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Literatura Maya y Quechua - Cronistas 2024 - 2025

El Popol Vuh narra la historia de Vucub-Caquix, un ser que se vanagloria de ser el sol y la luna, aunque en realidad no lo es, y su ambición lo lleva a ser derrotado. En la literatura quechua, 'Morena mía' es un poema que expresa el amor y la devoción hacia una mujer, reflejando la belleza y la pasión. Las crónicas de Bernal Díaz del Castillo describen la llegada de los españoles a la isla Española y su brutal trato hacia los indígenas, así como su entrada a la gran ciudad de México, donde son recibidos por el emperador Montezuma y su corte.

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Literatura Maya y Quechua - Cronistas 2024 - 2025

El Popol Vuh narra la historia de Vucub-Caquix, un ser que se vanagloria de ser el sol y la luna, aunque en realidad no lo es, y su ambición lo lleva a ser derrotado. En la literatura quechua, 'Morena mía' es un poema que expresa el amor y la devoción hacia una mujer, reflejando la belleza y la pasión. Las crónicas de Bernal Díaz del Castillo describen la llegada de los españoles a la isla Española y su brutal trato hacia los indígenas, así como su entrada a la gran ciudad de México, donde son recibidos por el emperador Montezuma y su corte.

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LITERATURA MAYA-QUICHÉ

Popol Vuh. Primera Parte. Capitulo IV.

H
abía entonces muy poca claridad sobre la faz de la tierra. Aún no había
sol. Sin embargo, había un ser orgulloso de sí mismo que se llamaba
Vucub-Caquix.
Existían ya el cielo y la tierra, pero estaba cubierta la faz del sol y de la luna.
Y decía (Vucub-Caquix): -Verdaderamente, son una muestra clara de aquellos
hombres que se ahogaron y su naturaleza es como la de seres sobrenaturales.
-Yo seré grande ahora sobre todos los seres creados y formados. Yo soy el sol,
soy la claridad, la luna, exclamó. Grande es mi esplendor. Por mí caminarán y
vencerán los hombres. Porque de plata son mis ojos, resplandecientes como
piedras preciosas, como esmeraldas; mis dientes brillan como piedras finas,
semejantes a la faz del cielo. Mi nariz brilla de lejos como la luna, mi trono es
de plata y la faz de la tierra se ilumina cuando salgo frente a mi trono.
Así, pues, yo soy el sol, yo soy la luna, para el linaje humano. Así será porque mi
vista alcanza muy lejos.
De esta manera hablaba Vucub-Caquix. Pero en realidad, Vucub-Caquix no era
el sol; solamente se vanagloriaba de sus plumas y riquezas. Pero su vista
alcanzaba solamente el horizonte y no se extendía sobre todo el mundo.
Aún no se le veía la cara al sol, ni a la luna, ni a las estrellas, y aún no había
amanecido. Por esta razón Vucub-Caquix se envanecía como si él fuera el sol y
la luna, porque aún no se había manifestado ni se ostentaba la claridad del sol
y de la luna. Su única ambición era engrandecerse y dominar. Y fue entonces
cuando ocurrió el diluvio a causa de los muñecos de palo.
Ahora contaremos cómo murió Vucub-Caquix y fue vencido, y cómo fue hecho
el hombre por el Creador y Formador.

LITERATURA QUECHUA

“Morena mía”
arawi / huaino

Morena mía.
Morena,
tierno manjar, sonrisa
del agua,
tu corazón no sabe
de penas
y no saben de lágrimas
tus ojos.
Porque eres la mujer más bella,
porque eres reina mía,
porque eres mi princesa,
dejo que el agua del amor
me arrastre en su corriente,
dejo que la tormenta
de la pasión me empuje
allí donde he de ver la manta
que ciñe tus hombros
y la saya revuelta
que a sus muslos se abraza.
Cuando es de día, ya no puede
llegar la noche;
de noche, el sueño me abandona
y la aurora no llega.
Tú, reina mía,
señora mía,
¿ya no querrás
pensar en mí
cuando el león y el zorro
vengan a devorarme
en esta cárcel,
ni cuando sepas
que condenado estoy
a no salir de aquí, señora mía?

