Tessa Romero
Espíritus en la Hoguera
La esperanza en el duelo y la enfermedad
EDICIONES DE LA PARRA
Primera Edición – España 2021
Copyright © 2021 Tessa Romero
DERECHOS RESERVADOS
QUEDA RIGUROSAMENTE PROHIBIDA la publicación o reproducción
de esta obra ni en todo ni en parte, ni registrada o transmitida por ningún
sistema de recuperación de ninguna forma o medio mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro
sistema sin la previa autorización escrita de sus autores.
Título original:
Espíritus en la Hoguera:
La esperanza en el duelo y la enfermedad
Autora:
Tessa Romero
Corrección:
Jadine Tyne
Portada:
Pablo Rodríguez
Diseño y producción:
Álvaro Parra Pinto
Ana Magaly Reyes Hill
Ediciones De La Parra
Primera Edición: Julio, 2021
Copyright © 2021 Tessa Romero
Todos los derechos reservados.
Dedico este libro a mi madre, que tanto me hace reír
y alegra mi alma.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1
CANTO PARA ELEWUA Y CHANGÓ
CAPÍTULO 2
LÁGRIMAS DE UN ÁNGEL
CAPÍTULO 3
MIL MARIPOSAS
PARTE I
PARTE II
CAPÍTULO 4
NO CREO EN EL JAMÁS
CAPÍTULO 5
ADIÓS TRISTEZAS
PARTE I
PARTE II
PARTE III
CAPÍTULO 6
EL JAGUAR
PARTE I
PARTE II
CAPÍTULO 7
SOÑANDO
PARTE I
PARTE II
PARTE III
CAPÍTULO 8
EN LLAMAS
PARTE I
PARTE II
CAPÍTULO 9
MISTERIOSAMENTE HOY
PARTE I
PARTE II
CAPÍTULO 10
YO CREO
PARTE I
PARTE II
PARTE III
CAPÍTULO 11
SILENCIO
PARTE I
PARTE II
PARTE III
CAPÍTULO 12
TRATAR DE ESTAR MEJOR
PARTE I
PARTE II
PARTE III
CAPÍTULO 13
VIDA
CAPÍTULO 14
CENIZAS
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
TÍTULOS CANCIONES DE LOS CAPÍTULOS
MUCHAS GRACIAS POR LEER ESTE LIBRO
INTRODUCCIÓN
Le dijeron a Pasteur: “Usted siempre habla siempre del alma y hemos
abierto cien mil cadáveres y nunca encontramos ni rastros del alma”. Y
Pasteur les replicó: “Cuando muera vuestra madre pártanla en mil pedazos y
traten de encontrar el amor que ella tuvo por ustedes”.
No podemos demostrar evidencias físicas del amor así como tampoco el
hecho de que haya vida después de la muerte, pero esto no quiere decir que
no exista. Tal vez seas una persona escéptica como yo lo era antes de vivir
una Experiencia Cercana a la Muerte (ECM). No pretendo convencerte de
nada. El contenido de este libro no es científico, sino que afronta el tema
desde una perspectiva espiritual. Está basado en mi propia experiencia y en
la información compartida con muchas personas con las que he tratado y
entrevistado a lo largo de los últimos años desde mi ECM para que me
ayudasen en la comprensión de estos temas. Mi deseo es que mi pasado de
miedo, enfermedad, dolor y crecimiento personal pueda ayudar a otros a
aliviar su sufrimiento.
En mi anterior libro, 24 Minutos en el otro lado: Vivir sin miedo a la
muerte, relato mi Experiencia Cercana a la Muerte. Los médicos me
informaron de que padecía una enfermedad rara y mortal y, en
consecuencia, sin tratamiento, y finalmente mi corazón dejó de latir durante
24 minutos.
En Espíritus en la hoguera narro cómo una santera en Cuba y una anciana
de la selva de Costa Rica presagiaron mi muerte y regreso a la vida, pero
ignoré las señales. No creía en la posibilidad de una vida después de esta.
Hay personas que necesitan ver para creer y yo era una de ellas. Tuve que
estar muerta para comprender que nuestra existencia terrenal no es el final y
que son nuestras almas quienes deciden experimentar este viaje a la vida.
En el otro lado vi la luz blanca que llevaba a casa, el hogar del que una vez
partió mi alma. Fui recibida por una persona querida fallecida que se
sorprendió al verme, pues aún no había llegado mi hora de cruzar hacia el
otro plano de existencia. Unos seres amorosos a los que me gusta llamar
seres de luz me acompañaron durante mi viaje. Ellos me dieron la opción de
regresar para salvar la vida de alguien y lo hice.
Necesitaba respuestas tras mi ECM. Me preguntaba cómo podía dar sentido
a lo que me había ocurrido. ¿Qué hay después de la muerte? ¿Cuál es el
propósito de la vida humana? ¿Nuestros seres queridos fallecidos están con
nosotros?
Sobreviví a la enfermedad mortal. La medicina continúa sin hallar una
respuesta científica a mi curación.
A partir de ese trance decisivo que marcó el destino de mi historia personal
decidí acompañar a enfermos terminales y a sus familiares para llevarles un
mensaje de esperanza y darles el consuelo que necesitaban.
De ellos aprendí grandes lecciones. Todos nacemos con una misión y
marchamos cuando la cumplimos, no importa la edad que tengamos. La
vida de cada ser humano tiene un propósito y, aun en los momentos más
oscuros, todo cuanto sucede encierra un significado. Al final del camino
aunque sintamos tristeza y dolor emocional y físico hemos de vivir con
dignidad hasta último aliento.
La muerte es un paso hacia una existencia mejor. No debemos tener miedo
a morir, pero sobre todo a vivir. Los personajes reales que aparecen en este
libro y otros enfermos a quienes he acompañado me hicieron ver la
importancia de vivir sin miedo a ser felices.
La lectura de este libro te sumergirá en emociones intensas. Conocerás a la
santera de Cuba, la mujer que me susurró al oído; Erick y David, dos niños
enfermos de leucemia, cuyas almas se unieron a través del tiempo y la
distancia; Mamá Dori, guardiana de la puerta de los bosques en la selva de
Costa Rica; Ángel, un niño atrapado en el cuerpo de un anciano enfermo;
Rosa, la mujer de cabello de fuego con quien contacté de forma misteriosa;
Valentín, quien mientras padeció de cáncer encontró a diario trocitos de
paraíso y no paredes de infierno; y Alejandro, un ser de luz cuya muerte
salvó a otros jóvenes de una tragedia segura.
Ellos me mostraron que existe un lazo invisible que nos une a los seres
humanos. De hecho, la portada de este libro representa la conexión mágica
entre las personas. Conocerás la historia conmovedora que hay detrás de
ella. Cada uno de los personajes forma parte de mi corazón y cuando
termines la lectura de este libro también formarán parte del tuyo.
Habrá pasajes que te harán recordar alguna enfermedad que padeciste o
padeces o la de alguien que amas, así como las pérdidas de tus seres
queridos. Puede que estés en duelo o alguien a quien te gustaría consolar
pero no sabes cómo hacerlo. Estas páginas te ayudarán a afrontar la pérdida
de seres queridos y superar el miedo a la muerte y enfermedad.
Mi mensaje para ti es que la vida continúa después de la muerte. Esta
consiste en el abandono del plano físico para trascender a otro superior. En
este libro compartiré contigo cómo vivir el proceso del duelo según mi
experiencia. Aunque tengamos el corazón herido estamos preparados para
recibir el dolor. Al perder a alguien a quien amamos, habrá momentos en
los que creamos que la vida no tiene sentido e incluso sintamos
incomprensión por parte del entorno familiar y de los amigos. Que nadie
silencie nuestro duelo.
Tal vez tú o personas que conozcas hayáis percibido señales de vuestros
seres queridos fallecidos. A lo largo de los últimos años he sido testigo de
hechos considerados como sobrenaturales, algunos de los cuales se narran
en este libro.
En un futuro no muy lejano, la ciencia y la espiritualidad, unidas de la
mano, se servirán de las herramientas y conocimientos de ambas para
desvelar las respuestas a los interrogantes sobre el más allá que interesan a
la humanidad desde hace miles de años. Juntas demostrarán los fenómenos
que hoy son considerados como paranormales.
Este libro también está destinado a quienes sufren al lidiar con la culpa, una
de las emociones más frecuentes durante el proceso de duelo. ¿Debería
haber actuado mejor con la persona que he perdido? Esta y otras preguntas
suelen aparecer tras la muerte del ser querido, expresándose en forma de
remordimiento.
Veremos cómo la enfermedad es precisamente lo que da sentido a la vida de
muchas personas que a diario se enfrentan a duros tratamientos médicos.
Pese a las circunstancias dolorosas, son ejemplo de fortaleza, siempre
tienen una sonrisa para nosotros y nos regalan la alegría de vivir.
Si en algún momento me refiero a Dios u otro concepto similar, lo hago
pensando en esa fuente de amor infinita que percibí en el otro lado y al que
siento que todos los seres vivos estamos unidos.
Pasamos gran parte del tiempo preocupados en exceso por el futuro y
dejamos de lado el presente. Me gustaría que te dieses un respiro con este
libro y reflexiones sobre la importancia de cada segundo de vida. De los
moribundos aprendí que todo cuanto hemos vivido, con sus alegrías y
dificultades, nos ha traído hasta este preciso instante en el que podemos
elegir vivir en armonía con nuestro auténtico yo. Me enseñaron que nunca
debemos adaptarnos a lo que no nos hace feliz o nos arrepentiremos cuando
ya sea demasiado tarde. Hemos venido a vivir. Siente el poder del universo
latiendo en tu corazón.
No esperes a tener la muerte cerca para dar valor a tu existencia. Nuestras
almas eligieron emprender este viaje a la vida. Hagamos que merezca la
pena y se sientan dichosas por haber vivido en la Tierra.
Tengo la certeza de que me reencontraré con los personajes de este libro
que ya no están aquí y también con todos los seres queridos que perdí. Sé
que todos volveremos a estar con los nuestros más allá de esta vida.
No tengo miedo a morir. Tengo miedo a no vivir en plenitud porque eso
significaría estar muerta en vida.
Vive el presente como el momento sagrado que es y recuerda que el amor
es inmortal y la vida de nuestras almas eterna.
CAPÍTULO 1
CANTO PARA ELEWUA Y CHANGÓ
La magia y todo lo que se le atribuye es un profundo presentimiento de los
poderes de la ciencia.
Ralph Waldo Emerson
La santera rezó y saludó a las divinidades orishas antes de tomar entre sus
manos los caracoles marinos, conocidos también como cauris. Los mezcló
mientras murmuraba una especie de letanía que no comprendí. Prosiguió
soplando sobre ellos y frotándolos entre sí hasta dejarlos caer dentro de un
círculo formado por collares de cuentas multicolores. Su expresión se
volvió sombría y la mirada más oscura.
Yo no creía en oráculos ni en ninguna forma de adivinación, pero me asusté.
La miré interrogante. Apartó los caracoles sagrados que estaban boca abajo
y dejó hablar a los dioses a través de los que cayeron hacia arriba.
—La luz de tus ojos se apaga —profundizó su voz ronca —.Tu cuerpo, sin
el latido del corazón, es guiado por los espíritus blancos hasta el valle del
dolor.
Sobrecogida, llevé mis manos al corazón.
La santera u omorisha cerró los ojos durante unos segundos. Me pareció
una eternidad. Su rostro era grave y concentrado. Había hablado con
lentitud, respirando pesadamente. Fumaba un puro habano y gozaba de su
sabor como si fuese una ceremonia. Miró absorta el humo que se retorcía en
el aire dividiéndose en hileras, como serpientes que ascendían lentamente
hacia arriba.
La humedad cubría los techos y paredes de la casa. El agua goteaba por
numerosos rincones, donde enormes manchas iban apareciendo
progresivamente. Era el tercer día de temporal y el rumor de la lluvia era
persistente y monótono. La parte del tejado que se extendía por encima del
piano de cola negro mostraba evidentes signos de deterioro y no estaba
segura de que pudiese resistir si el aguacero persistía.
Atardecía y la casa se hallaba casi a oscuras. La luz que traspasaba la lluvia
y entraba por los grandes ventanales de hierro era mortecina. La
electricidad no funcionaba desde hacía varias horas, por lo que la mujer
había encendido unas pocas velas pequeñas que apenas alumbraban la mesa
donde estábamos sentadas. El aire era rancio y la atmósfera húmeda y
agobiante. El rostro y los brazos negros de la mujer brillaban con el sudor.
Vivía en Guanabacoa, un pequeño pueblo a las afueras de La Habana, Cuba.
Me encontraba allí, como en años anteriores, cooperando en ayuda
humanitaria. Nuestro trabajo consistía en rehabilitar las casas y colegios que
se hallaban en mal estado.
Días antes pintamos las fachadas de algunos edificios de su calle. Fue
entonces cuando la vi por primera vez. Era de mediana edad, alta y
complexión fuerte. Tenía el pelo recogido y llevaba puesto un vestido de
tirantes azul turquesa estampado. Nos observaba con atención mientras
trabajábamos pero noté que se fijaba más en mí. Me miraba intrigada.
Una anciana nos dijo que se trataba de una santera muy apreciada por su
espiritualidad. Los vecinos acudían a ella para consulta, en busca de ayuda
en asuntos de salud, negocios y amor. También realizaba limpieza de casas
donde habitaban seres oscuros. Según nos explicó, ella los hacía salir de las
tinieblas y les daba luz.
Antes de marcharnos, la santera me dijo que volviese por la tarde, pasados
tres días. Sentía curiosidad, por lo que acepté su invitación.
El aroma del puro se iba haciendo más intenso y amargo a medida que lo
consumía. Hacía mucho calor y la humedad era sofocante. El camión
cisterna que repartía agua potable debería haber pasado ese día, pero no lo
hizo. La santera había agotado sus reservas y me ofreció agua no potable
que bebí agradecida. Estaba tibia, a temperatura ambiente, de aspecto
blanquecino y sabor extraño, pero la tomé con avidez, estaba sedienta.
Cogió una licorera de vidrio y se sirvió aguardiente de orujo en un vaso
pequeño de cristal. Echó la cabeza hacia atrás y dio un sorbo. Hizo una
breve pausa para suspirar antes de hablar.
—Los demonios del reino de la oscuridad te harán caer en el abismo
profundo donde no existe la luz —pronunció suavemente, como si tuviese
miedo de que se quebrase su voz—. Los espíritus del fuego te ayudarán a
sanar tu alma enferma y rota. Habrás de restaurarla. Fuego y cenizas. En el
viaje con las almas de luz blanca visitarás el universo eterno para regresar a
la vida.
Apagó el puro, permitiendo que un último hilo blanco de humo saliese de
su boca.
—Fuego y cenizas —repitió lacónicamente, deslizando lentamente la
mirada por las altas paredes desconchadas, como si desease espantar un
pensamiento tenebroso.
Era fácil imaginar la belleza y esplendor que un día poseyó aquella casa
colonial. Volvió a llenar el vaso de licor mientras la miraba desconcertada.
—¿Voy a morir pronto? —vacilé antes de preguntar.
La santera sonrío con cierta melancolía al ver mi expresión contrariada.
—Pero volverás de la muerte —susurró acercando su cara a la mía,
mirándome fijamente.
El silencio que vino a continuación fue estremecedor. La lluvia cesó de
repente tras tres días interminables de temporal.
Sentía desasosiego, quería irme de allí cuanto antes. No quiso cobrarme
nada por la consulta y me acompañó hasta la puerta.
—Adiós, mi niña —me besó en la mejilla—. No te extrañes de lo que te
digo. ¿Ves la luna detrás de las nubes? Pues la memoria de los hombres es
como ella. El tiempo va de un sitio a otro, de un sitio a otro —explicó
dibujando con la mano el recorrido imaginario de la luna errante.
—Cuando vuelva el año que viene, vendré a visitarte —dije sin saber por
qué.
—No volveremos a vernos, no aquí en este mundo.
Entonces, se acercó y me dijo algo al oído. Un escalofrío me recorrió el
cuerpo de arriba abajo. Me llevé la mano al pecho buscando mi reloj de
plata de bolsillo para que su tictac me tranquilizase pero recordé que lo
había olvidado en mi casa en España.
Comencé a caminar deprisa. Me giré a pocos metros y contemplé su oscura
figura, inmóvil, observando cómo me alejaba mientras me dirigía una
sonrisa indescifrable.
CAPÍTULO 2
LÁGRIMAS DE UN ÁNGEL
Nacer es un milagro y morir también.
Alejandra Vallejo-Nágera
Yo solo era una adolescente la primera vez que vi morir a alguien.
Un verano, un muchacho de dieciséis años vino de una ciudad lejana para
visitar a su mejor amigo, un chico de nuestra pandilla. Sus ojos azules
estaban llenos de vida y de su ser emanaba un aura de bondad que lo hacía
especial. Era muy alegre y le encantaba bailar. Cuando bromeaba, su risa se
escuchaba por encima de todas. Pero su mirada era melancólica. Tuve la
impresión de que sufría por algo y huía de su tristeza.
Su amigo me contó que el padre había fallecido semanas antes de un
infarto. Tenía dos hermanos mayores pero vivían en otras ciudades y nunca
se preocuparon por él. Su madre entró en una depresión tan profunda que
no podía hacerse cargo de él. Ni siquiera tenía fuerzas para cuidar de sí
misma...
Sus notas escolares eran excelentes. Soñaba con ser investigador con el fin
de descubrir remedios contra enfermedades mortales y salvar la vida de las
personas. Todos decían que era un joven con un futuro muy prometedor.
Sin embargo, odiaba a su padre porque creyó que al morir lo abandonó, y
reprochaba a su madre que no le prestase la atención que necesitaba. Los
sentimientos de rechazo y abandono, tan comunes en el ser humano,
comenzaron a anidar en su corazón de niño.
Se peleó con el mundo, sobre todo con él mismo. Pensó que nadie se
preocupaba de su existencia y, para evitar enfrentarse al dolor, comenzó a
frecuentar la compañía de jóvenes que, como él, preferían anestesiar sus
emociones a conectar con ellas. Así fue cómo terminó consumiendo drogas,
aunque yo nunca lo vi tomando ninguna y su comportamiento me pareció
siempre normal, como el de cualquier muchacho de su edad.
Los días que compartimos con él fueron inolvidables para todos. Recuerdo
con claridad algunos momentos, como un día en la playa en el que él estaba
de pie junto a la orilla, con los pies en el mar y los brazos en cruz, cerrando
los ojos y sonriendo al sentir el sol y el aire en la cara. Odiaba la vida pero
la amaba con toda su alma. Solo que no lo sabía.
Volviendo la vista atrás, lo recuerdo en conexión con la tierra y el mar, con
las personas y la naturaleza y, a fin de cuentas, con la esencia de la vida. No
creo que deseara morir, solo quería escapar por un tiempo, aletargar su
corazón para no sentir.
Una noche, en una cafetería que solíamos frecuentar, estábamos
preocupados porque el joven fue al baño y no había regresado después de
un buen rato. Acompañé a su amigo hasta allí y, al abrir la puerta, lo
encontramos bocarriba, extendido sobre el suelo del baño con los brazos en
cruz. Unas lágrimas brillaban en sus mejillas.
Parecía un ángel con las alas rotas.
La causa de la muerte fue sobredosis por heroína. Muchos dijeron que se
había quitado la vida intencionadamente. No creo que fuese un acto
deliberado, sino una sobredosis accidental. O bien la sustancia estaba en
mal estado o, probablemente, aumentó la dosis para adormecer aún más sus
sentimientos y acallar su dolor.
No le dije nada a nadie, ni siquiera a mis padres. Sabía perfectamente que
habría encontrado en ellos el consuelo que necesitaba, pero sentía
vergüenza de mostrar mis sentimientos. La sociedad me había educado
desde niña para ser algún día una mujer fuerte, a quien no pisara nadie
cuando fuese mayor y entrase en la jungla competitiva de la vida. Debía
reprimir mi dolor, y si estaba herida, no tenía que exteriorizarlo porque
significaba falta de orgullo. Los chicos no podían llorar ni nosotras
mostrarnos débiles o vulnerables.
Nos enseñaban que había que vivir para trabajar, no trabajar para vivir. Y
cuando crecías, un día te dabas cuenta que estabas entregando tu vida para
que otros se hiciesen ricos a costa de ti. Nos sabíamos el atlas de memoria,
el día, mes y año de las guerras de España y del mundo, en qué consistía la
fotosíntesis, el nombre de los volcanes de la Tierra y sabíamos enumerar
todos los ríos del mundo, uno por uno. Pero olvidaron enseñarnos que la
muerte forma parte de la vida.
Cuando éramos niños temíamos a la muerte porque nadie nos hablaba de
ella. Nosotros la veíamos como una especie de monstruo cruel que
trasladaba a la gente al cielo. “Si es malo, ¿por qué se lleva a las personas al
cielo?”, me preguntaba confundida cuando era pequeña.
La muerte continúa siendo tratada como un tabú en nuestra cultura. Hablar
abiertamente de ella no es algo habitual. El miedo a encontrarnos de frente
con la tristeza es otra de las situaciones que en la actualidad muchos evitan.
En cambio, vemos cómo en culturas ajenas a la nuestra enseñan desde la
infancia que la muerte significa el tránsito a otra vida, el desprendimiento
de este cuerpo físico y el abandono del plano material que conocemos para
trascender a otro superior. Aquellas personas que viven íntimamente
conectadas con la fuente interior de su ser están unidas a su vez con la
fuente a la que pertenecemos todos los seres humanos. Cuando sientes la
Energía Creadora dentro de ti tienes la certeza de que esta vida es apenas un
suspiro y que tras ella te aguarda otra distinta. No sé cómo es, pero en el
otro lado percibí que era AMOR puro y serenidad infinita.
En esta sociedad no nos enseñan desde que nacemos cómo experimentar el
proceso de duelo. Nos dicen que, ante la pérdida de un ser querido,
debemos reprimir las emociones, hacernos los fuertes por nuestros hijos y
por el resto de seres queridos. No, decididamente no creo que deba ser así.
Y si tienes niños pequeños que te ven en duelo, no es malo que te miren
mientras sientes. Ellos aprenden más por lo que ven en ti que por lo que
dices.
Es sano que, desde la infancia, el ser humano se familiarice con el concepto
de la muerte, para reconocerla como algo natural que forma parte de nuestra
vida desde el mismo instante en el que nacemos.
Por tanto, creo que la sociedad en la que vivimos debería mostrar la muerte
como algo natural desde que somos niños. De hecho, sin ella no hay vida y
viceversa. Son las caras de una misma moneda. Es muy doloroso perder a
un ser querido o que nos diagnostiquen una enfermedad mortal, pero sería
mucho más fácil si, en vez de hacer que el tema de la muerte sea un tabú,
nos enseñasen a verla como algo que forma parte de nuestra existencia, en
vez de hacernos creer que es un espectro vestido de negro con la guadaña.
Yo veo a la muerte como un ser amoroso que nos da la mano cuando llega
el momento de abandonar este plano de vida para que nos sintamos
acompañados en el tránsito hacia una existencia nueva.
Según su origen del latín, “duelo” significa “dolor” y “luto” significa
“llorar”, “lamentar”. Perder a un ser querido es una experiencia sumamente
dolorosa. ¿Cuántas veces nos han comentado cuando ha fallecido un ser
querido que debemos dominar nuestros sentimientos y no permitir que
afloren porque eso nos haría sentir peor? Es posible que te haya ocurrido
alguna vez y, al tratar de hacerlo, sí que ha sido muy doloroso. ¡Cuánto
daño nos infligimos cuando deseamos llorar y contenemos las lágrimas por
miedo a exponer públicamente nuestra vulnerabilidad! Te recuerdo que eres
un ser humano y mostrar tus sentimientos no te hará más débil, sino más
humano.
A menudo recibo mensajes de personas que me preguntan si es cierto que el
duelo dura seis meses. Se trata de un proceso natural y necesario. No tiene
una duración establecida, ya que no es una ciencia exacta y es relativo a
cada persona, quien procesa el duelo a su manera. Cada uno debe vivirlo en
sus propios tiempos y a su modo. Al principio es normal sentir rabia,
tristeza, ansiedad, angustia, desconcierto, así como trastornos de apetito y
de sueño. Pero siempre debemos trabajar las emociones y el dolor y, poco a
poco, aceptar la realidad de la pérdida, adaptarse a una vida en la que el ser
querido ya no está y darle a este su lugar en nuestro mundo para continuar
viviendo.
La sensación de incomprensión por parte del entorno familiar y de los
amigos es algo bastante común en las personas que están viviendo un
proceso de duelo, por lo que muchos viven sus emociones de forma aislada
y solitaria por miedo al qué dirán.
Se ha escrito acerca de las etapas del duelo y existen varios modelos
psicológicos. El más conocido es el de las cinco fases de la psiquiatra
Elisabeth Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.
En general, los estudiosos están de acuerdo con estas etapas, además de
otras que pueden aparecer con mayor o menor intensidad siempre que
sufrimos una pérdida. También podemos atravesar más de una fase al
mismo tiempo.
Cuando aprendemos a aceptar la pérdida de nuestros seres queridos estamos
en el camino de uno de los mayores aprendizajes: hemos de admitir los
acontecimientos de nuestras vidas, sean cuales sean. Están ahí para
mostrarnos qué debemos curar, para transformar las piedras del camino en
escaleras que nos lleven al siguiente nivel en nuestra evolución como seres
humanos.
Esto no significa resignarse ni ser conformista. Reconocer los sucesos y a
las personas tal y como son es, posiblemente, una de las asignaturas más
importantes que el ser humano ha de aprender. Tomamos acción para
cambiar aquello que podemos modificar y no debemos resistirnos a lo que
ya no se puede cambiar.
Cuando aprendemos a aceptar podemos llegar a aprobarnos a nosotros
mismos tal y como somos, con nuestras imperfecciones y capacidades. La
aceptación nos hace libre pero nos han hecho creer que significa lo
contrario: ser resignado. Admitir la muerte es reconocer que estamos vivos.
¡Estás vivo!
Trataré de plasmar lo que he aprendido del duelo a través de mi experiencia
personal como alguien que ha sufrido sus propias pérdidas y que ha sido
voluntaria acompañando moribundos o enfermos graves para ofrecerte una
perspectiva que te ayude en el duelo y su proceso.
Antes de mi Experiencia Cercana a la Muerte, me enfadaba con el mundo
cuando sufría la pérdida de un ser querido. Era algo que negaba, era
inadmisible para mí que no volviese a ver a esa persona nunca más.
Además, aún no creía que hubiese vida más allá de esta.
Un día, cuando fui a llevar flores a mi padre al cementerio, varios años
después de su fallecimiento, fui plenamente consciente de que no había
superado su muerte ni ninguna otra. Fue un instante de revelación en el que
admití sencillamente que nunca podría dejar atrás la pérdida de un ser
querido. Al aceptarlo, la impotencia que había sentido hasta entonces, lejos
de fortalecerse, me liberó de una carga emocional, cuyo peso era inmenso y
me causaba mucho dolor.
Ya no tenía que hacerme la fuerte, al fin podía caer rendida y agotada en
una batalla que nunca ganaría, en vez de esperar que llegase lo que jamás
vendría: la superación de la pérdida. La guerra había terminado y encontré
la paz que durante tanto tiempo busqué.
A partir de ese momento comprendí que debía aprender a integrar la
pérdida de mi padre en mi vida. No tenía por qué rellenar su hueco vacío
con otra persona. Cada ser humano que amamos tiene su lugar en nuestro
corazón y nada ni nadie puede sustituirlo, ni siquiera tras su muerte.
Ese vacío que tanto me había dolido hasta entonces lo llené con su
presencia. Él estaba dentro de mí, en un rincón del alma que le pertenecía,
siempre lo había estado, pero me hallaba tan cegada por la pena que no lo
pude ver hasta entonces. Ya no tenía que superar su muerte. Continuaba sin
comprender por qué tuvo que irse tan pronto y seguía creyendo que fue
injusto, pero al fin acepté que, aunque no estaba físicamente en este plano,
vivía dentro de mí. ¡Al fin me liberé del ego!
En los funerales, muchas personas suelen decirme lo mismo: “Tienes que
ser fuerte”, “No se debe llorar frente a los hijos para que no sufran”, “El
tiempo lo cura todo”, “Algún día lo superarás y pasarás página”, “A él le
gustaría verte feliz”. Estas son algunas frases bastante comunes que reciben
las personas que viven un duelo y que demuestran creencias que muchos
sostienen.
¿Cómo se le puede decir algo así a alguien que acaba de perder a una
persona amada? Entiendo que todos lo hacen con la mejor intención para
consolar a quien sufre. Pero no suele funcionar. ¿Cómo voy a pensar que
debo ser feliz si me siento devastada? ¿Es posible creer que el tiempo lo
cura todo si la herida acaba de abrirse y no para de sangrar? ¿De qué forma
voy a aceptar que lo superaré si me duele el alma inmensamente? ¿Por qué
tengo que pasar página si no quiero?
Algunas personas nos aconsejan no llorar porque creen que nos hace mal,
incluso otras dicen que no dejamos descansar a nuestro ser querido cuando
lloramos. Pero lo cierto es que quien no llora es quien no descansa, ya que
se está guardando para sí emociones que necesitan salir.
La actitud por parte de algunas personas de nuestro entorno puede aumentar
sentimientos de rabia, aislamiento e incomprensión, los cuales podrían
llevarnos a vivir nuestro duelo en soledad de manera callada.
Que nadie silencie tu duelo.
Cuando acompaño a personas que están en este proceso les digo que pueden
negarlo una y mil veces, que tienen todo el derecho del mundo a sentirse
desgraciados, llorar, gritar, estar afligidos, y a que les dejen en paz cuando
así lo necesiten sin la obligación de dar explicaciones. Estas frases suelen
proporcionarles paz porque sienten que no deben mantenerse en pie
forzosamente cuando lo que desean en verdad es derrumbarse.
Si te quieres caer, cáete. Ya te levantarás en el momento en el que hayas
reunido las fuerzas suficientes.
