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Giovanni Antiseri Historia Del Pensamiento Filosofico y Cientifico 1c2ba Volumen (1) (5) 360 370

El documento detalla la influencia de Clemente de Alejandría y Orígenes en la teología cristiana, destacando la fundación de una escuela catequética por Panteno y el papel de Clemente en la integración de la filosofía con la fe cristiana. Orígenes, por su parte, busca una síntesis entre la filosofía griega y la revelación cristiana, enfatizando la naturaleza de Dios y la Trinidad, así como la doctrina de la creación y la apocatástasis. Ambos pensadores aportaron ideas significativas que moldearon el pensamiento cristiano, aunque enfrentaron controversias y críticas en sus respectivas épocas.
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Giovanni Antiseri Historia Del Pensamiento Filosofico y Cientifico 1c2ba Volumen (1) (5) 360 370

El documento detalla la influencia de Clemente de Alejandría y Orígenes en la teología cristiana, destacando la fundación de una escuela catequética por Panteno y el papel de Clemente en la integración de la filosofía con la fe cristiana. Orígenes, por su parte, busca una síntesis entre la filosofía griega y la revelación cristiana, enfatizando la naturaleza de Dios y la Trinidad, así como la doctrina de la creación y la apocatástasis. Ambos pensadores aportaron ideas significativas que moldearon el pensamiento cristiano, aunque enfrentaron controversias y críticas en sus respectivas épocas.
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Hacia el 180, Panteno —antiguo estoico convertido al cristianismo—

fundó en Alejandría una escuela catequética, que adquiriría su máximo


esplendor con Clemente y con Orígenes. Clemente nació alrededor del
150 (en Atenas o en Alejandría). Su encuentro con Panteno fue decisivo.
Se convirtió en alumno suyo, colaborador y, finalmente, le sucedió en su
cargo. De sus obras poseemos el Protréptico a los griegos, el Pedagogo, los
Strómata, una Homilía y diversos fragmentos. Quasten, que es uno de los
mayores expertos modernos en patrología, describe así a nuestro autor:
«La obra de Clemente Alejandrino es característica de una época. No
resulta exagerado si en él celebramos al fundador de la teología especula­
tiva... Clemente es el audaz y afortunado iniciador de una escuela que se
proponía defender y profundizar la fe con la ayuda de la filosofía.» Cle­
mente no se limita a combatir la falsa gnosis y no se reduce a una actitud
meramente negativa. «Opone a la falsa gnosis una gnosis auténticamente
cristiana, con objeto de poner al servicio de la fe el tesoro de verdades que
se ocultan en los diversos sistemas filosóficos. Los partidarios de la gnosis
herética enseñaban la imposibilidad de una reconciliación entre la ciencia
y la fe, ya que constituían dos elementos contradictorios. En cambio,
Clemente se propone demostrar la armonía entre ambas. El acuerdo entre
la fe (pistis) y el conocimiento (gnosis) es lo que caracteriza al cristiano
perfecto y al verdadero gnóstico. La fe es el principio y el fundamento de
la filosofía. Ésta, por otra parte, resulta de la máxima importancia para el
cristiano deseoso de profundizar en el contenido de la propia fe por medio
de la razón.» La filosofía aliada con la fe no concede más fuerza a la
verdad en sí misma, pero anula los ataques de los enemigos de la verdad, y
constituye así un valioso baluarte defensivo. Para Clemente, en todo caso,
la fe sigue siendo el criterio de la ciencia. Y la ciencia es un auxilio de
carácter casi instrumental para la fe.
El eje de las reflexiones de Clemente es la noción de Logos, entendida
en un triple sentido: a) principio creador del mundo; b) principio de cual­
quier forma de sabiduría, que ha inspirado a los profetas y a los filósofos;
c) principio de salvación {Logos encarnado). El Logos es, de veras, el
principio y el fin, el alfa y la omega, aquello de lo cual proviene todo y
hacia el cual todo se encamina; el Logos es maestro y salvador. En el
Logos, la justa medida —que era el signo distintivo de la sabiduría antigua
y de la virtud griega— se integra en las enseñanzas de Cristo, como se
manifiesta en este texto procedente del Pedagogo:

Únicamente por el Logos, gracias a la familiaridad con la virtud, nos hacemos semejan­
tes a Dios. Pero esfuérzate sin descorazonarte. Serás como no te lo esperas y como no
podrías imaginar. Al igual que existe la educación de los filósofos, y la de los retóricos, y la
de los luchadores, también existe una libre disponibilidad del alma que se encamina hacia
una voluntad libre, amante del bien, y que procede de la pedagogía de Cristo. También las
acciones materiales, si se conducen con rectitud, se convierten en santas: el camino, el
descanso, la comida, el sueño, lo que se lee, el alimento y toda la educación. La formación
del Logos no se dirige al exceso, sino a otorgar una justa medida. Por esto al Logos también
se le llama Salvador, en la medida en que ha descubierto a los hombres estos remedios
racionales para que sientan rectamente y alcancen la salvación, esperando el momento opor­
tuno, atacando el vicio, extirpando las causas de las pasiones y cortando las raíces de los
deseos contrarios a la razón, indicando las cosas de las que hay que abstenerse y proponien­
do a los enfermos todos los antídotos que dan la salvación. Ésta es la obra más grande y más
regia de Dios: salvar a la humanidad.

