MEDITACIONES METAFÍSICAS.
RENÉ DESCARTES
PRIMERA DE LAS MEDITACIONES SOBRE LAS COSAS QUE PUEDEN PONERSE EN
DUDA.
Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como
verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que
después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz
para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un
sistema firme y permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y
esperaba yo una edad que fuese tan madura que no hubiese de sucederle
ninguna más adecuada para comprender esa tarea. Por ello, he dudado tanto
tiempo, que sería ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo
que me resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado
oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un reposo
tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en libertad a la
destrucción sistemática de mis opiniones.
Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que quizá nunca
podría alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade a evitar dar fe no
menos cuidadosamente a las cosas que no son absolutamente seguras e induda-
bles que a las abiertamente falsas, me bastará para rechazarlas todas encontrar
en cada una algún motivo de duda. Así pues, no me será preciso examinarlas
una por una, lo que constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré
inmediatamente los principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en
un tiempo, ya que, excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que
está por encima edifica-do.
Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he percibido
de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin embargo, que éstos
engañan de vez en cuando y es prudente no confiar nunca en aquellos que nos
han engañado aunque sólo haya sido por una sola vez. Con todo, aunque a veces
los sentidos nos engañan en lo pequeño y en lo lejano, quizás hay otras cosas de
las que no se puede dudar aun cuando las recibamos por medio de los mismos,
como, por ejemplo, que estoy aquí, que estoy sentado junto al fuego, que estoy
vestido con un traje de invierno, que tengo este papel en las manos y cosas por
el estilo. ¿Con qué razón se puede negar que estas manos y este cuerpo sean
míos? A no ser que me asemeje a no sé qué locos cuyos cerebros ofusca un
pertinaz vapor de tal manera atrabiliario que aseveran en todo momento que
son reyes, siendo en reali-dad pobres, o que están vestidos de púrpura, estando
desnudos, o que tienen una jarra en vez de cabeza, o que son unas calabazas, o
que están creados de vidrio; pero ésos son dementes, y yo mismo parecería
igualmente más loco que ellos si me aplicase sus ejemplos.
Perfectamente, como si yo no fuera un hombre que suele dormir por la noche e
imaginar en sueños las mismas cosas y a veces, incluso, menos verosímiles que
esos desgraciados cuando están despiertos. ¡Cuán frecuentemente me hace
creer el reposo nocturno lo más trivial, como, por ejemplo, que estoy aquí, que
llevo puesto un traje, que estoy sentado junto al fuego, cuando en realidad
estoy echado en mi cama después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel
con los ojos abiertos, y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente
y sensible-mente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo
experimentaría con tanta claridad; como si no me acordase de que he sido ya
otras veces engañado en sueños por los mismos pensamientos. Cuando doy más
vueltas a la cuestión veo sin duda alguna que estar despierto no se distingue
con indicio seguro del estar dormido, y me asombro de manera que el mismo
estupor me confirma en la idea de que duermo.
Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos
particulares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza,
que extendemos las manos; pensemos que quizá ni tenemos tales manos ni tal
cuerpo. Sin embargo, se ha de confesar que han sido vistas durante el sueño
como unas ciertas imágenes pintadas que no pudieron ser ideadas sino a la
semejanza de cosas verdaderas y que, por lo tanto, estos órganos generales (los
ojos, la cabeza, las manos y todo el cuerpo) existen, no como cosas imaginarias,
sino verdaderas; puesto que los propios pintores ni aun siquiera cuando
intentan pintar las sirenas y los sátiros con las formas más extravagantes
posibles, pueden crear una naturaleza nueva en todos los conceptos, sino que
entremezclan los miembros de animales diversos; incluso si piensan algo de tal
manera nuevo que nada en absoluto haya sido visto que se le parezca
ciertamente, al menos deberán ser verdaderos los colo-res con los que se
componga ese cuadro. De la misma manera, aunque estos órga-nos generales
(los ojos, la cabeza, las manos, etc.) puedan ser imaginarios, se habrá de
reconocer al menos otros verdaderos más simples y universales, de los cuales
como de colores verdaderos son creadas esas imágenes de las cosas que existen
en nuestro conocimiento, ya sean falsas, ya sean verdaderas.
