0% encontró este documento útil (0 votos)
9 vistas46 páginas

Apuntes Sobre La Historia Del Cine Mexicano

El documento detalla la historia del cine mexicano desde sus inicios en 1895 hasta 1952, destacando la influencia de la dictadura porfirista y los primeros cineastas que documentaron la vida y costumbres del país. Se menciona la llegada del Kinetoscopio y el Cinematógrafo, así como la evolución del cine hacia un medio de propaganda durante la Revolución Mexicana. A lo largo del tiempo, el cine se convirtió en un reflejo de la realidad social y política de México, a pesar de la censura y las limitaciones impuestas por el régimen.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
9 vistas46 páginas

Apuntes Sobre La Historia Del Cine Mexicano

El documento detalla la historia del cine mexicano desde sus inicios en 1895 hasta 1952, destacando la influencia de la dictadura porfirista y los primeros cineastas que documentaron la vida y costumbres del país. Se menciona la llegada del Kinetoscopio y el Cinematógrafo, así como la evolución del cine hacia un medio de propaganda durante la Revolución Mexicana. A lo largo del tiempo, el cine se convirtió en un reflejo de la realidad social y política de México, a pesar de la censura y las limitaciones impuestas por el régimen.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 46

Cátedralec.

doc

Apuntes sobre la historia del cine mexicano (1895-1952)

Por Eduardo de la Vega Alfaro

Lectura obligatoria para la Cátedra Nacional 2009 “A”


I.
Los orígenes del espectáculo cinematográfico en México se remontan al mes de enero de
1895, fecha en que se iniciaron en la capital del país las exhibiciones del Kinetoscopio,
invento que había sido patentado por el estadounidense Thomas Alva Edison varios meses
atrás. La República Mexicana era entonces gobernada por el general Porfirio Díaz Mori, un
militar de vieja estirpe liberal y brillante ex-combatiente contra la intervención francesa,
quien había accedido por primera ocasión a la Presidencia del país en 1877; en el periodo
1880-1884 Díaz había cedido el poder a su compañero de armas Manuel González sólo
para recuperarlo y mantenerlo durante una larga etapa que habría de perdurar 26 largos
años. Al arribar el invento de Edison, México se encontraba viviendo, pues, el apogeo de
una dictadura a la que irónicamente se la denominado como la Pax Porfiriana.
Aparte de la capital, los enviados de Edison recorrieron diversas ciudades del país y
de esta forma algunos sectores de la población mexicana pudieron contemplar las breves
cintas exhibidas en el Kinetoscopio, incluidas las que el catálogo de la empresa tituló Pedro
Esquirel and Dionesio Gonzales : Mexican Duel (Duelo mexicano con cuchillos) y Vicente
Ore Passo, Champion Lasso Thower (El charro lazador mexicano), filmadas en el célebre
estudio Black Maria de Nueva York aprovechando la llegada de la tropue circense de
Buffalo Bill en la que trabajaban los tres personajes citados, unos charros mexicanos que en
realidad se llemaban Pedro Esquivel, Dionicio González y Vicente Oro Paso. Al parecer
también se conocieron otras cintas realizadas en territorio mexicano por gente del equipo de
Edison, como tres cortos, de 26 pies cada uno, titulados Bull Fight No. 1, Bull Fight No. 2
y Bull Fight no. 3, realizados en la ciudad de Durango.
No deja de resultar significativo que en ese mismo años de 1895, el abogado y
sociólogo Wistano Luis Orozco haya publicado el libro Legislación y jurisprudencia sobre
terrenos baldíos, que era en el fondo una crítica sistemática y demoledora contra la
dictadura porfirista que protegía un modelo de desarrollo capitalista acorde con los
intereses de los terratenientes, comerciantes y monopolios extranjeros. Como ha señalado
Arnaldo Córdova1, los grandes problemas del país eran, según Orozco, la injusta
distribución de la riqueza, la agobiante miseria padecida por el pueblo mexicano y la
enorme concentración de la propiedad de la tierra en muy pocas manos. De esta manera, en

1
Cfr. Córdova, Arnaldo, La Revolución y el Estado en México, Era, México D.F., 1989, 314 pp.
un mismo lapso coincidieron en México los prolegómenos de una cultura fílmica por venir
y la denuncia de la oprobiosa situación que terminaría por ser una de las causas
primordiales de la feroz lucha de facciones y el consecuente baño de sangre conocido como
Revolución Mexicana.
Desde sus inicios, la dictadura porfirista se asumió como un gobierno liberal y
progresista que miraba en Francia el modelo de país por imitar ; ello a pesar de que, como
ya quedó señalado, el propio Díaz había sobresalido como estratega del triunfo militar de
las fuerzas republicanas sobre los ejércitos franceses en la llamada “Guerra de
Intervención”. No es de extrañar pues que el gobierno dictatorial de Díaz encontrara en la
filosofía positivista de Augusto Comte, la justificación diríase científica de sus formas y
estructuras de poder. Las ideas de “Orden y Progreso” comenzaron a impregnar la cultura
mexicana de finales del siglo XIX, lo cual crearía un clima favorable para la aceptación del
Cinematógrafo de los hermanos Lumiére, en detrimento del Kinetoscopio, artilugio
proveniente de la tan próspera como agresiva Norteamérica. El invento de los hermanos
Lumiére llegó a México a principios de agosto de 1896 y logró, como en otras partes del
mundo, un éxito vertiginoso. Los enviados de los Lumiére, Gabriel Veyre y Ferdinand Bon
Bernard, dieron a conocer “las maravillas” del invento primero a la elite porfiriana
(incluido, por supuesto, el propio dictador) y, después, a un público heterogéneo tanto en la
capital de la República como en la ciudad de Guadalajara. La primera función del
cinematógrafo que se tiene registrada en México ocurrió el 14 de agosto de 1896 en el
entresuelo de la “Droguería Plateros” y estuvo dedicada a mostrar el invento ante la prensa
y los “grupos científicos”. Las exhibiciones públicas, es decir, que implicaban un pago, se
iniciaron el día 16 de dicho mes en el mismo local. En aquéllas primeras exhibiciones,
Veyre y Bon Bernard presentaron diversas cintas incluidas en el catálogo Lumiére : Unas
aldeanas quemando paja o Quemadoras de yerba, Los bañadores (Baignade en mer), La
comida del niño, Demolición de una pared (La demolitión d’ un mur), Desfile de tropas
francesas, Jugadores de écarte (La partire d’ ecarté), Llegada de un tren (L’arruvée d’ un
train), Montañas rusas, El regador y el muchacho (L’arroseur arrosé) y Salida de los
talleres Lumiére en Lyon (Sotie des usines Lumiére, a Lyón).
A su vez, durante su estancia de poco más de cinco meses en México, Veyre y Bon
Bernard filmaron alrededor de 34 vistas. La producción de los emisarios franceses puede
catalogarse en películas de tema militar (Alumnos de Chapultepec desfilando, Alumnos de
Chapultepec con la esgrima del fusil, Proceso del soldado Antonio Navarro, Carga de
rurales en la Villa de Guadalupe, Desfile de rurales al galope el 16 de septiembre)2.
costumbristas (Canal de la Viga, Clase de gimnasia en el Colegio de la Paz, Baile de la
romería española en el Tívoli del Eliseo, Escena de los baños Pane, Elección de yuntas,
Lazamiento de un buey salvaje, Lazamiento de un caballo salvaje), folclóricas (Jarabe
tapatío, Pelea de gallos), indigenistas (Desayuno de indios, Grupo de indios al pie del
árbol de la Noche Triste) y, sobre todo, cintas de exaltación a la figura del dictador (Grupo
en movimiento del general Díaz y su familia, El Presidente de la República entrando a pie
al Castillo de Chapultepec, El Presidente de la República paseando a caballo en el bosque
de Chapultepec, El Presidente de la República con sus ministros el 16 de septiembre en el
Castillo de Chapultepec, El Presidente de la República recorriendo la plaza de la
Constitución el 16 de septiembre, etcétera). De esta manera, los franceses establecieron
durante el porfiriato las bases de lo que sería el espectáculo fílmico en México, pero
también sembraron los gérmenes de algunos temas que habrían de ser constantes a lo largo
de toda la historia de la cinematografía nacional. Veyre y Bon Bernanrd abandonaron el
país a principios de 1897 rumbo a Cuba, donde incluso exhibirían algunas de las vistas
captadas en territorio mexicano.
Los últimos 14 años de la dictadura encabezada por Díaz se caracterizaron por un
acelerado desarrollo económico que pareció justificar plenamente el régimen, pero que, por
otra parte, fue agudizando las contradicciones políticas y sociales. Por la comodidad que
ello implicaba y tras superar los problemas de aprovisionamiento de aparatos y película
virgen, los primeros cineastas mexicanos (Ignacio Aguirre, Salvador Toscano, Guillermo
Becerril, Carlos Mongrand, Enrique Rosas, Francisco Sotarriba, Gonzalo T. Cervantes,
Augusto Venier, Enrique Echániz Brust, Arturo González Castellanos, Enrique Moulinié,
los hermanos Stahl y los hermanos Alva) asimilaron las ideas del “Orden y Progreso” y se
dedicaron a captar con sus cámaras las imágenes de lo que desde su perspectiva resultaba lo
más digno de destacarse en la pantalla: la placidez en la capital y las ciudades de provincia,
las costumbres “genuinamente” nacionales (corridas de toros, peleas de gallos, suertes

2
Se conocía como “rurales” al grupo armado que solía reprimir cualquier acto de rebeldía que surgiera en las
comunidades agrarias.
charras, carnavales), los ejemplos del desarrollo industrial y agropecuario, los
acontecimientos inesperados (incendios, inundaciones, catástrofes ferroviarias, secuelas de
terremotos), pero ante todo orientaron sus esfuerzos para informar acerca de los viajes
realizados por el dictador a lo largo y ancho del territorio nacional, así como de sus
actividades oficiales. En ese sentido, continuaron desarrollando el culto a la personalidad
iniciado por los emisarios de los Lumiére. Estos mismos pioneros se dedicaron a recorrer
buena parte del territorio nacional dando a conocer las imágenes en movimiento con lo que
dio principio el fenómeno conocido como “cine trashumante”.
Desde el punto de vista estético, todas esas películas, en su mayoría de breve
duración, intentaban prolongar en la pantalla la concepción y las formas de las revistas
ilustradas que habían llegado a México como parte del “cosmopolitismo” porfiriano y que
en su momento habían logrado llamar la atención de un amplio número de lectores. A ese
respecto, el historiador Aurelio de los Reyes afirma : “El hecho de ver al cine como una
prolongación de la prensa [ilustrada] parece tener su origen en el positivismo, o mejor
dicho, si se quiere, en el espíritu cientificista del positivismo que por aquellos años invadía
a la sociedad mexicana”3. En ese contexto se concebía al cinematógrafo como un aparato
científico capaz de captar “la verdad” con toda su naturalidad y neutralidad.
Paradójicamente, esa actitud basada en teorías científicas llevaría a los pioneros del cine
mexicano a utilizar las imágenes documentales como medio de evasión y despolitización.
Durante el periodo 1906-1910, es decir, en las postrimerías del porfiariato, ocurren
diversos fenómenos relacionados con el medio fílmico : en las principales ciudades del país
se inauguran las primeras casas distribuidoras de películas, con lo que llega a su fin el “cine
trashumante”, dando paso a la apertura de salas cinematográficas y empresas de
exhibición ; se fundan los primeros talleres o “estudios” cinematográficos de que se tiene
noticia ; se realizan los primeros documentales de largometraje (Viaje a Yucatán, 1906, de
Salvador Toscano ; Fiestas presidenciales en Mérida, 1906, de Enrique Rosas) y los
primeros cortos y mediometrajes de ficción (Aventuras de Tip-Top en Chapultepec; El grito
de Dolores o sea la Independencia de México, 1907, de Felipe de Jesús Haro ; El San
Lunes del Velador) ; con la realización de la película Entrevista Díaz-Taft, filmada por los

3
De los Reyes, Aurelio, Medio siglo de cine mexicano (1896-1947), Ed. Trillas, México D.F., 1987, p. 22.
hermanos Alva en octubre de 1909, alcanza plena madurez lo que puede considerarse como
la primera “Escuela Mexicana de documental”. Esta escuela estaría caracterizada por lo que
Aurelio de los Reyes ha denominado como una “fidelidad espacio-temporal” con respecto a
los acontecimientos filmados. Según consta en notas periodísticas y en algunos fragmentos
que han podido rescatarse, los documentalistas mexicanos, consecuentes con las nociones
positivistas, pretendieron que sus películas reflejaran los hechos tal y como habían ocurrido
cronológica y espacialmente, dotándolos además de finales “apoteósicos”. Pero no deja de
resultar significativo que esos mismos cineastas no se hubieran atrevido a filmar las huelgas
en los centros fabriles de Cananea (en el estado de Sonora) y Río Blanco (en el estado de
Varacruz), movimientos precursores de la Revolución Mexicana, mismos que al ser
violentamente reprimidos por el gobierno de Díaz demostraron la incapacidad del dictador
para enfrentar las demandas y presiones de la incipiente clase obrera.
Si el régimen porfirista pretendió alcanzar su punto culminante con las llamadas
“Fiestas del Centenario de la Independencia”, celebradas en septiembre de 1910, el cine
documental mexicano se dedicó a servir de medio de propaganda para tales festejos. Los
cineastas compitieron por captar “desde el mejor ángulo” todos y cada uno de los
principales acontecimientos (desfiles militares, ceremonias cívicas, inauguraciones,
jolgorios populares) que formaron parte de esas “fiestas”, las cuales concebían como la
apoteosis de la Belle Époque mexicana, pero que en realidad eran una cortina de humo con
la que la dictadura pretendía esconder una lacerante realidad que cada día iba resultando
más intolerable para quienes la padecían.

II.