CRÓNICAS

De la isla Española

En la isla Española, que fue la primera, como dejimos, donde entraron


cristianos e comenzaron los grandes estragos e perdiciones destas gentes e que
primero destruyeron y despoblaron; comenzando los cristianos a tomar las
mujeres e hijos a los indios para servirse e para usar mal dellos; e comerles sus
comidas que de sus sudores e trabajos salían, no contentándose con lo que los
indios les daban de su grado, conforme a la facultad que cada uno tenía, que
siempre es poca, porque no suelen tener más de lo que ordinariamente han
menester e hacen con poco trabajo, e lo que basta para tres casas de a diez
personas cada una para un mes, come un cristiano e destruye en un día; e otras
muchas fuerzas e violencias e vejaciones que les hacían; comenzaron a entender
los indios que aquellos hombres no debían de haber venido del cielo. Y algunos
escondían sus comidas; otros sus mujeres e hijos; otros huíanse a los montes
por apartarse de gente de tan dura y terrible conversación. Los cristianos
dábanles de bofetadas e puñadas y de palos hasta poner las manos en los
señores de los pueblos. E llegó esto a tanta temeridad y desvergüenza, que al
mayor rey, señor de toda la isla, un capitán cristiano le violó por fuerza su
propia mujer. De aquí comenzaron los indios a buscar maneras para echar los
cristianos de sus tierras: pusiéronse en armas que son harto flacas e de poca
ofensión e resistencia y menos defensa (por lo cual todas sus guerras son poco
más que acá juegos de cañas e aun de niños); los cristianos con sus caballos y
espadas e lanzas comienzan a hacer matanzas e crueldades extrañas en ellos.
Entraban en los pueblos, ni dejaban niños ni viejos ni mujeres preñadas ni
paridas que no desbarrigaban e hacían pedazos, como si dieran en unos
corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una
cuchillada abría el hombre por medio, o le cortaba la cabeza de un piquete o le
descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las
piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en ríos
por las espaldas, riendo e burlando e cayendo en el agua decían: bullís cuerpo
de tal; otras criaturas metían a espada con las madres juntamente e todos
cuantos delante de sí hallaban. Hacían unas horcas largas, que juntasen casi los
pies a la tierra, e de trece en trece, a honor y reverencia de Nuestro Redemptor
e de los doce apóstoles, poniéndoles leña e fuego los quemaban vivos. Otros
ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca, pegándoles fuego así los quemaban.
Otros y todos los que querían tomar a vida, cortábanles ambas manos y dellas
llevaban colgando, y decíanles: "Andad con cartas", conviene a saber, lleva las
nuevas a las gentes que estaban huidas por los montes. Comúnmente mataban
a los señores y nobles desta manera: que hacían unas parrillas de varas sobre
horquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que
poco a poco, dando alaridos en aquellos tormentos, desesperados, se les salían
las ánimas.
Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco
principales y señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde
quemaban otros), y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán
o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen, y el alguacil, que era peor que
verdugo que los quemaba (y sé cómo se llamaba y aun sus parientes conocí en
Sevilla), no quiso ahogallos, antes les metió con sus manos palos en las bocas
para que no sonasen y atizóles el fuego hasta que se asaron de espacio como él
quería. Yo vide todas las cosas arriba dichas y muchas otras infinitas. Y porque
toda la gente que huir podía se encerraba en los montes y subía a las sierras
huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y tan feroces bestias,
extirpadores y capitales enemigos del linaje humano, enseñaron y amaestraron
lebreles, perros bravísimos que en viendo un indio lo hacían pedazos en un
credo, y mejor arremetían a él y lo comían que si fuera un puerco. Estos perros
hicieron grandes estragos y carnecerías. Y porque algunas veces, raras y pocas,
mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia, hicieron
ley entre sí, que por un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos
de matar cien indios.