A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general en su
extensión, al mismo tiempo que la figura de las cosas extensas. La cantidad o la
magnitud y el número de las mismas, el lugar en que estén, el tiempo que
duren, etc.
En consecuencia, deduciremos quizá sin errar de lo anterior que la física, la
astronomía, la medicina y todas las demás disciplinas que dependen de la
consideración de las cosas compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que
la aritmética, la geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más
simples y absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en
la naturaleza o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté
dormido, ya esté despierto, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado no
tendrá más que cuatro lados; y no parece ser posible que unas verdades tan
obvias incurran en sospecha de falsedad.
No obstante, está grabada en mi mente una antigua idea, a saber, que existe un
Dios que es omnipotente y que me ha creado tal como soy yo. Pero, ¿cómo
puedo saber que Dios no ha hecho que no exista ni tierra, ni magnitud, ni lugar,
creyendo yo saber, sin embargo, que todas esas cosas no existen de otro modo
que como a mí ahora me lo parecen? ¿E incluso que, del mismo modo que yo
juzgo que se equivocan algunos en lo que creen saber perfectamente, así me
induce Dios a errar siempre que sumo dos y dos o numero los lados del
cuadrado o realizo cualquier otra operación si es que se puede imaginar algo
más fácil todavía? Pero quizá Dios no ha querido que yo me engañe de este
modo, puesto que de él se dice que es sumamente bueno; ahora bien, si
repugnase a su bondad haberme creado de tal suerte que siempre me
equivoque, también parecería ajeno a la misma permitir que me engañe a veces;
y esto último, sin embargo, no puede ser afirmado.
Habrá quizás algunos que prefieran negar a un Dios tan potente antes que
suponer todas las demás cosas inciertas; no les refutemos, y concedamos que
todo este argumento sobre Dios es ficticio; pero ya imaginen que yo he llegado
a lo que soy por el destino, ya por casualidad, ya por una serie continuada de
cosas, ya de cualquier otro modo, puesto que engañarse y errar parece ser una
cierta imperfección, cuanto menos potente sea el creador que asignen a mi
origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto que siempre me
equivoque. No sé qué responder a estos argumentos, pero finalmente me veo
obligado a reconocer que de todas aquellas cosas que juzgaba antaño
verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar, no por
inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes y bien meditadas. Por tanto,
no menos he de abstenerme de dar fe a estos pensamientos que a los que son
abiertamente falsos, si quiero encontrar algo cierto.
Con todo, no basta haber hecho estas advertencias, sino que es preciso que me
acuerde de ellas; puesto que con frecuencia y aun sin mi consentimiento vuel-
ven mis opiniones acostumbradas y atenazan mi credulidad, que se halla como
ligada a ellas por el largo y familiar uso; y nunca dejaré de asentir y confiar
habitualmente en ellas en tanto que las considere tales como son en realidad, es
decir, dudosas en cierta manera, como ya hemos demostrado anteriormente,
pero, con todo, muy probables, de modo que resulte mucho más razonable
creerlas que negarlas. En consecuencia, no actuaré mal, según confío, si
cambiando todos mis propósitos me engaño a mí mismo y las considero algún
tiempo absolutamente falsas e imaginarias, hasta que al fin, una vez
equilibrados los prejuicios de uno y otro lado, mi juicio no se vuelva a apartar
nunca de la recta percepción de las cosas por una costumbre equivocada; ya que
estoy seguro de que no se seguirá de esto ningún peligro de error, y de que yo
no puedo fundamentar más de lo preciso una desconfianza, dado que me ocupo,
no de actuar, sino solamente de conocer.
Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente de la verdad, sino algún genio
maligno de extremado poder e inteligencia pone todo su empeño en hacerme
errar; creeré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y
todo lo externo no son más que engaños de sueños con los que ha puesto una
celada a mi credulidad; consideraré que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni
sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré, pues, asido
a esta meditación y de este modo, aunque no me sea permitido conocer algo
verdadero, procuraré al menos con resuelta decisión, puesto que está en mi
mano, no dar fe a cosas falsas y evitar que este engañador, por fuerte y listo
que sea, pueda inculcarme nada. Pero este intento está lleno de trabajo, y cierta
pereza me lleva a mi vida ordinaria; como el prisionero que disfrutaba en sueños
de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba durmiendo,
teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas dulces ilusiones, así
me deslizo voluntariamente a mis antiguas creencias y me aterra el despertar,
no sea que tras el plácido descanso haya de transcurrir la laboriosa velada no en
alguna luz, sino entre las tinieblas inextricables de los problemas suscitados.
