El LIBRO OCULTO de Jacobo Grinberg Que CAMBIARÁ Tu Vida
El LIBRO OCULTO de Jacobo Grinberg Que CAMBIARÁ Tu Vida
Ciudad de México, diciembre de mil novecientos noventa y cuatro. Una casa ordenada, un
escritorio con papeles meticulosamente organizados, una taza de café a medio terminar y un
cuaderno azul abierto con una frase escrita a mano. El espacio no está vacío, solo mal
interpretado. Fue la última escena que quedó de Jacobo Grinberg antes de que su existencia física
se desvaneciera sin dejar rastro. Sin violencia, sin señales de lucha, solo ausencia.
¿Te atreves a descubrir por qué este mensaje te ha encontrado precisamente a ti en este
momento? El Lattice Cósmico, la red invisible que sostiene todo. Era una cafetería cualquiera, con
sillas de metal y paredes color mostaza. Jacobo llegó con su habitual cuaderno bajo el brazo, pero
algo en su mirada era diferente. Sus ojos parecían contener un universo recién descubierto, una
revelación que aún no encontraba las palabras adecuadas para manifestarse.
Se sentó frente a la mesa, pidió un café sin azúcar y permaneció en silencio absoluto durante casi
tres minutos, como si estuviera sintonizando una frecuencia específica que solo él podía escuchar.
De pronto, tomó una servilleta común y, con una pluma azul, trazó un punto en el centro. Luego,
con movimientos fluidos, pero imprecisos, comenzó a dibujar círculos concéntricos alrededor. No
eran círculos perfectos ni simétricos, pero había algo en ellos que vibraba con una precisión
matemática imposible. Esto es el látice, dijo sin levantar la mirada, la red que sostiene todo lo que
crees que es real.
No hemos sido entrenados para percibir las ondulaciones que nosotros mismos generamos en el
tejido cósmico. La mente no piensa, la mente teje, escribió en la esquina de aquella servilleta, y
esa sencilla frase contenía la semilla de una revolución conceptual completa. Porque si Jacobo
estaba en lo cierto, entonces, cada pensamiento no es el resultado pasivo de reacciones
neuroquímicas, sino un acto creativo activo que participa en la construcción de lo que
experimentamos como mundo exterior. No somos receptores pasivos de una realidad objetiva,
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somos tejedores constantes de patrones que se manifiestan como experiencia sensorial.
Esta comprensión transformó radicalmente el trabajo de Jacobo.
Sus investigaciones ya no buscaban entender cómo el cerebro procesa la realidad, sino cómo la
genera. Comenzó a explorar metodologías para demostrar científicamente que la conciencia no
está encerrada dentro del cráneo, sino que opera como un campo no local que puede influir
directamente sobre la materia. Experimentos que la ciencia convencional consideraba heréticos,
pero que para él representaban el siguiente paso evolutivo en nuestra comprensión del universo.
La servilleta con aquel esquema, aparentemente simple, se convirtió en el mapa de sus futuras
investigaciones. Porque, a partir de ese día, nada volvió a funcionar como antes.
Sus relaciones académicas se tensaron, sus publicaciones encontraron cada vez más resistencia, y
su vida personal comenzó a transformarse de maneras que ni él mismo podía predecir. Como si al
reconocer el Láttice, el Lattice también lo hubiera reconocido a él. Esa noche, antes de despedirse,
Jacobo pronunció palabras que aún hoy resuenan con inquietante claridad. El problema no es que
no creas en esto, el problema es que ya lo estás usando y no te das cuenta. Y si estás escuchando
esto ahora, quizás tú también lo estés usando sin saberlo.
Quizás esta idea te encuentre familiar, no porque la hayas escuchado antes, sino porque una parte
de ti ya la conoce, ya la ha experimentado. ¿Has notado alguna vez cómo tus estados internos
parecen manifestarse en tu realidad externa? ¿Cómo tus pensamientos más recurrentes tienden a
materializarse de formas sorprendentes? Tal vez, no sea coincidencia, sino el Lattice respondiendo
a tus propios patrones. El portal chamánico, el encuentro con Pachita.
La primera vez que Jacobo Grinberg conoció a Pachita, no fue en un laboratorio equipado con
tecnología de punta ni en un congreso académico rodeado de especialistas. Fue en una modesta
sala en las afueras de la Ciudad de México, iluminada apenas por una vela y el resplandor de una
tradición ancestral. Llegó con la cautela del científico formado en el escepticismo metodológico,
pero también con la apertura del buscador, que intuye que la realidad es mucho más vasta que
nuestros limitados modelos para comprenderla. Pachita, una chamana reconocida por aparentes
habilidades imposibles de curación, lo miró desde su sillón de madera desgastada, como si pudiera
ver a través de sus defensas intelectuales. No pronunció su nombre, no le pidió credenciales ni
explicó sus métodos.
Simplemente, lo observó en un silencio tan denso que parecía palpable como si estuviera leyendo
no su mente analítica, sino los patrones más profundos de su alma. Después de ese escrutinio
silencioso, dijo algo que descolocó por completo al científico. Tú no vienes a verme, vienes a verte.
Lo que ocurrió después escapaba a las categorías convencionales de la experiencia. Jacobo sintió
una presión en el centro del pecho, aunque nadie lo estaba tocando físicamente.
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No necesitas tocar para cambiar algo, solo necesitas estar en donde el otro cree que tú
no estás. Una frase enigmática que solo más tarde comenzaría a desentrañar cuando
comprendiera que la conciencia opera más allá de las limitaciones espacio temporales que
asumimos como absolutas. Al día siguiente, Jacobo compartió con sus colegas más cercanos que
sentía como si su campo energético hubiera sido reescrito, no una transformación física en el
sentido convencional, sino una recalibración fundamental de su frecuencia vibratoria. Por primera
vez en su carrera científica, dejó de considerar la mente como un mero procesador neurológico de
información y comenzó a concebirla como un campo de sintonización capaz de resonar con
dimensiones de la realidad que normalmente permanecen invisibles a nuestra percepción
ordinaria. Esta revelación lo llevó a formular una de sus ideas más revolucionarias.
