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Violencia e Invisibilidad Indígena Un TP Que Estoy Subiendo Lkjlkasjaslk

El trabajo analiza las políticas del primer gobierno peronista en relación con los pueblos indígenas, enfocándose en dos eventos clave: el 'Malón de la paz' y la 'Masacre de Rincón Bomba'. A pesar de las medidas inclusivas, el gobierno de Perón enfrentó tensiones en su relación con las comunidades originarias, que históricamente han sido invisibilizadas y marginadas. El estudio busca visibilizar la existencia y derechos de estos pueblos, así como abrir un debate historiográfico sobre su representación en la historia argentina.

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El trabajo analiza las políticas del primer gobierno peronista en relación con los pueblos indígenas, enfocándose en dos eventos clave: el 'Malón de la paz' y la 'Masacre de Rincón Bomba'. A pesar de las medidas inclusivas, el gobierno de Perón enfrentó tensiones en su relación con las comunidades originarias, que históricamente han sido invisibilizadas y marginadas. El estudio busca visibilizar la existencia y derechos de estos pueblos, así como abrir un debate historiográfico sobre su representación en la historia argentina.

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Violencia e invisibilidad indígena.

La cuestión de los pueblos originarios durante el primer


peronismo Sabrina Rosas Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Universidad Nacional de La Plata, Argentina [email protected]

Resumen Argentina

El presente trabajo busca profundizar en el análisis de los vínculos existentes entre el


primer gobierno peronista y la cuestión indígena, centrándose en las políticas
gubernamentales desarrolladas por el gobierno de Perón frente a dos fuertes conflictos
violentos que tuvieron lugar entre 1946 y 1947: el “Malón de la paz”, la movilización
indígena llevada a cabo entre mayo y agosto de 1947, cuando 174 kollas caminaron 2000
kilómetros desde la Puna y el valle de Orán hasta la Capital Federal para reclamar por la
titularidad de sus tierras, en manos de terratenientes y en denuncia de las condiciones de
explotación en las que trabajaban; y “Masacre de Rincón Bomba”, el conflicto desarrollado
en una pequeña localidad de Formosa, cuando indígenas de comunidades wichi, tobas y
principalmente pilagás fueron masacradas por la Gendarmería Nacional en un confuso
episodio, que sale a la luz hace pocos años. El objetivo en ambos puntos es doble: por un
lado analizar la relación entre los intereses e intenciones del gobierno de Juan Domingo
Perón para con las comunidades originarias, visibilizando su existencia y sus condiciones
de vida en tanto sujetos de derechos históricamente vulnerados. Por otro, abrir el debate
historiográfico sobre el quehacer de los historiadores respecto de una temática que ha sido
silenciada durante décadas, negando la existencia y la identidad de los pueblos originarios.
Palabras clave: Indígenas; Peronismo; Movilización; Represión

Introducción

El presente trabajo busca indagar y reflexionar en torno a las políticas de Estado


