CAPÍTULO V
INSTITUYÓ DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL
Formación de los candidatos al sacerdocio
Vivir, como los apóstoles, en el seguimiento de Cristo
42. «Subió al monte y llamó a los que él quiso: y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que
estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15).
«Que estuvieran con él». No es difícil entender el significado de estas palabras, esto es, «el
acompañamiento vocacional» de los apóstoles por parte de Jesús. Después de haberlos llamado y
antes de enviarlos, es más, para poder mandarlos a predicar, Jesús les pide un «tiempo» de
formación, destinado a desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con Él. Dedica
a ellos una catequesis más intensa que al resto de la gente (cf. Mt 13, 11) y quiere que sean testigos
de su oración silenciosa al Padre (cf. Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45).
En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos los tiempos se inspira en el
ejemplo de Cristo. Han sido —y en parte lo son todavía— muy diversas las formas concretas con
las que la Iglesia se ha dedicado a la pastoral vocacional, destinada no sólo a discernir, sino también
a «acompañar» las vocaciones al sacerdocio. Pero el espíritu que debe animarlas y sostenerlas
es idéntico: el de promover al sacerdocio solamente los que han sido llamados y llevarlos
debidamente preparados, esto es, mediante una respuesta consciente y libre que implica a toda la
persona en su adhesión a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida y a participar en su misión
salvífica. En este sentido el Seminario en sus diversas formas y, de modo análogo, la casa de
formación de los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio material, debe ser un
ambiente espiritual, un itinerario de vida, una atmósfera que favorezca y asegure un proceso
formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda llegar a ser, con el
sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los Padres
sinodales, en su Mensaje final, han expuesto de forma inmediata y profunda el significado original
y específico de la formación de los candidatos al sacerdocio, diciendo que «vivir en el seminario,
escuela del Evangelio, es vivir en el seguimiento de Cristo como los apóstoles; es dejarse educar
por Él para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la conducción del Espíritu Santo. Más aún,
es dejarse configurar con Cristo, buen Pastor, para un mejor servicio sacerdotal en la Iglesia y en el
mundo. Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a la pregunta
fundamental de Cristo: "¿Me amas?" (Jn 21, 15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser
sino el don total de su vida»[122].
Se trata pues de encarnar este espíritu —que nunca deberá faltar en la Iglesia— en las condiciones
sociales, psicológicas, políticas y culturales del mundo actual, tan variadas y complejas, como han
puesto de relieve los Padres sinodales en relación con las Iglesias particulares. Los mismos Padres,
manifestando su grave preocupación, pero también su grande esperanza, han podido conocer y
reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de búsqueda y actualización de los métodos de formación
de los aspirantes al sacerdocio, puestos en práctica en todas sus Iglesias.
La presente Exhortación intenta recoger el fruto de los trabajos sinodales, señalando
algunos objetivos logrados, mostrando algunas metas irrenunciables, poniendo a disposición de
todos la riqueza de experiencias y de procesos formativos experimentados ya en modo positivo. En
esta Exhortación se exponen separadamente la formación «inicial» y la formación
«permanente», pero sin olvidar nunca la profunda relación que tienen entre sí y que debe hacer de
las dos un solo proyecto orgánico de vida cristiana y sacerdotal. La Exhortación trata sobre las
diversas dimensiones de la formación, humana, espiritual, intelectual y pastoral, como también
sobre los ambientes y sobre los responsables de la formación de los candidatos al sacerdocio.
I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal
43. «Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su
fundamento necesario»[123]. Esta afirmación de los Padres sinodales expresa no solamente un dato
sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que
encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su
ministerio.
El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, debe
procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el
Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los
demás, tal como nos las presentan los evangelistas. Además, el ministerio del sacerdote consiste en
anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad a la comunidad cristiana
«personificando a Cristo y en su nombre», pero todo esto dirigiéndose siempre y sólo a hombres
concretos: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los
hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). Por esto la formación humana del sacerdote
expresa una particular importancia en relación con los destinatarios de su misión: precisamente para
que su ministerio sea humanamente lo más creíble y aceptable, es necesario que el sacerdote plasme
su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los demás en el
encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que, a ejemplo de Jesús que «conocía lo
que hay en el hombre» (Jn 2, 25; cf. 8, 3-11), el sacerdote sea capaz de conocer en profundidad el
alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la
confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos.
Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y realización de sí mismo, sino también
con vistas a su ministerio, los futuros presbíteros deben cultivar una serie de cualidades humanas
necesarias para la formación de personalidades equilibradas, sólidas y libres, capaces de llevar el
peso de las responsabilidades pastorales. Se hace así necesaria la educación a amar la verdad, la
lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera
compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento[124]. Un
programa sencillo y exigente para esta formación lo propone el apóstol Pablo a los Filipenses:
«Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto
sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8). Es interesante señalar
cómo Pablo se presenta a sí mismo como modelo para sus fieles precisamente en estas cualidades
profundamente humanas: «Todo cuanto habéis aprendido —sigue diciendo— y recibido y oído y
visto en mí, ponedlo por obra» (Flp 4, 9).
De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás, elemento verdaderamente
esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y «hombre de comunión».
Esto exige que el sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable, hospitalario, sincero en sus
palabras y en su corazón[125], prudente y discreto, generoso y disponible para el servicio, capaz de
ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuesto a comprender,
perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente
a vivir en situaciones de masificación y soledad sobre todo en las grandes concentraciones urbanas,
es sensible cada vez más al valor de la comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y
una de las vías más eficaces del mensaje evangélico.
En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y decisivo, la formación del candidato
al sacerdocio en la madurez afectiva, como resultado de la educación al amor verdadero y
responsable.
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia
humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir
sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no
se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no
participa en él vivamente»[126].
