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Alicia en El Pais de Las Maravillas

El documento presenta 'Alicia en el País de las Maravillas', una obra de Lewis Carroll que narra las aventuras de una niña llamada Alicia que, tras seguir a un Conejo Blanco, cae en un mundo fantástico lleno de personajes peculiares y situaciones absurdas. A lo largo de su viaje, Alicia enfrenta desafíos y reflexiona sobre su identidad y la lógica del mundo que la rodea. La historia comienza con su caída por la madriguera del conejo y su deseo de explorar un jardín mágico.

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Alicia en El Pais de Las Maravillas

El documento presenta 'Alicia en el País de las Maravillas', una obra de Lewis Carroll que narra las aventuras de una niña llamada Alicia que, tras seguir a un Conejo Blanco, cae en un mundo fantástico lleno de personajes peculiares y situaciones absurdas. A lo largo de su viaje, Alicia enfrenta desafíos y reflexiona sobre su identidad y la lógica del mundo que la rodea. La historia comienza con su caída por la madriguera del conejo y su deseo de explorar un jardín mágico.

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Lewis Carroll

Alicia en el
País de las
Maravillas
Ilustraciones de Sir John Tenniel (1820-1914)

Portada realizada con una ilustración de Jessie Wilcox Smith,


1923. http://www.sover.net/~oldlabel/jws.html

Publicado por Ediciones del Sur. Abril de 2003. Distribución

gratuita.

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ÍNDICE

I.​ En la madriguera del Conejo...........................​ 6


II.​ El charco de lágrimas​ 14
III.​ Una carrera loca y una larga historia​ 22
IV.​ La casa del Conejo​ 31
V.​ Consejos de una Oruga​ 42
VI.​ Cerdo y pimienta​ 52
VII.​ Una merienda de locos​ 63
VIII.​ El croquet de la Reina​ 74
IX.​ La historia de la Falsa Tortuga​ 85
X.​ El baile de la Langosta​ 96
XI.​ ¿Quién robó las tartas?.​ 106
XII.​ La declaración de Alicia​ 115
I.​ EN LA MADRIGUERA DEL CONEJO

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su


hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer: había
echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba
leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve
un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.
Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto
esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta y
atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la
compensaría del trabajo de levantarse y coger las mar-
garitas, cuando de pronto
saltó cerca de ella un Cone- jo
Blanco de ojos rosados.
No había nada muy
extraordinario en esto, ni
tampoco le pareció a Alicia
muy extraño oír que el conejo
se decía a sí mismo:
«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a
llegar tarde!» (Cuando pensó
en ello después, decidió que,
desde luego, hu-
debiera sorprenderla mucho, pero en aquel momento le
pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el conejo se
sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr,
Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe
que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj
que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr
tras el conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver
cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie
del seto.
Un momento más tarde, Alicia se metía también en la
madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría
después para salir.
Al principio, la madriguera del conejo se extendía en línea
recta como un túnel, y después torció bruscamente hacia
abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de
pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que
parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy
despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo
sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba
a suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a
dónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para
distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y
observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para
libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de clavos.
Cogió, a su paso, un jarro de los estantes. Llevaba una
etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con
desencanto, que estaba vacío.
No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a
matar a alguien que anduviera por abajo, y se las
arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía
descendiendo.
«¡Vaya!», pensó Alicia. «¡Después de una caída como ésta,
rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia!
¡Qué valiente me encontrarán todos!
¡Ni siquiera lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era
verdad.) Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer?
—Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya
—dijo en voz alta—. Tengo que estar bastante cerca del
centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas
de profundidad...
Como veis, Alicia había aprendido algunas cosas de éstas
en las clases de la escuela, y aunque no era un momento muy
oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no
había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que
repetirlo le servía de repaso.
—Sí, está debe de ser la distancia... pero me pregunto a
qué latitud o longitud habré llegado.
Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni
tampoco la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras
tan bonitas e impresionantes. Enseguida volvió a empezar.
—¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué
divertido sería salir donde vive esta gente que anda cabeza
abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia se alegró de que
no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le
sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles
el nombre del país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva
Zelanda o en Australia?
Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia.
¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que esto es
posible?
—¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor
será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte.
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia
empezó enseguida a hablar otra vez.
—¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche
! (Dina era la gata.) Espero que se acuerden de su platito de
leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte
conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero
podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los
ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los
gatos?
Al llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio
dormida y siguió diciéndose como en sueños:
«¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los
gatos?» Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?» Porque,
como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no
importaba mucho cuál de las dos se formulara. Se estaba
durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con
Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad:
«Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un
murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre
un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto.
Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella se abría
otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco,
que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y
Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llego justo a
tiempo para oírle decir, mientras doblaba un recodo:
—¡Válgame mis orejas y bigotes, qué tarde se me está
haciendo!
Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez
el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró en
un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por una hilera de
lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas
estaban cerradas con llave, y cuando Alicia hubo dado la
vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando
puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la
habitación, y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de
allí.
De repente se encontró ante una mesita de tres patas,
toda de cristal macizo. No había nada sobre ella, salvo una
diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia
fue que debía corresponder a una de las puertas del
vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado
grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no
pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la vuelta por
segunda vez, descubrió una cortinilla que no había visto
antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de
altura. Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría
que se ajustaba bien.
Alicia abrió la puerta y se encontró con que daba
a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se
arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más
maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de
aquella oscura sala y de pasear entre aquellos macizos de
flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni
siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque
pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco iba
a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme
encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo,
sólo con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a
Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel
día, que había empezado a pensar que casi nada era en
realidad imposible.
De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita,
así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar
sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones
para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez
encontró en la mesa una botellita («que desde luego no
estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la
botella había una etiqueta de papel con la palabra «BEBEME»
hermosamente impresa en grandes caracteres.
Está muy bien eso de decir «BÉBEME», pero la pequeña
Alicia era muy prudente y no iba a beber aquello por las
buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo,
«para ver si lleva o no la indicación de veneno.» Por- que
Alicia había leído preciosos cuentos de niños que se habían
quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u
otras cosas desagradables, sólo por no haber querido
recordar las sencillas normas que las personas que buscaban
su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te
quema si no lo sueltas en seguida, o que si te cortas muy
hondo en un dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia
no olvidaba nunca que, si bebes mucho de una botella que
lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga,
por hacerte daño.
Sin embargo, aquella botella no llevaba la indica-
ción «veneno», así que Alicia se atrevió a probar el contenido,
y, encontrándose muy agradable (tenía, de hecho, una mezcla
de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado,
caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó
en un santiamén.
—¡Qué sensación más extraña! —dijo Alicia—. Me debo
estar encogiendo como un telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco
centímetros, y su cara se iluminó de alegría al pensar que
tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse
en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos
minutos para ver si seguía todavía disminuyendo de tamaño,
y esta posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya a
consumirme del todo, como una vela», se dijo para sus
adentros.
«¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar qué ocurría
con la llama de una vela, cuando la vela estaba apagada, pues
no podía recordar haber visto nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no pasaba nada más,
decidió salir en seguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!, cuando
llegó a la puerta, se encontró con que había olvidado la
llavecita de oro y, cuando volvió a la mesa para recogerla,
descubrió que no le era posible alcanzarla. Podía verla
claramente a través del cristal, e intentó con ahínco trepar
por una de las patas de la mesa, pero estaba demasiado
resbaladiza. Y cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se
sentó en el suelo y se echó a llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo
Alicia a sí misma, con bastante firmeza. «¡Te aconsejo que
dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo general
muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía),
y algunas veces se reñía con tanta dureza que se le saltaban
las lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una vez
tirarse de las orejas por haberse hecho trampas en un partido
de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa
criatura le gustaba mucho comportar-
se como si fueran dos personas a la vez. «¡Pero de nada me
serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!»,
pensó la pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante difícil
ser una sola persona como Dios manda!»
Poco después, su mirada se posó en una cajita de cristal
que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un
diminuto pastelillo, en que se leía la palabra «CÓMEME»,
deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré»,
se dijo Alicia, «y si me hace crecer, podré coger la llave, y, si
me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo
de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso
es lo que importa.» Dio un mordisquito y se preguntó
nerviosisima: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?» Al mismo
tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué
dirección se iniciaba el cambio, y quedó muy sorprendida al
advertir que seguía con el mismo tamaño. En realidad, esto es
lo que sucede normal- mente cuando se da un mordisco a un
pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo lo
que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy
aburrido y muy tonto que la vida discurriese por cau- ces
normales. Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio
buena cuenta del pastelito.
II.​ EL CHARCO DE LÁGRIMAS

—¡Curiorífico y curiorífico! —exclamó Alicia (estaba tan


sorprendida, que por un momento se olvidó hasta de hablar
correctamente)—. ¡Ahora me estoy estirando como el
telescopio más largo que haya existido jamás! ¡Adiós, pies!
—gritó, porque cuando miró hacia abajo vio que sus pies
quedaban ya tan lejos que parecía fuera a perderlos de
vista—. ¡Oh, mis pobrecitos pies! ¡Me pregunto quién os
pondrá ahora vuestros zapatos y vuestros calcetines! ¡Seguro
que yo no podré hacerlo! Voy a estar demasiado lejos para
ocuparme personalmente de vosotros: tendréis que
arreglárselas como podáis... Pero voy a tener que ser amable
con ellos —pensó Alicia—, ¡o a lo mejor no querrán llevarme
en la dirección en que yo quiera ir! Veamos: les regalaré un
par de zapatos nuevos todas las Navidades.
Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo:
—Tendrán que ir por correo. ¡Y qué gracioso será esto de
mandarse regalos a los propios pies! ¡Y qué chocante va a
resultar la dirección!

Al Sr. Pie Derecho de Alicia Alfombra


de la Chimenea,
junto al Guardafuegos (con
un abrazo de Alicia).

¡Dios mío, qué tonterías tan grandes estoy diciendo!


Justo en este momento, su cabeza chocó con el techo de la
sala: en efecto, ahora medía más de dos metros. Cogió
rápidamente la llavecita de oro y corrió hacia la puerta del
jardín.
¡Pobre Alicia! Lo máximo que podía hacer era echarse de
lado en el suelo y mirar el jardín con un solo ojo; entrar en él
era ahora más difícil que nunca.
Se sentó en el suelo y volvió a llorar.
—¡Debería darte vergüenza! —dijo Alicia—. ¡Una niña
tan grande como tú (ahora sí que podía decirlo) y ponerse a
llorar de este modo! ¡Para inmediatamente!
Pero siguió llorando como si tal cosa, vertiendo litros de
lágrimas, hasta que se formó un verdadero charco a su
alrededor, de unos diez centímetros de profundidad y que
cubría la mitad del suelo de la sala.
Al poco rato oyó un ruidito de pisadas a lo lejos, y se secó
rápidamente los ojos para ver quién llegaba. Era el Conejo
Blanco que volvía, espléndidamente vestido, con un par de
guantes blancos de cabritilla en una mano y un gran abanico
en la otra. Se acercaba trotando a toda prisa, mientras
rezongaba para sí:
—¡Oh! ¡La Duquesa, la Duquesa! ¡Cómo se pondrá si la
hago esperar!
Alicia se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a
pedir socorro a cualquiera. Así pues, cuando el Conejo estuvo
cerca de ella, empezó a decirle tímidamente y en voz baja:
—Por favor, señor...
El Conejo se llevó un susto tremendo, dejó caer los
guantes blancos de cabritilla y el abanico, y escapó a todo
correr en la oscuridad.
Alicia recogió el abanico y los guantes, Y, como en el
vestíbulo hacía mucho calor, estuvo abanicándose todo el
tiempo mientras se decía:
—¡Dios mío! ¡Qué cosas tan extrañas pasan hoy! Y ayer
todo pasaba como de costumbre. Me pregunto si habré
cambiado durante la noche. Veamos: ¿era yo la misma al
levantarme esta mañana? Me parece que puedo recordar que
me sentía un poco distinta. Pero, si no soy la misma, la
siguiente pregunta es ¿quién demonios soy? ¡Ah, este es el
gran enigma!
Y se puso a pensar en todas las niñas que conocía y que
tenían su misma edad, para ver si podía haber se
transformado en una de ellas.
—Estoy segura de no ser Ada —dijo—, porque su pelo
cae en grandes rizos, y el mío no tiene ni medio rizo. Y estoy
segura de que no puedo ser Mabel, porque yo sé muchísimas
cosas, y ella, oh, ¡ella sabe poquísimas! Además, ella es ella, y
yo soy yo, y... ¡Dios mío, qué rompecabezas! Voy a ver si sé
todas las cosas que antes sabía. Veamos: cuatro por cinco
doce, y cuatro por seis trece, y cuatro por siete... ¡Dios mío!
¡Así no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la tabla de
multiplicar no significa nada. Probemos con la geografía.
Londres es la capital de París, y París es la capital de Roma, y
Roma... No, lo he dicho todo mal, estoy segura. ¡Me debo
haber convertido en Ma- bel! Probaré, por ejemplo el de la
industriosa abeja.
Cruzó las manos sobre el regazo y notó que la voz le salía
ronca y extraña y las palabras no eran las que deberían ser:
¡Ves como el industrioso cocodrilo
Aprovecha su lustrosa cola
Y derrama las aguas del Nilo Por
sobre sus escamas de oro!

¡Con qué alegría muestra sus dientes Con


que cuidado dispone sus uñas
Y se dedica a invitar a los pececillos
Para que entren en sus sonrientes mandíbulas!

¡Estoy segura que ésas no son las palabras! Y a la pobre


Alicia se le llenaron otra vez los ojos de lágrimas.
—¡Seguro que soy Mabel! Y tendré que ir a vivir a aquella
casucha horrible, y casi no tendré juguetes para jugar, y
¡tantas lecciones que aprender! No, estoy completamente
decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí! De nada servirá que
asomen sus cabezas por el pozo y me digan: «¡Vuelve a salir,
cariño!» Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir: «¿Quién
soy ahora, veamos? Decidme esto primero, y después, si me
gusta ser esa persona, volveré a subir. Si no me gusta, me
quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto...» Pero,
Dios mío —exclamó Alicia, hecha un mar de lágrimas—,
¡cómo me gustaría que asomaban de veras sus cabezas por el
pozo! ¡Estoy tan cansada de estar sola aquí abajo!
Al decir estas palabras, su mirada se fijó en sus
manos, y vio con sorpresa que mientras hablaba se había
puesto uno de los pequeños guantes blancos de cabritilla del
Conejo.
—¿Cómo he podido hacerlo? —se preguntó—. Ten- go
que haberme encogido otra vez.
Se levantó y se acercó a la mesa para comprobar su
medida. Y descubrió que, según sus conjeturas, ahora no
medía más de sesenta centímetros, y seguía achicándose
rápidamente. Se dio cuenta en seguida de que la causa de
todo era el abanico que tenía en la mano, y lo soltó a toda
prisa, justo a tiempo para no llegar a desaparecer del todo.
—¡De buena me he librado ! —dijo Alicia, bastante
asustada por aquel cambio inesperado, pero muy contenta de
verse sana y salva—. ¡Y ahora al jardín!
Y echó a correr hacia la puertecilla. Pero, ¡ay!, la
puertecita volvía a estar cerrada y la llave de oro se- guía
como antes sobre la mesa de cristal. «¡Las cosas están peor
que nunca!», pensó la pobre Alicia. «¡Por- que nunca había
sido tan pequeña como ahora, nun- ca! ¡Y declaro que la
situación se está poniendo im- posible!»
Mientras decía estas palabras, le resbaló un pie, y un
segundo más tarde, ¡chap!, estaba hundida hasta el cuello en
agua salada. Lo primero que se le ocurrió fue que se había
caído de alguna manera en el mar.
«Y en este caso podré volver a casa en tren», se dijo. (Alicia
había ido a la playa una sola vez en su vida, y había llegado a
la conclusión general de que, fuera uno a donde fuera, la
costa inglesa estaba siempre llena de casetas de baño, niños
jugando con palas en la arena, después una hilera de casas y
detrás una estación de ferrocarril.) Sin embargo, pronto com-
prendió que estaba en el charco de lágrimas que había
derramado cuando medía casi tres metros de estatura.
—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia, mientras
nadaba a su alrededor, intentando encon- trar la salida—.
¡Supongo que ahora recibiré el casti-
go y moriré ahogada en mis propias lágrimas! ¡Será de veras
una cosa extraña! Pero todo es extraño hoy.
En este momento oyó que alguien chapoteaba en el
charco, no muy lejos de ella, y nadó hacia allí para ver quién
era. Al principio creyó que se trataba de una morsa o un
hipopótamo, pero después se acordó de lo pequeña que era
ahora, y comprendió que sólo era un ratón que había caído en
el charco como ella.
—¿Servirá de algo ahora —se preguntó Alicia— dirigir la
palabra a este ratón? Todo es tan extraordi- nario aquí abajo,
que no me sorprendería nada que pudiera hablar. De todos
modos, nada se pierde por intentarlo. —Así pues, Alicia
empezó a decirle—: Oh, Ratón, ¿sabe usted cómo salir de este
charco? ¡Estoy muy cansada de andar nadando de un lado a
otro, oh, Ratón!
Alicia pensó que éste sería el modo correcto de dirigirse a
un ratón; nunca se había visto antes en una situación
parecida, pero recordó haber leído en la Gramática Latina de
su hermano «El ratón - del ratón - al ratón - para el ratón -
¡oh, ratón!» El Ratón la miró atentamente, y a Alicia le pareció
que le gui- ñaba uno de sus ojillos, pero no dijo nada. «Quizá
no sepa hablar inglés», pensó Alicia. «Puede ser un ratón
francés, que llegó hasta aquí con Guillermo el Con-
quistador.» (Porque a pesar de todos sus conocimien- tos de
historia, Alicia no tenía una idea muy clara de cuánto tiempo
atrás habían tenido lugar algunas co- sas.) Siguió pues:
—Où est ma chatte?
Era la primera frase de su libro de francés. El Ra- tón dio
un salto inesperado fuera del agua y empezó a temblar de
pies a cabeza.
—¡Oh, le ruego que me perdone! —gritó Alicia
apresuradamente, temiendo haber herido los senti- mientos
del pobre animal—. Olvidé que a usted no le gustan los gatos.
—¡No me gustan los gatos! —exclamó el Ratón en voz
aguda y apasionada—. ¿Te gustarían a ti los ga- tos si tú
fueses yo?
—Bueno, puede que no
—dijo Alicia en tono
conciliador—. No se enfa- de
por esto. Y, sin embar- go, me
gustaría poder enseñarle a
nuestra gata Dina. Bastaría
que usted la viera para que
empe-
zaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan suave
—siguió Alicia, hablando casi para sí misma, mien- tras
nadaba perezosa por el charco—, y ronronea tan dulcemente
junto al fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la cara... y
es tan agradable tenerla en bra- zos... y es tan hábil cazando
ratones... ¡Oh, perdóne- me, por favor! —gritó de nuevo Alicia,
porque esta vez al Ratón se le habían puesto todos los pelos
de punta y tenía que estar enfadado de veras—. No
hablaremos más de Dina, si usted no quiere.
—¡Hablaremos dices! —chilló el Ratón, que estaba
temblando hasta la mismísima punta de la cola—.
¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema! Nues- tra
familia ha odiado siempre a los gatos: ¡bichos as- querosos,
despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír yo esta palabra!
—¡No la volveré a pronunciar! —dijo Alicia, apre-
surándose a cambiar el tema de la conversación—.
¿Es usted... es usted amigo... de... de los perros?
El Ratón no dijo nada y Alicia siguió diciendo
atropelladamente—: Hay cerca de casa un perrito tan mono
que me gustaría que lo conociera. Un pequeño terrier de
ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo, rizado, castaño. Y si
le tiras un palo, va y lo trae, y se sienta sobre dos patas para
pedir la comida, y mu- chas cosas más... no me acuerdo ni de
la mitad... Y es de un granjero, sabe, y el granjero dice que es
un pe- rro tan útil que no lo vendería ni por cien libras. Dice
que mata todas las ratas y... ¡Dios mío! —exclamó Alicia
trastornada—. ¡Temo que lo he ofendido otra vez!
Porque el Ratón se alejaba de ella nadando con
todas sus fuerzas, y organizaba una auténtica tem- pestad en
la charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó
dulcemente mientras nadaba tras él:
—¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no hablare- mos
más de gatos ni de perros, puesto que no te gus- tan!
Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y
nadó lentamente hacia ella: tenía la cara pá- lida (de emoción,
pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa:
—Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y
entonces comprenderás por qué odio a los gatos y a los
perros.
Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando
más y más de los pájaros y animales que habían caído en ella:
había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y otras
curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo
nadó hacia la orilla.
III.​ UNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA

El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente


extraño: los pájaros con las plumas sucias, los otros animales
con el pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta los
huesos, malhumorados e in- cómodos.
Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de
secarse: lo discutieron entre ellos, y a los pocos minutos a
Alicia le parecía de lo más natural encon- trarse en aquella
reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los
conociera de toda la vida. Sostuvo incluso una larga discusión
con el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y sin querer
decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y tengo que sa-
berlo mejor». Y como Alicia se negó a darse por ven- cida sin
saber antes la edad del Loro, y el Loro se ne- gó
rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación.
Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta auto-
ridad dentro del grupo, les gritó:
—¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Os aseguro que voy a
dejaros secos en un santiamén!
Todos se sentaron pues, formando un amplio círcu- lo,
con el Ratón en medio.
Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque
estaba segura de que iba a pescar un resfria- do si no se
secaba en seguida.
—¡Ejem! —carraspeó el Ratón con aires de impor-
tancia—, ¿Estáis preparados? Ésta es la historia más árida y
por tanto más seca que conozco. ¡Silencio to- dos, por favor!
«Guillermo el Conquistador, cuya cau- sa era apoyada por el
Papa, fue aceptado muy pronto por los ingleses, que
necesitaban un jefe y estaban desde hacía tiempo
acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y
Morcaro, duques de Mercia y Northumbría...»
—¡Uf! —graznó el Loro, con un escalofrío.
—Con perdón —dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero
con mucha cortesía—. ¿Decía usted algo?
—¡Yo no! —se apresuró a responder el Loro.
—Pues me lo había parecido —dijo el Ratón—. Continúo.
«Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se
pusieron a su favor, e incluso Sti- gandio, el patriótico
arzobispo de Canterbury, lo en- contró conveniente...»
—¿Encontró qué? —preguntó el Pato.
—Encontrólo —repuso el Ratón un poco enfada- do—.
Desde luego, usted sabe lo que lo quiere decir.
—¡Claro que sé lo que quiere decir! —refunfuñó el
Pato—. Cuando yo encuentro algo es casi siempre una rana o
un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que encontró el
arzobispo.
El Ratón hizo como si no hubiera oído esta pre- gunta y se
apresuró a continuar con su historia:
—«Lo encontró conveniente y decidió ir con Ed- gardo
Athelingo al encuentro de Guillermo y ofrecer- le la corona.
Guillermo actuó al principio con mode- ración.
Pero la insolencia de sus normandos...» ¿Cómo te sientes
ahora, querida? —continuó, dirigiéndose a Alicia.
—Tan mojada como al principio —dijo Alicia en tono
melancólico—. Esta historia es muy seca, pero parece que a
mi no me seca nada.
—En este caso —dijo solemnemente el Dodo, mientras se
ponía en pie—, propongo que se abra un receso en la sesión y
que pasemos a la adopción in- mediata de remedios más
radicales...
—¡Habla en cristiano! —protestó el Aguilucho—. No sé lo
que quieren decir ni la mitad de estas pala- bras altisonantes,
y es más, ¡creo que tampoco tú sa- bes lo que significan!
Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa;
algunos de los otros pájaros rieron sin disi- mulo.
—Lo que yo iba a decir —siguió el Dodo en tono
ofendido— es que el mejor modo para secarnos sería una
Carrera Loca.
—¿Qué es una Carrera Loca?
—preguntó Alicia, y no porque
tuviera muchas ganas de
averiguarlo, sino porque el Dodo
había hecho una pausa, como
esperando que alguien dijera
algo, y nadie parecía dispuesto a
decir nada.
—Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo. (Y por
si alguno de vosotros quiere hacer también
una Carrera Loca cualquier día de invierno, voy a contaros
cómo la organizó el Dodo.)
Primero trazó una pista para la carrera, más o menos en
círculo («la forma exacta no tiene impor- tancia», dijo) y
después todo el grupo se fue colocan- do aquí y allá a lo largo
de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino
que todos empeza- ron a correr cuando quisieron, y cada uno
paró cuan- do quiso, de modo que no era fácil saber cuándo
terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban
corriendo más o menos media hora, y volvían a estar ya
secos, el Dodo gritó súbitamente:
—¡La carrera ha terminado!
Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor,
preguntando:
—¿Pero quién ha ganado?
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse
antes a largas cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando
con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen
casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás
esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo:
—Todos hemos ganado, y todos tenemos que re- cibir un
premio.
—¿Pero quién dará los premios? —preguntó un coro de
voces.
—Pues ella, naturalmente —dijo el Dodo, seña- lando a
Alicia con el dedo.
Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gri- tando
como locos:
—¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una
mano en el bolsillo, y encontró una caja de confi- tes (por
suerte el agua salada no había entrado den- tro), y los
repartió como premios. Había exactamente un confite para
cada uno de ellos.
—Pero ella también debe tener un premio —dijo el
Ratón.
—Claro que sí —aprobó el Dodo con gravedad, y,
dirigiéndose a Alicia, preguntó—: ¿Qué más tienes en el
bolsillo?
—Sólo un dedal —dijo Alicia.
—Venga el dedal —dijo el Dodo.
Y entonces todos la rodearon una vez más, mien- tras el
Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:
—Os rogamos que aceptéis este elegante dedal.
Y después de este cortísimo discurso, todos aplau- dieron
con entusiasmo.
Alicia pensó que todo esto era muy absurdo, pero los
demás parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a reír,
y, como tampoco se le ocurría nada que decir, se limitó a
hacer una reverencia, y a coger el dedal, con el aire más
solemne que pudo.
Había llegado el momento de comerse los confi- tes, lo
que provocó bastante ruido y confusión, pues los pájaros
grandes se quejaban de que sabían a po- co, y los pájaros
pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en
la espalda. Sin embargo, por fin terminaron con los confites, y
de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al Ratón que les
con- tara otra historia.
—Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas?
—dijo Alicia—. Y por qué odias a los... G. y a los P.
—añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y
a los perros por su nombre completo para no ofender al
Ratón de nuevo.
—¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy
triste! —exclamó el Ratón, dirigiéndose a Alicia y dejando
escapar un suspiro.
—Desde luego, arrastras una cola larguísima —dijo
Alicia, mientras echaba una mirada admirativa a la cola del
Ratón—, pero ¿por qué dices que es triste?
Y tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a
su cola, que, cuando él empezó a hablar, la historia que contó
tomó en la imaginación de Alicia una forma así:

Cierta Furia dijo a un Ratón


al que se encontró
en su casa: ‘Vamos a ir jun- tos
ante la Ley: Yo te acusa- ré, y tú
te defenderás.
¡Vamos! No admitiré más
discusiones Hemos de tener
un proceso, por- que esta
mañana no he tenido
ninguna otra
cosa que hacer.’ El Ratón
respondió a la
Furia: ‘Ese pleito, se- ñora
no servirá si no tenemos
juez y jurado, y no servirá
más que
para que nos gritemos uno a
otro como una pareja de
tontos’.
Y replicó la Fu- ria:
‘Yo seré
al mismo tiempo el
juez y el jurado.’ Lo
dijo taimadamente
la vieja Fu-
ria. ‘Yo seré
la que diga todo
lo que haya que
de- cir, y tam-
bién quien
a muer-
te con
de
ne.’

—¡No me estás escuchando! —protestó el Ratón,


dirigiéndose a Alicia—. ¿Dónde tienes la cabeza?
—Por favor, no te enfades —dijo Alicia con suavi- dad—.
Si no me equivoco, ibas ya por la quinta vuelta.
—¡Nada de eso! —chilló el Ratón—. ¿De qué vuel- tas
hablas? ¡Te estás burlando de mí y sólo dices ton- terías!
Y el Ratón se levantó y se fue muy enfadado.
—¡Ha sido sin querer! exclamó la pobre Alicia—.
¡Pero tú te enfadas con tanta facilidad!
El Ratón sólo respondió con un gruñido, mientras seguía
alejándose.
—¡Vuelve, por favor, y termina tu historia! —gritó Alicia
tras él.
Y los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro:
—¡Sí, vuelve, por favor!
Pero el Ratón movió impaciente la cabeza y apre- suró el
paso.
—¡Qué lástima que no se haya querido quedar!
—suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido de vista.
Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a
su hija:
—¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para no de- jarte
arrastrar nunca por tu mal genio!
—¡Calla esa boca, mamá! —protestó con aspereza la
Cangrejita—. ¡Eres capaz de acabar con la paciencia de una
ostra!
—¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros! —dijo Alicia
en voz alta, pero sin dirigirse a nadie en parti- cular—. ¡Ella sí
que nos traería al Ratón en un san- tiamén!
—¡Y quién es Dina, si se me permite la pregunta?
—quiso saber el Loro.
Alicia contestó con entusiasmo, porque siempre estaba
dispuesta a hablar de su amiga favorita:
—Dina es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar lo lista que
es para cazar ratones! ¡Una maravilla! ¡Y me gustaría que la
vierais correr tras los pájaros! ¡Se zampa un pajarito en un
abrir y cerrar de ojos!
Estas palabras causaron una impresión terrible entre los
animales que la rodeaban. Algunos pájaros se apresuraron a
levantar el vuelo. Una vieja urraca se acurrucó bien entre sus
plumas, mientras murmu- raba: «No tengo más remedio que
irme a casa; el frío de la noche no le sienta bien a mi
garganta». Y un canario reunió a todos sus pequeños,
mientras les decía con una vocecilla temblorosa: «¡Vamos,
queri- dos! ¡Es hora de que estéis todos en la cama!» Y así,
con distintos pretextos, todos se fueron de allí, y en unos
segundos Alicia se encontró completamente sola.
—¡Ojalá no hubiera hablado de Dina! —se dijo en
tono melancólico—. ¡Aquí abajo, mi gata no parece gustarle a
nadie, y sin embargo estoy bien segura de
que es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida
Dina! ¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!
Y la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo, porque se
sentía muy sola y muy deprimida. Al poco rato, sin embargo,
volvió a oír un ruidito de pisadas a lo lejos y levantó la vista
esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón había
cambiado de idea y volvía atrás para terminar su historia.
IV.​ LA CASA DEL CONEJO