No trates de esforzarte en estar bien y que los demás así lo crean porque no
es verdad. No te mientas y admite que estás roto. Y si alguien no lo
comprende, no pasa nada. Es tu duelo, el momento de dejarse acompañar
por tu dolor. Puedes sentir rabia, llorar, enfadarte. Tienes derecho a
reclamar tu espacio personal, a no estar disponible para nadie, a no tener
apetito ni ser amable con los demás. No eres un superhombre ni una
supermujer. Solo eres un ser humano que se siente desolado y asustado ante
la pérdida, como cuando eras niño. No estás tratando de superar la muerte
de ese ser querido, sino que estás reconociendo tu derrota ante la muerte.
El dolor necesita expresarse para que pueda transformarse a medida que
vamos conectándonos con él y lo procesamos. Reprimirlo solo causaría más
daño. Cuando estamos en duelo necesitamos experimentar nuestros vacíos y
exteriorizar todo lo que sentimos.
Ante la pérdida de los seres queridos debemos conectar con nuestras
emociones y manifestarlas, no escapar de ellas ni tener miedo a sentir el
dolor. Habla sobre lo que sientes y reconoce las emociones y pensamientos
que van surgiendo. No podemos huir de lo que sentimos por temor a sentir,
es un contrasentido. Se trata de transmutar el dolor gracias a la aceptación.
Los grandes filósofos y alquimistas nos hablan de la piedra filosofal y esa
piedra es nuestra mente que posee el poder de cambiar los pensamientos.
Quiero hacer un paréntesis para hablar de los hombres. Culturalmente se les
inculca que no pueden mostrar lo que sienten y que son débiles si lloran y
expresan sus emociones, ya que no se considera masculino. Esto los
conduce a reprimir y guardarse todo para ellos, pudiendo terminar sufriendo
depresión y estados de ansiedad.
Los hombres se suicidan de tres a cinco veces más que las mujeres.
La doctora en psiquiatría Anne Maria Möller-Leimkühler, autora del
estudio La brecha de género en el suicidio y la muerte prematura o ¿por
qué son los hombres tan vulnerables?, explica que las normas de la
sociedad dictan que “Los hombres siempre tienen que ser fuertes,
racionales, dominantes, autónomos, independientes, activos, competitivos,
poderosos, invulnerables, positivos... Las emociones como la tristeza, la
ansiedad, la impotencia, la incertidumbre o la indecisión deben ser
controladas y compensadas”.
Si eres hombre y necesitas llorar, hazlo, tanto si estás en duelo o es otro
asunto el que te hace sufrir. Lo que opinen los demás es solo eso, su
opinión, la única que verdaderamente cuenta es la tuya.
Volviendo al proceso del duelo, no te preocupes si las emociones,
pensamientos y sentimientos aparecen y desaparecen por periodos más o
menos prolongados. A veces una emoción será más intensa para después
dar paso a otra, como si estuvieses en una montaña rusa. No te estás
volviendo loco ni estás enfermo. Sentir ese cóctel de emociones es natural.
Todas estas manifestaciones son parte de una experiencia normal y de la
sintomatología que se asocia al proceso de duelo.
Es difícil continuar con las tareas habituales. No es preciso que las lleves a
cabo como siempre. No hagas más de lo que no puedes. Nada es más
importante que tu bienestar. Y si necesitas ayuda para realizar tus
quehaceres diarios, pídela, no trates de fingir fortaleza.
Busca tus tiempos para sentir, expresar y dar significado a lo que estás
viviendo día a día. Y si es necesario, permítete recibir ayuda profesional.
Puede ser muy duro para nosotros ver sufrir a una persona que ha perdido a
un ser amado. Nos gustaría hacer todo lo posible para que se sienta mejor
pero nos resulta difícil consolarla, no sabemos qué decir y hacer en esa
situación. Además, podemos sentir reticencia a hablar de este tema, ya que
nos conecta con nuestros propios duelos y miedos que sentimos ante la
muerte.
¿Conoces a alguien que está en el proceso de duelo y te gustaría ayudarla
pero no sabes cómo?
Como ya hemos visto, no digas frases del tipo “Tienes que ser fuerte”, “La
vida continúa, debes pasar página” o “Tienes que despejarte, sal un rato a
pasear”, “Debes comer más”, entre otras similares. Esa persona se sentirá
en la obligación de tener fuerza de voluntad y mostrarse más entera de lo
que puede en ese momento. Esto solo hará que se sienta peor.
Si acompañas a una persona en duelo, escúchala sin juzgar, sin presionar,
sin opinar, permitiendo que pueda desahogarse hablando de lo que siente.
No intentes buscar palabras de aliento ni hagas que el otro crea que está
obligado a hablar. El poder de nuestra presencia es superior al de las
palabras. Debemos brindarle un espacio seguro en el que pueda expresarse
libremente. La mejor forma es sencillamente ESTAR junto a ella,
acompañándola en su dolor.
Por otra parte, muchas veces intentan acallarnos en los momentos que
recordamos, nos critican diciendo que ya ha transcurrido demasiado tiempo
como para seguir hablando de esa persona que amamos y perdimos.
Creo que nunca es suficiente para recordar a quien quisimos y murió.
Hablar sobre nuestras historias vividas junto a ellos nos permite traerlos al
presente, integrar las emociones y honrar su memoria. Nadie tiene autoridad
en nuestra vida para decirnos cuánto hemos de recordar a un ser querido
fallecido. Puede que algunos lugares, objetos, sabores, canciones u olores
nos traigan recuerdos sobre momentos vividos con la persona que perdimos.
Recordar es necesario y decisivo durante el proceso de duelo porque da
significado a nuestras vivencias junto a la persona y, poco a poco, dar
gracias a esos instantes convertidos hoy son recuerdos.
Recordar a tu ser querido y hablar de él no es malo. Que nadie te haga creer
lo contrario.
Aceptar la muerte es aceptar la vida y admitir que nuestra realidad en el
planeta Tierra dura un tiempo limitado. Escondernos de la muerte sería
como escondernos del amor. Es imposible. No podemos huir de lo que
somos: seres infinitos y eternos en cuerpos temporales.
Al vivir el fallecimiento de un ser querido podemos sentir como si nuestra
vida se hubiese roto en mil pedazos. De repente, todo es diferente, la vida
ya no es de color. Sobrellevar el día a día con este pesar a cuestas puede
llegar a ser terrible.
Mímate, quiérete, date amor, abrázate.
Habrá momentos en los que sientas que la vida no tiene sentido pero
recuerda que eres la persona de siempre, solo que estás padeciendo una de
las situaciones más dolorosas a las que se enfrenta el ser humano. Paso a
paso, un día a la vez, irás llenando el hueco vacío con el amor de tu ser
querido, y volverás a vivir momentos hermosos.
En los tramos más difíciles del camino comprobarás que aun cuando creíste
que no ibas a poder, sí pudiste, y que eres más fuerte de lo que pensabas,
has sobrevivido a uno de los dolores más inmensos.
Cuando te sientas solo y abandonado piensa que el espíritu de esa persona
está contigo y los tuyos. Te ayudará dar las gracias por haber tenido la
fortuna de tener a ese padre, madre, pareja, hermano, hermana, amigo,
amiga, hijo o hija que has perdido. La gratitud es una de las vibraciones
más elevadas que podemos experimentar. La vida tuvo la generosidad de
hacerte un regalo sagrado: esa persona.
Tienes la capacidad de dar y recibir amor. Si no crees en la existencia del
alma y que esta nunca muere, entonces cree en el amor que compartiste con
tu ser querido. Su amor eterno te acompañará siempre, vayas donde vayas.
En los momentos más difíciles puedes ir a ese lugar dentro de tu corazón
donde se encuentra la llama eterna del Amor Inmortal.
Yo, décadas después, finalmente puedo ir al lugar de mi ser donde está el
recuerdo de aquel joven de mirada melancólica. Su madre se entregó en
cuerpo y alma a jóvenes que tenían problemas con la drogadicción,
llevándoles un mensaje de esperanza.
La pérdida de su hijo, en vez de hundirla más en la depresión, la sacó del
infierno para vivir una vida con sentido y propósito. Gracias a la muerte de
su hijo salvó la vida de cientos de jóvenes enfermos de espíritu que,
cansados de sufrir, caminaban entre tinieblas hacia un destino incierto. Él, a
través de su madre, fue la luz que guio a otros ángeles con alas rotas hacia
un destino feliz.
Hoy, quiero decirte que tu muerte no fue en vano y tu sueño de salvar vidas
se cumplió. Pero eso ya lo sabes porque durante todos esos años
acompañaste a tu madre, no la dejaste nunca sola. Ella estaba segura de que
tu misión en la vida fue morir joven en aquellas circunstancias para que
viviesen otros jóvenes condenados a muerte. Yo también lo creo así.
Con el tiempo, llegó la hora de la partida de tu madre y sé que estáis juntos
en casa, para siempre.
Nunca te lloré y viví el resto de mi vida como si no hubieras muerto y
jamás te hubiese encontrado en aquel baño. Hasta ahora. Hoy me libero de
la carga de este duelo postergado. Te digo adiós y me despido de ti con la
certeza de que volveremos a encontrarnos.
Por fin puedo llorarte y decir tu nombre sin que se rompa mi corazón.
Gracias por haber existido, Alejandro.
CAPÍTULO 3
MIL MARIPOSAS
La mariposa no cuenta meses sino momentos, y tiene tiempo suficiente.
Rabindranath Tagore
PARTE I
Estaba cansada del viaje a Costa Rica, tras 11 horas de espera en el
aeropuerto de La Habana. Echaba de menos a mis compañeros con quienes
había compartido en Cuba varias semanas de voluntariado. A esas horas ya
estarían de vuelta en sus hogares en España. Yo regresaría un mes después,
pues deseaba reencontrarme con Samuel y su familia. Aquel lugar era un
refugio para mi espíritu, lejos del ruido de las grandes ciudades y del estrés.
Me sentí muy feliz de estar en Costa Rica de nuevo. Fui hasta el
embarcadero para disfrutar del amanecer. Podía sentir los colores rojo y
amarillo sobre mi pelo y el frescor del alba en mi cara. La visión de la selva
a orillas del caudaloso río era formidable. El sol hacía brillar con intensidad
las aguas y la vegetación que se hundía en ellas.
Me envolvió el perfume de la hierba fresca y las flores, mezclado con un
profundo aroma a fermento húmedo, a descomposición orgánica y
naturaleza muerta. El olor, tan peculiar y penetrante como familiar, estaba
impreso en mis recuerdos. ¿Cómo olvidarlo? La esencia de aquel lugar
permanecía imborrable en mi memoria.
Todos dormían, excepto Samuel, el director del hotel-lodge, a quien
escuché trajinar en la cocina.
Oí el canto armonioso del yigüirro, muy común cuando comenzaba la
estación de las lluvias. Las tormentas tropicales eran frecuentes durante esa
época y atemorizaban a los turistas, por lo que el hotel estaba vacío.
El lodge, como todos los alojamientos de este tipo, era pequeño, apartado
del bullicio de las ciudades y rodeado de naturaleza. Lo componían doce
cabañas o cabinas de madera levantadas sobre pilares, para que no se
inundasen con las grandes crecidas del río durante la estación lluviosa.
Samuel ocupaba una cabaña con su hijo Erick; su hija Josette compartía la
suya con su abuela, la madre de Samuel.
Josette y yo nos enviábamos dos o tres cartas al año. Disfrutaba mucho
escribiéndolas a mano en la era digital. Me parecía más cercano y emotivo.
En la última carta que recibí hacía tres años y medio me explicó que su
hermano Erick fue diagnosticado de leucemia. No podía creerlo. ¡Solo tenía
ocho años! La familia estaba devastada. Sentí cómo mi alma se desgarraba.
Me refirió algunos detalles sobre la quimioterapia y el tratamiento con otros
medicamentos. El niño respondía bien a la medicación, pero los médicos
eran muy cautelosos sobre el pronóstico y tenían pocas esperanzas de que el
pequeño sobreviviese.
Le escribí muy preocupada, pero no respondió. Volví a escribirle. Nunca
contestó. Pasaron los meses e imaginé lo peor.
A pesar de los malos presagios, tras dos años de tratamientos fuertes y
dolorosos, Erick logró esquivar a la muerte.
Samuel me saludó a lo lejos desde la barra del bar y fui hacia él.
Estaba divorciado de su mujer y vivía allí con su madre, a la que todos
llamaban Mamá Dori. Erick y Josette residían con su madre en la capital del
país y disfrutaban de vacaciones escolares.
Estrechó mi mano para desearme buenos días. Eran evidentes los signos del
sufrimiento causado por la enfermedad del niño. Habían transcurrido varios
años desde la última vez que nos vimos. Calculé que ahora tendría unos
cincuenta años pero parecía haber envejecido décadas. Sin embargo, la
chispa de sus ojos verde claro iluminaban su rostro repleto de arrugas
profundas. Su cabello negro estaba cubierto totalmente de canas. Era de
baja estatura y caminaba algo encorvado, sus pasos eran ligeros y sus
movimientos ágiles.
Todos despertaron y salieron a nuestro encuentro. Samuel fue a preparar el
desayuno. Josette, Erick y la abuela me abrazaron alegres de volver a
verme.
Josette era una adolescente cuando la conocí. Se había convertido en una
joven de piel trigueña y sus grandes ojos negros sonreían en el óvalo dulce
de su cara. Sus gestos y expresiones se correspondían con los de una
muchacha soñadora cuya mayor ilusión era viajar algún día a España para
conocer sus montañas cubiertas de nieve y las ciudades con barrios
históricos.
Erick, a pesar de todo el dolor padecido, reía continuamente, encantado de
estar con la familia en la selva, lejos de la ciudad. Tenía gran parecido con
Josette, su piel también era trigueña pero sus rasgos más indígenas, con el
pelo, muy negro y brillante, cubriéndole la nuca. Observaba el mundo con
gran curiosidad a través de aquellos ojos vivarachos tan oscuros. Su rostro,
en cambio, estaba pálido y demacrado a causa de los tratamientos sufridos.
Mamá Dori tenía ochenta años, de piel blanca y aspecto europeo como su
hijo Samuel. Le encantaba vestir túnicas largas de colores llamativos y su
carácter, alegre y genuino, la convertían en una mujer imposible de olvidar.
Iba siempre acompañada de la lora Juana al hombro, una enorme y
gordinflona guacamaya de plumas rojas, amarillas y azules, a la que le
encantaba comer mantequilla y decir: “Hola, guapo. Un cigarro”. La mujer
fumaba y le enseñó esas palabras para conseguir tabaco de los turistas.
Mamá Dori tenía el trasero más grande que jamás había visto en mi vida y
le gustaba bromear sobre él. Su energía era inagotable. Ella era el
contrapunto en los momentos de silencio y soledad en la selva.
Estaban felices de que estuviese allí y yo me sentía dichosa junto a ellos.
A Erick le encantaba jugar con los insectos, reptiles, cocos y las hojas y
ramas de los árboles pero su mayor pasión era pintar. Sus dibujos ya eran
asombrosos cuando solo tenía tres años de edad.
Fui a mi cabina situada frente al río para recoger varios cuadernos, lápices y
rotuladores de colores que había traído para él.
La madera de las paredes y del techo desprendían un profundo vaho a
humedad y moho. Una cama sobre la que pendía un tul blanco, un armario
muy pequeño con una percha y una mesita de noche componían el
mobiliario de la cabaña.
El baño era muy pequeño e interior y, dado que no había luz eléctrica,
permanecía completamente a oscuras, a excepción de un par de horas
durante la noche cuando funcionaba el generador. Estaba lleno de
escorpiones, por lo que decidí asearme a oscuras en adelante. No les temía,
pero prefería no verlos.
Junto a la cama, una pequeña ventana cubierta con tela metálica, dejaba
pasar luz suficiente para moverme.
Erick entró como un torbellino en mi cabina. Estaba aún muy delgado tras
la enfermedad y reprimí los deseos de llorar. Recordé la primera vez que lo
vi tan pequeño, con una risa contagiosa que aún conservaba. No tenía
juguetes pero se divertía más que cualquier otro niño que tuviese todos los
juguetes del mundo.
Me observaba atento y en silencio mientras sacaba de la maleta los
cuadernos y los estuches. Se los di y saltó con brincos de alegría. Los
estrechó fuertemente contra su pecho y se puso de puntillas para darme un
beso. No puedo describir con palabras la profunda alegría que sentí al ver
su cara radiante, llena de satisfacción.
El niño correteó mostrando a todos su regalo. Fui tras él por el pasillo de
madera que comunicaba el bar con las cabañas. Olía a frutas frescas y a café
recién hecho.
El bar, con techumbre y suelo de madera, era como una gigantesca cabaña
sin paredes. La cabaña-bar estaba compuesta por una mesa de madera para
doce comensales que construyó Samuel con hojas de palma y una barra que
comunicaba con la cocina.
Samuel nos había preparado platos variados. El alimento básico lo
constituía el gallo pinto, plato bandera de Costa Rica, a base de frijoles y
arroz, acompañado por rebanadas de pan tostado, mantequilla, jamón
cocido y queso de vaca. Distintas variedades de frutas frescas y fritas, café
y leche completaban el desayuno.
Saboreé el exquisito café, cultivado en el Valle Central del país, y le añadí
azúcar moreno. El primer sorbo, dulce y caliente, renovó la sangre de mis
venas.
Mientras desayunábamos hablamos sobre los animales más peligrosos.
—El animal que más me asusta es el oso caballo —dijo Erick.
Samuel me explicó en mi anterior visita que se trataba de una especie en
extinción, cuyo aspecto era el de un oso pequeño con pezuñas de caballo y
cola fibrosa, que caminaba como un hombre en jarras. Cuando alguien tenía
la mala fortuna de toparse con el animal, este abría amorosamente los
brazos hacia su víctima, a la que asfixiaba durante el abrazo, mientras
gritaba con la misma voz de un hombre: “eh, eh, eh…
Pecho amarillo, un ave de vistoso plumaje amarillo en su pecho era, según
Josette, el animal más agresivo. Su pico era tan largo como la cabeza y
terminaba en gancho y atacaba a los ojos y a las cabezas de las personas que
pasasen bajo su nido para proteger a sus crías. No llegué a saber si esto era
cierto o se trataba de algún tipo de leyenda.
Samuel habló del mono macho que meses atrás estuvo a punto de devorar a
sus tres crías por el hecho de ser varones. La hembra tuvo tiempo de salvar
a sus hijos, dejándolos en la puerta de su cabaña para que ellos los cuidasen.
Sin embargo, los pequeños murieron de tristeza a las pocas semanas. Aquel
mismo mono macho fue el que, tras pelearse con otro, lo expulsó a de la
manada. Samuel llamó al simio exiliado el mono solitario. Este frecuentaba
los alrededores del hotel, buscando la compañía de los seres humanos.
Mamá Dori, por su parte, opinaba que el animal al que verdaderamente
debíamos temer era a la serpiente terciopelo, mortífera a pesar de su dulce
sobrenombre. “Si de madrugada escucha el llanto de un niño, no acuda. La
terciopelo imita a la perfección el llanto de los niños pequeños y de las crías
de monos para atraer a sus presas”, me advirtió muy seria la primera noche
que dormí allí, años atrás.
La mujer echó el humo del cigarrillo que fumaba sobre la cara de la lora
Juana, que acababa de posarse en su antebrazo. La guacamaya abrió el pico
y aspiró el humo, expulsándolo después en forma de círculos perfectos.
Todos reímos.
***
—Tengo que dibujar al oso caballo —David reía escuchando mi historia—.
Eh, eh, eh —imitó al animal, mientras se divertía acercándose a mí como si
fuese a darme un abrazo mortal.
David tenía 11 años y padecía leucemia. Lo conocí durante mis visitas a una
amiga que se encontraba en la habitación contigua. El hospital se hallaba en
obras y en ese ala había enfermos de todo tipo. El niño estaba ingresado en
una habitación junto a otros pequeños con cáncer.
Me llamó la atención desde el primer momento porque me recordaba
mucho a Erick. David tenía la misma edad que él la última vez que lo vi.
Ambos miraban el mundo con curiosidad, tenían los ojos profundos y
negros, eran altos, de complexión delgada y piel morena. Sin embargo,
Erick había recuperado su cabello negro y brillante cuando lo vi la última
vez y David había perdido casi todo el pelo, a causa de los efectos
secundarios de los tratamientos.
Al igual que Erick, sus grandes pasiones eran dibujar y los animales. Tenía
guardados en una mochila casi más de cien animales de plástico en
miniatura que su madre le regaló. Unas veces jugaba con ellos, otras los
dibujaba. Le regalé un cuaderno de bocetos y lápices para colorear. Poseía
un talento especial para el dibujo.
De repente, dejó de reír y su expresión se ensombreció en aquel rostro
angelical marcado por el cansancio.
—¿Erick estaba roto como yo?
—No, nadie lo está —le acaricié la mejilla—. ¿Quieres que siga con la
historia?
—¡Sí! —exclamó con entusiasmo.
Durante un almuerzo, le conté a su madre el relato de Erick y su familia y
me pidió que también lo compartiese con David. Y eso hice durante las
siguientes semanas.
PARTE II
***
—¿Tan pronto levantados? —preguntó Samuel acercándose hacia nosotros.
Le ofrecimos una sonrisa dormilona y él nos devolvió la suya, nueva y viva
como la mañana que comenzaba a despuntar.
Un ave, parecido al gavilán, se posó sobre una de las ramas secas del árbol
bajo el que me encontraba con Mamá Dori, Josette y Erick. Madre e hijo
intercambiaron una mirada significativa.
—Hoy no lloverá. Lo dice el guaco —Samuel señaló al pájaro—. ¡Vamos
de excursión a la laguna!
—No sé si tendré fuerzas para ir de excursión —Erick se giró hacia el árbol
de gran altura del que procedía el canto de la paloma morada. Era el cucú
triste, así lo llamaba el pequeño—. ¿Y si vuelve la enfermedad y me
muero?
Sentí rabia. El niño miraba a la paloma mientras escuchaba su canto
lánguido y repetitivo y vi cómo el miedo brillaba en sus ojos. Era injusto
que un niño tuviese que pasar por algo tan terrible.
Aún no había vivido mi Experiencia Cercana a la Muerte y desconocía que
somos criaturas con almas eternas que vienen de viaje a la vida. Por
entonces, creía que el ser humano era solo energía y que cuando su cuerpo
físico moría, se transformaba en algo inmaterial que flotaría por el universo.
Pensaba que la muerte era el punto y final a esta vida y que no existía nada
más cuando finalizara. Tuve que morir para entender lo equivocada que
estaba.
Apreté sus manos con cariño, tratando de animarlo.
Nada más desayunar nos preparamos para irnos de excursión. Mamá Dori
prefirió quedarse. Le gustaba pasar tiempo sin la compañía de los humanos.
En el fondo era una mujer solitaria. De vez en cuando la sorprendía
mirando ensimismada hacia un punto invisible, como si intercambiase una
mirada significativa con alguien en algún lenguaje secreto mientras sonreía
enigmáticamente.
En los poblados y granjas cercanas corría el rumor de que la abuela se
dedicaba a la magia y adivinación. Algunos decían que era una mujer
chamán. No encontré ningún motivo para creerlo, pero a veces tenía el
presentimiento de que llevaban razón. Era muy espiritual y quizá su
conexión con la naturaleza la hubiese convertido en la guardiana de la
puerta de los bosques.
Montamos todos en la lancha motora, llamada Titanic II. La primera se
hundió el mismo día de su estreno. A Samuel le pareció chistoso y no dudó
en repetir nombre a la siguiente lancha que, por fortuna, llevaba
funcionando bien dos años.
Erick parecía más animado a medida que nos adentrábamos en el bosque
tropical. Adoraba a los animales y disfrutaba observando a las serpientes,
cocodrilos, monos, ranas de ojos rojos e iguanas. Le encantaba el tigrillo o
leopardo tigre pero, sobre todo, el jaguar era su animal favorito.
Durante dos horas recorrimos diversos brazos que nacían del caudaloso río,
como si siguiésemos una ruta laberíntica. Cada vez que abandonábamos un
canal para adentrarnos en otro el paisaje se hacía más espeso y sorprendente
con árboles gigantescos que casi impedían el paso de la luz. En pocas
hectáreas podías encontrar aproximadamente 100 especies diferentes de
árboles, algunos de ellos hasta de 44 metros y más, y gran diversidad de
plantas gigantes. En el país existían unas 1500 especies de orquídeas. Era
fascinante verlas crecer en los troncos de los árboles.
El sol no vivía en la selva tropical. La feroz competencia entre los árboles y
las plantas por alcanzarlo creaba un escenario de tamaño colosal e
inalcanzable, en el que el ser humano parecía insignificante.
De entre todas las aves acuáticas, el pato aguja era el más llamativo:
asomaba su largo y delgado cuello por encima del agua, dando la impresión
de tratarse de una serpiente. Muy cerca de estos solían estar los pantiles,
patos muy pequeños, y los patos chancho, llamados así porque emitían
gruñidos parecidos a los del chancho, nombre con el que se conocía en ese
país al cerdo.
Sin embargo, el ave de agua más sorprendente era la jacana, dado su
extraordinario comportamiento. Según me explicó Manuel, estas aves
pequeñas, tras elegir un macho entre cinco candidatos, ponían los huevos y
se marchaban en busca de otro nido. Y así sucesivamente, quedando en
cada caso el macho a cargo de la cría de los polluelos.
Erick hizo que me fijase en una especie de gallina de monte, con aspecto de
pavo, que trepaba por las copas de los árboles de mayor altura.
—Es un pavón —explicó—. Se alimenta de frutos venenosos, por lo que las
personas pueden comer su carne, pero no sus huesos.
—¡Una morphus! —gritaba Josette entusiasmada cada vez que se acercaba
esta mariposa, una de las más grandes del mundo, de color intenso azul añil
metalizado y negro.
Me enamoré de su belleza deslumbrante desde la primera vez que la vi años
atrás. Sin embargo, existían otros cientos de especies de mariposas, de los
más diversos tamaños y colores. Cuando íbamos a la playa me resultaba
curioso observar cómo libaban la humedad de los caparazones de las
tortugas que se posaban sobre las rocas para tomar el sol.
—¿Sabías que una morphus vive más o menos 115 días desde que está en el
huevo hasta que muere? Otras mariposas pasan mucho tiempo siendo
orugas y cuando consiguen sus alas, viven solo un día —la voz de Erick se
puso triste.
Al ver las mariposas recordé el significado de la palabra “metamorfosis” y
su procedencia del griego “meta-morfé”, que significa "más allá de la
forma anterior". Aquello me dejó muy pensativa. Miré al niño y me
estremecí al ver cómo la enfermedad y la medicación le habían quitado
parte de su fortaleza. La muerte estuvo cerca de arrebatarle su don más
preciado: la vida. ¿Volvería de nuevo para robarle lo que no pudo o al fin el
niño estaba a salvo de ella?
En la etapa final hacia la laguna recorrimos un tramo por el que había que
circular a poca velocidad a causa de la arena. El agua del canal era negra
pues las hojas de los árboles caían y se pudrían en el fondo. Cualquier
espejo habría envidiado el reflejo de las imágenes sobre aquellas aguas que,
a diferencia de las del río del lodge, no estaban recubiertas de espuma
parduzca.
Lo que ellos llamaban la laguna era una vasta extensión despoblada de
árboles que se cernía en torno a un lago de color turquesa que reverdecía
cuando las nubes ocultaban el sol.
Samuel había instalado tiempo atrás un cómodo merendero a pocos metros
de la orilla, compuesto por una larga mesa de palma y asientos de madera,
una hamaca y una espléndida barbacoa.
Lo ayudé a preparar la carne de vaca en la parrilla mientras veía cómo Erick
y Josette pescaban sábalos ayudados únicamente por un sedal que sostenían
en las manos. Cada vez que miraba al niño tenía una extraña sensación
difícil de explicar. Podría jurar que una sombra negra lo acompañaba en
todo momento.
Recordé con pesar que, semanas previas a la muerte de mi padre, veía todas
las noches antes de acostarme la silueta de alguien en la cancela de mi casa.
La figura permanecía inmóvil, apoyada en las rejas. Salí fuera en varias
ocasiones pero la imagen desaparecía al acercarme. No sabía qué o quién
era, solo la veía yo, nadie más. Cada noche podía sentir su mirada sobre mí
a través de las paredes mientras dormía. Por entonces, no creía que yo
tuviese alma, pero ella me estaba advirtiendo de la muerte de mi padre.
***
—Si no me curo, me convertiré en jaguar —dijo David con los ojos muy
abiertos—. ¡Ahora también es mi animal favorito!
Su cara expresaba emoción mientras escuchaba mi relato, parecía vivirlo en
primera persona. No le hablé de mis sospechas sobre la enfermedad de
Erick, por eso me sorprendió:
—¿Seguro que Erick estaba curado? —preguntó preocupado, como si
intuyese que le ocultaba algo.
—¡Claro que sí! —le di un beso en la frente.
Habían transcurrido dos años desde que le diagnosticaron la leucemia, pero
lo ingresaron a causa de una recaída. A pesar de ello, los médicos eran
optimistas en el pronóstico. Su aspecto era mejor que el de la mayoría de
niños de la habitación.
Iba a visitar a mi amiga una vez a la semana y después estaba un rato con él
y su madre. También pasaba tiempo con los otros niños con quienes me
gustaba compartir juegos y canciones. A veces venían grupos de voluntarios
y los pequeños lo celebraban con una alegría genuina que no solía ver en
los adultos sanos.
Aquellos niños, aun sabiendo que quizá no superarían su enfermedad,
vivían el “ahora” y sacaban el máximo provecho de cada segundo de vida.
Para mí, que sabía bien lo que suponía tener una condena a muerte, aquellos
niños fueron maestros de quienes aprendí que nunca es suficiente cuanto
hagas por tratar de ser feliz. En cada día que nos concede la vida queda más
jugo para saborear del que creemos.
Antes de despedirnos David me regaló el dibujo de un oso caballo con los
brazos abiertos. Era fantástico, parecía real. Me recordó a las pinturas de
Erick, tenían el mismo estilo. Contuve las lágrimas.
Dejé atrás la habitación de colores y a David en compañía de los otros
niños, mientras sus padres tragaban lágrimas de sangre, sin saber si sus
hijos sobrevivirían.
CAPÍTULO 4
NO CREO EN EL JAMÁS
El más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la
esperanza muerta.