Desde sus albores, el medio cinematográfico mexicano (en sus tres sectores: producción,
distribución y exhibición) quedó en manos de un pequeño grupo de pequeños burgueses,
algunos de ellos cultos e “ilustrados”, que vieron en el espectáculo fílmico un camino para
el enriquecimiento rápido y el consecuente ascenso social. Todo parece indicar que, hacia
fines de la primera década de este siglo, los cineastas pioneros sólo estaban esperando
circunstancias más favorables para que, siguiendo el modelo de otros países (Francia, Italia,
Alemania, Estados Unidos, Dinamarca, Suecia, etc), pudieran realizar de manera
sistemática películas de argumento con las cuales fundar una sólida industria de las
imágenes en movimiento. Pero, repentinamente, dicho proyecto se vio frustrado con la
irrupción de una guerra civil cuyas consecuencias y contradicciones se prolongarían por
varios años. Consecuentes con su ideología de clase media, aquéllos pioneros (a los que ya
se habían agregado gente como Jesús H. Abitia, Antonio F. Ocañas, José Cava y Guillermo
Becerril hijo), comenzaron a registrar con sus cámaras los impredecibles hechos que
fueron configurando esa magna rebelión. De cualquier manera, el espectáculo dantesco de
la lucha armada pareció proporcionar la oportunidad para que los documentalistas
mexicanos pudieran convertirse en una incipiente “burguesía cinematográfica”.
La corriente identificada como “Documental de la Revolución Mexicana” tuvo sus
inicios con la cinta Insurrección en México (1911), cuya duración resultó inusitada para su
época : tres horas cuarenta y cinco minutos. La película, atribuida a los hermanos Alva,
hacía una síntesis cronológica y una exaltación de la rebelión encabezada por Francisco I.
Madero, quien, después de no pocas vicisitudes, logró derrocar y desplazar a Díaz del poder
con la manifiesta pretensión de instaurar la democracia. A partir de ese momento, cada
caudillo revolucionario, y hasta el usurpador Victoriano Huerta, quien encabezó un Golpe
de Estado contrarrevolucionario que provocó el asesinato de Madero, habrían de contar con
su cineasta o grupo de cineastas oficiales o exclusivos. En un país cuya población estaba
integrada en su mayoría por analfabetos, los documentales sobre la Revolución, pese a
asumir el punto de vista de las diversas facciones en pugna, cumplieron la tarea de informar
por medio de imágenes acerca de los sucesos que resultaban de vital interés, sobre todo
para los habitantes de las ciudades.
En el terreno de la estética, los complejos y contradictorios hechos que
constituyeron la Revolución Mexicana permitieron a los cronistas cinematográficos del país
llevar hasta sus últimas consecuencias las formas y técnicas que habían sido ensayadas
durante la era porfiriana. Cintas como Viaje del señor Madero al sur, Revolución
orozquista, Revolución en Veracruz, Le decena trágica en México o revolución felicista, La
invasión norteamericana o Los sucesos de Veracruz, Revolución zapatista, Marcha del
Ejército Constitucionalista, Entrada de los generales Villa y Zapata a la ciudad de México
e Historia completa de la Revolución Mexicana de 1910 a 1916, exhibida en agosto de éste
último año, sirvieron a sus realizadores para experimentar con el montaje y desarrollar al
máximo las posibilidades de la “fidelidad espacio-temporal”.

III.

Historia completa de la Revolución Mexicana de 1910 a 1916, cinta de tres horas de


duración realizada por Salvador Toscano y Enrique Echániz Brust, resultó excelente
ejemplo de “documental de montaje” en el que sus autores intentaron hacer una síntesis de
los principales acontecimientos de la guerra civil tal como se habían desarrollado hasta ese
momento. Al final, esa lucha enfrentó a dos grandes bandos y el triunfo del “Ejército
constitucionalista” sobre las fuerzas campesino-populares de Francisco Villa y Emiliano
Zapata, representó la victoria definitiva de la facción encabezada por Venustiano Carranza
y Álvaro Obregón, misma que se definía como la digna heredera de las luchas democráticas
y liberales emprendidas años atrás por Francisco I. Madero. Luego de su triunfo en los
campos de batalla, los constitucionalistas se dieron a la tarea de implementar un modelo de
desarrollo capitalista diferente al que había impulsado la dictadura porfirista. De acuerdo
con el historiador Enrique Semo, ese nuevo modelo tendría las siguientes características :
“Se trata de implantar una reforma agraria que destruya los latifundios y el poder de los
terratenientes ; crear un capitalismo de Estado capaz de actuar como contrapeso al
capitalismo extranjero y promover el desarrollo de la burguesía mexicana ; colocar en el
poder nuevas capas de la burguesía, interesadas en una vía de desarrollo más revolucionaria
del capitalismo en la agricultura y la industria ; modificar o restringir el dominio del
imperialismo sobre la economía del país”. Sin embargo, según el propio Semo, la
Revolución Mexicana iniciada en 1910 y concluida hacia principios 1917 con la
promulgación de una nueva Constitución, “no logró sustituir el desarrollo desde arriba, por
la vía revolucionaria de la instauración del capitalismo, pero su resultado fue un híbrido,
una amalgama muy peculiar de soluciones revolucionarias y reaccionarias”.4 De la feroz
revuelta que comenzara con las proclamas democráticas de Madero en contra del régimen

4
Cfr. Semo, Enrique, Historia mexicana. Economía y lucha de clases, Serie Popular Era, México D.F., 1978,
p. 214 y ss.
dictarorial de Díaz emergió, pues, un nuevo tipo de Estado, pretendidamente moderno pero
que arrastraba muchos elementos del pasado. En el plano ideológico y cultural, ése nuevo
Estado mexicano haría suyas las tesis “nacionalistas” que los liberales del siglo XIX habían
postulado luego de su triunfo sobre los conservadores y la intervención francesa.
A fines de 1916 daría comienzo pues un nuevo periodo, no exento de enormes
contradicciones, purgas sangrientas, caudillismos y rebeliones armadas como la “Guerra
Cristera” ; esta nueva era, conocida como la “Etapa de reconstrucción nacional”, se
caracterizó por su marcado intento de hacer olvidar lo más rápido posible todo lo
relacionado con la lucha de facciones ; en las nuevas circunstancias, las manifestaciones
culturales de la Revolución (y el cine documental era una de las más importantes) debían
dar paso al optimismo nacionalista. Por otra parte, Aurelio de los Reyes ha señalado que
hacia 1916 el documental mexicano “se agotaba a sí mismo, llega a su fin [...] México se
quedó a la mitad del camino; su peculiar manera de ordenar las imágenes de la realidad
pudo ser una contribución al cine universal, pero la producción nacional era exclusivamente
para consumo doméstico. Sus realizadores, por lo visto, jamás pensaron en la
exportación”.5
Todo la anterior, aunado al reglamento de censura fílmica de tipo moralista
implantado en el primer año del presidencial de Venustiano Carranza, quien sólo permitió
la realización de documentales que exaltaran la labor de su gobierno (como los
sintomáticos casos de las cintas Reconstrucción Nacional y Patria Nueva), determinaron un
cambio en el rumbo de la producción fílmica mexicana.
Como señalábamos algunos párrafos antes, el hecho de que los pioneros del cine
mexicano se dedicaran durante un buen tiempo a filmar todo tipo de documentales no
quiere decir que no hubieran intentado la realización de cintas narrativas o de ficción,
derivadas de la concepción del francés Georges Méliés o el inglés Robert William Paul,
quienes concibieron al nuevo medio como un terreno fértil para contar historias e incluso
para proponer algunas formas de poesía. Los catálogos del cine mudo mexicano consignan
alrededor de treinta cintas de argumento filmadas entre 1896 y 1915. De ellas, acaso la más
representativa (y una de las pocas que se han conservado) sea El aniversario de la muerte

5
De los Reyes, Aurelio, Op, cit.
de la suegra de Enharth, película cómica realizada en 1913 por los hermanos Alva. Esta
comedia fue filmada durante el breve régimen contrarrevolucionario de Victoriano Huerta y
debió acogerse a un decreto que censuraba cualquier alusión a la situación política
imperante.
Una de las causas por las cuales el cine de argumento no había podido desarrollarse
desde épocas tempranas en la cinematografía mexicana fue, como en los casos de muchos
otros países, la dependencia en materia de cámaras y película virgen. Sin embargo, a raíz
del optimismo surgido luego del triunfo de los constitucionalistas, se dio un notable
impulso a la producción de cine de ficción que entre 1916 y 1922 alcanzó la cifra de 70
filmes, es decir, un promedio de 10 largometrajes por año. De cualquier forma, el contraste
con la producción cinematográfica de otros países resulta sumamente revelador de las
limitaciones con que esas cintas eran hechas: para ese entonces, Hollywood ya producía
alrededor de 800 largometrajes de ficción cada año.
Se ha dicho que tal impulso en la producción de cine mexicano de argumento tuvo
que ver también con el hecho de que, entre 1916 y 1918, el continente europeo era
escenario de un gran conflicto bélico con lo cual se anuló buena parte de la posible
competencia en el mercado internacional. Algo puede haber de cierto en ello, pero el caso
es que esa situación de guerra no resultó tan favorable al cine mexicano como la que
ofrecería años después la Segunda Guerra Mundial. De hecho, muy pocas de esas películas
encontraron distribución más allá de las fronteras.
La producción seriada de películas de argumento prolongó, en el terreno
cinematográfico, el cultivo de arte nacionalista que ya tenía excelentes antecedentes en la
novela costumbrista del siglo XIX (Ignacio Manuel Altamirano, José López Portillo y
Rojas, Rafael Delgado), la pintura paisajista (Eugenio Landesio, José María Velasco, Luis
Coto), la fotografía (Fernando Ferrari, Agustín Casassola) y la literatura de Vicente Riva
Palacio, autor de varias novelas históricas.
Aurelio de los Reyes ha detectado varias corrientes “nacionalistas” hacia el interior
de la producción fílmica mexicana de argumento iniciada a partir de 1916. En primer lugar
estaría el “nacionalismo cosmopolita” que “trataba de mostrar asuntos claramente
inspirados en las películas italianas de las divas [que tuvieron un auge en esos años], pero
enmarcadas en escenarios naturales” ; ejemplos de esa tendencia pueden ser los casos de En
defensa propia (1917, Joaquín Coss), Alma de sacrificio (1917, Joaquín Coss), La tigresa
(1917, atribuida a Enrique Rosas y Mimí Derba), En la sombra (1917, atribuida a Joaquín
Coss), Obsesión (1917, Manuel de la Bandera), La luz (Tríptico de la vida moderna) (1917,
J. Jamet), La dama de las camelias (1921, Carlos Stahl) y otras. En segundo término
quedaría el “nacionalismo costumbrista”, dividido a su vez en “costumbrismo romántico” y
“costumbrismo realista” ; en la primera tendencia cabrían los casos de Triste crepúsculo
(1917, Manuel de la Bandera), Barranca trágica o El eco del abismo (1917, Santiago J.
Sierra), El amor que triunfa (1917, Manuel Cirerol Sansores), El caporal (1920, Miguel
Contreras Torres) y El Zarco o Los Plateados (1920, José Manuel Ramos) ; en la segunda,
películas tipo Santa (1918, Luis G. Peredo, también influida por el cine de las “divas”
italianas), La llaga (1919, Luis G. Peredo), Partida ganada (1920, Enrique Castilla), Viaje
redondo (1920, José Manuel Ramos), En la hacienda (1921, Ernesto Vollrath), etcétera.
Por último, hubo un “nacionalismo historicista” cuyos primeros ejemplos fueron: 1810 o
¡Los libertadores! (1916, Manuel Cirerol Sansores), Tepeyac (1917, José Manuel Ramos) y
Cuauhtémoc (1919, Manuel de la Bandera). Todas esas corrientes estuvieron aglutinadas en
torno a un elemento conceptual: el paisaje, principio y fin de la estética fílmica mexicana de
esos años. Esta marcada tendencia paisajista se debió, en buena medida, al hecho de que la
mayoría de los fotógrafos de muchas cintas documentales mexicanas sí lograron continuar
sus respectivas carreras en el cine de ficción, terreno al que trasladaron su gran capacidad
para filmar en exteriores.
Resulta evidente que el nacionalismo cinematográfico mexicano se sustentó en la
obsesiva idea de contrarrestar la imagen negativa que el cine estadounidense había
difundido acerca de México, sobre todo a partir de la sangrienta lucha de facciones y,
principalmente, como reacción al ataque cometido al poblado de Columbus por parte del
diezmado ejército encabezado por el legendario guerrillero Francisco Villa.6
En el caso de la cinematografía mexicana, el paso del cine documental al de ficción
representó una especie de fractura por lo que se refiere a quienes financiaban y realizaban
las películas: de los documentalistas de la época porfiriana y de la etapa que corresponde a
la Revolución Mexicana, sólo unos cuantos lograron producir cine de argumento. A uno de

