16.
La constitución jerárquica de la
Iglesia
La Iglesia es una sociedad estructurada donde unos tienen la
misión de guiar a los otros. La asistencia del Espíritu Santo a
toda la Iglesia para que no se equivoque al creer se da
también al magisterio para que enseñe fiel y auténticamente
la Palabra de Dios. Desde siempre la Iglesia ha llamado al
orden del presbiterado solo a los varones bautizados: se ha
sentido vinculada a la voluntad de Cristo, que eligió como
Apóstoles solo a hombres.
La Iglesia en la tierra es, a la vez, comunión y sociedad
estructurada por el Espíritu Santo a través de la Palabra de
Dios, de los sacramentos y de los carismas. Es comunión de los
hijos de Dios porque todos son bautizados y comulgan del
mismo Pan, que es Cristo. Es sociedad estructurada porque
entre los bautizados se dan relaciones estables por las que unos
tienen la misión de guiar a los otros. Como el pastor guía y
cuida el rebaño, llevándolo a sitios seguros donde puede
alimentarse con buena hierba, según la imagen bíblica (cf. Jn
10,11 – 18; Sal 22), así Cristo pide a los que ha constituido
pastores en la Iglesia para hacer lo mismo. La distinción
entre pastor y rebaño y la dedicación vital al rebaño por parte
del pastor, como Cristo que ha dado la vida por las ovejas, es
una imagen bíblica que — dentro de sus lógicas limitaciones —
puede ayudar a entender la presencia simultánea de la
comunión y de la estructuración social en la Iglesia.
Los mismos sacramentos que hacen la Iglesia son los que la
estructuran para que sea en la tierra el sacramento universal de
salvación. Concretamente, por los sacramentos del Bautismo,
Confirmación y Orden, los fieles participan — en formas
diversas — de la misión sacerdotal de Cristo. De la acción del
Espíritu Santo en los sacramentos y en los carismas provienen
las tres grandes posiciones históricas que se encuentran en la
Iglesia: los fieles laicos, los ministros sagrados (que han
recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la
Iglesia: diáconos, presbíteros y obispos) y los religiosos.
El hecho de decir que la Iglesia tiene una estructura jerárquica
no quiere decir que unos son más que otros. Todos, por el
Bautismo, están llamados a la misión de llevar a los hombres y
el mundo a Dios.
Esta misión viene directamente de Dios, sin
que nadie necesite el permiso de otro para realizarla. Sin
embargo, para poder llevarla a cabo es necesaria la gracia,
porque sin Cristo no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Por
tanto, es necesario que algunos — la jerarquía — hagan a Cristo
sacramentalmente presente para los demás, para que así todos
puedan realizar la misión evangelizadora. El servicio a la
misión de todos es la razón de la existencia de la función
jerárquica en la Iglesia. La relación entre fieles y jerarquía tiene
una dinámica misionera, y es continuación de la misión del
Hijo en la fuerza del Espíritu Santo. Por tanto, la jerarquía en la
Iglesia no es fruto de circunstancias históricas en que un grupo
ha prevalecido sobre otro imponiendo su voluntad.
El Romano Pontífice
El Papa es el obispo de Roma y sucesor de san Pedro, es el
perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la
Iglesia. Cristo le ha dado al apóstol san Pedro el encargo de
presidir el colegio apostólico y confirmar a sus hermanos en la
fe (Lc 22,31 – 32). Todas las Iglesias particulares están unidas a
la Iglesia de Roma, y todos los obispos que presiden esas
iglesias están en comunión con el obispo de Roma, que les
preside en la caridad. La función de éste último es servir a la
unidad del episcopado y, así, servir la unidad de la Iglesia. Por
esto el Papa es la cabeza del colegio de los obispos y pastor de
toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la
potestad plena, suprema, inmediata y universal. Esta potestad
del Papa tiene un límite interno, porque el Romano Pontífice
está dentro y no por encima de la Iglesia de Cristo. Por tanto,
está sujeto a la ley divina y a la ley natural, como todos los
cristianos.
