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Imposibilidad de Una Nueva Cultura Ambiental

El documento analiza la transición entre la Educación Ambiental (EA) y la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS), destacando la influencia de organismos internacionales en este proceso. Se enfatiza la necesidad de revisar los modelos de desarrollo y de clarificar el concepto de 'cultura ambiental', así como los desafíos educativos que implican construir una nueva sociedad plural. A través de esta transición, se busca abordar problemas globales como la pobreza, la desigualdad de género y el cambio climático, promoviendo un enfoque educativo más integral y sostenible.

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Imposibilidad de Una Nueva Cultura Ambiental

El documento analiza la transición entre la Educación Ambiental (EA) y la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS), destacando la influencia de organismos internacionales en este proceso. Se enfatiza la necesidad de revisar los modelos de desarrollo y de clarificar el concepto de 'cultura ambiental', así como los desafíos educativos que implican construir una nueva sociedad plural. A través de esta transición, se busca abordar problemas globales como la pobreza, la desigualdad de género y el cambio climático, promoviendo un enfoque educativo más integral y sostenible.

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P. Á. MEIRA, J. A.

CARIDE

LA GEOMETRÍA DE LA EDUCACIÓN PARA EL


DESARROLLO SOSTENIBLE, O LA IMPOSIBILIDAD
DE UNA NUEVA CULTURA AMBIENTAL
Pablo Ángel Meira Cartea, José Antonio Caride Gómez *

SÍNTESIS: A lo largo del presente texto se analiza el tránsito que se está


produciendo entre dos generaciones de discursos contemporáneos: el de
la Educación Ambiental (EA) y el de la Educación para el Desarrollo
Sostenible (EDS), así como la presión y la influencia ejercida en este
tránsito por los organismos internacionales. Se pone de manifiesto que
es obligada una revisión de los modelos de desarrollo implícitos de cada
formulación, y el replanteamiento de las prácticas educativas que de ellos
se derivan. En el lugar central del debate sobre la transición se sitúa la
necesidad de clarificar el término «cultura ambiental», y diferenciar los
diversos formatos con los que se viene representando en el imaginario
colectivo, desde los modelos neoliberales y sus instrumentos de mercado
hasta las visiones más radicales de sostenibilidad fuerte. Los retos de la
103
103
educación en esta transición no son sólo los de recrear una nueva cultura
ambiental aislada, sino los de construir una nueva sociedad plural.

SÏNTESE: Ao longo do presente texto se analisa o trânsito que está se


produzindo entre duas gerações de discursos contemporâneos: o da
Educação Ambiental (EA) e o da Educação para o Desenvolvimento Sus-
tentável (EDS), assim como a pressão e a influência exercida neste trânsito
pelos Órgãos internacionais. Se põe de manifesto que é obrigada uma
revisão dos modelos de desenvolvimento implícitos de cada formulação,
e a reformulação das práticas educativas que deles se derivam. No lugar
central do debate sobre a transição se situa a necessidade de clarificar
o termo «cultura ambiental», e de diferenciar os diversos formatos com
os que se vêm representando no imaginário coletivo, desde os modelos
neoliberais e seus instrumentos de mercado até as visões mais radicais de
forte sustentabilidade. Os desafios da educação nesta transição não são
apenas os de recriar uma nova cultura ambiental isolada, senão os de
construir uma nova sociedade plural.

* Departamento de Teoría e Historia de la Educación, Facultad de Ciencias de


la Educación, Universidad de Santiago de Compostela, España.

REVISTA IBEROAMERICANA DE EDUCACIÓN. N.º 41 (2006), pp. 103-116


P. Á. MEIRA, J. A. CARIDE

1. INTRODUCCIÓN

Para las Naciones Unidas, siguiendo las recomendaciones


emanadas de la Cumbre Mundial para el Desarrollo Sostenible, celebrada
del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2002 en Johannesburgo, las
respuestas educativas a la crisis ambiental deben adentrarnos en una
nueva fase, caracterizada por la adopción de políticas, de programas y de
prácticas pedagógicas que permitan a todos los miembros de las socie-
dades trabajar juntos para construir un futuro duradero. Una tarea, a
priori estimable, que la Asamblea General de la ONU atribuyó a la UNESCO,
responsabilizando a este Organismo de la promoción y de la coordinación
de las iniciativas que se ejecuten con tales fines, reforzando y ampliando
las actuaciones emprendidas en favor de una alfabetización generalizada
y de una educación para todos.

