SAM FLETCHER
LA CANCION DEL GATILLO
Depósito Legal B 20.064-1966
Impreso en España - Printed in Spain
1.a edición: agosto 1966
©SAM FLETCHER - 1966 sobre el texto literario
©RAFAEL GRIERA - 1966 sobre la cubierta
© COSTA - 1966
sobre la ilustración interior
Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL
BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A. Mora la
Nueva, 2 - Barcelona – 1966
ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA
EDITORIAL
En Colección BISONTE:
761 — El árbol de la muerte.
En Colección BUFALO:
535 — Candidato a la soga.
En Colección Pantera:
90 — El fantástico Billy.
En Colección CALIFORNIA:
508 — Paul, el aventurero.
En Colección SALVAJE TEXAS:
426 — Cheyenne Kid.
En Colección COLORADO:
279 — Placa sin honra.
En Colección KANSAS:
287 — Tuvo que matar.
En Colección ASES DEL OESTE:
369 — Ciudad de pistoleros.
En Colección BRAVO OESTE:
189 — Vete al Oeste, muchacho.
CAPITULO PRIMERO
—¡Cállese, y a la jaula! —dijo Sam Wonder, el sheriff de Kansas
City.
Kent Dayna se echó a reír.
—No exagere, Sam.
—Es usted un desvergonzado.
—Una verdad como un templo, amigo sheriff. Y como premio
vengo a esta hermosa mansión. Compartimiento ventilado, mullido
lecho de plumas, vigilancia angelical... ¿Me da un cigarrillo?
La ancha cara del sheriff se coloreó. Parecía nervioso.
—El que haya mandado al otro barrio a Murdow Flake y Perry Lay
no le permite tanta impertinencia.
—Le advierto que fue en defensa propia... ¿Me da ese cigarrillo?
—¡Váyase al diablo!
—No se queje si me porto mal, sheriff. Esto no es hospitalidad ni
nada que se le parezca. En ninguna cárcel me han tratado así.
—Hasta que no cuelgue de un árbol no estaremos tranquilos.
—Esos pistoleros eran peligrosos. ¿O es que quería matarlos
usted?
—¿Acaso es usted mejor que ellos?
—Más listo que ellos, sí.
—Déjese de historias.
—Si no me da ese cigarrillo soy capaz de escaparme.
—Fanfarronada. Usted no es capaz de hacer nada sin artillería.
Kent Dayna sonrió burlonamente.
—Yo puedo romperle la cara sin necesidad de artillería. Pero no
quiero hacerlo. Me resulta usted bastante simpático.
—Tenga ese cigarrillo y cállese, condenado. Es usted el
mismísimo diablo.
Kent Dayna se acomodó en un viejo sillón con el cigarrillo en la
mano. Encendió una cerilla. Aspiró el humo con placer.
—Gracias, sheriff.
—Sea razonable, Dayna, y hable. ¿Por qué disparó anoche?
—Le he dicho cien veces que fue en defensa propia. Siempre
consideré cosa muy seria apretar el gatillo. Pero no voy a dejar que
me frían, ¿eh?
—Tengo que poner orden aquí. No quiero broncas.
—Y yo no quiero morir. Al tipo que quiera agredirme lo tumbo.
—Usted se cree un Dios porque parece no tener rival disparando.
—Lo que yo quiero es conservar el pellejo en este endiablado
país.
—Dicen que mató al famoso gun-man Gin Percy.
—Sí. Me fastidió su fanfarronería.
—Usted no se queda corto.
—Yo conozco este ambiente y sé cómo debo comportarme,
sheriff. Procuro ser más rápido que los demás.
—Lo que es usted es una mala cabeza.
—Me importa un bledo su opinión. Pero no le quiero mal. Me
estaba haciendo mucha falta el cigarrillo.
El sheriff se encogió de hombros.
—No tiene remedio, Dayna. Todo se lo toma a broma. Jamás
conocí a un tipo como usted. No le importa el peligro, se burla del
riesgo. Está empeñado en morir con las botas puestas.
—No tengo gran interés en ello. Sólo tengo veinticuatro años.
—Tendrá un amigo. Kirk Tolden. ¿Le conoce?
Los ojos azules de Dayna sonrieron.
—No tengo amigos aquí.
—¿Por qué destrozó toda la botillería del bar?
—El dueño era un tipo indecente. Quería terminar conmigo por la
espalda.
—Me gustaría saber si es usted un forajido o un hombre
respetuoso con la Ley. No lo entiendo.
Dayna rió.
—Es cuestión de circunstancias. Con ciertos tipos no puede uno
andarse con remilgos.
—Su historial no es edificante que digamos.
—Mi conciencia está limpia —se puso serio Dayna—. Nadie puede
acusarme de algo deshonroso.
—Le detuve por alterar el orden, eso es todo. Si le dejo libre no
quisiera hacerme responsable de algunas muertes...
—Yo no soy un gun-man profesional...; pero tengo cierta fama...
Y me disgusta que me provoquen.
—¿Perdió mucho en el juego ayer?
—El dinero me deja indiferente. He sido rico muchas veces y
pobre otras tantas. Sé arreglarme bien siempre.
—Pero me parece que no ha trabajado en su vida.
La boca de Dayna se abrió en amplia sonrisa y el sheriff vio
brillar sus blancos dientes.
—No soy tonto.
—Puede ser. Pero algún día encontrará la horma de su zapato.
Empezó joven. Mató a un hombre...
—No es verdad. Le taladré una pierna. En aquellos tiempos me
faltaba práctica.
—¿Disparó en defensa propia?
—Siempre. No lo dude ni un momento. Aquel tipo era un chulo
indecente.
—Sí..., Dayna. Poco tiempo después, ¿se acuerda?, acabó con los
hermanos Fellows.
—¡Vaya par de granujas!
—Luego ocurrió lo de Dalton...
—Casi no me acuerdo... Debe ser un chisme. A la gente le ha
dado por culparme de todas las muertes que ocurren en el Estado.
El sheriff sonrió a medias.
—Sigo opinando que es usted una mala cabeza. ¿Qué piensa
hacer?
—Quedarme en esta ciudad si me dejan.
—Es una gran idea, suponiendo que decida portarse bien.
—Yo siempre me porto bien si no me obligan a hacer todo lo
contrario. Oiga, sheriff, ¿no tiene un traguito
por ahí? Me ha hecho hablar tanto que tengo la garganta como
papel de lija.
El sheriff levantó los ojos al cielo. No podía con aquel hombre.
—Está bien. Le daré un trago. Creo que usted podría ser una
gran persona si se lo propusiera. Pero...
—No me pesa repetir que es usted un tipo simpático.
El sheriff abrió un armario y sacó una botella de escocés legítimo.
—Beba.
Chispearon los ojos azules de Dayna. Cogió la botella y bebió un
buen sorbo.
—Gracias, sheriff. Retiro todas las palabras duras a que me obligó
su interrogatorio. Tengo el genio un poco vivo. Pero también sé
cuándo un tío tiene simpatía...
—Puede quedarse a vivir aquí. Pero cuidado conmigo.
—Eso quiere decir que puedo largarme.
—Sí... Recoja sus trastos.
—¡Fantástico!
—Lárguese.
—Lo pasará mal con Kirk Holden. Un tipo aburrido. Si quiere
echar una partida me quedo un rato...
—¡Váyase de una vez, diablo burlón!
Dayna salió de la cárcel, después de pedirle al sheriff otro
cigarrillo.
Estaba contento. Dayna, por regla general, siempre lo estaba. No
era un hombre pesimista aunque estuviera metido en grandes líos.
El porvenir jamás le había preocupado; no le gustaba pensar en
el pasado; era un hombre que vivía en presente, segundo a
segundo. Aprendió duras lecciones en la vida salvaje del Far West,
sabiendo aprovecharlas. La vida carecía de importancia en Kansas
City, centro de violencias, lugar en el que se desarrollaban duras
peleas, escenario de muertes prematuras cuando los jóvenes caían
después de “sacar” nerviosamente sus “Colt".
Dayna no temía morir porque había llegado a manejar el revólver
con presteza; casi era un arte en él la lucha cara a cara con los
pistoleros más famosos del Estado. No tenía miedo a nadie. Jamás
se clavó el plomo en su carne.
La vida de Dayna había sido una sucesión de aventuras
extraordinarias. Parecía predestinado al triunfo. Pero si bien se libró
de la muerte, no le acompañó la suerte en otros aspectos. No poseía
bienes, y su fama de pistolero le cerraba algunas puertas.
Luchó ventajosamente con los tipos más peligrosos del país, pero
debido a su carácter bohemio se había granjeado una fama dudosa
entre las gentes que se consideraban respetables.
Dayna se encontraba a gusto en Kansas City, dispuesto a rehacer
su vida.
Necesitaba hacerlo, pues en algunas ocasiones lamentaba su
falta de brújula. Porque su vida aventurera le había causado más de
un desengaño.
Con el petate al hombro se dirigió al hotel. Estaba dispuesto a
pensar en su situación y decidir sobre su futuro.
Pidió al camarero una botella de whisky y subió a su habitación.
Se tumbó en la cama, después de tomar un sorbo.
Estaba dispuesto a presentarse en cualquier rancho
y pedir trabajo. Era un experto en todas las faenas propias del
cow-boy.
El sheriff le había dicho que era una mala cabeza. Quizá tenía
algo de razón...
Dos días después Dayna andaba dando vueltas por la ciudad,
cuando un hombre le detuvo.
—Es usted Dayna, ¿verdad?
El joven miró al desconocido inquisitivamente.
—El mismo. ¿Qué es lo que se le ofrece?
—Acabo de salir de la cárcel.
—Me alegro.
—Mi nombre es Kirk Holden.
—¿Kirk Holden? Mala fama tiene usted. Estuve a punto de
hacerle compañía. Pero el sheriff rectificó a tiempo. Creo que no se
atrevió a meterme entre rejas. ¿Qué pasa?
Dayna hablaba despreocupadamente, sus ademanes eran
desenvueltos. Parecía importarle todo un ardite. Kirk Holden
contempló sus decididos ojos azules.
—Quiero hablar con usted. Se trata de algo serio. Hay mucho
dinero a ganar. Me he enterado de lo que es usted capaz.
—¿De veras?
—Vamos a ser ricos.
—El dinero ha dejado de interesarme, Holden.
—Usted tiene cerebro, Dayna, y sabe servirse de él.
Dayna se encogió de hombros.
—No quiero líos. Trabajo solo. Me han dicho que es usted un
tramposo.
—No diga tonterías.
—Puede largarse.
—¿Es que tiene miedo?
Dayna le miró con desprecio.
—Bien. Desembuche de una vez. ¿Qué pretende?
—Entremos en el bar.
Atravesaron la calle.
Se sentaron a una mesa, frente a frente. El camarero sirvió una
botella de whisky y dos vasos.
Dayna levantó el vaso, como quien va a brindar, y se tragó todo
su contenido de una vez.
—Diga de qué se trata.
—Es algo grandioso. Por eso he pensado en usted. En la cárcel
he tenido tiempo de planearlo todo bien. Usted es el hombre
indicado. Sé que ha tumbado a varios pistoleros que fueron temidos.
—No sabía que mi reputación fuera tan terrible.
—Pero no es cosa fácil...
—Hable. ¿De qué se trata? No sé si voy a aceptar su oferta.
Tengo mis planes. Además, adivino que es usted un granuja. Y hay
cosas que no me van.
Kirk Holden torció el gesto en desagradable sonrisa.
—Si hay dinero a ganar, no creo que usted se haga el lila.
—Hable ya de una vez, sin más preámbulos.
Holden sonrió.
CAPITULO II
Kirk Holden sonrió cínicamente. Kent Dayna le miró con ojos
escrutadores. Holden era un tipo patilludo, pero escaso de cabello en
el occipucio. La sonrisa resultaba en él desagradable y sus ojos
pardos brillaban siniestros.
—Se trata del rancho de Michael Lewis. Es inmensamente rico. Y
tiene una hija llamada Diana que es un caramelo. Un tipo como
usted tiene facilidades para hacerse simpático a la chica y convertirla
en aliada.
—¿Aliada de qué?
—Paciencia, muchacho.
—La tengo, pero desembuche de una vez, Holden.
—Cuento con hombres adictos y si el terreno está abonado, creo
que se puede dar un golpe muy fructífera en ese rancho.
—Ah...
—Usted tiene que enamorar a la hija, la cual tiene fama de
independiente, y vigilar el ambiente, preparando un futuro atraco.
—¿Qué le hace creer que yo soy un don Juan?
—Si no le conociera, jamás le hubiese propuesto esto.
—¿Debo considerarlo como un honor?
—Creo que sí. No acostumbro a hablar en estos términos con el
primero que se me presenta por delante.
—Al parecer, esa chica tiene carácter.
—Posee férrea voluntad y choca con la de su padre, no menos
férrea.
Kent se mantuvo pensativo unos segundos; después se encogió
de hombros.
—Todo parece muy interesante, pero... —dudó Kent.
—Hay un fortunón a ganar.
—¿Por qué no lo intenta usted?
Kirk Holden se echó a reír.
—¿Con mi cara? Además, usted, pese a su fama, no es conocido
como yo. Mi reputación es mala, aun en Colorado, donde está
situado el rancho de Michael Lewis.
—¿Es eso todo? Parece demasiado fácil...
Kirk Holden titubeó.
—La verdad es que hay un hueso. El capataz. Se llama Leslie
Wanderflat y es un tipo rudo, violento y peligroso. Donde pone el ojo
pone la bala. Dicen que pretende casarse con la hija del amo.
Kent Dayna, después de haber oído bien, pareció tomar una
decisión.
—Mire, Holden, le agradezco su confianza conmigo, pero mis
planes no se ajustan a los suyos.
Kirk Holden pareció encolerizarse.
—¡Ah, bandido! Conque ha estado oyendo todo mi proyecto para
decirme esto...
—Oiga, amiguito. Yo no le obligué a usted a que se confesara
conmigo. No me venga ahora con historias. Le advierto que seguiré
mi camino como me plazca. Imagínese que soy sordo y mudo. Que
el sheriff se arregle con usted. Tampoco es mi amigo, aunque es un
tipo bastante aceptable...
—Si habla... —el tono de Holden resultaba amenazador.
Pero Kent le interrumpió:
—Sin exigencias, ¿eh? Holden, cuidado conmigo. Hágase el
efecto de que no me conoce.
—Así, ¿no acepta?
—No. Quiero trabajar y quedarme en Kansas. Estoy harto de
aventuras locas. Creo que ya es hora de pensar en el futuro.
—Nunca hubiese creído que usted fuera capaz de tomar tal
decisión.
—Yo soy como soy, Holden. Adiós.
Kirk Holden se retiró algo escamado.
Kent Dayna sonrió mientras liaba un cigarrillo.
***
Kent Dayna, a caballo, avanzaba por un ancho camino, al borde
del valle.
El sol iluminaba el paisaje. Eran aproximadamente las once de la
mañana.
El día era espléndido. Hacía un poco de calor, sin molestar.
Kent disfrutaba de un momento agradable. Le gustaba Kansas.
En su mente se barajaban varias ideas.
Quería disfrutar de paz y seguridad. Era un anhelo que había
nacido tiempo antes, pero que creció después de las últimas
escaramuzas.
Ya no era un chiquillo. A sus veinticinco años comenzaba a estar
cansado de vivir a la ventura, sin un centavo, arriesgando la vida a
cada instante.
Habiendo tenido noticia de que Lack Roll, propietario del rancho
“WR”, necesitaba cow-boys, a él se dirigía para pedirle trabajo.
Confiaba, dados sus conocimientos del oficio, en destacarse y ser
prontamente capataz.
Parecía no tener prisa por llegar. En su semblante enérgico se
reflejaba una alegre serenidad.
Kent Dayna creía que con sus buenos propósitos podría hacerse
el amo del Far West.
Cuando llevaba una hora de camino, se cruzó con un mozalbete
pecoso de cara traviesa.
—Oye, chaval, ¿falta mucho para llegar al rancho “WR”?
El chico le contempló con admiración. El caballo que montaba
Kent era magnífico y mejor el rifle que colgaba de la silla. Kent vestía
al estilo vaquero y resultaba un tipo verdaderamente elegante, y los
revólveres que colgaban de su cinturón repujado no sólo imponían
por su tamaño, sino también por las nacaradas culatas. Eran armas
lujosas que si imponían respeto también podían lucirse por poco
presumido que se fuese.
—No falta mucho. Un cuarto de hora escaso.
Kent Dayna no tenía prisa. Sólo obligó a su caballo a un trote
ligero.
Aun así, no tardó en divisar el rancho de Lack Roll.
Con la confianza en sí mismo que le caracterizaba, se dirigió al
primer cow-boy que halló.
—Hola, muchacho —dijo por todo saludo—. ¿Está el patrón?
—Sí, forastero. ¿Quién es usted?
—Me llamo Kent Dayna.
El vaquero hizo un gesto entre divertido y admirado.
—Voy a avisarle. Sígame.
Kent no tardó en hallarse en el despacho de Lack Roll.
—¿Qué quiere de mí, muchacho? —preguntó el ranchero sin
arribajes.
—Trabajo. Me gusta Kansas.
Lack Roll se echó a reír.
—¿Está de broma?
Kent se mostró perplejo.
—No le entiendo.
—Oiga, amiguito; usted ha armado mucho ruido últimamente.
Mis muchachos no hacen otra cosa que comentar sus hazañas. Un
tipo como usted no me conviene.
Kent Dayna se hizo el sorprendido.
—¿Hace usted caso de habladurías?
—Sí, al menos en su caso. Me consta que es un peligroso gun-
man que ha dejado a muchos hombres listos para ser enterrados.
Kent protestó:
—Eran granujas, matones. ¿Iba a dejar que me agujerearan la
barriga?
—Su reputación nos perjudicaría a ambos. Lo siento.
El orgullo de Kent se sublevó.
—No quiero ser aceptado a regañadientes. Adiós. Le advierto que
conozco el oficio y usted se arrepentirá algún día de no haberme
aceptado.
Lack Roll tuvo una sonrisa escéptica para Kent.
—Lo dudo. Conozco a la gente de Kansas.
Kent intentó pedir trabajo en otras partes. Y recordó a Lack Roll.
Parecía conocer el ambiente a la perfección.
Su fama le perjudicaba. Nadie quiso aceptarlo. Recibió una
dolorosa sacudida en su espíritu.
Regresó a Kansas y se alojó en el hotel. Tenía que pensar. No
sabía qué hacer con su futuro.
De pronto recordó a Kirk Holden.
Se avergonzó de pensar en aquel tipo, y se propuso olvidar sus
tentadoras promesas.
Estaba viendo claro que la vida no le resultaría fácil en Kansas.
Quizá lo mejor sería irse a otra parte, lejos. Estaba visto que el
destino no le favorecía, obligándole más bien a proseguir su vida
errabunda y aventurera.
Por la tarde, salió a dar una vuelta. Necesitaba un trago. Entró en
el saloon. No había mucha gente.
Se acercó al mostrador.
—Dame un whisky, muchacho.
Bebió el licor de una vez y encendió un cigarrillo. Necesitaba
tomar una decisión. No reparó que al otro lado del mostrador habían
tres hombres algo bebidos, que estaban armando bulla, y que se
fijaban en él.
Por eso se sorprendió al ver acercarse a uno de ellos.
—Oiga... —arrastró las palabras el desconocido—. ¿Es usted Kent
Dayna?
Los ojos azules de Kent brillaron.
—Sí. ¿Qué se le ofrece?
Aquel tipo estaba engallado, seguramente debido a los efectos de
la bebida.
—Pues me han dicho que usted es el valentón de Kansas. Y a mí
no me gusta.
Kent sonrió tranquilamente.
—¿Busca bronca?
El pendenciero se contoneó.
—¿Por qué no? Me gusta demostrar que no hay quien pueda
conmigo.