MEDITACIÓN SEGUNDA: SOBRE LA NATURALEZA DEL ALMA HUMANA Y DEL
HECHO DE QUE ES MÁS COGNOSCIBLE QUE EL CUERPO
He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que ni puedo
dejar de acordarme de ellas ni sé de qué modo han de solucionarse; por el
contrario, como si hubiera caído en una profunda vorágine, estoy tan turbado
que no puedo ni poner pie en lo más hondo ni nadar en la superficie. Me
esforzaré, sin embargo, en adentrarme de nuevo por el mismo camino que ayer,
es decir, en apartar todo aquello que ofrece algo de duda, por pequeña que sea,
de igual modo que si fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo cierto,
o al menos, si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto.
Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil, para mover
toda la tierra de su sitio; por lo tanto, he de esperar grandes resultados si
encuentro algo que sea cierto e inconcuso.
Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha existido nada
de lo que la engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido
absolutamente: el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son
quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro.
¿Cómo sé que no hay nada diferente de lo que acabo de mencionar, sobre lo que
no haya ni siquiera ocasión de dudar? ¿No existe algún Dios, o como quiera que
le llame, que me introduce esos pensamientos? Pero, ¿por qué he de creerlo, si
yo mismo puedo ser el promotor de aquéllos? ¿Soy, por lo tanto, algo? Pero he
negado que yo tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo, porque,
¿qué soy en ese caso? ¿Estoy de tal manera ligado al cuerpo y a los sentidos,
que no puedo existir sin ellos? Me he persuadido, empero, de que no existe nada
en el mundo, ni cielo ni tierra, ni mente ni cuerpo; ¿no significa esto, en
resumen, que yo no existo? Ciertamente existía si me persuadí de algo. Pero hay
un no sé quién engañador sumamente poderoso, sumamente listo, que me hace
errar siempre a propósito. Sin duda alguna, pues, existo yo también, si me
engaña a mí; y por más que me engañe, no podrá nunca conseguir que yo no
exista mientras yo siga pensando que soy algo. De manera que, una vez
sopesados escrupulosamente todos los argumentos, se ha de concluir que
siempre que digo «Yo soy, yo existo» o lo concibo en mi mente, necesariamente
ha de ser verdad. No alcanzo, sin embargo, a comprender todavía quién soy yo,
que ya existo necesariamente; por lo que he de procurar no tomar alguna otra
cosa imprudentemente en lugar mío, y evitar que me engañe así la percepción
que me parece ser la más cierta y evidente de todas. Recordaré, por tanto, qué
creía ser en otro tiempo antes de venir a parar a estas meditaciones; por lo que
excluiré todo lo que, por los argumentos expuestos, pueda ser combatido, por
poco que sea, de manera que sólo quede en definitiva lo que sea cierto e
inconcuso. ¿Qué creí entonces ser? Un hombre, naturalmente. Pero ¿qué es un
hombre? ¿Diré que es un animal racional? No, puesto que se habría de
investigar qué es animal y qué es racional, y así me deslizaría de un tema a
varios y más difíciles, y no me queda tiempo libre como para gastarlo en
sutilezas de este tipo. Con todo, dedicaré mi atención en especial a lo que se me
ocurría espontánea-mente siguiendo las indicaciones de la naturaleza siempre
que consideraba que era. Se me ocurría, primero, que yo tenía cara, manos,
brazos y todo este mecanis-mo de miembros que aún puede verse en un
cadáver, y que llamaba cuerpo. Se me ocurría además que me alimentaba, que
comía, que sentía y que pensaba, todo lo cual lo refería al alma. Pero no
advertía qué era esa alma, o imaginaba algo ridí-culo, como un viento, o un
fuego, o un aire que se hubiera difundido en mis partes más imperfectas. No
dudaba siquiera del cuerpo, sino que me parecía conocer definidamente su
naturaleza, la cual, si hubiese intentado especificarla tal como la concebía en mi
mente, la hubiera descrito así: como cuerpo comprendo todo aquello que está
determinado por alguna figura, circunscrito en un lugar, que llena un espacio de
modo que excluye de allí todo otro cuerpo, que es percibido por el tacto, la
vista, el oído, el gusto, o el olor, y que es movido de muchas maneras, no por sí
mismo, sino por alguna otra cosa que le toque; ya que no creía que tener la
posibilidad de moverse a sí mismo, de sentir y de pensar, podía referirse a la
naturaleza del cuerpo; muy al contrario, me admiraba que se pudiesen
encontrar tales facultades en algunos cuerpos.
