Las concepciones del cuerpo y su
influencia en el
currículum de la Educación Física
*Universitat de València
Licenciado en Educación Física y Filología anglogermánica
Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación Víctor Pérez-Samaniego*
Autor del libro "Actividad física, salud y actitudes" Roberto Sánchez Gómez**
**I.E.S. Adeje (Tenerife) [email protected]
Licenciado en Educación Física (España)
Ha realizado los cursos de doctorado en el INEFc de Lleida,
donde obtuvo el titulo de estudios avanzados
Resumen
El cuerpo, además de una materialidad, es un concepto. Y, en consecuencia, puede ser entendido
de formas distintas. La concepción del cuerpo influye decisivamente en la Educación Física; tanto que
podría decirse que las distintas formas de entender la Educación Física son en gran medida
consecuencia de distintas concepciones del cuerpo. En este artículo se revisamos las principales
características de tres concepciones del cuerpo:
a) Las concepciones dualistas, que separan la dimensión material -cuerpo- e inmaterial -alma,
espíritu, mente- del ser.
b) las concepciones monistas, que se centran en estudiar la corporeidad como presencia en el
mundo.
c) las sociales, que se preocupan por identificar e interpretar cómo se construye culturalmente el
cuerpo y las ideas sobre el cuerpo. Finalmente, a partir de dicho análisis se plantea una reflexión
acerca del papel que cada una de ellas juega o puede jugar en el diseño y desarrollo del currículum de
la Educación Física.
Palabras clave: Cuerpo. Dualismo. Cuerpo-máquina. Monismo. Existencialismo. Psicoanálisis.
Interaccionismo simbólico. Postmodernidad. Construcción social.
http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 6 - N° 33 - Marzo de 2001
1/2
1. Introducción: cuerpo y movimiento
Resulta difícil contradecir la afirmación de que la Educación Física
trata con el cuerpo y sus distintas manifestaciones motrices. Ahora bien,
este consenso se diluye cuando intentamos profundizar en qué
entendemos por cuerpo y movimiento. De ahí que Cagigal (1979:62-65)
plantee la necesidad de conceptualizar estas dos realidades
antropológicas -cuerpo y movimiento- para identificar la esencia de la
cultura física y, por extensión, de la Educación Física:
“El individuo conoce el mundo a través de su entidad corporal (…) El
hombre [sic] seguirá viviendo toda su existencia no sólo en el cuerpo,
sino con el cuerpo y, de alguna manera, desde el cuerpo y a través del
cuerpo. (…) El hombre tiene un cuerpo, el cual está capacitado para
moverse, hecho para moverse. Gracias al movimiento el hombre
aprende a estar en el espacio (…). Sobre estos dos elementos, sobre la
inherencia e implacable instancia del cuerpo en la vida del hombre, no
ya como parte del hombre, sino como hombre mismo, por un lado y, por
otro, sobre la realidad antropodinámica del movimiento físico, debe ser
estructurada una Educación Física, base de una generalizada cultura
física” (Cursiva en el original).
Aunque las nociones de cuerpo y movimiento están estrechamente
relacionadas, la primera ha sido quizá la que en mayor grado ha
protagonizado el debate filosófico. Básicamente, a lo largo de la historia
la noción de cuerpo ha ido definiéndose a partir de la tensión generada
entre dos polos contrapuestos: de un lado las concepciones dualistas,
que separan la realidad material (cuerpo anátomo-fisiológico) de la
inmaterial (espíritu, alma, mente). Del otro las concepciones monistas,
en las que el ser humano es considerado como una unidad indisoluble y
no como un conjunto integrado de más o menos partes. A este
panorama se unen las concepciones sociales que se preocupan por el
estudio de la construcción social y cultural del cuerpo y sus significados.
En este artículo se introducen cada una de estas visiones del cuerpo o
de lo corporal, haciendo hincapié en sus diversas implicaciones para con
la Educación Física.