Kent se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé cómo se llama...
—No importa mi nombre... ¡“Saca”!
A Kent no le cogió desprevenido la actitud del desconocido.
Estaba preparado a todo evento.
En resumidas cuentas, no hizo caso de la exclamación de aquel
contrincante molesto, pues Kent no estaba para escaramuzas.
Precisamente sus planes se encaminaban a fines pacíficos.
Pero sabía cómo las gastaba aquella gente, que usaba las
pistolas por el placer de gallear.
Y exhibió sus grandes cualidades de gun-man. Cierto que su
enemigo era rápido, pero se adelantó en milésimas de segundo,
aunque no quiso matarle.
Sonaron las detonaciones, casi seguidas.
Kent resultó ileso. El agresor, con un hombro atravesado.
Kent Dayna pareció no darle importancia a la cosa y se acercó
nuevamente al mostrador, pidiendo otro whisky.
Estaba tranquilo. Pero oyó una voz a sus espaldas que maldita la
gracia que le hizo.
—Hola, muchacho. Parece que no escarmienta,
Era la voz del sheriff Sam Wonder que precisamente acababa de
entrar en el local.
Kent giró sobre sí mismo.
—¿Qué quiere usted decir?
El sheriff parecía disgustado.
—Fui un tonto dejándole salir de la cárcel. Me engañó. Usted
sigue dándole gusto al dedo.
—¿Es que no ha visto lo que ha pasado?
—Ni falta que me hizo. Venga conmigo en seguida. Esta vez va
en serio.
—Usted me había caído simpático, pero en este momento no me
convence.
—No me importa. No me fío de usted. A la cárcel. Investigaré a
ver qué pasa. No me interesan los tipos que perturban la paz de la
ciudad.
—Está cometiendo un error, sheriff. Pero le sigo Espero que no
tenga que arrepentirse de esto.
—De lo que me arrepiento es de haber confiado en usted.
—Está bien. Basta de palabrería. Vamos...
Así fue como Kent Dayna se vio metido nuevamente en la cárcel;
y, a pesar suyo, pensó en la proposición de Kirk Holden.
CAPITULO III
El sheriff Sam Worden, debido a la preocupación que le produjo
la fama de Kent Dayna, no se avino a razones.
Además se consideraba burlado, porque en principio había creído
en la regeneración de Kent.
Fue un error de consecuencias desastrosas, aunque cometido
con la mayor buena fe.
Porque la reacción de Kent Dayna revistió caracteres de violencia,
aunque tuvo gran cuidado de disimularlo.
Había buscado trabajo y se lo habían negado; se defendió contra
un matón y pagaba injustamente con la cárcel. Contrariado, dolido y
decepcionado, abrigó en su mente extraños planes.
Uno de ellos era escapar, buscar a Kirk Holden y comenzar
aquella fantástica aventura en Colorado, en aquel rancho habitado
por poderosas personalidades.
No lo había querido. La negativa a Holden fue contundente. Pero
las circunstancias le obligaban. Estaba excitado, había confusión en
su mente, le consumía una rabia sorda.
Debido a su certera puntería era temido y envidiado, así como
considerado un peligroso gun-man, cuando en realidad siempre se
limitó a defenderse contra toda clase de truhanes y granujas.
Si no sabían los demás interpretarlo así, les daría una lección; les
demostraría que a las malas, era capaz de poner en un brete al más
puntilloso sheriff o a cualquiera que no estuviese de acuerdo con sus
modales.
Pero de momento, creyó conveniente echarse un rato. Le
convenía descansar y templar sus nervios.
El sheriff le habló, pero Kent se mantuvo en silencio. Acababa de
ser desarmado.
Se echó en el camastro. Encendió un cigarrillo. Tenía mucho que
pensar.
Su futuro aparecía cuajado de terribles inseguridades.
Pero no era Kent Dayna hombre que se andase con remilgos; era
un tipo de pelo en pecho capaz de soslayar las más adversas
circunstancias.
El sheriff Sam Wonder le miraba de reojo, pero Kent aparentaba
no darse cuenta de ello.
No sentía ninguna antipatía por el servidor de la Ley, pero estaba
disgustado con .él por considerarle un cabezudo.
Observó que el sheriff se dirigía al armario y tomaba un sorbo de
la botella de whisky que guardaba en él. Parecía nervioso.
Reinaba un silencio total.
Kent continuaba fumando y meditando.
Su actitud aparentaba indiferencia.
El sheriff, de pronto, se estremeció.
Fuera, en la calle, sonaron unas voces estridentes. Parecían
pertenecer a borrachos.
Cantaban una canción obscena.
—¡El diablo los lleve!—juró Sam Wonder levantándose de su
asiento con desgana—. Vas a tener huéspedes, Dayna...
Kent Dayna no contestó, limitándose a encogerse de hombros,
simulando indiferencia. Entretanto, pensaba que aquella alteración
del orden quizá le ayudara a escapar. Cuanta más confusión reinara,
mucho mejor. Le interesaba una situación como la que aquellos
beodos parecían plantear.
Por toda respuesta, Kent arrojó la colilla de su cigarrillo y se
dispuso —aparentemente— a dormir como un leño.
Si tuviese su “Colt”..., ¡buena lección le daría al testarudo sheriff!
Pero había que atenerse a la más estricta realidad.
Era cuestión de esperar y esperar, aprovechando cualquier
favorable oportunidad.
Entretanto, salió el sheriff a fin de percatarse de quién armaba
jaleo.
El entusiasmo de los cantantes había llegado a su punto álgido.
Más que emitir notas musicales, lo que lanzaban al aire eran alaridos
de extraña sonoridad.
—¡A callar! —la voz del sheriff sonó malhumorada—. ¡Os voy a
amordazar! ¡A la cárcel! ¡Granujas!
Kent vio a dos tipejos tambaleándose amenazados por el sheriff,
pero simuló no enterarse. Estaba preparado a aprovechar el menor
descuido.
El sheriff empuñaba su revólver.
—¡Vagos! ¡Os voy a tener una semana a pan y agua!
Al oír la palabra “agua”, los dos borrachines expresaron su
profundo disgusto con una mueca compungida; miraron a Kent, a
espaldas del sheriff, y le hicieron un guiño.
Kent no les conocía. Estaban muy borrachos, seguramente, y se
consideraban amigos de todo el mundo
Dio media vuelta en su camastro y simuló prepararse a un sueño
largo, inhibiéndose de todo cuanto le rodeaba.
Pero cuando oyó chirriar la llave de la cerradura, saltó del
camastro como un cohete. Salió disparado. De un golpe seco sobre
el revólver del sheriff consiguió desarmar a éste. Los borrachines
parecieron ponerse inmediatamente de acuerdo con la rápida
reacción de Kent.
Aunque le sabia mal a Kent maltratar al sheriff, aplicó un directo
a su barbilla.
El día que pudiera demostrar que no sentía ninguna
animadversión por él se sentiría completamente satisfecho, pero,
entretanto, era necesario ser duro.
Los cantarines le ayudaron ardorosamente. A Kent le pareció que
no estaban tan bebidos como al principio demostraron.
El sheriff quedó reducido a cero.
Y Kent muy sorprendido al oír por boca de uno de los juerguistas:
—Ahí tienes un “Colt”. Nos envía Holden, nuestro jefe.
Kent sonrió imperceptiblemente.
—Mucho me quiere Holden... —se encogió de hombros—. Bien,
llevadme junto a él.
—A eso hemos venido. El jefe nos ordenó que le sacáramos de
este apuro.
—Lo hemos conseguido.
Kent Dayna salió de la cárcel, junto con los dos compinches de
Kirk Holden.
Atravesaron la calle silenciosamente. La brisa era más bien fría
en aquella hora bastante avanzada de la noche.
Nadie se interpuso en su camino.
Kent se limitó a seguir a los dos falsos borrachines, los cuales,
ahora, se mantenían bien enhiestos, por obra y gracia del terror que
les inspiraba Kirk Holden.
Al fin llegaron a una casa de madera situada al final de la calle
principal de Kansas.
Llamaron con los nudillos, suavemente, y de un modo especial.
En la oscuridad brilló la luz que se escapaba por la puerta
entreabierta y Kent y sus dos acompañantes transpusieron
rápidamente el umbral.
Atravesaron un pequeño vestíbulo. Había abierto la puerta un
tipo malcarado y absolutamente silencioso que les condujo, a través
de un corto pasillo, a una especie de despacho en una habitación
reducida.
Sentado ante una pequeña mesa escritorio se hallaba Kirk
Holden.
La sonrisa de Holden atravesaba toda su cara. Era una mueca de
absoluta y sincera satisfacción.
—A fin de cuentas has tenido que venir a parar aquí —miró
triunfalmente a Kent Dayna—. Sé lo que vales, pero tú no sabes de
Kansas ni media palabra. ¿Creías que tu labia y estupendo tipo eran
suficientes para triunfar? Un buen cow-boy... —se echó a reír
destempladamente—; ¡.pero si buenos cow-boys los hay a carradas
aquí! Un tipo como tú no puede jugar con dos barajas. ¿A tu edad
quieres rectificar? No... No contestes...; prefiero no reírme en tus
barbas. Por otra parte, ¿a quién se le ocurre venir a Kansas, armar
estropicio y después decidirse por la vida idílica? Creo que en
Colorado está tu porvenir, muchacho...
Kent Dayna había escuchado prestando la mayor atención, sin
interrumpir. Sólo un gesto, más bien de aprobación, de cuando en
cuando...
—Me parece que tienes razón, Holden. Estoy dispuesto.
Kirk Holden estaba satisfecho.
—Al fin piensas con el cerebro. Esto hay que celebrarlo.
Bebamos. Y hablemos...
***
Kent Dayna y Kirk Holden se habían quedado solos.
—Te ganas la confianza de todos, y es entonces cuando empiezo
yo a actuar.
Al decir esto, Holden parecía completamente seguro del éxito.
Kent se mostró realista.
—Creo que me has dicho que el capataz es un hueso; y que
padre e hija son dos caracteres de una pieza.
—Desde luego se necesitan cualidades para triunfar. Pero tú eres
el hombre.
Kent sonrió, irónico.
—¿Y cuál es mi ganancia?
—Tendrás tu parte, no lo dudes...
—¿A cuánto asciende?
Holden titubeó unos segundos.
—A medias, claro. ¿Cómo había de ser?
—Está bien, Holden.
En los ojos de Kirk. Holden brilló una luz siniestra al decir:
—Pero, cuidado, Kent. No se te ocurra dar el soplo. Entonces...
Kent Dayna se plantó ante Holden, interrumpiéndole:
—¿Exigencias a mí? ¿Amenazas? Oye, Holden, ¿por quién me has
tomado? Si no he de tener libertad de acción, me largo, y que
represente ese papel el diablo. No creo te sea demasiado difícil
ponerte en contacto con él.
Kirk Holden se lo pensó.
—Cálmate. Pareces un novillo descarriado. Ya conoces todas las
instrucciones. Mañana ponte en camino.
En el rostro de Kent Dayna había determinación.
—De acuerdo, Holden. No olvides que tenemos los mismos
derechos. Vamos a medias, ¿eh? A medias.
Entonces Kirk Holden hizo protestas de buena fe.
—Naturalmente, hombre, naturalmente. Ahí va eso —extrajo de
su bolsillo trescientos dólares que entregó a Kent—. A ver si se
suaviza ese genio de cien mil demonios que tienes.
Kent se embolsó los billetes.
—Adiós —dijo por toda despedida.
Y salió.
Diez minutos más tarde decía Kirk Holden a su hombre de
confianza, un energúmeno llamado Dan Lean, especie de orangután
hecho hombre por un raro capricho de la Naturaleza:
—Mira, Dan, ese Kent va a sernos muy útil. Conozco bien el paño
y no tiene rival. Creo que le interesa estar a nuestro lado, pues nadie
va a apoyarle debido a su reputación. Es posible que el rancho de
Michael Lewis llegue a ser nuestro. Éste es el objetivo primero. El
segundo...
—Le entiendo, jefe. Usted quiere que le retuerza el pescuezo a
ese gallo de pelea, cuando todo haya terminado.
Kirk Holden se echó a reír.
—¿Retorcerle el pescuezo, Dan? No intentes tal cosa. Creo que el
mejor remedio para él es un tiro en la espalda, una noche bien
oscura.
—No le temo...
—Sí, sí...; pero de todos modos hazme caso cuando llegue el
momento. Por otra parte, tú eres especialista en tales
procedimientos, ¿no es cierto?
Dan Lean sonrió orgulloso, mientras en su mirada se hacía visible
la más estúpida de las expresiones.
CAPITULO IV
El rancho de Michael Lewis se hallaba situado en Spring Country
(Colorado).
El viaje resultaría largo, agotador. Pero Kent Dayna estaba
acostumbrado a las fatigas y no pensaba demasiado en ello.
Por otra parte, la vida al aire libre, el contacto con la Naturaleza,
agradábanle debido a su carácter libre e independiente.
Era feliz como un pájaro, haciendo trotar su caballo entre
senderos bordeados de pinos. El aire embalsamado llenaba sus
pulmones y una sensación de felicidad le invadía. Se sentía,
entonces, fuerte e invencible.
En los momentos de mayor euforia, recordaba el motivo de su
viaje, y su ánimo sufría una rara transformación.
Seguidamente pensaba en los desaires recibidos de los rancheros
que no quisieron darle trabajo y parecía consolarse después de
mascullar un par de tacos.
Por la noche, en una vaguada, entre abetos, preparó su cena.
La carne seca y la torta de maíz le supieron a gloria, aunque se
propuso cazar el día siguiente. El café le salió bueno y lo bebió con
delectación mientras, al mismo tiempo, saboreaba un cigarrillo liado,
cuyo tabaco fuerte y aromático le produjo un agradable sopor,
precursor de un agradable sueño.
Dejó a su caballo en condiciones de pasar la noche y se preparó
el lecho. Le agradaba dormir bajo las estrellas. Y aquella noche era
serena, diáfana.
La luna era un gigantesco farol que colgaba en el cielo para guía
de los caminantes solitarios como él. En aquella soledad se sentía en
paz con todo el mundo.
Arrebujado en la manta, arrojada ya la colilla del primero, intentó
encender un nuevo cigarrillo, pero desistió de hacerlo porque
Morfeo, el hijo del Sueño y de la noche, montaba su guardia y le
cerraba los ojos.
Pero su cerebro algo excitado, continuó trabajando.
Fue un desfile de hechos vividos. Desde su lejana infancia,
cuando para comer tuvo que realizar las más inverosímiles piruetas.
Entonces sufrió muchas desilusiones. Creía que era suficiente tener
un gran corazón para andar por la vida...
Bien joven se enfrentó con rufianes de la peor calaña, y aprendió
que es necesario luchar para subsistir. Habiendo nacido y criado en
el Oeste, conocía el manejo de las armas, aunque de forma
rudimentaria; después de haber recibido algunos achuchones de
pistoleros profesionales, decidió ser el mejor. Y tanto se ejercitó, que
llegó a una maestría difícil de superar. Además, la vida ruda y al aire
libre —sabía lo que era el trabajo agotador en los ranchos— habían
formado su cuerpo, un armonioso conjunto de músculos flexibles y
potentes.
Fue en Kansas, después de innúmeras aventuras, donde decidió
abandonar el vivir inquieto y sin brújula del aventurero. Pero el
destino, al parecer, quería que su anhelo no se cumpliese.
¿Quién era Diana Lewis? La veía en sueños. Rubia, azules los
ojos, escultural, de carácter indómito. Así le gustaban a él las
mujeres... Tenía que enamorarla, esa era su misión. Siendo tan
guapa sería un bello juego... Aquel diablo de Kirk Holden lo tenía
todo bien planeado... ¿Y el ranchero Michael Lewis, el padre de la
bella? Ya le había dicho Holden que era un tipo orgulloso como un
rey, duro y seguro de sí mismo... No resultaría demasiado fácil
convencerle... En cuanto al capataz —el hueso más duro de roer
según Kirk Holden— se lo imaginaba rudo, violento, peligroso.
Aunque resultase quizá más peligrosa Diana Lewis que el capataz
Leslie Wanderflat... ¡Vaya apellido más pomposo! Seguro que era
cruel con los muchachos...
Cerca de donde dormía Kent Dayna chisporroteaban los leños. La
hoguera era una llama viva. En el silencio de la noche se oía la
agitada respiración de Kent. Y sus sueños continuaban.
Kirk Holden... ¿Podría fiarse de él? Desde luego que no. Era un
redomado granuja. Pero lo mismo podía decir de tantos otros. El
ambiente era así, por el momento, y no había indicios de que
cambiara de la mañana a la noche. Sólo era cuestión de saber los
propios derechos, bien apoyados por una buena puntería.
¿Estaba de acuerdo consigo mismo ante la aventura? Sí...;
cuando se exaltaba y las palabras de los rancheros que le habían
rechazado parecían colmillos de perro rabioso mordiendo su
garganta. Había momentos en que algo parecía rebelarse en su
interior; era una sensación que no era capaz de definir...
Kent se quedó completamente dormido y todo quedó borrado de
su conciencia.
Cuando mejor se hallaba, ya nacido el nuevo día, su instinto le
despertó.
Era la hora que se había fijado para levantarse.
Sin pensarlo dos veces se quitó el embozo. La crujiente leña de
hacía unas horas era débil rescoldo. Suficiente para hacer un buen
café.
Media hora más tarde, Kent Dayna reemprendía la marcha.
***
Cuando Kent contempló el rancho de Michael Lewis se quedó de
una pieza.
Esperaba ver algo grande, pero no aquello.
La propiedad era magnífica, de proporciones asombrosas. Desde
un cerro, podía admirarla a placer.
Era como una ciudad. La vida bulliría en aquel rancho
extraordinario. Y él, Kent Dayna, no tardaría en formar parte, si la
suerte se mostraba amiga y sabía ayudarse a sí mismo, de aquel
torbellino. Divisó millares de cabezas de ganado, varios equipos de
vaqueros maniobrando; y la vivienda era la más amplia y hermosa
que había visto en su no muy larga pero sí intensa vida.
Lentamente, fue acercándose.
Tenía conciencia de que se ataría en su existencia un importante
capítulo.
Y estaba decidido a que sólo le produjera ganancias. Con un
movimiento de orgullo y rebeldía levantó la cabeza como queriendo
desechar escrúpulos de última hora.
El viaje había resultado largo y penoso, pero al contemplar aquel
magnificente rancho se esfumó todo su cansancio. Kent tuvo la
sensación de que todo saldría a pedir de boca.
Soplaba un vientecillo frío; afortunadamente el sol mañanero
enviaba sus mejores rayos como si quisiera dar la bienvenida al
enigmático forastero.
De momento no vio a nadie. Ni rastro de ser humano; sólo
paisaje ante sus admirados ojos.
Saltó del caballo. Avanzó llevándole de la brida.
Acababa de cruzar la línea que marcaba el principio de la
propiedad. Sus pies pisaban terreno perteneciente a Michael Lewis.
El paso de Kent Dayna era lento, junto al cansado caballo de
cuyo cuerpo brotaba el sudor.
Dayna también necesitaba un buen baño, pero antes era
necesario saber qué tal se le daban los principios.
Por otra parte, se sentía optimista. No era hombre de titubeos
cuando había tomado una decisión.
De pronto oyó una voz cascada:
—¡El café, muchachos!
Y seguidamente un rumor de voces y pasos.
Siguió andando y contempló una escena que le era familiar. Una
mesa de madera y sobre ella los potes de latón humeantes; y a su
alrededor varios cow-boys que acababan de tomarla por asalto.
Por fin veía seres vivientes como él, después de tantos días de
vagar solo.
Caminó lentamente hacia el grupo. Le era muy necesario hacerse
simpático,
—Buenos días, muchachos —saludó al llegar junto a ellos.