El cuerpo físico es solo la sombra de algo más grande. Lo real, lo que verdaderamente crea
está en otro lugar, en otra dimensión que Pachitas sabía habitar sin moverse. Esta comprensión
marcó un punto de inflexión en su trayectoria investigativa. Ya no buscaba respuestas
exclusivamente en las estructuras cerebrales o en los procesos neuroquímicos, sino en esa interfaz
misteriosa donde la conciencia y la materia se encuentran, donde la intención focalizada puede
reorganizar los patrones energéticos que, posteriormente, se manifestarán como realidad física.
Esta experiencia iniciática con Pachita inspiró a Jacobo a diseñar experimentos científicos que
pudieran validar académicamente lo que había experimentado subjetivamente.
La capacidad de percibir e interactuar con el látice, esa red sutil que conecta todas las
manifestaciones son de la conciencia, la voz que sobrevivió a la muerte. Más allá del cerebro,
Jacobo no hablaba mucho sobre su madre, pero cuando lo hacía, algo extraordinario ocurría en su
presencia. Su voz adoptaba un timbre diferente, más suave y profundo. Su mirada parecía
enfocarse en un punto indefinido, donde el presente y el pasado se fusionaban. Ella había fallecido
cuando él aún era joven, pero Jacobo nunca la sintió verdaderamente ausente, solo desplazada a
otra dimensión de la experiencia.
El día que partió no lloré, escribió en uno de sus cuadernos más íntimos, no porque no la amara,
sino porque la sentí ahí, justo detrás de mí. Esta experiencia, que muchos descartarían como un
simple mecanismo psicológico para procesar el duelo, se convirtió para Jacobo en la semilla de una
comprensión revolucionaria sobre la naturaleza de la conciencia. Días después del fallecimiento de
su madre, mientras caminaba solo por los pasillos de la UNAM, experimentó algo que desafiaría
para siempre su concepción materialista de la mente. Escuchó su voz con una claridad imposible
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de confundir, con un simple recuerdo o una elaboración imaginativa. No busques mi presencia en
las fotos, le dijo aquella voz con asombrosa nitidez.
Búscame en el espacio entre tus pensamientos. Este evento transformador le reveló que el
cerebro humano podría no ser el generador de la conciencia, como sostiene el paradigma
neurológico dominante, sino, más bien, un receptor, un sistema de sintonización que nos
permite acceder a campos de información que existen independientemente de nuestras
estructuras físicas. El cerebro no almacena recuerdos como un disco duro, almacena datos.
Simplemente, nos permite sintonizar con patrones de información que existen en un campo no
local, accesible más allá de las limitaciones espacio temporales. Esta comprensión lo llevó a
formular su controvertida teoría de la mente no local, que postulaba que la conciencia no está
confinada dentro del cráneo ni limitada por la vida biológica del organismo.
Los que parten no se van, solo empiezan a hablar de otra forma. Esta comprensión no era para él
un consuelo espiritual o una filosofía abstracta, sino una realidad experimentada directamente
que lo impulsó a diseñar metodologías científicas para investigar la supervivencia de la conciencia
más allá de los límites biológicos. Estos estudios, que combinaban tecnología de medición cerebral
con técnicas de estados alterados de conciencia, buscaban demostrar que es posible acceder a
información que no está almacenada en las estructuras neurológicas del individuo. Sus resultados
preliminares sugerían que, bajo ciertas condiciones, las personas podían acceder a datos que no
habían adquirido a través de sus sentidos físicos, como si existiera un banco de memoria universal
accesible cuando se alcanzaban determinados estados de coherencia cerebral. ¿Has
experimentado alguna vez la sensación de que alguien que ya no está físicamente presente se
comunica contigo?
Has recibido intuiciones o comprensiones que parecen venir de una fuente más vasta que tu
propia experiencia. Si es así, lo que la ciencia convencional podría descartar como simple
imaginación, desde la perspectiva de Jacobo sería una evidencia de tu capacidad innata para
sintonizar con esa conciencia que trasciende las barreras físicas, esa mente no local que nos
conecta a todos. En un campo unificado de información. El experimento prohibido, cuando la
mente modifica la materia. Jacobo Grinberg no tenía miedo al fracaso científico, temía más
profundamente ser ignorado, ser descartado, sin siquiera ser comprendido.
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Y exactamente eso fue lo que enfrentó con su experimento más audaz y potencialmente
revolucionario. Corría el año mil novecientos noventa y dos cuando diseñó un protocolo de
investigación que, de arrojar resultados positivos, desafiaría los fundamentos mismos de nuestra
comprensión sobre la relación entre mente y materia. El experimento estaba meticulosamente
estructurado. Sujetos voluntarios entrenados en técnicas específicas de concentración mental
serían colocados en habitaciones aisladas separados físicamente de ciertos estímulos visuales,
símbolos geométricos. Mediante un riguroso protocolo de doble ciego, donde ni los participantes
ni los evaluadores inmediatos conocían la naturaleza exacta de los símbolos, intentaría demostrar
que la mente humana puede percibir e interactuar con realidades más allá de las limitaciones
sensoriales convencionales.
Pero cuando Jacobo presentó estos resultados preliminares a la comunidad científica, Se encontró
con una muralla de escepticismo y rechazo institucional. Esto no es ciencia, parece esoterismo. Lo
estás arruinando, Jacobo, le advirtieron colegas que antes habían admirado su rigor metodológico.
Las fuentes de financiamiento comenzaron a evaporarse. Las puertas que antes se abrían ante su
prestigio académico ahora se cerraban silenciosamente.