Pero, ¿qué soy ahora, si supongo que algún engañador potentísimo, y si me es
permitido decirlo, maligno, me hace errar intencionadamente en todo cuanto
puede? ¿Puedo afirmar que tengo algo, por pequeño que sea, de todo aquello
que, según he dicho, pertenece a la naturaleza del cuerpo? Atiendo, pienso, doy
más y más vueltas a la cuestión: no se me ocurre nada, y me fatigo de
considerar en vano siempre lo mismo. ¿Qué acontece a las cosas que atribuía al
alma, como alimentarse o andar? Puesto que no tengo cuerpo, todo esto no es
sino ficción. ¿Y sentir? Esto no se puede llevar a cabo sin el cuerpo, y además
me ha parecido sentir muchas cosas en sueños que he advertido más tarde no
haber sentido en realidad. ¿Y pensar? Aquí encuéntrome lo siguiente: el
pensamiento existe, y no puede serme arrebatado; yo soy, yo existo: es
manifiesto. Pero ¿por cuánto tiempo? Sin duda, en tanto que pienso, puesto que
aún podría suceder, si dejase de pensar, que dejase yo de existir en absoluto. No
admito ahora nada que no sea necesariamente cierto; soy por lo tanto, en
definitiva, una cosa que piensa, esto es, una mente, un alma, un intelecto, o una
razón, vocablos de un significado que antes me era desconocido. Soy, en
consecuencia, una cosa cierta, y a ciencia cierta existente. Pero, ¿qué cosa? Ya
lo he dicho, una cosa que piensa.
¿Qué más? Supondré que no soy aquella estructura de miembros que se llama
cuerpo humano; que no soy un cierto aire impalpable difundido en mis
miembros, ni un viento, ni un fuego, ni un vapor, ni un soplo, ni cualquier cosa
que pueda imaginarme, puesto que he considerado que estas cosas no son
nada. Mi suposición sigue en pie, y, con todo, yo soy algo. ¿Sucederá quizá que
todo esto que juzgo que no existe porque no lo conozco no difiera en realidad de
mí, de ese yo que conozco? No lo sé, ni discuto sobre este tema: ya que
solamente puedo juzgar aquello que me es conocido. Conozco que existo; me
pregunto ahora ¿quién, pues, soy yo que he advertido que existo? Es indudable
que este concepto, tomado estrictamente así, no depende de las cosas que
todavía no sé si existen, y por lo tanto de ninguna de las que me figuro en mi
imaginación. Este verbo «figurarse» me advierte de mi error; puesto que me
figuraría algo en realidad en el caso de que imaginase que yo soy algo, puesto
que imaginar no es otra cosa que contemplar la figura o la imagen de una cosa
corpórea. Pero sé ahora con certeza que yo existo, y que puede suceder al
mismo tiempo que todas estas imágenes y, en general, todo lo que se refiere a
la naturaleza del cuerpo no sean sino sueños. Advertido lo cual, no me parece
que erraré menos si digo: «imaginaré, para conocer con más claridad quién
soy», que si supongo: «ya estoy despierto, veo algo verdadero, pero puesto que
no lo veo de un modo definido, me dormiré intencionadamente para que los
sueños me lo representen con más veracidad y evidencia». Por lo tanto, llego a
la conclusión de que nada de lo que puedo aprehender por medio de la
imaginación atañe al concepto que tengo de mí mismo, y de que se ha de
apartar la mente de aquello con mucha diligencia, para que ella misma perciba
su naturaleza lo más definidamente posible.
¿Qué soy? Una cosa que piensa. ¿Qué significa esto? Una cosa que duda, que
conoce, que afirma, que niega, que quiere, que rechaza, y que imagina y siente.