Además del café, el cocinero había servido una fuente de patatas
y huevos fritos; también otra con lonchas de tocino.
Los hambrientos vaqueros disputaban por conseguir la mejor
ración. Eran una pandilla de alegres e indisciplinados jóvenes que
gustaban de bromear mientras procuraban conseguir la mejor parte.
En un principio nadie pareció prestar gran atención a Kent
Dayna.
Y eso a Kent maldita la gracia que le hizo, aunque estaba
acostumbrado a aquel ambiente.
—Buenos días —levantó la voz—, ¿Hay un poco de café para mí?
—Parece que hay un gato por ahí que ronronea —dijo un cow-
boy burlón.
—¿O será un mosquito?
—Los mosquitos, ni los gatos tampoco, piden café.
Ya estaba... Las clásicas bromas. Kent estaba muy cansado y no
estaba para bromas, pero no había más remedio que apechugar.
—Vosotros habéis dormido toda la noche, chicos. Yo no.
¿Dejamos la guasa para más tarde? Quiero hablar con el dueño, el
señor Michael Lewis.
Se hizo el silencio. El nombre del patrón imponía. Del grupo se
levantó un tipo voluminoso, un gigante musculado de pelo y ojos
negros. Así había visto Kent Dayna en sueños al capataz Leslie
Wanderflat...
—¿Eres un vagabundo? —había insolencia en su voz—. ¿Qué
deseas del amo?
—Sencillamente verle y hablar con él —dijo Kent procurando dar
a su voz un tono pacífico.
—No está en el rancho ahora. Y cuando el amo no está yo lo
suplo. Me llamo Wanderflat, y soy el primer capataz. ¿Qué es lo que
quieres?
A Kent se le crisparon los nervios. Le sería difícil dominarse ante
aquel mastodonte. No pudo evitar ironía en su respuesta:
—Por lo pronto, una taza de café.
—Para comer y beber aquí, hay que trabajar primero.
—Lo lie pedido, confiando en la clásica hospitalidad del Oeste.
—Estamos hartos de pillos.
Kent pesó sus palabras, lentamente:
—Además, he venido aquí a trabajar.
Leslie Wanderflat se acercó a Kent hasta rozar su cuerpo.
—A ver esas manos.
Kent las levantó, con las palmas hacia arriba.
—¿Le gustan? —sonrió burlón—. Me dijeron que usted sabía
conocer a un hombre sólo al mirarle.
—¿Y quién le informó tan bien?
—Andando por el mundo se aprenden muchas cosas.
Leslie Wanderflat se mostró insolente.
—A pesar de todo lo dicho, tú no has trabajado en tu vida.
—Puede que se equivoque. Además, demostraré mis cualidades
cuando sea necesario. Creo que será mejor que hable con míster
Lewis.
—No has de molestar al patrón para nada. Cuando él no está soy
yo quien mando. No me gustas, ¿entiendes? Tus manos son
demasiado finas... ¡Lárgate!
Kent conservó la calma. Las cosas se ponían muy difíciles para
empezar. Kirk Holden se había quedado muy corto al informarle.
Pero ahora, más que nunca, estaba decidido a quedarse.
—¿Que me vaya? Puede... —Kent sacó su bolsita de tabaco y
empezó a liar parsimoniosamente un cigarrillo—. Pero antes quiero
tomarme un buen café.
A Leslie Wanderflat se le hincharon las venas del cuello.
—Aquí están prohibidas las chulerías, pordiosero.
Kent, ayudado por el Cielo, y por su prodigiosa fuerza de
voluntad, seguía en calma.
—Después del café, hablaremos, señor capataz.
Y se dirigió en línea recta al cocinero, dejando las bridas de su
caballo que hasta entonces había sostenido con su mano izquierda.
El cocinero levantó con una sola mano una cafetera descomunal
y llenó un pote. Después, lentamente, se acercó a Kent.
Repentinamente, el taimado, se echó hacia atrás, intentado echar
bote y contenido sobre Kent Dayna, pero éste, cuando se terciaba,
era más desconfiado que un zorro y más escurridizo que una
anguila. Hizo una finta y puso la zancadilla al “listo”. El resultado fue
que el contenido del pote, café hirviendo casi, hizo gritar sin disimulo
al cocinero. Eran alaridos capaces de dejar sin efecto el tímpano más
insensible.
Los ojos del capataz Wanderflat echaron chispas. Llevó su mano
a la revolverá. “Sacó”, pero un segundo después el “Colt” volaba
hecho añicos.
Kent Dayna acababa de cansarse de ser tratado como un perro
molido a palos.
Su paciencia tenía límites. Sólo faltó que el rufián del cocinero
intentara jugarle aquella mala pasada... Después, trató de defender
la vida, pues Leslie Wanderflat intentó apretar el gatillo...
Wanderflat quedó desarmado. Y Kent, revólver en mano, dueño
de la situación.
No bajó el arma. Seguía apuntando.
—Insisto en hablar con el amo —recalcó las palabras.
Simultáneamente, una voz potente se dejó oír:
—¿Qué es lo que ocurre?
Apareció un hombre. Lo que más destacaba de su persona era su
pelo blanco, hirsuto. Su rostro era moreno. Los ojos azules eran dos
llamitas de extraordinario fulgor.
De una ojeada pareció hacerse cargo de lo ocurrido.
—¿Y usted quién es? —se encaró, sin ambages, con él para él
desconocido Kent Dayna.
Dayna respondió dignamente:
—Me llamo Kent Dayna, señor —sabía Kent que de sus palabras
dependía su futuro—, y vine aquí en busca .de trabajo. Estoy seguro
de que valgo. Me dijeron que en este rancho un hombre como yo
podía desenvolverse...
Kent hablaba así porque estaba seguro que ante él se hallaba
Michael Lewis. Le había visto en sueños... ¡Qué bien lo describió
Holden!
—Parece usted muy seguro de sí mismo.
—Sí. ¿Por qué no voy a estarlo? Me veo capaz de hacer lo que
otro. ¿Verdad que es usted Michael Lewis?
—No se equivoca. Soy Lewis.
—Mi intención era hablar con usted primero. Busco ocupación.
Me gustaría trabajar en este rancho. Pero las bromas de sus
muchachos han pasado de los límites razonables. Sin embargo, si me
acepta, me quedo.
—¿Qué sabe usted hacer?
—De todo.
Michael Lewis sonrió. El capataz Wanderflat intentó protestar,
pero el amo le ordenó silencio con la mirada.
—Será divertido ver cómo lo demuestra. Quédese, Dayna. Es
usted hombre decidido. Si su apariencia no es pura filfa, me
conviene. Tendrá que marcar novillos y domar cerriles, conducir
ingentes manadas de reses. Si sabe hacerlo, quédese. Pero si es un
cuentista que quiere aprovecharse de mi hospitalidad, le echaré a
patadas... Ya he visto que hizo pedazos el revólver de Leslie
Wanderflat, pero a mí no me importa. Aunque soy viejo aprendí
antes que usted.
—Vengo a trabajar.
Michael Lewis miró a los ojos de Kent.
—No lo dudo. Pero no me niegue que tiene muy finas las
manos... Usted es de esos hombres que se toman largos descansos
de vez en cuando.
Kent no sabía qué replicar.
—No se preocupe —prosiguió Lewis—. Conozco a muchos
hombres como usted. Le advierto que tengo verdadera curiosidad
por verle actuar. Si sale del paso, no le preguntaré sobre su vida
pasada. No me importa.
Yo sólo deseo hombres eficientes y fieles. Hasta la fecha no me
ha fallado ni uno, aunque la mayoría de ellos no son precisamente
angelitos. Manos a la obra, Dayna, a ver qué pasa... Si me falla, le
juro que le echo a puntapiés...
CAPITULO V
A Leslie Wanderflat, el capataz, le sentó como un tiro la
aceptación del amo.
Los muchachos, que temían a Wanderflat, sintieron, o simularon,
aversión por Kent Dayna, especialmente el cocinero.
Este y el capataz confiaban en el fracaso del nuevo cow-boy.
Pero Kent Dayna, en dos días agotadores, demostró a todos que
era capaz de realizar prodigios.
Marcó novillos con celeridad y justeza, sin fallarle el pulso; montó
potros salvajes sin dejarse tumbar; realizó proezas con el lazo;
condujo un rebaño por intrincados senderos y llegó a su destino sin
faltarle una cabeza...
Por último, en pocas horas, levantó una cerca con estacas y
alambre de espino; era el trabajo de un entendido. Lo había hecho
rápido y perfecto.
Kent había trabajado como un negro. Aquel mediodía sentía
hambre de lobo. Estaba seguro de haber convencido a míster Lewis.
Michael Lewis había ordenado a Kent un trabajo superior al que
un hombre era capaz de realizar; y sin embargo, Kent cumplió,
aunque para ello perdió horas de sueño, llegando a no pensar ni en
la comida.
Estaban los hombres tumbados al sol, haraganeando, después de
haberse lavado, o bañado, metidos en un gran tonel.
Sostenían una animada conversación salpicada de palabrotas y
estridentes carcajadas.
Callaron cuando apareció Kent Dayna.
Dayna se detuvo en seco y les miró rectamente uno a uno.
Allí estaba el capataz. En sus ojos crueles había rencor sin
disimulo.
Dayna sonrió. Estaba perdiendo la paciencia. Si le provocaban
era capaz de vaciar su cargador. ¿Qué se habían creído aquellos
imbéciles?
El capataz se acercó a Kent.
—El amo aún no te ha empleado —dijo—. Apenas te ganas, la
comida. No sé por qué te das esos aires de perdonavidas.
Kent Dayna hizo un gesto de resignación.
—¿Por qué me provoca, Wanderflat? He venido aquí a trabajar. El
otro día, cuando llegué, tuve que desarmarle. No me niegue que si
no lo hubiese hecho estaría yo a estas horas pudriéndome bajo
tierra. Déjeme en paz. Seamos amigos...
—¿Amigo tuyo? ¡Idiota! No he olvidado lo del otro día.
—No insulte, capataz, o...
—¿Amenazas? Hoy el amo está fuera. Yo mando aquí. Vas a
saber lo que es bueno, haragán.
Kent sonrió tranquilamente.
—¿Qué le pasa, Wanderflat? No olvide que el amo me autorizó a
quedarme.
—Eres un fanfarrón.
—¿Qué le parece si antes de discutir me dejara comer algo?
Leslie Wanderflat se encolerizó.
—¡A callar!
—¿No le parece que exagera, capataz? —frunció las cejas Kent
Dayna.
—¡Duro con él, muchachos! —bramó Wanderflat poseído por el
furor.
No pudieron ni moverse. Dos revólveres de culata nacarada, los
inseparables de Kent Dayna, aparecieron en sus manos.
Su índice izquierdo apretó el gatillo. Y de entre los dedos de
Leslie Wanderflat desapareció el cigarrillo que sostenían.
—Cuidado..., amiguitos..., conmigo... —pronunció las palabras
Kent, lentamente.
Nadie se atrevió a dar la réplica, Wanderflat inclusive.
—Y ahora quiero cenar —manifestó.
Cinco minutos después comía con excelente apetito una buena
ración de carne a la que siguió torta de manzana, café y un trago de
legítimo escocés.
***
Después de comer, Kent se echó un rato.
Pero no estaba tranquilo. Luego de lo ocurrido, todo era
previsible. Estaba seguro de que el capataz no desperdiciaría la
menor ocasión de molestarle... o de clavarle en la espalda todo el
contenido del tambor de un "Colt”.
Kent lo sabía, su instinto jamás le engañaba.
Aunque por dos veces consecutivas había demostrado al capataz
que su revólver no se equivocaba, estaba más que seguro de lo
peligroso que resultaba como enemigo. Kent hubiese podido
terminar con él, pero no convenía a sus planes.
Kent se levantó porque creyó que le resultaría perjudicial
quedarse dormido. Estaba excitado. Supuso que un paseo a caballo
le sentaría bien. Fue en busca de su montura. Necesitaba estar solo
en un lugar tranquilo.
Era un paseo. Puso el caballo al paso. Seguidamente, al trote. Y,
sin apercibirse casi, a un galope furioso.
Los nervios de Kent Dayna se calmaron. Estaba en lo alto de una
colina. Divisaba todo el valle.
A lo lejos, observó la silueta de un jinete. Pensó que podría ser
Michael Lewis. Kent no tenía queja de Lewis. Cierto que era duro;
pero un hombre que se afanaba en ser justo también, merecía todos
los respetos. De cara a lo que le había traído allí, Kent pensó que no
debía andarse con remilgos; seguro que Lewis fue en su juventud un
aventurero y sabe Dios cómo consiguió aquel rancho.
Kent hizo cabalgar a su caballo, compitiendo con el viento. Su
cabello rojizo revuelto, y los ojos azules brillantes de excitación, le
daban apariencia de heroico pionero.
Aquel jinete desconocido se acercaba. ¿Sería quizá Lewis? Kent lo
deseaba. Era necesario hablar con Michael Lewis si quería consolidar
sus planes. No le convenía tener enemigos dentro del rancho.
¿Dónde diablos andaba metida Diana Lewis? La pregunta se
mantenía perennemente, no había descubierto rastro de la chica.
Claro que tampoco le dejaron, pues le hicieron sudar de lo lindo.
Desde luego, Holden pensaba ganar los billetes muy descansado...
El jinete se acercaba. De pronto, Kent vio su cabellera dorada
brillante bajo los rayos del sol. ¡Era una mujer!
Estaba escrito. Sin duda era el destino o algo parecido. Kent
estaba seguro de no equivocarse.
Se detuvo, esperó. Aquella mujer era Diana.
Kent tenía la impresión de haber vivido aquel instante en otra
existencia.
Era una sensación muy particular, algo presentido. A pesar suyo,
sintió latir su corazón más apresuradamente que de ordinario. No
podía evitarlo. Estaba viviendo horas de gran intensidad y no
acababa de ponerse de acuerdo consigo mismo.
De pronto un grito desgarrador, espantoso, le puso la piel de
gallina. Era la joven que gritaba.
No solía hacerlo, pero apretó los flancos del animal con las
espuelas. El caballo dio un salto y emprendió una galopada loca.
Kent Dayna se puso pálido al contemplar el espectáculo que se
ofreció a su vista.
Un sudor frío inundó su cuerpo y tuvo que dominar el temblor de
todos sus miembros mientras desenfundaba el revólver.
Un águila gigantesca planeaba en el cielo. Su vuelo era rápido...
¡Y llevaba entre sus garras a un niño!
Kent estaba horrorizado. No sabía qué hacer.
La bella amazona que había gritado se acercó a él.
Era un silencio mortal, absoluto, mientras las nubes corrían
empujadas por el viento y sobre ellas se destacaba el pajarraco en
su vuelo terrorífico.
Kent empuñaba su revólver. Tenía contraídas las mandíbulas. Los
ojos de la mujer se encontraron con los suyos, ansiosamente.
Estaba seguro de acertar, pero desde aquella altura, el niño
moriría aplastado contra el suelo.
Ni una palabra. Ni un gesto. Sólo esperar con desesperación de
agonía.
La joven juntó las manos convulsivamente. Estaba rezando.
Los ojos de Kent, fascinados, seguían el siniestro vuelo de la
robusta y sanguinaria, ave.
Se elevaba. Kent se mordió los labios hasta hacer brotar sangre
de ellos. No podía soportarlo.
Cuando el águila parecía alejarse con su presa, sucedió el
esperado milagro. Retrocedió, planeando, acercándose al suelo. Las
montañas estaban lejos y quizá quería saciarse con su víctima
cuanto antes.
Vio Kent cómo se acercaba. Buscaba sin duda el pajarraco un
lugar adecuado para posarse en tierra. Fue bajando, bajando...
Kent volvió a respirar tranquilo. Intentaría salvar al chiquillo.
Dejaría que se acercara a la tierra... Prestó atención... Jamás había
estado tan pendiente del gatillo...
Disparó dos veces consecutivas cuando calculó que la distancia
no podía perjudicar al pequeño, caso de que estuviese vivo.
Vio cómo el niño caía, desprendido; y entonces, vació todo el
tambor, cuatro tiros más.
Estaba seguro de haber acabado con el bicho.
Galopó, seguido de la joven.
A pesar de algunas heridas y de la conmoción sufrida debido al
susto mayúsculo, el niño vivía aún.
Tenía unos cuatro años, de pelo oscuro y revuelto, fuerte y
sanote de aspecto.
—Es “Pescadito”, el hijo de nuestro cocinero —dijo la mujer.
—Y usted Diana Lewis, ¿verdad?
—¿Me conoce? Yo no a usted. ¿Es nuevo aquí?
—Sí. Pero ahora corramos a auxiliar a esta criatura.
***
Kent tomaba el café a pequeños sorbos. Había dormido bien,
pero le hubiese convenido dormir un poco más.
Pero Michael Lewis seguía apretándole las clavijas.
Aquel día prometía ser muy duro. Había un caballo que parecía
hijo del demonio.
Y era necesario ponerlo a tono.
Estaba saboreando el café. Era excelente.
Kent estaba ensimismado. Llevaba muchos días en el rancho, y,
sin embargo, le parecían una eternidad. Pero, una eternidad muy
agradable. Aquella vida le gustaba, aunque estaban abusando un
poco de él, para probarle. Esto es lo que había querido hacer, para
ello fue a ver a los rancheros de las inmediaciones de Kansas. No le
desagradaba Michael Lewis porque era un hombre que creía más en
los hechos que en las palabras.
Sintió que alguien se acercaba, a su espalda. Era el cocinero.
—Me gustaría hablar con usted, Kent.
—Diga lo que quiera.
En los ojos del cocinero, siempre tan astutos, había una
expresión humana, agradecida. Parecía que quisiera reprimir las
lágrimas.
—No puedo olvidar lo que hizo usted por mi chiquillo. Estaba
condenado a morir, irremisiblemente. La señorita Diana no se cansa
de alabarle a usted. Mi mujer le bendice. Y yo... siento lo del otro
día...; no me refiero a las quemaduras... Un hijo como “Pescadito” es
algo muy importante... Creo que le hemos tratado mal, Kent Dayna.
Dayna sonrió.
—No se preocupe, amigo. Sus palabras me hacen mucho bien. Lo
que hice lo repetiría por cualquiera. Yo no sabía que el pequeño era
su hijo. Celebro que hayamos tenido suerte y el chaval esté como
nuevo. No tiene por qué estarme agradecido.
—¿Usted cree? Pues lo estoy. No podré olvidar jamás su noble
hazaña.
—Está bien, hombre. A ver si desde ahora en adelante me
reservas tus mejores guisos. Pensar que me negaste un poco de
café...
—Lo sentiré siempre.
—No te preocupes. Ahí va mi mano.
El cocinero estrechó la de Kent. Su emoción era verdadera.
***
Los días transcurrieron iguales, pero no aburridos. Kent tenía
mucho que hacer.
Los cow-boys del rancho sentían respeto por él.
Era mucha hombrada demostrar agallas ante el capataz
Wanderflat. Y el salvar a “Pescadito” le hizo popular.
Pero los vaqueros no mostraban extremadamente sus simpatías,
porque Leslie Wanderflat odiaba con todas las fuerzas de su
temperamento a Kent. Había sido humillado y esperaba el momento
de vengarse.
El capataz no actuaba tal como hubiese deseado porque, pese a
su carácter violento, obedecía al patrón a rajatabla.
Michael Lewis, aunque su apariencia en la mayoría de los casos
correspondía a la de un ganadero retirado, usaba el “Colt”, en
ocasiones decisivas, como un jovenzuelo alocado. Y con puntería
además. Todos lo sabían. A sus cincuenta y pico de años tenía bien
aprendida la lección y en sus ojos podía leerse el aplomo del hombre
experimentado.
Kent Dayna trabajaba incansablemente.
Hubo momentos en que olvidó por completo a Kirk Holden.