6
Para un análisis detallado de esa visión negativa sobre la historia y la cultura mexicanas a través del cine
hecho en Hollywood puede consultarse: García Riera, Emilio, México visto por el cine extranjero, 1896-
1988, 6 volúmenes, Ediciones Era-Universidad de Guadalajara, México D. F., 1987-1990
ellos, Enrique Rosas, se debe la cinta más conocida y difundida de todas las que se
realizaron durante el periodo referido en este apartado : El automóvil gris (1919), serial de
12 episodios basado en un caso real y una de las escasas obras que ubicaron su trama en el
periodo revolucionario. Según se sabe, la película de Rosas fue patrocinada por el general
Pablo González con el velado objeto de promover su candidatura a la presidencia para el
periodo 1920-1924. En su calidad de jefe de la guardia militar de la ciudad de México
durante el turbulento año de 1915, González había sido vinculado a una serie de robos
cometidos con lujo de violencia por una banda que utilizaba uniformes del ejército
carrancista y que se desplazaba en un automóvil color gris. Varios de los integrantes de la
banda fueron capturados y ejecutados. Todo señala que el precandidato encargó a Rosas la
filmación de una cinta que dijera “la verdad” sobre el oprobioso caso para de esta forma
lavar su imagen y recuperar su prestigio de hombre honesto y por ello mismo, capaz de
gobernar al país. Es necesario advertir que, en el mismo año de 1919, Ernesto Vollrath
había filmado otro serial de 12 episodios basado en el mismo caso: La banda del automóvil
(La dama enlutada). Sin embargo, la película de Rosas obtuvo mayor aceptación entre los
espectadores: ello se debió, quizá, a su tono más realista y a las virtudes narrativas de su
realizador, quien falleció poco después de que la que la cinta fuera estrenada.
Otro aspecto digno de destacar es el hecho de que durante el gobierno encabezado
por Venustiano Carranza se dieron los precedentes de la intervención estatal en la
producción de películas. Entre 1919 y 1920, la Secretaría de Guerra y Marina patrocinó
cinco largometrajes de ficción destinados a difundir “la disciplina y el patriotismo en las
filas del ejército” nacional: Juan Soldado, de Enrique Castilla, Cuando la Patria lo mande,
de Juan Canals de Homes y El precio de la gloria, Honor militar y El blokehouse de alta
luz, todas éstas dirigidas por el teniente coronel Francisco Orozco y Berra. La mayoría de
estos filmes no se exhibieron comercialmente.
También se debe al gobierno carrancista la iniciativa para fundar lo que resultaría el
más remoto antecedente de enseñanza cinematográfica en México. En 1917, Carranza
decretó la creación de una Cátedra de Preparación y Práctica Cinematográfica adscrita al
plan de estudios de la Escuela Nacional de Música y Arte Teatral, e igualmente autorizó a
la Dirección General de Bellas Artes para adquirir el equipo necesario con objeto de que los
alumnos pudieran filmar películas de argumento. Como profesor de la cátedra se designó a
Manuel de la Bandera, quien, junto con sus primeros discípulos, realizó Triste crepúsculo,
película ya mencionada. Sin embargo, el proyecto tendiente a desarrollar la enseñanza de
cine en el país se vio frustrado probablemente debido a causas políticas y burocráticas.
Cuando aún faltaban algunos meses para que concluyera formalmente el periodo
presidencial de Venustiano Carranza, la llamada “Rebelión de Agua Prieta” instaló en el
poder a la célebre “Dinastía sonoronse”, integrada por los estrategas militares a quienes se
debió el triunfo del Ejército Constitucionalista: Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón y
Plutarco Elías Calles. El México de la década de los veinte estaría en buena medida
marcado por los métodos y peculiares formas de gobiernos de esos tres caudillos, nacidos
en el estado de Sonora, los cuales trazaron un perfecto plan para turnarse de manera
sucesiva la Presidencia del país. A tan improvisados como aguerridos militares
provenientes de las estepas del norte del país les tocaría enfrentar una política
estadounidense bastante agresiva, consecuencia lógica del triunfo de los norteamericanos
en la Primera Guerra Mundial. A cambio de ayuda militar y tecnológica para sofocar
diversos levantamientos armados, el gobierno de los Estados Unidos exigió, a través de los
Tratados de Bucareli, firmados en 1923, una apertura del mercado interno que, por lo que
respecta al espectáculo fílmico, se reflejó en un marcado incremento en la exhibición de
productos hollywoodenses, en detrimento de las películas hechas en México o las
provenientes de países como Francia, Italia y Alemania. Este fenómeno obstaculizó aún
más los intentos por crear una industria cinematográfica autóctona. A ello se agregó la
evidente incapacidad de los cineastas mexicanos para competir contra Hollywood en sus
propios terrenos: la producción de un cine de argumento capaz de seducir al espectador, y
el desarrollo de un Star System o “sistema de estrellas”.
Las cifras resultan bastante elocuentes: entre 1923 y 1930 sólo se produjeron
alrededor de 40 largometrajes, de los cuales ninguno obtuvo, que se sepa, un considerable
éxito en taquilla, como sí había ocurrido en los casos de películas como Santa o El
automóvil gris. Si algo caracterizó a esta época de de crisis y abatimiento del cine mudo de
argumento fue el hecho de que, ante el fracaso de los intentos por crear una industria
fílmica que tuviera su sede en la capital del país, algunos cineastas intentaron una
posibilidad todavía más suicida : hacer películas para consumo estrictamente regional. Se
tiene registro de una serie de filmes realizados en diversos estados del territorio mexicano:
Puebla, Taxcala, Michoacán, Jalisco, Veracruz, Yucatán, Sonora, etc. Aunque pretendían
continuar el cultivo del nacionalismo cinematográfico, todos esos intentos fueron en
realidad ejemplos de un cine amateur e improvisado, con excepción del díptico integrado
por El puño de hierro (1927) y El tren fantasma (1927), cintas dirigidas por Gabriel García
Moreno y filmadas en Orizaba, Veracruz; ambas películas revelaron a un cineasta con
pleno dominio de la técnica narrativa, lo que le permitió expresar a muy buen nivel temas
que reflejaban la influencia muy directa del cine hollywoodense de aventuras. Otros casos
dignos de mencionarse son los de Francisco García Urbizu, quien pudo filmar en la ciudad
de Zamora, Michoacán, una serie de cintas más bien curiosas (Traviesa juventud y
Sacrificio por amor) ; Guillermo Indio Calles, realizador de varias obras fílmicas de tema
indigenista producidas en Sonora, Baja California Norte y Nayarit, respectivamente : El
indio Yaqui, Raza de bronce y Sol de gloria ; y Cándida Beltrán Rendón, productora,
escritora, directora e intérprete de la película El secreto de la abuela, melodrama filmado
en locaciones del estado de Yucatán. De esta forma, Beltrán Rendón se convertiría en la
primera “autora total” que se registra en los anales del cine mexicano.
Atención aparte merece el caso de Miguel Contreras Torres, sin duda el cineasta
más prolífico de todos los que participaron en el proyecto por desarrollar una industria
fílmica en el México de la década de los veinte, y uno de los pocos que lograrían continuar
su carrera a lo largo del periodo sonoro. El nombre de Contreras Torres está vinculado a
una serie de películas de marcado acento nacionalista, varias de las cuales antecedieron los
temas y formas de algunos de los géneros más importantes del cine mexicano de las
décadas treinta y cuarenta. Luego de producir y escribir el argumento de El Zarco o Los
Plateados, Contreras Torres se inició en la realización con El caporal (1921), obra
costumbrista con elementos folclóricos a la que siguieron De raza azteca (1921, en
codirección con Guillermo Indio Calles), melodrama romántico que exaltaba el “valor y
temple” de las etinas indígenas ; El sueño del caporal (1922), cinta de dos rollos de
duración que complementaba la historia narrada en El caporal ; El hombre sin patria
(1922), cuya trama contaba las vicisitudes de un joven mexicano que se veía obligado a
emigrar a los Estados Unidos ; Almas tropicales (1923, en codirección con Manuel R.
Ojeda), que ubicaba su argumento en un pueblo de la costa habitado por marinos y
pescadores ; Oro, sangre y sol (1923), docudrama sobre la vida de Rodolfo Gaona, célebre
torero de la época ; Aguiluchos mexicanos (1924), docudrama sobre las hazañas de varios
pilotos aviadores (Pablo L. Sidar, Emilio Carranza, Roberto Fierro, Joaquín González
Pacheco) que habían sido proclamados como “héroes del espacio”, México militar (1925),
documental patrocinado por la Secretaría de Guerra y Marina que mostraba algunos
aspectos de los avances logrados por las instituciones castrenses ; El relicario (1926, en
codirección con Norman Lezy), película de asunto taurino filmada en locaciones de
Hollywood, España y México e inspirada en una famosa melodía española; El ejército
mexicano (1926), documental complementario de México militar, y El león de la Sierra
Morena (1928), filme de aventuras realizado en exteriores de la ciudad de Córdoba,
España. Cabe mencionar que, salvo los mencionados documentales, casi todas esas
películas fueron producidas, escritas y protagonizadas por el propio Contreras Torres.

IV.

Durante los últimos años de la década de los veinte y los primeros de la década siguiente,
México vivió, en lo que se refiere a las estructuras de poder, una importante etapa de
transición. Los respectivos periodos presidenciales de Emilio Portes Gil (noviembre de
1928 a septiembre de 1930), Pascual Ortiz Rubio (septiembre de 1930 a septiembre de
1932) y Abelardo L. Rodríguez (septiembre de 1932 a noviembre de 1934), integran una
fase caracterizada por un sutil mecanismo político sustentado en la figura de Plutarco Elías
Calles, quien tras el asesinato de Álvaro Obregón (el cual había logrado reelegirse para
ocupar de nueva cuenta la Presidencia del país), fue proclamado como en el “Jefe Máximo”
de la facción triunfadora en el movimiento armado iniciado en noviembre de 1910.
Convertido en "Hombre Fuerte de la Política Nacional", Calles limitó el poder presidencial
controlando para su beneficio personal tres instancias fundamentales de la estructura
política: el Partido Nacional Revolucionario (que bajo diversas denominaciones se
mantuvo durante 70 años en el poder en su calidad de partido hegemónico y de apéndice
principal del Estado), la Cámara de Diputados y los respectivos gabinetes presidenciales.
Pero los mecanismos implementados por el "Jefe Máximo" fueron insuficientes para
contener las vigorosas demandas de campesinos y obreros a quienes el Estado emanado de
la Revolución mantenía prácticamente en el olvido. Con el periodo presidencial iniciado en
diciembre de 1934 daría comienzo también una etapa de renovación y reorganización que
sería determinante para la Historia Moderna del país.
Si por estas y otras razones la década de los treinta resultó fundamental en
términos políticos y sociales, no lo fue menos por lo que se refiere al desarrollo del cine
mexicano que, como ya apuntamos, hacia fines de los veinte languidecía víctima de la
desproporcionada competencia hollywoodense y de la incapacidad y desorganización de
quienes venían haciéndolo. El fracaso del cine mudo mexicano, que entre 1929 y 1930
produjo, respectivamente, sólo dos largometrajes por año, pareció darle la razón al
filósofo José Vasconcelos, quien durante su gestión como Secretario de Educación Pública
(1921-1924) impulsó el arte pictórico de los grandes muralistas (José Clemente Orozco,
Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Roberto Montenegro, Jean Charlot, Fermín
Revueltas, Gerardo Murillo, Fernando Leal, Ramón Alva de la Canal, etc) e incluso
patrocinó diversos filmes documentales, pero en cambio había declarado que el cine de
ficción era un producto cultural "típicamente norteamericano" y que por lo tanto carecía de
posibilidades para desarrollarse en el país.
Sin embargo, justo en 1930 comenzó a hacerse evidente que, luego de un breve
periodo de éxito, el llamado cine “hispano”, integrado por películas hollywoodenses
habladas en castellano, comenzó a ser rechazado por los públicos a los que estaba
destinado. Ello se debió a la hibridez y gran falsedad que caracterizaron a este tipo de cintas
con las que los empresarios de Hollywwod pretendieron mantener su hegemonía en las
pantallas del mundo hispanoparlante. El fracaso comercial y aún estético del cine “hispano”
abrió una coyuntura favorable a los intereses de quienes desde tiempo atrás anhelaban
fundar industrias fílmicas en países como México, Argentina, Brasil y España, los
“colosos” del mundo iberoamericano y por lo tanto las únicas naciones capaces de tal
empresa. Cabe aquí señalar que en ese cine “hispano” se habían formado, en calidad de
actores o técnicos, muchos de los elementos que, tras haber vivido experiencias en el cine
estadounidense, tarde o temprano terminarían incorporándose a la cinematografía
mexicana. A ellos se agregarían gente que proveía del cine mudo o de otros medios como el
teatro, la radio, la prensa y los espectáculos populares.
La única alternativa para poder desarrollar estructuras industriales en dichos países
era la de competir contra Hollywood en su propio terreno; debido a ello, a partir de 1929
(fecha en la que también se inició el cine "hispano" de largometraje) en México dio
principio la producción de películas sincronizadas con discos o sonorizadas con métodos
rudimentarios. Aparte de una serie de cortometrajes y noticieros sonoros, como los que
fueron realizados por Gabriel Soria para el periódico Excélsior, las filmografías del cine
nacional reportan cuando menos ocho películas de medio y largometraje que más que otra
cosa deben considerarse como experimentos o ensayos sonoros: Dios y ley (1929,
Guillermo Calles), El águila y el nopal (1929, Miguel Contreras Torres), Soñadores de la
gloria (1930, Miguel Contreras Torres), Más fuerte que el deber (1930, Raphael J.
Sevilla), Abismos o Náufragos de la vida (1930, Salvador Pruneda), Sangre mexicana
(1930, Joselito Rodríguez, producida en Los Ángeles, California), Alas de gloria (1930,
Ángel E. Alvarez) y Contrabando (1932, Frank Wells y Alberto Méndez Bernal). Varias
de estas películas (Dios y ley, Soñadores de la gloria, Sangre Mexicana y Contrabando)
fueron realizadas en Hollywood o con equipos alquilados a productores estadounidenses.
Es de suponer que debido a su mayor autenticidad en el manejo de las costumbres
nacionales y del idioma, estas cintas hubieran superado en éxito a las primeras películas
"hispanas", pero el anhelado triunfo no llegó debido principalmente a que los sistemas
sonoros utilizados en ellas creaban más problemas de los que resolvían.
La urgencia por desarrollar un auténtico cine sonoro nacional, evidente en los
intentos arriba mencionados, estimuló a un pequeño grupo de comerciantes y periodistas
(Juan de la Cruz Alarcón, Carlos Noriega Hope, Gustavo Saénz de Sicilia, Eduardo de
la Barra, Miguel Angel Frías, Juan B. Castelazo), quienes decidieron patrocinar una obra
fílmica con el método de sonido directo e integrado a la imagen patentado por los
hermanos Joselito y Roberto Rodríguez Ruelas, ingenieros mexicanos entonces radicados
en Los Angeles, California, realizadores de Sangre mexicana. Dicho método poseía,
además, la ventaja de ser muy ligero en comparación con otros inventos similares. Los
citados empresarios financiaron una nueva versión de Santa, la cinta muda realizada en
1918 por Luis G. Peredo. El gran éxito taquillero de este melodrama prostibulario dirigido
ahora por el español Antonio Moreno y basado en la novela homónima de don Federico
Gamboa, el "Zolá mexicano", sentaría por fin las bases de la tan anhelada industria nacional
del espectáculo fílmico. La versión sonora de Santa incorporó a su contenido las
convenciones de la música de Agustín Lara y con ella los incipientes éxitos románticos
promovidos por la industria discográfica y radiofónica nacional. Por lo demás, gracias a
esta película se incorporó al cine mexicano el excelente camarógrafo Alex Phillips, de
origen canadiense.

V.

