0% encontró este documento útil (0 votos)
47 vistas140 páginas

Un Fantasma en El Jardin - Elly Griffiths

Justina y sus amigas, ahora en tercer curso en Highbury House, se enfrentan a un misterio cuando una de ellas desaparece tras avistar un fantasma en los jardines del internado. La llegada de una nueva alumna intrigante, Letitia, añade tensión a la situación mientras Justina se esfuerza por descubrir la verdad detrás de la desaparición. La historia se desarrolla en un ambiente de amistad y aventura, con un toque de misterio y elementos sobrenaturales.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
47 vistas140 páginas

Un Fantasma en El Jardin - Elly Griffiths

Justina y sus amigas, ahora en tercer curso en Highbury House, se enfrentan a un misterio cuando una de ellas desaparece tras avistar un fantasma en los jardines del internado. La llegada de una nueva alumna intrigante, Letitia, añade tensión a la situación mientras Justina se esfuerza por descubrir la verdad detrás de la desaparición. La historia se desarrolla en un ambiente de amistad y aventura, con un toque de misterio y elementos sobrenaturales.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 140

Superinteligente de día, superdetective de noche, siempre a la búsqueda

del misterio.
¡Una chica ha desaparecido en Highbury House!
Justina y sus amigas ya están en tercer curso y una alumna nueva, intrigante y
que no sigue mucho las normas del internado empieza a formar parte de las
Lechuzas. Un día, tras un festín nocturno en el viejo granero del colegio, las
chicas ven un fantasma en los jardines y… ¡una de ellas desaparece!
¿Dónde está la niña? ¿Podrá Justina encontrar al responsable antes de que sea
demasiado tarde?

Página 2
Elly Griffiths

Un fantasma en el jardín
Los misterios de Justina Jones - 3

ePub r1.0
Titivillus 21.01.2025

Página 3
Título original: The Ghost in the Garden
Elly Griffiths, 2021
Traducción: José C. Vales

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
Para JAM: Juliet, Alex y Monique

Página 5
Página 6
Página 7
Personal del colegio

Directora Señorita Dolores de Vere


Subdirectora y profesora de Latín Señorita Brenda Bathurst

Profesora de Matemáticas Señorita Edna Morris


Profesora de Lengua Señorita Susan Crane
Profesora de Historia Señorita Ada Hunting
Profesora de Ciencias y Arte Culinario Señorita Eloise Loomis
Profesora de Dramaturgia y Oratoria Señorita Joan Balfour
Profesora de Música y Geografía Señorita Myfanwy Evans
Profesor de Francés Monsieur Jean-Maurice Pierre
Profesora de Educación Física Señorita Margaret Heron
Profesor de Arte: Señor Davenport
Celadora Señorita Maureen Robinson

Ama de llaves Señora Jean Hopkirk


Jardinero y Mantenimiento Señor Robert Hutchins

Tercer Curso de Highbury House

Tutora: Señorita Hunting


Irene Atkins Flora McDonald
Alicia Butterfield Elizabeth Moore
Moira Campbell Freda Saxon-Johnson
Cecilia Delaney Leticia Smith
Eva Harris-Brown Susan Smythe
Stella Goldman Rose Trevellian-Hayes
Joan Kirby Nora Wilkinson

Página 8
Justina Jones Letitia Blackstock

Página 9
Septiembre de 1937

—Resulta un poco raro pensar que ya estamos en tercer curso… —dijo


Stella.
—Sí —contestó Justina—. Creí que me expulsarían mucho antes.
Stella se echó a reír, pero Justina no estaba muy segura de estar
bromeando. Recordó la primera vez que había visto Highbury House, casi
exactamente un año antes. En aquel momento estaba sola, sentada en la parte
de atrás de un taxi, intentando con desesperación que no se notara lo asustada
que estaba. Nunca había ido a un internado; nunca había ido a ninguna
escuela. Recordaba cómo Highbury House había surgido de entre las
tinieblas, con sus cuatro torreones negros recortándose en el cielo, y había
pensado: «Es un lugar perfecto para un crimen».
Pero ahora todo era muy diferente. Habían llegado al colegio en el coche
del padre de Justina, Herbert Jones, y ella iba con su mejor amiga, Stella.
Nunca había tenido una gran amiga —porque Peter no era exactamente eso,
era más bien como un hermano—, y ahora tenía dos: Stella y Dorothy. Nada,
ni siquiera volver al internado resulta demasiado malo si una tiene a su lado a
dos buenas amigas.
Stella vivía cerca de Justina, en Londres, así que Herbert Jones no tuvo
ningún inconveniente en llevarlas a las dos al colegio. Además, el viejo coche
del padre de Stella se había estropeado del todo. Justina sabía que tal vez
debería lamentar esa mala suerte, pero se alegraba de contar con la compañía

Página 10
de su amiga. Y, aunque ya conocía el colegio, aún le resultaba abrumador
pensar que, en unos minutos, volvería a ver a la directora, la señorita De Vere,
y a todas las demás profesoras, por no mencionar a sus compañeras.
—Ahí está… —comentó Stella.
Era una luminosa tarde de septiembre, por lo que el colegio no tenía su
habitual aspecto de castillo siniestro. Seguía siendo enorme y sombrío, y se
erguía sobre las tierras pantanosas como una especie de espejismo, pero,
cuando una conoce cada palmo de un lugar, por muy aterrador que sea, deja
de darle miedo. Justina conocía bien los desvanes y los sótanos del caserón,
aunque estaba prohibido que nadie accediera a esos lugares.
—Procura no saltarte muchas normas este año, Justina —le pidió su
padre. Era como si le hubiera leído el pensamiento a su hija.
—Solo lo hago cuando estoy intentando resolver un misterio —protestó.
Pero su padre ya se estaba riendo. Era abogado, así que Justina imaginaba que
estaba acostumbrado a que la gente se saltara las normas.
—Este curso no va a haber ningún misterio —dijo Stella, esperanzada.
Justina sabía que a su amiga no le gustaban las aventuras tanto como a
ella, pero no podía evitar sentir el deseo de que se produjera algún suceso un
poco emocionante. No un asesinato de verdad…, solo alguna cosa rara. Algo
que se saliera un poco de lo normal.
En ese momento, un jinete sin cabeza cruzó por delante del coche y su
cabalgadura se encabritó en medio del camino.
Justina gritó, aunque enseguida se arrepintió de haberlo hecho. Herbert
lanzó una maldición y frenó en seco.
—¡El jinete sin cabeza! —gritó Stella conteniendo el aliento. Su amiga
Nora le había contado esa historia de fantasmas el último trimestre.
—Tonterías —dijo Herbert—. Es solo una chica con una capa y una
caperuza.
Justina bajó el cristal de su ventanilla y comprobó que su padre estaba en
lo cierto. Era una chica con una capa negra, montada en un caballo blanco. El
caballo era precioso, con unas crines y una cola abundantes que ondeaban al
viento, pero parecía un poco nervioso, medio encabritado, y tenía los ollares
muy abiertos.
—Pero ¿a qué juegas? —gritó la chica a Herbert Jones—. ¡Estás loco!
El padre de Justina ni siquiera le replicó que había sido ella la que había
surgido de la nada sin mirar. Salió del coche.
—¿Te encuentras bien? —y tendió una mano hacia el caballo asustado.
—¡No toques a Nube!

Página 11
Justina abrió la puerta del coche. Pero, antes de que pudiera dar un paso,
otros dos caballos surgieron de repente por una abertura situada entre los
arbustos y se detuvieron en mitad de la carretera. Sujetaban sus riendas un
hombre y una mujer, ataviados con ropa de montar perfectamente adecuada:
pantalones, botas y chaquetas de tweed.
—¡Oh, Dios mío! Letitia… —dijo la mujer, que montaba un caballo
alazán—. ¿Qué ha pasado?
—Ese hombre ha estado a punto de matarme —denunció la chica.
—Cruzaste la carretera sin mirar… —susurró el padre de Justina, sin
mucho convencimiento.
—No puedes lanzarte al galope así, Letitia —dijo el hombre, que montaba
un enorme caballo negro—. Te podrías haber matado. —Se quitó el sombrero
para saludar a Herbert—. Gracias por frenar con tanta habilidad, señor Jones.
Y luego dio media vuelta y se alejó trotando, seguido por los otros dos
caballos. Justina observó cómo volvían a introducirse por la abertura de los
arbustos y se alejaban por el campo, con las crines negras, blancas y marrones
ondeando al viento.
Herbert regresó al coche y dedicó una sonrisa a las chicas.
—Bueno, esto ya ha sido una aventura, ¿no?
Ellas admitieron que, efectivamente, se parecía bastante a una aventura.
Pero una idea comenzó a dar vueltas en la mente de Justina: ¿cómo es que
aquel hombre conocía el nombre de su padre?

Página 12
Tras todas aquellas emociones, el viaje pasó en un suspiro. Pocos minutos
después ya estaban atravesando la gran entrada de piedra, con los grifos
amenazantes en lo alto de las jambas, junto al cartel que decía: «Highbury
House. Escuela para señoritas de buena familia». A continuación avanzaron
despacio por el camino de grava que conducía a la entrada principal del
edificio, donde Herbert aparcó junto a las enormes puertas de roble y, como si
hubiera salido de la nada, apareció el señor Hutchins, el «hombre-para-todo»
del colegio, que se ocupó de los baúles de Justina y Stella.
Justina pensó que tal vez saliera a recibirlos la nueva celadora, la señora
Macintosh, pero, para su sorpresa, fue la mismísima señorita De Vere quien
bajó las escaleras para saludarlos.
—Me encanta volver a verte, Herbert.
—Lo mismo digo, Dolores.
Se estrecharon las manos y Stella apartó un poco a Justina.
—¿Tu padre llama a la señorita de Vere solo Dolores?
—Sí —dijo Justina—, son viejos amigos.
Para ser sinceros, a Justina no le gustaba nada que su padre hablara con la
directora, aunque no sabía decir exactamente por qué. En parte era porque no
quería que su vida familiar y su vida en el internado se mezclaran. Quería
estar en condiciones de decirle a su padre lo horribles que eran las profesoras
y hasta qué punto era incomible la comida que les daban. No quería que la
señorita De Vere se dedicara a comentarle nada a su padre y, probablemente,

Página 13
se quejara de su comportamiento. Pero, sobre todo, lo que en realidad ocurría
era que la madre de Justina había muerto hacía solo un año; no quería que su
padre mirara a otra mujer, y mucho menos que le dedicara sonrisas, como
estaba haciendo en ese momento.
—¿Qué tal, Justina? —preguntó la señorita De Vere dirigiéndose a la
chica—. ¿Has pasado unas buenas vacaciones?
—Sí —contestó Justina. Y añadió—: Señorita De Vere. —A
continuación, le lanzó una mirada a su padre.
—¿Y tú, Stella? ¿Qué tal tú y tu familia? Estoy deseando darle la
bienvenida a tu hermana Sarah el curso que viene.
—Están todos bien —contestó Stella, apoyándose solo en un pie, como
siempre que se sentía incómoda—. Sarah está deseando venir.
—Estupendo —respondió la señorita De Vere—. Herbert, ¿podemos
hablar un momento antes de que te vayas? —Y se alejó para dar la bienvenida
a otros padres.
—Adiós, Justina. —Herbert le dio un beso a su hija—. Que tengas un
buen trimestre. No olvides escribirme.
—Adiós, papá.
Como siempre, cuando llegaba el momento de decir adiós, Justina sentía
una opresión en el pecho. No es que el colegio estuviera muy mal, pero
resultaba duro no poder ver a su padre durante semanas, al menos hasta el día
de fiesta, a mitad del trimestre, cuando todas las familias acudían a ver a sus
hijas. Antes de que pudiera decir nada, sin embargo, se pudo escuchar un
ruido atronador de cascos de caballo al galope. Mientras se alejaba de su
padre, Justina vio a tres jinetes bien conocidos que se acercaban trotando por
el camino de la entrada.
El caballo blanco se paró junto al coche de Herbert Jones. La chica
desmontó con un ágil movimiento y le dio las riendas a la mujer.
—Adiós, mamá. Adiós, papá. —Ni siquiera se dio la vuelta para mirar a
sus padres.
La señorita De Vere se acercó enseguida a la chica. ¿Iría a decirle que no
se permitían caballos en Highbury House? No lo parecía.
—Bienvenida, querida Letitia… —la saludó la directora—. Estoy segura
de que serás muy feliz aquí. Ahora… ¿a quién puedo encomendarte para que
esté pendiente de ti?
«A mí no me mires —rezó Justina para sí misma—. Mira por ahí… Rose
acaba de llegar. A ella sencillamente le encantaría ser amiga de su querida
Letitia».

Página 14
—Justina Jones —dijo la señorita De Vere—. ¿Te ocuparás de ella?

Justina y Stella le enseñaron a Letitia por dónde se iba a los dormitorios:


cruzaron el gran vestíbulo, subieron la escalinata principal, recorrieron el
pasillo de las armaduras y los cuadros antiguos y lúgubres, pasaron por las
puertas de doble hoja, luego otro pasillo, subieron unos peldaños, bajaron
otros cuantos, abrieron una puerta que daba a la enfermería…
—Este sitio es enorme, ¿no? —dijo Letitia—. No parecía así de grande
desde fuera, pero hemos caminado kilómetros…
—No es tanto como parece —contestó Justina—. Es solo que resulta muy
complicado ir de un sitio a otro.
—Porque la mayor parte de los caminos directos están prohibidos —dijo
Stella.
—¿Sabes en qué dormitorio te ha tocado? —preguntó Justina, abriendo la
puerta que daba al pasillo de los dormitorios. El peculiar olor a humedad y a
cera para el suelo se hizo evidente.
—Está en mi carta de admisión… —suspiró Letitia, sacando un trozo de
papel del bolsillo. Aún iba vestida con la ropa de montar; pantalones, botas,
un suéter negro y una capa—. Sí, aquí lo dice. Estoy con las Lechuzas.
Stella y Justina se miraron.
—Nosotras somos de las Lechuzas, pero…
Justina estuvo a punto de decir que ya eran cinco chicas en la habitación,
pero Letitia ya había visto el nombre del dormitorio clavado en la puerta y la
abrió.
Justina y Stella entraron detrás de ella.
Vieron enseguida que habían añadido otra cama. Nora y Eva, sus
compañeras, ya estaban allí, parloteando mientras se quitaban la ropa de calle.
—¡Justina! ¡Stella! —Nora se acercó corriendo a abrazarlas. Era una chica
alta, con gafas, y siempre las llevaba torcidas. Era la cuentista del grupo y la
imitadora oficial. Justina le devolvió el abrazo, y entonces se percató de lo
mucho que la había echado de menos durante las vacaciones.
Eva, una niña pequeña, con el pelo rubio ondulado, se acercó corriendo a
ellas también.
—¡Es súper volver a veros…! —Pero se detuvo al ver a Letitia, de pie en
el umbral de la puerta, con la capa negra.
—Ella es Letitia —dijo Justina—. Está también aquí, con las Lechuzas.
—Súper —dijo Eva con un hilillo de voz.

Página 15
Otra voz se oyó en la puerta.
—Hola, chicas. ¿Qué pasa? Alguien ha metido la pata y han puesto aquí
otra cama.
—Rose… —dijo Justina—. Ella es Letitia. Es nueva.
Rose volvió su mirada azul y helada hacia la chica nueva.
—Tiene que ser un error. Siempre ha habido cinco personas en este
dormi. No hay sitio para más.
Era verdad que la sexta cama conseguía que la pequeña habitación
pareciera abarrotada.
—No hay ningún error —dijo Letitia con alegría—. Aquí dice que estoy
con las Lechuzas. Me pido la cama que está junto a la ventana.
—Tú no te pides nada —respondió Rose furiosa—. Tú eres nueva. Eres la
última en elegir. Yo soy la delegada del dormitorio, y la cama junto a la
ventana es la mía.
—Yo llegué antes —insistió Letitia, tirando su bolsa de viaje sobre la
cama—. Es mía.
—¡Yo soy la delegada del dormi! —gritó Rose, pateando el suelo.
—Vale, un día me cuentas por qué eso es tan importante —dijo Letitia.
Justina y Stella intercambiaron miradas. Justina no estaba segura de que le
cayera bien la chica nueva, pero, desde luego, con ella el trimestre otoñal iba
a resultar mucho más interesante.

Página 16
Un grupo de educadas «Lechuzas» bajó las escaleras para acudir al comedor.
Letitia ya se había puesto su uniforme del colegio: jersey marrón, falda
marrón, blusa a rayas amarillas y blancas, calcetines marrones…, pero de
todos modos no parecía como las demás.
Por alguna razón, la ropa lucía algo distinta en Letitia; tal vez porque se
había recogido el pelo rizado y castaño en la nuca con un cordón de zapatos,
pero también, en parte, era porque parecía totalmente despreocupada y
caminaba con la cabeza alta, tarareando algo en voz muy baja. Justina recordó
aquel momento del primer año, cuando Eva la había llevado al comedor.
Había intentado mantener el valor repitiéndose para sí misma un viejo
proverbio que solía decir su madre: «Cuanto más difícil sea el escollo, más
firme y decidida has de ser», pero, muy en el fondo, se había sentido
aterrorizada. Justina nunca había estado en un internado y no tenía ni idea de
lo que debía esperar. Por un comentario casual de Letitia, unos minutos antes,
parecía que la situación era más o menos la misma para ella: una institutriz se
había encargado de educarla en casa. Así que aquel enorme caserón, con ecos
que retumbaban por todas partes, con chicas bajando a toda prisa las
escaleras, todas con el mismo aspecto, vestidas de marrón, el comedor con el
ruido de sillas que se arrastran y cubiertos tintineantes, también sería algo
totalmente nuevo para Letitia.
Sin embargo, nadie podría haberlo imaginado. Letitia se puso delante de
Rose en la fila; dijo «no, gracias. Tiene un aspecto asqueroso», cuando le

Página 17
ofrecieron el postre que las chicas conocían como «niño muerto», cogió dos
rebanadas de pan y buscó un sitio donde sentarse.
—La mesa de las Lechuzas es aquella —le indicó Eva amablemente.
—¿Me estás diciendo que tengo que sentarme con vosotras siempre que
bajemos al comedor?
—Bueno… sí. —Eva miró desesperada al resto en busca de ayuda.
—¿Por qué no vas y te sientas con las delegadas? —dijo Rose—. Estoy
segura de que les encantará estar contigo.
Justina miró a la mesa de las delegadas y se le cayó el alma a los pies.
¿Qué estaba haciendo ahí Helena Bliss? Aquella chica había acabado sexto el
año anterior y Justina había dado por hecho que ya había abandonado el
colegio. Pero ahí seguía Helena, con aquella deslumbrante melena rubia
cubriéndole los hombros, mirando con soberbia a todo el mundo. Pilló a
Justina mirándola y levantó las cejas ligeramente.
—Rose… —susurró Justina—. ¿Qué hace Helena todavía aquí?
Rose siempre parecía saberlo todo sobre Helena porque era, como ella
misma admitía, una miniversión de la gran delegada.
—Ha decidido quedarse un trimestre más —contó Rose—. Antes de irse a
acabar la escuela en Suiza.
—Dicen que suspendió el examen de ingreso —interrumpió Nora.
Eso parecía mucho más probable. Helena era estupenda a la hora de
parecer superior, pero Justina se había preguntado muchas veces hasta qué
punto estaba interesada en los estudios. Cuando Helena interpretó Alicia en el
País de las Maravillas, la obra de teatro del curso anterior, se pasó la mayor
parte del tiempo ajustándose la diadema.
—Helena no suspendería… —dijo Rose, poniéndose una diminuta
cantidad de «niño muerto» en el plato.
Al final, obviamente, Letitia había decidido sentarse con ellas. Lo hizo
con desgana y luego se puso a untar un poco de mantequilla en el pan. Estaba
a punto de morder la rebanada cuando Eva, nerviosísima, le puso la mano en
el brazo.
—No podemos empezar hasta que Helena bendiga la mesa.
—No voy a esperar —respondió Letitia—. Tengo hambre. —Y le dio un
buen bocado al pan. Las Lechuzas se quedaron mirándola, esperando que el
cielo se derrumbara sobre sus cabezas y los demonios surgieran de la nada
para arrastrar a la chica nueva al infierno. Pero lo único que ocurrió fue que
Helena se puso en pie y dijo:

Página 18
—Benedictus, benedicat… —Y todas las niñas se lanzaron sobre aquella
comida asquerosa con aparente deleite.
—¿Qué es lo que más te gusta de Highbury House, Letitia? —le preguntó
Eva, con una especie de amistad desesperada. Justina admiró su
perseverancia.
—Nada —contestó. Acabó el pan y dio un sorbo poco entusiasta a la
leche.
—¿No te gusta el deporte? —dijo Rose. Había sido capitana en Educación
Física el año anterior y era la estrella del equipo de lacrosse. Justina odiaba
todos los deportes, con la única excepción de las carreras de campo a través.
—Nunca he practicado ningún deporte. —Letitia se encogió de hombros
—. Solo me gusta montar a caballo.
—Eso es súper —dijo Eva—. ¿Tienes un caballo?
—Sí, uno gris. Se llama Nube. —Letitia hizo una pausa antes de añadir—:
Voy a echarlo de menos.
—Es precioso —dijo Justina—. La vimos montando a caballo cuando
veníamos de camino al colegio —explicó al resto de las Lechuzas.
—Sí, tu padre casi me atropella —protestó Letitia.
—Fuiste tú la que cruzaste sin mirar —contestó enfadada Justina.
No se había dado cuenta de que estaba hablando muy alto, pero Helena se
levantó de la mesa de las delegadas y fue hacia ella. Las Lechuzas
enmudecieron.
—¿Qué son esos gritos? —dijo Helena—. No puedo permitirlo. Los
pajaritos del mismo nido no se pelean. Recordad eso, niñas.
—Sí, Helena.
—Perdona, Helena.
—Vaya, veo que tenemos aquí a una niña nueva —dijo mirando a Letitia
—. ¿Cómo te llamas?
—Letitia Blackstock. ¿Y tú?
Justina pudo escuchar sin problema las admiraciones aterrorizadas de las
otras chicas. Incluso ella estaba asombrada, lo cual demostraba que Highbury
House estaba haciendo mella en sí misma.
—En este colegio —dijo Helena con una sonrisa feroz—, no hacemos
preguntas impertinentes. Me parece que necesitas que te bajen los humos. —
Y, dando media vuelta, se alejó.
Todo el cuerpo de Letitia parecía estar temblando.
—No te preocupes —le dijo Eva, dándole unos golpecitos en el hombro
—. No lo sabías. Eres nueva.

Página 19
Pero no estaba llorando. Estaba riéndose.

Justina llevaba un buen rato esperando ver a su otra gran amiga, Dorothy,
pero era una de las criadas del colegio y eso significaba que probablemente
estaría ocupada en otra parte. Además, las alumnas tenían prohibidísimo
hablar con los miembros del servicio. No es que Justina se tomara muy en
serio aquella norma, pero eso casi siempre impedía que pudieran mantener
una conversación normal. Solía recurrir a la estratagema de visitar a Dorothy
en su habitación del ático a medianoche.
Después de comer fueron todas a la sala común. Ahora que eran de tercer
año, tenían una sala nueva, en la planta baja, en un lateral del patio. A Justina
no le gustaba tanto como la sala común de segundo año, que estaba en el
primer piso y lejos de las miradas entrometidas de las profesoras, aunque la
nueva era más grande, y tenía una mesa de ping-pong y una radio vieja. Las
chicas estaban emocionadísimas con la radio. Irene giró y giró el dial hasta
que encontró un programa de música y entonces todas se pusieron a bailar
como locas por toda la sala. Letitia, sin embargo, se sentó a leer un libro
titulado Cómo educar a tu caballo.
«¿Debería hablar con ella?», se preguntaba Justina, sin resuello después
de bailar un vals con Stella. La señorita De Vere le había dicho que la tomara
bajo su protección, pero no parecía que Letitia necesitara que nadie se
ocupara de ella y, además, era muy probable que volviera a echar sapos y
culebras por la boca. Aún estaba intentando decidir si dirigirle la palabra o no
cuando se abrió la puerta y alguien gritó:
—¡Niñas!
Todas se quedaron quietas. De fondo, Guy Lombardo seguía cantando
algo sobre la lluvia en septiembre.
La figura que se recortaba en el umbral llevaba uniforme de enfermera, así
que no había que ser un detective excepcional para entender que aquella
mujer era la nueva celadora. Justina había tenido en su momento sentimientos
encontrados respecto a las dos últimas mujeres que habían ocupado ese
puesto, así que la observó con suspicacia. Era más joven que las otras dos;
alta y esbelta, con el pelo rubio, recogido en un moño, y una expresión seria,
pero no del todo hostil.
—Hola, niñas. ¿Podemos terminar este alboroto? El señor Lombardo está
muy bien en un momento dado, pero…
Algunas chicas se rieron. Nora apagó la radio.

Página 20
—Soy la señorita Macintosh, la nueva celadora. Algunas de vosotras no
habéis entregado las cartillas de salud. —Consultó su listado—. Stella
Goldman, Justina Jones y Letitia Blackstock. ¿Podéis subir a vuestra
habitación y bajármelas?
Justina y Stella se encaminaron hacia la puerta. Justina llevaba suficiente
tiempo en Highbury House como para saber que, cuando un miembro del
personal te pedía que hicieras algo, lo mejor era hacerlo enseguida. Pero
Letitia continuó leyendo su libro. Las otras chicas de tercer año —las quince
— se quedaron mirándola.
—¿Letitia? —dijo la celadora.
—No lo tengo —replicó—. Mi padre dijo que daba lo mismo.
Todas contuvieron el aliento. Treinta ojos se volvieron para mirar la
reacción de la celadora.
Dio la impresión de que la señorita Macintosh estaba a punto de decir
algo, pero al parecer cambió de opinión. Se dio media vuelta y abandonó la
sala sin pronunciar ni una palabra más.

La primera noche de un nuevo trimestre solía ser bastante divertida. Las


Lechuzas llevaban chucherías y dulces de casa, y se lo comían todo en el
dormitorio después de que apagaran las luces. Aunque una echara de menos
su casa, resultaba bastante acogedor sentarse en corro en el suelo, envueltas
en una manta y comer pastel de frutas. Nora solía contar entonces alguna
historia de terror y a Eva siempre le daba un ataque de hipo.
Pero la llegada de Letitia lo había cambiado todo. Justina le ofreció un
poco de pastel, pero ella lo rechazó y se sentó en su cama junto a la ventana, a
leer su libro de caballos a la luz de una linterna. Nora intentó contarle su
cuento de fantasmas favorito, pero, en fin, resultaba difícil concentrarse en la
historia de Grace Highbury —cuyo fantasma, se decía, vagaba por los
alrededores y ocupaba la torre del colegio— con una desconocida arrogante
sentada a unos metros de distancia. Así que después de comer el pastel, las
Lechuzas se metieron resignadas en sus camas.
Justina escribió en su diario:

Día 1.
Todo igual que siempre y, sin embargo, no. Hay una chica nueva y a mí me
debería caer bien Nunca ha estado en un internado, piensa que HH es un sitio
un poco raro, etcétera, y, sin embargo, no me cae bien. Hay algo extraño

Página 21
también en la manera en que la ha tratado la nueva celadora. Tendré que
hablar de esto con Dorothy mañana.
Una cosa más: Helena Bliss está TODAVÍA aquí. A este paso seguirá en sexto
cuando tenga cien años.
Número de veces que Eva ha dicho «súper»: 24.

Página 22
Después del desayuno —unas gachas grises y temblorosas con pan quemado
—, las chicas desfilaron por el gran vestíbulo para asistir al discurso de
bienvenida de la señorita De Vere. Todo el mundo se emocionaba muchísimo
con aquello, pero, por lo que Justina podía recordar, el acto era solo una
buena ocasión para que la directora les diera una lección sobre buen
comportamiento y una excusa para cantar el himno del colegio. En aquellos
actos, la señorita De Vere también anunciaba el nombre de las delegadas: otra
razón más para que se dispararan apasionadas especulaciones.
—Seguro que vas a ser la delegada de tercer año, Rose —le dijo Alicia, su
mejor amiga.
—Me resultará muy duro ser delegada y capitana en el equipo de
lacrosse… —contestó Rose, colocándose las trenzas rubias—. Pero me las
arreglaré.
—Puede que te nombren delegada del curso otra vez —le susurró Justina
a Stella—. Y que se fastidie Rose.
—Todos los trimestres nombran a una delegada distinta —aclaró Stella—.
Supongo que será Alicia. Es la favorita de la señorita Hunting.
La tutora de su curso ese año era la señorita Hunting, que daba Historia. A
Justina le gustaba la asignatura, pero no creía que fuera una de las favoritas de
la profesora. El año anterior había tenido que hacer más deberes de los
habituales por no prestar atención en clase.

Página 23
Los profesores estaban sentados en fila en el estrado: la señorita Heron,
profesora de Educación Física; la señorita Crane, que daba Lengua; monsieur
Pierre, el maestro de Francés; la señorita Bathurst, profesora de Latín, y una
cara nueva, una cara nueva con una barba negra muy arregladita.
—Es un hombre —susurró Eva.
—No me digas… —murmuró Justina. A esas alturas, todas las chicas ya
se habían dado cuenta de que había un nuevo profesor y que era (¡horror,
conmoción!) un señor. Un murmullo recorrió todo el salón, que se fue
haciendo cada vez más audible hasta que todo el mundo se calló cuando la
señorita Evans, la profesora de Música, pulsó un acorde en el piano y
comenzó la cacofonía del himno.