desarrolladas durante el primer gobierno peronista respecto de la cuestión indígena, período
en que se suscitaron medidas y reformas inéditas para los sectores más vulnerables de la
sociedad. El desarrollo de estas políticas inclusivas que contemplaban las necesidades de
distintos sujetos, entre ellos las comunidades originarias de distintas regiones del país,
incentivaron la articulación de organizaciones político-étnicas que buscaban en el Gobierno
respuestas a demandas por una mejor calidad de vida. Sin embargo, estos procesos no
estuvieron exentos de tensiones en el interior de las decisiones gubernamentales. En este
sentido, se buscará reflexionar respecto a las contradicciones que se vislumbran en los
vínculos entre el Estado peronista y los pueblos originarios ejemplificadas en dos
acontecimientos: El Malón de la Paz de 1946 y la Masacre de Rincón Bomba de 1947. A lo
largo de los últimos ciento cincuenta años, el Estado argentino ha entablado diversos tipos
de vínculos con comunidades originarias a lo largo y a lo ancho del territorio, que modularon
entre tratados y alianzas por la vía diplomática, y políticas de usurpación y desplazamientos
territoriales mediante el ejercicio de la fuerza. Estos procesos han sido abordados por el
campo historiográfico de forma disímil trayendo como correlato la elaboración de discursos
instalados hegemónicamente, que supieron entender a estas sociedades muchas veces de
forma acrítica y descontextualizada. En este marco, el abordaje de la cuestión indígena se
presenta como un gran desafío desde el campo de la historia, pues requiere de una ardua
revisión y un replanteo de miradas que permitan dar cuenta de la compleja y heterogénea
dinámica entablada entre el Estado argentino – en sus diversas etapas– y las
organizaciones político-étnicas de las comunidades indígenas. Los relatos que
tradicionalmente ha generado la historiografía fueron conjuntamente construidos con la
ausencia de otras narraciones dignas de ser problematizadas. Mediante un recorte selectivo
del pasado, la historia nacional se esgrimió bajo la idea de que la nueva sociedad argentina
fue construida luego de un proceso de enfrentamiento y posterior extinción de los pueblos
originarios. Estos mecanismos de recuperación del pasado nacional son el producto de
construcciones políticas e ideológicas en donde los relatos se nos aparecen como mal
recordados o mal contados hasta incluso hasta verse reducidos a la ausencia del relato
(Delrio, 2014). Estos criterios de selección y olvidos establecieron qué historia había para
contar, negando la heterogeneidad y los dinámicos procesos históricos así como el rol que
los indígenas cumplieron en ellos. Consecuentemente, potenciaron la construcción y el
fortalecimiento de una gran variedad de estereotipos y preconceptos, muchos de los cuales
continúan vigentes en el imaginario social. La clásica dicotomía civilización versus barbarie
propia de la sociedad decimonónica ha tendido a reducir la problemática hacia el
enfrentamiento de dos sociedades antagónicas. Desde la literatura, el periodismo o la
fotografía, distintos teóricos e intelectuales ayudaron a profundizar esta dicotomía, en donde
indio es sinónimo de barbarie y, como tal, resulta ser la gran traba hacia el “progreso”. Una
barbarie conceptualmente irreductible, que limitaba una frontera cuya expansión se veía
legitimada dentro de un imaginario colectivo de nación en crecimiento, y en la cual se irá
generando la invisibilización de aquellos grupos indígenas como mecanismo funcional al
proceso de expropiación de sus tierras (Nicoletti, 2007). Así, la incorporación del “otro”
indígena se dará a partir de su exterminio (y por ende su desaparición) y/o a partir de su
introducción al mundo civilizado, pasando por un proceso de homogeneización identitaria y
cultural. Ambos caminos derivan en el “desvanecimiento de su identidad” a partir de
patrones de invisibilización. Desde los albores del siglo XIX el Gobierno de Buenos Aires
propició el establecimiento de fuertes vínculos con ciertas comunidades indígenas
organizadas en cacicazgos representadas por líderes-caciques con gran autoridad (Bechis,
2007). La conocida política del “Negocio Pacífico con los Indios” se fue configurando en
complejos entramados de autoridades que intentaron cíclicamente fortalecer las
negociaciones y los acuerdos con los llamados “indios amigos” de la frontera sur. Dichas
prácticas diplomáticas, fortalecidas durante los gobiernos rosistas, pretendieron crear un
marco de relaciones pacíficas que les permitiera mantener el control de la frontera y
propiciar el gradual avance poblacional sobre territorio indio. El Gobierno de Buenos Aires
negociaba cotidianamente con las tribus a través de sus caciques, asentados en el territorio
provincial sobre la línea de frontera, acordando intercambios, otorgando permisos laborales
en haciendas o bien propiciando modificar los hábitos de asentamientos ligados a la alta
movilidad de las comunidades. Tradicionalmente, estos grupos han sido interpretados desde
el campo académico como “víctimas” de un proceso de “asimilación cultural”. Sin embargo,
lejos de tratarse de situaciones homogéneas de subordinación y asimilación, el espacio de
las fronteras constituyó un ámbito fluctuante de situaciones de confrontación y de prácticas
diplomáticas (De Jong, 2011) en el cual la figura de “indios amigos” no fue ni homogénea ni
fija, sino vacilante y dinámica. La acción política indígena asumió diversas formas, tanto
bajo el mando de liderazgos estables como por fuera de las demarcaciones étnicas. La
práctica de tratados diversificó los procesos de negociación desde la creación de nuevos
vínculos con caciques que se convirtieron en representantes políticos más estables, vistos
