Los derechos humanos como categoría política
Norbert Lechner1
Para Francisco Delich
La comunidad de científicos sociales chilenos tiene una profunda deuda con el Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). A los diez años del golpe militar hemos de recordar
y agradecer sus esfuerzos para ayudar —en términos simbólicos y materiales— a todos científicos
perseguidos y humillados (Garretón, 1982 y Stover—Mc Cleskey, 1982).
A través de este apoyo al hombre concreto se está defendiendo un derecho universal: la
libertad de expresión. Esta defensa no se limita a un derecho individual (que tal persona pueda
opinar libremente) ni menos a un privilegio corporativo (la libertad de cátedra). Que todos puedan
hablar, escribir y publicar libremente implica que todos puedan escuchar, leer e informarse
libremente. El derecho a la libre expresión remite pues a un espacio social. Significa que el hombre
no puede ser encerrado en los límites de su mundo privado y que ha accedido al derecho a
“aparecer” en público. Se trata del derecho de todos a ser “hombres públicos, a participar en la res
pública. El derecho humano a la libre comunicación concierne al conjunto de la sociedad; proclama
el derecho de la sociedad en tanto colectividad a decidir su desarrollo y, por tanto, de reflexionar,
críticamente lo que es y lo que podría ser la convivencia social. En ese sentido, las actividades de
CLACSO y toda defensa de los derechos humanos son una acción política. No faltan quienes
impugnan esa politicidad. Intentaré pues argumentar el significado político de los derechos
humanos.2
Una agresión contra la sociedad
La actualidad de los derechos humanos es conocida. No hay Estado que no los proclame
constitucionalmente, no hay gobierno que no los reconozca solemnemente y, sin embargo, son
violados constantemente. En muchos países latinoamericanos podemos hablar de una violación
sistemática. Hablo de sistematicidad suponiendo que: 1) las violaciones no se deben a la perversidad
de los gobernantes (que la puede haber) o a la maldad intrínseca del hombre y que 2) no se trata de
violaciones de derechos individuales. Me detengo en el segundo punto, pues sigue predominando
una concepción liberal que toma los derechos humanos por derechos del individuo. Es el caso no
sólo de una derecha preocupada de proteger la iniciativa privada sino igualmente de una izquierda
que formó su opinión a través de La cuestión judía de Marx.
1Profesor—investigador del Programa de Chile de FLACSO
2Retomo y prosigo una reflexión iniciada en "Los derechos humanos y el nuevo orden internacional”; trabajo
preparado para C. Portales (ed: La América Latina en el nuevo orden económico internacional, Fondo de
Cultura Económica - CIDE, México 1983 y publicado previamente por la Revista de Política Comparada 2,
Madrid, 1980.
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En uno y otro caso, la visión individualista permite disociar el orden político de la violación de
los Derechos Humanos. Con lo cual, en Chile o en Cuba, en USA o en la URSS, las violaciones pueden
ser por millares, pero no serían sino una suma de casos individuales no una violación del cuerpo
social. Por consiguiente, será compatible lamentar (y, según el caso, justificar) la violación de los
derechos humanos en cada casa individual y, simultáneamente, exaltar “carácter profundamente
democrático” (y/o “socialista”) del régimen en cuestión. Vale decir, la escisión liberal entre derechos
individuales y orden social desvincula los derechos humanos de la política. Aquí, al contrario, quiero
sostener la tesis que los derechos humanos son un elemento constitutivo de la política y que, por
consiguiente, la violación de los derechos humanos es una agresión a la sociedad.
El derecho a tener derechos
En la interpretación de los derechos humanos conviene distinguir dos tradiciones históricas: la
norteamericana y la francesa. El objetivo de los bills of rights norteamericanos (1776) es crear límites
y controles efectivos a todo tipo de poder político y, por lo tanto, no reivindican establecer un
cuerpo político; más bien, presuponen la existencia de un gobierno frente al cual consagran una
“libertad negativa”, o sea el derecho del individuo a ser libre de coerción estatal. En cambio, la
tradición francesa de los derechos humanos apunta, desde su inicio, a crear una fuente de poder
político; pretende ser el fundamento del nuevo Estado y no solamente un medio para evitar el abuso
del poder. Los Derechos del Hombre y del Ciudadano que proclama la Constitución de 1791 no son
derechos pre políticos (substraídos a la decisión política y, por el contrario, frontera de toda acción
política), pretenden ser el contenido y el objetivo final de cualquier gobierno y de todo poder
político (Arendt, 1974, pág. 138).