2. Dualismo y “cuerpo máquina”
Vicente Pedraz (1989) afirma que la noción de dualismo proviene de
la tendencia filosófica que separa radicalmente lo natural de lo cultural,
lo material de lo inmaterial, lo bueno de lo malo. Es decir, se basa en
contraposiciones dicotómicas en las que todo elemento A tiene su
contrapunto B. Aplicada al ser humano, la concepción dualista entiende
que estamos compuestos de una parte material -corpórea, física- y otra
inmaterial -espiritual, mental-. Esta antítesis tiene dos consecuencias
fundamentales: por una parte se marca un límite que separa la realidad
anátomo-fisiológica de la mental-espiritual. Por otra, se otorga un papel
de dependencia y subordinación de la primera frente a la segunda. El
conocido aforismo cartesiano “cogito ergo sum” sintetiza cómo desde el
dualismo la materialidad corporal se convierte en complemento de la
esencia racional que identifica al ser humano.
Desde el dualismo, el cuerpo es básicamente materia; continente
perecedero, corruptible y, también, mejorable que acoge la esencia
inmaterial del ser humano. De ahí que su comprensión y su estudio se
hayan buscado precisamente en la indagación de la materialidad
(anatómica, bioquímica, etc.) y la funcionalidad (fisiológica,
biomecánica, etc.) del ser humano.
Para ilustrar las consecuencias que se derivan de esta noción dualista
del cuerpo nos serviremos del análisis de una metáfora derivada de esa
concepción y que ha sido, y es, profusamente utilizada para explicar el
cuerpo: la metáfora del “cuerpo máquina”. Ya en el S.XVII Vesario en su
“De Humani Fabrica” utilizaba la mecánica como analogía para la
descripción de los componentes anátomo-fisiológicos y fisiológicos del
cuerpo. Desde entonces, y de formas muy diversas, la máquina ha
servido como modelo para ejemplificar la morfología y funcionamiento
corporal (Laín Entralgo, 1970).
Para Colquhoun (1992) la principal implicación de la metáfora del
“cuerpo máquina” en relación con el movimiento es la noción del cuerpo
como instrumento de acción motriz. El movimiento del cuerpo humano
se equipara entonces al de cualquier otro objeto que se mueva y, como
tal, puede ser medido, controlado y analizado cuantitativamente. Según
este autor, se trata de una concepción utilitarista porque el movimiento
y su resultado son definidos y valorados siempre y exclusivamente en
función su propósito, con lo que la eficacia o eficiencia -determinadas
por el análisis cinemático, biomecánico, kinesiológico o fisiológico- se
convierten en finalidades inherentes a la acción motriz.
Distintos autores (Barbero, 1996; Colquhoun, 1992; Devís, 2000;
Freund y McGuire, 1991; Tinning, 1990; Whitehead, 1992) coinciden en
que la metáfora del cuerpo máquina, al subrayar los aspectos
funcionales del cuerpo humano, más que ilustrar contribuye a dar
sentido al concepto de corporeidad en una doble dirección. En primer
lugar, al destacarse únicamente sus componentes mecánicos,
indirectamente se marginan otros aspectos menos objetivables del
movimiento. En segundo lugar, la comparación entre el ser humano y la
máquina contribuye a configurar una visión racionalista y tecnocrática
de la motricidad. Una excesiva preocupación por el resultado de la tarea
contribuye a dejar de lado otros aspectos mucho menos cuantificables y
más difíciles de controlar por un observador externo. Y, si bien pueden
ilustrar aspectos parciales y aislados del comportamiento motriz, las
teorías mecanicistas sobre el cuerpo no alcanzan a explicar globalmente
un fenómeno tan complejo como el del movimiento humano, que incluye
factores psicosociales, afectivos, culturales e incluso políticos y
económicos.
De acuerdo con Barbero (1996) el dualismo, representado por la
metáfora del “cuerpo máquina”, es la concepción filosófica en la que se
asienta el actual discurso hegemónico sobre el cuerpo humano en la
Educación Física. Este discurso enmarca la “decibilidad” de lo corporal,
aquello que puede decirse y, por tanto, enseñarse sobre el cuerpo.
Como consecuencia, el cuerpo es considerado en nuestra cultura
profesional fundamentalmente como instrumento de acción, un objeto a
considerar a partir de una funcionalidad que lo transciende. El énfasis en
la comprensión puramente anátomo-fisiológica del cuerpo humano, en la
eficacia y la eficiencia motriz, en la medición de resultados y la
preocupación por la mejora en la ejecución técnica y en la condición
física serían algunas manifestaciones de este discurso en nuestra
profesión.
