RAFAEL NÚÑEZ, LA REGENERACIÓN Y LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE
1886
Como para variar: otra guerra civil. La de 1885, que tuvo importantes
consecuencias: la pérdida del poder de los liberales, después de un cuarto de
siglo de federalismo. Y a continuación medio siglo de hegemonía conservadora,
iniciada por un gobernante que nominalmente era liberal, pero que después se
volvió conservador. Su proyecto político lo bautizó bajo el solemne título de “La
Regeneración”.
El régimen de los liberales radicales (Olimpo Radical) empezaba a hastiar a la
nación. Libertad y progreso, sí: “un mínimo de gobierno con un máximo de
libertad”. Pero el modesto progreso del naciente capitalismo local se había venido
abajo a partir de la crisis económica mundial del año 1873. Cayeron las
exportaciones, y con ellas los ingresos fiscales. Le escribía un radical liberal a
otro:
“Deuda exterior, contratos, pensiones, sueldos: ¿cómo se puede gobernar sin
dinero?”.
Y todo lo agravaba el gran desorden provocado por un federalismo extremo,
paradójicamente sazonado de centralismo absolutista en cada uno de los nueve
Estados Soberanos, consecuencia: gobiernos nacionales débiles y breves, y
continuas sublevaciones regionales tanto conservadoras como liberales, fraudes
electorales de un lado y de otro. De entonces data el cínico dicho que preside las
elecciones en Colombia y se naturalizó como una práctica normal: “El que escruta
elige”.
Sumando la de la República y las de sus Estados soberanos eran diez soberanías
en pugna. Diez constituciones, diez códigos civiles, diez códigos penales, diez
ejércitos. Y cuarenta revueltas armadas en veinticinco años de gobiernos liberales.
Se pudo decir: “La nación está en paz y los Estados en guerra”.
Fue por entonces cuando en este país empezó a usarse de manera habitual la
palabra “oligarquía”, que en su original griego significa “gobierno de unos pocos
ricos”. En Colombia el término se tradujo por “gobierno de los otros”: era el que
usaban los conservadores para referirse al pequeño círculo de liberales radicales
en el poder, y el que más adelante usarían los liberales para designar al círculo
aún más pequeño de los conservadores, cuando cambió el gobierno.
En 1884 fue reelegido a la presidencia Rafael Núñez, el liberal que dos años
antes, como presidente del Senado, había pronunciado su ominosa frase:
“Regeneración o catástrofe”. Y ahora quiso poner en práctica la primera parte de
su advertencia en colaboración con una facción de los conservadores, la
encabezada por Carlos Holguín, ya desde hacía años promotor de alianzas y
“ligas” con las disidencias del Partido Liberal. Con Núñez, sus relaciones eran
mejores y más estrechas que las de cualquier jefe liberal del radicalismo: ya en su
gobierno anterior le había encargado a Holguín la reanudación de las relaciones
diplomáticas con España, sesenta años después de la guerra de Independencia.
Núñez otra vez
Como todos los jefes políticos de la época, el cartagenero Rafael Núñez era
escritor: es decir, en la Colombia de entonces, periodista y poeta; y a causa de los
temas filosóficos de su poesía y económicos y sociológicos de su periodismo tenía
fama de pensador. De hombre de ideas generales y abstractas, aumentada por
una ausencia de más de diez años, que pasó como cónsul nombrado en Francia y
en Inglaterra por los sucesivos gobiernos radicales. Durante ese período mantuvo
una activa correspondencia con Colombia y publicó frecuentes y sesudos artículos
de prensa, que para aclimatar su regreso publicó en forma de libro bajo el título
de Ensayos de Crítica Social. Desde su temprana juventud había ocupado
además todos los cargos públicos posibles, desde el de vicepresidente del remoto
Estado soberano de Panamá hasta el de presidente de los Estados Unidos de
Colombia, pasando por diversas secretarías, como eran llamados entonces los
ministerios; y en el transcurso de su carrera había acumulado una cauda
clientelista de consideración, en particular en la costa Atlántica, hasta el punto de
que a su regreso de Europa en 1874, su primera candidatura presidencial había
sido lanzada en los Estados de Bolívar y Panamá al grito de miles de personas
que decían: “¡Núñez o la guerra!”.