El pensamiento de Orígenes posee una talla y un vigor muy diferentes.


Representa un primer y grandioso intento de síntesis entre filosofía y fe
cristiana, en el que las doctrinas de los griegos (en especial, la de los
platónicos, pero también las de otros filósofos, por ejemplo los estoicos)
fueron utilizadas como instrumentos conceptuales aptos para expresar e
interpretar racionalmente las verdades reveladas en la Escritura. Orígenes
nació en Alejandría, hacia el 185. Su padre, Leónidas, murió mártir,
dando testimonio de la fe de Cristo. El patrimonio de la familia fue confis­
cado y Orígenes tuvo que ganarse la vida con la enseñanza. Todavía muy
joven, a partir del 203, estuvo a cargo de la escuela catequética, manifes­
tándose como un auténtico modelo por su doctrina y por su virtud. Obli­
gado en el 231 a abandonar Alejandría, expulsado por el obispo Deme­
trio, Orígenes continuó con éxito sus actividades en Cesarea (Palestina).
La persecución de los cristianos ordenada por el emperador Decio le
alcanzó también a él, y fue encarcelado y torturado. Murió en el 253, a
consecuencia de estas torturas. El pensamiento de Orígenes fue durante
mucho tiempo objeto de controversias y de ardorosas polémicas, que en­
venenaron los ánimos, llegando a un punto culminante a principios del
siglo vi. Debido a ello el emperador Justiniano condenó en el 543 algunas
tesis origenistas y también lo hizo un concilio en el 553. Estas condenas,
provocadas en gran medida por los excesos a que habían llegado los orige­
nistas, ocasionaron la pérdida de gran parte de la enorme producción de
Orígenes. Entre las obras que se conservan, son de relieve para la filosofía
Los principios, su obra maestra doctrinal (si bien no nos ha llegado en su
redacción original), la Refutación de Celso y el Comentario a Juan.
El pensamiento de Orígenes coloca en el centro a Dios y a la Trinidad
(no al Logos, como había sido el caso de Clemente). A Dios hay que
concebirlo de acuerdo con el signo distintivo de la incorporeidad. Se equi­
vocan quienes piensan —interpretando groseramente la Biblia— que Dios
es fuego o es aire, o quienes —como los estoicos— piensan el ser sólo
como cuerpo. «Dios no puede ser entendido como cuerpo», sino como
«realidad intelectual y espiritual», «naturaleza intelectual simple». La na­
turaleza de Dios no puede conocerse: «Dios es incomprensible e inescru­
table en su realidad. Cualguier cosa que pensemos y comprendamos de
Dios, debemos creer que El es muy superior a lo que de El pensemos...
Por esto, su naturaleza no puede ser abarcada por la capacidad de la
mente humana, aunque sea la más pura y la más límpida.» En estas pala­
bras se advierten resonancias neoplatónicas: en efecto, Orígenes asistió en
Alejandría a las clases de Ammonio Sacas, cuya escuela fue la forja del
neoplatonismo. Además Orígenes habla de Dios en términos de mónadas
y enéadas, y llega a utilizar la expresión «por encima de la inteligencia y el
ser», que Plotino convertirá en famosa. Sin embargo, no vacila en consi­
derar a Dios como Inteligencia, como fuente de toda inteligencia y de toda
substancia intelectual, como Ser que da el ser a todas las cosas, o mejor
dicho, que participa en todo lo que es el ser, como Bien o Bondad absolu­
ta de la que proceden todos los demás bienes.
El unigénito Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, es la
Sabiduría de Dios substancialmente subsistente. Y en esta «sabiduría sub­
sistente se halla contenida la virtualidad y la forma de todas las futuras
criaturas, tanto de las que existen primariamente como de las que se
derivan por una vía accidental y accesoria, todas ellas preformadas y dis­
puestas en virtud de la presciencia». Así las ideas platónicas se transfor­
man en la sabiduría de Dios: «Todo ha sido hecho en la sabiduría, porque
siempre ha existido la sabiduría; los seres que más tarde serían creados
también según la substancia, siempre han existido en la sabiduría, pre-
constituidos en forma de ideas.» Al combatir a los gnósticos, los adopcio-
nistas y los modalistas, Orígenes sostiene que el Hijo de Dios fue engen­
drado ab aetemo por el Padre, y no creado como las demás cosas, y
tampoco emanado. Fue engendrado a través de una actividad espiritual,
del mismo modo por ejemplo que de la mente se deriva la voluntad. «Esta
generación es eterna y perpetua, al igual que la luz engendra el resplan­
dor, porque el Hijo no se convierte en tal desde fuera, por una adopción
del Espíritu, sino que es Hijo por naturaleza.» El Hijo es de la misma
naturaleza (homoousios) que el Padre. Orígenes, sin embargo, admite
una cierta subordinación del Hijo al Padre, del cual es ministro. Este
