0% encontró este documento útil (0 votos)
19 vistas16 páginas

¡Eureka! Descubrimientos Científicos Que Cambiaron El Mundo (TEXTO COMPLETO) - 45-60

Dmitry Mendeleyev, un destacado científico ruso, revolucionó la química al desarrollar la tabla periódica, organizando los elementos químicos según sus propiedades y pesos atómicos. A pesar de los desafíos y la falta de información precisa, su trabajo sentó las bases para la clasificación de los elementos, influenciando a generaciones de químicos. Su vida estuvo marcada por su pasión por la ciencia, su deseo de mejorar la industria rusa y su carácter controvertido tanto en lo personal como en lo profesional.

Cargado por

gugk,jhgjj
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
19 vistas16 páginas

¡Eureka! Descubrimientos Científicos Que Cambiaron El Mundo (TEXTO COMPLETO) - 45-60

Dmitry Mendeleyev, un destacado científico ruso, revolucionó la química al desarrollar la tabla periódica, organizando los elementos químicos según sus propiedades y pesos atómicos. A pesar de los desafíos y la falta de información precisa, su trabajo sentó las bases para la clasificación de los elementos, influenciando a generaciones de químicos. Su vida estuvo marcada por su pasión por la ciencia, su deseo de mejorar la industria rusa y su carácter controvertido tanto en lo personal como en lo profesional.

Cargado por

gugk,jhgjj
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 16

Un visionario de Siberia

Dmitry Mendeleyev y la invención de la tabla periódica

1.1 enigma había desconcertado a miles de científicos de todo el


mundo occidental durante siglos: si las especies podían organizarse
ni categorías basadas en sus características distintivas, como había
Imcho Cari von Linné (o Carolas Linnaeus), el taxónomo del si-
plo xvhi, ¿podría encontrarse un orden similar para los elementos
qmimcos? Y, más aún, ¿podría aplicarse dicho orden incluso a ele-
mrnios que todavía habían de descubrirse?
Aunque los elementos como el oro, la plata, el estaño, el cobre,
> I plomo y el mercurio se conocen desde la antigüedad, el primer
*h m nbrimiento científico de un elemento no tuvo lugar hasta 1669,
- mmdo el alquimista alemán Hennig Brand (muerto hacia 1692) aisló
m imo de una muestra de orina. Poco después siguieron los descu-
inmilenios del arsénico y el cobalto. La marea de nuevos descubri-
mu nlos no cesó durante los siglos xvm y xix, con el descubrimiento
l> I pliiimo, el níquel, el hidrógeno, el nitrógeno, el oxígeno, el cloro,
> i mnnganeso, el tungsteno, el cromo, el molibdeno y el titanio. A
mi ihiidos del siglo xix, los químicos habían acopiado un extenso
• u< ipo de conocimientos acerca de las propiedades de los elementos
, d< mis compuestos. Habían conseguido identificar sesenta y tres
►h un utos y predecían algunos otros que no habían sido aislados to­
L* tii Incluso sabían su peso atómico, aunque en algunos casos co­
.... bnm errores al calcularlo, (El peso atómico se basa en el número

49
de protones y neutrones en el núcleo atómico; el número atómico se
basa sólo en el número de protones.) Eso los situó en una posición de
la que no gozaban varios años antes (en 1840, pongamos por caso),
puesto que ahora disponían de suficientes elementos para intentar una
clasificación racional de los mismos. Sin embargo, una cosa era saber
que una organización racional de los elementos era algo concebible
en principio, y otra muy distinta construir realmente una.
El problema era que los elementos poseían características tan deci­
didamente distintas que era difícil ver si en realidad tenían mucho en
común. Algunos elementos, como el oxígeno, el hidrógeno, el cloro y el
nitrógeno, eran todos gases; otros, como el mercurio y el bromo, eran
líquidos en condiciones normales; el resto eran sólidos. Había algunos
metales muy duros, como el platino y el iridio, y metales blandos, co­
mo el sodio y el potasio. El litio era un metal tan ligero que podía flo­
tar en el agua, mientras que el osmio era un metal veintidós veces y
media más pesado que el agua. El metal mercurio no era sólido en ab­
soluto, sino líquido. El oro, cuando se exponía al aire, nunca perdía el
brillo, mientras que el hierro se aherrumbraba fácilmente. El yodo
simplemente se sublimaba y se desvanecía en vapor. Algunos ele­
mentos se unían con un átomo de oxígeno, otros con dos, tres o cua­
tro átomos. Unos pocos, como el potasio y el flúor, eran demasiado
peligrosos para manipularlos sin guantes. Por lo tanto, no es de ex­
trañar que los científicos hubieran fracasado a la hora de imponer al­
gún tipo de orden. Era evidente que sólo alguien que estuviera muy
seguro de sí mismo, o que fuera un auténtico loco, intentaría resolver
el problema que había dejado embrollados y desconcertados a un
buen número de científicos brillantes.