La doma de potros le absorbía el tiempo. En los breves
descansos, fumando un cigarrillo, pensaba en Diana Lewis. ¡Preciosa
muchacha! ¿Era posible haberla adivinado en sueños? Aunque era
más hermosa... Con su pelo rubio como las espigas, y sus labios
rojos, incitantes... Y su silueta que hubiese enviado su homónima
Diana cazadora, la hija de Júpiter.
¿Dónde estaba? Desde el día que, emocionados los dos, llevaron
a casa a “Pescadito”, no la había vuelto a ver.
Pocas palabras mediaron entre ellos. Sólo sonrisas.
A Kent le gustó su boca entreabierta, mostrando sus dientes
brillantes.
Kent era el encargado de domar los potros. Habían sido criados
en pleno desierto y sus resabios eran peligrosos.
Michael Lewis daba un vistazo cuando lo creía conveniente.
La última vez que coincidieron, Kent se adelantó, sombrero en
mano, respetuosamente, tal como había visto hacer a los vaqueros,
incluso al mismo Leslie Wanderflat.
—Bien, patrón, ¿no cree que ha terminado el período de
pruebas?
Michael Lewis le miró a los ojos.
—Sí. Lo que hiciste el otro día con “Pescadito” es algo grande. Mi
hija no cesa de ensalzarte. ¿Dónde te enseñaron a disparar? Eres un
rayo.
—Todos sabemos manejar el revólver aquí.
—Sí, que se lo pregunten a Wanderflat. Está negro.
—Me provocó. Jamás aprieto el gatillo sin causa justificada.
Lewis suavizó la mirada dura de sus ojos azules. En aquel
momento, Kent, le halló gran parecido con su hija. El tono del
ranchero, al hablar, era nostálgico.
—Soy lo suficientemente viejo para conocer lo que piensan los
jovenzuelos como tú. No sé lo que te ha traído por aquí, ni me
importa tu vida pasada... Has trabajado como los buenos, y bien...
¿Dónde aprendiste?
—Eso quiere decir que me acepta.
—Un momento, joven. Eres un redomado buscador de aventuras,
¿verdad que no me equivoco? ¿Qué buscas aquí? Sí, sí, eres un buen
chico, salvaste a “Pescadito” y mi hija te considera un héroe. Pero yo
quisiera saber qué es lo que pretendes.
A Kent le había caído simpático el ranchero Lewis. Le gustaba
porque iba directamente al grano. Maldijo en su interior a Kirk
Holden. Cada vez le resultaba más penoso pensar en él.
—Pero el lío estaba empezando y tenía que continuar...
—Me gusta este trabajo y quisiera seguir en él.
Michael Lewis sonrió abiertamente, pero en sus ojos brillaba una
extraña lucecita.
—Está bien. Quédate, muchacho. Creo que vales. Sé que eres un
torbellino, pero tengo hombres aquí que no son serafines
precisamente. Lo que jamás hay que olvidar es que yo soy el amo
absoluto. Piensa que a mi edad sé “sacar” tan bien como tú. Y eso
es mucho, ¿no crees?
—Gracias. Eso es una alabanza.
—Bien. Kent. Basta de charla. Dedícate a esos angelitos —se
refirió Lewis a los cerriles.
—El peor es “Light”.
—¿Podrás con él?
Kent estuvo pensativo unos segundos.
—Sí —afirmó—, Y esa faena se la dedico a usted Para darle las
gracias.
—Dice mi chica que no hay hombre capaz de montarlo. Y ella
entiende de estas cosas.
—¿Ah, sí? —titubeó Kent—. Bueno, si me tumba, espero me
traten bien en la enfermería.
—Manos a la obra, Kent. No hay que negar que eres osado.
Michael Lewis se alejó, a buen paso. El sol caía de plano. Hacía
un calor bochornoso. Kent Dayna arrojó la colilla de su consumido
cigarrillo y se pasó por la frente sudorosa un pañuelo rojo. De no ser
por la sombra de Kirk Holden que flotaba en su mente, se hubiese
sentido satisfecho.
Pero sabía que estaba metido en un berenjenal, y consideraba
que era demasiado tarde para echarse atrás. Por otra parte, la
experiencia le aconsejaba dejarse de quijotismo. Jamás le había
resultado beneficioso.
“Light” era un magnífico caballo, fogoso y veloz. Tenía los ojos
inteligentes, casi humanos, y las crines rojas como el fuego.
Cazarlo había resultado una odisea. Podía escribirse un grueso
volumen sobre ello.
Todos, como la hija de Lewis, pensaban que sería imposible
domarlo.
En la cerca, formada por gruesos palos entrecruzados “Light”
cabriolaba inquieto.
Kent Dayna saltó la valla, situándose en el terreno del noble
bruto.
Se hallaban frente a frente. Kent, el experimentado jinete con su
pericia, valor y voluntad; “Light”, el salvaje y ñero, el relámpago que
se sacudía todo peso de encima con celeridad pasmosa.
Kent se acercó lentamente y “Light” se echó hacia atrás. Eran
dos orgullos en pugna. Fue entonces cuando Kent oyó voces. Se
acercaba gente. Eran cow-boys del rancho. Giró la cabeza.
Inmediatamente descubrió la mata clorada de pelo. Era Diana.
Su padre le habló de los planes de Kent y ella acudió
inmediatamente a admirar la proeza. Como ni incluso los secretos
pueden ser guardados, corrió de boca en boca lo que se proponía
hacer Kent Dayna, y los vaqueros no quisieron perderse el
espectáculo.
Así fue como sobre la circunferencia de madera se apoyaron los
hombres.
Parecía una fiesta en la que se celebrara un rodeo.
Kent pensaba hacer el trabajo solo, no dar un espectáculo.
Aunque descubrió que, en el fondo, le agradaba la expectación. Y,
principalmente, la presencia de Diana.
Pero no estaba tan tranquilo. Temía ser vapuleado. El sentido de
responsabilidad le restaba aplomo.
“Light”, por instinto, sabía lo que se le venía encima. Por eso se
escurría, corveteaba...
Kent le seguía los pasos, atento, presto a saltar.
Los comentarios de los espectadores eran variados.
—No aguantará el primer porrazo.
—Dudo que pueda montarlo.
—Es un diablo con cuatro patas.
El del capataz Wanderflat, allí presente también, fue el más
expresivo.
—Este tipo tiene muchos humos. Creo que “Light” va a
bajárselos.
Diana Lewis tenía los ojos brillantes y la boca entreabierta. No
oía absolutamente nada de cuanto se hablaba a su alrededor. Su
mirada ávida se clavaba en el atrevido jinete. Era una mujer de
carácter recio y no estaba acostumbrada a galanterías, pero le
impresionó el continuado disparar de Kent sobre el águila y la
salvación de “Pescadito”. Desde aquel día, se hallaba muchas veces
pensando en Kent Dayna, y sentía una emoción desconocida hasta
entonces.
Llegó el segundo preciso. Kent, de un salto felino, montó a
“Light”.
El potro se quedó inmóvil. Parecía de bronce. Pero sus crines se
erizaron.
Kent apretó los labios. Por nada del mundo se dejar ría tumbar.
Ella estaba allí. Por lo que Kirk Holden le había contado, aquella
mujer admiraba la fuerza. Seguro que dejaría de considerarle si
“Light” le tumbaba, a pesar de lo de “Pescadito”,
“Light” comenzó con sus tretas. De la inmovilidad pasó a un loco
paroxismo. Eran saltos endiablados, en todas direcciones, girando
sobre sí mismo.
Aquel caballo estaba dispuesto a matar al atrevido que osara
montarle.
Parecía imposible que Kent siguiera sosteniéndose sobre aquella
fuerza desatada.
Y, sin embargo, se sostenía, pegado como un centauro.
Toda la ciencia y voluntad de Kent se combinaban para vencer al
bruto. La idea de un posible fracaso había desaparecido de su
mente. Era tan fuerte su deseo de vencer, que le parecía imposible la
derrota.
Transcurrieron cinco minutos entre aclamaciones. Kent no era
despedido al suelo tal como pensaron algunos.
El capataz Wanderflat, que deseaba ver humillado a su enemigo,
tenía la boca abierta de estupefacción y no acababa de creer en
aquel prodigio.
El azogado cuerpo de “Light” se proyectaba frenético prodigando
sus fuerzas terroríficas en caóticas convulsiones. Escurría el cuerpo
mientras sus patas se movían como rayos...
—Este caballo es extraordinario —comentó un vaquero que se
hallaba junto a Diana.
A lo que replicó ella, entusiasmada:
—Al jinete habrá que llamarle Excelencia.
Kent comenzó a sentirse seguro. Ya no sentía el cuerpo
zarandeado como si mil diablos tiraran de él. Afianzó las piernas, que
tantas veces creyó estaban a punto de ceder.
Intentó hacer correr a “Light”. Y el bruto corrió juiciosamente,
como si fuera a estrellarse contra la cerca.
Entonces, el caballo salvaje se detuvo instantáneamente, bajo las
órdenes de Kent, a un centímetro del límite.
El animal arqueó el lomo y sus patas parecieron buscar un solo
punto de apoyo. Quedóse inmóvil. Estaba cubierto de sudor y
parecía cansado.
Kent le clavó las espuelas.
Entonces “Light”, que no se daba por vencido, dio un salto
fabuloso.
Kent no lo oyó, pero todos los espectadores lanzaren un grito de
emoción.
Suponían que acababa de llegar el final de Kent Dayna como
domador.
Kent palideció, a punto de ser despedido. Pero algo intangible
parecía unirle con la bestia —su poderosa voluntad quizá —y no
sucumbió.
El fuego que consumía a “Light” fue apagándose, en su salvaje
mirada pareció brillar una inteligente resignación. Poco después,
Kent hacía piruetas sobre sus lomos.
Cambiaron sus facciones pálidas y cansadas. El triunfo hizo que
se colorearan sus mejillas. Sentía un placer indescriptible.
De un salto se situó en tierra, llevando de la brida a "Light” más
suave que un guante.
Su primera mirada fue para Diana. Y sintió emoción al verla.
Estaba seguro de que aquella muchacha era sensible. Su cara la
delataba. Era visible que había estado sufriendo por él, ¡por él! Aun
quedaba angustia en sus ojos y no había color en sus mejillas de
seda... Se acercó a ella...
—Señorita: no creí que esto tuviera tanta importancia como para
hacerla venir hasta aquí. Le aseguro que pensaba hacer la faena
solo.
Ella sonrió. Estaba ya tranquila y bonita.
—No disimule. Está usted orgulloso como un pavo. Dele un
bocado a “Light” y venga conmigo. Creo que papá se alegrará de
saber esto. ¿Qué le parece?
—Me agradará. Debido al nerviosismo, apenas tuve tiempo de
presentarme. Lo primero era “Pescadito”, claro...
—Ni yo he tenido tiempo de darle las gracias. En realidad fui
quien pidió auxilio.
—Vuelvo en seguida...
Pero los cow-boys no tardaron en rodear a Kent, felicitándole, sin
disimulos.
El capataz Leslie Wanderflat se alejaba, mordisqueando
nerviosamente un puro, rabioso contra aquel inoportuno forastero.
CAPITULO VI
Kent Dayna andaba al lado de Diana Lewis, camino de la
vivienda. Sentía la satisfacción del triunfador.
Esa satisfacción era estimulada por la joven que, con naturalidad,
comentaba y celebraba la hazaña realizada con “Light”, el
indomable.
—Pocos creían en su triunfo, Kent.
El muchacho sonrió con modestia.
—Lo sabía. Quizá por eso me afané más y derroché todas mis
energías. ¿Quiere que le diga una cosa, señorita Diana?
—Naturalmente.
—Bien. Le dedico, más bien, le dediqué la faena. Estaba usted allí
y me infundió ánimos su presencia. Considérelo como el justo
homenaje a una mujer hermosa.
En las mejillas de Diana se formaron dos deliciosos hoyuelos.
—Veo que además de tratar con cerriles, sabe usted halagar a las
damas. Espero que no sea un conquistador profesional. Lo sentiría
porque me agrada lo que me ha dicho. Es sincero, ¿verdad, Kent?
Me ha gustado como acaba de domar a ese potro, pero prefiero lo
del otro día... Vi su ansiedad por salvar a "Pescadito”... A mí la gente
no acostumbra a engañarme...
Diana vio un gesto indefinible en el rostro de Kent.
—No se molesta por eso de conquistador, ¿verdad? —continuó—.
Se lo dije en broma, porque la gente de su oficio no acostumbra a
decir lindezas; y usted las ha dicho, y bastante bonitas. A las
mujeres nos agradan...
—¡Kirk Holden! Kent tenía a Kirk Holden en la cabeza. De no ser
por Holden, no se le hubiese ocurrido meterse en aquel lugar de
Colorado.
Era lo único que le agradecía. Lo demás, le repugnaba. Jamás
debió acceder, mas en este caso no habría conocido a la deliciosa
mujer que llevaba al lado. ¡Cómo le gustaba! El sólo conocía a
mujeres de saloon y las trataba con indiferencia. Aquella era
diferente... Holden le había dicho que Diana era de carácter
independiente, voluntariosa, cuya energía chocaba a veces con la de
su padre...; pero la hallaba dulce y exquisita...
Kent había triunfado, estaba en vías de convertirse en él ídolo de
aquel rancho, Diana parecía concederle toda su atención, y, sin
embargo, él estaba allí para planear un atraco, y las circunstancias
para conseguirlo se presentaban inmejorables. Porque sus éxitos
ayudaban a su oscuro objetivo.
No temía a Holden, ni a la banda, pero no resultaba fácil volverse
atrás. Por otra parte, desconfiado, no esperaba gran cosa de nadie;
sabía cuán volubles son las personas, principalmente las mujeres. No
convenía, tampoco, hacerse demasiadas ilusiones.
En el mejor de los casos se sabría la verdad. Y tampoco era de
desdeñar la animadversión del capataz Wanderflat, hombre de
confianza de Lewis.
Después de unos segundos, durante los cuales un torrente de
contradictorios pensamientos sacudió su mente, contestó a Diana:
—Le he hablado sinceramente, señorita.
Decía verdad Kent. Pese a todo, sus palabras anteriores nada
habían tenido que ver con el pacto hecho con Kirk Holden.
Entraron en la vivienda.
En un gran salón, sobre cuyas paredes se exhibían trofeos de
caza, estaba, sentado en un cómodo sillón, Michael Lewis. Al ver a
su hija en compañía de Kent, se levantó.
—Papá, te traigo a un héroe. ¡Ha montado a “Light”!
Los ojos azules de Lewis brillaron.
—¿Es eso cierto? ¡Muchacho!
—Sí, señor. Creo que ha sido casualidad dominar a ese ciclón.
—Esto hay que celebrarlo. Supongo que le agradará tomar un
auténtico whisky.
—¿Y a quién no, señor?
Diana sirvió el licor, que paladearon lentamente.
—¿Un buen cigarro ahora?
—Acepto. Gracias.
—Tienes porvenir aquí, chico. Olvida tu rivalidad con Leslie
Wanderflat. Ya me cuidaré yo de arreglarlo. No quiero riñas en casa.
Las palabras de Kent fueron significativas, salidas del corazón:
—No tengo ningún interés en pelear. Hace tiempo que deseo
trabajar en paz.
Michael Lewis estaba satisfecho. A Diana le brillaban los ojos
azules, como un mar iluminado por el sol.
Contemplaban a Kent como un ser mitológico. Kent se sentía más
feliz de lo que nunca pudo conseguir. Aquella escena era la que
tantas veces había soñado cuando, perdido en el torbellino de
alguna desconcertante aventura, consideraba inútil su vida.
¿Le era permitido pensar en Diana, a su lado, y besarla
apasionadamente después de la dura jornada?
No le era permitido forjarse fantasías.
Salió del compartimiento después de saludar al patrón. Diana
quiso acompañarle.
—Ha sido usted muy bueno, Kent...
—No crea excesivamente en mí, Diana. Soy un hombre como
otro cualquiera.
Diana acercó su cara a la de él, lentamente, y besó con suavidad
sus labios.
—Toda buena acción merece un premio.
Kent se emocionó.
—Gracias...
Y se fue, dando tumbos, como un borracho, en dirección a su
alojamiento.
Pero no pudo llegar a él.
Oyó una voz a sus espaldas. La voz temblaba, consumida por la
cólera.
—Aquí sobra uno de los dos.
Kent dio media vuelta rápido.
Allí estaba frente a él Leslie Wanderflat. El capataz acababa de
ser testigo de la despedida cariñosa entre Diana y Kent.
***
Los ojos negros de Leslie Wanderflat brillaban, crueles. Su
expresión demostraba el odio que sentía.
Kent quedó sorprendido. Estaba viviendo en éxtasis. En el
momento de ser interrumpido, nada existía para él que no fuese
Diana.
Tardó unos segundos en adaptarse a aquella situación
imprevista. Afortunadamente, el capataz no esgrimía su revólver,
porque sabía que matar traicioneramente a Kent podría significar el
fin de su preponderancia en el rancho.
Kent, recobrado el sentido de la realidad, dedujo que lo que
quería Wanderflat era desquitarse, provocando una lucha a puñetazo
limpio, confiando en la victoria debido a la fuerza de sus músculos.
—¿Qué pretende, capataz?
—Darte una paliza.
—Aunque así sea, ¿qué va a ganar con ello?
—¡Quiero romperte los huesos! He de vencerte. ¿Cómo van a
respetarme si no lo consigo?
—Eso son sólo tonterías.
—Tonterías, ¿eh? —se adelantó Wanderflat. Y lanzando su puño
derecho, como una maza, intentó aplicarlo a la cara de Kent.
Kent había invocado razones, pero ante el vendaval de golpes
que presentía, optó por pegar duro.
Por el momento consiguió esquivar el fulminante derechazo de
Wanderflat, jugando ágilmente el cuerpo.
El capataz estaba envalentonado, pero no acertó, en principio,
ninguno de sus terribles golpes. ,
Kent se lanzó al ataque, impetuosamente, y aplicó un golpe duro
en la barbilla de Wanderflat quien, a pesar de su fortaleza, se
tambaleó.
Otro golpe a continuación pareció abatirle, pero el fuerte capataz
reaccionó y consiguió clavar su puño de hierro en el mentón de
Kent.
La lucha, nivelada, era de un gran dramatismo. Uno y otro
contendiente aguantaban las respectivas embestidas. No
desestimaban ocasión de pegar peligrosamente.
Así transcurrieron Unos instantes hasta que Kent, superándose a
sí mismo, consiguió una movilidad escalofriante. Y sus puños
marearon a Wanderflat con una serie de ganchos seguidos de un
directo impresionante.
Fue cuando Leslie Wanderflat, el orgulloso capataz, sangrando
por la nariz y con las cejas abiertas, se debilitó. Y Kent terminó lo
que había empezado: con un golpe definitivo derrumbó al que se
creía un gigante.
Wanderflat resoplaba. Kent se avino a ayudarle.
—Usted lo ha querido. Yo no busqué esta pelea.
El capataz no contestó. Estaba humillado. Pero sentía más odio
que nunca.
—¡Te haré comer la tierra que pisas! —aún se sintió con fuerzas
para amenazar.
Kent se encogió de hombros y se dispuso a retirarse. Jamás
podría hacer las paces con aquel hombre tan vengativo.
***
Michael Lewis miró a su capataz mayor.
—¿Qué ocurrió ayer, Wanderflat?
El aludido bajó la cabeza.
—Nada. Me provocó. Se cree que es el amo.
—No quiero peleas aquí, ¿entiendes? También a él voy a largarle
un buen sermón. Hay sitio para todos en este rancho. Déjate de
bobadas. Tengo una misión para ti. ¿Te gustaría ir a Kansas City?
Gestionarás una buena operación de compra de ganado. El ranchero
Rack Roll quiere desprenderse de varios miles de cabezas.
—Está bien, patrón...