3. Concepciones monistas: el cuerpo como vivencia
Las perspectivas monistas engloban una serie de teorías que basan la
concepción del individuo en una esencialidad integrada en un todo
(Starobinsky, 1991; Whitehead, 1992). El cuerpo no es entendido
únicamente como complemento a una esencia inmaterial, sino como un
territorio donde se experimenta la presencia en el mundo. Las
concepciones monistas del ser coinciden en la preocupación por definir
la existencia corporal distinta a la dualista. El psicoanálisis y el
existencialismo, representados por los trabajos de Freud, y Sartre
respectivamente, ilustran este contrapunto a la dicotomía dualista.
A pesar de su marginación en el ámbito científico -y en el de la
formación de los profesionales de la Educación Física y el deporte- la
teoría psicoanalítica resulta una referencia fundamental para
comprender la importancia y complejidad de la vivencia corporal. En
contraposición con el dualismo, el psicoanálisis discute el papel
fundamental del cuerpo como sustrato material de la experiencia
psíquica. El énfasis en el inconsciente pone de relieve que existe otra
forma de existir de la que no siempre nos apercibimos, pero que no por
ello deja de ser real; puede que hasta más real que de la que somos
conscientes.
Aunque Freud no fue el primero en hablar sobre el inconsciente, sí lo
fue en darle protagonismo en el concepto de ser. Según el psicoanálisis,
nuestra existencia se articula en capas de conciencia, las más profundas
de las cuáles -que integran el inconsciente- recogen nuestras pulsiones y
nuestros deseos no satisfechos. En relación con la corporalidad, el
psicoanálisis se preocupa fundamentalmente por hacer explícita e
interpretar su vivencia inconsciente y, menos, por delimitar la causa
somática de dicha vivencia. Dicho de un modo más claro, no importa
tanto localizar en qué parte del cuerpo o de la experiencia corporal está
el inconsciente como hacerla aflorar y entenderla. Esta concepción
autónoma y desfisiologizada de la existencia psíquica dará pie a
disensiones definitivas entre psicoanalistas y otras disciplinas que ponen
su énfasis en la neurofisiología como sustrato del comportamiento. Las
tesis de Freud, en cambio, proponen que tanto la historia personal como
social se componen de vivencias articuladas por una serie de
macroestructuras psicológicas a las que el individuo va accediendo de
forma más o menos consciente o traumática a lo largo de su existencia:
el yo (la conciencia de ser, unida al principio de realidad), el ello (la
conciencia de no ser, unida al principio de deseo), el super-yo (la
conciencia moral, unida a los sentimientos de culpabilidad, necesidad de
castigo, remordimiento, etc.) y, ya en una de sus obras más tardías
(Freud, 1981), el super-yo cultural (los ideales y las normas -explícitas e
implícitas- de la sociedad).
En definitiva, el psicoanálisis preconiza que el mundo de los sentidos,
al que pertenece el cuerpo somático, entra a menudo en contradicción
con la verdadera vivencia personal, en muchos casos inconsciente.
Como afirma Vicente Pedraz (1989:4) “este nuevo cuerpo ya no es sólo
el receptáculo del alma, (…) sino centro de sensaciones e interacciones
básicas para el desarrollo del individuo”. La preocupación de Freud -y de
muchos de sus seguidores- por el cuerpo tiene que ver, precisamente,
con su papel simbólico de lugar para la satisfacción de las pulsiones. El
cuerpo se convierte entonces en “objeto de la pulsión, soporte de su
fijación o de su descarga. Nuestro cuerpo al mismo tiempo refleja y
esconde lo más íntimo de nosotros mismos” (Starobinsky 1991:368). 1
Las aproximaciones al concepto de cuerpo del existencialismo y
fenomenología son en gran medida deudoras de la preocupación del
psicoanálisis por la forma de ser en el mundo. Sartre (1989, 1992)
considera que el cuerpo y su vivencia son los principales medios a
través de los cuales tomamos conciencia de nosotros/as mismos/as y de
nuestro entorno. Plantea que nuestra presencia corporal en el mundo se
da básicamente a tres niveles: como cuerpo para el ser, cuerpo para el
Otro y cuerpo para el Otro percibido por el ser. Para ilustrarlas utiliza la
imagen de un escalador que pretende alcanzar una cima complicada.