Era el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo sal- tarín y


miraba ansiosamente a su alrededor, como si hubiera perdido
algo. Y Alicia oyó que murmuraba:
—¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas pa- titas!
¡Oh, mi piel y mis bigotes ! ¡Me hará ejecutar, tan seguro como
que los grillos son grillos ! ¿Dónde demonios puedo
haberlos dejado caer? ¿Dónde?
¿Dónde?
Alicia comprendió al instante que estaba buscan- do el
abanico y el par de guantes blancos de cabriti- lla, y llena de
buena voluntad se puso también ella a buscar por todos
lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo
parecía haber cambiado desde que ella cayó en el charco, y el
vestíbulo con la mesa de cristal y la puertecilla habían
desaparecido com- pletamente.
A los pocos instantes el Conejo descubrió la pre- sencia
de Alicia, que andaba buscando los guantes y el abanico de un
lado a otro, y le gritó muy enfadado:
—¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí!
Corre inmediatamente a casa y tráeme un par de guantes y
un abanico! ¡Aprisa!
Alicia se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección
que el Conejo le señalaba, sin intentar ex- plicarle que estaba
equivocándose de persona.
—¡Me ha confundido con su criada! —se dijo mientras
corría—. ¡Vaya sorpresa se va a llevar cuan- do se entere de
quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico y sus
guantes... Bueno, si logro en- contrarlos.
Mientras decía estas palabras, llegó ante una linda casita,
en cuya puerta brillaba una placa de bronce con el nombre
«C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin llamar, y corrió
escaleras arriba, con mucho miedo de encontrar a la
verdadera Mary Ann y de que la echaran de la casa antes de
que hubiera encontra- do los guantes y el abanico.
—¡Qué raro parece —se dijo Alicia eso de andar haciendo
recados para un conejo! ¡Supongo que des- pués de esto Dina
también me mandará a hacer sus recados! —Y empezó a
imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita Alicia,
venga aquí inmediata- mente y prepárese para salir de
paseo!», diría la niñe- ra, y ella tendría que contestar: «¡Voy
en seguida! Ahora no puedo, porque tengo que vigilar esta
rato- nera hasta que vuelva Dina y cuidar de que no se es-
cape ningún ratón»—. Claro que —siguió diciéndose Alicia—,
si a Dina le daba por empezar a darnos ór- denes, no creo que
parara mucho tiempo en nuestra casa.
A todo esto, había conseguido llegar hasta un pe-
queño dormitorio, muy ordenado, con una mesa jun- to a la
ventana, y sobre la mesa (como esperaba) un abanico y dos o
tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla. Cogió el
abanico y un par de guantes, y, estaba a punto de salir de la
habitación,
cuando su mirada cayó en una botellita que estaba al lado del
espejo del tocador. Esta vez no había letreri- to con la palabra
«BÉBEME», pero de todos modos Alicia lo destapó y se lo
llevó a los labios.
—Estoy segura de que, si como o bebo algo, ocu- rrirá
algo interesante —se dijo—. Y voy a ver qué pa- sa con esta
botella. Espero que vuelva a hacerme cre- cer, porque en
realidad, estoy bastante harta de ser una cosilla tan
pequeñeja.
¡Y vaya si la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa de lo que
imaginaba! Antes de que hubiera bebido la mitad del frasco,
se encontró con que la cabeza le tocaba contra el techo y tuvo
que doblarla para que no se le rompiera el cuello. Se apresuró
a soltar la botella, mientras se decía:
—¡Ya basta! Espero que no seguiré creciendo... De todos
modos, no paso ya por la puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido
tan aprisa!
¡Por desgracia, era demasiado tarde para pensar en ello!
Siguió creciendo, y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse
de rodillas en el suelo. Un minuto más tarde no le quedaba
espacio ni para seguir arro- dillada, y tuvo que intentar
acomodarse echada en el suelo, con un codo contra la puerta
y el otro brazo alrededor del cuello. Pero no paraba de crecer
y, co- mo último recurso, sacó un brazo por la ventana y
metió un pie por la chimenea, mientras se decía:
—Ahora no puedo hacer nada más, pase lo que pase.
¿Qué va a ser de mí?
Por suerte la botellita mágica había producido ya todo su
efecto, y Alicia dejó de crecer. De todos mo- dos, se sentía
incómoda y, como no parecía haber posibilidad alguna de
volver a salir nunca de aquella
habitación, no es de extrañar que se sintiera también muy
desgraciada.
—Era mucho más agradable estar en mi casa —pen- só la
pobre Alicia—. Allí, al menos, no me pasaba el tiempo
creciendo y disminuyendo de tamaño, y reci- biendo órdenes
de ratones y conejos. Casi preferiría no haberme metido en la
madriguera del Conejo... Y, sin embargo, pese a todo, ¡no se
puede negar que es- te género de vida resulta interesante! ¡Yo
misma me pregunto qué puede haberme sucedido! Cuando
leía cuentos de hadas, nunca creí que estas cosas pudie- ran
ocurrir en la realidad, ¡y aquí me tenéis metida hasta el cuello
en una aventura de éstas! Creo que debiera escribirse un
libro sobre mí, sí, señor. Y cuando sea mayor, yo misma lo
escribiré... Pero ya no puedo ser mayor de lo que soy ahora
—añadió con voz lúgubre—. Al menos, no me queda sitio
para hacerme mayor mientras esté metida aquí dentro. Pero
entonces, ¿es que nunca me haré mayor de lo que soy ahora?
Por una parte, esto sería una ventaja, no llegaría nunca a ser
una vieja, pero por otra parte
¡tener siempre lecciones que aprender! ¡Vaya lata!
¡Eso si que no me gustaría nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia!
—se rebatió a sí misma—. ¿Cómo vas a poder estudiar
lecciones metida aquí dentro? Apenas si hay sitio para ti, ¡Y
desde luego no queda ni un rinconcito para libros de texto!
Y así siguió discurseando un buen rato, unas ve- ces en un
sentido y otras llevándose a sí misma la contraria,
manteniendo en definitiva una conversa- ción muy seria,
como si se tratara de dos personas. Hasta que oyó una voz
fuera de la casa, y dejó de discutir consigo misma para
escuchar.
—¡Mary Ann! ¡Mary Ann! —decía la voz—. ¡Tráeme
inmediatamente mis guantes!
Después Alicia oyó un ruidito de pasos por la es- calera.
Comprendió que era el Conejo que subía en su busca y se
echó a temblar con tal fuerza que sacudió toda la casa,
olvidando que ahora era mil veces ma- yor que el Conejo
Blanco y no había por tanto motivo alguno para tenerle
miedo.
Ahora el Conejo había llegado ante la puerta, e in- tentó
abrirla, pero, como la puerta se abría hacia adentro y el codo
de Alicia estaba fuertemente apo- yado contra ella, no
consiguió moverla. Alicia oyó que se decía para sí:
—Pues entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.
—Eso sí que no —pensó Alicia.
Y, después de esperar hasta que creyó oír al Cone- jo justo
debajo de la ventana, abrió de repente la mano e hizo gesto
de atrapar lo que estuviera a su alcance. No encontró nada,
pero oyó un gritito entre- cortado, algo que caía y un
estrépito de cristales ro- tos, lo que le hizo suponer que el
Conejo se había caído sobre un invernadero o algo por el
estilo. Des- pués se oyó una voz muy enfadada, que era la del
Conejo:
—¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Y otra voz, que Alicia no había oído hasta entonces:
—¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en busca de man- zanas,
con permiso del señor!
—¡Tenías que estar precisamente cavando en busca de
manzanas! —replicó el Conejo muy irritado—. ¡Ven aquí
inmediatamente! ¡Y ayúdame a salir de esto!
Hubo más ruido de cristales rotos.
—Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana?
—Seguro que es un brazo, señor —(y pronunciaba
«brasso»).
—¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo
de este tamaño? ¡Pero si llena toda la ventana!
—Seguro que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo!
—Bueno, sea lo que sea no tiene por que estar en mi
ventana. ¡Ve y quítalo de ahí!
Siguió un largo silencio, y Alicia sólo pudo oír breves
cuchicheos de vez en cuando, como «¡Seguro que esto no me
gusta nada, señor, lo que se dice na- da!» y «¡Haz de una vez
lo que te digo, cobarde!» Por último, Alicia volvió a abrir la
mano y a moverla en el aire como si quisiera atrapar algo.
Esta vez hubo dos grititos entrecortados y más ruido de
cristales rotos.
«¡Cuántos invernaderos de cristal debe de haber ahí abajo!»,
pensó Alicia. «¡Me pregunto qué harán ahora! Si se trata de
sacarme por la ventana, ojalá pudieran lograrlo. No tengo
ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí dentro.»
Esperó unos minutos sin oír nada más. Por fin escuchó el
rechinar de las rue- das de una carretilla y el sonido de
muchas voces que hablaban todas a la vez. Pudo entender
algunas pala- bras: «¿Dónde está la otra escalera?... A mí sólo
me dijeron que trajera una; la otra la tendrá Bill... ¡Bill!
¡Trae la escalera aquí, muchacho!... Aquí, ponedlas en esta
esquina... No, primero átalas la una a la otra... Así no llegarán
ni a la mitad... Claro que llegarán, no seas pesado... ¡Ven aquí,
Bill, agárrate a esta cuerda!...
¿Aguantará este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja
suelta!... ¡Eh, que se cae! ¡Cuidado con la cabeza!» Aquí se oyó
una fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha si-
do?... Creo que ha sido Bill... ¿Quién va a bajar por la
chimenea?... ¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar! Tiene que
bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar
por la chimenea!»
—¡Vaya! ¿Conque es Bill el que tiene que bajar por la
chimenea? se dijo Alicia—. ¡Parece que todo se lo cargan a
Bill! No me gustaría estar en su pellejo; des- de luego esta
chimenea es estrecha, pero me parece que podré dar algún
puntapié por ella.
Alicia hundió el pie todo lo que pudo dentro de la
chimenea, y esperó hasta oír que la bestezuela (no podía
saber de qué tipo de animal se trataba) escar- baba y arañaba
dentro de la chimenea, justo encima de ella. Entonces,
mientras se decía a sí misma:
«¡Aquí está Bill! », dio una fuerte patada, y esperó a ver qué
pasaba a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro de voces que gri- taban a
una: «¡Ahí va Bill!», y después la voz del Co- nejo sola:
«¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis junto a la valla!» Siguió un
silencio y una nueva avalancha de voces: «Levantadle la
cabeza... Venga un trago... Sin que se ahogue... ¿Qué ha pasado,
amigo? ¡Cuéntanos- lo todo!»
Por fin se oyó una vocecita débil y aguda, que Ali- cia
supuso sería la voz de Bill:
—Bueno, casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias,
ya me siento mejor... Estoy tan aturdido que no sé qué decir...
Lo único que recuerdo es que algo me golpeó rudamente, ¡y
salí por los aires como el muñeco de una caja de sorpresas!
—¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! —di- jeron
los otros.
—¡Tenemos que quemar la casa! —dijo la voz del Conejo.
Y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
—¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se hizo inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia
pensó para sí:
—Me pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una
pizca de sentido común, levantarían el tejado.
Después de uno o dos minutos se pusieron una vez más
todos en movimiento, y Alicia oyó que el Conejo decía:
—Con una carretada tendremos bastante para empezar.
—¿Una carretada de qué? —pensó Alicia.
Y no tuvo que esperar mucho para averiguarlo, pues un
instante después una granizada de piedreci- llas entró
disparada por la ventana, y algunas le die- ron en plena cara.
—Ahora mismo voy a acabar con esto —se dijo Alicia
para sus adentros, y añadió en alta voz—: ¡Será mejor que no
lo repitáis!
Estas palabras produjeron otro silencio de muer- te.
Alicia advirtió, con cierta sorpresa, que las piedre- cillas se
estaban transformando en pastas de té, allí en el suelo, y una
brillante idea acudió de inmediato a su cabeza.
«Si como una de estas pastas», pensó, «seguro que
producirá algún cambio en mi estatura. Y, como no existe
posibilidad alguna de que me haga todavía mayor, supongo
que tendré que hacerme forzosa- mente más pequeña.»
Se comió, pues, una de las pastas, y vio con ale- gría que
empezaba a disminuir inmediatamente de tamaño. En cuanto
fue lo bastante pequeña para pa- sar por la puerta, corrió
fuera de la casa, y se encon- tró con un grupo bastante
numeroso de animalillos y
pájaros que la esperaban. Una lagartija, Bill, estaba en el
centro, sostenido por dos conejillos de indias, que le daban a
beber algo de una botella. En el momento en que apareció
Alicia, todos se abalanzaron sobre ella. Pero Alicia echó a
correr con todas sus fuerzas, y pronto se encontró a salvo en
un espeso bosque.
—Lo primero que ahora tengo que hacer —se dijo Alicia,
mientras vagaba por el bosque —es crecer has- ta volver a
recuperar mi estatura. Y lo segundo es encontrar la manera
de entrar en aquel precioso jar- dín. Me parece que éste es el
mejor plan de acción.
Parecía, desde luego, un plan excelente, y expues- to de
un modo muy claro y muy simple. La única di- ficultad
radicaba en que no tenía la menor idea de cómo llevarlo a
cabo. Y, mientras miraba ansiosa- mente por entre los
árboles, un pequeño ladrido que sonó justo encima de su
cabeza la hizo mirar hacia arriba sobresaltada.
Un enorme perrito la mira-
ba desde arriba con sus gran- des
ojos muy abiertos y alar- gaba
tímidamente una patita para
tocarla.
—¡Qué cosa tan bonita! —di- jo
Alicia, en tono muy cariño- so, e
intentó sin éxito dedicar- le un
silbido, pero estaba tam- bién
terriblemente asustada, porque
pensaba que el ca-
chorro podía estar hambriento, y, en este caso, lo más
probable era que la devorara de un solo bocado, a pesar de
todos sus mimos.
Casi sin saber lo que hacía, cogió del suelo una ramita
seca y la levantó hacia el perrito, y el perrito
dio un salto con las cuatro patas en el aire, soltó un ladrido de
satisfacción y se abalanzó sobre el palo en gesto de ataque.
Entonces Alicia se escabulló rápida- mente tras un gran
cardo, para no ser arrollada, y, en cuanto apareció por el otro
lado, el cachorro volvió a precipitarse contra el palo, con
tanto entusiasmo que perdió el equilibrio y dio una voltereta.
Entonces Ali- cia, pensando que aquello se parecía mucho a
estar jugando con un caballo percherón y temiendo ser
pisoteada en cualquier momento por sus patazas, volvió a
refugiarse detrás del cardo. Entonces el ca- chorro inició una
serie de ataques relámpago contra el palo, corriendo cada vez
un poquito hacia adelante y un mucho hacia atrás, y ladrando
roncamente todo el rato, hasta que por fin se sentó a cierta
distancia, jadeante, la lengua colgándole fuera de la boca y los
grandes ojos medio cerrados.
Esto le pareció a Alicia una buena oportunidad
para escapar. Así que se lanzó a correr, y corrió hasta el límite
de sus fuerzas y hasta quedar sin aliento, y hasta que las
ladridos del cachorro sonaron muy dé- biles en la distancia.
—Y, a pesar de todo, ¡qué cachorrito tan mono era! —dijo
Alicia, mientras se apoyaba contra una campanilla para
descansar y se abanicaba con una de sus hojas—. ¡Lo que me
hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera tenido yo el
tamaño adecuado para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había
olvidado que tengo que crecer de nuevo! Veamos: ¿qué tengo
que hacer para lograrlo? Supongo que tendría que comer o
que beber alguna cosa, pero ¿qué? Éste es el gran dilema.
Realmente el gran dilema era ¿qué? Alicia miró a su
alrededor hacia las flores y hojas de hierba, pero
no vio nada que tuviera aspecto de ser la cosa ade- cuada
para ser comida o bebida en esas circunstan- cias. Allí cerca
se erguía una gran seta, casi de la misma altura que Alicia. Y,
cuando hubo mirado de- bajo de ella, y a ambos lados, y
detrás, se le ocurrió que lo mejor sería mirar y ver lo que
había encima.
Se puso de puntillas, y miró por encima del borde de la
seta, y sus ojos se encontraron de inmediato con los ojos de
una gran oruga azul, que estaba sen- tada encima de la seta
con los brazos cruzados, fu- mando tranquilamente una larga
pipa y sin prestar la menor atención a Alicia ni a ninguna otra
cosa.
V.​ CONSEJOS DE UNA ORUGA

La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio:


por fin la Oruga se sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la
niña en voz lánguida y adormilada.
—¿Quién eres tú? —dijo la Oruga.
No era una forma demasiado alentadora de em- pezar
una conversación. Alicia contestó un poco in- timidada:
—Apenas sé, señora, lo que soy en este momen- to... Sí sé
quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he
cambiado varias veces desde entonces.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó la Oru- ga con
severidad—. ¡A ver si te aclaras contigo mis- ma!
—Temo que no puedo aclarar nada conmigo mis- ma,
señora —dijo Alicia—, porque yo no soy yo mis- ma, ya lo ve.
—No veo nada —protestó la Oruga.
—Temo que no podré explicarlo con más claridad
—insistió Alicia con voz amable—, porque para em- pezar ni
siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas veces
de estatura en un solo día resul- ta bastante desconcertante.
—No resulta nada —replicó la Oruga.
—Bueno, quizás usted no haya sentido hasta aho- ra nada
parecido —dijo Alicia—, pero cuando se con- vierta en
crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en
mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no
cree?
—Ni pizca —declaró la Oruga.
—Bueno, quizá los sentimientos de usted sean distintos a
los míos, porque le aseguro que a mi me parecería muy raro.
—¡A ti! —dijo la Oruga con desprecio—. ¿Quién eres tú?
Con lo cual volvían al principio de la conversa- ción. Alicia
empezaba a sentirse molesta con la Oru- ga, por esas
observaciones tan secas y cortantes, de modo que se puso
tiesa como un rábano y le dijo con severidad:
—Me parece que es usted la que debería decirme
primero quién es.
—¿Por qué? —inquirió la Oruga.
Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió
ninguna respuesta convincente y como la Oruga parecía
seguir en un estado de ánimo de lo más antipático, la niña dio
media vuelta para mar- charse.
—¡Ven aquí! —la llamó la Oruga a sus espaldas—.
¡Tengo algo importante que decirte!
Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra
media vuelta y volvió atrás.
—¡Vigila este mal genio! —sentenció la Oruga.
—¿Es eso todo? —preguntó Alicia, tragándose la rabia lo
mejor que pudo.
—No —dijo la Oruga.
Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía
otra cosa que hacer, y ver si la Oruga decía por
fin algo que mereciera la pena. Durante unos minutos la
Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero des- pués abrió
los brazos, volvió a sacarse la pipa de la boca y dijo:
—Así que tú crees haber cam-
biado, ¿no?
—Mucho me temo que si, se-
ñora. No me acuerdo de cosas que
antes sabía muy bien, y no pasan diez
minutos sin que cam- bie de tamaño.
—¿No te acuerdas ¿de qué cosas?
—Bueno, intenté recitar los
versos de «Ved cómo la industriosa abeja...» pero todo me
salió distinto, completamente distinto y se- guí hablando de
cocodrilos.
—Pues bien, haremos una cosa.
—¿Que?
—Recítame eso de «Ha envejecido, Padre Guiller- mo... »
—ordenó la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó a recitar el poe- ma:

«Ha envejecido, Padre Guillermo —dijo el chico— Y su


pelo está lleno de canas;
Sin embargo siempre hace el pino.
¿Con sus años aún tiene las ganas?»

«Cuando joven —dijo Padre Guillermo a su hijo—. No quería


dañarme el coco;
Pero ya no me da ningún miedo,
Que de mis sesos me queda muy poco.»
«Ha envejecido —dijo el muchacho— Como
ya se ha dicho;
Sin embargo entró capotando
¿Cómo aún puede andar como un bicho?»

«Cuando joven —dijo el sabio,


meneando su pelo blanco—
Me mantenía el cuerpo muy ágil
Con ayuda medicinal y, si puedo ser franco, Debes
probarlo para no acabar débil.»

«Ha envejecido —dijo el chico— y


tiene los dientes inútiles
para más que agua y vino;
Pero zampó el ganso hasta los huesos frágiles. A ver,
señor, ¿que es el tino? »

«Cuando joven —dijo su padre— me


empeñé en ser abogado,
Y discutía la ley con mi esposa;
Y por eso, toda mi vida me ha durado Una
mandíbula muy fuerte y musculosa.»

«Ha envejecido y sería muy raro —dijo el chico— Si aún


tuviera la vista perfecta;
¿Pues cómo hizo bailar en su pico Esta
anguila de forma tan recta?»

«Tres preguntas ya has posado, Y a


ninguna más contestaré.
Si no te vas ahora mismo,
¡Vaya golpe que te pegaré!»

—Eso no está bien —dijo la Oruga.


—No, me temo que no está del todo bien —re- conoció
Alicia con timidez—. Algunas palabras tal vez me han salido
revueltas.
—Está mal de cabo a rabo— sentenció la Oruga en tono
implacable, y siguió un silencio de varios minu- tos.
La Oruga fue la primera en hablar.
—¿Qué tamaño te gustaría tener? —le preguntó.
—No soy difícil en asunto de tamaños —se apre- suró a
contestar Alicia—. Sólo que no es agradable estar cambiando
tan a menudo, sabe.
—No sé nada —dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca
en toda su vida le habían llevado tanto la con- traria, y sintió
que se le estaba acabando la paciencia.
—¿Estás contenta con tu tamaño actual? —pre- guntó la
Oruga.
—Bueno, me gustaría ser un poco más alta, si a usted no
le importa. ¡Siete centímetros es una estatu- ra tan
insignificante!
—¡Es una estatura perfecta! —dijo la Oruga muy
enfadada, irguiéndose cuan larga era (medía exacta- mente
siete centímetros).
—¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir siete
centímetros! —se lamentó la pobre Alicia con voz lastimera,
mientras pensaba para sus adentros: «¡Oja- lá estas criaturas
no se ofendieran tan fácilmente!»
—Ya te irás acostumbrando —dijo la Oruga, y vol- vió a
meterse la pipa en la boca y empezó otra vez a fumar.
Esta vez Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a
hablar de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos la Oruga se
sacó la pipa de la boca, dio unos bostezos y se desperezó.
Después bajó de la
seta y empezó a deslizarse por la hierba, al tiempo que decía:
—Un lado te hará crecer, y el otro lado te hará disminuir.
—Un lado ¿de qué? El otro lado ¿de qué? —se dijo Alicia
para sus adentros.
—De la seta —dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera
preguntado en voz alta. Y al cabo de unos instantes se perdió
de vista.
Alicia se quedó un rato contemplando pensativa la seta,
en un intento de descubrir cuáles serían sus dos lados y,
como era perfectamente redonda, el problema no resultaba
nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo lo que pudo
alrededor de la seta y arrancó con cada mano un pedacito.
—Y ahora —se dijo—, ¿cuál será cuál?
Dio un mordisquito al pedazo de la mano derecha para
ver el efecto y al instante sintió un rudo golpe en la barbilla.
¡La barbilla le había chocado con los pies!
Se asustó mucho con este cambio tan repentino, pero
comprendió que estaba disminuyendo rápida- mente de
tamaño, que no había por tanto tiempo que perder y que
debía apresurarse a morder el otro pe- dazo. Tenía la
mandíbula tan apretada contra los pies que resultaba difícil
abrir la boca, pero lo consiguió al fin, y pudo tragar un trocito
del pedazo de seta que tenía en la mano izquierda.
«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Ali- cia con
alivio, pero el alivio se transformó inmedia- tamente en
alarma, al advertir que había perdido de vista sus propios
hombros: todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un
larguísimo pedazo de cue-
llo, que parecía brotar como un tallo del mar de hojas verdes
que se extendía muy por debajo de ella.
—¿Qué puede ser todo este verde? —dijo Alicia—.
¿Y dónde se habrán marchado mis hombros? Y, oh mis pobres
manos, ¿cómo es que no puedo veros?
Mientras hablaba movía las manos, pero no pare- ció
conseguir ningún resultado, salvo un ligero es-
tremecimiento que agitó aquella verde hojarasca dis- tante.
Como no había modo de que sus manos subieran hasta su
cabeza, decidió bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió
con entusiasmo que su cuello se doblaba con mucha facilidad
en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de
lograr que su cabeza descendiera por el aire en un gracioso
zigzag y se disponía a introducirla entre las hojas, que
descubrió no eran más que las copas de los árboles bajo los
que antes había estado paseando, cuando un agudo silbi- do
la hizo retroceder a toda prisa. Una gran paloma se
precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violen- tamente
con las alas.
—¡Serpiente! —chilló la paloma.
—¡Yo no soy una serpiente! —protestó Alicia muy
indignada—. ¡Y déjame en paz!
—¡Serpiente, más que serpiente! —siguió la Palo- ma,
aunque en un tono menos convencido, y añadió en una
especie de sollozo—: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado
resultado!
—No tengo la menor idea de lo que usted está di- ciendo!
—dijo Alicia.
—Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he
intentado en las riberas, y lo he intentado en los setos
—siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le
decía—. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de
librarse de ellas!
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de
nada serviría todo lo que ella pudiera decir ahora y que era
mejor esperar a que la Paloma termi- nara su discurso.
—¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los
huevos! —dijo la Paloma—. ¡Encima hay que guardarlos día y
noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante
tres semanas!
—Siento mucho que sufra usted tantas molestias
—dijo Alicia, que empezaba a comprender el signifi- cado de
las palabras de la Paloma.
—¡Y justo cuando elijo el árbol más alto del bos- que
—continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido—, y
justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que
empezar a bajar culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de
serpientes!
—Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una...
Yo soy una...
—Bueno, qué eres, pues? —dijo la Paloma—. ¡Vea- mos
qué demonios inventas ahora!
—Soy... soy una niñita —dijo Alicia, llena de du- das, pues
tenía muy presente todos los cambios que había sufrido a lo
largo del día.
—¡A otro con este cuento! —respondió la Paloma, en tono
del más profundo desprecio—. He visto mon- tones de niñitas
a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello
como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve
negarlo. ¡Supongo que aho- ra me dirás que en tu vida te has
zampado un huevo!
—Bueno, huevos sí he comido —reconoció Alicia, que
siempre decía la verdad—. Pero es que las niñas también
comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
—No lo creo —dijo la Paloma—, pero, si es verdad que
comen huevos, entonces no son más que una variedad de
serpientes, y eso es todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda
durante uno o dos minutos, lo que dio oportu- nidad a la
Paloma de añadir:
—¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me
da a mí que seas una niña o una serpiente?
—¡Pues a mí sí me da! —se apresuró a declarar Alicia—.
Y además da la casualidad de que no estoy buscando huevos.
Y aunque estuviera buscando hue- vos, no querría los tuyos:
no me gustan crudos.
—Bueno, pues entonces, lárgate —gruño la Palo- ma,
mientras se volvía a colocar en el nido.
Alicia se sumergió trabajosamente entre los árbo- les. El
cuello se le enredaba entre las ramas y tenía que pararse a
cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato, recordó que
todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente
manos a la obra, mor- disqueando primero uno y luego el
otro, y creciendo unas veces y decreciendo otras, hasta que
consiguió recuperar su estatura normal.
Hacía tanto tiempo que no había tenido un tama- ño ni
siquiera aproximado al suyo, que al principio se le hizo un
poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y
empezó a hablar consigo misma como solía.
—¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué
desconcertantes son estos cambios! ¡No puede estar una
segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que
he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es
entrar en aquel precioso jardín... Me pregunto cómo me las
arreglaré para lograrlo.
Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque,
donde se alzaba una casita de poco más de un metro de
altura.
—Sea quien sea el que viva allí —pensó Alicia—, no
puedo presentarme con este tamaño. ¡Se morirían del susto!
Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito
de la mano derecha, Y no se atrevió a acer- carse a la casita
hasta haber reducido su propio ta- maño a unos veinte
centímetros.
VI.​ CERDO Y PIMIENTA

