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Fustel de Coulanges. La Ciudad Antigua Libro 1. Creencias Antiguas

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FU STEL DE C O U LA N G ES

Si LA CIUDAD
ANTIGUA
ESTUDIO SOBRE EL CULTO, EL DERECHO
Y LAS INSTITUCIONES DE GRECIA
Y ROMA

E S T U D IO PR ELIM IN A R
DE

DANIEL MORENO

EDITORIAL PORRÚA
AV. R EPÚ B LIC A ARGENTINA 15. M EXICO

“ SEPAN C U A N TO S...” N úm . 181


Fustel de Coulanges, uno de los grandes sociólogos, a
la par que singular historiador, riene en La ciudad an­
tigua su obra más conocida.
Esta obra, que parece más bien literaria por la
singular calidad con que fue escrita, constituye una
ÎERIA PORRUA fuente amena, a la vez que erudita, para conocer los
DESDE 1900
5IRRRA V ARfii:\T.’NA
sistemas sociales de los pueblos antiguos, tanto de
lUD AP DE MÉXICO Roma como de Grecia; y de paso, tener una noción
cabal de los problemas sociológicos derivados de la
religión y del derecho.
D e Coulanges alcanza en el cam po de los juristas
una relevancia singular debido a la agudeza de sus ob­
servaciones, a la profundidad con que analiza los an­
tecedentes de la legislación, por la concatenación que
encuentra entre los bechos y las creencias.
La lectura de esta obra es de enorme actualidad
porque la profundidad con que caló en el mundo an­
tiguo le permitió a su autor sentar principios válidos
para varias épocas.
La ciudad antigua es uno de los libros más bellos,
está impregnado de pasión y sentimiento, de emoción,
que hacen que la lectura se deslice placenteramente.
FUSTEL DE COULANGES

LA CIUDAD ANTIGUA
ESTUDIO SOBRE EL CULTO,
EL DERECHO Y LAS INSTITUCIONES
DE GRECIA Y ROMA

E s t u d io p r e l im in a r
DE

DANIEL MORENO

D E C IM O T E R C E R A E D I C I Ó N

EDITORIAL PORRÚA
AV. REPÚBLICA ARGENTINA, 15
M ÉX ICO, 2003
P rim e ra e d ic ió n , 1864
P rim e ra e d ic ió n en la C o lecció n “S e p a n c u a m o s ..." , 197Î

Copyright © 2003

L a v ersió n , el estu d io p re lim in a r y las c a ra cte rístic a s d e esta e d ic ió n


son p ro p ie d a d d e
E D IT O R IA L PO RR Ú A , S. A. d e C. V. — 2
Av. R e p ú b lic a A rg e n tin a , 15, 06020 M éxico, D. F.

Q u e d a h e c h o el d e p ó sito q u e m a rc a la ley

D e re c h o s re serv ad o s

ISB N 9 7 0 - 0 7 - 3 7 7 9 - 9 R ú stica
ISB N 9 7 0 - 0 7 - 3 8 4 7 - 7 T e la

IMPRESO EN MÉXICO
PRINTED IN MEXICO
LA CIUDAD A N TIG UA
INTRODUCCIÓN

SOBRE LA N ECESID A D DE ESTUDIAR LAS M ÁS A N TIG U A S


“ C R E E N C IA S D E LO S A N T IG U O S PA R A C O N O C E R SU S
IN ST IT U C IO N E S

Nos proponem os m ostrar aquí según qué principios y por qué reglas
se gobernaron la sociedad griega y la sociedad rom ana. A sociam os en
el mismo estudio a rom anos y griegos, porque estos dos pueblos, ram as
de una m ism a raza y que hablaban dos idiom as salidos de una m ism a
lengua, han tenido tam bién un fondo de instituciones com unes y han
atravesado una serie de revoluciones sem ejantes.
Nos esforzarem os, sobre todo, en pon er de m anifiesto las d iferen ­
cias radicales y esenciales que distinguen perdurablem ente a estos pue­
blos antiguos de las sociedades m odernas. N uestro sistem a de educa­
ción, que nos hace vivir desde la infancia entre griegos y rom anos, nos
habitúa a com pararlos sin cesar con nosotros, a ju z g a r su historia
según la nuestra y a explicar sus revoluciones por las nuestras. Lo que
de ellos tenem os y lo que nos han legado, nos hace creer que nos
parecemos; nos cuesta trabajo considerarlos com o p u eblos extranjeros;
casi siem pre nos vem os reflejados en ellos. De esto proceden m uchos
errores. No dejam os de en gañam os sobre estos antiguos pueblos cuan­
do los consideram os al través de las opiniones y acontecim ientos de
nuestro tiem po.
Y los errores en esta m ateria no carecen de peligro. La idea que
se han forjado de G recia y Rom a ha perturbado frecuentem ente a
nuestras generaciones. P or haberse observado m al las instituciones de
la ciudad antigua, se ha soñado hacerlas revivir entre nosotros. A lgu­
nos se han ilusionado respecto a la libertad entre los antiguos, y por
ese solo hecho ha peligrado la libertad entre los m odernos. N uestros
ochenta años últim os han dem ostrado claram ente que una de las gran­
des dificultades que se oponen a la m archa de la sociedad m oderna, es
el hábito por ésta adquirido de tener siem pre ante los ojos la antigüedad
griega y rom ana.
Para conocer la verdad sobre estos antiguos pueblos, es cuerdo
estudiarlos sin pensar en nosotros, cual si nos fuesen perfectam ente

3
4 FUSTEL DE COULANGES

extraños, con idéntico desinterés y el espíritu tan libre com o si estu­


diásem os a la India antigua o a A rabia.
Así observadas, G recia y R om a se nos ofrecen con un carácter
absolutam ente inim itable. N ada se les parece en los tiem pos modernos.
N ada en lo p orvenir podrá parecérseles. Intentarem os m ostrar por qué
reglas estaban regidas estas sociedades, y fácilm ente se constatará
que las m ism as reglas no pueden regir ya a la hum anidad.
¿De dónde procede esto? ¿P or qué las condiciones del gobierno de
los hom bres no son las mism as que en otro tiem po? Los grandes cambios
que periódicam ente se m anifiestan en la constitución de las sociedades,
no pueden ser efecto de la casualidad ni de la fuerza sola. La causa
que los produce debe ser potente, y esa causa debe residir en el hombre.
Si las leyes de la asociación hum ana no son las m ism as que en la
antigüedad, es que algo ha cam biado en el hom bre. En efecto, una par­
te de nuestro ser se m odifica de siglo en siglo: es nuestra inteligencia.
Siem pre está en m ovim iento, casi siem pre en progreso, y, a causa de
ella, nuestras instituciones y nuestras leyes están sujetas al cam bio.
H oy ya no piensa el hom bre lo que pensaba hace veinte siglos, y por
eso m ism o no se gobierna ahora com o entonces se gobernaba.
La historia de G recia y Rom a es testim onio y ejem plo de la estre­
cha relación que existe siem pre entre las ideas de la inteligencia hu­
m ana y ei estado social de un pueblo. R eparad en las instituciones de
los antiguos sin pensar en sus creencias, y las encontraréis oscuras, ex­
trañas, inexplicables. ¿Por qué los patricios y los plebeyos, ¡os p atro ­
nos y ios clientes, los eupátridas y los tetas, y de dónde proceden las
diferencias nativas e im borrables que entre esas clases encontram os?
¿Q ué significan esas instituciones lacedem ónicas que nos parecen tan
contrarias a la naturaleza? ¿C óm o explicar esas rarezas inicuas del
antiguo derecho privado: en C orinto y en Tebas, prohibición de vender
la tierra: en A tenas y en Rom a, desigualdad en la sucesión entre el
herm ano y la herm ana? ¿Q ué entendían los ju risco nsultos p o r a g n a ­
ción, por g e n s l ¿P o r qué esas revoluciones en el derecho, y esas revo­
luciones en la política? ¿En qué consistía ese patriotism o singular que
a veces extinguía los sentim ientos naturales? ¿Q ué se entendía por esa
libertad de que sin cesar se habla? ¿C óm o es posible que hayan podido
establecerse y reinar durante m ucho tiem po instituciones que tanto se
alejan de todo lo que ahora conocem os? ¿Cuál es el principio supe­
rior que les ha otorgado su autoridad sobre el espíritu de los hom bres?
Pero frente a esas instituciones y a esas leyes, colocad las creen­
cias: los hechos adquirirán en seguida m ás claridad, y la explicación
se ofrecerá espontáneam ente. Si, rem ontando a las prim eras edades de
LA CIUDAD ANTIGUA-INTRODUCCIÓN 5

raza es óec' r> a* tiem po en que fundó sus instituciones, se observa


faldea que tenía del ser hum ano, de ¡a vida, de la m uerte, de la segunda
existencia, del principio divino, adviértese una relación íntim a e n tre es­
tas o p in io nes y las reglas antiguas del derecho privado, entre los ritos
em an aron de esas creencias y las instituciones políticas.
La com paración de las creencias y de las leyes m uestra que una
religión prim itiva ha constituido la fam ilia griega y rom ana, ha estable­
cido el m atrim onio y la autoridad paterna, ha determ inado los rangos
del parentesco, ha consagrado el derecho de propiedad y el derecho de
h e ren cia. Esta m ism a religión, luego de am pliar y ex tender la fam ilia,
ha fo rm a d o una asociación m ayor, la ciudad, y ha reinado en ella com o
en la familia. De ella han procedido todas las instituciones y todo el
derecho privado de los antiguos. De ella ha recibido la ciudad sus p rin ­
cipios, sus reglas, sus costum bres, sus m agistraturas. Pero esas viejas
creencias se han m odificado o borrado con el tiem po, y el derecho
privado y las instituciones políticas se han m odificado con ellas. E nton­
ces se llevó a cabo la serie de revoluciones, y las transform aciones so­
ciales siguieron regularm ente a las transform aciones de la inteligencia.
Hay, pues, que estudiar ante todo las creencias de esos pueblos.
Las más antiguas son las que m ás nos im porta conocer, pues las insti­
tuciones y las creencias que encontram os en las bellas épocas de G recia
y de Roma sólo son el desenvolvim iento de creencias e instituciones
anteriores, y es necesario buscar sus raíces en tiem pos m uy rem otos.
Las poblaciones griegas e italianas son infinitam ente m ás viejas que
Rómulo y H om ero. Fue en una época m uy antigua, cuya fecha no pue­
de determ inarse, cuándo se form aron las creencias y cuándo se esta­
blecieron o prepararon las instituciones.
Pero, ¿qué esperanza hay de llegar ai conocim iento de ese pasado
remoto? ¿Q uién nos dirá lo que pensaban los hom bres diez o quince
siglos antes de nuestra era? ¿Puede encontrarse algo tan inaprensible
y tan fugaz com o son las creencias y opiniones? Sabem os lo que pen­
saban los arios de O riente hace treinta y cinco siglos; lo sabem os por
los him nos de los V edas, que indudablem ente son antiquísim os, y
por las leyes de M anú, que lo son m enos, pero donde pueden recono­
cerse pasajes que pertenecen a una época extrem adam ente lejana. Pero,
¿dónde están los him nos de los antiguos helenos? C om o los italianos,
Poseían cantos antiguos, viejos libros sagrados; mas de todo esto nada
ha llegado a nosotros. ¿Q ué recuerdo puede quedarnos de esas gene­
raciones que no nos han dejado ni un solo texto escrito?
Felizm ente, el pasado nunca m uere por com pleto para el hom bre,
^■en puede éste olvidarlo, pero siem pre lo conserva en sí, pues, tal
6 FUSTEL DE C O U L A N G E S

com o se m anifiesta en cada época, es el p ro d u cto y resum en fje


todas las épocas precedentes. Si se adentra en sí m ism o podrá en co ^
trar y distin g u ir esas diferentes épocas, según lo que cada una ha
dejado en él.
O bservem os a los griegos del tiem po de Pericles, a los rom anos del
tiem po de C icerón: ostentan en sí las m arcas auténticas y los vestigios
ciertos de los siglos más distantes. El contem poráneo de C icerón (me
refiero sobre todo al hom bre del puebio) tiene la im aginación llena de
leyendas; esas leyendas provienen de un tiem po antiquísim o y ates­
tiguan la m anera de pensar de aquel tiem po. El contem poráneo de
Cicerón se sirve de una lengua cuyas radicales son extraordinaria­
m ente antiguas: esta lengua, al expresar los pensam ientos de las viejas
edades, se ha m odelado en ellos y ha conservado el sello que, a su vez,
ha transm itido de siglo en siglo. E! sentido íntim o de una radical puede
revelar a veces una antigua opinión o un uso antiguo; las ideas se han
transform ado y los recuerdos se han desvanecido; pero las palabras
subsisten, testigos inm utables de creencias desaparecidas. El contem ­
poráneo de C icerón practica ritos en ios sacrificios, en los funerales,
en la cerem onia del m atrim onio; esos ritos son m ás viejos que él, y lo
dem uestra el que ya no responden a sus creencias. Pero que se con­
sideren de cerca los ritos que observa o las fórm ulas que recita, y en
ellos se encontrará el sello de lo que creían los hom bres quince o veinte
siglos antes.
LIBRO I
CREENCIAS ANTIGUAS