Cuando empieza a escalar, el escalador queda absorto por la tarea hasta
el punto de no reparar ni siquiera en sí mismo. Su corporeidad le pasa
“des-apercibida”. Esto no quiere decir que el cuerpo no esté presente,
sino que el escalador no siente su propio cuerpo como algo presente. A
esta forma no-consciente (no confundir con inconsciente) de existencia
corporal es a la que denomina el cuerpo para el ser. El segundo modo de
concebir el cuerpo se da con la presencia de un observador externo que
se fija en cómo avanza el escalador. El observador solamente ve un
cuerpo-instrumento, un cuerpo-objeto o mecanismo dedicado a alcanzar
una meta. Esta sería la forma de corporeidad que Sartre denomina
como cuerpo para el Otro. El Otro crea una forma de cuerpo como objeto
ajeno al ser. En ese sentido, cualquier énfasis en ese modo de
corporeidad tiende a disociar mi cuerpo de mí; solo resultan pertinentes
los aspectos que pueden ser percibidos por el Otro. La tercera forma de
concebir el cuerpo ocurriría cuando el escalador se apercibe de que
alguien está observándole. En el momento en que siente la mirada del
Otro, el escalador se apercibe de que su cuerpo está siendo observado
como si fuera un cuerpo-objeto. Sartre (1989) sugiere que en ese
momento el escalador empezaría a preocuparse por la impresión que
causa en el Otro, sintiéndose vulnerable y expuesto al juicio sobre su
corporeidad objetiva. Como resultado de esta preocupación, el escalador
podría resbalar o cometer algún error. A esta concepción es a la que
denomina Sartre cuerpo para el Otro percibido por el ser.
Sartre (1989) deja claro que en circunstancias habituales vivimos un
tipo de corporeidad básicamente relacionada con el primer modelo.
Naturalmente no actuamos prestando atención a nuestra corporeidad. Y
si bien el cuerpo para el ser es la forma natural de vivenciar nuestra
corporeidad, la tendencia al estudio sobre el cuerpo suele centrarse más
en la dimensión del cuerpo para el Otro. Así lo demuestra el hecho de
que la mayoría de las referencias científicas hacia el cuerpo, o hacia
alguna de sus partes, sugiera una realidad ajena a la propia persona o a
su contexto. Este énfasis dota al Otro de un poder sobre la percepción
corporal que le capacita para decidir sobre la corporeidad en cualquiera
de sus dimensiones. El resultado es que cuando prestamos atención a
nuestra realidad corporal solemos hacerlo desde la perspectiva
delcuerpo para el Otro percibido por el ser. Dicho de otra manera, la
visión del Otro condiciona nuestra propia autopercepción, provocando
en nuestro autoconcepto un efecto parecido al que le producía al
escalador apercibirse de la presencia de un observador. Se produce
entonces una escisión en nuestra corporeidad, que vive tensionada
entre nuestra consciencia de ser y nuestra preocupación por ser para el
Otro.
En definitiva las concepciones monistas revelan que la vivencia del
ser es también corporal, y que la corporeidad es algo más que una
materialidad ocupada por la mente o el espíritu, del cual éstos pueden y
deben hacer un uso adecuado. En la Educación Física las visiones
monistas del cuerpo y el movimiento están ligadas a la comprensión y
expresión de su dimensión afectiva. Gibbons y Bressan (1991) plantean
que en la Educación Física el tratamiento de la dimensión afectiva
debería centrarse en el desarrollo de actitudes estéticas y morales hacia
el movimiento. Definen las actitudes estéticas como la predisposición a
valorar el movimiento en sí mismo, mientras que las actitudes morales
serían la predisposición a actuar de acuerdo con unos principios éticos.
Según estos autores, el desarrollo de estas actitudes no debería
limitarse a un determinado bloque de contenidos ni a acciones
puntuales sino que, sobre todo, debería servir para trazar los principios
de acción que rigen toda la enseñanza. Para ello, el profesorado y el
alumnado debe hacerse eco del significado heterogéneo y complejo que
desde un punto de vista vivencial encierra cualquier acción motriz.