Una tarde, en la intimidad de su departamento, Jacobo mostró a uno de sus estudiantes más
cercanos una carpeta llena de informes marcados con lápiz rojo por los revisores académicos. Las
objeciones eran más ideológicas que metodológicas, no cuestionaban tanto los procedimientos
específicos del experimento como la posibilidad misma de lo que intentaba demostrar. En la
última página de aquel expediente rechazado, Jacobo había escrito una frase reveladora, no me
creen, porque no se permiten creer. Ese día, su alumno comprendió algo fundamental sobre la
naturaleza del trabajo de Grinberg. No estaba realmente tratando de convencer al mundo
académico ni buscaba reconocimiento institucional.
Estaba intentando abrir una puerta para aquellos que estuvieran preparados para cruzarla, para
quienes intuyeran que nuestra comprensión actual de la realidad es apenas un fragmento de un
panorama mucho más vasto y complejo. El problema no es si esto es real, Jacobo con una
serenidad que contrastaba con la frustración que cabría esperar. El problema es que no sabemos
cómo mirarlo. Esta frase encerraba una profunda verdad epistemológica. A veces, los
descubrimientos más revolucionarios no requieren nuevos datos, sino nuevas formas de
interpretar lo que ya está frente a nosotros, nuevos marcos conceptuales que nos permitan
reconocer patrones que nuestros paradigmas previos nos impedían percibir.
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A pesar del rechazo institucional, Jacobo continuó refinando sus experimentos en circuitos más
reducidos, con colaboradores que compartían su visión expandida de las posibilidades de la
conciencia humana. Desarrolló técnicas cada vez más precisas para detectar y cuantificar la
influencia de la mente sobre sistemas físicos, acumulando evidencia que, aunque no reconocida
por la ciencia mainstream, sugería fuertemente que la barrera entre lo mental y lo material es
mucho más permeable de lo que nuestros modelos actuales permiten concebir. ¿Has
experimentado alguna vez la sensación de que tus pensamientos intensos parecen manifestarse
en tu realidad externa? ¿Has notado sincronicidades inexplicables que parecen responder más a
tus estados internos que a las probabilidades estadísticas? Quizás, como sugería Jacobo, no estás
imaginando cosas.
No fue el ritmo habitual de sus reflexiones académicas, sino algo completamente diferente, algo
que ni siquiera él pudo explicar satisfactoriamente después. Se encontraba solo en su estudio, con
música tibetana de fondo y la luz tenue, creando un ambiente propicio para la meditación más que
para el trabajo intelectual. No tenía intención de escribir nada, simplemente, buscaba ese estado
de quietud mental que cultivaba diariamente como parte de su práctica personal. Sin embargo,
después de aproximadamente veinte minutos en silencio contemplativo, algo extraordinario
comenzó a ocurrir. Sus dedos empezaron a moverse sobre el papel, no con la lentitud reflexiva de
quien está elaborando un pensamiento ni con la desconexión caótica de la escritura automática
que estudian los psicólogos.
Era un movimiento preciso, decidido, como si cada palabra ya existiera en algún lugar y
simplemente estuviera siendo trasladada al papel a través de él. Durante dos horas
ininterrumpidas, sin pausas para reflexionar, sin momentos de duda, sin correcciones, Jacobo
escribió veintiséis páginas de un contenido que, al día siguiente, le resultaría simultáneamente
familiar y ajeno. Cuando finalmente leyó lo que había escrito, se quedó en un silencio tan
profundo que parecía extenderse más allá de la habitación. Mostró aquellas páginas a uno de sus
colaboradores más cercanos sin añadir comentario alguno. ¿Lo escribiste tú?
Preguntó su colega, desconcertado por la densidad y coherencia de un texto que parecía contener
décadas de investigación condensadas en unas pocas horas de escritura. Mis manos sí, respondió
Jacobo con una honestidad desconcertante. Mi mente no lo sé. El manuscrito contenía
descripciones detalladas del Lattice como estructura fundamental de la conciencia cósmica.
Explicaciones sobre cómo el pensamiento focalizado puede, literalmente, plegar el espacio
tiempo, análisis de una red energética viva que conecta todas las manifestaciones aparentemente
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separadas de la existencia, y referencias a un punto cero desde donde emerge toda forma
material.
Lo asombroso no era solo el contenido en sí mismo, sino que gran parte de aquellos conceptos
Jacobo aún no los había formulado conscientemente en su trabajo académico. Estaban allí,
escritos con su propia letra, pero surgidos de una fuente que trascendía su proceso mental
habitual. Durante aquella sesión de escritura, Jacobo describió haber sentido una presencia detrás
de él, no como una entidad separada, sino como una sombra luminosa que no se comunicaba
verbalmente, pero que, de algún modo inexplicable, transmitía directamente los conceptos que
fluían a través de su mano. No fue una posesión, aclaró después, tampoco una invención de mi
imaginación. Fue un puente hacia algo más vasto que mi identidad individual.
Esa noche, por primera vez, Jacobo usó una palabra que siempre había evitado en su discurso
académico. Esto fue canalizado. No lo dijo con la ligereza de quien adopta terminología new age,
sino con la precisión de un científico que, tras agotar las explicaciones convencionales, reconoce la
necesidad de ampliar su marco conceptual para dar cuenta de su experiencia directa. Lo que hizo
que esta experiencia fuera aún más notable fue lo que ocurrió después. En los meses siguientes,
Jacobo comenzó a encontrar en textos antiguos de diversas tradiciones místicas, algunos de
culturas que jamás había estudiado, frases casi idénticas a las que había escrito aquella noche.
En uno de esos sobres incluyó una nota manuscrita, si alguna vez desaparezco, que estas palabras
permanezcan. ¿Has experimentado alguna vez ese flujo creativo donde las ideas parecen llegar
completas, como si no las estuvieras creando, sino recibiéndolas? ¿Has escrito, dibujado o
compuesto algo que después te sorprendió, como si una parte de ti más sabia que tu mente
consciente hubiera tomado momentáneamente el control? Según Jacobo, esos momentos no son
anomalías psicológicas, sino vislumbres de nuestra capacidad latente para conectar con el campo
informacional que nos une a todos. Esa biblioteca, universal de la que bebemos cuando nuestras
defensas egoicas se relajan lo suficiente para permitir un flujo más directo, más allá del tiempo.
