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69 Relatos Eróticos

El documento presenta una colección de 69 relatos eróticos escritos por Javier Mariscal, que buscan ofrecer al lector experiencias literarias intensas y provocativas. A través de historias ficticias, el autor explora la sensualidad y el erotismo, invitando a los lectores a disfrutar de la lectura como un ritual de placer. El prólogo establece el propósito de la obra, que es superar las expectativas de relatos eróticos comunes y ofrecer un enfoque más artístico y literario.

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69 Relatos Eróticos

El documento presenta una colección de 69 relatos eróticos escritos por Javier Mariscal, que buscan ofrecer al lector experiencias literarias intensas y provocativas. A través de historias ficticias, el autor explora la sensualidad y el erotismo, invitando a los lectores a disfrutar de la lectura como un ritual de placer. El prólogo establece el propósito de la obra, que es superar las expectativas de relatos eróticos comunes y ofrecer un enfoque más artístico y literario.

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69 relatos eróticos

Javier Mariscal
Diseño de portada e ilustraciones: Iván Santiago

© Javier Mariscal
Lima, 2017
ÍNDICE
PRÓLOGO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
LI
LII
LIII
LIV
LV
LVI
LVII
LVIII
LIX
LX
LXI
LXII
LXIII
LXIV
LXV
LXVI
LXVII
LXVIII
69
PRÓLOGO

Más de una vez te habrá sucedido, estimado y concupiscente lector,


que al indagar en las bibliotecas virtuales del erotismo en la web buscando

relatos eróticos, con frecuencia te has topado de bruces con relatos que
distan de ser literarios, y que por lo general empiezan con una promesa fiel

de que los hechos que estabas por leer son tan sinceros como recientes, y
que al autor de la pretendidamente erótica aventura le sucedieron apenas

ayer. Eso sin contar con una serie de tópicos que a fuerza de ser naturales,
llegan a ser simplistas y no pocas veces decepcionantes, que a veces se

extienden por docenas de páginas, no siempre necesarias del todo. ¿No te

ha pasado? A mí sí, con relativa frecuencia. Es así que surgió esta idea de
brindarles a esos lectores que disfrutan tanto de los placeres carnales de la

lujuria como de los esteticistas gozos intelectuales de la sorpresa literaria,


este conjunto de 69 relatos eróticos, que humildemente se les ofrece con el

afán de inquietar cálidamente sus momentos de solaz. Son historias ficticias

en su totalidad, aunque no es improbable que algún lector se halle descrito


en alguna de ellas, o al menos evocado en algún relato que le recuerde

cierta experiencia feliz. En caso de ser así, el autor estará más que

complacido. Salman Rushdie decía que el lenguaje y la imaginación no

pueden ser aprisionados: se puede decir lo mismo del erotismo, esa


enriquecedora fuerza vital que potencia el juego apasionado del encuentro

amoroso, haciéndolo trascendente y pleno, brindando al acto animal de la

cópula la condición de ritual, de subjetiva y sugerente obra de arte. Que la

lectura les sea propicia.

Javier Mariscal
I

N o lo sabía, cuando lo vi en clase,


tan tímido y silencioso, alto y

despeinado, con esas manos grandes y largas que presagiaban lo que


después comprobé. Fue cuando me hice amiga de Fátima, que me contó que

se había acostado con él, luego de confesarme que también Gracia lo había
probado, solo para saber si era cierto lo que contaba su hermana mayor. Y

sí, ahora sé que era verdad, y cuando empecé a hablarle y en broma le solté
lo que decían de él, me dijo, sonriendo pícaramente como nunca lo había

visto antes, si quería comprobarlo. Aquí estamos ahora, comprobando eso

mismo que se dice de él, llenando mi boca con apenas un fragmento de la


verga más gruesa y dura que he visto en mi vida, una dura bestia que

merece protagonizar una película pornográfica que yo vería una y otra vez,
y cuando por fin el muchacho me deja respirar y me la saca de la boca para

acomodarme sobre él, tumbado ahora en la cama con ese mástil esperando

por mí, me coloco encima y siento cómo toda mi vida se transforma en ese
único momento en que cabalgo con el más delicioso dolor sobre cada

centímetro de esa verga que parece meterse más y más en mí, deshaciendo

mi voluntad y empujando con fuerza los gritos que salen de mi boca, hasta

que siento cómo me sujeta de las caderas y me pega más a él antes de


moverse como un toro mecánico, y todo se llena de luz y de placer cuando

cierro los ojos y siento el orgasmo más intenso y violento de toda mi vida

de profesora, y de repente tengo muy, pero muy claro, quién recibirá la nota

más alta de Literatura este semestre.


II

L a mujer de mi tío grita otra vez.


La oigo a través de las paredes de

madera, que no saben contener sus gemidos. Es lo que más me gusta de los
veranos que pasamos aquí con ellos, en el campo. Mi hermana duerme más

allá, insensible a lo que sucede de noche en esta casa. Es casi automático el


movimiento que dirige mis manos, una hacia mis pechos, duros y

expectantes ya, y otra a mi entrepierna. Hace unos días aproveché la


oscuridad para escabullirme por el pasillo hasta la habitación de mi tío y los

vi, ocupados en trabarse y hundirse el uno en la otra a la luz escasa de la

lámpara. Fascinada, me masturbé ahí, en las sombras que me ocultaban,


viendo retazos de lo que sucedía por ese pequeño espacio que la puerta

dejaba ver. Me vine al mismo tiempo que su mujer, y sentí que no habían
sido mis dedos sino su verga la que me procuró ese placer. Dormí feliz,

luego.

Ahora siento otra vez que es él y no mis dedos, aun cuando estoy en
mi cama y él, por supuesto, en la suya, entrando y saliendo de su mujer que

gime y gime. Tal vez pronto eso cambie, pienso. Tal vez una noche lo

encuentre en la cocina, como alguna vez sucedió, en plena madrugada,

sediento. Pero sería distinto ahora. Ahora, me desnudaría para él, silenciosa.
Me acercaría para que me toque, me pondría de rodillas antes de que me

dijera nada. Eso pienso, ahora que estoy a punto de venirme, y la mujer

grita más fuerte, alcanzando el placer al mismo tiempo que yo, que muerdo

la sábana para reprimir un grito, y luego empiezo a dormirme plácidamente,

pensando en él, pensando en mi tío.


III

S iempre espero que sea él, siempre


estoy a punto de decirle a la

operadora que por favor, quiero el delivery solo si lo trae el muchacho de


ojos verdes que me mira como si ya fuera suya, que siempre me saluda

como si esperara que lo haga pasar. Ni siquiera me gusta la pizza, la


primera vez que lo vi fue cuando nos reunimos en mi casa con las chicas de

la universidad y alguien sugirió la idea. Cuando llegó la moto, Vero fue la


que desde el balcón nos avisó que el chico de la pizza estaba para chuparlo

toditito, y todas salieron a mirar, todas menos yo, claro, que fui a la puerta

para atenderlo. Le di toda la propina que pude y él me sonrió antes de mirar


al balcón y lanzarles un beso a las chicas que silbaban. Vero dijo que si

fuera yo, todos los días pediría pizza, y le daría la propina al chico pero en
la bañera. Bueno, no todos los días lo hago, ahora, porque sería sospechoso,

pero sí bastante seguido como para verlo al menos una o dos veces por

semana. Me pone muy nerviosa y lo sabe, creo que disfruta su poder sobre
mí; la última vez acarició mi mano al recibir la tarjeta de crédito y me

temblaron las piernas, tantas veces abiertas para él en mi imaginación,

cuando me toco en la oscuridad de mi cuarto. Por fin, lo veo llegar, y mi

corazón salta como una quinceañera; me descubre esperándolo en el balcón


como una tonta y siento el calor que me sube al rostro mientras bajo para

abrir la puerta. Me saluda, me dice guapa, roza su mano con la mía y yo

estoy muda. Es la primera vez que lo veo algo decepcionado y eso me hace

sentir extrañamente bien; cuando está a punto de irse le ofrezco agua. Debes

tener calor, le digo. Me dice que sí, mucho calor. Y cuando entra, no
demora mucho antes de tomar mi mano y apretarme entre sus brazos

mientras me besa, y solo quiero que me desnude, que me desnude ya, ahora

que estoy sintiendo cómo crece ese bulto en su pantalón, ese que quiero

liberar de una vez y meterlo dentro de mí, en todas partes de mí, una y otra

vez, como ha estado sucediendo cada noche en la fantasía que vivo en mi


cabeza noche tras noche, siempre con él adentro, muy adentro, hasta quedar

exhaustos los dos, y llevarlo luego a la bañera, para besar cada centímetro

de su cuerpo, suya, totalmente suya.


IV

S olo será una vez, me promete ella.


Yo no sé si decirle que sí. Quiero

decir que sí pero me da miedo todavía. Fue mi culpa, por haberle contado
que nunca me había besado un muchacho. A ella sí, me dijo. Me preguntó si

quería saber lo que se siente y me asusté. Me dio miedo, pero sí quería. Fue
en el baño del colegio. Me besó largamente y quise seguirla besando pero

me dijo que más tarde la fuera a buscar a su casa. Su casa es linda, tiene
macetas y espejos grandes en la sala. En su cuarto me preguntó otras cosas.

Si había visto un video porno. Le mentí y le dije que no. Vimos en su

celular uno de dos chicas que se besaban. Una de ella luego lamía los
pechos de la otra, y luego bajaba a besar otras partes de su cuerpo. Me

imaginé en su lugar y sentí que me humedecía pero no quise decírselo a mi


amiga. Pero cuando me preguntó si me dejaría besar los pechos sentí ese

miedo. Al final le dije que sí, porque insistió y me hizo cosquillas. Me

recuesto en su cama y siento su lengua como un animalito que me da placer.


Me gusta tanto que no protesto cuando siento que su mano me acaricia bajo

la falda, primero sobre las bragas y luego, haciéndolas a un lado con sus

dedos, siente la humedad que ya no soy capaz de contener mientras muerdo

mis labios. Y entonces lo hace. Su dedo entra apenas pero me hace sentir un
increíble gozo. Me besa en los labios y siento su lengua ahora moviéndose

en mi boca. Al oído me dice: ahora te lo haré como la chica del video. Yo

no me muevo y ella baja, hasta poner la cabeza debajo de mi falda, y siento

ese animalito otra vez pero moviéndose entre mis piernas, lamiendo mi

coñito y entonces siento unas ganas terribles de gritar, y abro más las
piernas, y siento el temblor que recorre mi cuerpo y una ola de felicidad y

deleite acaparando todos mis sentidos. Luego, veo a mi amiga levantarse,

con la boca húmeda y brillante, relamiéndose mientras ella se quita también

las bragas, y me excita pensar que seré yo la que ahora le haga eso; que es,

ahora, mi turno.
V

M auro y Esteban tiran los dados


y se ríen. Siempre me gustó

esa complicidad en ellos, esa idéntica sonrisa, los hoyuelos en el mismo


lado del rostro. Fue a Mauro a quien conocí primero, en la fiesta de un

amigo; me conoció a fondo en uno de los cuartos de la segunda planta. Días


después me llamó para vernos en su apartamento, habló muy poco y luego

de un vino y un bocadillo me tomó sobre la mesa del comedor, no me di


cuenta en ese momento de que no era Mauro, sino Esteban, su gemelo.

Cuando me lo confesó, me reí a carcajadas; me pareció imposible no haber

percibido la diferencia e insistí en que me parecía en realidad que eran


gemelos incluso en la longitud y grosor del miembro, y cuando él me

preguntó si me gustaría verlos al mismo tiempo para diferenciarlos, acepté


de inmediato, paladeando de antemano el placer doble de tener a dos

hermosos gemelos cogiéndome en un libidinoso juego de espejos. Así

empezaron nuestros encuentros, y juro que perdía la noción de identidades,


mientras sentía cómo me llenaba el culo Esteban y Mauro la boca, o tal vez

era al revés, o Mauro comiéndome el coño y Esteban acabándome en la

cara, o como ahora, tirando los dados sobre la alfombra para decidir quién

me daría por el culo primero, mientras sigo buscando la diferencia en cada


pliegue, en cada recoveco de las venas de esas vergas que se ofrecen a mi

boca, con los ojos cerrados, aprendiendo de memoria sus sabores, sus

texturas, su volumen idéntico, y llego a la conclusión de que, en realidad,

no me importa: solo quiero, una vez más, volverlos a sentir.


VI

N o fui yo el de la idea, fue


Samantha, siempre ella, curiosa

y atrevida, transgrediendo mis tambaleantes convicciones, desde la tarde en


que hizo conmigo esa tonta apuesta, que no creí que pagaría en realidad.

Pero cuando acabamos de jugar el videojuego en mi consola, no tardó en


cumplir su promesa, bajando con sus delicados dedos el cierre de mi

bragueta para hacerme una mamada que era, además, mi primera vez.
Luego pensó en apostar al resultado de un partido de fútbol, que ni siquiera

nos interesaba realmente, yo gané y ella me buscó para pagar su apuesta en

un parque desolado, fue la primera vez que la penetré, torpemente y con


prisas. Dice que estoy aprendiendo con la práctica, varias semanas ya

hemos ensayado en las escaleras de su casa, en un zaguán, en el patio


trasero. Si mis padres supieran lo que hago con la hija del pastor,

probablemente cambiarían de iglesia; anoche apostamos a que hallábamos

un vibrador en los cajones de mi madre y cuando mis padres se fueron al


trabajo, la hice pasar para hurgar con temor y emoción en esa habitación a

la que jamás entraba sin ser invitado, y cuando oí el grito de sorpresa de

Samantha, no pude creer lo que veía en sus manos: un largo y grueso

vibrador, morado y venoso, que ella ya empezaba a encender probando los


botones. Y como he perdido yo esta vez, tendremos que hacerlo aquí, en la

cama de mis padres, pero no sé si puedo considerar esto perder una apuesta,

ahora que la veo con el vibrador entre las piernas, retorciéndose mientras se

mete mi verga a la boca y gime, y solo espero la siguiente apuesta, que será

mejor, cada vez mejor, gane o pierda yo.


VII

M e gusta, le digo. Sergio me


dice que más me va a gustar

cuando en lugar de su dedo, sea su verga. Me dice cosas sucias al oído, me


promete dejarme el culo goteando leche, me jura que voy a disfrutar y voy a

terminar pidiendo más. Siento su dedo acariciando el agujero de mi culo y


me voy mojando mientras lo oigo. Me dice que seré su puta, que voy a

pecar con él pero que voy a sentir el cielo. Que quiere sentir otra vez cómo
es acabarme adentro de la boca. Que se masturba en la sacristía pensando

en mí. Dice que soy Lilith, que soy la serpiente, y que me castigará

rompiéndome el culo, haciéndome sentir dolor que luego será placer. No


aguanto más y me quito del todo las bragas, me recuesto sobre su escritorio,

boca abajo, los pies en el piso, ofreciendo lo que quiere tomar; se para
detrás de mí y siento la cabeza de su verga, goteando, empujando, inquieta

y ansiosa; le ayudo abriéndome las nalgas con las manos mientras apoyo la

cabeza y siento de repente un empujón más fuerte y que se parte en dos mi


cuerpo, siento que sí, soy una puta, un demonio lascivo y deseoso que

disfruta doblemente, mientras en el despacho de la parroquia, Sergio, el

padre Sergio, como le dicen los demás, me rompe el culo llenándome de sí

mismo y paradójicamente, haciéndome sentir el cielo y un placentero


infierno, en el que ardería con gusto con él, si supiera que siempre estará

así, adentro de mí, castigándome.


VIII

D icen que la teniente Moira


disfruta tener a dos soldados

cada vez, doblemente penetrada, dicen que les ordena no acabar hasta que
ella lo haga, los rumores hablan de ciertos favoritos que ella elige por el

grosor de la verga. Soy su superior, así que tengo derecho a preguntarle,


esos rumores no son bienvenidos en el ejército, y socavan la imagen de

autoridad. Por eso estamos aquí, en mi despacho, porque quiero saber. Esa
es la verdad, quisiera saber todo, los detalles, el tipo de hombres que

prefiere, si es cierto que en los vestidores alguna vez hizo una ronda de

mamadas a cinco hombres que se turnaban con ella. Quiero saber, porque
me he masturbado tantas veces imaginándola, participando de sus juegos,

colocando mi verga entre sus pechos rebosantes, una verga que, si es cierto
lo que dicen, ella colocaría entre sus favoritas. Pero no sé cómo preguntarle,

y cuando ella es la que rompe la jerarquía y me consulta si es que está aquí

para que yo sepa si es o no una puta, siento que el pantalón se me va a


romper por la erección. No le digo nada, solo resoplo, y ella percibe

claramente mi tensa espera; cuando dice que le ordene lo que quiero que

haga, sé que sabe lo que le pediré. Me pongo de pie y le ordeno levantarse.

Ella obedece y se pone en posición de firmes. Le digo: desabróchate el


pantalón, colocándome a sus espaldas. Obedece otra vez, y cuando le pido

que se incline, le doy una nalgada y me bajo el cierre, con la verga a punto

de explotar, y después no le digo nada más, sino que me hundo en ella

olvidándome de los rangos y las jerarquías y las disciplinas, sintiendo su

coño ceder en tanto me abro paso sin ninguna reticencia ya, y apenas unos
segundos después disfruto cómo rebotan mis huevos en su trabajado y recio

culo con cada embestida, sabiendo íntimamente que no será,

definitivamente, la última vez que la teniente Moira venga a mi oficina, a

darme todas las explicaciones que yo quiera pedirle.


IX

G rito, y siento otra vez la vara


surcando el aire, el golpe ardiente

en las nalgas. Él espera unos segundos y vuelve a preguntarme quién soy


yo. Tu puta, le respondo esta vez, y lo aprueba. Lo sé, porque deja caer la

vara y se acerca a la cama, donde le espero a cuatro patas, las manos atadas,
la venda en los ojos. Sube a la cama y se arrodilla frente a mí, olfateo el

penetrante aroma del semen que gotea, y un segundo después siento el tirón
en el cabello cuando me ordena abrir la boca para meter toda la verga, hasta

mi garganta, atorándome y haciéndome toser, sujetando mi cabello para

usarme. A ciegas, percibo que me pone alrededor del cuello una correa. Me
hace bajar de la cama, andar a gatas sobre la alfombra. Me vuelve a

preguntar quién soy, y le digo que soy su perra. Me da una nalgada, y se


pone detrás de mí para penetrarme con fuerza, disfruto indeciblemente ese

instante en que siento cómo me atraviesa, gobernando mi voluntad, me hace

tumbarme sobre la alfombra boca arriba y me penetra otra vez, apretando


mi cuello con sus manos. Antes de quedarme sin aire, me suelta y me

abofetea. Me pregunta dónde quiero que me acabe: en la boca o en el culo.

Le digo lo que sé que quiere oír: donde tú quieras. Entonces me voltea otra

vez, a cuatro patas, y empuja mi rostro sobre el colchón. Escupe sobre mi


ano, que ya lo está esperando, y embiste. El exquisito dolor me hace gemir,

y me vuelvo loca cuando siento sus manos presionando mis hombros, hacia

él, mientras me somete como lo que justamente soy y siempre quiero ser,

todas las noches de mi vida: su mujer, su puta.