La realización de Santa dio principio en noviembre de 1931, unos cuantos meses después
de que diera comienzo la "Campaña Nacionalista" promovida por un grupo de diputados
con el fin de "concientizar a los mexicanos para consumir exclusivamente productos
fabricados en el país". Dicha campaña fue una fugaz barrera proteccionista que facilitaría
la producción y exhibición de Santa y su triunfo comercial en las salas del país. Al fin el
Estado había podido apoyar, aunque fuera de manera indirecta, el surgimiento de la
industria fílmica mexicana.
Mientras esa política protectora rendía sus primeros frutos, el soviético Sérgei M.
Eisenstein, uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos, filmaba en diversas
partes del territorio mexicano los rushes para una película de enormes ambiciones estéticas
y en la que estaba aplicando todo su talento, sensibilidad y esperanzas. Según el proyecto
original de Eisenstein, la cinta habría de titularse Que viva México! e iba a ser una especie
de "mural cinematográfico" y de "sinfonía fílmica" que sintetizaría la historia, el arte,
las costumbres y el paisaje mexicanos. Eisenstein había llegado al país en los primeros
días de diciembre de 1930, luego de su frustrado intento de filmar en Hollywood, con
patrocinio de Paramount, sendas versiones de An American Tragedy, la famosa novela
realista de Theodore Dreiser, y de Sutter’s Gold, relato de Bliase Cendrars sobre la “fiebre
de oro” en el Estado de California. Interesado por la historia y la cultura mexicanas desde
sus épocas de infancia y de militante bolchevique, Eisenstein pudo levantar un proyecto
que le iba a permitir un retorno más satisfactorio a la URSS. Contando con el apoyo
económico del escritor izquierdista estadounidense Upton Sinclair, y luego de superar una
serie de terribles problemas aduanales así como el manifiesto rechazo de un sector de las
autoridades gubernamentales mexicanas, el célebre realizador de El acorazado Potiomkin
inició el rodaje formal de Que viva México!. Por múltiples causas, sobre las cuales ya han
abundado otras publicaciones7, la cinta mexicana de Eisenstein quedaría inconclusa y,
para recuperar parte del capital invertido en ella, Sinclair utilizó o vendió los rushes con
los cuales se han realizado, incluso recientemente, diversas versiones o interpretaciones.
La indudable influencia que el genio soviético legó al cine mexicano a través de
su obra inconclusa ha dado origen a diversas polémicas. Para unos, el legado de Eisenstein
resultó nefasto en tanto que dio origen a un hieratismo y un folclorismo perfectamente
“anticinematográficos” y de marcado aliento turístico; para otros, Eisenstein resultó el
auténtico "padre" del arte cinematográfico mexicano, el artista sin el cual la estética fílmica
nacional nunca hubiera alcanzado grandes dimensiones. Sin embargo, cada vez resulta
más claro que el portentoso talento del realizador soviético permitió a éste desarrollar en
términos cinematográficos algunas manifestaciones de la plástica muralista, del grabado y
de la fotografía que se cultivaron en México durante la década de los veinte como parte
del proyecto de desarrollo de una "cultura nacionalista".8 En ese sentido, Eisenstein no
"inventó" la estética del cine mexicano, sino que la encauzó por rumbos que tarde o
temprano los cineastas mexicanos habrían de descubrir. Su aportación es más precursora
que definitiva, más de maestro que de "padre creador"; ello sin quitar mérito a la belleza
implícita de sus imágenes fílmicas, debida a su destreza y talento personales, y a la
extraordinaria capacidad del camarógrafo Eduard Tissé. Cabría precisar que, aprovechando
el prestigio mundial de Eisenstein, las primeras versiones hechas a partir de los materiales
filmados para ¡Que viva México! (Thunder over Mexico, Eisenstein in Mexico,etc) dieron a
conocer en el plano internacional la imagen cinematográfica de un país de conmovedora
belleza plástica y heredero de una tradición y unas costumbres dignas de ser exaltadas a
través del "séptimo arte".
Eisenstein regresó a la URSS en mayo de 1932 y, según parece, jamás pudo
superar la tristeza de no haber podido llevar a cabo su película mexicana, una obra con la

7
Un relato pormenorizado de buena parte de esos motivos puede hallarse en el texto Sergei Eisenstein and
Upton Sinclair: The Making Und Unmaking of ¡Que viva México!, Indiana University Prees, Bloomington,
Indiana,1970, 449 pp, epistolario editado por H. M. Geduld y R. Gottesman.

8
Cfr. De la Vega Alfaro, Eduardo, Del muro a la pantalla: S.M. Eisenstein y el arte pictórico mexicano,
México, 1997, 115 pp.
que pretendía igualar o acaso superar los portentos visuales y estilísticos de Intolerance
(1916), la monumental cinta de David Wark Griffith que había servido de punto de partida
para los experimentos de los integrantes de la vanguardia fílmica soviética, encabezada por
Lev Kuleshov, Dziga Vertov y el propio Eisenstein.

VI.

De acuerdo con todo lo dicho anteriormente, en 1932 el cine mexicano ya contaba con dos
elementos que serían determinantes para lograr una producción sostenida con objetivos de
carácter industrial: un sistema sonoro confiable y una concepción estética "nacionalista"
mucho más definida. Las seis películas filmadas en ese año fueron sonorizadas con el
invento de los hermanos Rodríguez y una de ellas, Mano a mano, resintió la influencia
directa e inmediata de las concepciones paisajistas y folclóricas de Eisenstein. Esto último
fue consecuencia de que su realizador, el emigrado ruso Arcady Boytler Rososky, no sólo
había hecho amistad con Eisenstein sino que también formó parte del elenco de actores de
Fiesta, uno de los episodios que iban a integrar Que viva México! 9. Antes de arribar a
México, Boytler había hecho cine en Alemania, Chile y Nueva York, donde filmó varios
cortos sonoros para la Empire Productions, una compañía cinematográfica que financiaba
cintas "hispanas".
Pero tanto el mencionado triunfo económico de Santa como los loables intentos
realizados en 1932 apenas alcanzaron a rebasar las fronteras del mercado interno. Hacían
falta, pues, temas o géneros que permitieran seguir captando la atención de los espectadores
en las pantallas del país y, que a su vez, lograran la conquista del gran mercado
hispanoparlante que, en términos generales, seguía rechazando al cine hollywoodense
hablado en castellano. Como los empresarios de la "Meca del cine", a pesar de las primeras
evidencias del fracaso, se negaron a dejar de producir cintas "hispanas" (lo que no tardaría
en provocar una crisis), los productores cinematográficos mexicanos tuvieron el tiempo
suficiente para experimentar y encontrar el tipo de cintas que se requerían para llevar a

9
De acuerdo al esquema original, la cinta de Eisenstein iba a estar integrada por un prólogo, un epílogo y
cuatro episodios o "novelas": Zandunga, Fiesta, Maguey y Soldadera.
cabo la conquista del mercado externo, única posibilidad de desarrollar la industria
fílmica. De esta manera, los años 1933-1937 enmarcan una fase de experimentación
genérica que dio excelentes resultados tanto en el plano estético como en el terreno
propiamente comercial.
Durante este periodo coinciden, pues, los criterios más diversos. Hubo quienes
desde un principio asumieron el papel de simples comerciantes y el inmediato éxito
taquillero obtenido por sus películas pareció otorgarle sentido a su concepto del cine como
simple entretenimiento. El caso más notable de esta tendencia estaría representado por el
hispanomexicano Juan Orol García, productor y realizador de las cintas Sagrario (1933),
Madre querida (1935) y El calvario de una esposa (1936), melodramas en torno a la
infidelidad conyugal, la orfandad y la abnegación femenina, en los que resulta fácil advertir
la influencia de los folletines y radionovelas de la época. Madre querida logró triunfos
comerciales no sólo en México sino en Centroamérica y varios países del Caribe, sobre
todo Cuba.
En el extremo opuesto a Juan Orol estaría el caso del dramaturgo vanguardista
Juan Bustillo Oro, que en los primeros años de su carrera se asumió como autor a través
de una trilogía integrada por Dos monjes (1934), ambicioso ensayo de marcada orientación
expresionista; Monja y casada, virgen y mártir (1935), adaptación de la novela homónima
del historiador y literato Vicente Riva Palacio, y El misterio del rostro pálido (1935),
curiosa cinta de horror de claras evocaciones románticas, realizada también en el estilo de
la llamada "Escuela Alemana" (Wiene, Pabst, Lang, Murnau). En los casos de Dos monjes
y El misterio del rostro pálido, Bustillo Oro contó con el apoyo del entonces muy joven
Agustín Jiménez, talentoso fotógrafo de vanguardia y gran admirador de Eisenstein.
Una tercera tendencia estaría representada por la serie de películas que contaron
con patrocinio directo o indirecto del Estado, convertido en productor para estimular un
cine de calidad y de marcado "contenido social" con el que se pretendía hacer eco a las
demandas y postulados de las "Nuevas Fuerzas de la Revolución" encabezadas por Lázaro
Cárdenas del Río, presidente del país durante los años 1934-1940. Este patrocinio estatal
recayó en obras como Redes (1934, Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel), Rebelión
(1934, Manuel G. Gómez), 1934), Vámonos con Pancho Villa! (Fernando de Fuentes,
1935), Michoacán (documental de largometraje realizado en 1936 por la actriz y periodista
Helena Sánchez Valenzuela para el Partido Nacional Revolucionario) y en una buena
cantidad de reportajes fílmicos y noticieros que se dedicaron a exaltar la "política de
masas" del régimen cardenista y los avances en materia de reparto agrario y de beneficio
social.
La cuarta vertiente estuvo integrada por una serie de películas en las que sus
realizadores pretendieron conjugar lo artístico con lo comercial obteniendo resultados
extraordinarios: La mujer del puerto (1933), brillante melodrama prostibulario del ya citado
Arcady Boytler, quien adaptó al cine dos relatos tremendistas: Natacha, de León Tolstoi y
Le Port, de Guy de Maupassant ; Chucho el Roto (1934, Gabriel Soria), exégesis de la vida
de un bandolero social que logró poner en jaque a las autoridades durante la dictadura
porfirista ; Janitzio (1934, Carlos Navarro), película antropológico-indigenista muy influida
por los conceptos fílmicos de Robert Flaherthy y Sergei Eisenstein, en la que participó
como principal intérprete Emilio Fernández, quien se convertiría en una de las figuras
principales del cine mexicano durante la década siguiente; El baúl macabro (1936, Miguel
Zacarías), que mezclaba con acierto elementos de comedia, horror y cine policiaco, y La
mancha de sangre (1937), otro excelente melodrama de tema prostibulario debido al pintor
vanguardista Adolfo Best Maugard, quien había supervisado y asesorado a Eisenstein
durante la estancia del gran realizador soviético en México.
Un tanto al margen de todas esas tendencias pero participando activamente del
entusiasmo creativo de la época estaría José Bohr, cineasta de origen chileno quien tras sus
experiencias como "estrella latina" de varias películas “hispanas”, se incorporó al cine
mexicano donde acometió, entre otras obras delirantes pero muy bien realizadas, una
trilogía policiaco-gangsteril que suele ubicarse entre lo mejor que se produjo durante la
década de los treinta: ¿Quién mató a Eva? (1934), Luponini (El terror de Chicago) y
Marihuana (El monstruo verde), filmadas en 1935 y 1936, respectivamente.
El contexto antes descrito permitió incluso el debut como realizadora de Adela
Sequeyro Perlita. Ex-actriz de teatro y del cine mudo, Sequeyro fue primero co-directora
de Más allá de la muerte (1935) y, después, “autora total” de La mujer de nadie (1937). El
descubrimiento de ésta cinta, que se había dado por perdida, ha revelado el buen sentido
del cine que poseía su realizadora, así como su capacidad para asumir con gran sobriedad
las convenciones del melodrama creando un personaje femenino excepcional dentro de la
cinematografía mexicana del periodo. Por lo tanto, es de lamentar que Adela Sequeyro
sólo haya podido filmar una película más: Diablillos de arrabal (1938), fallida incursión en
el universo de las pandillas infantiles que habitan en los barrios populares.
Pero el caso más notable y sintomático estuvo representado por Fernando de
Fuentes, sin lugar a dudas el cineasta mexicano más dotado de la primera etapa sonora.
Poeta, editorialista político y gerente de una famosa sala cinematográfica de la capital
mexicana (el cine Olimpia), De Fuentes ingresó al medio fílmico en calidad de ayudante de
dirección en Santa y como director de diálogos en Una vida por otra (1932, John H.
Auer). Luego de su debut en la realización con El anónimo (1932), inicia una carrera
importantísima en la que sobresalen sus películas ubicadas en la época de la Revolución
Mexicana: El prisionero trece (1933), El compadre Mendoza (1933), y la ya mencionada
Vámonos con Pancho Villa!. La trilogía revolucionaria de De Fuentes representa la
mirada crítica y lúcida sobre un momento histórico del que apenas estaban viviéndose las
primeras consecuencias. Estas obras son, en primera instancia, tragedias de corte clásico
en las que sus personajes cumplen, en el contexto de situaciones extremas, una especie
de destino inexorable. Pero, sobre todo, en las cintas de De Fuentes está el retrato verista
o alegórico de la secuela de traiciones y corruptelas que dieron sentido histórico al
movimiento armado de 1910-1917. No deja de ser significativo el hecho de que Vámonos
con Pancho Villa! Haya sido censurada por parte del propio Lázaro Cárdenas, al que la
escena culminante, que narraba la masacre de algunos integrantes de una familia, le resultó
demasiado cruel y sanguinaria.
Durante la primera etapa de su carrera, De Fuentes destacó también como buen
exponente del cine de géneros; así lo prueban películas como La Calandria (1933),
impecable versión de una novela costumbrista homónima de Rafael Delgado; El fantasma
del convento (1934), notable ejemplo de cine de horror; Cruz Diablo, excelente obra de
"capa y espada" ubicada en la época del dominio español; La familia Dressel (1935),
magistral retrato de la mentalidad de la clase media urbana, y Las mujeres mandan (1936),
que satirizaba las costumbres provincianas. Tanto las grandes películas de De Fuentes
como los clásicos antes señalados son inconcebibles sin la participación creativa de cuatro
fotógrafos cuyos respectivos estilos dominaron la época: Alex Phillips, Jack Lauron
Draper, Ross Fisher y Agustín Jiménez. Ellos integran la primera generación de singulares
artistas de la cámara que sentará las bases de los logros estéticos posteriores.
Como acertadamente ha señalado Aurelio de los Reyes10, durante el periodo
1933-1937 irrumpieron también dos concepciones estéticas antagónicas, aunque no fueran
otra cosa que ramificaciones del llamado "nacionalismo cinematográfico". Por un lado
estaría el "nacionalismo liberal", promovido sobre todo por el régimen de Lázaro Cárdenas
y que estuvo integrado por las películas Redes, Rebelión, Janitzio o Vámonos con Pancho
Villa !, algunas de ellas fuertemente influidas por las concepciones del cine de
vanguardia y que además permitieron la incorporación de varios representantes del gran
movimiento musical encabezado por autores como Manuel Castro Padilla, Silvestre
Revueltas, Manuel M. Ponce y Carlos Chávez. Todo indica que el fracaso comercial de
Vámonos con Pancho Villa!, obra épica realizada en plan de superproducción, canceló el
intento de forjar un cine que, como en la Unión Soviética años atrás, ayudara a concientizar
y educar a las masas.
De igual forma, el "nacionalismo liberal" pretendió ser un contrapeso a las ideas
conservadoras y reaccionarias encarnadas en el cine mexicano del periodo mudo a través de
cintas como Partida ganada, En la hacienda, Viaje redondo, El caporal, etcétera, ideas
que comenzaron a difundirse también en la etapa sonora con el afán de exaltar el universo
agrario de la época porfiriana, "soslayando los cambios que la Revolución había operado
en la sociedad y defendiendo el orden establecido", según la afirmación de De los Reyes.
Sin embargo, de manera inevitable, el "nacionalismo conservador", ya presente en cintas
como Mano a mano, reapareció de manera formal en 1936 con la realización de tres
películas de tema folclórico claramente derivadas del teatro de géneros, de la novela y la
pintura costumbristas y, ante todo, de los programas radiofónicos de música vernácula:
Cielito lindo, de Robert O’ Quigley; Allá en el Rancho Grande, de Fernando de Fuentes y
¡Ora Ponciano!, de Gabriel Soria. Como dato complementario puede decirse que éstas
cintas se realizaron justo en el año en que el gobierno cardenista había iniciado una reforma
agraria que entre otros aspectos implicó el reparto de los latifundios, las grandes