subordinacionismo se debe sin duda a los influjos de la concepción jerár­
quica de lo inteligible, propia del platonismo medio y del naciente neopla­
tonismo. El Padre es unidad absoluta, mientras que el Hijo, aunque tam­
bién es unidad, da razón de múltiples actividades y, por esto, en la Escri­
tura recibe muchos nombres, según las actividades que lleve a cabo. Cristo
posee dos naturalezas: es verdadero Dios y verdadero hombre (no hom­
bre aparente, como pretende la herejía gnóstica) y, como tal, tiene cuerpo
y alma (el alma de Cristo desempeña un papel de mediador entre el Logos
divino y el cuerpo humano).
Orígenes estudia por primera vez con atención al Espíritu Santo, y
afirma que su función específica consiste en la acción santificadora. Al
caracterizar como una jerarquía al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
Orígenes revela sus influencias neoplatónicas con mayor claridad que en
ningún otro punto de su doctrina: «Dios Padre, que todo lo abarca, llega
hasta cada uno de los seres, haciendo que participe de su ser y haciéndole
ser lo que es; el Hijo es inferior con respecto al Padre, ya que sólo llega
hasta las criaturas racionales; en efecto, es segundo después del Padre; el
Espíritu Santo es aún inferior, puesto que sólo llega hasta los santos. Por
eso, la potencia del Padre es mayor que la del Hijo y la del Espíritu Santo;
a su vez, la del Espíritu Santo, es superior a la de los demás seres santos.
Considero, por tanto, que la acción del Padre y del Hijo se dirige tanto a
los santos como a los pecadores, a los hombres dotados de razón y a los
animales que no saben hablar, e incluso a los seres carentes de alma, y en
general, a todos los seres. En cambio, la acción del Espíritu Santo no
puede en ningún caso dirigirse a los seres sin alma o a los que, aunque
tengan alma, carecen de lenguaje, o tampoco a aquellos que están dotados
de razón pero se hallan en posesión del mal, y no están absolutamente
dirigidos hacia el bien.» Por lo demas, hay que advertir que el subordina­
cionismo origenista fue exagerado por sus adversarios, que extrajeron de
él conclusiones indebidas. Orígenes —es preciso subrayarlo— esboza esta
jerarquía, pero al mismo tiempo afirma la identidad de naturaleza, o
substancia, o esencia, entre Padre e Hijo. Además, y esto es algo funda­
mental, se aparta del neoplatonismo de una forma bastante clara, estable­
ciendo entre Dios-Trinidad y el resto de las cosas una diferenciación onto-
lógica basada en la noción de creación de la nada. En consecuencia, el
esquema metafísico que sirve para explicar la realidad es completamente
distinto al esquema de la procesión neoplatónica; tanto es así que en la
obra sobre Los Principios se habla de creación ab aeterno sólo de las ideas
en el Verbo y no de toda la realidad.
La doctrina de la creación en Orígenes es bastante complicada. Prime­
ro Dios creó seres racionales, libres, todos ellos iguales entre sí, y los creó
a su propia imagen (en tanto que racionales). La naturaleza finita de las
criaturas y su libertad dieron origen a una diversidad de comportamientos:
algunas permanecieron unidas a Dios, otras se alejaron de El por el peca­
do, al enfriarse su amor a Dios. Así surgió la distinción entre ángeles,
hombres y demonios, según que las criaturas hayan permanecido fieles a
Dios o se hayan apartado en mayor o menor medida de El. El cuerpo y, en
general, el mundo corpóreo nacieron como consecuencia del pecado. Dios
revistió de cuerpo a las almas que se apartaron parcialmente de El. No
obstante, el cuerpo no es lo negativo (como lo era para los platónicos y,
sobre todo, para los gnósticos), sino el instrumento y el medio de expia­
ción y de purificación. El alma, por lo tanto, preexistía al cuerpo, aunque
no a la manera platónica, porque había sido creada de la nada. La diversi­
dad de los hombres y de sus condiciones respectivas hay que atribuirla a la
diversidad de comportamientos en la vida precedente (mayor o menor
separación de Dios).
Una doctrina típica de Orígenes —tomada de los griegos, si bien con
notables correcciones— es la que sostiene que el mundo habría que en­
tenderlo como una serie de mundos, no contemporáneos sino sucesivos:
«Dios no comenzó a actuar por primera vez cuando creó este mundo
visible; creemos, empero, que así como después del final de este mundo
habrá otro, también ha habido otros antes que éste.» Esta perspectiva se
halla estrechamente vinculada con la concepción origenista según la cual,
al final, todos los espíritus se purificarán redimiendo sus culpas. Sin
embargo, para purificarse íntegramente, es imprescindible que se sometan
a una larga, gradual y progresiva expiación y corrección y, en consecuen­
