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TI-22 Lou Carrigan (1976) La Muerte, Mi Amiga

Oeste, de uno de los mejores escritores de novelas de a duro, Lou Carrigan.

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PRELUDIO

MAGDALENA (SONORA), MÉJICO

Atrás quedaba un muerto.


Estaba enterrado bajo la rojiza tierra de Sonora, a la que siempre había querido. Pueblo
de Nuestra Señora Magdalena (Sonora), Méjico.
Había una cruz de hierro forjado. Era bonita, negra, nueva.
—¿Vámonos ya, Juan?
—Sí, vámonos.
La tumba estaba bajo un hermoso y robusto roble. Eso le daría frescor, lo más buscado
en Sonora. Frescor.
Los muertos no necesitan frescor.
—¿Vamos o no?
—En seguida.
Los caballos se movían nerviosamente.
La tumba se veía nueva. La tierra estaba fresca, más rojiza que la que la rodeaba. Dentro
de unos días, seguramente antes, perdería aquella preciosa tonalidad rojiza.
Se secaría.
Igual que el cuerpo que descansaba ya para siempre bajo el roble.
—Juan.
—¿Qué?
—Vámonos. No pienses. Ya has tomado una decisión, ¿no?
—Claro.
—Pues vámonos.
—Sí, ahora mismo.
Ahora mismo. ¿Cuántas veces lo había dicho? Francisco Olmedo se encogió de hombros.
Conocía a su hermano. Q por lo menos había creído conocerlo hasta entonces. Claro que hay
muchas cosas que pueden darle la vuelta al carácter de cualquier hombre...
—Vamos, Paco.
¿Ahora? ¿De veras se iban ya de allí? Francisco, el menor de los Olmedo, se alegró. Su
pena era profunda, sincera. Pero quería alejar de allí a Juan. No le convenía estar allí.
Tejas.
Primero irían a Tejas. Luego, ¿quién sabía? ¿No era absurdo lo que pretendían, lo que se
habían propuesto?
¿Cómo encontrar a dos hombres determinados en Tejas? Y más imposible era buscarlos
en la Unión Norteamericana.
Mientras se alejaban de la tumba, Juan Olmedo aún volvió una vez más la cabeza, mirando
hacia la tumba.
—Juan.
—¿Qué?
—No te enfades conmigo.
Juan Olmedo sonrió. Le costaba esfuerzo. Su sonrisa, sin embargo, iluminó su varonil
semblante agradablemente.
—¿Por qué tenía que enfadarme?
—Olvida, Juan.
—Sí, olvidaré.
Amanecía.
Los dos jinetes, con el sello de su raza en cada uno de sus rasgos faciales, el color de la
piel tostada, su hidalguía serena, volvieron definitivamente la espalda a la tumba.
—Allí viene Manuel.
—Sí.
Manuel llegó junto a ellos. Manuel ya era viejo, canoso, pero todavía fuerte y pendenciero,
a menos que hablase con cualquiera de los Olmedo. No por miedo. Respeto. Y, más aún:
cariño.
Cariño expresaban sus ojos cuando preguntó calmosamente: —¿"Vanse" ya los niños?
—Sí, Manuel. El rancho es tuyo ahora...
—No lo "quero"...
—Es tuyo —machacó Juan Olmedo—, Tuyo es el "Mil Robles", Manuel. Seguramente no
volveremos. Por lo menos, yo. Pero si algún día lo hiciésemos, sabemos que nos darías pan,
agua y lecho.
—El "Mil Robles" siempre será de los Olmedo, niños.
—Ya no. Legalmente, es tuyo. Queda con Dios, Manuel.
—Mejor que Él les acompañe a ustedes, niños. Con el debido respeto, niños, es de locos,
perdón, buscar a dos hombres teniendo por toditita señal un caballo. Dios los castigará,
niños. Quédense.
Los "niños" Olmedo tenían veintiocho y veinticinco años.
Juan, el mayor, esbozó una dura mueca.
—Dios, Manuel, es bueno. Él los perdonaría. Nosotros, que somos malos, los mataremos.
Adiós, Manuel.
El que hasta entonces había sido caporal de la hacienda "Mil Robles" apretó más contra
su pecho el sombrero, inclinando la cabeza. Cuando la levantó, con lágrimas en los ojos, los
"niños" estaban lejos.
Y atrás quedaba un muerto.
Un cadáver.
TEJAS
Francisco Olmedo escupió el agua con la que se había enjuagado la boca.
—Todo Tejas es polvo. ¡Maldita sea...!
—Tejas es preciosa, Paco. Y este sitio es bueno. En Magdalena no hará ahora menos calor
que aquí.
—Bueno va el calor, pero... ¿y el polvo?
—También en Méjico hay polvo, Paco.
—¡Bah! Allí el polvo es de oro...
Juan Olmedo sonrió levemente.
Estaban en una colina que dominaba un valle de discreto verdor, en cuyo centro, no
demasiado lejos de donde se encontraban en aquellos momentos los dos hermanos, estaba
la casa.
¿Cuánto llevaban vagando, buscando a los dos hombres...? Sesenta y ocho días. Juan
Olmedo llevaba bien la cuenta. Sesenta y ocho. Ni uno más ni uno menos.
—Vamos a la casa —dijo Juan—. Ya está anocheciendo.
—Será lo mejor.
Los caballos comenzaron el descenso.
El sol, rojo y enorme, daba casi de frente en los ojos de los dos jinetes. Se echaron el
sombrero hacia delante.
Colina abajo.
Dennis Rovers besó a Jane. Estaban en la parte de atrás del rancho. Nadie podía verlos.
—Jane, esta noche...
—No, Dennis, no.
—Te esperaré.
—Por favor, Dennis. Se disgustarán conmigo. Y contigo.
—¡Bah ¡No tienes que dar cuentas a nadie de tus actos! Además, no veo qué de malo hay
en que conversemos un poco en el porche.
Ella lo miró burlonamente.
—¿En el porche?
—Bueno... Podemos dar un paseo. La luna, la artemisa, el aullido de un coyote... ¿No te
gusta la noche, Jane?
—Según cómo —susurró la muchacha—. A veces es peligrosa.
Rovers enarcó las cejas.
—¿Peligrosa?
—Mucho. ¿Quién eres, Dennis? Sólo sé de ti que llegaste hace un tiempo y que tu
comportamiento parece dar a entender que eres honrado. Pero... Dicen que eres un pistolero,
Dennis.
Rovers sacó la bolsita de tabaco; el papel.
Un cigarrillo. Lo prendió.
—¿Quién lo dice? —preguntó mientras el humo salía intensamente por su boca y nariz.
—Ellos, los vaqueros. Saben lo que dicen.
—Sí, lo saben. Te amo, Jane.
—Ella dudó un segundo, pero al fin contestó:
—Y yo a ti, Dennis. ¿De dónde has venido, quién eres, qué quieres, adonde vas? Dennis...
—Te amo, Jane.
Rovers dejó caer el cigarrillo. Pasó sus brazos en torno a la cintura de la muchacha y la
atrajo hacia sí, cálidamente, despacio.
Jane Bernard cerró los ojos.
¿Por qué no podía negarse a Dennis? ¿Por qué...?
¿Qué hacer? Dejó que su cabeza colgase hacia atrás; vencida, dominada. La mano del
hombre acarició su cabello.
Jane suspiró cuando se deshizo. Apoyó su cabeza en el hombro de Rovers, rozando con
su frente la varonil mandíbula.
Entonces, vio a los jinetes.
Se separó prestamente de Rovers, nerviosa.
Este se había vuelto ya hacia el lugar por el que se acercaban los dos jinetes. Lo había
hecho con rapidez increíble, pero sin mover las manos. No las había acercado a los
revólveres, y, sin embargo. Jane supo que eso le había costado un gran esfuerzo de
autodominio a Rovers.
—Son mejicanos —musitó él.
—Lo dices con disgusto, Dennis. Son igual que nosotros.
—¿Iguales que nosotros? —Rovers movió, displicente, una ceja. Dijo—: Sí, es posible.
Pero su fría y varonil mirada ponía de manifiesto la duda a las palabras que habían salido
forzadas en atención a Jane.
Los dos jinetes, ¿qué duda cabía?, les habían visto; pero quizá por ello desviaron el
camino de sus caballos, dando un pequeño rodeo que les llevaría a la parte delantera del
rancho.
No obstante, al pasar, saludaron:
—Buenas tardes.
Rovers frunció el ceño. ¿Discreción? ¿Discreción en dos mejicanos? Aunque aquellos dos
hombres... Durante un fugacísimo instante, la mirada del que parecía mayor se había clavado
en él, seca, dura, y, a la vez, plácida. Desconcertantemente plácida.
No.
No eran dos mejicanos vulgares. Los distinguía perfectamente. Él, Dennis Rovers, conocía
a los hombres.
Y aquellos dos...
El mayor, el del bigote, llevaba la muerte en los ojos.
Desaparecieron por la esquina de la casa.
Natalie Rawlings era muy pálida. Mejor dicho: estaba muy pálida.
El corazón. Su pobre, su débil corazón. Natalie se había visto forzada a abandonar, sus
estudios en el Este para regresar a Tejas, a su hogar. Ordenes del médico. El Este no era
bueno. Mejor eran Arizona, Colorado, California.:. O Tejas.
Tejas.
Tejas era buena para su corazón. Físicamente buena. Y espiritualmente. Tejas, decían, era
buena para todo. Para vivir y para morir. El corazón. Su débil, su pobre corazón.
Ahora, Natalie estaba sentada en la valla de uno de los corrales del Rawlings Ranch,
propiedad de su padre, Stephen Rawlings.
Ahora, cuando el sol se ponía, Natalie gustaba de verlo. El sol que se ponía se le antojaba
muy parecido a ella misma. Ella también se ponía, llegaba a su ocaso, se moría...
Natalie Rawlings estaba muy pálida. Pero era tan hermosa, tan bella, tan cálida y tierna
que nada tenía importancia.
Natalie, tan tierna y reposada, tan suave, tan hermosa... Y el amor... ¡Dios! ¿Iba a morir sin
haber conocido el amor? Eso no era justo, ni humano.
Se ponía el sol, muy rojo, redondo. Natalie lo miraba, sentada en la valla. El adiós
nostálgico del sol...
Oyó los caballos.
Se volvió, muy despacio.
Dos.
Dos jinetes.
Parecían jóvenes. Llevaban los sombreros muy echados sobre los ojos. Claro: el sol... Eran
mejicanos. ¿Y qué? ¿Qué tenían de extraordinario dos jinetes mejicanos en Tejas?
Montaban bien. Es más: ni siquiera parecía que fuesen a caballo, sino sentados en
cómodas butacas. Jinetes de pura cepa, de esos que saben lo que es un caballo y lo que pueden
dar de sí.
Natalie Rawlings entendía algo de esto. Su padre se lo había enseñado, hacia años, cuándo
era una niña, antes de ir al Este. ¿Cómo era posible que lo recordase ahora?
Los dos jinetes, muy despacio, calmosamente, se dirigían hacia ella.
Llegaron. Se detuvieron a menos de tres metros de donde ella estaba, sentada en la valla.
—Buenas tardes, señorita.
Su inglés no era muy bueno, pero claro, fácil de comprender. Su tono áspero era el clásico
del latino que se esfuerza en hablar utilizando la nariz como medio sonoro.
—Buenas tardes —contestó.
Los dos mejicanos se quitaron el sombrero. Eran jóvenes. Agradables. Uno de ellos...
Natalie sintió un fortísimo golpe en su débil corazón. Aquel hombre era... Nunca, hasta
entonces, había notado aquello al mirarse en los ojos de un hombre. ¿Qué le ocurría con
aquél? Y además, así, tan rápidamente, tan inesperadamente.
Y fue él quien habló, con mucha seriedad:
—Estamos recorriendo Tejas, señorita. ¿Podemos hacer noche aquí? ¿Es usted del
rancho?
La miraba como si no la viese bien. Parecía distraído, absorto. Y aquella profundidad de
sus negros ojos... El corazón de Natalie pareció cobrar fuerzas. Latía. Latía rápido,
vigorosamente. Ni siquiera había vuelto a mirar al otro, al más joven al que no llevaba bigote.
—Están ustedes en el Rawlings Ranch, propiedad de Stephen Rawlings. Yo soy su hija.
Pueden quedarse.
—Gracias, señorita. Cualquier cosa es buena para nosotros. No molestaremos demasiado.
—Lo sé. ¿Buscan... necesitan trabajo?
El mejicano del bigote sonrió suavemente y Natalie volvió a notar una sacudida en su
corazón. ¿Por qué?
—No, señorita. No necesitamos trabajo.
—Ah, comprendo...
—No somos vagabundos. Me llamo Juan Olmedo, y éste es mi hermano Francisco.
Buscamos a dos hombres, para matarles.
Angustia en el corazón de Natalie.
—¿Buscan... quieren matar a dos hombres?
—Sí, señorita.
Leve pausa.
Y luego:
—¿Y... están aquí?
—No lo sabemos.
—¿Quiénes... cómo se llaman?
—No lo sabemos.
Perplejidad en el lindo rostro de Natalie.
—Pero...
—Los encontraremos. Hoy. Mañana. Dentro de diez años... Pero los encontraremos.
Natalie descendió de la valla. Captó la admiración en la mirada del menor de los Olmedo.
Pero en la del otro, nada. Ni siquiera indiferencia. Ignorancia completa.
¿Por qué? ¿Por qué precisamente ahora que Natalie, de la desesperanza había pasado a
la esperanza en tan sólo un minuto? Y aquel hombre ni siquiera la miraba como se mira a
una mujer.
—Por favor, desmonten.
—Gracias, señorita.
Corteses. Educados. No pertenecían típico grupo de mejicanos indolentes y descuidados.
Llevaban un revólver cada uno, y un rifle cruzado en las sillas de montar.
Los mejicanos desmontaron. No parecían cansados, sino, acaso, aburridos. Sus vivaces e
inteligentes ojos oscuros recorrieron cuanto abarcaba la vista con una rápida mirada.
El menor, dijo:
—Juan.
El mayor preguntó:
—¿Qué?
—Mira;
Juan Olmedo miró. Natalie también miró, y al hacerlo perdióse el gesto tenso del
mejicano. Cuando lo miró a él. Juan Olmedo ya estaba nuevamente tranquilo, indiferente,
ausente de sí mismo.
—¿Ocurre algo? —preguntó la muchacha.
—Nada.
Pero Francisco no mostró la misma indiferencia que su hermano.
—¿De quién es aquel caballo?
Señalaba uno negro, fino, que corría suelto por el interior del corral; el animal tenía una
mancha blanca en la frente y en las cuatro extremidades.
—¿El negro con manchas blancas?
—Sí, ése.
—Es de un vaquero que no hace mucho que está con nosotros. Se llama Dennis Rovers.
—Bien...
Juan Olmedo caminaba ya hacia la valla, pero hacia un punto algo alejado del que hasta
entonces había ocupado Natalie.
Silbó.
El caballo negro enderezó las orejas, súbitamente. Durante unos segundos pareció
petrificado, agitado, nervioso; poco después, cuando acudía al encuentro del mayor de los
hermanos.
Juan pasó a través de la valla. Desde lejos, Natalie vio como el animal clavaba su morro
en el pecho del hombre. Pero no pudo oír.
—Hola, "Pecos" ¿Me recuerdas?: Sí, ¿ya sé que sí? Seguro, hombre, seguro; volverás
conmigo. Volveremos a Méjico. ¡Si pudieses hablar... ¡Cálmate, no te he olvidado! Ni tú a mí,
¿verdad? Eso es bueno. Creo... Natalie miró interrogativamente a Francisco.
—¿Qué hace su hermano?
—Nada. Le gustan los caballos negros con manchas blancas. Una vez tuvo uno igual: No
hace mucho. Ni siquiera tres meses. Era un caballo muy parecido a ese. Pero un día, dos
hombres pasaron por nuestra hacienda, en Sonora, y...
—¿Le robaron el caballo?
—Sí.
—¿Y su hermano cree que es ése?
Francisco se limitó a decir:
—Pudiera ser ése.
—¿Por eso buscan a dos hombres? ¿Son quizá los que le robaron el caballo? ¿Están
decididos a matar a dos hombres sólo porque les robaron un caballo de su hacienda?
—Sí.
—No es posible —musitó la muchacha—. No, no es posible que ustedes vengan a Tejas
desde Méjico sólo para recuperar un caballo que les fue robado por dos hombres...
—Esos mismos hombres ultrajaron hasta la muerte a la mujer de mi hermano, señorita.
Saquearon la casa, después. Ella, Elena, reposa ahora bajo un roble de nuestra hacienda...
¿Qué le ocurre?
—¡Dios mío!
Natalie había notado desfallecer su corazón. No llegó a caer porque Francisco se apresuró
a sostenerla por los brazos, mirando casi asustado el pálido rostro de la muchacha.
—Señorita, siento... ¿Qué le ha ocurrido?
—¡Qué horror, Dios mío, qué horror! Su hermano, ¿está soportando él sólo esa pena?
—Yo le ayudo un poco. Serénese. Juan olvidará, lo sé.
Natalie musitó.
—No, no olvidará. Pero... ¡ojalá fuese así!
—No la entiendo.
Natalie no pudo responder.
Porque una voz grave, varonil, preguntó ásperamente: —¿Le gusta ese caballo, mejicano?
LA GENTE DEL Rawlings Ranch
Juan Olmedo se volvió tranquilamente.
Sus duros y negros ojos se clavaron en el hombre que le había hecho la pregunta. Era un
hombre joven, como él aproximadamente, pero más alto y delgado, aunque de hombros
anchos; su pelo era casi rubio.
Y desde aquella distancia, Juan vio sus ojos. En el acto, se dijo que aunque aquel fuese el
dueño de "Pecos" no podía ser uno de los dos hombres que habían pasado por la hacienda
"Mil Robles" hacía setenta días y...
Al lado del hombre había una mujer, una muchacha, era muy bonita. Parecía nerviosa,
intranquila.
El hombre llevaba dos colt 45 en viejas fundas de cuero bien engrasado. El hombre, por
su modo de llevar los revólveres, era, indiscutiblemente, un pistolero. Pero no un asesino. No
un canalla.
Y Juan Olmedo le contestó.
—Sí, me gusta. ¿Es suyo?
Rovers sacó otra vez la bolsita de tabaco, demostrando que no temía en absoluto al
mejicano, y procedió a liar un cigarrillo que sustituyese al que había tirado minutos antes
para poder besar más a sus anchas a Jane Bernard.
—Es mío —dijo.
—¿Lo vende?
—No.
—¿Porqué?
—¿A usted qué le importa?
—Es cierto. Perdone. Adiós, amigo.
—No soy su amigo.
—Era una expresión.
—Inadecuada.
—Lo siento.
—¿De veras?
Juan suspiró profundamente, y dijo:
—No quiero pelear con usted, amigo.
—Ya lo veo.
—No es por miedo.
—Ya. Y no soy su amigo... mejicano.
Juan Olmedo desenfundó y disparó, volviendo inmediatamente el revólver a la funda.
Ante él habían jirones de humo de pólvora quemada.
Dennis Rovers estaba un poco pálido, inmutado. De su mano derecha había desaparecido
la bolsita de tabaco, arrancada por el veloz disparo. Sin embargo, la izquierda sostuvo el
papel con el poco tabaco que había caído en éste sin temblar, firmemente.
Jane y Natalie habían gritado.
Juan decía:
—La palabra "mejicano"... ¿la ha dicho como un insulto?
Rovers continuó liando el cigarrillo, Juan esperaba. Rovers pasó la lengua por el
engomado. Pegó el cigarrillo.
Y de pronto, sonrió.
—Sí. Lo dije como un insulto. Pero lo retiro.
—Comprendo. No le gustan los mejicanos, ¿eh?
—Según cuales.
—¿Le gusto yo?
—Sí.
—Es natural.
Dennis Rovers sonrió. Dijo:
—No es por miedo. Manejo el revólver tan bien como usted.
—Lo creo.
—Puedo demostrárselo.
—No se moleste.
Juan Olmedo se alejó del caballo que había suscitado la pueril cuestión por la que dos
hombres podían haberse matado. Al hacerlo, tintinearon sus espuelas. Estaba de perfil con
respecto a Dennis Rovers.
Este se colocó el cigarrillo en los labios, sin dejar de sonreír burlonamente. Cuando Juan
Olmedo comprendió que iba a disparar contra él, el disparo ya había sonado.
Rovers encendió el cigarrillo.
Luego, casi riendo, dijo:
—No ha sido molestia.
Ante Dennis Rovers también se difuminaba ahora un jirón de humo de pólvora quemada.
Ningún arma en sus manos. Fumaba.
Juan se miró con disgusto su bota derecha, de la que faltaba la correspondiente espuela,
arrancada por el certero disparo de Rovers.
Iba a decir algo cuando vio al hombre que había aparecido en el porche del rancho. Estaba
descendiendo los escalones, y caminaba hacia allí.
Stephen Rawlings se dirigía hacia donde estaba su hija. Había visto el disparo de Rovers,
pero no le sorprendió la velocidad y puntería de éste. Lo supo desde el primer día en que
Rovers se presentó en el rancho pidiendo trabajo: un pistolero.
¿Y por qué no? ¿Quién no tenia un pistolero para defender un rancho? Seguramente,
Rovers no enlazaba las reses correctamente, ni las marcaba como era debido, pero... ¿quién
mejor que él para repeler, o para dirigir la oposición a un ataque por parte de cuatreros o
cualesquiera otros desalmados? Un pistolero, en un rancho honrado, daba seguridad. Y, un
poco de esa mala fama a que los vaqueros son tan aficionados y con la cual disfrutan tanto.
Estaba llegando junto a Natalie. ¡Pobre Natalie! Stephen Rawlings era un hombre duro,
fuerte, capaz de soportarlo todo. Todo lo que de él dependiese y pudiese soportar un hombre.
Pero ver cómo su hija se iba muriendo lentamente, inexorablemente... ¡No, eso no! Era
demasiado...
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz firme, seca.
Miró alternativamente a Rovers y a Juan Olmedo, pero fue Natalie quien aclaró: —Rovers
ha querido molestar a estos dos forasteros, papá.
Rawlings endureció el semblante. Miró a Rovers.
—Eso... ¿es cierto, Rovers?
Dennis Rovers desenfundó su revólver derecho. Sustituyó el cartucho gastado por uno
nuevo. Miró al dueño del rancho.
Dijo:
—Sí, patrón.
—¿Porqué?
—Creí que era uno de esos mejicanos que no me gustan.
—Creo que oí dos disparos.
Juan Olmedo explicó:
—Uno de ellos era mío. Yo también disparé. Contra Rovers.
—¿Por qué?
—No me gustan los gringos a los que no les gustan los mejicanos. A usted, señor, ¿le
molesta nuestra presencia?
—En absoluto. ¿Qué desean? ¿Puedo hacer algo por ustedes?
Juan Olmedo miró hacia la valla donde el caballo de las manchas blancas aparecía con el
cuello pegado a los tablones.
—Sí, señor Rawlings. Puede hacer algo por nosotros. Buscamos trabajo. ¿Tiene algo para
nosotros?
—Siempre faltan vaqueros en el Rawlings Ranch Quédense. Pero se quedan para trabajar,
no para pelearse con el resto de los hombres de mi equipo.
—Por supuesto, señor Rawlings, Gracias.
—¿Qué saben hacer?
—Lo mismo que el mejor de sus vaqueros. Pero lo haremos mejor que él.
A los labios de Rawlings asomó una brevísima sonrisa.
—Estupendo. ¿Saben domar caballos?
—Los Olmedo no domamos a los caballos, señor. Rawlings: los educamos. Les enseñamos
a ser un complemento del hombre.
—Me bastará con que los domen. Empezarán mañana. Rovers les mostrará el barracón
de los vaqueros... en el supuesto de que a Jane no le disguste separarse de él siquiera sea
unos minutos. Bienvenidos al Rawlings Ranch. ¿Vienes, Natalie?
—Sí, papá.
Natalie miró una vez más a Juan Olmedo. No supo en qué fundar su creencia de que aquel
hombre parecía algo diferente al que había llegado allí pocos minutos antes. Le brillaban más
los ojos, tenían más expresión. ¿Quizá creía que al haber encontrado aquel caballo había