así tanto desde el Estado como desde las comunidades que representaban (De Jong, 2011:
134). En este sentido, dichas relaciones, lejos de significar un ejercicio de subordinación del
accionar indígena a favor del dominio estatal, las alianzas y los vínculos basados en la
reciprocidad, fueron la clave en el proceso de interacción entre cada sociedad, en donde los
caciques amigos fueron un eslabón fundamental como mediadores entre grupos indígenas
que defendían su autonomía en “Tierra Adentro” y el Estado, interesado en avanzar sobre
sus territorios (Cutrera, 2013). En este marco, como plantea Ingrid De Jong, “el supuesto
asimilacionista que caracterizó al análisis de estas relaciones políticas no hace más que
anticipar la subordinación e invisibilización étnica por la que pasarían las sociedades
indígenas luego de la Campaña del Desierto” (De Jong, 2011: 10). Se trata de un proceso
de negación, olvido y silenciamiento que obliga a revisar conceptualizaciones fuertemente
arraigadas en el quehacer historiográfico. Sin lugar a dudas, la Campaña al Desierto resultó
ser un quiebre en el desarrollo de políticas diplomáticas de alianzas y reciprocidad con las
diversas comunidades de la frontera sur. En la década de 1870 se dio inicio al proceso de
expansión de la frontera nacional hacia “Tierra Adentro” y con ella se daba fin al campo de
la diplomacia y la negociación que había sido habitual desde la época de la independencia
(Argeri, 2011: 311). En adelante, como plantea María Angeri (Argeri, 2011), los diversos
cacicazgos que hasta entonces habían sido un eslabón clave en la cadena de vínculos y
alianzas políticas para el control de la frontera, fueron sufriendo de manera gradual
procesos de adecuación, y resistencias, así como la desarticulación interna. Este proceso
se verá reflejado en dos grandes momentos: la disputa política perpetrada por el Estado
liberal conservador en conformación, que forjó los cimientos de una concepción de la
ciudadanía amparada en la ley del Estado republicano y liberal. La modernidad estatal
pretendió contener a todos los ciudadanos argentinos en tanto sujetos con igualdad de
derechos y obligaciones (Lenton, 2005). La expansión de la frontera por medio del uso de la
fuerza procuró, por su parte, atender a los intereses económicos del capitalismo imperialista
y liberal en la búsqueda de nuevas tierras para la producción de materias primas. Las
consecuencias de estas políticas fueron disímiles en las distintas sociedades indígenas del
territorio. Las comunidades pertenecientes a la frontera sur que lograron sobrevivir a la
campaña comandada por J.A. Roca se vieron envueltas en reacomodamientos territoriales
obligatorios, desplazamientos a nuevas zonas como mano de obra barata, o asentamientos
en colonias en zonas áridas (Salomón Tarquini, 2010). Por su parte, las comunidades de la
zona norte del país, principalmente del noroeste, también sufrieron el impacto de la
imposición estatal, viéndose obligadas a dejar sus antiguas tierras en búsqueda de nuevas
oportunidades laborales. La destribilización como estrategia de reorganización política y
homogeneización racial (Delrio, 2005) fue una de los mecanismos aplicados desde el
Estado para desintegrar todo tipo de autonomía política y de diversidad socio-cultural,
elementos inaceptables para un Estado que procuró, desde el avance sobre los territorios
indios hasta su domesticación jurídica, incorporarlos a la nación emergente. Hasta la
segunda década de 1920 perduró esta política de prevención y desarticulación indígena,
aunque no sin resistencias. Tanto desde el interior de las comunidades como mediante la
organización de manifestaciones y reclamos los grupos indígenas mantuvieron sus idearios
y costumbres pese a las dificultades. El proceso de homogenización social por parte del
Estado se verá interrumpido a mediados de la década de 1940, con la llegada de un nuevo
modelo político de carácter interventor y populista. El peronismo abrirá una nueva etapa en
la construcción de la identidad nacional y en la concepción de las disidencias culturales.
Este breve raconto sobre la cuestión indígena en Argentina da cuenta no solo del complejo
entramado en las relaciones entabladas entre las sociedades indígenas, el Gobierno
nacional y los Gobiernos provinciales, sino que también pone en tensión las
conceptualizaciones clásicas que denotaron al indio como un sujeto ajeno y anecdótico
respecto a su participación en el proceso histórico. En este marco, la emergencia de
reclamos realizados por los descendientes de los pueblos originarios comenzó a cuestionar
el quehacer historiográfico, que ha tendido a descuidar el estudio de estas sociedades,
generando polémica respecto del rol que estos grupos debían ocupar en el contexto de la
sociedad argentina. La reciente renovación de estudios y el acercamiento a la temática han
permitido construir nuevas perspectivas relacionadas con el ámbito de la etnohistoria y de la
arqueología, superando muchos de los límites tradicionales y generando nuevas formas de
interpelar el pasado. Junto a ellas, la elaboración de paradigmas de investigación
alternativos busca modificar la mirada tradicional construida en torno al mundo indígena,
cuestionando los antiguos estereotipos. Pese a ello, aún queda mucho camino por recorrer
en el desafío por superar la “incomodidad” de los historiadores (Mandrini, 2007) sobre la
cuestión indígena, surgida a partir del desconocimiento, así como también de la ausencia de
todo intento por comprender y explicar el complejo funcionamiento de la sociedad aborigen,
de la reproducción de estereotipos tendientes a reducir la mirada a la guerra y la frontera,
sustentando las imágenes del mundo indígena vigentes en el imaginario colectivo.