Los intentos para diseñar un sistema de clasificación de los ele­


mentos se remontan a principios del siglo xix, cuando el químico y
físico inglés John Dalton (1766-1844) propuso la teoría de que la ma­
teria está compuesta por átomos de pesos distintos, y que éstos se
combinan asimismo en proporciones ponderales sencillas. Esta teo­
ría, propuesta por vez primera en 1803, está considerada el cimiento

50
de la moderna ciencia física. Una vez que los químicos supieron acer­
ca de los pesos atómicos, empezaron a buscar conexiones aritméticas
entre ellos con dos objetivos muy claros: descubrir si había alguna
probabilidad de que todos los elementos estuvieran compuestos de
una sustancia simple, común; y saber si las ocasionales semejanzas
en sus propiedades indicaban similaridades en la estructura. En 1817,
el químico alemán Johann Dobereiner (1780-1849) se dio cuenta de
que el peso atómico del estroncio se hallaba a medio camino entre los
del calcio y del bario, elementos que poseen propiedades químicas si­
milares. En 1829, después de descubrir la tríada de halógenos com­
puesta por el cloro, el bromo y el yodo, y la tríada de metales consti-
itiida por el litio, el sodio y el potasio, propuso que la naturaleza tenía
que estar constituida por tríadas de elementos. En su teoría, conocida
i onio la ley de las tríadas, el elemento intermedio poseía propiedades
que eran un promedio de las de los otros dos miembros si su orden
estaba regido por su peso atómico. La importancia de la ley de las
ii ladas pasó inadvertida a la mayoría de los químicos de la época, en
pinte debido al número todavía limitado de elementos conocidos y en
piule, a la incapacidad de los químicos para distinguir entre pesos
mímicos y pesos moleculares.
Sea como fuere, la nueva idea de las tríadas se convirtió en un
i iimpo popular de estudio. Entre 1829 y 1858, varios científicos en-
। »miraron que los tipos de reacciones químicas que Dobereiner había
observado se extendían más allá de las tríadas, a grupos mayores. Du-
huiIc este período se añadió el flúor al grupo de los halógenos. El oxí-

peno, el azufre, el selenio y el telurio se agruparon en otra familia, y


nili openo, fósforo, arsénico, antimonio y bismuto se clasificaron en
■ huí Sin embargo, la investigación se veía dificultada por el hecho de
que no siempre se disponía de valores precisos de los elementos.
Si se considera que una tabla periódica es una ordenación de Los
Hlruimtos químicos que demuestra la similaridad de las propiedades
químicas y físicas, el crédito de la primera tabla periódica debe pro-
imhlrmente concederse al geólogo francés A. E. Beguyer de Chan­
* iiiuiois. En 1862, De Chancourtois transcribió una lista de los ele-

51
mentos situados sobre un cilindro en términos de peso atómico cre­
ciente. El cilindro estaba construido de manera que los elementos
más emparentados entre sí se hallaban alineados vertical mente. Eso
le llevó a proponer que «las propiedades de los elementos son las pro­
piedades de los números». De Chancourtois fue el primero en recono­
cer que las propiedades elementales se repiten cada siete elementos;
esta repetición es lo que se quiere indicar con el término periodicidad.
Sin embargo, su diagrama tenía algunos errores importantes, ya que
incluía iones y compuestos junto a los elementos.
El siguiente avance importante tuvo lugar en 1865, cuando el quí­
mico inglés John Newlands (1837-1898) hizo un intento valiente de
superar los obstáculos con los que los científicos anteriores se habían
topado al establecer de una vez por todas una relación entre los ele­
mentos. En un artículo titulado «Law of Octaves», clasificó los cin­
cuenta y seis elementos establecidos en once grupos basados en pro­
piedades físicas similares, advirtiendo que existían muchos pares de
elementos similares que diferían en el peso atómico por algún múlti­
plo de ocho. La ley de las octavas afirmaba que cada octavo elemen­
to sucesivo de la lista mostraba propiedades similares al primero. Es­
ta observación le impulsó a establecer una comparación entre la tabla
de los elementos y el teclado de un piano, cuyas ochenta y ocho te­
clas están divididas en octavas, o períodos de ocho. «Los miembros
del mismo grupo de elementos —declaró— se sitúan uno con respec­
to a los otros en la misma relación que los extremos de una o más oc­
tavas en música.» Su teoría fue recibida con mofa. La idea misma de
comparar los elementos químicos con un piano fue considerada por
sus colegas demasiado ridicula para ser tomada en serio.
Sin embargo, Newlands había dado con algo. Químicos en Fran­
cia, Suiza y Estados Unidos habían hecho observaciones similares
en trabajos publicados entre 1860 y 1870. Pero Newlands no había
ido lo bastante lejos. La tarea de acorralar a los elementos en una or
ganización coherente aguardaba a alguien con una imaginación leí
til y con el valor para desafiar el saber convencional. Así pues, el cu
mino estaba preparado para un hombre que parecía un profeta del