encontrado a la vez a los hombres que ultrajaron hasta la muerte a su esposa, allá en Méjico?
Juan notó clavada en él la dulce mirada de Natalie. Y la miró. Ella sostuvo la mirada. ¿Por
qué no? ¿Qué objeto tenía para una mujer desviar la mirada de los ojos de un hombre al que
ya amaba?
El mejicano sonrió. Sus blancos dientes refulgieron. El corazón de Natalie Rawlings
refulgió, pareció llenarse, esponjarse, inundarse de vida.
—Natalie.
—¿Papá?
—Vamos, hija. La noche esta cerca. Refrescará.
Una sola palabra: refrescará. Y con ella, la vuelta a la realidad. Tenía que cuidarse. Tenía
que vivir el máximo de horas, de días posible.
Ahora sí. Antes, un cuarto de hora antes, a Natalie eso no le importaba demasiado. Ahora
sí. Quería vivir. Había visto, había conocido a su "hombre". Pero ¿por qué precisamente aquél,
marcado por la desdicha, por la amargura?
¿Por qué tenía que sentirse hundida en la profundidad de aquellos ardientes, feroces ojos
negros?
Rovers lanzó una última mirada a Jane cuando ésta se alejaba en unión de los Rawlings.
Luego, se dirigió a Juan: —Les acompañaré, mejicanos —sonrió—: Y no lo digo con ánimo de
insultarles.
Los dos hermanos sonrieron, también.
—Lo sabemos. ¿Cuánto dan por su pellejo, Rovers?
—¿Quién?
—La Ley, hombre.
—¿La Ley? —Rovers se pellizcaba pensativamente los labios—. ¿Qué es eso?
—Algo destinado a defender a los débiles de los fuertes.
—Creí que era otra cosa.
—¿Cuál?
—Defender a los buenos de los malos. Parece lo mismo, pero no lo es. Observen que se
puede ser fuerte, y ser, a la vez, bueno. Y, en justo contraste se puede ser débil y ser, a la vez,
malo.
—Eso es excesivamente sutil para nuestros torpes cerebros de desdichados mejicanos,
amigo Rovers... Perdón. Olvide que no es usted...
Dennis Rovers tendió cordialmente su mano.
—Eso fue antes. Si les place, pueden considerarme su amigo. En cuanto a la torpeza que
pueda haber en sus cerebros... ¿es qué quieren reírse de mí?
—Ni mucho menos. Estamos cansados, Rovers.
—Comprendo. Vengan conmigo.
Los tres hombres se dirigieron a la parte izquierda del rancho; allí, a unos sesenta metros
de la casa de los Rawlings, estaba el barracón. Parecía limpio y bien acondicionado. Tejas
trabajaba duro para reconquistar su riqueza ganadera, pero cada vez lo hacía mejor.
—Pueden lavarse ahí. La cena no se hará esperar. Los muchachos llegarán pronto de los
pastos. ¿De veras pueden hacer lo que cualquier vaquero tejano, sólo que mejor? No me
miren a mí —Rovers rió burlonamente—. De sobra sé que mi aspecto no es el de un vaquero.
A mí me vencería cualquier vaquero a cualquier cosa.
—Que no fuese disparar.
—Cierto. Oiga, amigo, tiene usted unos músculos capaces de enfriar muchos ánimos
combativos. Y su hermano también. ¡Diantres!
Juan y Francisco, que se estaban lavando tras haberse despojado de las camisas
mostraban, efectivamente, una musculatura fuerte y elástica, que se agitaba sin cesar bajo la
morena piel a cada movimiento.
—Usted también parece fuerte, Rovers.
—Gracias.
—Diga, ¿cómo es que se detuvo en este rancho? Usted no parece de esos hombres que se
quedan a trabajar en un sitio para toda la vida.
—Me enamoré. Ya ven que ingenuo soy. ¿La vieron?
—¿A ella?
—Sí. El señor Rawlings la aludió muy directamente. Se llama Jane. Bonita.
—Es amiga de la flacucha de Natalie. Sus padres tenían un pequeño ranchito, pero
murieron y todo se lo llevó el diablo. Dicen que la tienen como una hija, pero Jane hace los
trabajos más pesados de la casa.
—La otra no parece capaz de ningún trabajo.
—El corazón. Jane dice que Natalie tiene el corazón tan débil que ni siquiera ella misma
lo oye latir.
—Lástima de chica. Porque aunque usted la ha llamado flacucha, la verdad es que a mí
me ha parecido lo contrario. Es bonita y bien formada.
—Sí, seguramente. Al llamarla flacucha lo hice porque en mi interior la estaba
comparando con Jane.
—Vista así —rió Francisco—no cabe duda de que Natalie es flacucha.
Se habían secado ya, con las mismas camisas. Por eso miraron asombrados a Jane
Bernard cuando ésta, apareciendo ante ellos, dijo: —De parte de la señorita Natalie.
Toallas. Innecesarias ya, pero...
Juan Olmedo miró hacia la casa de los dueños del rancho. No vio nada, pero comprendió
que ellos sí podían ser vistos desde dentro por cualquier ventana. Fue Francisco quien las
cogió.
—Agradézcaselo de nuestra parte. Ha sido muy amable.
Jane se alejaba ya, pero Rovers la cogió de un brazo. La muchacha forcejeó con tan pocas
ganas de soltarse, que hizo sonreír a los mejicanos. No queriendo ser indiscretos, Juan y
Francisco se alejaron hacia el barracón.
Pero antes de entrar en él, aún pudieron oír la voz de Rovers: —Esta noche. Jane. En el
pozo.
—No, Dennis, no... Suéltame. Natalie nos está viendo por una ventana.
—¿Acudirás?
La respuesta ya no llegó a oídos de los dos hermanos.
Apenas dentro del barracón, Francisco cogió a Juan por un brazo.
—Juan, ¿qué esperas? Él tiene a "Pecos", ¿no?
—No puedo matar a un hombre teniendo como base ese único detalle, Paco. Pudo
comprarlo.
—¿Comprarlo? Sí, pudo hacerlo. Pregúntaselo. Él te dirá...
—Cálmate. Estábamos dispuestos a esperar diez años, bien podemos esperar unos días o
unas horas. Yo por lo menos, puedo hacerlo. No te obligo a lo mismo, Paco. Regresa. Vuelve
a Méjico, si quieres. Desde el principio te dije que tú no tenías por qué venir. Vuelve a Méjico.
El buen Manuel te devolverá el rancho. Sabes que se lo cedimos sólo por si no volvíamos, que
fuese para él. Te lo devolverá. Yo regresaré algún día... supongo.
—¿Has terminado ya?
—¿De que?
—De echarme de tu lado.
—No me entiendes, muchacho. Lo que quiero decir...;
La entrada se oscureció al quedar Rovers de pie en el umbral de la puerta.
Notificó:
—Ahí llegan los muchachos. Estos vaqueros son peor que los indios. Lo arrasan todo. ¿De
dónde deben sacar tanta vitalidad?
Salieron fuera, al amplísimo porche donde por las noches solían reunirse todos los
componentes del equipo que no tenían guardia en los pastos.
Galopes.
Gritos.
Risotadas.
Bromas; algunas bastante fuertes.
Vaqueros.
Juan y Francisco fueron presentados por Rovers.
Un vaquero, alto y fuerte, de negra barba, preguntó:
—¿Sabéis tocar la guitarra?
Los dos hermanos asintieron. Por lo visto, nadie de allí sabía hacerlo, ya que sus
conocimientos fueron acogidos con verdadera alegría.
El dueño de la guitarra, llamado Peek, exclamó:
—¡Estupendo! Ahí dentro tengo una que le robé a un mejicano... Bueno, no era como
vosotros, ¿eh? Era un tipo bajito y grasiento. Todo él era grasa y humildad. Tenía los ojos
muy negros, el pelo muy negro, el bigote muy negro... Todo lo tenía tan negro que creí que
era negro en lugar de mejicano.
Sólo hablaba él.
Anochecía.
Los Olmedo miraban impertérritos a Peek, sin aprobación ni desaprobación. Peek se
amoscó.
—¿Qué pasa? ¿Por qué calláis todos?
Francisco se acercó un poco más a él. Dijo:
—Le estamos escuchando a usted. Siga, no se detenga. Estaba usted hablando de un
mejicano que parecía un negro.
Juan intervino:
—Paco: dile que te deje ver la guitarra. Tienes que asegurarte que es de las que tú sabes
tocar.
—¿Queréis tomarme el pelo? —refunfuñó Peek—. Todas las guitarras son iguales.
—No, señor, no. Todas las guitarras no son iguales. Les pasa como a los hombres. Parecen,
o pueden parecer iguales, pero no lo son. No en su sonido, en lo bueno o malo que haya dentro
del hombre... o de la guitarra. ¿Me deja ver la que usted le robó al mejicano bajito y grasiento
que parecía un negro?
Peek se movió indeciso. De pronto, entró en el barracón. Un instante después, salía con
la guitarra. Rovers comenzó a reír.
—Pues espera, Peek, espera.
—Mira...
Francisco cogió con dos dedos la manga de la camisa de Peek.
—Un momento, señor —dijo—. ¿Está seguro de que esta guitarra pertenecía a un
mejicano bajito y grasiento, tan moreno que parecía un negro?
Peek miró la tostada y aristocrática mano que tiraba de la manga de su camisa.
—Seguro —gruñó.
Francisco Olmedo chascó la lengua.
—No.
Peek movió las cejas hacia arriba.
—¿No?
Francisco repitió:
—No.
—No, ¿qué?
—Que no pertenecía al mejicano ese que parecía un negro. Esta guitarra es mía. Vean las
iniciales. Señor Rovers, por favor, ¿quiere mirarlas?
—Con mucho gusto.
Dennis Rovers se acercó y miró el punto de la caja del instrumento que le señalaba
Francisco Olmedo. Allí, en el lugar en que se apoyaba el dedo del mejicano, no había nada. Ni
iniciales, ni marcas... sencillamente, nada.
Rovers dijo:
—Es cierto. Se ve muy bien. Sí, sí, veo unas iniciales...
Peek lo apartó.
—Quiero verlas yo.
—Muy bien.
El corpulento vaquero se inclinó sobre la guitarra. Antes de que sus ojos hubiesen podido
tomar una dirección determinada, el alegre instrumento subió hacia arriba, brusca,
inesperadamente, chocando contra su boca con violencia.
—¡Pero qué diablos...!
Fue la carcajada de Dennis Rovers lo que lo decidió todo. Peek comprendió que querían
burlarse de él... Aquellos mejicanos creían que podían burlarse de él.
Sin hacer caso de la quemazón que notaba en los labios, se lanzó contra el menor de los
Olmedo. Francisco se apartó elegantemente, y Peek dio de cara contra uno de los postes que
sostenían el porche.
Juan Olmedo se dirigió a Rovers:
—Amigo Rovers: esto se presenta muy aburrido. ¿Tiene, un cigarrillo? Le convidaré a
tabaco en cuanto cobre mi primera paga.
—Oiga, mejicano, para usted esto será aburrido, pero para mí no. Fume, pero déjeme en
paz. ¿Hace?
—Hace.
Juan aceptó la bolsita que Rovers se había procurado después de la sorprendente
desaparición de la primera. Era otra bolsita, más basta, pero tenía tabaco. Juan Olmedo
comenzó a liar un cigarrillo. Los vaqueros habían formado un círculo. Peek despegó su cara
del porche. Miró a Francisco. Oyó la risa de Rovers. Vio la aburrida calma de Juan Olmedo.
—¡Sucio mejicano!
Se lanzó contra Francisco. Este se apartó un poco, y Peek cayó en la pueril trampa. Quiso
desviar su ataque, para encontrarse con que su antagonista volvía al sitio primitivo. Recibió
un puñetazo en la nariz, otro en un pómulo y un tercero en la barbilla.
¿Dónde estaba el mejicano?
Peek recuperó la orientación. ¡Allí estaba! Hizo un amago de derechazo, pero le soltó una
patada que de alcanzar a Francisco lo hubiese abatido sin remisión. No le alcanzó.
Peek se notó cogido por el pie. Vio como la pared se movía adoptando una situación
insólita, inesperada. Chocó contra el suelo, pero él sólo supo que había recibido un golpe en
la cabeza.
Quiso levantarse.
Se movió.
De rodillas. Ahora estaba de rodillas. Se pondría en pie, y entonces...
Algo chocó con tal violencia contra sus costillas que Peek creyó que éstas se hundían en
su pecho. Perdió el airé y el color. ¿Qué estaba ocurriendo...?
Levantó la cabeza. El mejicano estaba allí. Bien. Le habían dicho que los mejicanos no
sabían usar el revólver. Tanto peor para, ellos. Movió la mano velozmente, con rabia.
El estampido de un disparo se confundió con su sorpresa al comprobar que en su funda
no había ningún revólver. Antes estaba allí...
Vio como el mejicano se movía, y comprendió lo que quería hacerle.
—¡No! —gritó.
Pero el pie derecho de Francisco Olmedo ya se había estrellado contra su rostro,
lanzándolo hacia atrás, fuera del porche. Esto no lo supo Peek. No lo sabría hasta que
recuperase el conocimiento.
Hubo un tenso silencio.
La voz de Juan Olmedo dijo:
—Te vuelves lento y blando, Paco. Te duró demasiado.
Se oyó la risa de Dennis Rovers.
AMOR BAJO LA LUNA...
Hermosa noche.
Luna.
Olor a campo, a ganado, a madreselva... Olor a Tejas.
—Esa guitarra —exigió una voz.
A los vaqueros les gusta la guitarra, y cantar acompañados por ella, aunque lo hagan mal.
¿Qué más da cantar bien o mal? El caso es cantar, y demostrar con canciones nostálgicas lo
felices que pueden ser las noches tejanas.
Francisco Olmedo se levantó y entró en el barracón. Fuera, en el porche, quedaban los
demás vaqueros, esperando.
Cuando el mejicano salió con la guitarra, más de una sonrisa suavizó los prietos labios de
los vaqueros.
—¿Queréis algo de Méjico?
—Bueno.
—¿Alegre o triste?
—Alegre, muchacho. Luego, más tarde, podrás cantarnos algo triste.
—Bien...
Peek gruñó algo al ver la que hasta entonces había sido su guitarra, en manos del menor
de los Olmedo. Pero su gesto adusto desapareció cuando el joven comenzó a pulsar las
cuerdas.
Hermosa noche.
Luna.
Olor a campo, ha ganado, a madreselva... Olor a Tejas, Y ahora, una guitarra.
Seguro, el rasgueo debía oírse muy lejos.
Dennis Rovers se levantó. Fue el único. Nadie le hizo demasiado caso, quizá porque sabían
a donde iba, quizá porque no les importaba.
Francisco cantaba, burlonamente:
"Corriendo la mañanita en buen caballo galopo a buscar a mi Conchita para que me quiera
un poco."
Un vaquero gruñó disconforme:
—Es de noche y canta canciones de mañanitas.
—Yo no lo entiendo muy bien —apuntó otro.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—La canción. Está cantando en español, ¿verdad?
—Claro. ¿Eres tejano y no entiendes el español?
—Soy de Nebraska:
Su interlocutor lo miró despectivamente.
—¡Ah!
Y chupó del cigarrillo.
"¡Ay ay jajaiiiiii... y qué linda es mi Conchita! En mi caballo montado trotando voy a su
lado corriendo la mañanita."
—Y dale con su Conchita. Estos mejicanos son todos iguales...
Peek, que era el que había hecho el comentario, enmudeció de repente. Sin saber cómo,
había notado fija en él la mirada de Juan Olmedo. Cuando se volvió hacia el mejicano, sólo vio
el brillo de sus ojos, en la oscuridad del porche. Sintió frío.
" Ay, ¡qué linda es mi Conchita!, ¡qué linda y qué pequeñita! ¡Linda es hoy la mañanita,
más linda aún es mi Conchita!
—Eh, muchacho: ¿cómo se llama esa canción?
—"La mañanita".
—Pues canta algo de la nochecita, hombre.
Francisco río.
Dennis Rovers se acercaba. Entró en el barracón, pero salió casi inmediatamente,
inclinándose sobre Juan.
—Ella te espera. Detrás de la casa.
—Dile que no voy a...
Pero Rovers ya se alejaba, cumplida la misión que le había impuesto su adorada Jane. A
Rovers no le gustaban estos papeles, pero...
Juan se levantó. Su hermano estaba tensando las cuerdas de la guitarra. Los demás
fumaban, impacientes...
El mayor de los Olmedo rodeó la casa, lentamente. Junto al brocal de un pozo vio dos
sombras; confundidas en una. Los reconoció. Rovers parecía un hombre de suerte.
Oyó la voz.
—Juan.
Natalie. Estaba allí, muy cerca. Ahora se separó del tronco del álamo, y su figura destacó
muy blanca y nítida bajo la clara luz lunar.
—Juan —repitió.
Juan Olmedo notó como algo se quebraba dentro de él; algo estaba perdiendo
consistencia. Algo... algo parecía que iba a cambiar.
Cuando llegó junto a Natalie, ella le cogió las manos.
—Señorita Natalie: he venido a decirle...
—Sentémonos, Juan.
—No. Tiene que comprenderme. Yo no puedo estar aquí, con usted.
—¿Por qué, si yo quiero? ¿No quieres tú, Juan?
Él intentó desasir sus manos, pero ella las apretó más fuertemente.
—Por favor, Juan, quédate.
Un poco lejana, la guitarra volvía a oírse.
—Me quedaré.
—Gracias.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por querer estar conmigo. ¿Nos sentamos? En noches como esta se está bien tumbado
sobre la hierba. Está fresca y tierna, y parece,... Juan: ¿me escuchas?
—Lo siento. Yo... creo que estoy traicionando algo muy querido.
—¿Un recuerdo?
—Es más que un recuerdo, Natalie.
—No. No es más que un recuerdo.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Los muertos sólo son un recuerdo. Ella descansa ya, Juan. Y yo no tardaré en ir a su
lado. Moriré pronto; Juan, y luego, sólo seré un recuerdo. Y se me querrá por eso: por el
recuerdo.
—¿Has hablado con Francisco?
—Esta tarde, cuando llegasteis. Sólo me dijo que dos hombres habían... matado a tu
mujer.
—Sí —Juan pareció Vibrar—: dos hombres. Y están aquí.
—¿Los matarás?
—No lo sé. Quisiera poder hacerles algo peor que eso. Pero ni siquiera sé quiénes son.
—Yo te ayudaré a encontrarlos.
—¿Cómo?
—No lo sé. Quisiera morir haciendo algo por ti, Juan.
—Por Dios, Natalie, esto es absurdo. Es... increíble. Dejémoslo. Yo volveré con los
vaqueros. Tú con tus padres, que deben estar buscándote...
—No me buscan. Saben que estoy aquí, contigo.
—¿Y lo permiten?
—¿Se le puede negar algo al moribundo?
—No digas eso, Natalie.
—Es la verdad. Ellos saben que moriré pronto. ¿Qué objeto tiene proporcionarme
contrariedades, privarme de gustos o de caprichos...?
—¿Soy un capricho yo?
—No seas mordaz conmigo, Juan. Yo te amo.
—Lo siento. Lo siento por ti, Natalie. Yo no puedo amar.
—Sí puedes.
—No. No puedo desde aquella noche en que...
Pareció convenido que entonces comenzase Francisco otra canción. Una canción que
hablaba de noches de luna, de amor y de tristeza: "Noche de luna, noche de estrellas, noche
de amor.
Dos jinetes ya pasaron ya crearon mi dolor.
Luego... se fueron... Dios sabe dónde causarán más dolor.
Ya no hay estrellas... noche sin luna... ¡ya no hay amor!"
Natalie notó el temblor de las manos de Juan Olmedo, que ella tenía entre las suyas. El
mejicano había inclinado la cabeza, como si quisiera hundirla en la tierra, en la hierba.
La muchacha sonrió tristemente. Quizá fuese mejor así. ¿Cómo podía ella esperar amor
de aquel hombre? Además, ¿qué clase de amor hubiese podido ofrecerle un hombre que
olvidaba otro reciente con la felicidad con que ella hubiese querido que lo hiciese Juan
Olmedo?
¿Qué importaba que él no la amase? Ella lo amaba a él. ¿Acaso no era eso suficiente?
Pasó sus finos dedos por los negros cabellos de Juan, que continuaba tumbado en la tierra,
junto a ella, con la cabeza abatida...
El vaquero Ross dijo:
—Demasiado triste esa canción, muchacho. ¡Diablos, he estado a punto de llorar!
Francisco no le hizo demasiado caso. Estaba pensando en Juan. ¿Se habría molestado
porque había cantado aquella canción que él mismo había compuesto basándola en la
tragedia de su hermano?
—Lástima que no esté aquí el hijo del patrón, muchacho. A él le entusiasma la guitarra. Y
si le caes bien, me parece que tú trabajarás muy poco.
—¿El hijo del patrón? No sabía que el señor Rawlings tuviese un hijo. ¿Dónde está?
—En los pastos. ¿Fumas?
—Gracias. ¿Y qué hace allí el hijo del patrón?
—Turno de vigilancia de ganado. Dice que le gusta dormir en la pradera, oír a los
coyotes... ¡Bah, ya se sabe...! el que puede dormir no le concede mucha importancia al sueño.
En cambio, los demás darían cualquier cosa por estar aquí, con nosotros, y poder acostarse
esta noche en sus literas.
—¿Quiénes son los demás?
—Seis o siete. ¿Para qué decirte sus nombres si no los conoces?
—¿Para qué tantos hombres?
—Existen unos individuos llamados cuatreros. ¿No lo sabías? Tienen por mala costumbre
apoderarse del ganado ajeno.
—Muy gracioso. Pero no van por ahí, por las praderas, reventándose para reunir unas
decenas de cabezas. Las ganancias no compensarían el esfuerzo.
—Muchacho, tú no sabes que en los pastos altos tenemos reunidas más de mil cabezas.
¿Verdad que no lo sabías?
—No. ¿Y qué hacen allí, reunidas?
—El patrón las ha vendido. Mañana, o pasado mañana, nos las tendremos que llevar de
aquí, hacia el sur. Quizá tú y tu hermano vengáis con el equipo conductor.
—Quizá. ¿Qué tal tipo es Dennis Rovers?
—Un pistolero. ¿Acaso no se nota?
—Se nota. ¿Llegó aquí hace mucho tiempo?
—¿Rovers? No. Unos dos meses. Quizá tres.
Francisco Olmedo contuvo la respiración. Luego, calmosamente, continuó preguntando:
—¿Llegó montado en ese caballo negro con manchas blancas? Es un magnífico animal, ¿no?
Ross rió agudamente.
—Magnifico es poco, muchacho. Hamson estuvo a punto de desafiar a Rovers a revólver,
por culpa de ese caballo. Si no lo hizo fue porque Rovers no oculta que sabe manejar el colt
mejor que nosotros el lazo.
—El tan Hamson, ¿quiso matar a Rovers para quedarse con el caballo?
—¡No! —rió Ross—. Lo que ocurrió fue que Rovers le ganó el caballo a Hamson jugando
a las cartas. Dude Hamson se quedó con la duda de si Rovers le había hecho o no trampas.
—¿El caballo era de Hamson? ¿Quién es Hamson?
—Dude Hamson... Oye, ¿a qué vienen tantas preguntas?
—A nada. De algo tenemos que charlar, ¿no? ¿Está Hamson aquí?
Ross había fruncido el ceño, y miraba con desconfianza al mejicano.
—No, no está aquí. Es uno de los que se quedaron a vigilar el ganado con el hijo del patrón.
Pero bueno, ¿a ti qué te importa todo esto?
—¡Bah! Curiosidad. Allá va una canción tejana...
Con el cigarrillo en los labios, los ojos entrecerrados, el menor de los Olmedo inició otra
canción.
Cantaba mecánicamente, porque su cerebro estaba ocupado pensando en un hombre
llamado Dude Hamson. Naturalmente, esto descartaba a Dennis Rovers de aquel asunto...