El exponente más relevante de esta transición, al menos de


momento, nos sitúa ante la celebración, entre 2005 y 2014, de un
Decenio dedicado a la EDS, proclamando entre sus campos prioritarios la
reducción de la pobreza, la igualdad de sexos, la promoción de la salud,
la preservación y la protección de los recursos naturales, la transforma-
ción de la vida rural, los derechos del hombre, la paz, la comprensión 104
104
internacional, la diversidad cultural y lingüística, así como el máximo
aprovechamiento de las potencialidades inherentes a las técnicas de
información y de comunicación.

Todos ellos, en mayor o en menor medida, son exponentes de las


preocupaciones que abruman a la comunidad internacional en las últi-
mas décadas, con cifras que cuestionan los compromisos adquiridos por
los líderes mundiales o por el propio sistema de las Naciones Unidas en
diferentes programas y declaraciones: más de 1.200 millones de perso-
nas viven en la pobreza extrema; once millones de niños mueren cada año
por enfermedades que se pueden prevenir; las especies vegetales y
animales siguen desapareciendo a un ritmo sin precedentes por la acción
del hombre, a lo que se suman los efectos del cambio climático; persisten
las desigualdades de género, limitando la plena participación de las
mujeres en la sociedad y en la economía; más de cien millones de niños
siguen sin ser escolarizados; la ayuda internacional a los países pobres
apenas representa un 0,25% del PIB de los países donantes, lo que está
muy lejos del objetivo del 0,7% fijado por las Naciones Unidas [...]. En
su conjunto, de un modo o de otro, problemas a los que la educación
siempre ha tratado de aportar algún tipo de respuesta, apelando a la toma
de conciencia, al fomento de los valores cívicos, a la formación en

REVISTA IBEROAMERICANA DE EDUCACIÓN. N.º 41 (2006), pp. 103-116


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distintas competencias, al cambio de actitudes, etc., con denominacio-


nes dispares dentro y fuera de las instituciones escolares: Educación
para la Paz, Educación para el Desarrollo, Educación Democrática,
Educación Intercultural [...]. También entre ellas la EA, sobre todo a
partir de los primeros años de la década de los setenta del pasado siglo.

En la nueva fase que proclama la ONU, aquella EA parece que


debe dejar paso a esta EDS, aceptando la versión de la UNESCO (2004) de
que son «dos disciplinas distintas», dando por hecho un tránsito sobre
el que ni se ha reflexionado lo suficiente, ni se han expuesto con claridad
las razones que lo motivan, más allá de los argumentos genéricos –en
muchos casos tópicos por reiterados– que observan la educación como
un factor decisivo de los procesos de desarrollo en cualquiera de sus
perfiles (infraestructural, económico, cultural, etc.), especialmente en
aquellos que apelan a la sustentabilidad.

En lo que sigue pretendemos realizar una breve aproximación


genealógica a propósito de este tránsito, aunque al hacerlo confesemos
que no es nuestra intención cuestionar ninguna «educación para»,
siempre y cuando sus planteamientos declarados sean honestos tanto
desde el punto de vista ético como desde las perspectivas pedagógica e 105
105
ideológica. Y la EDS, de entrada y por lo que reúne de consenso
internacional, lo es. Al fin y al cabo, toda educación existe para algo; y
más vale que lo sea tomando como referencia valores más o menos
universales (por ejemplo, el derecho al desarrollo o a la sostenibilidad),
que lo haga remitiéndose a ambiguos juegos de palabras, lo que no
disminuye nuestras dudas acerca de qué hay realmente de distinto, de
nuevo o de diferente en el discurso –y no digamos en la práctica– de la
EDS en relación con la EA, de igual modo que tampoco tenemos claro
cuáles son los sentidos práctico, teórico y sociopolítico que animan a
crear una «nueva» educación y un «nuevo» marco discursivo que la
justifique. Además, sospechamos que este relativo desconcierto no es
sólo nuestro, pues no es raro encontrar textos o discursos muy sugerentes
y bien construidos que comienzan hablando de EA, y terminan haciéndolo
de EDS (Puyol, 2003).