52
Antiguo Testamento, con el aspecto de haber salido recientemente
de un desierto para despertar al mundo del sopor. Sólo que en este
caso el desierto era Siberia y el nombre del profeta: Dmitry Mende­
leyev.

Nadie que le hubiera puesto la vista encima podía olvidarlo; era


más grande de lo normal en todos los sentidos. Algunos decían que se
parecía extraordinariamente a Rasputin. A medida que envejecía, su
aspecto personal dejó de interesarle. «Cada cabello actuaba de mane­
ra diferente a los demás», escribió un asombrado observador. Sólo se
cortaba el pelo y la barba una vez al año. Pero su aspecto desaliñado
era engañoso. Era un científico consumado, e incluso obsesivo, un fi­
lósofo y un soñador; pero también un agitador político. Aunque creía
que estaba en «la gloria de Dios esconder una cosa» (como el orden
de los elementos), también pensaba que «el honor de los reyes está en
descubrirla».
Dmitry Ivanovich Mendeleyev nació en Tobolsk, Siberia, el 7 de
lebrero de 1834; era el menor de los quince hijos que trajeron al mun­
do María Dmitrievna Komiliev e Ivan Pavlovich Mendeleyev. (El
i lumbre Mendeleyev, que se puede escribir Mendeleev o Mendeléeff,
se iiaduce literalmente como «cerrar un trato».) Cuando todavía era
joven, su padre murió de consunción, dejando a su familia sin un
copee. A pesar de encontrarse de repente en la miseria, la madre de
Dmitry, una testaruda belleza tártara, decidió darle la mejor educa-
। mu posible en Rusia. Ello significaba no una escuela destartalada de
I n ovi acias, sino la Universidad de Moscú. Sin embargo, después de un
v uqe de siete mil kilómetros a través de la campiña, ella y su hijo se vie-
«ou rechazados por la universidad con la excusa de que, como siberia­
no. Dmitry no podía ser admitido. Impertérritos, continuaron hasta
San l’etersburgo, donde Maria consiguió una plaza en un gimnasio
ii'icucla secundaria) para su hijo favorito. Se esperaba que allí lo pre-
I ni ni na n para entraren la prestigiosa Universidad de San Petersburgo.
Mi de adolescente, Dmitry dio muestras de la vena independiente
ipil' marcaría su carrera científica. No quiso saber nada de latín o his-

53
loria (disciplinas que entonces se creía que eran necesarias para nmi
«educación clásica»), y que él calificaba de temas muertos, de una pér
dida de su tiempo. «En la actualidad podríamos vivir sin un Platón
— escribió muchos años después — , pero necesitaríamos el doble de
Newtons para descubrir los secretos de la naturaleza y para hacer que
la vida esté en armonía con las leyes de ésta.»
Con la salud agotada por los esfuerzos que hizo para situar a
Dmitry en el camino que había planeado para él, María murió poco
después de que lo aceptaran en la Universidad de San Petersburgo.
«Abstente de las ilusiones — le dijo en su lecho de muerte—; insiste
en el trabajo y no en las palabras. Busca pacientemente la verdad di
vina y científica.» Y Mendeleyev se tomó sus palabras al pie de la le­
tra. Durante su tercer año en la universidad, cayó enfermo de lo que
fue diagnosticado como tuberculosis. Le dieron como máximo dos
años de vida, pero él no tenía ninguna intención de morirse antes de
alcanzar las metas que se había propuesto. Tenía veintiún años, y ya
le movía, como señaló un escritor, «la visión del pueblo ruso», al que
sabía que podía ayudar mediante la ciencia.
Así pues, desafiando el fatal pronóstico de su médico, Mendele­
yev consiguió recuperarse del todo, y en 1856 se encontraba lo bas­
tante bien como para defender su tesis: «Investigación y teorías sobre
la expansión de sustancias debida al calor». Impresionó tanto a sus
profesores que se lo quedaron para que diera clases de química inor­
gánica. Como por aquel entonces no pudo encontrar un manual que
se adecuara a sus necesidades, se dispuso a escribir uno propio. El re­
sultado fue el clásico Principios de química.
Pero los escarceos amorosos de Mendeleyev con la química no se
limitaban en absoluto a la teoría. Era un hombre muy práctico, inte­
resado en que la ciencia se pusiera al servicio de la solución de los
problemas del mundo, ya significara eso realizar experimentos para
mejorar el rendimiento y la calidad de los cultivos, o conseguir ideas
para modernizar las industrias rusas de la sosa y del petróleo. Nunca
fue amigo de evitar las controversias, y en una visita que hizo en 1876
a Estados Unidos no tuvo reparos en criticar severamente a la indus-