Michael Lewis se enfureció.
—No quiero esa desgana en ti, ¿entiendes? No me gusta. Te voy
a romper la cara si no cambias de actitud.
Wanderflat procuró mantenerse impasible.
—Está bien, patrón...
Michael Lewis estaba enfadado. ¡Vaya tipo testarudo su capataz!
Lo que pasaba es que tenía unos celos furibundos. Allí tenía cabida
todo el mundo con tal de que sirviera para algo. Si el joven Kent
había demostrado cualidades tenía que quedarse. ¡Maldita envidia!
Que andase con cuidado el capataz... Lewis estaba de bonísimo
humor y no quería notas disonantes... Los negocios marchaban
estupendamente, y Kent Dayna era una fenomenal adquisición. Si
no, que se lo preguntaran a “Light”.
—Papá, me prometiste un baile cuando el trabajo menguara;
creo que ahora...
Diana le decía eso a su padre varias veces al año, pero el baile
sólo se celebraba una sola vez.
—Está bien, está bien, pequeña...
Aquella vez papá parecía accesible. Diana insistió.
—Creo que un poco de baile alegrará nuestros espíritus —accedió
el ranchero.
Entretanto, Leslie Wanderflat partió hacia Kansas City. En su
rostro había odio y mal humor. De no haber temido al patrón, seguro
que hubiese cometido cualquier locura.
CAPITULO VII
En Kansas, el sheriff Sam Wonder estaba furioso. No podía
olvidar la mala pasada que le había jugado Kent Dayna.
Estaba de mal humor y procuraba disminuirlo bebiendo unos
whiskys en el saloon.
Aún le dolía la barbilla de resultas del directo de Kent.
Como era hombre que sabía imponer el orden en Kansas, no
cesaba de lamentarse, como si quisiese consolarse a sí mismo. Su
amor propio había recibido una herida que no acababa de cicatrizar.
—Otro trago —pidió.
—No se preocupe más, sheriff —intentó consolarle el camarero—.
Era una mala cabeza y hemos de celebrar que se largara. Aún
recuerdo el estropicio que armó...
El sheriff bebió el licor de una vez.
—Era un diablo simpático el condenado. Creí en él y lo dejé salir
de la cárcel. Después, cuando volví a ponerlo a buen recaudo por
segunda vez, se burló de mí. Nunca más tendré en cuenta mis
corazonadas... Estoy indignado... ¡Creo que voy a poner precio a su
cabeza! ¿De qué se ríe, Kirk Holden?
Kirk Holden estaba allí también, fumando un largo y retorcido
cigarro y sorbiendo whisky como de costumbre.
—No se enfade, sheriff —apaciguó Holden—. Estuve en su
“hotel” por armar juerga, pero sabe que me estoy portando bien. Lo
que pasa es que conozco a los tipos como Kent Dayna. No se
moleste en hacer imprimir un cartel. Este se ha largado quién sabe
adónde y no vamos a verlo más. Es una opinión, haga lo que
quiera..., aunque le advierto que Dayna me cayó antipático. No me
disgustaría cazarlo y cobrar la recompensa. ¿Cuánto vale?
—Si me lo trae vivo le doy mil dólares.
—¿Muerto no?
Titubeó el sheriff un largo instante.
—Muerto, no. Lo quiero vivo. Quiero, colgarlo yo mismo.
Había algunas personas en el mostrador que seguían el diálogo.
Pero una de ellas, aunque procuraba disimularlo, manifestaba un
gran interés. De haberle observado el más indiferente de los
parroquianos, hubiese visto que al pronunciarse “Kent Dayna”, por
poco derrama el licor contenido en el vaso que sostenía con la
mano.
Aquel hombre curioso era el capataz Leslie Wanderflat, recién
llegado a Kansas.
Wanderflat pidió otro whisky y lo paladeó lentamente, con placer.
En aquel momento se sentía absolutamente feliz.
Estaba pensando en Kent Dayna y sus triunfos, en el beso que
Diana dejó en los labios de Kent; estaba pensando en las derrotas
que Kent le había infligido, imposibles todas de borrar o de superar...
Estaba pensando en la bronca recibida del patrón... Wanderflat veía
derrumbarse el gigantesco castillo de sus planes: la belleza de Diana
que deseaba con ardor; el dinero de Lewis, premio que se hallaba en
la meta de un futuro distante, pero cómodo de esperar; y el
temeroso respeto de todos... Wanderflat, aunque de mediana
inteligencia, comprendía que la poderosa personalidad de Kent
Dayna lo avasallaría todo...
Y mientras sus desordenados pensamientos ponían sus nervios al
rojo vivo; allí, en aquel saloon de Kansas, acababa de ser
pronunciado por dos veces el nombre de Kent Dayna. ¡Kent Dayna!
Y era el sheriff, un hombre indignado, el que quería ahorcar a Kent,
quien, por lo visto, gozaba allí de malísima reputación.
Minutos antes, el capataz hubiese consentido en dejarse cortar el
índice de la mano izquierda por saber aquella desconocida
procedencia, el escandaloso antecedente de Kent Dayna.
Y acababan de servírselo en bandeja.
Se sentía feliz. Porque también los seres mezquinos pueden ser
felices si se cumplen sus turbios deseos.
—¿Es que no tiene suficiente trabajo, sheriff? —le decía
entretanto un cow-boy al representante de la ley.
—¡Lo voy a colgar! —vociferó el sheriff mientras se echaba al
coleto el cuarto whisky.
Si el tamaño puede dar una idea de la capacidad de atención, el
capataz Leslie Wanderflat poseía en aquellos momentos una
capacidad de elefante en lo que a orejas se refiere.
En verdad, Sam Wonder, el sheriff, estaba ofendido, porque pese
a la rudeza de su profesión era un tipo sensible, y poseía un corazón
como una casa. Por eso se tomaba más a pecho las jugarretas.
Sin salirse de una línea discreta que siempre mantenía, pero
debido a los efectos del alcohol, el sheriff charló por los codos. Y los
que le rodeaban atizaron el fuego, mientras Kirk Holden, que andaba
a lo suyo, procuró despistarle.
Precisamente Holden estaba esperando que transcurrieran
algunos días más. Seguro que el simpático y atractivo Dayna se
estaba saliendo con la suya. El pillastre tenía necesidad de dinero y
trabajaría bien. La fruta verde maduraría, y... ¡zas!
El capataz Leslie Wanderflat no perdió una sílaba de todo cuanto
se dijo mientras fumaba y bebía.
Cuando la conversación decayó, al ver que nada nuevo podía ser
oído por el momento, dejó su sitio y se acercó al sheriff.
Andaba con parsimonia mientras pensaba las palabras que iba a
pronunciar, y llamó la atención, pues después de haberse mantenido
quieto durante tanto rato, ahora caminaba en línea recta hacia su
objetivo: Sam Wonder.
Y su actitud era todo un presagio. Podía verse, a las claras, que
era muy serio lo que tenía que decir.
El sheriff le vio acercarse, y esperó. No tenía idea de lo que diría
ni había visto a aquel hombre en su vida.
—Buenas noches —saludó Wanderflat—. Usted es el sheriff. He
venido aquí por negocios. No creí que fuese necesario ponerme en
contacto con usted, pero acabo de oír ciertas cosas y creo que lo
que yo pueda decir ha de interesarle. Me llamo Leslie Wanderflat.
A Kirk Holden se le cayó el puro de entre los labios.
El sheriff pestañeó.
—¿Wanderflat? No recuerdo. Diga lo que le trae aquí.
—¿Cuánto ofrece por Kent Dayna vivo? —el capataz no lo pensó
dos veces, haciendo la proposición crudamente, ante testigos.
A Sam Wonder se le pasó la ligera borrachera.
—¿He entendido bien? ¿Sabe dónde está Dayna?
Wanderflat sonrió.
—Naturalmente que lo sé.
—Dígamelo en seguida.
—¿Cuánto ofrece por Dayna, vivo? —repitió el capataz.
Kirk Holden tenía la mano en la culata de su revólver. Y de buena
gana hubiese apretado el gatillo.
Era una imprevista complicación.
—Dije mil dólares. Lo oyó, ¿verdad? ¿Cree que vale más?
—Según como se mire. Pero... quiero tratar este asunto en su
oficina.
Salieron juntos, el sheriff y el capataz.
Les siguió Holden, pasado algún tiempo, por ver si pillaba algo.
Aquello parecía alterar sus planes.
En el saloon quedaron los chismes, los comentarios. Más tarde, el
whisky y las cartas hicieron olvidar a todos lo ocurrido.
***
Aún lucían las estrellas en el cielo cuando Kent Dayna se levantó.
Necesitaba pocas horas para descansar.
Salió del dormitorio y se dirigió en derechura a la cocina.
—Ahora que somos amigos, supongo que me darás un buen
café.
—La gloria te daría, muchacho, si pudiera —sonrió abiertamente
el cocinero.
—¿Qué tal está “Pescadito”?
—Estupendo.
—Es un chaval simpático. Voy a llevármelo cualquier día de estos
de excursión.
Bebió el café, a sorbos. Estaba más que bueno. Encendió el
primer cigarrillo del día.
Dio una vuelta por los corrales. Allí estaba “Light”. Le dio una
palmada. Por poco recibe una coz en el vientre.
Un vibrante sonido se esparció en el aire. Y seguidamente, la voz
del cocinero:
—¡A desayunar!
Dayna sentía apetito. Los hombres estaban sentados alrededor
de la mesa.
Kent Dayna ocupó su puesto.
—Hola, chicos —saludó jovialmente. Aquellos días, todos le
demostraban gran simpatía y se hallaba a gusto entre ellos. Kent
estaba deseando entrevistarse con Kirk Holden y poner las cartas
boca arriba. Los muchachos —y más aún por la ausencia de
'Wanderflat— le gastaban bromas y reían con él.
Pero vio que todos los hombres que se hallaban sentados a la
mesa tenían el rostro grave. De momento, no comprendió. Echó una
ojeada y vio al cocinero que le hacía señas. Se acercó a él.
—¿Qué ocurre?
—Kent..., ha regresado el capataz.
—Bueno, ¿y qué?
—Ha venido acompañado del sheriff de Kansas. Han hablado con
el patrón. Míster Lewis está indignado.
A Kent, la noticia le pilló desprevenido.
—¡Demonio! —exclamó.
—El sheriff viene a prenderle. Huya, Kent. No sé quién es usted
en realidad, pero me basta con lo que hizo por mi hijo.
Kent Dayna era un luchador y su hombría no podía ponerse en
duda. Lo demostró echándose a reír.
—¿Irme yo de aquí? Voy a quedarme a ver qué pasa.
Los vaqueros observaron a Kent con curiosidad. Y él se acercó a
ellos, ocupó su puesto y se dispuso a despachar los consabidos
huevos con tocino.
—¡Alegrad esas caras, amigos! Os aseguro que el simpático, pero
cabezudo sheriff de Kansas, saldrá de aquí con las manos vacías. Ya
lo veréis.
Los ojos de los cow-boys expresaron admiración. Kent desayunó
con gran apetito.
Aunque en el fondo, no las tenía todas consigo. Aquello se
complicaba más y más.
—Vete.
—Esfúmate.
—Tendrás ocasión de volver.
Esos eran los consejos, pero Kent ni los oía.
Hasta que una voz familiar llegó a sus oídos.
—¡Manos arriba, Kent!
Acababa de presentarse el sheriff Sam Wonder. A su lado,
Michael Lewis y Leslie Wanderflat. El primero muy serio, el capataz
sin poder disimular su satisfacción.
Kent no obedeció en seguida. Miró tranquilamente al sheriff.
—¿Usted por aquí? ¿Qué pasa? ¿Está de vacaciones?
—Levanta las manos, descarado. No quiero que me engañes por
tercera vez.
—Jamás le engañé, sheriff. Se equivocó la segunda vez que me
metió en su jaula. Es usted un buen chico, pero, en mi caso, le ha
perjudicado el exceso de celo.
—¡Levanta las manos!
—Está bien, hombre... No se enfade. ¿Qué quiere?
Y Kent obedeció.
—Le reclama la ley.
—¿Qué ley? ¿La de Kansas? Estamos en Colorado.
—¿Qué más da? Tengo testigos aquí. Usted me maltrató. Y no es
eso sólo. Estoy seguro de hallar en su vida pasada motivos
suficientes para ponerle la corbata.
Kent, con las manos en alto, se echó a reír.
—Estoy muy a gusto aquí y no pienso moverme. Usted se ha
confundido conmigo, sheriff. Que le oiga míster Lewis lo buen chico
que soy.
Michael Lewis dejó caer lentamente las palabras.
—No sabía que era usted un indeseable, Kent.
Kent Dayna mostró una absoluta decepción.
—Siento que el bonachón de Sam haya complicado las cosas...
aunque quizá sea otra persona la causante de todo este embrollo.
¿Me equivoco, Leslie Wanderflat?
—Cuando te eché el ojo, supe en seguida que eras un gun-man.
Pero deslumbraste a todos domando a “Light” —fue la fría respuesta
del capataz.
Kent bajó los brazos, lentamente.
Wanderflat sacó su revólver.
El sheriff dudaba en apretar el gatillo.
Kent Dayna giró en redondo.
—¿Por qué no me disparan a la espalda? He dado la vuelta, no
quiero verles la cara.
El capataz creyó llegada su ocasión. Una leve presión y se acabó
Kent Dayna, el temido rival.
—¡Alto! ¡No disparen! Por el momento, este hombre está bajo mi
custodia —exclamó Michael Lewis.
Wanderflat obedeció, el sheriff bajó el arma. Kent Dayna giró de
nuevo y les dio la cara.
—Esto está muy bien. Confiaba en su caballerosidad, míster
Lewis. Me gustaría saber qué historias le han contado de mí.
Los penetrantes ojos azules del ranchero se clavaron en los de
Kent.
—No voy a consentir que le maten en mi propia casa —dijo—.
Reconozco los méritos que ha contraído estos días, pero creo en la
palabra del sheriff y también en la del capataz Wanderflat.
—Ese hombre es mi preso, señor —reclamó el sheriff.
—Está en mi rancho, y en mi rancho mando yo. Que se aloje en
una habitación y, mientras, decidiremos.
CAPITULO VIII
Kent se vio preso en una alegre habitación de la vivienda.
Jamás imaginó que el sheriff Sam se apersonara en el rancho.
Indudablemente, las circunstancias estaban contra él.
No estaba dispuesto a regresar a Kansas en compañía del sheriff
aunque acababa de ser desarmado.
Aun así, todo estaba perdido. Sería imposible volver a empezar.
El ritmo del tiempo parecía haberse resquebrajado; tendría que
volver de nuevo a la lucha sin esperanza.
Pensó en huir y desaparecer, dejando atrás a Lewis, Wanderflat,
y Kirk Holden. Huir lejos...
Y a Diana la consideraría un sueño imposible, una sombra, sólo
un recuerdo...
Sintió un ruido. Era el pestillo, al levantarse. Seguramente era el
tozudo sheriff junto a Lewis y Wanderflat.
Quizá había hecho mal dejándose desarmar. Mejor hubiera sido
empezar a tiros, echar a correr y montar a “Light” aunque fuese a
pelo.
Se abrió la puerta. No era el sheriff, ni Lewis, ni
Wanderflat. Era Diana. Con un dedo sobre los labios
recomendaba silencio. Cerró por dentro.
—Kent...
Kent Dayna olvidó todas sus cuitas.
—La verdad, no la esperaba...
—¿Qué cuentos se traen esos hombres? ¿Verdad que no es cierto
lo que dicen de usted?
—Yo era un muchacho algo travieso, Diana. Le pegué al sheriff
Sam y está muy enfadado. Visité su cárcel dos veces, no quiero
engañarla. Me llamó mala cabeza... Lo que no entiendo es cómo
Wanderflat se puso de acuerdo con él. No se preocupe, señorita...
Los ojos de Diana echaban fuego.
—El hombre que salvó a “Pecadito” y el que dominó a “Light” no
puede ser malo. Tenga un revólver, y haga lo que crea más
conveniente. Yo veo el juego, Kent. El capataz le odia terriblemente,
y no sólo por las palizas sufridas sino por... ¡si pudiera ver sus ojos
cuando me mira!
Kent se acercó a Diana. Cogió el revólver que le cedía, y lo colocó
en su cinturón.
Después, dejó caer sus manos, suavemente sobre los hombros
de ella y la atrajo hacia sí.
—Creo que es usted la muchacha más buena y bonita que he
conocido en mi vida. No sé lo que será de mí, pero le juro que
siempre la llevaré en mi corazón.
Diana tenía los ojos entornados.
—Yo creo en ti, Kent, a pesar de todo.
Tenía los labios rojos entreabiertos y Kent los besó con pasión.
—Te quiero. Te quise desde un principio.
—Y yo a ti... desde el primer momento.
Se oyó el chirriar de una llave.
Sus cuerpos unidos en amoroso abrazo, se desligaron. Apenes
tuvo tiempo Diana de ocultarse.
Era Leslie Wanderflat.
Sonreía desdeñosamente viendo humillado a su enemigo.
—Sígueme. El sheriff te espera. Está con el patrón.
Apuntaba a Kent con un “Colt”.
—No pienso moverme de aquí, señor capataz —fue la respuesta
irónica de Kent.
—Voy a bajarte las agallas —se adelantó Wanderflat, dispuesto a
vapulear a Kent, creyéndole desarmado.
Kent no esperó demasiado. Y usó como él sabía hacerlo el
revólver cedido por Diana. De un disparo deshizo la pistola que
empuñaba Wanderflat y aún no repuesto éste de su sorpresa recibió
un culatazo en el cráneo que le dejó sin sentido.
Nuevamente apareció Diana.
Y lo condujo a su habitación. Oficialmente, acababa de evadirse y
desaparecer.
—Sígueme, Kent.
Diana fue directamente a ver a su padre.
—Papá, tengo que hablar contigo.
—Te veo muy excitada, ¿qué es lo que te ocurre?
—No hay derecho a hacer lo que estáis haciendo con Kent. Es
bueno.
—No hay que fiarse de las apariencias.
—Se emocionó al ver a salvo a “Pescadito”.
—Tú no conoces a los hombres.
—Este sheriff no tiene derecho alguno. Que se vaya a Kansas.
Además, todo lo ha enredado Wanderflat. Le tiene ojeriza a Kent.
¿Es que estás ciego? Pone cara de antropófago cuando me mira...
—Bien, al grano; ¿qué quieres?
—Que se vaya el sheriff y se quede Kent.
—¿Quieres ser más fuerte que la ley?
—¿Qué ley y que...? Mira, papá, yo estoy enamorada de Kent y
quiero casarme con él, ¿sabes? Eso es todo.
—¡Santo Dios!
—Esto no me lo quitas de la cabeza, papá. Si lo meten en la
cárcel iré a hacerle compañía.
Michael Lewis encendió un cigarrillo, lentamente,, y dijo con
serenidad:
—Hay que reconocer que es atractivo y valiente. Parece noble.
Pero su reputación es de gun-man peligroso. Es un aventurero.
¿Podrá hacerte feliz? No seas loca... Vino aquí buscando refugio...
También yo creía en él; pero el sheriff Sam Wonder vino a
desilusionarme.
—¡Tonterías! Perdona..., papá... No me lo pintes como un lobo
entre ovejas. A ninguno de vosotros se os ha oxidado el revólver en
el cinto. En cuanto a Wanderflat, confiesa que le retienes porque te
conviene. Es un bruto que sabe imponerse a los muchachos. ¿Sí o
no?
Míster Lewis encendió otro cigarrillo y al menos estuvo callado
cinco minutos.
—Oye, Diana, ¿estás segura de no equivocarte? —inquirió al fin.
—Segura.
—Está bien. Voy a decirle a ese sheriff que se largue. Pero,
presta atención. Si se desmanda el mozalbete le meto un tiro entre
las cejas.