El instante eterno. Fue tan breve que pareció eterno. Jacobo lo llamó la pausa fuera del reloj, un
momento suspendido donde el tiempo se plegó sobre sí mismo o, quizás, más precisamente,
donde reveló su naturaleza ilusoria. Un domingo ordinario se transformó en la experiencia más
extraordinaria cuando, tras un día completo dedicado a la escritura y la meditación, Jacobo decidió
simplemente sentarse en silencio absoluto, con las luces apagadas y los ojos cerrados. No estaba
intentando alcanzar ningún estado alterado específico, no seguía ninguna técnica particular.
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veintiuno pm. Casi cuatro horas habían pasado en lo que, subjetivamente, había experimentado
como un instante sin duración. Pero lo verdaderamente notable no fue la distorsión temporal en sí
misma, un fenómeno relativamente común en estados meditativos profundos, sino la cualidad
única de aquella experiencia. No fue como quedarme dormido, escribió después en sus notas
personales.
Fue como entrar en una habitación donde el tiempo no tiene permiso para existir. No había antes
ni después, solo un punto inmóvil tan intensamente presente que el mismo concepto de presente
se disolvió completamente. Al día siguiente, aún procesando aquella experiencia que desafiaba las
categorías habituales de la percepción, Jacobo llamó a uno de sus colaboradores más cercanos. No
lo hizo para narrar lo sucedido como una anécdota extraordinaria, sino para plantear una pregunta
filosófica fundamental. ¿Tú crees que el tiempo es una sustancia o una costumbre?
Una pregunta aparentemente simple que, sin embargo, contenía implicaciones revolucionarias
sobre la naturaleza de nuestra experiencia consciente. Durante esa conversación que se extendió
por horas, Jacobo compartió una intuición que, posteriormente, plasmaría en su libreta roja. Tal
vez, el tiempo solo existe para quienes necesitan medir lo que aún no han recordado. Esta frase
enigmática sugería que nuestra percepción secuencial de la realidad, ese flujo aparentemente
inevitable de pasado, presente y futuro, podría ser en realidad un mecanismo adaptativo, una
forma de procesar una existencia que, en su nivel más fundamental, podría ser simultánea, no
lineal, completa en cada uno de sus puntos. A partir de esa experiencia pivotal, Jacobo comenzó a
explorar sistemáticamente los estados modificados de percepción temporal.
No era un mero ejercicio estilístico, sino la expresión de una comprensión ontológica profunda,
que la separación temporal es una construcción mental, no una propiedad intrínseca de la
realidad. Para Jacobo, esto no era una especulación abstracta ni una creencia metafísica, sino una
realidad directamente experimentada que transformó radicalmente su manera de relacionarse
con su propia biografía, con sus proyectos futuros, con la misma noción de evolución personal.
Empezó a considerar que no avanzamos linealmente por el tiempo, sino que desplegamos capas
cada vez más profundas de un ser que ya es completo, que ya contiene todas sus posibilidades.
¿Has experimentado alguna vez esos momentos donde el tiempo parece detenerse o expandirse,
donde un instante contiene una eternidad, o donde horas enteras pasan en lo que subjetivamente
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sientes como minutos? Has notado cómo tu percepción temporal cambia radicalmente según tu
estado interno.
Según Jacobo, esas experiencias no son meras curiosidades psicológicas, sino grietas en la
estructura aparentemente sólida de nuestra realidad consensuada, atisbos de una dimensión de la
existencia donde el tiempo como lo concebimos habitualmente deja de ser una limitación
absoluta, la mente compartida. Cuando los pensamientos no tienen fronteras. Era uno de esos
días donde el aire parece cargado de posibilidades invisibles. El cielo de la Ciudad de México se
mostraba invisibles. El cielo de la Ciudad de México se mostraba opaco, como si guardara secretos
que solo algunos podrían descifrar.
Antes de que aquel estudiante pudiera decidir si formularía o no su pregunta, Jacobo levantó la
mirada. Lo observó con una atención que parecía atravesar las capas superficiales de su
personalidad y respondió, con precisión asombrosa y con una empatía que solo es posible desde la
comprensión más profunda. A la pregunta que jamás había sido formulada externamente. No eres
el único que piensa eso, dijo con naturalidad, como si estuvieran en medio de una conversación
que otros no podían escuchar. Pero si lo piensas, es porque ya conoces la respuesta, solo que no
quieres verla todavía.
Para Grinberg, lo que comúnmente llamamos telepatía no consistía en leer la mente de otra
persona como si fueran entidades completamente separadas. Era más bien reconocer que, a un
nivel fundamental, las mentes individuales son expresiones localizadas de un campo de conciencia
unificado, como olas distintas, pero inseparables del mismo océano. La telepatía no es leer la
mente del otro, es entrar juntos en la mente que los contiene a ambos. Esta comprensión
transformó profundamente la manera en que Jacobo se relacionaba con los demás. Quienes lo
conocieron íntimamente durante esa etapa notaron que ya no escuchaba en el sentido
convencional, con la atención fragmentada, esperando su turno para hablar o formulando
respuestas, mientras el otro aún se expresaba.
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Había desarrollado un modo de presencia total donde recibía al otro no solo con sus oídos físicos,
sino con todo su ser, con ese espacio interior silencioso donde las ideas aún no han tomado forma
verbal, pero ya existen como patrones energéticos. Y esa capacidad no se manifestaba solo en
contextos predecibles o controlados. A veces, caminando por la calle, Jacobo se detenía
súbitamente y cambiaba de dirección, como respondiendo a una llamada inaudible. Más de una
vez, estos aparentes desvíos aleatorios lo llevaron a encontrarse casualmente con personas que
necesitaban urgentemente contactarlo o a descubrir información crucial para sus investigaciones
en lugares donde racionalmente no habría esperado hallarla. Lo más fascinante de su comprensión
de esta interconexión mental era que Jacobo no la consideraba una habilidad excepcional
reservada para individuos especiales, sino una capacidad latente en todos los seres humanos que
simplemente ha sido atrofiada por nuestros sistemas educativos y por una cultura que privilegia la
separación sobre la unidad.