***

Dennis Rovers susurró junto al oído de Jane:


—Te amo, Jane, y quisiera...
—Ya vuelve a cantar.
—¡Al diablo!
—Canta bien.
—Jane...
—¿Qué, Dennis?
—Voy a marcharme.
Ella alzó la cabeza, para intentar ver sus ojos en la plateada oscuridad.
—Es verdad. Mañana tendréis mucho trabajo con el ganado...
Rovers cogió con una mano la barbilla de la muchacha.
—No. Jane, no es eso. No me has entendido. No he querido decir que me marcho ahora, a
dormir. Me voy, Jane. Me voy del Rawlings.
—¡Dennis!
Él inclinó la cabeza.
—Lo hago por ti. No quiero que seas la mujer de un simple vaquero que sabe más de
revólveres y de muertes que de ganado. Si me quedo aquí, siempre seré un triste vaquero...
repudiado por pistolero.
—¡No. Dennis, no! Quédate —la voz de Jane era ahora un susurro—. A mí no me
importará ser la mujer de un vaquero, de un pistolero.
El movió negativamente la cabeza.
—No. Me iré, Jane. Quiero reunir dinero. Mucho. No menos de diez mil dólares. Quiero
que tengas un rancho. Quiero lo mejor para ti. Y, podremos empezar a conseguirlo cuando
yo reúna los diez mil dólares.
—Eso es mucho dinero.
—Lo ganaré.
—¿Cómo. Dennis?
—Más al norte. Dicen que hay petróleo. Hay hombres que se enriquecen en el espacio de
unas pocas horas. Yo iré allí. Y si no me hago rico de una forma, será de otra. He oído que un
buen pistolero alquilado cobra hasta cien dólares diarios por defender los pozos de
cualquiera de esos hombres afortunados.
Jane Bernard no dijo nada. A sus ojos habían asomado dos gruesas lágrimas, que se
desprendieron rápidamente.
Rovers la besó suavemente.
—No llores, Jane. Estaré de vuelta dentro de unos meses. Quizá basten seis. Volveré con
mucho dinero. Y compraremos un rancho.
Ella puso una mano en la boca del hombre.
—Calla, Dennis. Calla. Si lo que dices es con la intención de que te diga que te amo, que te
quedes... si quieres que te bese, Dennis, lo haré. Pero quédate.
—No. No estoy representando ningún papel, Jane. Me gusta que me digas que me quieres,
que me pidas que me quede, que me beses... Pero no he dicho que me voy para conseguir eso.
Se hizo un silencio. Tanto más completo cuanto que Francisco había dejado de cantar.
Ya no sonaba la guitarra.
En un irreprimible impulso. Jane se abrazó al hombre que amaba.

***

—Juan.
Juan Olmedo levantó la cabeza. Allí estaba Natalie, mirándole, y su mano acariciando su
cabeza. Se estaba bien así, descansando. Notaba algo extraño, algo que parecía ablandar sus
sentimientos, que se habían endurecido desde aquella noche en que estando él ausente de
su rancho, pasaron por éste dos jinetes...
—Juan: viene tu hermano.
El mayor de los Olmedo se sentó en la hierba, bajo el álamo, muy cerca de la muchacha
que se llamaba a sí misma moribunda.
Llegaba Francisco.
—¿Qué quieres, Paco?
—Dennis Rovers le ganó "Pecos" a un vaquero de este rancho llamado Dude Hamson,
Juan.
Juan Olmedo se puso en pie. Su voz sonó fría, serena: —¿Dónde está?
—¿Dude Hamson?
—Claro.
—Espera, Juan. A Rovers no le pediste cuentas tan precipitadamente. ¿Por qué no tener
la misma paciencia con Hamson?
—Cuando vi los ojos de Rovers supe que él no era un hombre de los que son capaces de
hacer aquello.
—Puede que Hamson sea igual.
—Puede que lo sea. Pero iré a verlo. Y miraré el fondo de sus ojos. ¿Cuál, es Paco?
—No está aquí. Está en los pastos altos, cuidando el ganado recogido para la venta. Con
él, como jefe del campamento, esté un muchacho llamado Sidney Rawlings.
—¿Rawlings? —Juan comprendió en seguida. Se volvió hacia Natalie—. ¿Es tu hermano?
—Sí.
—No sabía. Bien: ¿qué importa eso ahora? No es tu hermano quien llama mi atención,
Natalie. ¿Quién es ese Dude Hamson?
—No... no sé... Yo no los conozco a todos. Cuando llegué del Este, habían unos que se
fueron poco después; han ido marchándose unos y llegando otros... Juan por Dios, ¿no
podrías olvidar...?
La mano del mejicano se posó sobre su revólver.
—Fueron dos hombres. Quizá Hamson sea uno de ellos. Él me dirá quién fue el otro.
Adiós, Natalie. Quédate con ella, Paco.
—No. Yo quiero...
—Quédate con ella.
Juan Olmedo se alejó rápidamente hacia las cuadras. Pasó cerca del pozo. Allí estaba
Rovers, el pistolero afortunado con su novia, la hermosa Jane.
El mejicano creyó que ni siquiera lo oían pasar. Mas no se sorprendió demasiado cuando
oyó la voz de Rovers.
—¿Adónde va Olmedo? ¿Ocurre algo?
—Voy a buscar a un hombre.
—Lo encontró, ¿eh?
—¿Qué está diciendo, Rovers?
—Ustedes, los hidalgos mejicanos, sólo se dignan subir hacia Tejas cuando vienen en
busca de una venganza. Usted y su hermano buscan a un hombre, o a dos, ¿qué más da? Una
vez conocí a un Lezo y buscaba...
—Me lo contará en otra ocasión.
—Comprendo. Si necesita una buena ayuda...
—Si necesitase una buena ayuda hubiese recurrido a mi hermano, Rovers.
—Bien. No tiene por qué ser tan áspero conmigo, Olmedo. Buena suerte.
—Se agradece. Yo busco a dos hombres, Rovers. Dude Hamson puede ser uno de ellos. Si
lo es, me dirá quien es el otro antes de que...
—No se fije en mí, Olmedo. Pierde el tiempo. Y por si le interesa, le diré una cosa: mañana
me marcho del rancho.
—¿Mañana? Aún tendremos tiempo de vernos.
—Así lo deseo. Suerte, de veras.
Juan Olmedo no contestó esta vez. Fue hacia las cuadras. Y cinco minutos más tarde, tras
preguntar su situación, galopaba hacia los pastos altos.
...Y MUERTES BAJO LA LUNA
El jinete llegó al campamento que los vaqueros habían montado en un extremo de los
prados altos.
Le detuvo la voz:
—¡Alto o disparo!
—Soy yo, Sam, Ross.
El vaquero de guardia apareció a la vista del recién llegado.
—¿Qué diablos...? ¿Qué te trae por aquí, Ross?
—Quiero hablar con Dude.
—¿Ahora? ¿Has galopado a estas horas desde el rancho para venir a hablar con Dude?
¡Tú estás loco, Ross!
Ross, el vaquero que en el rancho informara a Francisco que Dude Hamson había perdido
en el juego el caballo "Pecos", desmontó.
—Puede que esté loco. ¿Dónde está Dude?
—Así tengas que marcar mil reses en una hora —maldijo Sam—. ¡Venir aquí pudiendo
estar bien caliente y dormido...!
Ross prescindió del gruñón vaquero, y se adentró en el campamento. No era demasiado
tarde y, además, sus voces habían conmocionado un poco a los que descansaban.
—¿Qué ocurre, Ross?
—Nada, señor Rawlings, seguro.
—¿No le habrá ocurrido algo a mi hermana?
—¡Oh, no! Ella está bien, de veras. ¡Allí está Dude! Con su permiso, patrón...
Sidney Rawlings gruñó algo y se envolvió nuevamente en la manta.
Ross se inclinó sobre Dude Hamson, que lo miraba extrañado.
—He venido a avisarte. Dude. Te buscan.
—¿A mí? ¿Quién?
—Llegaron esta tarde al rancho. Son dos mejicanos...
—¿Qué te ocurre?
Hamson había engarfiado su mano en tomo a la muñeca de Ross.
—¿Qué dices? ¿Dos mejicanos?
—Sí. Por allí se dice que uno de ellos, el mayor, lleva la muerte en los ojos. El menor parece
más alegre. Esta noche ha tocado la guitarra y ha cantado... aunque una de sus canciones...
Hamson se pasó la lengua por los labios.
—¿Cómo sabes que me buscan a mí?
—Lo sospecho. ¡El que canta me preguntó cosas!... El caso es que cuando le dije que aquel
caballo que trajisteis de Méjico había sido tuyo antes que de Rovers, el mejicano tomó mucho
interés por ti. ¿Dónde y cómo os hicisteis con ese caballo tú y...?
—¡Calla! ¿Qué te importa?
Ross frunció el ceño.
—A mí, nada. Pero sí les puede importar a los mejicanos. Yo sólo he venido a advertirte
de lo que ocurre. Adiós.
—Espera, Ross; no te molestes conmigo. ¿Cómo son ellos?
—Jóvenes. Fuertes. No son mejicanos corrientes.
—Ya. ¿Son peligrosos?
—En el rancho, sólo uno de nosotros sería capaz de plantarles cara.
—Rovers, ¿no?
—Exacto. Peek se peleó con el más joven y recibió una rápida paliza. El muchacho se lo
quitó de encima con toda tranquilidad. Y su hermano mayor, que no había movido un dedo
para ayudar al otro, se limitó a comentar que Peek le había durado demasiado al joven.
—Rovers es un pistolero. ¿Consiente que crean que hay otros más peligrosos que él?
—No he dicho que sean más peligrosos que Rovers. De todas formas, no hay caso, porque
se han hecho amigos. O me lo ha parecido así. Oye, Dude, yo soy tu amigo, ¿no?
—Claro, Ross.
—He venido a avisarte. Y si quieres, hasta te ayudaré. Pero me gustaría saber dónde
conseguisteis el caballo y qué es lo que hicisteis allá abajo para que esos dos hombres os
anden buscando.
Dude Hamson guardó silencio unos segundos.
Luego, roncamente, comentó:
—Fue algo muy sucio, Ross. Tú sabes que nos dividimos en grupos... mejor dicho, en
parejas; para buscar compradores para el ganado. De las dos parejas, nosotros tuvimos más
mala suerte. Nadie quería ganado. Ni siquiera a precios bajos. La otra pareja tuvo mis suerte,
pues consiguió encontrar comprador...
—Lo estás alargando mucho.
—Sí, lo sé. La otra pareja consiguió vender mil reses, que son precisamente éstas que el
patrón ha reunido...
—Acaba ya.
—Ni siquiera sé si esos hombres son los que...
—Ellos se interesan por el caballo. Tú sabrás, Dude.
—Sí, yo sé... ¿Qué ocurre?