54
lili« iimcrieana del petróleo, por anteponer los intereses de las petro-
Iiiik ihíis decididas a expandir ia producción que a prestar atención
il ln rhciencia o calidad de sus productos. En su país era igualmente
i lita <> con la manera como se explotaban los recursos petrolíferos ru­
M'*> por parle de intereses extranjeros. Rusia, decía, tiene que desa-
iihIIiii sus recursos petrolíferos para su propio beneficio.

t ii controversia también acosó su vida personal. En 1882 quiso li-


Iwiiiim' de un matrimonio sin amor para casarse con la mejor amiga
ik mi sobrina, Anna Ivanova Popova, mucho más joven que él. Por
ilrsfincia. no tuvo en cuenta la oposición de la Iglesia. Según la ley
oilodoxa rusa, no podía casarse legalmente hasta pasados siete años.
|kio Mcndeleyev no se amilanaba ante las normas de ninguna insti-
liu ion; sencillamente, pagó a un sacerdote ortodoxo dúctil, que le
umeedió una dispensa. (Posteriormente, el sacerdote fue expulsado.)
Sitr embargo, según la Iglesia ortodoxa, Mendeleyev seguía siendo
bigamo, pero a esas alturas ya era tan famoso que hasta el zar rehusó
escandalizarse: «Mendeleyev tiene dos esposas. Es cierto, pero yo só- )
lo tengo un Mendeleyev».

I hirante más de trece años, había acopiado asiduamente datos so-


bic los sesenta y tres elementos conocidos, procedentes de cualquier
origen concebible que pudiera encontrar. Armado con este conoci­
miento, se hallaba dispuesto a evitar las trampas en las que otros
científicos habían caído en sus esfuerzos para encontrar un patrón
coherente entre los elementos. Se burlaba de las teorías basadas en
tr iadas y en series aritméticas escondidas. Según él, tenía que haber
ntr factor que pudiera explicar a la vez las semejanzas y las diferen­
cias entre los elementos, incluidos aquellos que quedan por descu­
brir. Sin embargo, antes de poder empezar a ensamblar las piezas del
rompecabezas, había que imaginarse qué aspecto tendría el conjunto
criando estuviera terminado. Ya había preparado los cimientos en sus
Principios de química, en los que agrupó su material en torno a las
familias de elementos conocidos que presentaban propiedades simi­
lares. La primera parte del texto estaba dedicada a la bien conocida

55
química de los halógenos. Después, trataba la química de los ele
■nenies metálicos en orden de su poder de combinación con el oxí­
geno: primero los metales alcalinos (poder de combinación de uno),
a continuación los metales alcahnotérreos (poder de dos), y así su­
cesivamente. Sin embargo, clasificar metales tales como el cobre y
el mercurio, que tenían poder de combinación múltiple le residió
más difícil; algunas veces el poder era de uno, y otras era de dos.
Mientras intentaba resolver este dilema, Mendeleyev advirtió pa
(roñes en las propiedades y ¡os pesos atómicos de los halógenos, de
los metales alcalinos y de los alcalinotérreos, y pensó que quizá po
dría extender este patrón para que abarcara asimismo a los demás ele
mentos. Creía que aunque no había desentrañado todavía la manera
en la que todos los elementos se organizaban, al menos había encon
irado el común denominador que algún día haría posible encontrar la
solución. «Debe existir algún lazo o unión entre la masa y los ele­
mentos químicos —escribió—, y puesto que una masa de sustancia se
expresa en último término en el átomo, tiene que existir y descubrir­
se una dependencia de función entre las propiedades individuales de
los elementos y su peso atómico. Pero nada, desde las setas a la cien­
cia, puede descubrirse sin observar y probar.» Sólo los pesos atómi­
cos, estaba seguro de ello, podían explicar las semejanzas y diferen­
cias entre los elementos.
Reconocer que el peso atómico era la única cosa que todos los ele­
mentos tenían en común le permitió continuar con la fase siguiente y
empezar a ensamblar las piezas del rompecabezas. Pero disponer
simplemente los elementos según su peso atómico, ordenándolos de
un extremo a otro, empezando con el hidrógeno (el más ligero,.con un
peso atómico de I) y terminando con el uranio (que entonces era el
más pesado, con un peso de 92), no lo satisfacía. Eso ya se había he­
cho antes, y una disposición como ésa no había conseguido decir nada
que fuera útil sobre las características distintivas de ios elementos. Pa­
ra que fuera más fácil distinguir el patrón, utilizó sesenta y tres cartas,
una para cada elemento. En cada una de ellas inscribió el símbolo del
elemento, su peso atómico y sus propiedades químicas y físicas. Des-