X

T omo el ticket y miro a Esther. Me


dice que no me preocupe,

seguramente solo será una mamada. Lo dice como si tal cosa. Macairo toma
un sorbo de su cerveza y gira la ruleta. Sale lo que Esther pronosticó: una

mamada. Macairo dice que puedo elegir. Lo elijo a él y se ríe. Dice que ya
sabía que yo quería chupársela. Es verdad, así que me gusta que lo diga. Le

desabrocho el pantalón y me pongo su flácido miembro en la boca. No tarda


en ponerse duro, y siento que otro de los muchachos me acaricia el culo y

los demás se ríen. Esther se acerca y lame también la verga de Macairo.

Siento que nuestras lenguas se tocan. Macairo mete la verga en una y otra
boca y uno de sus amigos nos filma, me pide que mire a la cámara. No sé

cómo pero aún no me he dado cuenta de que me están bajando el pantalón,


y entonces Macairo me sujeta del cabello y me obliga a tragarme la leche

que ya viene. No sé quién me penetra ahora, pero cuando miro a la cámara

me está goteando el semen de la boca, su sabor es penetrante y espeso.


Macairo se ríe, y Esther me dice al oído que ella sabía que me gustarían

mucho estas reuniones y que mi hermano es muy guapo, mirándolo. Pero él

no la oye, solamente bebe otra vez de su cerveza. Y yo me pregunto cuál de


sus amigos será el que está dándome así, es realmente grande, y me gusta,

me gusta casi tanto como cuando mi hermano me lo hace.


XI

E n la biblioteca, la señora Soledad


había sido mucho su nombre,

pero aquello empezó a cambiar el día en que el señor Carpio se apareció


buscando una primera edición de ya no recordaba qué libro. Soledad, sola

como estaba, aprovechaba su tiempo de bibliotecaria sin lectores leyendo


una novela rosa que mezclaba pasión y lujuria con crímenes y amor. Se

ruborizó al advertir que había alguien frente a ella solicitando un libro y


cerró apurada la novela. Días más tarde el señor Carpio volvió para pedirle

Ada o el ardor, que era una novela que ella había leído, llena de escenas

lujuriosas. Varias visitas y libros después, pasando por Sade, Las edades de
Lulú, y otras linduras de libros que eran para mojarse toda, ella le

recomendó la novela que leía. Cuando él propuso leer juntos, ella quedó
boquiabierta. Entonces él tomó el libro y abrió al azar una página

cualquiera: “Sintió que la penetraban al tiempo que una lluvia dorada

recorría su cuerpo, profanado y abierto al placer infinito de su entrega a los


policías que la interrogaban, desnuda, húmeda, caliente…”. Solo unos

segundos de tensión bastaron para darse cuenta de que se deseaban con el

alma y aprovechando la ausencia de lectores, ella lo arrastró hasta el último

pasillo, el de los libros de Filosofía, que nadie recorría nunca, besándolo,


forcejeando mientras los botones se abrían y también un oscuro y mucho

tiempo guardado morbo. Se bajaron al mismo tiempo los pantalones y ella

liberó una pierna para encaramarse sobre él, una pierna en el suelo y la otra

rodeando la cintura del señor Carpio, que ya se empleaba a fondo. Fue

como la ruptura de un dique, y en efecto, desde ese día han leído muchos
fragmentos más de novelitas rosas o panfletos pornográficos, apenas un

fragmento cada vez, pues no demoran en arrastrarse ávidos hasta el pasillo

de los libros de Filosofía, donde cada tarde ensayan una posición nueva

gracias al Kamasutra que ella ha cambiado de pasillo, para tenerlo siempre

a mano, cuando el señor Carpio se aparezca para leer juntos.


XII

V eo a los muchachos esconderse de


mi visión tras el ramaje espeso del

álamo que crece en su jardín. Están empezando el juego que tantas veces he
visto, parcialmente cuando se colocan debajo de un voladizo que cubre mi

visión de vecino mirón, o en primera fila cuando eligen hacerlo apoyados


en el árbol. Ella es pelirroja y en los binoculares veo sus pecas, que rodean

sus hombros y su pequeña carita de pérfida muchacha lujuriosa, agitada


cuando, de espaldas al tronco del árbol, recibe al muchacho, rodeándolo con

sus piernas, cerrando los ojos y a veces, aunque tal vez sea solo una

suposición, mirando hacia aquí. En la penumbra de mi habitación, tras un


resquicio que deja la cortina, es imposible descubrirme, pienso. Pero a

veces dudo. Especialmente cuando la muchacha le pide a él cambiar de


lugar para ponerse a tiro de mi visión de voyerista excitado, erecto, listo

para vaciarme sobre las tablas del piso, y pareciera que ella exhibe más el

culo para que yo no tenga duda de lo que le está haciendo, y por dónde se lo
está haciendo. Puedo ver cómo se muerde los labios, como mueve la boca

pronunciando obscenidades que apenas puedo adivinar, la forma en que se

abre las nalgas con las manos o se masturba a su vez para acabar al mismo

tiempo que el muchacho. A veces los veo en la calle, y ella, lo juraría,


parece reconocerme. Un día le diré: sé lo que haces con tu primo,

muchacha. Le diré: quiero ese culo también. Ven a mi casa. Mira tus fotos.

Voltéate para mí. Sí: y puede ser que ese día, el que nos vea revolcarnos

desde la casa vecina, sea su primo. Sé que a ella le gustaría eso.


XIII

C uando nos invitaron al fin de


semana, no sabía que era para

esto, lo juro. Marcial vuelve a penetrarme en la piscina, y desde aquí veo


cómo mi esposo lame el coño lubricado de Zaira, en la tumbona de la

terraza. La primera noche fue por el alcohol y la calentura de ver cómo


Marcial le metía el dedo a Zaira, que nos exhibió un orgasmo prolongado

allí, motivado especialmente por su fantasía de ser vista. No esperé a llegar


a la alcoba para arrodillarme frente a mi esposo y liberarle la polla de los

pantalones, y mientras me la metía a la boca vi que Marcial nos

contemplaba desde la escalera. Zaira dijo que quería compartirlo conmigo,


si yo era capaz de brindarle a mi esposo. Ni siquiera pude decidir, porque él

se fue sobre ella, y Marcial los vio desnudarse acercándose al sofá, y


brindarse sexo oral mutuo en un sesenta y nueve brioso y desorbitado. No

lo pensé más, seguía de rodillas cuando Marcial se paró frente a mí y me lo

puso en la boca. Han pasado tres noches desde entonces. Jugando con los
vibradores de Zaira, Marcial nos hizo compartir uno particularmente largo,

y me parecía que miraba con lascivia a mi propio esposo. A estas alturas

nada me importa ya, todos mis límites se han quebrado. Zaira está ahora

montada sobre mi esposo, y Marcial mordiendo mis pechos, agitando el


agua de la piscina, y juro que no sabía que llegaríamos a esto, pero cómo lo

disfruto.
XIV

M e cito con “Sade” porque me


gusta su nickname. Dice que

irá en el tercer vagón, la ruta que yo avisé en el foro que tomaría, a ver si
me convencía alguno. Él me convenció así que le dije cómo iba vestida.

Minifalda negra, por supuesto, tatuaje en la pierna derecha, casaca de cuero


con tachas. Brazalete gótico. Eres punk, me dice. Le digo que soy como

soy. Cuando lo veo en la estación, me sorprende la finura de sus rasgos, el


aire socarrón y alegre. Me reconoce, y no necesita decirme que es él más

que por esa mirada. Se coloca detrás de mí en la fila y así subimos al metro,

repleto a más no poder, peor (o mejor) imposible. Una vez adentro nos
abrimos paso a empellones, él siempre detrás de mí, hasta que nos

ubicamos donde no sea visible lo que está por suceder. Cuando se pega a
mí, siento la dureza que emerge debajo de su ropa, y empiezo a calentarme.

El vaivén del metro favorece los roces, y él va más allá cuando siento su

mano en el costado de mi muslo. Es una caricia suave con la yema de sus


dedos, y por primera vez desde que juego a esto, me provoca bajarme con él

en la siguiente parada. Ese deseo aumenta cuando sus dedos inquietos ahora

se meten debajo de mi falda para acariciarme el coño, y me pregunto si será

posible que me penetre aquí, en medio de tanta gente. Su caricia me hace


mojarme y tengo que apretar los labios para no gemir. El bulto en su

pantalón late y empuja como un cíclope. Sus dedos ahora entran y salen de

mí, despacio primero, luego más rápido, y más, y más, y solo quiero que

llegue la siguiente parada, lo más pronto, y aprieto más las piernas porque

sé lo que me está por suceder, y así, repentina y gloriosamente, me corro,


me corro en sus dedos, justo cuando parece que ya estamos llegando a la

otra estación, y decido que nada en el mundo me impedirá llevarme a este

muchacho a casa esta noche, a casa o a donde él quiera, porque sí que se lo

ha ganado, claro que sí.


XV

T engo miedo de esta hora. Es la


hora de cerrar, y el señor Lamar

despide a los últimos clientes, me pide cuadrar la caja del bar. Los dos
mozos siempre se apresuran a irse, pues no viven cerca de este barrio, y

cuando yo trato de apurarme, el señor Lamar siempre inventa un pretexto.


Tengo miedo de esta hora y sin embargo tengo también una terrible

curiosidad, como el deseo de saltar a un abismo. Es fuerte y varonil, el


señor Lamar, y he visto a las mujeres que a veces lo vienen a buscar. Un

extraño orgullo me aparece cuando las veo parecidas a mí. Le tengo miedo,

pero lo deseo. Dicen que es brutal. Que le gusta ser obedecido. Me pregunto
si es así también con las mujeres. Otra vez, estamos solos y me demoro de

más en la cuenta, una voluntad misteriosa me hace equivocarme a propósito


y empezar otra vez. Sé que está a mis espaldas, mirando. Lo veo ahora ir

hacia la puerta del bar. La cierra, le pone el seguro desde adentro. Eso no lo

ha hecho antes, se supone que debo salir primero. Levanto la vista y lo veo,
pero no me atrevo a protestar. Le digo que no he terminado, que hay un

error en la cuenta y que empezaré a contar de nuevo. Tartamudeo cuando se

lo digo, y respiro fuerte cuando me pregunta si quiero terminar eso mañana.

Si es que quiero irme. Un hilo de voz me deja decir: “No”. Camina en


rededor, se pone nuevamente a mis espaldas. Ya no estoy contando el

dinero. Me apoyo ligeramente sobre el mostrador. Inclino un poco la

cabeza. Lo espero. Me sacude, súbitamente, el peso de su cuerpo

apretándome contra el mostrador, la mano que innecesariamente me tapa la

boca, mientras la otra me jala hacia abajo los apretados shorts que me
obliga a usar como uniforme, y entre mis nalgas siento el violento empujón,

la vehemencia de ese miembro que comienzo a sentir hundiéndose, grueso,

recio, dolorosamente dueño de mí, y agradecida, sumisa, lamo los dedos

que tapan mi boca, los chupo, dejando para otro día las cuentas y los

cuadres de caja, tal vez para la noche siguiente, y alcanzo a pensar mientras
se torna más brusco y veloz el movimiento con el que me hace suya

resoplando y mordiendo mi cuello, que el día de mañana llegaré, para él, sin

ropa interior, y me equivocaré en las cuentas, a propósito, y diré que no

quiero irme, no quiero irme, no quiero.


XVI

N o sé cuándo fue que Susana


empezó a sospechar, pero ya lo

sabe. Y me mira. Pero no hay en su mirada reproche. No lo hubo hace


algunas semanas, cuando miré de más el escote de su hermana Grace, al

mudarse un tiempo con nosotros, separada de un esposo agresivo y


golpeador. Ese fin de semana bebimos unos tragos los tres y en la noche,

doblemente excitado en nuestra alcoba matrimonial, se me ocurrió la idea


mientras penetraba a Susana, de pie los dos, apoyada ella contra la pared.

No era extraño que les preparase una taza de leche o que le sirviera el agua

que tomaba con las pastillas de la presión. Así que algunos días más tarde,
me conseguí el Rohypnol, gracias a Sérvulo, un amigo farmacéutico que,

por lo que dicen, sabe mucho de estas cosas. Hice la prueba la primera
noche con mi mujer, y cuando cayó dormida, la sodomicé sin que siquiera

despertara. Se lo había hecho más temprano, así que al despertar no sintió

nada demasiado inusual. La noche siguiente ambas estaban sometidas por el


somnífero, así que fui al cuarto de Grace. Dormía boca abajo, con apenas

una braga diminuta y una blusa ligera. Me di placer con mis manos antes de

subir a la cama y desnudarla, lamer sus pechos, su coñito lampiño y rosado,

y me la follé con ese placer pecaminoso de lo prohibido. Tuve cuidado de


no acabar, y dejé todo lo mejor que pude. Varias noches la he visitado, y

cada vez parece dormir en una posición diferente, hecha para que me

coloque encima; hace pocos días empecé a cambiar de una cama a la otra,

penetrando a Susana y luego a Grace, antes de volver y hacérselo por detrás

a Susana. Debió ser uno de estos días cuando Susana empezó a sospechar,
pero sé que fue hoy cuando decidió no tomar el té que le serví. Lo sé porque

me mira, y yo estoy todavía encima de Grace, en su cama, abriéndole el

culo con las manos. Estoy turbado, pero Susana se pone el dedo sobre los

labios, y al principio no entiendo. Luego se ríe, tapándose la boca. No

puedo creerlo, pero se despoja del camisón, y se acerca a besarme. Mi


erección recupera su máximo esplendor. Ella mueve mis caderas,

incitándome a seguir. Se sube a la cama y se pone de rodillas. Usa ahora sus

manos y abre el culo de Grace. Veo su boca entreabierta, oigo su jadeo, sus

ojos me ven con un anhelo que jamás antes le he descubierto. Sonríe, y

escupe sobre mi verga, y se agacha a lamerla mientras entra y sale del coño

de Grace. Algo me dice que pronto llegará la noche en que no tenga que

dopar a ninguna de las dos. Ahora sí puedo acabar, pero no lo haré dentro
de Grace: un inmenso placer me embarga, en el instante en que estoy a

punto de venirme, y saco la verga del coño de Grace para meterlo en la boca

de Susana, que recibe, lujuriosa, perversa, toda mi descarga.


XVII

N o soy virgen. No de pensamiento,


al menos. Tocarse no cuenta

como no ser virgen, me advierte mi sicólogo. Le pregunto qué cuenta


entonces. Me dice que no estamos allí para esa charla, sino para la que mi

padre paga, que debería ser acerca de mi dificultad para aceptar su relación
con esa nueva mujer, su ambiciosa y plástica secretaria. Pero yo no quiero

hablar del divorcio y de mis calificaciones. Quiero que me diga qué cuenta
para no ser virgen. Le digo que me toco todas las noches, que he metido el

dedo. Que besé a un muchacho y luego se la chupé. Le cuento que tengo

fantasías con mis conocidos, fantasías en las que me siento sobre sus caras
y me lamen el coño. Otra vez veo en mi sicólogo su incomodidad para

sentarse, su pantalón humedecido. Me pregunta en qué conocido mío he


pensado la última vez. Le digo que en mi sicólogo. Ahora quiere saber qué

fue aquello que fantaseé (por interés profesional). Le digo que imaginé que

en una de nuestras charlas a él le goteaba la leche y no se aguantaba más.


Que me tomaba sobre el diván. Que me lamía el culo y luego me pedía

sentarme encima de su cara. Que me violaba por todas partes antes de

eyacular en mis pechos. Le cuento eso y más mientras se quita la correa. Le

cuento que son muchas las noches en que sueño y pienso así, al tiempo que
se me acerca y me baja el pantalón de licra para luego levantarme las

piernas. Veo gotear su glande y le explico que necesito más y más terapia,

que tengo que venir más seguido. Levanta más mis piernas, sobre mis

hombros, y siento su lengua recorriendo mis muslos, alrededor de mi coño,

y luego mi culo. Me estremezco, y pienso en lo que le diré a mi padre la


próxima vez que me pregunte cómo me fue con el sicólogo que ahora se

despoja del pantalón y me muestra orgulloso un falo de regulares

proporciones, que no tardaré en sentir. Esta es la terapia que yo quería,

pienso, y luego tapa mi boca justo a tiempo para que no se oiga mi largo

grito de placer.
XVIII

S u arrebato, la forma en que me hace


colocarme, la pasión con la que

pinta sus lienzos, todo me hace desearlo. No soy la mujer perfecta, no tengo
la figura de una modelo de pasarela, pero él siempre me halla hermosa,

todas las veces me ve como si fuera una creación suya. Una de sus pinturas.
Fue tan natural que una de aquellas tardes me dijera: desvístete. Échate así.

Abre las piernas. Pensé que vendría por mí, pero no lo hizo. Me pintó como
una flor abierta, una flor carmín, de contorneados pétalos difusos. Me quedé

tan caliente que empecé a tocarme mientras él terminaba de pintar. Me miró

hacerlo, me vio retorcerme sobre mí misma cuando alcancé el orgasmo


viéndolo y tocándome. Luego me alcanzó la ropa y me ayudó a vestirme.

Me despedí con un beso en la mejilla. La siguiente vez, me hizo sentarme


en una banqueta y desnudarme de la cintura para arriba. Colocó el lienzo en

blanco frente a mí. Se acercó con su paleta de pinturas y pintó sobre mi

cuerpo, en mis pechos, con sus manos. Fui obediente y me quedé quieta.
Deslizaba sus dedos, rodeaba mis pezones, traviesamente se permitió pintar

también mi rostro con delicadas líneas en los pómulos, la barbilla; creo que

ni siquiera sabía cuánto lo anhelaba dentro de mí en aquella tarde. Después,

me pidió ponerme de pie frente al caballete que sostenía el lienzo. Se


colocó detrás de mí, apretando mi cuerpo contra el lienzo en blanco,

haciendo que mi cuerpo pintara por él, apretujando, excitado. Estuve a

punto de tener un orgasmo así, abrazada entre el lienzo y el pintor. Cuando

me retiré vi todas las formas del erotismo pintadas allí, nos reímos, llenos

de alegría; me dijo que podía bañarme en su ducha y me desnudó del todo


antes de llevarme de la mano. No osé pedirle que entrara a la ducha a mi

lado, pero al terminar mi baño, me esperaba con una toalla con la que ayudó

a secarme. Le di la espalda y sentía su respiración en la nuca, juro que si me

ponía un dedo encima, me hubiera hecho venirme. Pero no lo hizo. No es

porque no quiera, lo sé. Solo lo prolonga. Hoy poso para él otra vez. Ahora
soy procaz, abierta de piernas y con los dedos separando los labios de mi

vulva. Me toco para él, que pinta mi rostro que parece disfrutar esa agonía

de la reticencia, sobre la pared de su casa. No sé si hoy me toque como

quiero que me toque. Pero sé que tarde o temprano, pintará de blanco con

su propia y espesa pintura mi coño, y estaré ahí para posar como él pida.
XIX

D olores, ojerosa mientras


desayuna, me mira. Sé que me

va a pedir algo, es usual que a la mañana siguiente aproveche mi


disposición y elija unos zapatos que vio en algún catálogo de internet,

dinero para gastar en la calle, o como ahora, un permiso que necesita para
una fiesta. Le pregunto dónde es y me dice que es en casa de Jair, el

muchacho de cabello largo al que he visto algunas veces, cuando trae a mi


hija en su motocicleta. Vive lejos de nuestra calle y me da mala espina, a

pesar de que ella es casi mayor de edad, así que dudo entre aceptar o no,

aunque es difícil negarme ahora. Sobre todo porque anoche Dolores no se


negó, cuando traspuse su puerta y me acerqué a su cama, en la que no

dormía aún, segura de que sería visitada. Se dejó hacer, mientras retiraba las
sábanas para acomodarla, dándome la espalda de rodillas, arqueada cuando

por fin me introduje en su rosado y delicado coñito, sujetada de los brazos y

emitiendo un ahogado gemido cada vez que mis huevos golpeaban su


trasero. Sí, se ha portado bien, y merece un premio. Pero no suelto tan

fácilmente mi permiso, le digo que puede ir si tan solo yo la recojo. Me dice

que la traerá Jair. Le digo que el trato es ese. Protesta, dice que no es justo.