Sin Malón, en paz: los años peronistas

El derrocamiento de Ramón Castillo tras la autodenominada “Revolución de Junio” abrió un


proceso gradual de reconfiguraciones políticas y sociales que alteró la confluencia de
nuevos vínculos entre el Estado y los pueblos indígenas. Desde 1943, Juan Domingo Perón
se encargará de concordar el panorama gubernamental con diversos sectores sociales y, en
especial, a poner en marcha el establecimiento de lo que se puede denominar “política
indigenista”, tendiente a contener y atender diversas problemáticas y necesidades de estos
grupos. Según Argeri, el peronismo abrió una etapa de renovación política en donde las
comunidades indígenas comenzarán gradualmente a ser revalorizadas (Argeri, 2011: 349)
en tanto grupos de argentinos olvidados por las instituciones y sumergidos en una profunda
pobreza y marginalidad. En este marco, en el conjunto de los pobres y “descamisados”, los
indígenas parecieron intensificar su carácter marginal por su condición étnica. El nuevo
escenario comenzó a configurarse a través de la creación de la Secretaría de Trabajo y
Previsión (en adelante STyP). Creada mediante el decreto n° 15.047 el 27 de noviembre de
1943, la STyP absorbió dispersos organismos de la administración pública que tenían
alguna incidencia en el mejoramiento de las condiciones de vida y trabajo de los sectores
populares.1 La organización inicial de la repartición en la STyP se basó en una estructura
de siete direcciones generales, tres de ellas de apoyo al desempeño interno de las
funciones, y una asesoría legal. Las direcciones medulares (Trabajo, Acción Social,
Migraciones, Vivienda) revelaban una intervención estatal que sobrepasaba lo estrictamente
vinculado con las relaciones capital-trabajo para absorber resortes que permitían articular
una política social más amplia, destinada a restablecer o preservar el equilibrio social
amenazado por las condiciones del desarrollo capitalista (Luciani, 2014). Entre las grandes
novedades que planteaba la disposición de la Secretaría, quizá la más relevante para el
caso que ocupa a este texto fue la reasignación de delegados indígenas en su interior,
representantes de las comunidades, que habían sido nombrados durante la década de 1930
por la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios y cuyas tareas adquirieron nuevos
sentidos con la aparición de la STyP (Mases, 2014). La Comisión Honoraria de Reducciones
de Indios2 quedó incorporada a la STyP para pronto pasar a conformar la Dirección de
Protección al Aborigen, a cargo de Ángel Saturnino Taboada, por orden de Perón. Estas
creaciones buscaron dar cuerpo a una nueva política nacional tanto para los territorios
urbanos como rurales, en gran parte poblado por indígenas. En este marco, la creación de
la Dirección de Protección Aborigen buscaba contener las problemáticas suscitadas por
grupos indígenas principalmente en el ámbito laboral, sumada a la aplicación de derechos
sociales en general. La designación de delegados indígenas, la promulgación de leyes
contra el agio, la supresión de juicios por deudas o la promulgación del Estatuto del Peón
para abolir las relaciones patronales-oligárquicas abusivas (Argeri, 2011: 354), fueron
medidas que otorgaron a las comunidades étnicas originarias, herramientas políticas de
defensa, posibilidad de reclamos y denuncias sin precedentes. A su vez, a partir de la
creación del Consejo Agrario Nacional en 1940, la búsqueda de adjudicación de tierras a
grupos indígenas y la instalación de escuelas con orientación agraria en territorios fiscales
fueron políticas que comenzaron a reglamentarse en 1943 cuando Perón promulgó decretos
de funcionamientos. En consecuencia, la STyP se convirtió en la cara visible de un proceso
que se podría caracterizar por una revalorización y un reconocimiento de grupos indígenas
del interior del país, “incorporándolos” al Estado. La percepción de diferentes organismos
estatales y en particular del gobierno de Perón acerca del indio, continúo incluso en 1945, al
declarar el 19 de abril como “Día Americano del Indio”3, reconocido para entonces a nivel
internacional. La preocupación del peronismo por incorporar y edificar el bienestar de este
gran sector de la sociedad argentina de los años 40 se presentó, en apariencia, como un
novedoso desafío con muchas expectativas. Sin embargo, este proceso no se desarrolló de
manera homogénea, así como tampoco estuvo exento de tensiones y contradicciones en el
interior de las políticas de estado.
Frente al establecimiento de alianzas políticas con comunidades originarias de la Patagonia,
la llegada del peronismo propició la configuración de políticas pro-indigenistas,
visualizándolas como un nuevo colectivo dentro del territorio que, mediante la capacidad del
peronismo de mediar, negociar, y consensuar se hizo efectiva su incorporación a las filas de
la doctrina peronista convirtiéndose en ágiles nexos políticos (Argeri, 2011: 355). Distinto fue
el caso de los lazos entre el Gobierno y diversas comunidades del noroeste, cuyos vínculos
fueron tomando caminos adversos. Los indígenas de la zona de Salta, Chaco y Jujuy eran