56
pm’-. piendió las cartas a las paredes de su laboratorio, ordenándolas
V olivándolas a ordenar con la esperanza de percibir la organización
t|i- lio cimientos que Dios había escondido y que los reyes estaban des-
Hmidns a descubrir.
Desde el principio, sabía que estaba trabajando en desventaja. No
Impoitaba cuantos datos recolectara, se daba cuenta de que todavía
M>hi enormes lagunas, aunque nunca iba a tener todas las piezas por
Im simple razón de que los científicos no las habían encontrado Ade-
Hiii-.. tenía que hallar un patrón que funcionara no sólo para los se-
«mm y des elementos conocidos, sino para los innumerables que to-
iIkvIu habían de aparecer. Y así llegó a la conclusión de que era mejor

«l«qm huecos para que los futuros científicos los llenaran, que co-
iromper el patrón dándole un falso sentido de algo completo.
Incluso cuando viajaba, Mendcleyev llevaba las cartas consigo.
< íudqniera puede imaginarse lo que debían pensar los pasajeros que
tumi idían con él en el tren, cuando miraban a este hombre extraño y
desaliñado, barajando cartas que mostraban oscuros símbolos y nú­
meros. «La semilla que madura hasta hacerse visible puede ser un
di>n de los dioses, pero la labor de cultivarla para que produzca fruto
nutritivo es función indispensable de la ardua técnica científica», es­
cribió el divulgador científico Morris R. Cohén. Para Mendeleyev,
los largos años de cultivo estaban a punto de rendir fruto.
Como tantos otros científicos e inventores (entre los que se cuen­
tan Thomas Edison y Friedrich Kekulé, que descubrió mientras soña­
ba la configuración de la molécula de benceno), Mendeleyev también
tenía la costumbre de echar alguna cabezada durante el día. Así, una
(arde, en su oficina se despertó de repente de un sueño, sintiéndose
extrañamente alborozado. De repente, el sueño le había revelado
prácticamente lodo el orden de los elementos. Era el 17 de febrero de
1868 (según el calendario juliano entonces en uso en Rusia) y Men­
deleyev tenía 35 años de edad.
Arrancó apresuradamente las cartas de las paredes y empezó a dis­
ponerlas sobre una mesa, como si estuviera jugando a «paciencia», su
juego favorito del solitario. Dispuso los elementos en siete grupos.

57
empezando con el litio (peso atómico 7), el berilio (9), el boro (II),
el carbono (12), el nitrógeno (14), el oxígeno (16) y el flúor (18). El
siguiente elemento era el sodio (21). De manera conveniente, el sodio
se parecía al litio en términos de sus propiedades físicas y químicas.
De modo que para él tenía sentido situar al sodio inmediatamente de­
bajo del litio en la mesa. Después añadió otros cinco elementos hasta
que llegó al cloro, que tenía propiedades muy parecidas a las del
flúor, y lo dispuso debajo. Todo caía en su lugar: las piezas encajaban
de manera perfecta. De esta manera continuó colocando el resto de
los elementos. En una disposición rectangular, situó los elementos si­
milares con sus primos dispuestos en columnas, de norte a sur. En el
otro sentido, dispuso de izquierda a derecha los elementos que mos­
traban una mezcla gradual de propiedades. Cuando terminó, se sor­
prendió de que su disposición hubiera resultado tan armoniosa.
Los metales muy activos (litio, sodio, potasio, rubidio y cesio) se
situaban en un grupo (I). Los metales extremadamente inactivos (flúor,
cloro, bromo y yodo) aparecían todos en el grupo séptimo. Puesto
que las masas atómicas determinadas experimentalmente no eran siem­
pre precisas, reordenó los elementos a pesar de sus masas aceptadas.
Por ejemplo, cambió el peso del berilio de 14 a 9, lo que situaba al
berilio en el grupo II. sobre el magnesio, cuyas propiedades se pare­
cen más a las del berilio de lo que lo hacían las del nitrógeno, sobre
el que había sido colocado antes. En total, Mendeleyev se encontró
con que tenía que desplazar diecisiete elementos a nuevas posiciones
si quería que sus propiedades guardaran relación con las de otros ele­
mentos. aunque sus pesos atómicos aceptados indicaban otra cosa.
Estos cambios le sugirieron que había errores en los pesos atómicos
aceptados de algunos elementos.
Mendeleyev había descubierto que las propiedades de los elemen­
tos eran funciones periódicas de sus pesos atómicos, como ya había
intuido Newlands. Conocer las propiedades de un elemento en un gru­
po era conocer las propiedades de todos los elementos de aquel grupo.
(En la actualidad, las columnas verticales se denominan grupos, y las
filas horizontales períodos.) Lo que hacía tan asombrosas las predic-

