites del cuerpo vuelven a contraerse y el cerebro deja de
interpretar al bastón como parte de nosotros.[RF14]
En resumidas cuentas, las personas tenemos la
capacidad de modificar las fronteras del cuerpo, y el límite
entre la vida y la no vida es una sensación generada por el
cerebro humano. Con tan solo cuatro minutos, podemos
engañar a nuestra mollera para que modifique los límites
del organismo y nos haga creer que vivimos en el interior
del cuerpo de una Barbie. La ilusión generada por el cerebro
va más allá de ensanchar o hacer más estrechos los límites
y permite la teletransportación. El procedimiento se basa en
crear estímulos contradictorios en los sentidos de la vista y
el tacto. Mediante unas gafas de realidad virtual conectadas
a dos cámaras y situadas en los ojos de una Barbie nuestro
cerebro recibe la información de lo que vería la muñeca de
plástico, y acariciando con dos mazos de xilófono la pierna
de la muñeca y la nuestra al mismo tiempo ya tenemos el
lío montado. El cerebro piensa que somos la Barbie porque
es lo que dicen los sentidos. Entonces, cuando alguien se
mete con Barbie, o bien le da un martillazo como hicieron
los investigadores del Instituto Karolinska de Estocolmo, el
cerebro pide ayuda desesperadamente a Ken y reacciona
como si el martillazo que recibe la muñeca lo estuviéramos
recibiendo nosotros.[RF15] El cerebro genera la percepción de
la realidad en base a la información de los sentidos, y si los
sentidos dicen que vivimos en el cuerpo de Barbie, entonces
vivimos en el cuerpo de una muñeca rubia. No hay recuerdo
o dignidad que valga. Tal y como predijo Bose, la frontera
que separa lo vivo de lo no vivo es algo relativo.
La jirafa, el árbol, el elefante, el colibrí y
los seres humanos
Paremos a una persona que vaya andando
tranquilamente por la calle y preguntémosle con educación:
«Disculpe, ¿usted cree que un árbol y una jirafa son cosas
diferentes?» Seguramente tratará de cambiarse de acera
como si fuésemos un captador de socios de una ONG.
Apelando al sentido común, una jirafa y un árbol son dos
cosas completamente diferentes: uno pertenece al reino
vegetal, otro al animal, y los distancian millones de años de
evolución en direcciones opuestas. En la calle hablamos de
evolución como si hubiera muchas evoluciones, una para
cada ser vivo, cuando la evolución es una consecuencia del
proceso de vivir igual que la caída de un objeto es
consecuencia de la gravedad. La jirafa y el árbol guardan
una relación mucho más estrecha de lo que podemos
imaginar. El desarrollo de su cerebro y su organismo van de
la mano desde la primera vez que se encontraron. A partir
de su primera cita, tanto el árbol como el herbívoro han ido
desarrollando métodos de adaptación basados el uno en el
otro. Mientras el árbol genera ramas más altas o espinas
más grandes, la jirafa alarga su cuello o adapta su boca y su
lengua forrándolas de cuero natural para triturar las nuevas
espinas. La jirafa y el árbol forman parte del mismo proceso.
[RF16] La línea que separa un organismo de otro se asemeja
a la percepción que tenemos cuando vemos una línea
divisoria entre el mar y el cielo. En realidad no existe
ninguna línea. Lo mismo ocurre con la jirafa y el árbol.
Ambos cuerpos están conectados por unos hilos invisibles
controlados por el proceso de la vida. Igual que para
componer una imagen un monitor de ordenador o una
impresora superpone luces o pigmentos de diferentes
colores dando como resultado algo más que la suma de
simples píxeles, el proceso de la vida propicia todo el
tiempo nuevos sistemas emergentes.
Estos nuevos sistemas formados por varios individuos
son capaces de desarrollar capacidades inconcebibles a
priori para cada individuo por separado. En la ciencia e
ingeniería decimos que el resultado es más que la suma de
las partes, idea que hemos visto anteriormente en las
ecuaciones de Lorenz, donde uno más uno no tienen por
qué ser dos, sino que pueden tomar el valor 25.782 en
función de las condiciones presentes. Volvemos al universo
no lineal. En una imagen surgen nuevas propiedades tras
sumar cada píxel por separado, como la profundidad de
campo, el encuadre o la capacidad de transmitir una
emoción, nuevas características que no habíamos podido
imaginar antes de ponernos a juntar píxeles.
En términos de vida ocurre lo mismo. La jirafa se
relaciona con el árbol. Luego la misma jirafa interacciona
con un elefante, mientras sobre el árbol se posa un colibrí,
de manera que el elefante afecta al desarrollo del árbol y el
colibrí a la jirafa, al mismo tiempo que el elefante y el colibrí
terminan conectándose también. Esta conexión permite a
los organismos vincularse sin necesidad de encontrarse
físicamente uno con otro. El resultado es un nuevo sistema
dirigido por el presente, sin límites definidos, donde rigen
leyes no lineales que llamamos vida. Somos lo que somos
no por mérito propio o por casualidades de la vida, sino
porque las jirafas son como son, los árboles son como son,
los elefantes son como son y porque nuestro jefe es como
es. Cada uno de ellos altera el proceso de la vida añadiendo
nuevos tramos, dando lugar a una gran reacción en cadena
de cambios que nos afectan a todos. Aquella bola roja que
antes golpeaba el extremo de un brazo que giraba sobre un
eje para empujar un trozo de madera, ahora baja por una
nueva rampa fruto de una relación original con un nuevo ser
vivo.
¿Somos capaces los seres humanos de introducir
elementos en esta reacción en cadena que llamamos vida?
Sí. En 2016 hemos sido padres primerizos de una bacteria
formada por 473 genes sintéticos[8]. También hemos tratado
de incluir elementos electrónicos o mecánicos en el proceso
de la vida aunque no con tanto éxito. A pesar de todo,
hemos recibido con cariño a Adam (un prototipo de robot
científico capaz de investigar él solito las funciones de los
genes de la levadura S), hemos tratado de reproducir el
cerebro de un gato mediante veinticinco mil procesadores, e
incluso hemos realizado un modelo simplificado del cerebro
humano formado por unos dos millones y medio de
neuronas[9].
En nuestro corto camino como creadores de vida hemos
aprendido algunas cosas útiles. Para hacer un potaje de
garbanzos no es suficiente con poner todos los ingredientes
en una olla a fuego medio; todo tiene sus tiempos y su
contexto. La vida, al igual que la cocina, es un proceso. Hay
que lavar las acelgas, quitar esos hilitos que solo saben dar
tiricia, pelar las patatas con cariño y hervir de antemano los
garbanzos (queda buenísimo con huevo duro rallado). La
vida es una Thermomix que se programa a sí misma (de
aquí lo de autodirigida) y el resultado es mucho más que la
suma de sus partes. Un potaje, al igual que ocurre con una
imagen o una jirafa, es más que la suma de sus ingredientes
porque tienen lugar reacciones químicas que dan la
bienvenida a nuevos olores, sabores y texturas.
Extendiendo esta idea al cuerpo humano, un órgano es
mucho más que un conjunto de células. Aunque a día de
hoy no comprendemos del todo bien el proceso, existe un
punto donde las células dejan de comportarse de manera
individual para trabajar como un todo, formando tejidos,
órganos, comportándose como un nuevo ser vivo, lo mismo
que ocurre con el elefante, la jirafa, el árbol o el colibrí.
Es imposible que un ser humano se desconecte del
proceso de la vida. Por lo tanto, siempre que creamos estar
haciendo algo de manera individual, en realidad, no es más
que eso, una creencia. Este es uno de los principales
motivos por el cual no entendemos nuestra vida, porque
tratamos de comprenderla usando una forma de pensar
lineal que busca constantemente causa y efecto,
convirtiendo la vida en algo extraño y enigmático; pero la
vida no tiene nada de extraño. Simplemente no es lineal.
¿Tendría acaso sentido que un hombre hable, vea la tele o
haga la compra sin el 95% de su cerebro? ¡Obviamente no!
De hecho, debería estar en el otro barrio. «¿Causa? Falta del
95% de masa cerebral. ¿Efecto? Saludar a san Pedro»,
pensaría un cerebro lineal. Hace unos años, una revista
científica de referencia publicó en un artículo la historia de
un funcionario francés, padre de familia (dos hijos), que
presentaba una hidrocefalia que había reducido su masa
cerebral a un 5%.[RF18]
Un cerebro lineal hablaría de milagro o de caso aislado,
incluso podría llegar a pensar que es hijo de Chuck Norris,
pero una persona consciente de la naturaleza no lineal del
proceso de la vida sabe que la vida es una fuente constante
de sucesos no lineales (milagros). Una agrupación de
células da lugar a un hígado capaz de llevar a cabo
quinientas funciones diferentes dentro del organismo
(milagro) y participa al mismo tiempo en nuevos sistemas
emergentes como puede ser una conciencia llamada David
(milagro). Todo cuanto vemos y experimentamos en este
mundo son pequeños tramos que forman parte de una gran
reacción en cadena, desde los 835 militantes imputados del
PP conocidos a día de hoy hasta María Teresa de Calcuta,
pasando por un negocio, la fiesta del Orgullo o las armas de
destrucción masiva. Sin excepción. Ahora bien, cuando un
cerebro basado en pensamientos lineales mira a un
universo no lineal puede tener la sensación de no entender
ni papa, de ver un mundo completamente loco, pero cuando
un cerebro utiliza una fuente de pensamiento no lineal y
vuelve a mirar a los ojos de la vida encuentra el sentido.
Cada tramo del proceso es un proyecto de vida y el límite
entre la vida y la no vida desaparece. Entonces empiezas a
tomar conciencia de que todo está vivo: las relaciones, los
proyectos, los sueños, todo son sistemas emergentes que
forman parte del mismo proceso. Darse cuenta de esto y
experimentarlo nos llevará muy pronto a cambiar el
vocabulario diario, a tratar las relaciones o los proyectos
como seres vivos que toman sus propias decisiones y nos
abriremos a respetarlas. En pocos años esto será tan
habitual como el caramelo en un flan.
Muchas personas piensan que los seres humanos nos
hemos desconectado de la vida y la naturaleza. Vemos al
Homo sapiens sapiens como el culpable del cambio
climático, de la deforestación de bosques, como el causante
de las continuas borracheras que se pilla el planeta desde la
Revolución Industrial, del hambre o las guerras. Incluso
llegamos a vernos como extraños animales que pasan sus
días delante de una pantalla bañados en luz artificial, ajenos
a los bosques y a una naturaleza salvo para encender una
barbacoa o clavar una sombrilla. Subidos a lomos de este
libro sabemos que es imposible desconectarse de la
reacción en cadena de la vida; de hecho, este mismo libro
forma parte de ella también. Es cierto que muchas de
nuestras acciones han perdido la empatia con la vida, pero
la sensación de angustia que sentimos al mirar al mundo es
fruto de una mirada lineal y no de estas acciones tal y como
descubriremos a lo largo de nuestro viaje. Con cada
decisión, con cada simple acto, aunque nadie nos vea,
estamos alterando un tramo de la vida, estamos cambiando
la dirección de una bolita roja o variando el ángulo de un
brazo giratorio. Pero no importa, no hay nada que temer. Le
corresponde a la vida dirigir el proceso y a los seres
humanos nos toca vivirlo y sentirlo. ¿Quiénes somos? Somos
parte de un proceso y, por lo tanto, somos el proceso,
somos vida.
Votar al PP y a Podemos al mismo tiempo
Antes de abandonar el ámbito global de la vida para
enfocarnos en una parte del proceso que conocemos como
ser humano, hay un último aspecto a tratar. En ocasiones,
las personas llamamos vida a aquello que nos rodea, a las
historias y a las cosas que nos pasan. Unos llevan una vida
de ricos, otros, de perros, y en lugar de poner punto y final
decimos: «Así es la vida». Tenemos vida privada,
profesional, familiar, una vida intelectual o material,
tenemos tantas vidas que hasta los gatos están empezando
a mirarnos con envidia. Lo importante es que, en este caso,
solemos hacer referencia a algo externo. Sin embargo,
cuando una persona mata a otra le «quita la vida» y el
cuerpo yace «sin vida», dando a entender que la chispa de
la vida tiene lugar dentro del cuerpo y se ha apagado.
Hemos descubierto que la vida es un proceso, un juego
de reacciones en cadena del que participa todo cuanto
podamos conocer. ¿Entonces es la vida algo individual y
existen tantas vidas como seres vivos, o por el contrario la
vida es algo externo, por lo que solo hay una y la vivimos
entre todos? Aquí es donde el sentido común y la
personalidad de cada uno se apresura a responder. Si somos
más de ciencias argumentaremos que una persona es un
ser individual, una máquina muy compleja que interactúa
con el entorno, de la cual estamos aprendiendo su
funcionamiento. En cambio si somos de mixtas hablaremos
de mecanismos sociales o incluso puede que, si somos de
corte espiritual, aboguemos por un «todos somos uno». Sea
cual sea la postura que más nos haga tilín, todas y cada una
de ellas proceden de un pensamiento lineal.
¿Somos capaces de describir la gravedad? No. A lo sumo
podremos describir sus efectos, sentirla. Soltar este libro
supone sentenciarlo a caer al suelo, pero ver el libro caer es
ver los efectos de la gravedad y no la gravedad en sí
misma. La gravedad es una fuerza de alcance infinito (en el
espacio hay gravedad) que podemos sentir mientras
sostenemos un objeto, pero no podemos verla[10]. Todo
cuanto presenciamos en nuestro día a día, incluida la
gravedad, el espacio o el tiempo, todo cuanto existe en el
cosmos, desde una sonrisa a la energía oscura, es el
resultado del proceso inteligente de la vida, y estas fuerzas
conforman el sustrato donde las personas imprimimos la
realidad. Siempre que decidamos usar una postura lineal, en
ese decidir, perdemos la visión de la vida. Solo desde una
visión no lineal podemos abordar con sentido si hay una
sola vida que vivimos entre todos o es algo individual de
cada organismo, y nos daremos cuenta enseguida de que se
trata de un planteamiento sin sentido. No hay cuestión.
En el mundo no lineal existe la superposición, donde una
cuestión puede tener dos estados al mismo tiempo. Esto es
lo que ocurre cuando nos preguntamos si la vida está dentro
del organismo o fuera, si existe una sola vida que vivimos
entre todos o es algo individual de cada organismo. Son las
dos cosas al mismo tiempo, superpone lo individual y lo
colectivo, lo interno y lo externo, el todo y la nada, es
universo y átomo, egoísmo y solidaridad. La vida podría
votar al PP y a Podemos al mismo tiempo, una idea que
puede hacer echar humo a cualquier cerebro empeñado en
usar el pensamiento lineal por inteligente que sea. Hemos
construido el mundo en que vivimos a base de
pensamientos lineales y, a su vez, esa misma mirada lineal
es el motivo que nos impide entender y tomar conciencia.
Paradójico y emocionante al mismo tiempo. Las personas
somos un popurrí de pensamientos y emociones con patas
capaces de sentir felicidad por irnos a vivir a otro país y al
mismo tiempo sentirnos tristes por las personas que
dejamos atrás. Este es solo un ejemplo cotidiano de la no
linealidad, pero existen millones más. Puede que antes de
empezar esta aventura de autodescubrimiento estas ideas
fueran extrañas o difíciles de entender, pero este libro está
escrito desde el mundo no lineal e irremediablemente
vamos a comenzar a ver este fenómeno en todos y cada
uno de los aspectos de la vida: en la política, en la física, en
las relaciones de pareja, en la medicina o en las emociones
humanas. ¿Comenzamos?
3
HOMO HONESTUS
El nacimiento del Homo sapiens sapiens
Hace doscientos mil años se produjo un hecho sin
precedentes en la historia de la humanidad: los seres
humanos evolucionamos de Homo sapiens, hombre que
piensa, a Homo sapiens sapiens, hombre que piensa y sabe
que piensa. Este cambio, como todos a nivel cerebral, se
produjo de golpe y porrazo. Las personas no vamos siendo
conscientes gradualmente de los cambios en el sistema
nervioso sino que, de repente, voilá! Mientras tratábamos
de empalar un salmón en la orilla del río fuimos conscientes
del primer pensamiento, un sudor frío nos invadió el rostro,
las manos nos temblaron como castañuelas dejando caer la
lanza al suelo y el salmón continuó vivito y coleando río
arriba. Nuestro antepasado salió por piernas a tal velocidad
que habría pulverizado sin quererlo el récord mundial de
Usain Bolt. ¿Te imaginas qué debió pensar un recién
estrenado Homo sapiens sapiens justo en el instante en que
fue consciente del primer pensamiento? «¡Hay una voz en
mi cabeza!» Seguramente pasó a convertirse en el raro del
grupo, el incomprendido, el loco del clan, y con el paso del
tiempo algo que pareció una locura se convirtió en el
estandarte que ha dado forma al mundo que vemos cuando
nos asomamos por la ventana.
La huella anatómica de este salto quedó reflejada en un
diminuto y fascinante rincón del cerebro conocido
actualmente como ínsula. Reflexionemos un momento. No
es lo mismo pensar que pensar y ser consciente de que
estás pensando. No es lo mismo amar que amar y ser
consciente de que estás amando. No es lo mismo vivir que
vivir y ser consciente de que estás viviendo. La ínsula es la
herramienta que nos permite tomar conciencia, un conjunto
de células que nos permite «ver» aquello que pensamos o
sentimos. Gracias a la ínsula los pensamientos dejaron de
formar parte del inconsciente para dar el salto al
consciente, volviéndose visibles en el campo mental.
Tratar de entender esto puede resultar más raro que una
suegra generosa, porque estamos tan acostumbrados a ser
conscientes de nuestros pensamientos que resulta muy
complicado imaginar cómo sería la vida sin tener
consciencia de las cosas que pensamos. Durante un
experimento en la Universidad de Newcastle, Gabriele
Jordán y su equipo descubrieron un hallazgo sin precedentes
para la ciencia: la participante cDa29 presentó visión
tetracromática. La retina de las personas cuenta con tres
tipos de células encargadas de captar el color denominadas
conos. Cada célula se encarga de traducir a un lenguaje que
el cerebro pueda entender los cambios de rojo, verde y azul.
El sujeto cDa29 tenía cuatro tipos de células para captar el
color permitiéndole identificar noventa y nueve millones de
tonalidades de color frente al millón habitual para las
personas. Cuando Gabriele le preguntó cómo era el mundo
visto con tanta variedad cromática la mujer era incapaz de
comunicar su experiencia[11].
Nos resulta muy complicado imaginar o explicar cómo
sería el mundo con noventa y ocho millones de colores más
o cómo sería la vida sin ínsula. Sin consciencia del mundo
de los pensamientos seguiríamos pensando igual pero no
seríamos conscientes de ello y el mundo hoy día sería
completamente diferente. Para hacer la digestión no
pensamos «voy a hacer la digestión». La hacemos y punto.
Es algo inconsciente, como el 90-95% de los procesos que
tienen lugar en el organismo humano. Comenzar a tomar
conciencia de las cosas que pensamos se convirtió en una
revolución y propició sin duda alguna un salto evolutivo,
pero al mismo tiempo ha terminado llevándonos a muchos
por el camino de la amargura. El Homo sapiens sabía pensar
pero no era consciente de aquello que pensaba. Las ideas
deambulaban y se ejecutaban sin más, pasando totalmente
desapercibidas al igual que el 90% de los procesos del
organismo. El corazón bombeaba sangre, los pulmones, aire
y el cerebro, pensamientos. Ahora bien, dar el salto a
pensar y ser conscientes de ello puso sobre la mesa la
posibilidad de identificarnos con los pensamientos.
Actualmente, la inmensa mayoría de las personas
hacemos del pensamiento nuestro carné de identidad, una
confusión que da lugar a lo que muchas personas llaman
ego. Para ir directos al grano y no dejar dudas que puedan
despistar a las mentes preguntonas: el ego no existe, es la
confusión que nace de creer que somos nosotros los que
pensamos cuando, en realidad, quien piensa es nuestro
cerebro. El ego es una percepción que resulta de poner
nuestra identidad en los pensamientos, algo que se
consigue dirigiendo de forma compulsiva la atención a
aquello que pensamos. Esta tendencia a identificarnos con
el pensamiento, una forma de esclavitud para la atención,
ha causado más furor en el ser humano occidental que un
televisor en una residencia de ancianos. La única forma de
revertir esta identificación o percepción es tomar conciencia
de ello. Paradójicamente, es la ínsula la herramienta que
nos permite tomar conciencia de las cosas, la misma
estructura neuronal que propició hace miles de años esta
falsa identificación, y al mismo tiempo nos ofrece la
posibilidad de disolverla.
De la paciencia a la empatia
¿Cómo un mono torpe y lento oculto en las copas de los
árboles, a años luz de ser el animal más ágil, inteligente o
fuerte, se convirtió en la especie más dominante del
planeta? Muchas personas señalan a la corteza cerebral,
concretamente a la capacidad de generar predicciones o
pensamientos abstractos, como principal motivo de la
supremacía del Homo sapiens sapiens en el planeta azul,
pero seguramente ser conscientes de nuestros
pensamientos tuvo mucho que ver. El legado de nuestro
querido Darwin se imprime a día de hoy en los libros de
escuela en forma de «sobreviven los más aptos». ¿Cómo
conseguimos los seres humanos llegar a ser «los más
aptos» en algún momento de nuestra existencia? ¿Qué
diantres significa exactamente ser «los más aptos»? En la
sociedad occidental se ha grabado a fuego que los más
aptos son los más fuertes, los más competitivos, los más
«vivos» e, incluso, los más egoístas. Volver a mirar la
naturaleza nos ofrece una perspectiva completamente
distinta del más apto donde la competitividad o el egoísmo
es una anécdota aislada. El mundo vive sumido en
constante cooperación y comunicación.
En las últimas décadas, gran parte de los estudios
científicos dan a entender que los más aptos no son los que
se adaptan al entorno, sino aquellos seres que consiguen
adaptarse con éxito al proceso de la vida, el cual va mucho
más allá de la porción de tierra que pisamos en un
momento concreto o de la época en que nos toca existir.
Profundizando en este asunto desde nuestra nueva visión
del universo, descubrimos que el ser humano consiguió
adaptarse con éxito al proceso de la vida y convertirse en el
más apto gracias a cinco herramientas básicas: la paciencia,
la cooperación, la empatia, la confianza y la honestidad.
Los orígenes de la paciencia se remontan a millones de
años atrás. Existen especies como pájaros, roedores y
primates que, al escoger entre una pequeña cantidad de
comida ahora o una mayor cantidad de alimento en un
futuro cercano, se dejan llevar por la impulsividad y eligen
la opción más inmediata. Los seres humanos, en cambio,
somos capaces de esperar semanas o largos períodos de
tiempo si la recompensa vale la pena (sobre todo si
hablamos de dinero).[RF19] Ahora bien, la paciencia no es
algo exclusivo de los seres humanos. Bonobos o chimpancés
también son capaces de esperar para recibir más cantidad
de alimento. En un experimento que comparaba el
comportamiento de un chimpancé con estudiantes
universitarios de Harvard (supuestamente la créme de la
créme), los estudiantes mostraron menos paciencia que el
primate y terminaron abalanzándose sobre la comida antes
de tiempo, perdiendo la recompensa.
Donde nos llevamos la palma y superamos al resto de
seres vivos de carrerilla es cuando el asunto va de dinero.
Ahí no hay discusión. Un chimpancé, ante una recompensa
de papel manoseado y maloliente o un suculento manjar,
pasa olímpicamente del dinero y se decanta por la comida.
Las personas elegimos el dinero porque hemos hecho de él
una necesidad. Pero la cosa no queda aquí, aún somos más
raros. Cuando nos dan a elegir entre recibir una recompensa
de diez euros tras una espera de treinta días u once euros si
esperamos treinta y uno, normalmente elegimos la segunda
opción. Solemos pensar: «ya que espero treinta días… ¿qué
más me da esperar uno más?» Por el contrario, cuando nos
preguntan si queremos diez euros hoy u once mañana, las
personas somos más impulsivas y preferimos la recompensa
inmediata por si las moscas.[RF20] Incoherente, ¿no? Tal vez
este comportamiento venga de pensar «más vale pájaro en
mano que ciento volando». Dinero al margen, la paciencia
es imprescindible tanto para un depredador en busca del
momento preciso como para hacer fuego con yesca y
pedernal. Con todo, esta capacidad se perfila como una de
las estrategias de adaptación más aptas al proceso de la
vida y, dada su importancia, profundizaremos a su debido
tiempo en los entresijos neuronales para aprender cómo
aplicar la paciencia a una cotidianidad repleta de fechas de
entrega, obligaciones, dinero y estrés.
El siguiente aspecto a tratar es la cooperación. Para
entender su papel en el proceso de la vida llevemos a cabo
un experimento mental de los que tanto entusiasmaban a
Einstein. La cosa tiene huevos (aviso). Imaginemos que
ponemos el mismo número de gallinas en diferentes jaulas
sin criterio alguno y, pasado un tiempo, contamos tanto el
número de huevos que produce cada gallina de manera
individual como el número de huevos de cada gallinero en
su conjunto. Entonces seleccionamos las pitas más
productivas y las juntamos a todas en la misma jaula. Por si
no se ha intuido, estamos tratando de formar nuevos y
mejores gallineros seleccionando a las aves más
productivas, algo similar a lo que intentan hacer las
empresas seleccionando a los candidatos con mejor
currículum (que no los más aptos) o a las universidades
para elegir a sus estudiantes. Supuestamente deberíamos
obtener una superlínea de gallinas más eficientes que
pongan un número más elevado de huevos y disparen la
productividad, teniendo en cuenta que a mayor número de
huevos la probabilidad de preservar la especie aumenta.
Estamos a punto de darnos contra un poste. Esta idea
lineal y limitada tan lógica para las personas no encaja en el
proceso de la vida, tal y como demostró William Muir de la
Universidad de Purdue al llevar a cabo este mismo
experimento en la vida real con la paciencia de un santo. En
los resultados del estudio puede verse cómo las primeras
generaciones de gallinas eran auténticas máquinas de
poner huevos y parecía que el sentido común hacía diana,
pero al cabo de seis generaciones todo dio un giro
inesperado: las gallinas comenzaron a desplumarse unas a
otras y, en esas trifulcas, muchas perdían la vida. Las
gallinas más productivas eran también las más fuertes,
competitivas y agresivas, algo que les permitía proteger
mejor sus huevos pero al mismo tiempo aumentaba los
niveles de agresividad, tensión y estrés de la comunidad. En
pocas generaciones la producción de huevos cayó en
picado.
(A) En el primer estudio, Willy seleccionó las pitas más productivas de
cada jaula y, en pocas generaciones, se hincharon a picotazos. (B)
Luego se le ocurrió seleccionar las jaulas más productivas y… ¿quieres
saber qué descubrió? Continúa leyendo.
Entonces William volvió a plantear el mismo experimento
pero esta vez, en lugar de fijarse en las gallinas de forma
individual, seleccionó las jaulas más productivas. En esas
jaulas había de todo, desde gallinas más vagas que Papá
Noel (trabaja un día al año y encima es mentira) hasta
verdaderas máquinas de poner huevos. Con el paso de las
generaciones, el científico pudo comprobar cómo la
producción de huevos aumentó un 160%. La línea obtenida,
lejos de la agresividad, era sosegada, colaborativa y
empática.[RF21] La evolución no tiene nada que ver con la
supervivencia o con los más fuertes, sino con aquellos más
dispuestos a cooperar. Esta visión ofrece una nueva
perspectiva en temas relacionados con la productividad o
los procesos de selección de personal, la cual terminará
imponiéndose sin remedio tarde o temprano. Un entrenador
hará grande a un equipo siempre que trabaje por y para el
grupo, algo aplicable tanto a una empresa como a cualquier
otro ámbito porque procede de la observación directa de la
vida y no de una lógica lineal humana. Existen levaduras
que, a costa de entrar en el cielo de las levaduras, producen
las enzimas necesarias para que un organismo pueda
digerir azúcares, hormigas que transportan comida al
hormiguero para toda la comunidad o macacos japoneses
que se despiojan mutuamente para mejorar la higiene en el
grupo reduciendo la probabilidad de enfermar.[RF22]
La reacción en cadena de la vida nos demuestra que
sobrevivir no consiste en permanecer vivo el mayor tiempo
posible, vivir con escasos medios o salvar el pellejo a toda
costa. El prefijo sobre significa superposición y, literalmente,
sobrevivir significa superposición a la vida. Sobrevivir
significa integrarnos en el proceso, formar parte
conscientemente de la reacción en cadena de la vida, y
para integrarnos debemos tomar conciencia. Por eso es tan
importante la ínsula en los tiempos que corren, porque es la
herramienta que nos permite tomar conciencia de las cosas
que pensamos y nos llevará, a su debido tiempo, a
descubrir por qué y para qué pensamos. El ser humano más
apto es aquel dispuesto a integrarse en el proceso
inteligente de la vida de manera consciente y no por
conveniencia o por justicia. Un mono lento que vivía en la
copa de los árboles llegó a ser la especie dominante del
planeta porque estaba dispuesto a hacerse uno con la vida,
y la paciencia, la cooperación y la empatia fueron piezas
claves.
De la mano de Frans de Waals, investigador
especializado en psicología y primates, conoceremos el
tercer motor de la evolución: la empatia. Esta capacidad
surgió, según una curiosa hipótesis, como una fuerza que
empuja a una madre a cuidar de sus hijos y terminó
extendiéndose a cada uno de los seres vivos del planeta
debido a su rotundo éxito en el proceso de la vida. La
capacidad de ponerse en la piel del otro no es algo
reservado a las familias o a las personas que nos caen bien,
sino que es una herramienta empleada por millones de
seres vivos, desde perros y roedores pasando por primates,
aves, delfines o elefantes, así como organismos que no
tienen cerebro como plantas o bacterias.
La empatia requiere no solo consciencia de los demás,
sino también de uno mismo. Sabemos que en ciertos grupos
de mamíferos, como los primates, la ínsula es el mecanismo
elegido para tomar conciencia de uno mismo, pero
desconocemos cómo han llegado al mismo punto seres que
carecen de ínsula, e incluso de cerebro[12]. Que la ínsula
permita al Homo sapiens sapiens tomar conciencia de sí
mismo no significa que todos aquellos seres que carezcan
de este puñado de células sean inconscientes. La nuestra es
una de las infinitas formas posibles de dar solución a una
cuestión y no es la única ni la mejor, algo que desde la
ciencia estamos empezando a comprender. Es por eso que
la empatia no conoce límites. Un ratón que ve a otro ratón
padecer dolor se vuelve más sensible al dolor,[RF23] algo que
se extiende entre especies hasta tal punto que, cuando un
animal ve a otro sufrir, se vuelve también más sensible al
sufrimiento.
Para estudiar la empatia entre especies usamos
metodologías ingeniosas y divertidas. En primer lugar
debemos buscar y encontrar algún factor común que
relacione la empatia entre diferentes seres vivos, como
puede ser el bostezo. Las personas bostezamos cuando
vemos a otros bostezar gracias a los circuitos neuronales de
la empatia. Aquellos que imitan el bostezo con más facilidad
presentan altos niveles de empatia y la gente menos
empática, como pueden ser personas autistas, ni pestañean
cuando ven a otra persona bostezar. Una vez que hemos
identificado a otras especies que recuerden el bostezo,
muchos mamíferos lo hacen, tratamos de contagiarles el
bostezo de todas las formas.[RF24] Así descubrimos que el
ser humano es capaz de empatizar con desconocidos, con
otras razas, con diferentes especies, y de aprovechar esta
empatia para disparar la curva de aprendizaje gracias a un
sistema de neuronas conocido en el argot científico como
neuronas espejo.
Frans demuestra en sus investigaciones cómo los seres
humanos no somos egoístas o individuales por naturaleza,
sino todo lo contrario. Somos pacientes, cooperativos y
empáticos igual que bacterias, ratones o aves. Lo que
ocurre es que vivimos y nos educamos en una sociedad
occidental basada en el individualismo y la competencia,
algo que se opone a nuestra propia naturaleza. Cuando
miramos a las estrellas, ¿qué vemos? Estrellas. No podemos
ver otra cosa. Si nos creemos seres egoístas y
supervivientes, cuando miramos a la naturaleza, ¿qué
vemos? Seres egoístas y supervivientes. Por eso estamos
volviendo a mirar al mundo asumiendo que no sabemos
nada, porque solo observa con atención quien cree que no
sabe, y solo el que observa ve.
Nos impregnamos de individualismo y competencia
durante nuestros procesos de formación, en la escuela y en
las familias, en nuestra sociedad occidental, pero eso no
significa que la naturaleza de los seres vivos sea egoísta o
competitiva. De hecho, la naturaleza es todo lo contrario, es
colaborativa y empática. ¿Cómo no vamos a sentirnos
perdidos e incomprendidos si hemos construido un mundo
que se opone a la naturaleza humana y a la vida misma?
Construir un mundo a base de ladrillos, de imágenes
mentales que se oponen a la vida, es el origen del
sufrimiento moderno, y la ciencia es uno de los medios
disponibles para desenmascararlas y tomar conciencia. En
nuestro viaje, acamparemos allí donde nacen las imágenes
mentales y diseccionaremos la mente para entender su
papel en la percepción de la realidad. En este ejercicio, nos
daremos cuenta de que el mundo que vemos es solo una
interpretación, y experimentaremos que tomar conciencia
de cómo funciona la vida, la mente y el organismo
transforma el mundo que vemos.
PIB, tetas y confianza en la vida
Vamos con las dos claves evolutivas que nos quedan
para tomar perspectiva de qué nos llevó a ser los más aptos
e integrarnos con éxito en el proceso de la vida: la confianza
y la honestidad. Hablemos de economía para entender la
primera de ellas. El Producto Interior Bruto o PIB hace
referencia a la riqueza que produce un país en un período
de tiempo y se utiliza como indicador para decir «España va
bien». Hace poco hemos descubierto que la riqueza de un
país está íntimamente relacionada con la confianza que sus
habitantes tienen los unos en los otros. Extrapolando todo lo
aprendido en la primera etapa de nuestro viaje, si una nube
o una persona es un sistema emergente, un país o una
empresa también es un sistema emergente, el cual cuenta
con sus propias características emergentes y toma sus
propias decisiones.
Del mismo modo que una persona emerge de una
organización concreta de órganos y células, un país emerge
de una organización concreta de personas y el resultado es
más que la suma de cada habitante del país. Esto ocurre
porque la vida no suma, integra. Si un sistema emergente
fuera el resultado de la suma de sus partes no existirían
características emergentes. En cambio, debido a la
integración con el proceso de la vida, todos los sistemas que
puedan existir cuentan con características extraordinarias
coherentes con el proceso de la vida. Es así, atreviéndonos
a estudiar un país como un ser vivo, como descubrimos el
efecto de la confianza en los países. Un habitante que confía
en sus conciudadanos, en la gente que se encuentra en el
súper o en la mujer de la limpieza que viene a casa, vive en
un país con un PIB mayor, lo que se traduce en mayor
riqueza y «bienestar». A mayor confianza de los ciudadanos,
mayor riqueza del país, tendencia que se repite a lo largo y
ancho del planeta a través de diferentes culturas.
En lugares como Australia, Finlandia, Arabia Saudí o
Suiza, donde la confianza de sus habitantes es del 50-65%,
la renta per cápita ronda los cincuenta mil dólares al año. En
España, la confianza de sus habitantes no alcanza el 20% y
la renta per cápita disminuye a treinta y cinco mil dólares
anuales. A los españoles nos tiemblan las piernas cuando
llamamos al cerrajero y nos cuesta confiar en la buena fe
del vendedor o el mecánico. En países como Filipinas o
Colombia los datos son alarmantes. La renta per cápita
supera a duras penas los diez mil dólares al año y la
confianza en sus paisanos es menor del 5%.[RF25] En lugares
donde existe un conflicto armado la confianza es
prácticamente nula.
Los países donde puedes llevar el coche al taller sin preocuparte de si el
mecánico te ha puesto una pieza de recambio usada y te la está
cobrando como nueva, son los países de color más oscuro. En ellos, la
confianza de los habitantes los unos en los otros es elevada.
Estos y otros datos interesantes en https://ourworldindata.org/trust
Entremos dentro del organismo para determinar si existe
algún compuesto químico relacionado con la confianza. Con
esta idea en mente participamos en un estudio mental junto
a veinte desconocidos. Los voluntarios realizaremos el
experimento en una estancia distinta sin contacto visual o
verbal y recibiremos unas instrucciones. Las instrucciones
son muy concretas. Cada participante recibe 10 euros y
puede: a) quedarse el dinero e irse a tomar un café y un
cruasán, o b) regalar el dinero a un desconocido, el cual
recibirá el triple del importe donado (30 euros) acompañado
de un mensaje privado del tipo «el participante número 4 te
ha dado su dinero». Estas son las reglas del juego, ahora
debemos decidir qué hacer. ¿Donamos el dinero y
esperamos que los demás hagan lo mismo, o más vale
pájaro en mano que ciento volando? Demos rienda suelta a
la corteza cerebral para realizar cualquier tipo de predicción
antes de ver cómo han reaccionado los demás
participantes.
En el estudio, cada participante tiene dos opciones: (A) quedarse el
dinero y adiós muy buenas o (B) donar el dinero a un participante
desconocido el cual recibirá tres veces el importe donado. ¿Qué opción
elegirías?
Este experimento fue planteado y llevado a cabo por el
neuroeconomista Paul Zak para poner al descubierto el
funcionamiento de la confianza. Los resultados eran
contundentes: el 90% de las personas regaló sus 10 euros a
un participante desconocido y el 95% de los que recibieron
dinero de otros regaló también parte de su dinero.[RF26] El
resultado fue un incuestionable win-win en el 95% de los
casos. Este experimento sirvió a Paul para descubrir que
existe una sustancia química que baila al son de la
confianza: la oxitocina. La oxitocina es un neuropéptido (un
compuesto químico emitido por una neurona) que podemos
medir mediante un apresurado análisis de sangre, ya que el
tiempo de vida de esta hormona es de menos de tres
minutos.
De este modo, descubrimos que, a mayor confianza, el
cerebro (o más concretamente la glándula pituitaria) genera
mayor cantidad de oxitocina, algo que no ocurre
exclusivamente en temas económicos, sino también en
situaciones más cotidianas como cuando compartimos con
un amigo información personal mientras tomamos café en
una terraza.[RF27] Por otra parte, mirando con permiso el
cerebro de una persona que experimenta confianza con la
ayuda de un dispositivo de neuroimagen, vemos las tres
zonas (el mesencéfalo, la amígdala y el cuerpo estriado
dorsal) encenderse como un árbol de Navidad, señal de que
aquí hay tomate. Aunque a simple vista no lo parezca, este
descubrimiento de Baumgartner y su equipo es
revolucionario: las redes neuronales que controlan la
confianza son exactamente las mismas redes neuronales
que controlan el miedo. ¿Y esto qué significa? Significa que
el miedo y la confianza son la misma cosa, son dos caras de
la misma moneda, significa que no podemos sentir miedo y
confianza al mismo tiempo; o sentimos miedo o confiamos.
A fin de cuentas, cada pensamiento que tenemos tiene
asociado un nivel de confianza/miedo, algo que debemos
tener muy presente cuando nos adentremos en el mundo
del miedo más adelante.
¿Hasta qué punto tenemos las personas motivos para
confiar en el proceso de la vida? Para contestar a esta
pregunta primero debemos dejar a un lado la razón
humana, algo que haremos de la mano de la doctora Davis.
En sus experimentos contaba con unos participantes muy
especiales: niños de entre seis y dieciocho meses de edad.
La inquietud de Davis era averiguar si un bebé podría
alimentarse equilibradamente sin la ayuda de un adulto.
Según lo que sabemos de neuropsicología y pediatría hasta
el momento, un ser humano tan prematuro no dispone de
un sistema de decisión consolidado que le lleve a elegir
conscientemente, sino que «algo» debía tomar la decisión
por él. Ese «algo» es el proceso inteligente de la vida.
Volviendo a los detalles del experimento, el menú
constaba de una lista de alimentos básicos sin mezclar
entre los que podía leerse arroz, huevo duro, zanahoria o
pollo. La idea era simple: se sirve un plato con un único
alimento básico a cada niño, por ejemplo arroz, y se permite
que coma a su antojo. Después, cuando el niño pierde el
interés por el plato se pasa al siguiente y se repite el mismo
procedimiento hasta acabar con la lista de alimentos
básicos. Un adulto ayuda a los más pequeños sin interferir,
rigiéndose en todo momento por las indicaciones del bebé.
Si juega, cierra la boca o se distrae es señal de cambio y
pasamos al siguiente plato. Haciendo un seguimiento de su
alimentación vemos cómo los niños podían pasarse varios
días comiendo únicamente zanahorias mientras otros
picaban un poco de todo. Había días que decidían comer
poca cantidad y otros que devoraban como si no hubiera un
mañana. Los investigadores, tras estudiar con detalle cómo
fue la dieta de los niños en cuanto a ingesta de nutrientes,
calorías y llevando un control exhaustivo de su crecimiento,
determinaron que todos los niños presentaron un desarrollo
normal y que cada uno de ellos, siguiendo dietas con
enormes variaciones, habían seguido una alimentación
perfectamente equilibrada sin el control de un adulto.[RF28]
Este estudio tuvo lugar en 1920 y, a día de hoy, gran
cantidad de experimentos han corroborado los resultados de
la doctora Davis y su equipo, poniendo de manifiesto que la
vida es un proceso inteligente y autodirigido en el que
tenemos motivos de sobra para confiar.[RF29]
Muchos padres y madres viven desesperados por la
alimentación de sus hijos pero, según la ciencia, no tienen
motivos reales para preocuparse. Todo apunta a que lo más
sensato es basar la dieta en las propias sensaciones de
cada persona, alimentándonos de aquello que nos pide el
cuerpo, dejando de contar calorías, dejando ideologías, y
prestando atención a las señales del organismo. Con un
poco de práctica, las personas somos capaces de diferenciar
cuándo comemos por gula, estrés o ansiedad, y cuándo el
cuerpo necesita un alimento concreto. Obviamente, una
persona enferma o con signos de ansiedad elevada debe
acudir a un especialista que le acompañe a mirar y
restaurar el equilibrio antes de confiar en sus sensaciones.
La inteligencia de la vida hace acto de presencia
constantemente, como demuestra otro estudio llevado a
cabo por el Institute of Child Health de la Universidad de
Bristol. Teóricamente, un bebé que se alimenta de leche
materna ingiere más grasa si mama de un solo pecho que si
lo hace de dos. Con esta hipótesis se diseñó un experimento
en el que la madre amamantaba a los bebés una semana
con un único pecho y otra con los dos, y se centraron en
medir la cantidad de grasa ingerida en cada período.