Oh, Highbury,
por la tierra, por el mar y por el viento
serás nuestro hogar
en el corazón y en el pensamiento;
por muy lejos que nos lleve nuestro andar
a ti siempre volveremos sin dudaaaar…

Era una canción verdaderamente horrible, pero las chicas la cantaban con
apasionado fervor. A la izquierda de Justina, Eva cerró los ojos y pareció que
estuviera a punto de llorar de emoción. «Tú y yo, juntos…», tarareó con el
pensamiento Justina. ¿Es que no se iba a acabar nunca? Parecía que el himno
tenía un millón de versos y ella nunca se había preocupado de aprenderse toda
la letra. Más allá de Eva, Justina se topó con la mirada de Letitia. La chica
nueva le guiñó un ojo.
Cuando se apagaron las últimas notas discordantes, la señorita De Vere se
adelantó en el estrado.
—Por favor, sentaos, niñas.
La señorita De Vere era alta, y tenía una figura esbelta y elegante. Las
chicas siempre andaban diciendo lo guapa que era, pero los ojos de la
directora —aunque bellos y oscuros— eran demasiado penetrantes para el
gusto de Justina. Siempre parecía como si supiera qué estaba pensando una.
—Bienvenidas de nuevo a Highbury House. Comienza ahora el trimestre
de otoño, cuando nos preparamos para la maravillosa época de la Navidad.
La señorita De Vere se embarcó en una de sus historias sobre animales
que hacen acopio de alimentos para el invierno. Debía de ser algún cuento
con moraleja, porque siempre contaba algo que tuviera moraleja, aunque
Justina no estaba segura de cuál era la enseñanza en ese caso. ¿Acaso había

Página 24
que asegurarse de tener una buena provisión de nueces por si la cocinera hacía
comidas aún peores? ¿Tenían que guardar cosas en los troncos de árboles
antiguos? Justina miró de reojo a Eva, que estaba con la boca abierta, y a
Rose, que estaba estudiando las puntas de sus coletas. De nuevo, volvió a
encontrarse con la mirada de Letitia y, una vez más, la chica nueva le hizo un
guiño.
La historia de la directora acabó con el ratón de campo compartiendo sus
nueces con otros animales menos organizados. La señorita De Vere sonrió a
todas las alumnas.
—Y ahora, algunas novedades…
¿Se enterarían por fin de quién era aquel hombre misterioso? Pues sí.
—Nos complace sobremanera dar la bienvenida a un nuevo miembro del
profesorado —anunció la señorita De Vere—. El señor Davenport viene para
enseñar Arte. —Murmullos de emoción. Nunca habían tenido un verdadero
profesor de arte. Luego, la señorita De Vere informó a las alumnas de que la
obra de final de trimestre sería un cuento de hadas—. Una excelente forma de
entretenimiento, y muy británica.
Justina, en silencio, apostó que, si el cuento era Cenicienta, Helena sería
la heroína y a ella le acabarían dando el papel de una de las hermanas feas.
—Y ahora, las delegadas de curso… —continuó la señorita De Vere.
Justina volvió a desentenderse del discurso y a pensar en sus cosas.
Recordó la novela de su madre, Asesinato en la mansión, donde mataban a un
hombre que estaba dando un discurso. Le caía una gran lámpara de araña en
la cabeza, creía recordar. Miró hacia arriba. No había ninguna lámpara, solo
una fila de bombillas polvorientas. Imaginó que ni siquiera Hutchins podría
llegar ahí para quitar el polvo.
Un codazo en las costillas la devolvió a este mundo.
—Nuestro curso —dijo Stella.
—La delegada del curso de tercer año… —dijo la señorita De Vere— será
Justina Jones.
Stella le apretó la mano.
—¡Bien!
Justina se quedó estupefacta. Miró de reojo a Rose y vio que ella también
estaba atónita. Eva y Nora estaban sonriendo, Letitia volvía a estar
enfurruñada. Esa vez no hubo guiño.
—Y la capitana de Educación Física de tercer año será Stella Goldman.
Justina estaba desde luego encantadísima con aquellos nombramientos.
—¡Felicidades! —le susurró a Stella.

Página 25
Podía sentir la furia de Rose a dos metros de distancia. La señorita
De Vere concluyó su parlamento diciendo que eran muy afortunadas de poder
contar con la delegada principal, Helena Bliss, un trimestre más en el colegio.
Todo el mundo aplaudió. Excepto Justina y Letitia.
—Se cierra la sesión —anunció la señorita De Vere, y la señorita Evans se
arriesgó a interpretar otra aproximación de una melodía. Justina creía que
podía ser la canción Como un peregrino, pero no estaba segura.

—Ahora que eres delegada de curso —le dijo la señorita Hunting—, espero
que demuestres una actitud más responsable, Justina.
Ella ya sabía que había que contestar a las profesoras incluso cuando no te
hacían ninguna pregunta.
—Sí, señorita Hunting.
—Y, ahora, ocupémonos de los Tudor…
Justina se alegraba de que por fin hubieran llegado a los Tudor, después
de estudiar la Guerra de las Rosas durante toda una eternidad. Enrique VIII y
sus seis mujeres seguro que eran un tema interesante. Y, mientras la señorita
Hunting estaba hablando de la persecución de los católicos durante el reinado
de Isabel I, Justina de repente se acordó de una cosa… Levantó la mano.
—¿Sí, Justina? —Había un leve tono de «no me interrumpas» en la voz de
la profesora.
—Señorita Hunting, el año pasado usted dijo que Highbury House podría
haber sido un refugio de curas católicos durante las persecuciones de los
anglicanos. Un sitio donde se podían esconder.
—Cierto, Justina. Creo que aquí hubo un refugio para curas católicos.
Puede que ese fuera el origen de alguno de los túneles que hay bajo la
mansión. Toda esa zona de sótanos ahora es muy inestable y peligrosa, y no
hay dinero para realizar las reparaciones necesarias. Por eso está estrictamente
prohibido bajar a las bodegas sin permiso. —Y entonces le lanzó una
inequívoca mirada de advertencia.
Al final de la clase, Justina se encontró junto a Letitia. Para su sorpresa, la
chica nueva la agarró del brazo.
—Me encantaría ver esos túneles secretos. ¿A ti no?
—Yo descubrí uno el año pasado —dijo Justina, sin poderlo evitar—. Con
mi amiga Dorothy.
—¡Lo sabía! ¡Vayamos un día a investigar, tú y yo!

Página 26
—Bajar a las bodegas está prohibidísimo. —Justina no sabía qué pensar
de aquella nueva versión de Letitia, tan amigable. Con frecuencia había
pensado que ojalá Stella no fuera tan miedosa y no temiera tanto saltarse las
normas del colegio, pero, si había que volver a investigar, lo haría con Stella o
con Dorothy, no con ella.
—A ti eso te da igual —le dijo Letitia—. Y a mí también. Pensé que
podíamos ser amigas cuando te vi la cara que ponías cuando todas esas locas
estaban cantando esa canción espantosa. Y luego, cuando te nombraron
delegada de curso, pensé que tal vez tú también eras una de esas idiotas. Pero
ahora sé que no lo eres. Seamos amigas, ¿vale?
—Claro —respondió Justina.
Los amigos siempre son bienvenidos, sobre todo en un internado, y
Letitia, desde luego, parecía que podía ser una chica divertida. Pero, a pesar
de sus constantes refunfuños contra las compañeras de colegio, a Justina no le
gustaba que las llamara idiotas. Estaba pensando en cómo decírselo —sin
parecer idiota, claro— cuando Letitia la cogió de la mano y la arrastró por el
pasillo, casi a la carrera.
Cuando adelantaron a Stella, Justina intentó dedicarle una sonrisa, a modo
de excusa. Pero su amiga no se la devolvió.

Página 27
La clase siguiente era Arte, escrita en letras mayúsculas en el nuevo horario
de Justina. Después de comer tendría Latín y, luego, Educación Física. Letitia
iba agarrada del brazo de Justina mientras subían los tres tramos de escaleras
que conducían a la clase de Arte.
—Me pregunto cómo será ese nuevo profesor —dijo.
—Yo también —asintió Justina—. Nunca hemos tenido un verdadero
profesor de Arte… Lo único que hacíamos era dibujar flores en clase de
Botánica.
—La clase de Arte podría ser una buena oportunidad para pasarlo bien —
dijo Letitia—. Gastar algunas bromas. Ese tipo de cosas…
En teoría, Justina siempre estaba dispuesta a divertirse, pero no podía
evitar preguntarse qué pretendía Letitia exactamente. Buscó con la mirada a
Stella, pero iba varios pasos por detrás, con Irene. Empujó la puerta doble
batiente de la sala conocida como «el estudio». Había pasado muchos y muy
buenos ratos en aquella sala el año anterior, pintando los decorados de Alicia,
y aquella estancia siempre le había gustado. Estaba en el ático y tenía unos
techos muy altos, las paredes revestidas con madera y unos grandes
ventanales que temblaban cuando hacía viento.
Las chicas entraron de forma tan atropellada y ruidosa en el estudio que
tardaron unos minutos en darse cuenta de que el señor Davenport ya se
encontraba allí. Estaba sentado detrás de un caballete, mirando con el ceño
fruncido el cuadro que tenía delante, y dio la impresión de que no se había

Página 28
dado cuenta de que dieciséis chicas habían entrado como locas en la sala.
Poco a poco las muchachas fueron guardando silencio y se sentaron en las
sillas ordenadas en tres filas. El profesor aún no había dicho ni una palabra.
—¿Será sordo? —le preguntó Eva a Nora en un susurro.
—No es sordo —dijo una voz leve—, pero se está volviendo bastante
aburrido.
Las chicas intercambiaron miradas.
—Tú y yo juntas —le murmuró Letitia a Justina. De alguna manera había
conseguido colarse entre Justina y Stella.
—En pie —pidió el señor Davenport, aunque él permaneció sentado. Las
chicas se miraron unas a otras—. En pie —volvió a decir el profesor, en el
mismo tono tranquilo. Las chicas se levantaron.
—Vamos a salir de la clase —dijo el señor Davenport—. Dejad aquí
vuestras cosas, pero coged los cuadernos de bocetos que hay junto a la puerta.
Nos vemos en un minuto junto al viejo roble, en la explanada de hierba de la
puerta principal. —Nadie se movió—. ¡Andando! —La voz del señor
Davenport era grave, con un acento raro. Justina no pudo identificarlo, pero
estaba segura de que Nora sería capaz de imitarlo antes de que acabara el día.
Los zapatos de las niñas traquetearon a través de los tres tramos de
escaleras y al fin salieron por la puerta principal. Esa vez Justina sí consiguió
colocarse al lado de Stella.
—¿Por qué hemos salido? —le preguntó Stella.
—No lo sé —contestó Justina.
Habitualmente solo salían para hacer deporte, o para dar un paseo los
miércoles por la tarde. Las clases en Highbury House consistían, en general,
en copiar cosas de la pizarra y en leer los manuales. Algunas profesoras,
como la señorita Hunting, permitían que se entablaran debates, pero en
general las chicas tenían que sentarse en sus pupitres y quedarse en silencio.
Justina nunca pensó que alguno de los profesores pudiera sugerir ni por lo
más remoto salir a la calle para tener clase.
La explanada de la entrada principal era una especie de círculo de césped
que se cortaba todos los días, y en el centro había un magnífico árbol que
extendía sus ramas alrededor. Justina dio por hecho que aquel era el roble.
Las chicas se pusieron a la sombra y esperaron en silencio hasta que llegó el
señor Davenport.
—¿A qué estáis esperando? —preguntó el profesor de Arte—. ¡Dibujad!
—¿Qué dibujamos? —preguntó alguien.

Página 29
—El árbol —contestó el señor Davenport—. O el colegio, o las flores, o
las pocilgas de los cerdos. Simplemente, dibujad lo que tengáis delante.
Tumbaos en la hierba si queréis y dibujad las formas de las hojas recortadas
contra el cielo. Ved la belleza en la naturaleza.
—¿Y si la hierba está húmeda?
—Entonces os mojaréis —dijo el señor Davenport.
En realidad, era un precioso día de otoño, cálido, con una ligera brisa que
llegaba ondulando por los trigales y los campos que había detrás del edificio.
Entusiasmada y atrevida, Justina se tumbó de espaldas bajo las ramas del
roble y miró arriba. El cielo estaba azulísimo y las hojas parecían traslúcidas,
con los bordes rizados y nítidos. Empezó a dibujarlas, pero a veces le
aparecían puntitos negros en la vista. Se percató de que había alguien
tumbado a su lado y pensó que sería Stella, pero cuando volvió la cabeza,
descubrió que era Letitia.
—Esto es una tontería —dijo—. Voy a dibujar un cerdo volando.
Justina se incorporó y se sentó. Stella se encontraba un par de metros más
allá, dibujando el caserón del colegio. Eva, a la que le encantaba el arte,
estaba también tumbada en la hierba, dibujando apasionadamente. Rose dio
un alarido y dijo que un caracol la había mordido. A Nora se le cayeron las
gafas. El señor Davenport estaba sentado, apoyado contra el tronco del árbol,
con los ojos cerrados.
—Mi árbol no parece un árbol —dijo Alicia.
—El arte consiste en experimentar con la realidad —dijo el señor
Davenport, sin abrir los ojos.
—¿Y si vemos un fantasma? —preguntó Nora—. ¿Podemos dibujarlo?
—Por supuesto —admitió el señor Davenport—. Solo un necio
descartaría la existencia de los fantasmas.
Justina no creía en los fantasmas. Por experiencia sabía que los vivos eran
más peligrosos y aterradores que los muertos. ¿Eso significaba que era una
necia? Pensó que no valía la pena preguntarlo y siguió concentrada en su
dibujo. Resultaba muy frustrante. Sabía lo que quería dibujar, pero no parecía
que fuera capaz de conseguir que su lápiz hiciera lo que ella pretendía.
Después de unos veinte minutos, el señor Davenport se puso en pie y dijo:
—A clase. —Y se dirigió al edificio del colegio a grandes zancadas, sin
preocuparse de comprobar si las chicas iban tras él.
Ya en el estudio, el señor Davenport recogió todos los dibujos y los
observó en silencio.

Página 30
—¿De quién es esto? —preguntó al final. Sostuvo en alto un dibujo del
colegio, muy grande y llamativo, que ocupaba toda la hoja.
—Es mío, señorita —dijo Eva.
Todas las chicas empezaron a reírse por lo bajo.
—No es necesario que me llame «señorita» —dijo el señor Davenport—.
Creo que «señor» será suficiente. ¿Cómo te llamas?
—Eva, señorita. Señor.
—Tienes talento, Eva —dijo el señor Davenport—. Disfrutaré
enseñándote.
Fue repasando el resto de los cuadernos sin hacer más comentarios.
Luego, se los devolvió uno por uno. Cuando llegó el turno de Justina le dijo:
—Prometedor, pero relájate un poco. No seas demasiado exigente contigo
misma.
Y a Letitia:
—El cerdo está desproporcionado. Es casi tan grande como la casa.
Y luego, dirigiéndose a la clase en general, añadió:
—Quedaos con los cuadernos y dibujad siempre que os apetezca y
siempre que podáis. Dibujad caras, fruta, ojos y manos. Dibujad cualquier
cosa que tenga una textura o una forma interesante. Dibujad cosas hermosas y
cosas horribles. Fin de la clase.
Y volvió a esconderse tras el caballete. Justina le echó una última mirada
cuando salía del aula. Daba la impresión de que el profesor había empezado a
dibujar a Irene, pero se había distraído con la pared revestida en madera que
tenía detrás. Desde luego, había más cosas interesantes en la talla de la
madera que en la cara de Irene, que era un borrón raro en el que solo se veían
unas gafas.

Justina consiguió sentarse al lado de Stella a la hora de la comida, que era tan
asquerosa como siempre. Su amiga parecía un poco taciturna, pero sonrió
cuando Nora empezó a imitar al señor Davenport. Justina buscó a Dorothy
con la mirada por todo el comedor, porque a veces ayudaba a retirar los
platos, pero no había ni rastro de su amiga. Justina sintió que necesitaba su
opinión sobre Letitia, sobre el señor Davenport y, bueno, sobre todo, en
realidad.
Después de las emociones de la mañana, la clase de Latín resultó bastante
aburrida. Tuvieron que traducir un fragmento de su manual y Justina sintió

Página 31
que no podía concentrarse. Cuando cerró los ojos, pudo ver la forma de las
hojas del roble.
Tras el recreo, las chicas salieron en tropel hacia el gimnasio, donde las
esperaba la señorita Heron, pero, para disgusto de Justina, les dijo que se
cambiaran y se pusieran el equipamiento y cogieran el palo de lacrosse.
Aunque fuera con una profesora tan agradable, Justina no podía soportar ese
deporte. Nunca era capaz de atrapar la bola en la red, ni mantenerla allí
—«acunarla», era como lo llamaban—, así que las chicas acababan por dejar
de pasarle la pelota. Justina iba corriendo por el lateral del campo, pensando
en su padre y en qué estaría trabajando en el despacho, y en su amigo Peter,
que estaría en el conservatorio, y en los paseos otoñales por Hyde Park con
mamá, cuando cogían castañas y hojas caídas, y luego volvían a casa para
tomar un chocolate con galletas.
—¡Justina!
Vio que la pelota iba a toda velocidad hacia ella. Quiso golpearla con
fuerza, pero falló y le dio en toda la cara. Alguien empezó a reírse. Escuchó a
la señorita Heron preguntarle si se encontraba bien.
—Estoy bien, gracias… —Justina se puso en pie tambaleándose,
intentando dar la impresión de que no se tropezaba, sino que estaba
intentando saltar por encima de un charco de barro.
—Ánimo —le dijo la señorita Heron—. Los entrenamientos de campo a
través empezarán pronto.
—Ojalá… —dijo Justina.
En el otro extremo del campo, Rose volvió a marcar.

Cuando las chicas terminaron de ducharse y se cambiaron, Justina escuchó a


algunas de ellas elogiar a Letitia:
—¡Menudo talento!
—No me puedo creer que no hayas jugado nunca.
—No parece muy difícil —contestó, encogiéndose de hombros.
—A Justina le parece dificilísimo —dijo Rose—. ¿A que sí?
—Muy difícil —confirmó Justina. «Las preguntas hostiles hay que
contestarlas siempre breve y sinceramente». Eso era lo que decía su padre
siempre.
En cualquier caso, Justina no quería hacer el camino de vuelta al colegio
mientras todas hablaban de lo bien que habían jugado Rose y Letitia, así que
prefirió dar un rodeo y Stella le hizo compañía. Allí estaba la torre, solitaria,

Página 32
rodeada de árboles. Aunque Justina no creía que estuviera embrujada, había
tenido algunas experiencias desagradables en aquel siniestro edificio. Dieron
un rodeo y, cuando pasaban por la arboleda, vieron a la señorita Morris, la
profesora de mates, paseando a su perro alsaciano, Sabre. El perro vio a
Justina y movió el rabo con alegría; eran viejos amigos, pero estaba
demasiado bien educado como para ladrar o salir corriendo. Justina y Stella
tomaron el camino que conducía a los jardines vallados de la cocina y, cuando
ya estaban cerca, escucharon una voz que les resultó familiar.
—Esa es Helena Bliss —dijo Justina.
Helena estaba en la puerta, hablando con alguien a quien las chicas no
pudieron ver.
—¿Por qué no lleva uniforme? —preguntó Stella.
Helena llevaba un vestido de flores y un sombrerito de paja. Estaba
hablando y riendo tan animada que no las vio pasar. Justina se volvió para ver
con quién estaba charlando y pudo adivinar a un hombre que estaba cavando
en los parterres de verduras. Justina no le pudo ver la cara, pero era muy
joven y tenía el pelo castaño claro.
—¿Hay un jardinero nuevo? —le preguntó Justina a Stella.
—Supongo. No lo había visto.
Las risas de Helena se escucharon de nuevo por todo el colegio.
—No cambiará nunca.

Página 33
Tras la comida, Justina pudo ver a Dorothy por primera vez. Llevaba una
bandeja de platos sucios, así que Justina no pudo darle un abrazo, pero se
quedaron quietas, de pie, y se sonrieron en el pequeño pasadizo que iba desde
los fregaderos a las cocinas.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Justina—. He estado
buscándote por todas partes.
—Trabajando —dijo Dorothy, con una mueca—. Limpiando, quitando el
polvo, fregando…
Justina se sintió algo avergonzada. Con demasiada frecuencia olvidaba
que Dorothy no era otra alumna más, y que su trabajo en Highbury House era
limpiar lo que ensuciaban Justina y sus amigas. Durante las vacaciones de
verano, Dorothy había ido a visitarla a Londres, y allí habían sido amigas e
iguales: habían ido a pasear en barca por el lago que se llama Serpentine, en
Hyde Park, al teatro en el West End, habían escuchado la radio por la
noche… Pero en ese momento, en el colegio, Dorothy tenía que ocuparse de
fregar los platos, y Justina debía hacer los deberes.
—¿Puedo ir a verte esta noche? —le preguntó Justina—. Así me lo
cuentas todo. Y también cómo está tu familia. —Dorothy tenía tres hermanas
y dos hermanos. A Justina, que era hija única, le encantaba saber de todos
ellos.
—No hay muchas novedades —confesó Dorothy—. Tommy ha aprendido
a andar y John ha dejado la escuela. —Tommy era el más pequeño y John

Página 34
tenía trece años, la edad de Justina.
—A lo mejor puedo ir a tu casa algún día —dijo Justina—. La señorita
De Vere ya me dejó una vez.
—¡Ojalá! —La cara de Dorothy se iluminó—. Y, sí, ven a mi habitación
esta noche. A medianoche.
—¡Siempre dices a medianoche! —exclamó Justina entre risas—. Es muy
difícil mantenerse despierta. Iré a las diez y media, o en cuanto todas estén
dormidas.
Pareció como si Dorothy quisiera discutir —le encantaban los encuentros
a medianoche—, pero la cocinera empezó a gritar su nombre y solo pudo
decir:
—¡Te veo luego! —Y salió corriendo hacia la cocina.

Parecía que las Lechuzas iban a tardar una eternidad en irse a dormir. Primero
Eva y Nora estuvieron cuchicheando, y luego, cuando Rose les dijo que se
callaran, Letitia empezó a roncar de mentira, y Eva se echó a reír y, al final,
acabó con hipo.
Al final, sin embargo, los hipos de Eva se convirtieron en los leves
chillidos que siempre emitía cuando dormía. En la cama de al lado de Justina,
Stella respiraba rítmica y profundamente. Justina miró su reloj, que había
guardado debajo de la almohada, junto con su linterna. Las diez en punto.
Esperaría hasta que fueran las diez y media, y luego subiría a las buhardillas
para ver a Dorothy.
Por regla general, Justina conseguía mantenerse despierta recitando un
listado de los juicios por asesinato. «El rey y el pueblo de Inglaterra contra
Stanley; el rey y el pueblo de Inglaterra contra West; el rey y el pueblo de
Inglaterra contra Hamilton; el rey y el pueblo de Inglaterra contra Pewsey; el
rey y el pueblo de Inglaterra contra…».
El problema era que Justina estaba muy cansada tras aquel primer día en
el colegio. Le dolía el brazo después del fallo estrepitoso en el partido de
lacrosse y todo el cuerpo le pesaba como si fuera de plomo. Cuando cerraba
los ojos, era como si cayera en un profundo pozo de sueño. Tenía que
esforzarse mucho para mantenerlos abiertos.
«El rey y el pueblo de Inglaterra contra Williams; el rey y el pueblo de
Inglaterra contra Hughes; el rey y el pueblo de Inglaterra contra Bayliss y
Bayliss; el rey y el pueblo de Inglaterra contra Peruzzi; el rey y el pueblo de
Inglaterra contra…».

Página 35
Escuchó un ronquido, abrió los ojos, y se dio cuenta de que quien había
roncado era ella misma. Miró el reloj. Las diez y veinte. Tenía que levantarse
enseguida o se quedaría dormida del todo.
Se levantó sin hacer ruido y, con la habilidad de quien tiene mucha
experiencia, cruzó el dormitorio sin pisar ninguna de las tablas que crujían.
Abrió la puerta muy despacio. Rose protestó algo en sueños, pero no se
despertó cuando Justina se escabulló hacia el pasillo. En la galería también
tenía que evitar las tablas de la tarima que crujían, pero a esas alturas ya
conocía bien el camino. Se detuvo ante la puerta de color verde musgo que
había junto a la habitación de la celadora —las dos últimas ocupantes habían
tenido la costumbre de andar rondando por el colegio durante la noche—,
pero todo estaba en silencio. Justina empujó la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
Alguien había dicho aquello en voz baja, pero Justina dio tal brinco que le
pareció que había saltado veinte metros. Cuando se volvió, vio a Letitia
sonriendo.
—¿Por qué me estás siguiendo? —le susurró.
—Quería ver dónde ibas. Tiene que haber algún misterio, o no habrías
esperado a que todo el mundo se durmiera.
—No hay ningún misterio —bufó Justina—. Solo voy a ver a Dorothy,
una de las criadas. Es mi amiga y es muy difícil hablar con ella durante el día.
—Genial —dijo Letitia—. Iré contigo.
—¡No! —gritó Justina espantada.
—Sí. —Letitia sonreía, y sus dientes resplandecían en la oscuridad.
—Tú no conoces a Dorothy —dijo, casi desesperada. Y le pareció
completamente estúpido estar teniendo una discusión a esas horas a un par de
metros de las dependencias de la celadora.
—Bueno, es una buena oportunidad para conocerla —dijo Letitia.
Justina dio media vuelta y avanzó. Esperaba que Letitia, a pesar de su
audacia, no fuera lo bastante valiente como para ir tras ella, pero cuando
cruzó el rellano y empezó a subir las escaleras hacia las buhardillas, pudo
escuchar los pasos de la otra chica tras ella.
Dorothy abrió la puerta en cuanto escuchó las pisadas.
—¡Justina, qué pronto vienes…! Oh… —Y se quedó mirando a Letitia.
—Ella es Letitia —contó Justina—. Yo no la he traído. Se ha empeñado
en seguirme. —Ya estaba harta de intentar ser amable con ella.
—Hola —dijo Letitia—. Tú debes de ser Dorothy. ¿Podemos pasar?

Página 36
Dorothy se hizo a un lado para dejarlas entrar. Letitia echó un vistazo a la
habitación con verdadera curiosidad; Justina ya estaba acostumbrada a aquel
lugar. La cama de Dorothy, con su colcha de patchwork, le resultaba casi
acogedora. Ni siquiera se fijó en el suelo sin tarima, ni en el ventanuco sin
cortinas. Ni siquiera notó que hacía mucho frío.
—¿De verdad duermes aquí? —preguntó Letitia—. Es horrible.
—No está tan mal… —dijo Dorothy, un poco ofendida—. Y tengo toda la
habitación para mí sola.
—Es un poco espeluznante —continuó Letitia—. Pero sería un lugar
estupendo para esconderse. Nadie te buscaría aquí. ¿No hay más criadas?
—Ada viene del pueblo. Antes había otra, Mary. Pero…
—Pero ¿qué? —preguntó Letitia.
—Murió —dijo Dorothy. Intercambió algunas miradas con Justina.
—¿Qué le pasó? —quiso saber Letitia.
—Es una larga historia —la cortó Justina.
—Era un misterio —dijo Dorothy—, pero lo resolvimos.
Letitia se sentó en la cama de Dorothy.
—¿Y tenéis misterios para este trimestre?
Justina estaba enfadadísima. Los misterios eran asunto suyo, suyo y de
Dorothy. Y de Stella también, aunque daba la impresión de que su amiga no
los disfrutaba tanto. Y ahora ahí estaba Letitia: una recién llegada que quería
colarse en la cuadrilla. ¡Y se sentaba en la cama de Dorothy como si fueran
amigas de toda la vida!
—No hay misterios ni nada —dijo.
—¡Oh, vamos! —exclamó Letitia—. Tu padre es abogado criminalista, y
tu madre escribía historias de detectives. Seguro que tienes algo.
Justina recordó que el padre de Letitia había mencionado el nombre del
suyo. Evidentemente, también conocía a su madre, pero eso no significaba
que la chica nueva tuviera que caerle mejor.
—No pasa nada —dijo—. Suele haber misterios cuando se presenta un
nuevo miembro del personal o una nueva celadora. Pero este trimestre todo el
mundo parece bastante aburrido.
—Excepto el señor Davenport —contestó Letitia—. No me parece nada
aburrido. Está un poco pirado, qué quieres que te diga.
—¿Es el profesor de Arte? —preguntó Dorothy—. Me pareció un hombre
muy agradable. Me dio las gracias por limpiar el estudio. La mayoría de los
profesores ni se dan cuenta de que las criadas existimos.

Página 37
—Está bien… —dijo Justina—. Puede que todas las chicas empiecen a
adorarlo a él en vez de a monsieur Pierre… —De repente se detuvo, porque
recordó algo—. Dorothy, ¿hay un jardinero nuevo?
—Ah —exclamó Dorothy—. ¿Te refieres a Ted? Vive en el pueblo. ¿Por
qué lo dices?
—Vi a Helena hablando con él —contestó—. Meneando la melena y
coqueteando como una loca.
—¿Esa no es la delegada principal? —preguntó Letitia—. Me pareció una
chica horrible.
Desde luego, era lo mismo que pensaba Justina, pero se sintió
extrañamente ofendida cuando Letitia lo dijo. Casi estuvo a punto de defender
a Helena.
—¿Y qué piensas de la nueva celadora? —le preguntó a Dorothy.
Pero Dorothy tenía la cabeza ladeada, escuchando con atención. Entonces
Justina también lo pudo oír.
Pisadas. Se acercaban.

Página 38
Justina se acercó de puntillas a la puerta. Mediante gestos, les dijo a las otras
dos que permanecieran en silencio, y se agachó para mirar por debajo de la
puerta, porque esta tenía un hueco grande por donde se colaban las corrientes
de aire. Pudo ver unos zapatos verdes de tacón de aguja que se acercaban. Se
detuvieron ante la puerta de Dorothy durante un tiempo que les pareció un
siglo y luego, afortunadamente, continuaron por la galería. Justina pudo oír
cómo se abría una puerta y luego se cerraba. Y después, silencio.
—¿Quién era? —susurró Letitia.
—La señorita De Vere —dijo Justina. Había reconocido aquellos zapatos.
—¿Qué está haciendo aquí arriba? —preguntó Dorothy—. Esta galería
solo lleva al torreón norte, y está vacío.
—No lo sé… —dijo Justina—. Pero voy a averiguarlo.
En alguna ocasión, tiempo atrás, había oído voces en el torreón norte y, al
final, había resultado que era la señorita De Vere enviando mensajes de radio.
¿Sería eso lo que estaba haciendo también en esa ocasión? Y, si era así, ¿por
qué lo hacía en mitad de la noche?
—Iré contigo —dijo Letitia.
—Yo también —añadió Dorothy.
—No —dijo Justina—. Las tres haríamos mucho ruido.
Estaba más bien pensando en proteger a Dorothy. Si la pillaban a ella,
tendría un problema; pero si pillaban a Dorothy, podía perder el trabajo.
Aunque, por la cara de su amiga, Justina entendió que se había sentido

Página 39
ofendida; pensaba que Justina prefería que fuera Letitia y no ella. Bueno, no
había tiempo de dar explicaciones en ese momento.
Justina avanzó sigilosa por el pasadizo; Letitia iba justo detrás de ella.
Pudieron oír dos voces procedentes del torreón. La señorita De Vere debía de
estar utilizando una transmisión de radio para hablar con alguien. Su padre se
lo había explicado en una ocasión: ella no lo había entendido bien del todo,
pero sabía que un italiano llamado Guglielmo Marconi había inventado una
manera de comunicarse mediante ondas de radio. Ese invento fue el que había
salvado a mucha gente a bordo del Titanic, que se había hundido doce años
antes de que naciera Justina.
¿Con quién estaría hablando la señorita De Vere? Parecía un hombre.
Justina se acercó un poco más y escuchó cómo la señorita De Vere decía:
—La situación ya es desesperada. Temo lo que pueda llegar a hacernos.
Por la voz, la señorita De Vere parecía aterrorizada. Aquello hizo que
Justina también se sintiera aterrorizada.
—Ese hombre ya no puede hacerte daño —dijo la voz masculina—, y
sobre todo porque…
—¡Justina Jones!
Justina se dio media vuelta y se encontró cara a cara con la señorita
Macintosh, la nueva celadora. Letitia hizo una mueca de burla, a espaldas de
la celadora, y Justina no pudo evitar una sonrisa.
—¿De qué te ríes? —preguntó la celadora—. Esto no tiene ninguna
gracia, te lo aseguro. Tú y Letitia: venid a darme explicaciones mañana antes
de desayunar. Y ahora, a la cama de inmediato.
Ambas caminaron deprisa por el pasillo. La puerta de Dorothy estaba
cerrada y ya no se escuchaba nada en el torreón.