4. Concepciones sociales: la construcción cultural de la
(in)satisfacción corporal
Desde la sociología, diversos autores se han ocupado de analizar las
relaciones entre el cuerpo y su concepción con el contexto sociocultural
e histórico (Ariño, 1997; Fallon, 1994; Freund y McGuire, 1991). De
acuerdo con Freund y McGuire (1991), estas relaciones se dan en un
doble sentido. Por una parte el contexto sociocultural influye en
determinar la significación y la importancia del cuerpo o ciertos aspectos
relacionados con lo corporal. Refiriéndose al concepto de construcción
social del cuerpo estos autores plantean que la sociedad y la cultura, en
cierta medida, contribuyen a dar forma a sus miembros como si se
tratara de moldes para troquelar objetos. Así ocurriría, por ejemplo, con
los pies vendados de las mujeres chinas, la ablación del clítoris, los
corsés de las mujeres del siglo XIX o la cirugía estética en la actualidad.
Pero, quizá, la influencia social más poderosa sobre el cuerpo no es la
que se da directamente en su construcción, sino indirectamente
mediante la construcción de las ideas sobre el cuerpo. Por ejemplo, no
todas las sociedades comparten las mismas ideas sobre el cuerpo: lo
que en unas se identifica con la salud y la belleza, en otras se considera
enfermizo y feo. Del mismo modo, en diferentes culturas envejecer
puede ser temido, aceptado o reverenciado. De hecho, para estos
autores la construcción social del cuerpo y la construcción de las ideas
sobre el cuerpo están íntimamente relacionadas. Así, en relación con el
género durante mucho tiempo se ha pensado en nuestra sociedad que
las mujeres no pueden o no deben llevar objetos pesados. La
expectativa de que las mujeres sean débiles y el hecho de que sean
tratadas como tales cierra un círculo vicioso con el siguiente resultado:
las mujeres no desarrollan su fuerza.
En los últimos tiempos se ha desencadenado una preocupación sin
precedentes por el estudio de cualquier aspecto relacionado con el
cuerpo: su apariencia, su duración, su curación, su funcionamiento, o su
representatividad simbólica. Algunos autores atribuyen este fenómeno
precisamente a los trascendentales cambios en su concepción fruto de
lo que ha venido en llamarse la sociedad o cultura de
la postmodernidad, entendida como la superación del proyecto moderno
basado en la razón como instrumento de comprensión de la realidad
(Fernaud, 1988). 2 Shilling (1993) destaca que los principales efectos de
la postmodernidad en la concepción sobre las ideas del cuerpo son la
a) la secularización del mundo occidental, b) idealización del cuerpo
como proyecto y c) la incertidumbre sobre el concepto de cuerpo.
a. Shilling (1993) relaciona la creciente importancia que se le otorga
al cuerpo con el proceso de desacralización social que marca el
tránsito desde la organización social de la Europa posfeudal a la
modernidad, y que tiene su mayor impacto en el siglo XX. Este
proceso tuvo como consecuencia la disminución del poder de las
autoridades religiosas en la vida social en general, y en la
regulación de aspectos relacionados con el cuerpo en particular.
Sin embargo, la desacralización gradual de la vida social ha
provocado que las creencias religiosas fueran sustituidas en gran
medida por creencias científicas equivalentes en nivel de
devoción, pero que no ofrecen exhortaciones morales tan
explícitas. De los valores estables se ha pasado a una vida sin
imperativo categórico en la que lo que prima es el individualista e
indefinido mensaje de ser feliz. Por otra parte, el auge y expansión
de los medios de comunicación audiovisuales sitúan
simbólicamente ese mensaje de felicidad individual en la imagen
del cuerpo o, mejor dicho, de determinados modelos de cuerpo. La
publicidad, las películas, los telefilmes propagan el mensaje de
que la persona feliz es el cuerpo feliz. Así, al conjugarse el declive
de los referentes religiosos con el actual aumento del cuerpo como
imagen de valor simbólico, las sociedades posmodernas han
colocado al cuerpo como el elemento constitutivo más importante
de la identidad.