Los resultados no fueron los esperados. El bebé no ingirió
más cantidad de grasa las semanas que se alimentaba de
un solo seno en comparación con las semanas que lo hacía
de dos porque, de algún modo que nadie ha conseguido
todavía explicar, los bebés modificaron la frecuencia y la
duración de las tomas para equilibrar el consumo de grasa.
[RF30] ¿Cómo sabían los bebés que debían reducir la
frecuencia y la duración de la lactancia para compensar el
consumo de grasa? Bajo nuestra forma lineal de ver el
mundo, un bebé no tiene conocimiento, no puede ser
consciente o decidir el tiempo de ingesta o qué alimentos
consumir para llevar una dieta equilibrada. Sin embargo, lo
hace porque forma parte de un proceso inteligente y
autodirigido.
Basándome en estos estudios, durante una conferencia
pregunté a los asistentes cuántos pensaban que un niño de
seis meses de edad era capaz de alimentarse
equilibradamente decidiendo por él mismo lo que quería
comer. El 80% de las personas levantó la mano. A
continuación les pregunté cuántos eran padres o madres (la
mayoría) y cuántos habían permitido que sus hijos se
alimentaran por sí solos, dejándose llevar por el proceso
inteligente de la vida. Solo dos personas levantaron la
mano. Esto demuestra una cosa: no confiamos en la vida.
Con la misma naturalidad que respiramos tomamos
decisiones basadas en el miedo, miedo a que algo malo
ocurra, miedo a no estar haciéndolo bien, tratando de huir
constantemente de la culpa. Pero la ciencia nos demuestra
que el proceso de la vida está ahí siempre, con nosotros, y
no tenemos nada que temer. Nuestras imágenes mentales
están tan arraigadas que, aun cuando estamos empezando
a tomar conciencia del funcionamiento de la vida, si nuestro
hijo no come en todo el día le metemos la papilla por las
orejas. ¿Y eso por qué? Porque no confiamos en la vida.
La desconfianza lleva a la inconsciencia, y no ser
conscientes nos lleva a olvidar que formamos parte del
proceso inteligente y autodirigido de la vida. Esto ocurre
porque en algún nivel estamos pidiéndole a la vida que
cumpla nuestros deseos, que esto no sea como es o que lo
otro nunca ocurra. Un bebé, un organismo, sabe lo que tiene
que hacer, cómo crecer, cómo alimentarse, cómo
reproducirse, sin nuestra supervisión. Solo se trata de estar
ahí y confiar. Ese es nuestro papel. A día de hoy no hemos
encontrado ningún experimento científico que evidencie que
la preocupación, el sufrimiento o el esfuerzo sea la base del
éxito. Más bien se han encontrado indicios de todo lo
contrario. De algún modo, la vida nos proporciona todo
aquello que necesitamos para ser felices, solo tenemos que
confiar en ella.
El pastorcillo y el lobo
Antes de adentrarnos en las aguas de la honestidad,
vamos a recordar un cuento infantil que ilustra una de las
principales características del cerebro.
Érase una vez un pequeño pueblo de montaña con
almendros, viñedos y calles de piedra, donde las casas se
adaptaban a los frecuentes desniveles y daban forma a uno
de esos lugares donde el tiempo se detuvo hace años. En
aquel recóndito lugar vivía un pastorcillo.
A primera hora de la mañana, día tras día, el pastorcillo
llevaba a sus ovejas a pastar. Al principio su trabajo le hacía
sentir importante dado que el queso, la leche y la lana del
pueblo dependían de su buen hacer. Con el paso del tiempo,
el trabajo fue volviéndose más y más monótono hasta que
un día, fruto del aburrimiento, el pastorcillo decidió
divertirse un poco. Subió hasta lo alto de la colina y gritó lo
más fuerte que pudo: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué
viene el lobo!» Rápidamente se corrió la voz por todo el
pueblo. El reverendo, el panadero, el campesino, el zapatero
y todo aquel que se enteró de la noticia, se armó con lo que
tuvo a mano y acudió a la llamada de auxilio para defender
a sus ovejas. Sus organismos estaban agitados. El corazón
les latía con fuerza, sus músculos estaban en tensión, las
pupilas, dilatadas y su respiración, acelerada.
Al llegar a la cima encontraron al pastorcillo tumbado a la
sombra de un árbol muerto de risa. Desconcertados,
tardaron unos minutos en darse cuenta de que se trataba
de una broma pesada. La situación se volvió a repetir a la
semana siguiente, al mes siguiente, a los dos meses, hasta
que el día que vino realmente el lobo nadie movió un dedo
para ayudarle. La moraleja habitual nos lleva a tomar
conciencia de las consecuencias de las mentiras. Sin
embargo, existe otra interpretación de la historia que pone
al descubierto una de las principales características del
organismo: el cerebro no distingue entre realidad y ficción.
La ilustración es para hacer hincapié en que, a pesar de que el lobo
únicamente estaba en la mente del pastorcillo y el reverendo, el
organismo del religioso se comportó como si una bestia feroz se
estuviera merendando a sus ovejas.
Rebobinemos en la historia del pastorcillo hasta el
momento exacto en que los habitantes del pueblo
escucharon los primeros gritos de auxilio. Todos creyeron
que el lobo amenazaba realmente a sus ovejas y sus
cuerpos se prepararon para la lucha, desencadenando lo
que en biología se conoce como respuesta de lucha-huida.
Ante los primeros gritos de auxilio, el reverendo pensó:
«¡mis ovejas!», y su organismo experimentó una respuesta
de emergencia. En mentiras sucesivas, a pesar de que el
pastorcillo gritaba igualmente a todo pulmón, el organismo
del reverendo ni se inmutó porque pensaba: «otra vez con
la bromita, el demonio este». Ni siquiera el día que vino el
lobo y se merendó a sus ovejas, el reverendo movió un
dedo, porque pensaba que el pastorcillo estaba mintiendo
de nuevo. Por lo tanto, el reverendo y todo el pueblo nunca
sintieron la «realidad», sino aquello que pensaban que
estaba ocurriendo. Esto es posible porque al cerebro le da
igual lo que ocurra realmente, lo importante es lo que
nosotros pensamos acerca de lo que ocurre. El organismo
no responde a la verdad, sino a nuestra interpretación
individual de la realidad.
El Homo honestus
Estamos en la cola para entrar al parque de atracciones
cuando vemos un cartel que indica: «NIÑOS HASTA DOCE AÑOS
ENTRADA REDUCIDA». De repente nuestro hijo adolescente, el
cual acaba de cumplir catorce años y luce más bigote que
Super Mario Bros, resulta que tiene doce. Andamos un par
de metros y nos encontramos de frente con otro cartel que
indica sin ambigüedades que no podemos introducir en el
recinto comida o bebida alguna. Sin embargo, nuestras
mochilas contienen bocadillos, chips y refrescos suficientes
como para montar un puesto de ultramarinos improvisado.
Nos hacemos los locos.
Una vez dentro del recinto nos encontramos con un
excompañero de trabajo. Ante el «¡Hombre! ¿Cómo estás?
¿Qué tal todo?» habitual, contestamos: «¡Muy bien! La
verdad es que no me puedo quejar». ¿En serio? La noche
anterior apenas hemos pegado ojo por la tensión y el dolor
de espalda que nos genera querer dejar el trabajo y, para
colmo, el perro está enfermo. Pero estamos «¡muy bien!».
Media hora más tarde, mientras nuestro Super Mario hace
cola para subir al Tornado, vibra el teléfono móvil. La
pantalla del smartphone nos informa que ha llegado a la
bandeja de entrada un nuevo correo de trabajo dispuesto a
amargarnos el día libre con asunto «URGENTE». Decidimos
ignorarlo: «¡Sí, hombre!… ¡Estoy de vacaciones!»,
pensamos. Cuando al día siguiente nuestro jefe nos llama
por teléfono contestamos sorprendidos: «¿Correo? ¿Qué
correo? Yo no he recibido ningún correo». ¿Te imaginas
cómo sería la vida de una persona, una sociedad o un
planeta que mintiera cada tres minutos a los demás y
constantemente a sí mismos?
A lo largo de la vida conocemos entre dos mil y cinco mil
personas, hacemos alrededor de veinte entrevistas de
trabajo y pasamos por entre seis y diez empleos distintos.
Según diferentes estudios, en una semana cualquiera
mentimos al 35% de las personas con las que entablamos
una conversación[RF31] y solemos cometer un acto
deshonesto cada tres minutos de media[13]. Y lo peor es que
lo hacemos sin darnos cuenta, alegando si nos pillan que
nos han malinterpretado o, en última instancia, asumiendo
que se trata de una mentira piadosa sin mala fe. La
honestidad es un bien escaso. Leemos menos de lo que
presumimos, flirteamos más de lo que admitimos,
exageramos los comentarios que nos hieren, compramos las
cosas más caras de lo que reconocemos, fumamos más de
lo que admitimos o hacemos menos ejercicio del que
proclamamos.
La mentira forma parte de nuestras vidas hasta tal punto
que vemos el engaño como un mecanismo crucial para el
adecuado funcionamiento de nuestra sociedad y
desarrollamos programas informáticos capaces de detectar
mentiras analizando la sintaxis de las oraciones.[RF32] En
poco tiempo, estos algoritmos buscamentiras podrán
utilizarse con la misma naturalidad que el corrector
ortográfico en el Word o en un gestor de correo. ¿Cuál sería
el resultado de pasar un corrector de honestidad a un
currículum vitae? Seguramente explotaría. Aunque no deja
de ser un tema curioso, lo más importante de todo este
tinglado es darse cuenta de cuánto y cómo nos mentimos a
nosotros mismos. A pesar de pasar alrededor de 496.400
horas a solas con nosotros mismos a lo largo de la vida,
ningún experimento se ha centrado en medir la frecuencia
del autoengaño, algo que según mis cálculos hacemos todo
el tiempo de mil y una formas distintas (la más habitual es
no reconocer nuestra pertenencia al proceso de la vida).
Entremos en materia. ¿Qué ocurre en el cerebro de una
persona deshonesta? Desde un punto de vista anatómico, la
honestidad activa la corteza prefrontal, la zona que
cubriremos al ponernos la palma de la mano sobre la frente.
[RF33] Haciendo un viaje mental hasta el estado de
Pensilvania, y tras preguntar en conserjería de la
universidad por el doctor Langleben, llegaremos al
departamento de radiología y psiquiatría, donde los
científicos nos explican cómo antes de que la mentira se
comunique a los demás se activa una alarma en una zona
de la corteza prefrontal conocida como corteza cingulada
anterior.[RF34] Esta diminuta corteza es nuestro detector de
honestidad. ¿Cómo? Volvemos. No es necesario decir una
mentira en voz alta, verbalizarla, para que el organismo
sepa que estamos mintiendo, basta con prestar atención a
un pensamiento deshonesto durante más de tres segundos
para que salte nuestro detector de honestidad y los efectos
de la mentira comiencen a recorrer el cuerpo. ¡Qué locura!
Tal y como hemos aprendido con el cuento del pastorcillo, el
cerebro no distingue entre realidad y ficción, o dicho de otro
modo, para nuestras neuronas no hay diferencia entre
pensar o hacer algo.
Es en este mundo de neuronas e impulsos eléctricos
donde comprendemos que mentir no tiene nada que ver con
decir la verdad a los demás, sino que está relacionado con
lo que nos decimos a nosotros mismos. La corteza cingulada
funciona como un detector de incendios que rastrea
conexiones neuronales en busca de patrones deshonestos y,
si los encuentra, llama inmediatamente a la amígdala, la
artista que pintará las emociones a base de hormonas. Si
queremos conocer a las estrellas del espectáculo, sobra y
basta con tomar una muestra de saliva o sangre en el
momento en que una persona está siendo deshonesta para
darnos de bruces con el cortisol y la testosterona, dos
hormonas que se comportan como palomas mensajeras y
promueven diferentes procesos fisiológicos que podemos
medir.[RF35] El cortisol se conoce como la hormona del estrés
y cuando se atrinchera en sangre aumenta la presión de las
arterias, acelera el corazón, agita la respiración y dilata las
pupilas.[RF36] La otra coprotagonista, la testosterona, es la
hormona «masculina» por excelencia y disminuye nuestra
empatia con el mundo, nos hace menos predispuestos a
cooperar, al mismo tiempo que aumenta la agresividad.
[RF37]
Los actos deshonestos nos sitúan en la jaula de las
gallinas más agresivas de William Muir y ya sabemos cómo
termina la película. De todos modos, que nadie se ponga
apocalíptico porque el organismo dispone de los
mecanismos necesarios para restaurar el equilibrio una vez
cesa el pensamiento deshonesto. Ahora bien, si
encadenamos un acto deshonesto tras otro contaremos con
niveles elevados de estas hormonas en sangre todo el
tiempo, y nos convertiremos en firmes candidatos a
presentar desajustes en la tiroides, trastornos inflamatorios,
diabetes, hipertensión arterial,[RF38] a padecer deficiencias
inmunitarias, digestivas, en el crecimiento, en la memoria a
corto plazo, al mismo tiempo que aumenta la probabilidad
de padecer depresión, enfermedades cardiovasculares o
cáncer.[RF39] En otras palabras, la deshonestidad deja
nuestra salud hecha mistos.
Los efectos de la deshonestidad están claros: nos roba
energía, fomenta el mal humor y desgasta el organismo
silenciosamente. ¿Pero qué ocurre cuando somos honestos?
Rebuscando en el baúl de los estudios científicos vemos
cómo ser honestos reduce el estrés, ralentiza el
envejecimiento celular, mejora la salud, nos hace más
longevos,[RF40] nos ayuda a tomar mejores decisiones, a
empatizar con el mundo y restablece nuestra conexión con
el proceso inteligente de la vida. Entre los detalles de la
explicación bioquímica de la honestidad se encuentra el
quid de la cuestión: los efectos beneficiosos de la
honestidad se deben en gran medida a la hormona de la
confianza, la oxitocina, la cual cuenta con las herramientas
necesarias para disminuir los niveles de cortisol en sangre.
[RF41] La confianza y la honestidad están estrechamente
relacionadas a nivel químico y social. Es imposible ser
honesto y desconfiar, o confiar y ser deshonesto. Ambas
van de la mano. La desconfianza y la deshonestidad nacen
de la separación, de creernos independientes del proceso de
la vida, algo absurdo porque nadie ni nada existe al margen
de la reacción en cadena de la vida. De esa inconsciencia de
pertenencia a la vida nace el sentimiento de soledad que
termina tarde o temprano dando lugar a algún tipo de
miedo, en el cual se fundamentará la desconfianza y la
deshonestidad futura.
Para muchas personas el paradigma ha cambiado y para
el resto está cambiando en este momento. La ciencia está
contribuyendo con su granito de arena para que así sea.
Gracias al trabajo de Frans de Waals y muchos otros
investigadores, hemos dejado de ver al Homo sapiens
sapiens como un ser individualista y egoísta por naturaleza,
para mostrar a un ser paciente, cooperativo, empático, que
confía en el proceso de la vida y es consciente de él,
diseñado genéticamente para tomar decisiones basándose
en la honestidad. Estas virtudes nos llevaron en un
momento de la historia de la vida a ser los más aptos.
Llevamos muchos años tratando de ir contra natura, algo
agotador, y ha llegado el momento de dejar de intentar lo
imposible. Debemos volver a confiar, ser honestos, e
integrarnos conscientemente en el proceso inteligente de la
vida para reconocer la no linealidad del universo. Debemos,
en definitiva, tomar conciencia de quiénes somos.
En los laboratorios hemos podido comprobar que cuando
la situación es realmente complicada y hay sufrimiento de
por medio, los seres humanos tendemos a la honestidad
aunque tengamos algo que perder, aunque esté en juego
nuestra propia economía o nuestra reputación social.[RF33a]
Confiemos, seamos honestos y la vida hará el resto. El
cuerpo de una persona deshonesta presenta unos
parámetros concretos que podemos medir, de modo que,
cuando un grupo de personas presencia un acto
deshonesto, vemos cómo los parámetros corporales de los
observadores cambian como si ellos mismos estuvieran
cometiendo el acto deshonesto.[RF40a] La confianza y la
honestidad son también altamente contagiosas. Formemos
parte conscientemente de la reacción en cadena de la vida,
dejémonos guiar por la inteligencia, aprendamos a tomar
decisiones de una manera no lineal y contagiemos al mundo
entero. Justo en este momento en el que tomamos
consciencia de nuestros orígenes, de quiénes somos, se
produce un nuevo salto evolutivo: hemos dejado de ser
Homo sapiens sapiens para dar la bienvenida al Homo
honestus.
4
EL CEREBRO UNIVERSAL
El despertar del conocimiento y la familia
Corn Flakes
En lugares como Corea del Sur, China o Mongolia, el reloj
de la vida se pone en marcha en el momento de la
concepción. Esto significa que una persona coreana tendrá
un año más de edad que una española a pesar de nacer el
mismo día a la misma hora, el mismo mes y el mismo año.
En este extraño y olvidado período de nueve meses que
pasamos en el vientre materno, nos parecemos más a un
cetáceo, literalmente a una «bestia marina», que a un
humano. Vivimos en un entorno compuesto por un 99% de
agua donde nos alimentamos por el ombligo a través de un
cordón, tragamos líquido amniótico, hacemos pipí pero no
caca (el intestino absorbe toda el agua y los minerales, por
lo que no hay nada que eliminar), dormimos alrededor de
dieciocho horas diarias, saboreamos, tocamos, escuchamos
y vemos a través de un juego de luces y sombras. Nacemos.
Y pasamos de un entorno líquido a gaseoso, abriendo el
diafragma y los pulmones al mundo para respirar por
primera vez, emprendiendo una aventura que nos llevará a
descubrir un universo completamente desconocido: el
mundo de las relaciones.
Los primeros movimientos del cuerpo son reflejos, no
tenemos control sobre ellos, pero son muy importantes
porque constituyen la base de futuras acciones como
sonreír, ir al trabajo, tener sexo o practicar deporte. Aunque
en un primer momento pueda parecer ciencia ficción, las
personas nacemos con un cerebro universal repleto de
capacidades extraordinarias para el lenguaje, la honestidad,
el razonamiento, la confianza o la empatia, y solo
necesitamos un estímulo que prenda la mecha para poder
desarrollarlas. Los estímulos se convierten en la parte
central de nuestra vida y son el acceso directo a una larga
lista de habilidades disponibles en el cerebro universal. En
los primeros años de vida, los movimientos reflejos son
estímulos automáticos que nos empujan a adquirir las
primeras habilidades universales, apagando y encendiendo
genes como bombillas. Alrededor del 90% de nuestros
genes están apagados por esa época y un estímulo tiene la
capacidad de encender el interruptor. En definitiva, el
estímulo es el dedo que pulsa el botón, activando una serie
concreta de genes[14].
La principal fuente de estímulos son las relaciones con
los demás y con el mundo. Hasta los seis-ocho meses de
edad la unión con nuestra madre o cuidador es muy
estrecha, hasta el punto que no vemos diferencia alguna y
creemos que seguimos formando parte del mismo
organismo. Es en ese contexto donde la necesidad de
desarrollarnos cobra protagonismo. Según los últimos
avances en neurología, el significado más apropiado para
esta palabra es entender el prefijo des- como romper o
soltar y -arrollar como la acción de dormir a un niño
meciéndolo en los brazos. Por lo tanto, desarrollarnos quiere
decir soltar los brazos de la madre y abrirnos al mundo.
¿Pero desarrollarse no era aprender cosas nuevas y
progresar? En realidad, no. ¿Y desde cuándo? Desde la
entrada en escena del cerebro universal. ¿Y qué quiere decir
esto? Disponer de un cerebro universal significa que el
conocimiento no se adquiere, ya está ahí de manera
natural, accesible a todo el mundo, y todos somos
potencialmente capaces de hacer cualquier cosa.
No hay límites. Los genes influyen en el despertar del
conocimiento pero no lo controlan. El verdadero
protagonista es el estímulo. El estímulo es el dedo que pulsa
el botón y pone en marcha los mecanismos necesarios para
que emerja un nuevo sistema de conocimiento. Este
despertar del conocimiento se llama aprendizaje, y se
caracteriza por una eficiencia energética sobrenatural. Es
como si algo dentro de nosotros dijese: «¿Para qué
queremos desarrollar una habilidad excepcional para
golpear una pelota con los pies si no vamos a dedicarnos a
jugar al fútbol profesionalmente?»
¡Marchando un ejemplo! Un estímulo puede ser la simple
intención de un adulto por reconocer los gestos de un bebé
como lenguaje o la intención de un adulto por interpretar el
comportamiento de un bebé como razonado, confiado o
empático. Estos estímulos, son los que despiertan
realmente el lenguaje o el juicio en el cerebro universal y
son, a fin de cuentas, los que terminan convirtiéndonos en
seres humanos. Si el 99% de nuestros genes son idénticos a
los de un chimpancé, y es evidente que existe una peluda
diferencia… ¿qué es lo que nos hace distintos? Los
estímulos. Un estímulo es un encuentro entre dos seres
vivos, sea entre un metal y un gato, entre un árbol y una
jirafa, o entre un hombre y un chimpancé; son las personas
con las que nos encontramos, los proyectos en los que
participamos o las decisiones que tomamos. El estímulo es
un despertador de habilidades del cerebro universal.
Entonces, ¿qué ocurriría si un chimpancé recibe estímulos
humanos?
Imaginemos un núcleo familiar tradicional compuesto por
un padre, una madre y un hijo de diez meses, al que
incorporamos de golpe y porrazo un nuevo miembro: una
chimpancé de siete meses de edad a la que llamaremos
Gua. El pensamiento lineal que nos caracteriza nos lleva a
esperar que Donald, el bebé de diez meses, asumirá el
papel de líder: «es mayor y, además, hombre», puede
razonar nuestro cerebro machista. Pero lo cierto es que,
cuando el investigador estadounidense Winthrop Kellogg y
su mujer llevaron a cabo este experimento en el seno de su
propia familia, ocurrió justo lo contrario. En un período de
nueve meses, Gua se adaptó con más rapidez al entorno,
era más obediente, tenía mejores modales en la mesa,
aprendió a pedir perdón y era capaz de asearse ella sola,
convirtiéndose en la líder indiscutible. Los investigadores se
dieron cuenta de que Gua usaba los estímulos de los adultos
humanos, accediendo al cerebro universal «humano»,
mientras que Gua se convirtió en la principal fuente de
estímulos de Donald. De algún modo, el niño accedió al
cerebro universal de «chimpancé» durante nueve meses y
fue incapaz de formar oraciones o utilizar las cincuenta
palabras habituales en los niños de su edad. El potencial
seguía estando ahí, pero sin acceso al cerebro universal
«humano» de nada servía.
Probablemente, este fue el detonante que hizo a la
familia Corn Flakes dar por finalizado el experimento.
Kellogg dejó huella del estudio en el El chimpancé y el niño,
publicado en 1967[15]. Los estímulos son el guía que nos da
acceso al cerebro universal y la genética se encarga de
vigilar que no perdamos de vista nuestro objetivo dentro del
proceso de la vida, haciendo que los perros no hablen con
voz humana o las personas no volemos con alas de plumas.
El cerebro universal
El investigador György Gergely revisaba minuciosamente
el trabajo de Andrew Meltzoff y su equipo de la Universidad
de Washington. En el estudio, un bebé de menos de un año
de edad veía la siguiente escena: un adulto sentado en una
silla frente a una mesa y, sobre ella, una caja negra con un
pulsador de plástico. En un momento dado, el adulto
acciona el pulsador con la cabeza bajo la atenta mirada del
bebé dando lugar a una fiesta de luces y música que tanto
gustan a los más pequeños. Acto seguido, los investigadores
ponen al niño frente al pulsador para observar su
comportamiento. ¿Pulsará el botón con la cabeza? ¡Tachán!
Así fue. El artículo de Meltzoff llega a la lógica conclusión de
que el comportamiento del niño está basado en la imitación,
pero Gergely tenía una corazonada y su intuición insistía en
que había algo más. Estaba en lo cierto.
Catorce años después del experimento original, Gergely
repitió el mismo procedimiento con una pequeña variación:
en uno de los casos, la persona que acciona el pulsador con
la cabeza pone sus manos sobre la mesa visibles a los ojos
del bebé y en el otro caso el adulto esconde las manos bajo
la mesa como si las tuviera ocupadas. Si las suposiciones
anteriores de Meltzoff eran ciertas, el bebé usará en ambos
casos la cabeza para accionar el pulsador al tratarse de una
simple imitación, pero no fue así. Cuando el adulto tenía las
manos a la vista, el niño acciona el botón con la cabeza,
mientras que cuando el adulto tenía las manos ocupadas, el
niño acciona el pulsador con la mano.[RF43][RF44][RF45]
El bebé acciona el botón con la cabeza solo cuando el
adulto tiene las manos a la vista sobre la mesa porque
interpreta de algún modo que es la forma correcta de
hacerlo. «¡No va a ser tan cretino de activar el botón con la
cabeza si puede hacerlo con la mano!», parece razonar el
bebé. Entonces, cuando el adulto tiene las manos ocultas u
ocupadas, el bebé acciona el pulsador con la mano al
reconocer que este habría hecho lo mismo si hubiese
podido. Este comportamiento queda a años luz de la
imitación. Es inteligente, intuitivo, y nos enseña cómo los
niños construyen sus propias teorías acerca del mundo y del
funcionamiento de las cosas por medio del cerebro
universal, basándose al mismo tiempo en aspectos claves
para nuestro éxito evolutivo como son la empatia, la
confianza o la honestidad.
Los bebés son capaces de hacer cosas tan asombrosas
con un cerebro apenas desarrollado que nos empujan a
pensar que las decisiones son algo más que un producto
cerebral. Imaginemos a un recién nacido de veintinueve
días de edad en una habitación totalmente a oscuras
jugueteando con el clásico chupete liso de agradable
silicona. No puede verlo con sus propios ojos, pero puede
ponérselo en la boca y explorarlo. Transcurrido un tiempo, le
quitamos con cariño el chupete y lo dejamos sobre la mesa.
Antes de encender la luz, añadimos un segundo chupete
con una tetina ligeramente diferente compuesta por
pequeñas puntas con forma de cactus, para ver si el recién
nacido es capaz de identificar mediante la vista algo que
únicamente ha explorado mediante el tacto. Los
investigadores que llevaron a cabo el experimento
comprobaron en una prueba de reconocimiento posterior
cómo el bebé identificaba sin esfuerzo el chupete que había
tenido en la boca.[RF46] ¿Cómo podían reconocer
visualmente el chupete si nunca antes lo habían visto? La
cosa va mucho más allá.
Para apoyar mi pobre descripción de la tetina, un detalle de los chupetes
utilizados en el experimento de Meltzoff y compañía.
Con ciento veinte horas de vida, los seres humanos
somos capaces de diferenciar cuándo una persona cambia
de idioma (pasa de hablar holandés a japonés). A partir de
los nueve meses somos capaces de tomar decisiones
morales aunque no podamos justificarlas hasta los siete u
ocho años. Esto podemos saberlo porque cuando un bebé
presencia a una marioneta llevar a cabo un acto honesto y a
otra marioneta distinta uno deshonesto, el niño prefiere
jugar con la marioneta que actúa honestamente. Hay algo
en su interior que le empuja a simpatizar con la honradez y
la bondad. ¿Cómo puede manejar un bebé conceptos tan
complejos como la justicia o la honestidad? Gracias al
cerebro universal. El conocimiento ya está ahí y los
estímulos son la puerta de acceso. En los laboratorios, los
bebés han presentado nociones básicas de matemáticas,
aptitudes sociales y morales, un don para el lenguaje o para
el razonamiento lógico.[RF47]
Cómo evitar lo inevitable
Existen aspectos muy característicos de los seres
humanos que salen a la luz con dos servilletas y un poco de
ingenio. Tenemos dos servilletas repartidas en una mesa de
madera de la siguiente forma: la servilleta A a la izquierda y
la B a la derecha. A continuación escondemos un objeto con
la servilleta A bajo la atenta mirada de un bebé de diez
meses. Con esa edad, el niño cuenta con una idea acerca de
la profundidad y del espacio, y sabe que el objeto no ha
desaparecido sin más o ha sido abducido por un
extraterrestre; está oculto debajo de la servilleta. Ahora
bien, si justo cuando introducimos el objeto en la servilleta A
y el bebé inicia su reacción, cambiamos el objeto de la
servilleta A a la B, el niño se comporta como si el objeto
estuviera en la A aunque haya visto el cambio. ¿Por qué
sucede esto?
He aquí un esquema del estudio de Adele. Un bebé es capaz de
identificar el objeto oculto bajo la servilleta A sin despeinarse. Ahora
bien, se vuelve majara cuando el investigador cambia el objeto oculto
de la servilleta A a la servilleta B porque es incapaz de frenar la acción
de respuesta iniciada. (Aunque lo esté viendo con sus propios ojos. Sí, lo
sé… ¡Qué rabia!)
Esta es la principal diferencia entre un niño y un adulto.
Madurar consiste en aprender a frenar respuestas
automáticas más que en aprender cosas nuevas. Por eso el
bebé sabe que el objeto está debajo de la servilleta B, pero
su cerebro no le permite manifestarlo porque su sistema de
control todavía no está lo suficientemente maduro, y no
dispone de los mecanismos neuronales necesarios para
frenar la batería de muecas y movimientos que se habían
iniciado antes de que el investigador cambiara el objeto de
la servilleta A a la B[16].
En los primeros años de vida nuestra principal fuente de
estímulos son los padres. Gracias a ellos adquirimos nuevas
habilidades con rapidez y comienza el desarrollo de una
zona importantísima para las personas: la corteza prefrontal
(mano en la frente). En ella encontramos el sistema
ejecutivo, un árbitro capaz de regular el uso de las
habilidades que vamos despertando. En lenguaje de estar
por casa, el sistema ejecutivo nos permite soltar un vaso de
leche caliente cuando nos estamos quemando, y si este
sistema está poco desarrollado las personas no sabemos
cómo soltar el vaso conscientemente y obligamos al
organismo a poner en juego un acto reflejo para no
quemarnos gravemente. Esto es lo que le ocurre al bebé en
el juego de las servilletas. Sabe que está en la B pero no
puede frenar la respuesta automática de «está en la
servilleta A» porque su sistema de control no ha madurado
lo suficiente.
Cuando un estímulo llega y despierta una nueva
habilidad, con el uso, esa nueva habilidad pasa a ser una
respuesta aprendida. Este proceso lo hacemos a toda
pastilla, pero el problema surge cuando queremos parar un
comportamiento automático, porque los sistemas ejecutivos
que nos permiten controlar las respuestas aprendidas son
mucho más lentos y perezosos. Dando un salto al mundo de
los adultos, vemos que nuestro sistema ejecutivo continúa
yendo por detrás durante toda nuestra vida. Los adultos
podemos enviar un cohete a la Luna o inventar los
antibióticos, pero no podemos evitar preocuparnos por una
reunión importante de trabajo, por no llegar a fin de mes o
por una infidelidad.
Tenemos una facilidad pasmosa para engancharnos a los
pensamientos y serios problemas para dejar de prestarles
atención (sobre todo si la posibilidad de sufrir asoma). Un
día puede dar un giro de ciento ochenta grados en
fracciones de segundo por un comentario o simplemente
por una posibilidad. «¿Y si pierdo el trabajo?» Un y si…, un
penséque o un creíque es más que suficiente para pasarnos
la noche en vela preguntándonos qué va a ser de nosotros.
El diagnóstico es una descompensación entre aprendizaje y
sistema ejecutivo (tal vez este sea el motivo por el cual
buscamos con frecuencia inhibidores externos como el
alcohol o las drogas[17]).
Si vamos al terreno importante, la práctica, ¿qué
podemos hacer al respecto? El primer paso es, siempre,
tomar conciencia. ¿Tomar conciencia de qué? Tomar
conciencia de cómo el cerebro y el organismo generan los
pensamientos y de nuestra percepción particular de la
realidad. Este es el estímulo necesario para empujar al
sistema ejecutivo a despertar. La única manera efectiva de
frenar una respuesta automática es hacerla consciente,
hacerla nuestra, aprender a integrarla en nuestro día a día,
en el proceso de la vida. La neurología nos enseña que es
justo al revés de como siempre hemos pensado. No
debemos aprender a resistirnos, gestionarla o controlarla.
La capacidad de integrar cualquier respuesta automática
está ahí también, en nuestro cerebro universal, pero
necesitamos un estímulo que impulse el despertar, y ese
estímulo nace de tomar conciencia de cómo el organismo
genera los pensamientos y la realidad. Hacia allí nos
dirigimos.
5
EMANEMS RELLENOS DE
SENSACIONES Y EMOCIONES
Generando la realidad
Estamos a punto de entrar en el organismo y en la mente
humana para entender cómo percibimos la realidad. Así, sin
anestesia. La tentación académica es comenzar a lanzar
definiciones de qué es o qué deja de ser la realidad, a
hablar de la verdad, de la mente, de la consciencia o las
percepciones. Lo llaman «establecer las bases» y, aunque lo
hayamos hecho durante años, suele ser poco práctico,
incluso soporífero si no nos hemos preparado
psicológicamente para ello. En este espacio no vamos a
filosofar acerca del umbral de la consciencia o del
pensamiento no consciente, ni a destripar un dispositivo de
resonancia magnética para entender su conductividad
funcional. Existen millones de libros y publicaciones que lo
explican a las mil maravillas. Estas páginas están escritas
para los seres humanos de a pie, incluidos científicos,
administrativos, ingenieras o amas de casa, para los
médicos cuando se han quitado la bata, para la parte
humana de las personas, para el carnicero vegano, para el
psicólogo de parejas divorciado, para el empleado de banca
sin blanca o para el cardiólogo que padece problemas de
corazón. Si tanto sabemos, ¿por qué los psicólogos, los
neurólogos o los ingenieros biomédicos no somos felices
todo el tiempo? La respuesta es obvia.
Las personas que aparentamos saber, seamos de
ciencias o letras, detrás de un vocabulario complejo y un
pensamiento abstracto, escondemos una enorme
ignorancia: vivimos sin saber quiénes somos, ignorando lo
que significa ser humano, sin entender las relaciones,
sintiéndonos a menudo perdidos, y difícilmente
encontramos nuestro espacio en el mundo. Y nadie debe
avergonzarse de ello porque cuando se trata de la vida no
hay diferencia entre el inteligente y el ignorante, entre el
político y el ciudadano o entre el director de investigación y
el barrendero. Entonces no tenemos más remedio que mirar
a la cotidianidad como personas normales y corrientes, y al
hacerlo descubrimos que somos capaces de comprender
cómo funciona nuestro organismo y cuál es nuestro papel
en el proceso de la vida sin tecnicismos, sin palabras
enrevesadas. Con lo que tenemos y sabemos sobra y basta.
No era necesario comprar este libro, ni existe la necesidad
de leer a otro autor porque este no piensa como yo. Una
persona es un trocito de universo potencialmente capaz de
descubrir por ella misma el sentido de la vida. Damas y
caballeros, tenemos por costumbre subestimarnos.
Disponemos de un cerebro universal y no solo para el
lenguaje o temas morales, tan solo necesitamos el estímulo
adecuado y, ese estímulo, viene de dentro. Sigamos en esta
dirección nuestro viaje. Puede que en el camino se nos
cuele algún que otro experimento científico como ha venido
ocurriendo hasta ahora, pero debe quedar claro que su
finalidad nunca es ni será tener razón o dar validez a un
argumento, sino ofrecernos un punto de vista diferente. Este
es el gran potencial de la ciencia que muy pocos ven; nos
saca de la costumbre, de nuestra forma habitual de ver las
cosas, ofreciendo un punto de vista completamente nuevo.
Ese punto de vista original e inédito es el verdadero tesoro
de la ciencia.
Desde hace dos mil generaciones, unos sesenta mil años,
la anatomía del cerebro y el organismo humano es la
misma. Lo único que ha cambiado drásticamente es nuestra
forma de relacionarnos, y las personas nos relacionamos
con el mundo en función de la realidad que percibimos. Por
eso es tan importante entrar en la mente del dependiente
chino, del bróker o de los lectores, y descubrir cómo se las
apaña un organismo para generar una percepción particular
de la realidad. Es decir, vamos a ver cómo se las arregla un
cerebro para pensar que nuestra pareja nos está siendo
infiel cuando en realidad está tratando de organizamos una
fiesta sorpresa, por qué montamos un drama si nos echan
del trabajo (cuando hemos dicho mil millones de veces que
queríamos dejarlo) y también, un clásico en la vida de
muchos, por qué siempre aparece el típico melón que
asegura que «el universo está tratando de decirnos algo».
El cerebro también tiene sus manías, y una de ellas es
convertir lo aparente en evidencia para ofrecernos un
presente apetecible y coherente. Resulta que los seres
humanos somos alérgicos a la incertidumbre y al no saber.
De ahí, que nuestro querido cerebro se invente algún que
otro detalle (con importancia) para intentar por todos los
medios tenernos contentos. La pregunta es: ¿cómo de
graves son las ilusiones que inventa nuestro cerebro a la
hora de construir la percepción individual de la realidad? La
respuesta a esta pregunta es un punto de encuentro entre
algunas tradiciones orientales y la neurociencia: la ilusión es
la tónica dominante en el organismo y no algo puntual. El
desafío y lo fascinante del asunto es que si queremos ser
felices va a tener que ser a través de la realidad ilusoria que
percibimos.
Fotografiando la existencia
Los programas de retoque fotográfico mediante filtros
son un fenómeno mediático. La idea de mejorar una imagen
con un solo clic ha cautivado a millones de personas y
revolucionado el mundo de la fotografía. Cuando el sensor
de una cámara capta la luz que refleja un objeto,
estampamos la realidad en las diminutas celdas que poco
después se convertirán en los famosos píxeles. Una
fotografía es una representación eléctrica de la luz que en
ese momento hay delante del objetivo, es decir, una
percepción. Aplicar un filtro a una imagen es cambiar el
valor de cada píxel con un fin estético, y es equivalente a
crear una opinión o un recuerdo acerca de esa percepción.
De este proceso hay dos cosas a subrayar con fosforito.
Por un lado, el objetivo de la cámara tiene sus limitaciones y
capta la luz de una pequeña porción de espacio en función
de su tamaño o de la calidad de los cristales de la lente,
perdiendo gran cantidad de información de la escena real
por el camino. Por ejemplo, la información referente a la
profundidad no queda registrada en ningún sitio y los
colores originales cambian en función de las características
de los cristales de la lente, del sensor de la cámara y de
otros componentes. Todos y cada uno de los elementos
empleados por la cámara para captar la luz forman un
«sentido», y la fotografía final es una interpretación
electrónica de la realidad: la percepción. El segundo aspecto
interesante viene cuando recortamos o aplicamos un filtro a
la imagen. En ambos casos estamos modificando la
interpretación que ha realizado la cámara de la escena
original y la imagen procesada se aleja todavía más de la
realidad, se distorsiona. La fotografía más real que podemos
llegar a hacer con la mejor cámara del mercado, ajustando
todos los parámetros de forma idónea, captaría un 0,01% de
toda la información existente delante del objetivo. Entonces
nos hacemos un selfi y decidimos recortar la imagen para
ponerla de foto de perfil.
Sacando cuentas, si nos quedamos con una parte de la
imagen real, la cantidad de realidad de esa imagen sería
menor, y todavía no hemos aplicado ese filtro maravilloso
que hará que nuestra piel parezca la de un supermodelo
antes de subirla a Instagram. Al seleccionar el filtro Estrella
del Pop estamos cambiando el valor de cada píxel y, sin
darnos cuenta, volvemos a alterar la información de la
realidad percibida por la cámara. Aplicar un filtro sobre una
imagen es equivalente al efecto de la memoria sobre la
percepción de la realidad, la cual cambia por completo el
resultado. A pesar de todo, la imagen filtrada nos gusta
más, será totalmente coherente con nuestra forma de ver el
mundo, pinta la realidad de color de rosa, y poco importa
que esa imagen o percepción contenga una parte ridícula de
realidad. Cualquier decisión que tomamos acerca de nuestro
negocio, de nuestra vida amorosa o de nuestra salud se
basa en la percepción que tenemos de la realidad, y no está
teniendo en cuenta toneladas de información.
Los sentidos de los organismos trabajan de manera muy
similar a una cámara de fotos. Dos dispositivos de la misma
marca fabricados en la misma tirada no hacen fotos
idénticas porque pueden montarse con objetivos diferentes
y sus componentes, aunque están conectados de la misma
forma, son ligeramente distintos. Si a esto le añadimos que
un órgano puede modificarse a sí mismo en función de los
estímulos, caemos en la cuenta de que cada ser vivo
percibe una realidad única y particular. Pongámonos por un
momento en la piel de un vegetal, o mejor dicho, en las
fibras de un vegetal. ¿Cómo percibe la realidad un helecho?
Imaginemos un ser que permanece toda la vida en el mismo
lugar, nada de ir a un japonés a cenar y después a un
concierto de Luis Fonsi a escuchar Despacito (algo que
podemos llegar a agradecer de algún modo). En esta
situación, nos vendría como anillo al dedo disponer de un
sentido que nos permita «sentir» el entorno a unos cuantos
metros de distancia. Así, cuando se acerque una cabra
dispuesta a merendamos, tenemos tiempo suficiente para
activar un mecanismo interno que vierta resina sobre las
partes vitales, impidiendo así que el mamífero nos deje más
en los huesos que Tom Hanks en Náufrago.
En una planta podemos encontrar más de veinte
sentidos, más de veinte órganos capaces de percibir
diferentes estímulos, fascinantes y extraños a partes
iguales. Además de los cinco sentidos humanos adaptados
al reino vegetal, las plantas disponen de órganos
sensoriales capaces de determinar la humedad del terreno,
medir con precisión campos electromagnéticos
(permitiéndoles controlar el crecimiento), comunicarse con
otros insectos para debatir temas de polinización y detectar
peligros a kilómetros de distancia. Gracias a sus sentidos,
los árboles y las plantas son capaces de generar una
realidad dominada por la humedad, por lo químico y lo
térmico, que les guía en su propósito particular dentro del
proceso de la vida.
Existen tantas percepciones de la realidad como seres en
el universo. Los osos, sin ir más lejos, liberan sustancias
gracias a unas glándulas situadas en la planta de sus manos
y pies que les permiten transmitir información acerca del
sexo o la edad y comunicarse a distancia con una precisión
increíble.[RF48] Las extremidades de los elefantes también
son herramientas de comunicación fascinantes. Su elevada
sensibilidad les permite detectar vibraciones de tierra a más
de quince kilómetros de distancia. En el reino de los
antófilos, textualmente «los que aman las flores», las abejas
utilizan el campo terrestre de la Tierra para orientarse
gracias a que unas células en su abdomen están recubiertas
de un mineral magnético y sirven de brújula, algo que
también hacen a su manera ornitorrincos y tiburones,
mientras las polillas son capaces de olfatear sustancias
químicas a más de diez kilómetros de distancia.