Mientras que en la tradición norteamericana y del rule of law el derecho en tanto derecho del
individuo es exterior y aun contrapuesto al poder estatal, en la tradición francesa—continental se
establece una estrecha relación entre derecho y Estado. Ambas concepciones tienen en común la
defensa de la libertad individual mediante la seguridad jurídica propia a la legalidad formal. Pero la
Revolución Francesa va más allá: la libertad es constituida políticamente, o sea: en tanto voluntad
colectiva. De ahí la rápida reinterpretación de los derechos humanos en términos de las derechos
de los sansculottes: “le but de la révolution est le bonheur du peuple”. La “libertad negativa” de los
liberales es redefinida como “libertad positiva” —el derecho a la vida. Cuando Robespierre afirma
que “todo lo necesario para la subsistencia de la vida ha de ser bien común y que solamente el
excedente puede ser reconocido como propiedad privada”3 la política asume las necesidades de la
3 Citado por Arendt, 1974, pág. 75. Dada la actualidad de la polémica, cabe recordar posición de Danton. Para
él la comunidad solamente tiene derecho al excedente de los ciudadanos. En su “discurso sobre los impuestos
a los ricos” (1973) Danton hace el siguiente llamado, no a la virtud, sino a la prudencia política. "Este es un
llamado a todos los hombres que disponen de grandes recursos a dedicarse al bien común (...). A quien fue
favorecido por el destino le quedan suficientes ventajas. Cuando vea que esta libertad no es lo que se le hizo
creer, que ella no se opone de ninguna manera al goce, que el hombre de pueblo que quiere la república si
tiene talento también tiene el derecho e gozar; entonces el rico que ya no ha de temer por su propiedad se
dirigirá hacia la revolución. La sociedad ideal unirá la energía de la libertad con los principios de la razón".
(Proklamationen der Freiheit, Fischer, Frankfurt, 1959, pág. 80).
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sociedad —la reproducción material de la vida— pero al precio de sacrificar las libertades políticas.
Desde entonces, no hemos logrado hacer coincidir la transformación de las condiciones sociales y
la autodeterminación política. Tenemos, sin embargo, un símbolo de esa coincidencia: los Derechos
Humanos.
En esta perspectiva, recojo un postulado de Hannah Arendt: “sólo existe un único derecho
humano”. Reflexionando sobre el destino de los apátridas (y, cabe agregar, de buena parte de las
exiliados) en un mundo que se ha vuelto total (en el sentido, que ya no hay tierra virgen) Arendt
constata que “el hombre puede perder todos los denominados derechos humanos sin perder su
calidad humana esencial, su dignidad humana. Únicamente la pérdida de la comunidad política es
lo que puede expulsar al hombre de la humanidad” (Arendt 1981, pág. 159). El hombre es privado
de sus derechos humanos cuando se le priva de su derecho a tener derechos; esto es, cuando se le
priva de aquella relación por la cual recién acceden a lo público sus opiniones y adquieren eficiencia
sus acciones (la pertenencia a un orden político). Ahora bien, este derecho a pertenecer a una
comunidad política no está incluido en el heterogéneo listado de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos ni puede ser “concretizado” a través del conjunto de las normas positivas. El
derecho a la ciudadanía, sin el cual ninguno de los otros derechos sería realizable, trasciende los
derechos del ciudadano.
Una dobla dimensión
La dificultad mayor para pensar tal “derecho a tener derechos” es, paradojalmente, la formalización
jurídica. El concepto moderno de ley ha perdido su referencia trascendente.
En la monarquía, el monarca respeta el derecho en tanto se respeta a sí mismo, la figura del
monarca encarnando la soberanía. En tanto soberano, dice Bodin, el monarca no ha de respetar
leyes ni acuerdos aunque la necesidad de ello sea urgente y, como destacara Carl Schmitt, es el
monarca quien decide si está dada la necesidad. Es decir, la autoridad decide sobre la vigencia de la
norma jurídica. Pero junto al predominio de la voluntad por sobre la ley, existe el derecho a la
rebelión. Este expresa una noción de comunidad en tanto conciencia colectiva acerca de lo bueno y
lo justo. Con las grandes revoluciones del siglo XVIII y el constitucionalismo del siglo XIX desaparecen
tanto el derecho a la decisión del monarca como el derecho a la rebelión; ambos son absorbidos por
la legalidad constitucional. Esta somete todo acto del poder estatal a su concordancia con las leyes,
pero simultáneamente formaliza los derechos humanos como leyes positivas. “El derecho
indeterminado de la rebelión, cuya fuerza radicaba en su arraigo en la conciencia popular —y eso
implica que no tuviera ningún límite sustancial— es sustituido por el concepto racionalizado de la
ley”. (Kirchheimer, 1967, pág. 9). Incluso un espíritu perspicaz como el de Marx verá en los derechos
humanos sólo la expresión de un derecho formal.