trabajadores rurales que habían sido desposeídos de sus tierras ancestrales a principios del
siglo XX. Reducidos al servicio de mano de obra barata y explotada, trabajaban para el
entonces dueño de las tierras Robustino Patrón Costa, en el ingenio azucarero “San Martín
del Tabacal”. Como gobernador de Salta, en 1916, Patrón Costa desarrolló una fuerte
política de expansión ferroviaria y conjuntamente instaló este ingenio, haciendo usufructo de
la mano de obra indígena. A las pésimas condiciones laborales se le sumó el pago de
arriendo como mano de obra gratuita en la zafra de su ingenio en un período de seis meses
por año. Con la llegada del gobierno peronista, las condiciones de trabajo fueron
arduamente cuestionadas. Con el lema “la tierra es de quien la trabaja”, haciendo alusión al
comienzo de un proceso de expropiación a nivel nacional, se obligaba a revisar las
condiciones laborales de los que eran sometidos, entre otros, de estas comunidades. Por
otra parte, las políticas indigenistas que comenzaban a desarrollarse se vieron fortalecidas
frente al impulso del Estatuto del Peón que en 1944 buscaba apoyar y beneficiar las
condiciones de trabajo en las zonas rurales. Finalmente, las promesas suscitadas en
diversos discursos presidenciales respecto al inicio de un proceso de “reforma agraria”4,
especialmente durante la campaña electoral penetró en las esperanzas y las proyecciones
políticas de estos grupos. Aclarar que el carácter reformista de esta proclama no se
centraba en la desposesión de los medios productivos en manos de la oligarquía
terrateniente no implica negar las posibles ilusiones con las que las comunidades del
noroeste argentino veían la posibilidad de cambiar las relaciones productivas. La sumatoria
de estos elementos confluirían en la organización y puesta en marcha del conocido “Malón
de la paz”, una peregrinación de comunidades principalmente kollas desde Abra Pampa,
Jujuy que recorrieron 2000 kilómetros a pie y en mulas, pasando por Casabindo, Colorados,
Tumbaya, Volcán, Yala y Jujuy, en donde se les unió la columna de kollas que venía de
Orán y de Iruya. Esta diversidad de espacios de procedencia describe la heterogeneidad del
conjunto de 174 personas que recorrieron distintas provincias, como Salta, Tucumán, y
Córdoba, hasta llegar a la capital del país. El reclamo por la titularidad de las tierras que
históricamente les pertenecieron, generaba grandes esperanzas en el seno de las
comunidades indígenas. Siguiendo a Marcelo Valko “en la gira proselitista que Perón realizó
antes de las elecciones de 1946, se había comprometido a expropiar las tierras de Yavi e
India Muerta. La promesa fue pasando de boca en boca, y comenzó a crecer” (Valko,
2007:103). Las ilusiones parecían tener gran peso en el armado de alguna forma de
reclamo que diera rienda suelta a las demandas indígenas. En este marco, es preciso
destacar el rol protagónico que han desarrollado algunos funcionarios del gobierno
peronista en la puesta en marcha de esta caravana. Mario Augusto Bertonasco5,
funcionario de la Secretaria de Trabajo y Previsión, junto con Viviano Dionicio, fueron
quienes impulsaron el desarrollo del Malón, quienes entablaron diálogos con líderes
indígenas, quienes propusieron y presionaron para que se concretara la marcha desde la
Puna hasta Buenos Aires, como la única manera de hacer visibles sus reclamos. El Malón
de la paz puede ser caracterizado en tres etapas. En un primer momento, se destaca la
experiencia vivida por este conjunto a lo largo de todo el recorrido hasta la capital del país.
En cada lugar de parada, como Rosario o Pergamino, la imagen de un malón de “indios que
van caminando a Buenos Aires” iba construyendo una opinión pública que se encontraba
asombrada de tan ingenioso acto. La prensa se encargó de cubrir los pasos del Malón,
organizando festivales para recibirlos cuando pasaban por estas localidades (Valko, 2007).
En la medida en que el Malón se iba instalando como tema del momento, la cuestión
indígena comenzó a ser aprovechada según diversos intereses de clase. Los diarios veían
en la marcha el “sacrificio” de los indígenas, que a los ojos de sociedad obrera incipiente
respondía a las necesidades de trabajadores que vivían en condiciones de explotación y
con derechos vulnerados. Por otro lado, para distintos grupos de poder como la incipiente
burguesía nacional, que buscaban asentarse en el modelo productivo peronista, podía llegar
a haber en el Malón y en el reclamo de sus tierras, el impulso hacia la configuración de una
reforma agraria que le quitara el poder político y económico que la oligarquía había
mantenido en los últimos cincuenta años (Basualdo, 2009).
Por su parte, el gobierno peronista, veía sumamente oportuno el envión que le daba este
hecho, ante la posibilidad de aumentar la evidencia de una política de “justicia social”
durante la campaña presidencial demandante de legitimidad. Además, la imagen del
Gobierno se mantenía positiva, dado que se ponía de manifiesto la presencia peronista en
el uso de carteles e imágenes de Perón que acompañaron el trayecto (ver figura 1).