Cada polilla, planta, oso, elefante, tiburón o abeja percibe
una porción diferente de la realidad en base a la
información proporcionada por sus sentidos, y construyen
con ella un presente apetecible y único. ¿Cómo es la
percepción de la realidad para una polilla? Ser larva, volar,
captar aullidos ultrasónicos de sus depredadores los
murciélagos… ¿Qué se siente al tener unas neuronas
auditivas capaces de detectar el movimiento de un átomo?
¿Cómo se siente un elefante al comunicarse a quince
kilómetros de distancia utilizando el suelo como medio de
transmisión? Tal vez inspirado en los elefantes, Tesla
propuso transmitir energía eléctrica gratuita usando el suelo
terrestre como canal de transmisión. ¡Qué complicado nos
resulta imaginar otras formas de percibir la realidad!
Tendemos a humanizar cada cosa que vemos, a atribuir
sentidos humanos a todo cuanto nos rodea, tratamos de
aplicar nuestra lógica lineal al mundo que percibimos y por
eso nos resulta tan complicado entenderlo.
La receta de la percepción
Durante millones de años nuestro cerebro ha
evolucionado con el único objetivo de ofrecernos un
presente apetecible, llegando a la conclusión de que, para
tener un buen presente, necesitamos percibir una realidad
coherente. En la sociedad occidental actual, la coherencia
es sinónimo de estabilidad, de ausencia de sufrimiento,
hasta tal punto que muchas personas preferimos renunciar
a la felicidad y conformarnos con no sufrir en exceso. De
este modo, el ser humano se ha convertido en el único ser
vivo capaz de preocuparse por cosas que no han ocurrido y
puede que nunca ocurran, haciendo de la incertidumbre
nuestro mayor enemigo. La receta de la percepción de la
realidad se elabora con siete ingredientes principales y
cubre estas y otras necesidades. Cada sentido se encarga
de preparar la información poniéndola a remojo, retirando o
lavando la piel según el caso y usando un colador para
limpiar impurezas. Una vez la información está preparada,
se van añadiendo y mezclando los ingredientes paso a paso.
En el recipiente de la realidad vertemos agua (oxígeno e
hidrógeno) y disolvemos una pastilla de Avecrem hecha a
base de carbono, nitrógeno, calcio, fósforo o potasio entre
otros. Entonces vertemos quinientos gramos de lo que
vemos, batimos trescientos gramos de información
procedente del oído, cien gramos de las sensaciones
generadas por el tacto y cincuenta gramos de aquello que
olemos y saboreamos. Dejamos cocer durante un segundo a
fuego medio y añadimos tres cucharadas de información
interna del organismo donde encontramos emociones y
sensaciones de bienestar o malestar, para terminar
salpimentando el plato con una ración generosa de
memoria. Aquí tenemos la percepción de la realidad.
En la primera parte de la receta, la clave radica en
preparar adecuadamente la información. Los sentidos son
los pinches de cocina encargados de filtrar los estímulos y
traducirlos a un lenguaje de impulsos electroquímicos que el
cerebro pueda entender. Cada uno tiene sus
particularidades. Sabemos que los ojos distinguen mejor el
blanco y el negro que los colores, que los poros de la piel
detectan ondas sonoras claves para la compresión del
mensaje (el tercer oído), que el sabor de los alimentos
depende del apetito que tengamos y que el olfato sincroniza
los ciclos menstruales de las damas. Para matar el gusanillo
de la curiosidad, esta sincronización ocurre gracias a las
feromonas, sustancias químicas voladoras que también nos
ayudan a encontrar pareja averiguando si nuestro sistema
inmunológico y el de la persona que tenemos en frente son
compatibles.
Tomemos el sentido de la vista como ejemplo para
hacernos una idea general acerca de cómo el organismo
genera la percepción de la realidad. El ojo es el órgano
estrella de este sentido, y su función principal es guiar la luz
hasta la retina, un trozo de cerebro en el ojo. La retina es
una zona colonizada por unas células ricas en
fotopigmentos, una sustancia química capaz de convertir las
ondas electromagnéticas en un lenguaje que el cerebro
puede entender: la electricidad. Por el camino, al igual que
ocurre con la cámara de fotos, además de perder gran
cantidad de información de la escena real, el organismo
hace unos cuantos apaños más o menos chapuceros para
ofrecernos a toda costa ese presente apetecible y
coherente. ¿Sería apetecible un presente en el que cada
una de las imágenes percibidas por el ojo tuviera un punto
negro en el centro? La verdad es que sería un peñazo.
Los ojos están conectados al cerebro por medio del
nervio óptico del mismo modo que el palo de un Chupa
Chups al caramelo. Un nervio es una agrupación de células
capaces de transmitir información en forma de impulsos
eléctricos y, como la retina ya ha convertido la luz en
impulsos eléctricos previamente, un nervio es el medio de
transmisión ideal. Pues bien, resulta que justo en el punto
donde la retina se conecta con el nervio solo hay células
nerviosas y la información lumínica que llega justo a ese
espacio se pierde porque no hay células capaces de
capturar luz. Teóricamente, todas las personas deberíamos
tener un agujero visual, un punto ciego, debido a la
conexión retina-nervio óptico, pero esto no ocurre en
nuestra percepción de la realidad. ¿Por qué? Porque el
cerebro sabe de algún modo que esto nos resultaría
incomodísimo y obliga a la corteza cerebral a rellenar la
información del punto ciego a partir de la información
recogida por las células vecinas[18]. El cerebro dice: «¿No
tengo información? ¡Pues me la invento!», y se queda tan
pancho.
Existen muchísimos ejemplos como estos. Cojamos una
cámara de vídeo doméstica antigua, pongámosla a la altura
de los ojos y grabemos mientras corremos a toda prisa por
la calle. Luego subamos a casa y reproduzcamos el clip de
vídeo. Seguramente veamos una grabación inestable que
baila todo el tiempo. Incluso cuando grabamos parados
cámara en mano, el clip de vídeo tiembla y se tambalea
ligeramente. En teoría las personas deberíamos ver la vida
con esa inestabilidad y balanceo, pero no ocurre. ¿Por qué
no ocurre? Porque de nuevo nuestro cerebro, al igual que los
móviles actuales, estabiliza las imágenes para ofrecernos un
resultado lo más apetecible posible. Esta estabilización se
realiza gracias al oído interno, quien se encarga de
modificar la información procedente del nervio óptico para
compensar el movimiento de la imagen. A fin de cuentas, de
una manera u otra el organismo termina alterando la
información que proviene del exterior y construye la
percepción de la realidad con unos datos falsos. Todas y
cada una de estas inteligentes artimañas tienen una
finalidad común: ofrecernos un presente apetecible. El
precio a pagar es que del 100% de la información objetiva
que tenemos a nuestro alrededor solo percibimos un 0,01%
de información.
Que no cunda el pánico. Vamos a hacer una fotografía de
la realidad empleando el ojo humano del mismo modo que
hicimos con la cámara de fotos, con el fin de aclarar de
dónde sale ese 0,01%. Vivimos rodeados de una cantidad
descomunal de información y solo una pequeña parte
alcanza la retina en las profundidades del ojo humano.
Podríamos tasar esta pequeña porción de universo en unos
diez mil millones de unidades de información
electromagnética por segundo. Esta cifra representa la
percepción de la realidad más fiel que podríamos llegar a
tener. Ahora bien, en la retina caben seis millones de
unidades de información cada segundo y por el nervio
óptico solo pueden viajar un millón de unidades de
información debido a que su anatomía y características
convierten al nervio en una autopista de carriles limitados
que comunica la retina con la corteza visual situada en el
cerebro. Entre unas cosas y otras, consiguen llegar intactas
a la corteza visual alrededor de diez mil unidades de
información en un segundo.[RF49] Esta información visual se
amasa en el cerebro y se filtra con otros sentidos para
construir la percepción de la realidad[19].
Los números anteriores hablan solo del sentido de la
vista, pero lo verdaderamente interesante es repetir el
mismo razonamiento para determinar cuántos olores
podemos percibir de todos los existentes, y volver a hacer el
mismo proceso para los cambios químicos, variaciones de
temperatura, de presión, los sonidos o sabores, hasta
englobar todos y cada uno de los aspectos conocidos que
participan en la percepción. De este modo, podemos
hacernos una idea general de cómo el cerebro levanta la
carpa de la realidad humana: haciendo uso de una porción
minúscula de la vasta cantidad de información existente en
el universo. De entre los cuarenta mil y los cuatrocientos mil
millones de unidades de información por segundo que
habita en una situación de vida cotidiana, el cerebro
humano es capaz de percibir a través de los sentidos
aproximadamente dos mil millones. Esta cantidad de
información representa la materia prima con la que cuenta
el organismo para construir la percepción de la realidad en
un segundo. Con estos números, y contemplando el caso
más favorable, podemos decir que el cerebro apenas utiliza
el 5% de toda la información que llega a nuestros sentidos.
Hablando en plata, las personas decidimos qué carrera
estudiar, argumentamos, discutimos o iniciamos una guerra
basándonos, en el mejor de los casos, en un 5% de la
realidad. Pero la cosa no termina ahí. Todavía estamos lejos
de la percepción de la realidad tal cual la conocemos porque
no ha entrado en el terreno de juego la memoria o la
atención.
Emanems rellenos de sensaciones y
emociones
Antes de continuar en nuestra andadura por la
percepción de la realidad, haremos mención a un sentido
excepcional. Con las manos podemos medir longitudes,
pesar objetos y expresar emociones gracias al sentido del
tacto. Ciertamente es algo increíble, pero el sentido del
tacto, de la vista o el oído, no pueden hacer que tengamos
la sensación de vivir en el cuerpo de una Barbie o soltar
mariposas en el estómago. Esto es obra del sexto sentido, el
cual viene a recordarnos que el cuerpo es una ilusión
generada por la mente. Desde este prisma, los seres
humanos somos Emanems rellenos de sensaciones y
emociones. Estas sensaciones nacen en los estímulos y,
anticipándonos disimuladamente, las emociones humanas
tienen su origen en las cosas que pensamos. Toda esta
información emocional y sensorial podemos verla a 4K y con
Dolby Surround desde nuestra querida ínsula.
El sexto sentido nada tiene que ver con una película de
Bruce Willis, sino más bien con diminutos espías que todas
las personas tenemos repartidos por el organismo e
informan constantemente de lo que ocurre en su interior.
Siguiendo con la ristra de nombres intuitivos y «fáciles» de
recordar que amenizan la vida del estudiante de ciencias de
la salud, en el ámbito académico el sexto sentido se conoce
como interoceptivo. Estos James Bond particulares se
encuentran a diferentes profundidades de la piel,
incrustados en los músculos, en las articulaciones o en los
órganos, vigilando de cerca cambios en la presión pulmonar,
sanguínea, alteraciones químicas, variaciones de
temperatura u otras sensaciones como el dolor, y tienen
órdenes precisas de avisar con la mayor brevedad posible al
cerebro ante cualquier situación sospechosa. En resumidas
cuentas, el sexto sentido nos da información de si nos
levantamos frescos como una rosa o agotados por la
mañana, de lo confortable o incómoda que resulta una
comida con los suegros, o de si estamos estresados o
relajados durante las vacaciones. También nos permite
saber si un alimento que ha conseguido sortear el control
del olfato y el gusto nos ha sentado mal y también nos
advierte de cualquier lesión muscular u ósea para que
podamos parar a tiempo antes de agravar la situación.
Cuando un espía detecta un cambio químico, el agente
redacta un informe a toda prisa y lo envía al recepcionista
del cerebro, el tálamo, quien tramita el aviso al sector
correspondiente. En este punto, todavía no podemos sentir
las mariposas en el estómago o el dolor de cabeza en la
cabeza porque, aunque la información ha llegado al cerebro,
no se ha representado todavía ninguna sensación corporal.
Si pisamos una chincheta, el cerebro tocaría la campana del
dolor, pero a estas alturas no sabríamos dónde nos duele y
la chincheta podría quedarse en nuestra suela hasta el fin
de los tiempos. La amígdala, el hipotálamo y la corteza
cerebral todavía no han dicho dónde, ni han perfilado unos
cuantos aspectos prácticos para hacer que experimentemos
la sensación corporal tal cual la conocemos. Una vez entran
estas estructuras en juego, podemos sentir la chincheta en
el pie y las mariposas en el estómago, y únicamente faltaría
el matiz de quien está sintiendo ese dolor. La ínsula nos
permite tomar conciencia de ello.
Fantasmas y el hombre de los sentidos
Antes de adentrarnos en tierra de fantasmas y gigantes,
llevemos a cabo un experimento mental con ayuda de
tecnología punta. El ensayo consiste en estimular la corteza
somatosensorial de una persona con pequeñas descargas
eléctricas generadas por un cable y una pila a intervalos
concretos. Este montaje, más propio de un aula de escuela
que de un laboratorio, es más que suficiente para saber
cómo el cerebro ve el cuerpo. Con algunas modificaciones,
los científicos hemos conseguido dibujar un mapa sensorial
que relaciona cada área concreta del cerebro con una parte
del organismo sin necesidad de rebanarle el cráneo a
nadie[20]. Para terminar de poner cada cosa en su sitio, solo
faltaría añadir que la corteza somatosensorial es el área
cerebral que cubriríamos con una diadema fina si la
ponemos detrás de las orejas y mirando al cielo. Nuestras
piernas, manos, boca o nariz están conectadas a esta
corteza somatosensorial con un número determinado de
neuronas de tal manera que, si además dibujamos el
tamaño de la parte del cuerpo en proporción a la cantidad
de conexiones neuronales existentes (cuantas más
conexiones, más gama de sensaciones podemos tener y
mayor tamaño de la parte en cuestión), obtendríamos el
retrato de un ser humanoide con manos de orangután y
boca repleta de bótox con un tremendo parecido a Carmen
de Mairena. En la literatura científica, este humanoide se
conoce como el homúnculo sensorial y representa cómo el
cerebro ve nuestro cuerpo.
El homúnculo sensorial de Penfield es una representación de la corteza
somatosensorial: la recepcionista del tacto en el cerebro. ¿Y para qué
sirve con lo feo que es? El homúnculo permite hacernos una idea de la
sensibilidad que tenemos en cada parte del cuerpo. Cuanto más grande
se represente la parte en cuestión, mayor sensibilidad de esa zona al
tacto.
Dicho sea de paso, ya que estamos metidos en el ajo,
una representación muy similar se obtiene al hacer lo propio
con la corteza motora, la encargada de controlar el
movimiento corporal. Bien. Una vez presentado el
homúnculo ya estamos en disposición de hablar de
miembros fantasma. Cuando una persona pierde el brazo
izquierdo debido a una amputación, como le ocurrió al
almirante inglés Nelson en el intento de tomar Santa Cruz
de Tenerife en el siglo XVIII, podemos mirar este mapa
cerebral y tratar de comprender por qué una persona puede
sentir la extremidad, creer moverla o padecer dolor incluso
veinticinco años después de su pérdida. Este
desconcertante fenómeno, conocido como «miembro
fantasma», sería equivalente a arrancar un brazo del
homúnculo sensorial y observar qué pasa en la corteza
somatosensorial y motora. Con la ayuda de un dispositivo
de resonancia magnética en HD podemos comprobar cómo
el brazo izquierdo continúa representado en el mapa de la
corteza cerebral lo que significa que la mente sigue
percibiendo la extremidad.
Aun siendo físicamente imposible recibir un estímulo
interno o externo de un brazo que no existe, el cerebro se
comporta como si la extremidad continuase ahí. Por decirlo
de otro modo, al cerebro le importa tres pepinos la realidad
mientras sigamos teniendo la inercia de usar el brazo. Ahora
bien, cuando la persona asimila la pérdida y se acostumbra
a apañárselas con una sola extremidad superior, las áreas
cerebrales destinadas al brazo izquierdo son absorbidas por
las áreas encargadas de sentir y mover el brazo derecho.
[RF50] Este comportamiento neuronal es el vivo reflejo de
una premisa conocida como «usar o tirar», que
presentaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Robin Williams y las alucinaciones
La ilusión es la tónica dominante en el cerebro. Miembros
fantasma a un lado, cualquier imagen que podamos percibir
es el resultado de nuestra imaginación, de procesos
llevados a cabo en las profundidades del cerebro en los que
participan todos y cada uno de los sentidos, lo que significa
que las personas vemos un 0,01% con los ojos y el resto con
los oídos, con el tacto y, sobre todo, con la memoria.
Pongamos un tono más novelesco para contar una historia
alucinante.
El teléfono del doctor Oliver Sacks, el verdadero
protagonista de la película Despertares interpretada por
Robin Williams, sonó a horas intempestivas. La enfermera
de guardia describía con pelos y señales las visiones de
Rosalee mientras Oliver ya se veía apretándose la corbata y
caminando hacia su coche para ir a visitarla. A sus noventa
y cinco años, Rosalee había empezado a tener alucinaciones
de manera repentina. Veía nítidamente a gente vestida con
atuendos orientales subiendo y bajando escaleras, a
hombres con dientes enormes y deformes, y a caballos
sujetos con un arnés obsesionados con retirar la nieve
gelatinosa que cubría completamente un edificio de blanco.
Lo más sorprendente del caso era que la mujer había
perdido la vista debido a una degeneración macular
diagnosticada cinco años atrás. Cuando Oliver llegó a la
residencia donde trabajaba, realizó un examen exhaustivo y
se encontró a una anciana completamente sana y lúcida,
con un cerebro y una mente en perfecto estado. ¿Qué
estaba ocurriendo en la mente de Rosalee?
El lóbulo temporal es la porción de cerebro que cubrimos
al poner la palma de la mano sobre las orejas. Las neuronas
de esta zona se encargan de integrar la información visual-
auditiva con la memoria y las emociones para dar forma a la
percepción de la realidad tal cual la conocemos. Existen
más de cien tipos diferentes de neuronas y debemos tener
presente que en cada parte del cerebro existe una
agrupación de células genuina y característica. Dentro del
lóbulo temporal, una agrupación de neuronas conocida
como giro fusiforme se encarga del reconocimiento facial y
corporal, y existe incluso una pequeña parte del mismo
destinado al reconocimiento de dientes u orejas. Siguiendo
la misma regla de tres, otras agrupaciones celulares se
encargan de reconocer animales u objetos como puede ser
un edificio. Si la edad llega a alterar el funcionamiento de
alguna de estas zonas, como en el caso de Rosalee, puede
dar lugar a un desfile de moda asiática, a hombres con
dentadura deforme o a caballos quitanieves. Oliver llegó a
la conclusión de que las alucinaciones de Rosalee eran
debidas a la degeneración que padecía en la retina,
conocida en el argot médico como síndrome de Charles
Bonnet[21].
El cerebro trata todo el tiempo de ofrecer un buen
presente. Cuando el lóbulo temporal propone imágenes
extrañas debido, por ejemplo, al deterioro visual fruto de la
edad, el cerebro de Rosalee trata de dar sentido a esas
imágenes y se las arregla para ofrecer un presente lo más
coherente posible, eso sí, con menos acierto que Messi
cuando viste la camiseta de Argentina. El sentido y la
coherencia que vemos en todo lo que nos rodea, en todo lo
que oímos, tocamos o sentimos no es real, se trata de una
sensación generada por un cerebro que intenta
desesperadamente ofrecer un presente apetecible.
La ventana del presente
El presente es una corriente integrada de percepción
coherente. En cristiano: las personas vivimos en un continuo
más o menos lógico del cual desconectamos para ir a
dormir. La coherencia de las cosas, incluidas nuestras
creencias acerca del sol o nuestras queridas opiniones
acerca de política, de Enrique Iglesias o de nuestra pareja,
son una sensación añadida por el cerebro y no una realidad.
Una prueba contundente es que cada persona tenemos una
opinión diferente acerca de la economía española o de
Harrison Ford. Si esta opinión estuviera generada por la
realidad, todas las personas deberíamos compartir la misma
opinión acerca de la economía o de Indiana Jones. Sin
embargo, no sucede así porque el cerebro de cada hombre y
mujer transforma todo aquello que ve para que la vida
tenga sentido para él y no para el vecino del quinto, dando
lugar a tantos puntos de vista como individuos existen en la
faz de la tierra. Ahora bien: ¿cómo se las apaña el
organismo para montar el chiringuito de la percepción?
El proceso puede dividirse en cuatro etapas. La primera
consiste en traducir los estímulos internos y externos a un
lenguaje de señales electroquímicas que el cerebro pueda
entender. De estos menesteres se encargan los sentidos y
las neuronas, como ya hemos visto. A continuación, en
diferentes áreas primarias de la corteza cerebral, un gorro
de ducha de tres milímetros de grosor que todos llevamos
puesto debajo del cráneo, se analizan las características
básicas de los estímulos y se selecciona lo más interesante.
En el caso de la visión hablaríamos del color, de la
localización de los objetos en el espacio o de la dirección
que estos toman. La tercera etapa de la percepción nos
lleva a las áreas secundarias de la corteza cerebral, alias
«de asociación», donde las percepciones toman significado.
La mayoría de estos procesos son inconscientes para las
personas, pero si alguien sufre un daño en las áreas de
asociación podría ver a su pareja paseando por la calle y no
saber que es su pareja, o saborear una anchoa sin ser capaz
de reconocer qué está comiendo[22].
Recapitulemos. De momento hemos traducido los
estímulos a un lenguaje que el cerebro puede comprender,
hemos seleccionado lo más interesante, analizado sus
características básicas y asociado aquello que vemos con
una imagen mental procedente de la memoria para dotar a
las cosas de significado, pero todavía no existe un continuo;
nos falta condensar la percepción en un todo. En esto
consiste la última etapa del proceso, en integrar la
información para obtener una percepción continua de la
realidad a la que llamamos comúnmente «presente».
Las personas normales y corrientes recitamos poemas,
bailamos, vemos la televisión, discutimos, escuchamos
música o recordamos a intervalos de tiempo. Estos
intervalos son ventanas de tiempo de una duración
determinada. ¿Y cuánto duran estas ventanas? Para
averiguarlo podemos grabar en vídeo a hombres y mujeres
de diferentes culturas recitando el mismo poema en catorce
idiomas, como hizo el científico Ernst Póppel, o analizar los
movimientos corporales de bailarines en ciento cuatro
escenas distintas.[RF51] Llegaremos a la misma conclusión
miremos a donde miremos. Si estudiamos la percepción
temporal, vemos ventanas de tres segundos; si analizamos
el habla o el control de movimiento, encontramos ventanas
de tres segundos.[RF52] Si atendemos a la visión, la audición
o la memoria encontramos ventanas de tres segundos. El
mismo patrón se repite en personas con lesiones cerebrales,
niños autistas,[RF53][RF54] chimpancés o primates.[RF55]
Cuando el dedo señala tan descaradamente a algo por
activa y por pasiva, solemos pensar que estamos frente a
un mecanismo fundamental del cerebro porque,
naveguemos por donde naveguemos, siempre llegamos a la
misma orilla.
Esta imagen ilustra cómo el cerebro genera el presente a
partir de la vastedad de información que llamamos realidad.
Segmentamos la información en ventanas de tres segundos,
la clasificamos, asociamos y alteramos en base a
experiencias pasadas, integrándola para dar lugar a un
continuo que conocemos como presente.
Percibimos la realidad en porciones de tiempo, de forma
segmentada, dividiendo cualquier experiencia en ventanas
de tres segundos. En este período, el organismo traduce los
estímulos al lenguaje cerebral, analiza sus características
básicas, se queda con lo novedoso e interesante, le da un
significado, integra la ventana actual con la anterior para
ofrecer la sensación de continuidad y proyecta el resultado
en la ínsula para tomar conciencia de que somos nosotros
quienes vivimos esto y no una Barbie o, de nuevo, el vecino
del quinto.
La memoria y la regla de los tres
segundos
«¡Bravo! ¡Clarísimo todo! Muy bonito. ¿Pero qué me
importa a mí que percibamos la realidad de forma
segmentada en ventanas de tres segundos?», puede pensar
nuestro cerebro. En realidad nos importa y mucho. Este
modus operandi hace posible que cada tres segundos exista
la posibilidad de modificar cualquier aspecto de la realidad
que percibimos. ¡¿Cómo?! ¿Aunque llevemos treinta años
haciendo lo mismo? Sí. Neurológicamente hablando, el
cerebro es capaz de noquear una costumbre en tan solo tres
segundos. Vamos a la práctica. Supongamos que nos
cruzamos con una persona desconocida exactamente
durante tres segundos y nos enamoramos perdidamente de
ella. Después desaparece. Es decir, la hemos visto venir, ha
secuestrado nuestra atención, hemos recibido información
acerca de sus andares, de su mirada y los estímulos de su
fragancia durante tres segundos, nos ha hecho tilín y se ha
esfumado. En ese lapso de tiempo ha acaparado nuestra
ventana del presente y el organismo ha generado una
percepción coherente de la realidad, mariposas en el
estómago incluidas, basándose en la información recibida
por los sentidos.
Sigamos un razonamiento lógico. Justo cuando la persona
desaparece de nuestra ventana deberíamos pasar a
experimentar otra cosa distinta de manera inmediata, una
nueva realidad basada exclusivamente en la información
actual de los sentidos. Sin embargo, esto no ocurre así en la
práctica porque, aunque el presente sea un navegador web
que se refresca cada tres segundos, seguimos pensando en
esa persona durante más tiempo. A esa persistencia se la
conoce como memoria, y es vital para la construcción de un
presente apetecible. Metiendo la puntita de la nariz en el
asunto (es más bien cosa del capítulo que viene), la
memoria a corto plazo es la encargada de suavizar la
transición entre ventanas haciendo de la percepción algo
gradual, un flujo, algo continuo. En realidad, se trata de una
transición tan trivial para el cerebro como la que hacemos
entre dos clips de vídeo o entre dos diapositivas de Power
Point, pero sin ella el presente solo sería una sucesión de
saltos sensoriales y emocionales bruscos poco apetecible.
La duración de esta transición es proporcional al tiempo
que nuestra atención sigue puesta en el misterioso
desconocido. Al poner la atención en él (o en ella), estamos
diciéndole al organismo que queremos seguir pensando en
ese desconocido que ya no existe. ¿Y qué acostumbra a
hacer cualquier organismo en ausencia de información?
Pues se la inventa. Primero alarga la duración de la
transición y después genera la percepción de la realidad
apoyándose en la información procedente de la memoria. A
fin de cuentas, es un apaño similar al desaguisado que el
cerebro encuentra a la hora de construir la visión.
En el punto exacto de conexión entre la retina y el nervio
óptico, sabemos que el ojo es incapaz de enviar información
de una pequeña parte de la escena al cerebro puesto que
no existen células capaces de transformar la luz en impulsos
eléctricos. El resultado es un punto ciego. Para arreglar este
desaguisado, recordemos que el cerebro echa un vistazo a
la información de las células vecinas, da por supuesto que la
información en el punto ciego será parecida, y se inventa lo
necesario. En el caso de la memoria el organismo hace algo
similar. El cerebro da por supuesto que las ventanas del
presente sucesivas serán parecidas a sus predecesoras y
genera una ilusión, demostrando que la veracidad no es
importante para él. Durante el tiempo que la memoria llena
de ilusiones la ventana del presente, el cerebro intercambia
la información de los sentidos por una imaginación, por una
imagen mental. Esta imagen mental hace que las personas
vivamos constantemente nuestra interpretación individual
de la realidad. En cierto modo, vivimos en los mundos de
Yupi.
Tal y como descubriremos en los capítulos siguientes,
aunque una experiencia pueda perdurar en el presente
gracias a la memoria, no significa que la experiencia esté
ocurriendo realmente. De hecho, solo tenemos la capacidad
de recordar las cosas que pensamos y sentimos, no los
hechos. Desde un punto de vista científico, los seres
humanos tenemos la posibilidad de transformar cualquier
aspecto de nuestra vida en un instante, cada tres segundos,
pero no la vemos porque pensamos que la memoria, la
persistencia en el presente de una información que no
existe, es real. Darse cuenta de esto puede ayudar a
muchas personas a reconectarse conscientemente con el
proceso inteligente de la vida. Envasemos esta idea en una
nueva premisa para llevarla en el bolso durante el día a día:
«cada tres segundos existe la oportunidad de transformar la
realidad que percibimos». La regla de los tres segundos no
es algo místico o espiritual, proviene de la naturaleza misma
del organismo. Tomar conciencia de ella nos permite
convertir la percepción de la realidad (algo automático
hasta ahora) en una elección consciente, devolviéndonos la
libertad y el poder de decidir instante tras instante.
6
MI HIJO HA TENIDO UN ACCIDENTE
CON LA MOTO (CREO)
Me ha pasado un camión por encima
Tenemos tiempo de sobra. Podemos desayunar con
calma, tomar una ducha placentera, lavarnos los dientes
con tanta paciencia que puede considerarse un masaje de
encías y salir de casa con minutos suficientes para no caer
en ningún atasco traicionero. La noche anterior le hemos
quitado el polvo a nuestras habilidades matemáticas para
contar ovejas, mientras la corteza cerebral imaginaba cómo
sería el lugar o el ambiente con los compañeros. Por
experiencia propia, y también gracias a curiosos
experimentos, sabemos que cuanto más nos esforcemos en
relajarnos o en dormir lo antes posible, más tardaremos en
conseguirlo.[RF56][RF57] Esta es la sensación de millones de
personas en su primer día de trabajo. El segundo día será
ligeramente distinto; el desayuno no transcurrirá con la
misma calma, al tercero la ducha dejará de ser placentera,
al cuarto sustituiremos el cepillado dental por un chicle de
menta polar (se nota) y, en unas pocas semanas,
llegaremos con la hora pegada al culo.
El primer día de trabajo siempre nos llueve un aluvión de
información novedosa: nombres, cargos, programas
informáticos que no hemos visto en la vida, claves,
procedimientos, la localización de la máquina de café
(imprescindible) o del despacho de dirección a donde
acudiremos para pedir un aumento de sueldo. Entre tanta
información novedosa, el primer día tenemos que preguntar
hasta para encontrar el baño. A pesar de que las horas nos
pasan volando, llegamos agotados a casa, como si nos
hubiera pasado un camión por encima, con un cuaderno
cuadriculado de anillas A5 en el que hemos escrito como
posesos y que no queremos ni ver. Nos llevará semanas
adaptarnos. ¿En qué consiste realmente esa adaptación?
Básicamente, adaptarse a un nuevo puesto de trabajo es
convertir un entorno ajeno en familiar. ¿Y cómo se convierte
un entorno ajeno en familiar? Generando y asociando
imágenes mentales, pequeños recuerdos puntuales de todo
aquello que necesitamos saber para desempeñar el trabajo
correctamente. Sin estas imágenes cada día de trabajo sería
como el primer día. En cada jornada tendrían que volver a
explicarnos los detalles, anotaríamos lo mismo en la libreta
una y otra vez, y preguntaríamos diariamente por la
máquina de café al más puro estilo Adam Sandler y Drew
Barrymore en 50 primeras citas. Nadie se libraría de llegar
cada día agotado a casa y la situación, desde un punto de
vista energético, sería insostenible para cualquier
organismo. Las imágenes mentales sirven para ahorrar
energía.
Si traemos aquí la idea del cerebro universal, alguien
puede pensar: «¿Y no es posible acceder al chollazo del
conocimiento universal para aprender a toda velocidad
cómo trabajar en el departamento de marketing de Amazon
o sacarme sin esfuerzo un título de telecomunicaciones?»
Desgraciadamente no funciona así. El cerebro universal es
un espacio de conocimiento esencial accesible a cualquier
persona sana que ofrece aptitudes innatas para el lenguaje,
la empatia, la honestidad o la confianza, siempre y cuando
contemos con los estímulos adecuados. Este proceso de
adquisición se lleva a cabo sin ningún tipo de esfuerzo.
Sobra y basta con vivir la vida. Pero, lamentablemente, el
marketing o la ingeniería no figuran en la lista de
conocimientos esenciales porque son conocimientos
fabricados por el hombre para satisfacer unas necesidades
concretas, incluso a veces nos inventamos necesidades
para luego satisfacerlas (lo llaman negocio). Este
conocimiento fabricado es el saber que se acredita con
títulos o experiencia profesional que tanto valoramos
actualmente, y es un proceso dirigido desde la razón.
En los primeros años de vida, el aprendizaje se alimenta
de estímulos que despiertan el conocimiento esencial. Con
la llegada de la madurez cerebral, sobre los veinte años de
edad, se le da la vuelta a la tortilla. El 99% de las cosas que
aprendemos pasa a ser conocimiento fabricado (instituto,
universidad y un largo etcétera), accediendo a la fuente de
conocimiento universal en contadas ocasiones. La fuerza de
voluntad entra en escena y damos la bienvenida al «quien
algo quiere, algo le cuesta», al sacrificio, al hincar los codos,
al sudor y lágrimas. Por eso nos cuesta tanto aprender un
idioma cuando somos adultos (estudiando gramáticas
racionales y memorizando diccionarios), y por eso también
nos cansamos tanto el primer día de trabajo.
Definitivamente, las personas estamos hechas para vivir
experiencias y no conceptos. El conocimiento del cerebro
universal no ocupa espacio. Es innecesario fijarlo en el
sistema nervioso, nos sobra y basta con un acceso directo
para llegar a él siempre que un estímulo lo requiera. Por
contra, el conocimiento fabricado es olvidadizo y hay que
usarlo constantemente para no perderlo. Cada conocimiento
fabricado es un puzle compuesto por miles de piezas a las
que llamaremos imágenes mentales y requieren de un
pegamento especial: la atención.
Las imágenes mentales y los bolsos de
Louis Vuitton
Para entrar en el paraíso de las imágenes mentales,
citaremos a dos grupos de estudiantes de primaria en el
mirador del parque de atracciones del Tibidabo, donde
llevaremos a cabo una clase de pintura muy especial. Un
grupo vendrá desde muy lejos, concretamente desde
Londres, mientras el otro reside en la misma Barcelona. A
ambos les pedimos que pinten las vistas de la ciudad con
exactamente el mismo material. El día es otoñal y soleado.
Aunque pueda parecer de locos, una vez los pequeños
artistas han retratado las vistas, es pan comido adivinar si
el autor de cada pintura nació en Inglaterra o en España. ¿Y
cómo podemos saber esto si nadie ha firmado la obra? Muy
sencillo: atendiendo al color del cielo. Los niños ingleses
pintan el cielo con tonos grises a pesar de que luce un sol
de justicia y los estudiantes españoles lo han coloreado de
azul.[RF58] En efecto, los estudiantes miraron el cielo pero no
lo vieron realmente; vieron su imagen mental de cielo. Este
es el origen de las diferencias y las discrepancias entre los
seres humanos, sobre todo cuando ocurre de manera
inconsciente, cuando no nos damos cuenta de que al mirar
al cielo no estamos viendo el cielo, sino nuestra imagen
mental de cielo. Tomar conciencia de esto puede ayudar a
muchas personas a encontrarle sentido a la vida.
Vayamos por partes. El cielo es como es. Es el mismo
para los dos grupos de estudiantes, pero unos lo perciben
de color gris y otros azul, haciendo que sus realidades
particulares sean diferentes aunque compartan la misma
experiencia. Siempre que nos enfrentamos a algo conocido,
sea un objeto, un evento, una persona o un lugar, el
organismo cierra el grifo de los sentidos y nos planta
delante de los ojos una imagen mental (ocurre lo mismo con
el oído, el olfato, el gusto o en la sensaciones corporales).
Esta es la estrategia elegida por la evolución para evitar que
cada jornada laboral sea como el primer día, convirtiendo a
nuestra mente en un bombo repleto de imágenes mentales.
Cada vez que el cerebro encuentra un parecido entre
personas, situaciones, lugares, animales o cosas, trata de
simplificar el asunto asignando el mismo nombre a todas
ellas e ignora las diferencias habidas y por haber,
extrayendo una imagen mental del bombo de la memoria.
Esta forma de proceder omite y deja en la cuneta los
detalles, pero es enormemente eficiente si pretendemos
ahorrar energía y no tener que comer treinta veces al día.
El cerebro funciona más o menos así: ¿un lugar con
muchos árboles? Un bosque. ¿Una persona que hace reír?
Un humorista. ¿Una estructura construida sobre un río? Un
puente. Para diferenciar entre especies de árboles o
Buenafuente y Charles Chaplin, haría falta crear una imagen
mental individual para cada uno de ellos. En cierto modo, la
percepción de la realidad es el resultado de un gigantesco
entramado de imágenes mentales, imágenes dentro de
imágenes, que van aumentando la precisión de la imagen
mental final que construíamos acerca de las personas,
lugares, animales o las cosas que conocemos. De todos
modos, debemos asumir que una imagen mental tendrá
siempre un error asociado, igual que una regla o una
báscula, y puede ser tan garrafal que nos haga ver el cielo
gris cuando en realidad es totalmente azul. No hay ninguna
duda de que el cerebro deja de ver cuando cree saber.
Además, cada imagen mental es tan exclusiva como un
bolso de Louis Vuitton. El Tower Bridge, el Golden Gate, el
Puente de Brooklyn o el Ponte Vecchio son puentes,
obviamente, pero cada uno es de su padre y de su madre;
unos de estilo Victoriano, otros colgantes o medievales. Sin
embargo les une un factor común: nos permiten sobrepasar
un río sin mojarnos. Basta con pensar «puente» para que el
bombo de la mente se ponga a girar, y en fracciones de
segundo nos ofrezca una imagen mental. ¿Cómo es nuestro
puente? ¿Es de piedra con forma de arco o tiene cables
colgantes que sujetan la estructura? ¿El agua es azul o
verde? ¿El cielo es azulado o con tonos grises? Tomémonos
el tiempo necesario. Existen tantas imágenes mentales
distintas como seres vivos. Cada imagen es individual,
nuestra y de nadie más. Si tenemos el teléfono o el
ordenador a mano, podemos escribir «dibujo puente» en el
buscador de imágenes de Google y observar
conscientemente los resultados encontrados como lo que
son: imágenes mentales de otras personas. Relacionando
unas imágenes con otras vamos dando forma a la
percepción de la realidad, tal y como ha sucedido con la
imagen del puente en la cual hemos puesto color y forma
también al cielo, al agua, lo hemos representado de piedra o
metal y hemos elegido entre una luna o un sol.
El poder de las imágenes mentales
Aunque en un principio el tinglado de las imágenes
mentales no supone un gran problema a simple vista, es
una de las principales fuentes de desconcierto para las
personas. Un cerebro lineal puede pensar: «¿Qué más nos
da que el cielo sea azul o gris? ¡El mundo seguirá girando y
no hacemos daño a nadie!» Bueno, esto de que no haremos
daño a nadie es una verdad a medias. Aunque es cierto que
la mayor parte del daño nos lo hacemos a nosotros mismos,
de una forma u otra termina repercutiendo en los demás.
Imagina más de siete mil quinientos millones de personas
viviendo la vida y pasando por alto que aquello que vemos
no es real, sin ser conscientes de que todo lo que
escuchamos, vemos o sentimos es una imagen mental
construida por un cerebro para ahorrar energía. Podríamos
entonces llegar a discutir por el color del cielo, podríamos
ponernos como energúmenos por querer tener la razón,
podríamos, yendo un poco más lejos, crear una imagen
mental de éxito e iniciar una guerra para alcanzarlo.
Sin darnos cuenta, las personas asociamos a cada
problema una causa distinta y damos por hecho que es así.
Nos sentimos solos porque no tenemos pareja,
desamparados porque nos han robado la cartera o nerviosos
porque no tenemos dinero. Siempre parece haber un
porqué. Sin embargo, la causa de todos nuestros problemas
es todo el tiempo la misma: vivir sin ser conscientes de que
vemos el mundo a través de imágenes mentales. Pasamos
por alto el funcionamiento de nuestro organismo
constantemente, ignorando la existencia de las imágenes, y
por eso a veces tenemos la sensación de no entender nada,
y vivimos desconcertados.
¡Venga, hombre! ¿En serio? ¿Tanto poder tienen sobre
nosotros las imágenes mentales? Viajemos a septiembre de
2001. Muchos nos llevamos las manos a la cabeza cuando
vimos el American Lines 11 y el United Airlines 175
estrellarse en las noticias del mediodía contra las Torres
Gemelas. Estamos tan insensibilizados por culpa de Tom
Cruise o Arnold Schwarzenegger que probablemente nos
hizo falta repetir para nuestros adentros «esto es real, esto
es real, esto es real» como mínimo tres veces. A partir de
entonces y durante meses, el planeta entero solo tenía
oídos para el World Trade Center, Nueva York, la Zona Cero,
el yihadismo y Bin Laden. En aquel contexto caótico, alguien
tuvo la brillante idea de estudiar el efecto del 11-S sobre la
tensión arterial de los americanos que vivieron de primera
mano la tragedia. Ese alguien fue Willian Gerin y su equipo,
a quienes nos uniremos enseguida para llevar a cabo el
experimento.
Para diseñar adecuadamente un estudio, el primer paso
siempre consiste en seleccionar a los candidatos
adecuados. Los participantes deben, además de haber
vivido en primera persona los atentados, formar parte
simultáneamente de otro ensayo clínico relacionado con la
presión arterial iniciado, como mínimo, dos meses antes del
11 de septiembre. Así dispondremos de los datos de presión
previos, tomaremos nosotros mismos los de después del
suceso, y podremos comparar. Haciendo una búsqueda en
las clínicas más cercanas (Nueva York, Chicago, Washington
D. C. y Misisipi), encontramos unas 427 personas que
cumplen con estos requisitos y aceptan participar en el
estudio, con la suerte de que 101 de ellas tienen registros
de su tensión desde un año antes del atentado.[RF59] Una
vez hemos dado con los candidatos idóneos, el estudio es
coser y cantar. Tan solo debemos hacer los registros de
presión arterial durante los dos meses siguientes al
atentado, hablar con ellos para saber cómo lo vivieron (es
decir, para destapar su imagen mental), hacer un análisis
estadístico (valor p por aquí, alfa por allá…) y dibujar una
gráfica comparativa.
Llegados a este punto, los resultados hablan por sí solos:
la presión arterial de las personas que vivieron los
atentados del 11-S aumentó. Si bien no hemos descubierto
las Américas, ¿por qué continuó elevada durante los meses
posteriores? ¿Qué hace que la tensión de aquellas personas
se mantenga por las nubes tiempo después del suceso?
Aunque lo primero que puede venir a la cabeza es el estrés
postraumático, la mayoría de los expertos señalan a los
medios de comunicación como el autor de los hechos. En
cada salón de casa, cocina o bar, un televisor volvía a emitir
las imágenes y ofrecía testimonios dolorosos, manteniendo
vivo el recuerdo, alimentando las imágenes mentales
relacionadas con el atentado.[RF60]
A día de hoy sabemos que un recuerdo —un conjunto de
imágenes mentales que apuntan al pasado— es más que
suficiente para alterar nuestra tensión arterial, para poner el
corazón a mil por hora, agitar la respiración y afectar al
desarrollo del crecimiento, de la digestión, de la
reproducción o de las defensas del organismo.[RF61]. El
poder de las imágenes mentales sobre nuestro organismo
no parece tener límites.