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, y que se
expresa mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una persona se
entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización
de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y cultural difundida
que «"banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera
reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta»[127]. Con
frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales,
presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una educación en la
sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a
la castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de
respetar y promover el "significado esponsal" del cuerpo»[128].
Ahora bien, la educación para el amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy
necesarias para quien, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia
del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a
Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber
incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor,
vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la madurez
afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega universal.
Así, el candidato llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme para vivir la
castidad con fidelidad y alegría»[129].
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las
inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan
una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en
peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones
interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada
educación para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo
mismo vivió en su vida (cf. Jn 11, 5).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y sólida para una
libertad, que se presenta como obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al
significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido
fundamental de la auténtica realización personal[130]. Entendida así, la libertad exige que la
persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas
de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás,
generosa en la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta que se ha de
dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos
que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo hacia una madura
libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario[131].
Íntimamente relacionada con la formación para la libertad responsable está también la educación de
la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad del propio «yo» la obediencia a las
obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una respuesta
consciente y libre —y, por tanto, por amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La madurez
humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir especialmente la formación de
su conciencia. En efecto, el candidato, para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la
Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios,
que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad»[132].
La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo
45. La misma formación humana, si se desarrolla en el contexto de una antropología que abarca
toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formación espiritual. Todo hombre,
creado por Dios y redimido con la sangre de Cristo, está llamado a ser regenerado «por el agua y el
Espíritu» (cf. Jn 3, 5) y a ser «hijo en el Hijo». En este designio eficaz de Dios está el fundamento
de la dimensión constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y reconocida también por la
simple razón: el hombre está abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un corazón que está
inquieto hasta que no descanse en el Señor[133].
De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se desarrolla el proceso educativo
de una vida espiritual entendida como relación y comunión con Dios. Según la revelación y la
experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene de la
«novedad» evangélica. En efecto, «es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad;
introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisión de toda la
vida al Espíritu, en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la Iglesia. Ella
se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión profunda, a la plenitud del
misterio pascual»[134].
Como se ve, se trata de una formación espiritual común a todos los fieles, pero que requiere ser
estructurada según los significados y características que derivan de la identidad del presbítero y de
su ministerio. Así como para todo fiel la formación espiritual debe ser central y unificadora en su
ser y en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu, de la
misma manera, para todo presbítero la formación espiritual constituye el centro vital que unifica y
vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo afirman
que «sin la formación espiritual, la formación pastoral estaría privada de fundamento»[135] y que la
formación espiritual constituye «un elemento de máxima importancia en la educación
sacerdotal»[136].
El contenido esencial de la formación espiritual, dentro del itinerario bien preciso hacia el
sacerdocio, está expresado en el decreto conciliar Optatam totius: «La formación espiritual... debe
darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su
Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada
ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el consorcio íntimo de toda su vida. Vivan
el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan iniciar en él al pueblo que ha de
encomendárseles. Enséñeseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en la
activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el
Oficio divino; en el Obispo, que los envía, y en los hombres a quienes son enviados, principalmente
en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores y los incrédulos. Amen y veneren con filial
confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como madre al
discípulo»[137].
46. El texto conciliar merece una meditación detenida y amorosa, de la que fácilmente se pueden
sacar algunos valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del candidato al sacerdocio.
Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir íntimamente unidos» a Jesucristo. La unión
con el Señor Jesús, fundada en el Bautismo y alimentada con la Eucaristía, exige que sea expresada
en la vida de cada día, renovándola radicalmente. La comunión íntima con la Santísima Trinidad, o
sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la «novedad» del creyente: una
novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye el «misterio» de la existencia cristiana que está
bajo el influjo del Espíritu; en consecuencia, debe encarnar el «ethos» de la vida del cristiano. Jesús
nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida cristiana, que es también el centro de la vida
espiritual, con la alegoría de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el
viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto
por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la
vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque
separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 1. 4-5).
Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y religiosos, y el hombre —a pesar de
toda apariencia contraria— sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios. Pero
con frecuencia la religión cristiana corre el peligro de ser considerada como una religión entre
tantas o quedar reducida a una pura ética social al servicio del hombre. En efecto, no siempre
aparece su inquietante novedad en la historia: es «misterio»; es el acontecimiento del Hijo de Dios
que se hace hombre y da a cuantos lo acogen el «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12); es el
anuncio, más aún, el don de una alianza personal de amor y de vida de Dios con el hombre. Los
futuros sacerdotes solamente podrán comunicar a los demás este anuncio sorprendente y gratificante
si, a través de una adecuada formación espiritual, logran el conocimiento profundo y la experiencia
creciente de este «misterio» (cf. 1 Jn 1, 1-4).
El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio cristiano, relaciona la
íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús con una forma de amistad. No es ésta una
pretensión absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus
apóstoles: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he
llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la búsqueda de
Jesús. «Enséñeseles a buscar a Cristo». Es éste, junto al quaerere Deum, un tema clásico de la
espiritualidad cristiana, que encuentra su aplicación específica precisamente en el contexto de la
vocación de los apóstoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros
discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda». Es el mismo Jesús el que pregunta: «¿Qué
buscáis?» Y los dos responden: «Rabbí... ¿Dónde vives?» Sigue el evangelista: «Les respondió:
"Venid y lo veréis". Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 37-39).