cia, pasen por muchas reencarnaciones en mundos sucesivos.
Para Orígenes, pues, el fin será exactamente igual que el principio:
todo volverá a ser como Dios lo ha creado. En esto consiste la famosa
doctrina origenista de la apocatástasis, es decir, la reconstitución de todos
los seres en su estado original. Orígenes se expresa así a este respecto:
«Consideramos [...] que la bondad de Dios, por obra de Cristo, conducirá
a todas las criaturas a un único final, después de haber vencido y sometido
a los adversarios [...] Observando este final, en el que todos los enemigos
estarán sometidos a Cristo y en el que será destruido incluso el último
enemigo, la muerte, y Cristo —a quien todo estará sujeto— entregará el
reino a Dios Padre, a través de ese final conocemos el comienzo de las
cosas. En efecto, el final es siempre igual al comienzo: el final de todo es
uno solo, y también hemos de entender que también es uno solo el inicio
de todo. Así como uno solo es el final de numerosas cosas, también de un
solo comienzo pueden proceder cosas muy variadas y diferentes, que nue­
vamente —por la bondad de Dios, el sometimiento a Cristo y la unidad
del Espíritu Santo— vuelven a un solo final, que es semejante al princi­
pio.» Si esto es así, afirma Orígenes, entonces «debemos creer que toda
esta substancia corpórea nuestra perderá esa condición cuando todas las
cosas se reintegren para ser una sola cosa, y Dios sea todo en todos. Pero
esto no sucederá en un instante, sino de forma lenta y gradual, a lo largo
de infinitos siglos, porque la corrección y la purificación se llevarán a cabo
poco a poco y de forma individual; algunos, a un ritmo más veloz, se
apresurarán en llegar a la meta, mientras otros les seguirán de cerca, y
otros en cambio se quedarán muy atrás. Así, a través de innumerables
sucesiones, constituidas por aquellos que avanzan y que, siendo antes
enemigos, se reconcilian con Dios, se llega finalmente hasta la muerte, el
último enemigo, para que ésta también quede destruida y ya no sea un
enemigo.»
En todo este proceso hay que tener en cuenta lo siguiene: en cada
criatura puede darse tanto un progreso como un regreso, es decir, un paso
de demonio a hombre o a ángel, o bien a la inversa, antes de que todo
vuelva a su estado originario.
Cristo se encarnó una sola vez en este mundo y su encarnación está
destinada a permanecer como un acontecimiento realmente único e irre­
petible.
Orígenes exaltó al máximo el libre albedrío de las criaturas, en todos
los planos de su existencia. En la etapa final mismo el libre albedrío de
todas y cada una de las criaturas —superado por el amor de Dios— conti­
nuará aferrándose a Él, sin que se produzcan recaídas.
Orígenes defendió la tesis según la cual las Escrituras pueden leerse en
tres planos: 1) el literal; 2) el moral; 3) el espiritual, que es el más impor­
tante, pero también —y con mucha diferencia— el más difícil.
La importancia de Orígenes es notable en todos los terrenos. Sus erro­
res mismos son debidos a los excesos de un espíritu grande y generoso y no
a un mezquino deseo de originalidad. Quiso ser cristiano hasta el fondo,
soportando con heroísmo las torturas que le provocaron la muerte, por
seguir siendo fiel a Cristo. Las doctrinas mismas que no entran en el
marco de la ortodoxia, pueden explicarse de modo plausible si se sitúan en
el momento histórico concreto que le tocó vivir a Orígenes. Como algunos
expertos han advertido con razón, dichas doctrinas no ortodoxas poseen
un preciso significado apologético en favor del cristianismo. En contra de
las interpretaciones más exageradas, con frecuencia partidistas y llenas
de prejuicios, actualmente se efectúa una nueva lectura mucho más equili­
brada de nuestro filósofo. M. Simonetti, que llevó a cabo una excelente
traducción de los Principios, después de exponer los rasgos problemáticos
e hipotéticos con los que el propio Orígenes definió algunas de sus solu­
ciones, escribe: «Si se tienen en cuenta estas matizaciones, el pensamiento
de Orígenes —que por su parte siempre y sólo quiso ser un hombre fiel a
la Iglesia— se nos presenta en una armonía substancial con las premisas
fundamentales de la fe cristiana. Véanse, por ejemplo, la acertada distin­
ción que efectúa, a pesar de su subordinacionismo, entre el mundo de
Dios y el de la creación, la precisión con que afirma que todas las cosas
fueron creadas de la nada, la función central que atribuye al Logos en la
creación, o bien la recuperación —posterior al pecado— de las criaturas,
hasta llegar a la restauración final de todas las cosas en el Logos.» Oríge­
nes fue la mente más filosófica y «el mayor erudito de la Iglesia antigua»
(J. Quasten).