Figura 1. Indígenas en el Malón de la paz


El 3 de agosto de 1946, el Malón llegó a Capital Federal y sus líderes fueron recibidos por
el gobierno peronista en la Casa de Gobierno. Luego de un simbólico abrazo, la comitiva
kolla entregó al presidente una serie de demandas que serían resueltas en el corto plazo de
cara a fortalecer las políticas indigenistas que se venían desarrollando. Sin embargo, la
visibilidad que había obtenido la cuestión y el reclamo indígena no perduraría.
Posteriormente, y como tercer momento, tras la promesa de Perón de conceder lo
solicitado, fueron ubicados, paradójicamente, en el Hotel de los Inmigrantes. Luego de un
par de días en los cuales los indígenas participaron de diversos actos y eventos sociales6,
el Gobierno impulsó la militarización del hotel y el confinamiento de los kollas sin brindar
mayores explicaciones. Los motivos que impulsaron el desenlace de este proceso de
manifestación son aún una incógnita. Según Maier (Maier, 2010:7), la orden de desalojo
generó un clima de agitación dentro de la oposición parlamentaria7, que denunció la
violencia con la que fueron sacados del Hotel de Inmigrantes, obligándolos a embarcarse
nuevamente hacia el noroeste, y reclamó un esclarecimiento de la situación. Pese a ello,
con la expulsión de los indígenas kollas de Buenos Aires se daba por concluida esta
mediación política y mediática. Un par de meses más tarde, en la provincia de Formosa,
comenzaba a conformarse un nuevo desafío político para el peronismo en su vínculo con
grupos étnicos, nuevamente trazado por la represión y la violencia.