Hay un silencio largo entre nosotros, aquí en la mesa de la cocina. Se


arregla el cabello que le cae sobre la frente y me dice que si la dejo volver

al día siguiente dejará por fin que le haga lo que siempre le pido pero que

nunca acepta. Sé lo que es, pero quiero oírlo de su boca. Se lo digo así. Ella

me mira, desafiante, y lo dice: me dejaré por el culo. ¿Contento? Le

respondo que sí. Estoy contento. Ya me imagino todo lo que Jair disfrutará
esta noche, pero también ansío lo que mi hija me ofrecerá mañana, cuando

vuelva, y tenga que cumplir su palabra, centímetro a centímetro.


XX

L o hice por mi marido, y por la


hipoteca que nos agobia. Es el

diablo el que pone a veces las cosas en su lugar, eso pienso; si no, cómo
explicar que la misma tarde que nos negaran el préstamo, andando yo

confusa y preocupada en el supermercado, me encontrara con mi antiguo


empleador, Berrospi, bajo y ceñudo, siempre con esa mirada de halcón

sobre la presa, que me veía desde el pasillo de las frutas. Un año atrás había
empezado a trabajar en su firma, pero me fui a los tres meses, después de su

largo e incesante acoso; no le quise decir a mi marido por temor y para no

agitar las aguas. Y de repente, ahí en el supermercado, tuve una fugaz


visión de lo que podía suceder, y aun así, avancé hacia él para saludarlo. Al

acercarme, vi que sobaba unos melones mientras me miraba venir, haciendo


esa mueca de sonrisa. Poco después, volvía al estudio, a trabajar como

secretaria. No esperó siquiera a que acabara el día. Me dijo que los dos

sabíamos por qué yo estaba allí, y me pidió cerrar la puerta y sentarme en


sus piernas. Sentí su aliento de fumador, sus manos toscas acariciando mi

cuello, levantando mi falda. Le dije que quería conversar sobre mi sueldo.

Me dijo: sé obediente y tendrás el sueldo que quieras. Eso hice. Lo

acompaño algunas tardes, a hoteles donde me desviste con brusquedad y me


trata como una zorra. Me lame el cuerpo, arroja vino o cerveza sobre mí en

el jacuzzi, me da nalgadas, atadas mis manos a la cama. Disfruta olerme,

dice, y siento otra vez la punta ovillada de su lengua en mis intersticios,

buscando siempre mi ano, lamiendo después mi espalda cuando se

encarama. No sé cuándo empecé a disfrutarlo. Sí, le digo que no quiero que


lo haga, que no me golpee, que no me lastime. Me esfuerzo para creer que

lo sigo haciendo por mi marido, por la hipoteca. Pero, últimamente, ya no

me creo demasiado a mí misma, sobre todo en las noches que vuelvo a

follar con mi marido, y me tengo que esforzar mucho para no decir el

nombre de mi jefe, cuando me estoy viniendo.


XXI

L a pensión es acogedora y barata,


y la señora que la regenta sabe

muy bien cómo hacerse de oídos sordos. Eso lo sé. He traído aquí muchas
veces prostitutas, a cuál más escandalosa, y solo he recibido miradas de

beneplácito al día siguiente, a la hora del desayuno que brinda en su


comedor sencillamente decorado. El que no sabe hacerse de oídos sordos

soy yo. Y cómo, si desde que llegó la muchacha que ocupa la habitación
sobre mi piso todo lo que hago es oír. La oigo gemir, gozar, pedir más,

exigir más dolor. A veces parece que llora, pero es un llanto de placer.

Algún fenómeno acústico que no comprendo hace que, a través de alguna


tubería o lo que fuera, aquí adentro se oigan las voces de ese cuarto en

específico, si bien es en la quietud de la noche cuando puedo prestar


realmente atención a las frases y escarceos de la pasión que suelen poblar

sus noches, con distintos hombres que a veces me cruzo en la entrada. La

veo pocas veces a la hora del desayuno, recatada, el cabello recogido, los
lentes gruesos; cuando hace frío lleva un suéter de cuello alto y si no

hubiera oído la noche anterior su voz gritando sofocada que era una zorra y

que le encantaba tener esa verga en el culo, hubiera creído que es una

monja. Pero no lo es, y esta noche o la siguiente volveré a corrérmela


oyendo su lujuriosa voz de puta gozosa, esperando el día que sea mi verga y

no la de otro la que le brinde ese éxtasis desenfrenado y bullicioso.


XXII

S i supieran. No se lo imaginan. Nos


ven como una pareja normal, nos

preguntan lo indispensable, sabemos ya el libreto de antemano y Bernardo


hace bien su papel. Les decimos que nos conocemos desde niños. A veces,

la otra pareja se excita cuando él les cuenta que desde niños nos
deseábamos y que nos metíamos mutuamente el dedo desde antes de que

me crecieran los pechos. Yo me río y siento su mano deslizándose bajo mi


muslo. Qué pervertidos son, me dice la mujer, esta noche. Ella y su esposo

hacen intercambios desde hace años y disfrutan hallar parejas como

nosotros. Somos totalmente abiertos a todo tipo de experiencias, les


decimos alegremente, y siento ahora la mano del hombre, que me acaricia

también. Hemos acabado las cervezas y la otra pareja propone continuar en


un hotel. Bernardo le dice al hombre que eso estaba esperando yo que

dijeran, y que me encanta la doble penetración. Le jalo la oreja,

juguetonamente, y me da un beso. Salimos. La pareja que nos acompaña


está cachonda, lo veo en el modo en que la mujer le toca a su esposo la

entrepierna al salir. Quieren llegar al cuarto cuanto antes, llegar con

nosotros. Bernardo dijo la verdad: me encanta recibir dos vergas a la vez, y

una hora más tarde me complacen así, el hombre tendido en la cama, yo


sentada sobre él, y Bernardo detrás de mí, apretujando mis pechos,

mordiendo mi cabello. La mujer está sentada sobre el rostro de su esposo, y

hacemos contacto con la lengua, ella babea y me excita mucho ver el hilo

brillante de su baba caer sobre mi cuerpo magreado y tan sensitivo ahora a

los placeres profanos de la carne. Bernardo acelera su embate y tengo


sucesivos orgasmos sintiendo la lengua de la mujer adentro de mi boca y la

verga de su esposo sacudiendo mi coño, y alcanzo a pensar que no saben,

que tal vez se calentarían más si supieran que el hombre que acaba dentro

de mi culo, haciéndome sentir el calor de su semen disparado como un

cometa a la vía láctea de mis entrañas, es mi hermano mellizo.


XXIII

L a esposa del senador nos mira. Su


esposo está jadeando como un

becerro, inquieto y movedizo entre los juguetes que su mujer le ha alquilado


para esta noche. Los juguetes somos nosotras. Tengo puesto un arnés del

que pende un grueso consolador con el que penetro a una mujer morena, de
oscura piel azabache, y a su vez otra mujer me penetra a mí para el placer

visual del senador y el beneplácito de su esposa, ataviada esta noche como


jamás se le verá en las fotos oficiales, con mallas agujereadas y un corsé de

cuero negro, que realza su figura prominente. Gatea alrededor de su esposo,

y mientras sigo mi vaivén contemplo la redondez exquisita de su culo que


se empeña en abrir con un consolador aún más grueso que el mío. El

senador se gratifica en la boca de una muchacha oriental, y me ordena


cambiar de posición, quitándome el arnés. Tengo que aceptar que es la

primera vez que me penetran dos mujeres, y le doy el crédito al senador,

aunque debería tal vez dárselo a su esposa, que ahora juguetea con un
vibrador sobre el clítoris y no deja de mirarme. Se detiene y coloca en el

piso tres platos de leche. Nos ordenan beber la leche en el plato como tres

gatitas, colocadas con el culo expuesto, las tres alineadas y sumisas,

volteadas para él. Ella hace arrodillarse a la muchacha oriental y gime con
los ojos cerrados poniéndole el coño en la boca. El senador se acerca,

acezando, cachondo y vicioso. Nos escupe en el agujero del culo, y luego se

turna entre nosotras, clavando su prominente verga de la una a la otra.

Tengo que aceptar que es también la primera vez que hago algo así. No deja

de sorprenderme, esa mujer, que me mira aún, con el coño brillante de la


saliva de su sirvienta oriental.
XXIV

A yumi rodea su cuerpo con la


cuerda, ligera, volátil

asombrosamente hábil. No necesita siquiera que la ayude. La cuerda rodea


y

sus muslos, se trenza en su vientre, asciende por el pecho, rodea sus senos

breves y albos para volver a trenzarse rodeando sus brazos. La primera


noche me pidió que no le pregunte nada acerca de su arte, y mucho menos

quién se lo enseñó. No me importa saber. Descubro en cada noche especial


el arte del shibari, exquisito ritual de sogas y sumisión que me ofrece como

un tributo. Mi esposa se da la vuelta y mira hacia el techo, donde me pidió

semanas atrás instalar una argolla que pueda soportarla. Pende de allí una
cuerda con un gancho alpinista al extremo, que me pide conectar con el lazo

en que ahora termina su laberíntico y simétrico corsé de soguillas. Lo hago,


impaciente, febril en mi gozo. Ahora inclíname, me solicita, y la ayudo a

suspenderse en el aire, colgada así, voluptuosa y serenamente sensual. Hallo

en el fondo de su mirada las más deliciosas depravaciones y me coloco


frente a ella, que ahora está en una posición horizontal, suspendida para mi

deleite. Levanta levemente la cabeza y abre la boca. Estoy duro como un

poste cuando pongo mi verga en su boca y empieza a balancearse, delicada

y tersa como la lengua que usa para rodearme el glande al moverse. Se


mece un poco más rápido ahora, como un licencioso péndulo, y poco a poco

se mete más y más mi verga en la boca hasta tocar casi mis huevos con los

labios breves y definidos que me acarician toda la longitud del miembro, en

una surrealista escena de sumisión sexual que me regocija. Me importa

ahora menos que nunca dónde aprendió a atarse así, quién o quiénes le
enseñaron la técnica. Solo quiero hacer eterno este instante, y la sostengo

para cambiarla de posición en el aire, poniéndola ahora de espaldas a mí, a

la altura exacta y con el espacio hábilmente dejado por ataduras para

penetrarla completamente, cosa que haré esta noche una y otra vez,

cambiando del coño a su boca, hasta que me corra.


XXV

A dela sabe cocinar. Al señor Mario


eso le gusta, por supuesto.

Mantiene limpia la casa y no es escandalosa. Eso, claro está, también le


gusta al señor. Pero lo que más le gusta de la criada que tiene en casa, al

señor Mario, viudo y empedernido coleccionista de libros eróticos, es cómo


Adela le mama la verga. No sabe qué la impulsó la primera vez, cuando le

contó que extrañaba a su mujer y que su vida era una larga caída al abismo
de la muerte. Tal vez fue compasión. Regordeta y alegre, Adela le había

dicho que quería darle una alegría y se arrodilló frente al sofá. El señor

Mario no salía de su asombro, pero no la corrió, sino que más bien se corrió
en su boca, que ella no retiró hasta tomarse la última gota. Ya no le cuenta

de su mujer, ni de su vida terrible. Adela sabe que de vez en cuando el señor


Mario se aparecerá en la cocina y preguntará con displicencia qué está

cocinando, mientras mete su mano bajo sus faldas. A veces, por jugar, ella

no usa bragas, y eso le gusta a Mario. Se arrodilla y mete su lengua entre


sus nalgas, mientras ella finge que sigue cocinando, pero en realidad

disfruta la lengua del señor acariciando su anito antes de ponerse de pie

para penetrarla, en una siempre breve pero también feroz acometida. Adela

siente que le hace bien al señor Mario, y está satisfecha por eso, y también
porque le ayuda a olvidar al novio que la quiso poner de puta en su ciudad

natal, de donde ella se fugó. Por eso, no cierra la puerta de su cuarto por las

noches, porque sabe que el señor puede aparecerse a cualquier hora, para

pedirle una mamada, Adelita, hazme una mamada como esas que tú sabes,

que vengo cachondo como un toro y con unas ganas de follarte que no te
imaginas, Adelita.
XXVI

M i marido es un cornudo. Lo
sabe. Lo acepta. Lo disfruta.

Y si no, deberían verlo cuando nos filma, enfiestada yo, dos tipos
tratándome como a una cualquiera. Ese, sin embargo, es el único modo de

respetar en la cama a una mujer como yo. Luego de los cuarenta no busco
un suave masaje previo, unas palabras dulces a la luz de la vela sobre mi

mesa de noche. No, no quiero eso, ese tipo de respeto no estaría a la altura
de mis ganas, de mi deseo, de mi sed. Quiero un potro sacudiéndome

mientras me atraviesa el culo, una verga que me deje sin respiración, o tres

que no dejen ninguno de mis agujeros sin usar. Y mi marido lo sabe. Lo


sabe tan bien que fue él quien lo propuso, hace un par de años, cuando me

descubrió frente al ordenador, masturbándome para un desconocido en la


web. Me atemoricé la primera vez, pero solo esa vez. Luego empezamos el

juego de elegir, yo buscaba uno en los foros de tríos y cornudos, y él hacía

lo mismo entre sus amigos o recomendados. A veces elige para mí incluso


mejor de lo que yo hubiera podido hacer. Hay que verlo disfrutando, cuando

empiezo a gritar y los hombres de turno me sujetan y sacudan entre sí sin

ninguna contemplación, frente a él, que se masturba también, pero jamás

acaba hasta que ellos se van y yo ofrezco mi dilatado culo para que termine.
Cuando termina, jadeante, se tumba a mi lado, y en ese momento sé que

podrían pasar por mi cuerpo cientos de hombres distintos, pero es el único,

entre todos los demás, que yo podría elegir, a él y a su perversa fascinación

de verme así, profanada.


XXVII

E l profesor de yoga de Gabriela se


estira y levanta la pierna derecha

en un ángulo recto que sus demás alumnas imitan luego. Gabriela, sin
embargo, está muy distraída. Y es que, con la licra que usa el profesor para

las clases, ciertos movimientos sutiles permiten apreciar el voluminoso


paquete que esconde debajo de la cintura. Ahora les pide la postura de la

luna creciente, y Gabriela casi tropieza. Perfilado bajo el vientre, un


miembro de marcadas proporciones parece querer asomarse, cuando el

profesor coloca la pierna derecha adelante, flexionada, y estira hacia atrás la

pierna izquierda arqueando el cuerpo sobre su espalda. Gabriela espera el


final de la clase, y cuando todas se están yendo, le dice al profesor que hay

una postura que quiere practicar con él. Tiene los ojos muy abiertos y la
respiración alterada. El profesor le dice que estará encantado, pues la ve

bastante inquieta como para haber tomado una clase de yoga. Le pregunta

qué postura es, y ella le dice la media pinza, profesor. Claro, responde él, y
le dice que primero respire, pues los músculos contraídos y tensos no le

dejarán flexionarse como se debe. Luego la toma desde atrás, y le dice que

apoye las manos en el suelo, manteniendo rectas las piernas. Ella siente el

preciado bulto mientras obedece, y mueve de arriba para abajo el culo,


restregándose con él, que reacciona muy favorablemente. Le pregunta si se

siente bien, y ella responde que le molesta la ropa, así que el profesor le

retira la licra y luego desde el otro lado pasa por encima de sus brazos la

apretada camiseta. Libera su sostén, sus bragas, y le pregunta si se siente

mejor. Ella le dice que mejor estaría si vuelve a sujetarla. El profesor se


coloca detrás, de nuevo, y se desnuda. Ella siente que está goteando, de lo

cachonda que se ha puesto, y respira por la boca. El sol de la tarde hace

sombra oblicuamente y ella ve en el piso la sombra de la magnífica verga

que ya se yergue, contundente, para por fin calmar sus nervios. Con los

dedos, le abre la vulva para acomodarse. La voz se le va para adentro


cuando siente que la penetra sin hacerle perder la posición, las piernas

rectas, los brazos en el piso, pero ahora, en la silueta proyectada sobre el

piso, agitada, remecida una y otra y otra vez.


XXVIII

L os amigos de Raquel saben que


ella, delgada como es, cabello

corto, pulseras grandes que siempre parece que se le van a caer y cuerpo de
muchacho, es voraz como una loba en celo. No es una modelo, Raquel, y lo

sabe, pero ha dejado el color de su labial en cada verga que ha reclamado


por ella, expuesto el rumor entre los muchachos del curso con esa velocidad

que las ansias por compartir sus favores despierta. Incluso Sérvulo, el
estudiante modélico que no separa los anteojos de sus libros y que no suele

inmiscuirse en los asuntos que la presencia de Raquel invoca, ha probado

ese néctar y esa boca. Raquel se lo hizo en el baño de la facultad, acicateada


por alguna apuesta. Al finalizar, se limpió de la boca las gotas del poderoso

chorro que no pudo contener, febrilmente sacudido Sérvulo sobre el tabique


del cubículo. Los escasos testigos vieron a la menuda muchacha sonriendo

triunfante al salir del baño y reunirse con sus amigas, díscolas y promiscuas

también, pero nunca como ella, que ha sabido despertar en los estudiantes
un inusual interés por asistir a clases sin falta, solo para verla.
XXIX

E smeralda contempla su reflejo en


el ovoide y barroco espejo del

salón y bebe su champaña. Se acomoda el antifaz, tira hacia abajo su


vestido negro, algo levantado hace unos minutos, por un travieso anciano

que sorprende a las mujeres de la fiesta, tocándoles los pechos o las nalgas.
Esmeralda descube una mancha lechosa ensuciando su vestido, a la altura

del busto; está húmeda aún. Le pasa por encima la yema del dedo índice y
se la lleva a la boca. Hay algo familiar en la música de fondo que ambienta

el salón, reconoce la suite de Khachaturian, Masquerade. Se muerde los

labios recordando al fornido personaje culpable de la mancha en su vestido,


encadenado a una argolla de hierro en el vestíbulo, ofrecido como un regalo

a las damas por parte del anfitrión de la casa, y seguramente listo otra vez
para una lid amatoria que su bronceada piel y su aroma de pecado brutal

harán inolvidable. A su izquierda, sobre un romántico diván neoclásico,

Esmeralda ve a dos mujeres intercambiando sexo oral, la una encimada en


la otra en posición inversa, para disfrute de un hombre que ya sin ningún

otro atavío que el antifaz obligatorio, se masturba sobre ellas. Una de las

parejas grita en medio de un pequeño círculo de observadores sobre las

baldosas de mármol de la elegante recepción. Y por fin, con un vaso de gin


tonic en la mano, descubre al hombre que la invitó, su cita de la noche,

aunque ese término se haya desvirtuado durante la velada, magreada como

ha sido por diferentes manos y otras extremidades. A ese hombre, una

madura matrona de sujetadas carnes le brinda su boca, de rodillas, y él solo

observa a Esmeralda, sin expresión bajo la máscara que lo cubre. Una


fantasía lleva a otra, piensa ella, y se levanta el vestido bajo el cual no lleva

más prendas que el liguero y las medias caladas, y se acaricia para él,

caliente y atrevida, y vuelve a pensar en las fantasías que aún le quedan por

vivir, cuando el hombre retira su miembro de la boca de la mujer y se le

acerca, bamboleando como un garrote su brillante y provocativa virilidad.