Diana se deshizo en mimos.
—Eres un gun-man, papá..., pero te adoro. Te recuerdo la fiesta.
Me parece que Kent debe ser un fenómeno bailando...
***
Ante las revelaciones del sheriff y la presión de Wanderflat,
míster Lewis llegó a creer que Kent Dayna le había tomado el pelo. Y
obró en consecuencia aunque no podía desprender de su ánimo la
simpatía que le inspiraba el muchacho. Dominó sus inclinaciones,
procuró ser justo, y se mantuvo duro. Pero su hija acababa de
solucionar un caso que le hubiese costado largas noches de
insomnio. Diana era como él, tesonera, audaz. Algunas trifulcas
habían tenido, ya que ambos caracteres eran del mismo temple.
Pero míster Lewis comenzaba a ceder. A sus años, gustaba de
fingirse perdedor y proporcionar felicidad a su única hija.
Michael Lewis se dirigió hacia la habitación donde suponía preso
a Kent. Pensaba congraciarse con el muchacho y hacerse simpático.
Se quedó de una pieza al ver, tumbado sobre el suelo, a Leslie
Wanderflat.
Procuró reanimarle. No volvía en sí. Llamó a dos muchachos.
Ordenó que le atendieran y alojaran. Uno de ellos fue en busca del
doctor.
La situación era otra. Michael Lewis creía que Kent acababa de
escaparse. Pensó que lo mejor era ir a ver al sheriff. Subid a su
habitación. No estaba.
Dio vueltas y más vueltas, sin resultado. Llegó hasta la cocina.
—¿Dónde está el sheriffs
—Dejó esta carta, señor. Parece que se ha marchado. Lewis leyó:
“No quiero perjudicar a Kent. Me han dicho que trabaja y se
porta bien. Puede que no valga la pena el papeleo de su traslado a
Kansas. Pero si es mal chico, avíseme. — Firmado: Sheriff Sam
Wonder.”
Michael Lewis se encogió de hombros.
¿Tanta complicación para terminar así? Quizá su hija tenía razón.
Daría ese baile tan ansiado. Acudirían las hijas de todos los
rancheros de los alrededores, y se morirían de envidia viendo a
Diana.
Lo malo es que Kent Dayna había volado. Eso creía.
Pero aquella noche, Diana tuvo que contarle toda la verdad.
Kent no podía pasar la noche en su habitación. Al muchacho
tampoco le agradaba tener que estarse allí quieto.
—¿Dónde diablos se habrá metido ese condenado?
Era la quinta vez por lo menos que Michael Lewis repetía la
pregunta. Se le veía preocupado.
En un principio, Diana —pues padre e hija se hallaban solos
tomando café en un pequeño salón—, le había replicado,
irónicamente:
—No te tortures más, papá, y piensa en ese pobre Wanderflat,
sin sentido... Kent sabrá arreglárselas.
—Oye, pequeña, que me aspen si te entiendo. Sírveme whisky.
¿Es que sabes algo?
Una cándida mirada y bajó los ojos.
—Sí...
—¡Demonio! ¡Y me tiene frito toda la tarde!
—No te enfades, papá. Tenía que asegurarme. Kent está en mi
cuarto.
A Michael Lewis se le dilataron los ojos.
—¿Qué dices? ¿En tu cuarto? ¡Claro que vas a tener que casarte
con él! ¡Eres peor que “Light”, hija!
Diana sonrió.
—No hagas melodrama, papá. Allí era un sitio seguro antes de
saber a qué atenerme. Pero, pese a lo que digan algunos, Kent es
un perfecto caballero.
Lewis respiró. En realidad estaba contento al saber que Kent
Dayna se hallaba en su casa. Diana se apercibió de ello.
—Voy a buscarlo —dijo.
—No. Espera —atajó su padre—. De eso me encargo yo.
Kent Dayna oyó unos golpecitos suaves en la puerta y abrió. Al
fin regresaba Diana. Jamás se saciaba de contemplar su hermosura.
Pero al ver a Michael Lewis, por poco se cae del susto.
—¿No me esperabas, perillán?
Kent tragó saliva.
—No...
—¿Estás decepcionado?
—Francamente, sí. Supongo que le guarda las espaldas ese
sheriff fanático. Usted no lleva armas, y le respeto. Pero si asoma el
hocico ese Wonder, le vuelo las manos. ¿Cómo se ha enterado de
que estaba aquí?
—Primero vi a Leslie Wanderflat tendido...
—Pobre muchacho... —ironizó Kent—. No le hice pupa para
demostrarle al sheriff que no soy un pistolero. ¿Usted cree en sus
paparruchas, patrón?
Michael Lewis sonrió brevemente.
—...No sé qué opinar de usted, Kent. Aunque la palabra de un
sheriff tiene un gran valor para mí... ¿A qué vino aquí, muchacho?
Kent se quedó cortado. ¿Sabía algo Lewis? Kent no pensaba ni
remotamente secundar los planes de Kirk Holden, pero lo pactado
con él pesaba lo suyo.
—En este país —replicó— pesan más los hechos que las palabras.
¿Verdad que me he portado bien hasta ahora? Pues pienso seguir
igual. Vamos a echar el pasado a la basura como si fuera estiércol,
¿qué le parece?
—No me parece mal, pero... —dudó Lewis.
—Hace presión el sheriff Wonder, ¿verdad? Pues a las malas le va
a costar trabajo detenerme, aunque se ponga de acuerdo con el
sheriff de esta jurisdicción. ¡Vaya cabezudo! Y pensar que le había
tomado afecto...
—Pues parece que él no le quiere mal. Se ha marchado. Dejó
una nota muy benevolente.
—¿Es posible, míster Lewis?
—Sí.
—Eso quiere decir que...
—Que seguirá aquí si lo desea.
—¿Usted cree que yo soy... bueno?
—Tanto como eso... no sé...; lo que pasa es que mi hija está
empeñada en casarse contigo.
El fuerte y viril Kent estuvo en un tris de desmayarse ante aquella
sorprendente e imprevista revelación.
—¿Me está tomando la cabellera? —preguntó tartamudeando.
El ranchero Lewis procuró mostrarse digno, aunque la risa
pugnaba por salir de sus labios. Disfrutaba viendo a Kent en un mar
de confusiones.
—No, muchacho. Yo también quiero verte casado con Diana. Se
trata de la reputación de mi hija. Ven conmigo.
Lo que no sabían ambos era que el sheriff Sam Wonder no se
había marchado voluntariamente. Y que la nota dejada por él era
falsa.
CAPITULO IX
Kirk Holden estuvo muy atento a las palabras pronunciadas por el
sheriff en el saloon; pero mucho más aún a lo que sucedió después,
cuando Leslie Wanderflat se decidió a entrar en escena.
Él sheriff y el capataz del rancho Lewis salieron juntos y hablaron
lo suyo; entretanto, Holden no perdió el tiempo.
Por egoísmo, le interesaba grandemente todo cuanto se refiriera
a Kent Dayna.
Dayna era un peón importante en su juego, y no podía fallar, ya
que de ser así se desmoronaba todo cuanto había proyectado.
Siguió a Wonder y a Wanderflat, mientras uno de sus hombres
avisaba a los miembros de la banda que no se hallaban en el saloon.
Dan Lean, el gigantesco compinche de Kirk Holden, no tardó en
ponerse a su lado.
En la sombra, espiaron los movimientos del sheriff y de
Wanderflat. Cuando estos dos partieron fueron seguidos a distancia.
Kirk Holden veía muy claras las intenciones del sheriff y éstas no
eran otras que detener a Dayna, para así librarse de la tortura de
saberse burlado.
A Holden le interesaba Dayna en libertad; en aquel momento, el
sheriff era un importante estorbo.
Tomó las medidas oportunas. Holden y su banda tomaron
posiciones cerca del rancho de Michael Lewis.
Y cuando el sheriff Sam Wonder se decidió a tomar un poco de
aire, Dan Lean, por orden de Holden, cayó sobre él, y de un
manotazo lo dejó sin sentido.
Entretanto, un hombre de Kirk Holden, experto en meterse en
casa ajena, dejó la nota que suponía la libertad para Kent Dayna.
Kirk Holden consideró que era llegada la hora de entrevistarse
con Dayna, y se dispuso a estar atento y aprovechar la primera
ocasión.
El más desgraciado de todos era el pobre sheriff Wonder, que no
sabía a qué atenerse.
Fue maltratado por Dan Lean, y Kirk Holden le miró con
desprecio. Estaba en capilla Cuando no le sirviera como rehén,
Holden pensaba matar al sheriff.
***
Leslie Wanderflat recibió lo suyo, y seguía en estado
inconsciente. Los muchachos del rancho no eran malos, pero en
realidad se alegraban de ver vencido y humillar do al perverso
capataz.
Por otra parte, le había vencido Kent, y Kent acababa de
convertirse en ídolo.
A pesar de todo cuanto pudiese ocurrir, la doma de
“Light” tardaría muchos años en ser olvidada. Y en cuanto se
refiere al cocinero, jamás dejaría de pensar en Kent Dayna cuando
viese crecer a “Pescadito”.
Aunque estaban algo excitados, Kent Dayna y Michael Lewis se
dirigieron silenciosamente al saloncito desde la habitación de Diana.
Diana esperaba. Al ver a Kent se acercó...
—¿Qué te ha dicho papá? —preguntó expectante.
—Pues... —titubeó.
—Habla, Kent —procuró mantenerse impasible el ranchero Lewis.
Diana parecía nerviosa.
—Dime...
—Pues... que tu padre... dice que tenemos que casarnos...
Diana, espontáneamente, abrazó a Kent, y éste la atrajo hacia sí.
Michael Lewis se sintió emocionado. Sin saber exactamente por qué,
creía en Kent Dayna.
—¡Bendita juventud! —monologó—. Tienen más trucos que el
diablo...
Diana era feliz.
—Ese baile que me habías prometido tendrá una finalidad, papá.
—Hija, me estoy volviendo viejo. Me dominas.
—Claro que si quieres que esperemos a que Wanderflat se
reponga... —dijo Diana de buen humor.
A Kent le hizo gracia la observación. Pero su risa quedó ahogada.
Era la sombra de Holden que le envolvía.
Todo aquel bello sueño podía terminar en humo..., en humo de
pólvora quizá.
***
Pocos días después se celebró el baile. Diana estaba impaciente,
y su impaciencia tuvo mucho que ver con la rapidez de la
organización. En los alrededores del rancho fueron recibidas
invitaciones.
No se hablaba de otra cosa que del baile que daba Michael
Lewis; además, se rumoreaba que se anunciaría la boda de Diana.
Tanto las malas como las buenas noticias acostumbran a
extenderse con más velocidad que un huracán.
Naturalmente, también se enteró Kirk Holden.
Llegó la noche memorable.
Media hora después de haber comenzado la fiesta, bailaban unas
treinta parejas en el salón. La música era buena, y excelente el
whisky. También había pasteles y champaña francés. Míster Lewis
sabía hacer las cosas.
Leslie Wanderflat estaba presente, con la cabeza vendada.
Kent Dayna se acercó a él, y le tendió la mano.
—¿Será necesaria una revancha o dejamos las cosas tal como
están y en pez?
El capataz miró a Kent con odio.
—Cuando pueda, te mataré.
Kent Dayna se encogió de hombros.
—Sabe que hubiese podido dejarle seco.
Y le volvió la espalda, dirigiéndose hacia Diana, que le esperaba.
—¿Bailamos?
—¿Qué le has dicho a Wanderflat?
—Quería hacer las paces. Pero dice que quiere matarme,
—Cuidado con él.
—Fatalmente, tendré que disparar y procurar ser el primero.
—Es un cobarde...; además, siempre que me mira, parece que
sus ojos quieren desnudarme... No cabéis los dos en el rancho, Kent.
—Vamos a divertirnos un poco, Diana. Tenemos derecho.
Dieron unas vueltas de vals. La música pareció borrar sus
precauciones. Sonreían.
De pronto el rostro de Kent Dayna palideció.
En la entrada estaba Kirk Holden, patilludo, pero de cabello
escaso en la parte superior de la cabeza. Sus ojos brillaban
malignamente y en su boca había una sonrisa desagradable.
Holden guiñó un ojo a Kent.
***
Había llegado el momento. Era necesario dar la cara. Siguió
bailando, rítmicamente. De pronto:
—Querida, ¿me permites un momento?
—¿Es que tienes sed? Recuerda que papá no va a tardar en
anunciar nuestro compromiso. No hagas que se arrepienta.
—Vuelvo en seguida, cariño.
Dominando sus nervios, Kent se dirigió al improvisado bar. Allí
esperaba Kirk Holden.
Pero Kent no llegó a hablar con Holden, poique Michael Lewis le
tiró de la chaqueta, por la espalda. Los músicos no reanudaban el
baile.
—¿Adónde vas, futuro yerno? —le dijo de buen humor—. Ven
conmigo. He de anunciar el acontecimiento. Diana me ha dicho que
tienes sed. El camarero te servirá lo que quieras.
Lewis tomó a Kent del brazo y, dirigiéndose a los músicos, les
hizo una seña. El parche del tambor vibró en un redoble continuado
y se hizo el silencio.
Michael Lewis se dirigió a todos sus invitados:
—Amigos: Una buena noticia. Voy a comunicaros la boda de mi
hija Diana. Se casa con este joven, Kent Dayna, un valiente
muchacho que ha demostrado merecerla. Si es tan buen esposo
como cow-boy, la dicha será completa. ¿Conocéis a “Light”? Más vale
que no... Es un bicho fiero, salvaje, y tiene cuatro catapultas por
patas... Kent lo ha domado... Kent será un digno sucesor mío. Bien,
felicitadnos. La fiesta nupcial va a durar cuarenta y ocho horas.
¿Seréis capaz de resistirla?
Los aplausos se multiplicaron. Los músicos comenzaron a tocar
sus instrumentos y se reanudó el baile.
Diana, con los ojos húmedos, se agarró a Kent. Bailaron.
—Estás muy serio, Kent.
—Es que todo me parece un sueño. Perdona... Diana..., allí hay
un amigo que quiere saludarme.
Era necesario hablar cuanto antes con Kirk Holden.
Holden no se había movido de su sitio. Esperó a Kent, con una
sonrisa forzada en sus labios.
—Hola, Kent.
—Hola.
—Eres formidable, Kent. Un trabajo estupendo. Vamos a
hincharnos de dinero.
—No pensaba verte aquí aún...
—Creo que es el momento oportuno, ¿no? Toda la fortuna de los
Lewis pasará a nuestras manos, Kent.
Kent Dayna estaba pensativo. Pidió un whisky.
—He de decirte algo, Holden.
Holden se amoscó.
—¿Qué te pasa?
—No me interesa tu negocio —pronunció lentamente las palabras
Kent.
Holden por poco grita. Pero se dominó. Bebió de un trago el
contenido de su copa.
—Claro, te casas con la chica y todo para ti. Una traición en toda
regla. Eres un...
—¡A callar! A mí no me insulta nadie.
—Me has engañado.
—Los Lewis no merecen ser engañados. No lo haré. Me, importa
un pito su fortuna.
—Muy bonito... Claro que yo puedo desbaratar tu combinación...
—No me importa lo que puedas hacer...
—Puede que a míster Lewis le interese conocer los detalles de
nuestro frustrado pacto.
—¿Vamos los dos a hablar con él? —desafió Kent.
—No. Voy a largarme. Todo llegará a su debido tiempo.
Tal como dijera, Kirk Holden se dirigió a la salida, y pareció
alejarse.
Kent permaneció en el bar, aún no repuesto de la emoción
sufrida.
De pronto Kent vio a un hombre gigantesco que se acercaba a él.
Le era desconocido, pero presintió que tenía que ver con Holden.
En efecto, se trataba de Dan Lean. El instinto no engañaba a
Kent.
Lean se acercó; de pronto, erguido e inmóvil, quedó clavado en
el suelo. Algo relució en su mano.
Kent Dayna, como un equilibrista sobre la cuerda floja, zigzagueó
su cuerpo. La bala le rozó un hombro, sin consecuencias. Otro
disparo silbó sobre su cabeza. Se adelantó. Tomó la mano agresora
del pistolero; después de saltar como un canguro, hizo girar su
muñeca. Fue un movimiento ágil e impensado por el enemigo. Dan
Lean gruñó, cayó al suelo.
Dayna, en pie, revólver en mano, amenazó:
—¿Conoces a ese tipo? —se acercó Michael Lewis.
En la fiesta se formó un paréntesis. Hubo comentarios para todos
los gustos.
Kent Dayna estuvo a punto de confesarlo todo y quedar con el
alma ligera, pero creyó más conveniente consultarlo con la
almohada.
—Un rival de Kansas —contestó.
Leslie Wanderflat se acercó en aquellos momentos. Había estado
atento a todo.
—¡No lo crea, míster Lewis! Antes he visto a Ken Dayna hablar
con un hombre que conocí en Kansas; ese hombre quería cobrar los
mil dólares que ofrece el sheriff. Es un pistolero, y usted accede a
casarlo con Diana...
Michael Lewis se puso serio en presencia de Diana, que acababa
de llegar junto a ellos.
—¿No tienes nada que decir, Kent?
—Sí. Muchas cosas. Será necesario que hablemos. Después
volveré a romperle la cabeza a este Wanderflat estúpido. Pero quiero
que continúe la fiesta hasta que termine. Usted ha anunciado
nuestra boda —miró sonriente a Diana—. A bailar, preciosa mía.
CAPITULO X
La fiesta que daba Michael Lewis era para todos. No hubo
rigurosidad en el reparto de invitaciones.
Así pudieron colarse Kirk Holden y Dan Lean. No les resultó
difícil.
El ranchero Lewis, dado el comportamiento de Kent, le había
tomado afecto, poco después de llegar al rancho. Al presentarse el
sheriff Wonder con su acusación, sintió gran decepción y disgusto.
Aun así creía en el muchacho. La nota del sheriff hizo que se
confiara. Necesitaba una justificación para Kent y acababan de
presentársela en bandeja. Sólo faltaba que su hija le confiase su
amor por Kent. En el fondo estaba conforme con todo lo que
sucedía, y los escrúpulos que manifestó eran deseos en realidad. Le
gustaba Kent para yerno.
Pero lo que acababa de ocurrir en la fiesta, después de la riña
con aquel desconocido, y la intervención del capataz, le había
sumido en un laberinto de dudas. ¿Sería posible que se hallase
sugestionado por la brillante personalidad de Kent Dayna?
Porque, indudablemente, el muchacho poseía un temple
excepcional. Después de lo ocurrido, bailaba con Diana, y sonreía...
Un hombre vulgar no podía actuar así.
Kirk Holden y Lan Lean se largaron, menos contentos que
cuando, aprovechándose de la liberalidad y despreocupada alegría
de Lewis, pudieron entrar en el salón de baile sin que nadie les
impidiera la entrada.
Estaban acampados, no muy lejos, junto a todos los miembros
de la banda. El lugar era inmejorable y había sido escogido meses
antes por Holden.
Habían sido montadas tiendas. Era un campamento bien
montado. En una tienda, vigilado, se hallaba el sheriff Sam Wonder.
Wonder se daba a todos los demonios. Creía que todo era obra
de Kent Dayna. Estaba completamente desorientado.
—No fuiste bastante rápido, Dan Lean —se quejó Kirk Holden.
—No comprendo cómo ese hombre ha podido librarse de mí —
excusóse Lean, estupefacto aún.
El sheriff pudo oír el corto diálogo, pero no supuso que hablaban
de Kent Dayna, a quien creía enemigo suyo.
En casa de Lewis seguía el baile, y Kent Dayna continuaba
aguantando el tipo.
No cesó de galantear a Diana mientras su pensamiento volaba en
busca de una solución. Era necesario hablar claro.
—Estoy intranquila, Kent.
—Ten calma, Diana. Esto ha sido una riña sin importancia.