Alicia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y


preguntándose lo que iba a hacer, cuando de repente salió
corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le pareció
un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo
por su cara, habría dicho que era un pez) y golpeó
enérgicamente la puerta con los nudillos. Abrió la puerta otro
lacayo de librea, con una cara redonda y grandes ojos de rana.
Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado
y rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que
estaba pasando y salió cautelosamente del bosque para oír lo
que decían.
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del
brazo una gran carta, casi tan grande como él, y se la entregó al
otro lacayo, mientras decía en tono solemne:
—Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al
croquet.
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solem- ne,
pero cambiando un poco el orden de las palabras:
—De la Reina. Una invitación para la Duquesa pa- ra
jugar al croquet.
Después los dos hicieron una profunda reveren- cia, y los
empolvados rizos entrechocaron y se enre- daron.
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que co- rrer a
esconderse en el bosque por miedo a que la oyeran. Y, cuando
volvió a asomarse, el lacayo-pez se había marchado y el otro
estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando
estúpidamente el cielo.
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta.
—No sirve de nada llamar —dijo el lacayo—, y es- to por
dos razones. Primero, porque yo estoy en el mismo lado de la
puerta que tú; segundo, porque están armando tal ruido
dentro de la casa, que es imposible que te oigan.
Y efectivamente del interior de la casa salía un ruido
espantoso: aullidos, estornudos y de vez en cuando un
estrepitoso golpe, como si un plato o una olla se hubiera roto
en mil pedazos.
—Dígame entonces, por favor —preguntó Alicia—, qué
tengo que hacer para entrar.
—Llamar a la puerta serviría de algo —siguió el la- cayo
sin escucharla—, si tuviéramos la puerta entre nosotros dos.
Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y yo
podría abrir para que salieras, sabes.
Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras
hablaba, y esto le pareció a Alicia decidida- mente una
grosería. «Pero a lo mejor no puede evitar- lo», se dijo para
sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque
por lo menos podría res- ponder cuando se le pregunta algo».
—¿Qué tengo que hacer para entrar? —repitió ahora en
voz alta.
—Yo estaré sentado aquí —observó el lacayo— hasta
mañana...
En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran
plato salió zumbando por los aires, en direc- ción a la cabeza
del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de
los árboles que había de- trás.
—... o pasado mañana, quizás —continuó el laca- yo en el
mismo tono de voz, como si no hubiese pa- sado
absolutamente nada.
—¿Qué tengo que hacer para entrar? —volvió a
preguntar Alicia alzando la voz.
—Pero ¿tienes realmente que entrar? —dijo el la- cayo—.
Esto es lo primero que hay que aclarar, sabes.
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se
lo dijeran.
—¡Qué pesadez! —masculló para sí—. ¡Qué mane- ra de
razonar tienen todas estas criaturas! ¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para
repetir su observación, con variaciones:
—Estaré sentado aquí —dijo— días y días.
—Pero ¿qué tengo que hacer yo? —insistió Alicia.
—Lo que se te antoje —dijo el criado, y empezó a silbar.
—¡Oh, no sirve para nada hablar con él! —mur- muró
Alicia desesperada—. ¡Es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró en la casa.
La puerta daba directamente a una gran cocina, que
estaba completamente llena de humo. En el cen- tro estaba la
Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un
bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y
revolvía el interior de un enorme puchero que parecía estar
lleno de sopa.
—¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pi- mienta!
—se dijo Alicia para sus adentros, mientras soltaba el primer
estornudo.
Donde si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso
la Duquesa estornudaba de vez en cuando, y el bebé
estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de
respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no
estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía
cerca del fuego, con una son- risa de oreja a oreja.
—¿Por favor, podría usted decirme —preguntó Ali- cia
con timidez, pues no estaba demasiado segura de que fuera
correcto por su parte empezar ella la con- versación— por
qué sonríe su gato de esa manera?
—Es un gato de Cheshire —dijo la Duquesa—, por eso
sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina,
que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero en seguida se
dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo
que recobró el valor y si- guió hablando.
—No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre
sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos
pudieran sonreír.
—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y muchos lo hacen.
—No sabía de ninguno que lo hiciera —dijo Alicia muy
amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.
—No sabes casi nada de nada —dijo la Duquesa—.
Eso es lo que ocurre.
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la obser- vación, y
decidió que sería oportuno cambiar de te- ma. Mientras
estaba pensando qué tema elegir, la co-
cinera apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar
todo lo que caía en sus manos contra la Du- quesa y el bebé:
primero los hierros del hogar, des- pués una lluvia de
cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de
enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y
el bebé be- rreaba ya con tanta fuerza que era imposible
saber si los golpes le dolían o no.
—¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace!
—gritó Alicia, mientras saltaba asustadísima para esquivar
los proyectiles—. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz!
—añadió, al ver que un caldero extra- ordinariamente grande
volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
—Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos
—dijo la Duquesa en un gruñido—, el mundo giraría mucho
mejor y con menos pérdida de tiempo.
—Lo cual no supondría ninguna ventaja —inter- vino
Alicia, muy contenta de que se presentara una oportunidad
de hacer gala de sus conocimientos—. Si la tierra girase más
aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la
noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas en
ejecutar un giro completo sobre su propio eje...
—Hablando de ejecutar —interrumpió la Duque- sa—,
¡que le corten la cabeza!
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se
disponía a hacer algo parecido, pero la cocinera estaba muy
ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a la
conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su
lección:
—Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo...
—Tú vas a dejar de fastidiarme —dijo la Duque- sa—.
¡Nunca he soportado los cálculos!
Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le
cantaba una especie de nana, y al final de cada ver- so
propinaba al pequeño una fuerte sacudida.

Grítale y zurra al niñito si se


pone a estornudar, porque lo
hace el bendito sólo para
fastidiar.

CORO
(Con participación de la cocinera y el bebé)
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al


niño al aire, recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que
la criatura gritaba a voz en cuello. Alicia apenas podía
distinguir las palabras:

A mi hijo le grito,
y si estornuda, ¡menuda paliza! Porque,
¿es que acaso no le gusta la pimienta
cuando le da la gana?

CORO
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

—¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quie- res!


—dijo la Duquesa al concluir la canción, mientras le arrojaba
el bebé por el aire—. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar
al croquet con la Reina.
Y la Duquesa salió apresuradamente de la habita- ción. La
cocinera le tiró una sartén en el último ins- tante, pero no la
alcanzó.
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificul- tad, pues
se trataba de una criaturita de forma extra- ña y que
forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como
una estrella de mar», pensó Ali- cia. El pobre pequeño
resoplaba como una máquina de vapor cuando ella lo cogió, y
se encogía y se esti- raba con tal furia que durante los
primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se
le escabu- llera de los brazos.
En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos
(modo que consistió en retorcerlo en una es- pecie de nudo,
la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para impedir
que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a
este niño conmi- go», pensó, «seguro que lo matan en un día
o dos.
¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas
últimas palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con
un gruñido (para entonces había deja- do ya de estornudar).
—No gruñas —le riñó Alicia—. Ésa no es forma de
expresarse.
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con
ansiedad, para ver si le pasaba algo. No había duda de que
tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un
hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le
estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de
bebé. A Alicia no le gusta- ba ni pizca el aspecto que estaba
tomando aquello.
«A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y le miró
de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no
había lágrimas.
—Si piensas convertirte en un cerdito, cariño —di- jo
Alicia muy seria—, yo no querré saber nada conti- go.
¡Conque ándate con cuidado!
La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un
gruñido? era imposible asegurarlo), y los dos an- duvieron en
silencio durante un rato.
Alicia estaba empezando a preguntarse a sí mis- ma: «Y
ahora, ¿qué voy a hacer yo con este chiquillo al volver a mi
casa?», cuando el bebé soltó otro gru- ñido, con tanta
violencia que volvió a mirarlo alar- mada. Esta vez no cabía la
menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia
le pareció que se- ría absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran ali- vio al ver
que echaba a trotar y se adentraba en el bosque.
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un
niño terriblemente feo, pero como cerdito me parece
precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella conocía
y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos.
«¡Si supiéramos la manera de
transformarlos!», se estaba dicien- do,
cuando tuvo un ligero sobre- salto al
ver que el gato de Che- shire estaba
sentado en la rama de un árbol muy
próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se
limitó a sonreír. Parecía tener buen
carácter, pero también tenía unas uñas
muy largas Y muchí-
simos dientes, de modo que sería mejor tratarlo con respeto.
—Minino de Cheshire —empezó Alicia tímida- mente,
pues no estaba del todo segura de si le gusta- ría este
tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su
sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí
le gustaba—. Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor,
qué camino debo seguir para salir de aquí?
—Esto depende en gran parte del sitio al que quie- ras
llegar —dijo el Gato.
—No me importa mucho el sitio... —dijo Alicia.
—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes
—dijo el Gato.
—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia
como explicación.
—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el
Gato—, si caminas lo suficiente!
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y
decidió hacer otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con
la pata derecha— vive un Sombrerero. Y en esta dirección —e
hizo un gesto con la otra pata— vive una Liebre de Marzo.
Visita al que quieras: los dos están locos.
—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca
—protestó Alicia.
—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—. Aquí
todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Ali-
cia.
—Tienes que estarlo afirmó el Gato—, o no habrí-
as venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo,
continuó con sus preguntas:
—¿Y cómo sabes que tú estás loco?
—Para empezar —repuso el Gato—, los perros no están
locos. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —concedió Alicia.
—Muy bien. Pues en tal caso —siguió su razona- miento
el Gato—, ya sabes que los perros gruñen cuando están
enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues
bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando
estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
—A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar
hoy al croquet con la Reina?
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero por ahora no
me han invitado.
—Allí nos volveremos a ver —aseguró el Gato, y se
desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan
acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas ra- ras.
Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había
estado, cuando éste reapareció de golpe.
—A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? —pre-
guntó—. Me olvidaba de preguntarlo.
—Se convirtió en un cerdito —contestó Alicia sin
inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto de la for- ma más
natural del mundo.
—Ya sabía que acabaría así —dijo el Gato, y des- apareció
de nuevo.
Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás
aparecería una vez más, pero no fue así, y, pasados uno o dos
minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en que
le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.
—Sombrereros ya he visto algunos —se dijo para sí—. La
Liebre de Marzo será mucho más interesante. Y además,
como estamos en mayo, quizá ya no esté
loca... o al menos quizá no esté tan loca como en marzo.
Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí
estaba el Gato una vez más, sentado en la rama de un árbol.
—¿Dijiste cerdito o cardito? —preguntó el Gato.
—Dije cerdito —contestó Alicia—. ¡Y a ver si dejas de
andar apareciendo y desapareciendo tan de golpe!
¡Me da mareo!
—De acuerdo —dijo el Gato.
Y esta vez desapareció despacito, con mucha sua- vidad,
empezando por la punta de la cola y termi- nando por la
sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del Gato
ya había desaparecido.
—¡Vaya! —se dijo Alicia—. He visto muchísimas veces un
gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato!
¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!
No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo.
Pensó que tenía que ser forzosamente aquella casa, porque
las chimeneas tenían forma de largas orejas y el techo estaba
recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió
a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de
la mano izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos
dos palmos. Aún así, se acercó con cierto recelo, mientras se
decía a sí misma:
—¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pen- sar que
tal vez hubiera sido mejor ir a ver al Sombre- rero!
VII.​ UNA MERIENDA DE LOCOS

Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa,


y la Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té.
Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía
profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada,
apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su
cabeza. «Muy incómodo para el Lirón», pensó Alicia. «Pero
como está dormi- do, supongo que no le importa».
La mesa era muy grande, pero los tres se apretu- jaban
muy juntos en uno de los extremos.
—¡No hay sitio! —se pusieron a gritar, cuando vie- ron
que se acercaba Alicia.
—¡Hay un montón de sitio! —protestó Alicia in- dignada,
y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa.
—Toma un poco de vino —la animó la Liebre de Marzo.
Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.
—No veo ni rastro de vino —observó.
—Claro. No lo hay —dijo la Liebre de Marzo.
—En tal caso, no es muy correcto por su parte andar
ofreciéndolo —dijo Alicia enfadada.
—Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con
nosotros sin haber sido invitada —dijo la Liebre de Marzo.
—No sabía que la mesa era suya —dijo Alicia—.
Está puesta para muchas más de tres personas.
—Necesitas un buen corte de pelo —dijo el Som- brerero.
Había estado observando a Alicia con mucha cu- riosidad,
y estas eran sus primeras palabras.
—Debería aprender usted a no hacer observacio- nes tan
personales —dijo Alicia con acritud—. Es de muy mala
educación.
Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas,
pero lo único que dijo fue:
—¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia.
«Me encanta que hayan empezado a jugar a las adivinanzas.»
Y añadió en voz alta:
—Creo que sé la solución.
—¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la
solución? —preguntó la Liebre de Marzo.
—Exactamente —con- testó
Alicia.
—Entonces debes de- cir
lo que piensas —siguió la
Liebre de Marzo.
—Ya lo hago —se apre-
suró a replicar Alicia—. O al
menos... al menos pien-
so lo que digo... Viene a ser lo mismo, ¿no?
—¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! —dijo el Som-
brerero—. ¡En tal caso, sería lo mismo decir «veo lo que
como» que «como lo que veo»!
—¡Y sería lo mismo decir —añadió la Liebre de Marzo—
«me gusta lo que tengo» que «tengo lo que me gusta»!
—¡Y sería lo mismo decir —añadió el Lirón, que parecía
hablar en medio de sus sueños— «respiro cuando duermo»
que «duermo cuando respiro»!
—Es lo mismo en tu caso —dijo el Sombrerero.
Y aquí la conversación se interrumpió, y el pe- queño
grupo se mantuvo en silencio unos instantes, mientras Alicia
intentaba recordar todo lo que sabía de cuervos y de
escritorios, que no era demasiado.
El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
—¿Qué día del mes es hoy? —preguntó, dirigién- dose a
Alicia.
Se había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con
ansiedad, propinándole violentas sacudidas y llevándoselo
una y otra vez al oído.
Alicia reflexionó unos instantes.
—Es día cuatro dijo por fin.
—¡Dos días de error! —se lamentó el Sombrerero y,
dirigiéndose amargamente a la Liebre de Marzo, añadió—:
¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a la
maquinaria!
—Era mantequilla de la mejor —replicó la Liebre muy
compungida.
—Sí, pero se habrán metido también algunas mi- gajas
—gruñó el Sombrerero—. No debiste utilizar el cuchillo del
pan.
La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró con ai- re
melancólico: después lo sumergió en su taza de té, y lo miró
de nuevo. Pero no se le ocurrió nada mejor que decir y repitió
su primera observación:
—Era mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia había estado mirando por encima del hom- bro de
la Liebre con bastante curiosidad.
—¡Qué reloj más raro! —exclamó—. ¡Señala el día del
mes, y no señala la hora que es!
—¿Y por qué habría de hacerlo? —rezongó el Som-
brerero—. ¿Señala tu reloj el año en que estamos?
—Claro que no —reconoció Alicia con prontitud—. Pero
esto es porque está tanto tiempo dentro del mismo año.
—Que es precisamente lo que le pasa al mío —di- jo el
Sombrerero.
Alicia quedó completamente desconcertada. Las palabras
del Sombrerero no parecían tener el menor sentido.
—No acabo de comprender —dijo, tan amable- mente
como pudo.
—El Lirón se ha vuelto a dormir —dijo el Som- brerero, y
le echó un poco de té caliente en el hocico.
El Lirón sacudió la cabeza con impaciencia, y dijo, sin
abrir los ojos:
—Claro que sí, claro que sí. Es justamente lo que yo iba a
decir.
—¿Has encontrado la solución a la adivinanza?
—preguntó el Sombrerero, dirigiéndose de nuevo a Alicia.
—No. Me doy por vencida. ¿Cuál es la solución?
—No tengo la menor idea —dijo el Sombrerero.
—Ni yo —dijo la Liebre de Marzo.
Alicia suspiró fastidiada.
—Creo que ustedes podrían encontrar mejor ma- nera de
matar el tiempo —dijo— que ir proponiendo adivinanzas sin
solución.
—Si conocieras al Tiempo tan bien como lo co- nozco yo
—dijo el Sombrerero—, no hablarías de ma- tarlo. ¡El Tiempo
es todo un personaje!
—No sé lo que usted quiere decir —protestó Alicia.
—¡Claro que no lo sabes! —dijo el Sombrerero,
arrugando la nariz en un gesto de desprecio—. ¡Estoy seguro
de que ni siquiera has hablado nunca con el Tiempo!
—Creo que no —respondió Alicia con cautela—. Pero en
la clase de música tengo que marcar el tiem- po con
palmadas.
—¡Ah, eso lo explica todo! —dijo el Sombrerero—. El
Tiempo no tolera que le den palmadas. En cambio, si
estuvieras en buenas relaciones con él, haría todo lo que tú
quisieras con el reloj. Por ejemplo, supón que son las nueve
de la mañana, justo la hora de em- pezar las clases, pues no
tendrías más que susurrarle al Tiempo tu deseo y el Tiempo
en un abrir y cerrar de ojos haría girar las agujas de tu reloj.
¡La una y media! ¡Hora de comer!
(«¡Cómo me gustaría que lo fuera ahora!», se dijo la
Liebre de Marzo para sí en un susurro).
—Sería estupendo, desde luego —admitió Alicia,
pensativa—. Pero entonces todavía no tendría ham- bre, ¿no
le parece?
—Quizá no tuvieras hambre al principio —dijo el
Sombrerero—. Pero es que podrías hacer que siguiera siendo
la una y media todo el rato que tú quisieras.
—¿Es esto lo que ustedes hacen con el Tiempo?
—preguntó Alicia.
El Sombrerero movió la cabeza con pesar.
—¡Yo no! —contestó—. Nos peleamos el pasado marzo,
justo antes de que ésta se volviera loca, sabes (y señaló con la
cucharilla hacia la Liebre de Marzo).
—¿Ah, sí?— preguntó Alicia interesada.
—Sí. Sucedió durante el gran concierto que ofre- ció la
Reina de Corazones, y en el que me tocó cantar a mí.
—¿Y que cantaste?— preguntó Alicia.
—Pues canté: «Brilla, brilla, ratita alada / ¿En que estás
tan atareada?» Porque esa canción la conocerás,
¿no?
—Quizá me suene de algo, pero no estoy segu- ra— dijo
Alicia.
—Tiene más estrofas —siguió el Sombrerero—.
Por ejemplo:

«Por sobre el Universo vas volando, con una


bandeja de teteras llevando. Brilla, brilla... »

Al llegar a este punto, el Lirón se estremeció y empezó a


canturrear en sueños: «Brilla, brilla, brilla, brilla...», y estuvo
así tanto rato que tuvieron que dar- le un buen pellizco para
que se callara.
—Bueno —siguió contando su historia el Sombre- rero—.
Lo cierto es que apenas había terminado yo la primera
estrofa, cuando la Reina se puso a gritar:
«¡Vaya forma estúpida de matar el tiempo! ¡Que le corten la
cabeza!»
—¡Qué barbaridad! ¡Vaya fiera! —exclamó Alicia.
—Y desde entonces —añadió el Sombrerero con una voz
tristísima—, el Tiempo cree que quise matar- lo y no quiere
hacer nada por mí. Ahora son siempre las seis de la tarde.
Alicia comprendió de repente todo lo que allí ocu- rría.
—¿Es ésta la razón de que haya tantos servicios de té
encima de la mesa? —preguntó.
—Sí, ésta es la razón —dijo el Sombrerero con un
suspiro—. Siempre es la hora del té, y no tenemos tiempo de
lavar la vajilla entre té y té.
—¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta a la mesa, verdad?
—preguntó Alicia.
—Exactamente —admitió el Sombrerero—, a me- dida
que vamos ensuciando las tazas.
—Pero, ¿qué pasa cuando llegan de nuevo al prin- cipio
de la mesa? —se atrevió a preguntar Alicia.
—¿Y si cambiáramos de conversación? —los inte-
rrumpió la Liebre de Marzo con un bostezo—. Estoy harta de
todo este asunto. Propongo que esta señori- ta nos cuente un
cuento.
—Mucho me temo que no sé ninguno —se apresu- ró a
decir Alicia, muy alarmada ante esta proposi- ción.
—¡Pues que lo haga el Lirón! —exclamaron el Som-
brerero y la Liebre de Marzo—. ¡Despierta, Lirón!
Y empezaron a darle pellizcos uno por cada lado. El
Lirón abrió lentamente los ojos.
—No estaba dormido —aseguró con voz ronca y débil—.
He estado escuchando todo lo que decíais, amigos.
—¡Cuéntanos un cuento! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Sí, por favor! —imploró Alicia.
—Y date prisa —añadió el Sombrerero—. No vayas a
dormirte otra vez antes de terminar.
—Había una vez tres hermanitas empezó apresu-
radamente el Lirón—, y se llamaban Elsie, Lacie y Ti- lie, y
vivían en el fondo de un pozo...
—¿Y de qué se alimentaban? —preguntó Alicia, que
siempre se interesaba mucho por todo lo que fuera comer y
beber.
—Se alimentaban de melaza —contestó el Lirón, después
de reflexionar unos segundos.
—No pueden haberse alimentado de melaza, sabe
—observó Alicia con amabilidad—. Se habrían puesto
enfermísimas.
—Y así fue —dijo el Lirón—. Se pusieron de lo más
enfermísimas.
Alicia hizo un esfuerzo por imaginar lo que sería vivir de
una forma tan extraordinaria, pero no lo veía ni pizca claro,
de modo que siguió preguntando:
—Pero, ¿por qué vivían en el fondo de un pozo?
—Toma un poco más de té —ofreció solícita la Liebre de
Marzo.
—Hasta ahora no he tomado nada —protestó Ali- cia en
tono ofendido—, de modo que no puedo tomar más.
—Quieres decir que no puedes tomar menos —pun-
tualizó el Sombrerero—. Es mucho más fácil tomar más que
nada.
—Nadie le pedía su opinión —dijo Alicia.
—¿Quién está haciendo ahora observaciones per-
sonales? —preguntó el Sombrerero en tono triunfal.
Alicia no supo qué contestar a esto. Así pues, op- tó por
servirse un poco de té y pan con mantequilla. Y después, se
volvió hacia el Lirón y le repitió la misma pregunta: —¿Por
qué vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se puso a cavilar de nuevo durante uno o dos
minutos, y entonces dijo:
—Era un pozo de melaza.
—¡No existe tal cosa!
Alicia había hablado con energía, pero el Sombre- rero y
la Liebre de Marzo la hicieron callar con sus
«¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:
—Si no sabes comportarte con educación, mejor será que
termines tú el cuento.
—No, por favor, ¡continúe! —dijo Alicia en tono
humilde—. No volveré a interrumpirle. Puede que en efecto
exista uno de estos pozos.
—¡Claro que existe uno! —exclamó el Lirón indig- nado.
Pero, sin embargo, estuvo dispuesto a seguir con el cuento—.
Así pues, nuestras tres hermanitas... estaban aprendiendo a
dibujar, sacando...
—¿Qué sacaban? —preguntó Alicia, que ya había
olvidado su promesa.
—Melaza —contestó el Lirón, sin tomarse esta vez
tiempo para reflexionar.
—Quiero una taza limpia —les interrumpió el
Sombrerero—. Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió:
la Liebre de Marzo pasó a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia
ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El
Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y
Alicia estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de
Marzo acababa de de- rramar la leche dentro de su plato.
Alicia no quería ofender otra vez al Lirón, de mo- do que
empezó a hablar con mucha prudencia:
—Pero es que no lo entiendo. ¿De dónde sacaban la
melaza?
—Uno puede sacar agua de un pozo de agua —di- jo el
Sombrerero—, ¿por qué no va a poder sacar me- laza de un
pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
—Pero es que ellas estaban dentro, bien adentro
—le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose dar por enterada de
las últimas palabras del Sombrerero.
—Claro que lo estaban —dijo el Lirón—. Estaban de lo
más requetebién.
Alicia quedó tan confundida al ver que el Lirón había
entendido algo distinto a lo que ella quería de- cir, que no
volvió a interrumpirle durante un ratito.
—Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a
dibujar —siguió el Lirón, bostezando y fro- tándose los ojos,
porque le estaba entrando un sueño terrible—, y dibujaban
todo tipo de cosas... todo lo que empieza con la letra M...
—¿Por qué con la M? —preguntó Alicia.
—¿Y por qué no? —preguntó la Liebre de Marzo. Alicia
guardó silencio.
Para entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba
a cabecear. Pero, con los pellizcos del Som- brerero, se
despertó de nuevo, soltó un gritito y si- guió la narración: —...
lo que empieza con la letra M, como matarratas, mundo,
memoria y mucho... muy, en fin todas esas cosas. Mucho, digo,
porque ya sa- bes, como cuando se dice «un mucho más que
un menos». ¿Habéis visto alguna vez el dibujo de un
«mucho»?
—Ahora que usted me lo pregunta —dijo Alicia, que se
sentía terriblemente confusa—, debo recono- cer que yo no
pienso...
—¡Pues si no piensas, cállate! —la interrumpió el
Sombrerero.
Esta última grosería era más de lo que Alicia po- día
soportar; se levantó muy disgustada y se alejó de allí. El Lirón
cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio la menor
muestra de haber advertido su
marcha, aunque Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi
esperando que la llamaran. La última vez que los vio estaban
intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
—¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese
lugar! —se dijo Alicia, mientras se adentraba en el bosque—.
¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en toda mi
vida!
Mientras decía estas palabras, descubrió que uno de los
árboles tenía una puerta en el tronco.
—¡Qué extraño! —pensó—. Pero todo es extraño hoy.
Creo que lo mejor será que entre en seguida.
Y entró en el árbol.
Una vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca
de la mesita de cristal. «Esta vez haré las cosas mucho
mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger la llavecita de
oro y abrir la puerta que da- ba al jardín. Entonces se puso a
mordisquear cuida- dosamente la seta (se había guardado un
pedazo en el bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo.
Entonces se adentró por el estrecho pasadizo. Y en- tonces...
entonces estuvo por fin en el maravilloso jardín, entre las
flores multicolores y las frescas fuentes.
VIII.​ EL CROQUET DE LA REINA

Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus


rosas eran blancas, pero había allí tres jardineros ocupados
en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció muy extraño, y se
acercó para averiguar lo que pasa- ba, y al acercarse a ellos
oyó que uno de los jardine- ros decía:
—¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
—No es culpa mía —dijo Cinco, en tono dolido—.
Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
—¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los
demás!
—¡Mejor será que calles esa boca! —dijo Cinco—.
¡Ayer mismo oí decir a la Reina que debían cortarte la cabeza!
—¿Por qué? —preguntó el que había hablado en primer
lugar.
—¡Eso no es asunto tuyo, Dos! —dijo Siete.
—¡Sí es asunto suyo! —protestó Cinco—. Y voy a
decírselo: fue por llevarle a la cocinera bulbos de tu- lipán en
vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir:
«¡Vaya! De todas las injusticias...», cuando sus ojos se fijaron
casualmente en Alicia, que estaba allí observándolos, y se
calló en el acto. Los otros dos se volvieron también hacia ella,
y los tres hicieron una profunda reverencia.
—¿Querrían hacer el favor de decirme —empezó Alicia
con cierta timidez— por qué están pintando estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos.
Dos empezó en una vocecita temblorosa:
—Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía
que haber sido un rosal rojo, y nosotros plan- tamos uno
blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre, nos
cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita,
estamos haciendo lo posible, an- tes de que ella llegue, para...
En este momento, Cinco, que había estado miran- do
ansiosamente por el jardín, gritó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y
los tres jardineros se arrojaron inmediata- mente de bruces
en el suelo. Se oía un ruido de mu- chos pasos, y Alicia miró a
su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando
tréboles. Tenían la misma forma que los tres jardine- ros,
oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas.
Después seguían diez cortesanos, adorna- dos enteramente
con diamantes, y formados, como los soldados, de dos en dos.
A continuación venían los infantes reales; eran también diez,
y avanzaban saltando, cogidos de la mano de dos en dos,
adorna- dos con corazones. Después seguían los invitados,
casi todos reyes y reinas, y entre ellos Alicia recono- ció al
Conejo Blanco: hablaba atropelladamente, muy
nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la presencia
de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que
llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo
carmesí. Y al final de este esplén- dido cortejo avanzaban EL
REY Y LA REINA DE CO- RAZONES.
Alicia estaba dudando si debería o no echarse de bruces
como los tres jardineros, pero no recordaba haber oído nunca
que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba un desfile.
«Y además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el
mundo tuviera que echarse de bruces, de modo que no
pudiera ver na- da?» Así pues, se quedó quieta donde estaba,
y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se
detuvieron y la miraron, y la Reina preguntó seve- ramente:
—¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el
Valet no hizo más que inclinarse y sonreír por toda respuesta.
—¡Idiota! —dijo la Reina, agitando la cabeza con
impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia, le pregun- tó—:
¿Cómo te llamas, niña?
—Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad —con- testó
Alicia en un tono de lo más cortés, pero añadió para sus
adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que una
baraja de cartas. ¡No tengo por qué sen- tirme asustada!»
—¿Y quiénes son éstos? —siguió preguntando la Reina,
mientras señalaba a los tres jardineros que yacían en torno al
rosal.
Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte
de atrás, que era igual en todas las cartas de la
baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o soldados,
o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —replicó Alicia, asom- brada
de su propia audacia—. ¡No es asunto mío!
La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada
fulminante y feroz, empezó a gritar:
—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
—¡Tonterías! —exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y la Reina se calló.
El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con ti- midez:
—Considera, cariño, que sólo se trata de una niña! La
Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Va-
let: —¡Dales la vuelta a éstos!
Y así lo hizo el Valet, muy
cuidadosamente, con
un pie.
—¡Arriba! —gritó la Reina, en voz fuerte y deto- nante.
Y los tres jardineros se pusieron en pie de un sal- to, y
empezaron a hacer profundas reverencias al Rey, a la Reina, a
los infantes reales, al Valet y a todo el mundo.
—¡Basta ya! —gritó la Reina—. ¡Me estáis poniendo
nerviosa! —Y después, volviéndose hacia el rosal, con-
tinuó—: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?
—Con la venia de Su Majestad —empezó a expli- car Dos,
en tono muy humilde, e hincando en el suelo una rodilla
mientras hablaba—, estábamos intentan- do...
—¡Ya lo veo! —estalló la Reina, que había estado
examinando las rosas ¡Que les corten la cabeza!
Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres
soldados se quedaron allí para ejecutar a los desgraciados
jardineros, que corrieron a refugiarse junto a Alicia.
—¡No os cortarán la cabeza! —dijo Alicia, y los metió en
una gran maceta que había allí cerca.
Los tres soldados estuvieron algunos minutos dando
vueltas por allí, buscando a los jardineros, y después se
marcharon tranquilamente tras el cortejo.
—¿Han perdido sus cabezas? —gritó la Reina.
—Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de Su
Majestad —gritaron los soldados como respuesta.
—¡Muy bien! —gritó la Reina—. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada
hacia Alicia, porque era evidente que la pre- gunta iba
dirigida a ella.
—¡Sí! —gritó Alicia.
—¡Pues andando! —vociferó la Reina.
Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran
curiosidad qué iba a suceder a continuación.
—Hace... ¡hace un día espléndido! —murmuró a su lado
una tímida vocecilla.
Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la
miraba con ansiedad.
—Mucho —dijo Alicia—. ¿Dónde está la Duquesa?
—¡Chitón! ¡Chitón! —dijo el Conejo en voz baja y
apremiante. Miraba ansiosamente a sus espaldas mientras
hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a la
oreja de Alicia y susurró—: Ha sido condenada a muerte.
—¿Por qué motivo? —quiso saber Alicia.
—¿Has dicho «pobrecilla»? —preguntó el Conejo.
—No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna
«pobrecilla». He dicho: «¿Por qué motivo?»
—Le dio un sopapo a la Reina... —empezó a decir el
Conejo, y a Alicia le dio un ataque de risa—. ¡Chi- tón!
¡Chitón! —suplicó el Conejo con una vocecilla aterrada—. ¡Va
a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó
bastante tarde, y la Reina dijo...
—¡Todos a sus sitios! —gritó la Reina con voz de trueno.
Y todos se pusieron a correr en todas direcciones,
tropezando unos con otros. Sin embargo, unos minu- tos
después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.
Alicia pensó que no había visto un campo de cro- quet tan
raro como aquel en toda su vida. Estaba lle- no de montículos
y de surcos. Las bolas eran erizos vivos, los mazos eran
flamencos vivos, y los soldados tenían que doblarse y
ponerse a cuatro patas para formar los aros.
La dificultad más grave con que
Alicia se encontró al prin- cipio fue
manejar a su flamenco. Logró
dominar al pajarraco me- tiéndoselo
debajo del brazo, con las patas
colgando detrás, pero casi siempre,
cuando había lo- grado enderezarle el
largo cuello y estaba a punto de darle
un buen golpe al erizo con la cabeza
del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba dere- chamente
a los ojos con tanta extrañeza, que Alicia no podía contener la
risa. Y cuando le había vuelto a bajar la cabeza y estaba
dispuesta a empezar de nue- vo, era muy irritante descubrir
que el erizo se había desenroscado y se alejaba
arrastrándose. Por si todo
esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la
dirección en que ella quería lanzar al eri- zo, y, como además
los soldados doblados en forma de aro no paraban de
incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia llegó
pronto a la conclusión de que se trataba de una partida
realmente difícil.
Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su
turno, discutiendo sin cesar y disputándose los erizos. Y al
poco rato la Reina había caído en un pa- roxismo de furor y
andaba de un lado a otro dando patadas en el suelo y
gritando a cada momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o
«¡Que le corten a ésta la cabeza!».
Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no
había tenido todavía ninguna disputa con la Reina, pero sabía
que podía suceder en cualquier ins- tante. «Y entonces»,
pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando
cabezas. Lo extraño es que quede todavía alguien con vida!»
Estaba buscando pues alguna forma de escapar, y
preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran, cuando
advirtió una extraña aparición en el aire.
Al principio quedó muy desconcertada, pero, des- pués de
observarla unos minutos, descubrió que se trataba de una
sonrisa, y se dijo:
—Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien
poder hablar.
—¿Qué tal estás? —le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico
suficiente para poder hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y en- tonces
le saludó con un gesto. «De nada servirá que le hable», pensó,
«hasta que tenga orejas, o al menos una de ellas». Un minuto
después había aparecido toda la cabeza, y entonces Alicia
dejó en el suelo su
flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el jue- go, muy
contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin
duda que su parte visible era ya su- ficiente, y no apareció
nada más.
—Me parece que no juegan ni un poco limpio —em- pezó
Alicia en tono quejumbroso—, y se pelean de un modo tan
terrible que no hay quien se entienda, y no parece que haya
ninguna regla... Y, si las hay, nadie hace caso de ellas... Y no
puedes imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas. Por
ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al
otro lado del campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo
de la Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba el mío!
—¿Qué te parece la Reina? —dijo el Gato en voz baja.
—No me gusta nada —dijo Alicia . Es tan exagera- da...
—En este momento, Alicia advirtió que la Reina estaba justo
detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que
siguió—: ...tan exageradamente dada a ganar, que no merece
la pena terminar la partida.
La Reina sonrió y reanudó su camino.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó el Rey,
acercándose a Alicia y mirando la cabeza del Gato con gran
curiosidad.
—Es un amigo mío... un Gato de Cheshire —dijo Alicia—.
Permita que se lo presente.
—No me gusta ni pizca su aspecto —aseguró el Rey—. Sin
embargo, puede besar mi mano si así lo desea.
—Prefiero no hacerlo —confesó el Gato.
—No seas impertinente —dijo el Rey—, ¡y no me mires
de esta manera!
Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
—Un gato puede mirar cara a cara a un rey —sen- tenció
Alicia—. Lo he leído en un libro, pero no re- cuerdo cuál.
—Bueno, pues hay que eliminarlo —dijo el Rey con
decisión, y llamó a la Reina, que precisamente pasaba por
allí—. ¡Querida! ¡Me gustaría que elimina- ras a este gato!
Para la Reina sólo existía un modo de resolver los
problemas, fueran grandes o pequeños.
—¡Que le corten la cabeza! —ordenó, sin moles- tarse
siquiera en echarle una ojeada.
—Yo mismo iré a buscar al verdugo —dijo el Rey
apresuradamente. Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese al juego y
averiguase cómo iba la partida, pues oyó a lo lejos la voz de la
Reina, que aullaba de furor.
Acababa de dictar sentencia de muerte contra tres de los
jugadores, por no haber jugado cuando les tocaba su turno. Y
a Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando
todo aquello, porque la partida había llegado a tal punto de
confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y
cuándo no. Así pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo, y
esto le pareció a Alicia una excelente ocasión para hacer una
carambola: la única dificultad era que su flamenco se había
largado al otro extremo del jar- dín, y Alicia podía verlo allí,
aleteando torpemente en un intento de volar hasta las ramas
de un árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y volvió con él, la
pelea había terminado, y no se veía rastro de ninguno de los
erizos. «Pero esto no tiene dema- siada importancia», pensó
Alicia, «ya que todos los aros se han marchado de esta parte
del campo». Así
pues, sujetó bien al flamenco debajo del brazo, para que no
volviera a escaparse, y se fue a charlar un po- co más con su
amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire, quedó
sorprendida al ver que un gran grupo de gente se había
congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina
discutían acaloradamente, hablando los tres a la vez,
mientras los demás guardaban silencio y parecían sentirse
muy incómodos.
En cuanto Alicia entró en escena, los tres se diri- gieron a
ella para que decidiera la cuestión, y le die- ron sus
argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se le hizo
muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar
una cabeza si no había cuerpo del que cortarla; decía que
nunca había tenido que hacer una cosa pa- recida en el
pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas alturas de su
vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza
podía ser decapitado, y que se dejara de decir tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaba el
problema inmediatamente, haría cortar la cabeza a cuantos la
rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía que todos
tuvieran un aspecto grave y asusta- do.) A Alicia sólo se le
ocurrió decir:
—El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será pregun- tarle a
ella lo que debe hacerse con él.
—La Duquesa está en la cárcel —dijo la Reina al
verdugo—. Ve a buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse a par- tir del
momento en que el verdugo se fue, y, cuando
éste volvió con la Duquesa, había desaparecido to- talmente.
Así pues, el Rey y el verdugo empezaron a corretear de un
lado a otro en busca del Gato, mien- tras el resto del grupo
volvía a la partida de croquet.
IX.​ LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA

—¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida


mía! —dijo la Duquesa, mientras cogía a Ali- cia
cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen hu-mor, y
pensó para sus adentros que quizá fuera sólo la pi- mienta lo
que la tenía hecha una furia cuando se co- nocieron en la
cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no con
demasiadas esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una
pizca de pimienta en mi cocina. La sopa está muy bien sin
pimienta... A lo me- jor es la pimienta lo que pone a la gente
de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber
hecho un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a
las personas agrias.,. y la manzanilla lo que las hace
amargas... y... el regaliz y las golosinas lo que hace que los
niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo su- piera! Entonces no
serían tan tacaños con los dulces...» Entretanto, Alicia casi se
había olvidado de la Du- quesa, y tuvo un pequeño sobresalto
cuando oyó su
voz muy cerca de su oído.
—Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te
olvides de hablar. No puedo decirte en este instan- te la
moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
—Quizá no tenga moraleja —se atrevió a observar Alicia.
—¡Calla, calla, criatura! —dijo la Duquesa—. Todo tiene
una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra Alicia mientras
hablaba. A Alicia no le gustaba mucho te- nerla tan cerca:
primero, porque la Duquesa era muy fea; y, segundo, porque
tenía exactamente la estatura precisa para apoyar la barbilla
en el hombro de Ali- cia, y era una barbilla puntiaguda de lo
más desagra- dable.
Sin embargo, como no le gustaba ser grosera, lo soportó
lo mejor que pudo.
—La partida va ahora un poco mejor —dijo, en un
intento de reanudar la conversación.
—Así es —afirmó la Duquesa—, y la moraleja de esto es...
«Oh, el amor, el amor. El amor hace girar el mundo.»
—Cierta persona dijo —rezongó Alicia— que el mundo
giraría mejor si cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
—Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo mismo
—dijo la Duquesa, y hundió un poco más la puntia- guda
barbilla en el hombro de Alicia al añadir—: Y la moraleja de
esto es...
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó
Alicia.
—Me parece que estás sorprendida de que no te pase el
brazo por la cintura —dijo la Duquesa tras unos instantes de
silencio—. La razón es que tengo
mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que
intente el experimento?
—A lo mejor le da un picotazo —replicó pruden- temente
Alicia, que no tenía las menores ganas de que se intentara el
experimento.
—Es verdad —reconoció la Duquesa—. Los fla- mencos y
la mostaza pican. Y la moraleja de esto es:
«Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
—Sólo que la mostaza no es un pájaro —observó Alicia.
—Tienes toda la razón —dijo la Duquesa—. ¡Con qué
claridad planteas las cuestiones!
—Es un mineral, creo —dijo Alicia.
—Claro que lo es —asintió la Duquesa, que pare- cía
dispuesta a estar de acuerdo con todo lo que de- cía Alicia—.
Hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de
esto es...
—¡Ah, ya me acuerdo! —exclamó Alicia, que no había
prestado atención a este último comentario—. Es un vegetal.
No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
—Enteramente de acuerdo —dijo la Duquesa—, y la
moraleja de esto es: «Sé lo que quieres parecer» o, si quieres
que lo diga de un modo más simple: «Nun- ca imagines ser
diferente de lo que a los demás pu- dieras parecer o hubieses
parecido ser si les hubiera parecido que no fueses lo que
eres».
—Me parece que esto lo entendería mejor —dijo Alicia
amablemente— si lo viera escrito, pero tal co- mo usted lo
dice no puedo seguir el hilo.
—¡Esto no es nada comparado con lo que yo podría decir
si quisiera! —afirmó la Duquesa con orgullo.
—¡Por favor, no se moleste en decirlo de una ma- nera
más larga! —imploró Alicia.
—¡Oh, no hables de molestias! —dijo la Duquesa—. Te
regalo con gusto todas las cosas que he dicho has- ta este
momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no
existen regalos de cumpleaños de este tipo!» Pero no se
atrevió a decirlo en voz alta.
—¿Otra vez pensativa? —preguntó la Duquesa,
hundiendo un poco más la afilada barbilla en el hombro de
Alicia.
—Tengo derecho a pensar, ¿no? —replicó Alicia con
acritud, porque empezaba a estar harta de la Du- quesa.
—Exactamente el mismo derecho dijo la Duque- sa— que
el que tienen los cerdos a volar, y la mora...
Pero en este punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de
la Duquesa se perdió en un susurro, precisa- mente en medio
de su palabra favorita, «moraleja», y el brazo con que tenía
cogida a Alicia empezó a tem- blar. Alicia levantó los ojos, y
vio que la Reina estaba delante de ellas, con los brazos
cruzados y el ceño tempestuoso.
—¡Hermoso día, Majestad! —empezó a decir la Duquesa
en voz baja y temblorosa.
—Ahora vamos a dejar las cosas bien claras rugió la
Reina, dando una patada en el suelo mientras hablaba—: ¡O
tú o tu cabeza tenéis que desaparecer del mapa! ¡Y en menos
que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa eligió, y desapareció a toda prisa.
—Y ahora volvamos al juego —le dijo la Reina a Alicia.
Alicia estaba demasiado asustada para decir esta boca es
mía, pero siguió dócilmente a la Reina hacia el campo de
croquet.
Los otros invitados habían aprovechado la ausen- cia de
la Reina, y se habían tumbado a la sombra, pe- ro, en cuanto
la vieron, se apresuraron a volver al juego, mientras la Reina
se limitaba a señalar que un segundo de retraso les costaría
la vida.
Todo el tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó
de pelearse con los otros jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le
corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!»
Aquellos a los que condena- ba eran puestos bajo la vigilancia
de soldados, que naturalmente tenían que dejar de hacer de
aros, de modo que al cabo de una media hora no quedaba ni
un solo aro, y todos los jugadores, excepto el Rey, la Reina y
Alicia, estaban arrestados y bajo sentencia de muerte.
Entonces la Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y
le preguntó a Alicia :
—¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?
—No —dijo Alicia—. Ni siquiera sé lo que es una Falsa
Tortuga.
—¿Nunca has comido sopa de tortuga? —pre- guntó la
Reina—. Pues hay otra sopa que parece de tortuga pero no es
de auténtica tortuga. La Falsa Tor- tuga sirve para hacer esta
sopa.
—Nunca he visto ninguna, ni he oído hablar de ella —dijo
Alicia.
—¡Andando, pues! —ordenó la Reina—. Y la Falsa
Tortuga te contará su historia.
Mientras se alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en
voz baja a todo el grupo: «Quedáis todos perdonados.»
«¡Vaya, eso sí que está bien!», se dijo Alicia, que se sentía muy
inquieta por el gran número de ejecuciones que la Reina
había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo, que yacía
profundamente dormido al sol. (Si no sabéis lo que es un
grifo, mirad el dibujo).

—¡Arriba, perezoso! —ordenó la Reina—. Y acom- paña a


esta señorita a ver a la Falsa Tortuga y a que oiga su historia.
Yo tengo que volver para vigilar unas cuantas ejecuciones que
he ordenado.
Y se alejó de allí, dejando a Alicia sola con el Gri- fo. A
Alicia no le gustaba nada el aspecto de aquel bicho, pero
pensó que, a fin de cuentas, quizás estu- viera más segura si
se quedaba con él que si volvía atrás con el basilisco de la
Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se incorporó y se frotó los ojos; después estuvo
mirando a la Reina hasta que se perdió de vis- ta; después
soltó una carcajada burlona.
—¡Tiene gracia! —dijo el Grifo, medio para sí, me- dio
dirigiéndose a Alicia.
—¿Qué es lo que tiene gracia? —preguntó Alicia.
—Ella —contestó el Grifo. Todo son fantasías su- yas.
Nunca ejecutan a nadie, sabes. ¡Vamos!
«Aquí todo el mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras
lo seguía con desgana.
«¡No había recibido tantas órdenes en toda mi vi- da!
¡Jamás!»No habían andado mucho cuando vieron a la Falsa
Tortuga a lo lejos, sentada triste y solitaria sobre una roca, y,
al acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como si se le
partiera el corazón. Le dio mucha pena.
—¿Qué desgracia le ha ocurrido? —preguntó al Grifo.
Y el Grifo contestó, casi con las mismas palabras de antes:
—Todo son fantasías suyas. No le ha ocurrido nin- guna
desgracia, sabes. ¡Vamos!
Así pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró
con sus grandes ojos llenos de lágrimas, pero no dijo nada.
—Aquí esta señorita —explicó el Grifo— quiere conocer
tu historia.
—Voy a contársela —dijo la Falsa Tortuga en voz grave y
quejumbrosa—. Sentaos los dos, y no digáis ni una sola
palabra hasta que yo haya terminado.
Se sentaron pues, y durante unos minutos nadie habló.
Alicia se dijo para sus adentros: «No entiendo cómo va a
poder terminar su historia, si no se decide a empezarla». Pero
esperó pacientemente.
—Hubo un tiempo —dijo por fin la
Falsa Tortuga, con un pro- fundo
suspiro— en que yo era una tortuga de
verdad.
Estas palabras fueron seguidas por
un silencio muy largo, roto só- lo por
uno que otro graznido del Grifo y por
los constantes sollozos de la Falsa
Tortuga.
Alicia estaba a punto de levantarse y de decir:
«Muchas gracias, señora, por su interesante historia», pero no
podía dejar de pensar que tenía forzosamen- te que seguir
algo más, conque siguió sentada y no dijo nada.
—Cuando éramos pequeñas —siguió por fin la Falsa
Tortuga, un poco más tranquila, pero sin poder todavía
contener algún sollozo—, íbamos a la escuela del mar. El
maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
—¿Por qué lo llamaban Galápago, si no era un ga- lápago?
—preguntó Alicia.
—Lo llamábamos Galápago porque siempre esta- ba
diciendo que tenía a «gala» enseñar en una escuela de «pago»
—explicó la Falsa Tortuga de mal humor—.
¡Realmente eres una niña bastante tonta!
—Tendrías que avergonzarte de ti misma por pre- guntar
cosas tan evidentes —añadió el Grifo.
Y el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron sen- tados en
silencio, mirando a la pobre Alicia, que hu- biera querido que
se la tragara la tierra. Por fin el Gri- fo le dijo a la Falsa
Tortuga:
—Sigue con tu historia, querida. ¡No vamos a pa- sarnos
el día en esto!
Y la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
—Sí, íbamos a la escuela del mar, aunque tú no lo creas...
—¡Yo nunca dije que no lo creyera! —la interrum- pió
Alicia.
—Sí lo hiciste —dijo la Falsa Tortuga. —¡Cállate esa boca!
—añadió el Grifo, antes de que Alicia pudie- ra volver a
hablar.
La Falsa Tortuga siguió:
—Recibíamos una educación perfecta... En reali- dad,
íbamos a la escuela todos los días...
—También yo voy a la escuela todos los días —di- jo
Alicia—. No hay motivo para presumir tanto.
—¿Una escuela con clases especiales? —preguntó la
Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
—Sí —contestó Alicia. Tenemos clases especiales de
francés y de música.
—¿Y lavado? —preguntó la Falsa Tortuga.
—¡Claro que no! —protestó Alicia indignada.
—¡Ah! En tal caso no vas en realidad a una buena escuela
—dijo la Falsa Tortuga en tono de alivio—. En nuestra
escuela había clases especiales de francés, música y lavado.
—No han debido servirle de gran cosa —observó
Alicia—, viviendo en el fondo del mar.
—Yo no tuve ocasión de aprender —dijo la Falsa Tortuga
con un suspiro—. Sólo asistí a las clases nor- males.
—¿Y cuáles eran ésas? —preguntó Alicia interesada.
—Nos enseñaban a beber y a escupir, naturalmen- te. Y
luego, las diversas materias de la aritmética: a saber, fumar,
reptar, feificar y sobre todo la dimisión.
—Jamás oí hablar de feificar —respondió Alicia. El Grifo
se alzó sobre dos patas, muy asombrado:
—¡Cómo! ¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo me- nos
sabrás lo que significa "embellecer".
—Pues... eso sí, quiere decir hacer algo más bello de lo
que es.
—Pues —respondió el Grifo triunfalmente—, si no sabes
ahora lo que quiere decir feificar es que estás completamente
tonta.
Con lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a
seguir preguntando lo que significaban las cosas. Dijo a la
Falsa Tortuga:
—¿Qué otras cosas aprendías allí?
—Pues aprendía Histeria, Histeria Antigua y Moderna.
También Mareografía, y Dibujo. El profesor era un congrio
que venía a darnos clase una vez por semana y que nos
enseñó eso, más otras cosas, como la tintura al bóleo.
—¿Y eso qué es? —preguntó Alicia.
—No puedo hacerte una demostración, ya que ahora
estoy muy baja de forma —respondió la Falsa Tortuga. Y el
Grifo, como él mismo podrá decirte, nunca aprendió a tintar
al bóleo.
—Nunca tuve tiempo suficiente —se excusó el Grifo—.
Pero sí que iba a las clases de Letras. Y te- níamos un maestro
que era un gran maestro, un vie- jo cangrejo.
—Nunca fui a sus clases —dijo la Falsa Tortuga
lloriqueando—, dicen que enseñaba patín y riego.
—Sí, sí que lo hacía —respondió el Grifo. Y las dos se
taparon la cabeza con las patas, muy solivianta- das.
—¿Cuántas horas al día duraban esas lecciones?
—preguntó Alicia interesada, aunque no lograba en- tender
mucho qué eran aquellas asignaturas tan ra- ras, o si es que
no sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura al
óleo, y patín y riego serían La- tín y Griego, pero lo que es las
otras, se le escapaban.
—Teníamos diez horas al día el primer día. Luego, el
segundo día, nueve y así sucesivamente.
—Pues me resulta un horario muy extraño —ob- servó la
niña.
—Por eso se llamaban cursos, no entiendes nada. Se
llamaban cursos porque se acortaban de día en día.
Eso resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer una
nueva pregunta le dio unas cuantas vueltas al asunto. Por fin
preguntó:
—Entonces, el día once, sería fiesta, claro.
—Naturalmente que sí —respondió la Falsa Tor- tuga.
—¿Y el duodécimo?
—Basta de cursos ya —ordenó el Grifo autorita-
riamente—. Cuéntale ahora algo sobre los juegos.
X.​ EL BAILE DE LA LANGOSTA