Creía firmemente que cualquier persona podía desarrollar esta sensibilidad si aprendía a aquietar
el ruido mental constante y a sintonizar con esos niveles más sutiles donde la comunicación
trasciende las palabras. Para facilitar este desarrollo, diseñó ejercicios específicos que combinaban
técnicas de meditación, visualización y estados de coherencia cerebral. Estos ejercicios no
buscaban adquirir poderes, sino desmantelar las barreras artificiales que nos impiden reconocer
una conexión que ya existe naturalmente. No estás aprendiendo algo nuevo, solía decir a sus
estudiantes. Estás recordando cómo funciona realmente tu mente cuando dejas de limitarla.
Según Jacobo, esos momentos no son coincidencias ni proyecciones psicológicas, sino atisbos de
nuestra verdadera naturaleza interconectada, recordatorios de que la separación entre mentes es
más permeable y más ilusoria de lo que nuestro paradigma individualista nos ha enseñado a creer,
el cuerpo de luz, la materia como conciencia condensada. Fue el último encuentro entre Jacobo
Grinberg y Pachita. Ambos parecían saberlo, no por información explícita, sino por esa
comprensión silenciosa que trasciende las palabras. La habitación donde se reunieron esta vez
estaba más oscura que en ocasiones anteriores, No por falta de iluminación física, sino porque lo
invisible parecía tener una densidad casi palpable, como si dimensiones normalmente
imperceptibles se hubieran vuelto accesibles a los sentidos. Pachita, ya visiblemente debilitada por
la edad y la enfermedad que pronto la llevaría a abandonar su forma física, no hablaba ni sonreía.
Simplemente, observaba a Jacobo con una mirada que parecía provenir simultáneamente de todas
partes y de ninguna, como si sus ojos fueran solo el punto focal de una conciencia mucho más
basta que ya no se identificaba completamente con su cuerpo físico. En ese silencio cargado de
significado, comenzó una comunicación que trascendía el lenguaje verbal. Jacobo describió
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después la experiencia como una apertura interna total. Sentí que todo mi cuerpo se abría por
dentro, no como una herida dolorosa, sino como si las células mismas comenzaran a escucharse
entre sí, como si alguien estuviera tocando mi sistema nervioso directamente desde el alma.
Pachita levantó una mano en un gesto simple, pero cargado de intención.
No tocó físicamente a Jacobo, pero él experimentó una sensación tangible de calor que se movía
con inteligencia propia a través de su pecho, Un calor que no quemaba, sino que transformaba,
que no destruía, sino que reorganizaba. Y, entonces, la chamana pronunció palabras que
cristalizarían una de las comprensiones más revolucionarias en el trabajo de Grinberg. El cuerpo
no es carne, es luz que aprendió a obedecer una forma. Mientras decía esto, señaló
alternativamente su propio pecho y el de Jacobo, estableciendo una conexión visual que
subrayaba la universalidad de lo que estaba revelando. Tú estudias el campo con fórmulas, yo lo
siento con las manos, pero es lo mismo, Jacobo, todo es campo y todo campo es luz.
Esta fue la primera vez que Greenberg escuchó articulada con tal claridad la idea del cuerpo de luz,
no como metáfora poética o abstracción espiritual, sino como una descripción literal de la
estructura energética que subyace y precede a la manifestación física. Según esta comprensión, lo
que experimentamos como cuerpo sólido es, en realidad, un patrón de energía condensada, un
vórtice de información organizada que solo parece sólido debido a las limitaciones de nuestra
percepción sensorial y a la relativa estabilidad de ciertos patrones vibratorios. Todos los cuerpos
son formas temporales de la luz, le explicó Pachita mientras sostenía su mano en un gesto a la vez
simple y profundamente íntimo. Y cuando una persona recuerda eso, la enfermedad empieza a
disiparse. Esta afirmación no sugería que todas las enfermedades fueran imaginarias, sino que la
materia física responde a la conciencia que la organiza, y que muchas disfunciones biológicas
reflejan distorsiones en los patrones energéticos subyacentes, que pueden ser reordenados
mediante la conciencia focalizada.
La curación no es quitar algo del cuerpo, es recordar lo que lo sostiene, añadió mientras ejercía
una ligera presión sobre la mano de Jacobo. Esta frase contenía una revolución conceptual
completa respecto a nuestra comprensión de la salud y la enfermedad. Si el cuerpo es
fundamentalmente un patrón de luz organizada, entonces, la intervención terapéutica más
profunda no consistiría en manipular sus componentes materiales, aunque esto también puede
ser útil en ciertos niveles, sino en reajustar los patrones informacionales que le dan forma y
función. Jacobo salió de aquella sesión con una mirada transformada. Quienes lo conocían
íntimamente notaron el cambio.
Ya no investigaba para probar hipótesis predefinidas, sino para recordar una verdad que intuía a
un nivel más profundo que el intelecto. A partir de ese encuentro pivotal, comenzó a desarrollar
una hipótesis científica innovadora, que todo organismo biológico contiene y expresa una matriz
energética previa, un patrón informacional que la conciencia puede modificar directamente si
logra reconocer su verdadera naturaleza como agente organizador de la materia. Esta hipótesis
nunca llegó a publicarse en revistas académicas convencionales. No porque careciera de valor
científico o rigor metodológico, sino porque desafiaba tan frontalmente los paradigmas
dominantes que los sistemas de revisión por pares diseñados para refinar conocimiento dentro de
paradigmas establecidos no tenían categorías adecuadas para evaluarla. Era, en palabras del
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propio Jacobo, demasiado verdadera, demasiado fundamental, demasiado disruptiva para ser
asimilada gradualmente por el proceso científico convencional.