C a p ít u l o I

CREEN CIA S SO B R E EL A L M A Y SO B R E LA M U E R T E

Hasta los últim os tiem pos de la historia de G recia y de R om a se


vio persistir entre el vulgo un conjunto de pensam ientos y usos, que,
indudablemente, procedían de una época rem otísim a. D e ellos podem os
inferir las opiniones que el hom bre se form ó al principio sobre su p ro ­
pia naturaleza, sobre su alm a y sobre el m isterio de la m uerte.
Por m ucho que nos rem ontem os en la historia de !a raza indo­
europea, de la que son ram as las poblaciones griegas e italianas, no
se advierte que esa raza haya creído ja m á s que tras esta corta vida todo
hubiese concluido para el hom bre. Las generaciones m ás antiguas,
mucho antes de que hubiera filósofos, creyeron en una segunda exis­
tencia después de la actual. C onsideraron la m uerte, no com o una d iso ­
lución del ser, sino com o un m ero cam bio de vida.
Pero, ¿en qué lugar y de qué m anera pasaba esta segunda ex isten ­
cia? ¿Se creía que el espíritu inm ortal, después de escaparse de un
cuerpo, iba a anim ar a otro? N o; la creencia en la m etem psicosis nunca
pudo arraigar en el espíritu de los pueblos greco-italianos; tam poco es
tal !a opinión m ás antigua de los arios de O riente, pues los him nos de
los V edas están en oposición con ella. ¿Se creía que el espíritu ascen­
día al cielo, a la región de la luz? T am poco; la creencia de que las
almas entraban en una m ansión celestial pertenece en O ccidente a una
época relativam ente próxim a; la celeste m orada sólo se consideraba
como la recom pensa de algunos grandes hom bres y de los bienhechores
de la hum anidad. Según las m ás antiguas creencias de los italianos
y de los griegos, no era en un m undo extraño al presente donde el alm a
iba a pasar su segunda existencia: perm anecía cerca de ios hom bres y
continuaba viviendo bajo la tie rra .1

' Sub Ierra censaban! reliquam viíam agi mortuorum. Cicerón. Tuse., I, 16. Era tan
fuerte esta creencia, añade Cicerón, que, aun cuando se estableció el uso de quemar ¡os

7
8 FUSTEL DIE C O U L A N G E S

T am bién se creyó durante m ucho tiem po que en esta segunda exis.


tencia el alm a perm anecía asociada al cuerpo. N acida con él, la muerte
no los separaba y con él se encerraba en la tum ba.
Por m uy viejas que sean estas creencias, de ellas nos han queda­
do testim onios auténticos. Estos testim onios son los ritos de la sepul­
tura, que han sobrevivido con m ucho a esas creencias prim itivas, pero
que habían seguram ente nacido con ellas y pueden hacérnoslas com ­
prender.
Los ritos de la sepultura m uestran claram ente que cuando se coloca­
ba un cuerpo en el sepulcro, se creía que era algo viviente io que allí
se colocaba. V irgilio, que describe siem pre con tanta precisión y escrú­
pulo las cerem onias religiosas, term ina el relato de los funerales de
Polidoro con estas palabras: “ E ncerram os su alm a en la tum ba.”
La m ism a expresión se encuentra en O vidio y en Plinio el jo v en , y no
es que respondiese a las ideas que estos escritores se form aban del
alm a, sino que desde tiem po inm em orial estaba perpetuada en el len­
guaje, atestiguando antiguas y vulgares creencias.2
Era costum bre, ai fin de la cerem onia fúnebre, ¡lam ar tres veces
al alm a del m uerto por el nom bre que había llevado. Se le deseaba vivir
feliz bajo tierra. Tres veces se le decía: “Que te encuentres bien.” Se aña­
día: “ Q ue la tierra te sea ligera.” 3 ¡Tanto se creía que el ser iba a
co n tin u ar viviendo bajo tierra y que conservaría el sentim iento del
bienestar y del sufrim iento! Se escribía en la tum ba que el hom bre
reposaba allí, expresión que ha sobrevivido a estas creencias, y que de
sigio en siglo ha llegado hasta nosotros. T odavía la em pleam os, aunque
nadie piense hoy que un ser inm ortal repose en una tum ba. Pero tan
firm em ente se creía en la antigüedad, que un hom bre vivía allí, que
jam á s se prescindía de enterrar con él los objetos de que, según se

cuerpos, se continuaba creyendo que los muertos vivían bajo tierra— V, Euripides, Alcestes,
163; Hecuba, passim.
1 Virgilio, En . III, 67: unmuunifnc sepulcra condimus. —Ovidio. Fast., V. 45 !: Tumulo
fraternas condidit tintbras.— Plinio, ¿μ . VII. 27: manes n te conditi.— La descripción de
Virgilio se refiere al uso de los ccnotafios' admitíase que cuando no se podia encontrar cl
cuerpo de un pariente se le hiciera tina ceremonia que reprodujese exactamente todos los
ritos de la sepultura, creyendo así encerrar, a falta del cuerpo, cl alma en la tumba. Eurípides.
Helena. 1061, 1240. Escoliasu ad Pindar, Pit., IV, 284. Virgilio. VI, 505; XII. 214.
3 ¡liada, XXIII. 221. Eurípides. Alcestes. 479: Κούφα σοι χθώ ν έπάνω θεν πέσοι
Pausanias, II. 7.2.—Ave atque vale. Cátulo. C. 10. Servio, a d Æneid.. II. 640; III, 68; XI,
97 Ovidio, Fast., IV. 852; Metam,, X. 62. Sit tibi terra levis; tenuem et sine pondere
terram; Juvenal, VII, 207: Marcial, I, 89; V, 35; IX, 30.
LA C I U D A D A N T I G U A . —L I B R O l . - C A P . I 9

ap o n ía , tenía necesidad: vestidos, vasos, arm as.11 Se derram aba vino


sobre la tum ba para calm ar su sed; se depositaban alim entos para satis­
facer su ham bre.5 Se degollaban caballos y esclavos en la creencia de
que estos seres, encerrados con el m uerto, le servirían en ia tum ba
como le habían servido durante su vida.6 Tras la tom a de T roya, los
griegos vuelven a su país: cada cual lleva su bella cautiva; pero A quiles,
que está bajo tierra, reclam a tam bién su esclava y le dan a P olixena.7
Un verso de Píndaro nos ha conservado un curioso vestigio de esos
pensamientos de las antiguas generaciones, Frixos se vio obligado a sa­
lir de G recia y huyó hasta C ólquida. En este país m urió; pero, a pesar
de m uerto, quiso v olver a G recia. Se apareció, pues, a Pelias ordenán­
dole que fuese a la C ólquida para transportar su alm a. Sin duda esta
alma sentía la añoranza del suelo de la patria, de la tum ba fam iliar;
pero ligada a los restos corporales, no podía separarse sin ellos de la
Cólquida.8
D e esta creencia prim itiva se derivó la necesidad de la sepultura.
Para que el alm a perm aneciese en esta m orada subterránea que le con­
venía para su segunda vida, era necesario que el cuerpo a que estaba
ligada quedase recubierto de tierra. El alm a que carecía de tum ba no
tenía m orada. V ivía errante. En vano aspiraba al reposo, que debía an­
helar tras las agitaciones y trabajos de esta vida; tenía que errar siem ­
pre, en form a de larva o fantasm a, sin detenerse nunca, sin recibir
jamás las ofrendas y los alim entos que le hacían falta. D esgraciada, se
convertía pronto en m alhechora. A torm entaba a los vivos, les enviaba
enferm edades, les asolaba las cosechas, les espantaba con apariciones
lúgubres para advertirles que diesen sepultura a su cuerpo y a ella m is­
ma. De aquí procede la creencia en los aparecidos.'' La antigüedad

J Eurípides, Aleesíes. 637, 638; Orestes, 1416-1418. Virgilio, En,, VI, 221; XI, 191-
196.— La antigua costumbre de llevar dones a los muertos está atestiguada pura Alenas por
Tucídidcs, II, 34: κίσφέρι τώ εα υτού ÊJcaoios. La ley de Solón prohibía enterrar con el
muerto mas de tres trajes (Plutarco, Solón, 21). Luciano también habla de esla costumbre.
“¡Cuántos vestidos y adornos no se han quemado o enterrado con los muertos como si
hubiesen de servirles bajo tierra!"— También en los luncralcs de César, en época de gran
superstición, se observó ia antigua costumbre: se arrojó a la pira los manera, vestidos,
armas, alhajas (Suetonio, César, 84). V. Tácito, An,, III, 3.
s Eurípides, Ifig., en Táuride, 163, Virgilio, En. V, 76-80; VI, 225.
‘ ¡liada, XXI, 27-28; XXlli, 165-176, Virgilio. En.. X, 519-520; XI. 80-84, 197,—
Idéntica costumbre en la Galia, Cesar, ü. G., V. 17.
7 Eurípides, Η ία ώ α . 40-41; 107-113; 637-638.
* Píndaro, Pit., IV, 284 edic. Heync, V. el líscoaliasta.
,J Cicerón, Tusculanas. 1, 16. Eurípides. Traad, ¡085. Herodoto, V, 92. Virgilio, VI,
371, 379. Horacio, Odas. I. 23. Ovidio, Fast.. V, 483. Plirtio, Epist., VII, 27, Suetonio,
Ca%,, 59, Servio, ad Ætt., Ill, 68.
10 FUSTEL DE C O U L A N G E S

entera estaba persuadida de que sin la sepultura el alm a era miserable


y que por la sepultura adquiría la eterna felicidad. N o con la ostenta!
ción del dolor quedaba realizada la cerem onia fúnebre, sino con el rç.
poso y la dicha del m uerto.10
A dviértase bien que no bastaba con que el cuerpo se depositara en
la tierra. T am bién era preciso o bservar ritos tradicionales y pronun.
ciar determ inadas fórm ulas. En P lauto se encuentra la historia de un
a p arec id o :" es un alm a forzosam ente errante porque su cuerpo ha sido
enterrado sin que se observasen los ritos. Suetonio refiere que enterrado
el cuerpo de C aligula sin que se realizara la cerem onia fúnebre, su alma
anduvo errante y se apareció a los vivos, hasta el día en que se decidie­
ron a desenterrar el cuerpo y a daríe sepultura según las reg la s.12 Estos
dos ejem plos dem uestran qué efecto se atribuía a los ritos ν a las
fórm ulas de la cerem onia fúnebre. Puesto que sin ellos las alm as perma­
necían errantes y se aparecían a los vivos, es que p o r ellos se fijaban
y encerraban en las tum bas. Y así com o habia fórm ulas que poseían
esta virtud, los antiguos tenían otras con la virtud contraria: la de evo­
car a las alm as y hacerlas salir m om entáneam ente del sepulcro.
Puede verse en los escritores antiguos cuánto atorm entaba al hom ­
bre el tem or de que tras su m uerte no se observasen los ritos. Era ésta
una fuente de agudas inquietudes.11 Se tem ía m enos a la m uerte que
a la privación de sepultura ya que se trataba del reposo y de la felicidad
eterna. No debem os de sorprendernos m ucho al v er que, tras una vic­
toria por m ar, los atenienses hicieran perecer a sus generales que habían
descuidado el enterrar a los m uertos. E sos generales, discípulos d e los
filósofos, quizá diferenciaban el alm a del cuerpo, y com o no creían que
la suerte de la una estuviese ligada a la suerte del otro, habían supuesto
que im portaba m uy poco que un cad áv er se descom pusiese en la tie­
rra o en el agua. P or lo m ism o no desafiaron la tem pestad para cunv-