No es extraño que en torno a este creciente protagonismo
existencial de lo corporal haya nacido una pléyade de creencias
que a su vez generan nuevas idolatrías englobadas bajo el título
genérico de culto al cuerpo (Devís, 2000; Devís y Molina, 1998;
Tinning, 1990). El culto al cuerpo se basa en ciertos dogmas y
consensos sociales sobre el funcionamiento y la apariencia que
sirven para homogeneizar los valores en torno a lo corporal.
También generan prácticas muy ritualizadas e iconos que
representan la esencia de la virtud corporal. Los/las modelos,
los/las deportistas, los actores y actrices, en definitiva, las
personas cuya imagen nos llega como símbolo de felicidad y éxito,
sirven para modelar los nuevos cuerpos ideales -e idolatrados-. Su
búsqueda se convierte a la vez en una nueva certeza vital y en un
empeño fundamentalmente individual. En definitiva, creer en el
cuerpo es creer en uno/a mismo/a, y mejorarlo, en algunos casos,
constituye una especie de testimonio de fe.
b. Otra característica distintiva de las sociedades posmodernas es la
posibilidad de concebir el cuerpo como un proyecto, lo cual implica
el establecimiento de un plan para alcanzar una serie de objetivos
personales más o menos autoimpuestos por su propietario, casi
siempre relacionados con la salud o la apariencia. Esta concepción
implica el establecimiento de un plan para alcanzar una serie de
objetivos personales. En los países desarrollados, muchas
personas aceptan reconstruir la apariencia, tamaño y forma de su
cuerpo en función de un diseño confeccionado por
sus propietarios/as. Avances tan dispares como la reproducción in
vitro, la ingeniería genética o la cirugía estética, ofrecen amplias
posibilidades para controlar nuestro cuerpo (así como de tenerlo
controlado por otros). Hoy día el cuerpo (o sus diferentes partes)
puede ser creado, transformado, reconstruido, aumentado y/o
disminuido con una creciente eficacia y eficiencia. Y las personas
se han convertido en agentes activos en la gestión y
mantenimiento de sus cuerpos. En definitiva la idealización del
cuerpo como proyecto supone, por una parte, considerar el cuerpo
-su salud, su apariencia- como una aspiración en sí misma y, por
otra, considerar que dicha aspiración resulta alcanzable (tan) sólo
con el esfuerzo personal, minusvalorándose la influencia de
factores sociales, económicos y culturales (Freund y McGuire,
1991; Devís, 2000; Pérez-Samaniego, 2000).
Quizá el ejemplo más evidente de la idealización del cuerpo
como proyecto sea la sobrevaloración social del autocuidado y la
cantidad de atención personal que se le da a la construcción de
cuerpos saludables. Paradójicamente, en una época en la que
nuestra salud se ve amenazada por peligros globales nos vemos
cada vez más exhortados a responsabilizarnos de por nuestros
cuerpos. En medio de un sistema caracterizado por múltiples
riesgos (paro, desequilibrios norte-sur, degradación
medioambiental, periodicidad de las crisis financieras, etc.) se
idealizan ciertas prácticas individuales bajo el marchamo de que
garantizan casi infaliblemente la salud. Se nos anuncia que
algunos de los más acuciantes y generalizados males de la
actualidad, como el cáncer o la enfermedad coronaria, pueden ser
evitados mediante sencillos cambios en hábitos
que sólo dependen de la voluntad individual.
c. Esta posibilidad de planificar el cuerpo lo ha convertido también
en un espacio donde se materializan múltiples opciones y
elecciones. Sin embargo, como señala Shilling (1993), el aumento
de posibilidades de intervenir en el cuerpo contrasta con
la incertidumbre acerca de qué hacer con esas posibilidades, con
las dudas profundas sobre cómo ejercer el control sobre el cuerpo.