Sin embargo, en círculos más reducidos, Jacobo comenzó a experimentar con técnicas que
permitían percibir y modificar estos campos energéticos. Combinando tecnologías de biofeedback
con estados específicos de coherencia cerebral, desarrolló metodologías que permitían a personas
entrenadas visualizar y, en ciertos casos, influir sobre los patrones de luz que organizan la materia
viva. Los resultados, aunque preliminares, eran lo suficientemente consistentes como para sugerir
que esta comprensión no era meramente teórica, sino aplicable prácticamente. ¿Has sentido
alguna vez que tu cuerpo es más que un conjunto de órganos y tejidos? ¿Has experimentado
momentos donde percibes una energía sutil, una luminosidad interna que parece más real y
fundamental que tu forma física?
Según la comprensión que Jacobo desarrolló a partir de sus encuentros con Pachita, esas
percepciones no son ilusiones subjetivas, sino vislumbres de tu verdadera naturaleza como ser
energético que temporalmente se expresa a través de un vehículo físico. Y lo más revolucionario
de esta perspectiva es que, si el cuerpo es luz condensada, entonces, la conciencia que reconoce
esta verdad recupera su capacidad inherente para reorganizar creativamente sus propios
patrones de manifestación. La conciencia expandida, más allá de los límites del yo. Yo ya no
estoy aquí. Esta frase, pronunciada por Jacobo Grinberg, mientras miraba por la ventana de su
departamento con una expresión serena que desconcertó a quienes lo acompañaban, no era una
metáfora poética ni un juego lingüístico.
Era una declaración literal sobre una transformación profunda en su experiencia de ser, un
cambio fundamental en su relación con los límites de su propia identidad. Fue poco tiempo
después de su último encuentro con Pachita, cuando sus amigos más cercanos comenzaron a
notar cambios sutiles, pero inequívocos en su presencia. Jacobo estaba más silencioso, pero su
silencio tenía una cualidad completamente distinta. No era un silencio vacío o abstraído, sino un
silencio lleno, vibrante, como si estuviera constantemente en contacto con dimensiones de la
experiencia inaccesibles para la percepción ordinaria. Una tarde, invitó a uno de sus colaboradores
más cercanos a su departamento.
El ambiente había cambiado notablemente. En lugar de los habituales libros y papeles académicos
esparcidos por doquier, había velas encendidas que creaban una atmósfera de recogimiento
contemplativo. En el centro de la mesa descansaba abierto su cuaderno azul, donde había escrito
una sola frase, la presencia no requiere cuerpo, solo intención sostenida. Cuando su colega le
preguntó por el significado de aquella afirmación enigmática, Jacobo respondió con una calma que
resultaba simultáneamente tranquilizadora e inquietante, no me siento adentro de mí, siento que
una parte de mí está en otro lugar, observando esto. Esta descripción no correspondía a un estado
disociativo en el sentido patológico, sino a una expansión de la conciencia que ya no se
identificaba exclusivamente con los límites del cuerpo físico o la personalidad.
Jacobo explicó que durante una meditación particularmente profunda, había experimentado cómo
su conciencia se extendía más allá de los confines corporales, más allá del edificio donde se
encontraba, más allá, incluso, de los límites geográficos de la ciudad. No era una experiencia
extracorporal en el sentido clásico de percibirse flotando por encima del cuerpo. Era, más bien,
una disolución de las fronteras perceptuales, una expansión donde la conciencia permanecía
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centrada, pero infinitamente más amplia que su expresión individualizada. Al regresar de aquel
estado expandido, su relación con el cuerpo físico y la identidad personal había cambiado
irreversiblemente. El cuerpo me pareció pequeño, como una ropa que ya no me queda del todo,
escribió en sus notas personales.
Hay un punto en el que ya no piensas desde ti. Piensas desde algo más amplio, como si fuera
solo una célula de una mente mayor. Esta transformación en su autoconcepto se reflejó incluso
en su manera de expresarse verbalmente. Jacobo, quien siempre había sido meticuloso con el
lenguaje, comenzó a evitar el uso de frases como yo creo o yo pienso, sustituyéndolas por
construcciones más impersonales, como se está manifestando en mí esta idea, o lo que se está
expresando a través de mí ahora es. No era un ejercicio de falsa humildad, sino un intento de
precisión lingüística, de reflejar más exactamente la realidad de su experiencia interna, donde ya
no se percibía como el autor de sus pensamientos, sino como un canal a través del cual fluía una
inteligencia más vasta.
A partir de ese estado de conciencia expandida, Jacobo compartió una intuición que resultaría
profética a la luz de los eventos posteriores. Cuando el ego desaparece, el cuerpo empieza a
volverse opcional. Esta afirmación, aparentemente abstracta, adquirió un significado
inquietantemente concreto cuando, poco después, comenzó a hablar sobre su capacidad para
retirarse sin moverse y sobre la posibilidad de que, si algún día desaparecía físicamente, no sería
por las razones convencionales que la gente podría suponer. Si algún día desaparezco, dijo a uno
de sus estudiantes más cercanos, no será un crimen ni una huida, será un acto vibracional. Esta
frase, que en aquel momento parecía críptica, adquiriría retrospectivamente un carácter
premonitorio tras su misteriosa desaparición en diciembre de mil novecientos noventa y cuatro,
cuando se esfumó sin dejar rastro exactamente como había sugerido que podría ocurrir.
Para sus colaboradores más íntimos, lo más sorprendente no era solo que Jacobo pareciera haber
anticipado su desaparición, sino que esta anticipación no provenía de información externa o de un
plan consciente en el sentido ordinario, sino de un reconocimiento interno de que su consciencia
había evolucionado hasta un punto donde la identificación con una forma física específica y una
biografía personal ya no era una limitación absoluta. ¿Has experimentado alguna vez momentos
donde los límites de tu identidad personal parecen disolverse, donde sientes que eres
simultáneamente tú mismo y algo mucho más vasto? Has sentido a veces que una parte de ti
observa tu vida desde una perspectiva más amplia, como si no estuviera completamente
contenida dentro de tu cuerpo. Si es así, según la comprensión de Jacobo, no estás
experimentando una ilusión subjetiva, sino vislumbrando tu naturaleza más fundamental como
conciencia que Temporalmente, se expresa a través de una forma particular, pero que no está
inherentemente limitada por ella. La manipulación de la matriz, el control oculto de la realidad
consensuada.