—Dos faltas y escribir cien veces: «No debo salir del dormitorio por la
noche» —dijo Justina cuando se reunió con el resto de las Lechuzas en la
mesa del desayuno.
—Yo voy a escribir: «Yo debo salir del dormitorio por la noche» —dijo
Letitia—. Nadie se va a dar cuenta.
La celadora aún seguía furiosa cuando Justina y Letitia se presentaron en
su despacho aquella mañana. Les preguntó qué habían estado haciendo, pero,
antes de que Justina pudiera contestar, Letitia había dicho:
—Fue culpa mía. Aposté con ella a que no se atrevía a subir al torreón
norte cuando se apagaran todas las luces.

Página 40
—Está estrictamente prohibido salir del dormitorio por la noche —les
había dicho la celadora—. Justina, me has decepcionado mucho. Estás ya en
tercer año: deberías tener más conocimiento. Y, además, creo que también
eres la delegada del curso. Justo por eso deberías dar ejemplo. Las apuestas y
los retos son asuntos muy peligrosos. Justina, te pondré dos faltas; y a ti,
Letitia, una, solo porque eres nueva. Como yo. —Y luego le había dedicado
una amable sonrisa.
—De acuerdo —dijo Letitia tranquilamente—. A mí también me debería
poner dos faltas.
—Muy bien —le había contestado la celadora, frunciendo los labios con
disgusto.
Ahora, en el desayuno, Letitia contaba a sus compañeras el resto de la
historia.
—Estuvo muy divertido —dijo—. Justina y yo decidimos ir a ver a
Dorothy. Me encanta Dorothy. Entonces escuchamos unas voces en el torreón
norte y decidimos investigar. La celadora nos pilló con las orejas en la puerta.
—¡Qué emocionante! —dijo Eva—. Letitia, eres tan valiente como
Justina, y ella es la persona más valiente del mundo.
—¿No os dieron miedo los fantasmas? —preguntó Nora—. Espera que te
cuente la historia de la torre embrujada.
—No tengo miedo si cuento con Justina como compañera en la
investigación criminal —dijo Letitia.
—Bueno, creo que eso fue una tontería… —murmuró Rose.
—Yo también —añadió Stella.
—¡Stella! —exclamó Justina, mirando asombrada a su amiga.
—Fue realmente estúpido —insistió Stella—. Podríais haber metido a
Dorothy en un buen lío.
—A ella no le pasó nada —dijo Justina—. La celadora no la vio. Ya verás
cuando te cuente lo de las voces que escuché…
—No me interesa —cortó Stella—. Me voy a la sala a hacer los deberes.
—Y se levantó, cogió su plato de gachas a medio comer, lo dejó en el carrito
y se fue del comedor.
Las Lechuzas se quedaron atónitas y en silencio. Stella era la chica más
tranquila de todas, la única que nunca perdía los nervios. Y ahora se había
largado enfadadísima antes de que el desayuno hubiera acabado.
Justina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. No quería que
Letitia fuera su compañera de investigación detectivesca. Necesitaba hablar

Página 41
con Stella, decirle que había reconocido la voz del hombre con el que estaba
hablando la directora en el torreón.
Era su padre.

Página 42
Stella no le dirigió la palabra a Justina en todo el día. En realidad no estaba lo
que se dice ignorándola: lo único que hizo fue ocuparse de hablar con
cualquier otra compañera en la fila para desayunar, en el recreo o en la
comida. Justina y Stella se sentaban juntas en la mayoría de las clases, pero en
clase no se podía hablar. Cuando Justina le hacía una pregunta, Stella le
contestaba con educación y volvía a su tarea. Justina descubrió entonces que
no hay nada más solitario que sentarse al lado de una amiga que actúa como si
fuera una desconocida.
Después de comer tenían Arte, y todas subieron en tropel al estudio. Stella
iba de las primeras, con Irene, así que Justina se quedó atrás con Letitia.
Había intentado guardar las distancias con Letitia durante todo el día: no
quería que Stella pensara que de repente era su mejor amiga; pero ahora se
sentía tan mal que casi agradecía una palabra amistosa de cualquiera.
—Me pregunto qué tontería nos tendrá reservada el señor Davenport para
hoy —dijo Letitia.
—Seguramente nos hará dibujar arañas y tijeretas —dijo Justina—.
Tendremos que ver la belleza en la naturaleza y todo eso. —Letitia se rio más
de lo que merecía el chiste y Stella se giró para mirarlas. Luego le susurró
algo a Irene, que dejó escapar unas risillas maliciosas.
El señor Davenport estaba sentado tras su caballete. Como siempre,
ignoró a las chicas hasta que todas se sentaron; luego levantó la mirada y dijo:
—Dibujadme.

Página 43
Las chicas lo miraron atónitas.
—Dibujadme —repitió el señor Davenport—. Tenéis que acostumbraros a
dibujar caras. Recordad: los ojos están en la cara más abajo de lo que creéis.
No intentéis halagarme, aunque habrá un premio especial para la persona que
me dibuje más guapo.
No sonrió, así que las chicas no sabían si aquello había sido una broma o
no.
Justina encontró de lo más desconcertante intentar dibujar a una persona
de verdad. El señor Davenport estaba sentado en una silla, frente a ellas, y
tenía la mirada perdida en la distancia. Justina empezó por el pelo, luego se
dio cuenta de que no había dejado espacio suficiente para la cara. Empezó
otra vez desde el principio, haciendo un boceto de la cara primero, pero
entonces los ojos le salieron desiguales y parecía que tenía la nariz torcida
hacia la izquierda. Ya no había tiempo para un tercer intento, porque el señor
Davenport dijo, sin mover apenas los labios:
—Quedan diez minutos.
Justina dibujó la barba, que era puntiaguda, como las que aparecen en los
cuadros de los hombres en la época Tudor. Luego añadió más pelo. El retrato
resultante no se parecía a ningún ser humano que ella hubiera conocido. Los
ojos estaban torcidos, la nariz era estrafalaria y la barba era mucho más negra
que el pelo. Justina, definitivamente, no iba a ganar el premio al retrato «más
favorecedor». Le echó un vistazo al dibujo de Letitia y casi no pudo evitar
una carcajada. Su compañera solo había dibujado un círculo con barba abajo.
En esos momentos estaba añadiendo unos ojos bizcos y una nariz de cerdo.
El señor Davenport fue caminando entre los pupitres, examinando los
cuadernos de dibujo. Cuando llegó a Justina, le dijo:
—Tienes que mirar con más profundidad.
Pasó junto al trabajo de Letitia sin hacer ningún comentario. Luego se
adelantó hasta los primeros pupitres y cogió el dibujo de Eva. Justina suspiró,
porque el dibujo de Eva sí que parecía una persona de verdad: el señor
Davenport, con gran exactitud. Había captado esa expresión ligeramente
divertida del profesor de Arte y ese aire de estar mirando por encima de ellas
como si hubiera algo más interesante en el horizonte.
—Eva —dijo el señor Davenport—, eres la artista del día. Has ganado el
premio.
La chica puso cara de estar emocionadísima, aunque no parecía que fuera
a recibir un premio de verdad.

Página 44
—Los deberes consistirán en dibujaros unas a otras —dijo el señor
Davenport—. Quiero un retrato de cada una de vosotras para la próxima
clase. Fin de la clase.
—¿Puedo dibujarte? —preguntó Letitia.
—Bueno… —accedió Justina. No quería que hicieran de ella el retrato de
un cerdito, pero daba la impresión de que nadie se ofrecería a hacer el retrato
con ella. Stella e Irene ya habían salido del estudio.

En la hora de los deberes, Justina empezó a escribir una carta a su padre. No


sabía si preguntarle si había tenido noticias recientes de la señorita De Vere.
Pero ¿y si la señorita Macintosh leía todas las cartas, como solía hacer alguna
celadora anterior, y luego se lo decía a la directora? Justina pensó en lo que
había escuchado a hurtadillas la noche anterior.
«La situación ya es desesperada. Temo lo que pueda llegar a hacernos».
«Ese hombre ya no puede hacerte daño, y sobre todo porque…».
¿Quién era ese hombre del que hablaban? ¿Y por qué la señorita De Vere
se lo estaba diciendo a su padre? ¿Sería sobre aquel asunto sobre el que la
directora quería hablarle a Herbert Jones el primer día? Había tantas
preguntas en la cabeza de Justina que no sabía cómo ordenarlas en una carta.
Al final, solo escribió:

Querido papá:
Resulta un poco raro estar de nuevo en el colegio. Soy delegada del curso: no
me lo podía creer cuando la señorita De Vere lo anunció. Tenemos una nueva
celadora y parece una mujer encantadora. (Pensó que sería mejor escribir eso,
por si acaso). También tenemos un nuevo profesor de Arte y nos hace pintar
árboles y cosas así. Letitia y yo nos hemos hecho amigas ya sabes, ¡la chica del
caballo! ¿Por qué su padre sabía tu nombre? Estoy deseando verte en
vacaciones. Tengo que hacerte un montón de preguntas

Confiaba en que aquella carta hiciera que su padre sospechara que estaba
ocurriendo algo. Escribió unas pocas líneas más sobre la escuela y añadió una
posdata:

«¿Puedes enviarme una “caja de contrabando”?».

Página 45
Luego metió la carta en un sobre. Al otro lado de la sala vio a Stella haciendo
los deberes de Latín. Estaba compartiendo el diccionario con Irene. Rose y
Alicia cuchicheaban mientras Letitia leía un tebeo oculto en las páginas de su
manual de historia, y Eva estaba dibujando.
—¡Justina! —susurró alguien. Esperaba que fuera Stella, pero, para su
sorpresa, Rose estaba inclinada sobre su mesa y le mostraba una página
arrancada de una revista—. La mater me ha enviado esto —dijo—. Al parecer
salió en la revista Metropolitan hace unos meses. —«La mater» era la manera
que tenía Rose de llamar a su madre. Era el tipo de persona que leería una
revista llamada Metropolitan.
El artículo tenía una foto de una mujer con un sombrero enorme y un
hombre con pajarita.
«La honorable Letitia Blackstock —leyó Justina—, hija de lord y lady
Blackstock (véase fotografía arriba) va a ingresar en el internado de Highbury
House para Señoritas de Buena Familia el próximo curso. El colegio, cuya
directora es la señorita Dolores de Vere, autora de varios libros sobre Jane
Austen, es una institución exclusiva de la costa de Kent».
«¿Exclusiva? —pensó Justina—. Bueno, es una manera de decirlo».
—¡Imagínate: Letitia es noble! —susurró Rose. Parecía impresionada.
Puede que ahora Rose intentara convertirse en la mejor amiga de Letitia. Al
menos eso liberaría un poco a Justina.
—Imagínate —murmuró la chica.
—Rose, Justina —dijo Helena Bliss, que estaba vigilando la clase de
deberes y haciendo los suyos mientras leía la Revista de Cine—. No habléis.
Justina, ¿tú no tenías que copiar cien veces algo?
Justina suspiró y empezó a escribir.

No debo salir del dormitorio por la noche.


No debo salir del dormitorio por la noche.
No debo salir del dormitorio por la noche

Aquella noche, Justina escribió en su diario:

Cosas que hacer


1. Volver a ser amiga de Stella.
2. Averiguar de qué estaban hablando papá y la señorita DV.
3. Aprender a dibujar a personas.

Página 46
La tarea número 1 era, con mucho, la más importante.

Página 47
Justina se levantó decidida a empezar el día con un espíritu positivo.
—Buenos días, Stella —saludó, mirando por encima del biombo que
separaba sus camas—. Hace un día precioso.
—Ah, ¿sí? —dijo. Pero entonces sonrió y pareció más la Stella de
siempre.
—Esta tarde es el club de atletismo campo a través —dijo Justina—. ¿Te
apetece venir?
—Sí —dijo Stella—, pero hace semanas que no corro. Seguramente me
desmayaré antes de que llegue al final del terreno de juego.
Ambas rieron y el día —que en realidad era gris y nuboso— de repente
pareció más luminoso. Entonces Letitia, desde su cama junto a la ventana,
preguntó:
—¿Puedo unirme al club de campo a través? Haré cualquier cosa con tal
de salir de esta pocilga un rato.
La sonrisa de Stella desapareció.
—Tendrás que preguntarle a la señorita Heron —dijo. Y cogió su neceser
y se encaminó al baño.
Después de aquello, Stella volvió a refugiarse en su caparazón. Cuando
las Lechuzas bajaron en tropel a desayunar, Justina se quedó en la retaguardia
del grupo para evitar a Letitia. En el pasillo del comedor tuvo la suerte de ver
a Dorothy, que salía de la cocina con una jarra de leche.

Página 48
—¡Dorothy! ¡Ayer no te vi! Tenemos que hablar sobre las voces en el
torreón norte.
Pero la voz de Dorothy sonaba gélida.
—¿Sí? Pensé que para hablar ya te bastaba con Letitia.
—¡Dorothy! —La injusticia de aquella acusación casi consiguió que
Justina se desmayara. Se apoyó contra la pared—. ¡Yo no le pedí a Letitia que
viniera! ¡Me siguió!
—Me dijiste que esperara en la habitación —dijo Dorothy.
—Porque no quería que te metieras en líos.
—Eso nunca te había importado. Siempre hemos hecho las cosas juntas.
Pero ya veo que ahora tienes a Letitia.
—No, Dorothy… —Justina ya no sabía qué decir, cosa que casi nunca le
pasaba. Mientras tartamudeaba una respuesta, su amiga continuó su camino
hacia el comedor.
Justina la siguió un poco después, y se encontró con el saludo de Helena
Bliss, que llevaba un plato con una minúscula rebanada de pan.
—Te llevas una falta por llegar tarde al desayuno, Justina.
Otra falta. A ese paso llegaría a diez antes del fin de semana. El dormi con
menos faltas al final del trimestre conseguía un premio. Las Lechuzas nunca
lo habían ganado, un hecho por el que Rose —con alguna razón— siempre
había culpado a Justina.
Pero, cuando llegó a su sitio, todos los problemas de Justina se
desvanecieron. ¡Tenía carta de su padre! Solo habían pasado tres días y ya le
había escrito. Rasgó el sobre y…

Querida Justina:
Lamento tener que darte malas noticias. Tengo un juicio importante dentro de
poco y me acabo de enterar de que coincide con el día libre que tenéis a mitad
del trimestre. Lo siento muchísimo. Sabes que lo cambiaría si pudiera, pero los
jueces no se caracterizan precisamente por su flexibilidad. ¿Podrías ir con Stella
y su familia? Te envío muchísimos besos y abrazos, y una caja enorme «de
contrabando».
Papá

Justina supo que no se podía quedar en el comedor ni un segundo más, con


todas las Lechuzas mirándola y todo el ajetreo de los platos y cubiertos a su
alrededor. Tenía que levantarse e irse de allí corriendo. El gran vestíbulo
estaba desierto, las armaduras parecían dispuestas a defenderla… o a atacarla.

Página 49
¿Dónde ir? ¿A la sala común? Por allí siempre pasaba alguien molestando
antes de las clases, en busca de algún libro perdido. ¿Al dormi? Los
dormitorios estaban vetados durante el día y no quería que le pusieran otra
falta. Miró desesperada las puertas de la calle. Estaban cerradas con llave,
pero la puerta lateral pequeña estaba abierta. De repente, Justina deseó salir al
exterior, alejarse de los opresivos muros de Highbury House donde todo el
mundo —o eso le parecía— estaba decidido a malinterpretar cualquier cosa
que hiciera o dijera. Justina cruzó corriendo el vestíbulo y salió por la puerta.
El gran roble de la entrada había dejado caer muchas más hojas, y el
césped había adquirido tonos rojizos y dorados. Justina corrió junto al
edificio, pasó las pocilgas y luego el nevero. A través de la niebla matinal
pudo ver la torre, rodeada de árboles. Durante unos instantes estuvo tentada
de ir a esconderse allí. Seguramente nadie la buscaría en la torre embrujada.
Pero luego recordó la historia de fantasmas que contaba Nora: «En la torre,
nadie va a escuchar tus gritos». Necesitaba encontrar un lugar más cercano y
menos aterrador en el que esconderse.
Un poco más allá del jardín de la cocina había un edificio de madera
conocido como el viejo granero. Justina nunca había visto que nadie pasara
por allí, pero dio por hecho que lo utilizaban para guardar los utensilios
jardineros y el heno para los cerdos. Uno de los portones de tablas estaba
ligeramente abierto. Justina se metió ahí dentro, en la húmeda oscuridad, y se
tumbó en una bala de heno para llorar.
Ya había llegado a los sollozos y al hipo cuando la puerta se abrió y una
voz de hombre dijo:
—¿Quién anda ahí?
Justina se incorporó.
—Yo —dijo, como una tonta.
El hombre se acercó. Era el nuevo jardinero. ¿Cómo lo había llamado
Dorothy? ¿Ted? Llevaba una azada y una canasta llena de patatas.
—Será mejor que vuelva al colegio, señorita —dijo Ted. Su voz sonó
amable y afectuosa—. Van a empezar las clases.
Justina se puso en pie y se frotó los ojos. Llevaba briznas de heno en la
falda marrón y se las sacudió mientras intentaba controlar la respiración. Ted
se quedó mirándola un momento y luego dijo:
—Cuando las cosas me van mal, señorita, yo siempre me digo: «Mañana
todo mejorará». Algo ayuda. Inténtelo.
—Gracias. —Se sentía ahora un poco avergonzada. Pasó junto al
jardinero y empezó a caminar de regreso al edificio principal. ¿Se habría

Página 50
preocupado Stella por su ausencia? ¿Estaría buscándola por los alrededores?
Pero cuando Justina se estaba acercando al caserón, vio a otra persona que la
estaba esperando.
—Justina… —dijo Letitia—. ¿Qué pasa?
Justina se lo contó.
—No te preocupes —dijo Letitia, cogiéndole las manos—. Puedes venir
conmigo y mi familia ese día libre. Vivimos muy cerca de aquí, así que
podemos ir a pasar el día a mi casa. Y puedes montar a Nube si quieres.
Justina pensó en aquel aterrador caballo encabritándose y en pasar el día
en casa de lord y lady Blackstock, en vez de pasar el día con la ruidosa y
alborotada familia de Stella. Pero le agradeció el consuelo a su compañera y
le dolió que Stella no hubiera ido a buscarla.
Así que, de repente, se vio aceptando la proposición de Letitia.

Página 51
—¿De verdad vas a ir a casa de Letitia en vacaciones?
Estaban en el recreo, y se suponía que las chicas debían estar dando
vueltas por el patio, pero Justina y Stella se escabulleron y se metieron de
nuevo en el colegio. Estaban junto al radiador: un aparato redondo y metálico
que solo se calentaba a medias, pero eso era mejor que nada.
—Bueno, me lo pidió… —dijo Justina. Se sentía bastante incómoda con
todo aquel asunto. Las Lechuzas, que habían visto a Justina salir corriendo del
comedor, estaban siendo sospechosamente amables con ella. La voz de Stella
sonaba muy cariñosa, pero Justina creía que ella también debía de estar
bastante ofendida por la decisión que había tomado.
—Podrías haber venido conmigo. Sabes que podrías haber venido
conmigo. Mi padre tiene un coche nuevo. Vamos a ir a pasar el día a Rye.
«Pero tú no me preguntaste», pensó Justina. Había sido Letitia quien había
salido a buscarla.
—Ahora ya no puedo decir que no —murmuró.
—Supongo —dijo Stella—. Vas a pasarlo muy bien con ella. Seguro que
podrás montar uno de sus famosos caballos.
Justina sonrió, pero seguía pensando que las palabras de su amiga no eran
del todo amistosas. ¿Cómo iba a arreglar aquello? Estaba segura de que no
podría soportar no ver a su padre y perder a su mejor amiga. Seguía pensando
qué decir cuando llegó Letitia dando saltitos.

Página 52
—¡Hola, Justina! ¡Mira lo que he hecho! —Era una barba falsa de cartón
que se podía colocar colgando de las orejas—. ¿A que me parezco al señor
Davenport? Voy a ponérmela en clase de Arte y vamos a ver qué dice.
Justina no pudo evitar reírse. Letitia tenía un aspecto muy gracioso con
aquella barba puntiaguda… y, extrañamente, se parecía un poco al profesor.
—Es fabuloso —dijo—. ¿A que sí, Stella?
Pero Stella ya se había ido.

Letitia se puso su barba de pega en clase de Arte, pero el señor Davenport


solo dijo: «Un gran adelanto, Letitia», así que la alumna se quitó el cartón de
la cara. Tuvo más éxito en Lengua, donde estornudó cada vez que la señorita
Crane decía «Shakespeare». Al final de la clase, las chicas ya no podían evitar
reírse. Pero Justina miró a Stella y vio que su amiga ni siquiera estaba
sonriendo.
Escribió a su padre para decirle que entendía lo del juicio y que iba a
pasar el día de fiesta con Letitia. Una semana después, le entregaron una
enorme «caja de contrabando» a la hora del desayuno. Las Lechuzas se
volvían locas con el pastel de frutas, los bizcochos, los dulces y las latas de
piña y rodajas de melocotón.
—¿Por qué no hacemos esta noche un loquetúyasabes? —dijo Eva.
—¿Un qué? —preguntó Letitia.
—Un… ¡ya sabes! Una fiesta de eme, e, de, i, a, ene, o… —Entonces,
Eva se detuvo, atascada en la tarea de deletrear «medianoche».
—¿Qué sentido tiene deletrear esa palabra? —dijo Rose—. Todo el
mundo lo entiende.
—¿Qué estaba deletreando? —preguntó Letitia.
—Una fiesta de medianoche —dijo Justina—. Comemos dulces y cosas
ricas por la noche, cuando se supone que todo el mundo está dormido.
—¿Y para qué? —dijo Letitia.
—Es divertido —contestó Rose—. De, i, uve, e, erre, te, i, de, o —
deletreó con precisión.
—Si tú lo dices…

Justina salía del comedor con el paquete que le había enviado su padre cuando
vio que Dorothy entraba para llevarse los platos sucios. Por fin podía hablar
un poco con su amiga.

Página 53
—Mi padre me ha enviado una «caja de contrabando» —dijo—. Acabo de
recogerlo y lo pensaba subir al dormi. —Helena Bliss había hecho una visita
especial a la mesa de las Lechuzas para decirle a Justina que le confiscarían la
caja si no se la llevaba de allí de inmediato.
—Qué bien —dijo Dorothy.
—Mi padre no va a venir el día libre —dijo Justina—. Así que me ha
enviado esto. Para disculparse, supongo.
La mirada de Dorothy mostró un poco de compasión.
—Lo siento —dijo—. ¿Por qué no va a venir?
—Tiene un juicio y no se puede cambiar la fecha.
—Bueno, supongo que ese es su trabajo. De lo contrario no te habría
dejado tirada. —Dorothy sabía y entendía a qué se dedicaba Herbert Jones.
De repente, ese pensamiento consiguió que Justina se sintiera muy cerca de su
amiga.
—¿Qué estás haciendo, Justina? —Era Letitia—. Vas a llegar tarde a
Latín. No es que importe mucho, de todos modos, la señorita Bathurst está
medio muerta. No creo que se dé ni cuenta.
—Estoy hablando con Dorothy —dijo Justina, confiando en que las dejara
en paz.
—¿Por qué no le das alguno de los bizcochos de tu paquete? —la animó
Letitia—. Apuesto a que nunca ha comido cosas tan ricas.
Lo dijo de buena fe, Justina estaba segura, pero Dorothy les lanzó a ambas
una mirada de reproche y se largó a hacer sus tareas en el salón. Justina subió
el paquete al dormitorio resignada.

Aquella noche esperaron a que la celadora hiciera la ronda y luego


desempaquetaron la comida y empezaron el festín. Brindaron por el padre de
Justina con agua de cebada, pero, aunque ella hizo una mueca y dijo
«gracias», no estaba tan contenta como solía cuando era ella quien
proporcionaba las golosinas del festín. Stella la miró de reojo y sonrió como
si entendiera lo que le ocurría.
—Lo verás pronto —le susurró.
Justina esperó a estar metida en la cama antes de comprobar si en la lata
de galletas de Guardias Granaderos había, como siempre, una nota secreta de
su padre.

Querida Justina:

Página 54
Lamento mucho no poder verte en el día libre de mitad de trimestre, pero
espero que lo pases fenomenal con la familia de Letitia. Dicen que la mansión de
Blackstock Hall es magnífica. Cuando nos volvamos a ver contestaré a todas tus
preguntas, lo prometo. Mientras tanto, ten cuidado, aunque busques aventuras.
Veritas et fortitudo.
Te quiere muchísimo,
Papá

«¿Cómo puedes prometerme que vas a contestar a todas mis preguntas —


pensó Justina—, si no sabes cuáles son?». Pero la nota consiguió que se
sintiera un poquito mejor.

Página 55
El día libre solía ser el momento estelar de cada trimestre. Justina marcaba
esos días en su diario, anhelando el momento de volver a ver a su padre. Pero
ahora tenía otro compromiso.
Justina y Stella volvían a ser amigas, aunque algo había cambiado, algo ya
no era igual. Se sentaban juntas en las clases y a la hora de hacer los deberes,
pero ya no hacían las viejas bromas de siempre, y en el recreo se unían a
alguno de los grupos en vez de estar juntas, charlar o cotillear. Justina no
había hablado con Dorothy desde su conversación en el pasillo del comedor.
Le había enviado una nota, pero no había recibido contestación, y, cuando
veía a su amiga por el colegio, limpiando o cargando el carbón para las
chimeneas, Dorothy le esquivaba la mirada.
Pero había alguna cosa emocionante. La obra de teatro del final del
trimestre iba a ser Hansel y Gretel. Justina realizó la audición y se llevó la
alegría —y la sorpresa— de que le asignaran el papel de Hansel. La mala
noticia era que Rose iba a hacer de Gretel. Helena Bliss, que habitualmente se
quedaba con todos los personajes principales, al parecer estaba demasiado
ocupada para participar. Una niña de sexto llamada Chona iba a ser la bruja y
Stella interpretaría a uno de los aldeanos. El club de atletismo campo a través
se mantuvo y Justina descubrió que, cuando corría, olvidaba todos sus
problemas durante un rato. La señorita Heron estaba satisfecha con su
evolución y comentó algo sobre disputar otro campeonato interescolar antes
de Navidad.

Página 56
Cuando por fin llegó el momento del día libre, se presentó un día
espléndido con una ligera brisa.
—Es genial —dijo Letitia, mientras esperaban a los padres en el salón de
actos—. Vamos a poder salir a montar a caballo. —Justina asintió con
desgana. Estaba bastante nerviosa ante la perspectiva de un paseo a caballo.
Justina vio entrar a los padres de Stella, sonriendo y arrastrando a un
montón de niños, como siempre. La madre de Stella le dio un abrazo a
Justina, y ella pensó que ojalá pudiera ir con ellos en el coche nuevo, y no con
Letitia y sus espantosos caballos. Luego apareció la madre de Rose, rubia y
glamurosa, acompañada por su marido, el Diplomático Importante, que al
parecer nunca podía sonreír. A continuación acudieron los padres de Nora: el
padre llevaba las gafas torcidas, igual que su hija. La madre de Eva parloteaba
sin parar. Helena Bliss iba agarrada del brazo de una mujer que parecía de la
misma edad que ella. Las chicas cuyos padres no habían podido ir, como
Chona, cuya familia vivía en Kenia, se dirigieron a la biblioteca y a las salas
comunes. ¿Sería posible que los padres de Letitia no se presentaran? Justina
se animó al imaginar esa posibilidad. Podría pasar la tarde leyendo un libro de
crímenes, tal vez alguno de los que escribía su madre, con la investigadora
Leslie Light. Pero entonces se abrieron las puertas y entró un hombre altísimo
con bigote y monóculo. Se parecía un poco al de la fotografía de la revista
Metropolitan, pero le pareció muy distinto al hombre que había visto a
caballo el primer día del curso.
La señorita De Vere se apresuró a saludarlos.
—¡Qué placer volver a verle, lord Blackstock! —Justina nunca había visto
a la directora tan nerviosa y aduladora.
—Buenas tardes, señorita De Vere —respondió lord Blackstock—. Ah,
Letitia, estás aquí. Vamos, Andrews nos está esperando fuera con el Rolls.
—Ella es Justina —dijo Letitia—. Viene con nosotros.
Justina se sintió muy incómoda. Había dado por hecho que Letitia habría
escrito a sus padres para preguntarles si podía ir con su amiga a Blackstock
Hall. Pero el padre de Letitia solo se encogió de hombros y dijo:
—¿Qué tal, Justina? —Y enseguida se dio media vuelta y abandonó el
salón. Letitia y Justina fueron tras él.
El Rolls era el coche más cómodo en el que había estado Justina en toda
su vida. Lord Blackstock se sentó delante, junto al conductor Andrews, y las
chicas ocuparon el lujosísimo asiento trasero, acolchado y de color crema,
todo para ellas. Pero Justina no pudo evitar pensar en el coche de su padre, un
Lagonda al que llamaban Bessie, y lo mucho que podría haber hablado con él

Página 57
mientras conducía…, si hubiera ido. Podrían haberse contado todo lo que les
hubiera pasado en aquellas últimas semanas. Sin embargo, parecía que Letitia
no tenía nada que contarle a su padre.
El coche ronroneó a través de la marisma. Cruzaron Rye, y pareció que las
casas se inclinaban unas sobre otras como si estuvieran cotilleando, y luego
volvieron a salir a campo abierto otra vez, rodando por una carretera muy
recta y flanqueada por árboles.
—Esta es la finca —dijo Letitia.
—¿Quieres decir que todo esto es vuestro? —preguntó Justina.
—Sí —dijo Letitia despreocupada—. Mira, ahí está la casa.
A lo lejos apareció una enorme mansión que se hacía cada vez más grande
a medida que se acercaban. El padre de Justina tenía razón cuando dijo que
Blackstock Hall era fabulosa. La casa estaba construida en piedra de color
miel y las ventanas centelleaban con el sol del atardecer como un centenar de
ojos. Cuando se acercaron un poco más, Justina vio que el edificio tenía la
forma de una E, con dos alas sobresaliendo en ambos extremos. Una gran
escalinata conducía a una entrada flanqueada por columnas.
El Rolls se detuvo y Andrews salió para abrirles las portezuelas.
—¡Vamos a ver los caballos! —dijo Letitia.
—¿No quieres saludar a tu madre primero? —le preguntó Justina. Quería
posponer el ejercicio de equitación tanto como le fuera posible y, además, no
podía ni imaginar que su amiga no estuviera deseando ver a su madre. Si la
madre de Justina estuviera en casa, esperándola…, pero, bueno, no quería
dejarse llevar por esos pensamientos.
Letitia titubeó.
—Oh… bueno. Vamos a ver a mamá.
Subieron la escalinata y entraron en el hall, bastante más grande que el
gran vestíbulo de Highbury House. Una escalera impresionante ascendía
hacia los pisos superiores y se ramificaba en dos partes.
—Casi seguro que está en la biblioteca —dijo Letitia—. Es ahí arriba.
Subieron las escaleras y avanzaron por una galería llena de cuadros. Había
gente con gorgueras isabelinas, con crinolinas victorianas, con uniformes de
guerras olvidadas hace mil años…
—¡Letitia! ¿Eres tú?
Justina se había parado delante de un cuadro de una niña con el pelo
moreno y con un cachorrito entre los brazos.
Letitia se echó a reír.