Cuanto mayores son las posibilidades que se nos ofrecen, más se
desestabiliza nuestro conocimiento de qué es el cuerpo en
realidad, y se abren más y mayores interrogantes sobre hasta
dónde se debe permitir la intervención de la ciencia en su
reconstrucción. Hoy en día crecen los dilemas morales acerca de
cuestiones como la ingeniería genética, la reproducción asistida,
los transplantes o la eutanasia. Y tampoco conviene olvidar que el
que existan esas posibilidades no quiere decir que existan las
mismas posibilidades para que todas las personas tengan acceso a
ellas. De ahí que algunas prácticas que se engloban de forma
genérica bajo el engañoso “cuidado del cuerpo” se hayan
convertido en un símbolo de status. En este contexto incierto,
limitar la preocupación de la intervención sobre el cuerpo
únicamente a cuestiones de tipo técnico puede contribuir a que en
el futuro se disparen el número y la magnitud de este tipo de
conflictos.
De hecho, parece claro que en la actualidad estamos viviendo
en una época en la que el cuerpo y su significado sociocultural han
tomado dimensiones inusitadas. La insistente transmisión por los
más diversos y escurridizos medios de comunicación de imágenes
con cuerpos esbeltos (en mujeres) o musculosos (en hombres)
unidas a mensajes sobre felicidad, éxito, y (auto)estima, ha
asentado en el inconsciente colectivo la idea de que un cuerpo
“perfecto” es sinónimo de vida perfecta. Y más: que sin
un buen cuerpo no puede llevarse una buena vida, o que a mejor
cuerpo, mejor vida. El problema aparece cuando, ante la creciente
imposibilidad de cumplir continuamente con los imposibles y
cambiantes modelos corporales socialmente construidos como
deseables (jóvenes, esbeltos o musculosos, dinámicos, atractivos,
y un largo etcétera), esta especie de “encarnación de la
autoestima” a menudo se convierte en fuente de angustia. El
deseo de alcanzar esa imagen -y esa vida- ideal, unido a la
práctica imposibilidad lograrlo, provoca, en general, un
autoconcepto corporal negativo lo cual, unido a otros factores, a
veces se traduce en graves enfermedades sociosomáticas como la
anorexia, la bulimia (Toro, 1996) y la incipiente vigorexia. 3 Por
otra parte, la naturaleza inalcanzable de ese cuerpo perfecto lo
convierte, en palabras de Varela y Álvarez-Uría (1989), en un
“mercado eterno” al que se dirigen los más variados y en
ocasiones insospechados productos. En este contexto confuso y
contradictorio la exclusiva preocupación técnica por mejorar el
cuerpo resulta demasiado simplista si no viene acompañada de
reflexión acerca del significado y las implicaciones éticas de dichas
mejoras.
La concepción social del cuerpo tiene una influencia
relativamente marginal en la Educación Física que, en general,
sigue mucho más preocupada en la mejora de los aspectos
tangibles de la motricidad. No obstante, en la actualidad existe
una creciente preocupación por entender el fundamento histórico,
sociocultural, político e ideológico sobre del tratamiento educativo
de la motricidad (Kirk, 1990; Devís y Molina, 1998; Scraton, 1995;
Sparkes, 1992; Tinning, 1992). Este interés se manifiesta, por
ejemplo, en el debate en torno al papel que juega la Educación
Física en la pervivencia (o cambio) de determinadas ideologías
sobre la salud y la práctica física (Devís, 2000; Tinning, 1990).
5. A modo de conclusión: cuerpo y currículum
El breve repaso sobre el concepto de cuerpo y movimiento
presentado en este artículo permite, al menos, apreciar su complejidad.
Arnold (1991) plantea que comprender la multiplicidad de significados
del movimiento -y, por extensión, del cuerpo- resulta clave para
entender su papel en el currículum. De lo dicho puede deducirse que el
tratamiento educativo de cuerpo en movimiento no debería limitarse a
la significatividad objetiva e instrumental del cuerpo. El movimiento
no sólo es o debe ser considerado como instrumento de acción sino
también como una experiencia personal vivida en un determinado
contexto social, histórico y cultural. Esas tres dimensiones -instrumental,
vivencial y sociocultural- están o deberían estar íntimamente
relacionadas, dotándose mutua y dialécticamente de significado.