***

Juan Olmedo vio la fogata. Allí estaba el campamento. Ya no podía tardar mucho en llegar,
y entonces...
Dude Hamson.
Ese era el nombre. El hombre. Pero... ¡bah! En dos meses y pico, un caballo puede pasar
por tantísimos dueños que...: ¿A quién se lo habría comprado o ganado Dude Hamson?
¿Cuánto tiempo pasaría dando tumbos por la Unión, en aquella desesperada búsqueda?
¿Y cómo sabría cuando le decían verdad y cuando mentira? Un hombre le enviaría a otro, y a
otro... Hasta que el último, el canalla que había matado a Elena, lo matase también a él, a
traición...
¿Sería ese su destino?
Igual que Dude Hamson, Juan notó algo extraño.
¿Qué ocurría?
Hamson y Ross lo comprendieron casi en seguida.
—¡Cuatreros!
Lo gritaron al mismo tiempo.
El ganado ya se movía, se desplazaba. ¿Cómo era posible que los cuatreros hubiesen
llegado tan sigilosamente, sin ruido de galopes? ¿Cómo era posible que Sam no se hubiese
dado cuenta...?
A su grito, los pocos hombres que había allí del equipo se pusieron en pie. Durante unos
segundos estuvieron completamente desorientados.
Todos, excepto Ross y Hamson, que corrían, ellos solos, hacia el lugar donde su
compañero Sam debía estar de guardia.
—¡No está! —exclamó Ross.
—Tiene que estar —dijo Hamson—. Búscalo bien... ¿Está ahí?
La pregunta la hizo Hamson porque Ross se había acuclillado en el suelo, junto a un bulto.
Detrás de ellos, el campamento estaba en plena conmoción de gritos y relinchos.
Oyeron la voz del joven Rawlings:
—¿Dónde está Sam?
Una voz, gritando, hizo notar:
—¡Tampoco está Dude y Ross! ¿A qué vendría Ross?
En la pequeña depresión del terreno, el ganado se movía ya decididamente hacia el oeste.
Algunos jinetes eran ya perfectamente visibles bajo la luz lunar.
—¡Vamos, a caballo! —gritaba Sidney Rawlings—. ¡Hay que cortarles el paso antes de
que salgan de la hondonada! Yo iré a ver qué ha ocurrido con Sam... Ven tú conmigo, Boyd.
Sam estaba muerto.
Tenía un cuchillo clavado fuertemente en la espalda.

***

—¿Estás seguro? —preguntó Dude Hamson al horrorizado Ross.