En 1880 fue finalmente elegido, con resignación, por los radicales, uno de cuyos
jefes explicaba la posición reticente del partido diciendo: “Para negociar con
Núñez hay que pedirle fiador”. Y en 1884 reelegido por los “independientes”
liberales, como eran llamados los nuñistas, y con los votos de los conservadores.
Ante lo cual estalló otra vez la guerra.
Empezó en Santander, con el levantamiento del gobierno liberal radical del Estado
contra la intromisión electoral del gobierno central liberal-independiente-
conservador de Núñez; el cual para enfrentar la amenaza procedió a armar, al
margen de la pequeña Guardia Nacional, un fuerte ejército “de reserva”: con la
particularidad de que puso generales conservadores a su mando. Con ello el
conflicto se extendió al Cauca, a la costa caribe, a Antioquia, al Tolima y a
Cundinamarca: prácticamente a todo el país, y duró más de un año. Intervinieron
incluso, a favor del gobierno de Núñez, los buques de la escuadra norteamericana
que custodiaban en el istmo la vía férrea de la Panama Railroad Company, que
cañonearon la ciudad de Colón y finalmente supervigilaron en Cartagena la
entrega de las tropas liberales.
La guerra dejó diez mil muertos: la tercera parte de todas las bajas de las seis
guerras civiles del siglo XIX posteriores a la Independencia. Al final de 1885, tras
la batalla de La Humareda sobre el río Magdalena, que fue una pírrica victoria
liberal en la que los insurrectos perdieron a muchos de sus jefes y también la
guerra, el triunfo de las tropas del gobierno (ya masivamente conservadoras) era
completo. En cuanto la noticia llegó a Bogotá los partidarios de Núñez salieron a
celebrar a las calles. Y el presidente Núñez se asomó al balcón de palacio para
pronunciar una frase que se hizo famosa:
—¡La Constitución de Rionegro (1863) ha dejado de existir!
Refundar la República
De eso se trataba la Regeneración prometida: de desmontar la Constitución
votada 23 años antes por la Convención homogéneamente liberal de Rionegro, en
cuya formulación había participado el ahora arrepentido Núñez. Desmontarla por
liberal: “Una república debe ser autoritaria para evitar el desorden”, decía ahora
Núñez, a quien los liberales ahora tachaban de traidor.
Del mismo modo se explica su cambio de posición con respecto a la Iglesia
católica. Núñez se consideraba librepensador, y todavía en sus años de gobierno
le escribía así a su embajador ante el Vaticano, después de restauradas las
relaciones con la Santa Sede: “... en mi carácter de librepensador, que nunca
declinaré Dios mediante...”. Había sido bajo el gobierno liberal del general
Mosquera el ministro firmante de la desamortización de los bienes de la Iglesia;
pero años después, y en vista de la desconanza que hacia él sentían los liberales
radicales, buscó acercarse a los conservadores con una frase sibilina: “Yo no soy
decididamente anticatólico...”, que dio inicio a su colaboración, y culminaría
poniendo la religión en el centro de la nueva Constitución. Se había convencido —
como en su tiempo lo había hecho el Libertador Simón Bolívar, librepensador
como él— de que la religión católica era un poderoso elemento de estabilidad y de
cohesión en el país, y en consecuencia era necesario no sólo transigir con ella,
sino incluirla en el corazón de las instituciones del Estado. Estaba demasiado
enterrada en el espíritu del pueblo colombiano como para pretender con algún
éxito extirparla, como habían querido hacer los radicales. Católico en lo religioso,
autoritario en lo político, proteccionista en lo económico: Núñez, en suma, se
había hecho conservador, o había descubierto que siempre lo había sido.
Por eso fue tan fácil su entendimiento con el jefe conservador Carlos Holguín.
Pero también supo entenderse con el testarudo y rígido ideólogo ultracatólico
conservador Miguel Antonio Caro, conciencia moral y jurídica del conservatismo,
que se definía a sí mismo diciendo: “Yo no soy conservador, sino un defensor
decidido de la Iglesia católica”.
Así que Nuñez y los conservadores, ganada la guerra, procedieron a “refundar la
República”. Empezando, como de costumbre, por cambiarle el nombre: ya no
sería los Estados Unidos de Colombia, sino República de Colombia a secas: sin
peligrosos adjetivos calificativos.