Quizá no sea del todo descabellado afirmar que la Educación Física es
la disciplina educativa donde tiene un impacto más directo las diferentes
concepciones del cuerpo humano. Como hemos comentado antes, la
hegemonía del dualismo ha llevado la consolidación de un currículum
mecanicista y utilitarista en torno al cuerpo y el movimiento. En muchos
casos la excelencia se confunde con el rendimiento y la mejora del
cuerpo con el desarrollo de sus capacidades motrices. Ampliar el
concepto del cuerpo y del movimiento supone ensanchar el marco
discursivo del currículum de la Educación Física incidiendo en la
excelencia moral y estética, y no sólo la eficiencia y la eficacia motora.
Dicho de otro modo, implica preocuparse no sólo por el desarrollo de las
habilidades o la condición física, sino por el de la búsqueda a través del
movimiento de lo bueno y lo bello (Arnold, 1991, Gibbons y Bressan,
1991).
Este ensanche supone que la selección y el diseño del currículum
deberían plantearse desde principios éticos vinculados al sentido de
ciudadanía, es decir, a los valores en los que se basa la convivencia
democrática. Lo que implica, por una parte, tomar de conciencia de
dichos principios y, por otra, desarrollar una “sensibilidad profesional”
hacia ellos. La preocupación por la autonomía, la responsabilidad o la
comprensión de las influencias socioeconómicas y culturales en la
construcción sobre las ideas del cuerpo y en la experiencia motriz serían
algunas manifestaciones de esta enfoque ético del diseño curricular
(Pérez-Samaniego y Devís, en imprenta). En cualquier caso, avanzar en
la conceptualización de la dimensión social y experiencial del cuerpo y el
movimiento parece necesario (pero no suficiente) para ahondar en su
tratamiento educativo; especialmente hoy día, cuando los retos a los
que se enfrenta la Educación Física tienen que ver cada vez menos con
el adiestramiento homogéneo de conductas y más con la aceptación de
la diferencia o, lo que es igual, la aceptación de uno mismo/a y de los/las
demás (Tinning, 2000).
Notas
1. La concepción psicoanalítica del cuerpo como medio de expresión inconsciente influye a lo largo del S. XX
en otros autores y corrientes, entre los que destaca la bioenergética de Wilheim Reich. Reich (1981) se
basa en la creencia de que todas las experiencias humanas, ya sean conscientes o inconscientes, se
corporeizan a través de contracciones musculares. La experiencia consciente se asocia con el control
voluntario de la musculatura, mientras que la inconsciente se asienta en el cuerpo mediante el aumento
del tono de nuestra musculatura profunda. Para la bioenergética el cuerpo es una especie de coraza
segmentada que refleja nuestra historia personal. Sus seguidores/as consideran que el análisis e
interpretación de la postura, las sincinesias y los desequilibrios en el tono muscular permiten acceder al
inconsciente del un modo similar al del análisis de los sueños.
2. Algunos autores, como Giddens (1990) o Hall y Gieben (1990), prefieren hablar de modernidad tardía (High
Modernity), dando a entender que en S. XX no se han superado sino que se han radicalizado los procesos
iniciados en la época moderna, entre los que cabe destacar la secularización y la crisis de valores. Para
Jiménez (1990), la postmodernidad expresa la toma de conciencia de las contradicciones y aporías de la
modernidad. Indica la pérdida de confianza en la razón, la crítica a los proyectos de la ilustración, el
desencanto frente a los ideales no realizados. Este desencanto y pérdida de confianza en la razón se
agudiza en el S. XX debido a algunos acontecimientos -como las guerras mundiales, la utilización de las
bombas atómicas o el enquistamiento de las desigualdades sociales- que han ido minando la
fundamentación ética de la justicia social y el conocimiento científico.
3. La vigorexia, cuyo nombre científico es dismorfia muscular, es una distorsión de la imagen corporal
caracterizada por que las personas que la padecen se consideran siempre demasiado pequeñas o
enclenques por lo que intentan aumentar continuamente el volumen de sus cuerpos y, más en concreto,
de su masa muscular. La vigorexia suele acompañarse de la práctica compulsiva de ejercicio, dietas
hiperprotéicas y el uso de determinados fármacos que faciliten el aumento de la masa muscular
(esterorides anabolizantes, testosterona, hormona del crecimiento, etc.) (Pope et al., 1997)
Bibliografía
Ariño, A. (1997). La sociología de la cultura, Ariel, Barcelona.
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