En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio está dominada por esta búsqueda:
por ella y por el «encuentro» con el Maestro, para seguirlo, para estar en comunión con Él. También
en el ministerio y en la vida sacerdotal deberá continuar esta «búsqueda», pues es inagotable el
misterio de la imitación y participación en la vida de Cristo. Así como también deberá continuar
este «encontrar» al Maestro, para poder mostrarlo a los demás y, mejor aún, para suscitar en los
demás el deseo de buscar al Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los demás una
«experiencia» de vida, una experiencia que vale la pena compartir. Éste ha sido el camino seguido
por Andrés para llevar a su hermano Simón a Jesús: Andrés, escribe el evangelista Juan, «se
encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías" —que
quiere decir Cristo—. Y le llevó donde Jesús» (Jn 1, 41-42). Y así también Simón es llamado —
como apóstol— al seguimiento de Cristo: «Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan;
en adelante te llamarás Cefas" —que quiere decir, "Pedro"—» (Jn 1, 42).
Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? «Maestro, ¿dónde
vives?» El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditación fiel de la
palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la
caridad a los «más pequeños». Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos delimitan
ulteriormente el contenido de la formación espiritual del candidato al sacerdocio.
47. Elemento esencial de la formación espiritual es la lectura meditada y orante de la Palabra de
Dios (lectio divina); es la escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente. En efecto, a la
luz y con la fuerza de la Palabra de Dios es como puede descubrirse, comprenderse, amarse y
seguirse la propia vocación; y también cumplirse la propia misión, hasta tal punto que toda la
existencia encuentra su significado unitario y radical en ser el fin de la Palabra de Dios que llama al
hombre, y el principio de la palabra del hombre que responde a Dios. La familiaridad con la Palabra
de Dios facilitará el itinerario de la conversión, no solamente en el sentido de apartarse del mal para
adherirse al bien, sino también en el sentido de alimentar en el corazón los pensamientos de Dios,
de forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y
valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y problemas.
Pero es necesario acercarse y escuchar la Palabra de Dios tal como es, pues hace encontrar a Dios
mismo, a Dios que habla al hombre; hace encontrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad que a la
vez es Camino y Vida (cf. Jn 14, 6). Se trata de leer las «escrituras» escuchando las «palabras», la
«Palabra» de Dios, como nos recuerda el Concilio: «La Sagrada Escritura contiene la Palabra de
Dios, y en cuanto inspirada es realmente Palabra de Dios»[138]. Y el mismo Concilio: «En esta
revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como a
amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su
compañía»[139].
El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios revisten un significado
específico en el ministerio profético del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una
condición imprescindible, principalmente en el contexto de la «nueva evangelización», a la que hoy
la Iglesia está llamada. El Concilio exhorta: «Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes,
diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar
asiduamente la Escritura para no volverse "predicadores vacíos de la palabra, que no la escucha por
dentro" (San Agustín, Serm. 179, 1: PL 38, 966)»[140].
La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la oración, que constituye sin duda un
valor y una exigencia primarios de la formación espiritual. Ésta debe llevar a los candidatos al
sacerdocio a conocer y experimentar el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un
encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la acción del Espíritu; un
diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no
secundario, de la misión del sacerdote es el de ser «maestro de oración». Pero el sacerdote
solamente podrá formar a los demás en la escuela de Jesús orante, si él mismo se ha formado y
continúa formándose en la misma escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote: «El
sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta a
los Hebreos habla de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel en lo que
toca a Dios" (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que
los acoja, que los escuche con gusto y les muestre una sincera amistad, sino también y sobre todo
un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia Él. Es preciso, pues, que el sacerdote esté
formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio deben
comprender que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá del don de sí mismos que sepan hacer
a Cristo y, por medio de Cristo, al Padre»[141].
En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra sociedad, un elemento pedagógico
necesario para la oración es la educación en el significado humano profundo y en el valor religioso
del silencio, como atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y dejarse
conquistar por ella (cf. 1 Re 19, 11ss.).
48. El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los
Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. Para la formación espiritual de todo cristiano, y en
especial de todo sacerdote, es muy necesaria la educación litúrgica, en el sentido pleno de una
inserción vital en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y operante en los
sacramentos de la Iglesia. La comunión con Dios, soporte de toda la vida espiritual, es un don y un
fruto de los sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los sacramentos
confían a la libertad del creyente, para que viva esa comunión en las decisiones, opciones, actitudes
y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la «gracia» que hace «nueva» la vida cristiana es
la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Espíritu santo y santificador en
los sacramentos; igualmente la «ley nueva», que debe ser guía y norma de la existencia del
cristiano, está escrita por los sacramentos en el «corazón nuevo». Y es ley de caridad para con Dios
y los hermanos, como respuesta y prolongación del amor de Dios al hombre, significada y
comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta participación «plena, consciente y
activa»[142] en las celebraciones sacramentales, gracias al don y acción de aquella «caridad
pastoral» que constituye el alma del ministerio sacerdotal.
Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía, memorial de la muerte sacrificial de
Cristo y de su gloriosa resurrección, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de
caridad»[143], banquete pascual en el que «Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su
pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura»[144]. Ahora bien, los
sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los ministros del
Sacrificio de la Misa[145]: su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber
sacrificio eucarístico.
Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el ministerio sacerdotal y, por
tanto, para la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la
máxima concreción deseo repetir que «es necesario que los seminaristas participen diariamente en
la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la
celebración diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración eucarística como el
momento esencial de su jornada, en el que participarán activamente, sin contentarse nunca con una
asistencia meramente habitual. Fórmese también a los aspirantes al sacerdocio según
aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo,
ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega
personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es
signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante Cristo realmente
presente bajo las especies eucarísticas»[146].
Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la formación espiritual, la belleza y la
alegría del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de
autojustificación, se corre el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en consecuencia, la alegría
consoladora del perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4),
urge educar a los futuros presbíteros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría por la
Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año litúrgico, y que encuentra su plenitud en el
sacramento de la Reconciliación. De aquí provienen el significado de la ascesis y de la disciplina
interior, el espíritu de sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga y de la cruz. Se trata de
elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente difíciles para
muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones de vida de relativa comodidad y
bienestar, y menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de comportamiento
e ideales presentados por los medios de comunicación social, incluso en los países donde las
condiciones de vida son más pobres y la situación de los jóvenes más austera. Por esta razón, pero
sobre todo para poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen Pastor— «la donación radical de sí
mismo» propia del sacerdote, los Padres sinodales señalan que «es necesario inculcar el sentido de
la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado,
como siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también del
martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo, codicia y hedonismo»[147].
49. La formación espiritual comporta también buscar a Cristo en los hombres.
En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad con Dios, vida de oración y
contemplación. Pero del encuentro con Dios y con su amor de Padre de todos, nace precisamente la
exigencia indeclinable del encuentro con el prójimo, de la propia entrega a los demás, en el servicio
humilde y desinteresado que Jesús ha propuesto a todos como programa de vida en el lavatorio de
los pies a los apóstoles: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho
con vosotros» (Jn 13, 15).
La formación de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida también por la vida comunitaria
seguida en la preparación al sacerdocio, representa una condición irrenunciable para quien está
llamado a hacerse epifanía y transparencia del buen Pastor, que da la vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo
este aspecto la formación espiritual tiene y debe desarrollar su dimensión pastoral o caritativa
intrínseca, y puede servirse útilmente de una justa —profunda y tierna, a la vez— devoción al
Corazón de Cristo, como han indicado los Padres del Sínodo: «Formar a los futuros sacerdotes en la
espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de
Cristo, Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu Santo, a su amor a los hombres
hasta inmolarse entregando su vida»[148].
Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y está llamado a educar a los demás en la
imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige
que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este sentido,
la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación en la caridad, en particular en el
amor preferencial por los «pobres», en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jesús
(cf. Mt 25, 40) y en el amor misericordioso por los pecadores.
En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí mismo por amor, encuentra su lugar en
la formación espiritual del futuro sacerdote la educación en la obediencia, en el celibato y en la
pobreza[149]. En este sentido invitaba el Concilio: «Entiendan con toda claridad los alumnos que
su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio
pastoral. Con singular cuidado edúqueseles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y
en el espíritu de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a las
cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado»[150].
50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atención
particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su
verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evangélicas,
espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad, que
determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y manifestar... un amor sincero,
humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con
cada uno»[151].
El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas características de las cuales ellos,
«renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se unen al Señor con
un amor indiviso, que está íntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan testimonio
de la resurrección en el siglo futuro (cf. Lc 20, 36) y tienen a mano una ayuda importantísima para
el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita para hacerse todo a todos en su
ministerio sacerdotal»[152]. En este sentido el celibato sacerdotal no se puede considerar
simplemente como una norma jurídica ni como una condición totalmente extrínseca para ser
admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenación,
que configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opción de un
amor más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del corazón
para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como un don
que «no todos entienden..., sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre por parte de quien la
recibe, sino que la exige con una fuerza especial. Este carisma del Espíritu lleva consigo también la
gracia para que el que lo recibe permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y
alegría los compromisos correspondientes. En la formación del celibato sacerdotal deberá
asegurarse la conciencia del «don precioso de Dios»[153], que llevará a la oración y la vigilancia
para que el don sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo.
Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su ministerio en el pueblo de Dios. En
particular, dando testimonio del valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar a los esposos
cristianos a vivir en plenitud el «gran sacramento» del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia su
esposa, así como su fidelidad en el celibato servirá también de ayuda para la fidelidad de los
esposos[154].
La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal, especialmente en las
situaciones sociales y culturales actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de
cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por la sabiduría de la madre Iglesia. Las
propongo autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formación de la castidad en el
celibato: «Los Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los seminarios,
establezcan principios, ofrezcan criterios y proporcionen ayudas para el discernimiento en esta
materia. Son de máxima importancia para la formación de la castidad en el celibato la solicitud del
Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario, o sea, en su programa de formación,
debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positiva. El
seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida asidua y
auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre espiritual. El director espiritual
debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisión madura y libre, que esté fundada en la
estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la aceptación de la soledad
y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello los seminaristas deben conocer bien
la doctrina del Concilio Vaticano II, la encíclica Sacerdotalis caelibatus y la Instrucción para la
formación del celibato sacerdotal, publicada por la Congregación para la Educación Católica en
1974. Para que el seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato por el Reino de los cielos,
es necesario que conozca la naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad
en el matrimonio y en el celibato. También es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las
motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que
ayuden a los presbíteros con la amistad, comprensión y colaboración»[155].
Formación intelectual: inteligencia de la fe
51. La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter específico, se relaciona
profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento
necesario; en efecto, es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el hombre,
participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez, se
abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión[156].
La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra su justificación específica en la
naturaleza misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva
evangelización a la que el Señor llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. «Si todo
cristiano —afirman los Padres sinodales— debe estar dispuesto a defender la fe y a dar razón de la
esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15), mucho más los candidatos al sacerdocio y los
presbíteros deben cuidar diligentemente el valor de la formación intelectual en la educación y en la
actividad pastoral, dado que, para la salvación de los hermanos y hermanas, deben buscar un
conocimiento más profundo de los misterios divinos»[157]. Además, la situación actual, marcada
gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera capacidad
de la razón para alcanzar la verdad objetiva y universal, así como por los problemas y nuevos
interrogantes provocados por los descubrimientos científicos y tecnológicos, exige un excelente
nivel de formación intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente en ese
contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a las legítimas exigencias de la
razón huma na. Añádase, además, que el actual fenómeno del pluralismo, acentuado más que nunca
en el ámbito no sólo de la sociedad humana sino también de la misma comunidad eclesial, requiere
una aptitud especial para el discernimiento crítico: es un motivo ulterior que demuestra la necesidad
de una formación intelectual más sólida que nunca.