58
dones de Mendeleyev es que no había realizado experimentos direc­
tos para llegar a ellas. Al parecer, había extraído sus conclusiones de
la nada.
Pero ¿fue Mendeleyev el verdadero padre de la tabla periódica?
¿O bien se vio obligado a compartir su paternidad? En 1870, el quí­
mico alemán Julius Lothar Meyer (1830-1895) creó una tabla perió­
dica casi idéntica a la de Mendeleyev, otro ejemplo de un descubri­
miento importante hecho por dos científicos que trabajaban cada uno
por su cuenta. Era casi como si el tiempo estuviera maduro para una
labia periódica. El manual de Meyer de 1864 incluía una versión bas­
laute abreviada de una tabla periódica, utilizada para clasificar los
elementos. Constaba de aproximadamente la mitad de los elementos
conocidos, listados en orden de su peso atómico, y demostraba cam­
bios periódicos de valencia en función del peso atómico. En 1868.
Meyer construyó una tabla extendida, parecida a la de Mendeleyev,
sin embargo, como la tabla de éste se publicó en 1869 (un año antes
que la de Meyer), fue Mendeleyev quien recibió el reconocimiento
por su creación. Como suele ocurrir en tales casos (un ejemplo famo­
so es el de Darwin y Alfred Russel Wallace, que llegaron casi simul-
limcamente a la teoría de la evolución), mientras un científico se lle­
va prácticamente todo el mérito, el otro sólo es recordado por los
i'silidiantes universitarios.

I .a ventaja de la tabla de Mendeleyev sobre las de intentos ante­


mu es era que presentaba semejanzas no sólo en pequeñas unidades
i orno las tríadas, sino también en toda una red de relaciones vertica­
les, horizontales y diagonales. Lo que es más, todos los elementos del
ynipo 1 se unían con el oxígeno en la proporción de dos átomos a
uno; todos los elementos del segundo grupo se unían con el oxígeno
rri lu proporción de un átomo a un átomo, mientras que los del terce­
to se agrupaban con el oxígeno en la proporción de dos átomos a tres.
I iti patrón similar se advertía también en los restantes grupos. Era co­
mo si, al resolver un problema, Mendeleyev hubiera resuelto de ma­
neta mágica otro más.

59
Sorprendentemente, la tabla entera funcionaba tan bien que el
propio Mendeleyev pensó si no se trataría de una mera coincidencia.
De modo que volvió a comprobar sus cálculos. Y, efectivamente, ha­
bía cometido un error: asignar al platino (con un peso atómico de
196,7) la posición que tenía que haber ocupado el oro (con un peso
atómico de 196.2). Naturalmente, sus críticos no perdieron tiempo en
resaltar la discrepancia, pero de nuevo resultó que Mendeleyev esta­
ba en lo cierto; cuando se volvió a evaluar, se vio que el peso atómi­
co del oro era mayor que el del platino.
Se advirtieron otros fallos aparentes: al parecer, había colocado
mal el yodo, cuyo peso atómico registrado era de 127, y el telurio,
128, lo que llevó a pensar que o bien la nueva tabla periódica, o bien
el peso atómico del telurio, eran incorrectos. Con su característica
confianza en sí mismo, Mendeleyev aseguró a sus detractores que el
peso atómico debía ser erróneo, porque su tabla era correcta, y cuan­
do los químicos investigaron el asunto, descubrieron que, efectiva­
mente, el telurio pertenecía al lugar exacto que había indicado Men­
deleyev, y que el peso registrado era incorrecto. (Sin duda cometió
algunos errores, como por ejemplo proponer la existencia de grupos
que nunca se encontraron.)
Si funcionaba como se pretendía, el sistema de pesos atómicos sería
lo suficientemente elástico para predecir nuevos elementos e incluso
nuevos grupos enteros, como los gases nobles. Así que el 29 de no­
viembre de 1870. decidió poner a prueba el poder predictivo de la tabla
y describió las propiedades de tres elementos no descubiertos: eka-ahi
minio, eka-silicio y eka-boro.* Fue lo bastante audaz como para especi
ficar su densidad, radio y proporciones de combinación con el oxígeno.
Muchos de sus colegas científicos se mostraron abiertamente despeen
vos. ¿Cómo podía estar tan seguro de que la naturaleza le haría caso?