111 Iliada. XXII, 358; Odisea. XI, 73,


11 Plauto, Mostellaria. U), 2,
11 Suctomo, Calig. 59; Satis connut, priusquam id fie n t, Iwrtontm custodes umbris
inquietatos... ludían i noctem sine aliquo fen o re transactam.
" Vcaitc cn Ia Iliada. XXII, 338-344. Héctor ruega a su vcnccüor que no le prive de
la sepultura: “Yo le suplico por tus rodillas, por lu vida, por tus padres, que no entregues
mi cuerpo a los perros que vagan cerca de los barcos griegos; acepta el oro que mi padre
te ofrecerá cn abundancia y devuélvele mi cuerpo para que los iroyanos y (rayanas me
ofrezcan mi parte cn los honores de la pira." Lo mismo en Sófocles: Anligona afronta la
muerte "para que su hermano no quede sin sepultura” (S ó f, Am.. 467).— El mismo sen­
timiento esta significado en Virgilio, IX, 213; Horacio, Odas. I, 18, v. 24-36; Ovidio, Heroidas.
X, 119-123; Trisíes, III, 3, 45.— Lo mismo en las imprecaciones: lo que se deseaba de más
horrible para un enemigo era que muriese sin sepultura. (Virg., En., IV, 620).
la ciudad A N T I G U A . —L I B R O I . - C A P . ]

■ ia vana form alidad de recoger y enterrar a sus m uertos. Pero la


P * , g,jlimbre que, aun en Atenas, perm anecía afecta a las viejas creen-
mUCIacusó jg jm piedad a sus generales y los hizo m orir. Por su victoria
Vivaron a Atenas; por su negligencia perdieron m illares de alm as. Los
S "rires de los muertos, pensando en el largo suplicio que aquellas almas iban
sufrir, se acercaron al tribunal vestidos de luto para exigir venganza.14
En las ciudades antiguas la ley infligía a los grandes culpables un
castigo reputado com o terrible: la privación de sep u ltu ra.15 Asi se cas­
tigaba al alm a m ism a y se le infligía un suplicio casi eterno.
Hay que observar que entre los antiguos se estableció otra opinión
sobre la mansión de los m uertos. Se figuraron una región, tam bién sub­
terránea, pero infinitam ente m ayor que la tum ba, donde todas las al­
mas, lejos de su cuerpo, vivían ju n tas, y donde se les aplicaban penas
y recompensas, según la conducta que el hom bre había observado d u ­
rante su existencia, Pero los ritos de la sepultura, tales com o los hem os
descrito, están en manifiesto desacuerdo con esas creencias: prueba cierta
de que en la época en que se establecieron esos ritos, aún no se creía
en el Tártaro y en los C am pos Elíseos. La prim era opinión de esas
antiguas generaciones fue que el ser hum ano vivía en la tum ba, que el
alma no se separaba del cuerpo, y que perm anecía fija en esa parte del
suelo donde los huesos estaban enterrados. P or otra parte, el hom bre no
tenía que rendir ninguna cuenta de su vida anterior. U na vez en la tumba,
no tenía que esperar recom pensas ni suplicios. O pinión tosca, indudable­
mente, pero que es la infancia de la noción de una vida futura.
El ser que vivía bajo tierra no estaba lo bastante em ancipado de
la humanidad com o para no tener necesidad de alim ento. A sí, en ciertos
días del año se llevaba com ida a cada tu m b a ,16

M Jenofonte, Helénicas. 1, 7,
15 Esquilo, Siete contra Tebas, 1013. Sófocles. Anúgona, ¡98. Euripides, F en.. 1627-
l® 2.—V. Lisias. Epitaf. 7-9. Todas las ciudades antiguas añadían at suplicio de los gran­
des criminales la privación de sepultura.
14 Esto se llamaba en latín inferios ferre, pat entare, ferre soiomnia. Cicerón, De
legibus, II, 21: majores nostri mortuis parentari voluerunt. Lucrecio, III, 52: Parentant et
nigras mactant pecudes et Manibus divis inferias mittunt. Virgilio, En.. VI, 380; tumulo
solemnia mittent. IX, 214: Absenti fe ra t inferias decorelque sepulcro. Ovidio, Amor.. 1, 13,
3- annua solemn i cœde parental avis.— Estas ofrendas, a que los muertos tenían derecho,
se llamaban Munium jura. Cicerón. De legib., II, 21. Cicerón hace alusión a ellas en el Pro
Flacco. 38, y en la primera Filípica. 6,— Estos usos aun se observaban en tiempo de Tácito
Wist.. II, 95); Tertuliano los combate como si en su tiempo conservasen pleno vigor: Defundis
PQremant, quos escam desiderare prœsumant (De resurr. carnis. I); Defunctos voca.s securos,
S! quando exlra portam cum obsoniis et matteis parentans ad busta recedis. (De testtm.
animée, 4 .)
12 FUSTEL DE COULANGES

O vidio y V irgilio nos han dejado la descripción de esta ceremonia


cuyo em pleo se había conservado intacto hasta su época, aunque la^
creencias ya se hubiesen transform ado. D icennos que se rodeaba |a
tum ba de grandes guirnaldas de hierba y flores, que se depositaban
tortas, frutas, sal, y que se derram aba leche, vino y a veces sangre, de
v ictim as.17
N os equivocaríam os grandem ente si creyéram os que esta comida
fúnebre sólo era una especie de conm em oración. El alim ento que la
fam ilia llevaba era realm ente para el m uerto, para él exclusivam ente.
Prueba esto que la leche y el vino se derram aban sobre la tierra de la
tum ba; que se abría un agujero para que los alim entos sólidos llegasen
hasta el m uerto; que, si se inm olaba una víctim a, toda la carne se
quem aba para que ningún vivo participase de ella; que se pronunciaban
ciertas fórm ulas consagradas para invitar al m uerto a com er y beber;
que si la fam ilia entera asistía a esta com ida, 110 por eso tocaba los
alim entos; que, en fin, al retirarse, se tenía gran cuidado de dejar una
poca de leche y algunas tortas en los vasos, y que era gran impiedad
en un vivo tocar esta pequeña provisión destinada a las necesidades del
muerto.
E stas antiguas creencias perduraron m ucho tiem po y su expresión
se encuentra todavía en los grandes escritores de G recia. “Sobre la
tierra de la tum ba, dice IFigenia en E urípides, derram o la leche, la miel,
el vino, pues con esto se alegran los m uertos.” 18 — “Hijo de Peleo, dice
N eptolem o, recibe el brebaje grato a los m uertos; ven y bebe de esta
sangre.” 1* Electra vierte las libaciones y dice: “El brebaje ha penetrado
en la tierra; mi padre lo ha recibido.” 2" V éase la oración de O restes
a su padre m uerto: “ ¡Oh, padre m ío, si vivo, recibirás ricos banquetes;

17 Solemnes tum forte dapes el tristia dona


Libaba! eincri Andromache manesque vocabat
Hectoreum ad tumulum.
(Virgilio, Eiu. Ill, 301-303).
— Hic duo rite mero libans carchesia Baccho.
Fundi! humi, duo lactc novo, duo sanguine sacro
Purpurcisque jacit fiores ac talia iatur;
Salve, sánele parens, animæque umbræque patemæ.
(Virgilio, En.. V, 77-81.)
Est honor et tumulis: animas placalc paternas.
...El sparsæ fruges parcaquc mica salis
ínque mero mollita ceres viola;que solutæ.
(Ovidio, Fast.. II, 535-542.)
'* Euripides, ifigenia en Táuríde. 157-163.
"* Eurípides, Hécitba. 536; Electra, 505 y sig.
■“ Esquilo, Coéforas, 162.
LA C I U D A D A N T I G U A . —L I B R O I . - C A P . I 13

■ nluero, no tendrás tu parte en las com idas hum eantes de qu


Per°muertos se nutren!” 21 Las burlas de Luciano atestiguan que estas
*°Stumbres aún duraban en su tiem po: “Piensan los hom bres que ias
c° s vjenen de lo profundo p o r la com ida que se les trae, que se
3 lan con el hum o de las viandas y que beben el vino derram ado
sobre la fosa.” 22 Entre los griegos había ante cada tum ba un em pla-
zamjento destinado a la inm olación de las víctim as y a la cocción de
su carne.23 La tum ba rom ana tam bién tenía su culina, especie de cocina
de un género particular y para el exclusivo uso de los m uertos.34 C uenta
plutarco que tras la batalla de Platea los guerreros m uertos fueron
enterrados en el lugar del com bate, y los píateos se com prom etieron a
ofrecerles cada año el banquete fúnebre. En consecuencia, en el día del
a n iv e rsa rio se dirigían en gran procesión, conducidos p or sus prim eros
magistrados, al otero donde reposaban los m uertos. O frecíanles leche,
vino, aceite, perfum es y les inm olaban una víctim a. C uando los alim en­
tos estaban ya sobre la tum ba, los píateos pronunciaban una fórm ula
invocando a ios m uertos para que acudiesen a esta com ida. T odavía se
celebraba esta cerem onia en tiem po de Plutarco, que pudo ver el 6 0 0 v
aniversario.35 Luciano nos dice cuál es la opinión que ha engendrado
todos esos usos: “Los m uertos, escribe, se nutren de los alim entos que
colocamos en su tum ba y beben el vino que sobre ella derram am os; de
modo que un m uerto al que nada se le ofrece está condenado a ham bre
perpetua.” 3*
He ahi creencias m uy antiguas y que nos parecen bien falsas y
ridiculas. Sin em bargo, han ejercido su im perio sobre el hom bre du­
rante gran núm ero de generaciones. Han gobernado las alm as, y m uy
pronto verem os que han regido las sociedades, y que la m ayor parte
de las instituciones dom ésticas y sociales de los antiguos em anan de
esa fuente.

!l Esquilo, Coéforas, 482-484.— En ¡os Pe/sas, Esquilo presta a Atosa las ideas de
los griegos: "Llevo a mi esposo estos sustentos que regocijan a los muertos, leche, miel
llorada, el Fruto de la viña; evoquemos e! alma de Darío y derramemos estos brebajes que
¡a lierra beberá, y que llegarán hasta los dioses de lo profundo.” (Persas, 6 1 0 -6 2 0 )."
Cuando las victimas se habían ofrecido a las divinidades del ciclo, los mortales comían la
carnc: pero cuando se ofrecía a los muertos, se quemaba integramente. (Pausanias, II, 10.)
Luciano. Carón, c. 22, Ovidio, Fastos. 566: possilo pascitur umbra cibo.
Luciano, Carón, c. 22, “Abren fosas ccrca de las tumbas y cn ellas cuecen la comida
los muertos.”
‘‘ Feslo, v, cult na: culina vocalur h a t s in quo epulœ in funere comburuntur.
Plutarco, Aristides. 21 : π α ρ α κα λ εϊ xoiis άποθανόντα5 έπ ΐ τό δεΐπνον κ α ί τήν
αιΜο*ουριαν.
Luciano, De luctu, c. 9.
14 FUSTEL DE C O U L A N G E S

C a p ít u l o Iï

EL CU L T O D E LOS M U E R T O S

Estas creencias dieron m uy pronto lugar a regias de conducta


Puesto que e! m uerto tenía necesidad de alim ento y bebida, se conci­
bió que era un deber de los vivos el satisfacer esta necesidad. El cui­
dado de llevar a los m uertos los alim entos no se abandonó al capricho
o a ¡os sentim ientos variables de los hom bres: fue obligatorio. Así se
instituyó toda una religión de la m uerte, cuyos dogm as lian podido ex­
tinguirse m uy pronto, pero cuyos ritos han durado hasta el triunfo del
cristianism o.
Los m uertos pasaban por seres sagrados.27 Los antiguos les otorga­
ban los m ás respetuosos epítetos que podían encontrar: llamábanles
buenos, santos, bienaventurados.38 Para ellos tenían toda la veneración
que el hom bre puede sentir por la divinidad que am a o tem e. En su
pensam iento, cada m uerto era un dio s.29
Esta especie de apoteosis 110 era el privilegio de los grandes hom­
bres; no se hacía distinción entre los m uertos. C icerón dice: “Nuestros
antepasados han querido que los hom bres que habían salido de esta
vida se contasen en el núm ero de los dioses.” 30 N i siquiera era nece­
sario haber sido un hom bre virtuoso; el m alo se convertía en dios como
el hom bre de bien: sólo que en esta segunda existencia conservaba
todas las m alas tendencias que había tenido en la p rim era.31
Los griegos daban de buen grado a los m uertos el nom bre de dioses
subterráneos. En Esquilo, un hijo invoca así a su padre m uerto: “ ¡Oh
tú, que eres un dios bajo tierra!” Euripides dice, hablando de Alcestes:
“C erca de su tum ba el viajero se detendrá para decir: É sta es ahora

” όσ ιου tovs μεθεστώταδ ίεροίιβ υομ ίζειν, Plutarco, Solón, 21.