—Claro... ¡En! ¿Qué...? ¡Dude! ¿Qué haces...?
—Lo siento, Ross. No puedo fiarme de ti... por varios motivos...
Dude Hamson apretó el gatillo del revólver que había empuñado, un segundo, antes de
que el joven Rawlings y el vaquero Boyd llegasen a su lado.
—¡Hamson! ¿Qué pasa...? —Rawlings casi tropezó con los dos cadáveres, que estaban uno
encima del otro—. ¡Es Sam... y Ross! ¿Qué ha pasado aquí, Hamson? Tú has disparado contra
ellos...
Boyd clavó el cañón de su rifle en las costillas de Hamson.
—Explícate, Dude.
—Yo sólo he matado a Ross, patrón. Me vino esta noche con una serie de cuentos para
niños. Me dijo...
—Ya lo vimos, Hamson. Limítate a decirnos por qué has matado a estos dos hombres.
—No los he matado yo, patrón. Ross vino contándome tal sarta de idioteces que me
pareció que todo había sido un pretexto para llegar hasta aquí. Cuando se despidió, lo seguí.
Me pareció que se dirigía hacia el puesto de Sam, y no me gustó la cosa. Vi cómo hablaba con
él y, de pronto, le clavaba un cuchillo en la espalda. Tiré a matar contra Ross, patrón. Seguro
que estaba en combinación con los cuatreros para sorprendernos...
—Y lo han conseguido. ¡Vamos, rápido!
Pero el vaquero Boyd tenía otras ideas.
—Un momento, patrón. Los cuatreros no se podrán alejar demasiado en unos minutos.
Aquí hay algo que a mí no me ha gustado. ¿Cuanto hace de eso. Dude?
—Muy poco. Ahora mismo.
—Entonces, si Sam ha estado vivo hasta ahora, ¿cómo es que no ha dado la voz de alarma?
Porque los cuatreros, ya debe hacer rato que están por aquí, seguro.
—¿Qué quieres decir, Boyd?
—Quiero decir, patrón, que Dude está mintiendo o está equivocado. Yo he oído el grito
de cuatreros, y juraría que Ross lo ha lanzado a la vez que Dude. ¿No podría ser que cuando
Dude ha llegado aquí, ha visto a Ross inclinado sobre Sam y pareciéndole que era él quien lo
había matado, haya querido vengarlo, creyendo que Ross había venido aquí con un propósito
determinado, el de matar al centinela?
Dude Hamson admitió, apesadumbrado:
—¡No puede ser, Boyd! Ross era mi amigo. No me hubiese precipitado en disparar contra
él a menos que viese la cosa clara. Claro que... quizá la ofuscación...
—Hay otra cosa que no me gusta, que no encaja: si Ross vino a matar al de guardia y no
pudo hacerlo hasta ahora, ¿crees que hubiese seguido con su plan primitivo de matarlo?
¿Para qué hacerlo, si ya estaba sobre aviso todo el campamento?
—Pero... eso significa... Eso significa que cuando Ross llegó aquí, y yo detrás de él, Sam ya
estaba muerto...
—Exacto. ¿No opina usted lo mismo, patrón?
Sidney Rawlings apretó las mandíbulas.
—Yo opino que los cuatreros se están llevando mil cabezas de inmejorable ganado que
mi padre ya tiene vendidas y cobradas, como todos sabéis. Si no recuperamos ese ganado, mi
padre tendrá que devolver el dinero,:y entonces... ¡En marcha! Cuando hayamos recuperado
el ganado; nos ocuparemos seriamente de este asunto.
—Llega un hombre —avisó Boyd—. Parece mejicano...
La silueta de. Juan Olmedo se recortó claramente en el cielo, contra el brillo de la luna.
Dude Hamson, sin decir palabra, se alejó rápidamente.
Boya y Rawlings apuntaron sus armas hacia el mejicano.
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
—Me llamo Juan Olmedo, señor Rawlings —la voz del mejicano sonaba dulzona y
mansa—. Esta tarde su señor padre me contrató, junto con mi hermano Francisco, para
trabajar...
—¿Cómo sé que dice la verdad? ¿Quién me asegura que no es usted uno de esos cuatreros
qué están llevándose el ganado?
Boyd preguntó también, ásperamente:
—¿Cómo sabe quién de nosotros es Sidney Rawlings? ¿No dice que llegó esta tardé?
Los dientes del mejicano brillaron en la oscuridad.
—Una corazonada —dijo—. No teman de mí. Si hubiese venido con malas intenciones, ya
estarían muertos los dos.
—¿Los dos? Somos tres... ¡Dude se ha largado, patrón!
—Y nosotros vamos a ir tras él. ¡A caballo! Usted, Olmedo, venga conmigo...
Boyd corría ya hacia el grupo de caballos. La mayoría de sus compañeros estaban ya
sobre las sillas.
Cuando el joven Rawlings quiso ir hacia allí, Juan se inclinó sobre la silla y lo cogió de una
manga.
—Un momento, señor Rawlings. El hombre que se marchó de aquí cuando yo llegué, ¿se
llama Dude... Hamson?
—Sí. ¿Por qué?
—Puro gusto de preguntar.
—¿Otra corazonada? ¿También le han hablado de él? ¿Lo conocía ya? Oiga, ¿por qué no
está usted en el rancho? ¿Qué hace aquí?
—Se llevan el ganado.
—¿De veras? No me fío de usted. Si de verdad es uno de los vaqueros del rancho, vaya a
avisar lo que ocurre. Que vengan todos.
—Aquí puedo ser más útil.
—No. Haga lo que le he dicho.
Juan Olmedo se acarició la barbilla, mientras miraba a Rawlings con los ojos
entrecerrados.
—Muy bien —aceptó, finalmente—. Iré al rancho a decir lo que ocurre. Esos cuatreros
son de mentirijillas.
—¿Cómo dice? ¿Qué esos cuatreros son de mentirijillas? Expliqúese.
—Pues... Bueno, si yo dirigiese esa banda de cuatreros el ganado ya estaría lejos de aquí.
Por lo menos, más lejos de lo que está ahora. Hasta la vista.
Juan Olmedo giró el caballo, sin prisas, y emprendió el regreso al rancho. Estaba seguro
que no tenían por qué preocuparse por el ganado. Aquellos hombres, aquellos cuatreros no
parecían capaces de conducir ni siquiera un rebaño de las más mansas entre todas las ovejas.
—¿Entonces...?
DISCUSIONES EN EL Rawlings Ranch
Juan no llegó gritando al Rawlings Ranch, sino que, tranquilamente, se dirigió hacia la
casa de los dueños del rancho.
Stephen Rawlings, lo recibió ya con un revólver al cinto y esperando su caballo. Los
vaqueros también estaban terminando ya sus preparativos.
—¿Cuatreros? —preguntó Rawlings.
—Sí, patrón.
—¿A qué fue usted allí?
—A buscar a Dude Hamson.
—¿Lo encontró?
—Todavía no. Todo llegará.
—¿Qué tiene contra él?
—Cosas. Aunque todavía no sé si es él uno de los hombres que busco. Porque usted ya
sabe que busco a dos hombres, ¿verdad, señor Rawlings?
—Sí, lo sé. Natalie me lo ha contado. No como un chismorreo de sobremesa, sino llorando.
Ella le ama. Olmedo. Esta es una situación un poco insólita para mí, ya que ella...
—Sé que morirá pronto. O eso parecen creer todos. No me juzgue brutal, señor Rawlings.
Yo no puedo amar a su hija, aunque esto creo que son cosas que no debería decirle a usted.
Stephen Rawlings bajó los escalones del porche y una de sus manos apretó fuertemente
un brazo de Juan.
—¿Por qué no? Yo quería hablar con usted de esto. Natalie ya me ha dicho que usted no
puede amarla. Conforme: eso son cosas de ustedes. Pero yo haría cualquier cosa para que mi
hija fuese feliz el poco tiempo que le queda de vida.
—¿Incluso de comprarle un marido?
—Cualquier cosa, Olmedo.
—¿Daría su rancho?
Stephen Rawlings no vaciló:
—Sí.
—Pero no todo. La Ley ampara a su hijo varón. ¿Qué heredaría?
—¿Por qué tiene que heredar nada? ¿Y si yo le vendiese el rancho a cualquiera, por
ejemplo, a usted, a un precio ruinoso? Podría tachárseme de loco, pero nada más.
—¿Estaría de acuerdo su hijo?
—No le debo explicaciones.
—¿Usted cree? —Juan hizo una pausa. Y luego—: ¿Olvida usted que los cuatreros están
intentando llevarse su ganado?
—¿Por qué cambia de tema, Olmedo? ¿No quiere aceptar?
—No. Todavía no estoy en venta. Quizá más adelante...
—¿No podría convencerlo de alguna manera?
—¿No ha pensado una cosa, señor Rawlings? Natalie es dulce, buena, cariñosa... y bonita,
sin discusión. Ella no lo ha conseguido, dotada de todas estas prendas. Usted, ¿espera
conseguirlo con dinero, o tierras, o ganado? ¿Compraría usted un marido así a su hija? Yo
sería un hombre que habría aceptado unas condiciones ventajosísimas para mí, pero
también ignominiosas. ¿Cree que su hija sería feliz viviendo con un hombre que su padre le
habría comprado para que ella pudiese morir con un poco más de felicidad ¿Su hija, señor
Rawlings, es así?
Stephen Rawlings inclinó la cabeza.
—Lo siento—dijo—. No debí hablar, ¿verdad?.
—De esto, no, no debió hacerlo —Juan sonrió—, Y volviendo a lo de su ganado: me hará
creer que no le importa demasiado.
—Menos que el asunto que hemos estado tratando.
—Comprendo. ¿Dónde está ella?
—¿Natalie?
—Claro.
—Dentro de la casa. Seguramente ya le habrá visto y estará mirando a través de cualquier
ventana.
—Vaya usted con ella. Nosotros recuperaremos el ganado.
—¡Qué dice! ¿Pretende usted que yo me quede aquí mientras mis hombres van hacia la
muerte?
Juan soltó una carcajada.
—No es para tanto. Los cuatreros no tardarán en huir, y lo único que habrán conseguido
será hacernos perder la noche. No les interesa el ganado.
Rawlings abrió la boca, asombrado.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué no?
—No estaría bien visto.
—¿No? Alguien tiene qué quedarse, ¿no es así? Pues hágalo usted.
—Usted no lo haría.
—No. Yo no lo haría. No lo hice. Una noche salí de casa al frente de unos cuantos peones.
Mi hermano vino también con nosotros. En la hacienda no quedó casi nadie. Mi esposa, sí, se
quedó allí... Nos habían dicho que unos cuantos indios rondaban la hacienda, conseguimos
alejarlos de allí, pero no regresamos hasta la mañana siguiente. ¡Ojalá los indios
merodeadores se hubiesen llevado todo el ganado que hubiesen querido! Ellos no se llevaron
nada, pero ¡aquellos dos hombres...!
—Cálmese, Olmedo.
Juan lo miró con fijeza.
—Estoy calmado. De ello hace ya tanto tiempo que usted ha creído que mi dolor no era
tan fuerte como mis ansias de dinero. Natalie ha tenido más tacto y delicadeza que usted,
señor Rawlings. En dos meses no se olvidan ciertas cosas. Ni se olvida a una mujer que valía
tanto como su hija. Y si Natalie me ha hablado de amor, ha sido con palabras de amor, no de
dinero, ni de tierras, ni de ganado...
Francisco se acercó a su hermano. Le puso una mano en un hombro.
—Juan.
No hizo falta más. El mayor de los Olmedo se calló súbitamente. Inspiró lentamente,
profundamente. Su voz, que había ido subiendo de tono, haciendo enmudecer a los vaqueros
que esperaban frente a la casa las órdenes de su patrón, sonó ahora suave: —Llame a su
capataz, señor Rawlings. Y quédese en su casa. Usted no tiene nada que hacer allí. Yo sí.
—Le haré caso, Olmedo.
—¡Riley!
—Diga, patrón.
Uno de los jinetes de primera fila se adelantó. Era un hombre recio, fuerte, alto. Juan lo
había visto mientras cenaban, aunque ni siquiera se había fijado demasiado en él.
—Los disparos que hemos oído procedían de los pastos altos. Parece ser que hay unos
cuantos cuatreros. Como según Olmedo, la cosa no tiene demasiada importancia, yo me
quedaré aquí...
—¿Solo?
—Puede quedarse alguno de los muchachos.
Riley miró a Juan desde lo alto de su caballo.
—Cuantos más hombres se queden, mejor, ¿no es así?
—Me parece captar un tono irónico en su voz, capataz.
—¿Sí? ¡Qué raro! ¿Quiénes son ustedes? ¿Quién es usted, que se cree capaz de venir a
decirnos lo que tenemos que hacer o dejar de hacer? ¿Qué se proponen?
Juan Olmedo retrocedió un paso, para mirar con más comodidad al irritado Riley.
—Explíquese —pidió.
—¿Quién nos asegura que ustedes dos no forman parte de la banda de cuatreros que
están llevándose el ganado, y que vinieron antes, por la tarde, para estudiar el terreno o con
cualquier otro propósito que seguramente no tardaremos en conocer, cuando ya sea
demasiado tarde? ¿Por qué ese interés en que no vayamos hacia allí más que unos cuantos
hombres, cuantos menos mejor?
—Se está equivocando, Riley. Yo no tengo ningún interés en nada de lo que concierna a
ustedes o a este rancho.
—Entonces, ¿por qué fue usted al campamento?
—No le importa.
—¿Ah, no?
—No.
Una voz dijo:
—Pregúntale qué ha hecho con Ross, Riley.
Los dos hermanos se habían colocado juntos, dando la espalda al porche de la casa. Frente
a ellos estaban quince hombres a los que no les gustaban los cuatreros: vaqueros.
—No sé quien es Ross —dijo Juan.
Se oyó una risa.
—Es el que salió antes que usted, camino del campamento. Quizá Ross pudiese decir algo
de usted.
—Quizá. Pero yo no puedo decir nada de Ross.
Francisco musitó, tan quedamente que sólo pudo oírlo su hermano: —Ross es el vaquero
que me dijo que Dude Hamson había perdido a "Pecos" jugando al póker con Rovers. Parece
ser que salió antes que tú. Y es muy posible que fuese al campamento a avisar a Hamson de
mi interés por él.
—¿Qué están hablando? —gruñó Riley.
—Nada que le importe.
—Pudiera importarme.
Stephen Rawlings se decidió a intervenir: —Basta ya, Riley. Yo confío en estos hombres.
Id a recuperar el ganado. Id todos, si eso os parece mejor. Yo me quedaré aquí, solo.
—Solo, no, patrón —el tono de Riley era mordaz—. Dennis Rovers, el peligroso pistolero
que tanta ayuda podría prestarnos ahora, dice que se queda aquí. Asegura que nos dejará
mañana, al amanecer. ¿No le parece también un poco raro esto?
—¿Porqué?
—No sé. Rovers y estos dos mejicanos se hicieron amigos muy rápidamente. Quizá
Rovers y ellos...
Mark Riley dejó la frase inacabada. Y todos se dieron cuenta de que lo hizo por un motivo:
Dennis Rovers había aparecido cerca de ellos, a la luz del quinqué del porche. Estaba
silencioso, con un cigarrillo en los labios, las piernas ligeramente abiertas, los brazos caídos.
Dijo:
—Sigue, Riley: Tengo derecho a escuchar lo que digas de mí, ¿no?
El capataz se pasó la lengua por los labios. Comprendió que debía ocultar el miedo que le
inspiraba el pistolero.
—Te lo diré a la vuelta, Rovers. Ahora tengo cosas más importantes que hacer que
batirme con un pistolero profesional.
Rovers rió burlonamente.
—Muy bien, hombre. Te esperaré. Fíjate bien: aunque lleguéis más tarde del amanecer,
yo estaré aquí, esperándote. ¿Te parece bien?
Mark Riley notó algo frío que parecía agarrotarle la espalda. Las palabras de Rovers
habían sido pronunciadas amablemente, pero...
—¿Por qué no ha de parecerme bien? ¡Vamos, muchachos! ¡Un momento! —se dirigió a
Juan y Francisco, que se disponían a montar—. ¿Adonde van ustedes?
—Al mismo sitio, supongo, que todo el equipo en peso.
—No necesitamos su ayuda.
—Lo supongo. Como le dije al hijo del señor Rawlings, aquellos cuatreros son de
mentirijillas. Pero no se trata de que ustedes necesiten o no necesiten ayuda, sino de
querernos ir hacia allí. Si nuestra compañía no les agrada, iremos solos... pero iremos. Y otra
cosa, Riley: si se empeña, yo también puedo esperarle mañana al amanecer...
—Marcharos ya, Riley.
—Sí, patrón.
Rovers rió burlonamente, pero Riley pareció sordo.
El grupo de vaqueros partió al galope tendido hacia los prados desde donde, de cuando
en cuando, llegaban algunos disparos que, a no dudar, eran los efectuados con rifles.
Rovers preguntó a Juan:
—¿Encontró a su hombre, Olmedo?
—Todavía no. Ahora voy a por él. Si no hubiese venido hacia aquí quizá ya...
—Entonces, ¿por qué vino? ¿Es que era más importante avisar aquí de lo que ocurría, que
su venganza?
—Todavía no sé si Dude Hamson intervino en aquello, Rovers. Por otra parte, si he venido
aquí, ha sido únicamente porque no me ha parecido convincente el trabajo de esos cuatreros,
y creí... ¡Bah, tonterías! ¿De verdad se queda aquí, Rovers?
—A menos que usted me necesite.
—¿De veras se siente inclinado amistosamente hacia mí, Rovers?
—¿Por qué no? Aunque sólo sea por prudencia siempre es mejor ser amigo de hombres
que disparan como usted.
—Déjese de bromas. Si de verdad me aprecia en algo, demuéstremelo quedándose aquí
hasta que regresemos mi hermano y yo.
—Me quedaré. Aunque me parece que a Riley no le gustará.
—El se lo ha buscado. Adiós.
—Hasta la vista, mejicanos.
Los dos hermanos montaron. Movieron las riendas, enfilando sus cabalgaduras en pos de
los vaqueros que ya estaban lejos.
Los dos la vieron.
Natalie.
Había salido al porche, y los miraba. No. Sólo miraba a Juan. Este sostuvo la mirada de la
muchacha durante unos segundos, manteniendo tensas las riendas de su nerviosa
cabalgadura.
Natalie iba ataviada con una bata de tono claro, que debía cubrir sus ropas de dormir.
Llevaba el pelo suelto completamente.
Juan taconeó suavemente los íjares de su caballo, que saltó hacia delante. Francisco le
siguió.
El silencio durante esos segundos había sido completo.
PISTA TRUNCADA
Posiblemente, aquellos hombres no sabían aboyar ganado, pero disparaban sus
revólveres con una precisión muy digna de ser tenida en cuenta.
Sidney Rawlings maldijo una vez más, mientras se colocaba mejor el pañuelo del cuello
en la herida del hombro, para contener la salida de la sangre.
—El mejicano tarda mucho —comentó Boyd, a su lado.
—El maldito debía ser uno de ellos...
—Un momento, patrón.
Se oía un nutrido galope.
Boyd se puso en pie, mirando hacia el Sur. Había la suficiente luna para ver el grupo de
jinetes.
—¡Son ellos, patrón; aquí están los muchachos! Ahora podremos ir detrás de esos
malditos cuatreros...
—No son cuatreros, Boyd. El mejicano tenía razón. Son pistoleros, aunque en estos
momentos no estén en su elemento, ya que son de esos que les va mejor asaltar Bancos,
trenes, diligencias...
—¡Pero se llevan el ganado, patrón!
—Son buenos jinetes. Pero nada más. Recojamos los caballos. Ahora, efectivamente,
podremos emprender la persecución; mejor dicho: la lucha. Y pagarán las heridas qué nos
han causado. ¡Eh, Riley!
El capataz del Rawlings se dirigió hacia donde había sonado la voz del hijo de su patrón.
Desmontó ante él.
—¿Le ha pasado algo grave, Sid?
—A mí, no. Mi herida no tiene importancia. Pero Ralston está herido de gravedad en el
pecho. Y Jim en una pierna. ¿Habéis venido todos?
—Sí.
—No veo a mi padre. ¿Dónde está?
—Se quedó en el rancho. Lo convenció un mejicano que llegó esta tarde; bueno, llegaron
dos. Son hermanos. El mayor se ha permitido aconsejar a su padre que se quedara en el
rancho... ¿Me escucha?
—Claro. Sigue.
—Eso es todo. Su padre quería que también nos quedásemos unos cuantos vaqueros,
pues el mejicano insistía en que estos cuatreros no tienen intenciones de llevarse el ganado...
—¿Dijo que son de mentirijillas?
—Exactamente eso. ¿Qué hacemos?
—Ir tras ellos. Oye, Riley: si mi padre quería que os quedaseis unos cuantos vaqueros allí,
¿por qué no lo hicisteis?
—Me pareció que era más importante venir a recuperar el ganado. Allí no hacía falta
nadie.
—¿Por qué no?
Riley se movió, inquieto.
—No sé... Me pareció así.
—Ya. ¿Quiénes son esos que llegan?
Riley se volvió. Pero su indicación no fue necesaria, porque el joven Rawlings reconoció
a uno de los dos jinetes, lo cual le permitió deducir quién era el otro.
—Los mejicanos, ¿eh? ¿Por qué no han venido con vosotros?
—Discutimos. Ross ha desaparecido y creemos...
—Ross no ha desaparecido, Riley. Venid. No quería que lo supieseis todavía, pero...
Un poco apartados de los heridos Ralston y Jim estaban los cadáveres de Sam y Ross,
cubiertos por una lona. Los vaqueros que habían acompañado allí a Rawlings y a Riley,
lanzaron exclamaciones de sorpresa y pesar.
Riley gruñó:
—No me diga que los encontraron muertos, porque entonces sí que tendríamos que
pedirle cuentas al mejicano.
—No ha sido el mejicano. Ross mató a Sam. Y Dude mató a Ross.
Ahora las exclamaciones fueron solamente de sorpresa. Rawlings explicó rápidamente lo
ocurrido, la intervención de Boyd, la esporádica lucha sostenida hasta entonces con los
cuatreros...
—Ahora podemos ir a por ellos y arrollarles.
—Desde luego. ¿Dónde se han metido los mejicanos?
—Andarán por ahí. Esos dos hombres son peligrosos, patrón. Sobre todo, el mayor.
—Los dos son peligrosos —rezongó Peek, el ex dueño de la guitarra.
Hubo alguna débil duda, que Rawlings sofocó inmediatamente.
—A caballo todos. Los alcanzaremos en seguida y recuperaremos el ganado. Y, si es
posible, hemos de procurar coger algún cuatrero vivo, para colgarlo en cualquier álamo y
que sirva de escarmiento a los que se les pueda ocurrir la misma idea de robar ganado en el
Rawlings. En marcha. Luego solucionaremos el asunto de Ross, Sam y Dude.
—Un momento.
Todos se volvieron.
—¿Qué quieren ahora?
Los Olmedo iban a caballo. Estaban a pocos metros de distancia, y la luz lunar los
recortaba claramente.
—¿Dónde está Dude Hamson?
—¿Para qué lo quieren?
—Asunto personal.
—Si tan personal es, búsquenlo ustedes mismos. ¡En marcha, muchachos! Dos de
vosotros quedaros con los heridos, en el campamento. Los demás daremos buena cuenta de
los cuatreros... o lo que sean.
Todos fueron a por los caballos, que habían dejado sueltos al llegar. Poco después partían
en pos de los abigeos.
Un jinete se unió al grupo, un poco más adelante. Se colocó junto a uno de los hombres
que cabalgaban y gruñó: —¿Han venido los dos?
—Claro. ¿Qué esperabas?
Una voz advirtió, un poco más allá:
—¡Eh, Dude, dos mejicanos andan buscándote!
—¡Ya me encontrarán! —gritó jovialmente Hamson. Pero cuando volvió a dirigirse al
hombre que cabalgaba a su lado, el tono de su voz no era jovial—: Y si me encuentran, espero
que reciba la ayuda necesaria. Estaba escondido, oyéndolos, cuando os han preguntado por
mí y, aunque supongo que todos me prestareis ayuda, creo que tú eres el más indicado para
hacerlo, ¿no? Oye, ¿te costó, liquidar a Sam? Ya sé que tenía que hacerlo yo, pero Ross me
entretuvo. Ya lo viste, ¿verdad?
—Claro. No te preocupes. Te portaste bien al matar a Ross diciendo aquello. Lástima que
Boyd no se tragó la explicación. Peor para él.
—Ross me dijo que eran peligrosos. Y no hace mucho lo he vuelto a oír.
—Siempre se exagera. Supongo que ahora te has referido a los dos mejicanos, ¿no?
Seguro, repito, que son exageraciones.
—Es posible. Pero tú y yo tenemos algo de qué arrepentimos. Los dos hicimos aquella
cochinada...
—¡Calla! Tú te encargarás de, matar a Boyd durante la pelea con los cuatreros. Te será
fácil.
—Ni lo sueñes. Hay que dejar las cosas bien aclaradas. Lo de esta noche es mucho más
peligroso de lo que parece. Lo era antes de que llegasen los mejicanos buscándonos, así que
ahora, con esta complicación será peor... Por cierto, creo que ha sido mejor que el patrón se
quedase solo, ¿no te parece? Así no ofrecerá resistencia; o no podría ofrecerla, mejor dicho.
—Sí. Ese par de mejicanos pudieron estropearlo todo.
—¿Te refieres a si hubiesen convencido al patrón para que se quedasen unos cuantos
muchachos en el rancho?
—Exactamente. La cosa les hubiese resultado mucho más difícil a Larkin y los demás.
—Pero ahora está el patrón solo. Y es muy impulsivo. ¿No temes por él?
—No. Larkin tiene instrucciones bien concretas de lo que tiene que hacer y cómo tiene
que hacerlo.
—También está Natalie. Creo que Larkin es de esos hombres que no saben mirar con
indiferencia ni siquiera una sola vez a cualquier mujer.
El interlocutor de Dude Hamson rió por lo bajo.
—Nos hemos olvidado de Rovers; ¿crees que puede presentar un serio obstáculo para
Larkin?
—Si se meten con Jane, sí. Se quieren. Y Rovers es auténticamente peligroso.
—¡Maldito sea...! Esperemos que todo salga bien y que Larkin recuerde al pie de la letra
mis instrucciones.
—No es suficiente que las recuerde —apuntó Dude—. Casi convendría más que las
cumpliese.
—Si no las recuerda, no las podrá cumplir, Hamson. Y separémonos ya, a menos que
queramos atraer la atención de los demás sobre nosotros.
—De acuerdo. Pero no olvides lo que te he dicho: espero recibir tu ayuda de modo
especial en el momento oportuno, ¿comprendes?
—La tendrás.
—Será mejor para todos. Al patrón no le gustaría...
—Vete ya. Dude. Tan traidor vas a ser tú como yo. No tienes por qué mencionar tanto al
patrón.
—¿Yo voy a ser tan traidor cómo tú? —Hamson soltó una carcajada burlona, que procuró
sofocar—. Eso son puntos de vista, pero yo creo...
Los vaqueros comenzaron a gritar, porque el ganado, su gran masa oscura y móvil, estaba
ya a la vista. Sabían lo que tenían que hacer. Inmediatamente de avistada la manada, se
dividieron en dos hueras, que, por detrás, fueron contorneando el compacto grupo de reses.
De esta forma, no sólo rodeaban el ganado, haciéndose con él, sino que forzosamente
tendrían que tropezar con los hombres que lo habían aboyado.
Dude Hamson y el hombre que formaba con él una pareja de canallas escogieron el lado
izquierdo. No les interesaba demasiado formar parte de la cabeza de choque, así que con
todo disimulo posible fueron reteniendo el galope de sus caballos.
Cuando sonaron los primeros disparos, ellos estabas lo suficientemente atrás cómo para
sentirse seguros. Oyeron el quejido de uno de sus compañeros que, más adelantado, había
recibido plomo como premio a su valor, a su lealtad al Rawlings Ranch.
Por la parte derecha también se disparaba, aunque con menos intensidad. La gran
cantidad de polvo levantada por las reses ocultaba lo suficiente a los componentes de ambos
bandos para que fuese difícil reconocerse unos a otros, amigos de enemigos. La luna, pese a
su intensa y pálida luz, nada podía hacer.
Disparos.
Relinchos.
Mugidos.
Ganado empavorecido.
Dude Hamson se dio cuenta, de pronto, de que su compañero no galopaba junto a él. Lo
llamó, pero no recibió respuesta. De pronto se vio increíblemente solo, galopando como en
sueños junto al ganado.
Estaba solo.
¿Realmente?
Se volvió en la silla, para cerciorarse.
Gritó.
Más que ver, había adivinado lo que iba a ocurrir.
Y ocurrió.
E1 que hasta entonces había sido cómplice suyo en la canallada cometida en Méjico, y
ahora en lo tramado contra los intereses del rancho de Stephen Rawlings, disparó.
Dude Hamson vio el fogonazo y oyó el disparo. Pero sólo eso. Cayó de la silla, mientras su
caballo y el hombre que había disparado contra él continuaban galopando como si nada
hubiese ocurrido.
El disparo había sido uno más entre los que se estaban efectuando contra los cuatreros.
¿Quién iba a sospechar que uno de los hombres que pertenecían al Rawlings había de matar
por la espalda a uno de sus propios compañeros?
Dude Hamson no supo lo cerca que había estado de ser pisoteado por el ganado. Sólo la
circunstancia de que tanto él como su asesino se hubiesen esforzado en galopar en los
últimos lugares, le salvó de ello, pues apenas había caído él al suelo, pasaban los últimos
animales de la manada.
Se notaba extraño, como vacío. Ni siquiera tenía conciencia de sí mismo. No le dolía nada,
no sentía nada...
De pronto, vio los dos sombreros mejicanos.
Entonces sí sintió algo: frío.
Pero, ¿qué podía ocurrirle ya? Nada. Su cómplice lo había matado. Quizá la culpa hubiese
sido de él mismo al mostrarse tan exigente en su petición de ayuda, tan amenazador respecto
a lo que él hubiese podido contar al patrón de haber querido...
—Aún no estoy muerto —murmuró.
Los dos mejicanos estaban ya muy cerca. Dude Hamson comprendió que no les
interesaba tomar parte en la lucha a favor de los intereses del Rawlings Ranch.
No les interesaba en absoluto.
Lo buscaban a él. Se iban retrasando para ir recogiendo los despojos de la lucha, a los
heridos, con la esperanza de que alguno de ellos fuera él, Dude Hamson.
Estuvo a punto de reír. ¿Cómo podían ser tan listos aquellos malditos mejicanos? Uno de
ellos había tenido una mujer hermosa de verdad. Muy hermosa, pero... ¿lo había sido, tanto
que merecía que dos hombres se encanallasen por ella?. No.
No lo merecía, no lo había merecido. Ninguna hermosura de; mujer, merece que un
hombre pague tan alto precio. ¿Por qué habían hecho aquello en aquel maldito día?
¿Había sido culpa de él... o del otro, de su asesino? Del otro, seguro. Recordó cuando, al
llegar aquella noche a la hacienda mejicana la mujer —una muchacha—había salido de la
casa. Los saludó muy amablemente, y despidió a aquel hombre viejo, de canos cabellos y
mirada penetrante que los había acompañado hasta la puerta de la hacienda. Ella los
atendería, dijo.
Lo hizo. Era encantadora, dulce, maravillosa... Y luego, vio cómo la miraba su compañero.
Y después ocurrió lo peor.
Irreparablemente.
¡Malditos mil veces!
¿Se había arrepentido alguna vez? Ni siquiera lo sabía.
La mujer había gritado, pero sólo un poco. Muy poco, débilmente. El viejo, aquel viejo de
blancos cabellos, llegó cuando ellos salían de la casa. Disparó. Mató su caballo. Les disparaba
parapetado tras una carreta. Él consiguió coger aquel magnífico caballo de las cuadras de
aquella hacienda mejicana.
Se fueron.
Galoparon todo lo que quedaba de noche. ¿Había tenido todo algún objeto?
Y ahora, ellos estaban allí. ¿Qué podía hacer?
—¿Dude Hamson?
La voz le sobresaltó. Había sonado fría, imprecisa, muy cerca de él cuando abrió los ojos
—ni siquiera sabía que los había mantenido cerrados mientras pensaba lo ocurrido aquella
noche— vio inclinados sobre él a los dos mejicanos.
Resultaba fácil reconocerlos.
Quiso contestar y no pudo. Dirigió la mano hacia el revólver, pero uno de aquellos dos
hombres le atenazó fuertemente la muñeca.
¿Era todo casualidad? ¿Era el destino?
—¿Eres Dude Hamson? —repitió la voz.
—Sí... El... él me ha... me ha mat... matado. Esta noche... qui... quiero... Yo no quería... no
quería hacerlo, pe-pero él... él dijo que na-nadie lo... lo sabría... y... y... ella era... era... ¡tan
hermosa! Yo no quería, no... quería. El rancho... esta noche... Larkin...
—¿Quién es el otro, Hamson? ¿Quién fue el otro?
—Ellos irán... es-esta noche al rancho... y... ¡Era tan bonita...!
Juan Olmedo cogió a Hamson por la pechera de la camisa y lo incorporó hasta que el
rostro del vaquero quedó a la altura del suyo acuclillado como estaba junto al moribundo.
—¿Quién es el otro, Hamson? ¿Quién es el otro?, ¡Contesta, maldito, contesta, contesta,
contesta...!
Zarandeaba violentamente a Dude Hamson. Ni siquiera prestó atención al hecho de que
la cabeza de uno de los asesinos de su mujer fuese de un lado a otro golpeando los hombros,
el pecho, hacia atrás, hacia delante...
—Juan, está muerto.
—¡No! ¡No está muerto! ¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Está vivo, el maldito! ¡Ella, ella sí que está
muerta...!
—Cálmate, Juan. Ya no podrá decirte nada.
Lentamente, Juan soltó a Hamson. Lo estuvo mirando en silencio durante unos segundos
y, de pronto, comenzó a golpearle rabiosamente la cara, el pecho, el cuello...
—¡Era yo quien tenía que matarte! ¡Yo, yo, yo...!
Francisco se puso en pie, tirando hacia arriba de su hermano. Quedaron frente a frente.
Entonces, el menor golpeó al mayor en la barbilla, con fuerza. Con demoledora fuerza.
Juan Olmedo salió proyectado hacia atrás. Francisco no tuvo necesidad de inclinarse
sobre él para cerciorarse de que había perdido el conocimiento...
Suspiró, apesadumbrado.
Colocó el cadáver de Dude Hamson cruzado sobre la silla de su caballo. Luego, esperó,
junto a su hermano, a que éste recuperase el conocimiento.
Cuando así ocurrió, Juan se sentó pesadamente. Sacudió la cabeza.
Miró a su hermano.
—Gracias, Paco.
El menor sonrió tristemente.
—Lo siento, Juan, tuve que hacerlo.
—Lo sé. ¿Y Hamson?
—En mi caballo. Anda, volvamos al rancho. Por lo que dijo Hamson, me parece que allí
tiene que estar pasando algo. He estado meditando en sus palabras. ¿Te parece descabellado
que esos cuatreros de mentirijillas cómo tú dices, no hayan actuado con otro fin? ¿No te
parece muy posible que su verdadera intención fuese alejar a todo el equipo del Rawlings?
Juan asintió.
—Sí, volvamos. Él también volverá allí. Lo esperaremos. ¿Dices que has colocado el
cadáver de Hamson en tu caballo?
—Sí.
—Mejor. Nos será útil. Tú y yo iremos en el mío.