Página 58
—Sí. Eso es de cuando tenía seis años. Era una cría espantosamente
vulgar, la verdad. Mis padres incluso despidieron al primer artista porque me
sacó demasiado fea.
Pero Justina estaba impresionada. Nunca había conocido a nadie que
tuviera un verdadero retrato de sí mismo. El siguiente cuadro mostraba a un
hombre y a una mujer de pie, en la escalinata que había delante de la mansión.
Ambos parecían tan tiesos como si los hubieran tallado en piedra.
—Papá y mamá cuando heredaron la casa —dijo Letitia. Y empujó una
puerta al tiempo que gritaba—: ¡Mamá! ¿Estás aquí?
Habían entrado en una sala llena de libros. La luz se colaba por los
grandes ventanales con parteluz e iluminaba un piano, varios sofás de piel
ajados y a una mujer que se levantó en ese momento de un sillón colocado
junto a la ventana.
—¡Cariño! No te he oído llegar.
La madre de Letitia era esbelta y elegante, tenía el pelo oscuro y recogido
en un moño. Justina se sintió aliviada al comprobar que también parecía
encantadora. Lady Blackstock dijo que estaba encantada de conocerla y que
cualquier amiga de Letitia era muy bienvenida.
—Le he dicho a la cocinera que os prepare una merienda espléndida —
dijo—. Letty me ha dicho que la comida en el colegio es espantosa.
—Lo es —asintió Justina.
—Justina llama al pudin «niño muerto» —dijo Letitia.
—Justina… —murmuró lady Blackstock—. Justina… Oh, tú eres la hija
de Veronica Burton, ¿verdad? Me encantan sus libros, son maravillosos. Los
tengo todos aquí, en la biblioteca.
Justina rara vez se encontraba con alguien que hubiera oído hablar de su
madre. La gente solía decirle: «Ah, tú eres la hija de Herbert Jones, el
abogado». La señorita De Vere una vez le había dicho que a ella le gustaban
los libros de su madre, pero últimamente la directora solo parecía interesada
en su padre. Escuchar a lady Blackstock hablar sobre su madre de aquella
manera tan amable y con tanto interés casi consiguió que a Justina se le
saltaran las lágrimas.
—A mí también me gustan —acertó a decir.
—Me encanta cómo resuelve los crímenes Leslie Light, tan solo se sienta
y piensa hasta que da con la solución —dijo lady Blackstock—. Qué lista. Tu
madre debió de ser una mujer muy especial.
—Sí —murmuró Justina.
Lady Blackstock se dio cuenta de que era el momento de cambiar de tema.

Página 59
—¿Qué vais a hacer, niñas? ¿Vais a ver la casa? ¿Vais a dar un paseo por
el bosque? Creo que hay cervatillos nuevos en el parque. Podríais ir a verlos.
—Iremos a montar a caballo —dijo Letitia.
«Ay, Dios mío», pensó Justina.

Página 60
Los establos eran casi tan grandes como la mansión. Estaban dispuestos
alrededor de un patio y, a cada lado, las cabezas de los caballos se asomaban
en sus cuadras.
—¿Ese es Nube? —preguntó Justina—. ¿El blanco?
—Se dice que es gris, porque tiene los ojos oscuros —dijo Letitia—. Solo
los caballos albinos son blancos. Tienen los ojos rosas.
Desde luego, a Justina le parecía que Nube era muy blanco, y precioso,
con sus crines abundantes y su cola vaporosa. También parecía muy enérgico,
y tiró de las riendas y pateó el suelo con las pezuñas cuando el lacayo lo sacó
del establo. Justina se sintió aliviada cuando supo que ella iba a montar un
poni llamado Rebel.
—Es el mejor para una principiante —dijo Letitia—. Es muy pequeño.
Prácticamente como uno de esos caballos enanos de las islas Shetland.
Letitia le había prestado a Justina ropa de montar y unas botas. Se sintió
bastante elegante y segura de sí misma. Ese sentimiento duró hasta que
sacaron a Rebel de su establo. Era marrón oscuro y tenía la crin y la cola
negras. Y era enorme.
—Creí que me habías dicho que era pequeño —balbuceó Justina.
—Y lo es —afirmó Letitia—. Apenas mide metro y medio hasta la cruz.
Era un lenguaje totalmente nuevo para ella.
—Agarra la parte delantera y trasera de la silla —le indicó Letitia—. Pon
el pie en el estribo. No, no… colócate mirando hacia la cola. Así. Ahora,

Página 61
¡impúlsate y monta!
Justina hizo lo que se le había ordenado y, para su sorpresa, de repente se
encontró en la grupa de Rebel. Pero poco le importaba lo que dijera su amiga:
a ella le parecía que estaba a diez metros por encima del suelo.
—Sujeta así las riendas —dijo Letitia, mostrándoselo—. Pon el dedo
meñique así. No alargues mucho la rienda, o se pondrá a comer hierba. Es un
comilón.
Letitia se encaramó después a la grupa de Nube con un ágil movimiento.
Tenía una planta fabulosa en aquel caballo blanco (bueno, gris), o eso pensó
Justina. Daba la impresión de que tenía un control absoluto sobre el animal,
con las riendas en una mano, sujetas con toda naturalidad. Justina se sintió
muy insegura sobre Rebel. La silla parecía demasiado estrecha e incómoda, y
ya se le había salido un estribo.
El mozo la miró con desconfianza.
—¿Quiere que vaya con ustedes, señorita? —le preguntó a Letitia—.
Puedo ensillar a Trobadour en un momento.
—No, estaremos bien. Justina le cogerá el tranquillo enseguida.
¡Andando, Nube!
Letitia y Nube abrieron paso y salieron por un arco de piedra. Para alivio
de Justina, Rebel los siguió sin tener que hacer ningún esfuerzo. Los caballos
avanzaron tranquilamente por un camino, con prados a ambos lados y,
entonces, Letitia se detuvo ante una cancela. Rebel enseguida empezó a comer
las hierbas más altas.
—Súbele la cabeza —dijo Letitia. Y Justina lo hizo. Ya le dolían las
manos—. Podemos trotar un poco por este prado. Intenta subir y bajar en la
silla al ritmo del caballo. Mírale los hombros para seguirle.
Letitia abrió el pestillo y empujó a Nube por la portezuela, que se abrió sin
dificultad. Rebel lo siguió con alegría, pero, cuando vio el campo abierto,
irguió la cabeza y levantó las orejas. A Justina le pareció que temblaba un
poco.
—Sujétalo fuerte —dijo Letitia, que estaba cerrando la cancela del prado.
Pero ya era demasiado tarde. Rebel había olido la libertad y salió
disparado, avanzando a galope por la hierba. Al menos, a Justina le dio la
sensación de que iba galopando sin ningún control. Le pareció que jamás
había ido tan deprisa, ni siquiera en el coche Bessie. Lo único que pudo hacer
fue agarrarse fuerte a las crines de Rebel y esperar que el poni se cansara
pronto. Fue aterrador: los campos y los arbustos pasaban a su lado a toda
velocidad, y el viento le golpeaba el rostro. Entonces escuchó unos cascos a

Página 62
su espalda y Nube se situó a su costado. Letitia se inclinó y se hizo con las
riendas de Rebel. Los caballos se pararon en seco y Justina se cayó del poni.
La tierra le resultó extraordinariamente dura, pero fue un alivio haberse
detenido al fin.
—¿Estás bien? —le preguntó Letitia. Luego desmontó, sujetando a ambos
caballos.
—Sí… —Justina se incorporó y se convenció de que, al menos, eso era
cierto.
—Lo siento. Hacía tiempo que Rebel no salía y parece que se ha
emocionado un poco. Hiciste bien en mantenerte firme mientras iba
galopando. ¿Quieres que te ayude a subir? ¿Te empujo?
—Me las puedo arreglar, creo. —A duras penas, Justina consiguió meter
el pie en el estribo y escaló de nuevo hasta la silla.
—¿Quieres que volvamos a casa? —le preguntó Letitia, que no le quitaba
la vista de encima.
—¿Estás de broma? —contestó Justina—. Esto es lo más divertido del
mundo.
Letitia se echó a reír y volvió a montar su caballo, con dificultad, porque
Nube se empeñaba en caminar en círculos.
—Bueno, entonces demos un agradable y tranquilo paseo —dijo.

Cuando volvieron a los establos y desmontaron, Justina sintió que las piernas
le fallaban.
—Te sentirás un poco entumecida al principio —dijo su amiga—, pero
podemos darnos un baño en casa. Toma —y le dio a Justina unas bolitas—,
dale esto a Rebel. Le encantan.
—¿Qué son?
—Son golosinas para caballos. Siempre llevo algunas encima. Incluso en
la bata del colegio.
Justina podía creerlo perfectamente. Extendió la mano («Pon la mano
recta», le aconsejó Letitia) y Rebel rebañó las golosinas. Le hizo cosquillas,
pero fue genial.
—Me encanta Rebel —dijo.
—Me alegro mucho. Podrás montarlo siempre que vengas. —Luego
enhebró su brazo con el de Justina y juntas se encaminaron hacia la mansión.
—Démonos un baño antes del té —dijo Letitia—. Puedes utilizar mi baño.
Yo utilizaré el de mi madre.

Página 63
¿Letitia tenía su propio baño? Justina nunca había oído hablar de
semejantes lujos. Y aquello era un verdadero lujo.
La bañera estaba aislada, en el centro de una estancia enorme con
azulejos. El agua estaba maravillosamente caliente, no como el agua tibia de
Highbury House; Letitia añadió algunas sales verdes: decía que «sentaban
fenomenal después de un paseo a caballo». Justina tuvo que darse prisa
porque ya eran las cuatro y tenían que estar de vuelta en el colegio a las seis,
pero podría haberse quedado en aquel baño perfumado para siempre.
El té y la merienda fue una cosa de otro mundo: sándwiches, rollitos de
salchichas, bollitos con mermelada y crema, bizcocho Victoria, pastelitos
glaseados, pasteles de chocolate… Las chicas comieron sin parar, mientras
lady Blackstock («Llámame Pamela, Justina, querida».) las miraba y se reía.
—Creo que en el colegio no os dan de comer.
—No nos dan de comer —dijo Letitia, metiéndose un pastelillo glaseado
entero en la boca.
—La cocinera puede prepararos un paquete con comida para que os la
llevéis —dijo Pamela.
Letitia estaba demasiado ocupada comiendo para responder, así que
Justina dijo con mucha educación:
—Muchísimas gracias, lady Blackstock… Pamela. Eso sería genial.
Cuando la madre de Letitia salió del salón, Justina dijo:
—Podemos hacer una fiesta de medianoche.
—Podemos. Te diré una cosa: podemos hacerla en la torre embrujada.
—¿En la torre embrujada? ¿Por qué?
—¿Por qué no? Sería un buen plan, y mucho más divertida que hacerla en
ese viejo y polvoriento dormitorio. Le diremos a Nora que nos cuente esa
historia de fantasmas.
—Las otras no van a estar de acuerdo —dijo Justina—. Eva es demasiado
miedosa y Rose dirá que estamos quebrantando las normas del colegio.
«Y qué decir de Stella», pensó. Tuvo el presentimiento de que a su amiga
tampoco le iba a gustar.
—Bueno, pues que no vengan —dijo Letitia.
Y pareció que una pequeña nube oscurecía la espléndida y soleada tarde.

Página 64
Para sorpresa de Justina, las otras Lechuzas parecieron bastante dispuestas a
aceptar la idea del festín de medianoche que proponía Letitia, aunque tal vez
solo estaban deslumbradas por el espléndido surtido de comida que se
desplegó ante sus ojos cuando abrió su cesta de mimbre.
—¡Hay comida suficiente para todo el colegio! —exclamó Eva.
—Bueno, pues no vamos a compartirla con nadie —dijo Letitia—. Voto
que vayamos a la torre a medianoche. En ese momento será más
espeluznante.
—La hora de las brujas… —susurró Nora, y sus gafas brillaron.
—¿Y no estará cerrada? —preguntó Stella. Casi no había hablado desde
que todas regresaron del día de fiesta, aunque le había preguntado a Justina
qué había hecho aquella tarde. Justina dijo que todo había sido muy agradable
y que habían ido a montar a caballo. Lo dejó ahí. No creía que Stella quisiera
saber nada sobre la majestuosidad de la casa de Letitia o sobre el hecho de
que ella, al final de aquella visita, se hubiera enamorado de Rebel y de los
caballos en general.
—Pregúntale a Justina —dijo Rose—. Ella es la única que tiene la
costumbre de salir a escondidas por las noches y meterse en la torre…
—No tengo la costumbre —se defendió—. Solo fue una vez y, sí, la torre
estaba cerrada. Hutchins tiene la llave. Pero se me ha ocurrido una cosa.
¿Conocéis el granero que está cerca del nevero? Estuve allí el otro día y

Página 65
estaba abierto. Podemos hacer el festín ahí mismo. Está más resguardado que
la torre.
—Pero no es tan horripilante… —protestó Letitia.
—Oh, no sé… —dijo Nora—. El fantasma de Grace Highbury también
ronda por los alrededores. Una sombra solitaria con su camisón blanco,
aullando y frotándose las manos.
—No, Nora —dijo Eva—. Ahora ya tengo demasiado miedo para ir…
—No seas gallina —dijo Rose.
Justina no sabía por qué Rose estaba a favor del plan. Normalmente, como
delegada del dormitorio, era inflexible con las normas. Tal vez había decidido
demostrarle a la «honorable» Letitia que las chicas de Highbury House
también tenían coraje.
Rose estaba en la entrada principal cuando Letitia y Justina volvieron a la
escuela aquella tarde y se bajaron del Rolls. Justina se había despedido dando
las gracias con efusividad y Letitia solo había exclamado un despreocupado:
«Hasta luego, papá». Al ver aquello, Rose había entrecerrado los ojos con
suspicacia. Justina sabía que su amiga estaba muy orgullosa del Rolls-Royce
de su padre y no quería que ninguna otra alumna viajara con tanta elegancia.
—¿Qué tal la casa de Letitia? —le había preguntado Rose a Justina
mientras hacían cola para la cena.
—Grande —contestó.
—Su padre es lord Blackstock —añadió Rose—. Es muy rico, y tiene
montones de fábricas y de todo. Pater me lo contó.
Si el padre de Rose —«pater»— estaba interesado en la familia de Letitia,
puede que eso explicara el cambio de actitud de su hija.
—Muy bien —dijo Letitia—. Que sea en el granero. Agarraos de la mano
y repetid conmigo: «Prometemos divertirnos».
«Prometemos divertirnos», repitieron las Lechuzas, como si estuvieran
hipnotizadas.

Cuando faltaba un cuarto de hora para la medianoche, la cosa ya no parecía


tan divertida. Justina había puesto el despertador bajo la almohada y el timbre
amortiguado hizo que se incorporara de un salto, con el corazón latiendo
descontrolado. «¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Ah, sí, el festín de medianoche…».
La habitación estaba helada, y estuvo tentada a tumbarse de nuevo y meter la
cabeza bajo las mantas.
Pero, desde el otro extremo del dormitorio, Letitia susurró:

Página 66
—¿Ya son las doce?
—Menos diez —dijo Justina.
Un rayo de luz plateada entró por la ventana cuando Letitia corrió las
cortinas.
—Luna llena —dijo.
Justina se levantó y agitó a Stella por el hombro. A Stella le llevó unos
minutos despertarse. Se la veía pálida a la luz de la luna.
—Oh, Justina… —susurró—. ¿De verdad te parece buena idea?
—Todo irá bien —dijo Justina, aunque no estaba segura de ello.
Las Lechuzas se pusieron la bata y los zapatos, y luego Justina se encargó
de abrir camino por el pasillo de tarima crujiente. Letitia cerraba la fila, con la
cesta de comida entre las manos. Justina se detuvo frente a la puerta de la
habitación de la celadora, pero todo estaba en silencio. Hizo una seña a las
demás para que continuaran.
Una de las primeras cosas que había hecho Justina cuando llegó a
Highbury House fue dibujar un mapa del lugar y sus edificios anejos. Había
ido añadiendo detalles durante el último año y había descubierto nuevos
caminos en el recinto del colegio. La llamada «escalera de servicio» bajaba
hasta los fregaderos, donde había una puerta que daba a los jardines de la
cocina. Ir por ese camino era más seguro que bajar por las escaleras
principales y cruzar el gran vestíbulo. Todas descendieron con cautela las
escaleras de piedra. Un ruido repentino hizo que Justina se detuviera en seco
y Stella se empotró contra su espalda. La puerta del fregadero, que debía de
estar medio abierta, se abrió de repente y allí estaba Rudi, el gato del ama de
llaves, que pareció enfadado al ver seres humanos en su territorio. Justina se
agachó para acariciarlo, pero Rudi se alejó, con la cola erizada. Justina
empujó la puerta del fregadero y entró, seguida del resto de las Lechuzas, que
avanzaron de puntillas por la estancia. El tendedero y el escurridor de ropa
tenían un aspecto siniestro en la oscuridad, pero allí estaba por fin la puerta
exterior, con la llave aún en la cerradura. Justina la abrió y metió la llave en el
bolsillo de su bata.
—Vamos.
Todo el recinto del colegio parecía de plata a la luz de la luna, y la hierba
crujía bajo el rocío helado. Las chicas tomaron el camino de los jardines de la
cocina: los setos parecían altísimos, enormes y siniestros, en la oscuridad.
Justina levantó la mirada y se fijó en las ventanas oscuras de Highbury House.
¿Habría alguien observándolas? Pero no había luces por ninguna parte, ni
siquiera en el torreón norte. De repente pensó en Dorothy, a la que le habría

Página 67
encantado una aventura como aquella. Pero Dorothy seguía sin dirigirle la
palabra.
El granero se alzaba frente a ellas y —gracias a Dios— la puerta aún
estaba abierta. Justina fue la primera en entrar. Hacía mucho más calor allí
dentro, y el heno parecía de oro a la luz de la linterna de Justina. Colocaron
unas pacas de heno a modo de muralla para protegerse un poco del frío aire
nocturno. Letitia abrió la cesta. De repente, volvió la alegría y la animación.
Letitia sacó pastelillos y unos sándwiches un poco aplastados. Enseguida
todas estaban zampando felizmente.
—¿Quién los ha hecho? —preguntó Rose—. ¿Tu madre?
—No, la cocinera —contestó Letitia, que puso cara de sorpresa.
—¿Tenéis muchos criados?
—No muchos. Solo una cocinera y un mayordomo, y dos doncellas, ya
sabes. Y, luego, la doncella de mamá y el ayuda de cámara de papá.
Las chicas permanecieron en silencio durante un instante. En su casa,
Justina y su padre contaban con la señora Minchin, que cocinaba para ellos y
arreglaba la casa. Pero cuando su madre vivía, solo habían estado los tres.
Justina pensó en Blackstock Hall: la enorme escalinata, los retratos, la finca
con los ciervos pastando en los bosques y los establos llenos de caballos
deslumbrantes.
—También están todos los mozos —dijo, sin pensar.
—Ah, sí, los criados de fuera —dijo Letitia.
—¿Tienes muchos caballos? —preguntó Eva.
—Yo tengo uno, Nube. Y mi viejo poni, Rebel. Justina lo montó ayer.
—Y me caí —añadió Justina.
Las chicas se echaron a reír y empezaron a hablar sobre los animales que
tenían. Nora tenía un spaniel llamado Mr. Frisk, y la madre de Rose tenía una
gata siamesa llamada Bella. Justina había conocido a la gata negra de Stella,
Minky, y le encantó que Stella empezara a contar cosas de la gata. No quería
que Letitia hablara como si ella y Justina fueran amigas. Bueno, lo eran, en
cierto sentido, y Justina había pasado todo el día con ella en Blackstock Hall.
Pero habría preferido estar con su padre.
Cuando acabaron de comer, Letitia contó un chiste sobre un perro que se
comía una salchicha y Eva se rio tanto que le entró hipo. Justina miró de reojo
la puerta entreabierta, confiando en no estar haciendo demasiado ruido, pero
el granero estaba bastante lejos del edificio principal y todo el recinto parecía
desierto. Seguramente, el único ser vivo allí fuera era Rudi, ocupado en la

Página 68
caza de algún ratón. «De todos modos —pensó—, no deberíamos hacer tanto
ruido».
—Contemos alguna historia —dijo.
—Sí —asintió Letitia—. Cuéntanos la historia del fantasma de la torre
embrujada, Nora.
En ese momento resultaba bastante acogedor estar dentro de la barricada
de heno. Los restos del festín estaban en el centro, y la linterna, apoyada en
un termo, lanzaba los rayos de luz hacia la techumbre. Nora se arrellanó y se
puso cómoda.
—Todo comenzó cuando esta casa pertenecía a un hombre malvado
llamado lord Highbury. Tenía una hija llamada Grace, que era muy guapa, y
tenía una melena larga y rubia.
Justina no estaba mirando a Rose, pero sabía que su compañera estaba
mirándose las trenzas doradas con satisfacción.
—Lord Highbury quería que Grace se casara con su primo, pero ella se
negó. Estaba enamorada del jardinero…
—Como Helena Bliss —le susurró Justina a Stella.
Nora elevó la voz ligeramente: no le gustaba que la interrumpieran.
—El jardinero era guapo y encantador, pero muy pobre. Lord Highbury
no quería ni oír hablar de que su hija se pudiera casar con un simple criado,
así que encerró a Grace en la torre y dijo que no la liberaría hasta que no
acatara sus órdenes. Sola en la torre, sin comida ni agua, Grace lloraba
amargamente su suerte, pero nadie podía oírla, solo el viento y la lluvia. Al
final, Grace ni siquiera tenía fuerzas para gritar y murió, aferrada a un
medallón con la imagen del jardinero. En las noches oscuras, se pueden
escuchar sus lamentos en la torre y a veces se la puede ver caminando por el
recinto del colegio, con su camisón blanco, buscando a su amor perdido…
En ese momento, un grito rasgó la noche. Las Lechuzas se pusieron en pie
de un salto, mirándose desconcertadas las unas a las otras.
—¡Es Grace! —dijo Eva con un grito.
—Tonterías —protestó Justina, aunque era consciente de que estaba
temblando. Agarró la linterna y se acercó a la puerta del granero, con las
Lechuzas pisándole los talones. La luz temblorosa iluminó los setos oscuros y
el césped con escarcha. A lo lejos se podía ver la torre, con la luna llena en
todo lo alto y, caminando en aquella dirección, apresuradamente, una figura
alta con un ropaje blanco.
Las Lechuzas estaban aterrorizadas. En lo único que podían pensar era en
volver cuanto antes al edificio del colegio, así que corrieron a toda prisa y sin

Página 69
ningún orden por los jardines hasta que llegaron a la puerta trasera. A duras
penas, Justina consiguió sacar la llave de su bolsillo y la metió en la
cerradura. Se precipitaron a la sala de los fregaderos, subieron en tropel las
escaleras y corrieron por el pasillo, sin reparar en los tablones que crujían. Y,
finalmente, llegaron a su dormitorio.
Las chicas se miraron unas a otras, a medio camino entre la risa histérica y
las lágrimas.
—Eso ha sido terrorífico —dijo Stella.
—¡Era un fantasma! —exclamó Eva—. ¡Hemos visto un fantasma!
—Bueno, ya estamos a salvo —suspiró Justina.
Pero Rose estaba mirando desconcertada a un lado y a otro.
—Pero… ¿dónde está Letitia?

Página 70
Justina se quedó helada.
—¡Pero si Letitia iba justo detrás de mí! —exclamó.
¿O no? Para ser del todo sincera, no era capaz de recordar casi nada de la
alocada carrera por el recinto del colegio hasta que entraron en el edificio.
Recordaba el brillo de la luna y la figura fantasmal, casi deslizándose por
encima de la hierba blanquecina, y luego, lo siguiente que recordaba era estar
buscando como loca la llave, llevando a las chicas por las escaleras y
corriendo por el pasillo del dormitorio. Letitia había ido con ellas. ¿No?
Justina se acercó a la puerta.
—Debe de estar ahí fuera…
Pero cuando Justina se asomó al pasillo, vio algo incluso más siniestro. La
luz de la habitación de la celadora estaba encendida.
Se apresuró a entrar y cerrar la puerta, pero no había modo de escapar a lo
inevitable. Todas pudieron escuchar las pisadas que se acercaban al
dormitorio. Instintivamente, las Lechuzas se apelotonaron en mitad de la
estancia.
La puerta se abrió y la celadora se quedó ahí plantada, con su bata
guateada rosa por encima del camisón: aunque no por eso resultaba menos
aterradora.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo—. Os he oído correr a todas por el
pasillo. ¿Y por qué lleváis zapatos?
No tenía ningún sentido ocultarlo.

Página 71
—Hemos celebrado una fiesta de medianoche… —dijo Justina.
—¡Y Letitia se ha perdido! —soltó Eva, con las mejillas llenas de
lágrimas.
—¿Que se ha perdido? —preguntó la celadora. Justina pudo notar el
pánico en su voz—. ¿Qué quieres decir con que se ha «perdido»?
—Estábamos juntas, pero no ha vuelto con nosotras al dormitorio —dijo
Justina—. Seguramente está todavía ahí fuera.
—¿Salisteis del colegio para celebrar vuestra fiesta nocturna? —preguntó
la celadora—. ¿Dónde fuisteis exactamente?
—Al viejo granero —dijo Stella, que cogió a Justina de la mano. Eso la
tranquilizó bastante.
—Bueno —susurró la celadora—. Vosotras no os mováis de aquí. Voy a
buscar a Hutchins y a la señorita De Vere. Os habéis metido en un buen lío.
Ninguna, ni siquiera Eva, dudaba de que así era en realidad.

Estuvieron esperando en el dormitorio durante un tiempo que les pareció


eterno. Al principio Justina estaba segura de que Letitia aparecería haciendo
el tonto y pavoneándose en cualquier momento, riéndose por haberles gastado
una broma. Pero, a medida que la luz de la mañana fue colándose por las
cortinas que Letitia había abierto antes, la esperanza empezó a desvanecerse.
Todas volvieron a sus camas, pero Justina estaba segura de que ninguna pudo
conciliar el sueño.
A las cinco de la mañana, la celadora entró en la habitación. Estaba
vestida con su ropa de trabajo y tenía un aire muy sombrío.
—Hemos llamado a la policía —dijo—. Lo primero que tenéis que hacer
vosotras, a primera hora de la mañana, es ir a ver a la señorita De Vere.
¡La policía! Cuando la celadora se marchó, Eva estalló en llanto. Justina
pensó que también se iba a echar a llorar.
—Seguro que nos está tomando el pelo… —decía Rose, una y otra vez—.
¿No crees, Justina? Tú eres la única que la conoce bien.
En otro momento, Justina habría protestado, preocupada por los celos de
Stella, pero ahora ese tipo de pensamientos carecían de sentido y no tenían
importancia.
—Puede que nos estuviera gastando una broma —dijo—, pero ya
deberían haberla encontrado. El recinto de la escuela tampoco es tan grande.
Se acercó a la ventana, pero el dormitorio daba hacia el gimnasio y la
torre, no hacia el granero. Ahora el cielo tenía una tonalidad rosa pálido y,

Página 72
mientras observaba el exterior, vio un coche de la policía —un Wolseley
negro— que giraba hacia la entrada del colegio.
—Ya están aquí —dijo—. Ya ha llegado la policía.
«Está pasando de verdad», pensó. Una de sus amigas había desaparecido y
la policía había llegado para buscarla. Con el corazón en un puño, Justina
recordó lo que les había hecho jurar:
«Prometemos divertirnos».

Cuando la señorita De Vere entró en el dormitorio a las seis de la mañana, las


chicas estaban vestidas y preparadas. La directora llevaba un traje de tweed
con un jersey azul, y parecía tan pulcra y arreglada como siempre, pero estaba
muy pálida.
La señorita De Vere se sentó en la única silla que había en el dormitorio.
Las Lechuzas solían utilizarla para colgar las toallas húmedas.
—La policía quiere hablar con todas vosotras después del desayuno —
dijo—. Pero antes necesito que me digáis exactamente qué ha ocurrido esta
noche.
A Justina le dio la impresión de que sus compañeras estaban esperando
que empezara ella.
—Decidimos celebrar una fiesta nocturna fuera del colegio —dijo—.
Letitia había traído comida de casa y pensamos que sería… Que sería
divertido.
—Fue idea de Letitia —precisó Rose.
—Todas pensamos que sería divertido… —apostilló Justina.
«Prometemos divertirnos».
Dio la impresión de que la directora estaba a punto de decir algo, pero al
parecer se lo pensó mejor y solo asintió para que Justina continuara.
—Nos levantamos a las doce menos diez. Salimos fuera por la puerta del
fregadero.
—¿No estaba cerrada? —preguntó la señorita De Vere.
—La llave estaba en la puerta —dijo Justina—. Me la llevé. Cruzamos los
jardines y fuimos al viejo granero. Allí estuvimos comiendo y… hablando.
—Yo conté una historia de miedo —dijo Nora, como si fuera una disculpa
—. Sobre Grace Highbury.
—¿Todavía sigue circulando esa vieja historia? —dijo la señorita De Vere
—. Incluso los profesores estuvieron hablando el otro día de eso. Es
completamente falsa. Continúa, Justina.