Federico García Lorca
Octubre de 2008. Estoy en el Hospital Macarena de Sevilla. A la una de la
madrugada me ha despertado mi amigo Miguel para decirme que han
ingresado a Gema. Me encuentro en la sala de espera de urgencias.
Muchas personas aguardan su turno. He llegado primero y estoy muy
nerviosa. He cogido el bloc de notas que llevo siempre conmigo para
escribir mientras llegan los demás.
Ha pasado un año desde mi Experiencia Cercana a la Muerte y me doy
cuenta ahora de cuánto ha cambiado mi percepción de los hospitales. Antes
de vivir ese trance me parecían lugares muy tristes donde el olor
desagradable a desinfectante se mezclaba con el de la enfermedad y la
muerte. Ahora los veo como edificios donde se concentran energías de alta
vibración siendo el amor la primordial.
Salvo excepcionales casos, he visto mucho amor y entrega en los sanitarios
de los hospitales que he visitado en el mundo. Creo que muchos enfermos
sobrevivieron gracias a los cuidados, mimos y palabras de aliento de los
enfermeros que los atendían. Tengo amigos médicos que son cooperantes
internacionales y viajan a los países olvidados por el mundo rico para
ofrecerles ayuda humanitaria. Lo hacen por amor. El amor puede salvar
vidas. Y en los hospitales hay mucho.
En ellos nacen niños que abren sus ojos por primera vez a este mundo
maravilloso; se recuperan enfermos que habían perdido toda esperanza por
vivir; otros se marchan y sus almas regresan al hogar del que partieron.
El muchacho que se sienta a mi derecha está tomando café en un vaso de
cartón. No sé si es de alguna máquina expendedora del hospital o del bar
de enfrente que está siempre abierto. Estoy inquieta y preocupada. Cierro
los ojos y me dejo envolver por el aroma del café humeante. Me siento algo
más calmada. Los olores familiares dan cierto sosiego cuando nos
encontramos en lugares que están lejos de nuestro espacio habitual.
¿Cómo estará Gema?
Por lo que sabemos, ha sido un infarto. ¡Pero si es muy joven! En recepción
no me dan información por no ser familiar. Les he explicado varias veces
que no tiene parientes pero la respuesta es siempre la misma.
Son cuatro hermanos y, cuando ella cumplió los dos años, los padres la
entregaron a sus abuelos para que la cuidasen, ya que ellos no disponían
de medios económicos. Después de aquello, sus padres nunca más
volvieron a interesarse por ella. Su abuela murió hace 10 años y su abuelo
semanas después. Se quedó sola a los 20. Trató de reunirse en muchas
ocasiones con sus padres y hermanos para verlos y abrazarlos, pero
siempre la rechazaban. Su sentimiento de abandono la convirtió en una
chica propensa a las depresiones.
Su sueño es ser fotógrafa y trabajar para alguna revista en Nueva York y
viajar por el mundo. Muchos la critican porque creen que tiene demasiados
pájaros en la cabeza y le dicen que se conforme con seguir haciendo fotos
para el periódico local en el que trabaja. Ella sabe cuál es mi opinión: los
sueños son innegociables y no debería permitir que nada ni nadie se
interponga entre ella y sus deseos. No le importa trabajar muchas horas al
día por un sueldo pequeño con tal de cumplir su objetivo.
A veces se deja llevar por la melancolía, se encierra en sí misma y no
quiere hablar con nadie. Sé que lleva años sufriendo pero teme abrir su
corazón y mostrarnos sus heridas. Me gustaría ayudarla, aunque he de
aceptar que debe vivir su propio proceso como ella decida libremente.
¿La estarán operando? ¿Estará muy grave o fuera de peligro? ¿Se
encontrará en una habitación sola y con miedo?
Necesito distraerme. Me fijo en la portada del periódico que está leyendo el
hombre que tengo enfrente. “Julián Muñoz ya está en la calle”, dice el
titular. Otras personas que también están viendo la portada comentan
indignados que no hay justicia para los corruptos.
Después, veo una fotografía del tenista Rafa Nadal. ¿Cuántos títulos ha
ganado este año? Son tantos que no puedo recordarlos. En verano compitió
en los Juegos Olímpicos de Pekín y consiguió el primer oro en la historia
del tenis olímpico español. ¡Qué ejemplo de entusiasmo y tenacidad! En el
periódico aparece con una sonrisa radiante mientras sostiene orgulloso un
trofeo entre sus manos. Su rostro es el de la felicidad, del deseo cumplido,
de la recompensa al esfuerzo. Sonrío.
Nos ha sobresaltado a todos el sonido estridente de una ambulancia que
acaba de llegar. En cuestión de segundos se crea un gran alboroto en la
puerta de urgencias. Todos nos giramos hacia allí y vemos cómo los
sanitarios irrumpen con una camilla sobre la que se ve a un joven que
parece inconsciente. Tiene muchas heridas. Parecen graves. Estoy
impresionada. No creo que nadie pueda sobrevivir a ese estado. Al parecer,
por lo que he podido escuchar, ha sufrido un accidente de moto. Las
personas que están sentadas cerca de mí hacen conjeturas sobre lo que
habrá ocurrido y hacen suposiciones sobre si vivirá o no.
Me siento angustiada. Mis amigos viven lejos y tardarán aún en llegar.
A la derecha del hombre con el periódico hay una mujer que tiene en
brazos a un bebé con fiebre que, de vez en cuando, llora desde que llegué.
Por fin, la llaman para atenderlo. Suspira aliviada pero su expresión
muestra temor y preocupación. Imagino que el tiempo que ha debido
esperar le habrá parecido eterno. Cuando nos encontramos en esa delgada
línea entre la duda y la certeza no importa si son pocos o muchos minutos
porque el tiempo parece extenderse hacia el infinito.
Recorro con la mirada la sala de espera. Hay un anciano que está solo y
cabizbajo. Lleva puesta una camisa negra y tiene dos anillos de matrimonio
en su dedo anular derecho. Deduzco que es viudo. No para de toser y de
sudar. No tiene buen aspecto. A veces suspira y levanta la vista hacia
arriba, como si esperase que alguien, tal vez su mujer, acudiese en su
ayuda.
Observo a niños, jóvenes, hombres y mujeres enfermos de todas las edades
mientras esperan solos o con sus familiares. El tiempo discurre lento, de
manera dolorosa.
Por un instante, cierro los ojos y trato de percibir la intensa energía
concentrada en esta sala de espera. Puedo captar el miedo, el desconsuelo
y la amargura, pero también puedo sentir el latido de la esperanza en los
corazones de estas personas.
Es una sensación muy parecida a la que noto en los aeropuertos, las
estaciones de bus y de tren, donde hay besos, abrazos, despedidas,
reencuentros, lágrimas de tristeza, lágrimas de felicidad...
Según la mitología griega, la esperanza fue el último de los vientos que
soltó Pandora de la caja de todos los males del mundo. Cuando la cerró, en
el fondo quedaba Elpis, el espíritu de la esperanza, el único bien que los
dioses habían metido en ella. De esta historia nació la expresión “La
esperanza es lo último que se pierde”.
Para algunos, la esperanza puede llegar a ser cruel porque implica que
existe la posibilidad de que lo que tanto deseamos suceda. ¿Y si no ocurre?
Para ellos, esperanzar a una persona podría significar darle falsas
ilusiones, haciendo la herida más profunda.
No sé si alguien leerá algún día esto que escribo, pero si es así, quizás tú
seas una de esas personas a las que le dieron esperanzas y luego se
convirtieron en “falsas esperanzas”. Puede que ese suceso te hiciera sentir
ira porque tus expectativas no se cumplieron. Pero la esperanza no puede
ser verdadera o falsa, simplemente es. Y mientras es, te cobija y da calor
entre sus brazos.
En la noche oscura de tu alma la esperanza es esa chispa de luz que brilla
al final del camino de lágrimas. No importa lo que ocurra después.
Mientras fuiste hacia esa luz, viviste. El valor de ese trozo de vida es lo que
en verdad importa, incluso cuando falta poco para decir adiós a la vida. La
esperanza siempre está ahí diciéndote que, al igual que ella, nunca dejes de
brillar, hasta el último aliento.
Si yo hubiese tenido esperanza cuando me diagnosticaron la enfermedad
mortal, podría haber vivido de otra manera mis últimos días, lo habría
hecho con dignidad. Aunque los médicos no me dieron ninguna esperanza,
no habría vivido cada día con tanta tristeza, como una sombra de mí
misma.
Cuando comencé a acompañar a enfermos me sorprendió ver una luz
extraña en los ojos de muchos de ellos. Al fondo del oscuro y tenebroso
pasadizo de sus vidas brillaba una luz que asomaba a sus miradas: la
esperanza.
Creo que vivir sin esperanza es muy triste.
Uno de los momentos más impactantes de mi vida fue cuando abrí los ojos
en la UCI después de mi Experiencia Cercana a la Muerte. Desperté tras
24 minutos de parada cardiorrespiratoria en un cuerpo enfermo. Había
regresado, pero mi enfermedad seguía dentro de mí. Una diminuta luz
blanca resplandeció al fondo de la sala. Aquel pequeño destello hizo que
por primera vez en mucho tiempo mi alma se agitase de alegría. Al fin una
luz...
Después, los médicos me confirmaron que mi enfermedad seguía su curso y
que no existía remedio capaz de evitar el desenlace mortal. Pero aquella
luz pequeña me acompañaba donde quiera que fuese y el lúgubre pasadizo
por el que había caminado antes de morir recobró calidez, ya no era una
lugar horrible y tenebroso. Aunque ese resplandor era casi imperceptible,
alcanzaba más allá de cuanto podía imaginar. ¡Era la esperanza de
sobrevivir! ¿Y si los médicos se equivocaban? ¿Y si lograba ser feliz y tener
la vida de mis sueños?
La esperanza tiene todos los colores del arcoíris y fue la fuerza motriz que
me impulsó a creer que lo imposible podría convertirse en posible.
Como bien dijo el familiar que me acompañó al salir del hospital cuando
me dieron el alta médica, aquel sería el primer día del resto mi vida, daba
igual cuánto tiempo fuese. Lo importante era vivir de verdad el tiempo que
me quedase, dando sentido y significado a cada instante, por duro que
resultara.
La esperanza está arraigada en la espera. Ser paciente y esperar es algo
muy difícil para el ser humano pero yo prefiero vivir con esperanza y no
con desesperación. Creo que la esperanza es un don precioso y compartirla
con otros es nuestra responsabilidad.
¿Cómo estará el motorista? Puede que sus seres queridos estén durmiendo
tranquilamente sin saber que tal vez los despierten en cualquier momento
con una noticia terrible. No, prefiero imaginar que todo irá bien y que
algún día cumplirá sus sueños.
Mi deseo es que nunca pierdas la esperanza. Aunque no entendamos por
qué debemos atravesar un calvario, es bueno creer que está sucediendo con
un fin superior a nosotros mismos. No puede haber esperanza donde no hay
amor, ni verdadero amor donde reina la desesperanza.
No tener esperanza significa temer. Tener esperanza significa tener valor y
estar dispuesto a hacer lo correcto a pesar del temor.
En realidad, si lo piensas bien, vivimos con la esperanza todo el tiempo a
todas horas, pero no somos conscientes. Esperamos que nos llame alguien,
esperamos que nos vaya bien en el trabajo, esperamos que suceda lo que
deseamos... Esperar es tener esperanza.
Si Marie Curie, Pasteur, Tesla y tantos otros estudiosos no hubiesen tenido
esperanza, jamás habrían superado los contratiempos y no disfrutaríamos
hoy de una vida acomodada. No olvides que, por muy mal que estés
económicamente, cuando te vayas a dormir, hoy habrán muerto alrededor
de 24 000 personas de hambre o de causas relacionadas con él, la mayoría
de ellos son niños.
Mis amigos me han llamado. Están aparcando y en pocos minutos nos
encontraremos.
Si me estás leyendo, has de recordar que cuando tú hayas abierto los ojos a
un nuevo día, decenas de miles de personas en el mundo no lo harán. Es un
tesoro vivir cada día, cada hora, cada segundo.
Para quienes creen que la esperanza es cruel porque significa esperar, ¿y
qué? Vivir es esperar. Siempre esperamos lo mejor, encontrar el amor de
nuestra vida, prosperar, tener salud o emprender un proyecto. Esperar no
es malo ni tiene por qué significar estar quieto. Somos nosotros quienes
elegimos si esa espera es dulce o amarga.
La esperanza es amor a la vida, la misma vida es esperanza; si no amamos
la vida, difícilmente podremos tener esperanza en nada.
Que tus ojos miren hacia la luz, aunque por ahora no puedan ver.
CAPÍTULO 5
ADIÓS TRISTEZAS
Si seres tan hermosos eran desdichados, no era de extrañar que yo,
criatura imperfecta y solitaria, también lo fuera.
Mary Shelley
Frankenstein
PARTE I
Su nombre era Ángel pero todos lo llamaban El viejo cascarrabias. Era de
carácter huraño y su comportamiento empeoraba a medida que avanzaba la
enfermedad. Cada día era más arisco e intolerante con todos y trataba con
desprecio a las enfermeras y trabajadores sociales que, pese a ello, lo
cuidaban con mucho cariño.
Lo conocí en un hospicio. En estos centros hay pacientes en estado
terminal. Generalmente se espera que vivan seis meses o menos. Fui como
voluntaria con otros amigos para acompañar a los enfermos pero Ángel
rechazó nuestra ayuda, decía que no necesitaba la compasión de nadie.
El nombre de Ángel es de origen griego, procede de “ággelos” que significa
“mensajero”. Sabía que nuestro encuentro no fue una casualidad. Si aquel
hombre llegó a mi vida sería para comunicarme algo importante.
Habían transcurrido cuatro meses desde que entró en aquel lugar para vivir
sus últimos días. Era muy alto y de complexión fuerte pero los daños
sufridos por la enfermedad lo hacían parecer un gigante inofensivo. Podía
percibir el dolor escondido tras su ira y comprendía que no deseara estar
allí, rodeado de moribundos y sintiendo a la muerte rondando a todas horas.
Ángel sufría cáncer de estómago en fase avanzada y su movilidad se había
reducido a causa de los ictus que venía padeciendo desde hacía varios días.
En poco tiempo pasó de ser una persona capaz de cuidar de sí misma a
precisar que los demás lo ayudasen, incluso con las necesidades más
básicas, lo que para él era humillante.
Su hija, antes de trasladarse con su marido y dos hijas a Canadá, contrató a
una mujer para que cuidase de él. Se llamaba Isabel y como sentía lástima
por él lo visitaba una vez por semana.
Intenté entablar conversación con él en varias ocasiones, pero siempre me
rechazaba con muy malos modales. Un día, el paciente al que acompañaba
se quedó dormido y abrí el libro que llevaba en el bolso, Cuentos de la
Alhambra de Washington Irving. Tuve la sensación de que alguien me
observaba, me giré y me encontré con su mirada color verde oliva clavada
en el libro. Levantó la vista hacia mí y, por primera vez, vi una sonrisa en su
semblante.
—La Alhambra, Washington Irving... —sus ojos brillaban emocionados
mientras señalaba el libro con la mano.
—¿Lo ha leído?
—Sí, pero nunca he estado en la Alhambra —suspiró—. Y nunca la
conoceré.
—¿Quiere que lea para usted? —pregunté esperando que aceptase mi
ofrecimiento.
—Sí, por favor —pidió con amabilidad, mostrando interés.
Tenía dificultad para vocalizar a causa de los ictus pero le entendía bien
cuando hablaba. A partir de entonces, cada sábado me sentaba a su lado y le
leía el libro mientras él escuchaba atentamente.
—Yo era un niño bondadoso y alegre —susurró un día de repente
interrumpiendo mi lectura.
Miraba tras la ventana hacia algún lugar lejano del cielo como si estuviese
viendo a ese niño que una vez fue.
—Mi pueblo estaba en la sierra y era muy pequeño, casi una aldea. Mi
hermano era cuatro años mayor que yo y nos gustaba caminar por la
montaña —prosiguió con expresión soñadora—, respirar el aire puro, correr
tras las mariposas y hacer figuras con el corcho que extraía de los
alcornoques con una navaja. Nos divertía mucho cómo resonaba en el valle
el eco del balar de las ovejas. Sobre todo me pasaba horas observando
fascinado a las águilas. Las envidiaba porque ellas podían volar y yo no —
suspiró con melancolía.
Ángel continuó contándome su historia. Me impactó su relato cargado de
resentimiento.
A sus padres nunca les pareció bien nada de lo que él hacía desde que era
pequeño. Lo consideraban un inútil y él creció creyendo que tenían razón.
No fue a la escuela porque él y su hermano debían ayudar trabajando en el
campo. Su padre era peón agrícola y no ganaba dinero suficiente para
mantener a la familia. Con solo dos años iba con su hermano al campo al
amanecer, incluso cuando nevaba, para buscar comida, hasta que sus manos
quedaban congeladas por el frío y se cubrían de heridas. Se miró las manos
e hizo un gesto de dolor al recordarlo.
Nunca le dieron un abrazo. Su padre le pegaba cuando no llevaba comida
suficiente y la madre jamás trató de impedirlo. En cambio, nunca hizo daño
a su hermano porque consideraba que los hijos mayores merecían respeto
por ser los primogénitos.
A los siete años de edad, una paliza que le dio su padre le dejó secuelas para
toda la vida: una cojera en el pie izquierdo y sordera en el oído derecho.
Como consecuencia, los demás niños se burlaban de él.
Se sentía muy solo y deseaba con todas sus fuerzas que los chicos de su
edad lo aceptasen en sus grupos, pero siempre lo rechazaron.
Cuando tenía catorce años, su hermano se casó con una muchacha del
pueblo vecino. Le suplicó que lo llevase con él aunque fuese trabajando
como su sirviente. Necesitaba salir de aquella casa que para él era un
infierno. Su hermano se negó entonces porque tenía miedo de las
represalias de su padre. Abrazó a Ángel y le prometió volver en un par de
años. Para entonces él habría reunido el dinero suficiente y podría
acompañarlos a él y su mujer lejos de allí.
—No volví a verlo. No cumplió su promesa —llevó las manos a su corazón
como si le doliese.
Odiaba a su padre por cómo lo trataba y a su madre por permanecer callada.
Durante años deseó que lo amasen e intentó por todos los medios que lo
valorasen pero no sirvió de nada. Terminó creyendo que era “material
defectuoso”. Fue tal la ira acumulada que comenzó a guardarla dentro de sí
como si fuese un tesoro.
A los 16 años escapó de su casa. Nunca más volvió a saber de sus padres.
Encontró trabajo en una fábrica de pimentón. Don Francisco, su patrón,
descubrió que tenía un talento especial para los números y lo contrató con el
fin de que llevase la contabilidad. Al mismo tiempo comenzó a estudiar y
fue así cómo se aficionó a la lectura.
Se casó con Lucía, una sobrina de su patrón. A los dos años nació su hija y
no volvieron a tener hijos.
Tras la muerte de don Francisco y gracias a sus conocimientos y
experiencia logró que un banco prestigioso lo contratase como contable.
Trabajó allí durante décadas hasta su jubilación.
El miedo a ser rechazado por los demás lo acompañó a lo largo de toda su
vida. Siempre necesitó la aprobación de las personas para sentirse valorado
y aceptado. Poco a poco se aisló y autoexcluyó de la sociedad hasta que un
día se convirtió en un ser diminuto e invisible devorado por el rencor.
No se relacionaba con los compañeros del banco ni con nadie y su mujer lo
maltrataba psicológicamente, reprochándole continuamente que todo lo
hacía mal, al igual que hicieron sus padres con él.
Meses después de su jubilación, Lucía murió de una enfermedad cardíaca.
Ángel vivió la mayor parte de su vida aislado del mundo exterior, alejado
de la familia, de la sociedad y de sí mismo. Su existencia fue una continua
huida de su pasado y de quien era. Tras todo el rencor se escondía el dolor
del abandono y el rechazo.
Me emocioné al recordar a David cuando me preguntó si hay personas que
nacen rotas. Ángel no nació roto, lo rompieron.
Cogí sus manos entre las mías, las apretó con fuerza observándome como si
de repente hubiese sucedido algo insólito. Me miró fijamente con asombro.
Sus mejillas se inundaron de lágrimas silenciosas y apretó la boca tratando
de contenerlas. Comenzó a temblar. Le pregunté si tenía frío, negó con la
cabeza. Respiró hondo y al fin pudo hablar:
—Es la primera vez en muchos años que alguien me coge las manos con
cariño —murmuró con voz entrecortada, llorando con suavidad.
He decepcionado a todo el mundo —palideció todavía más al decir esto.
Pareció darse cuenta de su fragilidad y de la cercanía del adiós a la vida. Su
mirada reflejaba miedo a la muerte. Aun así, me sorprendió vislumbrar en
él amor hacia la vida que estaba a punto de dejar. A pesar de todo, una parte
de él se aferraba a ella. Si bien su alma deseaba regresar a casa, también
sentía pena por abandonar este mundo.
Tenía 80 años pero en ese instante parecía un niño desamparado.
Mientras escuchaba su relato pensaba que la esencia del ser humano es la
bondad. Todos nacemos inocentes y amorosos pero en algún momento del
camino el niño que somos se convierte en un niño herido.
Nacemos despreocupados y generalmente sanos, ya que la salud es el
estado natural del ser humano. Los bebés y niños pequeños representan el
estado original del hombre, no tienen maldad ni intereses ocultos. Creo que
por eso nos gusta coger a un bebé en brazos, es una sensación indescriptible
poder estar tan cerca de una persona de verdad, sin adulterar. Es pura vida.
Miré al anciano. ¿Cuánto amor había dentro de él? Cuando nació tenía
dentro de sí todo el amor del universo pero ahora aquel niño herido al que
nunca abrazaron vivía atrapado en el cuerpo de un gigante indefenso y
enfermo.
Ángel tosió, tenía la boca seca. Llené con agua el vaso de la mesita que
había junto a su cama y le ayudé a beber.
—¿Sabes cuál ha sido siempre mi mayor deseo? —preguntó mientras
saboreaba el agua—. Conocer la Alhambra. Pero Granada estaba muy lejos
y los años pasaron sin darme cuenta. Es muy triste saber que hay lugares a
los que jamás irás y cosas que nunca podrás hacer porque es demasiado
tarde.
Comprendía perfectamente aquel sentimiento de amargura. Cuando me
dijeron que moriría en poco tiempo y que no existía cura para mi
enfermedad era espantoso pensar que había lugares del planeta que nunca
llegaría a conocer y sueños que no vería convertidos en realidad.
Conozco bien la Alhambra desde que era niña, ya que la familia de mi
abuelo materno es originaria de Granada, y le expliqué cómo me sentía cada
vez que la visitaba. Le hablé de su extraordinaria belleza, de los secretos
imaginarios que encerrarían sus muros centenarios y de la magia que podía
palparse en el aire cuando estás allí.
Le describí también una de las escenas más hermosas y misteriosas del
mundo: los atardeceres desde el Mirador de San Nicolás y cómo caen los
rayos del ocaso sobre la Alhambra hasta que, poco a poco, se va fundiendo
con la noche y las estrellas cobijan sus bellos palacios y jardines.
PARTE II
***
Ángel estaba a punto de quedarse dormido cuando vio a un hombre de pie
junto a su cama sonriendo. Le resultaba familiar. Calculó que debía tener su
edad. No podía creerlo. ¡Era su hermano!
“Hola pequeño, he venido a verte. Quería pasar por aquí para pedirte
perdón antes de que sea demasiado tarde. Yo también estoy muy enfermo”,
dijo llevando la mano al hígado.
“No, perdóname a mí por no haber sido un buen hermano”, sollozó Ángel
emocionado.
“No digas eso. Fuiste el mejor hermano del mundo. Te quiero. Siempre te
quise”.
“¿Por qué tienes esa cicatriz tan grande en la cara?”, preguntó preocupado.
“Fue a causa de un accidente de tráfico que sufrí hace unos años. En él
murió mi mujer”.
“Mi querido hermano, lo lamento tanto...”, dijo conmovido.
Después rieron recordando momentos lindos de su niñez, cuando corrían
tras las mariposas y observaban el imponente vuelo de las águilas, sintiendo
el aire puro y fresco de la montaña en la cara y escuchaban el eco en el valle
del balar de las ovejas que tanto les divertía. Ángel no recordaba haberse
sentido tan feliz en toda su vida.
Su hermano le dijo que él ya perdonó a sus padres, a quienes comprendía
pues los trataron como les enseñaron a ellos. Invitó a Ángel a hacer lo
mismo y este, al fin, después de tantos años de odio, perdonó a sus padres y
a su mujer. Al hacerlo, se liberó de ese dolor tan espantoso con el que
cargaba desde su niñez.
Sintió también el deseo de que su hija aceptase su perdón por no haberle
dado el amor que merecía. Le pidió a una enfermera que le dejase el
teléfono para llamarla, pero ella le dijo que lo sentía mucho, eran las 10 de
la noche y los enfermos debían descansar. Podría hablar con ella al día
siguiente.
Su hermano se despidió y lo último que le dijo fue:
“Hasta pronto, hermano pequeño”.
Ángel me habló de la visita de su hermano la noche anterior con el mismo
entusiasmo de un niño. Yo también estaba muy emocionada. Me alegraba
mucho por él. Hay algo divino y mágico en el perdón. Cuando lo
invocamos acude a nosotros con su presencia venerable y el sufrimiento
causado por el odio se desvanece.
Isabel, la cuidadora de Ángel, llegó y me hizo gestos desde la puerta
indicando que me acercase para que él no pudiese escucharnos.
La hija de Ángel le contó que uno de sus primos habló con ella por teléfono
para informarla de la muerte de su padre a causa de un cáncer de hígado la
tarde anterior en Barcelona. Me quedé en shock. ¡Murió poco antes de
visitar a Ángel y a más de 800 kilómetros de distancia! La hija no
comprendía cómo la habían localizado, ya que nunca había tenido contacto
con su tío ni primos.
Cuando le pregunté a la enfermera me contó que la noche anterior vio a
Ángel sentado en la cama, como si estuviese hablando muy animadamente
con alguien, pero estaba a solas. Le sorprendió su actitud alegre y no se
explicaba cómo había logrado sentarse él solo. Pero no le dio mayor
importancia porque estaba acostumbrada a ver todo tipo de cosas
inexplicables en el hospicio.
Hablé con su hija y le conté lo que le había sucedido al padre. Se echó a
llorar. Tenía un mal presentimiento. Hasta ese momento no le había
preocupado demasiado lo que le ocurriese a su padre por cómo se había
comportado con ella a lo largo de su vida. Lo culpaba porque nunca le dio
amor ni la protegió de los malos tratos psicológicos que recibió de su
madre. Él siempre permaneció callado, observando cómo su mujer
destrozaba la vida de su hija y jamás hizo nada por evitarlo. Decidió coger
el siguiente vuelo a España para ver a su padre.
Me senté junto a él sobre la cama. Apenas llevaba unos meses
acompañando enfermos y desconocía hechos sobrenaturales como la visita
de seres queridos fallecidos antes de nuestra muerte pero algo me decía que
el presentimiento de la hija era cierto. Es una sensación difícil de explicar y
que solo conocen aquellos que ya la han experimentado en casos similares.
Ángel, como si realmente atisbara la profundidad de mis pensamientos, me
sonrió con infinita dulzura antes de cerrar los ojos. Dormía en paz. Me
acerqué a él y le di el último abrazo que recibiría en esta vida.
PARTE III
***
Al día siguiente un compañero me informó de la muerte de Ángel. Su
hermano le prometió hacía muchos años que regresaría para llevarlo a casa.
Y cumplió su promesa. Ángel ya estaba en casa.
Mi espíritu, gris como aquella tarde, deambulaba solitaria al otro lado de los
cristales mientras conducía. El hospicio estaba situado en un valle rodeado
de bosques. A lo lejos las montañas desdibujaban sus siluetas
fantasmagóricas envueltas por la penumbra del atardecer. Los picos eran ya
invisibles, no así las laderas. La niebla descendía del cielo como un alud de
hilo blanco que empequeñecía las figuras inciertas de los montes que
recortaban sus costados contra el fondo violeta del horizonte. “La
naturaleza prosigue su curso, no se detiene aunque nos vayamos de este
mundo”, pensé con cierto pesar.
Cuando llegué, una enfermera recogía sus efectos personales. Vi algo que
llamó mi atención. Le pedí si podía cogerlo un momento. Era un corazón
tallado en corcho del tamaño de una nuez. Por su aspecto, debió hacerlo
cuando era pequeño. Lo apreté contra mi pecho e imaginé a aquel niño
herido, dando forma a ese corazón con sus manitas llenas de llagas.
En el cajón de la mesita de noche había también una vieja fotografía en
blanco y negro de la Alhambra. Me pregunté cuántas veces a lo largo de su
vida habría soñado Ángel con estar allí. Me eché a llorar. Lo echaría de
menos. Sin embargo, sentí alivio. Su alma, atrapada en aquel cuerpo
enfermo, al fin era libre de volar como las águilas. El niño desamparado
emprendía su gran viaje de vuelta.
“Nos vemos en la Alhambra y, posiblemente, me tropiece con tu espíritu
infantil correteando por sus viejos y mágicos muros”, dije mirando hacia la
cama vacía en la que había pasado los últimos meses de su vida.
Me impactó algo que me contó su hija. Supo por sus primos que el hermano
de Ángel sufrió un accidente de tráfico en el que murió su esposa y que le
dejó una gran cicatriz en el rostro.
Cuando me regaló la figura de corcho de su padre, sentí como si tuviese
entre mis manos el corazón del niño que una vez fue Ángel.
No me preguntéis cómo lo sé, pero estoy segura de que está recibiendo los
abrazos que nunca le dieron, allá donde está.
Una enfermera me dijo que Ángel quiso que me transmitiese un mensaje
importante. Sus últimas palabras fueron:
“Yo era un niño bondadoso y alegre”.
Una noche mientras dormía, dos meses después de la muerte de Ángel,
sentí que alguien tocaba mi hombro con suavidad. Era un chiquillo de ojos
grandes y verdes, rebosantes de alegría.
—Ángel, ¿eres tú? —pregunté.