1' Χρήστσι, μάκαρεε, Aristóteles, cílado por Plutarco, Cuestión. Roman,. 52; gríeg..
5— μάκαρεβ χθόνιοι, Esquilo, Coéf., 475.
Ώ Eurípides, Fenic., 1321; to is θανοϋσι χρή τόν ού τεθνηκότα τιμάδ 5í6ovto
χθόνιον εύ σέβειν θεόν.— Odisea, X, 526: εύχή σ ι λισ η χ λ υ τά εθνεα νεκρών.— Esquilo,
Coef., 475; “ ¡Oh bienaventurados que moráis bajo la tierra, escuchad mi invocación; venid
cti socorro de vuestros hijos y concederles la victoria!" En virtud de esta ¡dea, llama Eneas
a su difunto padre Sancte parens, divinus parens: Virg., En., V, 80; V. 47.— Plutarco,
Ciiest. rom.. 14: θεόν γεγονένα ι τόν τεθνηχότα λέγουσ ι.— Comelto Nepote, fragmentos,
XII; parentabis mihi et invocabis deum parentem.
30 Cicerón, De iegibus, II, 22.
y San Agustín, Ciudad de Dios. VIII, 26; IX, 11.
LA C I U D A D A N T I G U A - L I B R O l.-CAP. ]] 15

d i v in i d a d b ienaventurada,” 32 Los rom anos daban a los m uertos el


Unmbre de dioses m anes. “D ad a los dioses m anes lo que les es debido,
λ p C icerón; son hom bres que han dejado la vida; tenedles por seres
QlCC
33
divinos.
Las tum bas eran los tem plos de estas divinidades. P or eso osten­
taban la inscripción sacram ental D is M anibus, y en griego θεοΪ5
vflovtois. Significaba esto que el dios vivía allí enterrado, M anesque
S t u l t i , dice V irgilio.34 A nte la tum ba habia un altar para los sacrifi­
cios, como ante los tem plos de d ioses.35
Este culto de los m uertos se encuentra entre los helenos, entre los
latinos, entre los sabinos,36 entre los etruscos; se le encuentra tam bién
entre los arios de la India. Los him nos del R ig V eda hacen de él m en­
ción. El libro de las Leyes de M anú habla de ese culto com o del más
antiguo que los hom bres hayan procesado. En ese libro se advierte ya
que la idea de la m etem psicosis ha pasado sobre esta antigua creencia;
y ya antes se había establecido la religión de B rahm a, y, sin em bargo,
bajo el culto de Brahm a, bajo la doctrina de la m etem psicosis, subsiste
viva e indestructible la religión de las alm as de los antepasados, obli­
gando al redactor de las Leyes de M anú a contar con ella y a m antener
sus prescripciones en el libro sagrado. No es la m enor singularidad de
este libro tan extraño el haber conservado las reglas referentes a esas
antiguas creencias, si se tiene en cuenta que evidentem ente fue redac­
tado en una época en que dom inaban creencias del todo opuestas. Esto
prueba que si se necesita m ucho tiem po para que las creencias h u m a­
nas se transform en, se necesita todavía m ás para que las prácticas
exteriores y las leyes se m odifiquen. A ún ahora, pasados tantos siglos
y revoluciones, los indos siguen tributando sus ofrendas a los an tepa­
sados. Estas ideas y estos ritos son lo que hay de m ás antiguo en la
raza indoeuropea, y son tam bién lo que hay de m ás persistente.

31 Eurípides, Alcestes, 1015; νυν S’ έστι μ ά χ α φ α δαίμω ν χαΐρ, ω πότνι. ε ν δε δοίηβ.


33 Cicerón, De teg., II, 9, Varrón, en San Agustín, Ciudad de Dios. V Ill, 26.
3J Virgilio, En., IV, 54.
í! Eurípides, Troyanas. 96: τΰμβουΒ θ ’ ιερά τών κεκμηκότω ν. Electra. 505-510.—
Virgilio, En.. VI, 177: Aramque sepulcri; III, 63: Slam Manibus arce; III, 305: Et geminas,
causam lacrymis, sacraverat aras; V, 48: Divini ossa parentis condidimus terra mœstasque
sacravimus aras. El gramático Nonio Marcelo dice que cl sepulcro se llamaba templo entre
°5 antiguos, y en efecto. Virgilio emplea la palabra, templum para designar la tumba o
cañota Γιο que Dido erigió a su esposo (Eu.. IV, 457). Plutarco. Cues!, rom., 14: επ ί τών
*«<p(ov έπισ τρέφ ονται. χ α θ ά π ϊρ θεών ιερά τιμώντε5 τά τών πατέρω ν μνήματα.
'guió llamándose para la piedra erigida sobre la tumba (Suetonio, Nerón, 50). Esta palabra
SC cmPlca cn las inscripciones funerarias. Orelli. núms, 4521, 4522, 4826.
34 Varrón, De lingua tal.. V. 74.
16 FUSTEL DE C O U L A N G E S

Este culto era en la India el m ism o que en G recia e Italia. El in¿0


debía sum inistrar a los m anes la com ida, llam ada sraddha. “ Q ue el jef»
de la casa haga el sraddha con arroz, leche, raíces, frutas, para atraer
sobre si la benevolencia de los m anes.” El indo creía que en el momento
de ofrecer esta com ida funebre, los m anes de los antepasados venían
a sentarse a su lado y tom aban el alim ento que se les presentaba. Tam.
bién creía que este banquete com unicaba a los m uertos gran regocijo;
“C uando el sraddha se hace según ios ritos, los antepasados de! que
ofrece la com ida experim entan una satisfacción inalterable.” 37
A sí, los arios de O riente pensaron, en un principio, igual que los
de O ccidente a propósito del m isterio del destino tras la m uerte. An­
tes de creer en la m etem psicosis, que presuponía una distinción abso­
luta entre el alm a y el cuerpo, creyeron en la existencia vaga e indecisa
del ser hum ano, invisible pero no inm aterial, que reclam aba de los mor­
tales alim ento y bebida.
El indo, cual el griego, consideraba a los m uertos com o seres divi­
nos que gozaban de una existencia bienaventurada. Pero existía una
condición para su felicidad: era necesario que las ofrendas se les tribu­
tasen regularm ente p o r los vivos. Si se dejaba de ofrecer e! sraddha
a un m uerto, el alm a huía de su apacible m ansión y se convertía en
alm a errante que atorm entaba a los vivos; de suerte que si ¡os manes
eran verdaderam ente dioses, sólo lo eran m ientras ios vivos les hon­
raban con su culto.38
Los griegos y rom anos profesaban exactam ente las m ism as opinio­
nes. Si se cesaba de ofrecer a los m uertos la com ida fúnebre, los
m uertos salían en seguida de sus tum bas; som bras errantes, se les oía
gem ir en la noche silenciosa, acusando a los vivos de su negligencia
im pía; procuraban castigarles, y les enviaban enferm edades o herían al
suelo de esterilidad. En fin, no dejaban ningún reposo a los vivos hasta
el día en que se reanudaban las com idas fúnebres.39 El sacrificio, la

" Leyes de Manú. I, 95; II!. 82, 122, 127, 146, 189, 274.
3S Este cu lio tribulado a ios muertos se expresaba en griego por las palabras έναγίζω
έναγισμοδ, Pollux, VII!, 91; Herodoto, I, 167; Plutarco, Aristides. 21; Carón. 15; Pausanias,
IX. 13, 3. La palabra ένα γίζω se decía de los sacrificios ofrecidos a los muertos, θύω de
tos que se ofrecían a los dioses de! ciclo; esta diferencia está bien indicada por Pausanias,
I!, 10, I, y por el Escoliasta de Eurípides, Fenic.. 281. V, Plutarco: Cues!, rom.. 34; χ ο às
κ α ί έν α γ ισ μ ο ύ ί tots τεθνηχάσι... %oàs κ α ί ένα γισ μ όν φερουσιν επ ί τόν τάφον.
w Vcasc en Herodoto, I, 167. la historia de las almas de los foccnses que trastornan
una comarca entera hasta que se les consagra un aniversario; hay otras historias análogas
en Hcrodnto y en Pausanias VI, 6, 7. Lo mismo en Esquilo: Clitctrmestra, advertida de que
los manes de Agamcmriün están irritados contra ella, se apresura a depositar alimentos
snhi-c su tumba. Vcase también !a leyenda romana que cuenta Ovidio, Fastos. II, 549-556:
LA C I U D A D A N T I G U A . —L I B R O I . - C A P . II ]7

del sustento y la libación, los hacían v o lv er a la tum ba y les


° I 'an ei reposo y los atributos divinos. El hom bre quedaba cnton-
r e J e n paz con ellos.4"
cj el m uerto al que se olvidaba era un ser m alhechor, aquel al que
honraba era un dios tutelar, que am aba a los que le ofrecían el
sustento Para protegerlos seguía tom ando parte en los negocios hum a­
nos y en ellos desem peñaba frecuentem ente su papel. A unque m uerto,
sabía ser fuerte y activo. Se le im ploraba; se solicitaban su ayuda y
sus favores. C uando pasaba ante una tum ba, el cam inante se paraba
y decía: “ ¡Tú, que eres un dios bajo tierra, sem e propicio!” "11
Puede juzgarse de ¡a influencia que los antiguos atribuían a los
muertos por esta súplica que Electra dirige a los m anes de su padre.
“ ¡Ten piedad de mí y de mi herm ano O restes; hazle v olver a este país;
oye mi ruego, oh padre nu'o, atiende m is votos al recibir mis libaciones!”
Estos dioses poderosos no sólo otorgan los bienes m ateriales, pues
Electra añade: “D am e un corazón m ás casto que el de mi m adre, y
manos más puras.” 112Tam bién el indo pide a los m anes “que se acrecien­
te en su fam ilia el núm ero de los hom bres de bien, que haya m ucho
para dar” .
Estas alm as hum anas, divinizadas por la m uerte, eran lo que los
griegos llam aban dem onios o héroes.41 Los latinos les dieron el nom bre