Página 73
—Después de la historia de Nora, estábamos asustadas. Entonces
escuchamos un grito. Nos acercamos a la puerta del granero y todas pensamos
que habíamos visto a una mujer allí fuera, una mujer vestida de blanco.
Corrimos para volver al edificio del colegio. Estábamos tan aterradas que
hasta que no llegamos al dormitorio no nos dimos cuenta de que Letitia no
estaba con nosotras.
—¿Cuándo fue la última vez que la visteis? —preguntó la señorita
De Vere—. Pensadlo bien, niñas. Es muy importante.
—Creo que fue cuando Nora estaba contando la historia —dijo Justina—.
Letitia le pidió que la contara.
—Yo pensé que venía corriendo detrás de mí cuando entramos en el
colegio —dijo Eva—. Pero ahora ya no estoy segura.
—Yo pensé que había dicho algo cuando vimos al fantasma… la figura
aquella —dijo Nora—. Pero ya no sé…
—Contadme qué es eso del fantasma —dijo la señorita De Vere—.
¿Estáis seguras de lo que visteis?
—Era una mujer con un vestido largo y blanco —afirmó Justina—. Y fue
real. La vimos todas.
Las otras asintieron: todas lo habían visto.
—¿Y visteis algo más, a alguien más, en vuestra «excursión»? Por cierto,
estoy segura de que no tengo que recordároslo: las normas del colegio lo
prohíben.
—No vimos a nadie —dijo Justina—. Solo a Rudi, el gato de la señora
Hopkirk.
—¿Nos van a expulsar? —preguntó Eva.
—No vais a ser expulsadas —dijo la señorita De Vere—. Pero os habéis
metido en un buen lío.
Justina había escuchado aquella amenaza con tanta frecuencia que casi le
resultaba tranquilizador. Le pareció intuir que la señorita De Vere aún no
había decidido qué hacer con ellas, y que eso no era lo más importante que
tenía en mente.
—Podéis bajar —dijo la señorita De Vere—. Le he pedido a la cocinera
que os sirva antes el desayuno. Luego os interrogará el inspector detective
Deacon. Justina, me gustaría hablar contigo a solas.
«Eso… —pensó Justina—, eso nunca es un buen presagio».

Página 74
La espera se le hizo eterna: la señorita De Vere se quedó simplemente allí
sentada, mirando a Justina con suspicacia. Ella siempre había pensado que la
directora parecía capaz de averiguar con exactitud lo que los demás estaban
pensando. ¿Qué estaría viendo en ese momento? ¿Miedo? ¿Pánico?
¿Culpabilidad?
—Justina… —dijo por fin la señorita De Vere—. Cuando fuiste con los
Blackstock ayer, ¿alguien mencionó los libros de tu madre?
Eso sí que no se lo esperaba.
—Sí —contestó—. Lady Blackstock dijo que le gustaban.
—¿Algo más?
Justina intentó recordar: la biblioteca llena de libros, el sol colándose por
las ventanas, lady Blackstock levantándose para saludarla. «Tú eres la hija de
Veronica Burton, ¿verdad? Me encantan sus libros».
—Dijo que le gustaba la manera que tenía Leslie Light de resolver los
casos —dijo—. «Se sienta y lo piensa».
—¿Quién estaba allí cuando dijo eso?
—Solo Letitia y yo.
—Justina. —La señorita De Vere se inclinó hacia delante—. Tú conoces
bien a Letitia. ¿Es posible que esto solo sea una broma?
Era lo que Justina se había estado preguntando toda la noche.
—Al principio pensé que podría ser —dijo despacio—. A Letitia le gusta
hacer esas cosas, sorprender a la gente… Pero no creo que se quedara tanto
tiempo ahí fuera. Sería más probable que se escondiera en un armario y
saltara de repente para darnos un susto.
Curiosamente, ambas miraron hacia el armario que había al fondo del
dormitorio. Pero la puerta no se abrió. Letitia no apareció.
Justina se dio cuenta entonces de que la señorita De Vere estaba
entregándole algo.
—Metieron esto por debajo de mi puerta —dijo—. Lo encontré cuando
volví a mi despacho después de buscar a Letitia por todo el recinto del
colegio.
Era una página arrancada de un libro. Todas las palabras habían sido
tachadas, salvo unas cuantas.
«La tengo yo».
Justina miró el título que aparecía en la parte superior de la página.
Asesinato en la mansión. Escrito por Veronica Burton.

Página 75
Justina se comió las gachas frías en el comedor vacío y luego la celadora la
acompañó a la sala de profesores, donde la esperaba el inspector detective
Deacon. En circunstancias normales, Justina se habría sentido fascinada al
entrar en aquella sala, que era terreno prohibido para todas las alumnas. Lo
más cerca que había estado de allí había sido cuando llegó a la puerta para
entregar un mensaje, y en aquella ocasión solo pudo tener un emocionante
atisbo de una chimenea con un buen fuego, sillones comodísimos y cortinas
de terciopelo. Pero esa mañana no había fuego en la rejilla de la chimenea y
las cortinas estaban descorridas para revelar un cielo gris y apagado.
El inspector Deacon se levantó cuando ella entró en la estancia; Justina
pensó que era un gesto de educación innecesario. El inspector era un hombre
alto y con el pelo gris; tenía una voz agradable que, sin embargo, dejaba
traslucir un tono autoritario evidente. Ella ya lo conocía pero aún se sentía
impresionada por aquel aire informal que, sin embargo, parecía poder
controlarlo todo, incluso en las situaciones más delicadas. Fue un alivio verlo
de nuevo.
—Siéntate, Justina —le pidió el inspector—. Gracias, celadora. Puede
dejarnos solos.
La celadora cerró la puerta con cuidado. Al escuchar los pasos de aquella
mujer alejándose por la escalera, Justina se sintió un poco nerviosa y
culpable. Entendió entonces por qué la gente no escondía nada a los agentes
de la Policía. Se sintió como si estuviera confesando, aunque no sabía qué.

Página 76
—Bueno, Justina… —dijo el inspector Deacon con una ligera sonrisa—.
Nos volvemos a encontrar…
—Sí, inspector. —No sabía cómo dirigirse a él y le parecía una
desfachatez no decir nada.
—Cuéntame qué pasó anoche —continuó el inspector Deacon.
Justina le contó lo de la fiesta de medianoche, la historia de miedo y la
huida por los jardines hasta el edificio del colegio. Imaginó que el resto de las
chicas le habrían contado exactamente la misma historia. El inspector no la
miraba mientras ella hablaba —solo observaba el paisaje por la ventana—,
pero ella sabía que la estaba escuchando con atención. Cuando terminó, el
policía dijo:
—Cuéntame lo de esa figura fantasmal.
Justina había intentado recordar aquel detalle durante toda la mañana. No
necesitaba que el detective le dijera que aquella aparición, lejos de ser un
fantasma, era probablemente la persona que había secuestrado a Letitia.
—Era una persona alta —dijo—. Llevaba un ropaje largo… —Sabía que
era una descripción muy pobre, indigna de una aspirante a sabueso, pero, por
otra parte, había tenido demasiado miedo como para percatarse de mucho
más.
—Hemos llevado a cabo una inspección exhaustiva por el recinto… —
dijo el detective Deacon—, y hemos encontrado los restos de una especie de
merienda en el granero viejo… Creo que algunos ratoncillos de campo se han
dado un festín, y hay huellas que van y vienen desde el colegio. Por desgracia,
son demasiadas y no pueden distinguiese bien. Sin embargo, hemos
encontrado esto.
El inspector le enseñó un trozo de tela. Era un jirón de tela blanca.
«Seda», pensó Justina, bordada con flores blancas pequeñitas.
—Estaba en uno de los rosales —dijo el inspector Deacon—. ¿Podría ser
de los ropajes de esa figura fantasmal?
—No pude verlo tan de cerca —dijo Justina—, pero supongo que sí.
—Intenta recordar —le pidió el inspector—. ¿Esa figura tenía el pelo
largo? ¿Rubio o moreno?
Eso también era difícil saberlo, porque, en el recuerdo de Justina, el
espectro tenía el pelo largo y rubio como Grace Highbury. Pero ¿era esa la
realidad?
—No lo sé —confesó—. En realidad, no recuerdo cómo tenía el pelo.
—Pero era una figura alta, dices. ¿Podría ser un hombre?
Aquello también se le había pasado a Justina por la cabeza.

Página 77
—Sí —dijo—. Podría ser un hombre.
—¿Sabes que la señorita De Vere ha recibido una nota de rescate
arrancada de uno de los libros de tu madre?
—Sí.
«Una nota de rescate». Aquella expresión era gravísima. Pero… ¿aquella
página con palabras tachadas de verdad mencionaba un rescate? Justina no
recordaba que fuera así.
—¿Alguien te ha mencionado los libros de tu madre últimamente?
—Solo lady Blackstock, ayer. —Justina le repitió la conversación que
había mantenido con la señora a propósito de Leslie Light.
—Sentarse a pensar, ¿eh? —dijo el inspector—. Bueno, este oficio es algo
más que eso… —Miró a Justina como si hubiera llegado a una conclusión—.
Justina, he hablado con mi colega, el inspector Porlock, de Scotland Yard,
sobre ti. Ambos pensamos que tienes el instinto de un detective. No quiero
ponerte en peligro, pero… ¿querrías estar atenta y tener los ojos bien
abiertos? Si ves algo que creas que puede ser sospechoso, aunque sea lo más
mínimo, dímelo de inmediato. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —contestó Justina.
—Aquí tienes mi tarjeta —dijo el inspector Deacon—. Puedes
telefonearme en cualquier momento.
A pesar de todo, Justina no pudo evitar sentirse un poco orgullosa.

Cuando Justina salió de aquella estancia, vio una silueta conocida en el


rellano. Dorothy estaba fregando las escaleras. Cuando vio a Justina, se puso
de pie, fue corriendo hacia ella y le dio un abrazo.
—Lo siento mucho por Letitia. ¿De verdad la han secuestrado?
—Creo que sí. La policía está aquí. He estado hablando con el inspector
Deacon ahora mismo, ¿te acuerdas de él? —Justina se estaba refiriendo a la
aventura del año anterior, cuando se quedaron atrapadas junto a una asesina
en una casa llamada la Guarida del Contrabandista. El inspector Deacon se
había presentado allí para arrestar a la criminal. Justina vio que Dorothy
también se acordaba de él.
—Sí. Recuerdo que era como un policía de las novelas.
—Ya…
—La señora Hopkirk le dijo a la cocinera que habíais visto al fantasma de
Grace Highbury. ¿Es verdad?

Página 78
Justina sabía que a Dorothy le encantaría esa parte de la historia, así que le
dijo:
—Sí. Vimos una figura blanca deslizándose hacia nosotras por la hierba.
Fue aterrador.
Dorothy sintió un escalofrío.
—Ojalá hubiera estado allí.
—Yo también hubiera querido que estuvieras.
Se sonrieron y, a pesar de lo espantoso de la situación, Justina se alegró de
que volvieran a ser amigas.
—Y entonces… —continuó Dorothy, en un tono muy profesional—,
¿tenemos alguna pista?
—Alguna… —contestó Justina—. Voy a escribirlas en mi diario.
Tenemos a esa misteriosa figura, por una parte, y un trozo de tela blanca que
se quedó enganchado en un rosal. Ah, y la señorita De Vere ha recibido una
nota anónima de rescate.
—¡No!
Justina casi se echó a reír al ver la cara de su amiga, a medias entre la
conmoción y el más puro deleite.
Pero en ese momento Justina escuchó unas pisadas en las escaleras y toda
la intención de reírse se desvaneció: la señorita De Vere se acercaba a ellas
acompañada de lord y lady Blackstock. Dorothy se arrimó a la pared, como si
quisiera hacerse invisible. Justina pensó que eso era lo que probablemente
hacía siempre cada vez que una profesora o una alumna pasaba junto a ella.
Aquella imagen la hizo sentir mal. En cualquier caso, dio la impresión de que
los Blackstock ni siquiera se habían percatado de su presencia, pero ambos
vieron a Justina.
—¡Justina! —Lady Blackstock le agarró la mano—. ¿Puedes ayudarnos?
¿Sabes qué le ha ocurrido a nuestra Letty?
—No… —consiguió decir a duras penas—. Lo siento. Estaba ahí con
nosotras y de repente… ya no estaba.
—Justina ya nos ha dicho todo lo que sabe —dijo la señorita De Vere.
Pero a ella le pareció que la directora le lanzaba una mirada incisiva de todos
modos.
—Lo van a pagar muy caro —dijo lord Blackstock, que continuó bajando
las escaleras, y su voz retumbó por todas las estancias revestidas de madera
—. Cuando encuentre a los responsables, acabaré con ellos. Y cerraré para
siempre este maldito colegio.

Página 79
Justina miró a la señorita De Vere y vio una expresión de puro terror en su
rostro.

Página 80
El colegio había cambiado de la noche a la mañana. Justina recordó aquella
otra vez en la que había ocurrido un verdadero crimen en Highbury House,
cómo los profesores de repente parecieron aterrorizados, y lo mucho que ella
se había asustado al verlos. Ahora que Letitia había desaparecido estaba
ocurriendo lo mismo. Justina veía a los profesores, reunidos en grupos, y los
escuchaba murmurar: «Siempre supe que esa niña era un problema» (la
señorita Bathurst); «Yo lo siento por Dolores» (la señorita Morris); «La
escuela tendría que cerrar» (la señorita Hunting); «Sacré bleu!» (monsieur
Pierre, ¡cielo santo!).
Las chicas andaban cabizbajas, pero Justina sabía que todas la miraban a
ella y susurraban: «¡Justina era su amiga!», «Justina debe de saber algo, ¿no
estuvo involucrada en aquel otro asesinato?», «Yo no podría confiar en
Justina Jones, su padre siempre defiende a asesinos». En clase de Latín,
Justina miró por la ventana y vio una fila de policías avanzando despacio por
el recinto. Incluso habían llevado a un perro sabueso que tiraba fuerte de la
correa. ¿Qué estarían buscando? ¿Pistas… o el cuerpo de Letitia? Aquella
idea consiguió que se mareara un poco, y volvió con cierto alivio al poeta
romano Catulo.
En clase de Arte, el señor Davenport les pidió que le enseñaran los
retratos que les había encomendado. Justina había dibujado a Letitia y,
aunque no tenía mucho parecido, sintió una punzada en el pecho al ver el
boceto. Letitia había insistido en sacar la lengua y, aunque al final no la había

Página 81
dibujado así, había un cierto descaro en la expresión de su amiga, a pesar de
que un ojo estaba un poco más arriba que el otro y que Justina no había
sabido pintar el pelo. Lo más realista era el cordón del zapato que Letitia
utilizaba como cinta para hacerse la coleta, y que acababa siempre colgándole
a ambos lados de la cara.
El señor Davenport observó el dibujo en silencio durante unos instantes.
—Desde luego, es Letitia —dijo—. Y tú no eres una aduladora, Justina.
Ella no supo si aquello era un cumplido o no. El señor Davenport miró el
retrato una vez más y suspiró:
—Hoy… —dijo— os pintaréis a vosotras mismas.
Rose levantó la mano.
—Por favor, señor… No tenemos espejos. —No había nada que le gustara
más a Rose que mirarse al espejo, pero apenas había alguno en Highbury
House. El del baño era tan viejo y estaba tan picado que una casi ni podía ver
su propio reflejo.
—No —dijo el señor Davenport—. En efecto.
Justina miró durante unos segundos su cuaderno de dibujo. ¿Cómo era?
Media melena, ojos castaños (avellana, solía decir su madre), nariz recta,
pecas… ¿Qué aspecto tendría para los demás? Ella no era una belleza, así,
con mayúsculas, como Rose. Tenía un aspecto vulgar, pensaba, apropiado
para pasar desapercibida, una característica ideal para un sabueso. Miró a
Stella, que también parecía desconcertada ante la tarea de pintarse a sí misma.
Justina pensó que podría dibujar sin problema a Stella: tenía el pelo moreno,
recogido en una coleta, ojos marrones y una boca que parecía muy seria hasta
que sonreía. Y Stella le devolvió una sonrisa en ese momento, y consiguió
que Justina se sintiera un poco mejor. Al menos sus dos mejores amigas,
Stella y Dorothy, la habían perdonado.
Justina dibujó un círculo en su cuaderno y añadió unos ojos, una nariz y
una boca. Pensó que no iba a ser la artista del día en opinión del señor
Davenport.

Al acabar el día, las Lechuzas estaban agotadas. Después de todo, solo habían
dormido unas pocas horas la noche anterior. En el dormi apenas hablaron
mientras se preparaban para meterse en la cama. Todas intentaron no mirar la
cama vacía de su compañera. Justina recordó la voz segura y atrevida de
Letitia diciendo: «Me pido la cama que está junto a la ventana». Rose le había
dicho: «Eres nueva». Letitia era muy audaz, no se acobardaba ante nada, ni

Página 82
siquiera ante Rose cuando se mostraba furiosa y altiva. ¿Sería posible que
Letitia hubiera planeado en realidad todo aquel drama? ¿Se habría escapado
de la escuela, sin más, como había pensado hacer ella misma tantas veces? Al
fin y al cabo, el festín de medianoche fuera del colegio había sido idea de
Letitia. «Prometemos divertirnos». Pero luego Justina recordó la cara de lady
Blackstock cuando se encontraron en las escaleras aquella misma mañana.
Seguro que Letitia no querría que su madre se llevara un disgusto.
¿Y qué decir de lord Blackstock? Justina recordó el silencio incómodo en
el coche durante el viaje, la manera en la que su amiga había vuelto a entrar
en el colegio sin casi despedirse de su padre. ¿Podría ser la desaparición de
Letitia una manera de vengarse de él por algo, o al menos una manera de
llamar su atención? Justina adoraba a su padre, pero a veces también sentía
que estaba más interesado en su trabajo que en ella. Era injusto, lo sabía, pero,
de todos modos, podía imaginar a Letitia intentando hacer algo que provocara
que su padre impasible espabilara y le prestara atención.
Pero lo cierto era que Letitia llevaba casi un día entero desaparecida. Si
era una broma, se estaba pasando de la raya, incluso para tratarse de Letitia.
Además, la policía había estado buscando por el recinto escolar durante horas.
Incluso habían llevado un sabueso. El perro la habría encontrado, aunque se
hubiera ocultado en el mejor escondite del mundo.
Leslie Light siempre decía que el mejor lugar para esconder algo era a
plena vista. ¿Estaría Letitia en el colegio? Podría haber entrado con las
Lechuzas en el edificio para, después, escabullirse y ocultarse en algún
escondrijo secreto. Pero ¿cómo habría podido encontrar un lugar de ese tipo si
apenas llevaba medio trimestre en el colegio? Justina pensó en Letitia cuando
decía: «Me encantaría encontrar un pasadizo secreto, ¿a ti no?». Había un
pasadizo en los sótanos y las bodegas, pero la señorita De Vere le había
recalcado mil veces a Justina que esa galería ya estaba tapiada. ¿Habría otra
galería secreta en otra parte de aquel misterioso caserón? Tal como Letitia
había señalado, el colegio parecía más grande por dentro que por fuera. Ahora
Justina era capaz de percibir la voz de su amiga la noche en la que escucharon
voces en el torreón norte. «Es un poco espeluznante —había dicho Letitia en
aquella ocasión al entrar en la habitación de Dorothy—. Pero sería un lugar
estupendo para esconderse. Nadie te buscaría aquí». Letitia no podría estar en
la habitación de Dorothy, pero ¿y si había encontrado otro escondrijo, uno tan
bueno que nadie pudiera encontrarla?
La cama de Justina, con su duro armazón de hierro, le parecía ahora un
diván de lujo; lo único que quería era cerrar los ojos y dormir, pero se obligó

Página 83
a abrir su diario. Había olvidado que lo había dejado bajo la almohada y no en
su escondrijo habitual, bajo una tabla suelta del suelo. Había sido una suerte
que la celadora hubiera estado demasiado distraída para llevar a cabo su
habitual comprobación de las camas.
Justina se puso las mantas por encima de la cabeza, encendió la linterna y
escribió: «La desaparición de Letitia». «Secuestro» sonaba horrible.
«Pistas:», escribió.

La figura espectral en los jardines. Alta. Tal vez un hombre. Pregunta: ¿color
del pelo?
Tela blanca encontrada en el seto de los rosales. Parecía cara. ¿Quién puede
tener un vestido con esa tela?
Nota de una página de un libro de mamá. ¿Quién lee a Veronica Burton?
Comprobarlo en la biblioteca mañana.

Se le cerraban los ojos. Tuvo que dejarlo. Cerró el diario y, mientras lo hacía,
notó que había un trozo de papel entre sus páginas. Justina lo sacó. Era una
página de Asesinato en Milán, un caso de Leslie Light que se desarrollaba en
Italia.
Todas las palabras de la página estaban tachadas, salvo las que componían
la frase: «Torre medianoche Mañana. no Digas nada».

Página 84
«No digas nada». Las palabras resonaron en la cabeza de Justina durante toda
la noche y a lo largo de todo el día siguiente. El inspector Deacon le había
dicho que se pusiera en contacto con él si veía algo sospechoso. «Si ves algo
que creas que puede ser sospechoso, aunque sea lo más mínimo, dímelo de
inmediato». Una nota anónima no era, desde luego, algo mínimo. ¿Debería
decírselo al inspector? ¿Debería decírselo a la señorita De Vere? Pero ¿y si
quien le había dejado aquella nota lo descubría y le hacía algo horrible a
Letitia? Entonces, todo sería culpa suya.
Justina no podía olvidar algo que había ocurrido casi un año antes. Había
recibido una nota, supuestamente de Dorothy, pidiéndole que se reuniera con
ella en la torre. Ella había ido como una tonta hasta allí y se había encontrado
con una asesina. ¿Y si esa nueva nota era también una trampa? ¿No era
relevante que aquel mensaje sugiriera el mismo lugar de encuentro? Y ¿por
qué el autor de la nota anónima estaba utilizando páginas de los libros de su
madre? Tenía que ser por alguna razón.
No pudo concentrarse en la clase de mates, pero le dio la impresión de que
la señorita Morris entendía que todas las chicas estaban conmocionadas y no
fue tan estricta como solía. Incluso pasó por alto que Eva se refiriera a una
hipotenusa llamándola hipopótamo. La señorita Crane también fue
comprensiva en clase de Lengua. Cuando Justina preguntó si podía ir a la
biblioteca para cambiar el libro que estaba leyendo, solo le dijo que no tardara
mucho.

Página 85
La biblioteca era una sala bastante grande y estaba en la planta baja. De
todos modos, como tantas cosas en Highbury House, no era tan impresionante
como le había parecido al principio. Las estanterías llegaban hasta el techo,
pero la mayoría de los libros no los había leído nadie. Algunos de ellos
incluso estaban guardados en vitrinas acristaladas, como si fueran animales
peligrosos. Justina había oído que, antes de que la señorita De Vere llegara al
colegio, no había ningún libro moderno. Pero la directora, que era también
escritora, había comprado algunos títulos recientes, que se guardaban en las
estanterías más bajas. Justina estaba leyendo poco a poco toda la obra de
Agatha Christie. Sabía que también había algunos libros de su madre en la
biblioteca, pero, por alguna razón, siempre le había dado miedo tocarlos, y
nunca había visto a nadie leyéndolos. Ahora se encontraba allí, buscando
entre los escritores cuyo apellido empezaba por B: Barton, Brontë, Brown,
Buchan… Ahí estaban: había seis: Asesinato en la mansión, Misión
Asesinato, Viviremos en la oscuridad, Sangre reclama sangre, Asesinato en
Milán. Incluso había un ejemplar de Asesinato en la biblioteca.
Justina sacó Asesinato en Milán. Dio por hecho que lo habían elegido
porque allí se hablaba de la torre inclinada de Pisa, y porque la palabra
«torre» aparecía con frecuencia. Cuando alguien sacaba un libro de la
biblioteca, se suponía que debía escribir la fecha en la etiqueta situada en la
parte interior de la cubierta, y debía dejar el resguardo en una caja especial.
En aquella biblioteca no había bibliotecaria, pero la señorita Crane a veces
revisaba los libros que se habían sacado. La última fecha que aparecía en la
etiqueta de ese libro era el 4 de mayo de 1936, unos pocos meses antes de que
Justina llegara al colegio.
Hojeó las páginas para buscar la que habían arrancado y la que había
servido para hacer el mensaje que habían dejado en su diario, aunque no
faltaba ninguna página. Eso significaba que el secuestrador no había utilizado
el ejemplar de la biblioteca. Pero, como siempre decía Leslie Light: «La
ausencia de una prueba no es una prueba de nada». El autor de la nota podía
ser alguien del colegio. Podría ser incluso la propia Letitia. Aquella idea aún
le rondaba en la cabeza a Justina. Letitia sabía que su madre escribía novelas,
y aquello podría haberle servido para una broma muy elaborada.
Y, si era así, Justina tenía otra razón para no decir nada de la nota ni al
inspector Deacon ni a la señorita De Vere.
Justina tenía que decidir. Y decidió que iría a la torre a medianoche. Sería
prudente: observaría la situación y, al primer indicio de peligro, correría de
vuelta al colegio. Lo más difícil fue tomar la decisión de no contarles nada ni

Página 86
a Stella ni a Dorothy, pero el autor de la nota le había dejado bien claro que
no dijera nada y, si no estaba equivocada, podía tratarse de cualquier persona
cercana, alguien que la estaba vigilando a cada momento. Justina sintió un
escalofrío y miró a su alrededor, pero la estancia estaba vacía, las filas de
libros encuadernados en piel la observaban fijamente, abarrotados de
sabiduría.
Justina volvió a clase de Inglés. Estaba tan mustia y pensativa que la
señorita Crane le preguntó si le dolía la cabeza.
—¿Puedo acompañarla a la enfermería? —preguntó Eva con excesivo
entusiasmo.
—No, gracias, Eva —dijo la señorita Crane—. Continúa con tu lectura.
—¿Podemos ensayar la obra de teatro? —preguntó Rose.
«Por favor, no», suplicó Justina a la profesora sin hablar. Lo último que le
apetecía era interpretar Hansel y Gretel con Rose. Tal vez la señorita Crane
sintió lo mismo, porque dijo:
—Ensayaremos en la próxima clase. Hoy es mejor que estemos en
silencio.

Había «pastel de pastor» para comer. Era uno de los platos favoritos entre las
alumnas, a pesar, pensó Justina, de que sabía como si estuviera hecho con
restos de auténticos pastores. Las chicas lo comieron de buena gana,
peleándose por una segunda ración. Solo las Lechuzas andaban distraídas,
conscientes de que las alumnas de otras mesas las miraban y murmuraban.
Rose movía su pelo con aire desafiante, Stella parecía preocupada y Eva
estaba desconcertada. Nora estaba evidentemente dividida entre la
preocupación y el deseo de contar con una fabulosa historia debido a la
desaparición de Letitia.
—¿Estás bien, Justina? —le preguntó Stella—. Apenas has comido nada.
—Estoy bien —dijo—. Ah, mira. Helena viene a vernos.
Las Lechuzas se sentaron bien rectas cuando la delegada principal cruzó
el comedor. Tenía el mismo aspecto glamuroso de siempre, con la melena
suelta sobre los hombros (la norma estricta de recogerse el pelo
evidentemente no se aplicaba a Helena); pero Justina pensó que había algo
diferente en su mirada, algo que podía pasar por simple curiosidad, pero que
casi era temor.
—Se dice que habéis tenido una noche interesante, chicas —dijo Helena.
—No mucho —contestó Justina—. Han secuestrado a Letitia.

Página 87
Era la primera vez que pronunciaba aquella palabra en voz alta y sintió
que los sonidos se reproducían como un eco, desde su mesa a todos los
rincones del refectorio. Eva ahogó una exclamación y Helena chasqueó la
lengua con gesto de desaprobación.
—Estás exagerando para darte importancia, Justina, como siempre.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Helena entrecerró los ojos—. Y, si sabes algo de la desaparición
de Letitia, te digo muy en serio que se lo digas a la señorita De Vere. Nunca
es buena idea andar con secretitos. —Y se alejó, con la cabeza erguida.
Justina la observó mientras se marchaba, y su habitual sentimiento de
rabia hacia la monitora se mezcló en ese momento con algo más siniestro.
«Nunca es buena idea andar con secretitos». ¿Acaso Helena sabía algo de la
nota? ¿Era un indicio de que Justina debería ir a ver a la directora? «No», se
dijo. Helena simplemente hacía lo que sabía hacer mejor: culparla de todo.
Justina se había enfrentado a Helena en alguna de sus anteriores aventuras
nocturnas. Lo único que podía esperar era que la monitora no eligiera esa
noche para dar un paseo nocturno por el recinto escolar.

En esa ocasión no le resultó difícil permanecer despierta. Justina había


empezado a recitar los listados de antiguos juicios por asesinato, pero había
otras palabras y frases que seguían dando vueltas en su cabeza…

«Torre medianoche mañana. No digas nada» .


«Lo van a pagar muy caro» .
«La tengo yo» .
«Prometemos divertirnos» .
«Tú eres la hija de Veronica Burton, ¿verdad?» .
«A veces se la puede ver caminando por el recinto del
colegio, vestida con su camisón blanco» .
«Nunca es buena idea andar con secretitos» .