10
Véase, Aurelio de los Reyes, Medio siglo de cine mexicano (1896-1947), Trillas, México, 1987, p.187 y
ss.
extensiones de tierra que durante el porfiriato se habían concentrado en unas cuantas
manos.
El inesperado éxito comercial de Allá en el Rancho Grande en los mercados de
habla hispana permitiría, por fin, el surgimiento de un cine mexicano con carácter
industrial en la medida que incrementó la oferta y la demanda de productos fílmicos. El
argumento de la película actualizaba la trama de la cinta muda En la hacienda (un
hacendado y un sirviente disputan el amor de una joven campesina), a la que se agregaron
música y otros elementos del folclore nacional como peleas de gallos, bailables, carreras
de caballos y "duelos" verbales. Paradójicamente, a De Fuentes correspondió el mérito de
haber acertado en el gusto de las masas latinoamericanas y españolas que encontraron en
Allá en el Rancho Grande y en sus múltiples secuelas los elementos de identidad cultural
que las cintas “hispanas” habían sido incapaces de proponer y expresar. Por lo demás, el
premio a la mejor fotografía (labor debida a Gabriel Figueroa) que obtuvo la cinta de De
Fuentes en el Festival de Venecia celebrado en 1938 marcó la pauta para que el cine
mexicano comenzara a ser aceptado y reconocido ente los públicos más exigentes de los
mercados de Europa.
En suma, el cine mexicano logró convertirse en industria apoyado sobre todo en
antecedentes teatrales o radiofónicos y en detrimento de los intentos del Estado por crear
una cinematografía sustentada en antecedentes artísticos ligados a las vanguardias. Esta
contradicción habría de marcar los nuevos rumbos de la cinematografía en México.

VII

El surgimiento de la industria cinematográfica en México implicó también un proceso de


reorganización en todos los niveles. El 25 de junio de 1934, los empresarios
cinematográficos mexicanos fundaron la Asociación de Productores de Películas. En un
principio, dicha institución estuvo integrada por el mismo grupo de entusiastas que
habían visto surgir y crecer un cine sonoro mexicano que aún no era capaz de consolidarse
plenamente. Pero, en febrero de 1936, a unos cuantos meses de que se iniciara el rodaje
de Allá en el Rancho Grande, los empresarios fílmicos mexicanos se reorganizaron bajo
el rubro de Asociación de Productores Cinematografistas de México, estructura corporativa
que a su vez marcó el inicio formal de las actividades de una “burguesía cinematográfica
mexicana”, en el sentido estricto de tal concepto.11
El extraordinario triunfo de la cinta de De Fuentes no ocurrió en terreno baldío ya
que, de manera inmediata, los integrantes de esa “burguesía cinematográfica” invirtieron
capitales para el financiamiento de una buena cantidad de productos fílmicos que, en
vista de que los mercados extra-fronteras habían respondido, simplemente repitieron la
fórmula de Allá en el Rancho Grande. El propio Fernando de Fuentes fue contratado para
realizar otras dos secuelas de su exitosa comedia ranchera: Bajo el cielo de México y La
Zandunga, ambas filmadas en 1937. En ésta última cinta debutó para el cine nacional la
célebre actriz mexicana Lupe Vélez, de notables antecedentes en Hollywood, hecho que
sentaría el precedente para que otros actores nacidos en México y que también habían
obtenido fama en "La Meca del Cine" (José Mojica, Ramón Novarro, Dolores del Río) se
fueran incorporando a una cinematografía que ya les garantizaba la difusión de su
prestigio. Con ello se establecieron las bases del Star System requerido por la propia
industria fílmica.
En un primer impulso, aparentemente irreversible, durante 1938 se filmaron 57
largometrajes, cifra que no sólo marcó el nacimiento formal de la industria fílmica
mexicana sino que superó a las respectivas producciones de Argentina y España, países en
los que también habían estado ocurriendo fenómenos de expansión industrial. Sin embargo,
conviene señalar un hecho que casi siempre ha pasado inadvertido a los estudiosos del
tema: la conversión del cine mexicano en una pujante industria ciertamente implicó, por un
lado, la derrota definitiva del cine "hispano" hollywoodense y, por el otro, una constante
superioridad sobre las otras cinematografías de habla hispana. Pero el resto del cine
producido en Estados Unidos en ningún momento perdió su hegemonía en las pantallas de
América Latina, mucho menos en las de México. Como ejemplo de lo anterior vale citar la
siguiente estadística extraída del libro Cartelera Cinematográfica 1930-1939 (UNAM,
11
El concepto de “burguesía cinematográfica” está tomado de los estudios del investigador español Jesús
González Requena (véase, sobre todo, el ensayo “Burguesía cinematográfica y Aparato”, en La Mirada.
Textos sobre cine, No. 1, Barcelona, abril de 1971, p. 13-21) y en este caso define al grupo que detenta el
poder económico y político hacia el interior de una industria fílmica.
México, 1980), publicado por los investigadores Jorge Ayala Blanco y María Luisa
Amador: de las 3081 películas de largometraje estrenadas en la capital mexicana
durante la década de los treinta, 2338 (o sea el 76%) fueron estadounidenses; 544 (o sea el
17.5%) pertenecieron a otras nacionalidades, y sólo 199 (6.5%) habían sido producidas en
el país. Tendencias mucho más pronunciadas a favor del cine hollywoodense revelan las
investigaciones de Violeta Núñez Gorriti para el caso de Perú (en Cartelera
Cinematográfica Peruana, 1930-1939, Universidad de Lima-Fondo de desarrollo Editorial,
Lima, Perú, 1998) y de Osvaldo Saratsola para el caso uruguayo (véase Cinestrenos. El
cine en Montevideo desde 1929, portal de internet “UruguayTotal.com”). En ese sentido
puede afirmarse que el cine mexicano, como el de otras naciones del mundo
subdesarrollado, sólo en algunos momentos ha representado un serio problema de
competencia para la poderosísima estructura industrial radicada en los Estados Unidos.
Condicionada por su carácter de industria cultural surgida en un país de
capitalismo dependiente, la cinematografía mexicana resintió, apenas en 1939, la primera
de sus varias crisis, ésta debida al crecimiento voraz y descontrolado, así como a la
pronta saturación de los mercados que se vieron agobiados por infinidad de “comedias
rancheras”. Un repaso por los títulos producidos entre 1937 y 1938 revela los elevados
porcentajes de cintas folclóricas ubicadas en un medio rural que se mostraba inafectado por
los cambios sociales. De todas esas películas, sobresale el caso de ¡Así es mi tierra!,
filmada por Arcady Boytler en 1937, brillante parodia al cine eisensteiniano en la que
debutó de manera formal el cómico Mario Moreno Cantinflas, que no tardaría en obtener
enorme popularidad en todos los países de América Latina.12 Otras “comedias rancheras”
dignas de mencionarse debido a su popularidad en México y el extranjero son: Las cuatro
milpas (1937, Ramón Pereda), Adiós Nicanor (1937, Rafael E. Portas), protagonizada por
Emilio Fernández, Jalisco nunca pierde (1937, Chano Urueta) y Amapola del camino
(1937, Juan Bustillo Oro).
De esta manera, los últimos dos años del gobierno de Lázaro Cárdenas y el
primero del de su sucesor, Manuel Ávila Camacho, estuvieron marcados por bruscos

12
Cabe aquí apuntar que Cantinflas ya había participado en el medio fílmico haciendo un pequeño papel para
la cinta No te engañes corazón, realizada en 1936 por Miguel Contreras Torres.
descensos en la producción (38, 27 y 37 largometrajes, respectivamente), cifras que
evidenciaron una incapacidad de la industria fílmica para retomar, por sí misma, su
tendencia al desarrollo. Este fenómeno coincidió con una severa crisis económica causada
por las medidas adoptadas en Estados Unidos e Inglaterra como reacción ante la
expropiación petrolera decretada por el gobierno de Lázaro Cárdenas en marzo de 1938.
Pese a la situación adversa antes descrita ocurrieron algunos hechos importantes y
significativos: en primer lugar, la fundación, en 1939, del Sindicato de Trabajadores de la
Industria Cinematográfica de la República Mexicana (STIC), organismo afiliado a la
poderosa Confederación de Trabajadores de México (CTM); en segundo, la realización,
entre 1938 y 1939, de una serie de películas cuyos argumentos implicaban una abierta
nostalgia por la época de la dictadura de Porfirio Díaz (Perjura, de Raphael J. Sevilla;
Café Concordia, de Alberto Gout y, sobre todo, En tiempos de don Porfirio, de Juan
Bustillo Oro); dichas cintas tuvieron mucho éxito entre una clase media urbana que parecía
no estar muy de acuerdo con los cambios sociales emprendidos por el gobierno cardenista.
Otro síntoma de avance fue filmación, en 1940, de las cintas El Charro Negro, dirigida por
Raúl de Anda, Ahí está el detalle, de Bustillo Oro, y El jefe Máximo, de Fernando de
Fuentes, obras que también llamaron la atención de un público que cada vez se
identificaba más con las propuestas del cine nacional: la primera de ellas pudo proponer
un auténtico héroe cinematográfico derivado de leyendas e historietas mexicanas; la
segunda logró que uno de sus protagonistas, Cantinflas, se consagrara como ídolo popular,
y la tercera resultó una farsa excelente en la que de manera velada se criticaba la
corrupción del partido político en el poder.
El inicio del periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho marcó a su vez el
comienzo de una etapa prolongada que cubre aproximadamente los años 1940-1968, y
que se conoce bajo el concepto de "El milagro mexicano", caracterizado por una
conjugación de estabilidad política y desarrollo económico sostenido sin equivalente en
los demás países de Latinoamérica. Este período de auge formó parte de la fase expansiva
del capitalismo a escala mundial luego de la terrible crisis enmarcada en los años 1929-
1933.
En su primera etapa, que iría de 1941 a 1945, ese "Milagro mexicano" se
distinguió por un hecho singular: el pacto establecido con el gobierno de los Estados
Unidos, país con el que se venía manteniendo, desde 1910, serios y muy profundos
conflictos, mismos que se agravaron con la expropiación petrolera de 1938. Dicha alianza
se debió a una coyuntura muy especial: la situación provocada por la Segunda Guerra
Mundial. El acuerdo mexicano-estadounidense resultó supuestamente benéfico para
ambas partes: a cambio de cooperación militar, mano de obra barata y venta garantizada de
materias primas, México recibió préstamos cuantiosos y ayuda tecnológica para reactivar
su entonces tambaleante economía, ante la que comenzaron a abrirse los amplios mercados
de América Latina, Europa y Estados Unidos. Todo esto se tradujo en un acelerado
proceso de industrialización que modificó sustancialmente el rostro del país. De una
economía preponderantemente agrícola se pasó a otra de carácter manufacturero, y de una
sociedad agraria se comenzó a dar el salto cualitativo rumbo a una sociedad urbana.
La favorable situación provocada por la Guerra Mundial también resultó benéfica
para la industria fílmica mexicana que, a partir de 1942 (año en el que inicia formalmente
sus labores el Banco Cinematográfico, institución crediticia fundada por el Estado para
consolidar el desarrollo de la propia industria), y hasta 1945, vivió su periodo de verdadero
auge artístico y comercial. Durante esos mismos años Hollywood se dedicaría, por obvias
razones, a la realización de una abundante cantidad de cintas que respaldaban la causa de
los Aliados. Como parte del programa de apoyo a la economía mexicana, los empresarios
hollywoodenses otorgaron ayuda tecnológica y materias primas a la industria fílmica e
invirtieron de manera directa e indirecta en la producción de películas. Todo ello permitió
al cine mexicano diversificar su temática hasta entonces integrada por comedias rancheras,
melodramas lacrimógenos, cintas sobre la Revolución, películas de nostalgia porfiriana,
dramas mundanos, etcétera. A partir del pacto con los norteamericanos, la cinematografía
mexicana pretendió tomar el relevo de la hegemonía estadounidense sustituyendo
apresuradamente los géneros exitosos de "La Meca del cine" (biografías de personajes
célebres, adaptaciones de obras literarias de prestigio, comedias musicales), logrando en
primera instancia un cine de mejor calidad y de mayores costos que el producido en épocas
anteriores. Con los mercados prácticamente asegurados y contando con el sólido respaldo
de los productores radicados en “La Meca del Cine”, apoyo que éstos le negaron, sobre
todo por razones políticas, a las cinematografías de España y Argentina, la industria
fílmica mexicana se convirtió, por su capacidad para captar divisas, en una de las cinco
áreas económicas más importantes del país. Ocurrieron entonces varios síntomas de
prosperidad: los volúmenes de producción rebasaron los setenta largometrajes por año,
mientras que, a partir de 1943, la producción cinematográfica Argentina decreció
notablemente hasta niveles de menos treinta por año. Con esto se cumplió el vaticinio de
una nota publicada en la revista Variety, que el 19 de mayo de dicho año afirmaba:
"Estados Unidos está determinado ya a derribar a Argentina del pedestal como el más
importante productor de películas en castellano y a poner a México en ese sitio".13 Un
cuadro estadístico elaborado por Gaizka de Usabel incluido en su estudio American Films
in Latin America: The Case of The United Arstist Corporation, 1919-1951 (University of
Wisconsin, 1975)14 completa el panorama: en 1942, Cuba, pequeño país antillano y de
escasa producción fílmica interna, importó 47 películas mexicanas por 35 argentinas; al
año siguiente las cifras de importación ascendieron a 43 mexicanas por 42 argentinas; en
1944 los distribuidores cubanos importaron 68 mexicanas por 27 argentinas, mientras
que en 1945 las cifras de importación quedan en 56 mexicanas por 25 argentinas. (El
mismo cuadro estadístico certifica lo dicho anteriormente en el sentido de que Hollywood
se mantuvo muy por encima de la competencia entre las industrias de México y el país
sudamericano: en dichos años, Cuba importó, respectivamente 380, 340, 342 y 300
películas estadounidenses).
En tales circunstancias, la industria cinematográfica mexicana pudo darse el lujo
no sólo de producir un cine para los amplios sectores sociales de América Latina, sino
también de apoyar e impulsar las respectivas carreras de un grupo de cineastas, fotógrafos,
guionistas y actores que ya habían dado muestras de su talento y capacidad: Julio Bracho,
Emilio Fernández, Alejandro Galindo, Roberto Gavaldón, Ismael Rodríguez, Gabriel
Figueroa, Alex Phillips, Agustín Jiménez, Mauricio Magdaleno, José Revueltas, Pedro
Armendáriz, Dolores del Río, Andrea Palma, María Félix, Arturo de Córdova, David Silva,
etcétera.