“Un día se olvidó cl deber de los parentalia. y las almas salieron entonces de las lumbas
y se les oyó correr dando alaridos por las calles de la ciudad y por los campos del Lacio
híisla que volvieron a ofrecérseles los sacrificios sobre las tumbas." Véase también la his­
toria que refiere Plinio el Joven, VII, 27.
Jrl Ovidio, Fast., II, 518: Animas placate paternas.— Virgilio, En.. VI, 379: Ossa piabunt
et statuent tumulum et lumiilo ¡olemnia initiem.— Compárese cl griego ιλά σ χομ αι (Pausanias,
VI; 6, 8).— Tilo Livio, I, 20: Justa funebria placandosque manes.
11 Eurípides, A Ices tes. 1004 (1016).— “Créese que si no prestamos atención a estos
muertos y si descuidamos su culto, nos liacen mal, y que, al contrario, nos hacen bien si
nos los volvemos propicios con nuestras ofrendas.” Porfirio, De abstiti., II, 37. V. Horacio,
Odas, II, 23; Platón, Leyes, !X, p% s. 926, 927.
43 Esquilo, Coéforas, 122-145.
i3 Es posible que cl sentido primitivo de ijpcus haya sido el do hombre muerto.
La lengua de las inscripciones, que es la vulgar y al mismo liempo la que mejor conserva cl
sentido antiguo de las palabras, emplea a veces tipas con la simple significación que damos
a 'a palabra diTunto: impios χρηστέ, χαΤρε, Bccckh, Corp. Inscr., números 1629, 1723,
1782, 1784, ¡786, 1789. 3398; Ph. Lebas, Monum de Morea. pág. 205. Véase
coynis, ed. Wclckcr, v, 513, y Pausanias, VI, 6, 9, los Icbanos poseían una antigua ex­
presión para significaτ morir, ηρώα γίνεσθαι (Aristóteles fragmentos, edic. Hcilz, tomu IV,
P0K· 2fi0. Véase Plutarco, Proverb, quibus Alex, usi sum, cap. 47).— Los griegos daban
!an,bi™ al alma de un m u e rto cl nombre de Λ α ιμ ώ ν. Eurípides, Alcestes, 1140, y cl
'Scoliasta. Esquilo. Persas. 620: δα ίμ ονα Δαρείον Pausanias, VI, 6: Εκίμων άνθρωπον.
18 FUSTEL DE COULANGES

de Lares. M anes,M Genios. “N uestros antepasados, dice A puleyo,


creído que cuando los m anes eran m alhechores debía de llamárseles
larvas, y los denom inaban lares cuando eran benévolos y propicios.”«
En otra parte se lee. “G enio y lar es el m ism o ser; así lo han creid0
nuestros antepasados” ,*1* y en Cicerón: “Lo que los griegos llamaban,
dem onios, nosotros los denom inam os lares.” *17
Esta religión de los m uertos parece ser la m ás antigua que haya
existido entre esta raza de hom bres. A ntes de concebir y de adorar
a Indra o a Z eus, ei hom bre adoró a los m uertos; tuvo m iedo de ellos
y les dirigió sus preces. P or ahi parece que ha com enzado el senti­
m iento religioso. Q uizá en presencia de la m uerte ha sentido el hombre
por prim era vez la idea de io sobrenatural y ha querido esperar en algo
m ás allá de lo que veía. La m uerte fue el prim er m isterio, y puso al
hom bre en el cam ino de los dem ás m isterios. Le hizo elevar su pen­
sam iento de lo visible o lo invisible, de lo transitorio a lo eterno, de
lo hum ano a lo divino.

C a p ít u l o III

EL FU EG O SA G R A D O

La casa de un griego o de un rom ano encerraba un altar: en este


altar tenía que h aber siem pre una poca de ceniza y carbones encendi-
dos.·1" Era una obligación sagrada para el je fe de la casa ei conservar
el fuego día y noche. ¡D esgraciada la casa donde se extinguía! Todas
las noches se cubrían los carbones con ceniza para evitar que se consu­
m iesen enteram ente; al levantarse, el p rim er cuidado era reavivar ese
friego alim entándolo con algunas ram as. El fuego no cesaba de brillar

44 Manes Virginia; (Tilo Livio, III, 58). Manes conjugis (Virgilio, VI, 119) Patris
Anchisœ Manes (Id.. X, 534). Manes Hectoris (Id. III, 303). Dis Manibus Martialia. Dis
Manibus Acutieu {Qrelli. nàiïis. 4440, 4441, 4447, 4459, etc.). Valerii deos manes (Tito
Livio, III, 19).
45 Apuleyo, De deo Socratis. Servio, ad Æneid, III, 63.
4fi Censorino, D e die natali, 3.
17 Cicerón, Timeo, 11.— Dionisio dc Halicarnaso tradujo Lar familiaris por: κ α τ' οικίαν
TÎpcos (Antiq. rom., IV, 2).
J* Los griegos designaban este altar con nombres diversos, βώμο5. έσ χά ρα, έσ τία ;
cl ultimo acabó prevaleciendo en ía costumbre y fue en seguida el nombre que designó a
la diosa Vesta. Los latinos llamaron indistintamente ai altar vesta, ara o focus. In prim is
ingressibus domorwn vestee, id est arce et foci, solent haberi (Nonio Marcelo, edic. Ouicheral.
pág 53).
LA C I U D A D A N T I G U A - L J B R O l . - C A P . Ill 19

i a¡tar hasta que ia fam ilia perecía totalm ente: hogar extinguido,
®n ^'ijg’extinauida, eran expresiones sinónim as entre los antiguos.49
Es pianifieslo que esta costum bre de conservar p erennem ente el
del altar se relacionaba con ana antigua creencia. Las reglas y
los ritos que a este propósito se observaban dem uestran que no era ésa
una co stu m b re insignificante. N o era licito alim entar ese fuego con
cualquier clase de m adera: la religión distinguía entre los árboles las
especies que podían em plearse en este uso y las que era im pío utilizar.50
T a religión tam bién prescribía que este fuego debía conservarse siem ­
pre piiró;51 lo que significaba, en sentido literal, que ninguna cosa sucia
podía echarse en el fuego, y, en sentido figurado, que ningún acto cul­
pable debía com eterse en su presencia. H abía un día del año, que entre
los romanos era el l 9 de m ayo, en que cada fam ilia tenía que extinguir
su fuego sagrado y encender otro inm ediatam ente.52 Pero para obtener
el nuevo fuego era preciso observar escrupulosam ente algunos ritos.
Había que preservarse sobre todo de em plear el pedernal hiriéndolo con
el hierro. Los únicos procedim ientos perm itidos eran concentrar en un
punto el calor de los rayos solares o frotar rápidam ente dos trozos de
cierta m adera hasta hacer brotar la chispa.53 Estas d iferentes reglas
prueban suficientem ente que, en opinión de los antiguos, no se trataba
solamente de producir o conservar un elem ento útil y agradable: aque­
llos hombres veían otra cosa en el fuego que ardía en sus altares.
El fuego tenía algo de divino; se le adoraba, se le rendía un ver­
dadero culto. Se le ofrendaba cuanto se ju zg ab a que podía ser grato
a un dios: flores, frutas, incienso, vin o .54 Se solicitaba su protección,
se le creía poderoso. Se le dirigían fervientes oraciones para alcanzar
de é¡ esos eternos objetos de los anhelos hum anos: salud, riqueza, feli­
cidad. Una de esas oraciones que nos ha sido co n servada en la co lec­
ción de los him nos órfícos está concebida así: “ ¡H ogar, haznos siem pre
florecientes, siem pre dichosos; oh tú, que eres eterno, bello, siem pre j o ­
ven, tú que sustentas, tú que eres rico, recibe con propicio corazón

49 Himnos homér,, XXIX. Himnos álficos, LXXXIV. Hesiodo, Opera, 679. Esquilo,
dgam.. 1056. Eurípides, Hêrcul. Fur.. 303, 599. Tucídides, I, 136. Aristófanes, Plut., 795.
Catón, De re rust.. 143. Cicerón, Pro domo. 40. Tibulo, I, 1 ,4 . Horacio, Epod., II, 43.
°vidio. A. A., 1, 637. Virgilio, II, 512.
M Virgilio, VII, 71: castis tœdis. Festo, v. Felicis. Plutarco, Numa, 9.
11 Eurípides, Here, fu)'., 715. Catón De re rust., 143. Ovidio, Fast., III, 698.
Macrobio, Saturn.. 1, ¡2.
S! Piularco, Numa. 9: Festo, edic. Muller, pág. 106.
Ovidio, A. A., I, 637; dentur in antiquos thura merumque focos. Plauto, C aut., II,
Mercator. V. 4, 5, Tibulo, I, 3, 34. Horacio, Odas, XXII], 2, 3-4, Catón, De re
lu¡¡tic., 143, Plauto, Aut., prólogo.
20 FUSTEL DE COULANGES

nuestras ofrendas y danos en retorno la felicidad y la salud que es tan


dulce!” 55 Así se veía en el hogar a un dios bienh ech or que conservaba
la vida del hom bre, a un dios rico que le sustentaba con sus dones, a
un dios fuerte que protegía la casa y la fam ilia. A nte un peligro, se
buscaba refugio a su lado. C uando es asaltado el palacio de Príanio,
H écuba arrastra al viejo rey hasta el hogar: “Tus arm as no podrán
defenderte, le dice ella; pero este altar nos protegerá a todos.” 56
V éase a A lcestes, que va a m o rir dando su vida por salvar a su
esposo. A cercándose al hogar lo invoca en estos térm inos: “ ¡Oh divi­
nidad, señora de esta casa, ésta es la postrera vez que ante ti m e inclino
y te dirijo m is ruegos, pues voy a d escender donde están los muertos.
V ela por m is hijos, que ya no tendrán m adre; concede a mi hijo una
tierna esposa, y a mi hija un noble esposo. Perm ite que no mueran
antes de la edad, com o yo, sino que en el seno de la felicidad consum an
una larga existencia.” 57El hogar enriquecía a la fam ilia. Plauto, en una
de sus com edias, lo representa m idiendo sus dones conform e al culto
que se le tributa.5®Los griegos lo llamaban dios de la riqueza, κ τ ή σ ι Ο Ξ .59
El padre lo invocaba en favor de sus hijos, im plorando que “ Íes otor­
gase la salud y abundantes bienes” .® En el infortunio, el hom bre se
volvía contra su hogar y le acusaba; en la felicidad, le daba gracias.
El soldado que tornaba de la guerra se le m ostraba agradecido por
haber escapado a los peligros. Esquilo nos representa a A gam em nón
vuelto de T roya, feliz, cubierto de gloria: no es a Júpiter al que va a
tributar gracias; no es a un tem plo donde va a m anifestar su ale­
gría y su agradecim iento: el sacrificio de acción de gracias lo ofrece
al hogar que está en su casa.61 Jam ás salía el hom bre de su m orada
sin dirigir una oración a su hogar; a la vuelta, antes de ver a su m ujer
y de abrazar a sus hijos, debía inclinarse ante el hogar c invocarlo.62
El fuego del hogar era, pues, la Providencia de la fam ilia. Su culto
era m uy sencillo. La prim era regla era que hubiese siem pre en el altar
algunos carbones encendidos, pues si el fuego se extinguía, era un dios
quien cesaba de existir. A ciertas horas del día se colocaban en el hogar

,J Himnos o t f. 84.
!l· Virgilio, En.. II, 525, Horacio, Æpist, I, 5. Ovidio, Trines. IV, 8. 22.
57 Euripides, Alcestes, 162-168.
Plauto, Aid., prólogo.
ív θεόε κτήσ ιοί, Eustato in Odyss., págs. 1756 y 1814. El Z e u s κτήσιος, que frecuen­
temente se menciona, es un dios doméstico, el hogar.
M Isco. De Cironis hered., 16: ηΰχετο ήμΐν ύ γ ίε ια ν διδόναι κ α ι κ τή σ ιν άγαθήν.
Esquilo, Agam., 851-853,
1,2 Catón, De re nisi., 2. Euripidea, Hercul. Fur., 523.
LA C I U D A D A N T I G U A - L I B R O I.-C AP. Ill 21

h'erbas secas y m aderas; el dios se m anifestaba entonces en una llam a


brillante.65 Se le ofrecían sacrificios, y la esencia d e todos los sacrifi­
cios co n sistía en conservar y reanim ar el fuego sagrado, en nutrir y
fo m e n ta r el cuerpo d e l dios. Por eso se ie ofrecía la leña ante todo; por
e so se derram aba en seguida en el altar el ardiente vino de G recia, el
aceite, el incienso, la grasa de las víctimas. El dios, recibía estas ofrendas,
las d e v o ra b a ; satisfecho y radiante, se alzaba sobre el altar e ilum inaba
con sus rayos al adorador.64 Éste era el m om ento de invocarlo: el him no
de la oración brotaba del corazón de los hom bres.
La com ida era el acto religioso p o r excelencia. El dios la presidía.
Él era quien había cocido el pan y preparado los a lim e n to s;65 por eso
se le consagraba una oración al em pezar y otra al con cluir la com ida.
Antes de com er se depositaban en el altar las prim icias del alim ento;
antes de beber se derram aba la libación del vino. Era ésta la parte del
dios. Nadie dudaba de que estuviese presente ni de que com iese y
bebiese; ¿pues no se veía, en verdad, aum entar ¡a llam a com o si se
hubiese nutrido de los alim entos ofrecidos? La com ida se com partía
así, entre el hom bre y el dios: era una cerem onia santa p o r la que en ­
traban en m utua com unión.66 A ntiguas creencias, que a la larga desapa­
recieron de los espíritus, pero que, com o huella, dejaron durante m ucho
tiempo usos, ritos, form as del lenguaje de que ni el incrédulo podía
liberarse. H oracio, O vidio, Juvenal, aún com ían ante su hogar y hacían
la libación y la oració n .67
El culto del fuego sagrado no pertenecía exclusivam ente a las p o ­
blaciones de G recia e Italia. Se le encuentra en O riente. Las Leyes de
Manú, en la redacción que ha llegado hasta nosotros, nos m uestra la

