Es que somos muy pobres
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y
comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de
cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni
siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados
debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el
día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que
traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si
hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido
del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en
que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua
revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba
metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y
al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la
calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que
estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por
eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en
muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura
y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa
aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay
un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye
nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho.
Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá
se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella
conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse
matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su
cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas
cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba
las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre
aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran.
Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella.
Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde
él , estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río
rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse
si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare
a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin
nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi
hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las
más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde
chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas
malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después
salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral,
revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y
les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas,
al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le
da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la
vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella
vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su
madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela
para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían
irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo.
Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus
recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se
acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote
crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y
medio alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Esa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa,
mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera
metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que
se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a
podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar,
como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
Ejemplo 1: "¡Feliz de compartir este logro! Hoy recibí mi diploma de mejor estudiante en la escuela. Siempre es importante
esforzarse por nuestros sueños. #Motivación #Esfuerzo"
Ejemplo 2: "Aquí en el parque central de la ciudad, esperando a mis amigos. ¡Vengan a verme!"
Ejemplo 3: Mensaje recibido en una plataforma de chat: "Hola, he visto tu perfil y me pareces interesante. ¿Podríamos ser
amigos? Soy un fotógrafo profesional y me gustaría ofrecerte una sesión de fotos gratis. Solo necesito tu dirección para
enviar los detalles."
Ejemplo 4: Perfil: Nombre: Sofía Gómez
Foto de perfil: Imagen genérica de una mujer con gafas de sol
Información: "Trabajo en una empresa de diseño gráfico. Me encanta conocer gente nueva y compartir mis trabajos."
Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la belleza inquietante de la bisnieta, no pudo
impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la calle, como no fuera para ir a misa con Amaranta,
pero la obligaba a cubrirse la cara con una mantilla negra. Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban de curas
para decir misas sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito de ver aunque fuera un
instante el rostro de Remedios, la bella, de cuya hermosura legendaria se hablaba con un fervor sobrecogido en todo el
ámbito de la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes de que lo consiguieran, y más les hubiera valido que la ocasión no llegara
nunca, porque la mayoría de ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un
forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales de la abyección y la miseria, y años después fue
despedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles. Desde el momento en que se le vio en la
iglesia, con un vestido de pana verde y un chaleco bordado, nadie puso en duda que iba desde muy lejos, tal vez de una
remota ciudad del exterior, atraído por la fascinación mágica de Remedios, la bella. Era tan hermoso, tan gallardo y
reposado, de una prestancia tan bien llevada, que Pietro Crespi junto a él habría parecido un sietemesino, y muchas
mujeres murmuraron entre sonrisas de despecho que era él quien verdaderamente merecía la mantilla. No alternó con
nadie en Macondo. Aparecía al amanecer del domingo, como un príncipe de cuento, en un caballo con estribos de plata y
gualdrapas de terciopelo, y abandonaba el pueblo después de la misa.
Era tal el poder de su presencia, que desde la primera vez que se le vio en la iglesia todo el mundo dio por sentado que
entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y tenso, un pacto secreto, un desafío irrevocable cuya
culminación no podía ser solamente el amor sino también la muerte. El sexto domingo, el caballero apareció con una rosa
amarilla en la mano. Oyó la misa de pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al paso de Remedios, la bella, y le
ofreció la rosa solitaria. Ella la recibió con un gesto natural, como si hubiera estado preparada para aquel homenaje, y
entonces se descubrió el rostro por un instante y dio las gracias con una sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no sólo para el
caballero, sino para todos los hombres que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un instante eterno.
El caballero instalaba desde entonces la banda de música junto a la ventana de Remedios, la bella, y a veces hasta el
amanecer. Aureliano Segundo fue el único que sintió por él una compasión cordial, y trató de quebrantar su perseverancia.
«No pierda más el tiempo -le dijo una noche-. Las mujeres de esta casa son peores que las mulas.» Le ofreció su amistad, lo
invitó a bañarse en champaña, trató de hacerle entender que las hembras de su familia tenían entrañas de pedernal, pero
no consiguió vulnerar su obstinación. Exasperado por las interminables noches de música, el coronel Aureliano Buendía lo
amenazó con curarle la aflicción a pistoletazos. Nada lo hizo desistir, salvo su propio y lamentable estado de
desmoralización. De apuesto e impecable se hizo vil y harapiento. Se rumoraba que había abandonado poder y fortuna en
su lejana nación, aunque en verdad no se conoció nunca su origen. Se volvió hombre de pleitos, pendenciero de cantina, y
amaneció revolcado en sus propias excrecencias en la tienda de Catarino. Lo más triste de su drama era que Remedios, la
bella, no se fijó en él ni siquiera cuando se presentaba a la iglesia vestido de príncipe. Recibió la rosa amarilla sin la menor
malicia, más bien divertida por la extravagancia del gesto, y se levantó la mantilla para verle mejor la cara y no para
mostrarle la suya.
En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. Hasta muy avanzada la pubertad, Santa Sofía de la Piedad
tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aun cuando pudo valerse por sí misma había que vigilarla para que no pintara
animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte años sin aprender a leer y
escribir, sin servirse de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se resistía a
cualquier clase de convencionalismos. Cuando el joven comandante de la guardia le declaró su amor, lo rechazó
sencillamente porque la asombró frivolidad. «Fíjate qué simple es -le dijo a Amaranta-. Dice que se está muriendo por mi,
como si yo fuera un cólico miserere.» Cuando en efecto lo encontraron muerto junto a su ventana, Remedios, la bella,
confirmó su impresión inicial.