13
Citado por José Luis Ortiz Garza, México en Guerra. La historia secreta de los negocios entre empresarios
mexicanos de la comunicación, los nazis y E.U.A., Planeta, México, 1989, p. 174

14
Op. cit. p. 175
Julio Bracho, representante de los sectores más cultos de la sociedad mexicana de
entonces, se había formado como director escénico en diversos teatros experimentales y de
vanguardia. Después de participar en los preparativos de la producción de Redes y de
debutar con la comedia de nostalgia porfiriana ¡Ay qué tiempos señor don Simón!, Bracho
filmó una serie de películas que lo ubicaron como el mejor exponente de un cine refinado
y de aspiraciones intelectuales: Historia de un gran amor (1942), La virgen que forjó una
patria (1942), Distinto amanecer (1943) y Crepúsculo (1944). La tercera de éstas cintas
resultó un hito en la medida que logró representar con rigor algunas de las nefastas
consecuencias del proceso de urbanización: prostitución, marginación, corrupción sindical
y desencanto moral.
Pero, sin duda, al equipo integrado por Emilio El indio Fernández (director),
Gabriel Figueroa (fotógrafo) y Mauricio Magdaleno (guionista) le corresponde el mérito de
haber aprovechado plenamente la situación para reencauzar la estética "nacionalista" de
tipo liberal y llevarla a niveles de calidad y rigor sólo comparables con la genialidad de
Eisenstein-Tissé. En sus películas de este periodo (Flor silvestre, María Candelaria, Las
abandonadas y Bugambilia), todas ellas protagonizadas por la pareja Pedro Armendáriz-
Dolores del Río, el mencionado equipo plasma un lirismo y una cosmogonía que en poco
tiempo le valdría el reconocimiento en los más diversos festivales internacionales, sobre
todo en los europeos. Con ello se consumó el anhelo de imponer en el extranjero una serie
de imágenes que mostraran, con un sentido positivo, la historia y las costumbres del país.
A partir del triunfo de las obras realizadas por Fernández-Figueroa, en Europa se
comenzó a hablar de una "Escuela Mexicana de Cinematografía". Al poco tiempo esta
apreciación demostró carecer de bases analíticas serias y rigurosas; sin embargo, es
indudable que las obras fílmicas de El indio Fernández y de su gran camarógrafo poseen, de
acuerdo con las tesis del investigador Alejandro Rozado15, el valor de reflejar y expresar
la lucha entre la tradición y la modernidad, principal característica cultural del México de
los cuarenta.

15
Cfr. Rozado, Alejandro, Cine y realidad social en México. Una lectura de la obra de Emilio Fernández,
CIEC-Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1991,108 pp.
El impulso logrado a través de las obras de Bracho y Fernández tuvo su
complemento en Doña Bárbara y La mujer sin alma, cintas filmadas por Fernando de
Fuentes para lucimiento de María Félix, la primera gran “estrella” femenina propuesta por
la industria, así como en las obras fílmicas realizadas por Miguel Zacarías con el cantante
Jorge Negrete (El peñón de las ánimas, Una carta de amor) y en películas aisladas de
Roberto Gavaldón (La barraca, 1944) y Alejandro Galindo (Campeón sin corona, 1945).
En La barraca, Opera Prima de su realizador, se llevó a buenos términos una adaptación
de la obra homónima del escritor español Vicente Blasco Ibáñez; por su parte, en Campeón
sin corona se logró llevar a cabo un estudio sico-sociológico de los habitantes de los barrios
marginales de la capital representados en la figura de un boxeador agobiado por el éxito.
Cabe hacer mención al hecho de que Alejandro Galindo ya había explorado en términos
cinematográficos los bajos fondos en dos películas anteriores, mismas que revelaron la
marcada vocación realista de su autor: Mientras México duerme (1938) y Virgen de
medianoche o El imperio del hampa (1941).
Luego de haber superado la crisis provocada por la saturación de mercados, la
industria fílmica mexicana inició, a partir de 1942, una estrategia tendiente a planificar
mejor su oferta. La diversificación genérica, en buena medida motivada por la
extraordinaria situación de guerra, equilibró los temas cinematográficos. Algunos de estos
temas fueron la respuesta inmediata a las necesidades de la época: se filmaron melodramas
y comedias que fueron vehículo ideológico del llamado Panamericanismo o de la lucha de
los países Aliados contra en Eje Berlín-Roma-Tokio: La liga de las canciones (1941,
Chano Urueta), Soy puro mexicano (1942, Emilio Fernández), Espionaje en el golfo (1942,
Rolando Aguilar), Corazones de México (1945, Roberto Gavaldón), Escuadrón 201 (1945,
Julián Soler) y varios más.
Una buena parte de la producción se orientó a adaptar de manera sistemática
novelas y obras teatrales escritas por autores prestigiosos de la literatura europea o
sudamericana. Aparte de las obras de los dos literatos antes citados (Blasco Ibáñez y
Rómulo Gallegos) se adaptaron, con mayor o menor fortuna, los textos de más de 65
escritores. Casi todas esas versiones fílmicas fueron realizadas con carácter de
superproducciones y pretendieron darle un tono “cosmopolita” al cine mexicano. Este tipo
de cintas pudieron ser filmadas gracias a que el caos provocado por la situación de guerra
evitaba el pago de los derechos correspondientes. Algunos de los autores literarios
extranjeros adaptados por la cinematografía mexicana de este periodo fueron : Alejandro
Dumas (El conde de Montecristo, 1941, de Chano Urueta ; Los tres mosqueteros, 1942, de
Miguel M. Delgado, parodia con Cantinflas ; El hombre de la máscara de hierro, 1943, de
Marco Aurelio Galindo), Paul Feval (El jorobado o Enrique de Lagardere, 1943, de Jaime
Salvador), Víctor Hugo (Los miserables, 1943, de Fernando A. Rivero), Alejandro Dumas,
hijo (La dama de las camelias, de Gabriel Soria), Julio Verne (Miguel Strogoff, 1943, de
Miguel M. Delgado), Emilio Zola (Naná, 1943, de Celestino Gorostiza y Roberto
Gavaldón), Pedro Antonio de Alarcón (El sombrero de tres picos, 1943, de Juan Bustillo
Oro), Juan Valera (Pepita Jiménez, 1945, de Emilio Indio Fernández), William
Shakespeare (Romeo y Julieta, 1943, de Miguel M. Delgado, parodia con Cantinflas),
Óscar Wilde (El abanico de Lady Windermere, 1943, de Juan José Ortega), León Tolstoi
(Resurrección, 1943, de Gilberto Martínez Solares), Emilio Salgari (El corsario negro,
1944, de Chano Urueta), Hermann Sudermann (El camino de los gatos, 1943, de Urueta ;
El deseo, 1945, de Urueta) y Stefan Zweig (Amok, 1944, de Antonio Momplet).
Por supuesto que también se adaptaron al cine los más diversos ejemplos de la
literatura nacional. Uno de los casos más notables fue el de La vida inútil de Pito Pérez,
cinta realizada 1943 por Miguel Contreras Torres a partir de la novela homónima de José
Rubén Romero. Gracias al empleo de una equilibrada mezcla de realismo y humor,
Contreras Torres logró satirizar las anquilosadas costumbres provincianas, lo cual, en aquel
contexto, no era poca cosa. Mucho contribuyó a los buenos resultados de la película el
hecho de que fuera interpretada por el cómico Manuel Medel, que encarnó de manera
excepcional la figura de un paria alcohólico que recorre los pueblos del estado de
Michoacán. En otras películas ubicadas dentro de la corriente que se dedicó a saquear la
literatura del país (Entre hermanos, El jagüey en ruinas , una nueva versión de Santa, etc),
también se hizo evidente una tendencia a invertir buenas cantidades de capital con objeto de
lograr productos de calidad con los que se pudiera competir en el extranjero.
Todo anunciaba, pues, prosperidad y salud para la industria fílmica mexicana.
Debido a ello, en 1942 la Asociación de Productores se integró a los sectores de la
distribución y la exhibición, quedando organizada desde entonces la Cámara Nacional de la
Industria Cinematográfica Mexicana, organismo que consolidó a la facción patronal de la
estructura capitalista del espectáculo del cine. Por otra parte, en 1945 un profundo
desacuerdo interno provocó la creación del Sindicato de Trabajadores de la Producción
Cinematográfica (STPC), que, derivado del antiguo STIC, integró a los trabajadores
"creativos" de la industria: directores, escritores, músicos, actores, técnicos (fotógrafos,
sonidistas, escenógrafos, maquillistas, editores), etc. El nuevo sindicato, encabezado por
Gabriel Figueroa, Jorge Negrete y Cantinflas, nunca fue aceptado por la Confederación
de Trabajadores de México, el organismo que entonces aglutinaba casi todas las tendencias
del movimiento obrero.
Pero, contra todos los pronósticos, durante los primeros años del periodo de la post-
guerra, la industria fílmica mexicana sufrió una breve etapa de crisis estructural
caracterizada por abruptos descensos en los volúmenes de producción: en 1946 se filman
71 películas de largometraje (es decir, 11 menos que en 1945), mientras que al año
siguiente la cifra en dicho rubro desciende a 57. Fue ésta una consecuencia, hasta cierto
punto lógica, de varios factores entre los que cabría destacar los siguientes: en primer
término, el resurgimiento del cine hollywoodense, que a partir de ese momento comenzaría
a plantearse la total recuperación de los mercados de América Latina; en segundo, el casi
inmediato retiro del apoyo financiero-tecnológico que los productores estadounidenses
habían brindado a la cinematografía nacional en los años del gran conflicto bélico; y por
último, pero no menos importante, el descenso en las tasas de inversión, hecho que se
tradujo en una baja en el promedio de costos por película. En otras palabras, los
productores, temerosos ante el nuevo embate por parte de Hollywood, comenzaron a
arriesgar menos capital, hecho que motivó, de ahí en adelante, un pronunciado descenso en
la calidad temático-estética del cine mexicano.
De la producción fílmica de 1946 logran sobresalir algunos casos dignos de
mención: El ahijado de la muerte, buen drama rural de Norman Foster, cineasta
estadounidense entonces radicado en México; Voces de primavera, de Jaime Salvador,
cinta que marca el debut de Adalberto Martínez “Resortes”, quien llegaría a convertirse en
uno de los cómicos más populares y taquilleros de la cinematografía mexicana; La otra,
excelente melodrama “negro” de Roberto Gavaldón interpretado por la diva Dolores del
Río; Sucedió en Jalisco o Los Cristeros, de Raúl de Anda, en la que por primera ocasión se
abordó plenamente el tema de la rebelión cristera (1926-1929), conflicto que había
enfrentado al gobierno post-revolucionario contra la iglesia católica y sus seguidores; Yo
maté a Rosita Alvírez, del mismo De Anda, melodrama ranchero que resultaría un inusitado
éxito de taquilla manteniéndose por espacio de trece semanas en su sala de estreno; El
moderno Barba Azul, del ya mencionado Jaime Salvador, buena comedia protagonizada por
el gran Buster Keaton; Los tres García y Vuelven los García, díptico de Ismael Rodríguez
que permitiría que uno de sus intérpretes, Pedro Infante, alcanzara el estrellato fílmico; y
Gran Casino, obra con la que Luis Buñuel inició la etapa mexicana de su tan azarosa como
genial filmografía. Todas estas películas y algunas más constituyeron tentativas dispersas
que, ante todo, pretendían mantener o abrir caminos artísticos y económicos para el sector
industrial cinematográfico que, por las razones antes mencionadas, comenzó a perder los
vastos mercados iberoamericanos que, como ya apuntamos, habían sido obtenidos a partir
del triunfo de Allá en el Rancho Grande y sus secuelas.
Sin embargo, en 1947, sin duda el peor año del periodo de la post-guerra en lo que a
producción fílmica se refiere, el cine mexicano encuentra la fórmula para poder enfrentar su
evidente crisis: la producción de películas de bajo costo que comienzan a situar sus tramas
en el ámbito urbano, preferentemente en los barrios habitados por los sectores populares.
En una primera etapa, dichas películas pretendieron satisfacer la demanda de un público
integrado por los cada vez más numerosos habitantes de las ciudades (sobre todo la capital
del país), cuyo crecimiento demográfico era efecto inmediato del vertiginoso proceso de
industrialización iniciado algunos años atrás. Dos cineastas, Ismael Rodríguez y Alejandro
Galindo, ambos influidos por el neorrealismo italiano y la “Serie negra” hollywoodense,
las vanguardias fílmicas del momento, se encargan de descubrir la nueva veta. El primero
realiza Nosotros los pobres y Ustedes los ricos que resulta otro exitoso díptico interpretado
por Pedro Infante, mientras que el segundo filma dos películas seriadas protagonizadas por
el excelente actor David Silva: ¡Esquina... bajan! y Hay lugar para...dos. Dichas cintas
contrastan en sus respectivas tramas y en el tratamiento de las mismas: los filmes de
Galindo se ubican en el universo de los conductores de transporte público logrando dotar a
sus personajes de buenas observaciones sociológicas y aún antropológicas como el
detallado empleo de un lenguaje y un ambiente genuinamente populares. Por su parte, las
obras de Rodríguez pretenden describir, con una contundencia dramática que no pocas
veces incurre en el franco “amarillismo” y la mistificación, la azarosa vida cotidiana de los
habitantes de las “vecindades”, espacios citadinos caracterizados por la miseria, la
violencia, el hacinamiento y la promiscuidad. El considerable triunfo mercantil de las
mencionadas películas (sobre todo las de Rodríguez-Infante) orienta a la producción fílmica
mexicana por la ruta de un cine predominantemente comercial dedicado a cubrir la
demanda de las clases populares urbanas, para las que el espectáculo fílmico se ha
convertido en el medio principal para cubrir su tiempo de ocio. Pero, al mismo tiempo, esta
nueva estrategia resulta desfavorable en otro sentido ya que los llamados “sectores
medios”, poseedores de un mayor poder adquisitivo, comenzarán a preferir los productos
provenientes de Hollywood en detrimento de los filmes nacionales.
El género de películas sobre la ciudad reactiva de inmediato la producción y durante
el periodo 1948-1952, etapa que se corresponde con los vertiginosos años del régimen
presidencial de Miguel Alemán Valdés, se alcanza un volumen anual promedio de 102
filmes de largometraje, fenómeno que en su momento es contemplado como una
prolongación de la “Época de oro”. Algunas de las obras más representativas de esta serie
intentan rendir homenaje a los sectores sociales más desprotegidos mediante títulos que
suelen asociarse con referencias religiosas (La santa del barrio, Ángeles de arrabal, Los
pobres van al cielo, Un rincón cerca del cielo), con los espacios urbanos más
identificables (Barrio bajo, La marquesa del barrio, Casa de vecindad, Café de chinos, La
tienda de la esquina, Sangre en el barrio, Salón de belleza, El ruiseñor del barrio) o con
toda suerte de oficios poco redituables pero ejercidos con “honradez y decencia” (El
ropavejero, El billetero, El papelerito, Nosotras las taquígrafas, Nosotras las sirvientas,
Secretaria particular, Comisario en turno, El gendarme de la esquina).
La realización de este tipo de películas, la mayoría sustentadas en la lógica de las
convenciones más elementales, moralistas y conservadoras, coincide, no por azar, con la
aparición del melodrama prostibulario-cabaretil, género que a su modo intenta expresar en
las pantallas el surgimiento de una tan disipada como intensa vida nocturna que a su vez
sintetiza algunos de principales rasgos que definen al periodo del gobierno alemanista:
corrupción en todas las esferas de la política, acelerada explosión demográfica en las urbes
y aumento en los índices de desempleo, violencia y prostitución. Los antecedentes y
elementos del cine prostibulario-cabaretil pueden rastrearse en las películas de la década de
las treinta (sobre todo en Santa, La mujer del puerto y La macha de sangre), en los dramas
eróticos de la literatura follestinesca y en las obras musicales de Agustín Lara, autor de
exitosas melodías que en la mayoría de los casos exaltaban la condición femenina
imperante en los prostíbulos y cabarets frecuentados por hombres de todas las clases
sociales. La realización de cintas como Pervertida (1945,José Díaz Morales), cuyo
argumento se inspiraba libremente en una canción homónima del propio Lara, y la buena
recepción en taquilla de Humo en los ojos (1946), realizada por Alberto Gout, interpretada
por David Silva y Mercedes Barba y asimismo basada en una melodía de Lara, marcaron la
pauta para el advenimiento de un considerable número de filmes que en sus respectivos
títulos llevaban implícito el estigma social de sus protagonistas: La sin ventura (1947, Tito
Davison), La bien pagada (1947, Gout), Cortesana (1947,Gout), La Venus de fuego (Jaime
Salvador, 1948), Una mujer con pasado (1948, Raphael J. Sevilla), Pecadora (1947, José
Díaz Morales), Señora tentación (1947, Díaz Morales), La venenosa (1949, Miguel
Morayta), El pecado de Laura (1948, René Cardona), La Bandida (1948, Agustín P.
Delgado), Traicionera (1950, Ernesto Cortázar), Hipócrita (1949, Morayta), Vagabunda
(1950, Morayta), Callejera (1949, Cortázar), Una mujer sin destino (1950, Salvador),
Arrabalera (1950, Joaquín Pardavé), Ladronzuela (1949, Delgado), Perdida (1950,
Fernando A. Rivero), Aventurera (1949, Gout), Coqueta (Rivero, 1949), Mala hembra
(1950, Miguel M. Delgado), Burlada (1950, Rivero), Pasionaria (1951, Pardavé), La mujer
desnuda (1951, Fernando Méndez), Apasionada (1952, Alfredo B. Crevenna), Ambiciosa
(1952, Cortázar), Sandra (La mujer de fuego) (1952, Juan Orol), etc. Como atinadamente
señala Emilio García Riera, muchas película de este género narraban “con variantes leves,
una misma historia: una chica provinciana o, en general, de origen humilde, caía por culpa
de las circunstancias -casi nunca por su propio deseo- en el cabaret, donde un ‘padrote’ la
acosaba mientras solían revelarse parentescos insospechados; era frecuente que la chica se
hiciera a su vez prostituta rechazante, valga la contradicción, y, con lujo de facilidad,
‘artista’ famosa gracias a sus capacidades de cantante o, más frecuentemente, de bailarina
rumbera. El doble mensaje hipócrita -típico del melodrama- hacía abominable el destino de
la heroína y exaltante al cabaret, réplica convencional (en estudio) de los verdaderos que
proliferaron por la época en la ciudad de México. En ese ámbito se producían los muchos
números musicales que salvaban los ‘hoyos’ de las tramas, sobre todo en el dificultoso
tercio de las películas. La convención aceptaba que intérpretes famosos cantaran o bailaran
en cabaretuchos infames, o que éstos dispusieran de amplios espacios escenográficos”.16
Además de la ya mencionada Mercedes Barba, el “Star-system” de los filmes prostibulario-
cabaretiles estuvo integrado por María Antonieta Pons, Emilia Guiú, Susana Guízar, Gloria
Marín, Rosa Carmina, Leticia Palma, Marga López, Guillermina Grin, Rosita Quintana,
Brenda Conde, Miroslava, Lilia Prado, Elsa Aguirre, Ninón Sevilla, Amalia Aguilar, Rosita
Fornés y Yolanda Montes “Tongolele”. Algunas de las actrices mencionadas (Pons, Rosa
Carmina, Sevilla, Fornés y Aguilar) provenían de Cuba y por obvias razones lograron
sobresalir gracias a su capacidad para la ejecución de buenos números musicales que,
inspirados en los diversos ritmos caribeños (danzón, clave, conga, rumba, mambo, bembé,
bahiao, etc), sirvieron de vehículo de expresión a un erotismo que en no pocas ocasiones
alcanzó dimensiones insólitas para su época.
Por su excepcional belleza y sus antecedentes en el medio fílmico (sobre todo sus
interpretaciones en Doña Bárbara, La mujer sin alma, Vértigo y Amok, filmadas por
Fernando de Fuentes o Antonio Momplet durante el bienio 1943-1944), correspondió a
María Félix desempeñar diversas variantes de la “prostituta de lujo”, estereotipo que
encarnó en La devoradora (1946, Fernando de Fuentes), La mujer de todos (1946, Julio
Bracho) y Doña Diabla (1948, Tito Davison), todo ello previo a una primera serie de
filmes que significaron la incorporación de la diva al cine europeo de la post-guerra (Mare
Nostrum, Una mujer cualquiera, La noche del sábado, La corona negra, Mesalina,
Hechizo trágico y La pasión desnuda, realizadas entre 1948-1952 por directores como
Rafael Gil, Luis Saslavsky, Carmine Gallone, Mario Sequi o Luis César Amadori).
De la abrumadora lista de melodramas prostibulario-cabaretiles cabe siempre
destacar una trilogía realizada por Alberto Gout e interpretada por Ninón Sevilla. En
Aventurera (1949), Sensualidad, (1950) y No niego mi pasado (1951), cintas producidas
por los hermanos Calderón y escritas por Álvaro Custodio, emigrado español que por
entonces se dedicaba a la crítica de cine, Gout supo aprovechar perfectamente las
convenciones del género para desarrollar obras profundamente subversivas. Incluso en la
primera de ellas, sin duda la mejor del tríptico, se hace evidente un intento desmitificador