Ahora bien, puede ser que, en el fondo, estemos ante otra vuelta
de tuerca en los modos de imaginar y de poner a prueba la naturaleza
política de la educación, a fuerza de observarla como un instrumento
estratégico de los cambios socioculturales y económicos que se producen
en nuestras sociedades, tal como se deduce del capítulo 36 de la Agenda
21, dedicado a la educación. La cuestión, para expresarla con cierta

REVISTA IBEROAMERICANA DE EDUCACIÓN. N.º 41 (2006), pp. 103-116


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contundencia, acaba remitiéndonos a una compleja combinación de


conceptos y de prácticas, en cuyo interior la pertinencia o no de la EDS no
puede dirimirse sin desvelar los profundos significados del desarrollo, de
la sostenibilidad, o de lo que en algunos círculos se considera que debe
ser una educación cuya finalidad explícita o implícita sea conformar una
«nueva cultura ambiental».

2. ENTRE EL INSOSTENIBLE CURSO DEL DESARROLLO Y EL LEVE


CONCURSO DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL

El desarrollo, como tantas otras expresiones que sirven para


denominar las realidades de la vida humana, a la que se describe y se
interpreta en sus múltiples trayectorias civilizatorias, forma parte de una
«constelación semántica increíblemente poderosa» (Esteva, 2000, p.
71), a la que han ido agregándose intereses muy dispares en los
quehaceres sociopolítico y económico que rigen los destinos de nuestras
sociedades, sobre todo a raíz de las rebeliones y de las revoluciones que
originan –y al tiempo cuestionan– lo que hemos dado en llamar Estados
modernos.
106
106
De hecho, muy poco o casi nada de lo que nos afecta como
personas y como sociedad, nos guste o no, se sitúa en los márgenes del
desarrollo y de sus indicadores más visibles, mostrando una gran versa-
tilidad para analizar y/o para promover fenómenos tan dispares como las
metamorfosis del capitalismo, la lucha de los países del tercer mundo por
la descolonización, la búsqueda de nuevos equilibrios en las relaciones
Norte-Sur; o el surgimiento y la consolidación de los mercados
transnacionales, los cambios culturales, las evoluciones demográficas y
sus impactos en la ordenación del territorio; o la compleja y nunca del
todo concretada aspiración de las comunidades a una convivencia
sostenida por los principios democráticos, por la equidad y por la
sustentabilidad. O, al menos, eso parece desde que el protagonismo de
distintos organismos y de determinadas iniciativas –entre los que ocupa
un lugar destacado el Programa de las Naciones Unidas para el Desarro-
llo, creado en 1965 y con sede en Nueva York– manifiestan su inquietud
por el logro de una mayor gobernabilidad democrática en todos los
países, por reducir la pobreza y sus efectos excluyentes, y por aportar
soluciones a los graves problemas socioambientales que desde hace
décadas amenazan la supervivencia del Planeta.

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Así concluyó el siglo XX. Y así se inició el tercer milenio de


nuestra era, al que muchos insisten en observar como una nueva época.
O, si se prefiere, como un tiempo histórico abierto a un sinfín de
contradicciones y de incertidumbres, cuyas complejidades es preciso
explorar y repensar aprovechando los conocimientos y las modalidades
del pensamiento que anidan en un cierto «regreso a la razón», que diría
Toulmin (2003): aquella que, frente al caos y a la brutalidad del pasado,
imagina futuros más inteligentes y compasivos, obligando a intensificar
los esfuerzos a favor de la paz, de la cohesión social, de la comprensión
mutua o del diálogo intercultural, por muy difícil que resulte prever a
dónde nos llevarán sus respectivos itinerarios. Y que, a pesar de las
decisiones y de las actuaciones que día a día contrarían sus legítimas
expectativas, todavía abriga esperanzas de que, local y globalmente, se
hagan efectivos los compromisos con «los sectores más pobres y desva-
lidos de la tierra, y consigo mismos», a tenor de lo que se declaró y se
aprobó en la Cumbre del Milenio convocada por las Naciones Unidas en
septiembre del año 2000, formalizando las políticas de Ayuda y de
Cooperación al Desarrollo en un documento programático que identifica
ocho grandes Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), y que se traduce
en dieciocho metas y en cuatro decenas largas de indicadores, cuyo
seguimiento y evaluación tienen como horizonte el año 2015. 107
107