La Constitución de 1886
Para la obra central del nuevo régimen, la redacción de una nueva Constitución
sobre las líneas generales propuestas por Núñez, se convocó un Consejo de
Delegatarios: dos por cada Estado, conservador el uno y el otro “nacionalista”, o
sea, liberal nuñista antirradical. Eran nombrados por los jefes políticos de los
Estados, nombrados estos a su vez por el presidente Núñez. Una vez concluida, la
Constitución fue presentada a la aprobación del “pueblo colombiano”; pero no de
manera directa, sino representado por los alcaldes de todos los municipios del
país, nombrados ellos también por Núñez. En la práctica, había sido redactada
íntegramente por Miguel Antonio Caro, atendiendo casi exclusivamente a las dos
pasiones de su vida: la doctrina infalible de la Iglesia católica y la perfecta
gramática de la lengua castellana. En lo primero había contado con el respaldo de
Núñez, al parecer arrepentido del dubitativo agnosticismo de su juventud que le
había dado sulfurosa fama de filósofo: “La educación deberá tener por principio
primero la divina enseñanza cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización
del mundo”, decía el ahora presidente en su mensaje a los Delegatarios. Y Caro
traducía para el texto constitucional definitivo: “La religión católica apostólica y
romana es la de la nación”; y, en consecuencia, “en las universidades y los
colegios, en las escuelas y en los demás centros de enseñanza, la educación e
instrucción pública, se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas y la
moral de la religión católica”.
Además de cuasiteocrática, la Constitución era vigorosamente centralista y
resueltamente autoritaria, en diametral oposición a lo que había sido la anterior,
laica, federalista y libertaria. A pesar de su proclamada descentralización
administrativa concentraba la administración en la capital. Concedía amplísimas
facultades al presidente de la República, que tenía la potestad de nombrar a los
gobernadores y alcaldes del poder ejecutivo, y en el judicial a los jueces de la
Corte Suprema y a los magistrados de los tribunales superiores. Su período era de
seis años, con reelección inmediata e indefinida. El artículo 121 hablaba sobre la
proclamación excepcional del Estado de Sitio (artículo bajo el cual iba a ser
gobernado el país de modo casi ininterrumpido durante la mayor parte del siglo
siguiente) le daba poderes casi dictatoriales. Y el artículo transitorio señalado con
la letra K, destinado a “prevenir y reprimir los abusos de la prensa”, no tuvo
nada de transitorio, sino que se aplicó con rigor para censurar la opinión libre
durante el período entero de la Regeneración. “La prensa —le escribía a uno de
sus ministros el presidente Núñez, que había hecho toda su carrera política desde
los periódicos— no es elemento de paz sino de guerra, como los clubs, las
elecciones continuas y el parlamento independiente de la autoridad (es
decir, enemigo del género humano)”.
Y así tanto el propio Núñez como sus sucesores o más bien sustitutos en la
presidencia, Holguín y Caro, tan periodistas como él, previnieron y reprimieron los
que consideraron excesos de la prensa de oposición con la cárcel y el destierro de
sus redactores y directores durante los quince años siguientes. En un país
abrumadoramente analfabeto, como era la Colombia de entonces, la política se
hacía a través de la prensa: al margen de los frecuentes cambios en el derecho de
voto —universal, censitario, reservado— sólo participaban en ella los que sabían
leer, y la dirigían los que sabían escribir. Salvo, claro está, cuando sus artículos y
sus editoriales llevaban a la guerra: entonces sí, por las levas forzosas de los
ejércitos, participaba todo el pueblo.
“Hemos hecho una Constitución monárquica”, comentó al cabo alguno de los
Delegatarios. Se quejó entonces Caro: “Pero Efectiva”.
Y como guardián de las disposiciones constitucionales, la fuerza armada. Uno de
los propósitos centrales de la Regeneración era el de lograr la paz en el país,
constantemente alterada bajo la Constitución del 63 por los excesos del
federalismo, propicios al desorden. Para ello se instituyó un fortalecido ejército
nacional bajo mando único en sustitución del ordenamiento anterior, en el que los
ejércitos de los Estados soberanos eran más poderosos y estaban mejor armados
que el de la república; al cual por añadidura le estaba vedado intervenir en los
choques entre Estados, que eran constantes, y más de una vez desembocaron en
guerras generalizadas.