XXX

A través del tragaluz central del


edificio, Esteban espera,

disimulada su figura tras las persianas que apenas dejan ver un atisbo de sus
ojos espías. Sabe que, como cada lunes, la camarera que vive en el

apartamento del piso inferior lavará la ropa, aprovechando su día de


descanso, en la aparentemente ruidosa lavadora vieja que ocupa el lugar

próximo a la ventana de su reducida cocina. Tiene ella, también, las


persianas bajas, pero hay un par de hileras que están incompletas, y que

brindan un único punto de vista al espectador que ha aprendido sus horarios

y sus costumbres amatorias de soledad. Por fin aparece la muchacha


pelirroja, turgente y ágil. Lleva una camiseta que ha visto antes Esteban, y

adivina que no lleva sostén. Esteban no lleva ropa de la cintura para abajo,
y esperando el momento que sabe que ocurrirá, se acaricia los testículos,

desliza los dedos a lo largo de su falo, se escupe a la mano y se masturba

con suavidad expectante. No espera demasiado, y ahora puede ver


inclinando medio centímetro su persiana cómo aparece la camarera otra

vez, imitando su propia semidesnudez, dejando posar su mano sobre la

lavadora que ahora vibra visiblemente. La muchacha desaparece del campo

de visión para reaparecer con una zanahoria en la mano, que se lleva a la


boca y luego frota con su entrepierna. Esteban está a punto de eyacular

cuando ve que la zanahoria desaparece en el coño de la camarera, antes de

que se suba sobre la lavadora, sentándose para sentir mejor la vibración,

con la mano izquierda entre las piernas, moviendo a un lado y otro el

cuello, llevando la mano libre a otros rincones de su piel, a veces los


pechos, otras, inclinada hacia delante sin dejar su posición, para alcanzar

con un dedo el agujero impaciente de su ano. No sabe que en el piso de

arriba, mientras ella vibra toda y se esfuerza para no gritar, hay un

muchacho que ya siente el flujo de semen a punto de brotar con violencia,

mirando acabar una y otra vez a la camarera en su insólita máquina de


placer, y pensando que, definitivamente, el lunes es su día favorito de la

semana.
XXXI

S abe que es casado, fue su esposa


quien se lo recomendó,

encuentra trabajo todavía y tiene que tomar estos eventuales encargos,


no

reparaciones, albañilería, lo que se presente, Laura, él te hará un buen

trabajo. Laura aceptó, no era complicado, solo pintar la sala de su casa,


quitar la humedad de una pared de su dormitorio que depreciaba la vista

cuando llegaban visitantes, hombres usualmente, que sabían consolarla


luego de su esperado divorcio. La primera vez que lo vio la invadió un calor

repentino que prefirió apaciguar pensando en las cuentas y su amistad con

la esposa del hombre rudo que la saludó por su nombre cuando llegó a su
casa con esa barba de días que le hacía parecer aún más brutal. No pudo

evitar, al darle las indicaciones indispensables, mirarle el paquete abultado


bajo los jeans, promesa de mejores trabajos que podría hacer con sus manos

y ciertas herramientas particulares, que se le antojaron a ella con anhelo. Al

día siguiente lo vio sudar mientras lijaba la última pared de la sala y le


ofreció agua. Le dijo que podía quitarse el polo si deseaba, pero él no lo

hizo. Fue el último día, cuando solo faltaba retocar con pintura la resanada

pared de su habitación, cuando no pudo más y le dijo, en broma,

aprovechando la pequeña confianza ganada en esa semana, que envidiaba a


su esposa. El hombre miró al piso, incómodo, pero no por las razones que

temía Laura; lo supo cuando vio abultarse más su pantalón antes de voltear

a seguir pintando. Ella se acercó a preguntar si podía ayudar, siempre había

querido tener un rodillo en sus manos, dijo, él asintió con la cabeza y le dio

el suyo. Le indicó cómo moverlo en la pared, haciendo la forma de “V”


para evitar las rayas, le dijo que no presionara demasiado para evitar que

chorreara. Ella se agachó y miró la mancha húmeda que ya mojaba el

pantalón del hombre y le dijo que no quería evitar que chorreara. Se puso en

cuclillas y él la sujetó del cabello cuando le bajaba la bragueta y con

esfuerzo lograba hacer salir una verga larga como el rodillo. Píntame con
esto, le pidió, y él apoyó las manos sobre la pared aún fresca de pintura,

mientras Laura bombeaba con la boca otro tipo de pintura, una que le diera

color a su propio cuerpo y su libido exacerbada, ahora dispuesta totalmente

a lo que ese hombre, que sin decir palabra la tenía sin poder hablar, quisiera.
XXXII

M e siento en la verga de Raúl y


mi cuerpo presiente, anticipa

todo el placer que seguirá a este momento. Tengo un consolador en el culo


y la cámara web está encendida para el placer de nuestros amigos virtuales.

Veo, en pequeños recuadros sobre la pantalla del ordenador, sucesivas


manos que se agitan alrededor de capullos y rugosas vergas endurecidas por

mí, para mí, y me excita saberlo. Empiezo a cabalgar a Raúl y me inclino


para la cámara, quiero que se vea el esplendor de su instrumento entrando y

saliendo de mi coño, más mojado y reluciente cada vez. No tengo que fingir

nada, es real todo para mí, más real que nunca. Raúl no es mi esposo, no es
mi pareja, no es nada más que un hombre deseable que conozco y que es

capaz de aguantar todo el tiempo que necesite para gozar múltiples veces
frente a todos los que han pagado la sesión virtual y esperan desde sus

acalorados dormitorios verlo follarme una y otra vez. Me saco el consolador

y me cambio de agujero la verga que se yergue debajo de mí. Un vibrador


rojo ahora frota mi clítoris, y grito más fuerte cada vez que acabo. Recuerdo

la primera vez que me exhibí, cuando un antiguo novio me hacía chupársela

mientras una pareja de sus amigos follaban también y nos dejaban verlo por

su cámara web. Recuerdo el placer multiplicado de gozar y dejar que me


vean gozar. Es eso lo que me pone más, saber que este gemido que empieza

entre mis piernas y sale de mi boca alcanza a todos los que están allí,

mirándome, penetrándome también, con la fuerza de cientos de vergas que

me ansían tanto como yo a ellas.


XXXIII

E l sonido más dulce, la música


más exquisita, el arrullo más
perversamente embriagador no se compara a tus gemidos a través del

teléfono, Lorena, la exhalación que sigue a esa primera penetración, el


ronroneo ascendente cuando te están castigando más y más fuerte, tus

apretados labios en torno a las palabras profanas que tu boca pura quiere
pronunciar, y tus otros labios, los inferiores, apretados en torno a las

sacudidas que tu amante te provee, nalgueando tu exquisito culo, su


redondez firme y resistente a los bravos ataques de los hombres que eliges

para compartir esta fantasía conmigo, que aquí encerrado en la oficina sufro

y disfruto por igual, untada la verga de lubricante bajo mi mano, oyéndote


gritar de dolor y casi viendo la escena, si cierro los ojos: tú, tendida boca

abajo, la cara sobre la almohada, los cabellos en desorden, las manos


aferradas al arabesco de la cabecera de nuestra cama nupcial, levantando el

culo, separando las rodillas, vibrante y gratamente adolorida cada vez que el

hombre cuya voz nunca oigo, acostado sobre ti, penetra profundamente el
agujero húmedo de tu ano goloso y siempre dispuesto. Oigo el golpeteo de

la piel, ya conozco los ritmos que te imponen, las ascendentes volutas de

placer que viajan desde tu interior y tu boca abierta exhala, más y más

abierta, y en el teléfono percibo esa frecuencia creciente de movimientos


que anticipan el estrepitoso final en el que siempre llego con ustedes,

agradecido, desbordante, ensuciando el escritorio que ocupo con la lluvia

que derramo en tu nombre. Después, luego de los jadeos que perduran

como ecos al final de la batalla, te vuelvo a oír, tomando el teléfono para

despedirte hasta la noche, te espero más tarde, mi amor, no sabes cuántas


veces me he venido, te lo voy a contar al oído en la noche. Digo que sí, te

digo que te amo, y cuelgo el teléfono.


XXXIV

F ue un roce, la primera vez, un


imperceptible espasmo

multiplicó el placer inesperadamente y que preferí soslayar, dejar en la


que

penumbra de las cosas que no deben decirse. Fue hace semanas,

compartiéndote, Fiorella, una de esas tardes que se nos antojaba llamar a


Néstor para aderezar nuestras noches de alcoba, a veces para filmarte

mientras te follaba frente a mí, otras para dejar la cámara lista para grabar
nuestros cuerpos entrelazados en la fiesta de tu cuerpo, él debajo y yo arriba

de ti, o a veces los dos de pie frente a frente y tú entre nosotros, cargada,

mis brazos debajo de tus muslos, su boca mordiendo tu nuca y tu cuello,


doblemente atacada y mirando a la cámara, para luego mirarte en video en

nuestros posteriores encuentros, como un modo de hacerlo siempre parte de


nuestro disfrute. Veo a veces a solas los videos, también, en especial aquel

en el que me toca, displicente, los testículos, y acomoda mi verga en tu

culo, poniendo la suya en tu boca. Cómo explicar esa gratificación, ese


impulso de volver a tomar su mano para colocarla otra vez en el mismo

lugar: seguí adentro de ti hasta que me vine, apenas un minuto después,

turbadoramente excitado. Lo sospechas, creo; en nuestras últimas sesiones

te veo mirarme con picardía y complicidad cuando sugiero las posiciones


que me permitan rozarme otra vez, propiciar una natural postura de fricción

entre sus manos y mi verga, lo haces atarse de manos y me pides que te

ayude a colocarte su miembro con la excusa de tu propio placer, aunque en

realidad favoreces el mío y haces más cercana la posibilidad de convertir

nuestros tríos en una experiencia en la que no sé cuál sería el último de los


límites que me atrevería a cruzar, siempre que Néstor esté también

dispuesto. Dudo poco que no lo esté, en los videos veo también su

expresión, la forma en que se agita su verga, endurecida aún más, cuando la

toco también sin aparente intención. Esta noche nos acompañará, me dices,

y sonríes como cuando ocultas una sorpresa, o un pequeño secreto. Uno que
tal vez esta noche podamos pronunciar abiertamente, querida. Eso pienso, y

entonces, suena el timbre.


XXXV

M artina piensa que es un cliché,


una vulgar asociación de ideas

a partir de sus experiencias tempranas con el porno típico de revistas


olvidadas, tan enriquecedor, sin embargo, de su vida adolescente,

haciéndola desde entonces proclive a las imágenes procaces que como


destellos se instalaban en su imaginación, el mensajero que le llevaba a casa

los diarios, desabrochándose de repente para ella, el jefe que la sometía en


su oficina decorada con helechos y fotos de sus hijos, el hombre de

seguridad que custodiaba la tienda de ropa en el centro comercial y que por

una insólita coincidencia aparecía en el probador, justo cuando ella


empezaba a desnudarse, para revisarla a fondo. Pero esta no era una fantasía

más, lo sabía en el modo que tenía el verdulero de decirle cosas agradables


a veces en el límite de lo correcto, cuando por ejemplo le vendía un pepino

y le preguntaba si lo quería así de grande, o cuando tomaba el nabo de

forma sutilmente equívoca antes de ponerlo en la balanza, diciéndole guapa,


hace días que no vienes, me estás engañando con otro vendedor, y Martina,

a sus cuarenta y tantos solteros años, agradece sonriendo, prometiendo que

no, que él es el único. Vendedor, agrega, justificándose un poco, ruborizada.

Quisiera ser el único de verdad, le dice él, sujetando una larga zanahoria y
lanzándola entre las alcachofas. Martina, que es de fácil ensoñación, viaja

en un segundo por incesantes imágenes de promiscuidad y morbo

insuperables, se imagina en la trastienda con él, que juega con una

zanahoria en su culo, poniendo un pepino de buen tamaño en su coño,

golpeándola en el rostro con una verga que seguramente será tan firme
como las verduras que le introduce, diciéndole cosas como guapa, estuve

esperando tanto tiempo, te voy a hacer gozar como nunca, ahora vas a ver

lo que se siente, ábrete, recibe, lame, aguanta, goza. Debió ser más de un

segundo, porque el verdulero está mirándola entre extrañado y

concupiscente, y ella sabe que es el momento de pasar de la mera fantasía al


mundo real, a la firme experiencia sensitiva; pero aun así se sorprende

cuando oye a su propia voz, preguntando si podía pasar con él a la

trastienda, apenas un ratito, que tenía algo que decirle.


XXXVI

G loria sale de la carpa donde hace


un rato dormía o fingía dormir, a

su lado, Estefanía. Los rescoldos del fuego permanecen tibios aún, en la


fogata que hicieron entre las carpas del grupo de amigos que decidió

acampar, entre ellos, Manuel, el hermano de Gloria. Y ahora Estefanía no


está, y aunque Gloria no lo compruebe, sabe que tampoco Manuel estará

dentro de su carpa. Mira hacia el sendero que conduce al bosque, le parece


oler en el aire el perfume de su amiga, una amistad que se remonta a la

niñez, y un malestar se apodera de ella cuando tiene la certeza de que ahora

están juntos, gozando de los roces y calores de la piel plena de las ganas por
el otro. Siente celos, Gloria, y lo sabe. Ha esperado tanto tiempo, tejiendo

en su imaginación una prohibida escena que una y otra vez gobierna las
tardes solitarias en las que frota su clítoris sobre la percha de pie en la que

su abuelo cuelga sus abrigos, esperando que sea el destino el que propicie el

encuentro que la inquieta en sus fantasías. Avanza ahora por el sendero,


cuidando hacer el menor ruido posible, tratando de anticipar la imagen, el

descubrimiento que hará de su hermano y su amiga, ocupados en sí mismos

tanto que no advertirán su presencia. Y es así como sucede, cuando unos

metros más allá, en un pequeño claro del bosque, los ve; ellos no la
perciben, y Gloria se guarece de sus posibles miradas para observar a

Manuel, apoyado de espaldas en un árbol, con los ojos cerrados y la mano

entre los cabellos de Estefanía, que a la luz de la luna está de rodillas frente

a él, chupándosela, haciendo un húmedo sonido con los labios y la lengua

que chasquea en la verga de Manuel, que ahora pone sus dos manos sobre
ella, llevándola a un ritmo más veloz e intenso. Gloria vuelve a sentir

poderosamente celos, y viaja a su cabeza otra vez la imagen que tanto

ansiaba, tener para ella eso, esa lengua, la boca de Estefanía, lamiendo entre

sus piernas, haciéndose su dueña y esclava a un tiempo; eso piensa, y no

puede evitar llevarse la mano bajo las bragas, y así, apoyada también contra
un árbol, como Manuel, se masturba imaginando que es en su coño y no en

la verga de su hermano donde su amiga hace esos sucios sonidos con la

lengua, que ya están a punto de hacerle correrse, frenéticamente.


XXXVII

S abe que está mal, pero no hay que


hacerse un mundo por

reflexiona. Además, se dice, el muchacho ya no es un crío. Pero si supiera


eso,

la señora lo viciosillo que resultó ser el joven, los rosarios se le caerían de

las manos de pura estupefacción ante los misterios gozosos que le habían
sido ocultados. Pero de genuina indignación, muy poco, pensaba también

Ivette, puesto que había descubierto, limpiando, algunos juguetes de


indudables fines amatorios en el cuarto de los señores. Y tan circunspecto

que parecía el esposo, tratando siempre de usted a Ivette. Ella se sentía

bastante joven como para eso, aunque agradecía esa ceremonia; no en todas
las casas a las criadas se les brinda ese respeto. Pero el muchacho no:

Marito la había seducido hablándole en francés, que es un idioma que a


cualquiera la puede poner loca. Y con otras jugarretas le había sembrado

ese bichito, la idea traviesa, llamándola desde su habitación para que le

traiga algo y esperándola desnudo, con escándalo, contándole sueños que


tuvo con ella mientras le preparaba el desayuno, confesando que había

robado sus bragas y que se tocaba con ellas. Si quieres que te las devuelva,

las vas a buscar a mi cuarto, le dijo. Esta noche. Ivette no pudo dormir,

inquieta de cosquilleos que no menguaban con las caricias que ella se


brindaba a sí misma, sino que hacían más apetecible la idea de ir a la

habitación del muchacho. Cuando sintió un leve toque en su puerta, no le

quedó duda, él había ido por ella. Abrió la puerta sin ruido, y lo vio,

desnudo de la cintura para abajo, excitado, y la verga rodeada de la braga

que le había hurtado. Fue demasiado para ella, y lo metió a su habitación,


para quitarle la braga con la boca. Durante una semana el muchacho hizo

gala de una inacabable energía que la complació noche tras noche. Hace

unos días, sin embargo, le pareció percibir en el señor una mirada que

recriminaba. Temió que se haya dado cuenta, que la despidan por eso; pero

la noche anterior esa duda fue disipada: oyó, a la hora quieta de la


medianoche, un ruido en el pasillo, y salió, pensando que el muchacho la

buscaba. No era él. Durante la siguiente hora, Ivette descubrió de dónde

venía la potente herencia del muchacho, la voracidad lujuriosa, cierta

inclinación a la derecha de su verga incansable. Y supo que, después de

todo, ya no la despediría el señor de la casa.


XXXVIII

S iempre me gustaron las visitas de


mi hermano y su familia: siempre

me gustó ver a Sandra, mi sobrina, año tras año más parecida a su madre. Él
no hubiera pisado mi casa de haber sabido que su esposa, antes de decidirse

por la estabilidad que le ofrecía, me había permitido recorrer el camino


infatigable y siempre sorpresivo de su cuerpo recio y rebosante, de carnes

generosas y sensibles. La última noche que la tuve, fue la de su pedida de


mano oficial, cuando vino a decirme que no dejara ningún rincón de su

cuerpo sin disfrutar, pues sería la última vez. En ese tiempo empecé una

acumulación incesante de textos eróticos, revistas obscenas, recortes de


periódicos pornográficos que hallo particularmente soeces, diferentes

ediciones de los libros de Anaïs Nin, Miller, D.H. Lawrence, preciosas


joyas de un erotismo barroco y desbordante. Hace un tiempo Sandra

empezó a visitarme ella sola, husmear entre mis libros, contarme de un

novio andrógino que suele confundirla. Lleva corto el cabello, al uso de su


madre años atrás, y sus marcadas ojeras me hablan de noches agitadas.

Cierta tarde la dejé sola un momento, mientras iba de compras, y al volver

la hallé revisando mis preciados tesoros. Me dijo que había hallado sin llave

un gabinete, y que le fascinó mi colección; le permití llevarse un par de


libros y unas revistas con la condición de que fuera nuestro secreto. Así

empezó esta complicidad. Cada semana venía por más libros, y cada

semana la hallaba más desenfadada en los relatos de su convulsa vida

amorosa. Me contó que su novio le había pedido un trío bisexual que ella

aceptó por curiosidad: su sorpresa fue mayúscula cuando supo que era su
novio el que sería penetrado. Me habló de su imposibilidad de llegar al

orgasmo, si no era tocándose ella misma. Me toco cuando leo lo que me

das, me confesó. Le dije que tenía más para ella si lo deseaba. Sabes que sí,

tío, respondió. Lo deseo tanto como tú.