Mi hijo ha tenido un accidente con la moto
Permitidme una batallita personal. Mientras escribo
puedo verla en el reflejo de la pantalla, y es que mi madre
ha venido a verme unos días. Está panza arriba, tumbada
en la cama con su libro electrónico, leyendo una trilogía
policiaca que jamás os recomendaré porque todo el tiempo
asegura que es un tostón. De todos modos, la terminará.
Ella es una de esas mujeres trabajadoras y testarudas que
siempre comparten sus pensamientos en voz alta, y forman
parte del gremio de madres que te quieren igual seas
presidente del Gobierno o mendigo. Es una luchadora, una
sufridora empedernida.
Mi familia y yo hemos vivido la mayor parte del tiempo
en una casita de campo a las afueras de la ciudad por lo
que, aunque no fuera santo de su devoción, la moto se
convirtió en sinónimo de autonomía. Esto hacía que
bastante a menudo, nada más abrir la puerta de casa, me
encontrara con mi madre y su famoso: «Hijo mío, pensaba
que habías tenido un accidente con la moto»[23]. Si nos
colamos en el cerebro de mi madre, algo que podríamos
hacer sin esfuerzo con un dispositivo de neuroimagen,
vemos cómo la noticia de un accidente de tráfico en la
televisión o el sonido de una ambulancia es el estímulo que
despierta el pensamiento «mi hijo ha tenido un accidente
con la moto».
Este pensamiento (una agrupación de imágenes
mentales) llega hasta la parte más interna del encéfalo,
hasta un lugar conocido como tálamo. El tálamo es el
recepcionista del cerebro y, con mucha educación, se
encarga de darle la bienvenida. Con cientos de miles de
años de experiencia en el puesto, la primera reacción del
tálamo es tratar de disuadir al pensamiento con las típicas
excusas de «la amígdala se encuentra en una reunión» o «la
corteza cerebral ha salido». Ahora bien, si el pensamiento
insiste (es decir, si mi madre sostiene su atención sobre él),
entonces el tálamo se ve obligado a realizar tres llamadas.
En primer lugar, se pondrá en contacto con su amigo más
antiguo y primitivo, el cerebro reptiliano (mesencéfalo y el
tallo cerebral), que toca la campana de aviso poniendo a mi
madre alerta. Nada más colgar, el tálamo marca la
extensión de la amígdala, una artista excéntrica, que irá
representando en su organismo la emoción proporcional a
«mi hijo ha tenido un accidente con la moto» (obviamente
no muy agradable). La última llamada es a la corteza
cerebral, que representa el Servicio Nacional de Inteligencia
de un país y suele proceder siempre de la misma manera:
revisa en la memoria otros recuerdos e imágenes mentales
para tratar de tomar una decisión racional.[RF62]
A pesar de que mi madre esté intranquila, su organismo
no accionará el estado de emergencia sin el consentimiento
por escrito de la corteza cerebral. De este modo, si la
corteza no ve motivos suficientes en el pensamiento «mi
hijo ha tenido un accidente con la moto» para dar la alarma,
el tálamo invita educadamente al pensamiento a marcharse
por donde ha venido y cesa la emoción asociada. Pasamos a
otra cosa. En cambio, si la corteza cerebral determina que
hay indicios suficientes para preocuparse, entonces da su
aprobación y el tálamo contacta con el hipotálamo, que
emite por una vía especial del sistema nervioso una señal
de alarma, activando la biología de la supervivencia[24].
Ahora sí, el corazón de mi madre se pone a mil por hora y
su tensión arterial aumenta.
Dejando para otro momento los detalles acerca de los
sistemas a largo plazo (crecimiento, digestión, reproducción
o defensas), al cerebro de mi madre le ocurre exactamente
lo mismo que a los participantes en el estudio del 11-S: un
estímulo (televisión o ambulancia) despierta una secuencia
concreta de imágenes mentales que eleva su tensión
arterial. A decir verdad, y con esto nos anticipamos
disimuladamente, entre un pensamiento y un recuerdo no
hay mucha diferencia si eres un cerebro, pues un
pensamiento es una asociación de imágenes mentales y un
recuerdo es un pensamiento que apunta al pasado (una
asociación de imágenes mentales a fin de cuentas).
La regla del problema único
El organismo funciona con premisas simples y
universales. A pesar de todo, las personas somos capaces
de discutir e iniciar un conflicto por el color del cielo,
defendiendo nuestro argumento con uñas y dientes porque
es lo que realmente vemos en el campo mental. Nadie se lo
está inventando, todos tenemos razón. Ahora bien, el origen
del conflicto real es no ser conscientes de que aquello que
vemos es nuestra imagen mental del cielo y no el cielo en sí
mismo. No puede ser de otro modo si pensamos que el cielo
está ahí fuera y es como es. La única forma de resolver
cualquier conflicto es tomando conciencia del
funcionamiento del organismo y de la mente. Dos personas
que miran el cielo y son conscientes de que están viendo su
imagen mental y no el cielo, raramente discutirán por tener
la razón y llegarán a las manos. ¿Y por qué hacía esto el
organismo? Para evitar que cada jornada sea como el
primer día de trabajo, para ahorrar energía. Esto es
universal y sucede con cualquier aspecto de la vida: con
una cucaracha, una discusión de pareja o una guerra. ¡¿Con
una guerra?! Sí. Tal vez podemos pensar que el origen de un
conflicto armado se encuentra detrás de aspectos sociales,
ideológicos, religiosos o políticos pero, a decir verdad,
detrás de cada uno de esos aspectos hay personas que ven
el mundo a través de imágenes mentales y toman
decisiones en base a ellas sin darse cuenta. El origen de
cualquier problema o conflicto que podamos tener es
siempre el mismo.
Todas y cada una de las imágenes mentales que usamos
en el día a día se construyen en la memoria. El siguiente
paso lógico es adentrarnos en las catacumbas de la
memoria y descubrir cómo se gestan las imágenes
mentales, para llegar a entender cómo recordamos y
pensamos. Una vez veamos los engranajes, como ya es
costumbre, nos preguntaremos qué implicación tienen estas
historias para el carnicero, la vendedora de seguros o Sting.
Antes de continuar nuestro viaje, vamos a twittear lo
aprendido en este capítulo acerca de las imágenes mentales
en una regla que podamos recordar con facilidad. La regla
del problema único dice así: el origen de cualquier problema
es olvidar que estamos viendo una imagen mental y no la
realidad #ciencia Cotidianidad
#ellibroquetucerebronoquiereleer.
7
LA MEMORIA NO ES UNA CAJA FUERTE
Hasta el momento, nuestro viaje nos ha llevado a mirar
el espacio que hay entre las estrellas, a reconocer nuestra
pertenencia al proceso inteligente de la vida, a descubrir el
presente cercano. Hemos visto disolverse delante de
nuestros ojos el límite entre la vida y la no vida, nacer al
Homo honestus, entrado en el cerebro universal, hemos
aprendido que cada tres segundos tenemos la posibilidad de
transformar nuestra vida y hemos tomado consciencia de
las imágenes mentales. Pero todavía nos quedan muchas
aventuras. En la segunda parte de nuestro viaje visitaremos
las catacumbas de la memoria, el mundo de los
pensamientos, los sistemas de atención humana y
descubriremos una nueva forma de ver la felicidad que nada
tiene que ver con el dinero, el amor o la salud, asequible
para cualquier persona.
Ciudades y discos de Sabina
Comenzaremos esta andadura como nunca antes lo
habíamos hecho: siendo los participantes de un estudio. La
metodología es sencilla. Debemos contar con un ejemplar
de El libro que tu cerebro no quiere leer y programar la
cuenta atrás del teléfono móvil a diez segundos, o pedirle a
alguien, nuestro asistente, que cuente diez segundos en el
segundero de un reloj y nos avise cuando haya transcurrido
el tiempo (como argumento para liarlo podemos asegurarle
que no le robaremos más de un minuto de su tiempo y,
además, aprenderá algo nuevo acerca de su cerebro).
Durante este intervalo de tiempo debemos decir en voz alta
el mayor número posible de ciudades sin importar si hemos
tenido tiempo de visitarlas o no. En cuanto acabe este
párrafo, encontraremos un espacio en blanco para llevar la
cuenta haciendo un palito por cada ciudad nombrada
(podemos llevar la cuenta nosotros o nuestro asistente).
Tres, dos, uno… ¡Tiempo!
Número de ciudades:
Total:
Haciendo el recuento de ciudades (sumando el número
de palitos y poniendo el resultado en Total) concluimos la
primera parte del experimento. A continuación debemos
repetir el mismo proceso pero con ligeras variaciones. En
esta segunda parte no nos limitaremos a decir nombres de
ciudades, sino que podremos nombrar cualquier palabra
que nos venga a la mente siempre y cuando cumpla dos
condiciones: uno, que no pertenezca a un mismo grupo (no
vale decir colores, ciudades o presentadores de televisión)
y, dos, que estén fuera de nuestro campo visual (si estás en
una cafetería leyendo no vale decir: libro, plato, taza o
camarero). ¡Dejemos volar la imaginación! El abanico de
posibilidades es infinito. Digamos tantas palabras al azar
como nos vengan a la mente. ¿Preparados? Cuenta atrás a
10 segundos. ¿Listos? ¡Ya!
Número de palabras aleatorias:
Total:
Palito va palito viene. ¡Tiempo! Ahora calculemos el
número total de elementos aleatorios y analizaremos juntos
los resultados. Sin importar las veces que repitamos el
experimento con distintas personas, el número de ciudades
supera con creces las palabras aleatorias. Un resultado
habitual suele ser once ciudades contra seis palabras
aleatorias en diez segundos. ¿Y eso por qué? Para encontrar
la respuesta debemos convertirnos en impulso eléctrico y
recorrer los procesos cerebrales que han intervenido
durante el desarrollo del experimento. Una vez dentro,
vemos cómo la intención de buscar una ciudad se traduce
en un wasap que la corteza cerebral envía al área de
Wernicke: «¡Buenas! ¿Qué tal todo? Necesito ciudades».
Entonces el área de Carlos (Karl Wernicke) da el chivatazo a
la memoria. Mirando en un monitor de neuroimagen vemos
cómo la corteza visual y el giro angular aumentan su
actividad antes de proponer «Moscú». Acto seguido, el área
de Broca toma las riendas y tira de los hilos pertinentes
(normalmente corteza motora) para que podamos mover los
músculos de la garganta y la boca, generando el sonido
correspondiente. Dado que las imágenes mentales se
organizan por categorías (Moscú = ciudad) nos resulta pan
comido encontrar ciudades en el campo mental. Ahora bien,
si le pedimos al cerebro que encuentre palabras aleatorias,
el área de Carlos le monta un pollo monumental a la
memoria por torpe y lenta. Como hemos visto, al estar la
memoria organizada por categorías (equipos de fútbol o
discos de Sabina) el cerebro no sabe en qué categoría
buscar porque no existe una categoría «aleatoria», y pierde
mucho tiempo dando tumbos de un lado a otro buscando
asociaciones sin éxito. El cerebro humano es un experto en
el arte de asociar, es un «asociador» profesional.
Acabamos de experimentar en nuestras carnes el poder
asociativo del cerebro. Para dar vida a un recuerdo o a un
pensamiento, el organismo va asociando diferentes
imágenes mentales y dotándolas de significado para
después integrarlas en la ventana del presente.
Reflexionemos por un momento. ¿Qué quiere decir «coche»?
Coche significa vehículo, ruedas, volante y viajar. Si
analizamos lo que ha ocurrido de forma automática en
nuestra mente, nos daremos cuenta de que las personas
definimos las imágenes mentales mediante otras imágenes
mentales. Dicho de otro modo, el significado de una palabra
(imagen mental) son otras palabras (imágenes mentales).
Estirando del hilo de una imagen cualquiera, podemos
descubrir las relaciones que hay detrás de cada una de ellas
y dibujar un mapa de nuestro campo mental. Pero no
pensemos que estas asociaciones son algo rígido y estático;
las relaciones entre imágenes cambian constantemente con
la experiencia y con el uso. En el argot cotidiano, cuando un
conjunto de imágenes mentales se refiere a una situación
pasada solemos hablar de recuerdo. Retuiteando esta idea:
«un recuerdo es una asociación concreta de imágenes
mentales que apuntan al pasado».
¿Qué había venido a hacer aquí?
El mundo de los recuerdos está repleto de «¿qué había
venido a hacer aquí?», primeros amores y despedidas.
Según la neurología, los mecanismos que el organismo
utiliza para recordar un número de teléfono o para
reconstruir nuestra primera cita son totalmente diferentes.
La memoria a corto plazo es la que nos deja paralizados
como un mono cegado por los faros de un coche cuando
llegas a la cocina y no tienes la más remota idea de qué
habías ido a buscar, mientras que la memoria a largo plazo
se encarga de reconstruir cómo fue nuestra primera cita. La
memoria a corto plazo tiene un tiempo de vida muy corto
que va desde segundos hasta unos pocos minutos. Una
persona sana es capaz de almacenar en su memoria a corto
plazo alrededor de cinco unidades de información, es decir,
puede leer con atención la secuencia O-I-M-P-O-S-M-N-S-R-E-
H dos o tres veces, y recordar con los ojos cerrados las
cuatro-seis primeras letras sin meter la pata.[RF63]
¡Probémoslo!
En el momento que leemos la secuencia de letras
anterior la información llega por el nervio óptico al tálamo,
el recepcionista del cerebro, en fracciones de segundo. Tras
una charla relámpago, nuestro recepcionista detecta que
esta información debe ser recordada y marca la extensión
de los lóbulos sensoriales, los cuales evalúan la situación.
Con su visto bueno, la información pasa a la corteza
prefrontal (mano en la frente) donde entrará en el campo
mental consciente. A este proceso nos gusta llamarlo
memoria a corto plazo, y es una herramienta fundamental
para llevar con éxito una receta a la cazuela, tomar apuntes
o guardar un contacto en la agenda del teléfono[25]. Existen
diversas formas de mejorar la memoria a corto plazo y
poder recordar más unidades de información durante más
tiempo. En este caso concreto, la forma más sencilla y
efectiva pasa por convertir los símbolos en imágenes
mentales más familiares y crear con ellas una historia (si es
divertida será más efectiva). Transformando la O en una
diana, la I en una flecha, la M en un comecocos o la P en un
palo de golf, podemos recordar la secuencia de letras
anterior con un «érase una vez una diana en la que impacta
una flecha disparada por un comecocos con un palo de
golf». Gracias a esta simple historia podemos recordar las
cuatro primeras letras sin despeinarnos.
Ben Pridmore, un contable inglés que ha ganado
repetidas veces el The World Memory Championship, es
capaz de memorizar el orden de las cincuenta y dos cartas
de una baraja distribuidas al azar en 24,68 segundos
siguiendo este mismo método. Chafardeando en Wikipedia
sus récords mundiales podemos ver el efecto de un aspecto
primordial de la memoria con tan solo hacer un par de
multiplicaciones y divisiones. Según los datos facilitados por
la web, Ben es capaz de memorizar 930 dígitos en 5
minutos y 4.140 dígitos en 30 minutos, o retener el orden
de 364 cartas en 10 minutos y 1.404 cartas en una hora.
Estos datos, aparte de ser increíbles, esconden una
característica fundamental de la memoria: tampoco
funciona de manera lineal. ¿Previsible, no? Esto lo sabemos
porque si Ben es capaz de retener 930 dígitos en 5 minutos,
cabría esperar que fuera capaz de memorizar 930 por 6, es
decir, 5.580 dígitos, en un período de tiempo de media hora
(regla de tres al canto). Sin embargo «solo» es capaz de
memorizar 4.140 dígitos[26]. ¿Por qué? Principalmente se
debe a las manías de la atención. Como veremos más
adelante, la atención es el pegamento que fija el
aprendizaje, una herramienta imprescindible tanto para la
memoria como para generar la percepción de la realidad, y
se satura con relativa facilidad, lo cual hace descender el
rendimiento general del cerebro.
De una cosa no hay duda: a cualquier cerebro le pirra
asociar. Basta con ordenar la secuencia anterior de letras O-
I-M-P-O-S-M-N-S-R-E - H de otro modo para recordar sin
ningún tipo de esfuerzo sus doce dígitos. ¿Estamos listos?
H-O-M-E-R-S-I-M-P-S-O-N. En cuanto caigamos en la cuenta
de que la secuencia está relacionada con el personaje
amarillo más querido de la televisión, podremos recordar
todos los caracteres sin problemas, incluso pegarnos el
moco y recitarlos en orden inverso[27]. En ambos casos nos
enfrentamos a los mismos símbolos, únicamente los hemos
cambiado de sitio, pero este pequeño cambio tiene grandes
efectos sobre la memoria. Amazing! (Como diría Punset).
Nos estamos acercando sigilosamente al abismo de la
memoria a largo plazo.
¿Quiénes somos?
Acabamos de conocer a alguien. En un santiamén la
conversación se llena de anécdotas pasadas
cuidadosamente seleccionadas o de proyecciones futuras.
Empezamos hablando de dónde nacimos, pasamos de los
estudios al trabajo, de las películas que más nos han
gustado a la música de nuestros 40 Principales, para
terminar compartiendo momentos felices y dolorosos,
recientes o lejanos. Cuanto más conocemos a una persona,
más cosas conoce de nuestro pasado. La confianza es
proporcional a los detalles pasados que hemos compartido,
hasta tal punto que cuanto más importante sea para
nosotros, más cosas sabrá de nuestra vida pasada. Usamos
el pasado para relacionarnos todo el tiempo. Queremos
optar a un nuevo trabajo y debemos entregar un currículum
donde consta aquello que estudiamos, los trabajos que
hemos tenido, los cursos a los que hemos asistido (incluidos
los de Office y Photoshop nivel básico que nunca hemos
cursado), o las habilidades que adquirimos años atrás.
Hasta cuando nos invitan a dar una conferencia nos
presentan con un resumen de nuestro pasado. El ayer
define quiénes somos. Todo este conjunto de recuerdos
forman la memoria autobiográfica, un elemento
imprescindible para construir una imagen mental de
nosotros mismos y poder relacionarnos con normalidad en
el mundo occidental.
Nuestra vida autobiográfica comienza alrededor de los
dos años y medio de edad con la construcción de las
primeras imágenes mentales. Alrededor de los cinco o seis
años, la ínsula entra en juego para permitirnos ser
conscientes de nosotros mismos y la memoria
autobiográfica comienza a tomar protagonismo. Estamos en
la época de los primeros atisbos de personalidad y se
avecinan tiempos dominados por los pronombres posesivos.
Nuestra historia personal comienza poco a poco a llenarse
de capítulos dulces y amargos, mientras los mayores nos
enseñan cuán importantes son los recuerdos a la hora de
tomar decisiones, aprendiendo a relacionarnos y a
definirnos en base a la memoria. A partir de los ocho años
de edad, la memoria domina completamente nuestra vida
hasta el punto de convertirse en la base del aprendizaje, el
éxito académico y profesional. El pasado nos da sentido,
nos dice quiénes somos a través de la memoria
autobiográfica, nos permite hacer planes de futuro e,
incluso, construir una idea acerca del mundo y de los
demás. ¿Pero que ocurriría si la ciencia demuestra que la
memoria no es una caja fuerte? ¿Quiénes somos si los
recuerdos que usamos para definirnos como personas
cambian con el tiempo?
innocenceproject.org
La ciencia ha demostrado la fragilidad de la memoria. Ya
no hay marcha atrás. La evidencia llega hasta tal punto que
diferentes tribunales de justicia de los Estados Unidos han
rechazado testigos como prueba fehaciente en un juicio
debido a los fallos garrafales de la memoria. Un abogado
experimentado puede sembrar dudas, añadir nuevos
detalles y distorsionar los recuerdos de un testigo. Teniendo
en cuenta los cincuenta y dos estados americanos, se
estima que el 75% de las personas encarceladas
injustamente, lo están debido a fallos de la memoria[28].
Elizabeth Loftus, una profesora de la Universidad de
California que podría montar una biblioteca con sus más de
veinte libros publicados y quinientos artículos científicos
acerca de la falsa memoria, ha gritado a los cuatro vientos
que existen actualmente alrededor de trescientos inocentes
condenados injustamente por crímenes que no cometieron
en los Estados Unidos. Sus argumentos han sido
respaldados en diversas ocasiones por pruebas de ADN
posteriores.
¿Cómo es posible que la memoria patine de esta manera
en una situación tan delicada? A decir verdad patina
precisamente porque se trata de una situación delicada.
Imaginemos que las Fuerzas Armadas nos acaban de
contratar para dirigir un interrogatorio simulado que
formará parte del entrenamiento de jóvenes aspirantes. Los
estudiantes serán interrogados como supuestos prisioneros
de guerra y hemos recibido instrucciones de someterlos
durante media hora al mayor estrés posible con el fin de
sonsacarles información. Por increíble que parezca, a pesar
de que los estudiantes han compartido treinta minutos con
nosotros en la misma habitación y han podido ver nuestro
rostro sin ningún impedimento, solo la mitad conseguirán
identificarnos en una rueda de reconocimiento posterior.
Este estudio fue llevado a cabo en la vida real por la
armada estadounidense con futuros aspirantes a marines.
[RF64] En situaciones de mucho estrés el hipocampo, una
estructura con forma de caballito de mar encargada de
integrar los recuerdos, se desconecta temporalmente
debido a la presencia de cortisol (la hormona del estrés),
dando lugar a grandes lagunas. Sin hipocampo no hay
integración de recuerdos y, sin integración de recuerdos en
la ventana del presente, podemos equivocarnos
estrepitosamente a la hora de identificar a una persona.
La memoria no es una caja fuerte
Nuestro viaje apenas acaba de comenzar y ya hemos
sido testigos de los deslices de la memoria. Ahora bien, esos
fallos no se limitan exclusivamente a situaciones
estresantes. Para entender cómo funciona la memoria
vamos a tomarnos la licencia de insertar una experiencia en
nuestra vida que nunca ha ocurrido. Rebobinemos justo a la
edad de catorce años y supongamos que en ese momento
rellenamos un cuestionario con un popurrí de preguntas
acerca del ambiente familiar, de nuestra orientación
religiosa, acerca de cómo eran nuestras amistades o de
nuestro equipo de fútbol favorito. Una vez completado el
cuestionario regresamos al momento en que sostenemos
este libro y, echando mano de los recuerdos, volvemos a
responder el cuestionario en base a aquello que
recordamos. ¿Cómo era el ambiente familiar y nuestras
amistades cuando teníamos catorce años? ¿Cuál era
nuestra orientación religiosa o equipo de fútbol favorito a
los catorce? A bote pronto, las respuestas deberían ser casi
idénticas salvo algún que otro lapsus sin importancia.
¿Cierto? Como podemos imaginar solo por el hecho de
preguntar, no es así. Aquello que recordamos de nuestra
adolescencia acerca de nuestra familia, amigos, incluso de
nuestro equipo de fútbol favorito puede ser completamente
falso. Asombroso. Esto nos deja dos opciones: o bien no
fuimos honestos al rellenar el cuestionario cuando teníamos
catorce años o bien la memoria se equivoca.
El experimento que hemos recreado fue llevado a cabo
por Daniel Offer.[RF65] Los sesenta y siete participantes de su
estudio contestaron un cuestionario en 1952, cuando tenían
catorce años, y posteriormente se les pidió que volvieran a
responder el mismo cuestionario treinta y cuatro años más
tarde haciendo hincapié en que no debían contestar sobre
su orientación religiosa, su equipo de fútbol favorito o la
relación con sus padres en el momento actual (obviamente
pueden cambiar con el tiempo), sino que las preguntas se
referían a cuando tenían catorce años. De ese modo, a los
participantes no les quedaba otra que echar mano de sus
recuerdos para contestar a las preguntas. El descubrimiento
de Daniel pone en tela de juicio una de las verdades más
absolutas del mundo actual: la memoria es una caja fuerte.
Revolucionario. Vivimos como si la memoria fuera una
cámara fotográfica capaz de congelar instantes de nuestra
vida. Sin embargo, no existe ningún experimento científico
que apoye esta visión. Al contrario. La evidencia científica
pone sobre la mesa que la memoria a largo plazo cambia
con el tiempo. A cuántas personas seguimos rechazando por
lo que nos hicieron en el pasado o cuántas decisiones
tomamos diariamente basándonos en aquello que
recordamos. Como mínimo, es para reflexionar.
¿A qué se deben los falsos recuerdos? Cuando hablamos
de memoria a corto plazo, se supone que la información
será usada en un presente cercano y el organismo opta por
mantener temporalmente en las neuronas el recuerdo en
forma eléctrica. Este recuerdo puede olvidarse, pero tiene
pocas probabilidades de falsearse o cambiar. Ahora bien, si
queremos que un recuerdo salte de la memoria a corto
plazo a la memoria a largo plazo, la clave es la atención.
Durante el aprendizaje se produce una transferencia de la
información a recordar entre los sistemas atencionales y los
ganglios básales (una agrupación de neuronas en el núcleo
del cerebro). Esta transferencia de información consume
tiempo y, cuanta más atención prestemos, más nítidas
serán las imágenes mentales y más se integrarán con el
entorno cerebral. Una vez completado el proceso de
transferencia, la información llega al hipocampo, que se
comporta como un carnicero que desmenuza los recuerdos
y los codifica a nivel molecular. Aquí es donde se clasifican
por categorías y donde se abre la puerta a los falsos
recuerdos. La información se divide y se inserta en
diferentes proteínas a lo largo y ancho de la anatomía
cerebral, de manera que las emociones irán a parar a un
lado (la amígdala), la información visual a otro (lóbulo
occipital), las palabras a la otra punta del cerebro (lóbulo
temporal) y así sucesivamente para las letras, las ciudades
o los discos de Sabina. De este modo, los recuerdos se
vuelven vulnerables a alteraciones del ambiente celular, a
todo tipo de cambios epigenéticos y, además, por el simple
hecho de recordarlos quedarán afectados inevitablemente
por el ahora.
¿A qué neurona asigno este recuerdo?
Mirando el cerebro a través de un potente microscopio
justo en el momento en que se forman los recuerdos a largo
plazo, entenderemos que son incapaces de existir por sí
solos. Sentado en primera fila vemos cómo el organismo no
asigna un nuevo recuerdo a la primera neurona que pasa
por ahí, sino que sigue ciertos patrones y reglas específicas.
La proteína CREB es la reina de la memoria a largo plazo
porque tiene la capacidad de regular la expresión de los
genes encargados de la formación de los recuerdos,
controlando qué recuerdos afectan a qué neuronas.[RF66]
Podemos resumir lo que sabemos hasta el momento
acerca de la agrupación de recuerdos en tres reglas. La
primera dice que una neurona con niveles altos de proteína
CREB tiene más posibilidad de almacenar un recuerdo que
otra neurona con niveles bajos de CREB. De hecho, un
equipo de científicos de la Universidad de Toronto ha elegido
a su antojo el grupo concreto de neuronas que almacena un
nuevo recuerdo modificando genéticamente estas proteínas.
[RF67] La segunda regla nos enseña que no existen recuerdos
aislados, sino cadenas de recuerdos. Cada recuerdo se
almacena conectado a una serie de recuerdos formando
largas cadenas. Esto hace que queden entrelazados los
unos con los otros y, cuando evocamos uno de ellos,
automáticamente entra toda la cadena en el campo mental
consciente. ¿Y con qué criterio se conectan? Siguen un
criterio temporal que depende de cuándo se almacenan.
Dos recuerdos comparten el mismo grupo de neuronas
cuando se forman en un intervalo de tiempo próximo.
En la práctica, dos recuerdos generados el mismo día
tienen más probabilidad de compartir grupos de neuronas
que dos recuerdos almacenados en semanas diferentes. La
regla tres nos indica que es posible romper la conexión
entre dos o más recuerdos sin que los recuerdos
individuales se vean afectados[29]. Como la mayoría de las
personas de a pie no tenemos un laboratorio de
optogenética en casa, ¿cómo podemos hacer si queremos
romper la conexión entre dos o más recuerdos? Aplicando,
como veremos muy pronto, la premisa de usar o tirar.
lE ecrebor moidfiac la readadli praa
egnerar nu persenet apteecibel
Hemos llegado a un punto crucial. El objetivo del cerebro
es ofrecer un presente apetecible, qué duda cabe, pero al
mismo tiempo nos descoloca saber que todos los recuerdos
que nos definen como individuos cambian con el tiempo.
Tenemos una base, varios experimentos y una teoría. Los
mecanismos neuronales que velan por un buen presente
son capaces de eliminar el punto ciego generado por el
nervio óptico en la retina, de sustituir la realidad por una
imagen mental, de alterar un recuerdo, de modificar el
orden de un título para ofrecernos un ahora con sentido, de
imponer falsas sensaciones de felicidad e, incluso, olvidar
ciertas experiencias. El primer paso es asimilar que el
cerebro ha estado haciendo esto durante toda nuestra vida
sin excepción. Puede que no estemos muy convencidos de
los fallos de la memoria o de las constantes ilusiones
creadas por el cerebro. Sin embargo, es completamente
normal.
Cuando destapamos el pastel, el cerebro interpreta este
descubrimiento como una amenaza y activa una serie de
mecanismos que velan por la percepción de la realidad
actual. Estos mecanismos neuronales defienden a capa y
espada la realidad que vemos e inician una reacción en
cadena de medidas que velan por el buen presente,
volviéndonos reticentes y escépticos[30]. Podemos ver en
acción estos mecanismos fácilmente. Leamos una historia
cualquiera y expliquémosela a otra persona. Enseguida nos
daremos cuenta de que hay una tendencia involuntaria que
la modifica y patea el trasero de la objetividad; acortamos la
historia y la hacemos más coherente con nuestra forma de
ver el mundo (puede ayudarnos grabar la explicación y
compararla con el relato original).[RF69] No es una cuestión
de olvidar los detalles o salpimentar la historia, es un
ejemplo de manipulación neuronal. Y lo más sorprendente
es que todo ocurre de manera inconsciente con una falsa
ilusión de objetividad creada por nuestro cerebro.
Paradójicamente, a pesar de que nuestro cerebro trata
por todos los medios de ofrecernos un buen presente, ¿por
qué se cuentan con los dedos de una mano las personas
que disfrutan de una realidad apetecible durante mucho
tiempo? En algún momento, todos hemos pensado que la
vida es una lista interminable de problemas por resolver y
cuando consigues solucionar uno de ellos, surge otro y
luego otro, y otro. ¿Dónde está nuestro cerebro cuando lo
necesitamos? Sentirse atrapado en un mar interminable de
problemas no es muy apetecible que digamos. En ocasiones
terminamos echándonos la culpa por no saber vivirlo,
echamos la culpa a los demás de lo que sentimos o,
directamente, echamos la culpa a la vida. Nos sentimos
víctimas de la vida, y lo hacemos porque no somos
conscientes de que vemos el mundo a través de imágenes
mentales. Pese a todo, la buena noticia es que estamos
empezando a tomar conciencia de ello. (Nunca olvidemos
que las personas tratamos de hacerlo siempre lo mejor
posible en cada situación de vida con los conocimientos
acerca de nuestra mente y organismo que tenemos).
Para continuar nuestro camino debemos entrar de nuevo
en la cotidianidad, en un mundo donde la presión evolutiva
ha dejado de ser ejercida por la naturaleza y es ejercida por
la sociedad, un mundo donde la rutina lleva la batuta,
donde las personas estamos inmersas en horarios laborales
cíclicos que se cuentan en semanas, meses, años; un
mundo donde el tiempo es el movimiento originado por un
hámster que hace girar una rueda. Solemos pisar las
mismas calles, desempeñar el mismo trabajo, relacionarnos
con la misma gente, navegar por las mismas páginas web y
nuestros pensamientos rodean como buitres siempre las
mismas cuestiones. Haciendo una y otra vez lo mismo
difícilmente obtendremos resultados diferentes. La novedad
no suele ser bien recibida, es un bien escaso, y el planeta
está inmerso en una monotonía que nos hace vivir
neuronalmente ausentes, haciendo de la vida una sucesión
de imágenes mentales y recuerdos, donde el 99% de lo que
sentimos y experimentamos proviene de la memoria.
Vivimos la vida del cortar-pegar, del control C control V, una
vida en la que la máxima aspiración es que el día de
mañana sea similar a lo que hemos vivido hoy. Llamamos a
esto estar tranquilos.
Scarlett Johansson y las hermanas
Wachowski
Ante una situación nueva el organismo abre el grifo de
los sentidos y genera la percepción de la realidad
basándose en el presente porque no existe un recuerdo
válido para vivir esa situación. Imaginemos que sin venir a
cuento nos cruzamos con Scarlett Johansson de camino al
trabajo. Ante una situación tan novedosa e impactante, el
cerebro deja de percibir la realidad por medio de imágenes
mentales y se conecta con los sentidos. Abrimos los ojos
como platos, se nos ponen orejas de elfo y la atención,
acostumbrada a juguetear todo el tiempo con los
pensamientos, despierta rápidamente y se pega al
presente. Los sistemas de aprendizaje calientan motores y
se activan los mecanismos neuronales pertinentes para
crear un recuerdo y asociarlo con otros ya existentes.
Lleguemos hasta el fondo del asunto. Estamos en la cola
del cine a punto de entrar al estreno de la última película de
las hermanas Wachowski. Como se trata de un supuesto,
podemos incluir en el reparto a Scarlett o Johnny Depp si
nos apetece y así nuestro cerebro tendrá una excusa para
justificar por qué nos la hemos encontrado de camino al
trabajo. De este modo, además de una situación novedosa,
será impactante. A cada nueva experiencia el organismo
puede ofrecerle un contrato fijo o temporal. Solo unos pocos
elegidos firmarán un contrato fijo y llegarán a la memoria a
largo plazo, mientras la mayoría de experiencias candidatas
a recuerdo tendrán que conformarse con un contrato
temporal e irán a parar a la memoria a corto plazo o, en el
peor de los casos, serán directamente relegados al olvido.
En España, al igual que ocurre con la memoria, un contrato
fijo no es ninguna garantía. La relación se puede rescindir
fácilmente si un recuerdo se usa con poca frecuencia,
liquidando cuentas con una miseria de indemnización. De
hecho, la memoria acostumbra a renovar la plantilla
constantemente y todo aquello que no se usa se olvida.
Una sala de cine es un espacio controlado y optimizado
para la vista, el oído y el olfato (palomitas). Hace dos
capítulos vimos cómo, entre pitos y flautas, el cerebro
recibe el 5% de toda la información que existe a nuestro
alrededor y con estos datos genera la percepción de la
realidad tal cual la conocemos. La gente sabemos mucho
sobre la parte consciente de la realidad. Sin embargo,
somos unos ignorantes cuando se trata de procesos
inconscientes porque pasan desapercibidos en el campo
mental a pesar de que consuman el 90% de los recursos
cerebrales. Atender por un momento a la respiración puede
ayudar a disipar cualquier duda conceptual sobre el mundo
consciente e inconsciente. Las personas podemos decidir
cuánta cantidad de aire tomamos y a qué velocidad
movemos la masa de aire (por tanto es voluntario), pero no
podemos decidir cuánto oxígeno se transfiere desde los
alveolos hasta los glóbulos rojos, ni cuánto oxígeno
intercambian los glóbulos con cada célula (es un proceso
involuntario). ¡Probémoslo! Una persona sana no debe
preocuparse de enviar más oxígeno a los músculos cuando
hace ejercicio. La respiración se acelera por sí sola, el pulso
cardiaco hace lo propio, y todo se dispone para ofrecer la
cantidad idónea de oxígeno. En los procesos involuntarios
como generar saliva, orina, estornudar o bostezar
simplemente dejamos hacer, mientras que en los procesos
mixtos como la respiración, pensar, recordar o memorizar
podemos intervenir en pequeñas partes del proceso para
regular cada aspecto particular. La atención es la
herramienta que nos permite regular aquello que pensamos
o recordamos.
Mientras estamos sentados en la butaca del cine viendo
la película, la atención debe enfocar a la pantalla y a los
diálogos si queremos enterarnos de algo. Con la atención
puesta en las ofertas de palomitas del popcorner o en el
incontrolable deseo de llegar a casa para seguir leyendo El
libro que mi cerebro no quiere leer, no vamos a enterarnos
de la película. La atención es clave para el aprendizaje y la
formación de recuerdos. Una persona que prepara una
oposición y debe recitar como un loro los artículos de la
apasionante Constitución necesita concentrarse, y
concentrarse significa poner su atención en el texto. La
parte voluntaria de la atención nos permite ser selectivos y
decidir dónde enfocarla en cada momento. Desde un punto
de vista neuronal, cuando atendemos a algo concreto el
resto del mundo desaparece. En la práctica, la atención
tiene sus limitaciones. Somos alérgicos a la multitarea y
funcionamos eligiendo un único aspecto de cada situación.
Gracias a la selectividad de la atención, las personas
podemos abarcar aproximadamente el 10% de la
información que recibe nuestro cerebro en un momento
dado. El resto se esfuma, /Sayonara, baby! De este modo,
descubrimos cómo la porción de realidad que usamos para
fabricar un recuerdo es todavía más pequeña que la porción
de realidad empleada para construir nuestra percepción. En
números: si percibimos un 5% de lo que realmente ocurre
en la sala y la atención solo nos permite quedarnos con un
10% de ese 5% de información percibida, quiere decir que
somos realmente conscientes del 0,5% de lo que está
ocurriendo en una situación de vida. El resto de información
(el 99,5%) no lo tenemos en cuenta de forma consciente a
la hora de percibir la realidad. Reflexionando acerca de la
implicación de los procesos neuronales sobre la creación de
memorias, llegamos a la conclusión de que la materia prima
con la que construimos un recuerdo es del 0,5% de la
información existente en la sala de cine.
Esto implica que el recuerdo más fiel que podemos llegar
a tener alineándose todos los astros representa el 0,5% de
la realidad o, dando la vuelta a la tortilla, el mejor recuerdo
del mundo mundial será en un 99,5% falso. La imagen
anterior puede ayudarnos a limar impurezas en la
explicación. Supongamos que una hoja de papel representa
toda la información conocida que existe en la sala de cine y,
de esta hoja, nos quedamos con el 5% de información que
somos capaces de captar a través de los sentidos (podemos
coger un folio y seguir el proceso. Siempre impresiona más
tocarlo y verlo con nuestros propios ojos que leerlo). En este
5% de información captada por los sentidos podemos
encontrar la imagen del proyector, las voces, el sonido
ambiental de la sala, las ganas de ir al baño y de comer
palomitas (la sensación corporal). De este 5% de folio en
blanco vamos a seleccionar a su vez el 10% que más nos
interesa gracias a la atención. Leemos los subtítulos o nos
fijamos en la expresión del protagonista, pero no estamos
pendientes del acomodador o de si está haciendo manitas la
pareja del asiento de atrás. Esto nos lleva a recortar el 5%
del folio y luego el 10% del papel resultante, obteniendo un
diminuto trozo de papel que apenas representa el 0,5% de
la información existente realmente en la sala. Este trocito
minúsculo es el punto de partida para fabricar un recuerdo.
Con esta diminuta porción de realidad hemos creado el
recuerdo de nuestro primer beso, del primer suspenso o de
Forrest Gump.
Hagamos un poco de origami. La hoja de papel representa toda la
información que existe en una situación de vida. (A) En el mejor de los
casos, los sentidos son capaces de captar el 5% de esa información.
Para hacernos una idea aproximada de qué representa un 5% vamos a
plegar la hoja por la mitad una vez (50%), dos veces (25%), tres veces
(12,5%) y cuatro veces (6,25%). (B) Como la atención es selectiva,
debemos calcular el 10% del trocito de papel resultante, así que
plegaremos ese trocito por la mitad tres veces más. El minúsculo papel
resultante representa la máxima información que podemos llegar a
percibir en una situación de vida: un 0,5% de la realidad.
Nos encontramos en el preciso momento en el que el
0,5% de información de la sala llega al hipocampo para
convertirse en recuerdo. El hipocampo es la estructura
cerebral que hace de señorita de recursos humanos,
encargada de entrevistar y seleccionar las experiencias que
irán a parar a la memoria a largo plazo con un contrato fijo.
Las primeras entrevistas consisten es detectar a los
candidatos a recuerdos más originales, novedosos e
impactantes. A pesar de lo que muchos podamos pensar, la
novedad o el impacto no es una característica de las
situaciones de vida, sino más bien de cada persona. La
prueba está en que podemos llegar a convertir una
situación de vida monótona y aburrida en novedosa,
simplemente manteniendo una actitud abierta, honesta y
humilde. El cerebro de una persona que cree saberlo todo
echa mano de imágenes mentales con más facilidad y no
alcanza a ver la realidad que hay detrás de esas imágenes.
Serán densas y opacas. Conforme nos abrimos a aprender y
a experimentar, las imágenes mentales se vuelven
transparentes y cada situación de vida se convierte en una
firme candidata a la novedad. Tomar conciencia de cómo
funciona nuestro organismo nos lleva a poner en tela de
juicio cada una de las imágenes mentales que vemos,
favoreciendo una actitud de humildad y honestidad.
La mujer elefante
La película de las hermanas Wachowski está sentada en
la sala de espera del hipocampo a punto de ser
entrevistada. Por experiencia propia, sabemos que las
personas de a pie no recordamos todos los detalles de una
película ni tampoco el día y hora exacta que fuimos a verla
seis meses después del estreno. Lo más probable es que ni
nos acordemos del título. En su lugar, suele quedar en la
memoria una idea muy general, una breve sinopsis
explicada con nuestras palabras y sentida con nuestro
cuerpo. ¿Y para qué se complica tanto la vida el cerebro?
¡Podríamos recordar cada detalle de la película sin más!
Aunque pueda parecer una apreciación estúpida, en
realidad no lo es tanto. Con la bata de científicos puesta
podríamos teorizar que para recordar con pelos y señales
cada segundo de los noventa minutos que dura la película
necesitaríamos una memoria de elefante, y tendríamos que
comer quince veces al día para hacer frente al elevado
consumo energético. Sin embargo, existen personas con
memoria de elefante que no se pasan el día delante del
plato con el tenedor en la mano.
El cerebro de una persona con memoria de elefante
sigue consumiendo unos veinte vatios. En términos de
energía, no importa si tenemos una memoria normal o una
supermemoria, algo sorprendente si olvidamos que la vida
no es lineal. Si hay personas que tienen una supermemoria
(evolutivamente es posible) y no consume más energía de
lo normal, ¿entonces por qué no tenemos todos una
supermemoria? Principalmente por dos motivos. Uno, tener
una memoria prodigiosa hace que el cerebro pierda la
capacidad de generar un presente apetecible porque no
puede manipular los recuerdos a su antojo. El mundo que
percibimos pierde coherencia y sentido. Dos, necesitaríamos
el mismo tiempo que dura la experiencia original para
recordarla. ¿Y se puede saber qué diantres hacemos
mientras estamos noventa minutos volviendo a ver la
película en nuestra mente?