Oficialmente, esos hombres estaban algo bebidos y buscaron
bronca. La fiesta debe terminar. Va en ello el prestigio de los Lewis.
—Eres inquietante. Tengo miedo.
—No..., no sientas temor. Después de la fiesta, hablaré. Y te juro
que no me comeré ni una sola palabra.
***
—¿Qué le dije, patrón? —miró Leslie Wanderflat al ranchero
Lewis con sus ojos crueles.
—Nada puede probarse contra Kent. Estás dolido por las
derrotas.
—Es un pistolero.
—No hay que olvidar que el sheriff lo ha perdonado. No creo que
se haya tomado tantas molestias para escribir una nota. Demuestra
que está seguro de la inocencia de Kent.
—Le tiene miedo. Todos temen a ese gun-man.
—¿Tú también? —sonrió, irónico, Lewis.
El capataz frunció las peludas cejas.
—Yo no —afirmó—; algún día ese tipo morderá el polvo.
—No te pongas nervioso, Wanderflat, que mañana es día de duro
trabajo. Buenas noches.
Michael Lewis habló así, pero se sentía intranquilo. No acababa
de comprender.
La fiesta languidecía. Estaba deseando hablar con Kent Dayna.
Cuando el salón quedó desierto, se acercaron Diana y Kent.
Kent pronunció las palabras con lentitud, muy seguro de sí
mismo.
—Ha llegado la hora, míster Lewis. Me parece que Diana debe
asistir a la entrevista, si usted no se opone. Se trata de algo muy
serio.
El tono de Kent era grave.
Míster Lewis, con un gesto indicó el camino de su despacho.
Diana sintió un estremecimiento. Presentía una escena cuyo
resultada tendría en su vida una definitiva influencia.
Cuando se hallaron los tres sentados en amplios butacones de
cuero, rompió el silencio Michael Lewis mientras preparaba unos
whiskys para suavizar la tensión.
Kent Dayna sonrió tristemente:
—Voy a decir toda la verdad sin necesidad de poner la mano
sobra una Biblia.
—Habla, muchacho.
—En esta casa soy el intruso más considerable de todos los
tiempos. Parece que Dios me haya castigado sometiéndome a esta
prueba. Quizá mi juventud haya sido algo... turbulenta; pero jamás
hice daño a nadie, palabra; sólo defenderme. Sin embargo, el saber
jugar el “Colt” siempre me acarreó fama de pistolero. Quizá yo tuve
la culpa, con mi carácter endiablado y demasiado sincero...
"Cuando llegué a Kansas me vi envuelto en un lío, pero el sheriff
Sam Wonder tuvo confianza en mí. Después volvió a meterme en la
cárcel, aunque sin razón. Tuve que escapar. Había buscado trabajo y
me fue negado por todos; antes, Kirk Holden, uno de los que
disputó conmigo en el baile, me había hecho una proposición,
negándome yo a admitirla... Después me vi perdido, y... acepté. “Esa
proposición tenía que ver con ustedes.”
Míster Lewis enarcó las cejas. Diana estaba expectante.
—Voy a decirlo de un tirón si no quiero quedarme atascado —
continuó Kent—, Yo tenía que enamorar a Diana y abonar el terreno
para un futuro atraco cuyo responsable sería Kirk Holden... Eso es
todo... Ahora, estoy avergonzado.
Lewis se quedó sin habla. Diana palideció intensamente.
Se hizo un silencio pesado.
El ranchero, bebió de un trago el contenido de su vaso. Le imitó
Kent. Hasta Diana se sirvió licor con mano temblorosa. La joven era
un espíritu fuerte, pero las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos.
—Lo siento, Kent, pero todo ha terminado entre nosotros —
sentenció míster Lewis—. Reconozco que has sido noble al hablarnos
así, pero no me acostumbraría a tenerte a mi lado. Mañana por la
mañana, recogerás tus trastos y te largarás. Los errores se pagan,
muchacho.
La pálida faz de Diana se coloreó.
—Creo que soy parte interesada y tengo derecho a opinar. Oye,
papá, me considero engañada por Kent; pero reconozcamos que
sólo un hombre entre un millón habría hablado como él acaba de
hacerlo. Despidámonos, sí, pero como amigos.
—Gracias — sonrió Kent—; y antes de irme quiero decir algo
más. No soy ningún monstruo. Durante la fiesta le dije a Kirk Holden
que dejaba de apoyarle y no intervendría a su favor. Por eso se armó
la bronca. Y otra cosa, Diana —miró a la joven—; yo te quiero. Por
eso tomé la decisión de olvidar el asunto... Pero comprendo que ya
nada me queda que hacer aquí. Buenas noches.
Padre e hija vieron como Kent se alejaba, con los labios
entreabiertos como si quisiese hablar.
Pero la puerta se cerró tras Kent, entre el silencio forzado de uno
y otro.
***
Amanecía cuando Kent saltó de la litera.
Se dirigió al cocinero:
—¿Vas a darme la última taza de café, amigo?
—¿La última?
—Sí. Me largo.
—No puede ser... ¿Qué va a decir “Pescadito”?
—No hay más remedio...
—¿Por qué?
—No hay respuesta. La vida...
El cariacontecido cocinero sirvió el aromático brebaje y Kent lo
bebió a pequeños sorbos,, en silencio.
—¿No desea nada más?
—No... Un abrazo a “Pescadito”, y... quién sabe si regresaré algún
día...; aunque lo dudo. Antes he de ver a alguien.
—¿Se va solo?
—Sí. Siempre me las apañé bien.
—Adiós...
Kent montó a caballo.
Dio un último vistazo y partió.
El pobre cocinero estaba apenado. Sentía la marcha de Kent. Sus
razones tendría el muchacho... Quizá la trifulca que se armó en la
fiesta...
De pronto apareció la señorita Diana.
—Oye, ¿has visto a Kent Dayna por aquí?
—Acaba de marcharse. Se ha despedido.
Los ojos de Diana relampagueaban.
—Hazme un favor. Ensíllame a “Light”.
—¿“Light”? ¿Está usted...? —no terminó la frase.
—¿Qué ibas a decir? No, no estoy loca. Ayúdame.
—Su papá va a reñirla.
—No me importa.
—Usted manda... Vamos.
No fue tarea fácil, pero Diana se vio sobre “Light”. El noble bruto,
después de haber experimentado sobre su carne los modales de
Kent, estaba bastante suave.
Diana no había podido dormir en toda la noche. No se resignaba
a perder a Kent. Después de todo, se había portado como un
hombre. Avisando el peligro y arrepintiéndose, ¿qué más podía
exigírsele?
Entró en un desfiladero. Le parecía un sueño estar sobre “Light”.
Sus cascos apenas tocaban el suelo, corría como un diablo.
A lo lejos, muy lejos, divisó un punto negro. Era un jinete.
Atravesó un riachuelo.
En el cielo negros nubarrones parecían presagiar tormenta. Pero
Diana no se arredró. Pensaba continuar hasta dar alcance a Kent.
“Light” podía hacerlo.
Penetró en un corto y angosto cañón; al salir, no vio al jinete.
Quedó desorientada. Mientras decidía qué determinación tomar, su
corazón dejó de latir.
Se acercaban cuatro hombres a caballo. ¿Tendrían que ver con
Kent? Se dijo que todo eran imaginaciones suyas y se tranquilizó.
Pero animó a “Light” para que corriera cuanto pudiese. ¡Si
supiese por dónde había ido Kent! Pero el valle se bifurcaba y no era
fácil distinguir...
Escogió uno de los caminos y se encomendó a Dios.
CAPITULO XI
Diana pensó que, debido a lo ocurrido, aquellos hombres eran
enemigos. Reaccionó seguidamente, procurando serenarse,
opinando que estaba sugestionada por los acontecimientos.
Pero habiendo perdido la pista de Kent, estaba intranquila.
Retroceder aún le era fácil, pero parecía que una fuerza
desconocida la empujaba hacia adelante.
Continuó galopando. “Light” obedecía a la perfección.
Miró hacia atrás y vio a los cuatro hombres.
No cabía la menor duda: la perseguían.
Puso de nuevo a “Light” al galope. Y contra su costumbre, se
sintió asustada.
Erizadas montañas se erguían ante ella. No eran mal refugio.
Pero en las cuevas abiertas en la tierra se guarecía gente de la peor
calaña. Estaba en un callejón sin salida.
Los perseguidores continuaban su camino, lentos e inflexibles.
Diana esperaba lo peor.
Sintió alivio al adentrarse en largos y laberínticos cañones. Menos
mal que “Light” era un portento.
Se había metido en un mal paso.
Ante ella, un terreno rocoso. Se detuvo unos instantes. “Light”
estaba fresco.
Los hombres que la perseguían —ya no dudaba de ello—
parecían incansables. Se acercaban.
Diana se sentía con fuerzas para burlarles. Además, entre las
rocas había escondrijos imposibles de hallar.
Entró en la pequeña y angosta boca de un cañón. Fue entonces
cuando se estremeció.
Aparecieron tres jinetes más, al frente.
Estaba acorralada.
Hizo correr a “Light" y el caballo cumplió perfectamente. Pero al
doblar un recodo, apareció un caballista.
—¡Alto! —exclamó, esgrimiendo una pistola.
Era Dan Lean.
Diana perdió toda esperanza.
Lean sonrió desagradablemente.
—¿Quién es usted?
—¿Es posible que una chica guapa como usted ande sola sin
compañía?
—¿Le importa?
No tardaron en aparecer otros hombres, entre ellos Kirk Holden.
—Hemos cazado a la gacela —sonrió triunfalmente—. ¿Es usted
la señorita Diana Lewis?
—Sí —afirmó la joven, orgullosamente.
—¡Estupendo, muchachos! —Holden se frotó las manos—. Míster
Lewis nos dará lo que queramos. Bien pensado, ¿qué falta nos hacía
Kent Dayna? Si lo hallamos, hay que acribillarle a balazos.
Diana se vio rodeada de hombres que acababan de descabalgar.
Por lo que acababa de oír, sabía a qué atenerse: acababan de
hacerla prisionera.
—¿Es usted el jefe? —la joven se dirigió resueltamente a Kirk
Holden.
—Sí.
—Mi padre pagará el rescate. Devuélvame a él en seguida.
—Eso es cuenta mía.
Diana miró despreciativamente a Holden, frunciendo los ojos.
Estaba cansada y sentía enojo. De estar Kent Dayna a su lado,
seguro que todo hubiese sido muy distinto.
***
Kent Dayna, por los atajos, llegó a un pequeño pueblo.
Esperaba no ser reconocido.
Quería dejar de oír la música de balas por un tiempo.
Al fin y al cabo, el sheriff Wonder le había puesto precio. No era
cuestión de convertirse en ganga para cualquier buscavidas.
Al llegar a la plaza, Kent vio a dos hombres. No le gustaron ni
pizca.
—¡Ese es! —oyó claramente.
Huyó como el diablo mientras se preparaba para la defensa.
Torció por una esquina entre las casas.
Aquellos tipos eran pacientes y le siguieron.
De pronto Kent se detuvo. Llevaba un lazo y lo volteó. Uno de los
perseguidores cayó con las piernas trabadas.
Rápidamente disparó dos veces consecutivas, agujereando las
muñecas de los dos contrarios.
Uno de los hombres “sacó” una pistola con la mano sana y
empezó a disparar. Kent le atravesó la cabeza de un balazo.
Kent comprendía que los hombres de Holden le perseguían.
Creyó que marchándose todo quedaba resuelto. No era así.
Disparó otra vez y, sin comprobar el resultado, se esfumó.
Acampó en un pequeño barranco. Dada su situación, era
preferible el aire libre.
***
Diana Lewis estaba rodeada de pistoleros. Fumaban cigarrillos y
la miraban con impertinencia.
—Nos gusta la compañía femenina —rió fuertemente Kirk Holden
—, sobre todo tratándose de la hija de Lewis. En cuanto a lo del
rescate es una buena idea.
Rieron todos, menos Diana. Estaba perdida. Disminuyeron sus
esperanzas.
—¡Vaya caballo que lleva la niña! —se admiró Holden—. ¿Me lo
regalarás, guapa? Sí, claro...
Se pusieron en camino. Diana tuvo que obedecer. Entre bromas
más o menos groseras, adivinó la amenaza que insinuaban todas las
miradas.
No tardaron en llegar a un valle. Se llamaba Percyval Valley. Se
infiltraron por la derecha. Muy cerca, entre pinos, en una
hondonada, se hallaba instalado el campamento de Kirk Holden.
Holden contempló a Diana, sardónicamente.
—No vamos a atarla de pies y manos, pero mucho cuidadito, ¿eh,
preciosa? No soy un galán suave como Kent Dayna.
—Qué más quisiera usted, ser como él... ¡Reptil venenoso!
—Cuidado con la lengua, niña. Puedo pegarle a una mujer y
quedarme tan tranquilo.
—Se le nota en la cara.
Aún no había terminado de hablar y ya Diana había recibido la
bofetada más brutal de su vida, pues de pequeña, de ser traviesa,
sólo cachetes le propinó su padre. Se quedó de una pieza. Sobre la
cara palidísima se marcaron los cinco dedos de la mano innoble de
Kirk Holden.
—Es el primer aviso, muchacha.
Llegaron al campamento varios jinetes. Kirk Holden fue a su
encuentro. Quedaron al cuidado de Diana, aunque apartados, dos
pistoleros.
—¿Qué novedades hay, muchachos?
Los aludidos tenían mala cara. Uno de ellos llevaba la muñeca
vendada.
—Wander está muerto. A mí me agujereó la muñeca.
Localizamos a Kent Dayna, pero... escapó.
—¡Imbéciles!
Todo cuanto se hablaba llegaba a oídos del prisionero sheriff Sam
Wonder.
Wonder se daba a todos los diablos. Comenzaba a comprender
toda la verdad. Realmente, Kent Dayna no era una mala persona. No
podía serlo siendo enemigo de aquel bandido. Acababa de oír las
palabras soeces de Kirk Holden dirigidas a Diana Lewis. Todo era una
trampa y él una víctima. No entendía nada de lo que estaba
ocurriendo, pero, indudablemente, la cosa era grave.
Estaba desarmado, pero no podía estarse quieto. Aquella
muchacha peligraba. Sam Worden comenzó a pensar en evadirse,
aun arriesgando la vida. Si lo conseguía, buscaría ayuda, atacando a
aquel pistolero sin entrañas... La señorita Diana estaba en un apuro,
un terrible apuro.
Pero evadirse era un sueño...
Cerca de su tienda había un hombre armado. Unicamente, poder
burlar al que le entraba la comida...
Era necesario probar.
Llegó la hora, esperada con impaciencia, con los nervios al rojo
vivo.
El tipo era mejicano y llevaba un gran sombrero.
—Hoy tienes un banquete, viejo.
—Tengo hambre de lobo...
Tenía que hacerlo. Allí estaba delante de él con sus dos
relucientes revólveres en el cinto.
No lo pensó más. La patada fue imponente. Además, no le dejó
ni gritar. Cuando el mejicano se encogió, el sheriff con el puño
cerrado le propinó un mazazo en la cabeza.
En un minuto se equipó. Pistolas y sombrero. No necesitaba más.
Salió de la tienda. Cinco minutos más tarde se consideró libre.
Al enterarse de la fuga del sheriff, la rabieta de Kirk Holden fue
sensacional.
Por una de esas extrañas combinaciones del Destino, el sheriff
fue a toparse con Kent Dayna.
Dayna vio acercarse a él un hombre tocado con el típico
sombrero mejicano.
Como no se fiaba ni de su propia sombra, optó por acariciar el
gatillo:
—¡Alto! ¡Manos arriba!
Obedeció el sheriff.
—Acérquese despacito.
—¡Kent Dayna!
—¡Que me frían si no es el sheriff Sam Wonder, ese viejo nulo
que debería haberse quedado en Kansas City!
Wonder se echó a reír. Parecía burlarse de sí mismo. Se encogió
de hombros filosóficamente.
—Baja esa arma, muchacho.
—¿Se cree que soy tonto?
—Si estoy desarmado, hombre. Tú mandas. Además, creo que fui
un idiota. Tengo que contarte muchas cosas. Baja el revólver. Me
equivoqué contigo. Además, la chica de Lewis está presa. Ese
demonio de Holden...
Dayna bajó el "Colt” rápidamente.
—¡Explíquese!
El sheriff contó con pelos y señales todo lo ocurrido desde su
salida de Kansas.
Kent Dayna oía atento, aunque impaciente. Después de algunos
comentarios sobre el caso y varias explicaciones referentes a su
conducta, decidió:
—¡Vamos inmediatamente a salvarla! En cuanto a Kirk Holden, va
a arrepentirse de haberme conocido.
CAPITULO XII
Michael Lewis no las tenía todas consigo. Sentía que Kent Dayna
se marchase. Le había tomado afecto, pero consideraba un deber
alejarlo.
Se levantó temprano. Algo temía, sin saber exactamente el qué.
Lo supo al ver la habitación de Diana vacía.
Salió en seguida, encaminándose directamente a la cocina.
—Kent debe haber estado por aquí... —dijo al cocinero.
—Sí...
—¿Ha visto a la señorita Diana?
Al cocinero le tembló la voz.
—Mire, patrón, yo bien la avisé. Le dije que se trataba de una
locura.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Habla pronto y claro!
—Hice lo posible para disuadirla, pero la señorita... montó sobre
“Light” y se marchó. Yo...
—¿Sobre “Light”? ¡Condenación! ¡Ensilla mi caballo en seguida!
Espera..., muchacho. Tengo que pensar... ¿Dónde demonios se
habrán metido ese par de locos?
—Se quieren, patrón, no hay duda. Y si me permite decirlo,
afirmó que Kent Dayna es un gran chico...
—Echame un poco de café. Estoy sobre ascuas.
Michael Lewis se serenó. No podía salir a tontas y a locas; era
necesario organizarse.
Estaba deseando darle unos azotes a su hija, aunque ya era
mayorcita. Huir con Kent... Sí, muy simpático, muy valiente, muy
buen mozo, muy...; pero un aventurero al fin y al cabo.
Entretanto, los hombres de Kirk Holden se movían. Uno de ellos
se acercó al rancho de Lewis.
En la entrada estaba Leslie Wanderflat, el vengativo capataz.
El pistolero se acercaba lentamente.
Wanderflat, cejijunto, le vio acercarse.
—Una carta para el patrón, compañero.
Dichas tales palabras, el pistolero dio media vuelta sobre su
caballo y puso éste al galope.
Sobre cerrado y dirigido a Michael Lewis. La rabia sorda del
capataz halló expansión abriendo la carta. Quería enterarse de su
contenido.
Leyó ávidamente: “Míster Lewis. Tenemos a su hija en nuestro
poder. Pretendemos un rescate. Es algo caro, pero su hija vale
mucho más. Total, diez mil dólares. Diríjase a Percy val Valley. Ya nos
daremos cuenta de su llegada.”
Los ojos de Wanderflat relucieron cruelmente. Hizo una pelota
con el sobre y metió la carta en el bolsillo. Después gritó:
—¡Patrón! ¡Patrón!
No tardó en acudir Lewis.
—Acaban de dejarme esta nota. Es terrible. Lea.
Mortal palidez cubrió el rostro del ranchero.
—Hay que partir inmediatamente. Prepara los caballos. Me
acompañas. Hay que ir bien armados.
Mientras cumplía la orden, Wanderflat sonreía canallescamente.
Salieron al galope. Era una marcha desenfrenada. Michael Lewis
iba delante.
El ranchero no podía imaginarse lo que estaba pensando su
capataz.
Wanderflat era un buen caballista; sosteniéndose solamente con
las piernas, sacó el rifle enfundado junto a la silla. Apuntó
lentamente, dispuesto a matar a su patrón.
De pronto, quién sabe debido a qué pensamiento, bajó el arma y
la colocó en su sitio.