Una gran matanza en un pequeño Rincón

Si el silencio que envolvió a las comunidades indígenas del noroeste argentino luego de ser
expulsados de la Capital resulta llamativo, más impactante resultará la historia de una
pequeña comunidad indígena ubicada en la provincia de Formosa. Se trata de los indígenas
pilagás, pueblo originario que junto a tobas, mocovíes y wichis, viven en una pequeña
localidad de la provincia, Las Lomitas, ubicada en el Departamento Patiño. En el año 2006,
se ordenó el allanamiento de las instalaciones del Escuadrón de Gendarmería de Las
Lomitas de esa provincia - la intersección de las rutas 81 y 28 - frente a la denuncia que
afirmaba que allí se hallaban las fosas comunes con los restos personas pertenecientes a
miembros de esta comunidad, asesinados por la Gendarmería Nacional, en 1947. La
Justicia comenzó la búsqueda y encontró restos de un cuerpo que podrían pertenecer a un
integrante del pueblo originario. Mediante la recolección de datos y testimonios de
sobrevivientes de la masacre, se realizó el rastreo por todo el área para dar con estos
restos, logrando comprobar científicamente la veracidad de lo ocurrido: el fusilamiento de
cientos de indígenas. Este hecho se ha mantenido oculto no solo desde el relato construido
durante abril y octubre de 1947, que justificaba la presencia policial en la zona y armaba un
imaginario de “indio peligroso” en el pueblo, sino también a partir del silencio y la negación
por más de 60 años. Gracias a los testimonios de sobrevivientes, que aún residen en Las
Lomitas, y del trabajo de un grupo interdisciplinario de arqueólogos, antropólogos y
científicos en general, se fue reconstruyendo el devenir de los acontecimientos, permitiendo
hacer un trabajo de comparación y análisis con respecto a las razones que el Gobierno y la
Gendarmería habían argumentado para dar con la ofensiva. ¿Quiénes eran los Pilagás?
Durante las primeras décadas del siglo XX, estas comunidades tampoco estuvieron exentas
de las políticas gubernamentales desarrollados por los Gobiernos de turno. A diferencia de
la experiencia de la zona sur con la “Conquista del Desierto”, las acciones militares y
policiales en el norte del país no tuvieron como objetivo el exterminio de la población
indígena. Las condiciones de la tierra norteña favorecían cultivos que requerían bastante
mano de obra, entre la que se disputó principalmente la indígena. Una vez cumplidas las
campañas militares de 1884 a 1911, se inició un proceso gradual de retiro de algunas
fuerzas del ejército y el traslado de autoridad a las gobernaciones territoriales de Chaco y
Formosa (Mathias, 2013). Durante las primeras décadas del siglo XX, dichos grupos étnicos
fueron incorporados al sistema de reducciones de la zona como estrategia de control
estatal: la reducción de Napalpi estuvo conformada por tobas y mocovíes, la reducción de
Bartolomé de las Casas y Ameghino por pilagás y tobas, y finalmente la reducción Muñiz
por wichís. En este marco, los indígenas de la zona eran asignados en ingenios, obrajes y
algodonales para trabajar en empresas privadas. Las pésimas condiciones de trabajo, la
mala alimentación, el castigo físico y el abuso eran moneda corriente. El trabajo en industria
era temporario, y durante el resto del año la mano de obra para el desmonte y la zafra era
reservada a las reducciones de indios administradas por el Estado (hasta el gobierno de
Perón tal administración era controlada por la Comisión Honoraria de Reducción de Indios).
El mismo Ministerio del Interior se encargaba de asignarlos, y la Gendarmería vigilaba su
llegada. En la medida en que las políticas de Estado se fueron haciendo más severas, las
comunidades pilagás (que durante algún tiempo habían logrado subsistir lejos de estas
reducciones de indios) debieron entrar al mercado laboral para poder alimentarse,
convirtiéndose en trabajadores por la paga de un salario que casi nunca cobraban. A
principios de 1947, comenzó a evidenciarse un conflicto entre estas comunidades y el gran
ingenio para el cual trabajaban, San Martín del Tabacal (el mismo ingenio de Patrón Costa,
construido sobre la apropiación de las tierras que reclamaban los kollas un año antes). Los
indígenas se acercaron a las autoridades del ingenio para reclamar por la deuda que éstas
mantenían con ellos: el pago de $6 (seis pesos) diarios, acuerdo al que habían llegado por
su trabajo en el lugar; el conflicto desató cuando quisieron pagarles $2,50. La resistencia de
indígenas terminó en su despido sin indemnización alguna. A su regreso a Las Lomitas los
pilagás se instalaron en un descampado llamado Rincón Bomba, cerca del pueblo. Para
entonces, diferentes grupos con correspondencia étnica se fueron sumando al
asentamiento, donde contaban con un madrejón que les brindaba agua (Lozza, 2007). Los
testimonios recopilados para un interesante documental dirigido por Valeria Mapelman8
narran que meses antes de la masacre, habían realizado una manifestación religiosa en
correspondencia con sus creencias fusionadas con la fe católica. Esto fue visto con recelo
por los habitantes del pueblo y por las fuerzas de seguridad del Estado. En tal sentido, la
dirección de Gendarmería Nacional presentó un documento, secreto y reservado, al
Ministerio del Interior, en donde manifiesta que miles de pilagás se juntaron para celebrar un
encuentro religioso y esto llamó la atención de los vecinos y del Regimiento 18 de
Gendarmería Nacional, con asiento en Las Lomitas. Como explica Musante, mientras el
Ministerio del Interior informaba que "algo raro se gestaba", Abel Cáceres, un inspector de
ese ministerio, que a la vez era el administrador de la reducción de Bartolomé de las Casas,
intenta persuadir a los indígenas de ir a la reducción. La negativa de los pilagás termina con
una represión que duró varios días con fusilamientos masivos y fosas comunes en las que
se quemaron los cuerpos (Musante, 2013: 11).
Uno de los sobrevivientes cuyo testimonio se aprecia en el documental, explica, tal y como
parece verse en el documento, que el Ministerio del Interior, a través de la Secretaria de
Trabajo y Previsión, había mandado a un funcionario para entonces encargado de la
delegación de Bartolomé de Las Casas, para persuadir a los pilagás para que se dirigieran
hacia la reducción indígena. Y continúa diciendo: “Pero la gente no quería ir. Cáceres
insistió en que nos fuéramos a un lugar seguro (…) y cuando no aceptaron, el administrador
avisó al Gobierno de la negativa. Ahora entendemos a qué se referían, era una
advertencia”. 9 Esta actitud fue interpretada como ofensiva, y pronto comenzó a correr el
rumor de un posible malón de los pilagás, atemorizando a todo el pueblo. Pero el “peligro
del indio” se intensificaría luego de que los empobrecidos indígenas recibieran, por parte del
Gobierno presidencial, un tren lleno de alimentos en mal estado, que provocaron fuertes
descomposturas, intoxicaciones masivas e incluso muertes. Se intensificaron así los rituales
mortuorios, confundiendo las cruces con los tambores. Como puede notarse, tanto el
Gobierno presidencial como el provincial no solo daban cuenta de la existencia y presencia
del indígena en la zona (no es menor el dato del tren enviado por el gobierno de Perón con
alimentos), sino que también interactuaban con ellos, intentando persuadirlos de diversas
maneras. El 10 de octubre por la tarde, se llevó a cabo la ofensiva: una estratégica
distribución de ametralladoras se ubicaron en nidos que apuntaban directamente hacia el
asentamiento de los pilagás. Gendarmería continuó toda la noche disparando y
persiguiendo a aquellos que lograban escapar entre la arboleda. En los días posteriores a la
masacre, los cuerpos fueron quemados conjuntamente. Los diarios continuaron la
reproducción de la idea de un malón en Formosa. Por su parte, el Gobierno se encargó de
ocultar lo más posible los acontecimientos suscitados en La Bomba. Incluso se negó la
importancia de la situación, desechando cualquier intento de sublevación, argumentando
que “los indios se retiraron a sus tolderías”. Actualmente las investigaciones en la zona han
aumentado la cifra de fusilados de 700 personas a 1500. Perón no dio órdenes a los
gendarmes para masacrar a los pilagás, pero su política indigenista, caracterizada por la
desorganización y la negligencia, implícitamente promovió el uso extrajudicial de la violencia
contra los nativos (Mathias, 2013), cientos de indígenas que, negados cultural y
étnicamente, fueron acusados con la idea del “peligro del indio”, de sus posibles ataques y
de un malón. Resulta interesante en cuanto a la labor historiográfica, el estado de
ocultamiento de esta masacre que deviene recientemente en tema de debate e
investigación, en la que cientos de víctimas empiezan a ser rescatadas del silencio.