No sin matices, para llegar a formular estos Objetivos se partía


de un diagnóstico ampliamente compartido por la comunidad interna-
cional: de un lado, la constatación de que los modelos político-sociales
y económicos adoptados hasta el momento –en las distintas escalas que
gradúan el desarrollo a nivel mundial y en cada país– no responden de
manera satisfactoria a las urgencias y a las necesidades derivadas de la
crisis socioambiental que nos afecta, ni en el alcance ni en los ritmos con
los que deben afrontarse sus riesgos; de otro, la creciente demanda de
cambios profundos en los modos de vivir en sociedad, no sólo por lo que
supone tomar conciencia de las limitaciones del Planeta, sino también
por la adopción de actitudes, de comportamientos y de pautas acordes
con «otros» estilos de desarrollo, de los que con mayor o menor énfasis
se proclama que su viabilidad económica y ecológica ha de ser susten-
table o sostenible. Esto es: un desarrollo que no ignora sino que acentúa
la importancia de satisfacer las necesidades humanas de las generacio-
nes del presente, sin comprometer la capacidad de las generaciones del
futuro para satisfacer sus propias necesidades; pero que, al tiempo,
incide en la imposibilidad de un crecimiento sin límites, irreconciliable
con el mantenimiento y con la renovación de los recursos que hacen

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posible la biodiversidad. Para Rivas (1997, p. 51), de este modo


quedaría comprendido que el desarrollo sostenible nos remite a «un
proceso de cambio continuo, en el que la utilización de los recursos, la
orientación de la evolución tecnológica y la modificación de las institu-
ciones, están acordes con el potencial actual y futuro de las necesidades
humanas».

En un escenario en el que todo o casi todo puede ser desarrollo


–y, aunque nunca se haya reconocido en sus justos términos, carencia de
él–, también todo o casi todo ha pasado a ser educación, cultura o
ambiente. Ya sea en sus formas cada vez más abiertas a una visión
compleja, comprehensiva y holística de las prácticas educativas y cultu-
rales, así como de las realidades ambientales; ya sea en sus expresiones
más simbólicas y subjetivas, en las que las vivencias y la experiencia
humana son cada vez más inseparables de las percepciones y de las
representaciones que las personas construyen acerca de sus aprendiza-
jes, de su identidad-diversidad cultural, o de los contornos físicos y
sociales en los que inscribe su quehacer cotidiano.

De ahí que, con toda probabilidad, nunca como hoy tengamos


una perspectiva tan extensa de los modos de educar y de educarse en 108
108
sociedad (es decir, de la educación); de las maneras de hacer cultura
en sus vertientes creativa, expresiva, patrimonial, difusiva, etc.; o del
medio ambiente y sus componentes bióticos, abióticos y compor-
tamentales. Con todo, de ahí también el uso –y con frecuencia el abuso–
de una terminología que cesa de combinar palabras con las que definir
procesos, orientar significados, renovar desafíos o ajustar contenidos que
aporten una lectura que sea mucho más congruente en sus propuestas y
en sus prácticas.

Con antecedentes y con trayectorias que están muy lejos de ser


comparables, en esta línea de flotación cabe situar históricamente a la
EA, al desarrollo sostenible o a la Cultura Ambiental; tres pilares de un
tronco común, que, con la llegada del siglo XXI, han ido encontrando
acomodo en los variados itinerarios pedagógicos a los que da lugar el
decenio de la EDS (entre el 1 de enero de 2005 y el 31 de diciembre de
2014), o a las estrategias en favor de una cultura y de una educación para
la sostenibilidad. Compartiendo finalidades, destinatarios y metodologías,
insisten en hacer un llamamiento educativo y cultural a la sociedad para
cambiar tendencias y valores que inciden en el bienestar de todos los
seres humanos, en la integración sistémica de los problemas sociales y
ambientales en un mismo proceso de reflexión-acción, y en la creación

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de una cultura ambiental que reconcilie a los individuos y a la sociedad


tanto con la Naturaleza como entre ellos mismos. La EDS, tal como se
refleja en los documentos de la UNESCO (2004) –órgano de la promoción
del Decenio y de los proyectos que se emprendan en el plano internacio-
nal–, se concibe como un concepto dinámico que debe «poner en valor
todos los aspectos de la toma de conciencia del público, de la educación
y de la formación, para dar a conocer o para hacer comprender mejor los
lazos existentes entre los problemas relacionados con el desarrollo
sostenible, y para hacer progresar los conocimientos, las capacidades, los
modos de pensamiento y los valores, de manera que se puedan dar a cada
quien, cualquiera que sea su edad, los medios de asumir la responsabi-
lidad de crear un futuro viable y de aprovecharlo».