—Ya estoy bien, Tessa —dijo con una sonrisa enorme, limpia e inocente.
Se alejó correteando riendo mientras salía por la puerta del dormitorio.
Me dormí de nuevo, o quizá no llegué a despertar porque todo fue un sueño.
¿Y si fue real? Puede que nunca lo sepa, o él me lo diga cuando volvamos a
encontrarnos en el otro lado.
CAPÍTULO 6
EL JAGUAR
"Alicia: —¿Cuánto dura la eternidad?
Conejo Blanco: —A veces, solo un segundo”.
Lewis Carroll
Alicia en el país de las maravillas
PARTE I
Observé a Erick mientras dibujaba reclinado sobre el banco de madera que
se hallaba frente a su cabaña. Comenzaba a atardecer tras un fuerte
aguacero y, de vez en cuando, levantaba la vista hacia el frente. Su cara
reflejaba las tonalidades rojizas del sol mientras se hundía en el río. La
lluvia había acentuado las fragancias y el aroma vigoroso de la selva lo
impregnaba todo.
El niño cerró el cuaderno y fui hacia él. Me sonrió de lejos. Los perfumes
densos del aire mojado me guiaron como caminos invisibles hasta el banco
de madera, que guardaba la humedad y la tibieza del día que se marchaba.
—¿Qué has pintado? —pregunté con curiosidad sentándome a su lado.
Abrió el cuaderno y me mostró el dibujo de un jaguar realizado con tal
precisión que parecía una fotografía. Las patas provistas de fuertes garras,
orejas pequeñas y redondas, y cola larga. El pelaje era de color café
amarillento con manchas negras y marrones. Estaba tumbado sobre la rama
de un árbol, mostrando su cuerpo robusto, con la cabeza mirando de frente.
Me impresionó. Fue como si aquellos ojos de color amarillo verdoso me
estuviesen mirando realmente. El sol desaparecía en el horizonte y los rayos
del ocaso le daban un aspecto más real.
—Mamá Dori me explicó que el jaguar representa la oscuridad y la luz, por
eso tiene el poder de controlar las fuerzas del día y de la noche. Él
simboliza el poder.
—¿Por eso es tu animal favorito?
—¡Sí! La abuela dice también que su espíritu es inmortal.
Erick estaba demacrado. Volví a tener la misma sensación del día anterior.
¿Y si el niño recaía? Tuve la impresión de que él también lo temía.
Busqué inútilmente palabras de esperanza y ánimo para que no tuviese
miedo, pero aún no sabía que la muerte era un cambio de dimensión.
Pensaba en ella como un final definitivo, tras la cual no existía nada más.
No obstante, con el tiempo y mi experiencia de vida, entendí que todo
ocurrió como debía ser. Cada persona experimenta su propio proceso de
crecimiento en la vida y a mí me aguardaba mi travesía personal con las
lecciones y aprendizajes necesarios que me llevarían a la comprensión de
mi existencia en este mundo. Por su parte, Erick tenía que realizar su propio
viaje para cumplir con su misión en la vida.
Todos hemos de andar por los caminos más difíciles con el fin de aprender a
responder con firmeza y sin temor ante las adversidades. Durante mi
enfermedad, el camino del dolor y el camino de las lágrimas me parecieron
aterradores cuando los transité por primera vez. Y continuaron siendo
terribles durante mucho tiempo. Tuve que vivir una muerte clínica para
aceptar que los dolores emocionales son un regalo que nos da la vida para
mostrarnos lo que debemos sanar. Comprendí que solo así el ser humano es
capaz de alcanzar la paz y felicidad que tanto desea.
Tenía miedo de que Erick recayese. Con él anestesié el dolor, traté de
evadirlo porque era más cómodo que sentarse cara a cara con él. Hoy sé que
debemos estar presentes en el dolor, no podemos rehuirlo. En cuanto a las
emociones, es necesario darnos el espacio que necesitamos para
procesarlas. Debemos permitirnos sentir los sentimientos.
***
—He soñado que yo era un jaguar fuerte y libre, y no tenía miedo de nada
—David imitó el sonido del felino—. Sé que estás triste aunque quieras
disimularlo. ¿Qué ha pasado?
—Un amigo se ha ido de viaje. Lo echo de menos.
—¿Y cuándo volverá?
—No regresará. Nos veremos cuando yo vaya donde él está.
—¿Cómo se llama?
—Ángel.
—Yo también lo conoceré cuando me vaya de viaje.
PARTE II
***
El aire olía a humedad y a vegetación salvaje. Aspiré profundamente los
aromas de la jungla tropical. A medida que las estrellas se encendían
desaparecía el temor que oprimía mi pecho, momentos antes, al pensar que
Erick enfermase otra vez. Era como si la noche cercana me devolviese el
sosiego que tanto necesitaba. Pronto apareció la luz creciente de la luna.
Samuel preparaba la cena y Mamá Dori y Josette estaban en la cabaña-bar.
Erick y yo nos reunimos con ellos.
Cuando llegamos a la mesa, la lora Juana se había comido la mitad de la
mantequilla.
—Un día no podrás volar y te cazará un gavilán —le regañó Josette
cariñosamente tratando de ahuyentarla con las manos.
La guacamaya despegó los pies de la mesa con evidente esfuerzo y
emprendió un pesado y vacilante vuelo hacia el embarcadero, su lugar
favorito cuando no estaba con la abuela. Le gustaba observar a los
cocodrilos y, a veces, desaparecía río arriba durante unos minutos para
buscar alimento.
De pronto, sucedió algo totalmente inesperado. ¡No podía creerlo! No veía
luciérnagas desde que era niña. Había miles de estos insectos
extraordinarios volando a gran velocidad entre los árboles, dejando tras de
sí estelas brillantes.
La voz de la abuela me trajo de vuelta a la realidad.
—No tenga usted miedo—. Mamá Dori aplastaba con las manos las crías de
escorpiones que se acercaban a mi plato. El miedo no es más que una
excusa para no ser feliz —me dio un cachete en la mejilla, dejando en ella
restos de los insectos muertos.
Erick reía a carcajadas mientras limpiaba mi mejilla con la palma de su
mano.
La música sonaba con suavidad en la radio. Pronto tendríamos que apagar
el generador. Mamá Dori y Samuel se apresuraron a aprovechar la luz
eléctrica para tomar la bebida nacional, el guaro, compuesta de jugo de caña
fermentado.
La abuela susurró algo al oído de la guacamaya mientras encendía un
cigarrillo y me dirigía una mirada interrogante. Sus ojos comenzaban a
chispear a causa de la bebida.
—Créame, vuestra selva de cemento sí que es peligrosa. Viven enjaulados
en ella sin daros cuenta de que no hay mayor riesgo que no atreverse a
romperla. Muchas personas creen que vivir aquí es peligroso porque hay
cocodrilos y serpientes venenosas y yo no me explico cómo pueden vivir
tan solos entre tanta tecnología. La soledad mata.
Le di la razón a la mujer. Mi experiencia como cooperante en diversos
países me había demostrado que las personas más felices eran las menos
dependientes del sistema socioeconómico. En la actualidad, el suicidio es la
primera causa de muerte evitable en el mundo. Las mayores tasas se
corresponden con países ricos. Es obvio que el sistema y su “sociedad del
bienestar” han fracasado. Sin embargo, a nuestra sociedad le interesa este
escenario por muchos motivos. Uno de ellos es para mantener el negocio de
la infelicidad. Ser feliz y gozar de buena salud mental no proporciona
beneficios a las multinacionales con intereses económicos. Es impactante la
imparable expansión del consumo de ansiolíticos, antidepresivos y
somníferos, cuya acción curativa es limitada.
Nuestros antepasados sufrían también ante la pérdida de un ser querido, el
desempleo, la precariedad económica y la soledad. Posiblemente, dadas sus
condiciones tan duras de vida, tuviesen más motivos que nosotros para
deprimirse. Sin embargo, afrontaban los momentos difíciles con fortaleza.
El abuelo de mi amiga Beverly solía decir que la depresión es una
enfermedad moderna, antes la gente solo estaba triste.
En nuestra sociedad actual, las condiciones de vida son mejores que nunca
en toda la historia y, no obstante, las personas se deprimen cada vez más. La
cuestión está en que estas situaciones emocionales que hasta no hace mucho
se consideraban como estados pasajeros de ánimo, hoy se catalogan como
enfermedades que necesitan medicación para aliviar el sufrimiento.
¿Realmente nuestra sociedad nos causa depresión o nos hace creer mediante
la ingeniería social que en verdad estamos deprimidos y necesitamos
medicación? ¿La industria inventa trastornos mentales para crear en las
personas adicción a sus productos? En cualquier caso, no es de extrañar que
nuestros espíritus enfermen en una sociedad enferma.
Mientras reflexionaba sobre esto, miraba a cada uno de ellos con sus
sonrisas sinceras. Apenas poseían bienes materiales ni dinero pero se
sentían ricos y afortunados al tenerse unos a otros. Celebraban cada instante
por estar en este mundo, su aprecio por la vida era puro, auténtico. Erick
estuvo al borde del precipicio de la muerte pero ahora se encontraba allí. La
vida le concedió una segunda oportunidad. No importaba tanto cuánto
viviría sino cómo de feliz sería.
—Va siendo hora de apagar la luz y dormir —la voz de Mamá Dori sonó
ronca entre pompas de licor mientras me cogía del brazo para acompañarme
hasta mi cabaña.
La abuela solía repetir que el tiempo no existe y, por tanto, la vejez y la
muerte tampoco. Para ella, el hombre poseía un alma milenaria a la que le
gustaba viajar con frecuencia a la tierra para reencontrarse con sus seres
amados de vidas pasadas y evolucionar como personas.
Lo he mencionado antes, por entonces yo no creía en absoluto en la
existencia del alma, el espíritu o las reencarnaciones. Para mí eran historias
sin fundamento científico a las que no daba credibilidad.
—Un segundo puede perdurar en la eternidad —pronunció lentamente.
¿Qué quería decir Mamá Dori? Estaba oscuro pero adiviné su mirada
observándome con interés.
—¿Cuánto significa para usted un minuto, dos minutos, tres minutos...?
La miré extrañada sin comprender.
—No importa durante cuánto tiempo su alma abandone el cuerpo. Volverá
—suspiró y me guiñó un ojo.
Recordé a la santera de Cuba. Desde que salí de la isla no había vuelto a
pensar en ella y en lo que me dijo.
—¿Qué quiere decir con que volveré? ¿Aquí? —pregunté confusa.
Me miró, pero no respondió.
—A veces las personas dan sus vidas para que otras no vaguen perdidas
para siempre en el Valle de los Lamentos —se giró hacia el río—. Siempre
estaré en el embarcadero, junto a la lora Juana, cerca de los míos—. Sus
ojos brillaron enigmáticamente bajo la luz tenue del farol que colgaba sobre
mi puerta.
Caminó en dirección a su cabina, envuelta en su particular halo de misterio
hasta desaparecer en la oscuridad, con su larga trenza gris a la espalda.
No sabía que pronto descifraría el significado del mensaje que Mamá Dori
me había dado. Ella y la santera vieron mi muerte y mi viaje en el otro lado.
No estaba preparada para comprender algo así pero el tiempo me daría las
respuestas en el momento conveniente.
A los pocos minutos, la luz del generador se apagó. Encendí la vela que
había sobre la mesita de noche y entré en la cama, tras rodearla lo mejor
que pude con el velo para evitar el paso a los mosquitos y otros insectos.
El silencio era imponente. Solo unas cuantas chicharras cantaban. Afiné el
oído pero no escuché nada, aparte de su invariable canto. Ni un animal, ni el
rumor del río. Todos dormían a aquella hora en la que las alimañas y fieras
salvajes salían de sus escondites sigilosamente.
Los ojos enormes de una mosca turquesa del tamaño de un puño me
observaban tras el tul blanco. Nos miramos durante largo rato hasta que
decidí salir fuera y sentarme en el banco que había frente a la puerta de mi
cabina. Las palabras de Mamá Dori me tenían desconcertada y no podía
dormir.
La selva me pareció inmensa, desbordante. Sentí como si ella emplease
todo su poder hipnótico sobre mí, solitaria y anónima mortal de la urbe,
extraviada en aquel exuberante paraíso de pura vida. Me dejé impregnar por
la humedad y la frescura de la noche. No tenía miedo, a pesar del vasto
silencio que daba vueltas a mi alrededor.
La débil luz de la luna alumbraba a Titanic II, que se mecía suavemente. De
vez en cuando, refulgían los ojos rojos de los cocodrilos junto a la orilla y
las diminutas miradas plateadas y doradas de los insectos y serpientes
brillaban en círculo a mi alrededor.
Tuve una sensación inquietante. Habría jurado que alguien me observaba
desde la otra orilla del río, entre la espesa hierba que crecía junto al agua.
De repente, escuché un chasquido suave sobre las hojas que provenía de la
cocina. Estaba intranquila y no respiré, hasta que vi deslizarse por el suelo
parte de la boa que Samuel tenía como mascota. La llamaban Mariana.
Medía siete metros y salía por las noches a cazar, manteniendo así el lodge
limpio de roedores e insectos. La conocí en mi visita anterior, pero nunca
llegué a verla entera, ya que era muy tímida con los desconocidos.
Me recosté en el suelo, sobre la pared de madera de mi cabina y miré el
firmamento.
Al no existir luz artificial en muchos kilómetros a la redonda podía ver
cómo la luna, los planetas y estrellas brillaban con una intensidad
asombrosa. Era un espectáculo fascinante. El cielo parecía estar más cerca
que en mi casa en España.
Cerré los ojos y permití que los astros celestes llevasen su resplandor desde
el infinito a cada una de mis células. Sentí como si fuese una vela encendida
en la oscuridad más absoluta. “Yo soy luz”, dije en voz baja. Me invadió un
bienestar desconocido hasta ese momento. Poco a poco fui cayendo en un
sueño plácido.
De pronto, un dolor sin fin comenzó a devorar mi cuerpo por dentro. Me
dolían los huesos, el corazón y todos los órganos como si estuviesen
desintegrándose. Me vi a mí misma flotando hacia arriba, con el
sentimiento de que yo era amor, y el consuelo de que el tormento había
desaparecido. Una mujer me observaba desde abajo, tumbada sobre una
camilla, rodeada de personas que parecían sanitarios. ¡Era yo!
—Un minuto, dos minutos, tres minutos... —gritaba uno de ellos, mientras
trataba de reanimar mi cuerpo.
Desperté sobresaltada. Necesité unos segundos para darme cuenta de que
había sido un sueño. Creí que estaba sugestionada por la santera y Mamá
Dori. Nunca más volví a pensar en ello hasta que todo cuanto me dijeron y
soñé se hizo realidad.
***
Me distrajo el dibujo de colores llamativos que estaba pintando David.
—Es la lora Juana. ¿Se parece? —preguntó pensativo.
¡Era igual a ella! Incluso supo captar la mirada pícara de la guacamaya. Sus
dibujos eran tan precisos y hermosos como los de Erick. Los dos poseían el
mismo don y sus almas parecían compartir la misma huella y estar unidas
en un mismo camino.
CAPÍTULO 7
SOÑANDO
Aceptar la culpa es lo divino.
Nietzsche
PARTE I
¿Has sentido alguna vez culpa durante un duelo? ¿Te atormentaba pensar
que no te comportaste bien con la persona que falleció? ¿Te sentiste
frustrado por no haberle dicho a tiempo lo que deseabas?
Durante el proceso de duelo, una de las emociones más frecuentes que he
visto presente en los familiares y amigos es la culpa. Esta suele aparecer
tras la muerte del ser querido, expresándose en forma de remordimiento. Se
cuestionan su conducta hacia él mientras vivió, sintiéndose
apesadumbrados, arrepentidos.
Es terrible porque creen que ese dolor nunca desaparecerá ya que no
volverán a ver a la persona con la que desearían disculparse. No hay vuelta
atrás y esto causa una gran angustia e impotencia. Perder las esperanzas de
recibir el perdón deseado puede llevar a un estado prolongado de
frustración y, finalmente, a una depresión.
¿Debería haber actuado mejor en nuestra relación? ¿Podría haber hecho
algo para evitar su muerte?
¿Por qué no le pedí perdón por aquel suceso que nos separó?
Ha pasado algún tiempo de su muerte, me siento tranquilo y afortunado por
disfrutar de la vida. ¿Por qué́ ya no me duele tanto su pérdida? ¿Tal vez no
lo quería como creía?
Esta es una muestra de las preguntas que se hacen muchas personas en tales
circunstancias. Es natural sentir remordimientos por desear continuar con
nuestras vidas pero, al hacerlo, puede aparecer la culpabilidad. Sentimos
que no actuamos bien al reír o cuando nos divertimos porque nuestro ser
querido ya no volverá a disfrutar de la vida como nosotros estamos
haciendo.
Creemos ser culpables por lo que hicimos o no hicimos, por lo que dijimos
o no dijimos. Da igual el punto de vista desde el que miremos la situación:
nos sentimos culpables. La impotencia y un profundo pesar se adueñan de
nosotros como si fuesen carcoma perforando nuestro corazón.
La culpabilidad es miedo a las repercusiones de nuestros actos, creemos que
merecemos un castigo; pero también es egoísmo, nos preocupamos más por
lo que ocurrirá con nosotros que con aquellos a quienes queremos. Y
cuando al fin nos desprendemos del sentimiento de culpa, percibimos una
libertad inmensa.
El sentimiento de culpa es una jaula, como tantas otras que crea nuestra
mente para atraparnos en su zona de control y actúa como un juez interior
que nos acusa por ser felices. La sentencia podría convertirse en un lastre
emocional durante gran parte de nuestra vida o la vida entera. Mediante la
culpa llevamos a cabo un juicio moral de nuestra conducta y pensamientos,
dictaminamos que hemos cometido un error y, como consecuencia,
deberíamos tener un castigo.
Cuando pienso en la culpa, no puedo evitar recordar a Rosa. Era finales de
noviembre. Quedé para almorzar con una amiga en la clínica médica de
Sevilla donde trabajaba como enfermera. “Qué tiempo tan gris, debería
haberme quedado en casa”, pensé mientras buscaba un lugar para aparcar el
coche.
Parecía un día invernal. Hacía mucho frío y el cielo estaba cubierto por
espesos nubarrones negros. Me confortó imaginarme leyendo un libro
acompañada de un café caliente en vez de estar allí con las manos y los pies
helados, pero tenía muchas ganas de volver a ver a mi amiga, ya que la
última vez fue en verano.
Tras dar un par de vueltas logré estacionar y, mientras cogía el bolso, sentí
un golpe seco en el lateral derecho del coche. La mujer que acaba de
aparcar junto a mí había hecho saltar el espejo de mi retrovisor. Salió del
automóvil a toda prisa pidiéndome disculpas con gestos nerviosos y
agachándose para recogerlo. El espejo no había sufrido daños, me lo mostró
con gesto tranquilizador. Intentó en vano volver a colocarlo en su lugar, sus
manos temblaban.
Calculé que tendría unos 30 años. Las bolsas bajo sus ojos color café,
brillaban a pesar del sufrimiento. Sin embargo, su sonrisa, aunque apagada
por el fantasma del dolor, era risueña.
—¡Lo siento mucho! —Se tocó el flequillo pelirrojo con la mano cuando
estuve a su lado—. ¿Sabes cómo ponerlo?
Le dije que no se preocupase para tranquilizarla pero ella continuaba
pidiendo perdón. Ajusté el espejo en el retrovisor y suspiró aliviada.
Rosa me resultaba familiar. No me refiero a su físico, sino a su energía. Era
como si mi alma hubiese reconocido a la suya. Fue una impresión muy
agradable.
Me invitó a tomar café para disculparse por el incidente y acepté. Aún
faltaba media hora para ver a mi amiga. De repente, vimos aparecer a pocos
metros una niebla espesa que nos envolvió con rapidez. Corrimos en
dirección hacia la puerta principal que se hallaba cerca. Notamos cómo la
ropa y el pelo se humedecían como si lloviese. El viento comenzó a soplar
fuerte y el frío se hizo más intenso, calaba los huesos.
No veíamos la entrada de la clínica. Nos costaba divisar el camino, cubierto
por una alfombra de hojas ocres, amarillas, marrones y naranjas. Teníamos
que pisar con precaución porque el suelo estaba resbaladizo en aquel mar de
niebla.
El aroma delicioso a café e infusiones y el sonido de los vasos y platos
tintineando nos recibió al entrar en la bulliciosa cafetería. Pedí un té
moruno que me dio energía. Su sabor y el perfume de la hierbabuena eran
vivificantes. Rodeé la taza con mis manos para calentarlas. ¡Qué sensación
tan agradable!
Rosa me explicó que su madre ingresó hacía un mes de cáncer en fase
terminal y ya no respondía a ningún tratamiento. Era hija única y sin
familiares. Estaba casada y no tenía hijos. Su marido se pasaba a veces por
las noches cuando salía del trabajo para acompañarla, pero solo se quedaba
un rato. Noté un tono de descontento en su voz cuando lo dijo. Pasaba casi
todo el tiempo sola con su madre en la habitación.
Su voz se entrecortaba a medida que hablaba. Confesó sentirse culpable por
pasar tanto tiempo en el trabajo, en vez de estar con su madre desde que le
diagnosticaron la enfermedad hasta su ingreso en la clínica. Era consciente
de que ya era demasiado tarde, no podía regresar atrás. Su madre estaba tan
grave que ya no notaba su presencia ni podía escucharla. Rosa sentía
remordimientos por no haber compartido más tiempo con ella mientras
pudo y lamentaba no haberle pedido perdón por los errores del pasado.
“La culpabilidad es atroz y devastadora”, dijo tratando de no llorar.
Intenté ayudarla diciéndole que su madre la quería tal y como era. Los
errores no fueron tales, sino caminos de aprendizaje. Le sugerí también que
hablase con ella, aunque creyese que no la oía. Su alma escucharía todo
cuanto le dijese.
“La culpa es hija del miedo. Todo lo que proceda del miedo es opuesto al
amor”, le dije.
Rosa llevaba consigo un libro sobre las 4 leyes espirituales de la India y
como era un tema que conocía y me interesaba, estuvimos comentándolo.
Pareció recobrar algo de alegría durante nuestra charla.
Al despedirnos nos dimos un abrazo como si nos conociésemos desde
siempre. Volví a percibir esa energía familiar y especial entre nosotras. Le
pregunté al respecto y me respondió que le sucedía lo mismo. Pero el
tiempo es un gran maestro que, sin necesidad de hacer preguntas, te da las
respuestas. Esto me recuerda a un refrán que solía decir un anciano sabio,
conocido de mi amigo José El Inglés: "No preguntes por saber lo que el
tiempo te dirá, porque no hay nada más bonito que saber sin tener que
preguntar”.
Regresé al mes siguiente para encontrarme de nuevo con mi amiga
enfermera. Cuando llegué, me mandó un mensaje al móvil para avisarme de
que llegaría con retraso. Recordé a Rosa y decidí ir a la planta donde estuvo
ingresada su madre por si aún continuaba allí, aunque era improbable dado
el estado avanzado de su enfermedad.
Conocía a las enfermeras de recepción y cuando les pregunté por la madre
me explicaron que había entrado en coma hacía un mes. Me indicaron cuál
era su habitación y me dirigí hacia allí.
Me detuve al llegar a la puerta al ver el aspecto afligido de Rosa. Estaba
sentada en el sillón para los acompañantes con los hombros y cabeza
agachados. De vez en cuando, levantaba su rostro abatido y melancólico
hacia la ventana que tenía a su lado y contemplaba los cristales empañados
por el rocío de la mañana. Me impresionó la pena en su mirada, sus ojos
secos de tanto llorar.
Parecía como si hubiese envejecido varios años. El brillo de su cabello
pelirrojo se había apagado y en las sienes asomaban las primeras canas. Sus
ojos estaban hinchados y no tenían vida. ¿Adónde fue la luz que había en
ellos cuando los vi por primera vez? ¿Qué fue de su sonrisa risueña? La
mujer llevaba así semanas, debía estar agotada. Apretaba con fuerza los
labios en una mueca de sufrimiento. Su rostro era el retrato del tormento.
Sentí una gran tristeza en el corazón al contemplarla. Permanecí quieta en
silencio para que no advirtiese mi presencia. No sabía qué hacer. Entonces,
ella se giró y me sonrió débilmente. Fui hacia ella y nos abrazamos con
fuerza.
Me ofreció el sillón levantándose y se sentó en una esquina de la cama
cerca de mí. Su madre parecía estar sumida en un sueño abismal. Su rostro
sereno me inspiró paz y ternura. Tenía los labios pintados en un tono coral
suave y las mejillas sutilmente maquilladas en color rosado.
Me llamó la atención la fragancia envolvente que desprendía su madre,
mezcla de jazmín, almizcle y vainilla. Vi el frasco del perfume en la mesita
que había a su lado junto con otros utensilios de cosmética.
Según me habían explicado las enfermeras, las posibilidades de que
despertase eran muy remotas. De todas formas, el cáncer ya se había
extendido por todo su cuerpo.
—Es mejor así para que no sufra, aunque a veces dudo de si realmente no
siente nada —comentó Rosa—. No me dio tiempo de pedirle perdón —
sollozó—. ¡La culpabilidad me está destrozando! Ya no me quedan
lágrimas.
Traté de consolarla. Conocía bien el sentimiento de culpa porque lo había
experimentado con la muerte de mi padre y sabía hasta qué punto podía
lastimar.
—Recuerda la segunda ley espiritual de la India: Lo que sucede es la única
cosa que podía haber sucedido —le sonreí con cariño y me dirigí a la puerta
—. Estoy segura de que volveremos a vernos.
—Yo también —dijo despidiéndose con un abrazo.
Dos semanas después, recibí una llamada suya. Su madre murió al día
siguiente de nuestro encuentro y, aunque estaba rota de dolor, sentía alivio
porque al fin había dejado de sufrir.
Me contó que, en ocasiones, cuando estaba leyendo, limpiando, tomando el
sol en la terraza o viendo la televisión, olía su perfume con nitidez y
percibía su presencia junto a ella. No tenía miedo en esos momentos, todo
lo contrario. Se sentía acompañada en la soledad del duelo. Su marido
también podía percibir la fragancia y estaba muy desconcertado porque no
creía en la existencia de vida después de esta.
Pese a notar su presencia, Rosa estaba muy angustiada porque la
culpabilidad no desaparecía. Más bien parecía crecer: continuaba
recriminándose por no pasar más tiempo con ella durante su enfermedad y
no pedirle perdón por no haber sido una hija perfecta.
Había entrado en una espiral de autoaniquilación y poco podía hacer yo por
ella, ya que no se dejaba ayudar para salir de esa fase de destrucción física,
emocional y espiritual.
La llamé seis meses después, pero su número de teléfono ya no existía.
Me entristeció pensar que no volvería a saber de ella.
PARTE II
***
Era finales de noviembre. Fui a Manhattan para visitar a Gema y tomarme
unos días de descanso. Era mi segundo viaje a la Gran Manzana. Me
desconciertan las grandes ciudades y Nueva York, con una población de
más de 8 millones de personas, me causó mucho desasosiego desde que
puse los pies allí por primera vez. Reconozco que es una gran ciudad en
diversos aspectos y es natural que a muchas personas les encante. A mí, en
cambio, me falta el aire en sus calles donde el ritmo del ser humano es muy
acelerado y los rascacielos ocultan el sol y el firmamento. Prefiero la
naturaleza y las ciudades pequeñas donde el cielo es el techo y el tiempo no
tiene prisa.
Era el último día de mi estancia allí. Mi avión salía a la mañana siguiente y
como mi amiga necesitaba comprar algunos accesorios para su equipo
fotográfico, propuso ir a Midtown, la parte más concurrida de la Quinta
Avenida, repleta de tiendas.
Mientras paseábamos por la avenida, advertí una presencia familiar. Por mi
lado pasaba una mujer riendo alegre cogida de la mano de un hombre.
Inesperadamente, se giró hacia mí.
—¿Tessa?
—¡Rosa! —reconocí al momento aquella mirada color café, desbordante de
alegría.
Nos abrazamos fuerte y en ese instante percibí ese hilo invisible pero
tangible que une a las personas que han compartido momentos de dolores
que nos rompen en pedazos. Nos emocionamos y soltamos unas lágrimas.
Su rostro era el del amor. En él no había sombras de culpa ni remordimiento
alguno.
Por un instante me vino a la mente el lejano noviembre en el que nos
conocimos, frío y gris como aquel día, y su imagen junto a la ventana, los
ojos hartos de llorar, vacíos de vida. Sentí una leve punzada en el estómago
al recordarlo.
Nos presentó muy orgullosa a su nueva pareja y dijo que estaban disfrutado
de unos días de vacaciones. La empresa en la que trabajaba Rosa la trasladó
a Dubai al cumplirse un año de la muerte de su madre y él la siguió hasta
allí donde vivían muy felices. Ambas reíamos sin saber muy bien por qué.
Tal es la felicidad que causa el encuentro de las almas que se han tocado
alguna vez.
En un momento dado, me llevó aparte.
—Sigo oliendo el perfume de mi madre, siento que está cerca de mí —su
voz era casi un susurro—. Una noche, meses después de morir, me
encontraba sentada en la cama llorando. No podía superar su pérdida y
sufría mucho. Dentro de mí, un frío me helaba el alma. Deseé con
desesperación un abrazo suyo. Entonces, vi su silueta a mi lado, en la
penumbra de la habitación. Sus brazos me rodearon y me invadió el mismo
bienestar de cuando era pequeña y me estrechaba contra su pecho para
consolarme. Pasé la noche dormida sintiendo la calidez de sus brazos. Supe
entonces que la culpabilidad me separaba de ella. Si quería continuar
conectada a ella, debía liberarme de ese sentimiento. Tenías razón —sonrió
—, la culpa es hija del miedo.
Rosa logró liberarse de la pesada carga de los remordimientos. Ahora era
feliz y, cada vez que creía haber lastimado a alguien, asumía su
responsabilidad y trataba de enmendar su falta. Pero, sobre todo, se perdonó
a sí misma.
—Estoy segura de que volveremos a vernos —me abrazó con cariño.
—Yo también —dije con la certeza de que así sería, en esta vida o después
de ella.