61 Virg., En.. I, 704: Flammis adolere Penates.


w Virgilio, Ceórg.. IV, 383-385.
Ter liquido ardentem perfudit nectare vestam,
Ter flamma ad summum tccti subjecta reluxit.
Servio explica así estos dos versos: id es!, in ignem vinum purisimum fudit, post quod
quia magis fiam m a convaluit bonum omen ostendit.
Ovidio, Fast.. VI. 315,
61 Plutarco, Cuest, rom., 64: ιερόν τι η τράπεζα. Id,, Symposiaca, v il, 4, 7: τράπεζα
ure' ένιω ν έσ τία κ α λ είτα ι. Id., Ibid., VII, 4, 4: ά π α ρ χ ά ϊ τώ πΰρι α π ο δ ίδ ο ντα ι.—
Ovidio, Fast., VI, 300: Et metiste credere adesse deos. VI, 630: ¡ti ornatum fundere vina
focum, 1!, 634: Nitiriat incinctos mixta patella Lares. Cf. Plaulo, /Sui., II, 7, 16, Horacio,
Odas. ΙΠ, 23; Sat.. Π, 3, 166; Juvenal, XII, 87-90; Plutarco, De Fort. Rom.. 10-— Compá­
rense cl Himno homérico, XXIX, 6, Plutarco, fragmentos, Com. Sobre Hesiodo, 44. Servio,
1,1 Æneida, I, 730: A pud Romanos, ccena edita, silentium fie r i solebat quoad ea quee de
c&na libata fuerant ad focum ferrentur et igni darentur ac puer deos propitios nuntiasse!.
1,1 Ante larem proprium vescor vernasque procaces pasco libatis dapibus (Horacio,
^al- II. 6. 66) Ovidio, Fast.. II, 631-633,—Juvenal, XII, 83-90.—Petronio, Sat., c. 60.
22 FUSTEL DE COULANGES

religión de B rahm a com pletam ente establecida y aun propensa a decli­


nar: pero han conservado vestigios y restos de una religión m ás anti­
gua, la del hogar, que el culto de Brahm a había relegado a segundo
térm ino, pero no destruido. El brahm án tiene su hogar, que debe con­
servar noche y día. C ada m añana y cada tarde lo alim enta con leña-
pero, com o entre los griegos, tenía que ser con leña de ciertos árboles
indicados por la religión. C om o los griegos los italianos le ofrecen
vino, el indo le vierte el licor ferm entado que denom ina som a. La co­
m ida tam bién es un acto religioso, y los ritos están descritos escrupu­
losam ente en las Leyes de M anú. Se dirigen oraciones al hogar, como
en G recia; se le ofrecen las prim icias de la com ida, arroz, m anteca,
m iel. D icen esas leyes: “ El brahm án no debe com er del arroz de la
nueva cosecha antes de ofrecer las prim icias al hogar, pues el fuego
sagrado está ávido de grano, y cuando no se le honra, devora la exis­
tencia del brahm án negligente.” Los indos, com o los griegos y rom a­
nos, se representaban a los dioses no sólo com o ávidos de honores y
respeto, sino tam bién de bebida y de alim ento. El hom bre se creía obli­
gado a satisfacer su ham bre y su sed si quería evitar su cólera.
Entre los indos suele llam arse A g n i esta divinidad del fuego. El Rig-
V eda contiene gran cantidad de him nos que se le han dedicado. Dícese
en uno de ellos: “ ¡Oh, A gni, eres la vida, el protector del hom bre!...
¡Por prem io de nuestras alabanzas otorga, al padre de fam ilia que te
im plora, la gloria y la riqueza!... A gni, eres un d efensor prudente y un
padre; te debem os la vida, som os tu fam ilia!” A sí, el fuego del hogar
es com o en G recia un poder tutelar. El hom bre le pide la abundancia:
“ H az que la tierra sea siem pre liberal para n osotros.” Le im plora la
salud: “Q ue goce largo tiem po de la luz, y que llegue a la vejez com o
el sol a su ocaso.” T am bién le pide la sabiduría: “ ¡Oh A gni, tú colocas
en la buena senda al hom bre que se extravió en la m ala... Si hem os
com etido alguna falta, si hem os m archado lejos de ti, p erdónanos!”
C om o en G recia, este fuego del hogar era esencialm ente puro; se lo
prohibía severam ente al brahm án echar en él nada sucio y hasta ca­
lentarse en él los pies.68 C om o en G recia, el hom bre culpable no podía
acercarse a su hogar antes de purificarse de la m ancha.
Es gran pru eb a de la antigüedad de esas creencias y prácticas
encontrarlas a la vez entre los hom bres de las costas del M editerráneo
y entre los de la península índica. S eguram ente que los griegos no han
recibido esta religión de los indos, ni los indos de los griegos. Pero los

Análoga prescripción en ía religión romana: pedem in focum non imponere. Varrón


en Nonio, pág. 479, edic. Quichcrat, pág. 557.
LA CIUDAD AN TIGUA.- L I B R O I . - C A P . Ill 23

■ pos los italianos, los indos, pertenecían a una m ism a raza; sus
^ ri ja s a d o s , en una época rem otísim a, habían vivido ju n to s en el A sia
Antral Allí es donde prim itivam ente habían concebido esas creencias
C establecido esos ritos. La religión del fuego sagrado data, pues, de
épnca lejana y oscura en que aún no había ni griegos, ni italianos,
ni indos, y en que sólo había arios. C uando se separaron las tribus,
c^da una transportó ese c u lto : unas, a las riberas del G anges, las otras
a"las co stas de! M editerráneo. M ás tarde esas tribus, que se separaron
y ya no m antuvieron relaciones entre sí, adoraron a B rahm a unas, otras
a Zeus, a Jano otras: cada grupo se forjó sus dioses. Pero todas con­
servaron com o legado antiguo ¡a religión p rim itiva que habían conce­
bido y practicado en la cuna com ún de su raza.
Si la existencia de este culto entre todos los p ueblos indo-europeos
no demostrase suficientem ente su alta antigüedad, se encontrarían otras
pruebas en los ritos religiosos de los griegos y rom anos. En todos los
sacrificios, aun en los que se hacían en honor de Z eus o A tenea, siem ­
pre se dirigía al hog ar la prim era invocación.69 T oda oración a un dios,
cualquiera que fuese, tenía que com enzar y concluir con otra oración
al hogar.70 El p rim er sacrificio que toda la G recia ofrecía en O lim pia
era para el hogar, el segundo para Z eus.71 T am bién en R om a la prim era
adoración era siem pre para V esta, que no era otra cosa que el h ogar.72
Ovidio dice de esta divinidad que ocupa el p rim er lugar en las prácticas
religiosas de los hom bres. A sí leem os tam bién en los him nos del Rig-
Veda: “A ntes que a los dem ás dioses es necesario invocar a A gni.
Pronunciarem os su nom bre venerable antes que el de los otros inm or­
tales. ¡Oh A gni, cualquiera que sea el dios que honrem os con nuestro
sacrificio, siem pre a ti se dirige el holocau sto !” Es, pues, cierto que en
Roma durante el tiem po de O vidio y en !a India de los brahm anes, ei
fuego del hogar tenía preferencia sobre todos los otros dioses, no es
que Júpiter y B rahm a no hubiesen adquirido m ucha m ayor im portancia
en la religión de los hom bres; pero se tenía presente que el fuego del
hogar era m uy anterior a aquellos dioses. D esde hacía m uchos siglos
había adquirido el prim er lugar en el culto, y los dioses m ás m odernos
y más grandes no habían podido desposeerlo de esa prim acía.
Los sím bolos de esta religión se m odificaron en el curso de las
edades. C uando las poblaciones de G recia e Italia adquirieron el hábito

“ Porfirio, De abstin., II, pág. 106: Plutarco, D e frígido, 8,


70 Hintn., hom.. 29; Ibid., 3, v. 33. Platón, Cratilo, 18. Hesiquio, ά φ Éaxias. Diodoro,
2. Aristófanes, Pájaros, 865.
Pausanias, V, ¡4.
11Cicerón, De na!. Deor., II, 27, Ovidio, Fas!., V!. 304.
24 FUSTEL DE COULANGES

de representarse a sus dioses com o personas, y de dar a cada cual un


nom bre propio y una form a hum ana, el viejo culto del hogar sufrió la
ley com ún que !a inteligencia hum ana im ponía durante este período a
toda religión. El altar del fuego sagrado füe personificado; se le llamó
ε σ τ ία , Vesta; el nom bre fue idéntico en latín y en griego, y no fue otro
que aquél que en la lengua com ún y prim itiva servía para designar un
altar. Por un procedim iento bastante ordinario, del nom bre com ún se
hizo un nom bre propio. La leyenda se forjó poco a poco. Se representó
a esta divinidad con rasgos de m ujer, p orque la palabra que designaba
al altar pertenecía al género fem enino. Se llegó hasta representar a esta
diosa por m edio de estatuas. Pero ja m á s se pudo b orrar la huella de
la creencia prim itiva, según la cual esta divinidad era, sencillam ente,
el fuego del altar, y el m ism o O vidio se ve obligado a convenir que
V esta no era otra cosa que una “ llam a viviente” .73
Si com param os el culto del fuego sagrado con el cuito de los
m uertos, de que hem os hablado hace poco, surge estrecha relación
entre ellos.
O bservem os, ante todo, que el fuego conservado en el hogar no es,
en el pensam iento de los hom bres, el fuego de la naturaleza m aterial.
Lo que en él se ve no es el elem ento puram ente físico que calienta o
que arde, que transform a a los cuerpos, funde los m etales y se con­
vierte en poderoso instrum ento de la industria hum ana. El fuego del
hogar es de m uy distinta naturaleza. Es fuego puro que sólo se crea
con ayuda de ciertos ritos y se conserva con cierta especie de m adera.
Es fuego casto: la unión de los sexos ha de realizarse lejos de su pre­
sencia N o sólo se le pide la riqueza y la salud; se le ruega tam bién
para obtener la pureza del corazón, la tem planza, la sabiduría. “ Haznos
ricos y florecientes, dice un him no órfico; haznos tam bién cuerdos y
castos.” El fuego del hogar es, pues, una especie de ser m oral. Es cierto
que brilla, que calienta, que cuece el alim ento sagrado, pero al m ism o
tiem po tiene un pensam iento, una conciencia; concibe deberes y vela
para que se realicen. D iríase que es hom bre, pues posee del hom bre
la doble naturaleza: físicam ente, resplandece, se m ueve, vive, p rocu­
ra la abundancia, prepara la com ida, sustenta al cuerpo; m oralm cnte,
tiene sentim ientos y afectos, concede al hom bre la pureza, prescribe lo
bello y lo bueno, nutre al alm a. Puede decirse que conserva la vida
hum ana en la doble serie de sus m anifestaciones. Es a la vez fuente
de la riqueza, de la salud, de la virtud. Es, en verdad, el dios de la natu­

” Ovidio, Fas!., VI, 291.