* El prefijo eka- procede del sánscrito y significa primero (Mendeleyev describiría a i


misino otros elementos con el prefijo dwi-. segundo). En ambos casos se indicaba el ininu-i«
de espacios que ocupaba el todavía no descubierto elemento por debajo del elemento de reu
rencia. (JV. del r.)

60
No fue hasta noviembre de 1875 que se confirmaron por vez pri­
mera i as predicciones de Mendeleyev, cuando un químico francés,
I i;uu¿ois Lecoq de Boisbaudran (1838-1912), descubrió uno de los
elementos predichos (el eka-aluminio, que se encontró en mena de
zinc extraída de los Pirineos). Tal como Mendeleyev había vaticina­
do. el metal era fácilmente fundible y podía formar alumbre. Se dio
I elemento el nombre de galio. Después un químico alemán, Cle-
iiiras Winkler (1838-1904), se dispuso a encontrar el elemento de co­
lor gris sucio y de peso atómico de alrededor de 72 y densidad de 5,5
que Mendeleyev también había predicho. Winkler tuvo éxito en su
búsqueda en 1886, y obtuvo una sustancia grisácea que tenía un peso
mímico de 72,3 y una densidad de 5,5. En honor a su tierra natal lo
ll.iinó germanio.* El descubrimiento posterior del eka-boro. el tercer
■ leuicuto predicho, confirmó claramente el lugar de honor de Men-
.klryev en la historia de la química.
A pesar de la fama que sus logros científicos le habían conferido,
l.i autoridades lo miraban con suspicacia por sus ideas progresistas y
a defensa de reformas sociales. Pero se mantenía dentro de los lími-
h hasta que fue demasiado lejos. En 1890, Mendeleyev medió a
i o tu de los estudiantes de la universidad, que protestaban por las in-
lu-tas condiciones en las que se encontraban. El ministro de Educa-
■ ion lo desposeyó de su puesto docente, señalando que debía haberse
i minado a enseñar y olvidar la política. La policía llegó incluso a in-
i< uumpir su lección final por miedo a que pudiera conducir a los es-
iiKli.intcs a una sublevación. Sin embargo, pronto encontró otro em­
i i' o. estableciendo un nuevo sistema de aranceles de importación
r na los productos químicos pesados. Tres años después fue nombrá­
is director del Gabinete de Pesas y Medidas, un puesto ciertamente
»limpiado para un hombre tan obsesionado con la organización de los
l» mcuios.

I)(I mismo modo que el eka-alumimo fue bautizado como galio y el eka-boro como es-
lh, por haber sido descubiertos, respectiva me ule, por un químico francés (como se indi-
■ ii <1 lexio) y por uno sueco (V. del t.}