La crítica que desarrolla Marx en La cuestión judía no ha perdido la frescura mordaz con que
debe abordarse toda retórica de “Declaración de Principios”, pero nos parece hoy francamente
insuficiente. Digo insuficiente porque no se trata de volver atrás y reafirmar el carácter individualista
que él ataca. Al contrario, su crítica queda corta, al estar demasiado apegada a la materialidad del
Estado (aparato estatal) y del Derecho (leyes positivas). Contrastando el derecho formal con la
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desigualdad social, Marx concluye que los Derechos del Hombre y del Ciudadano no son más que
una ilusión que encubre las aguas heladas del cálculo egoísta. Frente a la realidad del poder, de la
miseria y de los antagonismos sociales la misma idea de ciudadanía aparece como una ficción de la
comunidad que compensa ilusoriamente la división real de la sociedad. Este “realismo” conduce a
Marx a denunciar los derechos humanos como una enajenación que desvía nuestra conciencia de la
transformación efectiva de la realidad, sin percibir qua él mismo no ha podido plantear esa
transformación social sino por referencia a una idea abstracta. Lo hace, pero no lo sabe. De hecho,
también Marx recurre a una “comunidad ideal”: la libre asociación dE productores libres. Él la
concibe en tanto meta del proceso de emancipación aunque, bien visto, se trate de la premisa. Esta
inversión le impide reconocer en los derechos humanos aquel “humanismo abstracto” (Lefort, 1980)
por medio del cual puede enfocar la determinación histórico social del hombre concreto. En
resumen, el análisis de Marx es insuficiente en tanto se limita a criticar la interpretación burguesa
de los derechos humanas como encubrimiento ideológico de la dominación, sin descubrir la
necesidad de toda sociedad —para constituirse en tanto “sociedad”— de crear y escindir una
instancia externa a ella por referencia a la cual pueda reconocerse a “sí misma”, o sea como orden
colectivo.
Desaparecido el monarca que encarnaba físicamente el sentido del orden, el nuevo orden
burgués ha de fundar su “razón de ser” como un referente trascendente: los derechos humanos. La
significación de los derechos humanos excede el ámbito de los derechos individuales garantizados
jurídicamente. Proclamar los derechos humanos significa fundamentalmente crear aquel “horizonte
de sentido” mediante el cual los individuos aislados puedan concebirse y afirmarse a sí mismos como
una comunidad de hombres libres e iguales.
Las imágenes finales del “Danton de Wajda” ilustran bien ese carácter de “catecismo laico”
que intenta circunscribir y formalizar aquella idea abstracta e indeterminada de “libertad, igualdad
y fraternidad”. Así como la materialidad de las relaciones mercantiles remite al concepto de
competencia perfecta como su abstracción, así la materialidad de la legalidad remite a los derechos
humanos como “el espíritu de las leyes”.
En resumen, creo que no logramos una interpretación adecuada de los derechos humanos si
no contemplamos su doble dimensión: normas constitucionales y referente trascendental. En este
sentido, me parece insuficiente no sólo el análisis de Marx sino también todo enfoque que reduzca
los derechos humanos a una cuestión de moral y/o jurídico.
Insuficiencias y enfoque optativo
En este punto de la argumentación estoy tentado de retomar algunas indagaciones sobre la historia
de América Latina para reflexionar en qué medida nuestras sociedades pueden reconocerse a sí
mismas como “comunidad de hombres libres e iguales” a través de los derechos humanos. Octavio
Paz quizás nos diría que en el pasado precolombino y colonial—barroco no adquiere sentido por
medio de tal referente y que, por consiguiente, los derechos humanos sean realmente una ficción
(impostación) en la región. José Aricó, en cambio, tal vez destacaría las virtualidades del atraso que
permiten tomar conciencia de lo que las sociedades capitalistas avanzadas hacen—Sin saber que lo
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hacen. En fin, dejemos estas reflexiones para otra ocasión pues nos apartan del tema.