Bernal Díaz del Castillo


Capítulo LXXXVIII

L
uego otro día de mañana partimos de Estapalapa, muy acompañados de
aquellos grandes caciques que atrás he dicho. Íbamos por nuestra calzada
adelante, la cual es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la cibdad de México,
que me parece que no se torcía poco ni mucho, e puesto que es bien ancha, toda
iba llena de aquellas gentes, que no cabían: unos que entraban en México y otros
que salían, y los que nos venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos
como vinieron, porque estaban llenas las torres e cúes, y en las canoas y de todas
partes de la laguna; y no era cosa de maravillar, porque jamás habían visto
caballos ni hombres como nosotros. Y de que vimos cosas tan admirables, no
sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que, por una
parte, en tierra había grandes cibdades, y en la laguna, otras muchas; e víamoslo
todo lleno de canoas, y en la calzada muchas puentes de trecho a trecho, y por
delante estaba la gran cibdad de México. Y nosotros aun no llegábamos a
cuatrocientos soldados, y teníamos muy bien en la memoria las pláticas e avisos
que nos dijeron los de Guaxocingo e Tascala y de Tamanalco, y con otros
muchos avisos que nos habían dado para que nos guardásemos de entrar en
México, que nos habían de matar desque dentro nos tuviesen.
Miren los curiosos lectores si esto que escribo si había bien que ponderar
en ello: ¿qué hombres habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?
Pasemos adelante y vamos por nuestra calzada. Ya que llegamos donde se
aparta otra calzadilla que iba a Cuyuacán, que es otra cibdad adonde estaban
unas como torres que eran sus adoratorios, vinieron muchos principales y
caciques con muy ricas mantas sobre sí, con galanía de libreas diferenciadas las
de los unos caciques de los otros, y las calzadas llenas dellos. Y aquellos grandes
caciques enviaba el gran Montezuma adelante a recebirnos, y ansí como
llegaban ante Cortés, decían en su lengua que fuésemos bienvenidos, y en señal
de paz tocaban con la mano en el suelo y besaban la tierra con la mesma mano.
Ansí que estuvimos parados un buen rato, y desde allí, se adelantaron el
Cacamací, señor de Tezcuco, y el señor de Iztapalapa y el señor de Tacuba y el
señor de Cuyuacán a encontrarse con el gran Montezuma, que venía cerca, en
ricas andas, acompañado de otros grandes señores y caciques que tenían
vasallos.
Ya que llegábamos cerca de México, adonde estaban otras torrecillas, se
apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanle de brazo aquellos grandes
caciques, debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas
verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras
chalchiuis que colgaban de unas como bordaduras, que hobo mucho que mirar
en ello.
Y el gran Montezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía
calzados unos como cotaras, que ansí se dice lo que se calzan: las suelas de oro
y muy preciada pedrería por encima de ellas. E los cuatro señores que le traían
de brazo venían con rica manera de vestidos a su usanza, que paresce ser se los
tenían aparejados en el camino para entrar con su señor, que no traían los
vestidos con los que nos fueron a rescebir. E venían, sin aquellos cuatro señores,
otros cuatro grandes caciques que traían el palio sobre sus cabezas y otros
muchos señores que venían delante del gran Montezuma barriendo el suelo por
donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos
señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos e con
mucho acato, eceto aquellos cuatro debdos e sobrinos suyos que le llevaban de
brazo. E como Cortés vio y entendió e le dijeron que venía el gran Montezuma,
se apeó del caballo; y desque llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron
grandes acatos. El Montezuma le dio el bienvenido e nuestro Cortés le
respondió con doña Marina que él fuese el muy bienestado. E parésceme que el
Cortés, con la lengua doña Marina, que iba junto a Cortés, le daba la mano
derecha, y el Montezuma no la quiso e se la dio al Cortés. Y entonces sacó Cortés
un collar, que traía muy a mano, de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que
se dicen margajitas, que tienen dentro de sí muchas labores e diversidad de
colores, y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle, porque diesen
buen olor, y se le echó al cuello el gran Montezuma. Y cuando se le puso le iba