La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se enjugó una


lágrima con la aleta. Antes de hablar, miró a Ali- cia durante
bastante tiempo, mientras los sollozos casi la ahogaban.
—Se te ha atragantado un hueso, parece —dijo el Grifo
poco respetuoso. Y se puso a darle golpes en la concha por la
parte de la espalda.
Por fin la Tortuga recobró la voz y reanudó su na- rración,
solo que las lágrimas resbalaban por su vieja cara arrugada.
—Tú acaso no hayas vivido mucho tiempo en el fondo del
mar...
—Desde luego que no —dijo Alicia.
—Y quizá no hayas entrado nunca en contacto con una
langosta.
Alicia empezó a decir: «Una vez comí...», pero se
interrumpió a toda prisa por si alguien se sentía ofendido.
—No, nunca —respondió.
Pues entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo agradable
que resulta el Baile de la Langosta.
—No —reconoció Alicia—. ¿Qué clase de baile es ése?
—Verás —dijo el Grifo—, primero se forma una línea a lo
largo de la playa...
—¡Dos líneas! —gritó la Falsa Tortuga—. Focas, tortugas
y demás. Entonces, cuando se han quitado todas las medusas
de en medio...
—Cosa que por lo general lleva bastante tiempo
—interrumpió el Grifo.
—... se dan dos pasos al frente...
—¡Cada uno con una langosta de pareja! —gritó el Grifo.
—Por supuesto —dijo la Falsa Tortuga—. Se dan dos pasos
al frente, se forman parejas...
—...se cambia de langosta, y se retrocede en el mismo
orden —siguió el Grifo.
—Entonces —siguió la Falsa Tortuga— se lanzan las...
—¡Las langostas! —exclamó el Grifo con entusias- mo,
dando un salto en el aire.
—...lo más lejos que se pueda en el mar...
—¡Y a nadar tras ellas! —chilló el Grifo.
—¡Se da un salto mortal en el mar! —gritó la Falsa Tortuga,
dando palmadas de entusiasmo.
—¡Se cambia otra vez de langosta! —aulló el Grifo.
—Se vuelve a la playa, y... aquí termina la primera figura
—dijo la Falsa Tortuga, mientras bajaba repen- tinamente la
voz.
Y las dos criaturas, que habían estado dando sal- tos y
haciendo cabriolas durante toda la explicación, se volvieron a
sentar muy tristes y tranquilas, y mira- ron a Alicia.
—Debe de ser un baile precioso —dijo Alicia con timidez.
—¿Te gustaría ver un poquito cómo se baila? — propuso
la Falsa Tortuga.
—Claro, me gustaría muchísimo —dijo Alicia.
—¡Ea, vamos a intentar la primera figura! —le dijo la
Falsa Tortuga al Grifo—. Podemos hacerlo sin lan- gostas,
sabes. ¿Quién va a cantar?
—Cantarás tú —dijo el Grifo—. Yo he olvidado la letra.
Empezaron pues a bailar solemnemente alrededor de
Alicia, dándole un pisotón cada vez que se acerca- ban
demasiado y llevando el compás con las patas delanteras,
mientras la Falsa Tortuga entonaba len- tamente y con
melancolía:

«¿Por qué no te mueves más aprisa?»


le preguntó una pescadilla a un caracol.
«Porque tengo tras mí un delfín
pisoteándome el talón.»
¡Mira lo contentas que se ponen las
langostas y tortugas al andar! Nos
esperan en la playa
¡Venga! ¡Baila y déjate llevar!
¡Venga, baila, venga, baila, venga,
baila y déjate llevar!
¡Baila, venga, baila, venga, baila,
venga y déjate llevar!
¡No te puedes imaginar qué
agradable es el baile cuando
nos arrojan
con las langostas hacia el mar! Pero el
caracol respondía siempre:
«¡Demasiado lejos, demasiado lejos!» y ni
siquiera se preocupaba de mirar. No
quería bailar, no quería bailar, no quería
bailar...
—Muchas gracias. Es un baile muy interesante —di- jo
Alicia, cuando vio con alivio que el baile había terminado—.
¡Y me ha gustado mucho esta canción de la pescadilla!
—Oh, respecto a la pescadilla... —dijo la Falsa Tortuga—.
Las pescadillas son... Bueno, supongo que tú ya habrás visto
alguna.
—Sí —respondió Alicia—, las he visto a menudo en la
cen...
Pero se contuvo a tiempo y guardó silencio.
—No sé qué es eso de cen —dijo la Falsa Tortu- ga—,
pero, si las has visto tan a menudo, sabrás na- turalmente
cómo son.
—Creo que sí —respondió Alicia pensativa. Llevan la cola
dentro de la boca y van cubiertas de pan ra- llado.
—Te equivocas en lo del pan —dijo la Falsa Tor- tuga—.
En el mar el pan rallado desaparecería en se- guida. Pero es
verdad que llevan la cola dentro de la boca, y la razón es...
—Al llegar a este punto la Falsa Tortuga bostezó y cerró los
ojos—. Cuéntale tú la razón de todo esto —añadió,
dirigiéndose al Grifo.
—La razón es —dijo el Grifo— que las pescadillas
quieren participar con las langostas en el baile. Y por lo tanto
las arrojan al mar. Y por lo tanto tienen que ir a caer lo más
lejos posible. Y por lo tanto se cogen bien las colas con la
boca. Y por lo tanto no pueden después volver a sacarlas. Eso
es todo.
—Gracias —dijo Alicia—. Es muy interesante. Nun- ca
había sabido tantas cosas sobre las pescadillas.
—Pues aún puedo contarte más cosas sobre ellas— dijo
el Grifo.— ¿A que no sabes por qué las pescadillas son
blancas?
—No, y jamás me lo he preguntado, la verdad
¿Por qué son blancas?
—Pues porque sirven para darle brillo a los zapa- tos y
las botas, por eso, por lo blancas que son— res- pondió el
Grifo muy satisfecho.
Alicia permaneció asombrada, con la boca abierta.
—Para sacar brillo— repetía estupefacta—. No me lo
explico.
—Pero, claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapa- tos?
Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia se miró los pies, pensativa, y vaciló antes de dar
una explicación lógica.
—Con betún negro, creo.
—Pues bajo el mar, a los zapatos se les da blanco de
pescadilla —respondió el Grifo sentenciosamen- te.— Ahora
ya lo sabes.
—¿Y de que están hechos?
—De mero y otros peces, vamos hombre, si cual- quier
gamba sabría responder a esa pregunta —res- pondió el Grifo
con impaciencia.
—Si yo hubiera sido una pescadilla, le hubiera di- cho al
delfín: «Haga el favor de marcharse, porque no deseamos
estar con usted»— dijo Alicia pensando en una estrofa de la
canción.
—No —respondió la Falsa Tortuga—. No tenían más
remedio que estar con él, ya que no hay ningún pez que se
respete que no quiera ir acompañado de un delfín.
—¿Eso es así? —preguntó Alicia muy sorprendida.
—¡Claro que no! —replicó la Falsa Tortuga—. Si a mí se
me acercase un pez y me dijera que marchaba de viaje, le
preguntaría primeramente: «¿Y con qué delfín vas?»
Alicia se quedó pensativa. Luego aventuró:
—No sería en realidad que le dijera ¿con qué fin?
—¡Digo lo que digo! —aseguró la Tortuga ofendida.
—Y ahora —dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia—,
cuéntanos tú alguna de tus aventuras.
—Puedo contaros mis aventuras... a partir de esta
mañana —dijo Alicia con cierta timidez—. Pero no serviría de
nada retroceder hasta ayer, porque ayer yo era otra persona.
—¡Es un galimatías! Explica todo esto —dijo la Falsa
Tortuga.
—¡No, no! Las aventuras primero —exclamó el Grifo con
impaciencia—, las explicaciones ocupan de- masiado tiempo.
Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a partir
del momento en que vio por primera vez al Conejo Blanco. Al
principio estaba un poco nerviosa, porque las dos criaturas
se pegaron a ella, una a cada lado, con ojos y bocas abiertos
como naranjas, pero fue cobrando valor a medida que
avanzaba en su re- lato. Sus oyentes guardaron un silencio
completo hasta que llegó el momento en que le había
recitado a la Oruga el poema aquél de «Has envejecido, Padre
Guillermo...» que en realidad le había salido muy dis- tinto de
lo que era. Al llegar a este punto, la Falsa Tortuga dio un
profundo suspiro y dijo:
—Todo eso me parece muy curioso.
—No puede ser más curioso —remachó el Grifo.
—Te salió tan diferente... —repitió la Tortuga—, que me
gustaría que nos recitases algo ahora.
Se volvió al Grifo.
—Dile que empiece. El
Grifo indicó:
—Ponte en pie y recita eso de «Es la voz del pere- zoso...»
—Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas criaturas!
—dijo Alicia en voz baja—. Parece como si me estu- vieran
haciendo repetir las lecciones. Para esto lo mismo me daría
estar en la escuela.
Pero se puso en pie y comenzó obedientemente a recitar
el poema. Mientras tanto, no dejaba de darle vueltas en su
cabeza a la danza de las langostas y en realidad apenas sabía
lo que estaba diciendo. Y así le resultó lo que recitaba:

La voz de la Langosta he
oído declarar:
Me han tostado demasiado
y ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que el pato hace con los párpados hace la
langosta con su nariz:
ajustarse el cinturón y abotonarse mientras
tuerce los tobillos.

Cuando la arena está seca


Está feliz, tanto como una perdiz, y
habla con desprecio del tiburón.
Pero cuando la marea sube y
los tiburones la cercan, se le
quiebra la voz
Y sólo sabe balbucear.

El Grifo dijo:
—No lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.
—Puede ser, aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese
poema —dijo la Falsa Tortuga—, pero el ca- so es que me
suena a disparates.
Alicia no contestó. Se cubrió la cara con las ma- nos, tras
sentarse de nuevo y se preguntó si sería
posible que nada pudiera suceder allí de una manera natural.
—Veamos, me gustaría escuchar una explicación lógica
—dijo la Falsa Tortuga.
—No sabe explicarlo— intervino el Grifo.— Pero, bueno,
prosigue con la siguiente estrofa.
—Pero— insistió la Tortuga—, ¿qué hay de los tobillos?
¿Cómo podía torcérselos con la nariz?
—Se trata de la primera posición de todo el baile
—aclaró Alicia que, sin embargo, no comprendía na- da de lo
que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el tema de la
conversación.
—¡Prosigue con la siguiente estrofa!— reclamó el Grifo—.
Si no me equivoco es la que comienza di- ciendo: «Pasé por su
jardín...»
Alicia obedeció, aunque estaba segura de que to- do iba a
seguir saliendo tergiversado. Con voz tem- blorosa dijo:

Pasé por su jardín y


con un solo ojo
pude observar muy bien cómo
el búho y la pantera
estaban repartiéndose un pastel. La
pantera se llevó la pasta,
la carne y el relleno,
mientras que al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo, al
búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo, el búho
como regalo,
se llevó en el bolsillo la cucharilla,
en tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba el singular banquete.

—Lo que digo yo —dijo la Tortuga, —es ¿de qué nos sirve
tanto recitar y recitar? ¿Si no explicas el significado de los
que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es lo más confuso que he
oído en mi vida!
—Desde luego —asintió el Grifo—. Creo que lo mejor
será que lo dejes.
Y Alicia se alegró muchísimo.
—¿Intentamos otra figura del Baile de la Langos- ta?
—siguió el Grifo—. ¿O te gustaría que la Falsa Tortuga te
cantara otra canción?
—¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga fue- se tan
amable! —exclamó Alicia, con tantas prisas que el Grifo se
sintió ofendido.
—¡Vaya! —murmuró en tono dolido—. ¡Sobre gus- tos no
hay nada escrito! ¿Quieres cantarle «Sopa de Tortuga», amiga
mía?
La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y em- pezó a
cantar con voz ahogada por los sollozos:

Hermosa sopa, en la sopera, tan


verde y rica, nos espera. Es
exquisita, es deliciosa.
¡Sopa de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa soooo-pa!
¡Hermooo~-sa soooo-pa!
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!

—¡Canta la segunda estrofa! —exclamó el Grifo.


Y la Falsa Tortuga acababa de empezarla, cuando se oyó a
lo lejos un grito de «¡Se abre el juicio!»
—¡Vamos! —gritó el Grifo. Y, cogiendo a Alicia de la mano,
echó a correr, sin esperar el final de la canción.
—¿Qué juicio es éste? —jadeó Alicia mientras co- rrían.
Pero el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos! », y se puso a
correr aún más aprisa, mientras, cada vez más débiles,
arrastradas por la brisa que les seguía, les llegaban las
melancólicas palabras:

¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
XI.​¿QUIÉN ROBO LAS TARTAS?

Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones es- taban


sentados en sus tronos, y había una gran mul- titud
congregada a su alrededor: toda clase de pajari- llos y
animalitos, así como la baraja de cartas com- pleta. El Valet
estaba de pie ante ellos, encadenado, con un soldado a cada
lado para vigilarlo. Y cerca del Rey estaba el Conejo Blanco,
con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la
otra. Justo en el centro de la sala había una mesa y encima de
ella una gran bandeja de tartas: tenían tan buen as- pecto que
a Alicia se le hizo agua la boca al verlas.
«¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y repartan la
merienda!» Pero no parecía haber muchas posibili- dades de
que así fuera, y Alicia se puso a mirar lo que ocurría a su
alrededor, para matar el tiempo.
No había estado nunca en una corte de justicia, pero
había leído cosas sobre ellas en los libros, y se sintió muy
satisfecha al ver que sabía el nombre de casi todo lo que allí
había.
—Aquel es el juez —se dijo a sí misma—, porque lleva
esa gran peluca.
El Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba la corona
encima de la peluca, no parecía sentirse muy cómodo, y
desde luego no tenía buen aspecto.
—Y aquello es el estrado del jurado —pensó Ali- cia—, y
esas doce criaturas (se vio obligada a decir
«criaturas», sabéis, porque algunos eran animales de pelo y
otros eran pájaros) supongo que son los miembros del
jurado.
Repitió esta última palabra dos o tres veces para sí,
sintiéndose orgullosa de ella: Alicia pensaba, y con razón, que
muy pocas niñas de su edad podían saber su significado.
Los doce jurados estaban escribiendo afanosa- mente en
unas pizarras.
—¿Qué están haciendo? —le susurró Alicia al Gri- fo—.
No pueden tener nada que anotar ahora, antes de que el
juicio haya empezado.
—Están anotando sus nombres —susurró el Grifo como
respuesta—, no vaya a ser que se les olviden antes de que
termine el juicio.
—¡Bichejos estúpidos! —empezó a decir Alicia en voz alta
e indignada.
Pero se detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco
gritaba: «¡Silencio en la sala!», y al ver que el Rey se calaba
los anteojos y miraba severamente a su alrededor para
descubrir quién era el que había ha- blado.
Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera mi- rando por
encima de sus hombros, que todos los miembros del jurado
estaban escribiendo «¡bichejos estúpidos!» en sus pizarras, e
incluso pudo darse cuenta de que uno de ellos no sabía cómo
se escribía
«bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Me-
nudo lío habrán armado en sus pizarras antes de que el juicio
termine!», pensó Alicia.
Uno de los miembros del jurado tenía una tiza que
chirriaba. Naturalmente esto era algo que Alicia no podía
soportar, así pues dio la vuelta a la sala, se colocó a sus
espaldas, y encontró muy pronto opor- tunidad de
arrebatarle la tiza. Lo hizo con tanta habi- lidad que el
pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no se dio cuenta en
absoluto de lo que había sucedido con su tiza; y así, después
de buscarla por todas par- tes, se vio obligado a escribir con
un dedo el resto de la jornada; y esto no servía de gran cosa,
pues no de- jaba marca alguna en la pizarra.
—¡Heraldo, lee la acusación! —dijo el Rey.
Y entonces el Conejo Blanco dio tres toques de trompeta,
y desenrolló el pergamino, y leyó lo que sigue:

La Reina cocinó varias tartas un


día de verano azul,
el Valet se apoderó de esas tartas
Y se las llevó a Estambul.