La vi alejarse con su aspecto risueño y la expresión serena. Una luz blanca
envolvía su silueta mientras caminaba con paso firme, sin el lastre de la
culpa.
Lo que ninguna de las dos sabíamos aún era que nuestras almas estuvieron
conectadas antes de conocernos en persona. La respuesta llegaría en su
momento. Los tiempos de la vida son perfectos.
Rosa tuvo que adentrarse hasta las profundidades de sus lugares más
oscuros y experimentar el dolor para después convertirlo en amor y
entusiasmo por la vida. Así, se transformó en un ser de luz que brillaba e
iluminaba a los demás.
Todos somos seres de luz, pero muchos lo han olvidado, sus espíritus no lo
recuerdan.
Cuando mi amiga compró lo que buscaba, le propuse ir a Central Park
porque necesitaba paz y contacto con la naturaleza. No me apetecía seguir
caminando en la selva de cemento. Cogimos un taxi y en pocos minutos
estábamos en el parque, rodeadas de miles de árboles vestidos de otoño con
tonalidades ocres. Viejos olmos, hayas, tilos, arces, cedros y magnolios
parecían formar parte de un cuadro impresionista de gran belleza.
Estábamos asomadas a uno de sus puentes, contemplando la laguna
plateada. Era jueves y a aquella hora no había muchas personas. Pensaba en
lo fantástico que había sido volver a ver a Rosa. Sin embargo, el encuentro
me había traído el recuerdo de la culpa que sentía por no haberle dicho a mi
padre todo lo que quería antes de su muerte.
Cuando yo tenía 23 años, seis meses antes de que él falleciese, comencé a
tener sueños en los que veía su entierro con todos los pormenores. Podía
incluso distinguir cómo estaban los familiares reunidos en torno a él en el
cementerio, qué hablaban entre ellos y qué lugar ocupaban exactamente.
El día de su funeral, todo ocurrió de la misma manera como lo había
soñado, detalle a detalle.
¿Si lo hubiese contado podrían haberle diagnosticado a tiempo su
enfermedad? ¿Por qué no dije nada? ¿Tenía miedo de que la gente creyese
que estaba loca?
He visto esta misma situación en muchas ocasiones en las que los familiares
o amigos tienen un fuerte presentimiento de la muerte de un ser querido
aunque este se encuentre sano y, finalmente, el presagio se hace realidad.
La noche anterior a su muerte, cuando me despedí de él en el hospital, sentí
que sería la última vez que lo vería con vida. El presentimiento me
golpeaba el pecho con fuerza. Sin embargo, los médicos dijeron que se
había recuperado bien y le darían el alta al día siguiente. Pero cuando sus
ojos me miraron fijamente antes de marcharme, supe que me decían adiós
para siempre.
Comenzaron a caer gotas diminutas de agua y nieve y fuimos a
resguardarnos bajo unos árboles en una zona boscosa. Nos sentamos en un
banco y nos sorprendió un grupo pequeño de ardillas que nos observaron
tímidamente desde la rama de un árbol frente a nosotras. Era fácil en
aquella época del año encontrarse en el parque con alguno de los miles de
estos roedores buscando comida entre la hojarasca antes de la llegada del
invierno. Todas se marcharon, perdiéndose en la frondosidad, excepto una
que se escondió tras el tronco. Me pareció encantadora. Después, asomó su
cara y permaneció quieta contemplándonos.
No pude evitar volver a pensar en mi padre. Le hablé a Gema de lo hermosa
que fue nuestra relación y de cuánto lo había amado y lo continuaba
amando, a pesar de los años transcurridos desde su muerte. Fue un hombre
bondadoso y honesto. Todo el mundo lo quería. Era imposible no adorarlo.
Solo discutí con él una vez y fue muy doloroso para ambos. Yo tenía 19
años y había decidido irme muy lejos de casa con el fin de realizar mis
sueños. Aquello suponía abandonar el hogar donde era tan feliz, dejar atrás
todo cuanto había conocido hasta entonces. No entendía por qué estaba tan
enfadado conmigo. Fue la primera vez en mi vida que le gritaba. Terminé
llorando a voces con él. Le dije palabras muy duras. Yo quería irme, pero él
trataba de impedírmelo. Me costaba entenderlo, ya que fue él quien me
enseñó que hay que ir a por los sueños, aunque ello supusiera viajar hasta el
fin del mundo. De hecho, él se fue lejos de su casa siendo muy joven para
cumplir sus deseos. No comprendía por qué actuaba así conmigo.
Me marché a los pocos días. Renuncié a un contrato fijo en una de las
mejores cadenas de radio de entonces con un gran sueldo y, aunque una
parte de mí estaba muy asustada ante los cambios y lo desconocido, era mi
deseo hacerlo.
Nuestra relación no se vio afectada por aquella pelea. Hacíamos todo lo
posible para vernos con frecuencia, pero podía percibir su tristeza. Estaba
muy afectado por mi decisión y me sentía culpable por haberlo
decepcionado. Jamás volvió a referirse a lo ocurrido y yo hice lo mismo.
Sin embargo, aquella pelea me mortificaba tras su muerte. Venía a mi mente
una y otra vez, la revivía sin cesar, causándome un dolor terrible en el alma.
Pensé que el tiempo habría borrado los sentimientos de aquella noche, pero
estaba equivocada. La herida por el daño causado continuaba abierta años
después. Había ignorado el dolor para no enfrentarme a él. ¿Por qué no fui
capaz de pedirle perdón nunca?
Mi padre murió cinco años después. Aparte del sufrimiento por la pérdida,
había algo más que hacía que notase como si mi corazón se desgarrase. Era
el sentimiento de culpa abriéndose paso por el vacío de mi interior, dejando
un reguero de desconsuelo y tristeza. Ya no había vuelta atrás, no podía
pedirle perdón, era demasiado tarde, estaba muerto.
Durante años, pensé que habría dado lo que fuese por retroceder en el
tiempo hasta esa noche para evitar aquella discusión. Me sentía como un ser
despreciable. Era una sensación horrible que se enroscaba en mi corazón,
oprimiéndolo con fuerza hasta sentir un dolor insoportable. Tal es el poder
del remordimiento.
Esa herida estuvo siempre ahí abierta, pero nunca la curé. Tuve muchas
oportunidades desde aquel día hasta su muerte para pedirle perdón por
haberle causado daño con mis palabras, pero nunca lo hice. No sé si por
falta de valor o porque no me sentía orgullosa de mí misma. No encontraba
alivio. El sentimiento de culpa me destrozaba por dentro.
Años después de su muerte, mi madre me contó por qué él no quería que
me marchase de casa en esas circunstancias. Trataba de protegerme del
sufrimiento que sabía que yo viviría. Pero con el tiempo comprendí que
nada ni nadie habría podido impedir que me fuese. Todo sucedió como
debía ser para que yo aprendiese las lecciones que necesitaba en aquel
momento, y vivir las experiencias que me ayudarían en mi proceso y
evolución como persona.
Durante años sentí también culpabilidad por no haberle dicho más veces
cuánto lo quería, sobre todo aquella última noche en la que mi alma me
decía que no lo vería más. ¿Por qué salí corriendo de la habitación? ¿Tenía
miedo de no volverlo a ver? Entonces, ¿por qué no le dije cuánto lo quería y
lo orgullosa que estaba de él? ¿Por qué no fui capaz de pedirle perdón por
aquella discusión? No le dije el último “Te quiero” y eso me atormentó
durante años.
Rompí a llorar. La ardilla, que había permanecido todo el tiempo en el
mismo lugar mirándonos con atención, desapareció asustada entre la
espesura de las ramas del árbol.
Mi amiga trató de consolarme, pero no podía parar. Pensé que ya había
superado aquel episodio. Estaba equivocada.
Llevaba colgado al cuello el reloj de bolsillo de plata que mis padres me
regalaron cuando era adolescente porque todos los relojes que usaba en las
muñecas se paraban. Aquello me recordó algo que aconteció el día de la
muerte de mi padre. A las 8 en punto de la mañana, se detuvieron mi reloj
de bolsillo y el que tenía en mi mesita de noche. Los relojes que tenían mi
madre y mi hermana en sus mesitas de noche se detuvieron también a las 8
exactamente.
Mi padre murió a las 8 en punto de la mañana de ese día.
Meses después, comenzaron a funcionar los relojes al mismo tiempo. No
entendíamos qué sucedía. A las semanas, supimos que mi hermana estaba
embarazada y, según los cálculos del especialista, fue aquel día cuando tuvo
lugar la concepción.
El reloj de plata volvió a detenerse en el momento en el que sufrí un
accidente en mi barco mientras navegaba. Lo llevé a diferentes relojeros
para que lo arreglasen, pero ninguno encontró fallo alguno. Transcurrieron
varios años desde entonces y lo llevaba conmigo siempre, a veces colgado
del cuello, otras en el bolso. Tenía un gran valor sentimental para mí.
Lo estreché con fuerza contra mi pecho mientras pedía perdón a mi padre
como nunca lo había hecho antes. Estábamos solos, él y yo, frente a frente,
dentro de mi corazón. Una racha brusca de viento levantó un remolino de
hojas húmedas a mi lado. Sentí cómo mi padre quería decirme que estaba
muy orgulloso de mí, de la mujer que era y de lo lejos que había llegado. Él
quería que supiera que lo más importante era el amor propio y que debería
valorar el ser de luz tan poderoso que yo era para ayudar a las personas que
sufrían. Me estaba invitando a practicar la compasión conmigo misma y con
los demás, soltar todo juicio y elegir verme a mí solamente con amor.
En aquel momento exacto supe de veras que nunca tuvo nada que
perdonarme, pues me amaba profundamente. Estaba orgulloso de ser mi
padre y yo siempre lo estaría de ser su hija. Fue un privilegio ser amada por
alguien tan especial.
Pude ver a esa joven de 19 años desde la lejanía del tiempo transcurrido y
sentí un profundo amor y respeto hacia ella. Era solo una chiquilla que
deseaba vivir sus sueños.
La herida de la culpa al fin se cerró y su cicatriz permanece en mi alma para
recordarme que lo único de lo que debo arrepentirme es de no ser la persona
que he venido a ser y de no haber convertido en realidad mis sueños cuando
llegue mi hora.
Hacía mucho frío y decidimos irnos. Sonreí a través de las lágrimas. Era la
primera vez en mi vida que fui compasiva conmigo. Noté un cosquilleo
extraño en mi pecho. Creí escuchar un lejano tictac. Miré el reloj de
bolsillo. Se había puesto en marcha de nuevo.
PARTE III
***
Unos destellos débiles de sol brillaban entre las nubes. No había nada a mi
alrededor, solo el vacío más absoluto. Estaba aturdida. ¿Qué ocurría? ¿Qué
lugar era aquel? Era como estar en la nada: no había ningún paisaje,
excepto el cielo gris plomizo sobre mí.
Una densa niebla se acercaba lentamente desde lejos. Parecía danzar al
ritmo de algún compás misterioso, deleitándose en el encuentro. Era como
si tuviera vida propia y ojos que me observasen. Deseé huir antes de que me
alcanzase, pero el temor me paralizó.
Su humedad calaba mis huesos. Tiritaba de frío, tenía las manos y los pies
entumecidos. Miré a mi alrededor buscando a alguien, mas estaba sola.
Asustada, traté de retroceder unos pasos sobre el suelo invisible, pero
permanecí inmóvil mientras la bruma continuaba aproximándose.
Escuché un suspiro que provenía del interior. Me estremecí de miedo. ¿Qué
era aquello? Tenía figura humana y la envolvía una luz azulada
resplandeciente. Se trataba de una mujer. Su cabello era largo y rizado, del
color del fuego.
—Ven, por favor, estoy atrapada aquí... —suplicó.
Una vez frente a frente, tocamos nuestras manos y una fuerza superior me
adentró en las entrañas de la niebla.
—¿Qué haces aquí? ¿Eres un fantasma? —le pregunté mientras la bruma se
disipaba con rapidez.
Llevaba puesto un camisón como el que usan los pacientes en los
hospitales. Sentí lástima por ella al ver su cuerpo delgado y maltrecho.
Parecía indefensa y desprotegida. Su cabello rojo caía con suavidad sobre
su rostro borroso. No podía ver sus facciones.
—Ayúdame, necesito que ellos me escuchen.
—¿Quiénes?
—Ellos. ¡Diles que estoy despierta! —dijo señalando a unas siluetas
imprecisas con forma humana que se movían cerca de nosotras.
Una neblina misteriosa nos separaba de aquellas figuras espectrales.
Conservaba un vago recuerdo de mi Experiencia Cercana a la Muerte. Me
pregunté por qué sentía como si estuviese muerta si había sobrevivido.
Lo siguiente que recuerdo es que la mujer y yo despertamos en un desierto,
después de haber dormido profundamente. Era uno de los lugares más
hermosos del mundo. Podía tocar y sentir la belleza que nos rodeaba. Los
desiertos no tienen valles exuberantes, flores, bosques ni ríos cristalinos.
Quizá su esplendor estuviese en la nada de su paraje yermo.
El sol salía de su escondite tras las dunas gigantescas, dibujando el cielo de
rojo y naranja. Era el amanecer más bello que había visto en mi vida. Me
dominó un sentimiento poderoso de gratitud. ¡Yo renacía a un nuevo día!
Aunque los rasgos de la mujer permanecían difuminados, pude adivinar la
tristeza de su semblante.
No sé durante cuánto tiempo caminamos por el desierto pero parecía que
llevásemos meses en aquella difícil travesía. De vez en cuando veíamos las
siluetas fantasmagóricas moviéndose tras la niebla y oíamos sus voces
lejanas pero no lográbamos entenderlas.
—Hija mía, te quiero tanto... —escuchamos la voz afligida de un hombre, al
otro lado de la bruma.
—¡Papá, estoy viva! —gritó mi compañera de viaje.
Prosiguió llamándolo pero no hubo respuesta.
¿Quién era aquella mujer? No sabía qué pensar, tal vez yo estuviese
perdiendo la razón o había muerto definitivamente. Me resultaba curioso
cómo respiraba siempre de la misma forma acompasada, sin importar si
estaba caminando o descansando. A pesar de su fragilidad física, se
esforzaba por enfrentar el sol abrasador, la sed, y las interminables y
agotadoras jornadas a través de las dunas. Caminaba sin quejarse de nada.
Cuando no podía seguir mis pasos y caía extenuada, me sentaba a su lado
para abrazarla y decirle palabras de aliento.
A veces, parecía dormir profundamente; otras, tenía la sensación de que me
observaba a través de sus ojos cerrados.
—¿Cómo has dormido? —tras la neblina, uno de los espectros con forma
humana se inclinó sobre mí.
—¡Diles que estoy despierta! —imploró la mujer, mientras me alejaba de
ella rápidamente, empujada por fuerzas desconocidas.
Describí este primer sueño tras mi Experiencia Cercana a la Muerte a los
sanitarios que me atendían e insistí en el mensaje que la mujer desconocida
deseaba comunicarles pero no me prestaron atención.
Entonces comprendí que las figuras del sueño eran los médicos, enfermeras
y el resto del personal. ¿Había estado atrapada en una especie de
semiinconsciencia? ¿El sueño fue real y ocurrió en otra dimensión? ¿O solo
se trataba de un sueño?
Pese a que todos lo atribuyeron al trance que había vivido tras mi muerte
clínica, presentía que tenía algún significado importante.
Tuvieron que transcurrir algunos años para comprender lo sucedido.
Meses después de encontrarme con Rosa en Nueva York, coincidimos en un
viaje de ayuda humanitaria. Nos sorprendió mucho volver a encontrarnos.
Era como si algún tipo de fuerza superior deseara que no nos despidiésemos
para siempre. En esos días de convivencia, me explicó que estuvo en estado
de coma 43 días a causa de una complicación surgida durante una operación
de vesícula. Yo le narré mi muerte clínica. Hablamos mucho acerca de la
muerte y de cómo nos transformamos a partir de nuestras experiencias.
Hasta entonces, ambas nos habíamos pasado la vida tratando de buscarle un
sentido y, finalmente, lo hallamos. “¿Cuántas personas mueren sin haber
encontrado el sentido de sus vidas? ¡Somos muy afortunadas!”, solía decir.
Aquel viaje marcó el inicio de una amistad maravillosa que continuamos
compartiendo.
Meses antes de escribir este libro, hablé con ella y le conté algunos detalles
del mismo. Fue entonces cuando le mencioné mi primer sueño después de
la Experiencia Cercana a la Muerte. De pronto, se echó a llorar. Para mi
sorpresa, ella prosiguió describiendo el sueño en el desierto, detalle a
detalle. Me quedé perpleja.
Era ella quien estaba junto a mí, al otro lado de la cortina, en la Unidad de
Cuidados Intensivos. Aquello explicaba la razón de ser de ese lazo invisible
que nos unía.
Me puso al habla con su neurólogo, quien estaba al tanto del sueño de Rosa,
ya que el tema del coma era de su interés, tras haber observado situaciones
extraordinarias entre sus pacientes. Conversé con él esperando poder
aportar algo a sus investigaciones. Recordaba mi caso por lo sorprendente
que le pareció, pero no llegamos a conocernos porque se encontraba de
vacaciones durante mi estancia en el hospital.
Me leyó las notas que conservaba sobre el sueño de Rosa. Ella le explicó
que estuvo en ese desierto durante los 43 días que duró su estado de coma,
en compañía de una mujer rubia, cuyo rostro no podía ver porque estaba
borroso pero que comprobamos que se trataba de mí. Todos los detalles
coincidían con exactitud. Según él, aquello encendía una luz de esperanza
sobre la hipótesis de que algunas personas en coma pueden percibir nuestra
presencia y tratan de comunicarse con nosotros.
Aconteció mucho más durante ese sueño de lo que puedo contar. Lo he
omitido por respeto a ella y porque no sabemos si los hechos que acaecieron
en él son del ayer, tal vez de vidas pasadas, o pertenecen al futuro. De ahí la
importancia de silenciar algunos fragmentos que podrían afectarnos si se
hiciesen públicos.
Lo que en realidad cuenta es el verdadero valor de la conexión humana.
Rosa siempre será mi amiga La pelirroja, por toda la eternidad.
CAPÍTULO 8
EN LLAMAS
El cuerpo humano no es más que apariencia, y esconde nuestra realidad.
La realidad es el alma.
Victor Hugo
PARTE I
Desperté pronto. La intensa luz amarilla, naranja y roja del amanecer
inundó mi cabaña. Todos dormían. Fui al embarcadero y me senté en el
borde, con los pies rozando el río. El cielo cubrió a Titanic II con los
colores malva y violeta. El cucú triste fue la primera ave en madrugar.
Escuché su apenada cantinela mientras disfrutaba de la calma. Recordé los
ruidos de la ciudad al despertar: las furgonetas descargando las mercancías
en las tiendas, el chirrido de las puertas metálicas de los bares al abrir, los
coches de las personas yendo al trabajo... Me sentí feliz de estar allí,
rodeada de silencio y sosiego.
Me sobresaltaron unos rugidos que parecían venir del infierno. Eran los
monos aulladores o monos Congo que aúllan antes de llover y se sientan
encorvados hasta que esta termina.
Esperábamos la llegada de una tormenta tropical. Estas pueden ser tan
peligrosas como un huracán o un ciclón y durar entre una y dos semanas.
De repente, miles de insectos comenzaron a chillar al unísono. La chicharra
fue quien impuso su monótono ritmo sobre el resto.
La lluvia torrencial fue aproximándose como si fuese un gigante cuyas
pisadas retumbaran con tal fuerza que todos los animales callaron
asustados. Percibí cómo la naturaleza contenía la respiración, hasta que al
fin comenzó a llover enérgicamente. La lluvia no sonaba a cemento mojado.
Ah, era la fuerza de la vida en su esencia original.
Algo me alarmó. Creí escuchar gritos entre el rumor ensordecedor de la
lluvia. Era Josette. Fui corriendo hasta su cabaña. La muchacha estaba
sentada en la cama de Erick, quien temblaba empapado en sudor, con los
ojos muy brillantes a causa de la fiebre. Su temperatura era de 39°
centígrados. Si esta subía, el niño podría sufrir algún ataque mortal o daño
permanente.
Samuel y Mamá Dori ducharon a Erick con agua fría, le proporcionaron un
medicamento indicado para bajar la fiebre y le daban a beber mucha agua y
jugos de frutas. Abrieron la ventana que había sobre su cama para que
entrase aire frío y limpio y le aplicaban trapos húmedos con agua fresca en
el pecho y la frente que cambiaban constantemente. Tenían que evitar que la
temperatura llegase o rebasase los 40° centígrados.
El sistema inmunitario del niño continuaba debilitado y podría tener fiebre
con más frecuencia de lo normal, según explicaron los médicos.
Los dos días siguientes continuaron sin cambios importantes. A veces, la
temperatura del niño bajaba hasta los 38° centígrados, pero después volvía a
subir rozando los 40° centígrados. Era una situación angustiosa.
Nos esforzábamos por aparentar tranquilidad para que Erick no se
preocupase, pero al atardecer del segundo día, me interrumpió mientras le
contaba historias divertidas de cuando era niña.
—No estés triste. Todo saldrá bien. Vuelvo a casa —dijo con serenidad,
apretando el dibujo del jaguar fuertemente contra su pecho.
Sentí inquietud al escucharlo. ¿Qué significarían sus palabras? ¿Deliraba
por la fiebre? ¿Era una recaída de su enfermedad? ¿Presentía que era el
final y estaba despidiéndose?
Samuel, la abuela y Josette estaban destrozados. Me dolía mucho verlos
sufrir. La comunicación por radio no funcionaba a causa de la tormenta.
Estábamos aislados y con aquellas condiciones climáticas no teníamos la
posibilidad de desplazarnos ni nadie vendría en nuestra ayuda. Nos
sentíamos impotentes, no podíamos hacer nada más, salvo esperar que la
tormenta tropical se marchase para llevar al pequeño al hospital o confiar en
su recuperación.
Mamá Dori se dirigió con paso cansado hasta el banco de madera donde el
niño solía dibujar. Se dejó caer al sentarse. Todos enmudecimos. La mujer
parecía haber envejecido un siglo de repente.
Samuel insistió en que descansara algo y fui a mi cabaña. Apoyé los brazos
en la barandilla y sentí como si cargase sobre mis hombros todo el peso de
la humanidad con sus sufrimientos.
Noté que algo dentro de mí había cambiado para siempre. A pesar de mi
juventud, había sufrido la pérdida de personas queridas, pero no estaba
preparada para la de Erick. Hasta ese momento, la idea de la muerte nunca
me había preocupado. Ahora, no solo temía por la vida del niño, sino
también por la mía. Tenía miedo a morir. Por primera vez en mi vida, tomé
conciencia de que mi existencia podría acabar en cualquier momento a
causa de un accidente o una enfermedad inesperada.
Millones de personas sufrían en el mundo. Muchas estarían siendo
diagnosticadas de una enfermedad mortal en ese momento, algunas estarían
despidiéndose para siempre de sus seres queridos, otras muriendo en
soledad.
¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida? Me hice estas y otras
preguntas durante horas, temblando de frío y de miedo, sintiendo lástima
por Erick, por su familia, por mí.
Hoy pienso que no creer en algo es desolador. Sería como pilotar un barco
que se pierde en una tempestad y no hubiese ningún faro para guiarte y
evitar que te estrelles contra las rocas de la costa. Por entonces, conocía a
personas que tenían fe y esperanza, pero las consideraba ilusas. Para mí, lo
verdadero era todo aquello que podía percibir a través de mis sentidos. El
mundo invisible, que más tarde descubriría, era solo para los ignorantes.
Miro a aquella joven que, a pesar de no admitir la existencia del alma y su
eternidad, creía en la magia de la vida. Puedo verla echada sobre aquella
barandilla, calada hasta los huesos por la lluvia. Está llorando y temblando
de miedo por el niño. No sabe qué hacer. Noches antes, sentía que ella era
luz, pero la tristeza la apagó.
Hoy quiero decirle que la quiero. Puedo sentir cómo todo el amor que he
dado a lo largo de mi vida, está siendo devuelto a mí multiplicado. Debo
repartir todo este amor que me llega. Y a la primera persona que le voy a
regalar una parte es a esa muchacha risueña de alma salvaje que no entiende
por qué un niño tiene que morir.
Después, cruzaré de nuevo el océano volando y regresaré a casa, feliz por
haber estado otra vez en esa selva que tanto amo, con aquella mujer que
tiempo después tendría que morir para dar sentido y propósito a su vida.
En ocasiones, no es hasta que tocamos fondo cuando nos vemos abocados a
tomar una elección: continuar en las profundidades del infierno o intentar
levantarnos aunque nos caigamos una y otra vez, hasta conseguir
mantenernos en pie. Si en verdad deseamos dejar de sufrir a causa del dolor
emocional, habremos de permitirnos sentirlo en su totalidad y no
ahuyentarlo, sino estar presentes en él y tomar responsabilidad.
Entré en mi cabaña para tratar de dormir algo. Sentí una punzada aguda en
la boca del estómago. Jamás había temido tanto a la muerte. Me alivió el
sonido de la lluvia. Así, nadie escucharía mi llanto.
PARTE II
***
La tormenta tropical se había marchado antes de lo previsto y, al fin,
podríamos llevar a Erick al hospital. La luna resplandecía con intensidad y
los árboles y el río parecían de plata. Me sorprendió ver tantas estrellas
después de tres días de tempestad. Me pareció tener sobre mí el cielo más
deslumbrante del planeta.
Los perfumes húmedos se acrecentaban a medida que la tormenta se
alejaba. Los animales nocturnos, como si fuesen invocados por ellos,
comenzaron a salir de sus escondites.
Algo me extrañó. El aire olía a humo mezclado con el aroma penetrante de
la selva. ¿De dónde provenía el fuego?
Quería ver cómo estaban el niño y los demás. Al abrir la puerta, lo que vi
me desconcertó. Una hoguera de más de dos metros ardía junto al
embarcadero. Quise ir hacia allí pero titubeé en la oscuridad. Las alimañas
me observaban a una distancia prudente, podía ver el brillo de sus miradas.
Escuché a mi alrededor el sonido de cascabeles y pisadas sobre la hierba
mojada pero no había nadie. El miedo me paralizó. No estaba sola. Podía
sentir con claridad junto a mí la presencia invisible de seres que me
rodeaban.
De pie y quieta junto a la hoguera y con su túnica marrón, la abuela Dori
parecía una estatua de bronce. La luna reflejaba una luz azulada sobre ella
pero su rostro permanecía oculto tras el velo del humo grisáceo. Percibí el
tormento que brotaba de su corazón dolorido.
Los ojos rojos de los cocodrilos llameaban inmóviles entre las aguas de
lodo, atentos a la magia del fuego.
Mamá Dori comenzó a caminar en torno a la hoguera que ardía entre
grandes troncos de madera. Los pasos de la anciana eran lentos, pesados, y
su respiración profunda. Se detuvo frente al río. Gotas de agua pequeñas y
brillantes saltaron sobre su oscura figura.
El olor a humo lo impregnaba todo. Las llamas de la candela eran de color
anaranjado, azul, rojo, amarillo y verde. Observaba fascinada la fogata
como si me hubiese hechizado.
Una llamarada violeta brotó por encima de todas y de ella surgieron figuras
de color blanco con apariencia humana que envolvieron la hoguera como un
cinturón protector. Me quedé sin aliento ante la escena espectral.
Mamá Dori se giró hacia mí y me miró con dulzura antes de adentrarse en
el fuego. Al fin logré reaccionar y corrí aprisa despavorida hacia ella para
impedirlo. El humo era denso. Me costaba mucho respirar. Los cascabeles
sonaron con más fuerza pero su murmullo cesó cuando la imagen de la
abuela desapareció de repente, transformándose en miles de luciérnagas que
se dirigieron veloces hacia el firmamento, dejando tras de sí el dibujo de
una estela blanca y luminosa.
CAPÍTULO 9
MISTERIOSAMENTE HOY
Todo tiene sus maravillas, incluso la oscuridad y el silencio, y aprendo…
sea cual sea el estado en el que me encuentre, debo estar contento.
Helen Keller
PARTE I
El miedo a la enfermedad es ancestral. Tememos a lo que ella puede
traernos: la muerte, la pena, el sufrimiento largo...
La gran mayoría de personas no son conscientes del valor de sus vidas hasta
que llega la enfermedad. Aunque para muchos pueda suponer un calvario,
para otros es una oportunidad para crecer y darle sentido a la existencia
humana.
Quiero contar la historia del periodista Valentín García, amigo y compañero
de profesión, como símbolo de la convivencia consciente con la enfermedad
y ejemplo de fortaleza para los enfermos de cáncer.
Desde que fue diagnosticado de cáncer de pulmón en enero de 2018, hizo
de la enfermedad el centro de su vida. Impulsor del movimiento popular
#yomecuro, a pesar de sus continuos tratamientos, avances y retrocesos,
siempre regalaba palabras de ánimo a quienes también padecían cáncer.
La Oncolumna de su blog donde narraba sus experiencias, los tratamientos
que recibía y cómo evolucionaba, ayudó a miles de personas de todo el
mundo a que “el cáncer pesara mucho menos”. Se convirtió en un
fenómeno en las redes sociales. En ellas contaba con optimismo su relación
día a día con el cáncer, hablaba de él con sinceridad, pero también con
esperanza.
Recibió varias distinciones: el Premio de la Comunicación de la Asociación
de la Prensa de Sevilla, el Premio Especial del programa El público de
Canal Sur Radio donde trabajaba y el Premio Solidario de la ONCE.
Así se presentaba en su blog:
Mi nombre es Valentín García Sandoval, "Chicho". Soy periodista,
dedicado a la radio, en la que llevo desde 1992, primero en RADIO
SEVILLA de la CADENA SER y ahora en CANAL SUR RADIO. Nací en
Madrid, pero desde los 24 años vivo en Sevilla. Soy un loco de la radio,
disfruto mucho delante de un micrófono y me encanta comunicar: esa es mi
obsesión. También me dedico a la presentación de eventos. Y vivo en
Triana.
Cuando conocí a Chicho noté al instante que estaba ante una persona muy
especial. Recuerdo el momento en el que nos presentaron en Radio Sevilla,
la emisora de la Cadena SER en la ciudad hispalense donde yo trabajaba
por entonces. En aquellos ojos vivarachos y chispeantes brillaba la alegría
de vivir de una forma que pocas veces había visto en nadie. Tenía alma de
niño y, como se dice en Andalucía, era una persona con “aje” (ángel).