Compruebo, mientras un fantástico cosquilleo de su lengua me


estremece de placer, que Sandra tiene esa misma curiosidad lasciva que

tenía su madre. Grita igual que ella cuando se viene, y tiene la misma

maravillosa virtud de meterse toda mi verga en la boca sin protestar,

complacida de hacerlo. Es la herencia, pienso, mientras la cambio de

posición, y la penetro nuevamente. Pienso también que, de esto, tampoco se

enterará jamás mi hermano.


XXXIX

Z oraida entra a la habitación del


paciente de la cama 23 con la

misma curiosidad de una niña. La otra enfermera con la que comparte turno
le ha contado de él, y le dice que la próxima vez no se resistirá. El paciente

sufrió una hemiplejia unos días atrás, a causa de un derrame, y tiene la


mitad del cuerpo paralizada. Pero, según le dijo la enfermera, hay un órgano

que parece funcionar perfectamente. No puede hablar, pero cuando se le


acercan las enfermeras, un bulto enorme aparece debajo de la bata,

empujando la sábana de la cama de hospital. Ellas lo acomodan, con

alborozo, algunas con picardía, y descubren que en sus ojos hay un brillo de
malicia que ninguna parálisis puede encubrir. Por supuesto, al cambiar sus

sábanas, o acomodar sus almohadones, descubren por unos segundos el


espectáculo inolvidable de una verga que haría las delicias de cualquiera de

ellas, majestuosa en su rigidez, sabiamente adornada de un glande liso y

proporcionado, a veces coronado de un brillo que gotea, perfectamente


erguida y rodeada de apetecibles rugosidades que propician que una y otra

vez haya siempre alguien dispuesta a cambiar sus sábanas. Y esta noche,

Zoraida tiene turno. Piensa en su esposo, un hombre menudo y agotado la

mayor parte del tiempo a causa de su trabajo de oficina. Decide que lo


mejor será desear que el paciente esté dormido, y que sea así toda la noche.

Se acerca a verlo, un hombre de facciones que debieron ser hermosas antes

del ataque, casi más grande que la cama que ocupa. Se inclina levemente

sobre él, y sin querer, suspira, lo bastante profundo como para que él

despierte. La mira, y ella se queda petrificada. Él deja oír una especie de


gruñido; ella, solícita, le pregunta si desea algo, pero ya puede adivinarlo,

por el movimiento de la sábana, empujado por algo que crece en la

entrepierna del paciente. Lo ve balancearse, pareciera que golpeando la

sábana, lleno de vida propia, inquieto. El paciente vuelve a gruñir, un poco

más fuerte, y el bulto se agita más bajo las sábanas. Zoraida comprende.
Sabe lo que le sucede. Sin pérdida de tiempo, retira la sábana, levanta la

bata que ya tiene una mancha de humedad. Contempla esa verga vigorosa y

desatendida, y lamenta el sufrimiento de aquel hombre. ¿Eso es lo que

quieres, verdad?, le pregunta. Él gruñe otra vez, y ella pone sus manos

alrededor de su verga, retirando la piel hacia abajo suavemente, una y otra

vez, lo que el paciente agradece con un gesto plácido. Zoraida siente el

goteo discurrir por sus dedos, el endurecimiento aún más pronunciado; mira
al paciente agitarse y tratar de alcanzarla torpemente con sus manos, y

entiende otra vez, y se agacha, saca la lengua y prueba el mojado glande

que parece temblar, la desliza luego a lo largo de su generosa extensión,

hace el esfuerzo por meterlo en su boca, subiendo y bajando, ayudada de


sus manos, entregada ya a ese acto de piedad, de sanación, sintiendo de

repente cómo se empieza a sacudir de abajo hacia arriba toda esa verga

deliciosa, y el chorro de dulce semen que borbotea en su boca, explotando

como un volcán, uno que ella se empeña en contener, tragando hasta la

última gota, decidiendo además que el día siguiente pedirá este turno, para

poder atender como se debe al paciente de la cama 23, noche tras noche.
XL

¿ De verdad, nunca lo has hecho?, me


pregunta Mariana, muriendo de risa.

Ay, mujer, por favor. Le respondo que no, que no lo he pensado siquiera.
Estoy mintiendo, y ella se da cuenta, tal vez porque al negarlo hago caer el

vodka y lo derramo sobre la mesa de su terraza, en el último piso del


edificio, con la vista de ensueño del mar lamiendo la costa, oscurecido casi

del todo. Mariana se burla de mí y recoge la botella, mira mi vestido


empapado de alcohol. Lo hiciste a propósito, me dice, sonriendo,

acercándose más. Le digo que no, que estoy un poco mareada por el

alcohol. Yo también, me dice ella. Me sugiere entrar a la casa, corre algo de


viento y me puedo enfermar, empapada como estoy. Tambaleamos

mientras, ayudándonos, riendo, entramos juntas, y yo miro el mar una vez


más. Una tarde, me dice, desde aquí vi a dos muchachos haciendo el amor

sobre la playa. Lo dice y me abraza desde atrás, poniendo sus manos en mis

caderas, dejándome sentir su aliento sobre la oreja. Le pregunto qué hizo


después de mirarlos, y me responde que se masturbó allí, en la terraza,

viéndolos. Dice eso, y siento sus manos en mis muslos, levantando el

vestido, sus besos volátiles y tersos en mis hombros, las yemas de sus dedos

acariciando la humedad que empieza a mojar mis bragas. Siento su dedo


irrumpir en mi vulva y exhalo un gemido que ella corresponde

mordiéndome el cuello, y me arqueo para dejarla hacer, lúbrica, rijosa.

Mientras me dejo llevar hacia el sofá, me pregunta otra vez si en verdad

nunca hice el amor con otra mujer, y le digo que, pero que de verdad me

estoy muriendo de ganas, y volteo a darle un largo beso, al tiempo que dejo
caer al piso mis bragas, con un suave estallido silencioso.
XLI

J osué sabe que su esposa se masturba,


cuando él finge dormir. Oye sus

jadeos contenidos, siente el roce de las sábanas cuando la mano de ella


desciende, alcanza la entrepierna, acaricia el coñito seguramente dispuesto a

recibir lo que su fantasía provea. Sabe que acaba cuando ella respira más
profusamente, y después solo suspira, laxa y satisfecha. Luego de eso

duerme como una bebé. A Josué le carcome saber en qué piensa su mujer
cuando se masturba, pero no quiere romper el encanto ritual de esas noches

de placer solitario que sin embargo, es compartido. Porque él también se

excita, y sin moverse siente cómo le gotea el glande cuando ella lo está
haciendo. Una noche le pareció que ella murmuraba un nombre en el

momento del éxtasis repetidas veces, y captó el nombre de Martín, el


antiguo amante de su mujer. Inesperadamente, luego de esa virtual traición

de fantasía onanista, Josué no se molestó, sino que por el contrario tuvo una

feroz erección que calmó masturbándose también, una vez que su mujer
pudo dormir. La noche siguiente, otra vez la sintió mecerse, le pareció oír el

dulce chasquido de los líquidos que fluían del coño de su mujer entre sus

dedos, la oyó otra vez susurrar ese nombre. Ya no quiso fingir que dormía, y

velozmente se dio vuelta hacia ella y le tapó la boca. Ella se asustó, pero fue
calmándola lentamente, con besos y magreos que trocaron el susto en una

calentura muy propicia. Bajó su mano hasta el coño de su mujer y descubrió

que dormía sin bragas y que estaba muy húmeda. Sentía que la verga le

crecía como un poderoso árbol, y su mujer empezó a gemir lamiendo la

palma de su mano, que la enmudecía aún. Fue apartando sus piernas,


colocándose entre ellas, acariciando el chorreante coño con la vibrante y

febril verga que asomaba, y le susurró al oído a su mujer: yo soy Martín,

apenas un instante antes de hundírsela por completo y sin pausa,

provocando el grito de placer que esperaba, y que se prolongó durante el

resto de la noche, en diferentes y cada vez más procaces posiciones y


trabamientos. Al amanecer, durmieron como dos bebés.
XLII

H emos llegado por fin a la casa.


Miriam me hace prometer que

la respetaré, me echa su aliento de alcohol al rostro, y se ríe. Claro que sí, le


digo. Somos primos hermanos. ¿Qué podría hacerte? Hace unas horas, en la

fiesta, ella desapareció por un rato. Uno de mis amigos señaló hacia los
baños y me dijo: está allí, cogiendo con un moreno. Sí que le gusta gritar, a

tu prima. Cuando volvió a la fiesta, tenía desordenado el cabello y le ayudé


a arreglarse, ella me dio un beso en la mejilla y me dijo: qué bueno que

viniste a cuidarme, primo. Mi mamá confía tanto en ti. Mareada, se sentó en

mis piernas, y pidió otro trago. Y ahora está aquí, al borde del desmayo,
probablemente sin saber siquiera dónde está. Le digo que puede dormir en

mi cama, que me iré al sofá. No me escucha, y cuando abro la puerta de mi


habitación, se tambalea sobre sus tacos, dejando caer la cartera a un lado, y

se derrumba sobre mi cama, boca abajo. El vestido se le levanta un poco en

la caída, y cuando se pone sobre su costado derecho y recoge una pierna,


veo que no lleva ropa interior. Estoy a punto de irme y dejarla dormir, pero

algo me hace detenerme en seco. Su coño está chorreando semen todavía, y

se me pone tan dura que me duele. Miriam, la llamo. Acomódate. Pero ella

no me oye, casi dormida ya, apenas moviéndose en la cama, aún con los
tacos puestos. Me acerco a quitarle los zapatos sin dejar de mirarle el coño

profanado, el agujero del culo que asimismo parece haber sido

recientemente maltratado. Me acerco a quitarle los zapatos y ella levanta

más la pierna izquierda, subiendo hasta la cintura su vestido. Su mano

parece caer sin intención sobre su culo, pero luego la veo apartar sus nalgas
y ofrecerme la inmejorable visión de sus dos agujeros. Me quito el pantalón

en un santiamén y subo a la cama. Escupo sobre su ano, y empiezo a

empujar con la verga hasta que ella emite un leve gemido, sin moverse

demasiado. Levanto más su vestido y veo en la parte baja de su espalda,

casi en las nalgas, un tatuaje de mariposa, y la penetro una y otra vez,


sintiendo su dilatado ano ceder a mi presión fácilmente, mientras ella se

agita en la cama con cada empujón, y pienso que probablemente hace unas

horas ese otro hombre en el baño también veía ese tatuaje, mientras le

rompía el culo.
XLIII

A Stephan le gusta exhibir a su


novia. Lo hace en las fiestas,

donde le exige vestirse con faldas diminutas y escotes pronunciados, en la


calle, donde aprovecha cualquier muchedumbre para meterle la mano,

besarla en el cuello provocadoramente, pellizcarle una nalga. Su novia


disfruta eso, y él lo sabe. Por eso también descorre las cortinas las tardes en

que deciden fumar marihuana juntos sobre su cama, antes de desnudarse y


coger durante largos minutos que sus vecinos disfrutan, como un

espectáculo de feria. Lo ven atarle una soguilla al cuello de la cual la sujeta

como una perra cuando se la chupa, de rodillas, lo ven acomodarla para que
su culo quede más expuesto aún a la ventana, abriéndolo con sus manos y

dilatándolo con lubricante y un consolador en forma de cono, antes de


colocarse sobre ella y dejar que todos vean cómo la sodomiza. Cuando ella

se sienta sobre él, hace que mire hacia los edificios de enfrente, donde por

lo general hay más de un mirón, acostumbrados como están a ese juego


voyerista que les imponen, y siempre el momento que más disfruta Stephan,

y su novia también, es el glorioso final, cuando él se para sobre la cama, a

un costado de su novia que arrodillada y expuesta frontalmente a los

fisgones espera con la lengua afuera que él le acabe sobre la cara, y cuando
por fin Stephan lo hace, mirando más a la calle que al rostro de su novia,

siente el indecible placer de ser observado, algo que ella aprendió

rápidamente a disfrutar también, y lo hace mientras gruesos chorros de

semen golpean sus mejillas, su boca, sus ojos, que contemplan a su público,

como una artista que agradece a la platea.


XLIV

J uego a las escondidas con mi tía.


Luego de la escuela, suelo visitarla,

antes de ir a casa. El otro año iré a la universidad y tal vez tenga que
mudarme, y entonces ya no podré venir. Si le contara a alguien que juego a

las escondidas, pensarían que es un juego para niños y que soy infantil por
eso. Pero es que no saben, por supuesto. Hace un año rompí con una novia

y vine aquí, deprimido, a contárselo a mi tía. Siempre hemos tenido


confianza. Me preparó un pastel y me dijo que ella podía animarme. Que

jugáramos a algo. Me sorprendió cuando me dijo: juguemos a las

escondidas. Me pareció tonto, y ella me explicó que sería un juego distinto


a como yo pensaba. Tenía que esperar en el baño mientras ella escondía

algo en la casa. Si yo lo encontraba, tenía que ponérselo. No entendí al


principio, pero entonces fue a su habitación y volvió con un consolador. Me

dijo, con una sonrisa licenciosa: métete al baño, cuenta hasta diez, luego sal

y búscalo. Si lo encuentras, me lo pones. Te espero en mi habitación. No


podía creer que fuera cierto, pero le obedecí y conté hasta diez dentro del

baño. Cuando salí, tiré libros, removí cojines, abrí la alacena, buscando el

juguete de mi tía, excitado y deseoso; por fin, vi que asomaba detrás de una

foto enmarcada que adornaba el aparador. En la foto estaba mi tía, muy


joven, en la playa, abrazada de dos muchachos. Imaginé que también con

ellos jugaba, y me calenté más. Fui a su dormitorio y le dije que lo había

encontrado. Me pidió que pase, y cuando abrí la puerta la vi, vestida con un

traslúcido camisón, esperándome en la cama como una gata. Me hizo

acercarme, me guió con hábiles manos hacia sus recónditos secretos, su


mano con la mía introdujeron primero en su boca y luego en su coño el

consolador. Me hizo desvestirme y hacer con ella lo mismo que el

consolador. Esa fue la primera vez. En los días sucesivos, jugábamos con

frecuencia, a veces lo que ocultaba era otro consolador, uno para el culo, o

unas esposas, otras tardes era una correa que luego se ponía para que yo la
sujete; siempre objetos que hacían que el desenlace del juego fuera glorioso

y placentero. Y ahora está esperando en su habitación, y yo busco una cinta

negra de seda que usaré para vendarla cuando la encuentre. Jamás pensé

que disfrutaría tanto jugar a las escondidas, pienso, justo cuando, bajo un

almohadón del sofá, hallo la cinta de la seda, y corro a decírselo.


XLV

H elen es escritora, y escribe


novelas eróticas. Tiene un

método sencillo. Visita un bar, elige un hombre, y le pregunta qué es lo que


le haría si la tuviera en su cama esa noche. Con frecuencia recibe insulsas

respuestas que la desaniman, vulgaridades de pedestre valor, otras veces


turbación, impensados tartamudeos, y cambia de hombre o de bar. No pocas

veces, sin embargo, el hombre que elige, basada en su intuición y en un


gusto particular por los hombres díscolos y atractivos, le sugiere

prometedoras escenas de pasión y lujuria que le despiertan el deseo, y las

preserva en su memoria para futuras descripciones. Por supuesto, se acuesta


con los hombres que le despiertan la imaginación de esa poderosa manera, y

suele descubrir que no siempre la realidad confirma lo que la imaginación


promete. Pero eso no le importa. A la mañana siguiente escribe, recordando,

cosas como: “Así, de pie y desde atrás, la tomó, levantándola como una

pluma, cogiendo sus muslos. Ella inclinó hacia atrás la cabeza, rodeó con
un brazo el cuello del desconocido, y con la mano libre acomodó la verga

poderosa que asomaba allí abajo, para colocársela por sí misma, y no sabía

cuántas veces iría después de un agujero a otro, incansable y posesiva,

dominándola, dejándola libre de sí misma y de todo recuerdo cada vez que


explotaba en un orgasmo, tantas veces esa noche que ya había perdido la

cuenta”. Eso escribe, Helen, y si le gusta lo que ha escrito, se masturba con

los dedos de ambas manos en sendos agujeros, avivando los recuerdos. Las

veces en que el amante de turno le brinda un placer superior al que ella

imaginó, respetuosamente, usa su nombre para el personaje de su historia.


Así, piensa, no lo olvidará, y volverá a sentir cómo la cogía en con cada

relectura.
XLVI

S iempre nos gustó el profesor de


música. Lo veíamos allí, hermoso y

algo torpe, dejando caer a veces los instrumentos, en especial cuando


alguna de las muchachas le hacía un comentario subido de tono. Parece

recién salido del seminario, el padre Adolph, y sus ojos de cristalino azul
prometen mejores cielos que los de la confesión. Recuerdo la vez que una

de las alumnas le dejó unas bragas adentro de la trompeta, y su turbación


cuando lo descubrió, su rostro colorado de vergüenza. Recordamos todas

también, cuando nos llamaba la atención por ese atrevimiento, el sutil bulto

que crecía en su pantalón, que quiso disimular sentándose en un pupitre


para supuestamente afinar una guitarra. Yo lo vi, y me encapriché

terriblemente. Varias veces le he pedido que me ayude con la flauta,


fingiendo no saber cómo alcanzar ciertas notas, una esmerada torpeza para

usar los dedos. El profesor sabe lo que hago, y parece ceder algunas veces,

cuando en el salón de música luego de clases me explica, muy colorado,


cómo sujetar la flauta, cómo soplar correctamente, qué nota es la que no

alcanzo. Le digo que sí, que quiero alcanzarla. Que quiero llegar. Que le

agradezco que me ayude. Veo su pantalón y sé que piensa lo mismo que yo,

como ahora, que parece sudar. No hay nadie en el salón de música, y no


quiero perder la oportunidad. Me acerco a él y le pregunto si me tiene

miedo. Lo niega, pero cuando pego mi cuerpo, cierra los ojos y siento esa

erección que tanto deseo aplacar. Levanto mi falda a cuadros y froto mis

blancas y virginales bragas contra él, que solo atina a resoplar, demasiado

caliente, incapaz de tocarme. Me arrodillo y desabrocho su pantalón, él


finge resistir pero cuando me meto su verga a la boca solo gime,

agradecido, y me sujeta del cabello. Tiene las piernas peludas, y me gusta.

Después de chupársela largos minutos que me hacen sentir plácidamente

impúdica y sucia, me volteo para él, bajándome las bragas hasta las rodillas,

inclinada sobre un bombo. Él no se mueve, así que yo misma le acomodo la


verga y me aprieto contra él, hasta sentir en el fondo de las entrañas su viril

y apetitosa tranca, entrando en mí al ritmo que le impongo. Por fin, me

sujeta de la cintura, y luego siento su mano en mi cabello, empujando mi

rostro contra el bombo, antes de que empiece a empujar y empujar,

penetrándome salvajemente, olvidado de todo pudor, sudoroso y sucio

como yo, pervertido, gozando, y justo cuando pienso que esa es la música

que quiero oír, la de su verga irrumpiendo en mi coño, golpeando, me


vengo en un larguísimo y musical orgasmo, que recordaré a partir de ahora,

cada vez que vea al padre Adolph.