16
García Riera, Emilio, Breve historia del cine mexicano, Universidad de Guadalajara-Edciones Mapa-
IMCINE-Canal 22, Guadalajara, Jalisco, 1999, p. 154
que parece inspirado en las proclamas surrealistas contra los principios del arte burgués; la
heroína encarnada por Ninón pertenece a la estirpe de personajes malditos que hacían la
delicia de André Breton y seguidores. En el colmo de la “revuelta moral” (García Riera,
dixit) que el filme de Gout hace explícita, la prostituta, que antes se ha mostrado vengativa,
perversa, ruin, desalmada y descarnadamente sexual, no recibe castigo alguno sino, todo lo
contrario, se hace merecedora a la futura dicha al lado del hombre que la ama sin reparar en
sus “pecaminosos” antecedentes. Aventurera es también la más demoledora crítica al
discurso hipócrita del cine mexicano de su época (y aún de épocas subsecuentes) y un
documento revelador sobre la corrupción social imperante en el régimen de Miguel
Alemán.
De manera simultánea con el cine de de prostitutas-cabareteras, irrumpe la saga de
filmes que, abiertamente inspirados en la “Serie negra” hollywoodense, pretenden adaptar a
las condiciones de la urbe mexicana las pasiones y desventuras de gángsters perseguidos
por la justicia o la fatalidad. Con antecedentes locales en películas como ¿Quién mató a
Eva ?, Luponini (El terror de Chicago), Marihuana (El montruos verde), la célebre trilogía
realizada por José Bohr Bohr en 1934-1936, Virgen de medianoche o El imperio del
hampa, de Alejandro Galindo y Los misterios del hampa (1944, Juan Orol), el “melodrama
gansteril” mexicano propuso una galería de personajes malvados que al final se convertían
en víctimas de sus aspiraciones de fácil ascenso social. A la perspectiva elemental de El
reino de los gángsters (1947, Orol), seguirían Carta Brava (1948, Agustín P. Delgado),
Ventarrón (1949, Chano Urueta), Cuatro contra el mundo (1949, Alejandro Galindo),
Cabaret Shanghai (1949, Orol), El desalmado (1950, Urueta), El suavecito (1950,
Fernando Méndez), Quinto patio (1950, Raphael J. Sevilla), Paco el elegante (1951,
Adolfo Fernández Bustamante) y Manos de seda (1951, Urueta), ejemplos de un cine de
mejores aspiraciones. Sin embargo, sólo en los casos de Cuarto contra el mundo y El
Suavecito puede hablarse de logros que pudieron trascender las rígidas convenciones del
sub-género, ello gracias a las notables capacidades narrativas de sus respectivos
realizadores. En la cinta de Galindo el tema del asedio alcanza dimensiones trágicas, lo que
equipara a esta obra con algunas de las grandes películas hollywoodenses de Fritz Lang.
Por su parte, el personaje creado por Méndez ofrece dimensiones mucho más ricas y
complejas que el sustento melodramático en el que se mueven el resto de sus congéneres.
Incluso, a secuencia final de la cinta, en la que el anti-héroe es masacrado en una terminal
de camiones, está a la altura de la vehemencia y el dramatismo del desenlace de El
luchador (The Set-Up, 1949), la obra maestra de Robert Wise.
Otro género exitoso de la época, también derivado del cine urbano, fue la comedia,
terreno en el que sobresalió la figura de Gilberto Martínez Solares, realizador de las
mejores cintas del actor Germán Valdés Tin Tan, cuyo personaje comienza a desenvolverse
en un cúmulo de situaciones que sintetizan de manera brillante la farsa y la erotomanía con
abundantes elementos paródicos. El resultado de la conjugación de los talentos de Martínez
Solares-Valdés fue una serie de filmes que sin duda alcanzan el rango de auténticos clásicos
de la comedia cinematográfica mexicana: Calabacitas tiernas, Soy charro de levita, El rey
del barrio, No me defiendas... compadre, El rey del barrio, La marca del zorrillo, Simbad
el mareado, ¡Ay amor, cómo me has puesto !, El revoltoso, El ceniciento, Chucho el
remendado, El bello durmiente y Me traes de un ala, realizadas entre 1948 y 1952. Con
estas obras, su protagonista supera en calidad y cantidad a la saga que por esas fechas
interpretó Mario Moreno Cantinflas, quien, bajo la dirección de Miguel M. Delgado, logró
todavía varios éxitos de taquilla como Soy un prófugo (1946), A volar, joven (1947), El
Supersabio (1948), El mago (1948), Puerta, joven (1949), El siete machos (1950), El
bombero atómico (1950), Si yo fuera diputado (1951) y El señor fotógrafo (1952).
Solamente en tres de esas cintas (El mago, Puerta, joven y El bombero atómico), el
personaje “cantinflesco” recupera algunos de los elementos originales que lo lanzaron a la
fama, volviendo con ello a expresar una gracia y picaresca genuinamente populares. Cabe
mencionar, por otro lado, que a partir de sus respectivas participaciones protagónicas en la
ya mencionada Barrio bajo o en Confidencias de un ruletero (1949, Alejandro Galindo) y
la comedia musical Al son del mambo (1950, Chano Urueta), Adalberto Martínez Resortes
comienza a adaptarse mejor a una serie de prototipos urbanos que, con el menor pretexto, le
permitirán explotar y desarrollar al máximo su potencial artístico. En Dicen que soy
comunista (1951, Alejandro Galindo), Baile mi rey (1951, Roberto Rodríguez), El
beisbolista fenómeno (1951, Fernando Cortés) y El luchador fenómeno (1952, Cortés),
Resortes pudo desplegar buena parte de su repertorio dancístico aunado a un tipo de
comicidad que pretendía alejarse de los respectivos estilos de Cantinflas o Tin Tan.
Durante el periodo que nos ocupa prospera también el melodrama familiar, género
que intenta ser un reflejo moral de las aspiraciones de una clase media urbana en franco
desarrollo. Teniendo como precedente más notable el caso de La familia Dressel del gran
Fernando de Fuentes, y amparadas en la fórmula taquillera de Cuando los hijos se van
(1941) de Juan Bustillo Oro, cinta que se erigió como el retrato de una familia clasemediera
que comienza a vivir de manera angustiosa su propia e inevitable dispersión, a partir de
1948 irrumpen obras cinematográficas como El cuarto mandamiento, de Rolando Aguilar;
La familia Pérez, de Gilberto Martínez Solares; Cuando los padre se quedan solos, de
Bustillo Oro, y El dolor de los hijos, de Miguel Zacarías. El género continuará por varios
años más y alcanzaría su apoteosis con cintas al estilo de Azahares para tu boda (1950), de
Julián Soler, hermano de Fernando Soler, quien junto con Sara García integraría el
arquetipo del “matrimonio institucional” del cine mexicano. Moviéndose con gran
sagacidad en los terrenos propios de éste género, Alejandro Galindo pudo realizar, también
en 1948, Una familia de tantas, sin duda el ejemplo más notable de las cualidades de este
cineasta y, al mismo tiempo, su película más perdurable. Acucioso observador de la
realidad social imperante, Galindo logró describir y cuestionar, desde dentro, los
mecanismos autoritarios de la estructura familiar. Tendrían que pasar muchos años para
que esta obra maestra de Galindo tuviera secuelas igualmente significativas. Las mejores
virtudes del cine de este realizador se harían evidentes en otra cinta excepcional para su
época: Doña Perfecta (1950), espléndida versión fílmica de la novela homónima del autor
español Benito Pérez Galdós. En este caso, el mérito de Galindo consistió en extraer de la
novela original una serie de elementos dramáticos que, al ser trasladados al periodo de las
luchas entre liberales y conservadores, se tradujo en un impecable retrato de la mentalidad
autoritaria y retrógrada todavía imperante en buena parte de la provincia mexicana y en el
cine mismo.
Hacia fines de la década de los cuarenta, la “comedia ranchera”, género por
excelencia de la cinematografía mexicana, decae de manera ostensible. Luego del todavía
notable éxito comercial de Los tres García, Vuelven los García, Si me han de matar
mañana (1946, Miguel Zacarías), La braca de oro, Soy charro de Rancho Grande (ambas
filmadas en 1947 por Joaquín Pardavé) y Cartas marcadas (1947, René Cardona), todas
ellas protagonizadas por Pedro Infante, y tras el fracaso de cintas tipo El gallero (1948,
Emilio Gómez Muriel), en la que se hizo evidente el declive de Tito Guízar, protagonista
de Allá en el Rancho Grande, los productores y realizadores buscan alternativas
desesperadas que permitan una evolución, así sea mínima, a las convenciones de una serie
lastrada por el carácter rudimentario de los elementos que la componen. Entre 1948 y 1950
el citado género intenta avanzar por diversos senderos; está la vía de los remakes, cuyo
caso más ejemplar lo constituye la segunda versión, en colores, de Allá en el Rancho
Grande, realizada en 1948 por Fernando de Fuentes e interpretada por Jorge Negrete; otra
ruta sería la de las coproducciones realizadas con el afán de aprovechar la popularidad que
los ídolos cinematográficos habían alcanzado más allá de las fronteras nacionales : uno de
los casos más significativos de esta tendencia es Jalisco canta en Sevilla (1948), del mismo
De Fuentes. Pero el avance más notable, que dio inicio en 1950 con El gavilán pollero
(cinta protagonizada por Infante y Antonio Badú, que a su vez marca el debut como
director de Rogelio A. González), ocurre gracias a una fórmula consistente en reunir a dos
o más actores con antecedentes en el género. El breve pero taquillero ciclo continua con
Los tres alegres compadres (1951, Julián Soler) y alcanza su punto máximo en 1952 con
Los hijos de María Morales, de Fernando de Fuentes, que reúne de nueva cuenta a la
pareja Infante-Badú; Tal para cual, de Rogelio A. González, con Jorge Negrete y Luis
Aguilar, y sobre todo, Dos tipos de cuidado, de Ismael Rodríguez, protagonizada por
Negrete e Infante, los máximos ídolos cinematográficos del momento, hecho que otorga al
filme un carácter mítico al mismo tiempo que apoteósico. De ahí en adelante los personajes,
emblemas y situaciones típicas de la “comedia ranchera” tenderían a mezclarse con los
caracteres de otras series, lo que redundaría en el total deterioro del género.
Las condiciones imperantes a lo largo de los años de la post-guerra marcarían de
modo peculiar las respectivas carreras de los realizadores más sobresalientes del periodo. El
caso de Emilio Fernández, el gran cineasta lírico-nacionalista, ejemplifica, quizá mejor que
ninguno, dichas condiciones. Luego de realizar Enamorada (1946), Río Escondido (1947) y
Maclovia (1948), todas ellas protagonizadas por María Félix, El indio Fernández comienza
a filmar, a partir del último año citado, una saga de obras cinematográficas caracterizadas
por presupuestos bajísimos en relación a los años de auge industrial. Cintas como Salón