Preguntémonos más bien, siguiendo una proposición de Luc Ferry, por las incompatibilidades de
ciertos enfoques para pensar los derechos humanos como momento de la política.
De acuerdo a Leo Strauss, la filosofía política en tanto indagación del “buen orden” supone
dos requisitos: 1) que exista una tensión entre lo real y lo ideal, entre el orden tal cual es y el orden
que debiera ser (que sería justamente el décalage entre el derecho positivo y el derecho natural en
su sentido clásico); 2) que los valores no estén sustraídos a una discusión razonable, o sea que exista
la posibilidad discutir racionalmente lo que sería el mejor orden.
En consecuencia, parece difícil iniciar una reflexión política de los derechos humanos a partir
de las principales corrientes del pensamiento moderno: el historicismo y el positivismo. El
historicismo suspende la distancia entre lo real y lo ideal al considerar el desarrollo histórico (lo real)
como un perfeccionamiento que desemboca y coincide finalmente con lo ideal. Si tomamos el ideal
como una meta factible perdemos un criterio exterior (trascendente) para juzgar la realidad
histórica; las violaciones de los derechos humanos aparecerán como una “astucia” de la razón o de
la historia en la realización efectiva del ideal prometido. Por otra parte, el positivismo sustrae los
valores a un debate razonable. Si la racionalidad es definida por referencia a una objetividad libre
de valores, no hay debate racional sobre los valores. Suponiendo un relativismo (politeísmo) de
valores, los derechos humanos pueden adquirir la fuerza de una convicción individual y la validez de
todo derecho positivo legítimamente instituido, pero no la validez intersubjetiva de un “horizonte
de sentido”. Tal enfoque (Weber, Kelsen) asume la fragmentación del universo valórico y las
contradictorias interpretaciones de los derechos humanos, pero abandonando la vigencia de los
derechos humanos a la “ética de la responsabilidad” del político, y del individuo. La política tendría
una lógica propia —el poder— que el individuo en base a sus convicciones personales puede asumir
o rechazar.
Este relativismo es asumido por Kelsen como un argumento en favor de la democracia. Pero
también se podría argumentar con Carl Schmitt que la pérdida de homogeneidad, que posibilitaba
el debate público en torno a lo racional, exige el decisionismo de la dictadura.
La Crítica de Leo Strauss señala las dificultades del historicismo y del positivismo para pensar
la politicidad de los derechos humanos. Frente al historicismo, reivindica la diferencia entre lo real
y lo racional y a la vez defiende, contra el positivismo, una racionalidad en la esfera de los valores.
Ahora bien, esa racionalidad es entendida por Strauss al modo de derecho natural clásico, esto es
como un orden trascendente respecto al sujeto (a la subjetividad) y, por lo tanto, como un orden
“objetivo” (Ferry 1981, pág. 39). Huelga decir, que tampoco esta referencia al orden natural (en
tanto opuesto a lo que es humano) nos permite pensar los derechos humanos.
Hay, sin embargo, otro camino para hacerse cargo de las críticas de Strauss sin tener que
compartir su enfoque. Las dos requisitos planteados por él estarían dados si concebimos los
derechos humanos como una utopía.
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Siguiendo a Hinkelammert entiendo por utopía una imagen de plenitud por referencia a la
cual delimitamos lo real. Es pues un referente constitutivo de la realidad social y, simultáneamente,
exterior a ella. La utopía simboliza lo imposible por medio de lo cual podemos concebir lo posible,
pero que en tanto ideal no es factible. Aquí reside la ruptura con el enfoque historicista que disuelve
la tensión entre lo real y lo ideal. En tanto utopía no factible, los derechos humanos orientan la
construcción del orden social sin llegar nunca a ser “realizados” y operando, por lo tanto, siempre
como criterio de crítica frente a todo orden institucionalizado. Por otra parte, como muestra muy
bien Hinkelammert, las utopías pueden ser sometidas a una discusión racional. Parece posible un
debate razonable sobre los derechos humanos, no sólo en tanto normas formales (todos estarían
de acuerdo en la validez general de “libertad, igualdad y fraternidad”) sino también respecto a la
racionalidad material que implica su interpretación a la luz del valor jerárquico (el principio de la
libertad individual o el derecho igualitario de todos a la vida).
Pero ¿no significa ello esquivar el problema, quitando a los derechos humanos toda eficacia
política? Es decir, ¿no es la concepción de los derechos humanos como utopía una ilusión política?