Justina estaba lista a las doce menos cuarto. El dormitorio se encontraba en


completo silencio. El miedo y la tensión del día habían conseguido que las
otras chicas estuvieran durmiendo profundamente. Justina se puso el abrigo,
que tenía escondido bajo el colchón, y cogió los zapatos en la mano.
Descalza, avanzó con cuidado hacia la puerta y la abrió. No se oía ni un alma.
En el otro extremo de la habitación pudo ver una franja de luz de luna que se
colaba por la abertura de las cortinas. Recordó a Letitia abriéndolas y

Página 88
diciendo: «Hay luna llena». ¿Eso ocurrió dos noches antes? Bueno, en ese
caso, la luna aún estaría casi llena. Justina podría ver lo que tenía delante
cuando saliera fuera, incluso sin la ayuda de su querida linterna. Entreabrió la
puerta y se dispuso a avanzar por el pasillo.
La señorita De Vere le había dicho —con una intención clara— que la
puerta del fregadero ya estaba cerrada. Hutchins tenía un duplicado de todas
las llaves, pero Justina nunca había devuelto la que se metió en el bolsillo la
noche del festín en el granero. A los pies de la escalera de servicio, se puso
los zapatos y encendió la linterna. Pudo escuchar el tic-tac del carillón que
había en el gran vestíbulo. Aparte del viejo reloj, todo estaba en silencio.
Justina enfocó con la linterna el pasillo del fregadero: la luz iluminó el suelo
de piedra y las paredes encaladas, y también las campanillas para avisar a los
criados. Justina cruzó la sala de los fregaderos e introdujo su llave en la
cerradura. La puerta se abrió de inmediato.
Ya estaba fuera del caserón escolar, en los jardines: la hierba se veía
blanca por la escarcha y la luna brillaba por encima de los árboles. Justina
corrió por los jardines de la cocina y, esta vez, tomó el camino que iba desde
el gimnasio a la torre.
A lo largo del día se había estado preguntando si aún habría policías en el
recinto, pero en ese momento no se veía un alma, a menos que contara como
tal un zorro que se metió entre los árboles del bosque, que se detuvo y la miró
con un indescriptible desdén. Justina pasó junto a la piscina cubierta y pudo
ver la torre con la luna directamente encima, como si se tratara de la
ilustración de un libro. Desde el colegio llegaron a sus oídos las campanadas
del gran reloj dando la medianoche. «Será mejor darse prisa». ¿Habría alguien
esperándola en la torre? ¿Sería Letitia o la persona que la había secuestrado?
Por primera vez, Justina se dio cuenta de lo tonta que estaba siendo. No había
dejado ni una nota, de modo que nadie sabría dónde se encontraba. Las
Lechuzas se levantarían por la mañana y verían que otra de ellas había
desaparecido misteriosamente. Con casi total seguridad, Eva se pondría
histérica.
Justina estuvo a punto de darse media vuelta, pero ya estaba junto a la
torre; su instinto detectivesco era en ese momento más poderoso que sus
miedos. Entró en la arboleda, intentando no pisar las ramas escarchadas. El
gran portalón de roble de la torre estaba cerrado, y Justina permaneció
escondida junto a un pino que olía a Navidad. Un búho ululó entre las ramas;
aparte de eso, todo estaba en silencio. Entonces lo vio. Un sobre blanco salió
por debajo de la puerta. Justina miró a su alrededor. ¿Había visto una sombra

Página 89
moviéndose rápidamente entre los árboles? Estaba segura de que había
escuchado los crujidos de unas pisadas.
Se agachó y cogió el sobre antes de echar a correr hacia el colegio. Cruzó
la arboleda y empezó a rodear el gimnasio. Entonces un pie se le enganchó en
algo y cayó hacia delante. Y todo se oscureció.

Página 90
Todo era blanco a su alrededor. ¿Estaría muerta? ¿Estaba en el cielo?
Entonces escuchó una voz que decía: «Creo que está volviendo en sí». La
directora. Justina estaba bastante segura de que no se encontraría a la señorita
De Vere en el cielo.
Justina abrió los ojos y la vio junto a la celadora; ambas la miraban desde
arriba. Volvió a cerrar los ojos.
—¡Justina! —dijo la señorita De Vere, más nítidamente esa vez.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Otra vez he salido de la habitación
sonámbula…?
Ese truco había funcionado una vez, hace tiempo, así que pensó que valía
la pena intentarlo de nuevo.
—Te caíste en la piscina vacía —dijo la señorita De Vere—. Ted, el
jardinero, te encontró. Y había esto a tu lado.
Tenía el sobre blanco en la mano. Justina vio que llevaba escrito: «Para
lord y lady Blackstock».
—He telefoneado a los padres de Letitia —añadió la señorita De Vere—.
Y ahora, ¿por qué no me cuentas qué estabas haciendo ahí fuera esta noche?
«¿Esta noche?». ¿Es que ya era por la mañana? Justina sabía que en esos
momentos se encontraba en la enfermería —conocía aquellas paredes blancas
—, pero el cielo en el exterior aún estaba oscuro.
—Son las seis de la mañana —dijo la celadora—. Ted te encontró cuando
venía de camino al trabajo. Debiste de tropezar y te caíste en la piscina vacía.

Página 91
Has tenido suerte: podrías haberte hecho mucho daño.
En cierta ocasión, una persona había muerto tras caer en la vieja piscina.
Justina se preguntó si le habrían contado esa historia a la celadora. ¿Se había
hecho mucho daño? Le dolía la cabeza, pero por lo demás se encontraba
bastante bien. Intentó mover las manos y los pies. Todo parecía funcionar con
normalidad. Se dio cuenta de que tenía varias mantas encima, y también su
abrigo.
—Te caíste en la parte menos profunda —continuó diciendo la celadora
—. La lona que cubría la piscina se había soltado. Ted piensa que un zorro
pudo haber mordisqueado las cuerdas. No te caíste desde muy alto, pero te
golpeaste fuerte en la cabeza, y te quedaste fría allí… Ted te trajo al colegio.
La señorita De Vere ha llamado al doctor Price para que venga a verte.
La señorita De Vere había telefoneado a mucha gente, desde luego. ¿Sería
mucho esperar que tuviera que irse otra vez a llamar a cualquier otra persona?
—Estoy esperando una explicación, Justina —dijo la señorita De Vere.
Justina inspiró hondo y le dijo a la directora que había encontrado un
mensaje compuesto en una página del libro Asesinato en Milán, que le
indicaba que fuera a la torre a medianoche. Le contó que había visto el sobre
y que había intentado volver a toda prisa al colegio.
—No recuerdo nada más —dijo Justina, intentando dar impresión de
debilidad—. Me duele un poco la cabeza.
—Sinceramente, Justina… —La directora hablaba como si no tuviera
aliento para respirar—. Eres incorregible. ¿Por qué demonios no me
entregaste esa nota? Habríamos avisado a la policía y tal vez podríamos haber
capturado a esa persona. Ahora Letitia estaría con nosotros, y con sus padres.
—La nota decía: «No digas nada» —explicó Justina. Aquello sonó
bastante patético cuando lo expresó en voz alta.
—Así que decidiste enfrentarte al secuestrador tú sola —dijo la señorita
De Vere—. De verdad, Justina, no sé qué hacer contigo. Te he perdonado una
y otra vez. Yo sabía que nunca habías ido a un colegio, pero esperaba que
unos cuantos trimestres en Highbury House te enseñarían a comportarte. Pero
parece que no hemos tenido suerte contigo en absoluto. Sigues pensado que
puedes saltarte las normas cada vez que te apetezca. Creo que es hora de que
nuestros caminos se separen. He telefoneado a tu padre. Le he pedido que te
saque de la escuela.
«Otra llamada de teléfono», pensó Justina sin mucho interés. Una breve
conversación para dar por concluida su estancia en Highbury House.

Página 92
Cuando la señorita De Vere se marchó, la celadora le dijo que intentara
dormir un poco. Justina cerró los ojos y se sobresaltó cuando, diez minutos
más tarde, la celadora y el doctor Price la despertaron. El doctor era un
hombre bajito, con aire enfurruñado y acento galés. Examinó a Justina y le
dijo que había tenido una conmoción cerebral, y que era necesario que
descansara.
—El mayor peligro ha sido el frío, pero parece que ya has entrado en
calor. Has tenido suerte de no haberte roto algún hueso.
—Ya, sí… —murmuró Justina.
A ella no le parecía que hubiera tenido mucha suerte, y eso debió de
traslucirse en su voz. El doctor Price de repente pareció mucho más amable.
—¿Qué te ocurre? ¿Te has metido en un buen lío? —preguntó—. No te
preocupes. Todos nos hemos metido en líos en el colegio. No es el fin del
mundo.
«Es el final de mi vida en Highbury House», pensó Justina. De repente se
acordó de cuando se había refugiado para llorar en el granero y Ted le dijo:
«Cuando las cosas me van mal, señorita, yo siempre me digo: “Mañana todo
mejorará”». Pero mañana las cosas no mejorarían. Mañana Letitia seguiría
desaparecida y ella tendría que volver a casa, humillada, expulsada. ¿Le
permitirían despedirse de Stella y Dorothy? Puede que nunca volviera a
verlas. Se dio cuenta entonces de que estaba llorando.
El doctor Price le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ánimo, venga. Al menos hoy no tendrás clase, ¿eh? No se preocupe,
celadora: conozco el camino, saldré por mi cuenta.
—Ahora procura descansar —le dijo la celadora. Ella también le habló
con amabilidad—. Seguro que al final todo sale bien.

Esa vez Justina no pudo conciliar el sueño. Escuchó la algarabía de las chicas
cuando bajaban a desayunar. Querría haber gritado, pero las compañeras no la
habrían oído. ¿Estarían hablando de ella? Las Lechuzas ya sabrían que ella
también había desaparecido. Tal vez la señorita De Vere les había dicho que
la habían expulsado. Rose se alegraría. ¿O no? Era difícil saberlo. Helena, por
otra parte, estaría encantada.
La celadora le llevó un té y una tostada, y estuvo yendo de un lado a otro
de la enfermería, limpiando, ordenando y guardando cosas en el armario.
Luego la dejó sola. Justina empezó a caer en un sueño inquieto cuando
escuchó una voz querida y familiar en el pasillo.

Página 93
—¿Está ahí dentro? Gracias, celadora.
—¡Papá! —Justina se arrojó a los brazos de su padre. Ahora sí que estaba
llorando—. ¡Lo siento! —exclamó entre lágrimas—. Siento que me hayan
expulsado.
—Venga, venga… —dijo su padre, consolándola con su amabilidad
habitual—. No te disgustes, Justina. No te conviene en este momento.
Túmbate otra vez.
—Pero… me han expulsado —se lamentó Justina. ¿Es que su padre no lo
entendía?
—No te van a expulsar —dijo su padre, recostándola sobre las almohadas
—. Acabo de estar con Dolores… con la señorita De Vere, y me ha dicho que
te dará una segunda oportunidad. Aunque todavía está muy enfadada, y no
puedo culparla. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte en semejante peligro?
Justina no acababa de entenderlo. ¿No la iban a expulsar? ¿Podía seguir
en Highbury House?
—Me sorprende verte sonreír —dijo su padre—. Creía que odiabas el
internado.
—Y lo odio —contestó Justina—. Bueno, tal vez no… Antes sí, creo. Es
que tengo amigas aquí…
—Lo sé —dijo su padre—. Acabo de ver a Stella. Te manda abrazos y me
ha pedido que te diera esto. —Era una tarjeta de las que se envían para desear
una pronta recuperación, que había dibujado Eva. Se veía a Justina montando
un caballo y portando un escudo que decía: «Justina reparte justicia». La
habían firmado todas las Lechuzas.
Justina notó que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas.
—Tienes muy buenas amigas aquí —dijo su padre.
—Lo sé —contestó ella, restregándose los ojos. Se sentía aliviada, como
se siente una después de haber llorado.
—Intenta no saltarte muchas normas en el futuro —añadió su padre—.
Este es un asunto muy grave. Al parecer han secuestrado a Letitia.
—Sí —dijo Justina—. Papá… Cuando nos encontramos aquella vez con
lord Blackstock, me pareció que te conocía. ¿De qué?
—¿Ya estás haciendo preguntas? —exclamó su padre—. Debes de
encontrarte mucho mejor. Conocí a lord Blackstock en los tribunales una vez.
No… —añadió enseguida, a la vez que levantaba una mano para impedir que
su hija hablara—, no estaba acusado de asesinato. Era un caso de
malversación de fondos. Pillaron a una persona robando fondos del

Página 94
patrimonio familiar. Lord Blackstock es un hombre muy rico. Me temo que
esa es la razón por la que se han llevado a Letitia.
—¿Han pedido un rescate? —preguntó Justina—. ¿Era eso lo que ponía
en el sobre que encontré en la torre?
Su padre suspiró.
—Sí. Era eso. Exigen cinco mil libras para devolver sana y salva a Letitia.
—Cinco mil libras… —repitió Justina—. Eso es muchísimo dinero. ¿Van
a pagarlo?
—Lord Blackstock quiere pagarlo —contestó su padre—. Pero creo que la
policía está intentando tender una trampa a los secuestradores.
—Me gustaría poder ayudar…
—Justina —dijo su padre, con voz grave y severa—, te prohíbo que te
inmiscuyas en este asunto. Déjaselo a la señorita De Vere y a la policía.
¿Entendido?
—Sí, papá.
Su padre le dio unos reconfortantes golpecitos en el brazo y le dijo que se
cuidara. Tenía que regresar a Londres, porque aún estaba en mitad de un
juicio. Solo cuando se levantó para marcharse, Justina le dijo:
—Papá… ¿por qué estabas hablando el otro día con la señorita De Vere?
—¿Cómo? —Herbert se quedó de pie junto a la puerta, con el sombrero
en la mano.
—Te escuché en el torreón norte, hablando con ella. Al principio del
trimestre. ¿Estaba utilizando la radio?
Herbert dio media vuelta y volvió a sentarse en la cama.
—Siempre se me olvida lo buena detective que eres, Justina. Dolores…
bueno, la señorita De Vere, ha instalado una línea de teléfono en el torreón
norte para… en fín… conversaciones delicadas.
—¿Qué conversación delicada tenías tú con ella?
La propia Justina se sorprendió al comprobar que su manera de hablar
había resultado bastante agresiva. Su padre debió de entenderlo así también,
porque añadió cariñosamente:
—No es nada que deba preocuparte, Justina. La señorita De Vere y yo
somos viejos amigos.
—Sí, bueno, pero ¿de qué estabais hablando?
Su padre suspiró hondo.
—La señorita De Vere tiene problemas económicos. Llevar un colegio es
difícil. Hay muchos padres que no pagan las facturas a tiempo. Algunos no
pagan nunca, nada. La señorita De Vere tuvo que pedir dinero prestado a un

Página 95
hombre rico para pagar la hipoteca del colegio, y ahora está preocupada
porque no tiene recursos para devolverle ese dinero.
—¿Y quién es ese hombre tan rico? —preguntó Justina. Aunque ya lo
sabía: era lord Blackstock.

La señorita De Vere debió de ir cediendo poco a poco en su enfado, porque,


después del almuerzo, permitió a Stella visitar a Justina en la enfermería.
—¡Justina! —Su amiga entró corriendo para darle un abrazo—. Estaba
preocupadísima. Cuando me levanté y vi que no estabas en la cama, pensé
que te habían secuestrado a ti también. Lo pensamos todas. Entonces vino la
celadora y nos dijo que habías tropezado y te habías caído ahí fuera. ¿Por qué
saliste tú sola anoche? ¿Tiene que ver con Letitia?
Una vez más, Justina contó la historia del mensaje compuesto en una
página de Asesinato en Milán. Cuando acabó, Stella estaba tapándose la boca
con una mano en una expresión de horror.
—¡Justina! ¡Te podrían haber secuestrado a ti también! ¡O te podrían
haber matado! ¿Qué te dijo la señorita De Vere?
—Dijo que estaba expulsada.
Stella ahogó un grito.
—Pero luego ha cambiado de opinión. Vino a verme a mediodía. Ya no
soy delegada del curso.
—Oh, Justina… —Había verdaderas lágrimas en los ojos de Stella—. Lo
siento muchísimo.
—Está bien, no pasa nada… —Si a Justina le hubieran dado esa noticia el
día anterior, se habría angustiado, pero ahora le parecía muy poca cosa
comparada con la amenaza de ser expulsada.
—¿Cómo te golpeaste en la cabeza? —le preguntó Stella, con una mirada
llena de compasión.
—Me caí en la vieja piscina. ¡Qué tonta…! Al parecer, Ted, el jardinero,
me encontró y me trajo al colegio. Helena estará celosísima.
—Estaba haciendo preguntas sobre ti en la comida.
—Seguramente confiaba en que me expulsaran. De todos modos, hemos
conseguido algunas pistas. El sobre que encontré en la torre tenía una nota de
rescate. Ojalá la hubiera visto. Me pregunto por qué la enviaron aquí, y no a
lord y lady Blackstock. Y ¿por qué querría el secuestrador que yo la
encontrara?

Página 96
—Pero no vas a seguir investigando, ¿verdad? —preguntó Stella—.
Después de lo que te ha dicho la señorita De Vere. Incluso tu padre te ha
dicho que no sigas con eso.
—Mi padre me preguntó si comprendía que no podía seguir en esto, y yo
le dije que sí. Lo entiendo. No puedo ponerme en peligro otra vez. Pero eso
no impedirá que tenga los ojos y los oídos bien abiertos. Una nunca sabe:
podría resolver el caso.
—Mientras te quedes quieta y solo lo pienses —dijo Stella—, y no andes
dando vueltas por ahí toda la noche…
Aquello le recordó a Justina las palabras de lady Blackstock sobre los
libros de su madre. «Me encanta cómo resuelve los crímenes Leslie Light, tan
solo se sienta y lo piensa. Muy lista». ¿Estaba pasando algo por alto? ¿Algo
que tenía que ver con los Blackstock?
Stella le preguntó por la celadora.
—¿Te ha tratado bien? Parece más amable que la anterior.
—Sí, se ha portado muy bien, pero ha seguido rondando por toda la sala
mientras intentaba dormir. —Justina pensó en la celadora, abriendo y
cerrando cajones y puertas, y moviéndolo todo en el botiquín y en el
armario…
—¡Stella!
Su amiga se sobresaltó.
—¿Qué?
—Me acabo de acordar. Vi algo en el armario. Estaba medio inconsciente,
pero sé que lo vi…
—¿Qué viste?
Justina se incorporó en la cama, se levantó y se acercó al gran armario de
madera que había en una esquina de la enfermería. Casi esperaba que
estuviera cerrado con llave, pero no lo estaba. Dentro había un uniforme de
enfermera de repuesto y un largo vestido blanco, bordado con diminutas
florecillas también blancas.

Página 97
—¡Justina! —Stella la agarró del brazo—. ¿Es ese el vestido del fantasma?
—No era ningún fantasma —dijo Justina. Pero, aunque no lo fuera, las
dos dieron un respingo cuando la puerta se abrió con un crujido.
—¿Puedo entrar? —se escuchó la voz de Dorothy.
—¡Dorothy! —Justina la metió a toda prisa en la habitación—. Me alegra
muchísimo verte…
—¿Estás bien? —preguntó Dorothy—. En el cuarto de los criados dicen
que te caíste en la piscina vieja y que te has roto el cuello. Aunque yo no me
lo he creído. El doctor Price parecía bastante contento cuando lo he visto esta
mañana.
—Estoy bien —dijo Justina—. Solo fue un golpe en la cabeza. —Se llevó
la mano a la frente y le pareció curioso descubrir que le había salido un
chichón.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Dorothy, que se sentó en la cama
junto a Stella y Justina—. La señora Hopkirk dice que viste a los
secuestradores de Letitia.
—No —contestó Justina—, pero vi su nota de rescate.
Le hizo a Dorothy un breve resumen de los acontecimientos de la noche
anterior y sintió cierto alivio al comprobar que esa amiga, al menos, no la
regañaba por ser una imprudente.
—¡Qué emocionante! —dijo Dorothy—. Pero ¿no tienes alguna idea de
quién pudo dejar esos mensajes? Debe de ser alguien que conoce los libros de

Página 98
tu madre bastante bien.
—Eso es verdad —dijo Justina—, pero hay algo más. Mira en ese
armario. Adelante. Está abierto.
Dorothy parecía un poco confusa, pero se acercó al armario y abrió la
puerta.
—Ay, Dios mío… —exclamó—. ¿Este es…?
—Yo creo que es el vestido que llevaba el supuesto fantasma la noche que
secuestraron a Letitia —dijo Justina—. Recuperaron un trozo prendido en un
rosal. El inspector Deacon me enseñó la tela que se había rasgado.
—¿Y este vestido tiene el desgarrón? —preguntó Dorothy.
—Buena pregunta —dijo Justina—. Vamos a ver.
Dorothy sacó el vestido del armario. Ya era de noche y la tela blanca
resplandecía y refulgía en la penumbra. Cogió el satén con cuidado,
recorriéndolo con los dedos.
—Aquí está… —dijo—. Se ha zurcido, pero era de aquí. Mi madre hace
zurcidos a veces. Aquí. Mirad.
Justina observó el remiendo y pudo descubrir un desgarrón cosido con
diminutas puntadas. Nunca lo hubiera descubierto por sí sola.
—Rápido —dijo Stella—, guarda el vestido en el armario. La celadora
podría volver en cualquier momento.
—No vendrá. Está cenando con los otros profesores —dijo Dorothy.
—En ese caso… —susurró Justina—, echemos un vistazo.
El cuarto de la celadora se encontraba al lado de la enfermería, pero la
puerta estaba cerrada a cal y canto. Había un pequeño baño al lado, pero ahí
lo único interesante era una botella de tinte para el pelo. Cinco minutos
después, las chicas estaban otra vez sentadas al borde de la cama.
—Bueno, entonces, ¿qué tenemos? —dijo Dorothy. Parecía encantada de
ser parte de la investigación.
—¿Es que la celadora no es rubia natural? —preguntó Stella.
—Puede que no —dijo Justina—. Pero ¿será la secuestradora?
—No puede ser —negó Stella inmediatamente.
Justina suspiró. A pesar de todo por lo que habían pasado en los últimos
tiempos, Stella nunca parecía dispuesta a aceptar que algún miembro del
personal del colegio fuera capaz de cometer un crimen.
—O puede que lo sea, o sepa quién ha sido —dijo Justina.
—Tal vez utilizaron ese vestido sin que ella lo supiera —añadió Dorothy.
—Eso es verdad —dijo Justina. Intentó permanecer sentada y pensar,
como Leslie Light. ¿Debería ir a ver a la señorita De Vere? No, la directora se

Página 99
pondría furiosa si supiera que estaba interfiriendo en el caso. Y su padre
también se enfadaría. Pero, por otra parte, habían descubierto una pista.
—Tengo que llamar al inspector Deacon —anunció al final—. Me dijo
que podía ponerme en contacto con él en cualquier momento.
—Pero ¿dónde vas a encontrar un teléfono? —preguntó Stella—. El único
que hay en el colegio está en el despacho de la señorita De Vere.
—Hay otro en el torreón norte —dijo Justina—. Me lo han contado. Iré
allí esta noche.
A su favor cabía señalar que ni Stella ni Dorothy le dijeron que no lo
hiciera.

Cuando regresó la celadora, Justina estaba sentada en la cama con cara


inocente. La mujer llevaba un tazón en una bandeja que apoyó en la mesita de
noche.
—¿Puedo volver al dormitorio? —le preguntó Justina.
La celadora le puso la mano en la frente.
—No parece que tengas fiebre. ¿Te duele el chichón?
—No. Un poco.
La celadora le dio el tazón.
—Tómate esa leche caliente, te ayudará a dormir. Luego puedes volver a
tu dormitorio.
Justina aborrecía la leche caliente y, además, esa tenía una capa de nata
horrible arriba, pero hizo de tripas corazón y se obligó a tragarse aquello.
—Terminé.
—Muy bien, Justina. Ve con tus compañeras. Y procura no meterte en
líos. —La celadora sonrió.
Hasta ese momento, Justina la había considerado una persona amable y
simpática, más cariñosa que algunos de los otros profesores. Pero ahora
dudaba, y se preguntaba si esa simpatía sería completamente falsa. ¿Aquella
sonrisa se reflejaba también en su mirada? ¿O solo estaba observando a
Justina con suspicacia, como preguntándose cuánto y hasta dónde sabía?
Las Lechuzas estaban todas en el dormitorio. Dejaron de hablar en cuanto
entró Justina.
—¡Justina! —Eva corrió a recibirla—. ¿Estás bien? Estábamos
preocupadísimas…
—Ahora la delegada del curso es Nora —dijo Rose—. ¿Lo sabes?
—Sí —dijo Justina—. Enhorabuena, Nora.

Página 100
—Lo siento —susurró esta—. Me siento fatal.
—No te preocupes —la calmó—. Me basta con saber que no me van a
expulsar.
Aquello alimentó las expectativas de sus compañeras, y ella lo sabía; las
chicas se congregaron a su alrededor mientras Justina les contaba su aventura
por enésima vez. Luego se entabló la batalla de siempre por lavarse y
prepararse para irse a la cama, antes de que la celadora se presentara para la
inspección nocturna.
En cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, Justina empezó a quedarse
dormida. «Tienes que quedarte despierta —se dijo—. Tienes que telefonear al
inspector Deacon. La vida de Letitia puede depender de esa llamada…».
Pero lo siguiente que supo fue que la luz comenzaba a colarse por la
ventana mientras Rose le decía que se apresurara y que fuera a arreglarse al
baño antes de bajar a desayunar.

Página 101
Justina había perdido la cuenta de los días y casi se sorprendió al saber que ya
era domingo. Letitia llevaba desaparecida cuatro días, desde el martes por la
noche. Los sábados tenían clase por las mañanas, como siempre, pero las
tardes las dedicaban al deporte y a gimnasia. Ese día se iba a celebrar un
partido de lacrosse, y eso significaba que Justina —casi la única niña de su
año que no estaba en el equipo— tendría unas cuantas horas para sí misma.
—Intentaré llamar por teléfono desde el despacho de la señorita De Vere
—le susurró a Stella cuando hacían cola para el desayuno.
—Pero… ¿cómo?
—La señorita De Vere seguramente irá a ver el partido. Puede que deje el
despacho abierto.
—¿Qué ocurrió anoche? ¿Por qué no fuiste al torreón norte?
—No sé… Creo que me quedé profundamente dormida. ¿Crees que la
celadora me puso algo en la leche caliente?
—¿Crees que te drogó? No, no es posible…
Dejaron de hablar porque en ese instante llegaron al mostrador. La
cocinera les puso unas gachas de avena en los boles y les lanzó su habitual
mirada hosca. De verdad: parecía que odiara a la gente joven, pensó Justina.
Por eso la comida sabía como sabía.
Durante el desayuno, la conversación giró en torno al lacrosse. Justina
desconectó y miró a su alrededor, en la sala. ¿De qué estarían hablando las
otras chicas? ¿De Letitia? ¿O ya se habían olvidado de ella? Vio que Helena

Página 102
Bliss la estaba mirando y se giró para volver a sus gachas frías. Pasara lo que
pasara, ese día tenía que conseguir llamar al inspector Deacon.

En clase de Lengua ensayaron la obra del final del trimestre. A Justina le dio
un poco de vergüenza, porque ella y Rose tenían la mayor parte del texto.
También, en opinión de Justina, Rose sobreactuaba de forma espantosa.
—Oh, mi querido hermano, Hansel… —exclamó Rose, haciendo ojitos
con las pestañas—, ¿qué vamos a hacer? Nos hemos perdido en este bosque
horrible y oscuro.
—No temas, Gretel —contestó Justina—. He dejado un rastro de
piedrecitas que nos mostrará el camino para volver con nuestros padres.
—Oh, Hansel… —Más aleteo de pestañas—. ¡Eres tan inteligente…!
—Muy bonito, Rose —dijo la señorita Crane, la profesora de Lengua—.
Justina, ¿podrías intentar que tu personaje resultara más protector respecto a
tu hermanita pequeña? Tal vez puedas ponerle un brazo por encima de los
hombros. Recuerda, tú eres el valiente hermano mayor.
Justina no se sentía especialmente mayor ni valiente, pero pasó un brazo
por encima de los hombros de Rose —que se estremeció un poco—, e intentó
poner más emoción en su texto.
—Vamos, hermanita —dijo—. Entremos en esta casita y descansemos un
poco antes de emprender el camino de regreso a nuestro hogar.
—Oh, Hansel… —dijo Rose, liberándose del brazo protector de Justina
—. ¡Mira! El tejado está hecho de galletas con miel, y la aldaba de la puerta
es de chocolate con menta.
Tuvieron que detenerse ahí porque Chona, que hacía el papel de la bruja
malvada, no estaba en clase. Justina se sintió aliviada. Ya estaba harta de
hacer del hermano mayor valiente, y tanto hablar de dulces le había abierto el
apetito.
El equipo de lacrosse había almorzado pronto, así que Justina comió sola,
observada por un grupo de novatas que parecían esperar que le salieran
cuernos y rabo en cualquier momento. En cuanto pudo, se marchó a la sala
común. En un extremo estaba la puerta que daba al patio; en el otro, las
ventanas se orientaban al campo. Podía escuchar las conversaciones
emocionadas de los espectadores que se dirigían al campo de lacrosse.
Highbury House iba a jugar contra una escuela vecina llamada Totteridge
Towers. Los cursos de segundo, tercero y cuarto contaban, todos ellos, con
equipos de lacrosse.

Página 103
¿Estarían al tanto las chicas de Totteridge de la desaparición de Letitia?
¿Les habrían advertido los profesores de que estuvieran juntas, de que
tuvieran cuidado de no despistarse en el peligroso recinto de Highbury
House? Y ¿qué habría ocurrido con la nota de rescate? Su padre había dicho
que lord Blackstock quería pagar, pero la policía estaba pensando en tender
una trampa. Oh, era una pesadilla no saber qué estaba pasando.
Justina esperó diez minutos, y luego se acercó a la puerta. El patio estaba
vacío: solo había unas hojas otoñales que habían llegado revoloteando desde
los árboles de fuera. Justina cruzó el patio y se encaminó hacia el pasillo de la
cocina hasta llegar a la escalera de servicio. En el primer piso, se detuvo.
Escuchó atentamente; solo había silencio. Parecía como si todo el colegio
estuviera fuera, viendo el partido. Justina pudo oír el tic-tac del carillón del
vestíbulo y el eco de los crujidos de la tarima reverberando por todo el
edificio. Se quedó helada cuando escuchó a la señora Hopkirk, el ama de
llaves, hablando con la cocinera en el piso de abajo. Pero la cocinera estaba
diciendo que se iba a tumbar «después de darle la comida a esas sabandijas»,
y la señora Hopkirk expresó su intención de ir andando al pueblo.
Justina esperó sin moverse hasta que las voces se apagaron y entonces
abrió la pequeña puerta que daba a la escalera de caracol que conducía
directamente al despacho de la señorita De Vere. «Por favor, Dios mío, por
favor… —suplicó—, que esté abierta…».
Pero Dios no estaba escuchando. La puerta estaba cerrada.
Justina no estaba segura de lo que debía hacer a continuación. Tal vez
debería subir al torreón norte para ver si podía dar con el segundo teléfono.
Era arriesgado, porque las chicas de sexto tenían la sala común en el ático, y
Justina estaba bastante segura de que algunas de ellas estarían allí. A las
chicas de sexto no les interesaban nada los partidos de las pequeñas; estarían
acurrucadas junto al fuego leyendo revistas de cine. Sin embargo… tenía que
intentarlo. Pero, en cuanto llegó a las escaleras del ático, escuchó una voz de
lo más desagradable.
—Justina… ¿eres tú?
Helena Bliss bajaba las escaleras, con su abrigo de invierno rojo.
No tenía ningún sentido huir. Justina se quedó a los pies de la escalera
para ver qué norma había quebrantado esa vez, según Helena Bliss. En cierta
ocasión le había puesto una falta a Justina por «hacer mucho ruido al
respirar», así que podría ser por cualquier cosa.
Pero no ocurrió nada de eso. Al contrario, Helena dijo algo tan asombroso
que, al principio, Justina ni siquiera lo entendió:

Página 104
—Justina… Necesito tu ayuda.