***

Bud Larkin se detuvo en la colina. Sus dos compañeros lo hicieron tras él, un poco
retrasados.
—Ahí lo tenemos.
—No se ve ninguna luz. No se ve a nadie.
Larkin rió, complacido.
—Todo ha salido bien, Rumens. Nadie ha quedado en el rancho... exceptuando, quizá, las
mujeres.
—Sin quizá, hombre. No es probable que las mujeres vayan a perseguir cuatreros.
—Tampoco parece razonable que dejen solas a dos mujeres en un rancho.
—Callaros ya. Hale: a por ello.
Comenzaron a descender por la ladera de la colina. Desde allí se veía perfectamente toda
la construcción del. Rawlings Ranch. Cuando hubieron descendido unos cien metros, Rumens
comentó: —Sí hay una luz. Dentro:
Larkin rió alegremente.
—Estarán despiertas las mujeres, ¿no os parece?
—Recuerda, Larkin, que el trato fue muy claro por parte de nuestro cómplice... Oye, por
cierto, ¿tú, en su lugar...?
—Dejemos eso —gruñó Larkin—. Y preocuparos de vuestros asuntos.
—Oye, Larkin: ¿no es en este rancho donde ha estado trabajando últimamente Dennis
Rovers como vaquero?
—Sí. Pero se habrá ido con los demás vaqueros, supongo. Además, ya sabes que Rovers
no se meterá nunca con nosotros.
Meade rió agudamente.
—Querrás decir que nosotros no nos meteremos con él, ¿no es eso?
—Bueno, Rovers no es invencible, ni mucho menos.
Meade volvió a reír.
—No. No es invencible. Pero tú has tenido buen cuidado de que cada vez que Rovers se
llegaba al pueblo a tomar unas copas, esconderte en cualquier agujero...
—Me crispas los nervios, Meade. Y tú no temes a Rovers.
—No discutáis, ahora, maldita sea. Creo —opinó Rumens—que cincuenta mil dólares es
dinero suficiente para que os portéis con sensatez; a menos que no queráis disfrutarlo uno
solo de los dos.
—Vete al diablo, Rumens.
—¡Bah! Oye, ¿qué hay entre tú y Rovers?
—Antipatía.
—¿Nada más?
Bud Larkin soltó un gruñido. Meade volvió a reír. Rumens miró primero a uno y luego a
otro. Luego, se encogió de hombros. ¿Acaso hay que ahondar demasiado en los motivos que
puedan tener dos pistoleros para matarse uno a otro?
Llegaron frente a la casa. Desmontaron.
SE QUEMA PÓLVORA EN EL RAWLINGS
Larkin estaba seguro de sí mismo.
Muy seguro. Meade pensó, que quizá influía en ello la ausencia de Dennis Rovers, pero no
hizo comentario alguno. ¿A él qué le importaba? Lo esencial, lo importante, era que todo
saliese bien, tal como se había planeado.
¿Qué importancia podían tener los motivos por los que Larkin se mostrase tan seguro de
sí mismo?
Apenas habían desmontado, la puerta de la casa se abrió.
Stephen Rawlings apareció, enmarcado en ella por la luz que brotaba del interior. El
dueño del Rawlings ya no tenía aspecto de luchador. Lo había sido, en su juventud.
Ahora...
—¡Bah!
Larkin había lanzado tan despectiva exclamación para su propio coleto. En absoluto le
preocupaba el rifle que el dueño del rancho llevaba, en la mano derecha, y convenientemente
acunado en el codo del brazo izquierdo.
Rawlings no estaba tranquilo. Ya tenía sus años, y sabía demasiadas cosas del Oeste y de
sus hombres. Una visita a aquellas horas, de tres hombres bien armados y montados, podía
traer malas consecuencias.
Tres hombres, y en una noche de clara luna y millones de estrellas, no pueden alegar
haberse extraviado en las praderas. No pueden decir que van de tal sitio a tal otro sitio y que
buscan un lugar donde pernoctar porque se han desorientado.
No, no pueden decir eso, porque es tanto como decir que llevan malas, inconfesables,
intenciones.
¿Qué dirían aquellos?
Rawlings preguntó:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué desean?
Naturalmente, fue Larkin quien habló:
—Íbamos hacia Santone, pero nos hemos extraviado. ¿Es usted el dueño del rancho?
Stephen Rawlings consiguió contestar mesuradamente:
—Lo soy.
Movió el rifle de forma imperceptible. Ahora casi apuntaba al centro del pecho de aquel
hombre que hablaba por los tres.
Mala gente.
Seguro.
Y aquel hombre djjo:
—Buscamos a un hombre llamado Dennis Rovers. Nos han dicho que está en San Antonio,
pero me temo que no podremos llegar esta noche. ¿Le importaría que pasásemos aquí la
noche?
Rawlings había estado a punto de lanzar una exclamación de asombro.
—¿A quien dicen que van a buscar a San Antonio?
—Se llama Dennis Rovers. Uno ochenta, pelo rubio, ojos grises, rápido con las armas...
—¿Por qué lo buscan?
—¡Oh, cosas...!
—¿Quieren matarlo?
Bud Larkin, ya muy cerca de Rawlings, sonrió simpáticamente.
—¿Matarlo? —se extrañó—. No. No, a menos que sea absolutamente necesario. Tipos
como ese no merecen morir a balazos. Les sienta mejor la horca.
—¿La horca?
—Eso he dicho.
—¿Quiénes son ustedes?
Larkin se movió, colocándose de lado con respecto a Rawlings. La luz del quinqué del
porche rebotó brillantemente sobre la estrella de metal que llevaba prendida en el pecho.
—Soy el sheriff Bud Larkin, de Amarillo. Estos son mis comisarios Rumens y Meade.
—¿Y buscan a Dennis Rovers?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Psé. ¿Quién sabe? ¡De qué se le acusa?
—Tan sólo de asesinato. ¿Con quién tenemos el gusto...?
Stephen Rawlings bajó el cañón del rifle. ¿Por qué no admitir que se había equivocado?
Todos los hombres están propensos a ello.
—Me llamo Stephen Rawlings. Entren. Mi casa es suya.
—Gracias. Vamos, muchachos. Luego cuidaremos de los caballos. ¿Sería pedir mucho,
señor Rawlings, que nos proporcionase café al precio que fuese o de la forma que fuese? Creo
que yo no vacilaría en convertirme en un asesino de la fama de Rovers con tal de conseguir
ahora una taza de café.
—No tendrá que llegar a tales extremos. Pasen, por favor.
Rawlings se apartó, cediendo el paso a los tres hombres. Apenas éstos habían puesto los
pies en el interior de la casa, vieron a Natalie. Estaba de pie, junto a un sillón. Pálida, hermosa,
asustada...
Larkin entrecerró los ojos. Seguro, el trato había sido no molestar ni perjudicar en lo más
mínimo a los de la casa, ¡pero... Diablos! Mujeres así de hermosas no tenían derecho a tentar
a hombres tan fácilmente impresionables como él...
A Larkin le gustaba alargar las situaciones, aunque sólo fuese cuando se sentía
completamente seguro. Por eso, se inclinó levemente ante Natalie, en un remedo de
inclinación que hubiese hecho un hombre verdaderamente educado.
Luego, miró a Rawlings.
Este presentó:
—Es mi hija Natalie. Nos encuentran levantados porque estamos pendientes de lo que
pueda estar ocurriendo en los pastos altos del rancho. Unos cuatreros se han llevado el
ganado que teníamos allí reunido...
—¿Cuatreros? —Larkin arqueó las cejas—. ¡Peste de la humanidad! Rumens, Meade: no
quitaros todavía el polvo de las botas. Iremos...
Rawlings sonrió:
—No, por favor. Es ganado recuperado. Les resultará muy difícil llevárselo. Y más,
teniendo en cuenta que todo el equipo ha acudido a impedirlo. Al amanecer estarán de
vuelta... con el ganado.
—Para nosotros no será ninguna molestia...
—No, no —insistió Rawlings—. Descansen. Ustedes tienen otras, misión que cumplir.
Cazar a un asesino nunca ha sido misión fácil. Natalie, ¿quieres preparar un poco de café?
—Sí, papá.
—¡Cuántas molestias les vamos a ocasionar!
—Ninguna. Al contrario, les agradecemos su compañía. Dudo que ni mi hija ni yo
pudiésemos conciliar el sueño esta noche. Tomarán café. Y luego pueden descansar cuanto
quieran en el barracón de los vaqueros. Todo él está a su disposición.
—Gracias.
Larkin miró a Natalie cuando ésta se dirigía a preparar el café. La situación era por demás
insólita, aunque los personajes pareciesen aceptarla con verdadera naturalidad.
Natalie entró en la cocina, donde esperaba encontrar a Jane preparando ya el café, pues
forzosamente tenía que haber escuchado la conversación sostenida en el vestíbulo de la casa.
Pero Jane Bernard no estaba allí.
¿Qué había sido de ella?
Un poco perpleja, Natalie procedió a preparar por sí misma la reconfortante infusión.
Jane entró en el barracón de los vaqueros. Estaba completamente oscuro. Se detuvo cerca
de la puerta; y llamó: —Dennis.
Su voz era un susurro. Dejó de ser incluso eso cuándo Rovers la besó.
Silencio.
Luego:
—Dennis: tres hombres...
—Los he visto, pequeña.
—Te buscan.
—¿A mí?
—Sí.
—¿Porqué?
—Por asesinato.
Rovers aspiró bruscamente el aire que exigieron perentoriamente sus pulmones.
—¿Por asesinato?
—Eso... eso dicen.
—Bien —se separó de ella—... Cuéntamelo todo mientras me pongo las botas y el cinto.
Estaba ya a punto de salir para ir hacia la casa. Nunca son buenas estas visitas en estas
circunstancias, Jane.
La muchacha contó al pistolero todo lo que había oído desde la cocina antes de abandonar
ésta por la puerta que daba la trasera de la casa.
—Ahora —dijo Rovers cuando ella calló—vas a volver a la casa de tal forma que ellos no
sepan que has salido. Y todavía sería mucho mejor que ni siquiera tuviesen conocimiento de
tu existencia.
—Dennis... ¿mataste... asesinaste a un hombre en Amarillo?
—Márchate ya, Jane.
—¡No! Quiero que me contestes. Yo te amo, Dennis. Seguiré amándote, aunque lo que han
dicho esos hombres sea verdad. Pero tengo derecho a saber...
—¿Es que no comprendes que todo lo qué han dicho es mentira? Esos tres hombres han
venido aquí con otro propósito. No me buscan a mí.
—Te conocen.
—Saber mi nombre no significa nada. No significa que yo sea un asesino, Jane.
—¿Lo hiciste, Dennis?
—No.
Rovers la besó brevemente. La hizo salir del barracón y esperó el tiempo que consideró
imprescindible para que ella, dando la vuelta a la casa, llegase a la cocina.
Entonces, salió él avanzando muy lentamente hacia la parte delantera de la casa. Vio los
tres caballos.
El porche...
Luz en el interior de la casa.
Continuó caminando tranquilamente. Cuando llegó al porche subió los escalones
procurando no hacer ruido. Pegó el oído a la puerta, y mientras esperaba a oír algo que le
orientase, comenzó a liar uno de sus delgadísimos cigarrillos.

***

—Buen café, señor Rawlings. Y bien servido.


Larkin miró una vez más a Natalie. Aquella muchacha tenía algo... Sí, parecía triste. ¿Cómo
era eso posible? ¡Tan bella...!
—Natalie sabe medir el café. Lo ha hecho ella.
Larkin sonrió un poco.
—Lo supongo. ¿Quién había de hacerlo, si no?
—Pudo hacerlo Jane...
Stephen Rawlings captó demasiado tarde la seña de su hija. Cuando se detuvo, Larkin
tenía ya la punta de la frase y quería tirar de ella hasta completarla.
—¿Quién es Jane? —pregunto con tal fin.
—Es... Bueno, Jane...
—Es nuestra cocinera. Pero hoy no está —terminó Natalie.
—Hoy no está —repitió burlonamente Larkin—. Rumens, ve a la cocina a ver si es cierto
que no hay nadie allí.
Y mientras decía esto, Larkin, cansado ya de tanto teatro se mostró tal cual era en
realidad. Subió los pies, sentado como estaba, hasta colocarlos en la silla más próxima cerca
de Rawlings.
El ganadero se levantó, casi furioso.
—Oigan...
Una seca bofetada de Meade lo volvió a sentar. Las bofetadas fueron dos cuando el dueño
del rancho, comprendiendo demasiado tarde que se había dejado engañar, quiso coger el
rifle que había soltado minutos antes.
Natalie ni siquiera gritó. Parecía esperar aquello. Tan sólo pareció como si su palidez se
hubiese acentuado. Larkin se mordió los labios, mirándola con una fijeza absorta.
—¿Qué significa esto? —barbotó Rawlings.
—Díselo, Meade.
—Seguro. Pues esto, señor Rawlings, significa que no somos representantes de la Ley, ni
representantes de nada. Si acaso de nosotros mismos, lo cual es mucho mejor, ¿no le parece?
—¿Qué se proponen?
—¡Bah! Minucias. Venga aquí, señorita.
Natalie ni siquiera se asustó.
—No —dijo simplemente.
Larkin frunció el ceño y achicó los ojos. No obstante, sonrió.
—Será mejor para todos que venga...
—Déjate de salvajadas, Larkin. Recuerda lo que nos advirtió él.
—¡Qué se vaya al diablo!
—No hemos venido a eso, Larkin.
—¿Y qué? Se puede coger todo. Todo. ¿Verdad, señor Rawlings?
El ranchero no contestó. Parecía esperar una oportunidad de obrar violentamente.
Oportunidad que, por suerte para él, no se presentó, ya que de haber intentado algo era
seguro que aquellos dos hombres hubiesen acabado rápidamente con él.
Tres hombres, porque Rumens regresaba de la cocina.
—Allí no hay nadie.
—Mira a ver arriba...
—No, Meade. Si Rumens no ha visto a nadie en la cocina es que no hay nadie mis en la
casa. Había alguien más, eso sí. Alguien que en estos momentos debe estar corriendo en
busca de ayuda a cualquier lugar. Eso me hace temer que sospechaban algo. ¿Acaso él les dijo
algo? ¿Quizá se arrepintió? ¡Conteste, Rawlings!
—No sé de qué ni de quien me está hablando.
Larkin soltó una risotada.
—¡Oh, claro, es verdad! Si lo supiese...
—¡Cállate, Larkin!
—Te estás poniendo pesado, Meade. Deja el asunto en mis manos. Yo lo dirijo, ¿no es así?
Pues a callar.
—Tú eres el que está hablando demasiado. No me gusta tu manera de llevar las cosas.
Hemos venido aquí a por los cincuenta mil dólares, ¿no? Pues que nos los dé, y ¡al galope!
Stephen Rawlings tenía el rostro demudado. Aquellos hombres sabían algo que
forzosamente los relacionaba con otra persona que... No quiso creerlo.
Durante unos segundos se esforzó en convencerse a sí mismo de que había oído mal, de
que aquellos hombres, con sus palabras no habían demostrado conocer la circunstancia de
que en aquellos momentos tenía en la casa cincuenta mil dólares, producto de la venta de
aquellas mil reses que unos cuantos cuatreros de mentirijillas querían robar...
La verdad estalló en su cerebro. Recordó las palabras de aquel mejicano del que su hija
se había enamorado apenas verlo. ¡Cuatreros de mentirijillas! Cierto... Y no menos cierto que
toda su labor se había reducido a alejar del rancho a los vaqueros que no estuviesen de
guardia en los pastos altos.
Lo amargo del descubrimiento lo anonadó. Inclinó la cabeza.
Larkin decía:
—Quizá tengas razón, Meade. Señor Rawlings: esos cincuenta mil dólares... ¿sería tan
amable de...?
La voz del ranchero sonó apenas audible:
—Se los daré —dijo.
Los tres pistoleros quedaron sorprendidos. Así, tan fácilmente...
—Sensata determinación. Camine. Yo iré con usted. Y no intente nada porque su hija
queda aquí con mis compañeros.
Rawlings no contestó.
Comenzó a caminar hacia su despacho, situado a la derecha del vestíbulo de la casa.
Larkin le siguió, no del todo tranquilo. Nunca le habían gustado los hombres demasiado
mansos.
Pero nada ocurrió.
Tres minutos después, los dos regresaban del despacho de Rawlings. Larkin llevaba en la
mano izquierda un saquito de lona cuyo contenido era indudable: billetes.