La politicidad de los derechos humanos
Desde Maquiavelo el pensamiento político moderno está bajo la fascinación del realismo: enfoca la
realidad bajo el punto de vista ya no solo de la posibilidad sino de la necesidad de realizar lo racional.
La política es definida por la realización (correctamente calculada) de fines. Esta visión
productivista—instrumental fomenta la concentración y centralización del poder estatal como el
medio para instaurar un orden racional. No lo señalo como argumento anti—estatista. Lo que quiero
destacar es la ceguera la dimensión simbólica y “metafísica” de la política, del Estado y, en general,
del poder. De ahí que “las luchas que se desarrollan a partir de los diversos espacios de la sociedad
civil no sean apreciadas sino en función de las oportunidades que ellas ofrecen, a corto o largo plazo,
de —modificar o revertir la correlación de fuerzas entre los grupos políticos y la organización del
Estado” (Lefort, 1980, pág. 35).
Del mismo modo que el realismo reduce el Estado al aparato del Estado, reduce los derechos
humanos a su formalización en tanto garantías constitucionales. Si los derechos humanos fuesen
efectivamente sólo un derecho formal entonces, en realidad, el texto y su interpretación judicial
pueden ser analizados como el “frente de batalla” jurídico en la lucha de clases, mostrando el avance
y retroceso de cada grupo social. Pero los derechos humanos son más que su formalización; exceden
a las prescripciones constitucionales. Con lo cual no dejo de dar lugar al derecho positivo. El
“mecanismo jurídico” es lo que finalmente permite reivindicar, en cada caso concreto, aquella idea
abstracta del hombre libre e igual. Pero no es lo que hace de los derechos humanos una categoría
política.
La politicidad de los derechos humanos radica en la formulación de un ideal acorde al
desarrollo moderno del individuo: la comunidad de hombres e iguales. Es mediante esa utopía del
“buen orden” que el conjunto de hombres y mujeres puede trascender su existencia individual y
reconocerse en tanto colectividad. No podríamos siquiera concebirnos como “sociedad” y
plantearnos el ordenamiento colectivo de la vida social como lo propiamente humano si no fuera
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por intermedio de tal utopía de una comunidad plena. Eso es lo que hace de los derechos humanos
una categoría política. Se trata de una categoría que complementa y explicita las nociones de
soberanía “popular” o de “consenso” como horizonte trascendental, por referencia al cual podemos
pensar el orden como un problema significativo.
Esbozaré dos “conclusiones”. En primer lugar, este enfoque me parece que obvia un falso
dilema: los derechos humanos no son un criterio moral externo a la política ni tampoco un programa
de acción política. En tanto concepción de una “comunidad de hombres libres e iguales” los
derechos humanos simbolizan un referente trascendental y, por ende, no factible. Por consiguiente,
nunca y en ningún lugar se realizan los derechos humanos. Su realidad es la realidad de una carencia
radical y cotidiana a la vez: la ausencia de una plena “individuación en comunidad”. Pero no por eso
son una ilusión. Al formular los derechos humanos como un ideal no realizable hemos elaborado
una abstracción imprescindible para poder pensar lo real. No podemos concebir la realidad posible
sino mediante una concepción de lo imposible. Es recién a la luz de aquella imagen de comunidad
plena que la construcción de una comunidad política se hace presente como tarea. Sólo entonces
se nos plantea el problema de qué orden queremos construir.
La segunda conclusión apunta a la redefinición de las violaciones de los derechos humanos
como una agresión social. Ya la encíclica Redemptor hominis había destacado que “la de los
derechos del hombre va acompañada de la violación de los derechos de la nación” (punto 17).
Se trata de una agresión contra el cuerpo social no solamente porque se generalice la
violencia contra los individuos sino, fundamentalmente, porque se lesiona, en cada caso individual,
el principio constitutivo de la colectividad —la comunidad de hombres libres e iguales. Por otra
parte, las violaciones de los derechos humanos son también agresiones sociales en el sentido de
que son violaciones sistemáticas. Está en tela de juicio el sistema político, económico y también
jurídico que contradice el principio de la comunidad de hombres libres e iguales. No se trata de
eximir a los autores concretos da sus responsabilidades criminales sino, por el contrario, de no
reducir las violaciones a supuestos excesos o abusos del poder. El problema de los derechos
humanos es primordialmente un problema del orden: crítica del orden existente y discernimiento
del orden posible. Por lo mismo, es una reflexión ineludible — ahora y para todos.