54 Hcsiodo, Opera, 678-680, Plutarco, Com. sobre Mes., fragmento 43.
LA C I U D A D A N T I G U A - L I B R O i -CAP. III 25

raleza hum ana. Luego, cuando este culto quedó relegado a segundo
término por B rahm a o por Z eus, el fuego del hogar significó aquello
uí- había de m ás accesible en lo divino: fue su interm ediario con los
dioses de la naturaleza física; se encargó de conducir al cielo la oración
v la ofrenda del hom bre, y de aportar al hom bre los favores divinos.
Todavía después, cuando se forjó de este m ito del fuego sagrado la
gran Vesta, V esta fue la diosa virgen, que no representa en el m undo
la fecu n d idad ni el poder: fue el orden, pero no el orden riguroso, abs­
tracto, m atem ático, la ley im periosa y fatal, ά ν ά γ κ η , que se advirtió
muy pronto en los fenóm enos de la naturaleza física. Fue el orden
moral. Se la concibió com o una especie de aim a universal que regulaba
Jos m ovim ientos diversos de los m undos, com o el alm a hum ana dicta
la regla en nuestros órganos.
Así se entrevé el pensam iento de las generaciones prim itivas. El prin­
cipio de este culto radica fuera de la naturaleza física y se encuentra
en ese pequeño m undo m isterioso que es el hom bre.
Esto nos vuelve al culto de los m uertos. A m bos son de la m ism a
antigüedad. Tan íntim am ente estaban asociados, que la creencia de los
antiguos hacía de ellos una sola religión. H ogar, dem onios, héroes,
dioses lares, todo esto se confundía.75 P or dos pasajes de Planto y
Columela se ve que en el lenguaje ordinario se decía indiferentem ente
hogar o lar dom éstico, y tam bién se ve p o r C icerón que no se dife­
renciaba el hogar de los penates, ni los penates de los dioses lares.76
En Servio leem os: “Los antiguos entendían p o r hogares a los dioses
lares; así, V irgilio ha podido escribir indistintam ente lo m ism o hogar
por penates que penates por hogar” .77 En un pasaje fam oso de la
Eneida, H éctor dice a E neas que va a entregarle los penates troyanos,
y lo que le entrega es el fuego del hogar. En otro pasaje, Eneas invoca
a estos m ism os dioses, llam ándolos a la vez penates, lares y Vesta.™
Ya hem os visto antes que lo que los antiguos llam aban lares o
héroes no era otra cosa que el alm a de los m uertos, a la que el hom bre
atribuía un poder sobrehum ano y divino. El recuerdo de uno de estos
muertos sagrados estaba ligado siem pre al hogar. A d orando a uno no
Podía olvidarse al otro. E staban asociados en el respeto de los hom bres

75 Ti'buio, II, 2. Horacio, Odas, [V, 11,6. Ovidio. Tris/.. Ill, 13; V. 5. Los griegos daban
a sus dioses domésticos o heroes el epíteto de έφ έσ τιοι o έσ τιούχοι.
76 Plauto, Au!.. II, 7, 16. In fo c o nostro Lari. Columela, XI, 1, 19: Larem focum qite
familiarem. Cicerón, Pro domo, 41; Pro Quintio, 27, 28.
77 Servio, in Æn., HI, 134.
’* Virgilio, En.. II. 297; IX, 257-258; V. 744.
26 FUSTEL DE C O U L A N G E S

y en sus preces. C uando los descendientes hablaban del hogar, recor­


daban con gusto el nom bre del antepasado: “A bandona este sitio, dice
O restes a H elena, y acércate al antiguo hogar de Pélope para o ír mis
palabras.”79 Lo m ism o Eneas, hablando del hogar que transporta al
través de los m ares, lo designa con el nom bre de lar de A ssaraco, cual
si en este hogar viese el alm a de su antepasado.
El gram ático Servio, instruidísim o en las antigüedades griegas y
rom anas (se las estudiaba en su tiem po m ucho m ás que en el de Cicerón),
dice que era costum bre m uy antigua enterrar a los m uertos en las
casas, y añade: "P o r consecuencia de esta costum bre, tam bién se honra
en las casas a los lares y a los p enates.” 80 Esta frase establece clara­
m ente una antigua relación entre el culto de ¡os m uertos y el hogar.
Se puede, pues, pensar que el hogar dom éstico sólo fue, en su origen,
el sím bolo del culto de los m uertos; que bajo la piedra del hogar
descansaba un antepasado; que el fuego se encendía allí para honrarle,
y que este fuego parecía conservar en él la vida o representaba a su
alm a siem pre vigilante.
Esto sólo es una conjetura, pues nos faltan las pruebas. Pero lo
cierto es que las más antiguas generaciones de la raza de que proceden
griegos y rom anos, profesaron el culto de los m uertos y el del hogar,
antigua religión que no buscaba sus dioses en la naturaleza física, sino
en el hom bre m ism o, y que tenía p o r objeto de adoración al ser invi­
sible que m ora en nosotros, a la fuerza m oral y p ensante que anima
y gobierna nuestro cuerpo.
Esta religión no fue siem pre igualm ente poderosa sobre el alma;
se debilitó poco a poco, pero no se extinguió. C ontem poránea de las
prim eras edades de la raza aria, se adentró tan p rofundam ente en
las entrañas de esta raza, que la brillante religión del O lim po griego
no fue suficiente para desarraigarla y se necesitó ia venida del cris­
tianism o.
Pronto verem os cuán p oderosa acción ha ejercido esta religión
en las instituciones dom ésticas y sociales de los antiguos. Fue con­
cebida e instaurada en esa época rem ota en que la raza buscaba
sus instituciones, y trazó la vía p o r donde los pueblos han m archado
después.

n Eurípides, Orestes, 1420-1422.


^ Servio, in Æn., V, 64; VI, 152. V. Platón, Minos, pág. 315: ’Έ θα πτον Év τή οικία
xoíís άποθανόνταϊ.
LA C I U D A D A N T I G U A - L I B R O I.-CA P. IV 27

C a p ít u l o IV

LA R E L IG IÓ N D O M É ST IC A

No hay que representarse esta antigua religión com o las que se han
fundado posteriorm ente en una hum anidad m ás civilizada. D esde hace
muchos siglos el género hum ano sólo adm ite una doctrina religiosa
m ediante dos condiciones: prim era, que le anuncie un dios único; se­
cunda, que se dirija a todos los hom bres y a todos sea accesible, sin
rechazar sistem áticam ente a ninguna clase ni raza. Pero la religión de
los prim eros tiem pos no llenaba ninguna de esas dos condiciones.
No sólo no ofrecía a la adoración de los hom bres un dios único; pero
ni siquiera sus dioses aceptaban la adoración de todos los hom bres.
No se ofrecían com o dioses del género hum ano. Ni siquiera se parecían
a Brahma, que era al m enos el dios de una gran casta, ni a Zeus Pan-
helénico, que era el de una nación entera. En esta religión prim itiva
cada dios sólo podía ser adorado por una fam ilia. La religión era p u ra­
mente dom éstica.
Hay que aclarar este punto im portante pues sin eso no se co m pren­
dería la estrechísim a relación establecida entre esas antiguas creencias
y la constitución de las fam ilias griega y rom ana.
El culto de los m uertos no se parecía en nada al que los cristianos
tributan a los santos. U na de las prim eras reglas de aquel culto era que
cada familia sólo podía rendir culto a los m uertos que ¡e pertenecían
por la sangre. Sólo el pariente m ás próxim o podía celebrar relig io sa­
mente los funerales. En cuanto a la com ida fúnebre, que se renovaba
después en épocas determ inadas, sólo la familia tenía derecho de asistir
a ellas, y se excluía severam ente al extraño.81 Se creía que el m uerto
solo aceptaba la ofrenda de m anos de los suyos, sólo aceptaba culto
de sus descendientes. La presencia de un hom bre que no pertenecía a
la familia turbaba el reposo de los m anes. Por eso la ley prohibía que
el extranjero se acercase a una tum ba.82 T ocar con el pie, aun por
descuido, una sepultura, era acto im pío, por el cual era preciso aquietar

" La ley de Solón prohibía seguir gimiendo al cortejo fúnebre de un hombre si no cra
Pariente (Plutarco, Solón 21), Tampoco autorizaba a las mujeres para seguir al muerto
w eran primas por lo menos, èvtôs άνεψ ιαδώ ν. (Demóstenes. in Macartatum, 62-63.
jus V,ICCr° n’ ¡eS '^ us· 26. Varrón, L. L., VI, 13. Ferait! epulas tiá sepidcntm quibus
parentare. Gayo, II, 5, 6: Si modo mornti fuiuts ad nos pertineat.
Pitt ^ υκ ^ εσ ι,ν έπ ’ άλλότρια μνήματα βαΒιζειν (ley de Solón, en Plutarco, Solón. 21).
acils on»iino accedere qttemqitam vetat in funus alionin. (Cicerón, De legibus, il, 26).
28 FUSTEL DE COULANGES

al m uerto y purificarse a sí m ism o. La palabra con que los aníigUOs


designaban el culto de los m uertos es significativa: los griegos decían
π α τ ρ ιά ζ ε ιν ,83 los latinos parentare. Es que cada cual sólo d irig ía |a
oración y la ofrenda a sus padres.84 El culto de los m uertos era ver-
daderam ente el culto de los antepasados.*5 A unque m ofándose de |as
opiniones del vulgo, Luciano nos las explica claram ente cuando dice·
“El m uerto que no ha dejado hijos no recibe ofrendas y está expuesto
a ham bre perp etu a.” “
En la India, com o en G recia, la ofrenda a un m uerto sólo podía
hacerse por sus descendientes. La ley de los indos, com o la ley atenien­
se, prohibía adm itir a un extraño, aunque fuese un am igo, a la comida
fúnebre. Tan necesario era que estas com idas fúnebres fuesen ofrecidas
por los descendientes del m uerto y no por otros, que se suponía que
los m anes pronunciaban frecuentem ente en su m ansión este voto. “ ¡Que
nazcan sucesivam ente de nuestra descendencia hijos que nos ofrezcan
en toda la sucesión de los tiem pos el arroz cocido con leche, la miel
y la m anteca clarificada!” *7
Síguese de aquí que en G recia y R om a, com o cn la India, el hijo
tenía el deber de hacer las libaciones y sacrificios a los m anes de su
padre y de todos sus abuelos.88 Faltar a este deber era la im piedad más
grave que podía som eterse, pues la interrupción de ese culto hacía
decaer a una serie de m uertos y destruía su felicidad. Tal negligencia
no era m enos que un verdadero parricidio, m ultiplicado tantas veces
com o antepasados había en la fam ilia.
Si, al contrario, los sacrificios se realizaban siem pre conform e a
los ritos, y los alim entos se depositaban en la tum ba en los días prescri­
tos, el antepasado se convertía entonces en un dios protector. Hostil a
todos los que no descendían de él, rechazándolos de su tum ba, castígán-

s) Pollux, ΙΠ, 10.