Esta exigencia «pastoral» de la formación intelectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la
unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicación al estudio, que ocupa una
buena parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extrínseco
y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en realidad, a través del
estudio, sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su
vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad múltiple y unitaria
del estudio teológico indicada por el Concilio[158] y propuesta nuevamente por el Instrumentum
laboris del Sínodo con las siguientes palabras: «Para que pueda ser pastoralmente eficaz, la
formación intelectual debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia personal
de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia nocionística y llegar a aquella
inteligencia del corazón que sabe "ver" primero y es capaz después de comunicar el misterio de
Dios a los hermanos»[159].
52. Un momento esencial de la formación intelectual es el estudio de la filosofía, que lleva a un
conocimiento y a una interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de sus relaciones
con el mundo y con Dios. Ello es muy urgente, no sólo por la relación que existe entre los
argumentos filosóficos y los misterios de la salvación estudiados en teología a la luz superior de la
fe[160], sino también frente a una situación cultural muy difundida, que exalta el subjetivismo
como criterio y medida de la verdad. Sólo una sana filosofía puede ayudar a los candidatos al
sacerdocio a desarrollar una conciencia refleja de la relación constitutiva que existe entre el espíritu
humano y la verdad, la cual se nos revela plenamente en Jesucristo. Tampoco hay que infravalorar
la importancia de la filosofía para garantizar aquella «certeza de verdad», la única que puede estar
en la base de la entrega personal total a Jesús y a la Iglesia. No es difícil entender cómo algunas
cuestiones muy concretas —como lo son la identidad del sacerdote y su compromiso apostólico y
misionero— están profundamente ligadas a la cuestión, nada abstracta, de la verdad: si no se está
seguro de la verdad, ¿cómo se podrá poner en juego la propia vida y tener fuerzas para interpelar
seriamente la vida de los demás?
La filosofía ayuda no poco al candidato a enriquecer su formación intelectual con el «culto de la
verdad», es decir, una especie de veneración amorosa de la verdad, la cual lleva a reconocer que
ésta no es creada y medida por el hombre, sino que es dada al hombre como don por la Verdad
suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con dificultades, la razón humana puede
alcanzar la verdad objetiva y universal, incluso la que se refiere a Dios y al sentido radical de la
existencia; y que la fe misma no puede prescindir de la razón ni del esfuerzo de «pensar» sus
contenidos, como testimoniaba la gran mente de Agustín: «He deseado ver con el entendimiento
aquello que he creído, y he discutido y trabajado mucho»[161].
Para una comprensión más profunda del hombre y de los fenómenos y líneas de evolución de la
sociedad, en orden al ejercicio, «encarnado» lo más posible, del ministerio pastoral, pueden ser de
gran utilidad las llamadas «ciencias del hombre», como la sociología, la psicología, la pedagogía,
la ciencia de la economía y de la política, y la ciencia de la comunicación social. Aunque sólo sea
en el ámbito muy concreto de las ciencias positivas o descriptivas, éstas ayudan al futuro sacerdote
a prolongar la «contemporaneidad» vivida por Cristo. «Cristo, decía Pablo VI, se ha hecho
contemporáneo a algunos hombres y ha hablado su lenguaje. La fidelidad a Él requiere que continúe
esta contemporaneidad»[162].
53. La formación intelectual del futuro sacerdote se basa y se construye sobre todo en el estudio de
la sagrada doctrina y de la teología. El valor y la autenticidad de la formación teológica dependen
del respeto escrupuloso de la naturaleza propia de la teología, que los Padres sinodales han
resumido así: «La verdadera teología proviene de la fe y trata de conducir a la fe» [163]. Ésta es la
concepción que constantemente ha enseñado la Iglesia católica mediante su Magisterio. Ésta es
también la línea seguida por los grandes teólogos, que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia
católica a través de los siglos. Santo Tomás es muy explícito cuando afirma que la fe es como
el habitus de la teología, o sea, su principio operativo permanente[164], y que «toda la teología está
ordenada a alimentar la fe»[165].
Por tanto, el teólogo es ante todo un creyente, un hombre de fe. Pero es un creyente que se pregunta
sobre su fe (fides quaerens intellectum), que se pregunta para llegar a una comprensión más
profunda de la fe misma. Los dos aspectos, la fe y la reflexión madura, están profundamente
relacionados entre sí; precisamente su íntima coordinación y compenetración es decisiva para la
verdadera naturaleza de la teología, y, por consiguiente, es decisiva para los contenidos,
modalidades y espíritu según los cuales hay que elaborar y estudiar la sagrada doctrina.
Además, ya que la fe, punto de partida y de llegada de la teología, opera una relación personal del
creyente con Jesucristo en la Iglesia, la teología tiene también características cristológicas y
eclesiales intrínsecas, que el candidato al sacerdocio debe asumir conscientemente, no sólo por las
implicaciones que afectan a su vida personal, sino también por aquellas que afectan a su ministerio
pastoral. Por ser la fe aceptación de la Palabra de Dios, lleva a un «sí» radical del creyente a
Jesucristo, Palabra plena y definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1ss.). Por consiguiente, la
reflexión teológica tiene su centro en la adhesión a Jesucristo, Sabiduría de Dios. La misma
reflexión madura debe considerarse como una participación de la «mente» de Cristo (cf. 1 Cor 2,
16) en la forma humana de una ciencia (scientia fidei). Al mismo tiempo la fe introduce al creyente
en la Iglesia y lo hace partícipe de su vida, como comunidad de fe. En consecuencia, la teología
posee una dimensión eclesial, porque es una reflexión madura sobre la fe de la Iglesia hecha por el
teólogo, que es miembro de la Iglesia[166].