La realidad quedaría totalmente eclipsada por el
recuerdo y la probabilidad de ser atropellados por un coche
mientras cruzamos la Gran Vía se dispara. Parecería que nos
ha abducido un extraterrestre. Andaríamos absortos y con la
mirada perdida. Además, la idea se volvería todavía más
inviable si la teletransportamos a la época de nuestros
antepasados. Mientras un grupo de Homo sapiens sapiens
recuerda el festín de hace unos meses cocinando un
mamut, se convierten en carne de cañón para cualquier
depredador durante las próximas horas. Su atención está
puesta en el recuerdo, en cada detalle registrado en la
memoria, y otro mamut podría aprovechar la coyuntura
para tomarse la revancha.
Existen personas capaces de dibujar con precisión
milimétrica la panorámica de una ciudad tras observarla
durante veinte minutos. Esta habilidad no solo está
reservada a Dustin Hoffman en la película Rain Man, sino
que es el caso real de Stephen Wiltshire, un autista con el
síndrome del sabio capaz de «fotografiar» con la mente una
ciudad y dibujarla posteriormente sin levantar la vista del
papel[31]. Recientemente hemos podido estudiar el caso de
una mujer estadounidense conocida por la literatura
científica como J. P. capaz de recordar con sumo detalle
cada acontecimiento de su vida desde los catorce años. Jill
puede volver a escuchar conversaciones con su marido de
cuando eran novios sin despeinarse, recordar la lista de la
compra de un día cualquiera de hace quince años o
acordarse del día que Magic Johnson anunció a los medios
de comunicación que era portador del virus del sida (el 7 de
noviembre de 1991). Una contrincante imbatible en el Trivial
sin lugar a dudas. Aunque pueda parecer un don (nuestros
argumentos tendrían siempre la razón, algo que deseamos
por encima de todas las cosas con nuestra pareja o
podríamos usarlo para ganar el bote del Pasapalabra), J. P.
padece fuertes depresiones dado que su cerebro se
encuentra con muchas dificultades a la hora de construir un
presente apetecible.
El cerebro de personas como Jill, a la luz de los escáneres
cerebrales, no es más especial que el de una persona con
memoria olvidadiza y creativa como la nuestra. Aunque
presentan ligeras diferencias en la actividad de nueve
regiones cerebrales, ninguna de ellas ha conseguido
explicar en qué se basa la supermemoria (de momento)[32].
De un modo u otro, Daniel Offer y otros muchos
investigadores hemos llegado a la conclusión de que el
verdadero sentido de la memoria no es recordar fielmente la
realidad. Dado que los seres humanos somos capaces
biológica y neuronalmente de disponer de una memoria casi
perfecta, como demuestra el caso de personas como Jill,
llegamos a la conclusión de que la supermemoria no es la
opción más apta para el Homo honestus, y simplemente por
eso no ha sido elegida por la selección natural. La
posibilidad de tener una memoria de elefante está ahí pero,
de algún modo, no es la mejor opción para cumplir nuestro
propósito en el proceso de la vida, algo que puede resultar
extraño desde una visión lineal.
Una interpretación de la realidad tratando
de entenderse a sí misma
La presión evolutiva empuja al cerebro a hacer un
resumen de las experiencias que vivimos. Es lo más
conveniente. Ahora bien, la cuestión es cuánto debemos
resumir una experiencia a la hora de convertirla en un
recuerdo. ¿Qué nos hace falta para averiguarlo? Un
experimento. Vamos a citar al mayor número de personas
sanas en nuestro laboratorio y a pedirles que traigan
consigo la agenda. La metodología es sencilla:
seleccionamos un evento del participante (de hace seis
meses), le pedimos que comparta su recuerdo de ese día
completo con el máximo nivel de detalle posible y ponemos
el cronómetro en marcha. Descartaremos cualquier
acontecimiento personal para evitar que los participantes
escondan información privada y se vea afectada la duración
del recuerdo. Repetimos el mismo proceso con el mayor
número de días y con el mayor número de participantes
posible.
Con los resultados en la mano veremos rápidamente un
patrón: el recuerdo de un día completo tiene una duración
media aproximada de veinte segundos. Los resultados
insinúan que el cerebro de una persona que pasa despierta
una media de dieciséis horas al día, resume estos 57.600
segundos en veinte. Pasando estas cifras a porcentajes
podemos hacernos una idea de cuánto condensa el cerebro
una experiencia al ser almacenada en la memoria. Como
podemos observar con nuestros propios ojos, la criba de
información es brutal. Un recuerdo acerca de un día normal
de nuestra vida representa el 0,0034% de la experiencia
real[33]. Además, para más inri, las personas no tenemos la
capacidad de recordar aquello que vemos, oímos o
sentimos, sino aquello que creemos ver, escuchar o sentir.
Esto ocurre porque el recuerdo se forma desde nuestra
interpretación de la realidad y no desde la realidad
directamente.
Aclarado esto, sabemos que en el mejor de los casos la
experiencia del día que fuimos al cine a ver el estreno de las
Wachowski quedará resumida en veinte segundos seis
meses después de la proyección. Estamos empezando a
entrever cómo funciona la memoria. Dado que
anteriormente hemos hablado en términos de información y
realidad, sería interesante retomar el enfoque y volver a
mirar el asunto desde la misma perspectiva. Abrochémonos
el cinturón. Buscamos la respuesta a la pregunta: ¿cuánta
información de la escena real queda en un recuerdo con seis
meses de vida? Asumiendo cuánto se resume la experiencia
de un día completo pasados seis meses (nos quedamos con
un 0,0034% de información) y la cantidad de información
del entorno que llega a la consciencia (0,5%), un recuerdo
contiene menos del 0,1% de toda la información existente
en la realidad. El 99,9% de los datos los hemos perdido o
modificado por el camino. En la práctica, el recuerdo que
guarda el motivo por el cual hemos cambiado de trabajo o
el recuerdo de nuestro viaje al Caribe ha dejado el 99,9% de
la realidad de lado. Puede que darse cuenta de esto
ocasione un auténtico cortocircuito en nuestro mundo, pero
este shock es inevitable y necesario. Las personas somos
una percepción de la realidad tratando de comprender la
realidad, es decir, una interpretación de la realidad tratando
de entenderse a sí misma.
Lluvia de estrellas y el cambio de look
Hemos visto a los sentidos dejar de lado el 99,5% de la
información existente en una situación de vida, a los
recuerdos cambiar con el tiempo y a la memoria hacer un
resumen sin miramientos, pero todavía no hemos dicho ni
pío de las estrategias del organismo para modificar
recuerdos. ¿Cómo son estos cambios y con qué criterio se
llevan a cabo? Volvamos al hipocampo. Además de ser
meticulosamente seleccionados, todos y cada uno de los
candidatos a recuerdos asisten a un cursillo de formación
antes de incorporarse al puesto de trabajo y entrar a formar
parte de la memoria a largo plazo. No hay excepciones. Es
así como el cerebro controla que ninguna manzana podrida
entre en sus filas y asegura que los futuros recuerdos sean
coherentes con la visión de vida de cada persona. A decir
verdad, la memoria hace con una experiencia exactamente
lo mismo que el equipo de maquillaje, peluquería y
vestuario hacía con los concursantes en Lluvia de estrellas.
En el programa televisivo, los participantes debían imitar
tanto la voz como la imagen de un famoso. Bertín Osborne
presentaba a los concursantes vestidos de calle y los hacía
pasar por una puerta repleta de humo. Poco después, salían
totalmente transformados entre aplausos del público. Lo
mismo ocurre con todas las experiencias de vida. Se
someten a un cambio de look siguiendo una lógica muy
simple: o cambia el cerebro o cambia el recuerdo, o sea, o
el recuerdo modifica físicamente las estructuras neuronales
para adaptar el cerebro a una nueva experiencia de vida, o
las estructuras neuronales modifican el recuerdo para
adaptarlo a nuestra forma actual de ver el mundo. Las dos
realidades no pueden coexistir.
Al final el hipocampo se las termina arreglando para
transformar las experiencias vividas antes de ser
convertidas en recuerdos y mantener la coherencia en
nuestro mundo, evitando así que todo cuanto hemos
construido se desmorone. ¿Y qué quiere decir «mantener la
coherencia»? Cualquier cambio de look debe hacernos
sentir que las experiencias corroboran nuestra forma de ver
el mundo. Por ejemplo, el cerebro de una persona que ve un
mundo injusto debe interpretar las nuevas experiencias de
tal manera que siga viendo un mundo injusto, de lo
contrario corre el peligro de entrar en un sinsentido, y esa
persona difícilmente gozará de un presente apetecible. Por
lo tanto, el cerebro no registra en la memoria lo ocurrido,
sino aquello que esperamos que ocurra. El resultado es
completamente diferente. Aun cuando las estrategias para
modificar un recuerdo pueden ser muy diversas, todas ellas
tienen muy en cuenta nuestras expectativas, hasta tal
punto que cualquier material registrado en la memoria a
largo plazo será coherente con nuestros planes de futuro.
Por eso, cuando Daniel Offer rebuscó en la memoria de los
participantes de su estudio cuando tenían catorce y
cuarenta y ocho años, encontró que sus cerebros habían
modificado los recuerdos acerca de su relación familiar o
sus tendencias políticas. Sus planes de futuro habían
cambiado con los años y sus cerebros trataron por todos los
medios de mantener la coherencia entre el pasado y sus
objetivos futuros para ofrecer un presente coherente.
En una situación de vida cualquiera el hipocampo, con la
inestimable ayuda de la corteza cerebral, selecciona de
aquello que vemos, sentimos o escuchamos las cosas que
ayudan a reafirmar nuestra forma de ver el mundo. ¿Y si no
existe? Pues se lo inventa. Sigue la misma estrategia que
con el nervio óptico o con la estabilización de la imagen
visual. Esta invención pasa por reinterpretar la situación de
vida de tal manera que sea coherente con nuestros planes
de futuro, proyectando nuestros pensamientos y emociones
sobre los demás, haciendo que parezca lógico y razonable.
El buen presente tiene un alto precio. Sin duda, el pato lo
paga la objetividad, y el resultado es una imagen mental
hecha a medida de nuestro mundo particular que sustituye
la realidad y es coherente con nuestros objetivos
personales. Estos mismos mecanismos, como veremos en el
siguiente capítulo, darán vida a los pensamientos.
Las estrategias más peculiares para modificar
experiencias se basan en atribuir a los demás nuestros
propios pensamientos y sentimientos, en censurar o,
directamente, hacer desaparecer acontecimientos dolorosos
y conservar muchos más detalles positivos que negativos o
neutros.[RF70] Para que nos entendamos, si pensamos que
nuestro jefe es un imbécil nuestro cerebro va a tratar de
reafirmar esa creencia para que todo tenga sentido, y cada
acción que nuestro superior lleve a cabo será interpretada
por el organismo de manera tal que reafirme nuestra idea
«mi jefe es un imbécil». Todo aquello que sintamos deja
automáticamente de proceder de la experiencia y nace de
nuestra interpretación de la situación. Esa interpretación se
convierte en la imagen mental que usaremos para
relacionarnos con nuestro jefe una y otra vez,
completamente ciegos a la realidad. El mismo mecanismo lo
usamos con todas las personas, lugares, animales o cosas
que conocemos.
El quid de la cuestión es darse cuenta de que estamos
viendo el mundo a través del filtro de una imagen mental y,
aunque tengamos la sensación de tener razón, no hay
pruebas irrefutables de que nuestro jefe sea realmente un
idiota. Tener razón es una sensación generada por los
mecanismos de defensa de cada persona. Darse cuenta de
esto es doloroso porque nos deja en paños menores, pero al
mismo tiempo es liberador dado que señala al origen de
todos nuestros problemas. Este conjunto de mecanismos
neuronales de defensa que manipulan nuestra percepción
de la realidad y dan lugar a nuestra interpretación particular
de las cosas, es también conocido como ego. Ahora
podemos ver con claridad el juego, y la estrecha relación
que guarda con nuestros planes futuros.
Pese a que dedicaremos la última etapa de nuestro viaje
a la felicidad, el contexto es ideal para empezar a hablar del
tema. Existe un mecanismo de defensa estrella que consiste
en alterar las experiencias vividas para recordarlas más
felices de lo que realmente fueron. ¿Y para qué gasta
energía un organismo en hacer esto? Esta estrategia
presupone que recordar un pasado feliz aumenta la
esperanza de alcanzar un futuro feliz, dando lugar a una
imagen mental feliz de la vida, la cual representa el gran
filtro que todas las personas llevamos puesto. Nuestra
felicidad pasa a depender en exclusiva de esa imagen feliz.
Puede que en algún momento nos hayamos llevado las
manos a la nariz en busca de las gafas a través de las
cuales creemos ver el mundo y no hayamos encontrado
nada. Ante la falta de pruebas, nos hemos visto obligados a
creer en nuestras percepciones e interpretaciones de la
realidad. ¡Es lógico! El motivo es que el cerebro usa lentes
de contacto.
Comprendiendo cómo funcionan los mecanismos de
defensa, nos damos cuenta de que no son infalibles. Todos
hemos vivido en algún momento de nuestra vida una
pérdida de coherencia del presente. En situaciones donde
nada tiene sentido, extremadamente intensas y dolorosas,
el hipocampo puede perder esta capacidad de hacer felices
los recuerdos, poniendo en jaque al buen presente.
Sabemos que el estrés prolongado hace que entre en
escena el cortisol, una hormona con la capacidad de
desconectar al hipocampo pudiendo, incluso, llegar a
dañarlo. Cuando esto ocurre, de repente las personas
dejamos de ver un mundo con sentido y aparece la
incomprensión, nos cuesta encontrar nuestro lugar en la
sociedad, nos sentimos perdidos, confusos, solos. Perdemos
la coherencia y, con ella, el sentido de vivir. Todos los
mecanismos de defensa van fallando uno tras otro hasta
producirse un fallo total. El mundo no tiene ni pies ni
cabeza. Hemos descubierto el pastel.
Tendiendo a cero
A cada letra, a cada idea, a cada página de este libro le
esperan dos destinos posibles: o bien el cerebro altera su
información para hacerla coherente con nuestra forma
actual de ver la vida o bien permitimos que estas páginas
cambien la anatomía cerebral y nuestra forma de ver el
mundo se transforme por completo. Hasta ahora, hemos
hablado largo y tendido de lo que ocurre cuando el cerebro
modifica las experiencias para preservar el buen presente, y
cómo los mecanismos de defensa disimulan inventando
excusas «lógicas» para oponerse a la transformación, pero
no hemos dicho nada de cómo y cuándo se producen estos
fogonazos neuronales que dan un giro de ciento ochenta
grados a nuestro mundo. Pese a que estas experiencias
reveladoras surgen a menudo en medio de etapas intensas
y dolorosas donde los mecanismos de defensa han caído, no
hay un patrón definido y en cada persona se manifiesta de
forma diferente. La buena noticia es que existen factores
comunes. Las experiencias reveladoras surgen siempre
cuando bajamos los brazos y dejamos de buscar, en el
preciso momento en que estamos más desapegados tanto
de nuestro pasado como de nuestras expectativas futuras.
Esta revelación está patrocinada por los sistemas
neuronales involuntarios y sientan sus bases en la
confianza.
Gracias a la neuroimagen podemos saber que las áreas
cerebrales empleadas por los recuerdos (corteza
dorsolateral prefrontal e hipocampo) son las mismas que
dan lugar a nuestras expectativas, las mismas que
proyectan el futuro[34]. Por este motivo, cuando eliminamos
las expectativas, el cerebro deja de alterar los recuerdos y
buscar coherencia, porque no existe una proyección futura
que satisfacer. Sin expectativas, la memoria se queda sin
una referencia para manipular recuerdos y pasa a ser un
gasto de energía inútil, algo sin sentido que cae por su
propio peso. ¿Significa esto que no debemos marcarnos
objetivos? ¿Acaso debemos dejar de querer superarnos, ser
mejores personas o mejorar nuestra calidad de vida? ¡No!
De hecho, un objetivo puede llegar a ser un estímulo muy
positivo que nos abra las puertas del cerebro universal.
Significa, ni más ni menos, que debemos dejar de tomar
decisiones de vida basándonos en recuerdos o proyecciones
futuras. Definimos objetivos y generamos recuerdos, pero
nuestra vida no gira en torno a ellos. Esto reduce al mínimo
las expectativas y aumenta la confianza en la vida, algo
fundamental para la felicidad.
El futuro no existe para el cerebro, es una proyección del
pasado, y el pasado es a su vez una proyección
distorsionada del presente. Si el pasado contiene un 0,1%
de la verdad, ¿cuánta realidad puede tener el futuro si es
una proyección del pasado? ¡Este trabalenguas tiende a
cero! Cuando se habla de memoria o proyecciones futuras,
la realidad tiende a cero. A nivel práctico, esto quiere decir
que no tiene sentido tomar una decisión de vida
basándonos en el pasado o en el futuro, o lo que es lo
mismo, no tiene sentido tomar decisiones fundamentadas
en recuerdos y proyecciones. «¡Voy a aceptar esta oferta de
trabajo porque seré más feliz!», «encontraré pareja si
adelgazo unos kilos» o «no soporto a mi hermano por cómo
se comportó durante los papeleos de la herencia».
¿Honestamente? Cualquier decisión que tomemos a partir
de la memoria o desde los sistemas cerebrales de
proyección pondrá delante de nuestros ojos una imagen
mental y la realidad se verá filtrada.
Observa cómo los mecanismos de defensa saltan a las
primeras de cambio. «Es lógico que si acepto el trabajo que
siempre he soñado sea más feliz, o que si adelgazo
encuentre novio más rápido porque gustaré más a los
demás.» Los sistemas de defensa siempre quieren tener
razón y se presentan de manera lógica, pero no por ello
dejan de ser un mecanismo de defensa. Sabemos que está
activa una estrategia de protección cuando no asumimos
nuestra ignorancia, cuando creemos saber basándonos en
el pasado o en el futuro. Ningún mecanismo de defensa nos
va a proporcionar aquello que buscamos, como mucho
puede ofrecernos la sensación de que todo tiene cierto
sentido. Este es el origen del sufrimiento cotidiano, y es
proporcional a la diferencia entre una imagen mental y el
momento presente.
La clave está en seguir una lógica no lineal similar a la
que rige la vida. En el día a día, podemos aplicar la regla de
las veinticuatro horas (a partir de las veinticuatro horas nos
alejamos del presente cercano y entramos en el terreno del
futuro, donde la probabilidad de fallo se dispara) y recuperar
nuestra condición de Homo honestus. La honestidad es la
pértiga que nos permite saltar los mecanismos de defensa
de la percepción que modifican los recuerdos en base a
expectativas futuras, la honestidad es la única forma de
quitarnos las lentillas y mirar al mundo sin una imagen
mental que filtre la realidad.
Entonces, ¿debemos poner en entredicho y demostrar
que todos los recuerdos o proyecciones que tengamos están
equivocados? No. Si tratamos de hacer eso probablemente
acabaremos en un psiquiátrico. Pondremos en entredicho
los recuerdos y nuestros planes de futuro, sí, pero lo
haremos de una forma muy elegante: aprendiendo a ver la
imagen mental que hay detrás de cada experiencia de vida
que nos genere emociones intensas. Hacer esto es
reconocer abiertamente que somos conscientes de cómo
funciona nuestro organismo, es dar la bienvenida a la
honestidad y supone el único camino viable para vivir una
vida sin filtros. Siempre que creamos saber o nos
descubramos teniendo la razón, tenemos la oportunidad de
detectar que está en marcha un mecanismo de defensa y
podemos descubrir que no hay de qué defenderse.
De vuelta a la vida
Llegados a este punto es normal sentir confusión, incluso
puede que no recordemos con claridad este capítulo dentro
de pocos minutos. Todo va bien. Todo lo que hemos visto
aquí confronta directamente nuestro sistema de defensa,
nuestra percepción de la realidad y nuestro mundo,
empujando al cerebro a perder la cordura que tanto se
esfuerza en mantener. Esta «amenaza» activa los
mecanismos de defensa de la realidad, los cuales tratarán
por todos los medios de «arreglar» este desaguisado, dando
lugar a una ligera confusión y desconcierto[35]. Muy
probablemente, los mecanismos de defensa fuercen al
cerebro a olvidar gran parte de lo aprendido a lo largo de
este capítulo y de este libro, para evitar que la anatomía
cerebral se vea afectada. Entonces debemos volver a los
brazos de la honestidad.
Si seguimos este camino, nos daremos cuenta de que
estos mecanismos solo pueden generar la sensación de
retrasar ligeramente lo inevitable, pero es inevitable igual.
¿Y qué significa volver a los brazos de la honestidad?
Significa tomar conciencia de cómo funciona nuestra mente
y nuestro organismo usando nuestras propias experiencias
cotidianas. No se trata de un ejercicio intelectual, de releer,
cursar un máster y memorizar lo que pone en este libro. No
sirve de nada. Una vez que este material caiga en manos de
la memoria, nuestros mecanismos de defensa podrán
modificarlo a placer y nos veremos envueltos en una batalla
intelectual. Ahí entra en escena la impotencia y el
sufrimiento. Solo viendo reflejado en nuestro día a día todo
lo que hemos descubierto en nuestro viaje, solo volviendo a
descubrirlo por nosotros mismos, podremos transformar
realmente el mundo que vemos. Compañero, esto es la
vida: un descubrimiento protagonizado por nosotros
mismos. ¡Bienvenido!
El séptimo sentido y la mujer de la
limpieza
Antes de aprender cómo construye el organismo los
pensamientos y con qué fin, vamos a tomar conciencia del
papel fundamental del sueño en nuestra vida. Las
entrevistas y procesos de selección de las experiencias
candidatas a recuerdos dirigidos por el hipocampo tienen
lugar mientras dormimos[RF71]. Este proceso es conocido
como consolidación de la memoria y engloba todas las
acciones necesarias para convertir una experiencia en
recuerdo. Durante el día, el organismo va seleccionando los
primeros candidatos a recuerdos, pero las entrevistas
personales, los resúmenes y los cursillos de formación se
realizan cuando nos vamos a dormir. Mientras estamos
despiertos percibimos la realidad usando los cinco sentidos
habituales, el sexto sentido que conforma la sensación de
bienestar interna y el séptimo sentido: la memoria. Las
experiencias se llenan de cadenas de imágenes mentales
que modifican la respuesta de los órganos sensoriales y la
percepción de la realidad, alterando el flujo de información
que llega a la ventana del presente.
Una vez terminado el día, el sol se esconde y vamos a la
cama. El organismo cierra el grifo de los sentidos a cal y
canto, mientras el cerebro desconecta el sistema de
movimiento para evitar que nuestra pareja reciba un sopapo
mientras soñamos que tratamos de huir de una piedra
gigante después de haber visto durante la cena a Indiana
Jones. La consciencia desaparece. Durante el sueño, la
percepción de la realidad se genera prácticamente con el
contenido de la memoria y los nuevos candidatos a
recuerdo. El escenario es perfecto para conectar memorias
nuevas con antiguas, crear nuevas asociaciones entre
imágenes, olores, sabores o emociones, y modificar
experiencias vividas en base a nuestros planes de futuro.
Todo apunta a que los sueños son la forma en que las
personas presenciamos el resumen, las asociaciones y el
cambio de look al que cada experiencia de vida es sometida
por el hipocampo a la hora de convertirse en recuerdo. Es
por eso que, si hemos visto Indiana Jones mientras
cenábamos, puede que esa noche el proceso de
consolidación de la memoria mezcle recuerdos existentes
con piedras gigantes o templos malditos, creando el mundo
onírico de los sueños.
Mientras dormimos, el organismo no se desconecta sino
que empieza a funcionar de una forma completamente
diferente. Descansar no es dejar de hacer, sino funcionar de
una manera distinta a la habitual. La vida nunca descansa.
Para hacernos una idea, los procesos químicos que se llevan
a cabo en el organismo (lo que nos gusta llamar actividad
metabólica) cambian durante la noche y su actividad global
solo se reduce un 5-10% comparado a cuando estamos
despiertos. Durante las horas de sueño el objetivo del
cerebro se centra en consolidar la memoria y en hacer
coherentes esos nuevos recuerdos con nuestras
expectativas futuras. Además viene la mujer de la limpieza.
De la misma forma que ocurre en una oficina, fregamos y
quitamos el polvo en el momento de menos actividad. Es
una cuestión de comodidad y eficiencia.
El cerebro genera más de dos mil cuatrocientos gramos
de basura compuesta por proteínas muertas que han sido
sustituidas por otras nuevas en el período de un año, una
cifra sorprendente si tenemos en cuenta que nuestro
cerebro pesa mil cuatrocientos gramos de media. El
problema viene cuando estas proteínas pasan mucho
tiempo dentro del organismo, porque terminan
convirtiéndose en toxinas y pueden causar estragos, por lo
que debemos evacuarlas lo más pronto posible. La mujer de
la limpieza necesita aproximadamente tres horas para
dejarnos como los chorros del oro, período que el organismo
aprovecha para realizar paralelamente tareas de
mantenimiento. Todo este tinglado fue descubierto en el
2012, cuando nos dimos cuenta de que el cerebro posee un
sistema de canales específicos que sirven para transportar
residuos hasta el exterior del cuerpo, el cual bautizamos
como sistema glinfático.
8
CONSTRUYENDO PENSAMIENTOS
La película de la vida
Miremos atentamente la siguiente imagen:
Los circuitos de la atención han escaneado la imagen
anterior de izquierda a derecha si vivimos en occidente, de
arriba abajo si nacimos en oriente o de derecha a izquierda
si somos hebreos; una costumbre heredada de la escritura.
Nada más llegar la información al cerebro comienza la lluvia
de opiniones. Unos ven a un hombrecillo disfrutando de un
refrescante baño en la playa mientras que para otros está
en peligro y necesita la ayuda de David Hasselhoff. ¿De qué
depende pensar una cosa u otra? A la hora de generar un
pensamiento, influyen principalmente cuatro aspectos: la
genética, las experiencias pasadas, las proyecciones futuras
y las condiciones presentes. Imagina que anoche vimos
Tiburón en la tele o que estamos estudiando para ser
socorrista. Estas experiencias aumentan sustancialmente la
probabilidad de interpretar que nuestro amigo está en
problemas. En cambio, si nos encontramos en una tumbona
de playa mientras leemos este libro, probablemente nuestro
cerebro pensará que está tomando un refrescante baño y
disfrutando a lo loco de las vacaciones. Vivimos con el
manos libres cerebral siempre activado. Hasta que termine
el capítulo, el reto consiste en tomar conciencia de las
historias que nos cuenta el cerebro, de sus mecanismos de
actuación, y para ello es muy importante no tratar de
cambiarlos, de lo contrario perdemos la oportunidad de
aprender. Volvamos a ojear la imagen anterior y sigamos la
línea discontinua, prestando especial atención a las historias
que nos cuenta el cerebro. Tomémonos el tiempo necesario
(no tardarán en aparecer).
Tras un fugaz análisis, vemos a un hombre desorientado
que va en dirección contraria. Algo curioso ha pasado
desapercibido. Para proponer un nuevo pensamiento el
cerebro ha olvidado por completo el pensamiento anterior
(el hombrecillo del mar), así que solo puede plantear una
historia en cada momento. La pregunta del millón es: ¿y
cómo sabe en base a qué tiene que montar la nueva
historia? El cerebro dispone de una herramienta que nos
permite seleccionar el foco del pensamiento, la atención.
Esto confirma nuestras sospechas: pensar es un acto
voluntario e involuntario al mismo tiempo. Aunque no lo
parezca, estamos frente a un gran descubrimiento. Puede
que no podamos elegir qué pensar, cierto, pero sí podemos
elegir acerca de qué pensar.
Por ponerle ojos y boca: suponer que el muñeco se está
bañando en el agua o ahogando, que el hombrecillo pasea
desorientado o se rasca la cabeza, es cosa del cerebro. Por
lo tanto, no tiene sentido que nos sintamos bien o mal por
aquello que pensamos ya que es producto de una acción
involuntaria. Sin embargo, decidir si queremos creernos ese
pensamiento o pasar a otra cosa es algo personal, algo
completamente voluntario, y depende únicamente de
nosotros mismos porque no existe ningún mecanismo
neuronal que nos guíe a la hora de decidir si queremos
prestar atención al hombrecillo del mar o al despistado.
Tomar conciencia de cómo somos y cómo funciona nuestro
organismo nos hace libres, y la libertad es imprescindible
para experimentar la felicidad.
Tratemos ahora de montar una historia conjunta entre el
hombrecillo del mar y el despistado. Debido a las
características de la atención, fijarnos en dos cosas al
mismo tiempo es algo complicado. ¿Verdad? La mejor
opción consiste en inventar una historia individual y luego
dar forma a una conjunta. El proceso sería algo así:
ponemos la atención en el hombrecillo del mar, esperamos
unos pocos milisegundos a que el cerebro cree una historia.
En ella, las redes neuronales han fabricado una imagen
mental asociando una idea a una persona, lugar, animal o
cosa. «Hombre aprendiendo a nadar.» Houston, tenemos
historia. A continuación desviamos la atención al segundo
elemento y esperamos. «Hombre desorientado.» Una vez
que ambas historias se encuentran en el campo mental en
forma de imágenes, podemos buscar asociaciones,
parecidos, reflexionar sobre ellas y obtener un pensamiento
conjunto con facilidad. Antes no. La acción de reflexionar o
buscar conexiones entre dos pensamientos recibe el nombre
de «razonar» y se lleva a cabo principalmente en la corteza
dorsolateral prefrontal.
Continuando el recorrido por la línea discontinua
encontramos una parejita. De nuevo, cada cerebro
construye sus propios pensamientos atendiendo a eventos
que nos han marcado en el pasado, objetivos futuros y al
momento presente. Pensamos «qué monos, seguro que se
acaban de conocer», «no sabes lo que te espera, chaval» o
«él no la quiere tanto como ella» dependiendo de si nos
acabamos de divorciar, estamos solteros o buscamos
pareja. La clave está en darse cuenta de que, por mucho
que nos esforcemos y defendamos nuestros pensamientos a
capa y espada, ninguna historia es más real, más lógica o
tiene más razón que otra. Nuestros pensamientos siempre
parecen coherentes con el mundo que vemos, pero no
tienen por qué ceñirse a la realidad. De hecho, la pareja, el
despistado y el náufrago no existen, son una invención
mental, tinta en un papel puesta ahí por Laura (la
diseñadora) a modo de anzuelo. ¡Este es el quid de la
cuestión! Debemos asumir que cualquier historia propuesta
por el cerebro es una ilusión, una mera interpretación
personal basada en nuestro mundo, la cual hace bullying
constantemente a la realidad. ¿Cuánto? ¡Tenemos cifras!
Un pensamiento es una propuesta neuronal generada por
el módulo intérprete (en el hemisferio izquierdo cerebral)
para vivir una situación de vida que deja el 99,9% de la
realidad de lado. Seamos honestos. Nuestra materia gris ha
convertido dos rectas y un círculo en un hombre (si tiene
forma triangular en mujer), una línea ondulada en agua y
unas rayas discontinuas en un camino sin ni siquiera
pedirnos permiso. Lo ha hecho compulsiva e
inconscientemente. Tomar conciencia de esto es vital para
entender cómo somos. Solamente subestimando el poder
asociativo del cerebro podemos llegar a atribuir nuestros
propios pensamientos a los demás, llegando a asegurar que
«ya sé por dónde me va a salir» o que «está tratando de
hacerme pagar por lo que le hice ayer» (de esto se encarga
la corteza parietal medial y la corteza prefrontal medial).
Siguiendo por estos derroteros, es fácil terminar
confundiendo las historias que nos cuenta el cerebro con la
realidad, pasando desapercibido que cualquier pensamiento
es en un 99,9% falso. Esta es la historia en versión resumida
de cómo una relación de pareja termina convirtiéndose en
una lucha de cerebros, confrontando el objetivo individual
de cada uno.
Las personas vivimos enamoradas de las historias que
nos cuentan los sesos porque creemos que representan la
forma más acertada de ver la realidad. Solemos llamar a
este cóctel «opiniones» y consiste, de nuevo, en asociar
ideas a experiencias, personas, lugares, animales o cosas.
Cada vez que discutimos con nuestra pareja y tratamos de
hacerle «entrar en razón», en realidad estamos intentando
que deje a un lado sus ideas y acepte que nuestra historia
es más acertada y coherente. Básicamente, hacemos esto
porque pensamos que nuestra opinión es mejor que la suya
(aunque nos cueste horrores reconocerlo). Ahora bien, como
ella también está enamorada de las historias que le cuenta
su cerebro, difícilmente accederá. ¿Por qué? Muy simple. El
objetivo del cerebro es ofrecer un presente apetecible, y
cuando un cerebro trata de imponer sus historias a otro, en
cierto modo le está pidiendo que reconozca abiertamente
que su presente no es apetecible, algo muy poco probable.
Este sentimiento de superioridad neuronal conocido como
«orgullo», empuja a las dos personas a una discusión cíclica,
dolorosa y sin sentido. Olvidar que cualquier pensamiento
es en un 99,9% falso, y como consecuencia tratar de
imponer nuestro presente apetecible a los demás, se
traduce en querer tener siempre la razón.
Del dibujo inicial tan solo nos queda el hombrecillo
sentado sobre lo que seguramente el cerebro interpreta
como una meta. La finalidad del monigote es recordarnos la
importancia de la ínsula en nuestro día a día. Por eso mira
hacia nosotros, hacia fuera del papel, porque la ínsula es un
espejo neuronal que nos permite ver el campo mental. ¿El
campo qué? El campo mental. Cuando los físicos o los
ingenieros estudiamos el campo gravitatorio lo hacemos a
partir de sus efectos. En cristiano. Cuando soltamos el libro
y somos testigos de cómo cae al suelo, creemos estar
viendo la gravedad. No es cierto, estamos viendo sus
efectos. La gravedad en sí misma es invisible y la
representamos con una flecha o vector. Ocurre exactamente
lo mismo en el campo mental. Las historias que nos cuenta
el cerebro, la información visual, los sonidos, las emociones
o un dolor de cabeza son los efectos del campo mental,
pero no son la mente. Gracias a ellos interpretamos el
mundo y tomamos consciencia de él[36].
Lato luego existo
Sobra y basta con prestar atención a nuestra forma de
hablar para descubrir que lo nuestro con el cerebro es una
verdadera historia de amor. Tomemos dos pensamientos al
azar: «pienso que eres muy pesado» y «he compuesto el
nuevo éxito del verano». Tras un breve análisis sintáctico,
en ambos casos hemos usado la primera persona del
singular (yo), dando a entender que somos nosotros quienes
pensamos. Esto no es un truco lingüístico. La mayoría de las
personas creemos a pies juntillas que somos nosotros
quienes asociamos las ideas. Sin embargo, quien combina
las imágenes mentales y las ideas, quien piensa, es nuestro
cerebro. Esto puede sonar un poco raro al principio pero
tiene todo el sentido del mundo. Cuando hablamos del
corazón, mejor dicho, de temas cardiacos, usamos la tercera
persona o el pronombre posesivo: «el corazón late a
cincuenta pulsaciones por minuto» o «mi corazón late a cien
pulsaciones por minuto». De un modo u otro, dejamos claro
que no somos nosotros quienes latimos, sino el corazón,
como si fuera una bicicleta o un cuadro de Ikea.
Ahora supongamos que un día nos despertamos por la
mañana y hemos dejado de identificarnos con el cerebro y
sus pensamientos para identificarnos con el corazón y sus
latidos. Estamos convencidos de ser un corazón, vaya. Por
lo tanto, creemos ser nosotros quienes latimos. ¿Cómo sería
entonces nuestra vida? Para empezar, cambiaríamos
automáticamente el «mi corazón late a sesenta pulsaciones
por minuto» por «yo lato a sesenta pulsaciones por minuto».
Hasta aquí nada chocante. Percibir el pulso cardiaco se
convertiría en una prueba irrefutable de nuestra existencia y
prestaríamos atención todo el tiempo a nuestras
pulsaciones. «Lato luego existo», habría dicho el filósofo.
Con un poco de práctica, la sensibilidad para detectar
matices cardiacos se dispararía reestructurando la corteza
somatosensorial, pasaríamos a generar imágenes mentales
asociadas a diferentes tipos de latidos y les otorgaríamos
superpoderes.
Las reglas sociales establecerían códigos básicos de
comportamiento basados en patrones cardiacos. Un pulso
apacible significa que la persona que tenemos delante nos
cae bien. En cambio, si las revoluciones aumentan pasaría a
ser non grata, o tendríamos la sensación de estar frente al
amor de nuestra vida si tenemos palpitaciones agitadas e
intensas. Tomaríamos decisiones en función del pulso y
haríamos cola en la oficina de patentes para registrar
patrones cardiacos. El automóvil o el wasap existirían
igualmente, pero en lugar de «me ha mirado mal» diríamos
«me ha latido mal». La moda estaría marcada por el rojo y
seguiríamos comprando libros de autoayuda para modificar
patrones cardiacos porque no nos gusta cómo son o cómo
nos hacen sentir. El cerebro daría protagonismo al ritmo del
corazón frente a la información de los sentidos para generar
los pensamientos y, al mismo tiempo, estos patrones darían
lugar a emociones.
En este contexto, entraría en juego la memoria y las
sensaciones tal cual las conocemos. No sería tan diferente
(de locos). Sin embargo, latir es dilatar y contraer el corazón
contra la pared del pecho, algo que nosotros no hacemos a
voluntad. Por lo tanto, nosotros no latimos y no tiene
sentido tratar de cambiar nada. Latir es un acto involuntario
que percibimos a través de los sentidos, es un efecto del
corazón. Lo mismo ocurre con los pensamientos. Nosotros
no asociamos las ideas a cosas, gestionamos la memoria o
los mecanismos de defensa de la percepción de la realidad.
Es nuestro organismo.
Introducción a la botánica mental
El cerebro es un agricultor con mono azul y sombrero de
paja que se dedica a sembrar pensamientos, emociones y
sensaciones en el campo mental. Las personas, por otro
lado, recolectamos esos pensamientos y emociones para
hacernos una idea del mundo y de quiénes somos. Todo
funciona de la misma forma que cuando miramos el paisaje
desde la ventana de un tren. Tal y como hemos descubierto
con los monigotes de Laura, la atención únicamente puede
estar en un solo punto cada vez; es imposible ver el árbol
que bordea la orilla de las vías y al mismo tiempo la casa
que hay en lo alto de la montaña.
Tampoco somos conscientes de lo que se cuece bajo
tierra. Vivimos ajenos a la micorriza (la internet de hongos),
a las señales de peligro enviadas por las plantas avisando
de la llegada de un depredador o a los millones de
organismos microscópicos que dan vida al subsuelo.
A nivel neuronal ocurre algo muy parecido. Los árboles
que vemos en la superficie del campo mental son
agrupaciones de pensamientos relacionados entre sí por
una serie de imágenes mentales comunes. Esos
pensamientos pueden ser más o menos complejos,
pudiendo convivir en un mismo árbol pensamientos flor,
hoja, rama y pensamientos raíz. Los tres primeros se
encuentran en la superficie, en la parte visible del campo
mental, mientras que los pensamientos raíz viven bajo
tierra, en el mundo inconsciente, y no podemos verlos.
Vamos, que los pensamos pero no somos conscientes de
que los estamos pensando.
Volviendo al mundo real, ese donde nos tiramos pedos y
consumimos papel higiénico, surge la necesidad de una
regla práctica, algo sencillo, que nos permita recordar que
un pensamiento es solo una opción y no un hecho. La regla
de la propuesta dice: «Un pensamiento es una propuesta
del cerebro para vivir una situación de vida». Usarlo o no es
una decisión personal. Cuando tratamos de poner en
práctica cualquiera de las reglas que hemos ido
descubriendo a lo largo de nuestro viaje, es frecuente que
los mecanismos de defensa del buen presente salten como
locos y surjan pensamientos del tipo «esto es muy difícil»,
«vaya gilipollez» o «no funcionará». Esos pensamientos
también son propuestas. La pregunta es: ¿quiero que esta
propuesta forme parte de mi realidad?
Aplicar con frecuencia una regla hace que la información
contenida en ella se transfiera a los ganglios básales y tome
forma de imagen mental. A partir de ese momento, la
información contenida en la regla se ha infiltrado en el
campo mental. Los pensamientos vienen y van, nacen y
caen, distrayéndonos constantemente e impidiendo que
podamos ver el bosque. Una regla es un jardinero experto
capaz de podar un árbol y dejar al descubierto su
pensamiento raíz. ¿Tenemos que hacer algo al respecto? De
nuestra parte requiere práctica, confianza y honestidad. A
nivel neuronal necesitamos exactamente lo mismo que
cuando estudiamos inglés o aprendemos a tocar la guitarra.
Nada más.
Heider y el triángulo camorrista
La necesidad de poner en práctica la regla de la
propuesta lo antes posible quedó en evidencia durante una
conferencia en Barcelona. Antes de continuar, veamos
juntos un pequeño cortometraje de animación. La idea es
observar con atención y tratar de descubrir qué está
pasando realmente en el video[37].
Comparto un frame del estudio original de Heider-Simmel por si os da
pereza ir a www.daviddelrosario.com. hacer clic en «media», «vídeos» y
vivir en vuestras carnes el experimento (altamente recomendable).
Esta animación está basada en un estudio realizado por
los psicólogos Heider y Simmel en la década de los 40[RF72].
Por si no hemos podido acceder a ella, describiremos por
encima sus fotogramas y daremos una posible
interpretación. La composición es sencilla: un par de
triángulos, un círculo y cinco líneas. Durante el
cortometraje, las figuras interactúan entre sí, en un mundo
plano de blancos y negros limitado por la resolución de la
pantalla o proyector. A continuación, con algo de sal y
pimienta, una transcripción de la historia contada por mi
cerebro en manos libres mientras veíamos el cortometraje
durante la citada conferencia. «Ahí vemos un triángulo. Otro
triángulo más pequeño y una bolita. Esas cinco líneas son
una casa con su puerta. Todo está tranquilo, esos dos… ¿Se
están peleando?… ¡Un momento!
Aquí pasa algo raro… ¡Los dos triángulos son hombres
peleándose por una bolita mujer! El triángulo grande se ha
pasado unas cuantas horas en el gimnasio y se está
aprovechando de su físico. ¡¿La está acosando?!… ¿Cómo?
Ahora parece que el triángulo pequeño y la mujer están
discutiendo. ¡No entiendo nada! ¿Acaso la bolita está siendo
retenida por el triángulo más pequeño contra su voluntad?
¡Eso es! ¡He estado confundido desde el principio! ¡El malo
de la película es en realidad el triángulo más chico y el
forzudo está tratando de liberarla!»