—¡Considerad vuestro vere-


dicto! —dijo el Rey al jurado.
—¡Todavía no! ¡Todavía no!
le interrumpió apresuradamente el Conejo—. ¡Hay muchas
otras cosas antes de esto!
—Llama al primer testigo —dijo el Rey.
Y el Conejo dio tres toques de trompeta y gritó:
—¡Primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Compareció con una
taza de té en una mano y un pedazo de pan con mantequilla
en la otra.
—Os ruego me perdonéis, Majestad —empezó—, por
traer aquí estas cosas, pero no había terminado de tomar el
té, cuando fui convocado a este juicio.
—Debías haber terminado —dijo el Rey—. ¿Cuán- do
empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que, del brazo
del Lirón, lo había seguido hasta allí.
—Me parece que fue el catorce de marzo.
—El quince —dijo la Liebre de Marzo.
—El dieciséis —dijo el Lirón.
—Anotad todo esto —ordenó el Rey al jurado.
Y los miembros del jurado se apresuraron a es- cribir las
tres fechas en sus pizarras, y después su- maron las tres
cifras y redujeron el resultado a cheli- nes y peniques.
—Quítate tu sombrero —ordenó el Rey al Sombre- rero.
—No es mío, Majestad —dijo el Sombrero.
—¡Sombrero robado! —exclamó el Rey, volviéndo- se
hacia los miembros del jurado, que inmediatamen- te
tomaron nota del hecho.
—Los tengo para vender —añadió el Sombrerero como
explicación—. Ninguno es mío. Soy sombrerero. Al llegar a
este punto, la Reina se caló los ante- ojos y empezó a
examinar severamente al Sombrere-
ro, que se puso pálido y se echó a temblar.
—Di lo que tengas que declarar —exigió el Rey—, y no te
pongas nervioso, o te hago ejecutar en el acto. Esto no
pareció animar al testigo en absoluto: se apoyaba ora sobre
un pie ora sobre el otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal
su confusión que dio un
tremendo mordisco a la taza de té creyendo que se trataba
del pan con mantequilla.
En este preciso momento Alicia experimentó una
sensación muy extraña, que la desconcertó terrible- mente
hasta que comprendió lo que era: había vuelto a empezar a
crecer. Al principio pensó que debía le- vantarse y abandonar
la sala, pero lo pensó mejor y decidió quedarse donde estaba
mientras su tamaño se lo permitiera.
—Haz el favor de no empujar tanto —dijo el Li- rón, que
estaba sentado a su lado—. Apenas puedo respirar.
—No puedo evitarlo —contestó humildemente Ali- cia—.
Estoy creciendo.
—No tienes ningún derecho a crecer aquí —dijo el Lirón.
—No digas tonterías —replicó Alicia con más brío—. De
sobra sabes que también tú creces.
—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable —dijo el
Lirón—, y no de esta manera grotesca.
Se levantó con aire digno y fue a situarse al otro extremo
de la sala.
Durante todo este tiempo, la Reina no le había quitado los
ojos de encima al Sombrerero, y, justo en el momento en que
el Lirón cruzaba la sala, ordenó a uno de los ujieres de la
corte:
—¡Tráeme la lista de los cantantes del último con- cierto!
Lo que produjo en el Sombrerero tal ataque de temblor
que las botas se le salieron de los pies.
—Di lo que tengas que declarar —repitió el Rey muy
enfadado—, o te hago ejecutar ahora mismo, estés nervioso o
no lo estés.
—Soy un pobre hombre, Majestad… —empezó a decir el
Sombrerero en voz temblorosa— y no había empezado aún a
tomar el té... no debe hacer siquiera una semana... y las
rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada vez más
delgadas... y el titileo del té...
—¿El titileo de qué? —preguntó el Rey.
—El titileo empezó con el té —contestó el Som- brerero.
—¡Querrás decir que titileo empieza con la T! —re- plicó
el Rey con aspereza—. ¿Crees que no sé orto- grafía? ¡Sigue!
—Soy un pobre hombre… —siguió el Sombrere- ro— y
otras cosas empezaron a titilar después de aquello... pero la
Liebre de Marzo dijo...
—¡Yo no dije eso! —se apresuró a interrumpirle la Liebre
de Marzo.
—¡Lo dijiste! —gritó el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—Ella lo niega —dijo el Rey—. Tachad esta parte.
—Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo... —si- guió el
Sombrerero, y miró ansioso a su alrededor, para ver si el
Lirón también lo negaba, pero el Lirón no negó nada, porque
estaba profundamente dormi- do—. Después de esto
—continuó el Sombrerero—, cogí un poco más de pan con
mantequilla...
—¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? —preguntó uno de
los miembros del jurado.
—De esto no puedo acordarme —dijo el Sombre- rero.
—Tienes que acordarte —subrayó el Rey—, o haré que te
ejecuten.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan
con mantequilla, y cayó de rodillas.
—Soy un pobre hombre, Majestad —empezó.
—Lo que eres es un pobre orador —dijo sarcásti- co el
Rey.
Al llegar a este punto uno de los conejillos de in- dias
empezó a aplaudir, y fue inmediatamente repri- mido por los
ujieres de la corte. (Como eso de «re- primir» puede resultar
difícil de entender, voy a ex- plicar con exactitud lo que pasó.
Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba
con una cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de
indias, la cabeza por delante, y después se sentaron encima).
—Me alegro muchísimo de haber visto esto —se dijo
Alicia—. Estoy harta de leer en los periódicos que, al final de
un juicio, «estalló una salva de aplau- sos, que fue
inmediatamente reprimida por los ujie- res de la sala», y
nunca comprendí hasta ahora lo que querían decir.
—Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar
del estrado —siguió diciendo el Rey.
—No puedo bajar más abajo —dijo el Sombrere- ro—,
porque ya estoy en el mismísimo suelo.
—Entonces puedes sentarte —replicó el Rey.
Al llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a
aplaudir, y fue también reprimido.
—¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias!
—se dijo Alicia—. Me parece que todo irá mejor sin ellos.
—Preferiría terminar de tomar el té —dijo el Som-
brerero, lanzando una mirada inquieta hacia la Reina, que
estaba leyendo la lista de cantantes.
—Puedes irte —dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando
de la sala, sin esperar siquiera el tiempo su- ficiente para
ponerse los zapatos.
—Y al salir que le corten la cabeza —añadió la Re- ina,
dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes de
que el ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.
—¡Llama al siguiente testigo! —dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba
el pote de pimienta en la mano, y Alicia supo que era ella,
incluso antes de que entrara en la sala, por el modo en que la
gente que estaba cerca de la puerta empezó a estornudar.
—Di lo que tengas que declarar —ordenó el Rey.
—De eso nada —dijo la cocinera.
El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo
Blanco dijo en voz baja:
—Su Majestad debe examinar detenidamente a es- te
testigo.
—Bueno, si debo hacerlo, lo haré —dijo el Rey con
resignación, y, tras cruzarse de brazos y mirar de hito en hito
a la cocinera con aire amenazador, pre- guntó en voz
profunda—: ¿De qué se hacen las tar- tas?
—Sobre todo de pimienta —respondió la cocinera.
—Melaza —dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
—Prended a ese Lirón —chilló la Reina—. ¡Decapi- tad a
ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón de la sala! ¡Re- primidle!
¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!
Durante unos minutos reinó gran confusión en la sala,
para arrojar de ella al Lirón, y, cuando todos volvieron a
ocupar sus puestos, la cocinera había desaparecido.
—¡No importa! —dijo el Rey, con aire de alivio—. Llama
al siguiente testigo. —Y añadió a media voz dirigiéndose a la
Reina—: Realmente, cariño, debieras
interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de
cabeza!
Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y
se preguntó con curiosidad quién sería el próximo testigo.
«Porque hasta ahora poco ha sido lo que han sacado en
limpio», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa cuando el
Conejo Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó
el nombre de:
—¡Alicia!
XII.​ LA DECLARACIÓN DE ALICIA

—¡Estoy aquí! —gritó Alicia.


Y olvidando, en la emoción del momento, lo mu- cho que
había crecido en los últimos minutos, se pu- so en pie con tal
precipitación que golpeó con el bor- de de su falda el estrado
de los jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de
cabeza encima de la gente que había debajo, y quedaron allí
pataleando y agitándose, y esto le recordó a Alicia
intensamente la pecera de peces de colores que ella había
volcado sin querer la semana pasada.
—¡Oh, les ruego me perdonen! —exclamó Alicia en tono
consternado.
Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no po- día
apartar de su mente el accidente de la pecera, y tenía la vaga
sensación de que era preciso recogerlas cuanto antes y
devolverlos al estrado, o de lo contra- rio morirían.
—El juicio no puede seguir —dijo el Rey con voz muy
grave— hasta que todos los miembros del jura- do hayan
ocupado debidamente sus puestos... todos los miembros del
jurado —repitió con mucho énfasis, mirando severamente a
Alicia mientras decía estas palabras.
Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las
prisas, había colocado a la Lagartija cabeza abajo, y el pobre
animalito, incapaz de incorporarse, no podía hacer otra cosa
que agitar melancólicamen- te la cola.
Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura
adecuada.
«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí.
«Me parece que el juicio no va a cambiar en nada por el hecho
de que este animalito esté de pie o de cabeza».
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del
shock que había sufrido, y hubo encontrado y enarbolado de
nuevo sus tizas y pizarras, se pusie- ron todos a escribir con
gran diligencia para consig- nar la historia del accidente.
Todos menos la Lagarti- ja, que parecía haber quedado
demasiado impresio- nada para hacer otra cosa que estar
sentada allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el techo de la
sala.
—¿Qué sabes tú de este asunto? —le dijo el Rey a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Nada de nada? —insistió el Rey.
—Nada de nada —dijo Alicia.
—Esto es algo realmente trascendente —dijo el Rey,
dirigiéndose al jurado.
Y los miembros del jurado estaban empezando a anotar
esto en sus pizarras, cuando intervino a toda prisa el Conejo
Blanco:
—Naturalmente, Su Majestad ha querido decir in-
trascendente —dijo en tono muy respetuoso, pero frunciendo
el ceño y haciéndole signos de inteligen- cia al Rey mientras
hablaba.
Intrascendente es lo que he querido decir, natu- ralmente
—se apresuró a decir el Rey.
Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente... in-
trascendente... trascendente... intrascendente...», co- mo si
estuviera intentando decidir qué palabra sona- ba mejor.
Parte del jurado escribió «trascendente», y otra parte
escribió «intrascendente». Alicia pudo verlo, pues estaba lo
suficiente cerca de los miembros del jurado para leer sus
pizarras. «Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo
para sí.
En este momento el Rey, que había estado muy ocupado
escribiendo algo en su libreta de notas, gri- tó: «¡Silencio!», y
leyó en su libreta:
—Artículo cuarenta y dos. Toda persona que mida más de
un kilómetro tendrá que abandonar la sala.
Todos miraron a Alicia.
—Yo no mido un kilómetro —protestó Alicia.
—Sí lo mides —dijo el Rey.
—Mides casi dos kilómetros —añadió la Reina.
—Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de to- dos
modos —aseguró Alicia—. Y además este artículo no vale:
usted lo acaba de inventar.
—Es el artículo más viejo de todo el libro —dijo el Rey.
—En tal caso, debería llevar el número uno —dijo Alicia.
El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.
—¡Considerad vuestro veredicto! —ordenó al ju- rado, en
voz débil y temblorosa.
—Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de Su
Majestad —dijo el Conejo Blanco, poniéndose apre-
suradamente de pie—. Acaba de encontrarse este papel.
—¿Qué dice este papel? —preguntó la Reina.
—Todavía no lo he abierto —contestó el Conejo Blanco—,
pero parece ser una carta, escrita por el pri- sionero a... a
alguien.
—Así debe ser —asintió el Rey—, porque de lo contrario
hubiera sido escrita a nadie, lo cual es poco frecuente.
—¿A quién va dirigida? —preguntó uno de los miembros
del jurado.
—No va dirigida a nadie —dijo el Conejo Blanco—. No
lleva nada escrito en la parte exterior. —Desdobló el papel,
mientras hablaba, y añadió—: Bueno, en rea- lidad no es una
carta: es una serie de versos.
—¿Están en la letra del acusado? —preguntó otro de los
miembros del jurado.
—No, no lo están —dijo el Conejo Blanco—, y esto es lo
más extraño de todo este asunto.
(Todos los miembros del jurado quedaron perple- jos).
—Debe de haber imitado la letra de otra persona
—dijo el Rey.
(Todos los miembros del jurado respiraron con alivio).
—Con la venia de Su Majestad —dijo el Valet—, yo no he
escrito este papel, y nadie puede probar que lo haya hecho,
porque no hay ninguna firma al final del escrito.
—Si no lo has firmado —dijo el Rey—, eso no hace más
que agravar tu culpa. Lo tienes que haber escrito con mala
intención, o de lo contrario habrías firmado con tu nombre
como cualquier persona honrada.
Un unánime aplauso siguió a estas palabras: en realidad,
era la primera cosa sensata que el Rey había dicho en todo el
día.
—Esto prueba su culpabilidad, naturalmente —ex- clamó
la Reina—. Por lo tanto, que le corten...
—¡Esto no prueba nada de nada! —protestó Ali- cia—. ¡Si
ni siquiera sabemos lo que hay escrito en el papel!
—Léelo —ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo Blanco se puso las gafas. —¡Por dónde debo
empezar, con la venia de Su Majestad? —pre- guntó.
—Empieza por el principio —dijo el Rey con gra-
vedad— y sigue hasta llegar al final; allí te paras.
Se hizo un silencio de muerte en la sala, mientras el
Conejo Blanco leía los siguientes versos:

Dijeron que fuiste a verla


y que a él le hablaste de mí: ella
aprobó mi carácter
y yo a nadar no aprendí.
Él dijo que yo no era
(bien sabemos que es verdad):
pero si ella insistiera
¿qué te podría pasar?

Yo di una, ellos dos,


tú nos diste tres o más, todas
volvieron a ti, y eran mías
tiempo atrás.

Si ella o yo tal vez nos vemos mezclados


en este lío,
él espera tú los libres
y sean como al principio.

Me parece que tú fuiste


(antes del ataque de ella),
entre él, y yo y aquello un
motivo de querella.

No dejes que él sepa nunca que


ella los quería más, pues debe
ser un secreto
y entre tú y yo ha de quedar.

—¡Ésta es la prueba más importante que hemos obtenido


hasta ahora! —dijo el Rey, frotándose las manos—. Así pues,
que el jurado proceda a...
—Si alguno de vosotros es capaz de explicarme este
galimatías —dijo Alicia (había crecido tanto en los últimos
minutos que no le daba ningún miedo interrumpir al Rey)—,
le doy seis peniques.
Yo estoy convencida de que estos versos no tie- nen pies
ni cabeza.
Todos los miembros del jurado escribieron en sus
pizarras: «Ella está convencida de que estos versos no tienen
pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se atrevió a explicar el
contenido del escrito.
—Si el poema no tiene sentido —dijo el Rey—, eso nos
evitará muchas complicaciones, porque no ten- dremos que
buscárselo. Y, sin embargo —siguió, apo- yando el papel
sobre sus rodillas y mirándolo con ojos entornados—, me
parece que yo veo algún signi- ficado... Y yo a nadar no
aprendí... Tú no sabes nadar,
¿o sí sabes? —añadió, dirigiéndose al Valet. El
Valet sacudió tristemente la cabeza.
—¿Tengo yo aspecto de saber nadar? —dijo. (Des- de
luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramen- te de
cartón.)
—Hasta aquí todo encaja —observó el Rey, y si- guió
murmurando para sí mientras examinaba los versos—: Bien
sabemos que es verdad... Evidentemen- te se refiere al
jurado... Pero si ella insistiera... Tiene que ser la Reina... ¿Qué
te podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una, ellos dos... Vaya,
esto debe ser lo que él hizo con las tartas...
—Pero después sigue todas volvieron a ti —ob- servó
Alicia.
—¡Claro, y aquí están! —exclamó triunfalmente el Rey,
señalando las tartas que había sobre la mesa. Está más claro
que el agua. Y más adelante... Antes del ataque de ella... ¿Tú
nunca tienes ataques, verdad, querida? —le dijo a la Reina.
—¡Nunca! —rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero
contra la pobre Lagartija.
(La infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir en su
pizarra con el dedo, porque se dio cuenta de que no dejaba
marca, pero ahora se apresuró a em-
pezar de nuevo, aprovechando la tinta que le caía chorreando
por la cara, todo el rato que pudo).
—Entonces las palabras del verso no pueden ata- carte a
ti —dijo el Rey, mirando a su alrededor con una sonrisa.
Había un silencio de muerte.
—¡Es un juego de palabras! —tuvo que explicar el Rey
con acritud.
Y ahora todos rieron.
—¡Que el jurado considere su veredicto! —ordenó el
Rey, por centésima vez aquel día.
—¡No! ¡No! —protestó la Reina—. Primero la sen- tencia...
El veredicto después.
—¡Valiente idiotez! —exclamó Alicia alzando la voz—. ¡Qué
ocurrencia pedir la sentencia primero!
—¡Cállate la boca! —gritó la Reina, poniéndose co- lor
púrpura.
—¡No quiero! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —chilló la Reina a grito pelado.
Nadie se movió.
—¿Quién le va a hacer caso? —dijo Alicia (al llegar a este
momento ya había crecido hasta su estatura nor- mal)—. ¡No
sois todos más que una baraja de cartas!
Al oír esto la baraja se elevó por los aires y se precipitó en
picada contra ella. Alicia dio un pequeño grito, mitad de
miedo y mitad de enfado, e intentó sacársela de encima... Y se
encontró tumbada en la ribera, con la cabeza apoyada en la
falda de su her- mana, que le estaba quitando cariñosamente
de la cara unas hojas secas que habían caído desde los ár-
boles.
—¡Despierta ya, Alicia! —le dijo su hermana—.
¡Cuánto rato has dormido!
—¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! —dijo Alicia. Y le
contó a su hermana, tan bien como sus re- cuerdos lo
permitían, todas las sorprendentes aven- turas que hemos
estado leyendo. Y, cuando hubo
terminado, su hermana le dio un beso y le dijo:
—Realmente, ha sido un sueño extraño, cariño. Pero
ahora corre a merendar. Se está haciendo tarde.
Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y
mientras corría no dejó de pensar en el maravi- lloso sueño
que había tenido.
Pero su hermana siguió sentada allí, tal como Ali- cia la
había dejado, la cabeza apoyada en una mano, viendo cómo
se ponía el sol y pensando en la peque- ña Alicia y en sus
maravillosas aventuras. Hasta que también ella empezó a
soñar a su vez, y éste fue su sueño:
Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció sen- tir de
nuevo las manos de la niña apoyadas en sus ro- dillas y ver
sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella. Oía todos los tonos
de su voz y veía el gesto con que apartaba los cabellos que
siempre le caían delante de los ojos. Y mientras los oía, o
imaginaba que los oía, el espacio que la rodeaba cobró vida y
se pobló con los extraños personajes del sueño de su
hermana.
La alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó co- rriendo
el Conejo Blanco; el asustado Ratón chapoteó en un estanque
cercano; pudo oír el tintineo de las tazas de porcelana
mientras la Liebre de Marzo y sus amigos proseguían aquella
merienda interminable, y la penetrante voz de la Reina
ordenando que se cor- tara la cabeza a sus invitados; de
nuevo el bebé- cerdito estornudó en brazos de la Duquesa,
mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de
nuevo se llenó el aire con los graznidos del Grifo, el
chirriar de la tiza de la Lagartija y los aplausos de los
«reprimidos» conejillos de indias, mezclado todo con el
distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de Alicia estaba sentada allí, con los ojos
cerrados, y casi creyó encontrarse ella también en el País de
las Maravillas. Pero sabía que le bastaba volver a abrir los
ojos para encontrarse de golpe en la aburrida realidad. La
hierba sería sólo agitada por el viento, y el chapoteo del
estanque se debería al tem- blor de las cañas que crecían en
él. El tintineo de las tazas de té se transformaría en el resonar
de unos cencerros, y la penetrante voz de la Reina en los gri-
tos de un pastor. Y los estornudos del bebé, los graznidos del
Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos, se transformarán
(ella lo sabía) en el confuso rumor que llegaba desde una
granja vecina, mientras el le- jano balar de los rebaños
sustituía los sollozos de la Falsa Tortuga.
Por último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta
pequeña hermana suya, cómo sería Alicia cuando se
convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservaría, a lo
largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de
su niñez, y que reuniría a su alrededor a otros chiquillos, y
haría brillar los ojos de los pequeños al contarles un cuento
extraño, quizás este mismo sueño del País de las Maravillas
que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría las
pequeñas tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de
los chiquillos, recordando su propia infancia y los felices días
del verano.

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