Al contrario de la Constitución del 63, que había sido redactada en buena medida
para frenar la ambición de Tomás Cipriano de Mosquera, pese a haber sido
posible gracias a su victoria militar, la del 86 fue hecha para satisfacer la ambición
de Rafael Núñez. Si ya había sido presidente de 1880 a 1882, y reelegido de 1884
a 1886, ahora lo sería dos veces más, de 1886 a 1892, y de 1892 al 1896 (aunque
murió en el 94): la presidencia vitalicia a que aspiró en vano el Libertador Bolívar
la obtuvo más de medio siglo más tarde el Regenerador Núñez. Sin firmar siquiera
su anhelada Constitución decidió retirarse a su ciudad de Cartagena, dejando la
firma en mano del designado y el gobierno en cabeza del vicepresidente, el liberal
independiente Eliseo Payán. El cual a los pocos días se tomó el atrevimiento de
aflojar los controles a la libertad de prensa, provocando el inmediato e indignado
retorno del presidente titular, es decir, de Núñez. El cual tras hacer destituir a
Payán por el Congreso lo hizo sustituir por un conservador sólido y verdadero,
más de fiar que un liberal converso: Carlos Holguín, que ya ocupaba a la vez los
ministerios de Gobierno, de Guerra y de Relaciones Exteriores.
La Regeneración, nacida de la tragedia de la guerra del 85, tuvo mucho de
comedia de enredo. En lo ideológico ha sido tal vez la etapa más seria de la
historia de Colombia, pero políticamente hablando fue una tragedia. En buena
parte a causa de las personalidades contrapuestas de sus dos grandes
inspiradores y ejecutores, el liberal ultraconservador Rafael Núñez y el
conservador ultracatólico Miguel Antonio Caro.
Fue Núñez un curioso personaje, a la vez ansioso de poder y ansioso de retiro, de
vida pública y de vida privada, de honores y de silencios; hombre privado disoluto,
seductor de mujeres solteras, casadas y viudas, pero severo moralista público.
Rafael Núñez, ambiguo y sibilino, y a quien admiradores y detractores por igual
llamaron “la Esfinge”, en términos de la política colombiana no fue ni liberal ni
conservador, sino nuñista. Como treinta años antes Tomás Cipriano de Mosquera
no había sido ni conservador ni liberal, sino mosquerista. Y, más atrás, Simón
Bolívar...
Frente a Núñez, pero también a su lado, Miguel Antonio Caro. filólogo, gramático,
poeta latino en castellano y traductor al castellano de poetas latinos, hispanista
furibundo, orador parlamentario, periodista, político, bogotano raizal y vocacional
que jamás en su vida rebasó los términos geográficos de la Sabana; y tampoco
fácilmente catalogable en términos de la política colombiana: más socialista
cristiano que conservador tradicionalista. De la improbable alianza de esos dos —
aceitada, como ya se dijo, por el don de gentes de Holguín, que era amigo de
Núñez y cuñado de Caro— surgió no sólo la Constitución del 86, que iba a durar
un siglo, sino la llamada Hegemonía Conservadora, que iba a durar treinta años.
Pero antes, muertos Núñez y Holguín, quedó la Regeneración en las manos de
Miguel Antonio Caro, quien como vicepresidente encargado le había cogido gusto
al poder pero no tenía ni el carisma mágico del primero ni la habilidad política del
segundo. Y en sus manos se desbarató la Regeneración.
El gobierno de Holguín fue casi de calma, el autocrático de Caro que le sucedió
resultó agitadísimo: motines populares en el año 1893, un complot de artesanos
en 1894 y un conato de guerra civil en el 1895, aplastado rápidamente por las
armas del gobierno al mando del hasta entonces casi desconocido general Rafael
Reyes. Lo cual puso a este, como había sido lo habitual durante casi todo el siglo,
en la fila india de los presidenciables. Pero antes de que llegara su turno hubo un
curioso enredo jurídico-político que desembocó en otra guerra, esa sí de grandes
dimensiones: la guerra que se llamó de los Mil Días.
El enredo consistió en que Caro, que gobernaba en calidad de vicepresidente
encargado por el ya difunto Núñez, no podía ser reelegido en 1896. Hubiera tenido
que renunciar para no inhabilitarse; y aunque lo hizo, a los cinco días retomó el
poder, sintiéndose traicionado por los primeros nombramientos que hizo su
sucesor. Así que tuvo que inventar dos fantoches para los cargos de presidente y
vicepresidente, a los que creyó que podría manejar a su antojo: el conservador
nacionalista Manuel Antonio Sanclemente, anciano de 84 años, y el conservador
histórico José Manuel Marroquín, que iba ya mediados los 70 años.