Era un joven madrileño de 24 años que venía de su ciudad natal con una
mochila cargada de sueños e ilusiones. Llegó como un torbellino, con
aquella personalidad tan arrolladora, deseoso de comerse el mundo. Amaba
la radio y, a pesar de su juventud, el don innato que poseía para
comunicarse con las personas y su carisma singular, hicieron que pronto
comenzase a despuntar en el mundo radiofónico.
Soy una persona risueña, me encanta reír y sentía la misma pasión por la
vida que él, por lo que conectamos desde el primer momento. ¡Quién nos
iba a decir entonces que ambos pasaríamos por el trance de una enfermedad
mortal!
Su alegría era contagiosa. Contaba chistes y hacía bromas a todas horas. Su
risa resonaba por donde quiera que fuese. “Este chico ha nacido para hacer
felices a los demás”, pensaba siempre que lo veía ayudar a alguien.
De espíritu impulsivo e impetuoso como un océano bravo, curaba las
tristezas del alma de quienes sufrían. Sembraba flores en los corazones
maltrechos por la desdicha. Allí donde había dolor y preocupación, él
regalaba entusiasmo. Le encantaba ayudar a las personas, siempre estaba
ahí para todos y los animaba en sus malos momentos. Creo que su
verdadera vocación no era la radio sino vivir. Su amor por la vida era
grandioso.
Uno de los mejores recuerdos que guardo de él fue de un viaje que hicimos
con otros compañeros de la prensa a Disneyland París, invitados como
periodistas para la inauguración de la última atracción.
Hubo un momento muy gracioso que siempre recordaré con cariño.
Valentín y yo bromeábamos mientras peleábamos por un plato de
aperitivos, y le di un manotazo cariñoso con la intención de que dejase la
última croqueta para mí. Cuando me di cuenta de que no era su mano, fue
demasiado tarde. Levanté la vista y me encontré con el legendario músico
Peter Gabriel que me miraba divertido con la croqueta en la mano. Valentín
estaba a su lado burlándose de mí. Gabriel me ofreció la croqueta, la cogí
disculpándome y nos echamos a reír los tres.
Siempre que recordábamos esa anécdota reíamos y volvía a ver su alma de
niño inocente.
Una vez le pregunté cuál era su secreto para la felicidad y respondió:
—Teresita, todos los días sucede algo maravilloso —suspiró contento
mirando al cielo.
Ese mismo día me ocurrió algo que llevaba tiempo deseando y me sentía
muy feliz. Cuando se lo conté, respondió:
—Todos los días sucede algo maravilloso. Recuérdalo.
Cada uno emprendió la búsqueda de sus propios sueños y nuestros caminos
se separaron.
A partir de entonces, sabíamos el uno del otro de vez en cuando gracias a
amigos comunes, pero no volvimos a vernos.
Conocí la noticia de su enfermedad a través de sus redes sociales. Me
sobrecogió, pero después pensé en mi historia: si yo había superado una
enfermedad mortal, ¡él también podría!
A través de Facebook, Twitter y su blog, miles de personas de todo el
mundo lo animaban y seguían el proceso de su enfermedad. El hashtag
#yomecuro se extendió por la red, llegando tanto a afectados por el cáncer y
otras enfermedades como a seguidores que le mostraban su apoyo. Fue
ejemplo de amor incondicional. Alentaba a los enfermos y a sus familiares
sin esperar nada a cambio. Sembró en sus redes sociales esperanza y amor
de una manera jovial, positiva y alegre. Lo hacía para ser inspiración de
otras personas en su misma situación y también para dar esperanza a los
familiares de enfermos de cáncer.
Pidió que no tratásemos esta enfermedad con eufemismos: “Nada de
dolorosa enfermedad sino CÁNCER. No se lucha contra el cáncer pues no
tenemos manera si nos resistimos a él. Este no debe ser una excusa que te
permita una posición de privilegio. No tenemos que dar más o menos pena
que otras personas que sufren por otras razones”.
Valentín no pensaba que la actitud curase, pero sí creía que ayudaba a que el
peso del cáncer fuese más liviano. Según su Oncocolumna, resistir al cáncer
requiere de plena dedicación ya que ocupa mucho tiempo. A veces en solo
una semana tenía la sesión de quimioterapia número 21, resonancia
magnética específica para la hipófisis, sus dosis de momentos de tensión e
incertidumbre, la obligada analítica y la visita al oncólogo y al endocrino.
Horas interminables de hospital, decenas de pruebas e innumerables visitas
a diferentes especialistas, a los que había que sumar los días convaleciente y
una merma física bastante notable.
Estaba cansado, mucho, muchísimo y, sin embargo, no dejaba de hacer todo
lo posible por vivir. Se sentía conectado a los miles de enfermos de cáncer
que, como él, se levantaban cada mañana dispuestos a sacar 24 horas
adelante con lo que tocara, ya fuese visitar al médico, sesión de quimio o
radioterapia. Y si ese día no había nada de eso, tratar de dar lo mejor de uno
mismo, repartiendo alegría y amor a todos.
Las fuerzas le nacían de una combinación de miedos y ganas de disfrutar de
su indomable pasión por la vida, viniese como viniese. Un día entero de
risas con sus hijos, disfrutar con su familia al calor de la chimenea, un
estudio de radio, un bar sin televisión con sus amigos, un recuerdo de su
padre...
Un día que hablamos por teléfono, ambos estábamos de acuerdo en que
habíamos vivido con intensidad, tanto las tristezas como las alegrías, y
aquello nos sirvió para hacernos más humanos. Los dolores de la vida
fueron quienes más nos impulsaron a seguir adelante en los momentos de
oscuridad. El sufrimiento, ese gran maestro...
Él decía que quizás el cáncer lo matase, pero mientras tanto tenía la
suficiente determinación para “encontrar a diario trocitos de paraíso y no
paredes de infierno”.
PARTE II
***
22 de febrero, 2019. Valentín García publica en su blog este post:
Hoy, todavía, siempre
“Mis meses duran 21 días, el tiempo comprendido entre quimio y
quimio. Y el año, o una vida, dura 90 días, el tiempo que transcurre
entre cada revisión en la que me dicen si el cáncer avanza, retrocede o
se ha quedado pasmado ante mis ganas de vivir. En medio de esos
hitos tan clavados, pasan los días.
«Hoy es siempre todavía», no se puede mejorar a Machado cuando abro los
ojos por las mañanas. Hoy, cada día, es un todavía.
Todavía nadando en un cáncer, todavía vivo. Todavía sin poder vivir,
todavía sin morir, todavía caminando mal, todavía con dolor, todavía feliz
por ir de un sitio a otro, todavía sintiendo, hablando, escribiendo.
Hoy hago recados y camino alegre, hoy me tomo disciplinado mis
medicinas, hoy estoy aquí, hoy estoy vivo, hoy me duele, hoy no tengo
dolor y me tomo tres botellines, hoy mi hijo me sujeta para ayudarme a
andar, hoy envío sobres con pulseras y esperanza, hoy dejo de pincharme la
Heparina, hoy pienso que soy mucho más que un cáncer con un hombre.
Todavía no he vuelto al trabajo en la radio, todavía necesito un micrófono,
todavía tengo miedo, todavía estoy fuerte, todavía no pienso en la muerte,
todavía me hacen entrevistas, todavía mi hermana Silvia me manda un
mensaje cada mañana, todavía mis amigos gritan #yomecuro, todavía
Juanma sigue ingresado, todavía me acuesto después de vestirme, todavía
no me acostumbro a sentir cerca la fría hoja de Damocles, todavía me siento
bien.
Hoy me siento mal, hoy me río, hoy he vuelto a llorar, hoy me han dado un
premio que me ha hecho feliz, hoy solo quiero dormir, hoy el pelo ha
empezado a caer de nuevo, hoy conozco a 20 mujeres más fuertes y
valientes que 2000 hombres, hoy Carmen dice que el cáncer le ha dado la
vida y que está buscando su camino, hoy mi madre me llama, hoy Cristina
está preocupada, hoy no quiero hablar.
Todavía puedo ocuparme de mis hijos y hacerles reír, todavía creo que el
cáncer me ha hecho mucho bien, todavía escucho la radio, todavía cuento
cositas en Twitter, todavía decenas de personas me envían mensajes,
todavía no estoy cansado, todavía adoro la vida, la música y pasear al lado
del río, todavía me enfado, todavía Cristina me cuida y me da crema en los
tobillos, todavía me quiere.
Siempre es hoy porque mañana es como hoy y como ayer. Siempre es por
ahora y yo quiero que por ahora dure siempre. Siempre dudando y
aprendiendo, siempre me digo que #yomecuro, siempre temo al
sufrimiento, siempre vivo, siempre vivo, siempre pensado que quiero ser
eterno”.
Murió ocho meses después.
Mi madre me llamó para comunicarme su fallecimiento. ¡No podía creerlo!
Aunque sepamos que una enfermedad puede llevarse pronto a alguno de los
nuestros, nunca estamos preparados. Estaba conmocionada. Pocos días
antes, publicó que iba a someterse a una nueva sesión de quimioterapia y
expresaba así su optimismo: “Ya veremos los efectos secundarios, hoy no
toca, hoy toca pensar que siempre tengo una forma de ponerme a resistir al
cáncer. ¡¡Vámonos!!”.
He vivido pérdidas de seres queridos esperadas y otras repentinas pero el
dolor es el mismo, incluso en los casos en los que sientes alivio porque
sabes que tu ser querido ha dejado de sufrir. Esto no sirve de consuelo, la
pérdida es la pérdida.
Estaba consternada. Noté una sensación profunda de vacío que, poco a
poco, se extendió por todo mi interior, hasta sentir cómo mi alma se
desgarraba y en ella se abría una herida.
Cuando mi abuela murió, mi hija Marta tenía ocho años y me preguntó:
—Mamá, cuando muere alguien a quien queremos, ¿deja un hueco en el
corazón?
Le contesté que sí, sorprendida por su pregunta.
—Entonces, nuestros corazones están llenos de huecos, unos vacíos y otros
llenos, ¿verdad?
Le expliqué que, con cada pérdida de un ser querido, experimentamos al
principio un vacío que no podemos describir con palabras. Una parte de
nosotros se queda hueca, como si esa persona se hubiese ido para siempre
de ese rincón de nuestra alma donde estaba, pero sigue ahí, aunque no la
notemos. Al principio está callada y parece que nos abandonó para siempre
pero, con el tiempo, podemos sentir su amor dentro de nosotros.
Unos días después de la muerte de Valentín, asistí a Granada invitada a un
congreso como ponente para dar una conferencia. Aún no había llorado su
pérdida y tenía miedo de aceptar la verdad. Él ya no estaba y el mundo
seguía girando.
Cuando me tocó el turno, subí al escenario. Me sentí abrumada por el
silencio expectante. Todos me miraban atentos pero la pena me impedía
pronunciar palabra alguna. Sentí unos deseos inmensos de romper por fin a
llorar, pero me repuse. Recordé su risa franca, su coraje, su honestidad. Si él
hubiese estado allí habría deseado verme feliz, disfrutando haciendo lo que
me gustaba.
Comenté a los asistentes cómo me sentía por la muerte de mi amigo y le
dediqué mi ponencia. Por un instante, temí que mi voz se quebrase.
Entonces evoqué su entusiasmo por la vida hasta el último aliento y recobré
la compostura. Dije: “Va por ti, Valentín” y comencé mi charla sintiéndome
privilegiada por haber conocido a alguien tan especial. Sentí que debía
transmitir a los presentes la misma pasión por la vida que él dedicó a los
enfermos, para quienes significó un grandioso ejemplo de fortaleza.
El ganó, derrotó a la tristeza a pesar los días llenos de melancolía, venció al
dolor por encima del sufrimiento físico y emocional. Dejó su legado de
amor por la vida, el mensaje sagrado de que merece la pena vivir hasta la
última respiración. Por muy mal que estemos, aunque nos quede poco de
vida, debemos confiar siempre en que la situación puede mejorar y si no, no
hay que perder ni la esperanza ni el buen ánimo. Que la enfermedad no nos
borre la sonrisa.
Fue un gran profesional pero, ante todo, una persona maravillosa con un
alma bella dispuesta a entregar amor incondicional y esperanza allá donde
cualquier ser humano lo necesitase.
Su obra pervive para llevar ilusión a aquellos corazones donde solo habita
el miedo y la desesperación a causa del cáncer y otras enfermedades
mortales.
A veces cuando pienso en él, sonrío al recordarlo. Creo que sonreír a la vida
es el mejor homenaje que puedo rendirle. Siento por él un profundo respeto
y admiración. A medida que su enfermedad avanzaba, más amor entregaba
a los demás. Dicen que el amor, cuanto más se reparte más crece. Estoy
convencida de ello. Él transformó el dolor en un medio para dar lo mejor de
sí mismo y servir a los demás. Nos dejó un valioso legado de enseñanzas
maravillosas.
Nunca olvido sus impactantes palabras: “Todavía creo que el cáncer me ha
hecho mucho bien”. Tuvo la sabiduría de apreciar el aprendizaje humano a
través del dolor como un don para compartir con la humanidad. Fue capaz
de dar significado a su enfermedad mortal y ver los tesoros que se esconden
tras la adversidad. Fue y continúa siendo espejo de esperanza para lidiar con
los dolores del alma.
Yo, como la gran mayoría de las personas que estamos sanas, tenemos una
vida llena de posibilidades en las que podemos elegir. Otros como Valentín
no tienen opciones, puede que incluso ninguna probabilidad de sobrevivir y
eligen vivir una y otra vez. Ellos, mientras exista una única posibilidad
entre millones de curarse, apuestan por la vida haciendo lo que sea
necesario sin objeciones.
Puede que te rebeles contra situaciones como la de Valentín y no te parezca
justo que esas personas luchen muy duro para finalmente morir. La prensa
suele decir de ellas que perdieron la batalla contra la enfermedad, pero yo
creo que las personas como él son más fuertes que la enfermedad porque,
incluso en el lecho de muerte, encuentran un motivo para respirar. Nada les
frena, usan la enfermedad como motor que los incentiva a ser mejores
personas y enseñarnos que lo que verdaderamente da sentido a nuestra
existencia es tener el coraje de vivir.
Son vencedores, pues le ganan el pulso a la vida agradeciendo cada
amanecer y buscando la luz de la esperanza entre las sombras de la muerte
vigilante.
Muchas personas ni siquiera agradecen tener salud al comenzar un nuevo
día. Se levantan pensando en los “problemas” y quejándose de todo. No son
conscientes de que, por el mero hecho de despertar, aunque no estén bien
económicamente o no tengan todo aquello que desean, son afortunados de
estar vivos. Una vida para vivir, 24 horas que pueden decidir cómo vivirlas:
desde la queja y el victimismo o con la ilusión de que cada día trae una
nueva oportunidad para ser feliz.
Las redes sociales de Valentín García Sandoval, Chicho, permanecen
abiertas como testimonio de coraje e inspiración para aquellos que transitan
el camino del cáncer u otra enfermedad que les haga temer a la muerte.
“Siempre vivo, siempre vivo, siempre pensando que quiero ser eterno”.
Su alma de niño se liberó de la prisión de su cuerpo enfermo. Lo
conseguiste querido amigo. Ahora eres eterno. Desde el firmamento, nos
sonríes, rellenando ese hueco que dejaste al marchar.
Al menos, tengo la certeza de que algún día volveremos a encontrarnos, y si
aquí nos reímos tanto, en el otro lado nos reiremos mucho más.
Cada día, cuando despierto al amanecer, siento que sucederá algo
maravilloso. Y así es. Recibo el regalo más hermoso de la vida: la
mortalidad.
CAPÍTULO 10
YO CREO
Vivir en el corazón de los que dejamos detrás de nosotros no es morir.
T. Campbell
PARTE I
Al término de una charla que di en Madrid junto a otras escritoras, una
mujer me dijo que ella nunca creyó que existiese nada después de la muerte.
Sin embargo, tuvo una experiencia que la llevó a cuestionar sus
convicciones.
Una noche, la despertó el ruido de unos golpes al otro lado de la pared de su
dormitorio, contigua a una estantería del salón. Ella vivía sola, por lo que se
asustó al pensar que habían entrado en su casa a robar. Su padre había
fallecido hacía dos meses. Él le contó que, meses antes de ser diagnosticado
de ELA (esclerosis lateral amiotrófica), su madre, a la que nunca conoció
porque murió durante el parto, lo había visitado para avisarle de que pronto
volverían a estar juntos después de tantos años.
Él llevó su enfermedad progresiva con dignidad y con la certeza de que su
cuerpo dejaría este mundo, pero seguiría vivo porque ahora sabía que tenía
espíritu, ya que había presenciado el de su madre. Su hija lo escuchó
incrédula, pensó que eran alucinaciones provocadas por la enfermedad.
“Hay vida después de esta”, le repetía su padre.
Entre los efectos personales del hombre encontraron días más tarde de su
fallecimiento tres estuches pequeños de madera con el nombre de cada uno
de sus hijos tallado en la tapadera. Sus hermanos encontraron en la cajita
correspondiente una carta de su padre escrita a mano dirigida a cada uno en
especial. Ella no quiso abrir su estuche ni leer la carta que le iba dedicada.
Estaba tan triste por su pérdida que no tenía fuerzas para leerla, pues creyó
que se derrumbaría.
Aquella noche, al escuchar los golpes, se levantó aprisa y, sin pensarlo, fue
directa al salón esperando encontrarse con intrusos. Para su sorpresa, no
había nadie. La cajita de su padre, que colocó en la estantería tras su
muerte, se encontraba en el otro extremo de la estancia, como si hubiese
sido lanzada por alguien. Tenía la tapa abierta y la carta estaba en el suelo.
La leyó y decía:
“Querida hija mía. Tu abuela me dijo que a tu hija le diagnosticarán de
cáncer. No sufras, todo irá bien porque ella y yo, junto con otras personas
desconocidas y muy amorosas con las que he hablado antes de morir,
quieren que sepas que no estás sola y debes ser fuerte para darle amor a tu
hija en los momentos que se avecinan. Ella necesitará de tu fe para
sobrellevar su enfermedad. Has de saber que con la muerte no se acaba
todo, solo termina la vida aquí, nada más. Te quiero mi niña. Volveremos a
encontrarnos”.
De pronto, sintió una ráfaga de aire helado en la habitación. Miró a su
alrededor y no había ninguna puerta o ventana abiertas, por lo que no se
trataba de una corriente. La temperatura del salón comenzó a descender,
sintió mucho frío.
¿Sería su padre tratando de decirle que estaba allí? Pero estaba aún muy
afectada por su muerte y supuso que eran imaginaciones suyas. Sin
embargo, podía percibir una presencia muy fuerte a su lado. Por aquel
entonces, ella creía que cuando el ser humano moría desaparecía sin más,
para siempre. Estaba desconcertada.
Llamó a su padre en voz alta: “¿Eres tú?”. Escuchó un murmullo en su
oído. No pudo distinguir si era un sonido o una voz, pero experimentó una
sensación de paz como jamás había sentido. Fue entonces cuando tuvo la
seguridad de que su padre estaba con ella.
La mujer se emocionó e interrumpió su relato. Yo estaba acompañada de
dos amigas escritoras. Seguíamos su historia con mucho interés, era muy
interesante, nos intrigaba. ¿Qué ocurrió con su hija?
Tres semanas después de aquella noche, Lorena, su única hija, fue
diagnosticada de cáncer de mama. Tras una operación y varios tratamientos,
los médicos no le dieron ninguna esperanza de vida.
Un día, cuando la mujer veía cómo se iba apagando su hija en la habitación
del hospital, la escuchó conversar mientras miraba hacia la esquina
contraria de la cama. Reía y hablaba con dificultad.
—¿Con quién hablas? —preguntó su madre.
—Con el abuelo. Ha venido a verme con una mujer que se parece mucho a
ti. Es muy guapa. Dice que es su madre. Me están esperando, pero aún es
pronto. No voy a morir, mamá.
Y no murió. Desde ese momento, comenzó a recuperarse. El equipo médico
que la atendía no encontraba explicación, desconocía qué la estaba sanando.
Sin embargo, no era la primera vez que veían una situación similar,
llegando a aceptar que hay hechos a los que la medicina no puede dar
respuesta aún.
En este punto del relato, una chica joven con un refresco en la mano se
acercó a nuestra mesa. Era Lorena. Y el restaurante se iluminó con su
sonrisa llena de vida.
PARTE II
***
Cuando muere alguien a quien amamos, lo echamos de menos, sentimos el
vacío y la soledad de su ausencia, y nos gustaría tener alguna prueba de su
existencia más allá de esta vida. Es entonces cuando buscamos señales del
cielo para saber que está cerca y esperamos que conecte con nosotros
enviándonos algún mensaje demostrando que está bien y nos cuida, para así
curar un poco nuestro dolor. Muchas personas buscan con vehemencia estas
muestras y se sienten frustradas cuando no reciben signos claros de ningún
tipo.
Como sabes, este no es un libro científico. Está basado en mi propia
experiencia y en la información compartida con muchas personas con las
que he tratado a lo largo de los últimos años y a las que he entrevistado
desde mi ECM (Experiencia Cercana a la Muerte) para que me ayudasen en
la comprensión de estos temas.
Las señales de nuestros difuntos son consideradas por muchos como
fenómenos paranormales que tienen lugar en el territorio de la
pseudociencia. Esta palabra significa: “Método, práctica o creencia que se
presenta como científica pero que no puede demostrarse de forma
empírica”. Quizá creas en estas señales e incluso es posible que hayas
tenido experiencias personales que te corroboran que tus seres queridos
fallecidos han intentado comunicarse contigo, o tal vez pienses que esto no
es posible.
He constatado por mí misma y por la mayoría de personas con las que he
tratado que pierden a un ser querido, que, por lo general, existe la necesidad
de creer que hay algo más allá de esta vida. Duele mucho aceptar que quien
amamos ha muerto y nunca más lo abrazaremos. He visto incluso a los más
escépticos deseando escuchar palabras de esperanza que demostrasen que
hay algo después de la muerte. Es natural, no podemos asimilar así sin más
que esa persona ya no está y no volveremos a estar con ella. El vacío es tan
enorme que necesitamos alguna confirmación de que no se ha ido para
siempre y está en un lugar mejor donde no sufre.
La capacidad natural del ser humano para intuir se denomina sexto sentido.
Gracias a él, puede percibir y captar algo sin la intromisión de la razón. Es
como una voz interior que nos llega en forma de corazonadas. De ahí la
expresión: “Pensar menos, sentir más”. A veces, las ideas que se sienten
tienen mucho más valor que las ideas que se piensan, ya que reflejan
nuestro verdadero ser.
El Instituto HeartMath, dedicado a la investigación y la educación, ha
alcanzado notoriedad internacional por el desarrollo de dispositivos de
coherencia cardíaca de validez científica para psicólogos y profesionales de
la salud, así como para las personas en general.
Según sus investigaciones, el campo electromagnético que proyecta el
corazón humano hacia fuera puede llegar hasta una distancia de cinco
metros. El cerebro posee a su vez un campo electromagnético, pero es
mucho menor. El corazón manda información al ADN humano y después a
todos los sistemas del cuerpo (digestivo, linfático, endocrino, circulatorio,
etc.). Además, transmite información al lóbulo frontal del cerebro y, lo más
interesante, es que lo hace con una anticipación de 4.5 segundos. Por tanto,
el corazón puede adelantarse a lo que va a suceder antes que el cerebro.
Por este motivo, el juego de lanzar una moneda a cara o cruz puede ser la
mejor manera ante un dilema difícil. Este pasatiempo que comenzó en la
antigua Roma, tiene hoy carácter científico. Los investigadores de La
Universidad de Basilea en Suiza, tras varios experimentos, concluyeron que
este método podría ayudarnos a tomar decisiones de forma más rápida y fiel
a lo que realmente deseamos. “Esto se debe a que normalmente hay algo
que nuestras entrañas nos están diciendo desde el principio. Y esa sensación
de alegría o decepción que sentimos al ver el resultado nos hace conscientes
de ella”, explican.
Visto lo anterior, podríamos considerar que la percepción extrasensorial y la
capacidad de contactar con personas fallecidas y todo lo relacionado con el
mundo sobrenatural tendría una explicación. Creo que el ser humano posee
esta sensibilidad extraordinaria en mayor o menor medida, dependiendo de
cuán profunda y genuina sea su relación con su esencia y con su espíritu.
Este sexto sentido o inteligencia intuitiva del corazón se activa en los
momentos en los que experimentamos una situación límite para protegernos
y permitir nuestra supervivencia. Asimismo, se intensificaría cuando un ser
querido fallece y nos envía señales. Si sentimos una conexión física y
emocional poderosa con alguien, podemos crear lazos de amor que nos
unan con esa persona, más allá de esta vida.
Silencia tu mente condicionada por las programaciones que has recibido
desde que fuiste concebido y conecta con el alma y la conciencia a través
del corazón. Solo entonces hallarás las respuestas que buscas.
Cuando tengas dudas, pregunta a tu corazón.
PARTE III
***
Creo firmemente que cuando un ser querido muere, puede enviarnos señales
para hacernos saber que está cerca. No siempre es así, pero se da con cierta
frecuencia. Es algo que he podido constatar por experiencia propia y la de
muchos otros testimonios.
La mayoría de quienes las perciben tienen la certeza de que el ser querido
que ha fallecido está cerca. La voz de su corazón les dice que es una señal
suya, no tienen la menor duda y no suelen pasar miedo sino todo lo
contrario, sienten paz.
He conocido casos de personas que han recibido evidencias de estas señales
e, incluso tratándose de varios testigos que escucharon o vieron lo mismo,
dudaban de sí mismos. Tal es el poder de la mente cuando trata de hacerte
creer que no creas.
Pero, ¿cuáles son esas señales de que un ser querido que ha fallecido está
con nosotros?
Hay personas que sienten cómo los difuntos asisten a sus propios funerales,
intentando consolar a sus seres queridos y darles signos de que están bien.
También son frecuentes los testimonios de fenómenos extraños de
electricidad como apagar y encender los electrodomésticos o luces que
parpadean.
En otros casos, escuchan con claridad su voz diciendo que se encuentran
bien o advirtiéndoles ante un peligro inminente.
Hay otras experiencias que consisten en percibir un leve toque en el brazo o
el hombro, una suave caricia, un beso, un abrazo o una mano que les toca el
pelo.
Sentir su olor es una de las señales más habituales. El lugar donde están se
impregna súbitamente de su perfume u otro aroma relacionado con ellos. La
fragancia a flores es también muy frecuente.
Para muchas personas, nuestros seres queridos fallecidos se manifiestan en
los animales. Creen que son capaces de canalizar su energía en ellos para
enviarles señales en forma de mariposas o pájaros que se comportan de un
modo peculiar.
A veces puede ocurrir que hay personas que buscan desesperadamente estos
tipos de sincronía. No te obsesiones con las señales, no las necesitas para
sentir consuelo por la pérdida. Tus seres queridos se asegurarán de que las
recibas cuando las necesites, no tienes que forzarlas para que surjan porque
si no, te vas a frustrar mucho si las pides y no llegan.
Solo si te encuentras en un estado receptivo podrás percibirlas, pero no
puedes controlarlas, pues así no se darán ya que estás poniendo el foco
únicamente ahí. Por ejemplo, si pides como señal ver tres plumas blancas,
es probable que termines viendo tres plumas blancas antes de que acabe el
día. Puede que sean signos verdaderos o el resultado de tu subconsciente
trabajando con el fin de encontrarlas.
Otras veces las señales no son obvias, pero creo que siempre están ahí
aunque no podamos percibirlas con los cinco sentidos. Es cuestión de tratar
este tema de forma natural, no tener una relación de dependencia con las
señales y permitir que lleguen cuando deban hacerlo. Y si no ocurre, no
pasa nada. Las muestras de que nuestros seres queridos fallecidos están
entre nosotros ayudan mucho, mas no te obsesiones con ellas. Si buscas
signos en todas partes, los encontrarás, pero no serán reales, sino el
resultado de haber puesto la atención solo en ellos. Permite que todo fluya y
si tu ser querido desea comunicarse contigo, no dudes que lo hará, y si no
da indicios, siempre podrás sentirlo en tu interior.
Cada vez que notes ternura dentro de ti hacia esa persona, ella se estará
manifestando, no necesitas oler su perfume o escuchar su voz.
En algunos casos, dos o más personas perciben estas señales a la vez.
¿Sugestión? ¿Es una consecuencia de nuestro deseo ferviente de recibir
mensajes del más allá?
No hay nadie mejor que tú para saberlo. Ni internet, ni siquiera este libro,
podrán ayudarte a descifrar los mensajes. Tú, en lo más íntimo de tu ser,
serás capaz de discernir lo real de lo imaginario. Si sientes que esa señal
proviene de esa persona contactando contigo, probablemente así sea, ya que
vuestras almas pueden tocarse en esta dimensión y en otras. Tu alma puede
viajar a diferentes planos de existencia para encontrarse con la del ser
amado que perdiste. Presta atención a tu alma, ella nunca se equivoca.
La mayoría de las veces este tipo de sucesos son personales y subjetivos.
Pero, a pesar de que pueda existir una explicación aparente para este tipo de
fenómenos en el mundo físico, en tu interior estás seguro de que no ha sido
una casualidad y que estás ante una muestra del más allá. Las señales de
nuestros seres queridos fallecidos son muy personales. Es cierto que hay
muchos elementos que se dan con más frecuencia y son más comunes en la
mayoría de los casos y así lo he constatado por mí misma y por otras
personas. Aun así, nadie mejor que tú para descifrar esos códigos ocultos
que llegan a ti.
En definitiva, todo aquello que te haga bien y funcione para ti es válido. No
necesitas que nadie te lo cuestione ni te lo apruebe. Tú eres quien le da el
significado que necesitas para continuar viviendo con esa pérdida. Tu alma
sabe mejor que nadie si en ese pájaro o mariposa que acabas de ver de
forma inexplicable se esconde un mensaje que te envía tu ser querido para
decirte: “Estoy contigo”.