XLVII

P ierre y Mercedes se conocieron en


el taxi que él manejaba, y que ella

tomó una mañana cualquiera para ir a su trabajo. Mercedes es actriz de cine


para adultos, pero eso Pierre no lo sabía. Conversaron muy amigablemente

y él le dio su tarjeta para cuando requiriera otra vez sus servicios. Mercedes
le agradeció, y desde entonces lo llama para que la lleve al improvisado

estudio, en la casa del director que suele contratarla. Una de esas mañanas,
él le preguntó en qué trabajaba, y ella se lo dijo sin ningún pudor. Pierre no

se escandalizó, y le pidió el nombre de alguna película en la que hubiera

trabajado, para buscarla. Ella se sintió halagada, y le respondió:


“Mujercitas… y morenos”, que era al parecer una parodia de no sabía qué

película o qué libro. Después de todo, el argumento era muy simple, se


trataba de numerosas hermanas que eran sucesivamente penetradas por

diferentes criados, todos de raza negra y muy bien dotados. Pierre buscó en

la noche esa película, y se masturbó frente a la pantalla en su habitación de


hombre soltero. Se lo dijo a Mercedes al día siguiente, y ella se sintió otra

vez halagada. Le pidió detener el taxi, y, sentada como estaba en el asiento

del copiloto, se inclinó sobre el regazo de Pierre para hacerle una mamada,

con experta delicadeza y multiplicado morbo, lo cual complació


terriblemente a Pierre, que no perdió el tiempo y extendió su mano hasta el

pantalón de licra que ella usaba y hábilmente hurgó hasta introducirle un

dedo en el culo. Ella se tomó hasta la última gota, y le dejó una generosa

propina cuando bajó del taxi. En otra ocasión, nuevamente rumbo al

trabajo, le dijo que se sentía algo desganada, y que lo peor era que tendría
que vérselas con Olaf, un ruso de gigantescas proporciones que no tendría

piedad alguna con sus desganados agujeros. Pierre le ofreció ayudarla, y

unos minutos después estaban acomodados como sea sobre el asiento

posterior, él encima de Mercedes, que abría las piernas, y Pierre entraba y

salía de su coño de tal forma que a ella el desgano se le esfumó muy pronto.
Le dijo, incluso: Olaf también me dará por el culo. Pierre no perdió tiempo

y sacó la verga de su coño, le levantó un poco más las piernas y se la

introdujo por el culo, moviéndose de tal forma que todo el taxi saltaba. Ella

quedó muy agradecida por su apoyo, y repetidas veces en las siguientes

mañanas, se dejaba ayudar por el solícito taxista a llegar a su trabajo lo

suficientemente dilatada y libre de tensiones.


XLVIII

T odos conocen a Isidoro Ventura


en el pueblo y los campos

aledaños. Es el alcalde de ese olvidado rancherío que insiste en proclamarse


poblado y suele visitar los fundos vecinos, para conversar de los temas que

más le interesan a él, como la política, la ganadería y las mujeres. Las


campesinas lo conocen además con el sobrenombre de “El Potro”, por una

característica física que solo puede comprobarse en las lides amatorias que
tan bien acomete Isidoro. Más de una cuenta cómo el alcalde, paseando en

su caballo por los campos, las halló en medio de las tareas cotidianas, y

cómo se les acercó para hablarles de esta y de aquella forma. Todas


coinciden en ese “algo” indefinible que tiene Isidoro cuando les habla,

como quien las va acariciando, y les dice cosas acerca de sus ojos y la
fortuna del esposo que las tiene, y que debería cuidarlas como joyas.

Cuentan también cómo en sucesivas visitas van rindiéndose a su encanto,

algunas con mayor o menor prisa; algunas de las solteras, por ejemplo,
cuentan que por la curiosidad de su fama, apenas lo conocieron se dejaron

hacer todo lo que él quiso sobre los pastos cercanos, a veces en un granero,

otras en el arroyo cercano. Tiene en su haber muchas mujeres casadas

también, que tienden a la confidencia y evitan en lo posible mencionarlo,


pero se estremecen cuando oyen los cascos de su caballo cerca del camino

que transitan, y ya casi imaginan cómo las llevará hacia la espesura del

bosque cercano a pedirles que se agachen para él, se volteen para él, se

abran para él. Y es que no pueden olvidar, todas, la razón por la que

finalmente descubren que le dicen así, “El Potro”, la primera vez que
reciben en sus entrañas el irrefrenable empujón que les provee Isidoro, y

que le hace olvidarse del mundo durante los minutos que lo gozan. Alguna

de ellas sugiere que no hay mujer en el pueblo que no lo haya probado, pero

eso solamente Isidoro lo sabe, y en eso piensa mientras cabalga sobre su

bayo, y divisa a una tímida campesina que se alborota cuando lo ve a la


distancia, tal vez adivinando que pronto será ella a quien Isidoro Ventura

esté cabalgando.
XLIX

I sabella es una mujer de carácter


fuerte y desbocada sexualidad, le

dicen a la nueva secretaria. No te asombres de todo lo que veas. Si estás


aquí, le explican, es probablemente porque ella ya te probó, ¿no es así?, le

preguntan, cómplices. La nueva secretaria no sabe si confiarles todavía que


sí, que Isabella la sedujo dos semanas atrás, en la fiesta de la empresa,

donde fue contratada como modelo. Había sentido su mirada toda la noche,
y cuando se acercó a hablarle, disfrutó la atención de esa mujer de refinados

gustos y cuantiosa fortuna. Unas horas más tarde, la llevó en auto hasta su

casa, y bebieron champaña, desnudas en la piscina. Luego le había ofrecido


el trabajo, muy bien pagado. Le explicó que tendría requerimientos muy

especiales, que implicaban jugosos bonos salariales, y ella aceptó. Isabella


tenía la oficina en su casa, y desde allí manejaba diferentes asuntos

comerciales en las empresas de las que era dueña. Otras dos jóvenes, las

que ahora le conversan así, igual de esbeltas y agraciadas, hacían pequeños


trabajos en allí, y al final de la primera semana la secretaria nueva tuvo su

primer requerimiento especial: a la hora del crepúsculo, Isabella había

salido de su despacho privado, y las tres jóvenes la vieron aparecer con un

arnés sujeto al cuerpo, del que pendía un largo consolador negro. Isabella
miró la chica nueva y le hizo el gesto de acercarse con el dedo índice. Algo

turbada, obedeció, y al entrar la puerta se cerró tras ella. Isabella le pidió

desnudarse, la hizo sentarse encima, clavarse el consolador, gritar, le lamió

el coño, el culo, la penetró con el juguete sujeto a ella mientras introducía

otro en su ano lubricado previamente. La chica nueva descubrió así de qué


se tratarían esos “requerimientos especiales”, que podían incluir ordenarle

que use el arnés con otra de sus compañeras, que se besaran entre todas

mientras ella las desnudaba, o que un día específico todas trabajaran

vistiendo apenas unas bragas de hilo. No pocas veces las ha llamado a las

tres y las ha colocado en fila para penetrarlas con el consolador antes de


pedirles que lo hagan ahora con ella, con diferentes vibradores. Pero ya

nada le sorprende, y con el tiempo ha dejado de ser simplemente la chica

nueva, y se ha convertido en una muy eficiente empleada.


L

E s fin de mes nuevamente y Anais


se preocupa. Su modesto trabajo

de mesera apenas cubre lo necesario para sus estudios y comida, y no sabe


cómo pagará esta vez el alquiler de su cuarto. Siempre ha podido

arreglárselas sola, y no piensa regresar a la lejana provincia de la que llegó


a la ciudad, a estudiar y progresar. Hace dos meses, cuando Saulo, el dueño

de la casa, subió a cobrar el alquiler, ella le dijo que la esperara un poco


más, aunque ya tenía acumuladas varias semanas de retraso. Sabía que

Saulo la deseaba, le parecía incluso que la acosaba a veces tras de su puerta,

y empujada por la necesidad, decidió aprovechar eso; cuando le preguntó si


podían llegar a un acuerdo Saulo se quedó mirando y quiso saber qué tipo

de acuerdo tenía en mente. Ella dijo que haría algo para él si le perdonaba
ese mes, y miró hacia su paquete. Comprendió que accedería cuando Saulo,

sin dejar de mirarla, empezó a acariciarse la verga por encima del pantalón.

Entró a su habitación y ella se agachó para bajarle la bragueta, sintió cómo


él la empujaba a tragársela más cuando por fin se la metió a la boca y luego

solo dejó que él se la cogiera así, empujando su cabeza más y más como si

fuera un juguete, atorándose por momentos cuando lograba hacer entrar

toda, derramando luego el semen por sus labios, su ropa. Saulo le dijo que
el mes estaba pagado y se fue. El mes siguiente no se contentó con eso y le

pidió sentarse sobre él, mirándolo, y la esperó sentado en la cama, erecto e

implacable. Ella lo hizo, dejándose abrazar, rodeando su cuerpo con sus

brazos y piernas, y escasos minutos después sintió el chorro caliente

llenando su coño. Saulo le dijo que si el siguiente mes no le pagaba, debería


darle el culo, y se fue. Y ahora estaba ya tocando su puerta, porque una vez

más había vencido el plazo. Anais supo lo que tenía que hacer, y antes de

abrir, buscó vaselina en el cajón de su velador y se despojó de ropas. Saulo

volvió a tocar, y ella se lubricó el ano, subiendo a la cama. Cuando le dijo

que pasara, lo primero que Saulo vio fue a Anais esperando sobre las
sábanas, con el ano reluciente y a la espera. Cerró la puerta y a trompicones

se quitó la ropa, para cobrar el alquiler, y cuando Anais lo sintió penetrarla,

casi sin dolor gracias a la vaselina, supo que a fin de cuentas, siempre

tendría forma de pagar el alquiler, y que después de todo no era tan malo,

pues estaba empezando a disfrutarlo.


LI

L a víspera de su boda, en la
penumbra de persianas bajadas

de la habitación de Claude, su futuro cuñado, Eloísa gemía, con las manos


atadas a los lados de la cama, boca arriba, abiertas las piernas, sujetadas

desde los tobillos por las grandes manos del hermano de quien sería su
esposo al día siguiente, arrodillado frente a ella, brindándole una particular

despedida de soltera. Claude había compartido con ella oscuras


perversiones adolescentes, enseñándole acerca de los placeres del dolor y la

dulce sumisión, antes de viajar fuera del país, a estudiar su carrera; en ese

tiempo, el hermano de Claude, acaudalado comerciante, la había


conquistado con elegante y persistente cortejo, al que había cedido unos

años atrás, y que la llevaba a esta esperada boda del día de mañana. Por el
acontecimiento, Claude fue invitado, y nada más verlo a ella le temblaron

las piernas, y recordó de repente los juegos perversos, la vestimenta gótica,

la relación de amo y sumisa, su fascinante degradación, los golpes del látigo


de finas puntas que enrojecían su carne, las cadenas con las que era atada, el

sabor de su semen borboteando. Claude supo con una sola mirada que nada

había cambiado entre ellos, y le pidió verse en el hotel en el que se

hospedaba, seguro de su poder sobre Eloísa. Ella aceptó y cuando fue a


buscarlo, él la hizo pasar y señaló un traje de malla que había dejado sobre

la cama, ella se volteó a besarlo y sintió cómo él la abrazaba con fiereza,

casi maltratándola, antes de cogerla del cabello y echar su cabeza hacia

atrás para lamer su cuello. Se metió al baño para ponerse la malla que le

cubría todo el cuerpo y convenientemente dejaba un espacio libre entre las


piernas y salió gateando a la habitación. Claude la hizo andar así sobre la

alfombra, le dio nalgadas, la abofeteó, la hizo chuparle la verga, los huevos,

besar sus pies; luego la subió a la cama y la ató de las manos a ambos lados.

Cuando Eloísa lo recibió en su coño, abierta de par en par para él, otra vez

suya, volvió como un torrente todo el viejo placer de ser sometida,


dominada por su amo, el perverso Claude, eternamente dueño de su placer y

sus instintos, y algo le decía en el fondo, tal vez en el mismo fondo que

alcanzaba la verga del que iba a ser su cuñado, que era poco probable que el

día de mañana asista a su boda, si es que Claude se lo pedía, porque haría lo

que fuera, lo que sea, si es que él se lo pedía.


LII

M artha va al río a lavar la ropa,


distraída por los recuerdos,

algo alborotada. Su esposo se ha ido a la faena, sus hijos están en la escuela,


y ella camina por el sendero arbolado que conduce al río, hasta el remanso

que ella conoce, y al que nadie más suele acudir. Tiene en la mano la cesta
de ropa, y huele al jabón que usa para lavar allí. Hay algo en lo que no deja

de pensar, y es en el hombre que vio hace varios días allí, cuando apartó
unas ramas para alcanzar la orilla quieta del remanso y apareció en el agua,

desnudo y hermoso, barbado y de ojos traviesos. Martha se asustó al

principio y quiso huir, pero la voz tranquilizadora del hombre la convenció,


le dijo que se iría de allí para no molestar, que solo esperara que se vista.

Salió del agua y ella contempló su desnudez, su sonrisa, la longitud


exquisita del miembro que exhibía; el hombre se secó con una toalla frente

a ella y le preguntó su nombre. Ella respondió y no pudo evitar otra vez

mirarle la entrepierna, se le había levantado levemente la verga que ahora


secaba y él se excusó, diciendo que era natural enfrente de una mujer tan

bella. No soy bella, dijo Martha, sonrojada, pero él se rió y le dijo que sí,

que seguramente no se lo hacían notar. Aún desnudo, le dijo que si se

soltara el cabello sería aún más hermosa, y se acercó suavemente. Martha


no supo por qué permitió que el hombre le soltara el cabello, pero una vieja

sensación de orgullo se desperezó en ella cuando lo tuvo allí, muy cerca, y

le bastó mirar abajo para saber que el hombre la encontraba, sino bella, sí

apetecible. Él preguntó si quería tocarlo, y ella sentía desmayarse, indecisa

entre huir o permanecer allí. El hombre tomó con delicadeza su mano y la


puso en su verga, haciéndole acariciarla con delicados movimientos. Parece

que te gusta, le dijo; Martha, enmudecida, atinó a asentir con la cabeza. Por

qué no le das un beso, dijo él, y cedió por fin al instinto, le tocó el rostro,

pasó sus manos por sus trabajados brazos, se dejó besar, sintió la presión de

las manos del desconocido sobre sus hombros y se agachó, dispuesta a


chupar todo lo que ese hombre le diga. Poco después estaba desnuda, en el

río, penetrada bajo el agua, sintiendo el chapoteo y la felicidad de su lujuria.

Eso había sido días atrás. Así que cuando ahora llega y aparta las

ramas que cubren la vista del remanso, con el cesto en la mano, el olor a

jabón en el cuerpo, y descubre al hombre otra vez allí, bañándose,

reconociéndola con una sonrisa, tendiendo su mano, Martha no puede

esperar, y tira el cesto, se despoja de sus ropas y se mete al río, con la prisa
que el deseo y la esquiva felicidad breve de un glorioso encuentro proveen.
LIII

N aisha se mueve apenas, sentada


sobre mí en la cama, las manos

en la cintura, sus grandes ojos negros mirándome. Se ve tan frágil, desnuda


y silenciosa, y sin embargo es tan receptiva cuando se introduce mi verga

sin esfuerzo, o las veces en que su pequeña boca se abre para contener el
chorro de semen que vierto en ella. No tiene el cuerpo que sí presumen

otras de las chicas en el club nocturno donde trabaja, pero hay un misterio
provocativo en sus ojos siempre serenos, en su menudo pero compacto y

trabajado cuerpo. Nadie, además, se contornea como ella, flexible y ágil

hasta lo inhumano. El día que la vi, paladeaba una decepción amorosa


vagando por la ciudad, y un impulso me hizo entrar al lugar. Apenas estuve

allí, divisé su negro cabello, la tez canela, su cintura diminuta; estiraba la


pierna izquierda sobre el tubo de pool dance en perfecto ángulo de 180

grados, sin importarle que el hilo que cubría su vulva dejara al descubierto

su apetecible y lampiño coño, uno que deseé desde que la vi. Cuando por
fin pude tratar con ella y fijamos el precio, fuimos a mi casa, donde bailó

para mí, echando su cuerpo hacia atrás como si fuera de goma, abriéndose

de piernas con la misma facilidad con la que yo chasqueo los dedos, y me

hice su cliente favorito. Ahora la veo sobre mí, bien sentada sobre mi verga,
y aunque no se mueve, siento cómo succiona con los músculos de la vulva,

que parecen masturbarme, subiendo y bajando la piel, como si otra boca se

empeñara en darme placer. Casi sin moverse en apariencia, me hace acabar,

y siento su húmedo coño distenderse cuando se levanta y le gotea el blanco

flujo que derramé en ella. La veo acercar su boca y usar la lengua para
limpiar el semen que me cubre la verga, y palpito de placer:

inesperadamente veo endurecerse otra vez mi agotada herramienta y ella me

dice, mirándome a los ojos, que ahora me vendré en su boca. Le digo que sí,

Naisha, sí, hazlo otra vez, tómatela toda, cómetela, sé mi puta, convencido

fielmente de que entrar en ese club, ese día y en ese momento determinado,
fue la mejor decisión de mi vida. Eso pienso, y me vengo.
LIV

L as pálidas formas de una envidia


sutil embargaban a la señora Ana

Gracia, mirando desde la ventana en penumbras de su habitación cómo el


jardinero de la casa sometía a una de las criadas, que apenas toleraba los

deseos de gritar, vanamente escondida detrás de uno de los arbustos


podados con esmero escultural, precisamente el que semejaba una sirena.