Aunque fuesen otros los pretextos, tal como se ha reivindicado


desde diferentes colectivos y experiencias de renovación pedagógica, se
trata de situar a la educación en los caminos que conducen al cambio y
a la transformación de las realidades sociales, procurando más y mejores
condiciones de igualdad, de perdurabilidad y de responsabilidad de las
personas y de la sociedad en sus propios procesos de desarrollo, en
espacios y en tiempos que permitan una mayor convergencia entre lo coti-
diano y lo extraordinario, entre lo próximo y lo lejano, entre lo comunitario 109
109
y lo planetario. Aun en sus balances más críticos, tanto la EA como ciertas
interpretaciones del desarrollo sostenible están en esta onda. La primera,
en congruencia con su afán por activar una praxis pedagógica y social
problematizadora (y transformadora) del mundo, promoviendo una toma
de conciencia crítica y sensible respecto del medio ambiente, de sus
problemáticas y de los riesgos que comporta su deterioro para el conjunto
de la Humanidad, así como para la diversidad y la calidad de la vida; el
segundo, por lo que conlleva de esperanza depositada en un modelo de
desarrollo del que se dice que debe combinar e integrar diferentes
características y dimensiones: económicas, políticas, culturales,
ecológicas, tecnológicas, morales, demográficas, etc., que posibiliten
formas de estar y de ser en el mundo que estén acordes con «una vida más
digna para todas y cada una de las personas que en él convivimos»
(Martínez, 2003, p. 31). Una tarea para la que –especialmente en los
últimos años y con amplias repercusiones en los discursos de la EA– no
ha dejado de reclamarse el concurso de una «nueva cultura ambiental»,
a menudo equiparada con la «cultura de la sostenibilidad». Que no es lo
mismo que entender que la dimensión cultural conforma, junto con la
Naturaleza, la «verdadera ecología del hombre y de las sociedades»
(Colom, 2003, pp. 65-67); o que los cimientos culturales de la sociedad

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deben merecer nuestra atención plena como fundamentos y como so-


portes de un desarrollo sostenible.

3. ANTE EL PROBLEMA, VIEJO Y NUEVO, DE REDEFINIR


«AMBIENTALMENTE» LA CULTURA

Para evitar equívocos, diremos ya desde el principio que la


cultura ambiental no existe. Es verdad que se pueden utilizar y se utilizan
expresiones que apuntan hacia lo necesario que es cultivar la cultura
ambiental de la población, o que se diagnostiquen determinados proble-
mas (por ejemplo, los relacionados con el consumo energético, con los
incendios o con el tratamiento de los residuos) asociando su existencia
a la falta de una mayor cultura ambiental. En ambos casos, al igual que
en otros que habitan el lenguaje político y pedagógico, no dejan de ser
procedimientos retóricos mediante los que se comunica la necesidad de
cambios importantes en nuestras formas de percibir y de representar las
relaciones que mantenemos con nuestro entorno, de los modos de
interactuar con él, y, en consecuencia, de vivir.

En realidad la cultura ambiental no existe, porque toda cultura 110


110
es, en sí misma e ineludiblemente, ambiental. Desde una perspectiva
antropológica, toda cultura comporta una determinada forma de valorar
el medio y de establecer un abanico de prácticas que buscan transformar-
lo y distribuir los recursos que ofrece (suelo, agua, alimentos, aire,
espacio, etc.). Más aún: cuando se afirma o se reclama la necesidad de
construir una nueva cultura ambiental, se suele olvidar el pequeño
detalle –es un decir– de que esa nueva cultura ambiental sólo puede ser,
de hecho, una «nueva cultura», escrita ahora con mayúscula, en el amplio
y heterogéneo muestrario de «todas» las culturas.