Si, por el contrario, eres una persona que no cree que exista vida más allá de
esta, quizá puedas observar a tu alrededor sucesos extraños sin explicación
aparente. Sé que en el fondo de tu ser deseas creer con todas tus fuerzas,
pero no puedes. He conocido a padres que llevan años en una dura
búsqueda de señales por parte de sus hijos fallecidos. Están exhaustos,
cansados, esperando algo que nunca llega.
No te frustres ni te entristezcas cuando no sientas a tu alrededor a las
personas que has perdido. El amor no se destruye y tu alma lo percibirá. El
cariño te conectará con ese ser querido que te amó tanto y al que tanto
amaste. Nada ni nadie puede romper el lazo de amor entre dos personas,
nunca, jamás y bajo ninguna circunstancia. Es una unión indestructible. Ni
siquiera la muerte puede separarnos e impedir que ese amor, que es eterno
como el espíritu, desaparezca.
No te angusties porque deseas ver alguna señal y esta no aparece.
Concéntrate en el amor que os sigue uniendo. Podrás encontrar a esa
persona en el lugar donde vive vuestro vínculo, no importa que ya no esté
físicamente. Siente su afecto pero, sobre todo, déjate amar. En ese amor
sagrado podrás sentir que ese ser querido continúa contigo y te ama. Si
cierras los ojos y te concentras puedes percibir su energía vibrando junto a
ti. Y entonces, hallarás la paz y la calma que necesitas. Si nosotros nunca
morimos, nuestro amor tampoco, es eterno como nuestro espíritu. Imagina
cómo vuestras almas se abrazan y podrás sentir su espíritu junto al tuyo.
No es necesario que veas aparecer de la nada una pluma frente a ti, un
pájaro posándose en la ventana o una mariposa. Es como buscar a Dios en
un océano y desesperarte pues no puedes abarcarlo en su totalidad. No
importa, porque una única gota del océano contiene a Dios. Solo debes
atraparla entre tus manos para conectar con la Divinidad Universal. Si
sientes amor cada vez que recuerdas a tu ser querido, ahí lo encontrarás. No
te olvides que, como dije al principio del libro, no podemos hacer una
autopsia en una persona y encontrar el amor. No necesitas asistir a sesiones
de espiritismo o recorrer el mundo en busca de señales para conectar con tu
ser querido porque dentro de esa minúscula gota de amor vive todo el amor
del universo del que todos formamos parte. El universo es amor. Tu ser
querido es amor. Él es el universo.
CAPÍTULO 11
SILENCIO
La vida me ha enseñado a decir adiós a la gente que quiero, sin sacarlos de
mi corazón.
Charlie Chaplin
PARTE I
El silencio me despertó aquel amanecer que nunca olvidaría. Las aves no
cantaban como era costumbre. Únicamente Bravo cacareaba y paseaba
alrededor de las cabañas buscando compañía femenina.
A mi mente acudían fragmentos del sueño que tuve. La abuela Dori
entrando en el fuego, los espíritus en la hoguera, las pisadas de seres
invisibles y los cascabeles a mi alrededor. Fui hasta el lugar donde ardió la
hoguera y contemplé desconcertada cómo crepitaban ascuas y brasas sobre
los restos calcinados de la madera. No encontraba explicación alguna. ¿No
fue un sueño? Entonces, ¿qué ocurrió?
El sol era templado y el río discurría manso. Nunca lo había visto tan
tranquilo. Tuve el presentimiento de que algo estaba a punto de suceder.
Pensé que se aproximaba un huracán o un temblor de tierra. La quietud era
absoluta, a diferencia de todas las mañanas a esa misma hora en la que la
familia de Samuel hacía notar su presencia. Eché también en falta el sonido
insistente y habitual de los insectos.
¿Dónde estaban todos?
Fui hasta el bar y entré en la cocina, pero no había nadie. Lo normal era que
Samuel y Josette estuviesen preparando el desayuno mientras la abuela
fumaba en el embarcadero y Erick jugara con alguna serpiente inofensiva
de las que tanto abundaban en el lodge.
Los llamé, pero solo me respondió el cucú triste, al que replicó el gallo,
ajeno a la extraña mañana.
Fue entonces cuando percibí movimientos en el interior de la cabina de
Mamá Dori y Samuel, donde brillaba la luz tintineante de una vela.
Al entrar, los rostros consternados de Erick y Josette se volvieron hacia mí.
Lloraban en silencio, tenían los ojos hinchados. El cuerpo de la abuela yacía
inerte en su cama. Samuel, inclinado sobre su madre, sollozaba en silencio.
Jamás podré olvidar la expresión del hombre cuando levantó la cabeza
hacia mí.
—Es la mayor pérdida que he sufrido en mi vida —me miró con los ojos
inundados de lágrimas.
Confusa y afectada por la repentina muerte, observé a Mamá Dori. Estaba
bocarriba, con las manos sobre el pecho, cubierta por un tul blanco y
transparente. No parecía estar muerta. Habría jurado que soñaba. Me
impresionó la serenidad de su rostro y su boca sonriente.
Acababa de irse y ya añoraba su cordialidad y la vehemencia que daba a
cada palabra que decía y cada cosa que hacía.
Rompí a llorar.
Permanecimos sin hablar mientras contemplábamos a la abuela. Fuera, la
selva continuaba en silencio. De pronto, Samuel comenzó a entonar cantos
en una lengua desconocida para mí, que parecían lamentaciones.
Cumplió con el deseo de su madre de ser enterrada junto a su familia en el
cementerio del poblado donde nació y creció, a unos 30 kilómetros de
distancia. No fui, no me gustaban los ritos funerarios y la liturgia que se
creaba alrededor de la muerte.
La muerte no existía para la abuela. El fin del cuerpo biológico suponía un
nuevo comienzo para el espíritu. Además, creía en las diversas vidas del
alma en la Tierra, y estaba segura de que la suya volvería a encarnarse para
aprender las lecciones espirituales necesarias que la ayudasen en su
progreso y evolución hacia lo que ella consideraba la Divinidad.
La noche siguiente a su entierro Erick gritó desde el embarcadero. Cuando
llegamos, vimos cómo un gavilán perseguía a la lora Juana mientras esta
trataba en vano de levantar el vuelo sobre el río. Teníamos la esperanza de
que la guacamaya consiguiese elevarse y huir a tiempo. Todo sucedió en
cuestión de segundos. El gavilán se hundió en el agua e izó a la lora,
volando río abajo.
—Mi madre quiere estar con ella —sonrió Samuel emocionado.
Erick y Josette estaban de acuerdo con su padre. La abuela ordenó al
gavilán que le llevase a su adorada guacamaya.
Era increíble cómo había mejorado Erick desde la muerte de Mamá Dori.
Después del entierro, Samuel lo llevó al hospital. Tras una revisión a fondo,
el equipo médico concluyó que el niño estaba en perfecto estado de salud.
Tendrían que esperar los resultados del análisis de sangre y otras pruebas
pero era evidente que se había recuperado del todo. No encontraron rastro
de enfermedad alguna, por lo que no supimos qué mal lo llevó de nuevo a
las puertas de la muerte.
La piel de Erick había recobrado el color moreno y su cuerpo estaba
rebosante de energía. Desde mi llegada nunca lo había visto reír de aquella
manera tan alegre y despreocupada. La sombra del miedo ya no habitaba en
sus ojos.
—Algún día volveré a casa, pero cuando sea anciano. Me lo dijo la abuela
la otra noche —me miró muy seguro de sus palabras, como si fuese un
secreto entre él y yo.
Recordé lo que dijo ella sobre dar una vida a cambio de otra. ¿Y si no fue
un sueño y los espíritus en la hoguera eran reales? ¿Pudo la abuela sanar al
niño con su magia, entregando su vida por la de él?
Esa noche, estábamos en la cabaña-bar y, de pronto, una sensación
inexplicable hizo que nos volviésemos en dirección al río. Un escalofrío me
recorrió la espalda. Estaba muy oscuro pero habría asegurado que Mamá
Dori venía hacia nosotros desde el fondo del embarcadero. No vimos ni
escuchamos nada pero todos tuvimos la misma impresión estremecedora.
Contuvimos la respiración y esperamos ver aparecer su fantasma de un
momento a otro pero la abuela no se presentó.
Habían transcurrido varios días desde su muerte y supuse que estábamos
aún afectados por su ausencia. Sin embargo, la impresión irracional de que
la mujer continuaba allí persistía en todos.
—Mamá no puede alejarse de todo cuanto amó. Algunas cosas son
imposibles de olvidar y uno acaba regresando a ellas, incluso después de la
muerte —susurró Samuel suavemente, como si no quisiese ahuyentar al
alma visitante.
Por un frágil instante pensé que quizá yo estuviese equivocada y existiese
vida después de la muerte.
PARTE II
***
A bordo de Titanic II, capitaneada por Samuel, me dirigía hacia el pequeño
aeródromo situado a pocos kilómetros del lodge.
Amaba la belleza de aquel lugar. Podía palparse la vida en su esencia
original. Estábamos cerca de la desembocadura en el mar y en ese tramo las
aguas del río eran ocres y discurrían bravas.
Un cocodrilo de enormes dimensiones apareció a babor junto a Samuel. Se
irguió por encima del agua y mostró gran parte de su cuerpo. El hombre
jugó con él, mientras este intentaba en vano apresar el brazo entre sus
fauces, hasta que se aburrió y desapareció dejando un rastro de burbujas a
su paso.
A medida que nos alejábamos crecía dentro de mí un sentimiento de
melancolía. No sabía cuándo regresaría de nuevo y si volvería a verlos.
Aspiré el aire cálido y húmedo, lo retuve en mi pecho durante unos
segundos, como si tratase de aprisionarlo para siempre dentro de mí. Si
cierro los ojos aún puedo sentir esa cálida brisa que soplaba en mi mejilla.
Recordé el banco de madera donde Erick solía dibujar. Durante años, me ha
gustado imaginar que hizo realidad su sueño de ser veterinario para salvar
la vida de los animales enfermos. A veces, sueño con él y lo veo con la
cabeza inclinada mientras dibuja a algún animal. Siempre tiene la misma
edad, como si el tiempo no pasase para él.
La selva, sus poblados y pequeñas granjas familiares con sus chozas de paja
y barro se despedían de mí. De improviso, volví a sentir una mirada fija en
mí desde la orilla izquierda. Era un jaguar, tumbado sobre la rama de un
árbol, exactamente igual que en el dibujo de Erick. Permanecía inmóvil y
me observaba con intensidad. Lo miré fijamente a los ojos y no tuve la
menor duda de que aquellas pupilas eran las que había sentido sobre mí
algunas noches. Nos contemplamos hasta perdernos de vista. No pude
reprimir unas lágrimas de emoción al evocar el dibujo del jaguar que Erick
me regaló, símbolo de poder y libertad.
Llegamos a la aldea donde me esperaba el piloto en el aeródromo.
—Nos encantaría verte pronto —Samuel apretó con afecto sus manos sobre
las mías—. No pierdas nunca tu alegría. Las personas felices son
invencibles—. Un destello violeta cruzó su mirada.
Me despedí de él con el ferviente deseo de volver a encontrarnos. Tenía la
triste sensación de pasarme la vida diciendo adiós.
Samuel se alejó con paso enérgico, desprendiendo pura vida, como el
saludo costarricense, y sentí que una parte de mi alma permanecería allí
para siempre.
PARTE III
***
La avioneta ha despegado. Es bimotor y tiene seis asientos para pasajeros.
Viajo sola con el piloto a San José la capital para regresar mañana a
España. Necesito escribir en mi cuaderno de viajes.
Contemplo desde el cielo el mundo de Mamá Dori, Samuel, Josette y Erick
hermosamente salvaje con sus manglares de arbustos retorcidos
protegiendo la costa tropical. Deseo retener esta imagen en mi retina como
una luz que encienda mi memoria cada vez que piense en estos días
mágicos. ¿Cuándo volveré a verlos? Acabo de irme y ya los echo de menos.
No sé qué me espera en la vida. Deseo tener una vida feliz pero estoy
inquieta. Las palabras de Mamá Dori y de la santera cubana retumban en
mi cabeza como un mal presagio. ¿Se referían a mi muerte? ¿Cuándo?
¿Pronto?
No puedo explicar cómo ni por qué pero creo que algún día contaré todo lo
que he vivido durante estos días en Costa Rica. Anoche fue la última que
dormí en la selva y tuve un sueño que me pareció muy real. Escribía en la
terraza de una casa a orillas de un mar de aguas turquesas mientras una
manada de delfines desfilaba ante mis ojos. Recuerdo que al anotar la
palabra “FIN” me sentía plena y satisfecha como si por fin hubiese llegado
a la meta tras una dura y larga carrera de fondo.
Me estremezco al evocar a la abuela Dori en el embarcadero la noche antes
de morir quieta frente al río junto a la hoguera. Pequeñas y brillantes gotas
de agua salpicaron su oscura figura apenas dibujada por el trazo indeciso
de la inmortalidad.
CAPÍTULO 12
TRATAR DE ESTAR MEJOR
Los niños son enigmas luminosos.
Daniel Pennac
PARTE I
Mientras David dibujaba a Erick rodeado de mariposas morphus preguntó:
—¿Por qué dicen que los ángeles tienen alas?
Su madre era viuda. El padre del niño murió de un infarto repentino meses
antes de que David fuese diagnosticado de leucemia. Me contó que su hijo,
al poco de ser ingresado por primera vez, sufrió una parada
cardiorrespiratoria y estuvo clínicamente muerto alrededor de un minuto.
Le pedí a David que me contase su Experiencia Cercana a la Muerte. Al
igual que a mí y a gran parte de las personas que lo han vivido, sintió que
flotaba en el aire y contempló su cuerpo desde arriba. Escuchó cada palabra
de la conversación entre médicos y enfermeras y vio en todo momento qué
hacían para reanimarle. Cada detalle que describió fue constatado por el
personal médico que lo atendió.
Me explicó que, inesperadamente, algo lo empujó con fuerza hacia arriba y
apareció en una habitación muy blanca y brillante. Se encontraba muy a
gusto y feliz porque los dolores y las náuseas desaparecieron y había
recuperado las fuerzas. Al fondo de la estancia le aguardaba su padre con
las manos extendidas hacia él, invitándolo a que se acercase. Lo abrazó y le
dijo que debía volver, pues aún no era su hora y debía cuidar de su madre.
Él no quería marcharse, prefería permanecer junto a su padre. Entonces,
aparecieron varios ángeles sin alas que irradiaban una luz intensa de color
verde. Uno de ellos asió su mano y lo acompañaron hasta su cuerpo, entró
en él y abrió los ojos.
Yo creí a David y también algunos sanitarios presentes durante su muerte
clínica. Otros, en cambio, se resistían a dar por válido su testimonio, a pesar
de que el niño describió hasta el mínimo detalle del instrumental médico
que usaron y de lo que hablaron e hicieron mientras estuvo muerto.
He conocido a niños cuyas Experiencias Cercanas a la Muerte tienen en
común gran parte de los elementos, independientemente de su cultura y
educación.
Esto me recuerda a un pasaje del libro Autobiografía de un Yogui de
Paramahansa Yogananda:
"Mukunda, ¿por qué no te pones un brazalete astrológico?".
"¿Para qué, Maestro? No creo en la Astrología".
"No es una cuestión de creer; la única actitud científica que se puede
adoptar respecto a cualquier tema es ver si es verdad o no. La ley de la
gravedad actuaba con la misma eficacia antes de Newton que después de
él. El cosmos sería verdadera mente caótico si sus leyes no pudieran obrar
sin la sanción de la creencia humana".
La madre de David quiso que compartiese con él mi Experiencia Cercana a
la Muerte para darle esperanza de que hay vida después de esta.
Escuchó mi relato con los ojos muy abiertos.
A David le envolvía un aura de bondad y amor, muy parecida a la que
percibí en el otro lado.
—¿La persona por la que regresaste está bien? —preguntó con curiosidad.
—Sí, perfectamente. Está cumpliendo con su misión en la vida, como todos
nosotros. En realidad, fue ella quien me ayudó para que yo pudiese ser feliz
y ayudar a otras personas para que también lo fueran. Es la magia de la
vida. Todos estamos unidos por hilos invisibles de amor para no sentirnos
solos durante el viaje de nuestras almas en la Tierra. Y, un día, la aventura
llega a su fin. Lo llaman muerte, pero es como cuando vas de vacaciones
con tus padres. Es triste que el viaje finalice, te da pena que se acabe, pero
es maravilloso regresar a casa y a tu cuarto con los juguetes, ¿verdad?
Asintió en silencio con una gran sonrisa.
—Cuando yo muera me convertiré en jaguar —gruñó e hizo como si tuviera
garras. Además —prosiguió señalando con el dedo hacia la esquina derecha
de su cama—, esas mujeres vienen a verme todos los días. Dicen que están
aquí para cuidarme. ¿Las ves? Les gusta hablar entre ellas y sonreírme.
No podía verlas, pero sabía que, fuesen quienes fueren, estaban allí para
protegerlo.
Antes de despedirnos, me regaló el dibujo de las mariposas, y yo le
obsequié con el del jaguar de Erick. No esperaba tal sorpresa y su cara
angelical se iluminó de alegría.
Sus ojos risueños fue lo último que vi antes de salir al pasillo. Recordé feliz
aquel día lejano en los canales de la selva, cuando unas mariposas de color
azul añil y negro batían sus alas mientras murmuraban: “Más allá de la
forma anterior...”.
PARTE II
***
La vez siguiente que fui al hospital, David estaba ingresado en la Unidad de
Cuidados Intensivos (UCI). Padecía una infección de origen desconocido y
el pronóstico no era favorable.
Si le empujaron a regresar a la vida, ¿por qué habría de morir? Además, su
padre le dijo que debía hacerlo para cuidar de su madre. No comprendía
nada.
Estaba consternada, no tenía fuerzas para conducir y regresar a casa.
Cuando al fin pude romper a llorar, lo hice hasta caer agotada.
Me despertó el frío de la ventanilla en la frente. Me había quedado dormida
en el coche. Era principios de octubre y amanecía.
Aún podía sentir cómo una parte de mí estaba dentro de un sueño. Mamá
Dori tomó mis manos entre las suyas con ternura y en su amor mi alma
encontró consuelo.
Escuché sus palabras, las mismas que dijo el padre de David.
—No te preocupes, no estarás sola —murmuró con voz dulce, mientras el
cielo, raso y rojo intenso, bañaba los edificios con sus colores otoñales.
La imagen de la abuela Dori se desvaneció lentamente entre los primeros
rayos de sol de un nuevo día.
Tenía el cuerpo entumecido, me dolían los músculos. No sabía si era por
haber dormido encogida en el asiento o por lo sucedido el día anterior.
Las calles dormían. Me pareció extraño porque las ciudades siempre emiten
un zumbido casi imperceptible, aun cuando están adormiladas. Aquel
silencio era un reflejo de mi alma. Tuve una sensación muy parecida a la
que experimenté durante mi enfermedad mortal, mientras aguardaba la
llegada de la muerte: desolación.
No sé cuánto tiempo pasé sentada en el coche mirando las calles y los
edificios como si no fuesen reales y se tratase de un decorado. Perdí la
noción de la realidad, tenía miedo de enfrentarme a ella para evitar el
sufrimiento.
Los médicos dijeron que no creían que David sobreviviese a esa noche. La
idea era insoportable, no podía imaginarlo.
Al fin, la ciudad comenzó a despertar. Fui al bar que había enfrente del
hospital al que iban los trabajadores del mismo y los familiares de
enfermos.
Me senté en una silla junto a la ventana desde donde podía contemplar
cómo amanecía.
—Parece que has pasado una mala noche —comentó con suavidad la
camarera—. ¿Quieres un café para reponer fuerzas?
Acepté agradecida y me sonrió. Su sonrisa era sanadora. Imaginé que
estaría acostumbrada a ser amable con los clientes. En cierto modo, era una
especie de psicóloga. Por su bar pasaban todos los días familiares de
enfermos con sus dolores del alma y ella escuchaba con atención sus
historias y los consolaba con cariño.
Yo la veía como una enfermera de la calle, alguien que trabajaba allí por
vocación. Era evidente cómo amaba estar en ese lugar entre tanto dolor para
poder llevar esperanza donde había desesperación. Una vez escuché a
alguien en el hospital hablar sobre ella. Dijo que el amor era el ingrediente
principal de los platos que cocinaba. Eran nutritivos y curativos, necesarios
para todas aquellas personas que cruzaban las puertas de su bar golpeados y
heridos por la enfermedad de sus seres queridos.
Observé mi imagen reflejada en el cristal de la ventana. Tenía la cara
demacrada y los ojos hundidos.
La camarera me dio ánimos con la mirada al servirme. Noté cómo su alma
conectaba con la mía. Mi dolor era su dolor. Su presencia era gratificante.
Mi mente se despejaba cuanto más saboreaba el café. Me dolía pensar que
David quizá no viese aquel amanecer ni ningún otro, ni volvería a sentir el
latido de la vida en sus venas. No podía llorar más. Ya no me quedaban
lágrimas.
Mi amiga de la habitación contigua me contó que David porfió con quienes
lo trasladaban a la UCI porque deseaba llevar consigo el dibujo de un jaguar
y ellos le decían que no. Finalmente, se alejó con expresión serena y el
dibujo de Erick aferrado a su pecho.
La canción “Tears in Heaven” (“Lágrimas en el cielo”) de Eric Clapton
comenzó a sonar de fondo en la radio que había tras la barra. Me sentí aún
más triste al recordar que el músico compuso esa canción para su hijo que
murió a los cuatros años, al caer del piso 53 de un rascacielos en Nueva
York. Desde entonces, siempre que escucho esta canción recuerdo aquel día
en ese bar, mientras las calles se desperezaban ante la promesa de un nuevo
día.
El último sorbo del café que quedaba en el fondo de la taza tenía un gusto
diferente. Sabía a amargura.
PARTE III
***
David superó la crisis. Los médicos estaban perplejos ante su inexplicable
recuperación. No sabían a qué podía deberse ni encontraban una causa
razonable.
Cuando volví a verlo, me dijo al oído en voz baja como si fuese un secreto:
—El jaguar y Erick me salvaron la vida.
Un par de semanas después, David podría regresar a casa. Me devolvió el
dibujo del jaguar cuando nos despedimos el día antes de irse.
—Por si le hace falta a otro niño—. Su mirada era compasiva.
Me conmovió su generosidad. Me preguntaba si realmente el dibujo tuvo
que ver en su curación. ¿Era una cuestión de fe que ese jaguar poseía un
don mágico para sanar? ¿El amor de Erick por la vida habitaba en el
dibujo? ¿De qué forma estaban conectados Erick y David a través del
tiempo y la distancia?
Me sucedió algo muy parecido después de mi Experiencia Cercana a la
Muerte. Aún me emociono al recordar mi primera noche en casa tras
abandonar el hospital. Por un lado, estaba tranquila porque sabía que la vida
no termina aquí pero, por otra parte, estaba asustada. Mi enfermedad
continuaba atrapada en mi cuerpo. Ningún médico sabía cuánto tiempo me
quedaba. ¿Merecía la pena seguir viviendo en un cuerpo enfermo?
Esa noche, percibí con fuerza cómo todos los seres humanos estamos
conectados entre nosotros y con una Conciencia Superior. Estreché contra
mi pecho el dibujo de Erick, dejándome envolver por la energía divina que
entrelaza nuestras almas humanas con el Espíritu Universal.
Al amanecer, sentí que el jaguar me observaba atentamente con sus ojos de
color amarillo verdoso. Parecían decirme: “¡Levántate y camina, la vida te
espera!”. Comprendí que no es lo mismo vivir que estar vivo. De hecho,
muchas personas creen estar vivas, pero están muertas en vida.
Jamás podré olvidar la emoción de aquel despertar. A pesar de la
enfermedad, percibí cómo cada una de mis células era un fragmento del
universo. Era la primera vez en mi vida que comenzaba un nuevo día con
una dicha indescriptible. Sentía deseos de cantar y bailar. La preocupación y
el temor habían desaparecido. La fuerza del miedo daba paso al poder de la
fe.
Escuché los latidos de mi corazón. Era la vida corriendo por mis venas. La
soledad, ese sentimiento tan terrorífico que me acompañó en los últimos
meses, había desaparecido.
Aunque solo existiese una posibilidad entre millones de que podría
curarme, era motivo suficiente para proseguir adelante. Y si, de todos
modos, me quedaba poco de vida, lo haría agradecida por cada instante.
Solo me bastaba una fracción de segundo para sentir la magia de mi
existencia y mi razón de ser, sin importar cuánto tiempo me quedase. ”Vivir
es nacer a cada instante”, dijo Erich Fromm. Ahora sabía a qué se refería.
Sí, merecía la pena tratar de estar mejor viviendo en un cuerpo enfermo.
Estaba dispuesta a aceptar que iba a morir. Sin embargo, esa débil luz que
comenzó a brillar en lo más profundo de mi ser cuando abrí los ojos
después de estar muerta clínicamente, recobró intensidad. Era la esperanza
de que tal vez la vida me daría una segunda oportunidad y alcanzaría a
comprender en mayor profundidad el significado de mi presencia en el
mundo. ¿Y si me curaba?
Llegó el momento de enfrentarme con sinceridad a la persona que más temí
desde siempre: mi auténtico yo. No podía continuar huyendo de mí o nunca
sería realmente libre.
Comprendí que no era mi cuerpo sino mi espíritu el que estaba enfermo. No
podía proseguir reviviendo los dolores del pasado. Después de tanto tiempo
en la oscuridad, había llegado la hora de cerrar mis viejas heridas
emocionales. Aquella noche soñé que contemplaba cómo ardía una hoguera
rodeada de seres luminosos que invitaron a mi espíritu a adentrarse en el
fuego. Y mi alma, al fin, comenzó a sanar entre las llamas de la
inmortalidad.
CAPÍTULO 13
VIDA
Si quieres estar triste, nadie en el mundo podrá conseguir que seas feliz.
Pero si decides ser feliz, no habrá nadie en la Tierra que pueda arrebatarte
esa felicidad. La felicidad es una elección.
Paramahansa Yogananda
Aceptar la muerte es aceptar la vida y admitir que nuestra realidad en la
Tierra es durante un tiempo limitado. Somos almas eternas encarnadas en
cuerpos efímeros.
Cuando reconocemos a la muerte como algo natural, nos permitimos ser
nosotros mismos e ir en busca de la vida que soñamos y merecemos. He
conocido a más personas con miedo a vivir que a morir y, al final de sus
días, se arrepentirán por no haber vivido.
No olvides que hay vida antes de la muerte.
La muerte es ese ser amoroso que nos ayuda a cruzar el puente que nos
lleva de una vida material y física a otra en la que no necesitamos este
cuerpo que a veces se convierte en una jaula para nuestras almas. La muerte
es la liberación del espíritu, en ocasiones atrapado en un cuerpo enfermo a
causa de una enfermedad terminal.
El escritor y ambientalista estadounidense Edward Abbey dijo que
“Aquellos que más temen a la muerte son aquellos que disfrutan menos de
la vida”. Yo lo creo también. ¿Y tú?
Mi experiencia con la enfermedad y la muerte me han demostrado que a la
vida solo le basta una fracción de segundo para cambiarlo todo. La distancia
entre el cielo y el infierno es de solo un paso. Da gracias por cada instante
de tu existencia, no vivas desde la queja. Muchas personas enfermas son
más agradecidas que quienes estamos sanos. Dan las gracias aun sabiendo
que puede ser el último de sus días.
Una vez fui hacia la muerte sin dignidad. Cuando llegue mi hora, quiero
verla, mirarla de frente y dar gracias por haber vivido en este planeta tan
maravilloso. Ella me acompañará en mi trayecto de regreso a mi hogar. No
estaré sola. En el viaje a casa de nuestras almas, nadie muere solo.
Esta vida no es el principio ni es el final.
Mamá Dori me dijo una vez que no era verdad que el ser humano tuviese
miedo a lo desconocido sino a lo que deseaba. Llamaba a ese temor el
matasueños. No la entendí entonces, pero hoy comprendo el significado de
sus palabras. ¡Cuánta razón tenía!
Es necesario empezar a ver la vida más allá de lo que se ve en la superficie.
Conecta con tu corazón para que puedas entender las acciones de otros y las
tuyas propias. Pregúntate el significado verdadero y profundo de las cosas.
Todos tenemos la capacidad de ver desde el amor porque somos UNO con
el mismo. Una sola energía, una única fuerza que conecta con la fuente
divina de toda la creación.
La vida pasa, con sus aventuras y desventuras, al compás del tictac que
marca el tiempo. Pero un día dejará de sonar y nos preguntaremos si en
verdad tuvimos una vida plena, útil y feliz o, por el contrario, pasamos por
este mundo de puntillas, tratando de complacer a los demás y esperando su
aprobación por miedo a ser nosotros mismos.
Uno de los libros favoritos de un amigo mío era “Zorba el Griego” de
Nikos Kazantzakis. Éramos adolescentes y él me explicaba con entusiasmo
las enseñanzas y sabiduría que encerraba esta gran obra. Hay una escena
que yo no lograba comprender donde el personaje principal dialoga con un
viejo que planta afanoso un árbol. "¿Qué haces?", le pregunta Zorba
intrigado. "Ya lo ves, hijo mío. Planto un árbol", responde el viejo. "¿Y
para qué plantarlo si no has de verlo dar fruto?", insistió Zorba. Y el viejo
responde: "Yo, hijo mío, vivo como si nunca fuera a morirme".
Entonces Zorba sonríe y exclama con ironía mientras se aleja: "¡Qué
extraño! ¡Yo vivo como si fuera a morirme mañana!".
Con el tiempo, comprendí la gran lección de vida del anciano y su forma de
enfrentarse a ella y este libro se convirtió en uno de mis predilectos.
Quiero dejar un mundo mejor al que encontré al nacer. Cada día, procuro
sembrar algo, aunque tal vez no sea yo quien disfrute de sus frutos. Se lo
debo a quienes vengan detrás de mí, al igual que a nuestros antepasados que
entregaron sus vidas para que hoy podamos disfrutar de derechos y
libertades de los que ellos se vieron privados. Y, aunque me dijesen que
mañana se acaba el mundo, plantaría un árbol porque siempre hay un
motivo para creer que mañana continuaremos aquí.