61
Pero ni las agitaciones domésticas ni las disensiones políticas pu­
dieron distraer a Mendeleyev de continuar su búsqueda de un orden
fundamental de los elementos. Curiosamente, no pretendió nunca ha­
cer una contribución importante a la química; sencillamente, estaba
interesado en resolver algo del caos en este campo para sus estudian­
tes. Sin embargo, pasado un tiempo, la búsqueda tomó vida propia. Su
disposición a utilizar tanto las investigaciones que otros habían hecho
como las suyas propias, lo convirtió en uno de los primeros científi­
cos modernos. A lo largo de toda su carrera mantuvo una activa co­
rrespondencia con científicos de todo el mundo, lo que le permitió es­
tar al tanto de los últimos descubrimientos de la química. La proeza
de Mendeleyev fue posible únicamente porque se conocía lo sufi­
ciente de los elementos para intentar obtener de ellos algo que tuvie­
ra sentido.
Investigador hasta el fin, Mendeleyev se embarcó a continuación
en empresas científicas aún más arriesgadas, que hubiera hecho me­
jor en evitar. Así, por ejemplo, invirtió años en investigar la compo­
sición química del éter; creía que era un material que pertenecía a su
tabla periódica y estaba convencido de que consistía en partículas un
millón de veces más pequeñas que las del hidrógeno. En este caso, las
capacidades de predicción de las que se jactaba le fallaron estrepito­
samente. El algo intangible que creía que era el éter resultó en reali­
dad una nada intangible.
Sin embargo, sus investigaciones más quijotescas nunca empaña­
ron su fama ni oscurecieron su gran logro. Cuando murió en 1907, su
tabla se había ampliado hasta incluir ochenta y siete elementos. En
su funeral, los estudiantes siguieron la comitiva sosteniendo en alto
grandes reproducciones de su tabla periódica. Fue enterrado en San
Petersburgo, junto a su amada madre, a la que tanto debía.
Pero todavía quedaba mucho por descubrir sobre el legado que
Mendeleyev había dejado al mundo. No mucho antes de su muerte, el
físico inglés John William Strutt, barón Rayleigh, informó del descu
brimiento de un nuevo elemento gaseoso llamado argón, que no en
cajaba en ninguno de los grupos periódicos conocidos. Inodoro e in

62
visible, y notoriamente insociable, en el sentido de que no se combi­
naba fácilmente con ningún otro elemento o compuesto, el argón era
uno de varios gases inertes. En realidad, el argón había sido descu­
bierto varios años antes (durante un eclipse solaren 1868), pero du­
rante muchos años no se apreció su importancia. La única prueba de
que allí había algo era una línea amarillo anaranjada en el espectró­
grafo. Mendeleyev no le había prestado atención y no se preocupó de
incluirlo en su tabla, pero ésta era tan holgada que tenía espacio para
el argón... y también para los demás gases inertes, llamados nobles.
En 1898, otro químico inglés, William Ramsay (1852-1916), sugirió
que el argón tenía un lugar en la tabla periódica, entre el cloro y el
potasio, en una familia con el helio, a pesar de que el peso atómico
del argón era superior al del potasio. A este grupo se le denominó
grupo «cero», debido a la valencia cero de sus elementos, lo que in­
dicaba que no tenían poder combinatorio alguno.
Aunque la tabla de Mendeleyev demostraba la naturaleza perió­
dica de los elementos, no explicaba por qué las propiedades de los
elementos se repiten periódicamente. Durante varios años después
tic la publicación de la tabla periódica, los químicos se esforzaron
pui explicar el hecho de que las propiedades químicas fueran una
1 ti lición periódica de sus pesos atómicos. En 1913, el físico inglés
llcnry Moseley (1887-1915) realizó experimentos con difracción de
tuyos X para establecer que la carga nuclear de un átomo tiene que
indicar la posición de un elemento en la tabla periódica. Con el des­
i ubi imiento de los isótopos de los elementos, resultó evidente que el
pe\o atómico no era el actor importante en la ley periódica, tal como
liubian propuesto Mendeleyev y Meyer, sino que eran las propieda­
des ile los elementos las que variaban periódicamente en función del
numero atómico.1

l I l miiwro de masa de un átomo consiste en el número de protones y neutrones del nu


i leu 1.1 iiiimern arómico se basa únicamente en el número de protones del núcleo Los istito-
pm «ni especies diferentes del mismo átomo: poseen el mismo número atómico pero una ma-
*m illilinhi La posición de un elemento en la tabla periódica se rige por su número atómico,

H« pin mi masa.

63
Los últimos cambios importantes en la tabla periódica se deben
sobre todo al trabajo del físico norteamericano Glenn Seaborg, que
participó en el descubrimiento de varios elementos nuevos, empezan­
do con el del plutonio, elemento número 94, en 1940. En la actuali­
dad se siguen encontrando elementos: sólo en 1999 se identificaron
tentativamente tres elementos nuevos, aunque muy inestables (los nú­
meros 116, 117 y 118). A pesar de que los científicos Ies ponen el nom­
bre de países (americio), estados (californio) e incluso universidades
(berkelio), en su mayor parte son bautizados con el nombre de algún
científico ilustre: einstenio (de Albert Einstein), curio (Marie Curie) y
fermio (Enrico Fermi). En 1955, se identificó el elemento 101, y en
honor del padre de la tabla periódica, lo denominaron mendelevio. El
gran visionario siberiano se había ganado finalmente un lugar en su
propia tabla.

64

También podría gustarte