Lo nuestro con los pensamientos es algo patológico. A mi
cerebro no le importó lo más mínimo que aquella sala de
conferencias estuviera repleta hasta la bandera. De hecho,
irremediablemente, en cada butaca se había rodado una
película distinta. Los cerebros tienden a humanizar todo lo
que ven, atribuyendo capacidades humanas a cualquier
cosa, sin importar que se trate de un triángulo, un círculo o
una recta. El cerebro da por supuesto que los objetos hacen
cosas de humano e inventa motivos humanos para
justificarse. Estamos tan convencidos de que las cosas que
pensamos provienen del exterior, de los triángulos y las
personas, que defendemos estas historias con uñas y
dientes. Sin embargo, esto no tiene sentido porque si la
historia proviniese del triángulo o del círculo, todas las
personas de aquella sala de conferencias deberíamos haber
pensado lo mismo al ver la animación; y no fue así. Las
historias nacen y mueren siempre en el cerebro. Cada
sistema nervioso interpreta, asocia y da sentido a aquello
que ve de manera individual, moldeando nuestro punto de
vista sin importar que se trate de una persona o de la pata
de una silla. Cualquier punto de vista también es una
propuesta y, como tal, ninguna historia que pueda surgir de
un cerebro (ni siquiera si proviene de los sesos de Einstein o
Hawking) es más acertada que otra. De hecho, todas son en
un 99,9% falsas.
El efecto de los seguidores y la sensación
de «saber»
Uno de los mecanismos de defensa del buen presente
más asombroso es el efecto de los seguidores. El módulo
intérprete de cada persona plantea una historia coherente
con su pasado, con su futuro, con su biología y su presente,
y se lanza a la busca y captura de cerebros que vean el
mundo como él. Así podrá dar más credibilidad a sus
historias. Sin embargo, esto es absurdo porque por muchos
seguidores que tenga, la naturaleza de un pensamiento
sigue siendo la misma y esa historia será en un 99,9% falsa
tenga cincuenta millones de seguidores o solo cuente con
su abuela. Es solo una ilusión más. Ahora bien, los sistemas
de defensa consiguen sembrar la duda, y esa duda impulsa
a hombres y mujeres con pensamientos afines a asociarse,
formando estructuras sociales. Un pensamiento es una
posibilidad, no una realidad. Y lo más importante: no están
diseñados para dirigir una vida. Una vida dirigida por una
posibilidad se convierte en una lista interminable de
problemas por resolver y hace de la felicidad algo puntual,
donde la suerte es la mano que mece la cuna. Si miramos a
nuestro alrededor y vemos a menudo un mundo similar a
este, urge aplicar la regla de la propuesta. Pasar por alto
que un pensamiento es tan solo una posibilidad y no un
hecho, es el origen del sufrimiento para la mayoría de las
personas sanas que tenemos las necesidades básicas
cubiertas.
Al mismo tiempo el cerebro, en su afán por ofrecer un
presente apetecible y coherente, genera una percepción de
la realidad basada en la sensación de «saber» porque eso
nos tranquiliza a corto plazo. Supongamos por un momento
que desactivamos ese mecanismo de defensa que produce
la sensación de saber. Entonces, en cada instante, debemos
empezar de cero. ¿Cuántas personas estamos dispuestas a
aceptar eso? De buenas a primeras, muy pocas. No importa
que veamos la vida como una lista de problemas o que no
seamos plenamente felices. Preferimos argumentar «la
felicidad no existe» o «la vida es así» antes que abrirnos a
aprender. Nos pongamos como nos pongamos, las personas
que más aprenden son las que menos creen saber. Si a este
modus operandi le sumamos la sensación de que los
pensamientos están generados por cosas externas, por un
triángulo, un acontecimiento o una persona, podemos ver
un autorretrato muy realista de los seres humanos actuales.
Creemos que lo que nos hace diferentes son las cosas que
pensamos, pero no es cierto. Lo único que nos diferencia a
unos y otros es el grado de credibilidad que damos a
nuestros pensamientos.
El punto G
Nuestros pensamientos no solo hablan de muñecos o
triángulos, sino también de personas. En menos de lo que
dura un pestañeo, unos cien milisegundos, los sesos son
capaces de hilar una historia acerca de un desconocido.
Usain Bolt es un caracol de jardín comparado con un
cerebro. Durante ese período de tiempo, el giro fusiforme en
el lóbulo temporal (detrás de las orejas) analiza tanto los
cuarenta y tres grupos musculares del rostro humano
capaces de adoptar más de tres mil expresiones diferentes,
como las características anatómicas de la persona
(distancia entre ojos, tamaño de la mandíbula, proporciones
de las orejas, pómulos o la nariz). A continuación, el lóbulo
temporal añade un componente de familiaridad y
coherencia, enmarcando la historia en una coordenada
espacio-tiempo. Por ejemplo, si el portero del edificio tiene
unas mandíbulas anchas y una distancia corta entre ojos, la
mayoría de los cerebros interpretarán que no es de fiar
aunque tenga un corazón que no le cabe en el pecho. Esta
imagen mental inicial es la que usamos para relacionarnos
con el portero (consciente o inconscientemente), y termina
de perfilarse con información procedente del tono de la voz,
el olor corporal, la respiración, el ritmo del corazón o el
grado de similitud[38]. Con el paso del tiempo, y conforme
nos vamos relacionando más con esa persona, la
experiencia moldea los pensamientos y damos la
bienvenida a la memoria y sus peculiaridades. (Por cierto,
cuando nuestra atención va a parar a un triángulo o una
bolita y no a un ser humano, el área cerebral que pone la
guinda al pensamiento se llama corteza visual primaria, la
encargada de líneas y formas).
Todos los engranajes que intervienen en la cadena de
producción de pensamientos ocurren al margen de la
consciencia salvo el resultado. Esta cadena, cómo no, está
supervisada de primera mano por los mecanismos de
defensa de la percepción de la realidad. Si ponemos en
práctica nuestros conocimientos sobre imágenes mentales,
rápidamente llegaremos a la conclusión de que una historia
contada por el cerebro es un 99,9% falsa o, dicho de otra
manera, el pensamiento que hemos tenido acerca del
portero del edificio tiene una probabilidad de acertar del
0,1%. Nunca olvidemos que la prioridad del organismo no es
la verdad o la realidad, sino el buen presente. Darse cuenta
de esto pone nuestra vida patas arriba, porque cambia la
condición del pensamiento; pasa de ser un «hecho» a ser
una simple propuesta para vivir una situación de vida. De
nuevo volvemos a la regla de la propuesta, una regla que
tiene la capacidad de descartar a Descartes. Si la frase del
célebre filósofo «Pienso luego existo» es cierta, entonces los
seres humanos no existimos ya que nosotros no pensamos,
piensa el cerebro, y nosotros somos quienes decidimos usar
(o no) ese pensamiento con ayuda de la atención. Mirando
desde aquí, como mínimo, podemos decir que somos los
directores de la atención.
Ahora bien, en el campo mental no solo encontramos
pensamientos. ¿Qué otras cosas podemos percibir en él?
Para descubrirlo, hagamos un pequeño experimento.
Recordemos una situación al azar. ¿La tenemos? El acto de
recordar es sinónimo de volver a construir un momento
pasado con las estructuras cerebrales que tenemos ahora.
Partiendo de aquí ya no puede ser igual como bien
sabemos. Pero no importa. El objetivo del cerebro no es
preservar la verdad, sino ofrecer un presente apetecible, y
por eso cambia el pasado constantemente para hacerlo
encajar con nuestras creencias actuales. La memoria
episódica reconstruye la sensación de estar en otro lugar, la
memoria semántica se encarga de mantener la coherencia
del recuerdo con el mundo conocido (evita que salga lava
de un grifo o que la piel de nuestro cuñado sea verde
fosforito) y la memoria autobiográfica da coherencia a
nuestra historia personal. ¿Pero de qué está hecho un
recuerdo? Al reconstruir un recuerdo tratamos de reproducir
los pensamientos, las emociones y las sensaciones
corporales de aquel momento. ¡Eureka! Acabamos de
encontrar lo que buscábamos. Los seres humanos nos
relacionamos con el mundo a través del campo mental, y en
él podemos encontrar pensamientos, emociones y
sensaciones corporales. ¡Nunca perdamos de vista esto! A
día de hoy, una persona no es capaz de recordar qué piensa
el vecino del quinto, aquello que ocurrió a doscientos
kilómetros de distancia del lugar donde nos encontramos o
cuál fue la cantidad de radiación ultravioleta de aquel
momento. ¿Por qué? Porque no forma parte del campo
mental.
En la práctica, a un conjunto específico de pensamientos,
emociones y sensaciones corporales solemos llamarlo
experiencia. Estas experiencias forman recuerdos, los
cuales definen nuestra personalidad y nos empujan a
comportarnos de una determinada manera. Por eso el
organismo activa el modo de comportamiento «suegra»
cuando aparece la madre de nuestra pareja, acciona la
palanca que pone «conferencia» cuando estamos en un
auditorio repleto de personas mirándonos con atención, o
hace sonar la voz de los hombres grave como una tuba
cuando nos hace tilín una mujer. Existen tantos «nosotros»,
tantos modos de comportamiento, como combinaciones
diferentes de pensamientos, emociones y sensaciones
corporales podemos llegar a tener. Existen tantas
personalidades como situaciones de vida. Y esto no significa
que seamos falsos o malas personas. Si queremos ser
nosotros mismos, primero debemos aceptar el modo de
funcionar de nuestro organismo. La personalidad es una
adaptación mental del presente hecha de creencias pasadas
e intereses futuros. Sin pasado y futuro, la personalidad
desaparece.
Dado que los pensamientos son propuestas del cerebro
para vivir una situación de vida, y la personalidad está
relacionada con los pensamientos pasados y futuros, la
personalidad también es una propuesta, un punto de
partida para relacionarnos con el mundo y no una
imposición. ¡Un popurrí de pensamientos, sensaciones y
emociones no nos define! La personalidad no nos define, lo
que nos hace diferentes es la decisión individual de usarla o
no. Es decir, el grado de credibilidad que las personas
damos a los pensamientos, a las emociones y a la
personalidad es la única diferencia real que existe entre
nosotros. Todas las personalidades, todos los recuerdos y
todos los pensamientos son falsos en un 99,9%. No es una
cuestión genética o astrológica. Puede que la expresión
genética determine en parte la tendencia natural de sentir o
pensar una cosa y no otra, pero un cromosoma no tiene la
capacidad de influir en la decisión de usar (o no) un
pensamiento para vivir una situación de vida. Nosotros sí.
Este es el punto G, la llave que nos abre las puertas a la
libertad.
De los pensamientos a las emociones
Bajó del avión en el aeropuerto metropolitano de
Columbia y tomó un taxi hasta las instalaciones de la
Universidad del Sur de California. Tras aquella puerta se
encontraba su última esperanza, el neurocientífico Antonio
Damasio. Unos meses atrás, había sido intervenido de un
tumor cerebral y, a pesar de recuperarse con éxito de la
operación, perdió su trabajo como abogado, su pareja y su
hogar. Había visitado a media docena de especialistas y
todos llegaban a la misma conclusión: en su cerebro no
había ninguna anomalía. Damasio procedió a repetir las
exploraciones habituales (medir el cociente intelectual, la
atención, la memoria, etc.) y, otra vez, todo transcurrió con
normalidad.
Entonces, cuando trataban de ponerse de acuerdo sobre
la próxima fecha de la consulta, el médico se dio cuenta de
que su paciente era incapaz de tomar una decisión. Podía
enumerar los pros y contras, exponer con claridad los
motivos por los cuales podía venir o no a la cita, pero era
incapaz de decidirse por una fecha concreta. Este punto fue
clave. Tras una exploración más exhaustiva de su cerebro,
Damasio descubrió que durante la intervención el cirujano
se vio obligado a seccionar parte de la corteza prefrontal y
la amígdala para poder extirpar el tumor, ocasionando una
«desconexión» entre las emociones y los pensamientos. La
corteza prefrontal es el área cerebral que nos permite
ponernos manos a la obra (la parte ejecutiva), mientras que
la amígdala se encarga de las emociones. Al perder la
capacidad de asociación entre pensamiento y emoción,
podemos tener dificultades a la hora de tomar decisiones
cotidianas, ya que el 80% de las elecciones de vida se
fundamenta en las cosas que sentimos[RF75].
Los pensamientos no van por un lado y las emociones
por otro. Son uña y carne. Las personas sentimos lo que
pensamos la mayor parte del tiempo. Conforme vayamos
avanzando en el mundo de las emociones, descubriremos el
importante papel de la atención, una herramienta capaz de
regular la sinapsis entre los pensamientos y las emociones.
Puede que el intérprete nos cuente cientos de historias, es
cierto, pero no habrá rastro de una sola emoción asociada si
no ponemos la atención en ellas. Este espectáculo se
retransmite en directo desde el campo mental y lo podemos
ver en nuestro televisor favorito: la ínsula.
9
PENSACIONES Y BOTÁNICA MENTAL
Da Vinci, Elvis y Don Simón
Continuando con esta tarea de conocernos, la siguiente
etapa de nuestro viaje nos lleva a París, concretamente al
museo del Louvre, el lugar perfecto para aprender un
poquito más acerca de las emociones y las sensaciones
corporales humanas. Su mirada es un misterio sin descifrar.
Ni los propios artistas, que han estudiado durante mucho
más tiempo la percepción visual que médicos o neurólogos,
saben cómo la sonrisa de Mona Lisa puede esconder alegría
y profunda tristeza al mismo tiempo. De pie, tras el cristal
antibalas que protege la pintura, no queda otra que rendirse
ante la magia de Da Vinci. Estar allí nos hace sentir
especiales, únicos, es un auténtico privilegio que merece
ser saboreado trazo a trazo. Sin tiempo, sin prisa. ¿De
dónde proviene esa sensación tan especial? «¡Del cuadro!
¿De dónde si no?», propone nuestro cerebro.
Para comprobar si esta hipótesis neuronal es cierta,
imaginemos que en medio de la degustación un trabajador
del museo nos informa que la obra es una imitación. Este
pequeño matiz altera por completo esas sensaciones tan
exquisitas, hasta tal punto que el cerebro empezará a
contarnos historias diametralmente opuestas. Como
consecuencia, nos sentimos estafados y hacemos cola en
atención al cliente del museo para que nos devuelvan el
dinero. ¿Qué ha cambiado? El cuadro de la exposición es el
mismo, igual de saboreable, pero los trazos que hace un
segundo nos ponían la piel de gallina ahora nos provocan
indignación. En realidad, lo único que ha cambiado es la
idea que asociamos al cuadro y con ella nuestra imagen
mental acerca del cuadro. Al cambiar esta imagen, la
experiencia da un giro de ciento ochenta grados. Y la
pregunta del millón es: ¿cómo puede ser que ante el mismo
objeto podamos sentir dos cosas tan dispares? Esto ocurre
porque el objeto no es el origen de las cosas que sentimos.
A esta misma conclusión podemos llegar de muchas
maneras. Sostener en la mano un mechón de pelo de un
desconocido puede resultar asqueroso, pero si ese cabello
perteneció a Elvis Presley los seres humanos somos capaces
de pagar más de cien mil dólares en una subasta
cibernética[39]. Del mismo modo, algo inanimado como el
precio puede cambiar por completo el sabor del vino. La
corteza orbitofrontal es la agrupación de neuronas que se
encarga de lo agradable. En un dispositivo de neuroimagen
podemos ver cómo variando las etiquetas de los precios de
las botellas convertimos un vino barato de tetrabrik (al más
puro estilo Don Simón) en una auténtica delicia para el
paladar. Sobra y basta con engañar a la corteza orbitofrontal
haciéndole creer que vamos a llevarnos a la boca algo
exquisito para que la experiencia cambie por completo[RF76].
De Donald Trump a las pensaciones
Entrando en materia, todo cuanto ocurre en la corteza
orbitofrontal, sistema nervioso y endocrino, puede
resumirse en la regla del PLAC[40]. Las personas
acostumbramos a clasificar las historias propuestas por el
cerebro de manera inconsciente. Hablamos de creencias,
proyecciones o recuerdos en función del contenido de la
idea cuando, en realidad, siguen siendo pensamientos
igualmente. Que tengan una categoría diferente o apunten
hacia un punto temporal distinto no cambia su naturaleza.
Desde esta perspectiva, un pensamiento es un conjunto de
imágenes mentales que relaciona una persona, lugar,
animal o cosa con una idea.
PENSAMIENTO = PLAC + IDEA
CREENCIA = PLAC + IDEA CON CATEGORÍA DE HECHO
RECUERDO = PLAC + IDEA QUE APUNTA AL PASADO
PROYECCIÓN = PLAC + IDEA QUE APUNTA AL FUTURO
Vayamos por partes como Jack el Destripador. Los seres
humanos actuales tenemos el impulso de clasificar
compulsivamente todo porque hemos asociado: clasificar
igual a saber. Aunque resulta útil para generar rápidamente
una imagen mental de las cosas y ahorrar toneladas de
energía, esta asociación nos hace prisioneros de nuestra
propia percepción individual de la realidad. Hablando en
plata, nos hemos vuelto unos nz-nz. Hemos tomado por
costumbre simplificar las cosas en imágenes mentales y
aunque la realidad cambie, nuestra imagen mental queda
firme como una roca (y con ella nuestra percepción de la
realidad). Como ocurre con cualquier costumbre, pagamos
el precio de la inconsciencia. Por eso nos cuesta tanto
aprender. Ahora romperemos esa tendencia. Vamos a volver
a mirar nuestros pensamientos sin convertir esta aventura
en un entretenimiento intelectual. Echaremos un ojo,
extraeremos la esencia, la incluiremos en una nueva regla e
integraremos esta regla en nuestro día a día. Tomemos
cuatro pensamientos y emociones al azar:
Donald Trump + está mal de la azotea = Ira, rabia, miedo
El McDonald’s + me da diarrea = Miedo, asco
Tofu + es el gato más cariñoso del mundo = Placer,
alegría
La Mona Lisa + es la monda lironda = Interés, gratitud
PLAC + IDEA ASOCIADA = EMOCIÓN
En cualquier pensamiento encontraremos continuamente
una persona, lugar, animal o cosa asociada a una idea.
Hagamos un experimento mental para ver esto más de
cerca. Tratemos de poner la mente en blanco desviando la
atención a nuestra sensación corporal. Cuando decimos «la
mente en blanco» no nos referimos a poner el pause en la
cadena de producción de pensamientos. Dado que no
somos nosotros quienes pensamos sino el cerebro, no
podemos dejar de pensar, del mismo modo que no podemos
parar en seco el latido de nuestro corazón[41]. En resumen,
tener la mente en blanco significa que el cerebro seguirá
pensando cosas, como de costumbre, pero no le haremos
caso. Entonces a «tengo que poner una lavadora» y a «esto
es una pérdida de tiempo» no le prestaremos atención
hasta que termine el apartado.
Dirijamos la atención al sexto sentido, a las sensaciones
corporales generadas por el sistema nervioso que nos
permiten detectar si todo va bien en el organismo. Por
ponerle ojos y boca, el sudor, el dolor de espalda o saber si
toca ir al baño son sensaciones corporales. Si todo está en
orden, deberíamos sentir algo parecido al bienestar. En caso
de no conseguirlo porque alguna emoción (sea felicidad,
pena o rabia) toma el protagonismo, no nos pongamos
apocalípticos. Solo es una emoción enredada[42].[RF77]
Permitamos que cualquier emoción siga con nosotros. Ahora
pensemos «Donald Trump está mal de la azotea» y
visualicemos la imagen del presidente de los Estados Unidos
en pleno discurso electoral. Probablemente empezaremos a
sentir cosas a algún nivel. Puede que no sepamos ponerle
etiquetas como ira, rabia o miedo, o que sea una sensación
muy sutil. No importa. Observemos. Eso que sentimos está
asociado a Donald Trump. Si el cerebro propone «yo no
siento nada» es el momento perfecto para descubrir que
ese pensamiento proviene de un mecanismo de defensa
que se opone a que sintamos. Todas las personas sin daños
en el sistema nervioso tenemos la capacidad de sentir. Esa
oposición a sentir tiene su origen en la creencia «aquello
que sentimos viene de fuera» (del presidente electo en este
caso). Al tratar de mantener la coherencia entre la realidad
presente y esta creencia, un mecanismo de defensa de la
percepción de la realidad trata de impedir que sintamos.
¿Qué ha ocurrido durante el experimento? Por un lado,
hemos pedido al hipocampo y otros sistemas cerebrales que
busquen en la memoria a largo plazo nuestra imagen de
Donald Trump. Al mismo tiempo, hemos hecho visible
voluntariamente la idea asociada escribiendo «está mal de
la azotea». Al poner la atención en esta idea hemos sentido
cosas. Si ahora dejamos ir ese pensamiento y visualizamos
la Mona Lisa mientras pensamos «la Mona Lisa es la monda
lironda», vemos cómo nuestras sensaciones corporales
cambian. Ahora sentimos fascinación, interés o algo por el
estilo. De este modo, vemos cómo cada pensamiento trae
consigo emociones y sensaciones distintas.
Los pensamientos y las emociones van habitualmente
cogidos de la mano como dos enamorados, y cuando uno
asoma el morro en el campo mental, el otro siempre lo
acompaña. Allá donde va uno, irá el otro. Para que esta
relación jamás se nos olvide, vamos a llamar a los
pensamientos «pensaciones» a partir de este momento. Las
pensaciones suponen el 90% de los pensamientos de una
persona normal a lo largo del día[43].
La regla del PLAC
Aunque a bote pronto la mayoría de las personas
tenemos claro que el origen de las emociones anteriores
son Donald Trump y la Mona Lisa (son ellos los que
despiertan miedo o interés), es una percepción errónea.
Estamos diciendo que el organismo de Trump, con tan solo
imaginarlo, está haciéndonos sentir rabia y miedo. ¿Cómo
puede ser eso? ¿Existe una «acción fantasmagórica a
distancia», un sistema oculto de comunicación que conecta
a un desconocido mediante ondas desconocidas y nos hace
sentir rabia o miedo? A día de hoy, no existe ningún
experimento científico que demuestre esta hipótesis. Sin
embargo, asumimos diariamente que aquello que sentimos
viene producido por las personas, lugares, animales o cosas
que nos rodean. Esto es una metedura de pata en toda
regla. Puede que algún cerebro aventurero piense en el
entrelazamiento cuántico para sostener que el origen de la
emoción es el presidente de los Estados Unidos. De nuevo,
con lo que sabemos a día de hoy, no es aplicable en este
caso porque la física cuántica afecta a lo diminuto (Trump
no es muy diminuto sino más bien panzón) y además
deberíamos conocerlo en persona, es decir, haber
compartido espacio-tiempo con él en algún momento de
nuestra vida[44].
Entonces, si la emoción no viene generada por la
persona, lugar, animal o cosa, proviene de la idea asociada
a esa persona, lugar, animal o cosa. ¡Bingo! No quedan más
elementos en la ecuación.
Donald Trump está mal de la
azotea
PLAC idea asociada (origen)
Esta regla es aplicable a cualquier situación. Aquello que
sentimos (ya sea ira, rabia o miedo) cuando prestamos
atención al pensamiento «Trump está mal de la azotea» no
viene dado por la persona, Trump en este caso, sino por la
idea asociada a esa persona. Es decir, sentimos «está mal
de la azotea». Aunque en un principio pueda parecemos
raro, incluso irritante, esta visión del mundo terminará
imponiéndose y haciéndose evidente para toda la
humanidad. ¿Por qué? Porque es la forma de funcionar del
organismo a día de hoy. El razonamiento es simple, lógico y
aplastante: si lo que sentimos viene determinado por
Donald Trump (como muchos hemos creído hasta ahora)
todas las personas del planeta deberíamos sentir lo mismo
acerca del presidente electo de los Estados Unidos. Sin
embargo, hay más de 7.500 millones de sentimientos y
emociones diferentes acerca de Trump, tantos como
personas, porque el origen de aquello que sentimos no
viene dado por la persona, lugar, animal o cosa sino por la
idea que hemos asociado a ella[45].
Esta es la regla del PLAC y es aplicable siempre a
cualquier situación de vida (siempre quiere decir siempre.
¿Y si…? Siempre. ¿Y si…? Siempre. Siempre). En forma de
twit: «La regla del PLAC nos recuerda que aquello que
sentimos viene generado por la idea asociada a una
persona, lugar, animal o cosa».
Antes de continuar, pararemos en una estación de
servicio mental para reflexionar fugazmente acerca de la
repercusión de la regla del PLAC en nuestra historia
personal. Si aquello que sentimos en el pasado siempre
estuvo generado por nuestra idea asociada a las personas,
lugares, animales o cosas, ¿cuántas veces hemos culpado a
los demás o a las situaciones de vida por aquello que
sentimos? ¿Cuántas veces hemos echado la culpa de
nuestros sentimientos a un examen sin darnos cuenta de
que, realmente, esas emociones provienen de todas las
ideas en forma de consecuencias futuras que habíamos
asociado al examen («nunca terminaré la carrera», «tendré
que volver a estudiar», «no tendré vacaciones», etc.)?
¿Cuántas veces hemos echado la culpa a nuestra pareja por
las cosas que nos dice o por las cosas que nos hace sentir?
Revolucionario. Aunque la información que nos llega del
exterior gracias a los sentidos puede influir en las historias
que nos cuenta el cerebro, esta influencia es menor del
0,1%. Aun así, en todo momento, estamos tomando la
decisión consciente o inconscientemente de usar esa
propuesta cerebral. Esta decisión es la que da vida a la
pensación.
Un prejuicio limita más que un gen
¿Qué pasa cuando pasamos por alto la regla del PLAC en
nuestro día a día? Para hallar la respuesta vamos a rescatar
a un viejo conocido. No sé si recordamos el juego de la
confianza, donde un participante recibe diez euros y el
dilema está en decidir si nos quedamos con el dinero o lo
regalamos a un jugador desconocido, el cual recibirá treinta
euros. Durante el estudio, la mayoría de los participantes
donaron el dinero y su organismo se llenó de oxitocina y
confianza, un proceso dirigido por un circuito neuronal que
pasa por la amígdala, ciertas regiones del mesencéfalo y el
cuerpo estriado dorsal.[RF79] ¿Lo tenemos? Bien. Repitamos
ahora el mismo experimento con ligeras variaciones. En los
formularios de registro pediremos a los participantes que
completen una breve biografía de su vida y, antes de
comenzar el juego, sustituiremos las biografías reales por
unas ficticias. Nadie sospechará que hay gato encerrado.
Sus cerebros pensarán: «he escrito una biografía y he
recibido otra». Todo coherente. ¿Y qué conseguimos con
esto? Incorporando la biografía falsa conseguimos que cada
participante asocie una idea falsa conocida a otro jugador,
creando una imagen mental controlada que le ayuda a
establecer un umbral de confianza. De este modo, estudiar
el efecto de las ideas asociadas en la confianza y en la toma
de decisiones será coser y cantar. ¿Se darán cuenta los
participantes del engaño? ¿Cuánto tiempo tardarán en
hacerlo?
La paradoja está servida. Mientras la biografía del
jugador 3 puede hablar de alguien bondadoso y al servicio
del prójimo, casi una Teresa de Calcuta que ha trabajado
como voluntaria en África con diferentes ONG, a la hora de
la verdad se comporta con codicia y egoísmo. Teóricamente
debería producirse una incoherencia neuronal a algún nivel,
porque idea asociada y comportamiento son agua y aceite.
El jugador 3 recibe dinero pero no dona ni un céntimo.
Entonces, en lugar de rectificar la imagen mental del
jugador 3 y cambiar a Mari Tere por Jack Sparrow, piensa:
«estará ahorrando para los pobres» o cosas por el estilo.
Esta pensación sembrará tranquilidad, pero no deja de ser
un intento desesperado del organismo por mantener la
coherencia fruto de algún mecanismo de defensa.
Por sorprendente que parezca, la imagen mental inicial
rara vez se rectifica. Es necesario experimentar una
profunda decepción, recibir una buena tunda y varapalos
varios, para plantearnos la posibilidad de cambiar de idea
acerca del jugador 3. Esto puede comprobarse haciendo un
seguimiento de la región encargada de realizar la
corrección, el núcleo caudado en los ganglios básales. Esta
maraña de células neuronales ni se inmuta. En el organismo
tampoco hay rastro de aprendizaje por ningún lado.
Neuronalmente, seguimos en nuestros trece viendo a María
Teresa de Calcuta, todo amor, depositando nuestra
confianza en el jugador 3 mientras se aprovecha de
nosotros más que nuestro gestor del banco[46].
El estudio habla alto y claro: nos relacionamos todo el
tiempo con nuestras propias pensaciones. Así de simple. El
cerebro asocia a personas, lugares, animales o cosas una
idea, mientras los mecanismos de defensa de la percepción
tratan de esconder estas asociaciones para que pasen
desapercibidas. ¿Y qué consigue con ello? Mantener la
ilusión de un presente coherente y con sentido. Esta es la
historia de cómo nuestras pensaciones parecen provenir del
comportamiento de los demás. Pero solo lo parece.
Donamos todo el dinero al jugador 3 convencidos de estar
haciendo lo correcto, cegados por una autobiografía falsa
convertida en pensación, y cuando las cosas no salen como
esperamos echamos la culpa a la vida o sacamos a la
palestra la confianza y acusamos a los demás de abusar de
ella. Cuando hablamos de confianza, nos referimos a la
capacidad de fiarnos de nuestras imágenes mentales. «Me
fío de ti» significa «me fío de mi imagen mental de ti».
Ahora bien, como resulta que las imágenes mentales son
falsas en un 99,9%, la probabilidad de sentirnos
decepcionados es muy elevada. Plantear la confianza de
este modo no tiene ningún sentido. Confiar no tiene nada
que ver con imágenes, es la capacidad de reconocer
nuestra pertenencia al proceso no lineal y autodirigido que
llamamos vida.
Un prejuicio limita más que un gen. Es una imagen
mental, una idea asociada, que nos encierra en una realidad
individual, aislándonos del mundo y de la vida. Esta
limitación ocurre a todos los niveles. Si creemos que un
cascanueces sirve únicamente para abrir nueces,
difícilmente probaremos a abrir con él una botella de cava,
o si estamos convencidos de que fulanito es un imbécil,
nunca vamos a darnos cuenta de que estamos
relacionándonos con una imagen mental. Tomar conciencia
de las limitaciones que supone usar de forma automática
ideas e imágenes nos devuelve la libertad y nos permite
reconocer nuestra pertenencia al proceso de la vida,
abriendo las puertas de la creatividad y de la genialidad
humana. Descubrir en cada situación de vida que aquello
que sentimos no viene generado por las personas, lugares,
animales o cosas sino por las ideas que hemos asociado a
ellas, es llevar la regla del PLAC a lo cotidiano. A estas
alturas, es la única barrera que nos separa de la felicidad.
Simplificar las emociones
Paseando por el casco antiguo de cualquier ciudad
terminamos en una tienda de antigüedades. Entre el
género, nos topamos con una lámpara. Jugueteamos con
ella y, al frotarla accidentalmente, aparece un genio
dispuesto a concedernos tres deseos. El campo mental sufre
una avalancha de propuestas en forma de pensamientos en
un pispás. A decir verdad, poco importa cuál elijamos. Nos
decantemos por dinero, exijamos la dimisión de Trump,
hagamos aparecer a la pareja perfecta o aseguremos
nuestra salud y la de nuestros seres queridos, estaremos
tomando la misma decisión: tratar de evitar un sufrimiento
presente o futuro.
Más del 80% de las decisiones que tomamos en un día
normal tienen como finalidad evitar sufrir, y estas
decisiones se apoyan en las emociones. Las emociones nos
invitan a actuar haciendo uso de la corteza prefrontal,
concretamente el córtex orbitofrontal lateral y prefrontal
dorsolateral, y el cuerpo estriado (un conjunto de neuronas
situado en los ganglios básales). Estas estructuras tienen la
tendencia a tomar el control de la situación y de nuestras
decisiones. Asimismo, el ser humano que pasa productos
por un escáner con ayuda de una cinta mecánica no es un
dependiente de supermercado, es un traficante de
emociones que evita a toda costa el sufrimiento. Pasa
productos por un lector de códigos de barras para ganar
dinero y poder pagar la casa, la factura de la luz y el agua,
porque al pensar en la posibilidad de verse desamparado,
en la calle, esa pensación le hace sentir miedo. La
dependencia económica ha aprisionado su tiempo, su
mente y su moral.
Desde hace unas cuantas décadas, tenemos a nuestro
alcance libros, documentales o cursos para aprender a
gestionar las emociones. La gestión emocional está de
moda y llega a todos los ámbitos, desde el deportivo hasta
el empresarial. Es así, disfrazados de gestores emocionales,
como tratamos de aprender a controlar una situación
problemática para sufrir lo mínimo posible. Curiosamente, el
sufrimiento moderno nace al tratar de controlar las
situaciones de vida, al esforzarnos por gestionar las
emociones para evitar pasarlo mal. Claro que existen
situaciones dolorosas que nos hacen sufrir en mayor o
menor medida, pero estas situaciones ocurren entre veinte
y treinta veces de media a lo largo de toda una vida. La
muerte de un cónyuge, un divorcio, entrar en prisión, la
pérdida de alguien cercano, enfermedades, despidos y la
jubilación son algunas de ellas[47]. Sin embargo, las
personas sufrimos mucho más de treinta veces a lo largo de
una vida (esto sería padecer una vez cada dos años). ¿Por
qué? Porque sin darnos cuenta lo pasamos mal tratando de
evitar situaciones dolorosas. Este es el sufrimiento
moderno, el que nos hace sufrir a diario y se fundamenta en
la posibilidad de que una imagen mental sea real. ¡Meeec!
Error. Si queremos ser felices, debemos aprender a vivir
nuestras emociones a partir de una idea que no genere
sufrimiento. Igual que consumimos productos libres de
gluten cuando estas proteínas nos hacen mal, también
podemos consumir pensamientos libres de sufrimiento si
aquello que pensamos nos hace daño. Este giro nos lleva a
dejar de intentar gestionar las emociones y pasar a
sentirlas.
Ahora bien, para abrirnos a las emociones primero
debemos entender su naturaleza. Que sepamos, el cuerpo
humano usa dos tipos de emociones: unas instintivas y
otras racionales. En las emociones instintivas, los sentidos
disparan cambios corporales de manera automática al
detectar un estímulo concreto. Vayamos al ejemplo.
Paseamos por una calle concurrida y, de repente, nos
damos cuenta de que tenemos el bolso abierto.
Automáticamente nos sube un escalofrío por los dedos de
los pies, el corazón palpita a lo loco, la temperatura
aumenta y nos sube la bilirrubina. Estos cambios corporales
son conocidos en el mundillo científico como marcadores
somáticos y se asocian directamente a un estímulo
particular. El origen de las emociones intuitivas es la
amígdala y suelen ser prerracionales, convirtiéndonos en
muelles que impulsan reacciones automáticas de atracción
o repulsión. A estas alturas, ni siquiera sabemos si nos han
robado o no, pero nos llevamos una emoción «gratuita» por
si las moscas.
Una vez pasado el momento de shock inicial entramos en
una etapa de razonamiento, donde comprobamos nuestras
pertenencias para ver si tenemos el móvil, la cartera, etc., y
en función del resultado el cerebro genera pensamientos del
tipo «Buff… menos mal», «me han robado la cartera…
¡Ahora qué hago!» o el clásico «¡Qué ca**o*n*s!» El
sentimiento empieza a depender de las pensaciones. A
estas alturas, puede que todavía queden restos de la
emoción intuitiva inicial y sintamos un batiburrillo. Estamos
en disposición de teorizar acerca de lo sucedido, y la
emoción instintiva empieza a ceder terreno a las
pensaciones, las cuales toman el control de la situación.
Dejamos atrás las reacciones típicas de un bebé de cinco
meses para razonar y pensar en las consecuencias. Es la
otra cara de la moneda. En este caso, el estímulo no
proviene directamente de los sentidos (del exterior), sino
del campo mental (del interior), donde recuerdos,
proyecciones de futuro o cualquier otro tipo de pensamiento
se convierte en el origen de la emoción. En las emociones
racionales, el estímulo es siempre interno y tiene su origen
en el pensamiento. Estas pensaciones, como hemos visto,
siguen a rajatabla la regla del PLAC y son el pan de cada día
para las personas.
Podemos pasarnos la vida tratando de gestionar nuestras
emociones, ignorando que nacen de las cosas que
pensamos. Ahora bien, seguramente terminaremos por
cansarnos del tema y volveremos a dejarnos arrastrar por
ellas (lo de siempre). El organismo funciona como funciona.
Cualquier estrategia que deje de lado al cuerpo humano
está condenada al fracaso. Si estamos cansados de probar y
probar sin resultados, siempre podemos tomar conciencia
del funcionamiento del organismo. Al hacerlo, simplificamos
nuestras emociones. Este giro hace que las emociones
dejen de ser extraños generados por personas o situaciones
de vida externas sin solución, y pasan a ser algo interno, un
elemento del campo mental asociado a un pensamiento
concreto que llamamos pensación.
Botánica mental avanzada
Cualquier cerebro humano puede pensar: «Muy bonito,
pero hacer esto no es tan fácil». Dejando a un lado los
mecanismos de defensa, esta idea tiene parte de razón.
¿Por qué? Vamos allá. Cualquier pensamiento que nace en
el campo mental se sostiene sobre una base, sobre un
pensamiento raíz. Lo que ocurre es que, al encontrarse en el
subsuelo del campo mental, forma parte del sistema
inconsciente y es invisible para nosotros. Ahora bien, al
poner la atención sobre alguno de los pensamientos
asociados al pensamiento raíz, la emoción que sentiremos
será una mezcla entre la emoción asociada al pensamiento
y la emoción asociada al pensamiento raíz. Por eso a veces
nos cuesta tanto identificar con claridad la emoción que
deriva de un pensamiento concreto. Busquemos un ejemplo.
El pensamiento hoja «el lunes tengo un examen médico»
está conectado con el pensamiento rama «espero que todo
vaya bien» y con el pensamiento raíz «tengo miedo a
morir». Todos ellos forman parte del mismo árbol. Cuando
nuestra atención se pose en uno solo de los pensamientos,
sentiremos a la vez todas las emociones asociadas a cada
uno de ellos. Por decirlo de algún modo, sentimos «bloques»
de pensamientos. El resultado de atender al pensamiento
hoja «el lunes tengo un examen médico» es una sensación
de inquietud y ansiedad que proviene de la suma de las
sensaciones individuales de los tres pensamientos.
Entonces aplicamos la regla del PLAC y caemos en la cuenta
de que el examen médico no tiene la capacidad de hacernos
sentir nada, sino solo la idea asociada a él. Lo que ocurre es
que nos encontramos de bruces con el pensamiento hoja
«el lunes tengo un examen médico» y, como aquello que
sentimos nos parece desmedido, creemos que no proviene
de él. El lío está servido.
El verdadero protagonista del asunto, el pensamiento
raíz «tengo miedo a morir», está oculto en el subsuelo del
campo mental. El reto consiste en seguir la pista hasta dar
con él. ¿Y cómo podemos hacerlo? Debemos mirar cualquier
pensamiento y esperar. El cerebro no tardará en contarnos
una historia igual que hizo con los muñecos o el triángulo.
Es importante darnos carta blanca para sentir lo que
sintamos y pensar lo que pensemos. En caso de argumentar
o reaccionar de algún modo, se interrumpirá el proceso y
tendremos que empezar de nuevo. Volviendo al ejemplo
anterior, al dirigir la atención a «el lunes tengo un examen
médico», se destapa la cháchara. «El lunes tengo un
examen médico. Espero que salga todo bien. ¿Te imaginas
que me pasa lo mismo que al amigo de mi prima? Cómo se
llamaba… ¿Pedro? Él también fue al médico por una revisión
rutinaria y le encontraron un tumor. Los médicos siempre
encuentran algo».
Una de las claves para entender las emociones es darse cuenta de que
el fruto, es decir, la emoción resultante, es la suma de la calma que
produce el pensamiento hoja («el lunes tengo un examen médico»), la
incertidumbre del pensamiento rama («espero que todo vaya bien»), la
ansiedad del pensamiento tronco («al amigo de mi prima le encontraron
un tumor») y el miedo que nace del pensamiento raíz («tengo miedo a
morir»).
A lo largo del culebrón neuronal, que está al mismo nivel
de la maruja del barrio, el cerebro va dejando entrever
pensaciones y sus conexiones. Durante el descenso por el
árbol del pensamiento, la emoción sentida se va haciendo
más y más grande. Esto es física en estado puro. Si nos
montamos en un cohete y viajamos a la Luna, veremos
durante el camino cómo el tamaño aparente del satélite
cambia. Cuanto más nos acerquemos, más grande nos
parecerá; pero solo es una sensación. La Luna siempre mide
lo mismo. Eso también es aplicable a las emociones. Las
sentimos y se vuelven gigantescas porque estamos yendo
hacia ellas. Sin embargo, solo es una percepción, una
sensación aparente que proviene de la acción de mirar. ¿Y
qué ocurre cuando alunizamos? Al pisar la Luna
descubrimos que está hueca. Todo aquello que antes había
sido intenso y sobrecogedor se transforma en reposo, en
calma. Esto sucede porque, al igual que ocurre con
cualquier forma de energía, las emociones ni se crean ni se
destruyen, solo se transforman. El modo que tiene un
organismo de transformar una emoción es sintiéndola. ¿Y en
qué se transforman? Una vez sentida, la emoción se
transforma en esencia, en el sustrato sobre el cual
cimentamos las emociones y da vida al campo mental[48].
De la Luna al planeta Tierra
Este viaje, en sentido inverso, es recorrido diariamente
por el neuromarketing. Una campaña de publicidad bien
diseñada es capaz de hacer que una persona (consumidor)
asocie una emoción con una marca, y a su vez, con una
serie de ideas. Existen ejemplos de todo tipo. Quizá el más
conocido es el de Coca-Cola. La empresa americana ha
conseguido relacionar su marca con la idea de felicidad.
Hasta el 2016, donde la estrategia de marketing da un giro
y se centra en el producto, hemos visto eslóganes como «La
felicidad es siempre la respuesta», «Tómate una Coca-Cola y
sonríe» o «Destapa la felicidad». El marketing sabe que el
organismo genera un pensamiento raíz cuando nos
bombardean con estímulos repetitivos, del mismo modo que
ocurre con los controles de un coche cuando aprendemos a
conducir o con las palabras de un idioma que estamos
aprendiendo a hablar.
Coca-Cola igual a felicidad = EMOCIÓN
(Bienestar, felicidad)
PLAC idea asociada
Hemos puesto nuestra atención tantas veces en
anuncios y carteles que esta información ha llegado a los
ganglios básales, sembrando la semilla que daría lugar a un
pensamiento raíz en el subsuelo del campo mental. Es la
forma que el organismo tiene de ahorrar energía y
automatizar procesos. El pensamiento raíz «Coca-Cola igual
a felicidad» se activa, y comienza a recorrernos una ligera
sensación de felicidad cuando nos encontramos en el
supermercado delante del estand de la bebida.