Página 105
Durante unos segundos, Justina simplemente se quedó mirándola embobada.
—No me mires con la boca abierta.
Aquel tipo de respuesta era más propia de la Helena de siempre.
—¿Has dicho que necesitas mi ayuda?
—Sí. Ven conmigo. No es seguro hablar aquí.
Justina siguió a la chica, que bajó las escaleras hasta que llegaron a un
aula vacía de la primera planta. Había palabras en latín escritas en la pizarra.
«Verbo amare (amar): amo, amas, amat, amamus, amatis, amant…».
Helena echó un vistazo a su alrededor y pareció convencida de que allí
nadie escucharía lo que hablaran. Se sentó en un pupitre, y Justina hizo lo
mismo.
—Es sobre Ted —dijo Helena.
—¿Ted, el jardinero?
—Sí. —Helena se quedó callada unos momentos, jugueteando con su
pulsera de abalorios. Luego dijo—: He ido a visitarlo unas cuantas veces.
Tiene una casita en el pueblo y he hablado con él en el jardín. Está prohibido
ir al pueblo, pero la señorita De Vere suele dejarme hacer lo que quiera,
porque es mi último trimestre.
Por lo que Justina sabía, Helena siempre había hecho exactamente lo que
le apetecía. Pero no dijo nada. Quería saber qué tenía que contarle.
—Fui a verlo ayer —prosiguió la alumna mayor—. Yo estaba sentada en
el jardín, esperando a que Ted saliera, cuando escuché una voz. La voz de una

Página 106
chica.
«Yo estaba sentada en el jardín». Lo había dicho como si Ted la hubiera
invitado a ir a verlo, pero daba más la impresión de que ella estaba allí
acechando, como un gato cuando espera a que salga el ratón. ¿Estaba Helena
esperando a que él saliera? ¿Y qué era eso de la voz de una chica…?
—Al principio pensé que estaba con una amiga —dijo Helena—, pero lo
he estado pensando… ¿Y si fuera Letitia? ¿Y si ha sido Ted el que la ha
secuestrado?
Justina intentó decir que aquello era una tontería, parecía un joven muy
agradable. Ted la había consolado cuando la encontró llorando en el granero,
y la rescató la noche que se cayó en la piscina vacía. La noche…
—Ted estaba en el recinto del colegio aquella noche… —murmuró
Justina—. Él me encontró cuando me caí en la piscina vacía… El caso es
que… el secuestrador también debía de estar rondando el colegio, porque dejó
una nota en la torre.
—Lo sé —dijo Helena—. Ya me he enterado. Eso también me hizo
plantearme muchas cosas.
—Deberías contárselo a la señorita De Vere —dijo Justina—. O a la
policía. Eso es lo que estaba intentando hacer yo: hablar con la policía;
pensaba usar el teléfono del torreón norte.
—¿Y tú por qué quieres llamarlos por teléfono?
Justina titubeó. ¿Debería decirle a Helena lo del vestido blanco? Aún no
estaba muy segura de querer confiar en la delegada principal.
—Pensé que tenía una pista… —contestó—. No puedo contárselo a la
señorita De Vere, porque me dijo que no me metiera en el asunto. Estuvieron
a punto de expulsarme ayer. Pero a ti sí te escuchará.
—Puede ser. —Helena seguía dándole vueltas a su pulsera—. Es solo
que… no quiero que la gente sepa que yo estaba… Que yo iba a ver a Ted.
—¿Cuál es el problema? —dijo Justina—. Si encontramos a Letitia…
—Vamos a enterarnos —apremió Helena—. Por eso quería verte. Tú
sabes de cosas de detectives. Estuviste en esos líos otros años. Vamos a ir a
casa de Ted y, si Letitia está allí, tú sabrás qué hacer.
—Yo llamaría a la policía enseguida —dijo Justina—. Tengo el número
de teléfono del inspector Deacon.
—Entonces, de acuerdo —dijo Helena—. Si creemos que Letitia está en la
casa, llamaremos a la policía. Hay un teléfono en el bar del pueblo. Iremos
allí.

Página 107
Todo aquello resultaba de lo más arriesgado. Las mujeres nunca entraban
en los bares solas. Justina se preguntó si serían verdad los rumores que había
sobre Helena: que iba a los bares con amigos y todo eso.
—¿Vamos ahora? —preguntó Helena—. Ahora todo el mundo está
viendo el partido…
—De acuerdo —asintió Justina.
Sabía perfectamente que no podría resistir esa tentación.

Resultaba muy extraño cruzar la propiedad del colegio junto a Helena, casi
como si fueran amigas. Cierto: Helena caminaba un poco por delante de
Justina y ni siquiera le dirigía la palabra, pero de todos modos resultaba raro.
Pasaron junto al roble que había en la explanada de césped. ¿Solo hacía un
mes que el señor Davenport les había dicho que lo dibujaran? El círculo de
hierba ahora parecía desaliñado y descuidado. Los terrenos de juego estaban
en el otro extremo del recinto escolar y Justina pudo escuchar los gritos y los
aplausos de la cancha de lacrosse. Esperaba que las chicas de tercero ganaran,
aunque Rose se pondría insufrible si conseguía marcar el tanto de la victoria,
que sería lo que probablemente haría. Helena iba por delante, con su abrigo
rojo, con la melena rubia ondeando al viento. Era una tarde fría y Justina
pensó que debería haber cogido el abrigo.
La cabaña de Ted estaba en las afueras del pueblo; formaba parte de una
hilera de tres casitas. No se encontraba en realidad muy lejos del colegio.
¿Sería posible que Letitia estuviera allí, tan cerca de la escuela? Parecía que
Helena conocía bien el camino. Abrió la cancela y, junto a Justina, cruzó el
pequeño jardín, que parecía como si habitualmente estuviera lleno de
verduras. Pero corría el mes de octubre y nada crecía en la tierra, salvo unas
pocas lechugas bajo un cobertor de plástico.
—¡Escucha! —susurró Helena—. ¿No oyes algo…?
Justina aguzó el oído, pero no pudo escuchar nada, salvo el ruido del
viento. Llegó a pensar que podía intuir algún grito, muy débil y lejano…
«¡Buena jugada!».
Helena le hizo una seña y las dos avanzaron junto a unos bastidores para
plantas de pepinos que había enfrente de la casita. Era una cabaña realmente
pequeña; solo tenía una puerta y una ventana en la planta baja, y otra en la
planta de arriba. Justina pensó en Hansel y Gretel. «¡Mira! El tejado está
hecho de galletas con miel y la aldaba de la puerta es de chocolate con
menta».

Página 108
—¡Justina! —Helena la agarró del brazo.
Alguien salía.
No había tiempo para huir. Las dos chicas se quedaron plantadas ahí,
mientras la puerta se abría de par en par y aparecía un hombre en el umbral.
Tenía barba, y llevaba un sombrero y un abrigo que parecía una capa.
—¡Señor Davenport! —exclamó Justina.
—Justina. Eleanor. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—No es Eleanor: me llamo Helena. —Incluso en esas circunstancias, la
delegada principal se enfurruñaba si los profesores no conocían su nombre.
Hubo algo en el profesor de Arte, tal vez su mirada tranquila —no
sorprendido, sino más bien preocupado—, que impulsó a Justina a confiar en
él.
—Pensábamos… Pensábamos que Letitia podía estar aquí.
Para sorpresa de Justina, el señor Davenport no se echó a reír, ni les dijo
nada impertinente. Solo se rascó la barba y dijo:
—Yo pensé lo mismo, pero ahí dentro no hay nadie. Parece que el amigo
Ted ha desaparecido. Aunque he encontrado esto.
Les tendió algo. Era uno de los cordones de los zapatos que Letitia
utilizaba para anudarse el pelo.
—¡Es de Letitia! —exclamó Justina.
—Eso creo. Tenemos que decírselo a la señorita De Vere. Vamos, chicas.

La señorita De Vere se encontraba viendo el partido, así que el señor


Davenport les dijo que esperaran en el despacho de la directora. Helena y
Justina se quedaron fuera, apoyadas en la pared, en silencio. Justina pensó que
ambas se habían quedado estupefactas al comprobar que tenían razón. Parecía
que Letitia sí había estado en la cabaña del jardinero.
La directora no tardó mucho en llegar. Justina pudo escuchar sus pisadas,
ligeras pero firmes, subiendo deprisa las escaleras. La señorita De Vere
apareció unos segundos antes que el profesor de Arte. Abrió su despacho con
la llave, se sentó tras el escritorio, les hizo a las chicas unas cuantas preguntas
y luego telefoneó a Scotland Yard.
—Inspector Deacon, por favor.
Justina no pudo evitar sentirse ligeramente emocionada. Estaba allí, en el
centro de la acción. La señorita De Vere estaba hablando con el inspector. No
tardaría en volver a presentarse en Highbury House. Tal vez quisiera volver a
interrogarla…

Página 109
Cuando la directora terminó de hablar y colgó el teléfono, miró a Justina.
—Creí que te había dicho que no te metieras en esto —le dijo, con una
mirada gélida.
—Por favor, señorita De Vere —la interrumpió Helena—. Ha sido culpa
mía. Le pedí a Justina que me acompañara. Tenía miedo de ir sola.
Justina apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¡Helena Bliss salía en su
defensa! ¡En realidad, Helena estaba admitiendo que había actuado mal!
La señorita De Vere también pareció bastante sorprendida.
—Muy mal por tu parte, Helena —la reprendió, pero su tono resultaba
más amable—. Deberías haber venido a verme directamente. En todo caso, no
comentaremos esto. Podéis iros, niñas. Edward, ¿puedes esperar un
momento?
Justina se percató de que se estaba refiriendo al señor Davenport. Con
frecuencia olvidaba que los profesores también tenían nombres de pila.
—Señorita De Vere —murmuró Justina—, hay una cosa más…
—Ah, ¿sí? —La directora arqueó las cejas.
—Hay un vestido en el armario de la celadora. Creo que es el vestido que
llevaba el fantasma que vimos en los jardines la otra noche.
La directora y el señor Davenport intercambiaron una mirada.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó la señorita De Vere.
—Porque lo he visto. Cuando estuve en la enfermería. —Justina no pensó
en mencionar a Dorothy.
—Claro. Muy bien, Justina. Le preguntaré a la celadora por ese vestido.
Podéis iros.
Las chicas bajaron deprisa las escaleras de piedra. En el rellano, Justina se
volvió hacia Helena.
—Gracias por defenderme ahí arriba…
Helena se encogió de hombros.
—No es nada. —Se miró las uñas durante un instante y luego dijo—:
Justina, ¿dónde crees que habrá ido Ted? ¿Crees que es el secuestrador?
—Si de verdad ha desaparecido, desde luego parece sospechoso… —dijo
Justina.
—No me lo puedo creer… —musitó Helena. Y entonces pareció animarse
—: El señor Davenport parece bastante apuesto, ¿no?
Justina puso cara de desesperación. De verdadera desesperación.

Página 110
Fue un suplicio esperar a que acabara el partido. Helena se había largado sin
decir ni una palabra más, así que Justina se quedó sola en la sala común de
tercer año hasta que la puerta se abrió de repente y la sala se llenó de chicas
—parecían cientos—, todas hablando a la vez:
—¡En el último minuto…!
—… cae la bola…
—… claramente en el área…
—… y va Rose, ¡y marca!
—Rose estuvo fabulosa…
—Rose…
—Rose…
Justina vio a Stella y corrió hacia ella.
—¿Ganasteis?
—Sí. Diez a siete. Rose metió tres: ¡un hat-trick!
—Genial. Ven, tengo que contarte una cosa.
Empujó a Stella hacia el patio y le contó las aventuras de aquella tarde. Su
amiga parecía atónita y obsesionada con el hecho de que Helena le hubiera
pedido ayuda a Justina.
—Creía que te odiaba.
—Y yo.
—Recuerda… —dijo Stella—. Estuvo preguntando por ti durante la cena
anoche. Y vi que te buscaba en el desayuno esta mañana.

Página 111
—Claro, pero yo solo pensé que estaba buscando una razón para
regañarme. En cualquier caso: hemos progresado mucho. Estoy deseando que
llegue el inspector Deacon.
—Cuando volvíamos del partido estaba aparcando un coche negro en la
puerta principal.
—¿De verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?
—No pensé que…
—Ya debe de haber llegado el inspector. A ver cuándo me llama…
Pero Justina tuvo que esperar a que pasara la cena y una velada
interminable en la sala común, escuchando la radio y a las chicas hablar sobre
las hazañas de Rose en el partido de lacrosse. Miró por la ventana y vio luces
de linternas. ¿La policía seguía buscando por los alrededores del colegio?
¿Por qué no hablaban con ella? Ella era la única que tenía todas las pistas.
Justina golpeó la ventana con un gesto de frustración. Rose le preguntó si le
estaba dando un ataque.

La señorita De Vere no se presentó hasta que todas empezaron a subir para


irse a la cama: apareció en el umbral de una puerta que daba a su escalera.
—Justina. Un momento, por favor.
Las otras chicas la miraron con curiosidad mientras continuaban subiendo
las escaleras. La directora llevó a Justina a una salita con las reglamentarias
cortinas de terciopelo y óleos siniestros.
—Pensé que podrías estar interesada en cómo va la investigación —dijo la
directora.
—Lo estoy —confirmó Justina.
—Esto no significa que yo quiera que te involucres de ninguna manera,
¿entendido?
—Sí, señorita De Vere.
—La policía ha registrado la cabaña de Ted y ha encontrado varias
pruebas que demuestran la presencia de una niña en ese lugar. También han
encontrado un horario de ferrocarril.
—¿Eso significa que Ted podría haberse llevado a Letitia lejos de aquí?
La señorita De Vere arqueó las cejas.
—Por favor, no me interrumpas, Justina. —Y luego añadió lentamente—:
Parece que puede habérsela llevado al norte, a Escocia. Creo que tiene
familiares por allí. También le he preguntado a la celadora por su vestido. Me

Página 112
dice que es su vestido de novia; lo conserva por razones sentimentales. Se ha
casado hace poco. Y, por lo que a mí concierne, ahí se acaba el caso.
Pero, por lo que concernía a Justina, aquello no cerraba el caso de ninguna
manera. ¿Qué significaba el desgarrón que se había remendado? Pero la
señorita De Vere tenía un gesto tan severo que no se atrevió a interrumpirla
otra vez.
—Puede que el inspector Deacon quiera hablar contigo —continuó
diciendo la señorita De Vere—. Hasta entonces, quédate en tu dormitorio y no
salgas por tu cuenta bajo ningún concepto. ¿Está claro?
—Sí, señorita De Vere.
La directora le lanzó una de sus miradas penetrantes antes de dar media
vuelta y dirigirse hacia su despacho.
Justina se quedó allí, de pie, quieta, pensando. ¿El vestido de la celadora
era solo un vestido de novia? ¿Ted se había llevado a Letitia a Escocia? ¿Qué
prueba habían encontrado en la cabaña de Ted? ¿Era el cordón del zapato u
otra cosa?
—¡Psst! —chistó alguien a su espalda.
Justina se sobresaltó. La cortina se movió y, al retirarse, apareció Dorothy
con un plumero en la mano.
—Lo he escuchado todo —dijo—. ¿De verdad Ted ha secuestrado a
Letitia? No me lo puedo creer. Siempre me pareció un chico estupendo.
—Eso es lo que dijo Helena Bliss —le explicó Justina. Y le contó todas
las andanzas del día.
—Así que ahora eres amiga de Helena —dijo Dorothy—. Es asombroso.
—No sé si me volverá a dirigir la palabra —contestó ella. Estaba harta de
que todo el mundo estuviera obsesionado con Helena. En su opinión, era la
persona más irrelevante del mundo.
—¿Y qué me dices de la celadora? —preguntó Dorothy—. ¿Crees que es
inocente?
—Yo sigo creyendo que está involucrada de alguna manera… Tú misma
encontraste el remiendo en el vestido.
—Supongo que pudo hacerse el desgarrón de otra manera. Tiene una foto
de su boda en la habitación. Le echaré un vistazo cuando vaya a encenderle la
chimenea esta noche.
—Eso estaría genial —dijo Justina—. Creo que lo mejor será que suba ya
al dormitorio.
—Ven luego a mi habitación —dijo Dorothy—. Entonces podremos tener
una verdadera conversación detectivesca.

Página 113
Ya fuera porque no se había tomado la leche caliente de la celadora o porque
su cabeza hervía con mil ideas y planes, lo cierto es que Justina no tuvo
problemas para mantenerse despierta. Antes de ir a ver a Dorothy, escribió en
su diario:

La desaparición de Letitia.
Más pistas.
El vestido blanco de la celadora, en el armario. ¿Es el vestido que
llevaba el «fantasma»? La tela parece la misma y tiene un
desgarrón. Si es el vestido que buscamos, ¿será posible que la
celadora sea la secuestradora?
La leche caliente. ¿Intentó la celadora que me quedara dormida
profundamente? ¿O quiso envenenarme?
Las voces en la casa de Ted y el cordón que encontró el señor D.
¿Son pruebas de que L estuvo allí? La señorita De Vere mencionó
otra prueba. ¿Qué puede ser?

Justina dejó de escribir. Las otras chicas, todas, ya estaban dormidas, al


parecer. Eva había empezado con sus chillidos otra vez. Seguramente estarían
agotadas por el esfuerzo del partido de lacrosse. Casi con toda seguridad,
Rose estaría soñando con sus tres goles.
Justina salió de la cama y se puso la bata. Recordó la noche que Letitia la
había seguido hasta la habitación de Dorothy. Ella se había enfadado
muchísimo. Si Letitia volvía a aparecer algún día, sería más amable con ella.
Al fin y al cabo, o al menos eso pensó Justina de repente, lo único que había
pretendido Letitia era tener una amiga.
Avanzó rápidamente por el pasillo, intentando, como siempre, ser
silenciosa como un fantasma. Pudo escuchar la radio sonando en la habitación
de la celadora. Bueno, eso significaba que estaba concentrada en otros
asuntos. Justina aceleró hasta el rellano y subió los peldaños de dos en dos
hasta el ático.
Dorothy la estaba esperando, aún con el uniforme de doncella.
—Me alegra que hayas venido —dijo, y la arrastró hacia dentro de la
habitación—. Mira lo que he encontrado: es la foto de boda de la celadora. No
es la que tiene en el tocador. Esta estaba en uno de los cajones.

Página 114
Justina no le dijo a Dorothy que no debería haber curioseado en las
pertenencias de la celadora, porque ella habría hecho lo mismo. Cogió el
retrato enmarcado: la fotografía mostraba a un hombre y a una mujer
sonriendo delante de una iglesia. La novia, claramente, llevaba el vestido que
estaba en el armario. Entonces, Justina lo miró con más detenimiento.
—El novio. ¿El novio no es…?
—Sí —clamó Dorothy con aire triunfal—. Es Ted. La celadora está
casada con Ted.

Página 115
Los domingos había que ir a la iglesia. A Justina la celebración de los oficios
religiosos le resultaba bastante aburrida, pero siempre disfrutaba del paseo y
de la posibilidad de salir del recinto escolar al menos unas horas. Aquel día se
aseguró de que Stella y ella se quedaran al final de la fila y así pudo contarle
todas las novedades sobre la celadora y Ted, el jardinero.
—No me lo puedo creer —susurró Stella—. ¡La celadora está casada con
Ted! ¿Por qué lo ha mantenido en secreto?
—Tal vez porque estaban planeando secuestrar a Letitia. La celadora
sabía lo rico que es lord Blackstock; ese señor le prestó a la señorita De Vere
el dinero para mantener abierto el colegio. Tal vez por eso todos los
profesores eran tan condescendientes con Letitia.
—¿Cómo lo sabes? Lo del dinero, digo.
—Me lo dijo mi padre.
La señorita Morris encabezaba la fila de niñas con Sabre. Se dio la vuelta
y gritó:
—¡Vamos, Justina y Stella! ¡No os quedéis atrás!
—Seguramente teme que también nos secuestren a nosotras —dijo
Justina, mientras apretaban el paso.
—A mí nadie me va a secuestrar —añadió Stella—. Mis padres son
demasiado pobres.
No hubo más ocasión de hablar. Llegaron a la iglesia y se sentaron en fila
en los primeros bancos. La señorita Morris ató a Sabre en la entrada, y Justina

Página 116
pensó que ojalá se hubiera podido quedar con él fuera. Dejó que su
pensamiento divagara durante la misa, mientras el vicario hablaba sobre el
perdón y la señorita Evans tocaba notas que parecían completamente
aleatorias en el órgano. ¿De verdad era posible que Ted y la celadora hubieran
secuestrado a Letitia? En cierto sentido, tenía lógica. Ted había estado en los
alrededores del colegio la noche en la que Justina fue a la torre. La celadora
había dicho que el jardinero encontró a Justina cuando entró a trabajar por la
mañana, pero eso podía ser solo una excusa, ¿no? Ted podría haber utilizado
el vestido de la celadora para aterrorizar a las Lechuzas la noche del festín
nocturno, para que huyeran y salieran corriendo, y así tener la oportunidad de
secuestrar a Letitia. El espectro tenía el pelo rubio, o eso creía recordar
Justina. Y la celadora también. Así que a la celadora le habría resultado
bastante fácil hacerse pasar por Grace Highbury…
—Oremos al Señor —entonó el vicario.
«Por favor, Señor —rezó Justina—, por favor, que Letitia esté bien. Por
favor, déjanos encontrarla…».
La señorita Evans tocó una canción parecida a Tuya es la gloria. En el
exterior, Sabre ladró. «Un buen crítico musical, evidentemente», pensó
Justina. Luego, tras la bendición final, las chicas salieron a la calle, al
encuentro con un sol tibio e invernal.
Justina y Stella no hablaron mucho durante el camino de vuelta al colegio.
Justina pensaba en la posibilidad de ir a ver a la señorita De Vere. La
acusarían de nuevo de volver a interferir en el caso, pero, aun así, ¿valdría la
pena? Aunque quizá la señorita De Vere ya sabía que la celadora estaba
casada con el jardinero. ¿Los jefes preguntan esas cosas cuando van a dar
trabajo a alguien?
La fila de niñas avanzó serpenteando despacio junto a la carretera, con las
arboledas a un lado y los herbazales altos susurrando debido al viento. En los
entrenamientos, con el equipo de campo a través, Justina había recorrido ese
camino muchas veces, pero siempre le resultaba más largo cuando iba
andando. También le parecía más frío. Las chicas solo llevaban sus
impermeables, que no eran de mucha utilidad frente al aire helado. Justina
hundió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Por fin llegaron a las
verjas del recinto escolar, y parecía que los grifos de piedra también
estuvieran ateridos de frío.
Las chicas comenzaron a caminar más deprisa, soñando con llegar cuanto
antes al colegio y tomar un chocolate caliente (el lujo dominical). Justina y
Stella volvieron a quedarse atrás. Justina miró el camino, casi esperando ver

Página 117
las huellas de Letitia, pero solo había hojas otoñales en el suelo y alguna
bellota suelta. Y… un momento, ¿qué era aquello? ¿Una semilla? ¿Una
píldora? Justina se agachó.
—¿Qué es eso? —preguntó Stella, pateando el suelo para entrar en calor.
Justina alargó la mano. Aún era capaz de oír la voz de Letitia en su
cabeza: «Pon la mano recta». Sintió el olor de los establos y de los caballos.
Escuchó el ruido de las pezuñas y el tintineo de las bridas.
—Es una golosina para caballos —dijo.
«Golosinas para caballos. Siempre llevo algunas encima. Incluso en la
bata».
Luego, casi inmediatamente, sonó en su cabeza su propia voz,
declamando el papel de Hansel.
«No temas, Gretel. He dejado un rastro de piedrecitas que nos mostrará el
camino para volver con nuestros padres».
—¡Stella! —Justina agarró con fuerza el brazo de su amiga—. ¡Letitia ha
dejado un rastro para que vayamos a buscarla!
—¿Qué?
—Creo que ha dejado un rastro de golosinas para caballos. Sabemos que
Ted ha sacado a Letitia de la cabaña… quizá porque se dio cuenta de que
Helena había escuchado su voz. ¿Y si la ha vuelto a traer aquí, al colegio, y la
tenemos delante de nuestras narices? Vamos a ver si hay alguna más.
Fue Stella la que encontró la siguiente, justo en el borde de la hierba del
roble. Justina vio otra cerca de los escalones de la entrada principal.
—¿Habrá venido por aquí? —dijo—. Eso significa que… ¡está dentro del
colegio!
El resto de las chicas ya estaba en el interior. Era solo cuestión de tiempo
que la señorita Morris diera media vuelta y fuera a buscarlas para que
entraran. Había sido su tutora el año anterior, así que se conocía todos los
viejos trucos de Justina.
—Aquí hay otra —dijo Stella—. Junto a la pared.
—Ha venido por aquí —murmuró Justina—. ¡Rápido! Antes de que venga
a buscarnos la señorita Morris…
Bordearon los muros del colegio. Al principio pensaron que habían
perdido el rastro, pero luego Stella encontró otra golosina de caballos cerca de
las pocilgas. Una de las cerdas estaba hozando y olfateándola desde detrás de
la cancela de la pocilga, con la esperanza de alcanzarla y comérsela. Había
otra en el camino que conducía a los jardines de la cocina. Luego, otra en el
parterre, en ese momento vacío, salvo por unos cuantos tallos parduzcos.

Página 118
—Ha sido una suerte que no se las hayan comido los zorros —dijo
Justina, recordando el zorro que supuestamente había mordido los cierres de
la cubierta de la piscina.
—Eso significa que no llevan aquí mucho tiempo —dijo Stella.
¿Cuándo habría llevado Ted a Letitia ahí? ¿Sería el día anterior, antes de
que Justina y Helena llegaran a la cabaña?
Justina se preguntó si el rastro acabaría en la torre. Todo indicaba que
acabaría allí. Pero entonces vieron otra golosina equina en el camino que iba a
la entrada del fregadero de la cocina. ¡Y había otra en el peldaño de la
entrada!
—Volvió al edificio principal —supuso Justina—. Pero entró por las
cocinas. Igual que nosotras la noche de la fiesta nocturna…
La puerta trasera estaba abierta. Pudieron oler la comida dominical —
berza hervida y carne demasiado hecha— y oyeron a la cocinera quejándose
de algo. Luego se produjo un estrépito de platos y Ada, la criada que
trabajaba en el fregadero, empezó a disculparse. No había chucherías equinas
en el pasillo de la cocina. Justina pensó que probablemente se barría con
demasiada regularidad. Pero, cuando empezaron a subir la escalera de
servicio, encontraron otra más en el primer rellano.
—¡Es por aquí!
Primera planta. Segunda planta. Buscaron por toda la tarima de madera
del pasillo y, entonces, cuando estaban a punto de rendirse, Justina señaló una
golosina equina junto a las escaleras estrechas del ático. Subieron corriendo
por ellas y se detuvieron arriba del todo. Pudieron escuchar música de baile
procedente de la sala común de las chicas de sexto. Las únicas salas de
aquella planta eran la habitación de Dorothy y el estudio de arte. Y, al final
del pasillo, la puerta del torreón norte estaba cerrada a cal y canto.
Mientras jadeaban en el rellano, la puerta del estudio de arte se abrió y
salió el señor Davenport, con una brocha en la mano.
—¡Chicas! ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Estamos siguiendo el rastro… —dijo Justina, sintiéndose
completamente idiota en ese momento.
—Nosot… pensábamos que… —tartamudeó Stella, apoyándose solo en
una pierna—. Pensamos que Letitia podría estar aquí.
Una vez más, el señor Davenport no se echó a reír, y tampoco mencionó
que las niñas estuvieran en una zona prohibida. Cuando terminaron con su
confusa explicación, el profesor dijo:
—Esperad aquí. Voy a buscar a la señorita De Vere.

Página 119
La directora apareció unos minutos después. Parecía cansada y bastante
enfadada.
—Veo que has estado muy ocupada otra vez, Justina.
—Hemos seguido un rastro de golosinas de caballo —dijo Justina, con
una vocecilla.
—Ya.
Buscaron en todas las habitaciones e interrumpieron la fiesta de las chicas
de sexto, cuando estaban descansando en la sala común, algunas todavía en
pijama. Miraron en el estudio y en el dormitorio de Dorothy, e incluso en la
sala del torreón. Pero no había ni rastro de Letitia.
—Tal vez unos deberes extra te quiten de la cabeza esa manía
detectivesca —indicó la señorita De Vere.

A Justina en realidad no le importó que le pusieran más deberes de Historia.


Resultaba bastante relajante escribir sobre la reina Isabel I y olvidarse del
secuestro durante un rato. Pero después, cuando ya estaba en la cama,
descubrió que no podía dejar de pensar en ello. ¿Había sido realmente Letitia
quien había dejado el rastro de golosinas equinas? Y, si fue así, ¿la habrían
ocultado en algún lugar de la mansión?
De repente, recordó un fragmento de sus deberes de Historia. «En 1585, la
actitud de la reina Isabel hacia los católicos cambió. A los católicos se les
prohibió que asistieran a las misas. Algunas familias católicas escondieron a
sus sacerdotes en los llamados “escondrijos de curas”, pero, si los
encontraban, podían ser encarcelados o condenados a muerte…».
Y recordó la primera lección de historia de ese año, con la señorita
Hunting.
«Señorita Hunting, el año pasado usted dijo que Highbury House podría
haber sido un refugio de curas católicos. Un sitio donde se podían esconder».
«Cierto, Justina. Creo que aquí hubo un refugio para sacerdotes
católicos…».
La señorita Hunting había dado a entender que el escondrijo del cura
estaba en las bodegas, pero ¿y si estaba en el extremo opuesto del edificio, en
las buhardillas? Pensó en esa última planta, bajo los aleros y los tejados. El
dormitorio de Dorothy estaba demasiado vacío como para que nadie pudiera
estar oculto allí. Y, por lo que podía recordar, la sala común de las chicas de
sexto tenía unas sencillas paredes encaladas, al contrario que el estudio, que
estaba revestido con paneles de madera.