No son pocas, ciertamente, estas cosas si me atañen todas. Pero ¿por qué no
han de referirse a mí? ¿No dudo acaso de casi todas las cosas; no conozco algo,
sin embargo, y afirmo que esto es lo único cierto y niego lo demás; no deseo
saber algo, aunque no quiero engañarme; no imagino muchas cosas aun sin
querer, y no advierto que muchas otras proceden como de los sentidos? ¿Qué
hay entre estas cosas, aunque siempre esté dormido, y a pesar de que el que
me ha creado me haga engañarme en cuanto pueda, que no sea igualmente
cierto que el hecho de que existo? ¿Qué es lo que se puede separar de mi
pensamiento? ¿Qué es lo que puede separarse de mí mismo? Tan manifiesto es
que yo soy el que dudo, el que conozco y el que quiero, que no se me ocurre
nada para explicarlo más claramente. Por otra parte, yo soy también el que
imagino, dado que, aunque ninguna cosa imaginada sea cierta, existe con todo
el poder de imaginar, que es una parte de mi pensamiento. Yo soy igualmente el
que pienso, es decir, advierto las cosas corpóreas como por medio de los
sentidos, como, por ejemplo, veo la luz, oigo un ruido y percibo el calor. Todo
esto es falso, puesto que duermo; sin embargo, me parece que veo, que oigo y
que siento, lo cual no puede ser falso, y es lo que se llama en mí propiamente
sentir; y esto, tomado en un sentido estricto, no es otra cosa que pensar.
MEDITACIÓN TERCERA: DE DIOS, QUE EXISTE.
El orden de mi trabajo me obliga a distribuir todos mis pensamientos en
diversos géneros, y a averiguar en cuáles hay propiamente verdad o falsedad.
Unos pensamientos son como imágenes de cosas, que son los únicos a los que
conviene el nombre de idea, como cuando pienso un hombre, una quimera, el
cielo, un ángel o Dios.
Otros tienen además otras formas, como cuando deseo, temo, afirmo, niego;
entonces aprehendo siempre alguna cosa como sujeto de mi reflexión, pero
concibo algo más extenso que la simple similitud de esta cosa; unos se llaman
voluntades o afectos, y los otros juicios.
En lo que se refiere a las ideas, si se consideran en sí mismas y no las refiero a
alguna otra cosa, no pueden ser propiamente falsas; puesto que si me imagino
una cabra o una quimera, es cierto que imagino tanto la una como la otra.
Tampoco hay que temer falsedad alguna en la misma voluntad o en los afectos,
puesto que, aunque pueda desear cosas malas o que no existan, está fuera de
duda que yo deseo. Por lo tanto, nos restan solamente los juicios, en los que me
he de esforzar por no engañarme. El principal error y el más común que se
puede encontrar en ellos, consiste en juzgar las ideas que existen en mí iguales
o parecidas a las cosas que existen fuera de mí; puesto que si considerase tan
sólo las ideas como maneras de mi pensamiento y no las refiriese a otras cosas,
no podrían apenas ofrecer ocasión para errar. De estas ideas, unas son innatas,
otras adventicias y otras hechas por mí; puesto que la facultad de aprehender
qué son las cosas, qué es la verdad y qué es el pensamiento, no parece provenir
de otro lugar que no sea mi propia naturaleza; en cuanto al hecho de oír un
estrépito, ver el sol, sentir el fuego, ya he indicado que procede de ciertas cosas
colocadas fuera de mí; y finalmente las sirenas, los hipogrifos y cosas parecidas
son creados por mí. O aun quizá las puedo juzgar todas adventicias, o todas
innatas, o todas creadas, puesto que todavía no he percibido claramente su
origen.
He de examinar ahora, en relación a las ideas que considero tomadas de las
cosas que existen fuera de mí, qué causa me mueve a juzgarlas parecidas a esas
cosas. Ciertamente, así parece enseñármelo la naturaleza; además experimento
en mí mismo que no dependen de mi voluntad y, por lo tanto, de mí mismo;
frecuentemente se presentan aun sin mi consentimiento, ya que, quiera o no,
siento el calor y por lo tanto considero que aquel sentido, o la idea del calor,
procede de una cosa que no soy yo, es decir, del calor del fuego junto al cual
estoy sentado. Y no hay nada más razonable que juzgar que es esa cosa la que
me envía su semejanza, más bien que alguna otra.