Las sociedades avanzadas, a las que es habitual conceptuar


como desarrolladas, industrializadas, postmodernas, tecnológicas, del
conocimiento, del ocio o del bienestar, son un buen ejemplo de que esto
es así. Cuando se trata de definir y de trasladar a la población valores y
hábitos relacionados con el medio ambiente, aparecen, antes o después,
contradicciones estructurales difíciles de superar. Los valores pro-
ambientales y las prácticas sociales –individuales y colectivas– coinci-
dentes con esos valores, por lo general resultan ser refractarios a lo que
proclaman, dando lugar a contravalores o a situaciones que caminan en
otras direcciones. Sin ser la esfera de lo ambiental la única en la que esto

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sucede, sin duda es una de las que lo expresan de forma más rotunda, por
ejemplo cuando hablamos de sostenibilidad. Como se sabe, se trata de
una expresión que presupone el establecimiento de límites en el consu-
mo de recursos y en la producción de detritos; sin embargo y en contraste,
las dinámicas del mercado no sólo invitan al crecimiento progresivo e
ilimitado de los parámetros ligados a la apropiación, a la transformación
y al consumo de bienes –que se relacionan de forma mecánica con el
bienestar de la población–, sino que entienden y consideran que el cre-
cimiento sostenido es esencial para el mantenimiento del propio
sistema.

Esta disfunción cultural se percibe en hechos tan contradicto-


rios con una cultura que aspira a ser sostenible como la utilización, por
ejemplo, de las tasas de generación de residuos domésticos o del
consumo de energía eléctrica per capita como indicadores del nivel de
desarrollo y de la calidad de vida de un país o de una comunidad. La
paradoja hace ver que una colectividad que reduzca los residuos gene-
rados o la energía consumida por persona, tenderá a ser vista por el
mercado y por la cultura que lo legitima y lo alimenta no como una señal
de mayor eficiencia y racionalidad en la administración de sus recursos,
sino como un síntoma de estancamiento o de recesión económica. En la 111
111
práctica, esta paradoja es la que explica que el grueso de las campañas
públicas relacionadas con la generación y con la gestión de los residuos
domésticos se concentre en el adiestramiento de los ciudadanos, para
que estos aprendan a separarlos de manera adecuada en sus hogares,
olvidando los objetivos relacionados con la reutilización, con la reduc-
ción, o, cuando menos, con la minimización de su uso. Los comporta-
mientos de selección, cuanto más eficientes que sean tanto mejor,
encajan del todo en la cultura del consumo, e, incluso, sirven para nutrir
a un sector empresarial emergente que rentabiliza el retorno a las
industrias de las fracciones de residuos separadas, ahora reconvertidas
–de nuevo– en materias primas. Desde el punto de vista de los ciudada-
nos, estos programas ofrecen la oportunidad de «sentirse» coherentes y
responsables con la sostenibilidad, liberando la tensión que genera la
creciente inculpación sobre su participación –mayor o menor– en el
deterioro ambiental, del que llegan a tener conciencia de su correspon-
sabilidad por acción o por omisión.

El papel que se le otorga a la EDS, o, en determinados enfoques


a la EA como instrumento de cambio esencialmente cultural o socio-
cultural, adolece –como mínimo–, de ingenuidad sociológica y política.
Es una aproximación que olvida que la cultura en nuestras sociedades,

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y, por efecto de la globalización, prácticamente en todo el Planeta, está


condicionada, si no determinada, por las estructuras económicas, y, en
el presente, por una orientación neoliberal que se ha impuesto y
legitimado como «fin natural» de la historia de la civilización humana.
Por eso sorprende que en casi todos los textos que reflexionan sobre la
identidad teórica de la EDS, se reproduzca un triángulo equilátero en
cuyos vértices figuran los tres «ámbitos» o «perspectivas» (UNESCO,
2004, pp. 17-19) sobre los que pivota la EDS: la sociedad –en algunos
casos sustituida por la cultura–, el ambiente y la economía, de los que son
ejemplos arquetípicos los proporcionados por Scoullos (2004, pp. 20-
21) o por Folladori (2002, p. 38). Otras veces, estos ámbitos aparecen
representados en clave de teoría de conjuntos haciendo intersección
entre sí, y dejando en el centro común un espacio para el desarrollo
sostenible. Estas metáforas topológicas rememoran los intentos de los
filósofos clásicos por asociar las formas geométricas con las formas
sociales y naturales, como vías para descubrir una teoría universal
aplicable a todos los órdenes de la realidad.