-Ya ven -comentó-. Era completamente simple. Parecía como si una lucidez penetrante le permitiera ver la realidad de las
cosas más allá de cualquier formalismo. Ese era al menos el punto de vista del coronel Aureliano Buendía, para quien
Remedios, la bella, no era en modo alguno retrasada mental, como se creía, sino todo lo contrario. «Es como si viniera de
regreso de veinte años de guerra», solía decir. Úrsula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia
con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura, porque le parecía una
virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo,
preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de
cualquier contagio.
Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en una adolescencia magnífica,
cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de
realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió
un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin
quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La
molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera moños con
peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de
su instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más
pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza
increíble y más provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del coronel Aureliano Buendía estuvieron
por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con
un espanto olvidado. «Abre bien los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella
hizo tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a
punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el insoportable espectáculo. Era por eso que
ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían quedado vivían por disposición de
Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella
precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino de hembra perturbadora
era un desastre cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor, contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico
de exasperación entre los forasteros. Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y
nadie podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal provocación el descaro
con que se descubría 105 muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se chupaba Tos dedos después de comer con las
manos. Lo que ningún miembro de la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que
Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas
después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en el mundo entero, afirmaban no
haber padecido jamás una ansiedad semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las
begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo
transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque
estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de inmediato.
Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un
caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se
movía, del insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin
la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias. Cuando Úrsula logró imponer la orden de
que comiera con Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al
cabo quedaba a salvo de toda disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas fijas sino de
acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el día, y
pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las
cosas andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta dos horas completamente desnuda en el
baño, matando alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua de la alberca con una
totuma. Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la conociera bien
habría podido pensar que estaba entregada a una merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel
rito solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre. Un
día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento ante el tremendo
espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino
de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios
para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y
se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca,
le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia
era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la
complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante. El rostro del
forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no
disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó
más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo
que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo
que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de
modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.
-Déjeme jabonarla -murmuró.
-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó
sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar,
sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de
que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro
ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.
-Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar! Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y
el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los
forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante
olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un
aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella,
seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos. Sin embargo, no relacionaron aquel
accidente de horror con los otros dos hombres que habían muerto por Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima para
que los forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la leyenda de que Remedios Buendía
no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal La ocasión de comprobarlo se presentó meses después una tarde en
que Remedios, la bella, fue con un grupo de amigas a conocer las nuevas plantaciones. Para la gente de Macondo era una
distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado
de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz. A veces no se entendía muy bien lo dicho a
medio metro de distancia, y, sin embargo, resultaba perfectamente comprensible al otro extremo de la plantación. Para las
muchachas de Macondo aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de sustos y burlas, y por las noches se
hablaba del paseo como de una experiencia de sueño. Era tal el prestigio de aquel silencio, que Úrsula no tuvo corazón para
privar de la diversión a Remedios, la bella, y le permitió ir una tarde, siempre que se pusiera un sombrero y un traje
adecuado. Desde que el grupo de amigas entró a la plantación, el aire se impregnó de una fragancia mortal. Los hombres
que trabajaban en las zanjas se sintieron poseídos por una rara fascinación, amenazados por un peligro invisible, y muchos
sucumbieron a los terribles deseos de llorar. Remedios, la bella, y, sus espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa
próxima cuando estaban a punto de ser asaltadas por un tropel de machos feroces. Poco después fueron rescatadas por los
cuatro Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respeto sagrado, como si fueran una marca de casta, un sello de
invulnerabilidad. Remedios, la bella, no le contó a nadie que uno de los hombres, aprovechando el tumulto, le alcanzó a
agredir El vientre con una mano que más bien parecía una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se
enfrentó al agresor en una especie de deslumbramiento instantáneo, y vio los ojos desconsolados que quedaron impresos
en su corazón como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su audacia y presumió de su suerte en la Calle
de los Turcos, minutos antes de que la patada de un caballo le destrozara el pecho, y una muchedumbre de forasteros lo
viera agonizar en mitad de la calle, ahogándose en vómitos de sangre.
La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces sustentada por cuatro hechos
irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una
noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para
rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple como el amor,
pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no
renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa. «Los
hombres piden más de lo que tú crees -le decía enigmáticamente. Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que
sufrir por pequeñeces, además de lo que crees.» En el fondo se engañaba a sí misma tratando de adiestraría para la
felicidad doméstica, porque estaba convencida de que una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra
capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último
José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones
por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde
había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta
había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la
sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era
boba. «Vamos a tener que rifarte», le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres. Más tarde,
cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó
que aquel recurso misterioso resultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para
buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente
que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la
tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una
criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio
de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel
Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había
conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron
a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose
en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados
silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y
pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba
transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó
en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la
sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que
tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a
Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que
abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las
cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos
pájaros de la memoria.
Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su irrevocable destino de abeja
reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó
por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el
milagro, y hasta se encendieron velas y se rezaron novenarios.