“ Asi leemos en Iseo, De Meneclis hered.. 46. “Si Menéeles no tiene hijos, los sa­
crificios domésticos no se celebrarán para el. y nadie depositará cn su tumba el homenaje
anual." Otros pasajes del mismo orador muestran que el hijo es el que siempre debe hacer
las libaciones sobre la tumba. De Philoel. hered., 51; ibid.. 65; De Apollod. hered., 30.
M Al menos cn su origen, pues las ciudades tuvieron después sus héroes tópicos y
nacionales, como veremos más adelante. Tatnbicn veremos que la adopción creaba un
parentesco ficticio y daba e! derecho tic honrar a una serie de antepasados.
** Luciano. De lucia.
n Leyes de Manú. 111, 138; III, 274.
** Esto es lo que la lengua griega flama π οιειν τα νομιζόμενα (Esquilo, in Timarch..
40; Dinarco, in Arisiog,, IS) Cf. Plutarco, Calón. 15; χρι'ι to ts γονεΰσ ιν ένα γ ίζειν . Véase
cómo Dinarco reprocha a Aristogitón el no tributar el sacrificio anual a su padre muerto
cn Eretria. Dinarco, in Arislog., 18.
LA C I U D A D A N T I G U A . —L I B R O I . - C A P . IV 29

enferm edades si a ella se acercaban, era para los suyos bueno


dolos con
y ¡os vivos y los m uertos de cada fam ilia existía un cam bio
»tuo de buenos oficios. El antepasado recibía de sus descendientes
A serie de banquetes fúnebres, esto es, los únicos goces de que podía
^ g fiu ta ren SLl segunda vida. El descendiente recibía del antepasado la
uda y la fuerza que necesitaba en ésta. El vivo no podía prescindir
¿g] muerto, ni el m uerto del vivo. Así se establecía un lazo poderoso
entre todas las generaciones de una m ism a fam ilia, y se form aba un
cu erp o eternam ente inseparable.
Cada familia tenia su tum ba, donde sus m uertos descansaban unos
al lado de otros, siem pre ju n to s. T odos los de la m ism a sangre debían
ser enterrados allí, y a ningún hom bre de distinta fam ilia podía adm i­
tírsela.85 Allí se celebraban las cerem onias y los aniversarios. Allí creía
ver cada fam ilia a sus sagrados ascendientes. En tiem po antiquísi­
mo la tum ba estaba en la m ism a propiedad de la fam ilia, en el centro
de la habitación, no lejos de la puerta, “para que los hijos, dice un anti­
guo, encontrasen siem pre a sus padres al entrar o salir de su casa, y
le dirigiesen una invocación” .50 Así el antepasado perm anecía entre los
suyos; invisible, pero presente siem pre, seguía form ando parte de la
familia y siendo el padre. Inm ortal, dichoso, divino, se interesaba por

sa La antigua costumbre de las tumbas familiales está atestiguada del modo más
forma!. Las palabras mtpos πατρώοδ, μνήμα πατρωον, μνήμα τών προγόνων, sc repi­
ten sin cesar entre los griegos, como entre los latinos el tumulus patrias, monumentum
gemís. Demás tenes, in EubuUüem, 28. τα πατρώ α μνήμτα ώ ν κοινω νουσιν όσοιπερ
είσΐ του yevcus. La ley de Solón prohibía enterrar allí a un hombre de distinta familia;
ne alienum infera! (Cic., De leg., II, 26). Demóstenes, in Macartatum, 79, describe la
tumba “donde reposan todos los que descienden de Buselos; se la llama el monumento de
los Busélidas: es un gran emplazamiento cercado, según la regla antigua”. La tumba de los
Lakiadas, μνήματα Κιμώνια, es mencionada por Marcelino, biógrafo de Tucídides, y por
Plutarco, Cimón, 4.— Hay una vieja anécdota que prueba cuán necesario se consideraba que
cada muerto fuera enterrado en ta tumba de su familia: cuéntase que los lacedemonios, en
el momento de entablar batalla con los meseníos, se pusieron en el brazo derecho unas señas
particulares con el nombre de cada uno y el de su padre, para que, en caso de muerte, se
pudiera reconocer el cuerpo y transportarlo a la tumba paterna: este rasgo de las costumbres
^liguas nos lo ha conservado Justino, III, 5. Esquilo alude al mismo uso cuando, hablando
los guerreros que van a morir, dice que serán trasladados a las tumbas de sus padres,
τάφων πατρώων λαχσ,ί (Stele contra Tebas, v. 914).— Los romanos también poseían
tumbas de familia. Cicerón, De offic., I, 17: Sanguinis conjunctio, eadem habere monumenta
"!aJon:iu, iisdem uti sacris, sepulcra /tubere communia. Como en Grecia, se prohibía ente-
rrar en ellas a un hombre de otra familia; Cicerón. De leg., II, 22, Mortuum extra gentem
toferrifas negant. Véase Ovidio, Tristes. IV, 3, 45; Veleyo, II. 119; Suetonio Nerón. 50;
Tiberio. 1; Cicerón, Tuscul, I, 7; Digesto, XI, 7: XLVII, 12, 5.
*· Eurípides. Helena, 1163-1168.
30 FUSTEL DE COULANGES

io que había dejado de m ortai en la tierra; conocía sus necesidades


sostenía su flaqueza. Y el que aún vivía y trabajaba, el que, según U
expresión antigua, todavía no se había librado de la existencia, és¿
tenía al lado a sus guías y sostenes: eran sus padres. En las dificultades
invocaba su sabiduría antigua; en las tristezas les pedía consuelo; en
el peligro, ayuda; tras una falta, su perdón.
Sin duda que hoy nos cuesta gran trabajo el com prender que un
hom bre pudiera adorar a su padre o a su antepasado. H acer del hombre
un dios nos parece el reverso de la religión. Nos es casi tan difícil com­
prender las antiguas creencias de esos hom bres, com o a ellos les hubiese
sido el representarse las nuestras.
Pero recordem os que los antiguos no poseían la idea de la creación,
por eso el m isterio de la generación era para ellos lo que el misterio
de la creación para nosotros. El que engendraba Ies parecía un ser
divino, y adoraban a su ascendiente. Preciso es que este sentim iento
haya sido m uy natural y potente, pues aparece com o el principio de una
religión en el origen de casi todas las sociedades hum anas: se le en­
cuentra entre los chinos com o entre los antiguos getas y escitas, entre
las poblaciones de Á frica com o entre las del N uevo M undo.91
El ñicgo sagrado, que tan estrecham ente asociado estaba al culto
de los m uertos, tam bién tenía por carácter esencial e! pertenecer pecu­
liarm ente a cada familia. R epresentaba a los an tepasados;92 era la provi­
dencia de la fam ilia, y nada tenía de com ún con el fuego de la fami­
lia vecina, que era otra providencia. C ada hogar protegía a los suyos.
Esta religión estaba íntegram ente encerrada en los m uros de la
casa. El culto no era público. AI contrario, todas las cerem onias sólo
se realizaban entre la fam ilia.93 El hogar ja m á s se colocaba fuera de
la casa, ni siquiera cerca de la puerta exterior, donde el extraño lo
hubiese visto de sobra. Los griegos siem pre lo colocaban en un recin­
to*"1 que lo protegía del contacto y aun de las m iradas de los profanos.
Los rom anos lo ocultaban en m edio de la casa. A todos estos dioses,
hogar, lares, m anes, se les llam aba dioses ocultos o dioses del interior.95

^ Entre los etruscos y romanos era costumbre que cada familia religiosa conservase
¡as imágenes de los antepasados, ordenándolas alrededor del atrio. ¿Eran estas imágenes
meros retratos de fainiíia o más bien ídolos?
112 Ε σ τ ία πατρώ α, focus patríus. También entre los Vedas se invoca algunas vcce
a Agni como dios doméstico.
1,3 Iseo, De Cironis hereditate, 15-18,
511 Este recinto se llamaba épxos.
aí θεοί μύχιοι, dii Penates. Cicerón, De nat. Deor., It, 27: Penates, quod peni!mí
insident. Servio, Æn.. III, 12: Penates ideo appellantur quod in penetralibus œdium coli
solebant.
LA C I U D A D A N T I G U A . —L I B R O 1 - C A P . IV 31

todos los acto s de esta religión era in d isp en sab le el secre-


saCrificia occulta, dice C icerón;96 si una cerem onia era adver­
tida por cualquier extraño, se trastornaba, se m anchaba con esa sola
mirada.
Para esta religión dom éstica no había reglas uniform es, ni ritual
c o m ú n . Cada fam ilia poseía la más com pleta independencia. N in ­
gún poder exterior tenía el derecho de regular su cuito o su creencia.
Ño existía otro sacerdote que el padre; com o sacerdote, no reconocía
n i n g u n a jerarquía. El pontífice de R om a o el arconta de A tenas podían

informarse de si el padre de fam ilia observaba todos los ritos religio­


sos, pero no tenían el derecho de ordenarle la m enor m odificación. Suo
q u is q u e ritu sacrificium faciat, tal era la regla absoluta.5*7 C ada fam i­
lia tenía sus cerem onias propias, sus fiestas particulares, sus fórm ulas
de orar y sus him nos.98 El padre, único intérprete y único pontífice de
su religión, era ei único que podía enseñarla, y sólo podía enseñarla
a su hijo. Los ritos, los térm inos de la oración, ios cantos, que form a­
ban parte esencial de esta religión dom éstica, eran un patrim onio, una
propiedad sagrada, que la fam ilia no com partía con nadie, y hasta
estaba prohibido revelarla al extraño. Así ocurría tam bién e n la India:
“Soy fuerte contra m is enem igos, dice el brahm án, con los cantos que
conservo de mi fam ilia y que mi padre me ha tran sm itido.” w
Así, la religión no residía en los tem plos, sino en la casa; cada cual
tenía sus dioses; cada dios sólo protegía a una fam ilia y sólo era dios
en una casa. No puede suponerse razonablem ente que una religión de
este carácter haya sido revelada a los hom bres por la im aginación
poderosa de alguno de ellos o les haya sido enseñada por una casta
sacerdotal. Ha nacido espontáneam ente en el espíritu hum ano; su cuna
ha sido la familia; cada fam ilia ha forjado sus dioses.
Esta religión sólo podía propagarse por la generación. El padre,
dándole la vida al hijo, le daba al m ism o tiem po su creencia, su culto,
el derecho de alim entar el hogar, de ofrecer la com ida fúnebre, de
Pronunciar las fórm ulas de oración. L a generación establecía un lazo
Misterioso entre el hijo que nacía a la vida y todos los dioses de la
Emilia. Estos dioses eran su fam ilia m ism a, θ εο ί έγγενεΐΞ ; eran su

“ Cicerón, De arusp, resp., 17.


™ Varrón, De ling., lot.. Vil, 88.
V' Hesíodo, Opera, 701. Macrobio. Sai.. I, 16. Cic., De legib.. Π, 11; Risus familia;
E n a n q u e se/vare.
Rig-Veda, trad. Langlois, lomo I, pág. 113. Las leyes de Manú mencionan frccucn-
Cn,e|itc los rilos particulares de cada familia; VIII, 3; IX, 7.
32 FUSTEL DE COULANGES

sangre, θ εο ί σ ύ ν α ιμ ο ι: 10(1 el hijo traía, pues, al nacer el derech


adorarlos y ofrecerles los sacrificios; com o m ás adelante, c u a n ^
m uerte lo hubiese d ivinizado a él m ism o, tam bién debía de contá° ^
a su vez entre estos dioses de la fam ilia.
Pero hay que observar la particularidad de que la religión dom¿.
tica sólo se propagaba de varón en varón. Procedía esto, sin duda j
la idea que los hom bres se forjaban de la g en eració n .'01 La c r e ^
de las edades prim itivas, tal com o se la encuentra en los V edas v ¿
ella se ven vestigios en todo el derecho griego y rom ano, fue cme j
p oder reproductor residía exclusivam ente en el padre. Sólo el pa<|^
poseía el p rincipio m isterioso del ser y transm itía la chispa de vida
D e esta antigua opinión se originó la regla de que el culto doméstim
pasase siem pre de varón a varón, de que la m ujer sólo participase
él por m ediación de su padre o de su m arido, y, en fin, de que iras U
m uerte no tuviese la m ujer la m ism a parte que el hom bre en el culto
y en las cerem onias de la com ida fúnebre. R esultaron, además, otras
consecuencias m uy graves en el derecho privado y en la constitución
de la fam ilia: más adelante las verem os.

100 Sófocles, Aníig., 199; Ibid., 659. Compárese πατρώοι θεοί cn Aristófanes,
pas, 388; Esquilo, P e r s, 404; Sófocles, Eiecira. 411; θεοί γενέθλιοι, P la tó n , Ley**·
púg. 729; OH generis. Ovidio, Fas!., 11, 631. , ej
1,1 Los Vedas llaman a! luego sagrado causa de la posteridad masculina· V ease
Müakchara, trad. Oriannc, pág. 139.

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