Jacobo Grinberg sabía que había una línea que no debía cruzarse públicamente. No por miedo
personal, sino porque entendía que las estructuras que mantienen los límites de lo considerado
conocimiento aceptable no necesitan pruebas irrefutables para silenciar voces disidentes. Solo
requieren que ciertas verdades fundamentales amenacen el orden establecido. Y la teoría que
había comenzado a formular en sus últimos años de investigación hacía precisamente eso.
Cuestionaba los cimientos mismos, no solo de nuestra comprensión de la realidad, sino de las
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estructuras de poder que dependen de mantener esa comprensión dentro de parámetros
controlables.
Cuando todos piensan igual, alguien pensó por ellos. Esta frase, pronunciada por Jacobo en
círculos íntimos, pero nunca publicada en sus trabajos académicos, sintetizaba su comprensión
de cómo ciertos centros de poder habían desarrollado, a lo largo de siglos, técnicas sofisticadas
para influir en la conciencia colectiva no mediante la fuerza bruta o la coerción explícita, sino
mediante la introducción sutil de patrones de pensamiento que la mayoría de las personas
adoptarían como propios sin cuestionar su origen. Su hipótesis más controvertida era que lo que
comúnmente denominamos ego colectivo, ese conjunto de identificaciones, deseos y temores
compartidos que caracterizan a una cultura o época particular, no es un desarrollo natural ni
espontáneo de la psique humana, sino una estructura inducida deliberadamente, y que cuanto
más nos identificamos con esa estructura prefabricada, más energía aportamos a una ilusión
colectiva que no sirve a nuestro desarrollo auténtico, sino a intereses ajenos a nuestra
verdadera naturaleza. Esta comprensión explicaba la insistencia casi obsesiva de Jacobo en la
importancia de prácticas como la meditación profunda, el vaciamiento mental y el cultivo del
silencio interior. Para él, estas no eran simples técnicas de relajación o disciplinas espirituales, sino
actos fundamentales de resistencia energética, formas de crear un espacio interno donde la
conciencia individual pudiera liberarse temporalmente de la programación colectiva y
reconectar con niveles más auténticos de su propia naturaleza.
El silencio interior, afirmaba, es la única frecuencia que no puede ser hackeada. Esta frase,
aparentemente simple, contiene implicaciones revolucionarias. Sugiere que cuando la mente
alcanza un estado de quietud genuina, libre de la incesante actividad del pensamiento
discursivo, se vuelve temporalmente impermeable a esas influencias externas que
constantemente modelan nuestras percepciones, deseos y decisiones, sin que lo notemos
conscientemente. Jacobo comprendió algo que los sistemas de poder, intuitivamente, siempre
han sabido, que si la realidad consensuada es fundamentalmente moldeada por patrones
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colectivos de pensamiento, Entonces, quien controla esos patrones, controla efectivamente el
mundo experimentado por quienes los adoptan. Esta idea era demasiado potencialmente
disruptiva para ser aceptada en el discurso académico o público, por lo que sus reflexiones más
explícitas sobre este tema fueron cuidadosamente archivadas, nunca publicadas abiertamente, y
compartidas solo con individuos específicos a través de sobres sellados que contenían fragmentos
de un rompecabezas mayor.
En uno de esos sobres, entregado a un estudiante particularmente cercano, Jacobo incluyó una
nota escrita con caligrafía temblorosa, como si hubiera sido redactada en un estado de intensa
emoción o urgencia. Si algún día desaparezco, no me busquen en el mapa, búsquenme en lo que
sienten cuando se callan. Esta frase enigmática adquiriría múltiples capas de significado tras su
desaparición, no solo como una posible pista sobre su paradero físico, sino como una invitación
a buscar su legado más valioso, no en sus textos publicados o en su biografía oficial, sino en esos
estados de conciencia silenciosa donde las verdades más fundamentales se revelan
directamente, sin mediación conceptual. ¿Has sentido alguna vez que existen pensamientos en tu
mente que no parecen realmente tuyos? Ideas, preocupaciones o deseos que, al examinarlos
detenidamente, no reflejan tus valores más profundos, sino patrones externos que has absorbido
inconscientemente?
La primera página contenía una sola frase, escrita con la inconfundible caligrafía de Jacobo, pero
con un trazo más intenso de lo habitual, como si hubiera querido asegurarse de que estas palabras
específicas fueran lo primero que viera quién descubriera el cuaderno. Si estás leyendo esto,
entonces lo que temí ya ocurrió. Esta frase inquietante no clarificaba si se refería a su propia
desaparición, a algún evento personal anticipado o, quizás, a alguna transformación más amplia
que había vislumbrado en el horizonte colectivo. Al abrir el cuaderno con el cuidado reverencial
que merece un legado final, sus primeros lectores encontraron un contenido sorprendentemente
diverso, dibujos meticulosos que parecían representar estructuras energéticas invisibles, fórmulas
matemáticas a medio desarrollar que sugerían correlaciones entre estados de conciencia y
patrones físicos cuantificables, y páginas enteras con frases breves pero potentes, como mantras o
códigos diseñados para activar reconfiguraciones en la conciencia del lector. Algunas de estas
frases semilla destacaban por su simplicidad aparente, que, sin embargo, se desplegaba en
profundas implicaciones ontológicas cuando se contemplaban meditativamente.
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Lo que llamas yo, es una puerta, no un destino.
La realidad no se explica, se atraviesa.
Pero lo que generó mayor conmoción entre quienes accedieron a este material póstumo fue una
entrada fechada exactamente dos semanas antes de la desaparición de Jacobo. En ella, describía
una serie de sueños lúcidos recurrentes donde presenciaba lo que denominaba una gran
desconexión colectiva.