Página 120
El estudio de arte.
A Justina le asaltó el repentino recuerdo del retrato que el señor
Davenport había estado haciendo de Irene… Se había concentrado en la pared
revestida que había tras ella. Un revestimiento de madera muy enrevesado, o
eso era lo que recordaba.
Se levantó y se puso la bata. Cogió la linterna que guardaba debajo de la
almohada y, como tantas otras veces, cruzó de puntillas la habitación y el
pasillo del dormitorio.
Justina llamó a la puerta de Dorothy.
—Soy yo —susurró.
Dorothy abrió en pijama, con el pelo enmarañado y de punta.
—Dorothy —le apremió Justina—. ¿Tienes la llave del estudio de arte?
—Sí —contestó su amiga, frotándose los ojos—. Tengo que limpiarlo
mañana.
—¿Me la dejas?
Dorothy volvió al interior de su habitación y salió en bata, con la llave en
la mano.
—Voy contigo.
El estudio se encontraba en el extremo del pasillo. Todo estaba en
silencio, pero Dorothy era la única persona que dormía en el ático. ¿O no?
Justina abrió la puerta. La sala olía a pintura y a aguarrás. Dorothy
encendió la luz. Las filas de sillas tenían un aspecto siniestro, como si
estuvieran esperando algo. Justina se acercó al caballete del profesor e intentó
calcular dónde estaba sentada Irene aquel día. Sí, tenía la cabeza justo debajo
de aquella calavera de venado. Y el panel de revestimiento que había debajo
del ciervo tenía un tallado muy extraño: un pelícano y un pez. Justina se
acercó.
—¿Qué haces? —susurró Dorothy.
—Creo que este es un escondrijo de curas.
—¿Un qué?
—Un lugar para esconderse.
Justina tocó el pez. ¿No era algo demasiado extraño para adornar los
paneles de revestimiento de las estancias? La cola del pez sobresalía
demasiado de la talla. Era muy naturalista, y tenía escamas diminutas talladas
en la madera. Una casi podía imaginarse al pez saltando en el agua. Justina
apoyó la mano en la cola del pez y apretó. De inmediato, el panel se abrió,
dejando en la pared un gran agujero negro y cuadrado.
Dorothy ahogó una exclamación.

Página 121
Y entonces se oyó una vocecilla:
—¿Justina? ¿Eres tú?

Página 122
¡Letitia!
Justina enfocó con la linterna el interior del agujero. Letitia estaba
sentada, acurrucada, en aquel hueco diminuto. Cuando Justina le tendió la
mano, la chica se aferró a ella y Justina tiró de su amiga para sacarla de allí.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí… —Letitia se estiró. Aún estaba en pijama y con la bata, que estaba
muy sucia y llena de barro. También tenía la cara sucia, y parecía como si
hubiera estado llorando. Pero ahora casi se estaba riendo, aferrada al brazo de
Justina.
—¡Sabía que me encontrarías! ¿Seguiste mi rastro de chucherías de
caballo?
—Sí, pero…
—Letitia —dijo Dorothy—. ¿Quién te secuestró?
—Fue Ted, el jardinero —dijo Letitia—. Esperad a que os lo cuente
todo…
—Ahora no… —sentenció Justina—. Tenemos que ir a buscar a la
señorita De Vere. Y llamar a la policía.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo una voz desde la puerta. Las chicas se
giraron y vieron ahí plantada a la celadora, seria e impecable con su uniforme
de enfermera.
—¡Celadora! —Letitia corrió hacia ella—. ¡Justina me ha encontrado!
¡Me habían encerrado en un agujero de la pared! ¡Y antes me retuvieron en la

Página 123
cabaña de Ted!
—Letitia… —murmuró Justina, como si quisiera advertirle algo.
Pero la celadora ya había rodeado a Letitia con el brazo.
—Pobrecita… Vamos a la enfermería, te daré algo para que te
tranquilices.
Avanzaron hacia la puerta.
—¡Deténgase! —gritó Justina, y corrió para agarrar del brazo a Letitia—.
No te fíes de ella. Está casada con Ted.
Su amiga parecía perpleja. Eran demasiadas cosas que asimilar, pensó
Justina. La habían apresado, encerrado, y ahora la habían liberado. No era
raro que su amiga de repente pareciera incapaz de sostenerse sobre sus
propios pies. Se balanceaba y dudaba, agarrándose a Justina.
—Necesita tratamiento médico —dijo la celadora, agarrando a Letitia del
otro brazo.
—¡Socorro! —gritó Dorothy. Su voz resonó en la alta cúpula de la sala.
Se oyeron pisadas en las escaleras y apareció un hombre en la puerta: era el
señor Davenport, en pijama, en bata y con un gorro de dormir pasado de
moda en la cabeza.
—¡Letitia! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—La encontramos en el escondrijo del cura —dijo Dorothy—. Y ahora la
celadora estaba intentando secuestrarla otra vez. Está implicada en todo esto.
¡Está casada con Ted!
—¿Casada con Ted? —preguntó el señor Davenport—. Pero ¿qué estás
diciendo? Tenemos que ver de inmediato a la señorita De Vere. Ven conmigo,
Letitia.
El profesor de Arte se adelantó y agarró del brazo a Letitia. La celadora
no protestó. Dio un paso atrás, parecía un poco confusa. Dorothy miró a
Justina.
Justina avanzó sin pensárselo y, de un salto, le quitó el gorro de dormir al
señor Davenport.
El profesor de Arte se puso furioso. Y Justina vio que, mientras que la
barba del profesor era muy negra, su pelo era castaño claro. Y entonces pensó
en el retrato que había hecho del señor Davenport, y recordó claramente que
su pelo parecía de un color diferente al de su barba. Pensó en lo que decía
Letitia, que la barba del señor Davenport parecía falsa. Y en el tinte que había
en el baño de la celadora. Tinte para convertir el pelo claro en negro oscuro.
—No hay ningún Ted —dijo Justina—. El señor Davenport es Ted. Por
eso salía de la cabaña el otro día —añadió—. Usted decidió trasladar a Letitia

Página 124
y echarle la culpa al inexistente Ted. Seguramente dejó el horario de
ferrocarriles allí para que la policía lo encontrara y se convenciera de que
Letitia estaba en Escocia.
—¡Bobadas! —exclamó el señor Davenport. Y, por primera vez, Justina
distinguió el acento escocés en su voz.
—¡Corre! —gritó entonces, agarrando del brazo a Letitia—. El señor
Davenport se lanzó a intentar atraparlas, pero Dorothy le puso la zancadilla.
Entonces, las tres chicas salieron corriendo por la puerta.
—¡Edward! —gritó la celadora—. ¡Detenlas!
«Ted no es más que un diminutivo de Edward», pensó Justina, que iba
corriendo desesperada por el pasillo con sus amigas. ¿Por qué no se le había
ocurrido antes?
Ya habían llegado a las escaleras, pero el señor Davenport les pisaba los
talones. Agarró el cinturón de la bata de Letitia y tiró hacia atrás.
—¡Suéltala! —gritó Justina, que agarró el brazo de su amiga, pero el
profesor era muchísimo más fuerte. El señor Davenport sujetó a Letitia y dio
la impresión de que quería arrastrarla otra vez al estudio, cuando, de repente,
se detuvo. Apareció una figura delante de ellos. Era alguien con un vestido
blanco, y con el pelo largo y rubio.
—¡Grace Highbury! —murmuró Dorothy.
El espectro levantó la mano y señaló al señor Davenport. Él dio un paso
atrás. Justina agarró el brazo de Letitia y, pasando al lado de la figura
fantasmal, corrieron escaleras abajo tan rápido como pudieron. Dorothy iba
muy cerca, justo detrás de ellas.
Se detuvieron en el rellano, jadeando. «¿Qué deberíamos hacer ahora? —
se preguntó Justina desesperada—. ¿Vamos a buscar a la señorita De Vere o
nos marchamos por la puerta principal?». En ese momento escucharon voces
en el piso de abajo.
—¡Vamos! —Y corrieron desesperadas el siguiente tramo de escaleras.
Y se estrellaron contra el inspector Deacon y sus hombres.

—¡El señor Davenport! —exclamó Justina casi sin resuello—. Él fue quien
secuestró a Letitia. Está ahí arriba. —Y señaló las escaleras.
—Ocúpese de estas crías —dijo Deacon a uno de sus guardias—. Y tú,
ven conmigo —le ordenó al otro. Ambos corrieron escaleras arriba.
Las chicas se miraron unas a otras. Letitia aún parecía un poco aturdida;
Justina estaba temblando.

Página 125
—¿Viste al fantasma? —dijo Dorothy sofocando el miedo—. ¡Era el
fantasma de Grace Highbury!
—No era ningún fantasma —contestó Justina—. Era Helena Bliss.
—¿Viste el miedo que tenía Davenport? —preguntó una voz detrás de
ellas.
Helena estaba sonriendo.
—No soporto a los hombres cobardes.
Con su vaporoso camisón blanco, con aquella melena rubia y suelta,
realmente parecía un ser de otro tiempo. O un ángel.
—Estaba en la sala común de las mayores —dijo—. A veces subo allí
cuando no puedo dormir. Oí voces y me imaginé lo que estaba pasando. Pensé
que podría darle un buen susto al viejo Davenport.
—Lo conseguiste —dijo Justina—. Él sí cree en los fantasmas. Nos lo
dijo durante la primera clase. Nos has salvado.
—¡Niñas! —exclamó la señorita De Vere, que apareció de repente en el
rellano, ataviada con un fabuloso kimono japonés.
—¿Qué demonios está pasando aquí? Salgo de mi habitación y me
encuentro al inspector Deacon deteniendo a la celadora y al señor Davenport.
¡Oh, Letitia, querida! ¿Te encuentras bien? ¿Te han hecho daño? —Rodeó
con los brazos a Letitia, que se zafó como pudo.
—Me encontró Justina —informó Letitia—. Debería darle las gracias a
ella.
La señorita De Vere la miró por encima de la cabeza de Letitia. Estaba
sonriendo.
—Gracias, Justina —dijo.

Página 126
Las horas siguientes fueron muy intensas. La señorita De Vere las llevó a la
sala de profesores, donde les dejó unas tazas de té en una bandeja. ¿Habría
hecho el té ella misma? Dorothy tenía los ojos abiertos como platos al aceptar
la taza que la directora le ponía en las manos. Entonces lord y lady Blackstock
irrumpieron en la sala. Lady Blackstock se abalanzó sobre Letitia, sollozando
y riendo al mismo tiempo. Lord Blackstock resopló fuerte por la nariz,
parecía como si estuviera intentando contener las lágrimas. Luego lady
Blackstock soltó a Letitia y arrastró a Justina a sus brazos.
—La señorita De Vere nos ha dicho que has sido tú quien ha encontrado a
nuestra hija. ¿Cómo podremos agradecértelo?
—No ha sido nada… —Justina se sentía halagada y ruborizada al mismo
tiempo. Se alegraba de haber visto las golosinas equinas y, después, haber
recordado lo de los refugios de los curas católicos, pero no pudo evitar pensar
que debería haber resuelto el misterio mucho antes. ¿Por qué no se paró a
considerar lo extraño que resultaba que la celadora rubia tuviera un tinte de
color negro? Y, además, habían pillado al señor Davenport saliendo de la
cabaña de Ted. ¿Por qué no se había dado cuenta del parecido? Tal vez fue
por la barba, que debería haber visto que era falsa. Tal vez fue porque nunca
se había fijado mucho en Ted… —de eso se dio cuenta Justina en ese
momento—, y todo por aquella norma tonta de que las alumnas no debían
mantener ninguna relación con los «criados». Pero Helena, que sí había visto

Página 127
a Ted, también había pensado que el señor Davenport era apuesto. Justina
debería haber sospechado entonces.
Lady Blackstock también abrazó a Dorothy y a Helena. Luego Dorothy
hizo la pregunta que estaba en la mente de todos:
—Lady Blackstock, ¿por qué el señor Davenport secuestró a Letitia?
La mujer se sentó en el sofá, sujetando aún la mano de su hija. Lord
Blackstock se quedó en la puerta, como si temiera bajar la guardia.
—Es una larga historia… —dijo—. Cuando Letitia era pequeña,
encargamos a Edward Davenport que le hiciera un retrato. Por aquel entonces
era un pintor muy prometedor. Nosotros no sabemos mucho de arte y tal vez
fuera un buen trabajo, pero pensamos que era un retrato muy poco
favorecedor y lo despedimos. Debe de haber albergado ese rencor durante
todos estos años.
—Letitia me contó esa historia —dijo Justina—, cuando fui a su casa el
día de fiesta.
—Así que todo este lío podría haberse evitado —dijo Letitia— si
hubierais aceptado que yo era una niña muy fea.
—¡No eras fea! —exclamó lady Blackstock, indignada incluso después de
tantos años—. Edward Davenport era solo uno de esos pintores modernos que
no quieren que las cosas sean bonitas.
Justina recordó al señor Davenport diciéndole: «Tú no eres una aduladora,
Justina». ¿Puede que aquello, después de todo, hubiera sido un cumplido? Lo
había dicho al comentar el retrato que Justina había hecho de Letitia, uno en
el que llevaba el cordón del zapato alrededor de la coleta.
El señor Davenport dijo que había encontrado el cordón en la casita de
Ted —de eso se daba cuenta ahora Justina—, sabiendo que ella lo
reconocería. El señor Davenport también le había dicho en una ocasión que
tenía que «mirar más profundamente». Debería haber seguido ese consejo.
—Publicaron un artículo absurdo en una revista sobre Letitia, diciendo
que iba a estudiar en Highbury House —decía lady Blackstock—. Eso debió
darle la idea a Davenport. Su mujer había solicitado el puesto de celadora
aquí también. Al parecer, era enfermera…
«El colegio debería tener más cuidado a la hora de contratar celadoras —
pensó Justina—. Ha habido tres en dos años». Se dio cuenta de que estaba
muy cansada y de que sus pensamientos empezaban a ser incoherentes.
—Yo vi ese artículo —dijo—. Rose, una de las chicas de mi curso, me lo
enseñó.

Página 128
—Típico de Rose —dijo Letitia—. Estoy deseando volver a ver a todas
las Lechuzas.
—Tú te vienes a casa con nosotros —dijo lord Blackstock, que habló por
primera vez—. Y, desde luego, no vas a volver a este colegio.
—¡Oh, no… papá! —lloriqueó Letitia—. Me encanta estar aquí. Quiero
jugar al lacrosse y ver la función de teatro de Navidad. Y echaría muchísimo
de menos a Justina y a Stella. Y a Dorothy. Incluso a Rose.
—Nosotras también te echaríamos de menos —dijo Justina, dándose
cuenta de que era completamente cierto.
—Y piensa en la cantidad de bromas que podríamos gastar…
La señorita De Vere estaba junto a la ventana y Justina creyó haber
escuchado un gruñido de desaprobación.

El inspector Deacon interrogó a todas y cada una de ellas.


—Buen trabajo, Justina —dijo el inspector—. Aunque deberías haber
acudido a mí en cuanto pensaste en el escondrijo de los curas. Nosotros aún
estábamos por aquí.
—¿Por eso acudieron tan pronto? No pensé en decírselo a nadie. Quería
descubrirlo por mí misma.
—¿Cómo supiste dónde estaba el panel que escondía el refugio secreto?
Justina le dijo al inspector lo del dibujo del señor Davenport y el retrato
de Irene, y cómo había visto que el profesor se concentraba en el panel, y no
en el objeto de su dibujo.
—Debería haberlo sospechado… —se lamentó al final.
—Fue una buena idea pensar en ese panel —dijo el inspector Deacon—.
La señorita De Vere me estaba diciendo que el pez, con frecuencia, era un
símbolo del cristianismo. Tal vez por eso el refugio de los curas tenía un pez
tallado en la madera.
—Creo que la señorita Hunting dijo algo sobre eso en clase de Historia.
Debería haber estado más atenta.
Deacon torció el gesto.
—Tal vez sea una de las lecciones que podemos sacar de todo esto. Los
buenos detectives están atentos. Y no temen pedir ayuda, o ser parte de un
equipo. No puedes hacerlo todo siempre tú sola.
—Estaba Dorothy —dijo Justina—. Y Stella. Y Helena —añadió en el
último momento.

Página 129
—¿Era esa la chica que fingió ser un fantasma? Al parecer le dio a
Davenport un buen susto. Incluso a pesar de que fue él quien le había dado la
idea a su mujer de que se vistiera de fantasma el día de vuestro festín de
medianoche.
—¿Fue la celadora? Yo pensé que había sido Ted.
—Sí, debió de darse bastante prisa en volver al colegio, cambiarse de ropa
y hacerse cargo de la búsqueda de Letitia. No me extraña que se enganchara
con un rosal y se le rompiera el vestido.
—¿Qué va a pasar con Davenport ahora? ¿Y con la celadora?
—Van a ser acusados de secuestro —respondió el inspector—. Y supongo
que pasarán bastante tiempo en la cárcel. A menos que tengan un buen
abogado defensor, como tu padre.
Justina pensó que aquello solo era una broma.
—¿Por qué enviaban notas hechas con las páginas arrancadas de los libros
de mi madre? Y ¿por qué me enviaron una a mí? ¿Por qué querían que me
reuniera con ellos en la torre? —preguntó—. Parece que tenían algo personal
conmigo.
—Creo que te enviaron la nota porque Davenport sospechaba que tú
investigarías sin informar a las autoridades —dijo el inspector Deacon—. Al
parecer, los otros profesores hablaban mucho de tu… Bueno…, de tu carácter
independiente.
Justina pensó que la expresión «carácter independiente» era una manera
de decir «siempre se está saltando las normas».
—Davenport sabía lo mucho que a lady Blackstock le gustaban las
novelas de misterio de Veronica Burton —continuó Deacon—. Debió de ver
que las leía cuando estuvo trabajando en Blackstock Hall. Creo que
simplemente le gustaba la idea de torturar a la señora enviándole notas
escritas en las páginas de su escritora favorita.
Justina se estremeció. Le repugnaba que las novelas de su madre se
hubieran utilizado de aquella manera. Y a su madre también la hubiera
horrorizado. Ni siquiera le gustaba que la gente doblara una esquina de la
página para señalar por dónde iba leyendo.
—¿Y por qué el señor Davenport fingió ser jardinero? —preguntó Justina
—. ¿No complicaba innecesariamente las cosas?
—Eso fue bastante audaz —dijo el inspector—. Le permitía tener una
casita en el pueblo, por un lado, mientras hacía el trabajo. Fue muy atrevido
llevar a Letitia allí, al pueblo, y retenerla en ese lugar delante de nuestras
narices. Si la cosa salía mal, eso le permitiría culpar al misterioso Ted.

Página 130
Encontramos un pañuelo en la cabaña, con las iniciales L. B., y un horario de
trenes abierto por la página de la ciudad de Inverness, al norte de Escocia. Era
todo demasiado burdo, la verdad. Deberíamos haber sospechado que algo no
cuadraba.
—Al señor Davenport le gustaba experimentar con la realidad —dijo
Justina—. Nos lo dijo en clase.
Se entristeció al recordar que, hasta cierto punto, le había caído bastante
bien el excéntrico profesor de Arte. Y también, de repente, se sintió
enormemente cansada.
El inspector Deacon la miró cuando intentaba disimular un gran bostezo.
—Ahora ve a tu habitación y procura dormir —dijo—. Está casi
amaneciendo.
Pero cuando Justina se encaminaba despacio hacia el dormitorio, vio algo
que le hizo olvidar que tuviera nada parecido a sueño: ¡era su padre! En ese
momento cruzaba el gran vestíbulo con la señorita De Vere.
—¡Papá! —Justina se abalanzó por las escaleras.
Su padre la recibió con un gran abrazo.
—¡Justina! Me debería haber imaginado que andabas involucrada en este
lío. Lo supe en cuanto Dol… en cuanto la señorita De Vere me llamó por
teléfono.
—Bueno, al final todo ha salido bien —dijo Justina. La directora dejó
escapar un ruidillo que podría ser una risa… o tal vez otro gruñido de
desaprobación.
—Ojalá pudiera pasar un trimestre sin que te metieras en líos y corrieras
peligro —susurró su padre, pero, mientras lo decía, le apretaba el hombro en
señal de complicidad.
—¿Por qué no vais a mi salón privado, si queréis charlar? —los invitó la
señorita De Vere—. Le pediré a la cocinera que os prepare algo para
desayunar. Yo debería reunir a los profesores y contarles lo que ha sucedido.
Son casi las siete de la mañana, las niñas se levantarán pronto. Tú, Justina,
quedas eximida de ir a clase esta mañana.
—Gracias. —Se había olvidado de lo cansada que estaba y se sentía llena
de emoción.

El saloncito privado de la directora estaba junto a la entrada principal; allí era


donde se entrevistaba con los padres que querían llevar a sus hijas a Highbury
House, y estaba lleno de trofeos deportivos y halagüeñas acuarelas del

Página 131
colegio. Justina y su padre se sentaron en el asiento de la ventana mientras el
sol del amanecer empezaba a colarse por el cristal, y entonces Justina le contó
toda la historia: lo de Letitia, el festín nocturno, el vestido blanco, las voces
en la cabaña del pueblo, el rastro de golosinas equinas, el escondrijo del
cura…
—Dios bendito, Justina… —exclamó su padre cuando ella acabó el relato
—. Es toda una historia. Tal vez deberías ser escritora cuando seas mayor…
—Quiero ser detective —dijo Justina—. ¿Recuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo? —dijo su padre. Hizo entonces una ligera
pausa y luego añadió—: ¿Justina…? —De repente, pareció algo nervioso, y
se puso a juguetear con las borlas de la cortina—. Tengo que pedirte una cosa.
Creo que este podría ser un buen momento.
—¿Qué es? —peguntó Justina, pero sentía que se le estaba oprimiendo el
corazón. «Va a casarse con la señorita De Vere», pensó. «Voy a tener que
llamarla “madre”. No voy a poder soportarlo».
—Es sobre Dorothy.
—¿Dorothy? —Justina se animó casi de repente.
—Es una chica muy lista —dijo su padre—. Es un error que trabaje de
criada aquí en vez de ser alumna. Sobre todo cuando ha sido una amiga tan
buena para ti. ¿Crees que sus padres se ofenderían si yo pagara las facturas
para que estudiara aquí? Dolores ha dicho que le encantaría aceptarla como
alumna.
—Yo creo que a sus padres les haría mucha ilusión —dijo Justina. Ahora
su ánimo estaba desatado. En el siguiente trimestre, Dorothy sería compañera
suya. Justina, Stella y Dorothy serían compañeras y amigas. «Y Letitia
también», pensó. Ahora era parte de la cuadrilla. Justina se sintió con fuerzas
incluso para soportar que su padre, sin querer, hubiera llamado «Dolores» a la
directora.
—Bien, pero espero que no andéis por ahí buscando misterios.
—No, descuida —confirmó Justina—. Seguro que ya no quedan más
misterios que resolver.

Página 132
El personaje de Justina está inspirado en mi madre, Sheila de Rosa, que fue a
un internado en la década de 1930. Mi madre se educó con su padre, que era
actor, y nunca había ido a una escuela. Al principio le pareció un lugar
desconcertante, pero, como Justina, allí encontró compañeras de clase con las
que entabló una amistad imperecedera. Aunque, al contrario que Justina,
nunca resolvió crímenes de ningún tipo.
Escribí este libro durante el confinamiento de la pandemia de 2020 y
2021, que me permitió comprender mejor el aislamiento de las niñas en
Highbury House. Si mis libros han servido para animar a alguien durante
estos tiempos extraños, eso me hará muy feliz.
Estoy muy agradecida por el apoyo que he recibido de mis editores y de
mi maravillosa agente, Rebecca Carter. Quiero dar las gracias a todo el
mundo en la editorial por su enorme trabajo conmigo en circunstancias tan
difíciles. Y también quiero dar las gracias especialmente a Sarah Lambert,
Rachel Boden y Dominic Kingston. Gracias a Alison Padley por la preciosa
cubierta y a Nan Lawson por las brillantes ilustraciones de Justina. Gracias
también a mi hermana y profesora, Giulia de Rosa, por sus consejos sobre las
clases de arte.
Este es un libro sobre la amistad, y está dedicado, por tanto, a mis chicos
grandes, Juliet y Alex Maxted, y a su amiga de la infancia, Monique
Dingelstad: JAM, siempre juntos.

Página 133
Elly Griffiths

Página 134
Nos invitan a un baile. ¿Qué te pondrías?
a. Una tiara y un vestido de gala.
b. Un vestido bonito, ni demasiado sencillo ni demasiado estrafalario.
c. Un vestido de fiesta y unas gafas recién compradas.
d. Algo oscuro, así puedo escaquearme sin que me vean. Zapatos planos para que la
huida resulte más fácil, bolso para llevar la linterna y una navaja.
e. No estoy muy segura de lo que es un baile, pero creo que será algo superdivertido.

Es el día de la competición deportiva. ¿Cuál es tu mayor temor?


a. No tener una bolsa lo bastante grande para meter todos mis trofeos.
b. Que voy a hacer el ridículo y a ponerme en evidencia.
c. Que se me rompan las gafas.
d. Que tenga que hacer algo que requiera habilidad para coger o lanzar algo.
e. El día de competiciones deportivas es superdivertido. ¿Por qué preocuparse por
algo?

¿Quién es tu profesor favorito?


a. El profesor o profesora de Educación Física.
b. Me caen bien todos y no tengo un favorito.
c. El profesor o la profesora de Lengua y Literatura, porque me gusta inventar
historias.

Página 135
d. No me entusiasma ninguno de ellos.
e. Todos son SÚPER.

Recibes un mensaje anónimo diciendo que te tienes que reunir con el remitente en una torre
embrujada a medianoche. ¿Qué harías?
a. Me quedo en la cama. Necesito que un sueño reparador cuide mi cutis.
b. Me preocuparía y se lo contaría a una amiga o a un profesor.
c. Creo que sería una historia estupenda para contársela a la gente por la noche.
d. Iría, por supuesto.
e. ¡Gritaría! ¡Parece algo aterrador!

Crees que las doncellas y las criadas son.


a. Personas que están ahí para hacer el trabajo sucio para nosotras.
b. Personas que tienen un trabajo muy duro.
c. Personas agradables, pero en realidad no las conozco mucho.
d. Fuentes de información muy interesantes y tal vez posibles amigas.
e. Súper.

¿Qué clase de libros te gusta leer?


a. Novelas de amor.
b. Ensayo.
c. Historias de terror.
d. Historias de detectives.
e. No soy una entusiasta de la lectura.

Cuando seas mayor, querrás ser:


a. Una joven y bella aristócrata, ir a bailes y llevar preciosos vestidos.
b. Médico o enfermera.
c. Profesora.
d. Detective.
e. Mayor.

Pasa la página para conocer el resultado

Página 136
Página 137
Resultados

Mayoría de a. Eres una Rose. Eres la Bella del Baile y la Reina de la Primavera. Todo
el mundo te adora. ¿O no?

Mayoría de b. Eres como Stella. Solo quieres tener una vida tranquila y quedarte en
un segundo plano sin que se fijen mucho en ti. Cuando te enfrentas a un peligro
real, sin embargo, puedes ser valiente y decidida. Recuerda, hay cosas peores que
destacar entre la multitud.

Mayoría de c. Eres como Nora. Te encanta contar historias y pasarlo bien. Eres una
persona estupenda con la que convivir, pero tienes que tener cuidado y distinguir
entre la vida real y la ficción. Ah, y cuida esas gafas.

Mayoría de d. Eres igual que Justina. Eres valiente, ingeniosa y estás obsesionada con
las historias de detectives y de misterio. Sin embargo, recuerda que a veces tienes
que contar con tus amigos y que no todos los profesores son malos. Y, también,
que los encuentros a medianoche pueden ser peligrosos.

Mayoría de e. Eres como Eva. Tu mundo es maravilloso. Súper. Un lugar estupendo


para vivir. Súper.

Página 138
ELLY GRIFFITHS, nacida el 17 de agosto de 1963 en Londres, es el
seudónimo de Domenica de Rosa. Novelista policíaca británica.
Se mudó con su familia a Brighton a la edad de cinco años. Licenciada en
inglés por el King’s College de Londres, trabajó en una biblioteca y luego en
publicaciones durante muchos años, especialmente en HarperCollins.
Tras haber publicado cuatro novelas firmadas con su apellido, la primera en
2004, publicó en 2009 su primera novela policial, Les disparues du marais
(Los cruces de lugares) con la que fue ganadora del premio Mary Higgins
Clark 2011. Esta novela es el primer volumen de una serie dedicada a Ruth
Galloway, antropóloga forense y profesora de arqueología y Harry Nelson.
Ha escrito dos series como Griffiths, una con Ruth Galloway y la otra con el
detective inspector Edgar Stephens y Max Mephisto. La primera serie de
Griffiths, presenta como protagonista principal a la arqueóloga forense Ruth
Galloway, que vive en una remota cabaña junto al mar cerca de King’s Lynn
en Norfolk y enseña en la Universidad de North Norfolk. Este personaje se
inspiró en el marido de Griffiths, que dejó un trabajo en la ciudad para
formarse como arqueólogo, y su tía, que vive en la costa de Norfolk y llenó la
cabeza de su sobrina con los mitos y leyendas de esa zona. Griffiths publicó el
primer libro de esta serie, The Crossing Places (Ruth Galloway, n.º 1), en
2009.

Página 139
La segunda serie de Griffiths, ambientada en Brighton en 1950, presenta
como personaje principal al detective inspector Edgar Stephens. Griffiths
lanzó el primer libro de esta serie, The Zig Zag Girl, en 2014. En 2017,
Griffiths fue presidenta del Festival de escritura sobre crímenes Old Peculier
de Theakstons, que forma parte de la cartera de festivales internacionales de
Harrogate.
Griffiths ganó el premio Edgar Allan Poe 2020 a la mejor novela por The
Stranger Diaries.
Vive en Brighton con su esposo y sus dos hijos.

Página 140

También podría gustarte