Hizo correr más al caballo y esgrimió su revólver mientras
gritaba:
—¡Míster Lewis! ¡¡Deténgase!
Michael Lewis frenó en seco, al tiempo que Wanderflat llegaba a
su altura. El capataz propinó un tremendo culatazo sobre la cabeza
del ranchero. No contento, lo repitió, desplomándose míster Lewis.
Se embolsó los diez mil dólares y dejó a Lewis. Hubiese podido
matarle —eso planeó en principio—, pero no convenía a sus planes
actuales. Prefería rescatar a Diana...; valía más, mucho más de diez
mil dólares aquella estupenda mujer.
No sería para Kent Dayna, sino para él... A las buenas, o... ¡a las
malas!
***
Wanderflat anudó un pañuelo en el cañón del rifle, izándolo.
Estaba de guardia Dan Lean y lo vio venir.
Dan Lean esperó. Hizo una seña con otro pañuelo.
Cuando Wanderflat consideró que ya había andado bastante, se
detuvo. Se adelantó Lean.
Se encontraron frente a frente.
—¿Quién eres?
—Wanderflat. Me manda el patrón. Traigo los dólares. ¿Dónde
está la chica?
—¿Dónde está el dinero?
—Lo llevo encima. No veo a la chica.
Dan Lean agitó el pañuelo.
Un par de minutos y se acercaron dos hombres llevando a Diana.
—¡Wanderflat! ¿Y papá?
—Ahora nos reuniremos con él. Está cerca de aquí.
—El dinero a cambio de la chica...
Leslie Wanderflat entregó los billetes. De pronto, con rapidez
imprevista, Dan Lean disparó sobre Leslie Wanderflat, dejándole
seco. Diana gritó. Wanderflat murió en el acto.
Aquel único disparo llamó la atención de Kent Dayna y el sheriff,
quienes se dirigían a Percyval Valley.
—¿Has oído, Kent?
—Sí. Y no creo que disparen para divertirse, dadas las
circunstancias.
—Corramos a ver qué pasa. No falta mucho para llegar.
Corrían sus caballos más ligeros que el viento. De pronto:
—Fíjese, sheriff, un hombre tendido.
Se detuvieron.
Desmontaron. Vieron a Michael Lewis, de bruces, con la cabeza
ensangrentada.
—¿Qué habrá venido a buscar este hombre aquí?
—No entiendo. Y sus heridas no son de bala.
—Auxiliémosle.
—No comprendo todo esto. Quizá habrá sabido que su hija cayó
prisionera de esos criminales.
Michael Lewis estaba desfallecido.
Kent lo tomó por la cabeza, incorporándolo.
—Míster Lewis...
El ranchero apenas podía hablar, pero realizó un esfuerzo.
—Ese... Wanderflat... me ha traicionado.
—La única medicina que tengo es un frasco de whisky. Beba. No
se preocupe. Ya le arreglaremos las cuentas a Wanderflat.
Michael Lewis pareció reanimarse después de un buen trago.
—¿Puede sostenerse ahora?
—Apenas...
—Su hija se halla en poder de Kirk Holden.
—Lo sé...
—Suba a la grupa de mi caballo. No podemos dejarle aquí.
Se esforzó Lewis. Al fin, consiguió Kent Dayna dejarlo sobre su
caballo.
—Hay que ir hacia adelante.
Así lo hicieron. La marcha era penosa y lenta.
De pronto, al llegar al valle, vieron un bulto en un sendero. Era
un hallazgo sorprendente y macabro. Se trataba de Wanderflat.
Jamás lo hubieran imaginado.
Wanderflat estaba muerto y sin un centavo en los bolsillos.
Lewis pareció revivir.
—Dios lo ha castigado —dijo, pronunciando lentamente las
palabras.
Kent se hizo cargo de sus armas. Buena falta les hacían en
aquellos difíciles momentos.
—¿Otro trago, míster Lewis? Es necesario que nos metamos en la
madriguera de Holden.
—Sí. ¡Pobre hija mía!
—No se torture. La salvaremos.
Continuaron el camino en silencio. Exactamente, no comprendían
lo ocurrido.
—Creo que sólo por la fuerza conseguiremos rescatar a Diana —
afirmó Kent.
Michael Lewis sonrió tristemente.
—Me parece que mi comportamiento contigo no fue bueno —se
lamentó.
—Yo digo lo mismo —le secundó, malhumorado, el sheriff.
Kent se esforzó por sonreír.
—Déjense de bobadas, amigos. Y vayamos a lo que importa.
***
Resultaba difícil acercarse a la guarida de Kirk Holden sin ser
vistos.
Era necesario dejar ocultos los caballos y avanzar, ocultándose.
—Más vale que se quede, míster Lewis —aconsejó Kent.
—¿Quedarme? Prefiero morir. Me lo merezco por haber sido tan
necio.
—Kent y yo haremos la faena —se ofreció el sheriff.
—No se hable más de ello. Yo voy con ustedes, aunque reviente
—se irguió el ranchero.
Aunque no en abundancia, llevaban armas y municiones; y
también una cantidad considerable de valor.
Entretanto, Diana Lewis, presa de pánico, no era la muchacha
animosa que Kent había conocido.
Los últimos acontecimientos la habían desmoralizado.
Creyó que Wanderflat era el emisario enviado por su padre;
acababa de ver cómo era acribillado a balazos. ¿Qué podía esperar?
Sólo un hombre podía salvarla; y ese hombre seguramente se
hallaba ya muy lejos y jamás regresaría.
¡Cómo hubiesen cambiado sus pensamientos de saber que Kent
Dayna, a quien no podía olvidar, se acercaba para liberarla!
Aunque vigilada, rodeada de pistoleros, se sentía inmensamente
sola. Ni la conmovían las miradas canallescas de Holden; pero
cuando éste se acercó y le dijo: “Niña, vales un montón de dinero”,
no pudo contenerse y renació su antigua furia:
—¡No te saldrás con la tuya, sanguijuela!
Kirk Holden comenzó a silbar convencido de que tenía ganada la
partida.
Tal opinión, pese a las enormes dificultades que se presentaban,
no era compartida por Kent Dayna, el sheriff Sam y el ranchero
Lewis.
Les hubiese resultado más fácil atacar de noche, pero apremiaba
el tiempo, y se hacía necesario dar la cara en pleno día.
Pero sería indispensable obrar con astucia, si no querían ser
acribillados a balazos antes de conseguir el objetivo propuesto.
Se acercaron cautelosamente, arrastrándose por las laderas del
valle.
Consiguieron burlar a los dos centinelas que vigilaban.
Kent Dayna aconsejó a Lewis y al sheriff que esperaran a
retaguardia, cerca del campamento. Si oían algún disparo, tendrían
que adelantarse, haciendo escupir fuego continuo a sus revólveres.
Sabían que se jugaban la vida; mas de no hacerlo, peligraba la
de Diana. Era necesario arriesgar la piel.
Kent Dayna se despidió de sus amigos con un gesto. Quizá no
volviera a verlos. Eran muchos los pistoleros agrupados junto a Kirk
Holden.
Ken Dayna hubiese deseado convertirse en serpiente.
Se apretaba contra la tierra como si anhelara confundirse con
ella, y, al mismo tiempo, avanzaba, escurriéndose como una anguila.
Un cuarto de hora después tenía el cuerpo empapado de sudor y
su boca resoplaba como un fuelle debido a su pecho jadeante.
Pero como recompensa, se hallaba muy cerca de sus enemigos,
consiguiendo que éstos no se enteraran de su cercana presencia.
No tardó en divisar el campamento, comprobando también, muy
satisfecho, que burlaba a los pistoleros de Kirk Holden, deslizándose
entre ellos como pudiese hacerlo una sombra.
Se acercaba el momento definitivo y ansiado. Se hallaba, sin
duda, en una ratonera, pero tal era su deseo: mezclarse con Holden
y sus siniestros tipos a sueldo.
Oyó de pronto el rumor de varias voces. Como un saltamontes,
se lanzó hacia adelante, resguardándose, mientras el inseparable
“Colt" aparecía en sus manos como por arte de prestidigitación.
Ante él estaba Kirk Holden. De no ser por la piedra que le
protegía, Kent hubiese pasado un mal rato, ya que Holden no iba
solo.
Kent había vivido comprometedoras aventuras, pero jamás
experimentó igual sensación. Y es que la vida y la muerte de Diana
Lewis estaban por medio; y otras veces sólo fue el placer del riesgo
lo que le obligó a meterse en líos...; ahora era diferente.
Comprobó que se hallaba en buena postura para apuntar si las
cosas rodaban mal.
Era un consuelo.
Aunque era necesario ser prudente, y guardarse el genio, no
olvidando que Diana pagaría las consecuencias de sus acciones.
—Y bien, jefe —era Dan Lean quien hablaba—, ¿cuándo
liquidamos las ganancias? Los muchachos están impacientes.
—Que esperen. Esa chica es una mina. Sacaremos los cuartos
que podamos. Y, después, el rancho...
—Ellos dicen que quieren cobrar algo por anticipado.
Holden se encogió de hombros.
—Está bien —aceptó—. Dales veinte dólares. Y un par de botellas
de whisky.
—Creo que será lo mejor para lograr que se domestiquen.
Kent Dayna oía cuanto se hablaba. Esperaba sacar partido de la
situación.
Avanzó lentamente, con la agilidad de un gato, mientras se
alejaban Holden y Lean.
Kent se acercó a una tienda de lona de las varias que se
levantaban en el campamento. Lo hizo porque cerca de ella se
hallaban dos pistoleros armados hasta los dientes; ambos iban de un
lado para otro, separados. Aquella vigilancia le hizo sospechar que
muy bien podían ser guardianes de Diana.
Tenía a tiro a los dos sujetos, pero disparar le resultaba
imposible. La alarma cundiría y sus planes se convertirían en menos
que humo. Durante unos segundos se concentró intensamente; era
necesario actuar y poner en la acción todo su temple, toda su
alma...
Sus ojos se movían inquietos. Vio una gruesa piedra cerca de él
y, sin pensarlo dos veces, se apoderó de ella, levantándose,
tomando impulso...
La piedra pareció lanzada por una catapulta. Y además de fuerza,
llevaba intención.
Fue a dar directamente en la cabeza de uno de los centinelas,
quien se desplomó sin sentido, silenciosamente.
Quedaba otro. Estaba más alejado. Quizá resultara conveniente
repetir el sistema, ya que tan buenos resultados acababa de dar.
Cuando se incorporaba de nuevo, Kent vio que acababa de ser
sorprendido.
Toda la suerte que tuviera en la primera acción, resultaba
adversa circunstancia en la segunda.
Porque el guardián qué restaba acababa de girar la cabeza y
habíale descubierto.
Al ver a Kent Dayna, se llevó rápidamente la mano al revólver,
pero Kent, corriendo como un gamo, y ganando la distancia que le
separaba en segundos, entró en tromba, con el puño cerrado,
aplicándolo con tocias sus fuerzas sobre el vientre del pistolero, el
cual cayó hecho un ovillo.
Kent miró el cielo. Seguro que había algún ángel para
favorecerle. No había tiempo que perder.
Se cercioró de que no había alguien más a su alrededor;
rápidamente ocultó los dos cuerpos entre unos arbustos.
A continuación penetró en la tienda.
No había calculado mal. ¡Allí estaba Diana Lewis!
Diana iba a gritar. Pero un gesto enérgico de Kent paralizó sus
cuerdas vocales.
—Calma, querida...
—Creo que voy a desmayarme... ¡Estás aquí!
—No hables. Vámonos volando. Me explicaré por el camino.
Kent dio un vistazo. Hizo una seña a la joven.
Minutos después se habían alejado del campamento. Estaban
relativamente seguros.
—Nos esperan tu padre y el sheriff. Casi estamos a salvo.
—No puedo creerlo, Kent. ¿Qué ha sucedido? Has expuesto tu
vida por mí...
¿Y por quién si no iba a hacerlo? Te quiero... ¿Te parece poco?
—Y yo a ti...
—Es suficiente. Esto te obliga a casarte conmigo, pero...,
corramos. Estamos en zona peligrosa.
No tardaron en oír rumor de voces y pisadas de caballos.
—¡¡Maldición!! Qué pronto se han dado cuenta de tu huida.
En efecto, Kirk Holden se apercibió seguidamente de la huida de
Diana Lewis.
Los perseguidores se acercaban.
—¡Adelante, Diana!
—No te dejo...
—Busca un buen escondite y quédate quieta. No seas loca.
Kent estaba decidido a morir en pie, luchando como un león
hasta dar fin a sus municiones.
—¡Vete, Diana!
La chica obedeció.
Kent apretó los dientes mientras empuñaba el “Colt”.
Dejóse caer suavemente sobre el suelo, una alfombra de agujas
de pino. Estaba furioso y ansiaba la lucha.
Se acercaban tres caballistas. Uno de ellos era Dan Lean.
Si daban con la chica, sería terrible.
Kent no lo pensó más. Fue como una locura que pasó por su
mente. Dejó que se acercaran. Al tenerlos cerca, se levantó.
Los pistoleros no esperaban aquello y la sorpresa retardó sus
movimientos. “Sacaron”; pero el revólver de Kent Dayna era como
un rayo del cielo. Disparó frenéticamente.
Y las balas dieron en el blanco.
Sin preocuparse de otra cosa, se adelantó, tomó su caballo,
saltando sobre la silla.
Calculó la dirección que Diana había tomado, no tardando en
divisarla después de un breve trote.
Espoleó a su montura y, casi al galope, la tomó del suelo,
encaramándola sobre la grupa.
Cabalgaron frenéticamente. Minutos más tarde se reunían con
Lewis y Sam Wonder.
—¡A casa! —gritó Kent sin dar más explicaciones ni permitir
ninguna expansión sentimental.
***
Kent contempló las montañas circundantes con alivio. Todo había
pasado y quedaba atrás.
Padre e hija se abrazaron emocionados.
Kent estaba satisfecho. Le importaba un pito ser un héroe, pero
le gustaba que Diana y su padre le conocieran tal cual era, sin
misterios. Y también el sheriff, aquel sheriff testarudo pero buena y
valiente persona.
Empero, el joven sentía cierta preocupación. Porque aún no había
llegado el verdadero final. En su caso particular, sí, ya que su
nombre quedaba reivindicado después de su confesión seguida de
una convincente conducta. Pero Kirk Holden...
Holden estaba vivo y era hombre que no gustaba de hacer las
cosas a medias, y menos después de lo ocurrido.
No le temía como hombre. Pero en aquellas circunstancias
hubiese preferido que no existiese. Ansiaba la paz.
Pero la paz estaba lejos.
El propio Kirk Holden y diez pistoleros acababan de salir en su
persecución.
Holden había visto a los dos guardianes heridos; más tarde a Dan
Lean y un pistolero muerto; otro, malherido. Una mujer no era capaz
de armar aquel sangriento barullo. Seguro que la huida obedecía a
un plan. Y Holden pensó en Kent Dayna. Nadie era capaz de hacer
aquel trabajo tan limpiamente como Kent...
El viento trajo a los sensibles oídos de Kent Dayna el rumor de la
persecución.
—¡Hay que galopar con furia! ¡Nos siguen!
Kent miró hacia atrás. A lo lejos distinguió el movimiento de los
jinetes.
—¡Nos alcanzarán! ¡Aprisa!
Los hombres de Kirk Holden aullaron como condenados. Sin
duda, acababan de divisarles.
—Van a cazamos. Habrá que bajar y mantenerlos a raya.
Tenemos armas y municiones.
—¿Está loco, Kent? —objetó Lewis—. Van a matarnos. Y Diana
puede caer nuevamente en sus manos.
—Es que no hay más remedio...
Frenaron la marcha. Se miraron unos a otros. Jamás olvidarían
aquel momento. Diana tenía lágrimas en los ojos, pero,
valientemente, le envió un beso a Kent con la punta de los dedos.
Kent Dayna puso gesto hosco.
—Usted, sheriff, se queda conmigo, Diana y su padre se largan
volando. No lo piensen más.
Los Lewis titubearon.
—¡Obedezcan! En este momento mando yo.
Míster Lewis y su hija no replicaron porque los ojos de Kent
echaban chispas.
—Buena suerte.
Se alejaron porque Kent, en aquellos instantes, era un capitán
que no admitía objeciones.
Kent frenó su caballo y éste quedó sentado, imitando el sheriff la
maniobra.
Kent Dayna comenzó a disparar, tirando a matar, rabiosamente.
Sam Wonder hacía otro tanto, deseando con toda su alma ser útil
para borrar los malos ratos que Dayna pasó por su culpa.
En un fugaz momento se desplomaron cuatro jinetes.
Inmediatamente desaparecieron los atacantes.
—Es un truco.
—Seguro que quieren cercamos.
—Piquemos espuelas y pongamos nuestros caballos al galope,
sheriff.
El terreno era rocoso.
Pasado un corto tiempo, les pareció percibir de nuevo el clamor
de la persecución.
Torcieron por distintos recodos, deteniéndose de vez en cuando,
aguzando los oídos.
Kent, aunque intranquilo, confiaba en la suerte de
Diana y su padre. Tenían posibilidades. La maniobra despistó en
principio a Kirk Holden.
Repentinamente, Kent Dayna distinguió a Kirk Holden. Se
destacaba a la luz fulgurante del sol. Allí estaban también sus
pistoleros, quienes echaron pie a tierra para abrir fuego de rifle.
Las armas vomitaron plomo. Holden seguía a caballo volcado
sobre la silla, disparando.
Kent y el sheriff no se arredraron, manteniéndose en su puesto,
apretando el gatillo y cargando sin cesar. Las balas, entretanto,
silbaban a su alrededor cual abejorros de muerte.
Difícil resultaba sacar la cabeza, pero Kent se expuso. Allí estaba
Kirk Holden, el objetivo principal. A riesgo de que le volaran los
sesos, apuntó con serenidad, cuidadosamente...
Dos segundos después, un caballo galopaba sin jinete mientras
Holden hacía esfuerzos desesperados para levantarse del suelo. Otra
bala se clavó en el cuerpo de Kirk Holden. Fue el fin. Cayó muerto.
A partir de aquel momento, un silencio agobiante se esparció por
el valle. Los pistoleros que restaban volvieron grupas, huyendo como
alma que lleva el diablo.
Kent vio que un hilillo de sangre manaba de su brazo izquierdo.
Estaba herido.
—¿Qué es eso, muchacho? —se alarmó el sheriff.
—El último recuerdo de Kirk Holden. No creo sea gran cosa.
Habrá que vendarlo. Vayamos en busca de Diana y su padre. Me
parece que todo ha terminado.
***
Todo había terminado, efectivamente, y de forma total para Kirk
Holden y demás tipos de su calaña; acababa de concluir, también,
un episodio épico en aquellas tierras de lucha.
Pero para Kent Dayna y Diana Lewis comenzaba una vida.
Eran ya marido y mujer.
Se celebró la boda solemnemente, y en la fiesta reinó gran
algazara. Fue un día inolvidable para todos; especialmente
“Pescadito” jamás podría olvidar el gran hartazgo de golosinas que
se dio.
El sheriff Sam Wonder se despidió después de la fiesta.
—Adiós, amigos. Espero que nos veremos con frecuencia.
—Pero no en la cárcel —bromeó Kent.
Todos se echaron a reír, menos el sheriff.
—No esté serio, amigo Wonder —rió también el ranchero Lewis,
casi tan feliz como los novios—. El día que se aburra venga por aquí.
Puede distraerse montando a “Light”.
—¿Es que acaso cree que yo no puedo...?
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí!
El sheriff volvió, y bastante a menudo; aunque en vez de montar
a “Light”, bebíase el mejor whisky de míster Lewis.
Los meses fueron transcurriendo. Diana y Kent eran felices... Y
entre beso y beso, vino un pequeño Kent...
FIN