Paralelamente, el organismo echa mano de recuerdos
personales y experiencias relacionadas con la bebida para
dar forma a determinados pensamientos que terminarán de
pulir la emoción. Aunque la corteza cerebral tiene la última
palabra, la sensación generada por el pensamiento raíz es
instintiva, y la compañía americana parte con una gran
ventaja. Ha conseguido colarse en nuestro organismo y
asociarse con una sensación de bienestar. Con esto en
mente, no es de extrañar que su inventor, el farmacéutico
John S. Pemberton, vendiera veinticinco botellas en el
primer año de comercializar el producto y, actualmente, la
empresa venda alrededor de 1,6 billones de bebidas al día.
Detectives expertos en el arte de sentir
¿Qué esconden los pensamientos raíz? Hemos visto que
cualquier pensación está conectada a su pensamiento raíz y
que esa raíz es, en principio, invisible para nosotros. Para
llegar hasta ella debemos seguir la pista de cualquier
pensación conectada a él. ¿Y qué significa «seguir la pista»?
Significa prestar atención a la historia que nos cuenta el
cerebro sin evitar sentir lo que sintamos o pensar lo que
pensemos. Un detective que trata de fotografiar a un
marido infiel no intenta evitar que sea infiel, porque
entonces nunca cometerá la infidelidad y no podrá pillarlo
con las manos en la masa. Se limita a observar. El éxito es
cuestión de práctica.
En este viaje de regreso al origen, iremos descubriendo
cada una de las pensaciones que brotan de la raíz. En el
momento más inesperado, nos encontraremos de bruces
con el pensamiento raíz y comprobaremos que la mayor
parte de ellos, alrededor de un 91%, tienen su origen en
algún tipo de miedo[49]. Desde el momento en que
nacemos, las personas heredamos una dependencia
económica que nos impulsa a la esclavitud mental y moral.
Es dentro de esa esclavitud donde hemos construido
nuestro pequeño mundo individual, y dentro de ese mundo
individual nos comportamos como una forma de vida que
trata de evitar episodios de su propia vida porque piensa
que le harán sufrir. Estos pensamientos de «miedo a sufrir»
se han convertido en la raíz de nuestro sistema de
pensamiento.
Vivimos con miedo a perder la autonomía, con miedo al
cambio, con miedo a la soledad, al futuro o al fracaso. Sobre
estos pensamientos de miedo construimos nuestras vidas,
dando forma a una idea de felicidad basada en el miedo, tal
y como veremos en el último capítulo de nuestro viaje. ¿Qué
sucedería si un día como hoy descubrimos que el miedo no
tiene sentido? ¿Cómo cambiaría nuestra vida y nuestra
forma de ver el mundo el hecho de darnos cuenta de que el
miedo carece de fundamento matemático? ¡Vamos a
comprobarlo!
10
EL MIEDO NI SE CREA NI SE
DESTRUYE, SE TRANSFORMA
Pensamientos hechos de miedo
SM acababa de apagar las velas de su cuarenta y cuatro
aniversario cuando entró a formar parte de la investigación.
En los laboratorios de la Universidad de Iowa, los científicos
trataban por todos los medios de hacerle sentir algún tipo
de miedo, pero no tuvieron éxito. Empezaron reviviendo con
detalle la pelea doméstica que llevó a su compañero
sentimental a perder el juicio y a amenazarla primero con
un arma blanca y después con una pistola. A continuación la
pasearon por lugares tétricos, casas encantadas,
proyectaron películas de terror y la acompañaron hasta
tiendas de animales con acuarios repletos de serpientes
venenosas. Los científicos no encontraron la más mínima
traza de temor. Verdaderamente, la paciente SM era incapaz
de sentir miedo. Estudios posteriores mediante dispositivos
de imagen médica revelaron una lesión en una zona del
cerebro conocida como amígdala, el centro del miedo. Esta
lesión era la causante de su inhumana valentía.[RF80]
La amígdala (sistema límbico) se considera la estación
central del miedo, aunque en la formación de la sensación
participan otras vías cerebrales como el tálamo
(recepcionista), el hipocampo (memoria), la corteza
cingulada anterior, la corteza prefrontal dorsolateral (junto a
la cingulada nos ponen alerta), el cuerpo estriado dorsal y el
locus cerúleo (controla el nivel de alerta). El miedo es una
sensación producida por un baile de señales neuronales,
reacciones químicas y sensaciones corporales. Cuando una
lesión interrumpe la comunicación en algún tramo de la vía
del miedo, automáticamente dejamos de sentir temor. Por lo
tanto, el miedo es una sensación producida por el
organismo.
La idea anterior pone en duda la existencia real del
miedo, y los mecanismos de defensa del buen presente no
tardan en rechistar: «el miedo es necesario para salvar el
pellejo». Siendo precisos, el miedo solo contribuye a salvar
el pellejo cuando un estímulo externo despierta una
emoción instintiva y nos hace saltar como un muelle. A este
tipo de miedo podríamos llamarle instintivo. ¿Pero qué
ocurre con el resto del tiempo? El 99% de las veces que el
charcutero del barrio o la diseñadora gráfica sienten miedo
proviene de estímulos internos, es decir, de sus propios
pensamientos. «No sé cómo voy a pagar el seguro del
coche», «es imposible entregar el proyecto a tiempo» o
«llevo tres noches durmiendo en el sofá». El miedo ya no
viene dado por peligros de la estepa o animales salvajes,
sino por nuestras propias pensaciones. Este es el miedo
moderno, y SM es la prueba viviente de que el miedo
moderno no es imprescindible para vivir en nuestra
sociedad.
¿Tiene sentido el miedo?
Alrededor de diez mil personas al día buscan en Google
cómo superar el miedo a volar. Tomando prestados unos
datos de la libreta del profesor de estadística del Instituto
Tecnológico de Massachusetts Arnold Barnett, vamos a
calcular la probabilidad de morir en un accidente aéreo. En
Estados Unidos tenemos una posibilidad entre veinticinco
millones de estrellarnos. Esto quiere decir que cuanto más
grande sea el número que escribimos detrás de «una
posibilidad entre…» más astros deben alinearse para que
ese algo ocurra. Con los datos en la mano, vemos que tener
un accidente aéreo es muy poco probable. ¿Pero cuánto de
poco probable? Necesitamos comparar este dato con otros
supuestos para hacernos una idea. Contrastando diferentes
posibilidades, llegamos a la conclusión de que es mucho
más probable ser alcanzados por un rayo, ser presidentes
del Gobierno, morir atragantados, echarnos una novia o un
novio modelo, recibir un Premio Nobel de Física o ganar una
medalla de oro en las olimpiadas que tener un accidente
aéreo. Sin embargo, uno de cada tres pasajeros tiene miedo
a volar. Llamamos loco a una persona convencida de ser el
próximo presidente del Gobierno u obsesiva si se preocupa
por estirar la pata mientras come una alita de pollo. Sin
embargo, no decimos nada de alguien con miedo a
quedarse sin dinero o a morir en un accidente aéreo, a
pesar de que es mucho menos probable que ocurra.
Además la posibilidad de que los miedos cotidianos
acierten es mínima. Nuestra forma de ver la vida,
estadísticamente hablando, no tiene mucho sentido. Los
pensamientos están hechos de un 0,1% de realidad y el
miedo moderno se origina en ellos[50]. Las matemáticas lo
dicen alto y claro: el miedo moderno no tiene sentido. «Pero
hombre… Más vale prevenir que curar ¿no?» No a cualquier
precio. El miedo ordeña las glándulas suprarrenales y las
obliga a segregar cortisol, una paloma mensajera que pone
el organismo en alerta. Como consecuencia, la respiración
se acelera, el corazón palpita como si no hubiera un
mañana, la tensión arterial se pone por las nubes, las
pupilas como platos y los procesos a largo plazo
(crecimiento, digestión, reproducción y defensas entre
otros) se detienen a la espera de encontrar una solución. En
ese momento, si nos hacemos un análisis de sangre, vemos
que el organismo está regido por la biología del miedo. Vivir
constantemente estresados, bajo el influjo de los procesos
moleculares del miedo, tiene un impacto directo sobre la
esperanza de vida, la salud y la felicidad de las personas.
Cuerpo de humano y cabeza de ratón
Llevemos a cabo un experimento imaginario a lo Víctor
Frankenstein para llegar a las tripas del miedo. Supongamos
que hemos implantado un tumor en el costado de unos
participantes especiales (seres con cabeza de ratón y
cuerpo de humano) y los hemos repartido en tres grupos. La
probabilidad de aceptar o rechazar el tumor depende del
sistema inmunológico de cada uno y es del 50%. Si
queremos estudiar los efectos del miedo, debemos someter
a cada grupo a un nivel diferente de temor, algo que
conseguiremos variando la intensidad de un generador de
descargas eléctricas. Las descargas pueden llegar a ser muy
dolorosas, y el dolor activa los circuitos del miedo.
El primero de los tres grupos verá plácidamente en su
jaula una sesión de cine de terror. Dado que los
participantes tienen cerebro de ratón no se enterarán de
nada y servirán como grupo de control para comparar
resultados. Los participantes del segundo grupo recibirán
una descarga eléctrica cada vez que se acerquen a una tela
metálica situada en la parte derecha de la jaula, ofreciendo
la posibilidad de aprender a evitar el miedo. El tercer y
último grupo estará siempre conectado al generador, y no
podrá evitar una descarga periódica ni rezando un
padrenuestro. Vivirán constantemente bajo la biología del
miedo. Transcurrido un tiempo, veremos cómo afecta el
miedo en el sistema inmunológico de los participantes a la
hora de aceptar o rechazar el tumor. En números, el
porcentaje de participantes que se curaron fue de un 54%
para el primer grupo (sin miedo), un 63% para el grupo dos
(podían evitar el miedo) y el 27% para el tres (miedo
constante).[RF81]
Echando un vistazo a los resultados vemos que se
curaron más participantes del grupo dos (miedo evitable)
que del grupo uno (sin miedo). ¿Significa esto que el miedo
es bueno cuando lo podamos evitar? En cierto modo así es.
Superar nuestros miedos resulta estimulante y beneficioso
para el organismo porque el miedo nos saca fuera de
nuestra área de confort. En dosis adecuadas, el miedo nos
motiva y juega un papel fundamental en la felicidad, puesto
que nos enseña aquellos aspectos de la vida que no hemos
aprendido a disfrutar (todavía). En cambio, cuando el miedo
está presente en cada tictac del reloj se convierte en algo
desconocido e inevitable. Hacemos del miedo una forma de
vida cuando desconocemos su origen, y la salud se ve
mermada (solo el 27% de los participantes en estas
condiciones se curó). El experimento real no lo llevó a cabo
Frankenstein, ni participaron humanos con cabeza de ratón,
sino un grupo de científicos capitaneado por Visintainer que
empleó ratones normales y «corrientes» (una broma fácil).
¿Pero podemos extrapolar los resultados de los ratones a las
personas así como así? El parecido fisiológico y genético
entre un ratón y una persona es del 95%. Aunque parezca
sorprendente, podemos extrapolar tranquilamente los
resultados y convertirlos en nuestro punto de partida.
El miedo ni se crea ni se destruye, se
transforma
Como cualquier otra forma de energía, el miedo ni se
crea ni se destruye, solo se transforma. Ahora bien, por más
que intentemos transformar un miedo, primero debemos
conocer su origen. El campo mental es un escaparate de
temores cotidianos y las pensaciones ofrecen un acceso
directo a todos ellos, dejando entrever la relación entre la
emoción que sentimos y el pensamiento que la genera. Sin
duda, la regla del PLAC es una de las mejores herramientas
que tenemos en el cinturón para llegar al origen. Si creemos
que hacer esto es complicado, bonita pensación, podemos
utilizar la regla de la propuesta para recordar que esa
creencia tan solo es una opción. En la práctica, puede
resultarnos complicado ver con claridad el pensamiento
generador porque se trata de un pensamiento raíz, pero
esta «complicación» no es más que impaciencia y
desconfianza.
Conocer el origen es la única forma de transformar el
miedo en un estímulo positivo. Tal y como hemos visto
anteriormente, la forma de acceder al origen de lo que
sentimos es convertirnos en detectives privados. Los
participantes que aprendieron a evitar las descargas
descubrieron que el miedo tenía sus raíces en una malla
metálica a la derecha de la jaula, y pudieron tomar una
decisión. Esta decisión, aumentó sorprendentemente la
probabilidad de curarse. Confiemos. Tarde o temprano
llegaremos a la raíz del asunto. El único requisito es dejar de
intentar evitar, de tratar de cambiar aquello que sentimos o
aquello que pensamos. Un detective contratado para hallar
pruebas de una infidelidad el cual intenta evitar la
infidelidad, jamás resolverá el caso. No estamos hablando
de embarcarnos en un viaje moral o racional. El
razonamiento debe quedar aparcado en la entrada una vez
descubierta la necesidad de actuar. Ahora toca vivir. Y para
llegar a buen puerto necesitamos grandes dosis de
confianza, paciencia, honestidad y creatividad.
Los personas recibimos diariamente descargas eléctricas
de nuestra querida amígdala de muchas maneras. El
cerebro propone un pensamiento y la atención hace de
interruptor, cerrando el circuito y propiciando la descarga
dolorosa. Cada una de ellas es una oportunidad. Detrás de
la biología del miedo moderno hay un pensamiento raíz, y
detrás de esa raíz se encuentra la costumbre de tratar de no
sufrir sufriendo. Llevamos siglos usando el miedo como
crema protectora frente al sufrimiento, y acabamos de
darnos cuenta de que su factor de protección es cero.
Seguimos sufriendo. Después de tantos intentos
desesperados, no queda otra que empezar a mirar adentro,
empezar a arar y cultivar nuestro campo mental, sacando
cada traza de miedo a la luz de la consciencia. Aquí el
miedo se transforma.
11
REEDUCAR EL CEREBRO
Del pensamiento a la acción
Han pasado unas cuantas páginas desde que vimos por
primera vez las constelaciones oscuras gracias a los
antepasados de Justo en el Cusco. Ya no hay marcha atrás.
A lo largo de este viaje hemos visitado el corazón de las
estrellas, hemos visto esfumarse la línea entre la vida y la
no vida, y nos hemos adentrado en el organismo del Homo
honestus. Desde ahí, hemos construido juntos la percepción
individual de la realidad, para terminar dando forma a
recuerdos y pensaciones con un pase VIP colgado del cuello.
Ahora somos conscientes de cómo funciona el organismo
humano, y hemos dejado de ser auténticos desconocidos
para nosotros mismos. ¿Y cuál es el siguiente paso? Obtener
resultados tangibles. Es el momento de actuar, de llevar a
cabo cambios reales en nuestra vida que impacten
directamente sobre la felicidad. Todo lo que necesitamos
saber ya está ahí. ¿Estamos dispuestos?
Desde la Roma de Marco Aurelio, Séneca y compañía, los
seres humanos sabemos que las emociones son el origen de
nuestras acciones. Nadie está descubriendo las Américas.
«Emoción» es primo hermano de emotio, que significa
«aquello que te mueve hacia». Astérix y Obélix, cuando
repartían mamporros a diestro y siniestro a los romanos, ya
eran conscientes de que las emociones nos llevan a la
acción. ¿Y con qué fin actuamos? Actuamos para cambiar o
mantener lo que sentimos. Durante miles de años hemos
intentado cambiar nuestras emociones modificando el
mundo que nos rodea, quitando de aquí y poniendo allá. A
día de hoy, todavía no hemos conseguido los resultados
esperados. El político o el vendedor de la ONCE siguen
sintiendo cosas que no quieren sentir, y no nos damos
cuenta de que cada una de nuestras acciones están
controladas por esas emociones. El problema es que no
asumimos la responsabilidad de aquello que sentimos
porque pensamos que procede del exterior, de nuestros
resultados, de nuestra situación familiar, de nuestra
situación laboral o de nuestra situación sentimental. ¡No es
cierto! Los pensamientos son el origen de nuestras
emociones. Entonces, si las emociones nos empujan a
actuar y nuestras acciones tienen unas consecuencias, unos
resultados… ¡Para cambiar nuestros resultados debemos
cambiar nuestra forma de pensar y no el mundo que nos
rodea!
La pregunta del millón es: ¿podemos cambiar nuestra
forma de pensar? En el intento de modificar los
pensamientos, muchas personas han llegado a la conclusión
de que debemos ser positivos. El método del pensamiento
positivo consiste en crear afirmaciones (en primera persona,
tiempo presente, positivas y precisas) y repetirlas
constantemente. En cierto modo tiene sentido. Pienso
positivo, siento emociones positivas y mis acciones serán
consecuentes. Ahora bien, este método tiene un gran
inconveniente: seguimos siendo esclavos de nuestros
pensamientos aunque ahora suenen positivos. Siempre que
nuestra vida dependa de ellos, sean positivos o negativos,
nos moveremos en círculo y la realidad individual que
percibimos ganará la partida. Tarde o temprano volveremos
al principio, a la frustración y a la confusión. Podemos
ponernos delante del espejo cada mañana y decirnos cosas
positivas. Hacer esto no es malo, no está ni bien ni mal. La
pregunta es: ¿queremos seguir dependiendo de los
pensamientos o queremos depender de nosotros mismos,
de aquello que realmente somos? Siempre que elijamos
depender de algún tipo de pensamiento, seguiremos sin
reconocer nuestra pertenencia al proceso inteligente de la
vida, seguiremos sin reconocer quiénes somos en realidad.
¿Y quiénes somos? Somos aquel que elige usar o tirar un
pensamiento en cada situación de vida.
El test de la golosina
Entremos de nuevo en nuestro laboratorio mental. Para
el siguiente experimento necesitamos una sala de paredes
blancas más bien pequeña, con una mesa del Ikea en el
centro y una silla adecuada para niños de cuatro años. Los
niños tienen la capacidad de enseñarnos cómo ser nosotros
mismos, cómo transformar nuestra vida, siempre y cuando
prestemos atención. Delante de cada pequeño participante
vamos a poner una bandeja con una golosina, pero no les
vamos a permitir cogerla hasta explicarles las reglas del
experimento. Solo será un momento. Pueden comer la
golosina ahora mismo si lo desean, aunque si se aguantan
cinco minutos les daremos un premio por la espera y podrán
comer dos golosinas. A continuación, salimos de la
habitación y observamos su comportamiento. ¿Comerán la
golosina al momento o esperarán para recibir la
recompensa?
El estudio original fue llevado a cabo por el psicólogo
Walter Mischel en Stanford hace cuarenta años y se conoce
como el test de la golosina. Los resultados del experimento
fueron un empate técnico. El número de niños que comieron
compulsivamente la golosina y el de los que esperaron
cinco minutos para obtener la recompensa fue el mismo.
[RF82] A decir verdad, lo interesante no es cuántos hicieron
una cosa u otra, sino cuál fue el verdadero motivo que llevó
a unos a resistir la tentación y a otros a rendirse a las
primeras de cambio. Revisando los vídeos del experimento
encontramos la respuesta que buscamos. Los niños que
pusieron su atención en el dulce terminaron sucumbiendo a
la tentación, mientras que el resto dirigió su atención hacia
otro lugar. En ambos casos, el elemento determinante fue la
atención.
Los resultados del estudio de Walter dejan entrever una premisa que
estamos a punto de descubrir: la regla de usar o tirar. (A) Los niños que
prestaron atención a pensamientos relacionados con la golosina,
terminaron reaccionando antes de tiempo y devorando la chuchería. (B)
En cambio, los pequeños participantes que no usaron pensamientos
relacionados con la golosina terminaron llevándose dos dulces a la boca.
El sistema nervioso construye un pensamiento acerca de
aquello que se encuentra en el foco de la atención haciendo
uso de recuerdos, planes futuros y condiciones presentes.
«Qué pinta tiene… debe de tener el punto justo de acidez»
(que nadie salive por favor). El cerebro de quienes atienden
a la golosina cuenta historias acerca de golosinas. ¡Es
lógico! Estos pensamientos generan a su vez unas
emociones que impulsan a los niños a la acción, disparando
la posibilidad de terminar con un dulce en la boca. La
atención ha sido determinante en el resultado. Dado que la
atención es selectiva y podemos dirigirla a nuestro antojo…
¡Entonces podemos elegir no pensar en la golosina! ¿Cómo?
Dirigiendo la atención a otra cosa que no sea la bandeja de
golosinas. Sin atención no hay pensamiento, sin
pensamiento no hay emoción, y sin emoción no hay acción
que condicione el resultado. En consecuencia, la golosina se
quedará en la bandeja. Durante el experimento de Walter,
cada niño utilizó una estrategia propia para desviar la
atención del dulce. Unos se taparon los ojos, otros
tararearon canciones, pero absolutamente todos hicieron
desaparecer la golosina de su campo mental.
La regla de usar o tirar
Estamos a punto de dar un pequeño paso para el hombre
pero un gran salto para la humanidad. A bordo de la
tripulación del Apolo 11, el comandante Neil Armstrong y
toda su tripulación han perdido un 5% de masa muscular a
la semana y un 2% de masa ósea al mes debido a la
microgravedad. El organismo del comandante sabe que los
músculos y huesos son inútiles para vivir en el espacio. ¿Y
qué hace al respecto? Deja de atenderlos. Un organismo
siempre vive en el presente. Poco le importa que la
intención sea regresar al planeta azul la semana que viene.
De ahí que los huesos pierdan masa y los músculos se
atrofien. Un músculo está hecho de proteínas que se van
entrelazando como las fibras de una camiseta hasta formar
tejido muscular. El organismo, siempre obsesionado con la
eficiencia energética, deja de alimentar a las nuevas
proteínas que vienen a sustituir a las más viejas, y mueren.
Este es el mismo motivo por el cual vamos a rehabilitación
después de pasar mes y medio con el brazo escayolado.
Usar o tirar es una de las principales premisas que rigen
la vida y la energía. Cualquier tipo de energía que podamos
encontrar en un organismo está dirigida por la regla de usar
o tirar. Tome la forma que tome. No importa si hablamos de
músculos, pensamientos o emociones. Este fenómeno lo
vemos todos los días cuando dejamos de ir al gimnasio o
cuando olvidamos un nombre. Los recuerdos que no se usan
se olvidan. Un recuerdo, una creencia o una proyección
futura son formas de pensamiento. Poco importa si apuntan
al pasado, al futuro o les damos la condición de «hechos».
Son pensamientos igualmente, energía, el mismo perro con
distinto collar. Aprender a aplicar la regla de usar o tirar a
los pensamientos da un vuelco a la vida. Aprender a aplicar
la regla de usar o tirar los pensamientos tiene la capacidad
de transformar por completo el mundo que vemos y nuestra
forma de pensar. ¿Y cómo podemos decirle al organismo
que un pensamiento es útil o no para vivir una situación de
vida? Aquí es donde entra en juego la atención.
¿Me sirve o no me sirve?
Hasta el más hombretón ha quitado los pétalos de una
margarita jugando al «¿Me quiere o no me quiere?» en
algún momento de su infancia. Poner en práctica la regla de
usar o tirar es aplicar la misma lógica a cada una de las
historias propuestas por el cerebro. ¿Me sirve o no me sirve?
Las posibles respuestas son: atención o ausencia de
atención. Nada más. La atención es binaria, simple como
ella sola. O hay atención o hay ausencia de atención. Cero o
uno. O somos de KAS naranja o de KAS limón. Aquí no hay
medias tintas. Siempre que respondamos con un argumento
racional a la pregunta ¿Me quiere o no me quiere?, hemos
elegido atender al pensamiento ya que, para razonar, hay
que poner la atención en él y seguirle el juego. El
pensamiento es cosa del cerebro, la emoción del cuerpo y la
atención… ¡La atención es cosa nuestra! Ser humano no
consiste en cambiar las cosas que pensamos. Ser humano
consiste en decidir si las propuestas neuronales son útiles o
no, algo tan simple como sustituir la palabra atención por
un 0 (no me sirve) o un 1 (me sirve) en la ecuación[51].
PENSAMIENTO x ATENCIÓN [0,1] = EMOCIÓN =
ACCIÓN
donde PENSAMIENTO = PLAC + IDEA es cosa del
cerebro
Vamos a ponerle cara. Supongamos que el cerebro
propone el pensamiento «esto es muy bonito pero muy
difícil de aplicar» para vivir este momento (todo un clásico
de los mecanismos de defensa de la percepción de la
realidad). La idea consiste en elegir si ese pensamiento es
útil o no para este instante. Cada célula del organismo está
esperando la respuesta no solo para generar la emoción y la
acción correspondiente, sino también para aprender. El
organismo es un sistema inteligente que va quedándose con
la copla de nuestras elecciones. ¿Cómo podemos saber de
forma práctica si un pensamiento nos sirve o no? Muy
sencillo. Paso uno, nos paramos a sentir la pensación sin
actuar (importante no actuar). Podemos hacer esto
poniendo la atención brevemente sobre el pensamiento y
preguntándonos: ¿cómo me hace sentir este pensamiento?
Vemos que «esto es muy bonito pero muy difícil de aplicar»
nos hace sentir desconfianza y pesimismo. Paso dos.
¿Queremos sentirnos desconfiados y pesimistas? No,
queremos vivir en paz, ser felices. Entonces ese
pensamiento no nos sirve para alcanzar nuestro objetivo
porque nos separa de la felicidad. Aquí no hay lugar para la
duda ni margen de error: o nos acerca o nos aleja de la
felicidad en este momento. Paso tres, comunicamos al
organismo nuestra elección poniendo un cero en la ecuación
y esperamos para obtener dos dulces. Incluso podemos
decir para nuestros adentros «este pensamiento no me
sirve para vivir esta situación». Siguiendo estas sencillas
indicaciones, todas y cada una de las decisiones que
tomemos serán siempre acertadas.
El cerebro no tardará mucho en proponer un nuevo
pensamiento. «La regla de usar o tirar va a cambiar mi
vida» o «esto son chorradas». Da igual cómo sea. Volvemos
a preguntarnos qué nos hace sentir, y si no ofrece el
resultado que buscamos: ¿qué sentido tiene usarlo?[52] Ser
humano es simple. Ahora bien, se vuelve muy complicado
cuando desconocemos cómo funciona el organismo. Un
pensamiento que no se usa jamás generará emoción y, sin
emoción, la acción nunca tendrá lugar. «Ya, pero a veces es
imposible evitarlo». ¿Cómo nos hace sentir este
pensamiento? Es una cuestión de honestidad. La honestidad
de mirar a los ojos del pensamiento y elegir no usarlo sin
tener miedo de las consecuencias. La honestidad de pensar
«mi empresa va a cerrar» o «nunca podré cambiar» y
reconocer que ese pensamiento no me sirve porque me
aleja de la felicidad. Desde aquí podemos descubrir que,
lejos de tener razón, esa propuesta neuronal esconde el
miedo a quedarnos sin blanca o el miedo a continuar
sufriendo. Hemos encontrado el pensamiento raíz. Si
realmente queremos comenzar a reeducar al cerebro,
debemos empezar a entender una cosa: lo opuesto al miedo
no es el amor, sino la confianza.
Reeducar el cerebro
Es el momento perfecto para recuperar la libertad. El
tiempo que llevemos siendo ventrílocuos del pensamiento
es lo de menos, a lo sumo puede servirnos de excusa.
«Llevo sesenta años acostumbrado a ello y no voy a
cambiar» solo es una excusa. Podemos decirlo sin pelos en
la lengua. El organismo siempre está preparado para el
cambio. Si estamos leyendo esto estamos vivos. Por lo
tanto, podemos dejar de vivir siendo esclavos de nuestros
pensamientos. ¿Y qué hace falta para dar el salto?
Necesitamos reeducar el cerebro. ¿Y esto qué significa?
Significa asumir el 100% de la responsabilidad tanto de
nuestras pensaciones, como de las acciones y los resultados
que vendrán. ¿Por qué? Porque los resultados dependen de
las cosas que hacemos, y las cosas que hacemos dependen
de las cosas que sentimos, y las cosas que sentimos de
aquello que pensamos. Todo está conectado.
Un sistema nervioso sano nunca propone pensamientos
al tuntún. Analiza y simplifica el entorno para inventar una
versión adaptada al presente de aquellos pensamientos más
usados en situaciones pasadas similares. Este es su
principal criterio de selección. Supongamos que Harry Potter
nos convierte en un cerebro justo cuando vemos el tiempo
en las noticias del mediodía. El presentador informa de los
valores de temperaturas máximas en Barcelona durante la
última semana con ayuda de un mapa virtual: 25º lunes,
22º martes, 25º miércoles, 25º jueves, 21º viernes, 19º
sábado y 25º el domingo. Para nosotros, que ahora somos
un cerebro, el dato más importante será 25º porque es el
que más veces se repite. Entonces, en la próxima
conversación relacionada con el tiempo en Barcelona
propondremos el pensamiento «temperatura 25º». ¿Qué
hemos hecho? Ser prácticos, quedarnos con el dato más
frecuente.
Lejos de ser riguroso, el ejemplo anterior sirve para
entender la forma de funcionar de un cerebro a la hora de
proponer pensamientos. Aparte de estar condicionados por
el pasado, los planes de futuro y ser coherentes con el
presente, un buen candidato a pensamiento debe ser
frecuente. ¿Y dónde se guarda la información referente al
uso? En la anatomía neuronal. De hecho, con un dispositivo
moderno de neuroimagen podemos saber si un desconocido
votó a Podemos o al PP en las últimas elecciones. Cuando
alguien simpatiza con Podemos (de izquierdas o liberales)
usa frecuentemente una serie de pensamientos que
aumentan la densidad en la corteza cingulada (emociones y
honestidad). Sin embargo, una persona que confraterniza
con el PP (de derechas o conservadores) presenta una
amígdala (miedo) con más densidad debido a las ideas que
frecuentan sus redes neuronales.[RF83]
Desde que nacimos, hemos tratado de controlar las
cosas que pensamos o de gestionar nuestras emociones de
mil maneras. Esta actitud nos ha llevado a una rueda sin fin,
a un callejón sin salida, donde los resultados nunca son
exactamente los esperados. Esto ocurre porque al intentar
controlar un pensamiento le estamos prestando atención.
Entonces sentimos la emoción asociada a él y actuamos.
Cada vez que tratamos de resistirnos, estamos actuando.
Resistirse es una acción. En el intento de cambiar, el
cerebro interpreta que ese pensamiento es útil debido a que
lo estamos usando, y por lo tanto lo propone con más
frecuencia. Sin darnos cuenta… ¡Hemos conseguido el
efecto contrario! Cuanto más intentamos cambiar las cosas
que pensamos más presentes se vuelven. Tenemos un
problema de comunicación con nuestro cuerpo. Nos
relacionamos con él de la misma forma que un matrimonio
frustrado, donde cada uno da cosas por supuesto y cada
palabra es mal entendida. ¡Normal que durmamos
continuamente en el sofá! La forma natural de
comunicarnos en esta situación es ser honesto, y decirle al
organismo «este pensamiento no me sirve para vivir este
momento».
Taylor Schmitz y su equipo de la Universidad de
Cambridge han explicado qué ocurre en el cerebro de una
persona cuando manifiesta «este pensamiento no me sirve»
gracias a un procedimiento denominado «pensar-no
pensar». Durante la primera parte del estudio, los
participantes aprenden una asociación incoherente de
palabras como pie-tostada o metal-peca. Posteriormente, se
muestra solo la primera palabra de la asociación de un color
concreto: verde o rojo. Si el color de la palabra es verde, los
participantes deben pensar en su pareja y recuperar la
palabra asociada, mientras que si se pinta de rojo deben no
pensar, inhibirla. Con ayuda de una técnica conocida como
espectroscopia de resonancia magnética, han descubierto
que cada vez que un participante no piensa aumenta un
compuesto químico conocido como GABA en su hipocampo
(memoria).[RF84]
Llevando estos resultados del laboratorio a la vida del
carnicero o de los adictos al coaching, cada vez que
manifestamos «este pensamiento no me sirve» estamos
desviando la atención a otro lugar, privando de interés a la
propuesta inútil. «Creo que le caigo mal» es un pensamiento
inútil ya que nos aleja de la felicidad. Entonces elegimos
«no pensar» diciéndonos a nosotros mismos «este
pensamiento no me sirve para vivir este momento».
Nuestro cerebro comenzará a secretar GABA como un
descosido. Este neurotransmisor se concentrará en el
hipocampo para evitar que el mismo pensamiento inútil sea
propuesto de nuevo por la corteza cerebral cuando vivimos
una situación de vida similar. En consecuencia, la
probabilidad de volver a pensar lo mismo disminuye. Puede
que con hacerlo una vez no sea suficiente para reeducar el
cerebro y dar con el cambio neuronal que esperamos, pero
una cosa está clara: el proceso de aprendizaje será
equivalente e igual de duro que cuando aprendemos a
bailar por primera vez. No más.
Antes de zanjar el tema, tan solo un pequeño apunte.
Para algunas personas, el subconsciente no entiende el
adverbio no. Esto significa que cuando supuestamente
decimos «este pensamiento no me sirve para vivir esta
situación» en realidad el organismo entendería «este
pensamiento me sirve». Quien quiera puede usar «este
pensamiento es ineficaz». Nuestro objetivo no es tener
mejores pensamientos, más positivos o mejorar la
comunicación, sino dejar de depender totalmente del
pensamiento, y este giro consiste en llevar la atención a un
lugar diferente. La verdadera inteligencia nada tiene que
ver con la capacidad de resolver problemas o conectar
conceptos, sino más bien con la capacidad de seleccionar
las ideas más útiles en cada situación de vida.
Rehabilitando la atención
Visto lo visto, la atención es uno de nuestros bienes más
preciados. Es nuestro tesooooro. Hasta ahora nunca nos
hemos preocupado lo más mínimo por su salud y, en cierto
modo, la atención se ha convertido en una yonqui adicta al
trabajo y al entretenimiento. Vivimos saturados, con la
atención puesta en mil cosas: en la casa, en el correo
electrónico, en el futuro y en Netflix. ¿Y qué? Pues resulta
que cuando vamos a echar mano de la atención para elegir
si usar o tirar un pensamiento, está más quemada que la
pipa de un indio y perdemos la capacidad de elegir. Estamos
agotados. En estas situaciones solemos echar mano de la
copita de vino para «relajarnos». ¡Y claro que funciona! Los
neurotóxicos son una forma artificial de «no pensar»[53]. De
esta forma tan sutil perdemos de vista el origen del
problema y renunciamos a nuestra capacidad de elegir,
convirtiendo la felicidad en algo complicado. Para dar el
salto, debemos tener la atención en plena forma. Hemos
reconocido que el pensamiento es una herramienta, sí, pero
debemos empezar a rehabilitar la atención. Es urgente. Por
ello vamos a acudir a una reunión de Atenciónimos
Anónimos para descubrir las manías de la atención y cómo
alimentarla positivamente. Bienvenidos.
Vayamos directamente al origen del problema. Durante
la Segunda Guerra Mundial, a pesar de invertir millones de
dólares en mejorar la tecnología y la seguridad de los
aviones, el número de accidentes aéreos se disparó. ¿Cómo
era posible? Por mucho empeño que pusieron, los militares
no fueron capaces de encontrar el motivo. Contabilizaron el
número de convoyes abatidos por el enemigo y era mucho
menor comparado con la tecnología anterior. El número de
aviones que se fueron a pique debido a fallos mecánicos
también era menor. Realmente habían conseguido aviones
más rápidos, más seguros y más difícilmente detectables.
¿Entonces, por qué había más accidentes? Desorientados,
encargaron al psicólogo Donald Broadbent que iniciara una
investigación para tratar de llegar al fondo del asunto.
El científico inglés descubrió que el desarrollo tecnológico
había disparado exponencialmente el número de
indicadores y estímulos que el piloto debía manejar durante
el vuelo, y llegó a la conclusión de que el aumento de
accidentes se debía al fallo humano. A lo largo de sus
investigaciones comprobó cómo la mente es capaz de
gestionar un número limitado de tareas al mismo tiempo.
Todo apuntaba a un problema de atención[54].
La multitarea nos desgasta y nos agota, convierte el día
a día en un torrente de pensamientos automáticos que nos
empuja a actuar. En este dejarse llevar por el pensamiento,
la capacidad de elegir pasa desapercibida y las emociones
se convierten en un incordio, perdiendo su sentido vital:
hacer de brújula hacia la felicidad. Cuando hacemos dos
cosas a la vez, la corteza prefrontal (concretamente la parte
frontopolar y dorsolateral) se divide por la mitad, y cada una
de las partes asume una tarea. Como consecuencia, la
atención literalmente se fracciona. Rendimiento y
concentración caen en picado y la probabilidad de errar se
dispara. La saturación de la atención no solo fue el origen
del incremento de accidentes aéreos durante la Segunda
Guerra Mundial, sino que también es la responsable de las
malas decisiones y las grandes meteduras de pata a lo largo
de nuestra vida. Para hacernos una idea de la magnitud del
asunto, un conductor distraído que va hablando por el móvil
conduce peor que una persona que supera la tasa de
alcohol permitida.[RF86] La atención se va anestesiando con
cada tarea adicional que añadimos. Como consecuencia, el
presente se disuelve para el cerebro.
En las ciudades vivimos sobrecargados de estímulos que
tratan de llamar nuestro interés: señales de tráfico,
anuncios de Coca-Cola, teléfonos móviles y un sinfín de
elementos que secuestran constantemente nuestra
atención. Aun así, que nadie se preocupe demasiado por
esto del secuestro pues el precio del rescate es accesible
para cualquiera. Podemos empezar por pequeñas acciones
como evitar tener las redes sociales y el correo electrónico
anclados en la pestaña del navegador todo el día, apagar el
ordenador cuando no lo utilicemos, activar el «no molestar»
en el móvil cuando estemos hablando cara a cara con otra
persona, silenciar grupos y contactos de wasap que
acostumbran a enviar distracciones, y desactivar las
notificaciones del resto de redes sociales o gestores de
correo. «¡Hacer esto es imposible en mi trabajo!», solemos
pensar. La experiencia nos enseña que no solo es posible,
sino imprescindible si queremos rendir mejor, ser más
eficientes y llegar a casa con mejor humor. A partir de
ahora, los correos o los likes no interrumpirán nuestro
trabajo. Seremos nosotros los que voluntariamente
dedicaremos un tiempo para revisarlo. ¡Ah! Se me olvidaba,
y nada de cuentas de correo o redes sociales del trabajo
fuera de la oficina.
Se trata, únicamente, de añadir consciencia. Añadir
consciencia en lo que hacemos, aprender cómo funciona el
organismo y sacarle el máximo partido. Estas pequeñeces
darán resultados desde el primer día. No seamos
exagerados (que nos encanta cuando nos sacan de nuestra
monotonía). Nadie está hablando de prescindir de la
tecnología, de hacerse ermitaño, ni tampoco de emplear
tiempo extra en nada. Estamos hablando de seguir una
estrategia para regenerar la atención 100% compatible con
la cotidianidad y, a cambio, tendremos la posibilidad de
retomar las riendas de nuestra vida. Vale la pena ¿no?
Para los más atrevidos, existen estrategias de nivel 2
como, por ejemplo, restringir el horario de acceso al correo
(10, 12 y 16 horas) y redes sociales (9 y 18 horas), ser más
ordenado, hacer deporte, dar un paseo por la naturaleza,
jugar, ser honesto, divagar, hacer yoga, acariciar una
mascota, hacer el idiota, celebrar, meditar, tener sexo (no
en el trabajo), confiar en la vida o hacer breves descansos
cada treinta o cuarenta minutos. Este último punto es
especialmente efectivo. La atención trabaja en ciclos de
treinta-cuarenta minutos. Por lo tanto, rendiremos
muchísimo mejor si nos tomamos pequeños descansos y
damos espacio para que la atención se regenere[55]. Así
tardaremos más tiempo en llegar al punto de saturación. La
mayoría de las personas con un horario de oficina (por
ejemplo, entrada a las 10 y salida a las 19 horas), satura su
atención alrededor de las 17 horas. Jueves o viernes, la
saturación nos visita antes de tiempo. Para rendir al
máximo, ¡bailemos al ritmo de la atención!
A la hora de ponernos manos a la obra, es habitual que
nos encontremos con un invitado inesperado: el
aburrimiento. «¿Y que hago si no? ¿Mirar al techo?» O quizá
«A mí me gusta mirar el Facebook a todas horas». Tener
este tipo de pensamientos es totalmente normal. Durante
nuestra educación le hemos dejado bien clarito al cerebro
que la novedad, el cambio y salir de la zona de confort es
algo que no estamos dispuestos a hacer todos los días. Por
lo tanto, es lógico que su respuesta sea generar
pensamientos que se oponen al cambio. De nuevo, la única
salida es preguntarnos si los pensamientos «¿y que hago si
no? ¿Mirar el techo?» y «a mí me gusta mirar el Facebook a
todas horas» nos acercan o nos alejan de nuestros
objetivos. Entonces vemos que nos alejan, que nos llevan a
no cambiar, a seguir como estamos. Blanco y en botella. Es
el momento de decirle al cerebro «ese pensamiento no me
sirve para vivir este momento» y abrirnos a la posibilidad de
estar aburridos. Cuántas veces hemos dicho de antemano
«esto será un aburrimiento» y al permitirnos ir al evento o
desarrollar la tarea nos ha sorprendido gratamente. Es el
momento de dejar que la vida nos sorprenda. ¡Confiemos!
La felicidad está ahí… ¡Pues yo no la veo!
¿Qué es la felicidad? Para algunos es la ausencia de
inconvenientes y depende de las cosas que pasan en la
vida, de los resultados. Otros la ven como un estado de
satisfacción espiritual y físico alcanzable a sorbos. Incluso
hay cerebros que piensan que la felicidad es su vecina del
quinto. ¿Por qué nos cuesta tanto a las personas ser felices?
Daniel Simón y Christopher Chablis, dos investigadores de
Harvard, encontraron una posible respuesta. Diseñaron un
estudio que consistía en ver un vídeo de poco más de un
minuto donde dos equipos de tres jugadores se pasan una
pelota de baloncesto. A los participantes se les pidió que
contaran cuántos pases daba el equipo blanco. Pan comido
¿no? ¡Treinta y cuatro pases! ¡Hemos dado en el clavo! Lo
cierto es que el experimento no fue diseñado para averiguar
si los participantes sabían contar; era una estrategia de
distracción. Los científicos querían averiguar si los
participantes eran capaces de ver a un estudiante
disfrazado de gorila que cruzaba la imagen de derecha a
izquierda, se detenía justo en medio del plano mirando a
cámara, golpeaba su pecho y se retiraba. El 50% de los
participantes no vieron nada inusual en el vídeo. ¡No habían
visto al gorila a pesar de estar cerca de diez segundos en
escena![RF87] Cuando los investigadores volvieron a ponerles
el vídeo, los participantes detectaron al gorila a las primeras
de cambio y exclamaron «¡¿cómo puede ser que no lo haya
visto antes?!»