El problema principal de esta representación es que sitúa en un


mismo nivel, sin jerarquizar, a las tres dimensiones, cuando lo cierto es
que la economía –especialmente la de mercado–, se entiende en la 112
112
práctica como una variable independiente. El libro de estilo de la UNESCO
para el decenio de la EDS recoge de manera implícita esta lectura
distorsionada: «la economía global de mercado en su forma actual –dice–
no protege el medio ambiente y no beneficia a la mitad de la población
mundial», y añade que «un cambio básico es la creación de sistemas de
gobernanza global que armonicen el mercado de forma más efectiva con
la protección ambiental y con el objetivo de la equidad» (UNESCO, 2004,
pp. 19-20). Para entender mejor lo que queremos decir, las medidas en
las que se concreta esta «armonización» serían, según el mismo texto, el
desarrollo de tecnologías que incrementen la eficiencia energética, el uso
de energías renovables, el reciclado, y la reducción de residuos. Y
también, cómo no, la influencia de la educación en los «patrones de la
oferta y de la demanda».

De esta forma, ante un problema que se enuncia como político


o sociopolítico, se responde con cambios que inciden en aspectos
realmente tangenciales y subsidiarios; la inserción de medidas correcto-
ras de carácter técnico o cultural para minimizar el impacto del mercado
en los procesos de apropiación, de transformación y de distribución de los
recursos naturales, no cuestiona la lógica social y política de la economía
de mercado, que permanece inalterable. El mismo concepto de «gober-

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nanza», utilizado con profusión en la literatura de la EDS, sugiere una


manera tecnocrática de concebir la política –casi como una ingeniería
social–, reduciéndola a una práctica más o menos pautada y negociada
de regular la vida de las personas a escala comunitaria, mientras que en
la sociedad global el mercado y los agentes que lo dominan –ligados al
capital– son quienes establecen las reglas del juego en la esfera econó-
mica y más allá de ella. La pérdida de soberanía por parte de los Estados
y la crisis de las organizaciones intergubernamentales, la desregulación
de la economía –que neutraliza los intentos de sobre-regulación de las
políticas ambientales–, los procesos de deslocalización y la pérdida de
poder de los agentes sociales contra-hegemónicos (sindicatos, partidos
políticos de izquierdas, ONG, movimientos ciudadanos, etc.), y la crea-
ción de una «cultura de mercado» cada vez más globalizada y homogé-
nea, son algunos de los indicadores o algunos de los síntomas del peso
estructural de esta economía liberalizada en la definición de la crisis
socioecológica y en la construcción de sus representaciones. No resulta
difícil entender el papel de la EDS en este marco: facilitar el deseado
cambio tecnológico, «educar» al individuo –más productor y más
consumidor que ciudadano– para que se comporte con racionalidad en
los márgenes del mercado –las asociaciones ecologistas, ingenuamente,
ya realizan campañas para enseñar a leer las «etiquetas energéticas» en 113
113
los electrodomésticos–, y para recrear una cultura ambiental que sirva a
las expectativas y a los intereses comerciales. Situados en este punto,
quizás en algún momento se tenga que explicar por qué, a pesar de ser
capaces de identificar los problemas ambientales y sus causas, su
evolución y la de la humanidad es cada vez más incierta.

4. LA TAREA, AHORA TAMBIÉN, DE UNA EDUCACIÓN QUE DEBE SEGUIR


SIENDO «AMBIENTAL»

Tenemos el derecho y el deber de cambiar el mundo para que


mejore, procurando que sea menos injusto y más humano. Un desafío
para el que, entre otros muchos educadores, Paulo Freire (2000), en su
obra póstuma Pedagogia da indignação: cartas pedagógicas e outros
escritos, reivindicaba el importante, inaplazable e intransferible queha-
cer de una educación comprometida con la transformación social; un
logro para el que Freire enfatizaba la necesidad de comprender tanto sus
dificultades como sus posibilidades, y las opciones que brinda una
pedagogía crítica. Lo que equivale a decir una práctica social y educativa

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que, además de humanizar de forma radical la educación, habilite la


reflexión y la construcción de una nueva comprensión del mundo. Como
se sabe, ya desde sus primeros documentos programáticos, estas fueron
metas que la EA, junto a «otras educaciones», quisieron hacer suyas.