Estas perspectivas cristológicas y eclesiales, que son connaturales a la teología, ayudan a desarrollar
en los candidatos al sacerdocio, además del rigor científico, un grande y vivo amor a Jesucristo y a
su Iglesia: este amor, a la vez que alimenta su vida espiritual, les sirve de pauta para el ejercicio
generoso de su ministerio. Tal era precisamente la intención del Concilio Vaticano II, cuando pedía
la reforma de los estudios eclesiásticos, mediante una más adecuada estructuración de las diversas
disciplinas filosóficas y teológicas para hacer que «concurran armoniosamente a abrir cada vez más
las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo, que afecta a toda la humanidad, influye
constantemente en la Iglesia y actúa sobre todo por obra del ministerio sacerdotal»[167].
La formación intelectual teológica y la vida espiritual —en particular la vida de oración— se
encuentran y refuerzan mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad de la investigación ni al
gusto espiritual de la oración. San Buenaventura advierte: «Nadie crea que le baste la lectura sin la
unción, la especulación sin la devoción, la búsqueda sin el asombro, la observación sin el júbilo, la
actividad sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la
gracia divina, la investigación sin la sabiduría de la inspiración sobrenatural»[168].
54. La formación teológica es una tarea sumamente compleja y comprometida. Ella debe llevar al
candidato al sacerdocio a poseer una visión completa y unitaria de las verdades reveladas por Dios
en Jesucristo y de la experiencia de fe de la Iglesia; de ahí la doble exigencia de conocer «todas» las
verdades cristianas y conocerlas de manera orgánica, sin hacer selecciones arbitrarias. Esto exige
ayudar al alumno a elaborar una síntesis que sea fruto de las aportaciones de las diversas disciplinas
teológicas, cuyo carácter específico alcanza auténtico valor sólo en la profunda coordinación de
todas ellas.
En su reflexión madura sobre la fe, la teología se mueve en dos direcciones. La primera es la
del estudio de la Palabra de Dios: la palabra escrita en el Libro sagrado, celebrada y transmitida en
la Tradición viva de la Iglesia e interpretada auténticamente por su Magisterio. De aquí el estudio
de la Sagrada Escritura, «la cual debe ser como el alma de toda la teología»[169]: de los Padres de
la Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesiástica, de las declaraciones del Magisterio. La segunda
dirección es la del hombre, interlocutor de Dios: el hombre llamado a «creer», a «vivir» y a
«comunicar» a los demás la fides y el ethos cristiano. De aquí el estudio de la dogmática, de la
teología moral, de la teología espiritual, del derecho canónico y de la teología pastoral.
La referencia al hombre creyente lleva la teología a dedicar una particular atención, por un lado, a
las consecuencias fundamentales y permanentes de la relación fe-razón; por otro, a algunas
exigencias más relacionadas con la situación social y cultural de hoy. Bajo el primer punto de vista
se sitúa el estudio de la teología fundamental, que tiene como objeto el hecho de la revelación
cristiana y su transmisión en la Iglesia. En la segunda perspectiva se colocan aquellas disciplinas
que han tenido y tienen un desarrollo más decisivo como respuestas a problemas hoy intensamente
vividos, como por ejemplo el estudio de la doctrina social de la Iglesia, que «pertenece al ámbito...
de la teología y especialmente de la teología moral»[170], y que es uno de los «componentes
esenciales» de la «nueva evangelización», de la que es instrumento[171]; igualmente el estudio de
la misión, del ecumenismo, del judaísmo, del Islam y de otras religiones no cristianas.
55. La formación teológica actual debe prestar particular atención a algunos problemas que no
pocas veces suscitan dificultades, tensiones, desorientación en la vida de la Iglesia. Piénsese en
la relación entre las declaraciones del Magisterio y las discusiones teológicas; relación que no
siempre se desarrolla como debería ser, o sea, en la perspectiva de la colaboración. Ciertamente «el
Magisterio vivo de la Iglesia y la teología —aun desempeñado funciones diversas— tienen en
definitiva el mismo fin: mantener al Pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de él la
"luz de las naciones". Dicho servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo
con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de los Apóstoles y, sacando
provecho del trabajo teológico, replica a las objeciones y deformaciones de la fe, proponiendo
además, con la autoridad recibida de Jesucristo, nuevas profundizaciones, explicitaciones y
aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere, de modo reflejo, una
comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y transmitida
fielmente por la Tradición viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, a la vez que se esfuerza por
aclarar esta enseñanza de la Revelación frente a las instancias de la razón y le da una forma
orgánica y sistemática»[172]. Pero cuando, por una serie de motivos, disminuye esta colaboración,
es preciso no prestarse a equívocos y confusiones, sabiendo distinguir cuidadosamente «la doctrina
común de la Iglesia, de las opiniones de los teólogos y de las tendencias que se desvanecen con el
pasar del tiempo (las llamadas "modas")»[173]. No existe un magisterio «paralelo», porque el único
magisterio es el de Pedro y los apóstoles, el del Papa y los Obispos[174].