5. La edad d e o r o d e l a p a t r ís t i c a ( sig l o iv y p r i m e r a m it a d d e l v )

5.1. Los personajes más significativos de la edad de oro de la patrística y el


símbolo niceno

En el 313 se produce un hecho decisivo: Constantino promulga el


edicto de Milán, mediante el cual se concede la libertad de cultos y se
busca el favor de los cristianos. Se abandonan las persecuciones y el pen­
samiento cristiano se prepara para ocupar un lugar preeminente. A lo
largo de los siglos iv y primera mitad del v, la dogmática cristiana adquiere
su forma definitiva a través de debates muy controvertidos, realizados en
algunos concilios enormemente representativos para la historia de la Igle­
sia: Nicea (325), Éfeso (431) y Calcedonia (451).
Recordaremos algunos de los teólogos de este período, que destacaron
por su ingenio y por su cultura. Eusebio de Cesarea (263-340) escribió una
Historia de la Iglesia que llega hasta el 324, y defendió con ardor a Oríge­
nes. En su Preparación evangélica mostró muchas simpatías por el plato­
nismo, hasta el punto de considerar que Platón concordaba con Moisés.
Arrio, nacido en Libia en el 256 y fallecido en el 336, sostuvo que el Hijo
de Dios fue creado del no ser al igual que todo lo demás, y por consiguien­
te desencadenó la gran disputa trinitaria, que condujo al concilio de Ni­
cea. Atanasio (295-373) fue el gran defensor de la tesis de la consubstan-
cialidad del Padre y del Hijo y, por lo tanto, el gran adversario de Arrio y
el vencedor en el concilio de Nicea. Basilio, Gregorio de Nacianzo y
Gregorio de Nisa constituyeron las cumbres desde el punto de vista cultu­
ral y filosófico, y de ellos hablaremos enseguida. Nemesio de Emesa es
autor de un tratado Sobre la naturaleza del hombre. Recordemos por
último a Sinesio de Cirene (370-413), formado en la última escuela plató­
nica de Alejandría y que llegó a ser obispo de la Ptolemaida.
Puede considerarse que el concilio de Nicea del 325, que hemos men­
cionado en diversas ocasiones, fue el principal acontecimiento de este
período.
En dicho concilio se elaboró el símbolo de la fe, destinado a ser el
‘credo de todos los que se confesaban cristianos: «Creemos en un solo Dios
omnipotente (pantokrator, omnipotens) creador (poietes, factor) de todas
las cosas visibles e invisibles. Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigéni­
to de Dios, nacido (gennetheis, natus) del Padre, de la substancia (ousia,
substantia) del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero: engendrado (gennetheis, genitus) y no creado (poietheis, factus),
consubstancial (homoousios, consubstantialis) con el Padre, por el cual
todas las cosas fueron hechas (egeneto, facta sunt), tanto las que están en
el cielo como las que están en la tierra; por nosotros y por nuestra salva­
ción bajó de los cielos, se encarnó por obra del Espíritu Santo... y al tercer
día resucitó, subió a los cielos y vendrá a juzgar a vivos y muertos... Creo
en el Espíritu Santo.» Falta aún la adquisición del concepto de «persona»
y la profundización en las relaciones entre las tres personas (hypostaseis,
personae) que aparecerán más tarde, y que trataremos al hablar de san
Agustín.

5.2. Las luminarias de la Cap adocia y Gregorio de Nisa

Para la historia de las ideas filosóficas, entre los teólogos antes mencio­
nados interesa sobre todo Gregorio de Nisa (335-394), quien —junto con
su hermano Basilio (331-379) y con Gregorio de Nacianzo (330-390)—
asumió la herencia griega con mayor lucidez y consistencia que sus prede­
cesores. A este propósito, afirma W erner Jaeger:

Orígenes y Clemente habían avanzado por este camino de elevadas reflexiones, pero
ahora era necesario mucho más. Sin ninguna duda. Orígenes había dado a la religión cristia­
na su teología en el espíritu de la tradición filosófica griega, pero el pensamiento de los
Padres de la Capadocia aspiraba a una civilización cristiana total. Aportaban a tal empresa
una vasta cultura, como se hace evidente en cada línea de sus escritos. A pesar de que sus
convicciones religiosas se oponían a una reviviscencia de la religión griega, que en aquellos
tiempos se veía solicitada por fuerzas poderosas dentro del Estado (piénsese en la toma de
posición del emperador Juliano), no ocultan su alto aprecio a la herencia cultural de la
antigua Grecia. De este modo, nos hallamos ante una tajante línea fronteriza entre religión
griega y cultura griega. Y se da vida — en una forma nueva y en un plano diferente— a
aquella conexión sin duda positiva y productiva entre cristianismo y helenismo, que ya
habíamos encontrado en Orígenes. En este caso no resulta exagerado hablar de una especie
de neoclasicismo cristiano, que es algo más que un hecho puramente formal. Gracias a él el
cristianismo se consolida ahora como heredero de todo lo que en la tradición griega parecía
digno de sobrevivir. No sólo se refuerza a sí mismo y a su posición dentro del mundo civil,
sino que salva y otorga nueva vida a un patrimonio cultural que — en gran parte, sobre todo
en las escuelas retóricas del aquel tiempo— se había transformado en esquema vacuo y
artificial de una tradición clásica esclerosada. Se ha hablado con mucha frecuencia acerca de
los diversos renacimientos de la cultura clásica, tanto griega como romana, que se han
producido en el transcurso de la historia, tanto en Oriente como en Occidente. Sin embargo,
se ha prestado poca atención al hecho de que, en el siglo iv, la época de los grandes Padres de
la Iglesia, hallamos un auténtico renacimiento que ha dado a la literatura grecorromana
algunas de sus figuras más grandiosas, que han ejercido un influjo sobre la historia y la
cultura de esa época, que ha llegado hasta nuestros días. Y caracteriza adecuadamente la
diferencia existente entre el espíritu griego y el romano el hecho de que el Occidente latino
haya tenido su Agustín, mientras que el Oriente griego elaboró su nueva cultura a través de
los Padres capadocios.