Por experiencia y por vivencia histórica, somos conscientes de


que estamos muy lejos de que esto sea así: ni la educación ha sido capaz
de adecuar sus prácticas a propósitos y a logros coincidentes con tales
intenciones, ni las realidades del mundo son tan acogedoras como
necesitamos y como deseamos. De ahí tal vez la búsqueda –antes y ahora
inconclusa– de una mejor educación y de un mejor desarrollo, vinculando
ambas expresiones a una trayectoria común. La primera, como palabra
matriz de un repertorio diversificado de opciones para educar a favor de
(la paz, la igualdad de género, la interculturalidad, la democracia, la
ciudadanía, etc.). El segundo, como un modo de acotar las ansias de un
cambio social de verdad, esto es: radical y profundo, intenso y extenso en
cada comunidad y en el orden internacional [...], situando el ambiente y
sus problemas conexos en un primer plano. De ahí la emergencia de la EA,
y, con ella, el cuestionamiento del simple «educar para desarrollarse» sin
precisar el qué, el cómo y el para qué de este desarrollo.
114
114
De acuerdo con dicha línea, y aun admitiendo las controversias
existentes acerca de los modelos de desarrollo vigentes o propuestos,
incluidos aquellos que están en la onda de la sostenibilidad, todo indica
que la educación y los procesos educativos desempeñan un rol destacable
en su conformación como realidades o como alternativas de la sociedad
conocida. Su caracterización como una práctica social mediante la que
se pretenden satisfacer diferentes necesidades individuales y colectivas
(socialización, adaptación, integración, transformación, etc.), obliga a
asimilar sus metas y sus realizaciones con una mejora progresiva del
bienestar de las personas, de modo que, como ya apuntara Martin Carnoy
(1990, pp. 97-98), «el proceso de desarrollo mismo es educación [hasta
el punto] de que la educación es una parte orgánica del proceso de
desarrollo». Baste tener en cuenta que la formación de las personas es
indisociable de cualquier preocupación por su futuro, tanto el de los
individuos considerados como tales como el de la sociedad.

En estas coordenadas de pasado y de futuro, la EA debe salir al


encuentro del desarrollo sostenible reivindicando un espacio propio:
como una práctica educativa con vocación crítica, estratégica y coheren-
te, con alternativas que renueven el pensamiento y la acción humana,
construyendo hasta donde sea factible y de-construyendo hasta donde

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sea necesario la controvertida y ambigua, y aún así poderosa semántica


que tiene su epicentro en la palabra «desarrollo», sobre todo en sus
versiones economicistas, mercantiles e ideológicamente post o neo
liberales.

La complejidad y el alcance global de los problemas ecológicos,


unidos a la mundialización del espacio económico y a la homogeneización
de las pautas culturales, así lo requieren. Lo anticipamos hace años
(Caride y Meira, 2001, pp. 222-223), cuando reclamábamos que «la
práctica crítica de la EA debe actuar problematizando las realidades
ambientales, desvelando las contradicciones y los conflictos –de valores,
intereses, poderes, racionalidades, etc.– implícitos en la génesis social
de la crisis ambiental», y, con ella, cabe añadir, la de los estilos de
desarrollo que la desencadenaron. Añadíamos que enfrentar la visión
hegemónica de la estabilidad y del consenso a la que parece tender la EDS
al identificar la economía con el mercado, requiere que los educadores
abandonen las posiciones neutrales, adoptando compromisos críticos en
el análisis de las crisis ambientales y de las diferentes vías que permitan
afrontarlas.

En este territorio de palabras y de hechos, la EA, con sus 115


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limitaciones y sin que muchos lo hayan querido ver así, nunca ha dejado
de posicionarse como una práctica pedagógica y social contrahegemónica
–y, tal vez por ello, del todo necesaria–, orientada a un mejor desarrollo
de la Humanidad. Una expectativa a la que la EDS apenas aporta
novedades. En tal sentido, es suficiente con contrastar los documentos
emanados de distintas Declaraciones (Belgrado, 1975; Tbilisi, 1977;
Moscú, 1987) a favor de la EA, con el patrocinio de la UNESCO o del
Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente.

Puede ser que mirar al pasado a estas alturas de los aconteci-


mientos y de las disputas que se han iniciado en torno a la EA versus la
EDS ayude a entender que hoy, como ayer, la EA tiene sentido, aunque sea
para prestar –donde así se requiera– «servicios» que otras educaciones
no podrán hacer a la EDS. En fin: recrear una nueva cultura ambiental que
refleje los valores de sostenibilidad y de equidad, significará, desde la
educación y desde otras prácticas sociales, recrear una «nueva socie-
dad», con todas las culturas en las que se expresa su diversidad.

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P. Á. MEIRA, J. A. CARIDE

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