El Señor ha prometido que su Iglesia permanecerá siempre en
la fe (Mt 16,19) y garantiza esa fidelidad con su presencia, en
virtud del Espíritu Santo. Esta propiedad es poseída por la
Iglesia en su totalidad (no en cada miembro). Por eso los fieles
en su conjunto no se equivocan al adherir indefectiblemente a
la fe guiados por el magisterio vivo de la Iglesia bajo la acción
del Espíritu Santo que guía unos y otros. La asistencia del
Espíritu Santo a toda la Iglesia para que no se equivoque al
creer se da también al magisterio para que enseñe fiel y
auténticamente la Palabra de Dios en la Iglesia. En algunos
casos específicos esa asistencia del Espíritu garantiza que las
intervenciones del magisterio no contienen error, por eso se
suele decir que en tales casos el magisterio participa de la
misma infalibilidad que el Señor ha prometido a su Iglesia. «La
infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano
Pontífice, en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la
Iglesia, o el colegio de los obispos en comunión con el Papa,
sobre todo reunido en un Concilio Ecuménico, proclaman con
acto definitivo una doctrina referente a la fe o a la moral; y
también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio
ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como
definitiva. Todo fiel debe adherirse a tales enseñanzas con el
obsequio de la fe».
La convicción sobre la responsabilidad que comporta la misión
del Romano Pontífice y la autoridad de que goza para llevarla a
cabo lleva a los católicos a cultivar una intensa oración de
intercesión por él. Además, la unidad con el Papa les llevará a
evitar hablar negativamente en público sobre el Romano
Pontífice o a menoscabar la confianza en él, también en casos
en los que no se comparta algún criterio personal concreto. Si
esto último llegase a suceder, el deseo de tener criterio y de
formarse bien lleva al católico a pedir consejo sobre las dudas
que tenga, rezar y estudiar con más profundidad el tema en que
encuentra alguna dificultad, procurando entender las
motivaciones con apertura de espíritu, lo cual podrá exigir
algún tiempo y paciencia. Si la discrepancia se mantiene,
conviene guardar silencio y prestar al menos un
«asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»
a sus enseñanzas.
Los Obispos, sucesores de los Apóstoles
La Iglesia es Apostólica porque Cristo la ha edificado sobre los
Apóstoles, testigos escogidos de su Resurrección y fundamento
de su Iglesia; porque con la asistencia del Espíritu Santo,
enseña, custodia y transmite fielmente el depósito de la fe
recibido de los Apóstoles. También es apostólica por su
estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada,
hasta la vuelta de Cristo, por los Apóstoles y sus sucesores, los
obispos, en comunión con el sucesor de Pedro. La sucesión
apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del
Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus
sucesores, los obispos. Éstos no reciben todos los dones que
Dios ha ofrecido a los Apóstoles, sino solo aquellos dones que
ellos han recibido para transmitirlos a la Iglesia. Gracias a esta
transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de fe y de vida
con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su
apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra.
El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin
él, ejerce también la potestad suprema y plena sobre la Iglesia.
Los obispos han recibido la misión de enseñar como testigos
auténticos de fa fe apostólica; de santificar dispensando la
gracia de Cristo en el ministerio de la Palabra y de los
sacramentos, en particular de la Eucaristía; y gobernar al
pueblo de Dios en la tierra.
Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica con la misión de
hacerle presente a todos los fieles por medio de los
sacramentos y a través de la predicación de la Palabra de Dios
con autoridad en virtud del mandato recibido de Él. Los
miembros de la jerarquía también recibieron la misión de guiar
el Pueblo de Dios (Mt 28,18 – 20). La jerarquía está formada por
los ministros sagrados: obispos, presbíteros y diáconos. El
ministerio de la Iglesia tiene una dimensión colegial, es decir, la
unión de los miembros de la jerarquía eclesiástica está al
servicio de la comunión de los fieles. Cada obispo ejerce su
ministerio como miembro del colegio episcopal — el cual sucede
al colegio apostólico — y en unión con su cabeza, que es el Papa,
haciéndose partícipe con él y los demás obispos de la solicitud
por la Iglesia universal. Además, si le ha sido confiada una
iglesia particular, la gobierna en nombre de Cristo con la
autoridad que ha recibido, con potestad ordinaria, propia e
inmediata, en comunión con toda la Iglesia y bajo el Santo
Padre. El ministerio también tiene un carácter personal, porque
cada uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado
personalmente y le confirió la misión por el sacramento del
Orden.