La tesis de Jaeger —que realizó una magnífica edición crítica de las


obras de Gregorio de Nisa— es muy acertada y posee el mérito de replan­
tear a los Capadocios desde una perspectiva nueva y fecunda. Sin embar­
go, esta recuperación de la cultura clásica consiste en un crecimiento de
los espacios de la razón en el ámbito de la fe, sin que la razón se vea
exclusivamente reducida a la dimensión mundana. Gregorio de Nisa se
muestra categórico: «Utilizamos la escritura santa como regla y ley de
cualquier doctrina.» La cultura profana es «estéril, porque cuando ha
concebido, no lleva a cabo el parto... Aunque dichas doctrinas no siempre
son del todo vanas e informes, acontece que abortan antes de llegar a la
luz del conocimiento de Dios». La filosofía griega es útil, pero sólo si se la
purifica de forma conveniente: «La filosofía moral y la filosofía física, en
realidad, podrían favorecer una auténtica vida espiritual, si logramos puri­
ficar sus elementos doctrinales de las deformaciones provocadas por los
errores profanos.»
Su Gran catequesis, que es la obra teológica más relevante de Gregorio
de Nisa, constituye la primera síntesis organizada de los dogmas cristia­
nos, extensamente razonada y muy bien elaborada. Durante mucho tiem­
po sirvió de modelo y de punto de referencia.
Entre los diversos temas que se encuentran en las obras de Gregorio
de Nisa, hemos de señalar tres cuestiones que poseen un particular interés
filosófico y moral. Gregorio distingue en la realidad —a la manera plató­
nica— un mundo inteligible y un mundo sensible y corpóreo. El mundo
sensible, empero, resulta neoplatónicamente casi vaciado de materiali­
dad, al ser concebido como un producto fabricado por cualidades y fuer­
zas incorpóreas, como se lee en el De opificio hominis: «Al igual que no
existe un cuerpo que no esté provisto de color, forma, resistencia, exten­
sión, peso y las demás cualidades —cada una de las cuales no es cuerpo,
sino algo diferente del cuerpo, según su particular carácter— por lo con­
trario, siempre que estén presentes las cosas mencionadas tiene lugar la
existencia del cuerpo. No obstante, si el conocimiento de estas cualidades
es inteligible y si la Divinidad es también ella substancia inteligible por
naturaleza, no resulta inverosímil que en la naturaleza incorpórea puedan
subsistir estos principios inteligibles por la génesis de los cuerpos, al hacer
surgir la naturaleza inteligible las fuerzas espirituales, y al provocar el
encuentro entre ellas el nacimiento de la naturaleza material.»
Hay que destacar otra idea de Gregorio de Nisa referente al hombre.
Afirmar, como han hecho los filosófos griegos, que el hombre es un mi­
crocosmos resulta algo demasiado incorrecto. El hombre es mucho más
que eso. En la Creación del hombre se leen las siguientes palabras de
Gregorio: los filósofos paganos «imaginaron cosas mezquinas e indignas
de la magnificencia del hombre, en el intento de dar realce a la naturaleza
humana; dijeron, en efecto, que el hombre es un microcosmos compuesto
por los mismos elementos que el todo. Con este nombre esplendoroso,
pretendieron hacer un elogio de la naturaleza, sin tener en cuenta que así
hacían que el hombre asimilase los rasgos propios del mosquito o del
ratón; también en éstos existe la mezcla de los cuatro elementos... ¿Qué
grandeza, pues, posee el hombre, si consideramos que es representación y
semejanza del cosmos? ¿De este cielo que nos rodea, de la tierra que
cambia, de todas las cosas que hay en ellos y que pasan junto con lo que
las circunda? ¿En qué consiste, empero, según la Iglesia, la grandeza del
hombre? No en la semejanza con el cosmos, sino en el ser a imagen del
Creador de nuestra naturaleza». El alma y el cuerpo del hombre fueron
creados simultáneamente, el alma sobrevive, y la resurrección reconstitu­
ye la unión. Gregorio vuelve a tomar de Orígenes la idea de la apocatásta-
sis, es decir, la reconstitución de todas las cosas tal como eran en sus
orígenes: hasta los malvados, después de haber padecido las penas purifi-
cadoras, regresarán a su estado originario (todos se salvarán).
Finalmente en Gregorio hallamos una versión cristiana del ascenso
neoplatónico hasta Dios, que se realiza mediante la eliminación de lo que
nos separa de Él: «La divinidad es pureza, liberación de las pasiones y
eliminación de cualquier mal: si todas estas cosas están en vosotros, Dios
está realmente en vosotros. Si vuestro pensamiento se halla libre de todo
mal, liberado de las pasiones, limpio de toda impureza, sois bienaventura­
dos, porque veis con claridad, porque al estar purificados percibís lo que
resulta invisible a aquellos que no están purificados, y una vez que ha
desaparecido de los ojos de vuestra alma la obscuridad carnal, contempla­
réis con claridad la visión beatífica.» Teófilo de Antioquía afirmaba:
«Muéstrame a tu hombre, y yo te mostraré a mi Dios», y Gregorio de
Nisa, profundizando en esta noción, la lleva a su perfecta formulación,
mediante esta frase que la deja sellada con toda rotundidad: «La medida
en que podéis conocer a Dios se halla en vosotros mismos.»