Los vaivenes del peronismo: a modo de cierre

“El tiempo, las circunstancias y la conducta de cada cual, nos indicarán el momento y el
rumbo de las determinaciones”, Juan Domingo Perón, 1943. En el marco del fortalecimiento
de políticas intervencionistas, el peronismo propició durante su primer gobierno grandes
concesiones sociales, políticas y económicas a sectores fuertemente vulnerados. La
construcción de la ciudadanía peronista favoreció el desarrollo de lazos políticos más
estrechos con nuevos actores sociales históricamente olvidados o desvalorizados por
antiguas políticas de gobierno. La presencia de alianzas con líderes indígenas en algunas
zonas del noroeste, la intervención en la estructura burocrática estatal con la creación de
nuevos organismos gubernamentales que se preocupaban por la cuestión étnica, no
implicó, como pudo apreciarse, la ausencia de tensiones ni contradicciones en el interior del
movimiento peronista. La preocupación política sobre las particularidades de las
comunidades indígenas y el desarrollo de acciones tendientes a propiciar su inclusión en la
vida ciudadana devino inevitablemente en la conformación de un imaginario colectivo
anclado en la igualdad jurídica y social. Las peculiaridades de un discurso fuertemente
estatista, atento a las demandas y necesidades de los sectores más endebles de la
sociedad, así como su reconocimiento como actores políticos importantes en la vida
ciudadana, ayuda a entender la popularidad simbólica que Perón irá cobrando entre las
comunidades originarias. Las mejoras parciales en la condiciones de vida gracias a las
reformas sociales y laborales, la provisión de alimentos, precios más accesibles, el acceso a
la educación primaria propias del “estado de bienestar” peronista (Lenton, 2005), se
enfrentaron a los innegables límites materiales de la política indigenista de aquella época,
especialmente respecto a la posesión de la tierra. Como explica Kindgard (2004), las
disputas respecto a la tenencia de la tierra en el área puneña del país excedieron su valor
económico pues encarnaron un fuerte contenido simbólico, espacios en donde se
desarrollaban estrechos lazos de solidaridad comunal que le daban sentido a su
organización social. Por estos motivos, la defensa del territorio constituyó una práctica
continua desde tiempos republicanos, disputas que en ocasiones evidenciaron
enfrentamientos violentos (como la Batalla de Quera en 1875). En este marco, la llegada del
peronismo despertó todo tipo expectativas respecto a un cambio en las condiciones de
trabajo y de usufructo de las tierras que mantenían para entonces las mismas lógicas
productivas que en tiempos coloniales. La manipulación mediática y el alentador discurso
que fomentaba bajo el eslogan “la tierra es para quien la trabaje”, la promesa de una
reforma agraria, propiciaron un contexto adecuado en donde exponer y manifestar reclamos
y necesidades. Detrás de la figura carismática del líder peronista se vislumbraba, a los ojos
indígenas, la posibilidad de un cambio en las condiciones de vida y de trabajo, brindando un
marco en apariencia adecuado para la organización de movilizaciones masivas. El
peronismo propició una serie de medidas que, directa e indirectamente, favorecieron a los
sectores indígenas del área; tal es el caso, por ejemplo, de las políticas de intervención
estatal en Jujuy, en conflictos laborales que tendieron a ser resueltos a favor de las mejores
de las condiciones de trabajo. Así, mientras que varios colonos e intereses privados
continuaban poblando cada vez más la región del noroeste argentino y desarrollando las
capacidades productivas de la misma, el Estado tendió a limitar la capacidad de maniobra
de los grupos terratenientes mediante políticas de control de las relaciones laborales. Tras
el anuncio de la voluntad política de expropiar los latifundios jujeños, comienza a gestarse la
organización de la marcha para concretar las soluciones prometidas. La participación activa
de Bertonasco, funcionario peronista que procuró fomentar la configuración de la marcha
indígena, resulta ejemplar respecto al modo en que distintos intermediarios cooperaron en
el establecimiento y sostén entre Perón y las masas. En este punto, Kindgard sostiene que
el peronismo “se constituyó en interlocutor favorable (...) creó una estructura de
oportunidades propicia a las tradicionales reivindicaciones de los indígenas de la zona (...)
condicionando su acción estratégica” (Kindgard, 2004: s/n). Así, la existencia de una
memoria colectiva de lucha y resistencia frente al avance de expropiaciones suscitadas a lo
largo del tiempo se fortaleció en un contexto histórico y político propicio, posibilitando el
desarrollo de movilizaciones como la del Malón de la Paz. En este marco, resulta innegable
que el peronismo significó un parteaguas respecto a las experiencias indígenas y sus
vínculos con el Estado nacional y provincial, propiciando reformas significativas en las
condiciones de vida y de trabajado de pueblos étnicos del área puneña. Sin embargo, los
entretelones de la gestión estatal (Salomón Tarquini, 2013) dan cuenta de las tensiones
entre los planes y el desarrollo efectivo de las agencias, así como entre los referentes
políticos, administrativos y especializados. Las entusiastas propuestas del Gobierno se
verán en el corto plazo socavadas por la falta de respuesta e incluso por la no concreción
de una reforma estructural en la tenencia de la tierra. El fracaso por el que transitó el malón
de 1946 y la frustración frente a la posibilidad de resolver sus demandas resulta ejemplar en
este sentido. Conjuntamente, siguiendo las hipótesis de Lenton, es factible argüir que las
reafirmaciones étnico-identitarias tuvieron un rol protagónico en el contexto que se
enfrentaron a las voluntades “homogeneizadoras” del proyecto justicialista de la
argentinidad toda, que no toleraba mayores disidencias internas (Lenton, 2005:459-460).
Consecuentemente, con el afán de fortalecer el ideario nacionalista, el viraje inédito en las
políticas gubernamentales respecto a la cuestión indígena se puso en tensión frente a la
búsqueda de una homogeneización socio-cultural en donde la diversidad étnica y
multiculutral no tenía lugar. Como sostiene Mathias, el mensaje peronista ha tenido un
especial atractivo para los argentinos de piel oscura y con rasgos indígenas, pero nunca
desplazó el mito de Argentina como “nación blanca” (Mathias, 2013). El discurso oficialista
implicó que las comunidades originarias formaran parte de las masas trabajadoras, del
“pueblo” (D’Addario, 2014) sin mayores distinciones, transitando por un proceso de
adaptación e incorporación a la sociedad “civilizada”. La Masacre de Rincón Bomba ha sido
la expresión más radical de estas tensiones y contradicciones, así como también deja
vislumbrar los conflictos entre el Gobierno nacional y los Gobiernos provinciales. Los relatos
que tradicionalmente ha generado la historiografía, muchos de los cuales devinieron en
hegemónicos, fueron conjuntamente construidos con la ausencia de otras narraciones
dignas de ser problematizadas. El complejo vínculo existente entre la historiografía
argentina y la cuestión indígena es un ejemplo emblemático de cómo es posible generar y
reproducir a lo largo del tiempo, discursos anclados en el olvido y el silencio de grupos
partícipes del proceso histórico. El abandono de las miradas clásicas perpetradas en el
análisis de grupos étnicos-culturales genera la posibilidad de abrir nuevas matrices
interpretativas que dan cuenta de la complejidad

del fenómeno peronista, sus tensiones y sus contradicciones respecto a los distintos
sectores de la sociedad. En este contexto, la historia oral parece brindar nuevas
herramientas para problematizar las experiencias de vida, las memorias colectivas de
sujetos históricamente olvidados.

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