abrazar, y aquellos grandes señores que iban con el Montezuma detuvieron el
brazo a Cortés, que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio. Y luego
Cortés, con la lengua doña Marina, le dijo que holgaba agora su corazón en
haber visto un tan gran príncipe y que le tenía en gran merced la venida de su
persona a les rescebir y las mercedes que le hace a la contina.
Entonces el Montezuma le dijo otras palabras de buen comedimiento e
mandó a dos de sus sobrinos, de los que le traían de brazo, que era el señor de
Tezcuco y el señor de Cuyuacán, que se fuesen con nosotros hasta aposentarnos,
y el Montezuma con los otros dos sus parientes, Cuedlavaca y el señor de
Tacuba, que le acompañaban, se volvió a la cibdad. Y también se volvieron con
él todas aquellas grandes compañías de caciques y principales que le habían
venido acompañar. Cuando se volvían con su señor, estábamoslos mirando
cómo iban todos los ojos puestos en tierra, sin miralle y muy arrimados a la
pared, e con gran acato le acompañaban. E ansí tuvimos lugar nosotros de
entrar por las calles de México sin tener tanto embarazo.
Quiero agora decir la multitud de hombres e mujeres e muchachos que
estaban en las calles e azoteas y en canoas en aquellas acequias que nos salían
a mirar. Era cosa de notar, que agora que lo estoy escribiendo se me representa
todo delante de mis ojos, como si ayer fuera cuando esto pasó. Y considerada la
cosa e gran merced que Nuestro Señor Jesucristo fue servido darnos gracia y
esfuerzo para osar entrar en tal cibdad e me haber guardado de muchos peligros
de muerte, como adelante verán. Doile muchas gracias por ello, que a tal tiempo
me ha traído para podello escrebir, e aunque no tan cumplidamente como
convenía y se requiere. E dejemos palabras, pues las obras son buen testigo de
lo que digo en alguna desta parte. E volvamos a nuestra entrada en México, que
nos llevaron aposentar a unas grandes casas donde había aposentos para todos
nosotros, que habían sido de su padre del gran Montezuma, que se decía
Axayaca, adonde en aquella sazón tenía el Montezuma sus grandes adoratorios
de ídolos. E tenía una recámara muy secreta de piezas y joyas de oro, que era
como tesoro de lo que había heredado de su padre Axayaca, que no tocaba en
ello. Y ansimismo nos llevaron aposentar aquella casa por causa que, como nos
llamaban teules e por tales nos tenían, que estuviésemos entre sus ídolos como
teules que allí tenía.
Sea de una manera o sea de otra, allí nos llevaron, donde tenían hechos
grandes estrados y salas muy entoldadas de paramentos de la tierra para
nuestro capitán, y para cada uno de nosotros otras camas de esteras e unos
toldillos encima, que no se da más cama por muy gran señor que sea, porque
no las usan; y todos aquellos palacios, muy lucidos y encalados y barridos y
enramados. Y como llegamos y entramos en un gran patio, luego tomó por la
mano el gran Montezuma a nuestro capitán, que allí le estuvo esperando, y le
metió en el aposento y sala adonde había de posar, que le tenía muy ricamente
aderezada, para según su usanza. Y tenía aparejado un muy rico collar de oro
de hechura de camarones, obra muy maravillosa, y el mismo Montezuma se le
echó al cuello a nuestro capitán Cortés, que tuvieron bien que mirar sus
capitanes del gran favor que le dio. Y desque se le hobo puesto, Cortés le dio las
gracias con nuestras lenguas. E dijo Montezuma: “Malinche, en vuestra casa
estáis vos e vuestros hermanos. Descansá”. Y luego se fue a sus palacios, que no
estaban lejos, y nosotros repartimos nuestros aposentos por capitanías, e
nuestra artillería asestada en parte conviniente y muy bien platicado la orden
que en todo habíamos de tener, y estar muy apercebidos, ansí los de caballo
como todos nuestros soldados. Y nos tenían aparejada una comida muy
suntuosa, a su uso e costumbre, que luego comimos. Y fue esta nuestra
venturosa e atrevida entrada en la gran cibdad de Tenustitán, México, a ocho
días del mes de noviembre, año de Nuestro Salvador Jesucristo de mil e
quinientos y diez y nueve años. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo por todo. E
puesto que no vaya espresado otras cosas que había que decir, perdónenme sus
mercedes, que no lo sé mejor decir por agora, hasta su tiempo. E dejemos de
más pláticas, e volvamos a nuestra relación de lo que más nos avino, lo cual diré
adelante.

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