6. L a s ú l t im a s g r a n d e s f ig u r a s d e l a p a t r ís t ic a g r ie g a :
D io n is io A r e o p a g it a , M á x im o e l C o n f e s o r y J u a n D a m a s c e n o

6.1. Dionisio Areopagita y la teología apofática

Entre los siglos v y vi vivió el autor denominado Dionisio Areopagita


(o pseudo-Dionisio), que fue confundido con aquel Dionisio convertido
por san Pablo en su discurso ante el Areópago. Con su nombre ha llegado
hasta nosotros un Corpus de escritos (Jerarquía celeste, Jerarquía eclesiás­
tica, Nombres divinos, Teología mística y Cartas), que gozó de gran presti­
gio en la edad media (la estructura jerárquica misma del Paraíso de Dante
Alighieri está influida por la concepción jerárquica de la realidad que es
característica de Dionisio). Dionisio replantea el neoplatonismo en térmi­
nos cristianos, sobre todo tal como se había configurado en la formulación
otorgada por Proclo. Sin embargo, lo que más resalta en este Corpus
—que contiene muchas nociones muy sugerentes— es la formulación de la
teología apofática (o teología negativa). Puede designarse a Dios con mu­
chos nombres procedentes de las cosas sensibles, tomados en un sentido
traslaticio, en la medida en que El es causa de todo. De un modo menos
inadecuado, puede designarse a Dios con términos tomados de la esfera
de las realidades inteligibles, por ejemplo «hermoso» y «hermosura»,
«amor» y «amado», «bien» y «bondad», y así sucesivamente. Sin embar­
go, lo mejor de todo consiste en designar a Dios negándole todo atributo,
ya que Él es superior a todos, es el supraente y, por consiguiente, el
silencio y la obscuridad expresan mejor esta realidad supraesencial, en
comparación con la palabra y la luz intelectual. Ésta es la página más
significativa de la Teología mística: «La Causa buena de todas las cosas
puede expresarse con muchas y con pocas palabras, pero también con la
ausencia absoluta de palabras. En efecto, para expresarla, no existe ni
palabra ni inteligencia, porque se halla suprasubstancialmente más allá de
todas las cosas, y sólo se revela verdaderamente y sin ningún ocultamiento
a quienes trascienden todas las cosas impuras y puras, y superan todo el
ascenso a todas las cumbres sagradas, abandonan todas las luces divinas y
los sonidos y mensajes celestes, y penetran en la obscuridad donde reside
verdaderamente —como dice la escritura— Aquel que está más allá de
todo.» Trascendiendo todo lo que es sensible e incluso lo que es inteligible
e inteligente, el hombre puede aferrarse a Aquel que es completamente
inasible e invisible, y pertenecer por completo a Aquel que todo lo tras­
ciende y a nadie más, mediante la inactividad de todo conocimiento, ha­
ciéndose capaz de conocer más allá de la inteligencia a través de no cono­
cer nada.
6.2. Máximo el Confesor y la última gran batalla cristológica