La señora Ana Gracia, viuda de un eminente político, que en vida la supo


tratar con suficiente desdén y descuido como para que ella se emplee

reclutando jóvenes atléticos y complacientes, envidia a la criada, ahora

recibiendo sobre las nalgas la descarga lechosa del jardinero, que resopla,
los ojos cerrados y la boca abierta. Los ha visto más de una vez, cuando la

creían dormida, siempre en noches de luna como esta, y se pregunta si su


jardinero no será un hombre lobo a quien se le despierta la sed por las

mujeres bajo el influjo lunar; ha sido testigo de sus escarceos en la piscina,

tras de los arbustos, apoyados en la verja de piedra que circunda el jardín


principal. Los ha contemplado amarse como una espectadora fiel, siempre

con una copa de vino en la mano, como quien asiste a una celebración

pagana. Luego de la faena que cumplen los amantes, ella busca en sus

gavetas los juguetes que la ayudarán a satisfacer su deseo, de tonalidades y


grosores variables, y piensa en el jardinero. A la mañana siguiente, lo llama

para hacerle un pedido especial, le dice que quiere que pode uno de los

arbustos grandes y le brinde una forma especial: la de dos amantes

fornicando. El jardinero sonríe, y le dice que la complacerá. Unas semanas

más tarde, la señora Ana Gracia asiste desde su oscuro escondite a la escena
tantas veces vista: la criada saliendo a los jardines, el jardinero acuciante,

detrás de ella, los abrazos, las bocas, las lenguas que recorren la piel del

otro. El jardinero lleva a la criada hasta la escultura de los amantes, donde

un hombre parece yacer sobre su lánguida y concupiscente amada, y mira

hacia la ventana, adivinando la silueta de su patrona. Es más violento esta


vez, sacude a la criada sobre el césped, escupe sobre su coño, la zarandea

penetrándola, en un secreto homenaje a su espectadora secreta. La señora

Ana Gracia bebe un sorbo de vivo, y abre su camisón, debajo del cual no

lleva nada, para acariciarse. Ha decidido que tiene otra tarea para el

jardinero, una que no tolera mayor dilación, y piensa pedírsela mañana

mismo.
LV

Y uriko se prueba una falda, se la


quita, elige una blusa que deja

exhibir su ombligo, la cintura menuda. Se desviste, contempla su desnudez


en el espejo de cuerpo entero que tiene la habitación. Hay otros espejos allí,

uno de ellos en el techo, en el que Yuriko se ha reflejado tantas veces. Se


calza unas medias rojas, se coloca un baby doll de tul rosa, se maquilla con

paciencia. Tocan a su puerta y le dicen que el señor está impaciente. Sus


ojos rasgados apenas hacen un movimiento asintiendo, y termina de

arreglarse el cabello. Los altos tacones que lleva resuenan en el salón

cuando entra, y ve a los otros hombres, desnudos, orientales como ella,


robustos y bien dotados; las cámaras están encendidas ya y el dueño de casa

observa la escena desde un mullido sillón, mientras otras muchachas lo


acarician, a sus pies, a su lado. El hombre da un aplauso, y Yuriko se alista

para el bukkake. Los hombres la rodean, acariciándola, tocando sus pechos,

abriendo sus nalgas, palmeándola, metiendo un dedo en su boca, antes de


que se agache y se meta ya no un dedo, sino las vergas que ya están listas

para ella, una a una, a veces tan adentro que no puede respirar, atorándose,

masturbando con sus dos manos a los hombres que se turnan, que le piden

que saque la lengua, que se acomode mejor, sujetándola bien de la cintura


para penetrarla, llevándola a un diván para multiplicar las posibilidades de

su cuerpo, penetrándola doblemente, un hombre debajo de ella y otro

encima, la boca llena también. El anfitrión le pide a dos de sus

acompañantes que se laman el coño mutuamente sobre la alfombra,

mientras otra de ellas lo atiende deslizando su lengua desde el glande que


asoma hasta los testículos, recibiendo sus dedos en uno y otro agujero, los

ojos puestos en él. Yuriko se siente flotar en un mundo de fantasía,

contempla los dragones dorados que adornan los tapices, los biombos de

bambú que separan el salón de la terraza, apenas fugaces imágenes entre el

mosaico de pieles, vergas, testículos, dedos, manos que la izan, brazos que
la elevan, su coño visitado repetidas veces, el culo muy bien atendido. La

ponen de rodillas, y uno a uno, empiezan a vaciarse sobre su rostro. Le

hacen lamer las últimas gotas de semen, siente su rostro inundado,

pegajoso. El anfitrión está desnudo, clavando por el culo a una de las

muchachas, que grita. Cuando la ve así, por fin, se le acerca. Le hace

lamerle la verga, la tironea del cabello, y apenas antes de acabar, se la saca

de la boca para sumarse al río de semen que han derramado sobre ella,
salpicando sus pechos, sus labios. Yuriko siente la tibia leche que le brinda

su esposo, y cuando él acaba de vaciarse encima de ella, lame su verga, la

besa, rodeando con sus manos su cintura, aferrada a él, agradecida por

permitirle vivir esa fantasía.


LVI

B raulio ha oído que la licenciada


Ortega, abogada y

principal de la firma a la que ha ingresado a trabajar como ayudante, es


socia

caprichosa y exigente, y le dicen que tenga a bien estar muy pendiente de lo

que le pida. La licenciada es una mujer de carácter que bordea los cuarenta
y disfruta el gimnasio, las clases de yoga, los cursos de liderazgo;

divorciada dos veces. La primera vez que la ve, ella apenas levanta la
mirada y le pide un café. Le dice que ya sabe que es el nuevo, que espera

que sea eficiente y no se atreva a llegar tarde. Braulio tartamudea su sí, y va

por el café, que ella encuentra muy ralo. Lo cambia, y ella le dice que está
muy cargado. Finalmente ella se prepara el café por sí misma, y él la ve ir y

venir en su ajustado traje de oficina, y no puede evitar mirarle el culo que se


mueve tan cadenciosamente debajo de su falda. Se esmera en complacerla

durante las semanas siguientes, y una tarde la licenciada lo hace sentar en

su escritorio. Temeroso, la oye preguntar cosas sobre su vida personal,


interrogarlo sobre sus expectativas. Le pregunta si tiene novia y él responde

que no. Eres guapo, muchacho, aunque seas tan torpe, le dice la licenciada.

¿Te gusta tu trabajo? Él dice que sí, que está muy contento. Ella le pide que

cierre la puerta de la oficina y él, con temor, lo hace y vuelve a sentarse.


Quiero pedirte algo, dice ella. Lo que usted quiera, dice Braulio, y se

sorprende cuando la oye pedir: métete debajo de mi escritorio. Se ríe, se

pregunta si no oyó bien. Métete, repite ella. Él se levanta, confuso, empuja

la silla y se agacha debajo del escritorio. Descubre que la licenciada tiene la

falda recogida, está sin ropa interior y un depilado y protuberante coño se


exhibe en su esplendor. Quiere levantarse y golpea con la cabeza el

escritorio, oye la voz que otra vez ordena: acércate. Braulio duda, y termina

gateando para acercarse a ella, sube la mirada y la ve, indeciso. Ella sujeta

su cabeza y la pone entre sus piernas; no es necesario que le diga lo que

debe hacer ahora y empieza a lamer, en círculos concéntricos alrededor del


coño, con pequeños lengüetazos que percibe que la hacen disfrutar, luego

metiendo un poco la puntita entre sus labios, ocasionando que ella se

deslice en la silla, juntándose más con su boca. Lame, escucha, y ahora da

lengüetazos más rápidos y vehementes, concentrado en hacer un buen

trabajo, lleno de obediencia. Ella aprieta su rostro con fuerza, lanzando un

apagado gemido, un largo suspiro orgásmico al venirse. Satisfecha, le

acaricia el cabello y le ordena irse. Pobre de ti si le cuentas esto a alguien,


amenaza. Braulio promete que no, que no lo hará. Y en efecto, no lo hace,

no le menciona lo sucedido a nadie, ni tampoco habla de lo demás, de las

veces que la licenciada lo llama y le dice Braulio, bájate el pantalón, y le

hace una mamada, para luego ella misma subirle el cierre y darle el día
libre, o los días en que oye de ella, apoyadas las manos en la pared de la

oficina: Braulio, ven aquí y cógeme, o Braulio, métemela hasta los huevos,

acábame adentro, Braulio, dame por el culo, dame fuerte, más fuerte, no

acabes todavía, deja que me venga, ya viene, ya viene, sí, así, ahora sí,

Braulio, acábame, déjame toda la leche, trátame como una puta, no oyes lo

que te digo, Braulio, pórtate bien. Cuando le preguntan a Braulio cómo le


va en la oficina, él contesta que bien, muy bien, que a veces el trabajo es

duro, pero que tiene un excelente ambiente laboral. Vaya que sí.
LVII

M arcela recuerda su primera


vez, hace tantos, tantos años

atrás, decepcionante y torpe, y piensa en que su novio de ese tiempo no


creería lo que hace ahora. La música electrónica en el club contagia su

ritmo frenético y galopante, y las parejas se entregan a todos los excesos


que se permiten allí; Marcela lleva un brazalete verde, lo que quiere decir

que está dispuesta a todo, incluyendo las orgías que se llevan a cabo en los
cuartos aledaños. Un hombre negro y corpulento la toma de la muñeca,

tiene también el brazalete verde, y una copa en la mano. Acerca su copa a

los labios de Marcela y ella bebe. La sutil embriaguez que ya percibe se


acentúa, y el hombre la persuade de acompañarlo. Siempre tomada de la

muñeca, lo sigue, abriéndose paso entre parejas que copulan, bailan o


beben, y a veces parejas que copulan mientras beben y bailan. El hombre

negro se apoya en una columna y se descubre, extrae una inmensa verga

adormecida que le pide atender. Marcela se levanta el vestido y se arrodilla


para mamársela, solícita y divertida. Lleva unas bragas de hilo, que una

pelirroja se acerca a contemplar, agachándose para apartarlas un poco, antes

de mojar de saliva un dedo y deslizarlo por su coño; Marcela se saca la

verga que ya acaparaba toda su boca y voltea a besar a la pelirroja. Ve que


ella lleva un brazalete azul, lo que quiere decir allí que ha venido con pareja

y busca intercambios o tríos. En efecto, su pareja, que al principio ella no

reconoce, delgado, con expresión de vicioso, las está mirando, y le hace un

gesto al hombre negro, ofreciendo un cambio. El moreno asiente, y toma de

los cabellos a la pelirroja, llenándole de golpe la boca. La pelirroja parece


querer otra cosa, y se libera, bajándose luego los anchos pantalones de

elegante tela tornasolada, seducida al parecer por el exuberante tamaño que

su coño ansía. Se voltea, y el hombre soba su verga en ella, que ya presiente

el dolor exquisito, y da un grito cuando recibe el envión. Marcela apenas ha

visto a la pareja de la pelirroja, fascinada por el espectáculo que brinda


ensartada por esa bestia que se mueve entre sus piernas, cuando oye su

nombre en la voz familiar y antigua. Eres tú, Marcela, dice el hombre, y

reconoce, ahora sí, a su primer novio, el hombre que la desvirgó, tal vez

quince años atrás, y se sorprende. No puedo creerlo, le dice él. Ella sonríe

enigmáticamente, y lo toma de la muñeca, alejándose. La hace abrazarla

desde atrás, le susurra al oído: nunca me diste por el culo. Su antiguo novio,

más delgado ahora, más diestro, la hace apoyarse y se agacha, le sube el


vestido, le quita las bragas y abre sus nalgas con las manos. Marcela siente

la caricia húmeda de su lengua husmeando su raja, su culo, oscilando veloz,

trepidante, haciéndola palpitar ávidamente. Le introduce uno y luego dos

dedos, vuelve a lamer, se incorpora y ella advierte el tieso falo que empieza
suavemente a alojarse en su culo. Lo padece apenas un segundo, para

después solo gozar, gustosamente traspasada, y evoca sin nostalgia aquella

lejana primera vez, tan remota y distinta a este momento, en que por sobre

la música altisonante y los gemidos que se esparcen, se oyen aún los gritos

de satisfacción de la pelirroja, que está viniéndose, otra vez.


LVIII

A la suave oscuridad de velas del


cuarto, se añade ahora

penumbra total bajo la venda que cubre mis ojos, y que Ignacio ata detrás
la

de mi cabeza. Siento las suaves yemas de sus dedos de artesano

serpenteando mi espalda, erizándola, embargándome en una vaporosa


voluptuosidad. Estoy sentada sobre una esterilla en la postura de medio

loto, erguida la espalda y las manos sobre las rodillas; advierto la sutil
presión de su mano, apenas una suave pero firme indicación, e inclino la

cabeza. Su aliento roza mi nuca, me besa, sus labios electrizan la piel de

mis hombros, de mi espalda desnuda; simétricamente desliza sus manos


alrededor de mi torso y alcanza mis pechos, envolviéndome, rodeándolos

sin apretarlos, solo acariciando. Mi cuerpo entero lo espera, lo desea; no soy


capaz de contener mi voz gimiente, los arrullos de gata que me provocan

sus dedos silenciosos, pasa una eternidad o un fugaz segundo cuando me

hace inclinarme hacia atrás, y me tiendo cuan larga soy, empezando a abrir
las piernas; a ciegas percibo lo que está sucediendo, él está sobre mi cabeza,

avanza sobre mi cuerpo hasta quedar invertido encima de mí, y paladeo el

dulce gotear de su verga maravillosa en mi rostro al mismo tiempo que su

boca enciende mi coño, lamiéndolo desde arriba hacia abajo; tengo su


cintura a la altura de mi boca y así lo abrazo, exigiendo más de él,

tragándome cada centímetro de verga con el deleite terso de la entrega

absoluta. Entretanto, mis jugos chorrean desde su boca hasta la esterilla,

una cosquilla deliciosa hace a mis piernas moverse y mi cuerpo elevarse de

la tierra y flotar, y entonces una onda expansiva de gozo crece como el eco
de un largo gemido, desde mi coño hasta cada extremidad y poro de mi

cuerpo; lo siento moverse más aprisa ahora, entrando y saliendo de mi boca,

hasta que siento la doble explosión de la leche que me deja beber y el

clímax infinito que alcanzo al mismo tiempo, agradecida, completa, hoy

que me dejé vendarme los ojos para sentirlo como él me siente a mí, cada
noche, así como está siempre, es decir, ciego.
LIX

S elene se lanza a la piscina del club,


y empieza a contar las vueltas.

Quiere hacer ochocientos metros, y mientras se desliza por el agua,


recuerda la tarde anterior, la pareja que, como ella, se había quedado hasta

la última hora de atención, y que había espiado mientras cogían


salvajemente en uno de los vestidores. Un novedoso azoramiento la había

hecho sentirse inquieta el resto de la noche y aún este día, evocando la


expresión lánguida y extasiada de la muchacha, el concentrado gesto del

hombretón que la penetraba. Lo había visto otras veces, nadando solo

también, como ella, solía echar una ojeada indiferente cuando él salía de la
piscina, totalmente adherido el bañador al cuerpo, dibujando la cautivadora

turgencia debajo de su vientre, tan distinto a su novio de ese entonces,


menudo y delicado. Ahuyentó como pudo la imagen de sus recuerdos y

siguió braceando en la vacía piscina, que ningún socio del club solía visitar

en invierno, zambulléndose de vez en cuando para hacer parte del recorrido


bajo el agua, para emerger después y tomar una bocanada de aire. En una de

esas zambullidas percibió el ingreso de otro nadador al agua, oyendo el

sordo rumor del chapoteo, y vio a través de sus lentes que en el carril

aledaño surcaba veloz la figura de un hombre. Asomó el rostro sobre el


agua y vio al hombre de la noche anterior; un instinto natural de protección

la hizo mirar al lugar donde el vigilante solía apostarse, pero no lo halló, tal

vez veía el fútbol en una caseta contigua. El hombre pareció sonreír al

mirarla, y ella decidió tomar un descanso, apoyada en el borde de la piscina.

Su repentino acompañante hizo lo mismo, pero al otro extremo, la saludó


con la mano y ella asintió. Se acordó de la noche anterior, el firme y

trabajado cuerpo impeliendo su fuerza sobre la muchacha, y se descubrió

excitada. Nadó suavemente ahora, mirando siempre de reojo, él hizo lo

mismo y pareció acercarse a su carril, asomar debajo de la corchera que

separaba sus espacios; la sorprendió verlo buceando exactamente debajo de


su cuerpo, en sentido contrario, y se detuvo en el agua. Él hizo lo mismo a

unos metros, ella se quitó los lentes para verlo, sin hablar, y él se rió. Largos

minutos se sucedieron mientras nadaban acercándose, rondándola él y ella

dejándose acechar. Por fin, sintió la mano del hombre rozar su tobillo,

acariciar su pantorrilla. Selene presagia que el corazón se le va a salir, y se

frena, flotando. Lo vio otra vez sumergirse, más cerca cada vez, acariciando

sus piernas, subiendo sus manos hacia sus nalgas, atrayéndola a su cuerpo.
Miró, alarmada, hacia donde debía estar el vigilante, pero no lo encontró.

Déjame, atinó a susurrar, mientras él ya besaba su cuello, acomodado detrás

de Selene, desnudo sin que ella supiera desde cuándo. Déjame, repitió, sin

fuerzas, sin resistirse, pensando en la noche anterior, en el brío viril que ese
imprudente sujeto derrochaba, déjame, mientras separaba un poco las

piernas, permitiendo que él aparte con los dedos el bañador que cubría su

coño, déjame, déjame, cuando percibió con alarma que estaba ya entrando

en ella, y que no haría esa noche los ochocientos metros que se había

propuesto.
LX

P atricia grita más fuerte, subida


sobre su hijastro, penetrada por él,

y se sacude con violencia, metiéndoselo más aun, frotando su coño con


desenfreno sobre el joven que la recibía así, sudoroso y absorto, mirando

cabalgar a la potra embravecida de su madrastra, que disfruta igual de


poderosamente la percepción de su propio cuerpo atravesado como el

sonido de su voz desgajando gemidos y exigencias. Se empina para cambiar


de posición, se sienta esta vez de espaldas al muchacho, con las rodillas

sobre la cama, abiertas, y se inclina a todo lo que le da el cuerpo, hasta

apoyar la frente sobre las sábanas. Se abre el culo con las manos, le pide
que lo mire, le dice que puede tomarlo cuando quiera, que será para él

siempre que lo pida. Desliza por la periferia del ano el dedo medio, lo
introduce. El joven aprecia el espectáculo de ese culo redondo y firme,

perfectamente liso y curvado propiciamente para hacerlo más deseable en

esa posición específica, el portaligas seductor y obscenamente desarreglado;


se acuerda de la primera vez que se quedó con su madrastra, que ya lo había

pillado alguna vez tocándose frente al computador, viendo pornografía de

mujeres maduras. Ella se había dado un baño y salió de la ducha sin toalla

que la cubriera, lo vio al pasar y le dijo que no asustara, pues ella disfrutaba
mucho la desnudez, la cual consideraba un don natural. Observó su cuerpo

macizo y firme, mantenido así gracias a las consuetudinarias rutinas de

ejercicio, y envidió a su padre aquel día. Fue poco después que Patricia le

preguntó por qué veía pornografía de mujeres maduras, si era tan joven y

seguramente las muchachas se desvivían por él, tan bien parecido; él le


contó que una profesora le había hecho una mamada tiempo atrás y le había

dejado el gusto por las mujeres mayores. No pasó demasiado tiempo antes

de que volviera a descubrirlo frente al computador, pero esta vez le dijo que

lo ayudaría, pues no estaba bien que sufriera por no disfrutar su sexualidad

como él deseaba; lo masturbó, de pie detrás de él, que seguía sentado, y


ambos miraban mientras tanto la escena de una doble penetración

interracial que a ella la puso como a una perra en celo. Apenas la tarde

siguiente se apareció desnuda en la habitación del chico, y le dijo que tenía

un favor que cobrarle. Y al parecer, lo seguiría haciendo durante semanas,

en las tardes lujuriosas en las que, como hoy, se aparece ataviada de

atrevida lencería, y sin darle pausa le baja los pantalones antes de tumbarlo

sobre la cama, y encaramarse sobre él, que en este instante piensa que es
tiempo de aceptar lo que su madrastra ofrece, ese ano ansioso y apetecible,

que merece algo más que el dedo medio que ella se está metiendo.
LXI

C uando a Zoraida le entran las


dudas sobre el futuro de su

pequeño negocio de abarrotes, o la suerte que tendrá su hijo en su próximo


examen de admisión, o tal vez cuando percibe un persistente desasosiego

que considera ocasionado por la envidia de las vecinas o las malas lenguas,
visita al chamán Adalberto. Él sabe cómo quitarle esas angustias y

ansiedades, que le dice que están impregnadas en sus ropas, por lo cual
debe llevar sus sesiones con él desnuda como vino al mundo. El puesto del

chamán está sumergido en un mercadillo, y accede a él transponiendo

cortinas de abalorios y una puerta que campanillea al cerrarse. Un letrero


pintado en fosforescentes colores anuncia que es “Adalberto el grande”, y

Zoraida piensa que tal vez se refiere a las dimensiones místicas del falo que
posee el chamán, las cual ha tenido gran oportunidad de medir repetidas

veces, pues es parte de la sesión, según él indica. Y ella le cree, por

supuesto, si no, cómo se explicaría la paz que la invade al salir de su


consultorio decorado con frascos y flores, animales disecados y amuletos,

después de haber sido rociada con un perfumado alcohol que le arrojaba

desde su boca como un rocío bendito, al mismo tiempo que la penetraba

para quebrar al demonio de la envidia que se le había metido, cambiándolo


por ese demonio mucho más placentero y furibundo que ahora entraba y

salía de su coño. Otras veces la hacía arrodillarse y mamársela mientras la

golpeaba suavemente con un hatajo de hierbas curativas, transmitiendo la

mística sanación desde la leche que le hacía tomar eyaculando en su boca.