Otro problema, que se da principalmente donde los estudios seminarísticos están encomendados a
instituciones académicas, se refiere a la relación entre el rigor científico de la teología y su
aplicación pastoral, y, por tanto, la naturaleza pastoral de la teología. En realidad, se trata de dos
características de la teología y de su enseñanza que no sólo no se oponen entre sí, sino que
coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano de una más completa «inteligencia de la
fe». En efecto, el caracter pastoral de la teología no significa que ésta sea menos doctrinal o incluso
que esté privada de su carácter científico; por el contrario, significa que prepara a los futuros
sacerdotes para anunciar el mensaje evangélico a través de los medios culturales de su tiempo y a
plantear la acción pastoral según una auténtica visión teológica. Y así, por un lado, un estudio
respetuoso del carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas contribuirá
a la formación más completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado,
una adecuada sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio y científico de la
teología verdaderamente formativo para los futuros presbíteros.
Un problema ulterior nace de la exigencia —hoy intensamente sentida— de la evangelización de
las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe. Es éste un problema eminentemente pastoral,
que debe ser incluido con mayor amplitud y particular sensibilidad en la formación de los
candidatos al sacerdocio: «En las actuales circunstancias, en que en algunas regiones del mundo la
religión cristiana se considera como algo extraño a las culturas, tanto antiguas como modernas, es
de gran importancia que en toda la formación intelectual y humana se considere necesaria y esencial
la dimensión de la inculturación[175]. Pero esto exige previamente una teología auténtica, inspirada
en los principios católicos sobre esa inculturación. Estos principios se relacionan con el misterio de
la encarnación del Verbo de Dios y con la antropología cristiana e iluminan el sentido auténtico de
la inculturación; ésta, ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las
distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio
a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni
simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas,
se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida
cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación, que proviene de Cristo [176]. El
problema de esta inculturación puede tener un interés específico cuando los candidatos al
sacerdocio provienen de culturas autóctonas; entonces, necesitarán métodos adecuados de
formación, sea para superar el peligro de ser menos exigentes y desarrollar una educación más débil
de los valores humanos, cristianos y sacerdotales, sea para revalorizar los elementos buenos y
auténticos de sus culturas y tradiciones»[177].
56. Siguiendo las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II y las normas de aplicación de
la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, ha tenido lugar en la Iglesia una amplia
actualización de la enseñanza de las disciplinas filosóficas y, sobre todo, teológicas en los
seminarios. Aun necesitando en algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos, esta actualización
ha contribuido en su conjunto a destacar cada vez más el proyecto educativo en el ámbito de la
formación intelectual. A este respecto, «los Padres sinodales han afirmado de nuevo, con frecuencia
y claridad, la necesidad —más aún, la urgencia-— de que se aplique en los seminarios y en las
casas de formación el plan fundamental de estudios, tanto el universal como el de cada nación o
Conferencia episcopal»[178].
Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir la seriedad y el esfuerzo en los
estudios, que se deja sentir en algunos ambientes eclesiales, como consecuencia de una preparación
básica insuficiente y con lagunas en los alumnos que comienzan el período filosófico y teológico.
Esta misma situación contemporánea exige cada vez más maestros que estén realmente a la altura
de la complejidad de los tiempos y sean capaces de afrontar, con competencia, claridad y
profundidad los interrogantes vitales del hombre de hoy, a los que sólo el Evangelio de Jesús da la
plena y definitiva respuesta.
La formación pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen Pastor
57. Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está orientada a prepararlos de una manera
específica para comunicar la caridad de Cristo, buen Pastor. Por tanto, esta formación, en sus
diversos aspectos, debe tener un carácter esencialmente pastoral. Lo afirma claramente el decreto
conciliar Optatam totius, refiriéndose a los seminarios mayores: «La educación de los alumnos debe
tender a la formación de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo,
Maestro, Sacerdote y Pastor. Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra:
para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la meditación y
expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio del culto y de la
santificación, a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas, ejerzan la obra de
salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben prepararse para el ministerio
del Pastor: para que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que "no vino a ser servido,
sino a servir y dar su vida para redención del mundo" (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos
servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)»[179].
El texto conciliar insiste en la profunda coordinación que hay entre los diversos aspectos de la
formación humana, espiritual e intelectual; y, al mismo tiempo, en su finalidad pastoral específica.
En este sentido, la finalidad pastoral asegura a la formación humana, espiritual e intelectual algunos
contenidos y características concretas, a la vez que unifica y determina toda la formación de los
futuros sacerdotes.
Como cualquier otra formación, también la formación pastoral se desarrolla mediante la reflexión
madura y la aplicación práctica, y tiene sus raíces profundas en un espíritu que es el soporte y la
fuerza impulsora y de desarrollo de todo.
Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia disciplina teológica: la teología
pastoral o práctica, que es una reflexión científica sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza
del Espíritu, a través de la historia; una reflexión, sobre la Iglesia como «sacramento universal de
salvación»[180], como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo en la Palabra, en los
Sacramentos y en el servicio de la caridad. La pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de
exhortaciones, experiencias y métodos; posee una categoría teológica plena, porque recibe de la fe
los principios y criterios de la acción pastoral de la Iglesia en la historia, de una Iglesia que
«engendra» cada día a la Iglesia misma, según la feliz expresión de San Beda el Venerable: «Nam
et Ecclesia quotidie gignit Ecclesiam»[181]. Entre estos principios y criterios se encuentra aquel
especialmente importante del discernimiento evangélico sobre la situación sociocultural y eclesial,
en cuyo ámbito se desarrolla la acción pastoral.
El estudio de la teología pastoral debe iluminar la aplicación práctica mediante la entrega y
algunos servicios pastorales, que los candidatos al sacerdocio deben realizar, de manera progresiva
y siempre en armonía con las demás tareas formativas; se trata de «experiencias» pastorales, que
han de confluir en un verdadero «aprendizaje pastoral», que puede durar incluso algún tiempo y que
requiere una verificación de manera metódica.
Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formación deberá
custodiar y valorizar: se trata de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de
Jesús, la cual, así como ha sido el principio y fuerza de su acción salvífica, también, gracias a la
efusión del Espíritu Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del ministerio del
presbítero. Se trata de una formación destinada no sólo a asegurar una competencia pastoral
científica y una preparación práctica, sino también, y sobre todo, a garantizar el crecimiento de
un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5).
58. Entendida así, la formación pastoral no puede reducirse a un simple aprendizaje, dirigido a
familiarizarse con una técnica pastoral. El proyecto educativo del seminario se encarga de una
verdadera y propia iniciación en la sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y madura
sus responsabilidades, en el hábito interior de valorar los problemas y establecer las prioridades y
los medios de solución, fundados siempre en claras motivaciones de fe y según las exigencias
teológicas de la pastoral misma.
A través de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio, los futuros sacerdotes podrán ser
introducidos en la tradición pastoral viva de su Iglesia particular; aprenderán a abrir el horizonte de
su mente y de su corazón a la dimensión misionera de la vida eclesial; se ejercitarán en algunas
formas iniciales de colaboración entre sí y con los presbíteros a los cuales serán enviados. En estos
últimos recae —en coordinación con el programa del seminario— una responsabilidad educativa
pastoral de no poca importancia.
En la elección de los lugares y servicios adecuados para la experiencia pastoral se debe prestar
especial atención a la parroquia[182], célula vital de dichas experiencias sectoriales y
especializadas, en la que los candidatos al sacerdocio se encontrarán frente a los problemas
inherentes a su futuro ministerio. Los Padres sinodales han propuesto una serie de ejemplos
concretos, como la visita a los enfermos, la atención a los emigrantes, exiliados y nómadas, el celo
de la caridad que se traduce en diversas obras sociales. En particular dicen: «Es necesario que el
presbítero sea testigo de la caridad de Cristo mismo que «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38); el
presbítero debe ser también el signo visíble de la solicitud de la Iglesia, que es Madre y Maestra. Y
puesto que el hombre de hoy está afectado por tantas desgracias, especialmente los que viven
sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo, es necesario que el
hombre de Dios, bien preparado para toda obra buena (cf. 2 Tim 3, 17), reivindique los derechos y
la dignidad del hombre. Pero evite adherirse a falsas ideologías y olvidar, cuando trata de promover
el bien, que el mundo es redimido sólo por la cruz de Cristo»[183].
El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa al futuro sacerdote a vivir como
«servicio» la propia misión de «autoridad» en la comunidad, alejándose de toda actitud de
superioridad o ejercicio de un poder que no esté siempre y exclusivamente justificado por la caridad
pastoral.
Para una adecuada formación es necesario que las diversas experiencias de los candidatos al
sacerdocio asuman un claro carácter «ministerial», siempre en íntima conexión con todas las
exigencias propias de la preparación al presbiterado y (por supuesto, sin menoscabo del estudio)
relacionadas con el triple servicio de la Palabra, del culto y de presidir la comunidad. Estos
servicios pueden ser la traducción concreta de los ministerios del Lectorado, Acolitado y
Diaconado.
59. Ya que la actividad pastoral está destinada por su naturaleza a animar la Iglesia, que es
esencialmente «misterio», «comunión», y «misión», la formación pastoral deberá conocer y vivir
estas dimensiones eclesiales en el ejercicio del ministerio.
Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es «misterio», obra divina, fruto del Espíritu de
Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana; esta conciencia,
a la vez que no disminuirá el sentido de responsabilidad propio del pastor, lo convencerá de que el
crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Espíritu y que su servicio —encomendado por la
misma gracia divina a la libre responsabilidad humana— es el servicio evangélico del «siervo
inútil» (cf. Lc 17, 10).
En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como «comunión» ayudará al candidato al sacerdocio
a realizar una pastoral comunitaria, en colaboración cordial con los diversos agentes eclesiales:
sacerdotes y Obispo, sacerdotes diocesanos y religiosos, sacerdotes y laicos. Pero esta colaboración
supone el conocimiento y la estima de los diversos dones y carismas, de las diversas vocaciones y
responsabilidades que el Espíritu ofrece y confía a los miembros del Cuerpo de Cristo; requiere un
sentido vivo y preciso de la propia identidad y de la de las demás personas en la Iglesia; exige
mutua confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión y de espera; se basa sobre todo en
un amor a la Iglesia más grande que el amor a sí mismos y a las agrupaciones a las cuales se
pertenece. Es especialmente importante preparar a los futuros sacerdotes para la colaboración con
los laicos. «Oigan de buen grado —dice el Concilio— a los laicos, considerando fraternalmente sus
deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad
humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos»[184]. El
Sínodo ha insistido también en la atención pastoral a los laicos: «Es necesario que el alumno sea
capaz de proponer y ayudar a vivir a los fieles laicos, especialmente los jóvenes, las diversas
vocaciones (matrimonio, servicios sociales, apostolado, ministerios y responsabilidades en las
actividades pastorales, vida consagrada, dirección de la vida política y social, investigación
científica, enseñanza). Sobre todo es necesario enseñar y ayudar a los laicos en su vocación de
impregnar y transformar el mundo con la luz del Evangelio, reconociendo su propio cometido y
respetándolo»[185].
Por último, la conciencia de la Iglesia como comunión «misionera» ayudará al candidato al
sacerdocio a amar y vivir la dimensión misionera esencial de la Iglesia y de las diversas actividades
pastorales; a estar abierto y disponible para todas las posibilidades ofrecidas hoy para el anuncio del
Evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto los medios de
comunicación social[186]; y a prepararse para un ministerio que podrá exigirle la disponibilidad
concreta al Espíritu Santo y al Obispo para ser enviado a predicar el Evangelio fuera de su
país[187].