***

Cuando aparecieron ante Natalie, Meade y Rumens, el silencio era tan denso que al
interior de la casa llegó con claridad el galope de algunos caballos.
La alarma apareció en el rostro de los tres granujas.
Larkin hizo un gesto. Meade y Rumens se separaron de Natalie. El tono del pistolero fue
tajante: —Nos vamos, señor Rawlings. Para su bien, le aconsejo que no asome por la puerta
mientras la distancia que le separa de nosotros sea inferior al alcance de cualquier revólver.
Rumens, coge su rifle. Y ahora, ¡andando!
La puerta se abrió completamente, suavemente impulsada.
—¿Hacia dónde, Larkin? ¿Adónde piensas dirigirte con tan magnífico botín? ¡Cincuenta
mil dólares! ¿No habrá una pequeña parte para este pobre asesino, perseguido por la justicia
de Amarillo?
—¡Rovers!
—Hola.
El pistolero sonreía. El cigarrillo iba ya por más de la mitad, lo llevaba colgado de la
comisura izquierda de los labios; Para evitar el humo, Rovers torcía ligeramente la cabeza
hacia la derecha y entrecerraba los ojos.
Sonreía burlonamente.
—Di algo más, Larkin. ¡Lo que es la vida!, ¿verdad? Tanta antipatía como hay entre
nosotros y ahora nos vamos a repartir amigablemente un precioso botín de cincuenta mil
dólares. Llevas una preciosa placa de sheriff, Larkin. ¿Es de alguna de tus víctimas?
—Escucha, Rovers: aquí hay dinero suficiente para los cuatro.
—¿Cuatro? Querrás decir cinco, Larkin, porque me ha parecido entender a través de la
puerta que hay alguien más interesado en este asunto. ¿Quizá nuestro simpático capataz
Mark Riley? Claro que... Bueno, cincuenta mil dólares para repartir entre cinco ya no es tan
buen golpe, ¿no os parece? Diez mil dólares, me parece muy poco, Larkin.
—Sólo seremos cuatro, Rovers. Olvidemos lo pasado. Si dejamos de tenernos odio el uno
al otro, tú y yo...
—... ¡Haremos grandes cosas! ¿Es eso lo que ibas a decir Larkin? Eso me recuerda aquella
ocasión en que un amigo mío...
Rumens se movió inquiete, y gruñó:
—Está ganando tiempo para que los jinetes que hemos oído antes lleguen hasta aquí,
Larkin. El galope suena ya muy cerca. ¡El muy cochino nos está entreteniendo para...!
—Hablas demasiado alto, Rumens. Hay que ver lo que son las puertas, ¿eh? Parece que lo
hayan de detener todo y no detienen ni siquiera las palabras. Lo he oído todo. Entretenido,
aunque un poco carente de imaginación por vuestra parte. Os diré...
Larkin adelantó un paso.
—Apártate de esa puerta, Rovers. No dispararemos. No haremos daño a nadie de esta
casa. Ese era nuestro plan: cincuenta mil dólares, bonitamente ganados y, con un pequeño
salto, ¡la Nuevo Méjico! Ven o no con nosotros, Rovers, pero apártate de ahí.
Rovers chupó del cigarrillo.
—Buen asunto. Por supuesto, vuestros cómplices en el robo del ganado no volverán a
saber nada de vosotros. Ellos se juegan el pellejo simulando arrear una buena punta de reses
y vosotros recogéis los beneficios.
—Por última vez, Rovers, apártate.
—Claro que queda el cómplice principal, el que ha organizado todo el asunto. Porque esto
no se os ha ocurrido a vosotros, seguro...
—¡Mátalo ya, Larkin, imbécil! ¿Es que no oyes los caballos...?
Rumens no pudo acabar la frase, porque el balazo de Rovers le acertó en la garganta,
impidiéndole a la vez desenfundar el revólver, como había intentado.
Meade consiguió desenfundar y disparar.
Rovers fue empujado hacia atrás por el grueso proyectil del 45, que le había acertado en
un hombro, el izquierdo.
Pudo disparar, no obstante, dos rápidas veces. Los dos plomos, muy juntos, entraron
ardientemente en el corazón de Meade, cuyo Colt voló por el aire.
Rovers había ido a dar contra la puerta y, luego, tras haber disparado tan certeramente
contra Meade pese a su mala posición, cayó al suelo, casi cruzado en el umbral de la puerta
cuyo vano había estado ocupando.
Larkin se había vuelto hacia Rawlings, cuyas intenciones eran evidentemente apoderarse
del rifle que había escapado de las manos de Meade. El ranchero recibió un violentísimo
golpe en la frente, dado con el cañón del revólver de Larkin, y cayó al suelo sin conocimiento,
con una amplia brecha sangrante.
De un manotazo, Larkin cogió a Natalie por un brazo y la colocó ante él. Entonces giró la
vista hacia Rovers para, ya protegido detrás de la muchacha, acabar impunemente con él.
Pero Rovers sabía luchar. Los conocimientos de un pistolero no deben limitarse a saber
cómo hacer frente a un enemigo, sino también a saber cómo y cuándo debe volver la espalda
al mismo enemigo.
Dennis Rovers no volvió la espalda. Se limitó a rodar hacia su izquierda, apretando los
dientes para contener el grito de lacerante dolor que experimentaba en el hombro herido.
Por eso, cuando Larkin miraba hacia el lugar donde había caído, no lo vio. Comprendió
que Rovers le esperaba fuera, en el porche. Y aunque fuese tumbado en el suelo, Dennis
Rovers no era un enemigo que se pudiese despreciar.
Larkin advirtió:
—Voy a salir, Rovers. Un solo disparo contra mí y mataré a esta preciosa criatura. Será
una lástima, pero... ¿Me has oído, Rovers?
Jadeando, Rovers se alejaba de allí, arrastrándose. Sabía lo único que podía ocurrir si
cuando Larkin salía él continuaba allí: que lo acribillaría a balazos, aunque lo viese tumbado
en el suelo.
¡Y el maldito, protegido tras Natalie!
Rovers llegó a la esquina de la casa. Sabía que aquel no era el momento de hacer nada por
Natalie. No, no lo era. Pero perseguiría a aquel maldito.
Oyó los pasos y asomó la cabeza. Dos balazos rebotaron en la pared, cerca de su rostro.
Se retiró inmediatamente; pero pudo ver cómo Larkin había montado en un caballo, teniendo
a Natalie ante sí.
Rovers se maldijo por la estupidez que había cometido al no desatar los caballos como
medida primordial cuando pocos minutos antes llegara ante la casa, procedente del
barracón. Eso hubiese impedido ahora la huida de Larkin.
Aunque quizá fuese mejor así, ya que sí el pistolero se hubiese visto acorralado quizá
hubiese sido peor para Natalie Rawlings.
Bud Larkin sí se llevó su caballo y los dos de sus compañeros.
La carcajada que lanzó en la oscuridad relativa de aquella noche de luna, estaba
plenamente justificada, ya que se llevaba cincuenta mil dólares..., y una hermosa mujer. Todo
ello para él solo.
Rovers lanzó una imprecación. Le dolía el hombro...
Se volvió al oír un ruido tras él.
—¡Jane! ¿Te escondiste?
—Sí... ¡Oh, Dios mío, Dennis, ¡estás... estás herido!
—Jane, tienes qué traerme un caballo de las cuadras. Ahora mismo. Procura que sea
veloz; el que le gané a Dude Hamson, ¿recuerdas? Y... No, déjalo. Ahí llegan los mejicanos. El
mayor cazará a Larkin. Dios se apiade de Larkin.
PERSECUCIÓN Y MUERTE
Los Olmedo se detuvieron ante el porche.
Vieron, frente a ellos, a Jane Bernard y Dennis Rovers. Inmediatamente se dieron cuenta
de que el segundo estaba herido.
—Bienvenidos, mejicanos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juan.
Jane exclamó, excitada:
—¡Se ha llevado a Natalie!
Juan Olmedo miró hacia donde le había parecido ver un hombre alejándose al galope de
su montura.
Luego, volvió la vista hacia la muchacha.
—¿Quién se la ha llevado?
—¿La ama usted, Olmedo?
—¿Ni siquiera herido puede usted prescindir de su ironía, Rovers? Díganme lo que ha
ocurrido. ¿Dónde está el señor Rawlings?
—Dentro. Quizá muerto, quizá herido. Vinieron tres hombres. Dos de ellos se han
quedado. El otro, llamado Larkin, acaba de escapar con cincuenta mil dólares... y Natalie. ¿La
ama usted, Olmedo?
Juan se volvió a su hermano.
—Quédate aquí, Francisco. Y no lo olvides, por si los hombres del equipo llegan antes de
que yo regrese: Dude Hamson habló antes de morir. Yo recogí sus últimas palabras.
—De acuerdo. ¿Vas a perseguir a ese hombre?
—Sí. No puedo consentir que Natalie... ¡Hasta luego!
—Juan.
—¿Qué?
—Voy contigo.
—No. Quédate. Es posible que yo no pudiese volver. En ese caso... En ese caso, Paco, tú
matarás al que fue compañero de Hamson aquella noche. No lo mates de cualquier manera.
Quiero que lo mates bien. Si te es posible, a cuchillo. La mayoría de los gringos, Paco, sienten
horror ante un buen cuchillo. Nosotros no; nos gusta. Mátalo a cuchillo, Paco. Pero que se dé
cuenta de que muere.
—¡Dios mío! —exclamó Jane.
Pero Francisco Olmedo se limitó a asentir.
—De acuerdo. ¿Cuánto tiempo espero?
—Sólo un día. Adiós.
—Adiós, no, hermano. Hasta la vista.
Juan Olmedo consiguió sonreír.
—Si vuelves al Mil Robles, cuídala. ¿Lo harás?
—Seguro. Su tumba será la mejor de Méjico.
Juan Olmedo movió las riendas de su caballo. El animal reanudó el galope que durante
tan pocos minutos había interrumpido, al detenerse ante el porche.
Rovers, prescindiendo de Jane que había entrado a enterarse del estado de Stephen
Rawlings, comentó, viendo alejarse al mayor de los mejicanos: —Su hermano, a veces,
produce frío en los huesos.
—Él lo lleva en el corazón. Lo tiene helado, desde aquella noche en que... Entremos,
Rovers. Creo que podré hacer algo por su hombro herido.
—¿Le molestaría contarme la historia, muchacho?
—En absoluto.
Jane salía al encuentro de los dos hombres.
—El señor Rawlings no tiene nada de importancia —informó—. Tan sólo el golpe que le
han dado en la frente.
—Más vale así. Traiga vendas, o trapos limpios, gasas... lo que sea. Y caliente agua. Hay
que extraer la bala que su... novio tiene en el hombro. ¿Se casarán pronto?
Rovers estaba pálido, pero soltó tina risita.
—Ustedes, los mejicanos, son más duros que el acero.
—¿Por qué dice eso, Rovers?
—Su hermano acaba de marcharse a perseguir a un hombre que, dicho sea de paso, sabe
lo que es un revólver. Y...
—¿Lo maneja mejor que usted?
—No me dio tiempo a saberlo. Pero déjeme acabar: su hermano se va en persecución de
un hombre que quizá lo mate a él. Todo lo que se dicen como despedida es "hasta la vista",
después de aconsejarse sobre cómo matar a otro hombre, como si fuese cosa hecha. Él se va;
usted se queda. Y toda la preocupación que tiene es saber si Jane y yo nos vamos a casar
pronto.
Francisco Olmedo sonrió.
—¿Lo harán?
—Creo que no tan pronto como yo pensaba hace pocas horas. Ya no podré ir hacia el
norte, a los campos de petróleo. Lo cual es tanto como decir que no tendré los diez mil dólares
que necesito para el ranchito.
—¿Quiere usted un ranchito, Rovers? Eso no me parece muy propio de un pistolero de su
talla.
—¡Bah! ¿Para qué sirve un revólver?
—Para matar, ¿no?
—O para morir.
—¿Le entró el miedo?
—Es posible. ¡Eeeeh...!
—¿Duele? Hay que extraer la bala.
Dennis Rovers se pasó la lengua por los labios. Su palidez había aumentado ante la
primera intentona de Francisco para extraerle la bala.
—Vamos, sáquela ya. Mientras, si le parece bien, puede contarme esa historia...

***
Un jinete se había despegado del grupo de vaqueros que galopaban tras los cuatreros, ya
en franco contacto de disparos.
El jinete había hecho dar la vuelta a su caballo, dirigiéndolo hacia atrás, hacia el
campamento que habían ocupado los vaqueros de guardia aquella noche.
Nadie se dio cuenta de lo que sucedía.
Oscuridad.
Confusión.
Disparos...
El jinete se detuvo cuando un rato después llegó al lugar en el que, aproximadamente,
debía estar Dude Hamson.
No estaba.
—¿Quizá no lo maté y...?
Mejor. Era mucho mejor así. ¿Por qué no? No estaba bien lo que había hecho aquella
noche. Ni lo que hizo casi tres meses atrás. Todo, todo ello, parecía haberse relacionado,
unido, formando un conjunto de sucesos en aquella noche.
¿Por qué habían llegado precisamente aquella noche los dos hermanos mejicanos?
¿Sería cierto que el Destino sabía siempre resolver las situaciones, de una forma u otra,
pero siempre sorprendente? ¿Por qué tenían que mezclarse su maldad de aquella noche y su
maldad de esta noche?
El jinete no estaba tranquilo.
Buscó, aunque estaba convencido de que sería inútil, a Dude Hamson. Quizá, malherido,
se hubiese arrastrado por el suelo, y estaba muerto por ahí, en cualquier lado...
No.
No era eso.
El jinete lo sabía.
Volvió a pensar en el hecho de que dos maldades de una misma persona se juntasen para
ser resueltas a la vez. Porque estaba seguro de que todo se resolvería aquella noche. Claro
que podía huir...
No; tampoco. Tenía que afrontar por lo menos, la canallada de la noche que estaba
transcurriendo. La afrontaría. Volvería al rancho. Quizá aún estuviese a tiempo de impedir
que Larkin cumpliese la parte del plan que le había Correspondido.
¿Cómo había podido tramar aquello? ¿Estaba loco? ¿Era un insensato?
—Volveré. Y mataré a Larkin si no se aviene a razones.
¿Era arrepentimiento lo que sentía?
Dejó de buscar a Dude Hamson y emprendió el galope hacia el rancho de Stephen
Rawlings.

***
Juan Olmedo detuvo su caballo, para escuchar atentamente el silencio de la noche.
Lejos, oyó el galope de algunos caballos.
Se orientó rápidamente y prosiguió la persecución, cuidadosamente, procurando en todo
momento no dejarse ver ni oír por el nombre que estaba persiguiendo.
Así se mantuvieron durante más de tres horas.
Finalmente, de pronto, Juan dejó de oír el galope que le había estado precediendo.
Detuvo su caballo, desmontó, descolgó el rifle de la funda de la silla de montar y
comprobó su carga. Luego, a pie, continuó avanzando.
Una levísima claridad apuntaba ya por el este el nacimiento de un nuevo día. Se veía un
suavísimo ribete rojo en el horizonte.
Juan Olmedo avanzaba cautelosamente, no demasiado convencido de que una
persecución de cuatro horas hubiese pasado desapercibida, para el tal Larkin.
El mejicano estaba atravesando un arroyuelo cuando tres fogonazos rojizos brotaron del
roquedal situado enfrente suyo, tres surtidores de agua en forma de matojo, lo salpicaron, y,
por fin, tres estampidos restallaron escandalosamente en la quieta mañana. Y en los
roquedales, tres nubecillas de humo subían, insignificantes, hacia el cielo ya casi azul del
amanecer.
Juan Olmedo ni siquiera replicó al fuego.
Había saltado hacia su izquierda, saliendo del arroyuelo y tirándose de pecho sobre una
roca plana, roja, tras unas resecas matas que la circundaban.
Una nueva nubecilla de humo subió hacia el cielo buscando a sus compañeras, un nuevo
surtidor, esta vez de tierra y hojas secas, brotó del suelo, frente al mejicano.
La bala se perdió, maullando, también posiblemente hacia el cielo.
Oyó la voz de un hombre:
—¡Eh, amigo! Si no ha salido de ahí antes de medio minuto, mataré a la muchacha.
Juan no contestó. Naturalmente. Así debía ser, ¿Acaso no había sabido él desde el primer
momento que aquel hombre, en cuanto se viese en el mas pequeño peligro recurriría a la
defensa que le brindaba el tener en su poder a Natalie?
Por eso él no había querido alcanzarlos cuando galopaban. Había preferido esperar a que
Larkin se detuviese y acampase. Entonces, más confiado, podría sorprenderle...
—Está pasando el medio minuto, amigo. Salga... Le aseguro que dispararé contra la
muchacha; No bromeo. Véalo usted mismo.
Juan se asomó tras las matas. ¿Qué tenía que ver? ¿Qué podía mostrarle a él aquel
hombre?
Palideció.
De pie encima de una roca, estaba Natalie. Aparecía contorneado del rojo del sol que
nacía. Muy cerca de ella había un rifle que estaba apuntado a su espalda, pero del cual sólo
se veía el cañón. El resto del arma y el hombre que la manejaba estaba tras otra roca de
grueso tamaño, bien protegido.
—Lo siento, amigo, pero pasó el medio minuto. Lo siento por esta preciosidad a la que no
habré tenido oportunidad de hacer los honores debidos, pero voy a disparar...
—No —Juan comenzó a incorporarse—no tire, Larkin. Ya salgo.
Se puso en pie.
Natalie conoció su voz, lo vio.
¿Cómo era posible que Juan estuviese allí? ¿Acaso no había salido casi al tiempo que los
vaqueros hacia los pastos altos, en busca de su venganza?
¿Qué hacía allí?
Del aturdimiento, Natalie Rawlings pasó a la comprensión más diáfana de lo que iba a
ocurrir.
Juan estaba allí, de pie, inmóvil.
Y aquel hombre, Larkin...
La muchacha ladeó la cabeza. El rifle ya no apuntaba ahora hacia ella, sino que se había
desviado en dirección a Juan Olmedo. Pero estaba únicamente encarado, sin apuntar.
Para apuntarlo, Bud Larkin tenía que adoptar una postura mejor, más holgada de
movimientos. Tenía que moverse. Tenía que descubrirse.
Lo hizo.
Natalie gritó, dolorida ante el solo pensamiento de que Juan Olmedo cayese acribillado a
balazos ante sus ojos. ¿Por qué no tenía que morir ella y salvarse Juan Olmedo? Al fin y al
cabo, ella tenía que morir pronto. En cambio, él, Juan...
¿Por qué no podía amarla? Se tiró sobre Bud Larkin, ciega a todo lo que no fuese su afán
de salvar la vida al hombre que amaba, al único hombre que habría amado en su corta, débil
vida...
—¡Natalie, no...!
Juan Olmedo había adivinado lo que iba a hacer la muchacha un segundo, antes de que
ésta lo intentase. No pudo acabar su orden prohibitiva, porque Natalie ya había chocado
contra Larkin.
Este, sorprendido, perdió la calma y el sentido de la situación. Se encontró con la
muchacha encima al mismo tiempo que veía como el pistolero mejicano, que él creía enemigo
de escasa importancia, desenfundaba el revólver.
Bud Larkin disparó.
Furiosamente.
Rápidamente.
Torpemente.
El plomo se clavó con sordo choque en la parte derecha del pecho de Juan Olmedo, que
se encogió, cayendo inmediatamente de rodillas al suelo, y desapareciendo nuevamente así
de la vista de Larkin. Este, lleno de rabia, se volvió ahora hacia Natalie.
La muchacha estaba en el suelo, tras su fracasado intento de desviar el rifle del pistolero.
Sonriendo brutalmente, Larkin se acercó a ella lo suficiente para descargar un fuerte
patadón que alcanzó a la muchacha en la barbilla, echándola con violencia atrás, gimiendo
por el dolor del duro golpe.
Larkin parecía dispuesto a continuar con su canallesco comportamiento cuando pareció
pensarlo mejor, y desistió de ello. ¿Quizá fue por compasión? ¿O porque la muchacha había
perdido el conocimiento?
Ni lo uno ni lo otro, porque Larkin gruñó, en voz alta: —Será mejor que remate primero
a nuestro perseguidor. Y en seguida vuelvo a por ti, preciosa. Ahora te enterarás de la parte
cariñosa de Bud Larkin.
Riendo, se acercó a la roca sobre la que poco antes había estado subida Natalie siguiendo
sus indicaciones.
Asomó la cabeza mirando directamente al suelo, convencido de que el hombre que los
había estado persiguiendo tan tenazmente en la oscuridad, estaría tumbado allí,
desangrándose.
—¿Eh? Pero... ¡No...!
El mejicano no estaba en el suelo.
Estaba en pie, muy cerca de la roca, sosteniendo con la mano izquierda el revólver que
no podía manejar con la derecha, debido a la herida del pecho.
Tenía los ojos muy negros, profundos, como si viese más allá que otros hombres. No había
odio en aquellos ojos. Ni miedo, ni dolor, ni angustia. Solamente una determinación fría,
serena, que heló la sangre de Bud Larkin.
Cuando todavía estaba en el aire su segunda negativa a morir, Bud Larkin casi no tenía
cabeza. Había estallado merced a los cuatro balazos con que Juan Olmedo le acertó de lleno,
desde una distancia no superior a los siete metros.
AMOR PARA UNA MORIBUNDA
Natalie gimió.
Abrió los ojos.
—Juan... —musitó.
—Sí, Natalie.
Ella volvió a cerrar los ojos. Se sintió feliz, dichosa: ¡Juan no había muerto!
Notó algo fresco en el mentón, y volvió a gemir, más fuertemente que antes.
Oyó la voz de él.
—Te golpeó, ¿verdad?
—Sí...
—No volverá a hacerlo. No golpeará a nadie más, Natalie.
Ella volvió a abrir los ojos. Ladeó la cabeza. Vio caído de boca sobre la gruesa peña a Bud
Larkin, el hombre que había golpeado primero a su padre, luego a ella, y que había estado a
punto de matar a Juan Olmedo.
Bud Larkin, ahora parecía esperar placenteramente a que el sol saliese definitivamente
aquel día que no había podido ver acabar.
Natalie volvió a mirar a Juan.
—¡Oh!
Se incorporó bruscamente, haciendo caer de las manos del mejicano el pañuelo
empapado en agua que éste había estado aplicando a la gran contusión de su barbilla.
La sangre empapaba ya la chaquetilla del mejicano. Su rostro estaba pálido, sus ojos se
cerraban, prontos al desmayo. Natalie no se dio cuenta siquiera de que el mejicano había
rasgado buena parte de la bata que ella vestía, para taponarse la herida.
Sólo vio aquel rostro pálido, aquellos negros ojos cansados... Aquellos ojos que nunca
podrían mirarla con amor.
Era absurdo lamentarse, condolerse, comportarse histéricamente. Natalie se levantó y
ayudó a Juan a sentarse, con la espalda apoyada en una roca.
—No..., no es nada, Natalie. Es... es...
—Calla, Juan.
—Déjame... déjame aquí y... vuelve a tu casa, N... atalie. Dile... dile a mi hermano donde
estoy yo...
—Yo lo haré mejor que él, Juan.
—Pero él...
Natalie Rawlings se inclinó sobre el rostro del mejicano. Este notó los temblorosos labios
de aquella preciosa muchacha que estaba condenada a morir pero moriría joven...
¿No era demasiado despiadado por su parte negarle aquel poco de amor, aquella ínfima
parte de amor con que la muchacha, sin duda, se conformaría?
Correspondió al beso, suavemente, sin pasión. Fue una caricia breve y tierna, carente de
deseo, pero llena de ternura, de piedad, de comprensión...
Natalie Rawlings se sintió desfallecer. ¿Tenía derecho ella a robarle el amor a una mujer
muerta;., asesinada? No pudo pensar demasiado, porque de pronto, la cabeza de Juan se
dobló hacia un lado.
Se separó de él.
¿Qué hacer?
Vio el fino cuchillo que Juan Olmedo llevaba colgado en el cinto, más atrás de la funda del
revólver.