Todo lo que necesitas ya está en ti, escribió Jacobo con una urgencia palpable, solo que lo
cubrieron con ruido, miedo y nombres prestados.
Cuando te vacíes, volverás a verlo. Esta afirmación, que en otro contexto podría interpretarse
como una abstracción espiritual genérica, adquiría en este cuaderno final un carácter mucho más
concreto y operativo, una instrucción práctica para atravesar lo que percibía como un período
inminente de intensificada manipulación de la conciencia colectiva.
En una página posterior, redactada con una caligrafía más irregular y empleando un lenguaje más
críptico que el habitual en sus escritos académicos, Jacobo anotó, estoy casi listo. No sé si me iré
del cuerpo o del plano, pero lo que viene ya no se puede detener, y mi voz no se apagará porque
nunca fue solo mía. Esta declaración enigmática parecía sugerir que su inminente partida, fuera
cual fuera su naturaleza, no era completamente imprevista para él, sino parte de un proceso más
amplio que había estado desarrollándose internamente durante algún tiempo.
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¿Percibes que ciertas frases o ideas parecen activar recuerdos que no sabrías situar en tu biografía
personal? Según la comprensión que Jacobo plasmó en este cuaderno final, esas resonancias no
son meras reacciones psicológicas, sino reconocimientos, momentos en que algo que ya sabías a
un nivel esencial es recordado conscientemente, como cuando una melodía olvidada súbitamente
regresa a la memoria al escuchar sus primeras notas, el misterio permanente. No una ausencia,
sino una transformación. No hubo cuerpo, no hubo pistas concluyentes, no hubo explicación
satisfactoria para la lógica convencional. El caso de Jacobo Grinberg quedó registrado
oficialmente como una desaparición inexplicada, uno de esos misterios que, ocasionalmente,
desafían nuestra necesidad de clausura narrativa y certeza factual.
Pero para quienes lo conocieron íntimamente, para quienes habían seguido la evolución de su
pensamiento y habían presenciado las transformaciones en su relación con la realidad durante sus
últimos meses, Su ausencia física adquirió un significado que trascendía las categorías habituales
de la experiencia humana.
Cuando uno trasciende la forma, la forma deja de tener sentido. Esta frase escrita por Jacobo
varios meses antes de su desaparición parecía anticipar no solo un evento biográfico, sino una
transmutación esencial, como si su partida no representara una ruptura traumática, sino la
culminación natural de un proceso de transformación que había estado desarrollándose
visiblemente ante los ojos de quienes lo rodeaban. Lo más desconcertante para el pensamiento
lineal no fue su ausencia en sí misma, sino lo que comenzó a ocurrir después. Personas en
distintas partes del mundo, muchas que ni siquiera habían conocido personalmente a Jacobo,
algunas que apenas habían tenido contacto superficial con sus ideas, comenzaron a reportar
experiencias extraordinariamente similares.
Lo que verdaderamente buscaba era catalizar en otros el reconocimiento de algo que ya estaba
presente en ellos, activar una memoria de posibilidades que la programación colectiva había
temporalmente oscurecido, pero nunca completamente eliminado. El Látice, ese campo de
conciencia universal que había sido el centro de sus investigaciones, no era para Jacobo un
constructo teórico externo a ser estudiado objetivamente, sino la estructura misma que nos
constituye, el medio a través del cual existimos y nos relacionamos con todas las dimensiones de
la realidad. Lattice no es un campo afuera de ti, había insistido en sus últimas conferencias. Es lo
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que te sostiene desde dentro, y cuando lo recuerdas, despiertas. Este audiolibro que estás
escuchando no pretende ser una biografía exhaustiva ni una exposición académica, Es más bien un
eco, una reverberación que continúa pulsando décadas después en quienes se atreven a escuchar
no solo con el intelecto analítico, sino con esa receptividad más profunda, donde la comunicación
trasciende las limitaciones del lenguaje secuencial.
Es una invitación a recordar no a Jacobo como persona histórica, sino aquello que él mismo estaba
recordando, esa naturaleza esencial que precede y sobrevive a todas nuestras identificaciones
temporales. Si has llegado hasta este punto, si estas palabras han resonado en ti a algún nivel más
allá de la curiosidad pasajera o el entretenimiento, quizás no sea por casualidad. Quizás, como
sugería Jacobo, nada en el universo ocurre por azar. Cada encuentro, cada descubrimiento
aparentemente fortuito, cada resonancia inexplicable, es en realidad el Lattice respondiendo a
patrones de intención que hemos emitido desde niveles más profundos que nuestra mente
consciente. Jacobo Grinberg no desapareció en el sentido convencional de la palabra.
Simplemente, dejó de ser visible para aquellos que solo miran con los ojos del cuerpo y
conceptualizan con las categorías limitadas de una mente condicionada para percibir separación
donde, en realidad, hay continuidad. Discontinuidad donde hay flujo ininterrumpido. Su legado
más valioso no reside en sus libros publicados ni en las teorías que articuló, sino en esos
momentos de claridad repentina donde intuimos que la realidad es infinitamente más basta,
más fluidamente creativa y más íntimamente conectada con nuestra conciencia de lo que
nuestros modelos habituales nos permiten concebir. Si algo de lo que has escuchado ha tocado
una fibra profunda en ti, si algún fragmento ha activado un reconocimiento que trasciende la
comprensión intelectual, compártelo con otros que puedan estar listos para recordar. Suscríbete
para que el próximo libro prohibido también pueda encontrarte, no por casualidad, sino por
resonancia.
Y, sobre todo, comienza hoy mismo a cultivar ese silencio interior donde, como Jacobo descubrió,
todas las respuestas esenciales ya están presentes, esperando pacientemente a que despejes el
ruido mental que te impide escucharlas. Porque quizás el mayor descubrimiento no es algo que
vayamos a encontrar en el futuro, sino algo que ya somos en este mismo instante, cuando
dejamos de buscar y, simplemente, permitimos que lo real se revele por sí mismo.
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