Lo mismo que ocurre en el experimento de Simón y
Chablis con el gorila ocurre con la felicidad. La posibilidad
de ser felices está ahí, en la escena, pero no la vemos
porque vivimos distraídos haciendo números para llegar a
fin de mes, buscando a alguien que nos haga felices o
tratando de averiguar la forma de encontrar al gorila. Cada
vez que ponemos la atención en algo, el resto del mundo
desaparece para nuestro cerebro. Hemos aprendido a
rehabilitar la atención, algo imprescindible para poder ver la
felicidad; tan solo nos falta verla. Y para ver hay que mirar.
Nos encontramos en la última etapa de nuestro viaje. En
ella vamos a mirar juntos a los ojos de la felicidad. Aviso:
vamos a terminar preguntándonos exactamente lo mismo
que los participantes en el estudio del gorila: ¿cómo puede
ser que no la haya visto antes?
12
EXPANDIENDO LA FELICIDAD
A lo largo de nuestro viaje por el organismo humano
hemos descubierto que los pensamientos son el origen de
nuestras emociones, y estas emociones nos empujan a
actuar. Ahora vamos a centrarnos en los resultados que
acarrean nuestras acciones. Cualquier acción produce unas
consecuencias internas y externas. Cuántas veces hemos
estado en casa y ante un comentario de nuestra pareja, el
sistema nervioso nos ha propuesto algún pensamiento del
tipo: «¿está insinuando que siempre me dejo los platos sin
fregar cuando es ella quien siempre se los deja?» Somos
totalmente conscientes de que la vamos a liar si entramos
al trapo, si actuamos. Entonces tratamos de negociar con el
pensamiento y, con cada razonamiento, prestamos más y
más atención. El pensamiento empieza a mutar, a
convertirse en emoción, y la pensación va tomando forma.
Todavía no hemos dicho ni pío, pero el organismo está
rebosante de señales electroquímicas y hormonas que se
van retroalimentando, modulándose, mientras la emoción
va engordando. Aquí tenemos el resultado interno. Para
rematarnos viene el «no lo digas que la vas a tener», «no lo
digas…», «no…» Y lo dices. El pollo está asegurado. Tras el
enfado, vemos la consecuencia externa: dormiremos culo
con culo.
Cada vez que reaccionamos ante una emoción, le
estamos diciendo al cerebro «este pensamiento es útil para
vivir este momento» y, por lo tanto, estamos educándolo. La
próxima vez que nos encontremos en una situación
parecida, el sistema nervioso volverá a proponernos un
pensamiento similar puesto que, al usarlo, entiende que
resultó «útil».
La mayor parte del tiempo actuamos dominados por las
emociones, con la sensación de que los pensamientos
hacen lo que quieren con nosotros. ¿Por qué nos cuesta
tanto? ¿Por qué no podemos simplemente cerrar el pico y
sonreír a lo Jack Nicholson? El primer paso en falso lo damos
al creer que las emociones que sentimos provienen de las
palabras de los demás cuando, en realidad, son el resultado
de poner la atención en el pensamiento «¿está insinuando
que siempre me dejo los platos sin fregar cuando es ella
quien siempre se los deja?» Esta confusión hace que
tratemos de luchar o huir constantemente de las cosas que
pensamos y sentimos. Para luchar contra algo tenemos que
prestar atención a ese algo, para mantenerlo a raya, y
cuanta más atención prestemos más grande se hará la
emoción. ¡Estamos consiguiendo el efecto contrario! Lo
mismo ocurre cuando tratamos de huir.
En esta ilustración puede verse claramente cómo las personas
generamos nuestra percepción individual de la realidad. El cerebro nos
propone un pensamiento (en base a nuestra experiencia pasada, base
genética y expectativas futuras). Al usar un pensamiento, es decir, al
prestarle atención, damos lugar a una pensación. Esa emoción sentida,
el 80% de las veces nos empuja a actuar y, esa acción, da lugar a unos
resultados. Tan solo nos falta ponerle la guinda al pastel. Como veremos
muy pronto, la sensación de felicidad proviene de comparar esos
resultados con nuestras imágenes mentales felices y expectativas.
La solución pasa por no usar ese pensamiento, y el reto
consiste en hacerlo con la atención saturada. El estrés, los
dispositivos electrónicos, el alcohol o la falta de sueño
queman la atención privándonos de la capacidad de elegir y
reeducar el cerebro. Muchos nos echaremos las manos a la
cabeza leyendo esto. Es normal. El estilo de vida actual se
basa en trabajar todo el día (estrés), consultar las redes
sociales mientras vamos y volvemos del trabajo (estrés
digital), tomarnos una cerveza o copita de vino por la tarde-
noche (neurotóxico) y acostarnos a las tantas viendo una
serie en Netflix (falta de sueño). A nuestro favor hay que
decir que sacamos heroicamente un hueco para hacer
ejercicio y tratamos de alimentarnos lo mejor posible.
Si queremos cambiar los resultados y dejar de dormir
culo con culo, debemos ir al origen del problema: las cosas
que pensamos. Sin embargo, nuestro viaje al origen no será
con el fin de cambiar pensamientos o hacerlos más
positivos, sino para decirle al sistema nervioso «este
pensamiento no me sirve para vivir este momento». Este
matiz, tiene la capacidad de transformar por completo el
mundo que vemos. ¡Ojo! No nos confundamos. Nadie está
hablando de cambiar de pareja o de ignorar las cosas que
pensamos. Estamos hablando de tomar conciencia del
funcionamiento del organismo, de recordar que un
pensamiento es una propuesta neuronal, y recuperar así el
poder de elegir qué pensamientos son útiles para vivir este
momento. Es un tema de neuroeducación. Un organismo es
torpe y lento con la teoría, pero aprende rápidamente con la
experiencia y el ejemplo. Por este motivo, si queremos
reeducar el cerebro necesitamos situaciones, necesitamos
tener pensamientos desagradables y sentir sus emociones
asociadas, para poder decirle al cerebro «este pensamiento
no me sirve para vivir esta situación». Es imposible hacerlo
de otro modo. Ser feliz pasa por darse cuenta de esto.
Cualquier método que trate de alterar los pensamientos o
mejorarlos, aunque parezca funcionar en un primer
momento, a largo plazo se vuelve ineficaz y dará paso a la
frustración.
La fórmula de la felicidad
Las personas hemos convertido la felicidad en una
imagen mental repleta de coches de lujo, éxitos
profesionales, vacaciones en Cancún, parejas perfectas y
hoteles con pulsera. ¿Qué nos viene a la cabeza cuando
pensamos «felicidad»? ¿Éxito? ¿Salud? ¿Lugares?
¿Personas? Unos creen que el dinero, la salud y el amor no
dan la felicidad, pero ayudan (y mucho). Otros opinan que
se esconde en los pequeños detalles, es cuestión de suerte
o, directamente, no existe. Independientemente de la idea
de cada cual, las personas de a pie llamamos felicidad a la
sensación que resulta de comparar nuestra imagen feliz de
las cosas con el momento presente.
Una imagen feliz es una imagen mental de referencia
socialmente acordada, que viene dada por la educación y
retocada por experiencias personales. Por ejemplo, todas las
personas tenemos una imagen feliz de «familia» compuesta
por un papá, una mamá y unos hijos, donde se respetan y
valoran unos a otros. Esta imagen está integrada en cada
uno de nosotros y nos acompaña allá donde vamos. Luego,
por otro lado, está la situación de cada persona y su
percepción individual de la realidad. ¿Tenemos papá y
mamá? ¿Hay conflictos entre ellos? ¿Están divorciados?
¿Sentimos que nos valoran? Sí. Todo está bien, ¡tenemos
una familia de diez! Lo mismo ocurre con la mascota de la
casa, la economía o con nuestra pareja. Una posible imagen
feliz de pareja es una persona cariñosa, comprensiva,
atractiva, detallista, fiel y con trabajo. Ahora toca mirar
nuestra realidad individual. ¿Tenemos pareja? Sí. ¿Es
cariñosa? Sí. ¿Comprensiva? Sí. ¿Detallista? Sí. ¿Tiene un
buen trabajo? Sí. ¿Es atractiva? Sí. ¿Es fiel? Sí. ¡Bueno,
bueno! ¡Somos unos suertudos!
La lista de imágenes felices continúa hasta el infinito y
más allá. Tenemos una imagen feliz de salud, de trabajo, de
amistad, del vecino, de coche o de cualquier cosa que
pueda existir en el universo (incluso el mismo universo).
Cada persona tiene su propia colección única e irrepetible, y
estas imágenes felices determinan nuestras expectativas.
FELICIDAD = IMAGEN FELIZ = INSTANTE PRESENTE
SUFRIMIENTO oc IMAGEN FELIZ - INSTANTE PRESENTE[56]
Estas fórmulas explican sin tapujos la felicidad y el
sufrimiento humano. Las personas somos felices cuando
nuestra imagen feliz coincide exactamente con el momento
presente. Ante cualquier diferencia, por más mínima que
sea, dejaremos de ser totalmente felices. Justo en ese
momento aparecen las expectativas, y el sufrimiento será
proporcional a la distancia entre la imagen feliz y el instante
presente. Esta comparación se lleva a cabo en las
profundidades del cerebro, concretamente en el sistema
mesolímbico de recompensa[57]. Este sistema es el
encargado de contrastar el ahora con nuestras imágenes
felices, dando pie a la sensación de felicidad; un cóctel
bioquímico compuesto por dopamina (sensación de placer y
motivación), endorfinas (bienestar), serotonina (estado de
ánimo) y oxitocina (confianza).
Ahora bien, desde un punto de vista estadístico es
prácticamente imposible ser feliz en el mundo en que
vivimos. Hemos convertido la felicidad en algo elitista, en
una señorita más exigente que Rottenmeier. Nos pasamos la
vida conociendo a personas y buscando a alguien
compatible mientras nos preparamos académicamente para
ser felices. Entonces encontramos la pareja y el trabajo
perfectos. El esfuerzo ha dado sus frutos. Ahora toca
mantenerlos, no defraudar, ser comprensivo, cariñoso,
cumplir objetivos, tener hijos y seguir motivados. A los diez
años de estar en el mismo lugar, viendo las mismas caras y
desarrollando el mismo trabajo, la motivación ya no es la
misma. Tal día como hoy salta la alarma en la corteza
cingulada anterior (honestidad) y los cimientos de la
felicidad empiezan a tambalearse. Pero bueno, se trata de
un ligero tembleque, tampoco exageremos. Pasa el tiempo
y, al final, terminamos acostumbrándonos a vivir con esa
sensación agridulce intermitente. «Es normal, le pasa a todo
el mundo», suele pensar nuestro sistema nervioso.
Unas semanas más tarde, nos enteramos de que un
amigo ha hecho algo que está fuera de nuestra imagen feliz
de amistad, y la felicidad sufre un terremoto de fuerza dos
en la escala de Richter del bienestar. La sensación de
sufrimiento va en aumento. Basta con que otro
acontecimiento imprevisible escape de alguna imagen feliz
para que el terremoto pase a nivel tres, incluso, si se trata
de algo inesperado relativo al dinero, la salud, el amor o la
familia, el seísmo puede superar el nivel cinco. A partir de
ese momento, nos convertimos en una olla exprés con
patas.
Expandiendo la felicidad
Las imágenes felices determinan qué debe ocurrir en
nuestra vida para alcanzar un estado de bienestar y, al
mismo tiempo, también definen aquellas experiencias que
generan sufrimiento. Felicidad y sufrimiento comparten
origen, son las dos caras de la misma moneda. Si realmente
queremos ser felices, debemos dejar a un lado la manía de
culpar a las situaciones de vida y a los demás de las cosas
que sentimos, y tomar la responsabilidad. Este cambio de
sentido es vital. Mirar al mundo siendo conscientes de que
son nuestras propias imágenes felices (pensamientos) las
que ponen límites a la felicidad hace que el mundo se
transforme. ¿Quién decide si una ruptura sentimental está
dentro o fuera de la felicidad? ¿Quién decide si un robo está
fuera o dentro de la felicidad? Nuestras imágenes felices de
pareja y economía. ¡Nadie más! Asumir esto significa tomar
la responsabilidad, significa aceptar parte del sufrimiento
ajeno como propio. ¿Por qué? ¿Porque es culpa nuestra? No.
Porque el sufrimiento que vemos en el mundo no proviene
de la ruptura o del robo, sino de nuestras imágenes felices.
¡Son nuestras! ¿Quién va a asumir esas imágenes? ¿Trump?
La regla del PLAC también es aplicable a la felicidad.
Retomemos el ejemplo de la discusión ficticia con
nuestra pareja del inicio del capítulo. El conflicto nació al
usar el pensamiento «¿está insinuando que siempre me dejo
los platos sin fregar cuando es ella quien siempre se los
deja?» ¿Lo tenemos? Bien. Nos encontramos justo en el
momento antes de la acción, cuando el cerebro ha
propuesto el pensamiento y comenzamos a sentirlo.
Podemos tomar dos rutas. Ninguna es más fácil o mejor que
otra, depende de cada persona y situación. Lo importante
es que ambas son coherentes con el funcionamiento del
organismo. La primera ruta nos lleva a aplicar la regla de
usar o tirar sobre el pensamiento. En cuanto nos demos
cuenta de que usar la propuesta cerebral nos aleja de la
felicidad, debemos girar la atención hacia nosotros mismos
y decirle al cerebro alto y claro: «Este pensamiento no me
sirve para vivir esta situación de vida». En este caso, hemos
elegido el camino de la neuroeducación y la reacción nunca
tendrá lugar. Con ello conseguimos que la próxima vez que
nos encontremos en una situación similar, sea menos
probable que el sistema nervioso proponga el mismo tipo de
pensamiento.
Ahora bien, si tenemos la atención saturada o
simplemente actuamos compulsivamente y llegamos a
ofender a nuestra pareja, el pollo está servido. El
pensamiento ha sido usado y, aunque podríamos
plantearnos aplicar la regla de usar o tirar a pensamientos
futuros, vamos a tomar una segunda ruta: aplicar la regla
de la expansión de la felicidad. Esta regla tiene forma de
pregunta: ¿estamos dispuestos a incluir esta situación
dentro de la felicidad? En este caso concreto, como se trata
de una discusión, podríamos particularizar y preguntarnos si
estamos dispuestos a incluir esta discusión dentro de la
felicidad. ¿Y qué conseguimos con esto? La regla de la
expansión de la felicidad nos recuerda la posibilidad de que
presente e imagen feliz sean uno. Cualquier argumento,
cualquier intento por cambiar al otro o por buscar culpables
deja de tener sentido cuando presente y felicidad se funden
en un abrazo.
Esta regla es aplicable a cualquier situación de vida por
justa o injusta que parezca porque no trata de cambiar
nada. ¿Estamos dispuestos a incluir un robo dentro de la
felicidad? ¿Estamos dispuestos a incluir un despido dentro
de la felicidad? La pregunta nos hace mirar a los ojos de
nuestra imagen mental feliz, y nos permite tomar
conciencia de la responsabilidad que tenemos como seres
humanos. Tratamos de cambiar personas o situaciones para
que sean lo más parecidas posibles a nuestras imágenes
felices. ¡Y no funciona! ¡Nunca ha funcionado durante
mucho tiempo! ¿Y si hubiésemos venido al mundo a
aprender a incluir cualquier situación de vida dentro de la
felicidad? ¿Y si somos elementos activos en la expansión de
la felicidad y del universo? Es solo una posibilidad, sí, pero
hace que la vida adquiera un color distinto, disparando las
ganas de vivir, acercándonos a la paz y al bienestar.
Un GPS hacia la felicidad
¿Cómo puedo aprender a incluir cualquier situación de
vida dentro de la felicidad? Seamos directos y claros: no es
necesario hacer nada concreto. Solo vivir, saber cómo
funcionamos, estar atento. El propio organismo se encarga
de enseñarnos en cada situación de vida aquello que
excluimos de la felicidad a través de pensamientos y
emociones. Hasta ahora, hemos ido dando palos de ciego
porque desconocíamos cómo funciona el organismo y la
vida. Ahora que estamos al día de sus manías, somos
conscientes de que los pensamientos y las emociones son
un GPS hacia la felicidad, capaces de enseñarnos qué
estamos excluyendo de ella. Integrando todo lo aprendido
durante este viaje, llegaremos a la conclusión de que
cualquier pensación que nos haga sentir algo distinto a la
felicidad absoluta necesita ser revisada. Para hacerlo
disponemos de herramientas muy potentes que nos
comprenden y están en armonía con el funcionamiento del
organismo.
Cualquier pensamiento está tratando de hacernos felices,
está poniendo en evidencia todas las cosas que excluimos
de la felicidad. ¿Para qué? Para que podamos incluirlas. ¡Por
eso no tiene sentido querer dejar de tener pensamientos
que producen sufrimiento o dolor! ¡Por eso no debemos
esforzarnos por ser más optimistas, más espirituales o más
positivos! Si cambiamos nuestros pensamientos, ¿cómo
vamos a poder ver aquello que estamos dejando fuera de la
felicidad? Ha llegado el momento de relajarnos, de entender
que todo está bien y que siempre estuvo bien. Nadie está
diciendo que no haya cosas que cambiar, nadie está
diciendo que no exista el hambre en el mundo, que la
guerra de Siria sea un cuento chino o que Kim Jong-un es
una bellísima persona. Únicamente estamos descubriendo
la posibilidad de transformar el mundo que vemos desde el
amor y la felicidad, en lugar de intentar hacerlo desde el
miedo y el sufrimiento como hemos hecho hasta el día de
hoy. Y para hacer esto necesitamos los pensamientos que
tenemos ahora y las emociones que tenemos ahora. Es la
única forma que tenemos de conocernos. Si ya hemos
pagado un curso de coaching para tener pensamientos más
positivos, una charla para gestionar nuestras emociones o
una formación con David del Rosario para conocer más
cosas acerca de nuestro organismo, no importa. Podemos ir
igualmente. Simplemente no era necesario. Todas las
personas llevamos grabado en el cerebro un mapa hecho a
medida de cada uno que nos dirige irremediablemente
hacia la felicidad.
«¿Y por dónde empiezo?», puede pensar el cerebro. La
mejor forma de expandir la felicidad es comenzar por
aspectos cotidianos, desde nuestro presente. No es
necesario remontarnos a cuando éramos niños o a nuestro
tatarabuelo. El cerebro trabaja siempre en el ahora, y solo
desde ahí puede mostrarnos aquello que hemos dejado
fuera de la felicidad para que podamos incluirlo. Vamos a
envolver esta idea y a llevarla por última vez al día a día de
la maestra de escuela, del albañil y de los youtubers.
Imaginemos que nos acaban de seleccionar para la
entrevista final del trabajo perfecto. El sueldo sería mejor
que el actual, la temática nos entusiasma y el horario nos
permite tener mucho más tiempo libre. «Me haría tan feliz
que me dieran el puesto», propone el cerebro. Este
pensamiento responde tanto a una expectativa como a una
imagen feliz. Paso uno, usemos ese pensamiento. ¿Cómo
nos hace sentir esa propuesta neuronal? La respuesta que
buscamos no es un pensamiento sino una sensación.
Dirigimos la atención primero al pensamiento y luego a la
emoción. Entonces nos topamos con una sensación
agridulce. Esa sensación de desconfianza proviene del
miedo a no obtener el trabajo, y nos indica que hay una
parte de ese pensamiento excluido de la felicidad. Por lo
tanto, debemos incluirla. ¡Manos a la obra! ¿Estamos
dispuestos a incluir la posibilidad de dejar escapar el trabajo
perfecto dentro de la felicidad? Sin argumentos. Sin los «si
no sale es que no era para nosotros». Sin excusas. ¿Estamos
dispuestos? Aquí descubrimos algo hermoso. Descubrimos
que no estamos dispuestos a ser felices en cualquier
situación, que tenemos unas condiciones y queremos
salirnos con la nuestra.
Solo desde ahí podemos ver la imagen feliz y
preguntarnos: ¿estamos dispuestos a permitirnos sentir
felicidad aunque el trabajo sea para otra persona? De
nuevo, la respuesta no viene en forma de palabras para ser
comprendida, sino en forma de sensación para ser sentida.
¡Sintámonos!
¡Sintamos la pregunta! ¿Estamos dispuestos a
permitirnos sentir felicidad aunque el trabajo sea para otra
persona? No hace falta ser reflexivos o positivos para
intentar atraer el resultado que queremos. Tan solo ser
honestos. Al llevar la honestidad al mundo de las imágenes
mentales, nos damos cuenta de que rechazamos la felicidad
constantemente. Pocas personas están dispuestas a sentir
felicidad después de haber roto con su pareja o después de
perder los ahorros de toda una vida. ¡La gran mayoría de
personas no estamos dispuestas! Por lo tanto, rechazamos
la felicidad, rechazamos la felicidad cuando el presente no
se parece a nuestra imagen feliz. ¿Cómo vamos a ser felices
si renunciamos a la felicidad constantemente?
Dar la espalda a la felicidad es algo ilógico pero, al
mismo tiempo, totalmente respetable. Sin ir más lejos,
nosotros mismos la rechazábamos inconscientemente al
principio de nuestro viaje. En ese momento, habríamos
tomado por loca y atacada a cualquier persona que nos
viniera con esas milongas. Solo después de reconocer que
formamos parte del proceso inteligente de la vida y de
tomar conciencia del funcionamiento del organismo,
estamos en disposición de asumir nuestro verdadero
propósito: expandir la felicidad, aprendiendo a incluir
cualquier situación de vida en ella. ¿Hasta cuándo? Hasta
que nuestra imagen feliz y el presente se fundan.
Puede que en el camino nos asalten mil dudas. «Esto
suena muy bonito pero es muy complicado de aplicar».
¿Estamos dispuestos a incluir la complejidad dentro de la
felicidad? ¿Estamos dispuestos a estirar los límites de la
felicidad hasta el infinito y más allá? Esa es la única
cuestión. Todas y cada una de las posibilidades que existen
en el universo caben dentro de la felicidad. Tal vez
encontremos nuestro miedo a ser felices o nuestro miedo a
no saber quiénes somos si se resuelven todos nuestros
problemas. ¡Qué importa! El miedo nunca tuvo sentido.
¿Podemos incluir todos nuestros miedos dentro de la
felicidad? ¿Podemos incluir nuestra familia actual, nuestro
trabajo actual, nuestra situación económica actual, nuestra
salud actual, un despido, una infidelidad, el aburrimiento o
todo nuestro pasado dentro de la felicidad? La posibilidad de
ser felices está ahí siempre, y el presente es la única
oportunidad real que tenemos para ser felices. ¿Estamos
dispuestos a sentir felicidad sea cual sea la forma que tome
este instante? ¿Estamos dispuestos a ser felices ahora?
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CAPÍTULO 2: EL LÍMITE ENTRE LA VIDA
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[RF37]
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859-866. <<
[RF38] Grundy, S. M. y otros, Definition of metabolic
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Vasc Biol, 2004. 24: p. el3-el8. <<
[RF39]
Sapolsky, R. M., ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?
La Guía del Estrés. 2013, Madrid. <<
[RF40]Ten Brinke, L., J. J. Lee, y D. R. Camey, The physiology
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Psychology, 2015. 6: pp. 177-182. <<
[RF40a]Ten Brinke, L., J. J. Lee, y D. R. Camey, The physiology
of (dis)honesty: does it impact health? Current Opinión in
Psychology, 2015. 6: pp. 177-182. <<
[RF41]Light, K. C., K. M. Grewen, y J. A. Amico, More frequent
partner hugs and higher oxytocin levels are linked to lower
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Biol Psychol, 2005. 69: pp. 5-21. <<
CAPÍTULO 4: EL CEREBRO UNIVERSAL
[RF42]Kellogg, W. N., The ape and the child: A study of
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Pub. Co. <<
[RF43]Meltzoff, A. N., Infant Imitation After a 1-Week Delay:
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[RF44] Meltzoff, A. N., What infant memory tells us about
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[RF47]
Sigman, G., La vida secreta de la mente, Ed. Debate.
2016. <<
CAPÍTULO 5: EMANEMS RELLENOS DE
SENSACIONES Y EMOCIONES
[RF48] Sergiel, A. y otros, Histological, Chemical and
behavioural evidence of pedal communication in brown
bears. Scientific Reports, 2017. <<
[RF49] Raichle, M. E., La red neuronal por defecto.
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[RF50]
Makin, T. R. y otros, Phantom pain is associated with
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[RF51]
Feldhütter, I., M. Schleidt, y I. Eibl-Eibesfeldt, Moving in
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[RF52]Póppel, E. y Y. Bao, Subjective Time: The Philosophy,
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[RF54]Szelag, E., N.v. Steinbüchel, y E. Póppel, Temporal
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15(181-205).<<
CAPÍTULO 6: MI HIJO HA TENIDO UN
ACCIDENTE CON LA MOTO (CREO)
[RF56]Wegner, D. M., A. Broome, y S. J. Blumberg, Ironic
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[RF58]Punset, E., Brújula para navegantes emocionales. 4.a
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[RF59]Gerin, W., et al., Sustained blood pressure increase
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[RF60]Komer, P., Essential Hypertension and Its Causes:
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[RF61]
Sapolsky, R. M., ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?
La guía del estrés. 2013, Madrid. <<
[RF62] Bumett, D., El cerebro idiota. 2016, Barcelona,
Editorial Planeta <<
CAPÍTULO 7: LA MEMORIA NO ES UNA
CAJA FUERTE
[RF63]
Cowan, N., The Magical mystery tour: How is working
memory capacity limited, and why? Current Directions in
Physhological Science, 2010.19(1): pp. 51-57. <<
[RF64] Loftus, E. F., The fiction of memory. 2013: TEDGlobal.
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[RF65]
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[RF66]Silva, A. J., La red de la memoria. Investigación y
Ciencia, 2017. 492: pp. 16-23. <<
[RF67]
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[RF68]
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Braidot, N., Cómo funciona mi cerebro para Dummies.
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[RF70] D’Argembeau, A., C. Comblain, y V.d. Linden,
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strengthening of trageted memories via reactivation during
sleep in humans. Current Biology, 2013. 23(18): pp. 1769-
1775. <<
CAPÍTULO 8: CONSTRUYENDO
PENSAMIENTOS
[RF72]Heider, F. y M. Simmel, An Experimental Study of
Apparent Behavior. The American Journal of Psychology,
1944. 57(2): pp. 243-259.<<
[RF73]Malasstro, E., P. Ekman, y W. V. Friesen, Autonomic
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Presentado en West. Psyc.hol. Assoc. Meet. 1972: Portland,
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[RF74]
Ancoli, S., Psychophysiological response patterns to
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[RF75]
Goleman, D., El cerebro y la inteligencia emocional:
nuevos descubrimientos. 2016. Zeta de bolsillo. <<
CAPÍTULO 9: PENSACIONES Y BOTÁNICA
MENTAL
[RF76]
Plassmann, H. y otros, Marketing actions can modulate
neural representations of experienced pleasantness. PNAS,
2008. 105(3): pp. 1050-1054.<<
[RF77]Lupien, S. J. y otros, Effects of stress throughout the
lifespan on the brain, behaviour and cognition. Nature
Reviews Neuroscience, 2009. 10: pp. 434-445. <<
[RF78] Hensen, B. y otros, Loophole-free Bell inequality
violation using electrón spins separated by 1.3 kilometres.
Nature, 2015. 526: p. 682. <<
[RF79]Baumgartner, T. y otros, Oxytocin Shapes the Neural
Circuitry of Trust and Trust Adaptation in Humans. Neuron,
2008. 58(4): pp. 639-650. <<
CAPÍTULO 10: EL MIEDO NI SE CREA NI
SE DESTRUYE, SE TRANSFORMA
[RF80]Feinstein, J. y otros, The Human Amygdala and the
Induction and Experience of Fear. Current Biology 2011. 21:
pp. 34-38. <<
[RF81] Visintainer, M., J. Volpicelli, y M. Seligman, Tumor
rejection in rats after inescapable or escapable shock.
Science, 1982. 216(437-439). <<
CAPÍTULO 11: REEDUCAR EL CEREBRO
[RF82]
Mischel, W., El test de la golosina. 2015, España:
Debate. <<
[RF83]Kanai, R. y otros, Political Orientations Are Correlated
with Brain Structure in Young Adults. Current Biology, 2011.
21(8): pp. 677-680. <<
[RF84] Schmitz, T. W. y otros, Hippocampal GABA enables
inhibitory control over unwanted thoughts. Nature
Communications, 2017. <<
[RF85]Moray, N., Donald E. Broadbent: 1926-1993. The
American Journal of Psychology, 1995. 108(1): pp. 117-121.
<<
[RF86]
Ophir, E., C. Nass, y A. D. Wagner, Cognitive control in
media multitaskers. Proceedings of the National Academy of
Sciences USA, 2009. 106(37): pp. 15583-15587. <<
[RF87]Simons, D. J. y C. F. Chabris, Gorillas in our midst:
sustained inattentional blindness for dynamic events.
Perception, 1999. 28(9): pp. 1059-1074. <<
CAPÍTULO 12: EXPANDIENDO LA
FELICIDAD
[RF88]
Bumett, D., El cerebro feliz, 2018. Barcelona, Editorial
Planeta. <<
DAVID DEL ROSARIO es científico e investigador, músico,
cineasta y escritor. Su pasión por los procesos de la vida le
ha impulsado a proponer nuevos modelos para explicar la
mente humana. Estudió Ingeniería Técnica en
Telecomunicaciones en la Universidad de Alicante y MD en
Ingeniería Biomédica en la Universidad de Barcelona. La
suya es una carrera impecable, que le ha valido numerosos
premios y reconocimientos. Sus investigaciones y su pasión
por la divulgación lo han llevado a ofrecer conferencias y
formaciones en Europa, Norteamérica y Sudamérica.
También colabora con diversas universidades e instituciones
y ha dirigido el experimento mundial «How the world feels»,
todo ello animado por la ilusión de acercar la ciencia a la
vida diaria de las personas.
Notas
[1] Ojo al dato. Hemos dicho luz y no sonido porque las
ondas sonoras no pueden viajar por el espacio. Esto
significa que en todas y cada una de las películas de Star
Wars donde George Lucas ha puesto una impresionante
nave con Dolby Surround, siendo tiquismiquis, no debería
escucharse ni a una mosca. El sonido es una onda mecánica
y necesita partículas como las que tenemos en la atmósfera
para propagarse. La atmósfera es como una piscina repleta
de bolas de plástico en un chiquipark. El sonido empuja las
«bolas» que flotan en el aire ejerciendo una presión sobre
ellas y va propagándose de una bola a otra como Tarzán en
la selva. En cada choque se produce una pérdida de
energía, algo muy práctico, porque si el sonido no se
degradase con la distancia podríamos escuchar todas las
conversaciones que están teniendo lugar en el planeta al
mismo tiempo y nos volveríamos majaras. En el espacio,
como no hay partículas de este tipo suspendidas, el sonido
no tiene nada que empujar y no puede existir. <<
[2] Esta técnica se conoce como espectroscopia. <<
[3]Un mapa interesante de este estudio se puede encontrar
gratuitamente en www.sdss.org. <<
[4]Estos datos y otras interesantes reflexiones pueden
encontrarse en el trabajo de Simon Drive de la Universidad
Nacional de Australia. <<
[5]La temperatura normal que alcanza un cubito de hielo
para llegar a formar parte de nuestro gin-tonic <<
[6]Al mismo tiempo, estas situaciones son las principales
causantes del estrés, según la especialista Sonia Lupien de
la Universidad de Montreal, y suelen derivar en una «lucha»
psicológica encarnizada. <<
[7]Poniendo un electrodo en el tallo de la planta, Clarke y su
equipo de la Bristol University consiguieron registrar la
variación eléctrica del vegetal una vez la abeja había
aterrizado, cambio que perduró un tiempo después de que
la abeja dejara la flor.[RF11] <<
[8]Sería interesantísimo comprobar si esta bacteria sintética
generada en el laboratorio es capaz de organizar partículas
de luz en una cámara de dispersión. De este modo
podríamos comprobar si hemos conseguido realmente que
la bacteria forme parte del flujo de la vida.[RF17] <<
[9]A este modelo lo hemos llamado Spaun y ha sido creado
por un grupo de investigadores del Centro de Neurociencia
Teórica de la Universidad de Waterloo, Canadá, dirigido por
Chris Eliasmith. <<
[10]«La gravedad es una fuerza» conforma una verdad a
medias. Según la relatividad de Einstein, la gravedad es el
resultado de la interacción del espacio-tiempo y no una
fuerza en sí misma. <<
[11]La mayoría de los mamíferos cuenta únicamente con
dos conos y ven el mundo en una especie de grises y
azules. Por ejemplo, los ratones pintan la realidad de
amarillo, marrón, azul y negro; los niños ven en blanco y
negro hasta los cuatro meses de edad. El neurocientífico
John Mollon de la Universidad de Cambridge y los
investigadores del Instituto Médico Howard Hughes y de la
Universidad de California tienen los detalles. <<
[12] Para saber si un animal es consciente de sí mismo
tradicionalmente recurrimos a la prueba del espejo
desarrollada por un tal Gordon Gallup, donde hacemos una
marca inodora en el cuerpo y observamos su
comportamiento al verse reflejado en el espejo para
determinar si el animal reconoce la marca. Todavía no
hemos inventado un método para estudiar la empatía con
bacterias o vegetales, pero hemos observado en ellos
signos de empatía. <<
[13]
Este dato procede del trabajo de Robert S. Feldman de la
Universidad de Massachusetts. <<
[14]Esta es la famosa epigenética. ¡Los estímulos y las
decisiones se heredan! <<
[15]Para que aquellas mentes más éticas puedan descansar
en paz, el experimento terminó a los nueve meses y el hijo
de Winthrop tuvo un desarrollo completamente normal,
licenciándose en Medicina años más tarde.[RF42] <<
[16]El experimento original fue llevado a cabo por el asiduo
a los libros de psicología Jean Piaget en el siglo pasado, y
Adele Diamond es la heroína que dio un giro de ciento
ochenta grados a los estudios originales y, con ellos, a la
perspectiva actual de la educación. <<
[17]Según un informe mundial de la UNODC (United Nations
Office on Drugs and Crime), alrededor de doscientos
cincuenta millones de personas consumieron drogas en el
2014, y el 76,8% de los estudiantes españoles entre catorce
y dieciocho años reconoce haber consumido alcohol en
2016 según el Ministerio de Sanidad. <<
[18] Esta misma idea se utiliza para la compresión de
imágenes; suponemos que el color de un píxel será similar
al de un píxel vecino. <<
[19] En la naturaleza existen otros seres vivos, como la
Gamba Mantis, capaces de captar mucha más información
visual que los seres humanos gracias a sus doce
fotorreceptores. <<
[20] Gracias a la estimulación magnética transcraneal
podemos activar la corteza cerebral, médula espinal y
nervios periféricos a voluntad, sin invadir el organismo, con
ayuda de un campo magnético. <<
[21]En la charla TED «¿Qué revelan las alucinaciones sobre
nuestras mentes?», Oliver Sacks cuenta esta experiencia
vivida en primera persona seis años antes de que el
neurólogo falleciera. <<
[22] Esta pérdida de conexión se conoce como agnosia. En
su libro Cómo percibimos el mundo, Ignacio Morgado habla
de este tema despacito y con buena letra. <<
[23]
Esto es una pensación como una catedral, tal y como
descubriremos dentro de unos capítulos. <<
[24] Esta vía especial se conoce como sistema nervioso
parasimpático y hace uso de palomas mensajeras
cerebrales (neuropéptidos o neurohormonas) para activar la
respuesta al estrés. Por otro lado, y solo con la intención de
criticar por criticar, el que puso nombre al hipotálamo no es
ningún lumbreras si tenemos en cuenta que significa
literalmente «debajo del tálamo». <<
[25]Siendo frikis, cuando hacemos algo con la información
de la memoria a corto plazo, como puede ser restar los
pesos de dos ingredientes de cabeza, se considera memoria
de trabajo. <<
[26]Ocurriría lo mismo si hubiésemos hecho los cálculos con
las cartas. Desde una visión lineal del asunto, Ben debería
retener 2.184 cartas y consiguió retener 1.404. <<
[27]
Al recitarlo en orden inverso volveríamos a hablar de
memoria de trabajo ;). <<
[28] Este dato es de la organización Innocence Project. <<
[29] En el estudio llevado a cabo por un grupo de
investigadores de la Universidad de Toyama con Kaoru
Inokuchi a la cabeza, se introdujo un virus modificado
genéticamente para controlar la activación de la proteína
CREB mediante luz (optogenética).[RF68] <<
[30]
Estos mecanismos de defensa, entre otros, son los que
hacen que tu cerebro «no quiera» leer este libro. <<
[31]
Sus obras originales pueden comprarse en su web por el
módico precio de entre mil y quinientas mil libras. <<
[32] El neurobiólogo James McCaugh de la Universidad de
California y Lawrence Patihis de la Universidad del Sur de
Misisipi han estudiado este fenómeno conocido como
hipertimesia. <<
[33]Este experimento fue diseñado y llevado a cabo por mí
mismo. Soy consciente de que debemos reproducirlo y
comprobarlo de distintas maneras (¡os animo a ello!), y
además no determina cuánta información de los veinte
segundos que recordamos es falsa. Por eso asumiremos, a
sabiendas de que es una aproximación, que los veinte
segundos que recordamos son totalmente fieles a la
realidad. <<
[34]Estos hallazgos los firma Kathleen McDermott y su
equipo de la Universidad de Washington. <<
[35]De nuevo, los mecanismos que hacen que tu cerebro
«no quiera» leer este libro. <<
[36]
De hecho, ver al libro caer (los efectos de la gravedad)
también forma parte del campo mental. <<
[37]
He colgado el corto en el apartado «media» «vídeos» de
mi página web (www.daviddelrosario.com). El título es
«Animación de Heider y Simmel». Podéis acceder a él desde
cualquier teléfono móvil u ordenador. <<
[38]Para construir sus historias, el cerebro lleva a cabo un
proceso más complejo que un simple reconocimiento de los
músculos faciales.[RF73][RF74] El módulo intérprete juega un
papel primordial. <<
[39]De estos menesteres sabe, y mucho, el profesor en
psicología y ciencia cognitiva Paul Bloom de la Universidad
de Yale. <<
[40] «PLAC» es el acrónimo de persona, lugar, animal o cosa.
<<
[41]Aunque no he encontrado registros médicos de personas
que detienen por completo los latidos del corazón o el flujo
de pensamiento, existen formas de disminuir la frecuencia
cardiaca voluntariamente, como por ejemplo mediante la
respiración. Del mismo modo, también podemos reducir la
cantidad de pensamientos por minuto mediante la regla de
«usar y tirar» que veremos en próximos capítulos. <<
[42] Una emoción enredada es aquella que ha perdido la
conexión con el pensamiento generador. Esto ocurre debido
a un fallo en el hipocampo ocasionado por un exceso de
cortisol, ocasionado principalmente por situaciones muy
estresantes. Según Sonia Lupien, de la Universidad McGill
de Montreal, las situaciones que más nos estresan son
novedosas e inesperadas, aquellas que ponen en peligro
nuestra personalidad o nos hacen perder el control de una
situación que creíamos tener controlada. En consecuencia,
pensamiento-emoción pueden disociarse y la emoción
campa a sus anchas por el campo mental. <<
[43] Este dato es orientativo. Lo calculé determinando
cuántos de mis pensamientos corresponden a pensaciones
en un intervalo de tiempo de diez minutos, ayudado por un
programa informático diseñado por mí mismo que permite
clasificar los tipos de pensamientos pulsando un botón.
Después, extrapolé el resultado de forma lineal. Esta
suposición de linealidad puede ser un problema porque
nada en la vida es lineal como sabemos, aunque puede
servir para hacernos una idea general. Con el agotamiento
de la atención, las pensaciones suelen hacerse más
frecuentes y este factor no se ha tenido tampoco en cuenta.
Soy consciente de que habría que replicar el experimento
con una muestra mayor para que esta cifra sea significativa.
Así que tomémosla como orientativa. <<
[44]El entrelazamiento cuántico, del cual Einstein se mofó
llamándolo acción fantasmagórica a distancia, y que he
tratado de imitar sin mucha gracia, habla de un efecto físico
que ocurre cuando dos partículas entran en contacto. A
partir de ese momento quedan entrelazadas y cualquier
medición que realicemos sobre una partícula influye en la
otra aunque las separen kilómetros de distancia.[RF78] <<
[45]En esta web podréis consultar la población del planeta a
tiempo real, incluso el número de personas que nacen y
mueren a cada segundo (obviamente las que están
censadas): http://poblacion.population.city/world/. <<
[46] Esta versión modificada del juego de la confianza se
llevó a cabo por Elizabeth Phelps y su equipo en las
instalaciones de la Universidad de Nueva York. <<
[47]Según los estudios de Holmes y Rahe de 1976, estos
acontecimientos vitales son los más estresantes para las
personas. <<
[48]Muchas personas describen esta experiencia como un
estado de calma donde la producción de pensamientos
colapsa y cesa. Lo han llamado vacío, iluminación,
conciencia o amor. De momento, no existen publicaciones
científicas acerca de este fenómeno. Uno de mis intereses
es ayudar a la ciencia a avanzar en esta dirección. <<
[49] He tratado de calcular una cifra a partir de mi
experiencia propia. Soy consciente de su poco calado
estadístico y de la necesidad de repetir el experimento con
más personas. De todos los casos de éxito (hubo un 50% de
veces que no conseguí llegar al pensamiento raíz), el 91%
de ellos contenían la palabra miedo. Tampoco debemos
menospreciar estos resultados pues nos ayudan a definir la
hipótesis y el punto de partida. <<
[50] Este dato es aplicable a personas sanas con las
necesidades básicas cubiertas. Por ejemplo, si tenemos
alguna enfermedad la cosa cambia y habría que calcular la
probabilidad para ese caso concreto. Hablamos de
pensaciones cotidianas como «mi hijo ha tenido un
accidente con la moto» o «mi pareja me oculta algo». <<
[51]Por si las moscas, y sin ánimo de ofender la inteligencia
de nadie, cualquier número multiplicado por 0 es 0 (diez mil
millones también) y cualquier número multiplicado por 1 es
el mismo número (novecientos billones también). <<
[52] La respuesta a esta pregunta no es un argumento
racional para que lo podamos entender, sino una sensación
para que la podamos sentir. <<
[53]Esto no solo pasa con la copita de vino, sino con las
redes sociales, los cigarrillos de la risa y demás
entretenimientos que vienen a sustituir la realidad. <<
[54] Broadbent desarrolló un experimento donde el
participante escuchaba dos mensajes simultáneamente
para medir y entender el funcionamiento de la atención. El
método se conoce como escucha dicótica.[RF85] <<
[55] Un aporte de Priti Shah de la Universidad de Michigan.
<<
[56]El símbolo «∝» significa en matemáticas «proporcional
a». <<
[57]El sistema mesolímbico de recompensa no es moco de
pavo. En él intervienen numerosas estructuras cerebrales
como el núcleo accumbens, área tegmental ventral, la
amígdala, la corteza prefrontal (al parecer izquierda) e
hipocampo (memoria).[RF88] <<