Máximo vivió desde el 579/80 hasta el 662 y representa la última gran


voz original de la patrística griega. Entre sus obras recordemos los poten­
tes Ambiguos, traducidos al latín por Escoto Eriúgena, que discuten pasa­
jes difíciles de Dionisio y de Gregorio de Nisa, las Cuestiones a Talasio,
los sugerentes Pensamientos sobre el amor, así como los Pensamientos
sobre el conocimiento de Dios y sobre Cristo, el Libro ascético, la Interpre­
tación del Padre Nuestro, la Disputa con Pirro, la Mistagogia, los numero­
sos Opúsculos teológicos y diversas Cartas. Máximo es importante tanto
en el aspecto filosófico (presenta una forma de neoplatonismo replantea­
do a fondo, en función de la teología cristiana), como en el aspecto místi-
co-ascético, o sobre todo, en el teológico, gracias a su cristología. He aquí,
por ejemplo, una noción teológica esencial sobre la que él insiste y que
parecería una refutación ante litteram de Lutero: «Sin embargo, alguno
dirá igualmente: “Tengo la fe, y para salvarme me basta con la fe en
Cristo.” No obstante, Santiago lo contradice, al afirmar: “También los
demonios creen, y se estremecen.” Y a continuación: “La fe sin las obras
está muerta en sí misma, al igual que las obras sin la fe.”»
Máximo es relevante, sobre todo, por la batalla que disputó con ener­
gía contra las últimas doctrinas que atacaban el dogma cristológico es­
tablecido en el concilio de Calcedonia. En efecto, se habían difundido
doctrinas que afirmaban que en Cristo existe una sola energía (monoergis-
mo) y una sola voluntad (monotelismo) de naturaleza divina. Se trataba
de formas de criptomonofisismo. Máximo las refutó, demostrando con
gran eficacia y tenacidad que en Cristo hay dos actividades y dos volunta­
des: la divina y la humana, y logró conducir a la victoria la tesis de Cristo
verdadero Dios y verdadero hombre. La batalla que entabló le causó
graves padecimientos: le cortaron la lengua, le amputaron la mano dere­
cha y fue enviado al exilio. Por esto recibió el nombre de «confesor», es
decir testigo de la verdadera fe en Cristo, a quien llamó «el más fuerte de
todos, porque es y se dice la Verdad».

6.3. Juan Damas ceno

Con Juan Damasceno, que vivió en la primera mitad del siglo vm, se
cierra el período de la patrística griega. Juan no es una mente especulativa
original, sino un gran sistematizador. Su obra titulada Fuente del conoci­
miento —dividida en una parte filosófica, otra que contiene la historia de
las herejías y otra de carácter teológico-doctrinal— constituyó durante
mucho tiempo un punto de referencia para muchos. La tercera parte,
traducida al latín por Burgundio de Pisa hacia mediados del siglo xn con el
título de De fide orthodoxa, sirvió de modelo para las sistematizaciones
escolásticas. Al revés de la mayoría de los Padres griegos, que habían
extraído sus instrumentos conceptuales de Platón y del platonismo, Juan
Damasceno se apoyó en la filosofía de Aristóteles. En Oriente gozó de
una autoridad que puede compararse a la que logró santo Tomás en
Occidente.
LA PATRÍSTICA LATINA Y SAN AGUSTÍN

1. La p a t r ís t i c a l a t i n a a n t e s d e s a n A g u s t ín

1.1. Minucio Félix y el primer escrito apologético cristiano latino

Por lo general los Padres latinos anteriores a Agustín se sintieron poco


atraídos por la filosofía y, cuando se ocuparon de ella, no crearon ideas
verdaderamente nuevas. La formación cultural de los primeros apologis­
tas fue de tipo jurídico-retórico, en particular en el sensible y vivaz
ambiente africano. En otros Padres prevalecieron los intereses estricta­
mente teológicos y pastorales, o bien filológicos y eruditos. El lugar que
ocupan en la historia de la filosofía suele ser más bien modesto, y por
tanto aquí nos limitaremos a una exposición sintética, con el objetivo de
conocer, aunque sea a grandes rasgos, el trasfondo sobre el que se alza la
poderosa figura de san Agustín.
El primer escrito apologético en favor de los cristianos es probable­
mente el Octavio de Minucio Félix, un abogado romano, escrito en forma
de diálogo hacia finales del siglo n. Su finura ciceroniana y una aparente
tranquilidad, que caracterizan el tono general de Minucio Félix, ha induci­
do a muchos a hablar de un espíritu conciliador con la cultura pagana. En
realidad, como ha advertido con toda corrección E. Paratore, los ataques
que formula contra los filósofos griegos son en su núcleo substancial muy
duros. Minucio Félix escribe, a propósito de las coincidencias observables
entre los filósofos griegos y el cristianismo: «Y téngase muy en cuenta que
los filósofos afirman las mismas cosas que nosotros creemos, no porque
hayamos seguido sus huellas, sino porque ellos se dejaron conducir por un
lejano vislumbre que brilló ante sus ojos, gracias a la predicación de los
profetas sobre la divinidad, introduciendo en sus ensueños un fragmento
de verdad.» Después de haber mencionado la teoría de la transmigración
de las almas —propia de Pitágoras y de Platón y que Minucio Félix consi­
dera una auténtica aberración doctrinal— y a propósito de la hipótesis
según la cual las almas pueden también encarnarse en cuerpos de anima­
les, añade lo siguiente: «Esta afirmación no parece, ciertamente, la tesis
de un filósofo, sino más bien la injuriosa ocurrencia de un cómico.» Minu-

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