***

Notó sobre su rostro el calor del sol. ¿Ya?


Oía voces, pero no lograba situarlas.
¿O quizás era que no podía abrir los ojos porque estaba muerto, y las voces sólo existían
en su imaginación de cadáver?
No.
No era un cadáver.
No lo era por la sencilla razón de que estaba oyendo la voz de una persona viva: Natalie
Rawlings.
¿Con quién hablaba?
Muy despacio, Juan Olmedo abrió los ojos. Mejor dicho, los entreabrió solamente.
El hombre estaba de espaldas a él. No lo reconoció hasta que le oyó hablar. ¿Qué hacía
allí?
Las voces se mezclaban confusamente.
Prefirió no decir nada. Miró al suelo y vio, junto a él, su cuchillo. Estaba ensangrentado.
Vio trozos de tela manchados también de sangre. Entonces se dio cuenta de que tenía
vendado el hombro. Le dolía, pero menos que antes, cuando se sentía desmayar, con el plomo
dentro de su carne.
Su mente se iba aclarando.
Ahora podía incluso prestar atención a lo que estaban hablando Natalie y el otro.
—¡Claro que se lo creyeron! —decía el hombre—. ¿Por qué no tenían que creerme?
Llegué al rancho y me dijeron lo que había ocurrido. El mejicano me miraba fijamente, pero
no dijo nada. Ni siquiera cuando me marché. ¿Acaso era tan extraordinario que yo saliese en
persecución de Larkin para salvarte de cuanto de malo te pudiese hacer?
La muchacha tardó un poco en preguntar, con voz débil: —¿Qué piensas hacer ahora?
El hombre lanzó una carcajada.
—¿Qué crees que debo hacer?
—Volver a casa y hacerte perdonar por...
—¿Volver a casa? —el hombre meditó unos segundos esta sugerencia—. Sí, lo había
pensado. Lo pensé. Pensé volver y pedir perdón. Lo pensé. Y volví dispuesto a hacerlo. Pero
¿crees tú que lo obtendré?
—Claro. Si estás verdaderamente arrepentido...
—Espera, Nat, espera. Estaba arrepentido. Lo estaba, ¿comprendes?
—¿Y ya no lo estás?
—Fíjate, bien, Nat: aquí hay cincuenta mil dólares. Pueden ser míos; con sólo marcharme
y dejarte aquí con el mejicano pueden ser míos. ¿No lo comprendes, Nat? Sólo tengo que
marcharme. Puedo ir al Este. Allí es donde siempre he querido vivir.
—Tu puesto está aquí.
—¿Sí? ¿Porqué?
—Porque yo moriré, pronto.
—Lo siento —la voz del hombre contenía ahora un profundo y sincero pesar, y su voz
había sonado tenue, floja, no esforzándose en lo más mínimo en intentar desmentir las
palabras de la muchacha—. Créeme, Nat. Lo siento. Pero eso no quiere decir que yo tenga
que quedarme. No me gustan las reses. Odio el ganado, su olor, su mugir.
—¿Por qué?
El hombre se excitó:
—¿Por qué, por qué, por qué...? ¡No lo sé! No lo sé, Natalie. Ni me importa saberlo. Sólo sé
que quiero marcharme muy lejos de aquí, de las praderas, para siempre.
—Padre se sentirá muy solo, Sid.
—¿Y a mí que me importa? ¿Ha tenido él en cuenta alguna vez lo que yo quería o cómo
me sentía? Tengo derecho a vivir mi vida donde yo quiera. ¿O quizá te parece que no?
—¿Té llevarás el dinero?
Sidney Rawlings solió una risita extraña.
—¿El dinero? ¡Claro que me lo llevaré! ¿Por qué no había de llevármelo? Más pronto o
más tarde, puesto que tú vas a morir, sería mío.
—¡Sid! ¡Oh, Dios mío...!
—¡No llores, maldita sea! No quiero que tú llores, Nat. Sólo quiero marcharme.
Natalie estaba sollozando.
Su hermano se acercó más a ella y la cogió por los hombros, casi cariñosamente.
—Escucha, Nat: sé que lo que he hecho no está bien. No está bien que un hijo haga asaltar
la casa de su padre para robarle. Pero tenía que hacerlo. Debía mucho dinero a Larkin. Me
amenazó con matarme si no le pagaba pronto; sólo se me ocurrió esta forma de hacerlo. Ellos
tres se quedarían treinta mil dólares. Larkin se cobraría así lo que le debía, y pagaría a sus
compañeros. Tenían proyectado marcharse de Tejas inmediatamente, sin repartir con los
hombres que han simulado robar el ganado. Era un buen pico para ellos. Y también para mí.
—No debiste hacerlo, Sid. ¡No debiste...!
—¿Acaso padre me hubiese dado el dinero que yo debía a Larkin? Lo perdí jugando al
póker. Tenía que pagarlo. Me iba la vida en ello. Y aproveché para conseguirlo lo que más
deseaba en este mundo: marcharme al Este. Pero no como un vagabundo. Un hombre con
veinte mil dólares no es ningún vagabundo en ninguna parte del mundo.
—¡Pero arruinabas a papá, Sid! ¡Dios mío! ¿Cómo has podido...?
—¡No lo arruinaba! Aun quedaban muchas reses en el Rawlings. Y todas hubiesen sido
para mí dentro de unos años. Pero yo no estaba dispuesto a esperar. Padre se hubiese
sobrepuesto a este desequilibrio económico. Lo sé. Y yo iba a lo que quería. He matado para
conseguirlo, Nat. Ahora comprendo que no puede haber perdón para mí. Quizás él si me
perdonase, pero... ¿y la Ley? He matado, Nat. Primero a Sam, el vaquero que estaba esta noche
de guardia en los pastos altos. Luego a Dude Hamson. ¿Comprendes, Nat?
—¡Oh, no! ¡Tú no eres Sid! ¡Tú no eres mi hermano!
—Como quieras. Ahora tengo cincuenta mil dólares. Ahí los puedes ver, en la bolsa. No
veinte mil, sino cincuenta mil. Me voy, Nat. No quiero recorrer más caminos polvorientos
buscando compradores para el ganado que criamos en el rancho. No quiero dormir más bajo
las estrellas, cosa que aborrezco, aunque haya quien opine que es muy poético. Las cosas
hubiesen sucedido de muy distinta manera si padre me hubiese escuchado cuando le he
dicho, tantísimas veces, que quería marcharme al Este. Si ahora soy un asesino y un ladrón,
un Caín, él tiene la culpa. Sólo él, Nat. Más que yo; más que Bud Larkin.
Había ya mucho sol.
Natalie Rawlings ni siquiera lloraba ahora. Miraba fijamente a su hermano como si éste
de pronto le pareciese un desconocido. ¿Era posible que lo que estaba viviendo fuese
realidad?
Decían que tenía el corazón débil. Y tenía que ser mentira porque de ser cierto hubiese
muerto ya, angustiada, horrorizada...
El silencio parecía que fuese a prolongarse indefinidamente.
Hasta que Sidney Rawlings, dijo:
—Pero antes de marcharme tengo que matar a tu mejicano...
—¡No!
—Tengo que hacerlo. O lo mato yo a él, o me mataría él a mí aunque tuviese que
perseguirme hasta el fin del mundo. Conozco a los mejicanos. Y más a los que son como éste.
La venganza es para ellos una obligación, algo que los impulsa inconteniblemente, so pena
de no vivir con sosiego el resto de su vida. Este me perseguiría, Nat.
—Pe... pero, ¿por qué? ¿Qué le importa a él nuestras cosas? Juan no te perseguirá. Nada
tiene que ver con esto.
—Con esto, no. Pero sí con lo otro.
—¿Con lo otro? No te entiendo, Sid.
—¿Recuerdas que hace poco más de dos meses papá me envío a Méjico en busca de
comprador de ganado?
El rostro de Natalie tomó una blancura intensa, increíble.
Retrocedió un paso.
—No...—balbuceó—. No es posible...
—Lo es. ¡Sí, Dude Hamson y yo hicimos aquello! Me alegró de, que sepas a qué me refiero.
Ross vino anoche al campamento para avisar a Dude que dos mejicanos se interesaban por
el propietario del caballo que nos trajimos de Méjico. El caballo que Dude tuvo que robar en
aquel mismo rancho para poder huir, pues le mataron el suyo. Dude Hamson comprendió
que aquellos mejicanos eran familia de aquella muchacha. Y me advirtió. Se puso pesado. En
las circunstancias que estábamos atravesando, comprendí que su nerviosismo sólo podía
servir para perjudicarnos. Y lo maté. Sería absurdo que hubiese matado a Dude para evitar
el tener que repartir con él mi dinero, sería absurdo que lo hubiese matado para deshacerme
de un testigo de lo que hice aquella noche, y que ahora no matase a uno de los hombres que
me buscan para matarme a mí. En cuanto al otro... No parece tan peligroso. Y no lo mataré
porque no voy a volver a casa. Pero éste está aquí...
Sidney Rawlings desenfundó su revólver y se volvió hacia el tumbado Juan Olmedo, cuyos
ojos parecían cerrados.
Natalie, rápidamente, se colocó entre los dos hombres.
—¡No!—gritó—. ¡No lo matarás!
—Apártate, Nat.
—¡No, no, no! ¡Asesino! ¡Monstruo! No eres bueno, Sid. Ahora me doy cuenta de que
nunca lo has sido. Ningún hombre bueno hubiese hecho lo mismo que tú. Un hombre bueno
no hubiese matado a la mujer de otro. Ni hubiese hecho lo que tú hiciste con ella. Has
arruinado la vida de un hombre. Mataste a quien más quería. Y ahora quieres matarlo a él.
Dios te castigará, Sid.
El joven Rawlings había encajado furiosamente las mandíbulas. Estaba un poco pálido, y
sus ojos brillaban inusitadamente.
—Apártate, Nat—repitió en un susurro.
—¡No! ¡Dispara! ¡Dispara, Sid, dispara! Dispara, y luego ve a matar a tu padre... ¿Qué no
harías tú que requiriese maldad?
Rawlings apartó a su hermana de un empujón. La muchacha chocó violentamente contra
una roca, pero reaccionó en el acto cuando vio a su hermano levantar el percutor del
revólver.
Se lanzó sobre él, cogiéndole la mano armada y desviándola hacia su pecho justo en el
momento en que Sidney Rawlings apretaba el gatillo.
Un grito de dolor brotó del herido pecho de Natalie Rawlings. Sus ojos se abrieron
desmesuradamente, increíblemente.
Con los ojos inyectados en sangre, ciego a lo que no fuese la consecución de su propósito,
Sidney Rawlings la apartó, empujándola, y volvióse hacia Juan Olmedo... Vio
fugacísimamente el destello brillante.
Fue su última sensación. El agudo cuchillo que el mejicano había lanzado con la mano
izquierda, se clavó hasta la cruz en el corazón del asesino de su mujer.
Sidney Rawlings quedó con los ojos abiertos, momentáneamente en pie. Luego, parpadeó.
Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo, en un gesto de dolor, que llegaba con
retraso a su sistema nervioso.
Cayó hacia delante, muy cerca de su matador, de tal forma que el cuchillo aún laceró más
la carne al chocar el mango contra el pedregoso suelo.
Juan Olmedo avanzó hacia Natalie Rawlings. Caminaba, sí así puede decirse, con las
rodillas y la mano izquierda, lentamente.
Llegó junto a ella.
Vio la herida del pecho. Y allá dentro, en el suyo, algo pareció dolerle, abrasarle...
—Natalie.
Ella volvió la cabeza. Tenía los ojos casi vidriados, un gesto de dolor en los labios.
—Juan... No... no te... no te ha... ha matado...
—No. ¿Por qué lo has hecho? Yo estaba prevenido. No hubiese podido matarme. ¿Por
qué? ¿Por qué lo has hecho, Natalie?
Ella intentó sonreír.
—Lo sabes... muy... muy bien, Juan Olmedo. Lo... lo he hecho porque... porque te amo... y
yo no quería... no quería... Ahora comprendo que... que no puedes amarme, Juan. Ella, tu
mujer... A ella sí debes amarla. Yo no tengo derecho...
—Lo tienes, chiquilla. Ya he cumplido mi venganza. Ahora puedo decirte que te amo. Y
vivirás muchos años, Natalie mía, pese a tu débil corazón. Yo conseguiré que se fortalezca...
—Dices eso por... porque sabes... sabes que voy a morir ahora...
—¡No, Natalie, no! No es piedad. Ya no es piedad: es amor...
Juan Olmedo se inclinó más sobre la ardiente roca, bajo el ardiente sol. Con un beso
acarició suavemente a Natalie Rawlings.
Tardó casi cinco segundos en darse cuenta de que estaba besando a un cadáver.
ESTE ES EL FINAL
Quince días más tarde, dos jinetes mejicanos ascendían por la suave ladera de una colina.
Se volvieron cuando llegaron a la cresta.
—Nunca me cansaré de decir que este Rovers es un hombre de suerte.
Juan asintió.
—Lo es. El viejo Rawlings necesitaba un hijo y una hija. Ya los tiene: Dennis Rovers y Jane
Bernard.
—¡Pobre hombre! Me refiero a Rawlings, claro. No te creyó en absoluto cuando le
contaste lo de la pelea. Ni siquiera tú mismo podías creerlo, Juan.
—Ya lo sé. Pero él deseaba creerlo. Hubiese creído cualquier cosa con tal de engañarse a
sí mismo o a los demás. Cuando le dije que Larkin nos había herido a Natalie y a mí, y que
más tarde acuchilló al hermano de ella al mismo tiempo que el muchacho disparaba,
comprendí que ninguno me creíais. Pero ¿qué más da? Así han quedado las cosas. ¿Qué culpa
tiene un hombre de lo que hagan los demás?
—Ninguna, seguramente. Me dio pena ella. Te amaba, Juan.
—Ya lo sé. Y desearía que cuando murió se hubiese creído mis palabras de que yo
también la amaba a ella.
—¿Es eso cierto?
Juan Olmedo suspiró profundamente.
—No. Pero lo merecía.
Abajo, Rovers y Jane agitaban las manos en señal de despedida hacia aquellos dos amigos
que habían prometido volver algún día por Tejas.
Juan se volvió ligeramente de costado, para mirar hacia el lugar en el que estaban las
tumbas de los hermanos Rawlings, junto a la ya desgastada de su madre.
Se veían lejanas, casi irreconocibles en la distancia y en la neblina de la hora.
Juan Olmedo volvió a suspirar profundamente.
Movió las bridas, enfilando su caballo hacia el sur.
Amanecía.
También esta vez, atrás, quedaba un muerto.
Un cadáver.

FIN

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