Como sabes, en una etapa de mi vida toqué fondo. Desahuciada por los
médicos, fui golpeada por el sentimiento de la desesperanza, uno de los más
terribles que existen. Tuve que verme en las profundidades de los infiernos
para reaccionar y comprender que la vida es este instante preciso. Si deseo
que mi yo del futuro sea una persona dichosa y orgullosa de mi yo actual,
debo aprender a ser feliz en este momento, en cada segundo. Y si no me
gustan las circunstancias de mi vida, sé que poseo el don de cambiarlas.
Tengo el poder creador de la felicidad. Ella reside en los detalles hermosos
de los seres humanos, en la Madre Tierra, en el universo infinito y eterno.
Si sientes que no puedes hacer frente a las circunstancias de tu vida porque
te sobrepasan, tómalo con calma. Y si tienes ganas de llorar, llora. Significa
que estás vivo. A veces tenemos más miedo a sentir y a vivir que a morir. El
dolor forma parte del crecimiento como personas y de nuestro progreso
espiritual. Sentir es vivir, sufrir nos hace más humanos. ¿O prefieres ser un
robot con forma humana?
No te avergüences de enseñar tus heridas al mundo. La vida te presentará en
el momento adecuado a las personas y situaciones necesarias para sanarlas.
No temas mostrarte tal y como eres. Nunca olvides que eres un ser
maravilloso. Cualquier error que creas haber cometido no lo fue si lo
hiciste desde el amor. Cada persona está en su propio desarrollo de
evolución y tiene todo el derecho del mundo a experimentarlo a su manera
y en sus tiempos. No debemos interrumpir estos procesos personales, así
como tampoco tenemos que permitir que otros interfieran en el nuestro.
Podemos ayudarnos en los diferentes niveles de crecimiento personal, pero
sin juzgarnos ni tratar de imponer a la fuerza que los demás progresen a
nuestro ritmo.
Vivimos ocupados y preocupados en exceso por el futuro. Esta actitud nos
impide disfrutar de las maravillas que están a nuestro alcance en el presente.
Todo lo que te preocupa ahora, se está solucionando. No le dediques tanto
foco y energía. Lo que hace inmensos a nuestros problemas es la atención
que les dedicamos. La solución viene de camino, solo tienes que creerlo con
todo tu corazón. No merece la pena preocuparse tanto por todo. Primero
enfermarán tus emociones y después lo harán tu mente y tu espíritu.
Las respuestas para solucionar aquello que te preocupa irán llegando en la
medida que te abras a creer que así será. Si tú estás bien, encontrarás todo
cuanto necesites para liberarte de los enredos emocionales. Mantén tu
energía expandida y conectada al Amor Universal. No esperes angustiado
los resultados. Lo que tenga que llegar, lo hará en el instante perfecto. Cada
situación y persona de tu vida trae consigo un mensaje para darle sentido a
tu existencia.
De los moribundos y enfermos terminales a quienes he acompañado durante
años aprendí que el mayor arrepentimiento es no haberse permitido ser más
feliz. Muchas personas no se dan cuenta hasta el final de sus días que la
felicidad es una elección, no algo que dependa de las circunstancias
externas como el trabajo, familia, economía o relaciones amorosas y de
amistad. El miedo al cambio los llevó a interpretar un papel de mentira en
sus vidas, fingiendo ante los demás y ante sí mismos que eran felices,
mientras en lo más profundo de su alma se sentían desgraciados.
El miedo a aceptar la verdad puede llegar a hacernos mucho daño al evitar
que nos pongamos en acción y tomemos las decisiones necesarias para
disfrutar la vida de nuestros sueños. Admitir que no somos felices con la
vida que tenemos es el primer paso para hallar la felicidad. Si nos
acomodamos en la idea de que no estamos tan mal, por temor a salir de
nuestra cueva segura y confortable (que de segura y confortable no tiene
nada), nos quedaremos estancados en ese lugar para siempre, viendo la vida
pasar delante de nuestros ojos.
No dejes que los momentos se escapen entre tus dedos como la arena de un
reloj. Sal a caminar y siente el pulso de la vida en la brisa, el sol o la lluvia
en tu rostro. Conecta con los elementos de la Madre Tierra para regresar a la
esencia de tu ser original.
Canta y baila en casa solo cuando nadie te vea o con quien tú quieras.
Renace con el alba. Siente el poder de cada una de tus células despertando a
un nuevo amanecer con un profundo deseo de vivir. No sabes cómo será el
día, es un misterio. Tienes por delante 24 horas con secretos por descubrir.
¡Juega!
Abraza a las personas que amas durante una puesta de sol. Un día más
vivido es motivo de celebración. No sabemos cuál será el último abrazo, el
último beso, el último día.
Pon fin a los momentos aburridos y sin color. La rutina puede matarte de
muchas formas o hacer que te conviertas en un robot sin sentimientos. Trata
de ser un poco más feliz de lo que fuiste ayer. Cierra las puertas de tu viejo
mundo donde no entra la luz de la alegría. Atrévete a abrir una puerta nueva
y si no sabes cuál, elige la que te dé más miedo. Tras ella te esperan tus
aspiraciones. Solo entonces se manifestarán tus deseos porque ya estarás
preparado para recibirlos en el momento justo y perfecto.
Ten siempre presente que tu alma eligió venir a este mundo para disfrutar
de un viaje formidable. Permite que ella experimente en tu cuerpo, a través
de sus sentidos, todas las maravillas de nuestro planeta. Tu cuerpo es
efímero. Cuida de él con respeto y amor, pues es el templo de tu alma
inmortal.
Cuando sientes todo el AMOR del universo, de Dios y de la humanidad
dentro de ti, te conviertes en un ser indestructible. Nada ni nadie puede
romper ese amor sagrado del que estás hecho, eres un ser divino. La base de
tu felicidad está en el amor incondicional que empieza en ti. Solo así nada
ni nadie te hará ningún mal, ya que no pueden dañarte si tú te amas. El
poder que existe dentro de ti es muy superior a cualquier temor que
pudieras tener.
Los seres humanos somos luz que sirve para alumbrarnos los unos a los
otros en los momentos de oscuridad. Nuestra misión no consiste solo en
vivir una vida con sentido, sino en ayudar a los demás a sentir la alegría de
vivir y elevar su nivel de conciencia. Sé feliz, eres lo más importante del
mundo, nadie es más valioso que tú. La vida está llena de magia. Tú eres
magia. Ábrete a una vida nueva, libre de miedos, soledades y culpa.
Detente un momento y escucha tu respiración. Es una de las funciones
vitales de tu cuerpo y muchos no le prestan atención. Sé consciente y vibra
en sintonía con la sangre de tus venas. “Bonito este día, respira, respira,
respira”, canta Jarabe de Palo en su canción Bonito. Llévate la mano al
corazón y siente su latido. ¡Haz que palpite con fuerza mientras vives!
¿Para qué queremos este corazón si no lo hacemos latir intensamente?
Recuerda, pasa la vida. ¡No la dejes pasar sin haber vivido!
No esperes al día de mañana para volver a empezar. Cada segundo es un
nuevo comienzo.
CAPÍTULO 14
CENIZAS
El calor no puede ser separado del fuego, ni la belleza de lo eterno.
Dante Alighieri
Mamá Dori y la santera de Cuba presagiaron mi muerte y me advirtieron de
ella. También vieron mi regreso a la vida, pero yo era muy escéptica en todo
aquello que no tuviese una explicación científica. La noche que vi a la
santera, experimenté la parada del corazón y los mismos dolores que años
después sufriría a causa de mi enfermedad mortal. Conocí a los demonios
del reino de la oscuridad durante aquel periodo de angustia y emprendí un
viaje al más allá guiada por espíritus blancos o seres de luz.
La vida me envió señales de lo que me ocurriría, pero nunca les presté
atención. Hoy pienso que no es lógico creer solo en lo que vemos.
Me habría gustado mantener el contacto con las personas cuya historia he
compartido contigo en este libro, pero no ha sido así con todas.
Poco después de visitar Costa Rica recibí la noticia de mi enfermedad
mortal. Josette me escribió, pero no le contesté. En mi mundo solo había
tinieblas y amargura, sentía que estaba a punto de caer en un abismo de
desesperación y no quise darle una noticia tan triste. Preferí que pensasen
que viajaba por el mundo o que los había olvidado. Nunca respondí a la
joven y no volvió a escribirme.
Durante estos años he pensado mucho en ellos. ¿Samuel continuaría
dirigiendo el lodge? ¿Josette cumplió su sueño de conocer España? ¿Qué
habría sido de Erick? Hoy creo que cuando vi a la abuela aquella noche en
la hoguera, estaba entregando su vida a cambio de la de él. “A veces, las
personas dan sus vidas para que otras no vaguen perdidas para siempre en el
Valle de los Lamentos”, recuerdo sus palabras. Los seres de luz que me
acompañaron en mi viaje en el otro lado, me llevaron hasta un valle donde
escuché los lamentos de la persona que quería quitarse la vida y por la que
regresé.
Cuando estuve en el otro lado 24 minutos según el reloj humano,
comprendí que el tiempo no existe y que, como la abuela me dijo: “Un solo
segundo puede perdurar en la eternidad”.
Mientras escribía este libro, traté de averiguar algo sobre ellos y no hubo
modo de obtener alguna información. Contacté con personas de la zona,
pero nadie los conocía. Finalmente encontré al trabajador de un hotel, me
explicó que hacía años que Samuel dejó de dirigir el lodge y habló de una
leyenda del lugar. Hay turistas que dicen ver algunas noches el fantasma de
una anciana con una trenza larga y gris, que se sienta en el embarcadero, a
la orilla del río, a mirar las estrellas con un loro grande al hombro.
Algunas noches escucho rugir al jaguar en mis sueños, a la serpiente
terciopelo sollozar como un niño y al oso caballo gritar “¡eh, eh, eh!”,
mientras un mono solitario llora de tristeza. Evoco el sonido de los
cascabeles y las pisadas sobre la hierba al compás del crepitar de una
hoguera donde los espíritus se funden con el fuego, junto a un río sobre el
que bailan las luciérnagas.
A veces, cuando estoy en alguna playa, imagino a Alejandro a mi lado, de
pie junto a la orilla, con los pies en el mar y los brazos en cruz, cerrando los
ojos y sonriendo al sentir el sol y el aire en la cara. Entonces, siento que
amo la vida con toda mi alma.
En cuanto a Ángel, supe por Rosa que murió el mismo día que ella salió del
coma. Me estremezco al pensar que aquel día tan triste, el último para mi
querido viejo gruñón, fue el del renacer para una mujer con quien viajé por
el desierto mientras estuvo en coma y que se convertiría en una gran amiga.
¡La magia de las sincronicidades!
Ángel me enseñó que, en el fondo, todos somos niños inocentes y
espirituales porque somos seres divinos. Si te miras a ti mismo con amor,
verás que el mundo en realidad solo es amor.
La noche que se fue imaginé que antes de emprender su último viaje, su
hermano lo cogió de la mano y le pidió que cerrase los ojos. Cuando los
abrió, vio la Alhambra desde arriba, iluminada por el destello dormilón de
las estrellas y de las luces inmortales de tantos otros que, como él, jamás
serán olvidados.
Ángel es y será siempre un niño bondadoso y sensible. Lo imagino, allá
donde esté, regalando y recibiendo abrazos por toda la eternidad.
No volví a ver a Gema tras aquel viaje a Nueva York. Decidió aventurarse y
explorar el mundo haciendo fotografías. Sé que es muy feliz por algunos
amigos comunes que mantienen el contacto con ella. Aquella niña triste y
depresiva se transformó en una mujer que un día descubrió que el amor que
tanto buscó estaba dentro de sí misma.
Siempre que entro en algún hospital y veo la sala de espera, pienso en ella,
y acuden a mí los recuerdos de aquella noche en la que su corazón decidió
proseguir latiendo tras el infarto. Y entonces, doy gracias a los dioses
griegos que le regalaron la caja a Pandora, dejando en el fondo a Elpis, el
espíritu de la esperanza, para recordarnos que, en los peores momentos de
nuestras vidas, ella es el único bien entre todos los males.
También me gusta pensar que aquel chico que entró herido por un accidente
de moto no sufrió ninguna lesión grave y que hoy disfruta de una vida feliz,
con sus sueños hechos realidad junto a sus seres amados.
A Rosa y a mí nos separan muchos kilómetros de distancia y hace algunos
años que no nos vemos, pero nos enviamos algún mensaje todos los días.
En nuestras conversaciones sobre los remordimientos y la carga de la culpa,
ella me enseñó que compadecerse de uno mismo es egoísmo, y que el
sentimiento de culpabilidad en sí es una trampa para caer en el victimismo y
dar lástima a los demás. El origen de la culpa está en que no somos capaces
de perdonarnos. Según ella, no se trata de algo negativo, significa que hay
que detenerse en el camino y reconsiderar nuestra actitud, para finalmente
perdonarnos, pues debemos amarnos a nosotros mismos ante todo.
El sueño que compartimos durante su estado de coma, creó una conexión
entre nosotras que ni el tiempo ni nadie podrá romper. Siempre me alegré
de no haberme quedado leyendo en casa aquel día gris que nos conocimos.
De todos modos, según la segunda ley espiritual de la India: “Lo que sucede
es la única cosa que podía haber sucedido”.
Cuando pienso en Valentín y tantas personas que, como él, regalaron alegría
en sus peores momentos durante la enfermedad, recuerdo las palabras de
Samuel: “Las personas felices son invencibles”.
Querido Valentín, quiero decirte que me despierto al amanecer con la
certeza de que sucederá algo maravilloso. Y así es. Cada día me regala más
vida que vivir.
¿Recuerdas los dibujos de Erick y David y el corazón de corcho de Ángel?
Los perdí en uno de los días más dolorosos de mi vida. Guardaba gran parte
de mis efectos personales empaquetados en un desván, a la espera de
recogerlos para trasladarlos conmigo a una casa nueva. Se produjo un
incendio que arrasó con muchas de mis pertenencias. Los bomberos nunca
pudieron explicar su origen.
Cuando llegué, contemplé estremecida cómo las últimas llamas devoraban
mi pasado. En ese desván estaban mis amados libros que atesoré a lo largo
de mi vida. Sus páginas abrasadas, los restos calcinados de miles de
fotografías que abarcaban desde mi infancia y de las partituras que compuse
siendo niña y adolescente para piano y guitarra, entre otros muchos objetos,
fueron consumidos por el fuego.
Afortunadamente, recuperé algunas de mis pertenencias como mis
cuadernos de viaje.
Fue algo horrible. No solo se redujo a cenizas una parte de mi historia, sino
también la de todas aquellas personas con quienes había compartido mi vida
hasta entonces. Fue como si me hubiesen arrancado gran parte de mi
existencia y de mis recuerdos. Estuve en shock durante horas, sin poder
llorar.
Cuando los bomberos me devolvieron los escasos objetos que se salvaron,
vi impactada algo que me hizo retroceder en el tiempo hasta una tarde
lejana y lluviosa en Cuba. Eran los restos carbonizados de mi reloj de
bolsillo. Al tomarlo entre mis manos, se pulverizó.
Fuego y cenizas.
Necesité que transcurriesen varios años para comprender que los recuerdos
no están en los objetos, sino en la memoria del corazón. Podemos
aferrarnos a algo material que nos recuerda a una persona que ya no está
con nosotros, pero si ese objeto ardiese, podemos abrazarnos a su recuerdo.
El incendio me enseñó que debemos permitir que algunos trozos del alma
se quemen para que de sus cenizas renazca una conciencia nueva más
elevada.
Pero la vida, siempre tan sabia, me devolvió algo que amaba y perdí en el
fuego: uno de los dibujos de David.
Cuando hablé con Pablo Rodríguez, el diseñador de la portada de este libro,
apenas le di instrucciones. Es una persona muy sensible que sabe percibir
perfectamente todo sin casi palabras. No leyó nada del borrador del libro,
que aún estaba por finalizar, solo conocía el título. Le dije que tendría que
aparecer una hoguera y algo que sugiriese que había espíritus en ella. “Hay
dolor, pero hay esperanza y mucha luz porque la vida es preciosa, y tiene
significado y propósito, incluso cuando estamos a punto de marchar para
siempre”, le expliqué sobre el contenido.
Me entregó los primeros bocetos, diferentes entre sí, y había uno que llamó
mi atención en especial y la de la mayoría de personas a quienes se los
mostré. El fondo de la imagen, de la mitad hacia arriba, era del color verde
que puedes ver en esta portada, al igual que la hoguera es la misma. Esta me
gustaba porque se asemejaba mucho a la que vi en sueños en Cuba, tras mi
visita a la santera y a aquella en la que Mamá Dori se fundió con los
espíritus. Sin embargo, las figuras que estaban en torno al fuego no me
resonaban, como tampoco los árboles.
Le pedí a Pablo que eliminase los árboles y dejase como estaban el color
verde del fondo y la hoguera. Le sugerí iluminar las siluetas alrededor del
fuego porque eran oscuras y no estaban bien definidas. Eso fue todo. Nunca
le hablé de usar una única imagen en el fuego.
Cuando Pablo me entregó el boceto modificado no podía creer lo que veía.
¡La portada era uno de los dibujos que David me regaló y que perdí en el
fuego!
Un día, le pedí al niño que dibujase lo que vio durante su Experiencia
Cercana a la Muerte. Me explicó que la figura era la del ángel que lo hizo
regresar y la hoguera en recuerdo a la abuela Dori. Su madre quiso que le
pusiese alas al ángel y él las pintó por amor a ella. Me hizo muy feliz que
me regalase un dibujo tan especial.
Le mostré el boceto final de la portada de este libro a varias personas y mi
amiga Rachel me dijo que lo que más le llamaba la atención eran las alas de
la silueta. “¿Qué alas?”, le pregunté extrañada. Entonces, observé
detenidamente, y lo que creí que solo eran rayos de luz tenían forma de
alas, tal y como David dibujó cuando su madre se lo pidió.
Rompí a llorar conmovida por el regalo tan hermoso que David me estaba
haciendo al devolverme el dibujo suyo.
De alguna manera, Erick y David, los personajes reales de este libro y todas
las personas que han participado en su elaboración estamos unidas a través
de ese dibujo. Ahora, tú también lo estás.
El diseñador desconoce esta historia y me pareció que sería un lindo regalo
para él cuando lo leyese. Espero que te haya gustado, Pablo.
Todos somos Uno y estamos conectados. No existe el Otro.
Estaba tan emocionada, que traté de encontrar a la madre de David por
todas las redes sociales para contárselo y saber de ellos. Por más que lo
intenté, no la localicé, solo recordaba su nombre, no los apellidos. Estaba a
punto de abandonar la búsqueda cuando me acordé de que trabajaba en una
empresa de seguros, pero no sabía su nombre. Durante dos días, llamé a
todas las compañías aseguradoras de la capital y provincia sin ningún
resultado, hasta que una tarde conseguí hablar con una mujer que había sido
compañera suya de trabajo.
Me contó muy afectada que la madre de David sufrió un accidente de
tráfico que la dejó parapléjica. Deseaba morir, pero su hijo cuidó de ella de
tal modo que recuperó la alegría y él se dedicó a su mayor sueño: pintar.
Solo dibujaba cuadros de ángeles.
David murió en otro accidente de tráfico. Él y su novia embarazada
murieron en el acto, pero el bebé sobrevivió.
Su compañera me dio el número de teléfono de la madre de David y hoy
hablé con ella. Hemos llorado y reído. Me explicó que al principio le costó
mucho aceptar por qué tuvo que quedarse ella aquí, en vez de su hijo.
Siente con frecuencia su presencia y, aunque no entienda los motivos por
los que sus vidas sufrieron tantas tragedias desde que David era un niño,
vive en paz criando a su nieta, con la certeza de que él está bien, en
compañía de su padre y los ángeles que una vez lo acompañaron de regreso
a la vida.
David me ha devuelto el dibujo que quedó reducido a cenizas desde su
hogar en la eternidad. Algún día me reencontraré contigo y con Mamá Dori,
Ángel, Valentín, Alejandro, la santera de Cuba y todos aquellos enfermos
que acompañé antes de que sus almas emprendiesen el viaje de regreso a
casa. Me esperarán con los brazos abiertos mi padre, la amiga que me
recibió en el otro lado, los seres de luz de mi viaje al más allá, y todas mis
personas amadas. De ellos aprendí que solo el amor es real. El amor no es
lo más importante, es lo único; y también me enseñaron que nunca he de
perder la esperanza, ni siquiera en el momento más oscuro.
Creo que nos llevamos trozos del alma de cada persona que forma parte de
nuestras vidas y ya no somos los mismos, sino un poquito de todos ellos.
No estamos rotos como David me preguntó una vez ni somos material
defectuoso como Ángel creyó ser durante toda su vida. Somos creaciones
divinas, almas perfectas en cuerpos imperfectos.
Cuando miro atrás y veo en mi pasado tanta desesperanza y dolores del
alma, pero también muchos aprendizajes y maestros, creo que mereció la
pena cada lágrima, cada sufrimiento. Lo importante no es lo que nos sucede
sino en qué tipo de persona nos convierte lo que nos sucede.
En este fantástico viaje a la vida al fin puedo afirmar que disfruto de ella
con consciencia plena, rodeada de mis personas favoritas. Deseaba
encontrar mi lugar en el mundo y lo hallé dentro de mí. Ya estoy en paz, ya
estoy conmigo.
Hoy, tras recorrer un largo camino, elijo cerrar este ciclo con gratitud.
Cierro la puerta a una etapa maravillosa de mi vida que me ha regalado
mucha magia. Otra puerta se abre a un mundo nuevo para mí donde
conectar con mi propósito de mi vida, que es el mismo que el tuyo: VIVIR
y AMAR.
FIN
Escribo estas palabras desde la terraza de mi casa frente al mar de aguas
turquesas, mientras una manada de delfines desfila ante mis ojos.
Tal y como estaba escrito.
EPÍLOGO
Aeropuerto Internacional José Martí, La Habana, Cuba.
Escribo desde el aeropuerto donde me encuentro con mis compañeros de la
ONG. Ellos regresan a España y yo volveré a Costa Rica para visitar a
unos amigos muy queridos. Nuestros aviones van con retraso a causa de un
huracán que ha cambiado de dirección y se dirige hacia aquí.
Muchos vuelos han sido cancelados y hay cientos de personas en el
aeropuerto. No hay butacas suficientes. Me he sentado en el suelo con la
espalda apoyada en la pared para poder tomar notas más cómodamente.
Hace mucho calor y la humedad del ambiente y el sudor hacen que la ropa
se nos pegue a la piel. No hay agua embotellada bastante para todos los
que estamos aquí. Tengo mucha sed. Han pasado cinco horas y estoy muy
cansada.
La luz eléctrica dejó de funcionar hace cuatro horas a causa de la fuerte
tormenta tropical. Las luces de emergencia apenas alumbran, dan un
aspecto fantasmagórico al aeropuerto que se ilumina por entero con cada
relámpago. El suelo y las paredes tiemblan con los truenos. Estoy asustada.
Mi compañero Antonio se ha sentado junto a mí y trata de calmarme. Está
muy preocupado, puedo verlo en su mirada. El aire es asfixiante, me cuesta
respirar.
Tengo que escribir mi encuentro ayer con la santera y lo que sucedió
después. Fue todo tan extraño...
Cuando llegué anoche al albergue estaba inquieta. Les conté a mis
compañeros cómo había transcurrido la sesión y se echaron a reír. “Todos
tenemos que morir. ¡Vaya adivina!”, se burló uno de ellos. Tras algunas
bromas sobre lo sucedido y al ver mi nerviosismo, me dijeron que no me
preocupase, ya que seguramente se trataba de alguna embaucadora. Les
repliqué que no me había cobrado nada, pero quitaron importancia al
asunto y no volvieron a hablar del tema.
No podía dormir recordando todo cuanto me dijo la mujer. Traté de
descifrar sus palabras, pero fue en vano. Escuchaba las respiraciones de
mis siete compañeros que dormían junto a mí en sus literas, mientras
trataba de entender lo que había sucedido, pero nada tenía sentido para mí.
¿Iba a morir y regresar de la muerte? ¿Qué significado tenían las palabras
de la santera? ¿Estaba enferma y no lo sabía? ¿Por qué no volveríamos a
vernos? ¿Le ocurriría algo a ella o a mí? ¿Y si era cierto lo que me había
dicho y era el presagio de mi muerte?
No lograba apartar de mí la última imagen de la mujer despidiéndome
desde aquella puerta centenaria, con expresión atenta y sonrisa misteriosa,
susurrándome al oído y erizándome la piel.
Vino el silencio, la oscuridad y el cielo tachonado de estrellas
resplandecientes tras la ventana. De cuando en cuando, llegaba hasta mis
oídos el lejano zumbido de mi corazón. Me incorporé con dificultad. El
calor y la humedad eran sofocantes y decidí salir para refrescarme con
agua.
Cuando llegué el patio, corrí escaleras abajo hacia el jardín. Estaba tan
precioso a aquella hora en la que todos dormían, que su apariencia era
casi irreal. Respiré hondo y me dejé envolver por la fragancia de las flores
blancas perfumadas de la planta Mariposa. Estaba descalza y era
agradable sentir la tierra mojada en mis pies.
Comencé a sentirme mal. Me dolían las muñecas, las piernas y los brazos.
Lentamente, el dolor fue recorriendo mi cuerpo por fuera y por dentro.
¿Qué me sucedía? De pronto, sentí una punzada tan aguda en el pecho que
apenas podía respirar. “¿Mi corazón se había parado?”, me pregunté
aterrorizada. Un sudor frío me recorrió de arriba abajo. Temblaba de
miedo.
Al fondo del jardín, comenzó a arder un fuego. Alrededor de ella se movían
lo que parecían ser espíritus. De repente, del interior del fuego surgió la
figura de un hombre que me dijo: “Todo volverá a su lugar, cada cosa,
cada persona. Estarás bien”.
Me desperté sobresaltada. “Ha sido un sueño”, suspiré aliviada. Sin
embargo, comprobé que tenía los pies llenos de tierra.
Necesito tomar notas de todo esto para no olvidar. Tal vez me ayude cuando
sea mayor y me sienta sola porque no me queden más que recuerdos.
“El reloj de plata que te regalaron tus padres arderá en un incendio. De sus
cenizas, volverás a vivir”, me susurró la santera al oído antes de verla por
última vez.
¿Cómo sabía lo del reloj si me lo dejé olvidado en España? ¿Qué habrá
querido decir con esas palabras?
AGRADECIMIENTOS
Este libro no habría nacido sin el entusiasmo de Setefilla y José El Inglés.
Gracias por la complicidad y vuestras valiosas aportaciones antes de su
publicación y sobre todo por recordarme quién soy y qué he venido a hacer
a este mundo.
Gracias a toda mi familia por su amor y apoyo incondicional, especialmente
a mi madre, mis hijas y hermanos por compartir esta maravillosa aventura
que es la vida. Agradezco en particular a mi padre por contagiarme la
pasión por la lectura desde que era niña.
Mi gran agradecimiento también a Álvaro Parra, director de Ediciones De
La Parra, por estar presente desde que este libro no era más que una idea en
mi mente, hasta su preparación y publicación final, ofreciéndome siempre
tu ayuda como profesional y amigo.
A la escritora Jadine Tyne, por el gran trabajo realizado en la revisión,
corrección y edición del manuscrito y encauzar mi obra con tus cariñosas
observaciones y valiosos comentarios. Ha sido un verdadero honor poner en
tus manos este texto.
Agradezco a Pablo Rodríguez por la creación de la portada, los sabios
consejos y la amistad sincera demostrada en todo momento.
A Héctor porque es imposible no quererte y a tus mascotas Loky, Belial,
Timmy, Mushu y Till a quienes adoro como si fuesen mi familia.
Gracias a mis amigas Carmen, Rosa, Rachel y Martina por estar en mi vida.
A Encarna y Antonio por vuestra entrega y dedicación a los ancianos,
ayudándolos en sus necesidades y dándoles compañía para aliviar su
soledad. Sois ángeles en la tierra.
Deseo expresar mi gratitud a mis lectores y seguidores por compartir
conmigo las alegrías y sufrimientos. Hemos llorado y reído juntos con
vuestros testimonios a veces de coraje y otras de desesperanza. Me ayudáis
a crecer y ser mejor persona.
Y en general gracias a todas mis personas favoritas y a las que no lo son
también.
TÍTULOS CANCIONES DE LOS CAPÍTULOS
Capítulo 1
Canto para Elewua y Changó, de Orishas.
Capítulo 2
Lágrimas de un ángel (Tears of an angel), de Amy Guess.
Capítulo 3
Mil mariposas, de Presuntos implicados.
Capítulo 4
No creo en el jamás, de Juanes.
Capítulo 5
Adiós tristezas, de La Macanita.
Capítulo 6
El jaguar (Le jaguar), de Vladimir Cosma.
Capítulo 7
Soñando (Dreaming), de Robert Haig Coxon.
Capítulo 8
En llamas (A Fuoco), de Ludovico Einaudi.
Capítulo 9
Misteriosamente hoy, de Jarabe de Palo.
Capítulo 10
Yo creo (I believe), de Era.
Capítulo 11
Silencio, de Madredeus.
Capítulo 12
Tratar de estar mejor, de Diego Torres.
Capítulo 13
Vida, de Rubén Blades.
Capítulo 14
Cenizas, de Pedro Guerra.
MUCHAS GRACIAS POR LEER ESTE LIBRO
Muchas gracias por leer Espíritus en la hoguera. Espero de corazón que
este libro haya aportado algo bueno a tu vida y te haya ayudado a percibir la
magia de la vida y el lazo invisible que nos une a todos.
Me gustaría conocer tu opinión sobre este libro. Significaría mucho para mí
con el fin de mejorar como escritora y como persona y ayudaría a otras
personas. Puedes escribir una reseña en el apartado Opiniones de clientes
de Amazon.
Si quieres compartir conmigo alguna experiencia relacionada con el
contenido y la temática de este libro, hacerme alguna sugerencia o consultar
alguna duda, envíame un correo a
[email protected] y te contestaré
encantada.
Muchas gracias y recuerda que hay vida antes de la muerte.
Tessa