México (1948), Pueblerina (1948), La malquerida (1949), Duelo en las montañas (1949),
Un día de vida (1950), Víctimas del pecado (1950), Islas Marías (1950), Siempre tuya
(1950), La bienamada (1951), Acapulco (1951), El mar y tú (1951) y Cuando levanta la
niebla (1952), recurrieron a fórmulas de producción que pretendían ahorrar a costa de un
trabajo creativo mucho más reflexivo y elaborado. Y aunque en los casos de Pueblerina
(que con el paso del tiempo adquiriría el rango de auténtica obra maestra de su realizador) o
La malquerida, las limitaciones de inversión resultarían favorables, el hecho es que el cine
de Fernández resentiría una notable baja en su calidad y pretensiones. La fama del Indio se
extingue de manera vertiginosa y no pasará mucho tiempo para que ese proceso de
decadencia arrastre consigo el prestigio del arte fílmico mexicano, que a la vuelta de unos
años quedará convertido, salvo honrosas excepciones, en simple elemento de nostalgia.
En contraste con el notorio declive en la carrera de Fernández, el caso de Roberto
Gavaldón es ejemplar en otro sentido. A partir del triunfo artístico y comercial de La otra,
cinta mencionada con anterioridad, el realizador pudo reunir un buen equipo de
colaboradores que, a excepción del escritor José Revueltas, el camarógrafo Alex Phillips y
el actor Arturo de Córdova, había participado al lado de Fernández compartiendo sus logros
artísticos. Además de los ya mencionados, dicho equipo estaría integrado por Gabriel
Figueroa y por los actores Pedro Armendáriz, Dolores del Río, María Félix y Carlos López
Moctezuma. La nueva conjugación de talentos dio como resultado un estimable número de
cintas que fueron consolidando el prestigio de Gavaldón incluso más allá de las fronteras: A
la sombra del puente (1946), La diosa arrodillada (1947), La casa chica (1949), Deseada
(1950), Rosauro Castro (1950), En la palma de tu mano (1950), La noche avanza (1951) y
El rebozo de Soledad (1952). Con Deseada, Rosauro Castro y El rebozo de Soledad,
Gavaldón, aclamado como forjador de un cine “de calidad”, pudo prolongar en muy buenos
niveles la estética nacionalista en la que se había sustentado la fama de la dupla Fernández-
Figueroa; de ahí que en esa época se le llegara a considerar como digno sucesor del autor
de Flor silvestre. Sin embargo, el estilo gavaldoniano se adecuó mucho mejor a los temas
urbanos como lo constatan, sobre todo, los casos de A la sombra del puente (interesante
adaptación de una pieza teatral del escritor estadounidense Maxwell Anderson), En la
palma de tu mano (excelente melodrama citadino pletórico de ironía y rasgos necrofílicos)
y La noche avanza, sin duda una de las mejores aproximaciones al corrupto universo del
hampa, con evidentes influencias de la “Serie negra” en su más alta expresión.
Por su parte, la obra de Julio Bracho, otrora caracterizada por sus refinamientos
estilísticos, sucumbió ante los imperativos industriales. A lo largo del sexenio alemanista y
con la única salvedad de Rosenda (1948), un sobrio drama pasional ubicado en la atmósfera
provinciana de fines de la década de los treinta, la carrera fílmica de Bracho osciló entre los
más rancios ejemplos de exaltaciones a la Belle Epoque” porfiriana (Don Simón de Lira,
1946), de historias moralistas para lucimiento del estereotipo encarnado por María Félix
(La mujeres de todos, 1946), de paupérrimas hagiografías “nacionalistas” (San Felipe de
Jesús, 1949, basada en la vida del “primer santo” mexicano), de comedias mundanas sin
trascendencia (El ladrón, 1947), de pésimas adaptaciones de la literatura decimonónica
nacional (La posesión, 1949, inspirada en La parcela, de José López Pôrtillo y Rojas ) y,
principalmente, de todo tipo de melodramas que anunciaban los temas de la serie de
telenovelas confeccionadas para satisfacer el gusto moralista de la clase media: de
Inmaculada a Mujeres que trabajan pasando por Historia de un corazón, Paraíso robado,
La ausente, Rostros olvidados y La cobarde.
Después del sonado fracaso comercial de Gran Casino y tras un interludio de tres
años, Luis Buñuel pudo realizar El gran calavera (1949), cinta que le permitiría
incorporarse de manera definitiva a la industria fílmica mexicana. Gracias al apoyo de
Óscar Dancingers, empresario de origen europeo que había emigrado a México por causa
de la guerra mundial, el cineasta español logró filmar Los olvidados (1950), la obra maestra
que le permitiría recuperar algo del prestigio obtenido a fines de los veinte con el díptico
vanguardista integrado por Un perro andaluz y La edad de oro. Entre otros muchos logros,
Los olvidados resultó la más contundente respuesta al fenómeno de mistificación en que se
sustentaban las tramas y estilos de la inmensa mayoría de filmes que se adscribieron al
género de películas sobre la vida urbana. Situado en el sórdido ambiente de los barrios
lumpenproletarios de la ciudad de México, el filme de Buñuel mantiene hasta el día de hoy
su vigencia como obra que denuncia los mecanismos profundos de la delincuencia juvenil
(y de la delincuencia en general), ello sin demérito de sus innegables valores artísticos,
entre los que sobresale el magistral trabajo fotográfico de Gabriel Figueroa.
Pese a que Los olvidados obtuvo un importante premio en el Festival de Cannes, las
circunstancias imperantes en el cine mexicano de entonces serían el principal obstáculo
para que la carrera de Buñuel mantuviera un nivel digno de su genio. Sin embargo, al lado
de un buen número de películas alimenticias, no exentas de momentos que revelan el
talento y la capacidad de ironía de su realizador (tales serían los casos de Susana : Carne o
demonio, 1950; La hija del engaño,1951; Una mujer sin amor,1951; Subida al cielo,1951 y
Robinson Crusoe, 1952), Buñuel pudo expresar su muy peculiar visón del mundo a través
de dos obras cuyos méritos han ido aumentando conforme pasa al tiempo: El bruto (1952),
intenso melodrama urbano que posee evidentes reminiscencias de Los olvidados, y Él
(1952), cinta que tomando como punto de partida las obsesiones de un paranoico
espléndidamente interpretado por Arturo de Córdova, termina por convertirse en una
profunda crítica a la moral burguesa así como en uno de los filmes más explícitamente
sadianos de la historia del cine.
Cabe aquí mencionar que precisamente en el mismo contexto en que privaron los
temas y obras antes descritos tuvo lugar el debut de Matilde Landeta a quien, tras la breve
experiencia de Adela Sequeyro en los terrenos de la realización, corresponde el mérito de
haber podido dirigir una trilogía que la convierte en la otra gran pionera del cine femenino
mexicano. En una primera etapa, Landeta llevó a la pantalla, con decoro pero sin
contundencia, dos relatos homónimos del antropólogo Francisco Rojas González: Lola
Casanova (1948) y La negra Angustias (1949). Poco después, la cineasta pudo realizar otro
filme, Trotacalles (1951), que pese a estar ubicado dentro de los parámetros y
convenciones del género prostibulario, intenta una perspectiva feminista del tema. El
sexismo imperante en el medio fílmico así como la desfavorable situación industrial
terminarían por truncar una tan breve como promisoria carrera. Tendría que pasar mucho
tiempo para que Landeta volviera a dirigir otro largometraje (Nocturno a Rosario, 1991),
mismo que vino a representar una especie de testamento artístico toda vez que la obra de la
para entonces anciana realizadora había sido redescubierta y homenajeada en diversas
partes del mundo.
Correspondió al gobierno de Miguel Alemán tomar algunas medidas con el supuesto
propósito de apoyar el desarrollo de la industria fílmica mexicana. De esta forma, en 1947
el Banco Cinematográfico, fundado cinco años atrás, cambia su nominación por la de
Banco Nacional Cinematográfico (BCN), constituyéndose en institución crediticia de
capital mayoritariamente estatal a la que se asigna la tarea de proteger y promover al sector
de la producción que, como se afirmó en párrafos anteriores, en dicho año sufrió un
momento de severa crisis. En el mismo año se funda también la distribuidora Películas
Nacionales S.A., de capital mixto: su objetivo es el de difundir los productos fílmicos en el
mercado interno, agregándose a la empresa Películas Mexicanas que desde 1945 tenía por
objeto distribuir el cine mexicano en América Latina, Europa y sur de los Estados Unidos.
En 1949 se decreta la Ley de la Industria Cinematográfica con lo que se sientan las bases
legales para la intervención estatal en el medio fílmico. Uno de los artículos de la ley señaló
explícitamente la creación de la Dirección General de Cinematografía dependiente de la
Secretaría de Gobernación, organismo al que se le asignaron primordialmente las tareas de
censura (llamada eufemísticamente “supervisión”) y conservación del cine nacional a través
de la creación de una Cineteca oficial que, debido a problemas burocráticos, no pudo iniciar
formalmente sus funciones sino hasta 26 años después.
Al decretarse la mencionada Ley de la Industria Cinematográfica llamó la atención
que en algunos de sus artículos se prohibiera el desarrollo de monopolios en cualquiera de
los sectores del medio fílmico. La medida resultaba cuando menos anacrónica porque
justamente en 1949 un monopolio regenteado por el estadounidense William Jenkins y sus
prestanombres mexicanos (Manuel Espinoza Yglesias, Manuel Alarcón y los herederos de
Maximino Avila Camacho, hermano del expresidente) controlaba alrededor del 80% de la
exhibición total del país. Dicho monopolio había venido gestándose durante el sexenio de
Manuel Ávila Camacho y para fines de los cuarenta alcanzaba proporciones nunca antes
conocidas en México. Desde una posición de poder jerárquico incontrolable, el grupo
encabezado por Jenkins inició a partir de 1950 una siniestra política encaminada a imponer
a los empresarios del sector de la producción el tipo de cine que más convenía a sus
intereses. De esta manera, en el último año del régimen de Alemán la sujeción a los
dictados comerciales del monopolio era un hecho consumado; incluso varios de los
productores más poderosos (Gregorio Walerstein, Raúl de Anda) terminaron asociándose a
los prestanombres de Jenkins para poder surtir al sector de la exhibición con un tipo de cine
destinado no tanto para el cada vez más amplio mercado interno sino para consumo
exclusivo de los sectores populares. Con ello se sentaron las bases para que la
cinematografía mexicana comenzara a vivir una de sus peores épocas pese a que volúmenes
de producción mantendrían, o aún aumentarían, sus promedios anuales.

También podría gustarte