El dolor que sentía cuando le daba por el culo mitigaba futuras penas y la
preparaba para los males de ojo y envidias viperinas, y las sesiones

amatorias liberaban su espíritu contaminado, haciéndola fuerte. Feliz. Y

ahora, no tenía dudas: ese dolor en el cuello era el signo de alguna brujería

en su contra. Sabe que necesita una limpieza del chamán, y corre a

cambiarse, eligiendo una sexy y favorecedora lencería, pues, como es


evidente, el chamán, si está motivado de la manera correcta, trabaja mejor,

mucho mejor, y ella es una cliente fiel.


LXII

F ue una casualidad la que permitió


que Artemio adquiriera

modesto hotel al paso de tres plantas, aprovechando que el antiguo


el

propietario tenía deudas de juego y apuro por vender. No fue azaroso, sin

embargo, que Artemio haya pensado en comprarlo, ni sencillos sus motivos;


pocos días después renovó el sistema de vigilancia de video, colocando

subrepticias cámaras infrarrojas y micrófonos detrás de rendijas en las


habitaciones, ocultas tras los espejos, disimuladas en un cuadro. Recibía

después con amabilidad a las parejas que solían tomar apuradamente una

habitación, urgidos, ansiosos por estar a solas, y luego encendía un pequeño


monitor para espiar a los amantes, que se desnudaban a veces

reposadamente, otras, con frenesí; disfrutaba atestiguando los variables


tiempos de caricias previas al inevitable y anhelado momento de la cópula,

era el insospechado juez que ponderaba la mayor o menor habilidad de los

participantes. Paladeaba de antemano soterrados placeres cuando se


presentaba un trío o más de una pareja para tomar una sola habitación a la

vez, lo cual era menos infrecuente de lo que había imaginado; solía

masturbarse contemplando los videos de sometimiento y fetichismo. Fue

otra casualidad la que trajo una de esas noches a una pareja que parecía
disimular su identidad, lentes oscuros y gorra el hombre, un pañuelo y un

sobretodo la mujer, gestos nerviosos repetidos. Reconoció a su ex esposa en

la mujer, ahora casada, según él sabía, con un hombre distinto al que estaba

a su lado. Ella se demudó al principio, incómoda, pero se repuso fingiendo

no conocerlo. Les entregó las llaves, preso de una erección furibunda; en el


monitor vio cómo entraban a la habitación, el golpe que el hombre le

propinó para tumbarla en el colchón, la desesperada fiereza con la que la

despojó de sus ropas, el vibrador que extrajo de su propio gabán; vio a su ex

mujer tratando de aplacarlo, sometida poco después, la oyó gritar un

nombre árabe, pedirle que la golpee más, que le haga sentir dolor, disfrutó
con nostálgica envidia cada empellón y maltrato del hombre sobre ella, lo

excitó presenciar cómo la penetraba por uno y otro lado, cambiando del

coño al culo, luego a la boca, antes de ir otra vez por su culo, como si usara

un juguete sexual hecho a su medida y la de su placer. Unas horas después,

al marcharse ellos, Artemio tenía concebido un plan, que no tardaría en

llevar a cabo: le mostraría el video a su ex mujer, amenazándola con

enseñárselo a su marido, si no aceptaba acostarse con él. Le gustó la idea, y


se preguntaba quién podría mirar en el monitor por él, cuando estuviera en

la habitación con ella, ya no tras bambalinas, sino como protagonista.

Estimulado por esa promesa, empezó a bajar el cierre de su bragueta, para

masturbarse.
LXIII

P onte así, me pide Aurelio. Levanta


más el culo, eso le gustará a tu

marido, me indica ahora. Obedezco, y presiona el obturador de la cámara.


Una amiga me dijo que Aurelio es muy profesional con su trabajo

fotográfico, que es por eso que muchas conocidas suyas no dudan en armar
estos excitantes álbumes de fotos como regalo para sus esposos. Yo, en

cambio, estoy a punto de olvidarme de lo profesional y pienso que mi


esposo tal vez agradecería un juego más atrevido y riesgoso. Aurelio se

acerca y me acomoda el liguero, roza tal vez sin querer el encaje de mis

medias. El corsé levanta mis pechos, en el espejo de la habitación veo


reflejado mi culo expuesto a su mirada de fotógrafo como una fruta

prohibida. Me hace cambiar de posición, echada boca abajo, la cabeza


descansando sobre mis brazos entrelazados, mis piernas dobladas hacia

arriba, cruzándolas. Se agacha al pie de la cama y me toma una foto

frontalmente. Me pide abrir la boca, morderme los labios, mandar un beso.


Se pone de pie y así como estoy, toma fotos de mi culo. Miro hacia arriba y

descubro que está igual de excitado que yo. Llevo una de mis manos a su

paquete, y parece sorprenderlo, deja de tomar fotografías y me mira. Su

hebilla hace un chasquido metálico cuando desabrocho su correa, se deja


bajar el pantalón cuando le digo que no es justo que solo yo esté como

estoy. Que tiene que desnudarse. Parece dejar la cámara, pero le digo que no

lo haga. Que apunte a mi rostro. Lo hace, y meto su verga en mi boca, oigo

numerosos clics y sé lo caliente que se pondrá mi esposo cuando vea el

álbum: Aurelio deja después la cámara sobre un trípode, configura las fotos
automáticas, y sube conmigo a la cama. A cada minuto oigo el clic que fija

la escena para la posteridad, Aurelio ya no está en mi boca, sino que ha

liberado el corsé para masturbarse entre mis pechos, tengo la lengua afuera

cuando oigo la cámara cliquear. Lo dejo después penetrarme, colocada de

modo que se aprecie lo que me está entrando en el coño, él pone mucho de


su parte y me gusta. Me pone a cuatro patas, dando la espalda a la cámara, y

escupe en mi culo, a horcajadas sobre mí, él mirando hacia mi parte trasera,

que exhibe abriéndola para la foto. Siento su saliva chorrear, y luego sus

dedos. Me hace chupársela otra vez, y le pido que me penetre por el culo.

Aurelio, muy serio, me obedece nuevamente. Y es que, como ya antes lo he

mencionado, él es muy profesional.


LXIV

D ebajo de la escalera, me follo a


Daniela otra vez. Apenas le he

apartado las bragas y subido la falda. Yo tengo los pantalones abajo.


Estamos de pie, algo agachados por el desnivel de la escalera, tratando de

no hacer ruido. Aquí en casa, tía Cora respeta mucho el silencio y lo hace
respetar también. Los hombres que trae no hacen mayor ruido que el de la

cama que cruje a veces y la pared o la puerta cuando se la cogen


cargándola, y ella no grita, guardándose los gemidos para adentro,

resoplando apenas. Cuando se viene, tiembla como una poseída y se tapa la

boca. Hemos sido testigos de eso Daniela y yo. Mi prima dice que cuando
esos hombres llegan y ella está, a veces la miran también. No es para

menos, yo la he mirado toda mi adolescencia. Y ahora no solo la miro, sino


que también la toco. La estoy tocando muy adentro en este instante, algo

agachados bajo la escalera, oyendo que algo se arrastra por el piso de la

habitación superior. Daniela me hace un ademán de detenerse y yo me


quedo quieto, mis manos rodando su cintura, detrás de ella. Me pregunta si

quiero subir a ver por la puerta que usualmente deja entreabierta que su

madre. Sí, me provoca ver a mi tía Cora, pero más me provoca seguir aquí.

Le digo que no y me muevo otra vez dentro de ella. Apoya sus manos sobre
el saliente de la escalera y se agacha más. Yo me inclino también, le rodeo

los senos que tantas veces ensucié de sucesivas acabadas este verano. Otra

vez, se detiene, y me paro en seco. Voltea el rostro hacia mí, y me dice: la

otra vez follé con uno de sus amigos, en este mismo rincón. Lo vi cuando se

lo hacía a ella y no me aguanté las ganas, así que lo invité a otro día. Eso
me dice ella, porque sabe que me excita. Y es así. Ahora ella solo espera y

yo, procurando hacer poco ruido, me muevo más y más. Imagino cómo se

cogieron a Daniela hace unos días, aquí mismo, y se me pone durísima. Y

aunque ella no haga ningún sonido mientras la penetro, sé bastante bien que

goza, cuando por fin, acabo en una inmensa y gratificante venida, sintiendo
cómo se escurre la leche que ya le chorrea del coño, y oigo ahora el sonido

seco de un cuerpo sacudido contra la pared, en la habitación de arriba.


LXV

K imberly toca suavemente a la


puerta de la habitación de hotel.

Un botones lleva una bandeja por el pasillo y la ve acuciosamente, mira en


una sola ojeada cargada de intención sus botas altas, la minifalda, su

delgadez pronunciada y quebradiza. El lunar pintado en el pómulo. La


puerta se abre y allí está Romualdo, el anciano que la contrata cada fin de

semana, vestido de una bata debajo de la cual, por supuesto, no hay nada.
La hace pasar, se saludan con un beso, le invita una copa. Tiene la edad de

su abuelo, pero es vigoroso y vicioso, dos cosas que ella disfruta de los

clientes que elige. La hace desnudarse, bailar, le pide después que hable
como una niña. Ella obedece, conoce sus gustos, lo complace. Él extrae una

bandeja de frutas, toma uvas, frambuesas, las mete en coño y se las lleva
luego a la boca, a veces se las da a ella y las prueba, fingiendo una pueril

curiosidad. Le pide que lo masturbe con sus pies. Antes de acabar, le pide

que se tome toda la leche, le ruega casi; ella, como siempre, se apura en
asegurarse de que la corrida sea adentro de su boca. Él la acaricia, le pasa

los dedos por la raja, por el culo, y le paga antes de decirle adiós. Cuando

ella sale vuelve a cruzarse con el botones, que la mira con impudicia al

pasar. Kimberly se detiene y lo llama. El botones piensa que será regañado,


empieza a irse, pero ella se acerca más y le toca la verga. Le acaricia los

huevos, pone sus labios muy cerca de los suyos. Apenas unos segundos.

Luego lo deja. Toma un taxi y llega a su casa. El mayordomo le dice que su

padre la estuvo llamando. Kimberly explica que estuvo en clases. Se da una

ducha y va a la piscina de la casa, su madre está en una tumbona disfruta el


último sol de la tarde. Le pregunta cómo estuvo su día, y Kimberly recuerda

de golpe las uvas, las frambuesas, el sabor amargo en la boca, el baile, y le

dice a su madre que todo estuvo bien. Que fue un día normal. Solo rutina,

mamá, dice, y se pone los audífonos, para oír algo de música.


LXVI

M aurice,
pantalón,
desabrochando
acepta que

sospechaba siquiera que su trabajo ridículo como detective de infidelidades


su
no

lo llevaría a lo que estaba por hacer. Cassandra ya esperaba por él,

únicamente con los zapatos puestos, echada de lado en la cama, apoyada en


un brazo. León se tocaba ya, refugiado en la penumbra, apoyado sobre las

cortinas, mirándolos. Maurice había sido contratado para seguir a


Cassandra, documentar sus traiciones, hacer inventario de las perversas

prácticas sexuales a las que era afecta. Su esposo le había dicho al detective

que ella llevaba un diario donde describía a un misterioso amante dotado de


imaginación infinita y de otras cualidades, y se resistía a aceptar que fuera

más que mera fantasía; no en vano Cassandra era una escritora. Maurice
empezó a seguirla, a los bares de intercambio de parejas, los night clubs, los

hoteles. Su acompañante más asiduo tenía un misterioso parecido con el

esposo dubitativo. No tardó en descubrir que se trataba de su hermano,


León, que ahora los veía allí, luego de interceptarlo en un callejón,

amenazarlo primero y luego ofrecerle a Cassandra si desviaba la atención

de su hermano, inventando cualquier otro motivo para las inexplicables

desapariciones de su mujer. Después de todo, pensó Maurice, este no era un


trabajo para tomárselo tan en serio, y aceptó: los aires altaneros de la mujer,

sus caderas prominentes, el historial de sus preferencias, todo le sedujo, y

ahora la ve, abriéndose de piernas, aplastando el rostro contra las almohadas

mientras se introduce un dedo que va del coño a la boca, sacudiendo las

nalgas, incitante, invitando. A punto de penetrarla, Maurice piensa que


después de todo será un alivio para el esposo de Cassandra enterarse de que

su mujer no lo engaña, que apenas es una fantasía que describe en sus

diarios y por lo tanto no hay de qué preocuparse. Y entonces, bajo la miraba

morbosa de León, se acerca más, y la penetra.


LXVII

M iranda piensa en las clases de


mañana, y recuerda que no ha

terminado el ensayo que debía hacer para la materia de Literatura. Es


curioso que lo recuerde en ese momento, cuando una de sus amigas, ebria

ya, le está lamiendo el culo, preparándolo para alguno de los invitados a la


fiesta de fraternidad, y ella está montada sobre Brandon, comprobando el

rumor de su pequeñez genital. La música es intensa y sube desde el piso de


abajo, metiéndose a las habitaciones, como está a punto de meterse un

muchacho en su culo, mientras ella cabalga sin demasiado placer sobre su

compañero de clases. No ve siquiera cuando le empiezan a acomodar el


glande en el culo, lo siente irse deslizando por su ano lubricado por la

amiga que ahora le lame los pezones, y percibe poco a poco que será un
recibimiento algo doloroso, al comprobar el tamaño de aquello que le están

metiendo. El muchacho se encarama sobre ella, y da un empujón repentino

clavándosela hasta el fondo; Miranda lanza un grito no fingido por primera


vez en la noche. Brandon se anima por eso y la toma de la cintura para

penetrarla con mayor ímpetu, pero ella solamente siente ahora que el otro

muchacho la está sujetando de los hombros, alistando un embate más fiero

y doloroso, así como profundamente placentero. Siente su culo dilatarse


ante la bravura con la que se la están cogiendo, y grita cada vez más,

mientras todo gira alrededor, y la música se convierte en un torbellino de

placer que la gobierna, un frenético disfrute, y se le olvida, en un instante,

que Brandon está allí, que su amiga la está lamiendo también, e incluso ese

ridículo ensayo que debía entregar mañana, gracias a ese muchacho,


bendito sea, que le está haciendo venirse una y otra vez, y rompiéndole el

culo como nunca antes.


LXVIII

A Claudette le gusta que el alcaide


de la prisión pregunte por ella,

por intermedio de Sara, la celadora que controla su pabellón. Claudette


estará todavía algunos años más allí adentro, pero sabe que su pena puede

reducirse por medio de recomendaciones y ventajas que le brinda el alcaide


a sus favoritas. Todos en la prisión saben que se folla a Sara en su despacho,

y que a ella no le importa que los gritos de placer se oigan más allá de las
frágiles paredes de oficina; todos saben que a veces invita a una de las

chicas para compartir con ellos la pequeña fiesta de lujuria y desenfreno

que llevan a cabo juntos. La primera vez que se lo dijeron, fue una
compañera de celda, libre ahora, que además le contó regocijada que no fue

ningún sacrificio, pues follar con esa pareja de viciosos había sido el mejor
sexo de su vida. Y si te contara de qué tamaño la tiene él, le confesó.

Aprovecha y sugiéreselo a Sara: sabes muy bien cómo te mira. Se muere

por ti. Claudette recordaba sus pecaminosos juegos adolescentes en la casa


de un compañero de estudios, que aprovechaba la ausencia de sus padres

para organizar, con un reducido grupo de amigos y amigas, orgías a las que

ella fue invitada por un novio y que pronto aprendió a disfrutar. Así que

cuando Sara le dice que el alcaide quiere saber si está interesada en llegar a
un acuerdo que beneficie a los dos, acepta de inmediato, y sube las

escaleras que la sacan de su pabellón y la llevan hasta la oficina del alcaide.

En el pasadizo solitario que llevaba a la oficina, siente que Sara le toma la

mano, y la atrae hacia sí, abrazándola. Claudette se deja hacer, se deja besar,

acariciar las nalgas, el cuello que Sara aprieta un poco. Ahora vas a
disfrutar de verdad, le dice, y abre la puerta del despacho, donde ya las está

esperando el alcaide, de pie y con una mano sobre la bragueta. Entra y Sara

le ordena desvestirse. Ella empieza a hacerlo, mientras la celadora se

arrodilla ante el alcaide, lo acaricia, le baja el cierre de la bragueta, y toma

un largo y recio miembro con habilidad, tirando de la piel hacia abajo del
prepucio, empezando a lamer. Claudette ve cómo esa verga que parece

apuntar hacia ella crece y crece, y acepta que después de todo, esto no será

en absoluto en sacrificio, y termina de quitarse las bragas.


69

E l doctor Klein, mientras me


desvisto para su revisión, me

cuenta, sonriendo y con su español salpicado de erres alemanas, que su


apellido significa “pequeño”. Yo sonrío, pensando en la contradicción de

que un hombre como él, de casi dos metros, de brazos corpulentos y


grandes manos, pueda apellidarse así. Y eso sin mencionar aquello que

tanto me gusta sentir, durante las revisiones periódicas a las que me someto
con el doctor. Termino de alistarme tras el biombo de su consultorio, y

salgo. Me mira y me pregunta si me puse todo lo que él había dejado allí,

tras el biombo, y le digo: sí, doctor. Él no lo puede ver, claro, porque tengo
la bata que me cubre, y que solo abriré cuando él lo ordene. Después de

todo, es el doctor, y yo la enfermera. Me dice que debería estar contenta de


tener estas consultas gratuitas que me brinda, como parte de mis beneficios

laborales, y le digo: sí, doctor, muy contenta. No lo he mencionado todavía,

pero el doctor está desnudo, exhibiendo con orgullo su principal


herramienta de trabajo, por lo menos durante los chequeos que yo paso con

él. Me dice que tengo que ponerme el termómetro en la boca, y le digo: sí,

doctor. Me agacho solamente un poco, soy algo bajita y me basta

inclinarme para tocar con la punta de la lengua ese rosado y brillante glande
que no tiene nada de pequeño, nada de Klein. Me dice que me quite la bata

ya, y la dejo caer con un suave ¡plaf! sobre el piso. Llevo puesta la lencería

que me ha pedido usar, blancos portaligas, medias y bragas de encaje

blanco, y un sostén ridículamente breve que apenas tapa mis pezones.

Mientras trato de encajar en la boca ese falo rugoso y dulce, me explica que
el color de las enfermeras es el blanco. Le diría que sí, pero tengo la boca

llena, muy llena. Me dice luego que tiene que medir mi temperatura interior,

y me ayuda a subir sobre su alta silla, poniendo yo las rodillas sobre el

asiento, las manos en el respaldo, dándole la espalda y empinando el culo

para facilitarle las cosas. Me pregunta cómo me siento y le digo: muy mal,
doctor, necesito que me revise a fondo. Apenas lo digo, veo estrellas y

constelaciones cuando siento esa verga gruesa como un nabo penetrarme sin

piedad, esas manos grandes zarandeando mi cintura, y oigo su voz

explicando que después de esto voy a sentirme muy recuperada. Otra vez,

quisiera decirle que sí, pero lo único que sale de mi boca es un grito, un

largo gemido que repito con cada sacudida de mi menuda anatomía. Cuando

estoy por sentir el primer orgasmo, me dice que vaya preparando mi culo,
porque quiere revisarlo también, y yo sé perfectamente que le voy a dejar

hacerlo, eso y todo lo que me pida, porque después de todo es el doctor, y

yo soy su enfermera.

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