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01-Los Cinco y El Tesoro de La Isla - Enid Blyton jj2020

Los niños Julián, Dick y Ana deben pasar las vacaciones en la casa de sus tíos Quintín y Fanny en Bahía Kirrin debido al viaje de negocios de sus padres. Allí conocerán a su prima Jorgina, quien es un poco solitaria y tiene un perro llamado Tim, y descubrirán la misteriosa isla de Kirrin. La historia se centra en la emoción de los niños por la aventura y el deseo de explorar un nuevo lugar.

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01-Los Cinco y El Tesoro de La Isla - Enid Blyton jj2020

Los niños Julián, Dick y Ana deben pasar las vacaciones en la casa de sus tíos Quintín y Fanny en Bahía Kirrin debido al viaje de negocios de sus padres. Allí conocerán a su prima Jorgina, quien es un poco solitaria y tiene un perro llamado Tim, y descubrirán la misteriosa isla de Kirrin. La historia se centra en la emoción de los niños por la aventura y el deseo de explorar un nuevo lugar.

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Llegan las vacaciones para los pequeños Julian (Julián), Dick

y Anne (Ana), pero el repentino viaje de negocios de sus


padres a Escocia los obliga a viajar a Kirrin para pasar el
verano con sus tíos Quintín y Fanny y su recién conocida
prima Georgina (Jorgina). Sin embargo, nada más llegar
chocan de frente con el genio de su prima, a la que tendrán
que aprender a tratar como un chico. No tardarán en ganarse
su confianza y conocer a Tim, su perro y mejor amigo, cuya
existencia mantiene en secreto por temor a su padre.
La otra gran pasión de George (Jorge) es la isla de Kirrin.
En realidad la isla pertenece a su madre, pero ésta se la
cedió a George para contentarla. Se trata de un islote con
arrecifes a la que muy pocos saben llegar. Allí se
encuentran las ruinas de un viejo castillo habitadas por
millares de conejos. Sin embargo, esta isla guarda muchos
secretos y sorpresas.
Capítulo 1

Una gran sorpresa

—Mamá: ¿todavía no se ha decidido dónde pasaremos las


vacaciones este verano? —dijo Julián—. ¿Iremos a Polseath,
como siempre?
—Temo que no podrá ser —dijo su madre—. Este año
está aquello lleno de veraneantes, y seguramente no habrá
sitio para vosotros.
Los tres niños, que estaban desayunándose con sus padres,
se miraron unos a otros, grandemente decepcionados. A ellos
siempre les había gustado pasar las vacaciones en Polseath. No
habían conocido playa mejor que la de allí.
—No os desaniméis —dijo papá—. Creo que he
encontrado otro sitio donde también lo podréis pasar
magníficamente. Pero tengo que advertiros que mamá y yo
no podremos estar con vosotros este verano. ¿No os lo ha
dicho ella?
—¡No! —dijo Ana—. Oh, mamá: ¿es verdad eso? ¿No
podréis pasar las vacaciones con nosotros? Siempre lo habíais
hecho.
—Sí, pero este año papá quiere hacer un viaje a Escocia y
yo tengo que acompañarlo —dijo mamá—. Tendréis que
arreglaros vosotros solos. Como ya vais siendo mayorcitos,
hemos pensado que quizás os convendría pasar este año las
vacaciones por vuestra propia cuenta, sin tener que depender
de nosotros. Lo que ocurre es que no sé a dónde enviaros.
—¿Qué te parece si los mandáramos a casa de Quintín? —
dijo papá, de pronto. Quintín era su hermano, el tío de los
niños. Pero éstos lo habían visto sólo una vez, y no les había
causado muy buena impresión. El tío tenía la virtud de
amedrentarlos. Era un hombre muy alto, con el ceño
perennemente fruncido. Su profesión era la ciencia, y se
pasaba la may or parte del día estudiando y escribiendo. La
casa donde vivía estaba junto al mar, pero esto era lo único
que los niños sabían de él.
—¿Quintín? —dijo mamá, contrayendo los labios—. ¿Qué te
ha hecho pensar en él? No creo que le guste mucho tener a su
alrededor a los niños alborotándole. —Sí; pero el otro día
estuve hablando con su mujer, cosas de negocios, y saqué la
impresión de que los asuntos no marchan muy bien en su casa;
me refiero al aspecto económico. Me dijo Fanny que no le
importaría nada tener
algunos huéspedes durante cierto tiempo, porque de esa
manera podría equilibrar su presupuesto. Como sabes, su
casa está junto al mar. He pensado que es el sitio más
apropiado para que los niños pasen allí las vacaciones.
Fanny es una mujer muy agradable y simpática, y estoy
seguro de que sabrá cuidar bien de ellos.
—Tienes razón —dijo mamá—. Por cierto, Fanny tiene una
hija que es algo rara, ¿verdad? Creo que le gusta mucho la vida
solitaria. ¿Cómo se llamaba? Déjame pensar… era un nombre
muy curioso… ¡Ah, sí! ¡Jorgina! ¿Qué edad deberá de tener?
Creo que once años, más o menos.
—La misma edad que y o —dijo Dick—. ¡Es fantástico
tener una prima a la que nunca hemos visto! Claro que no
tiene tanto de particular, si es que le gusta la vida solitaria.
De todos modos, siempre tengo a Juilián y a Ana para que
jueguen conmigo, si es que Jorgina no quiere saber nada de
nosotros. Me pregunto si le agradará que vay amos a su casa
a pasar las vacaciones.
—Sí. Tía Fanny me dijo que a Jorgina le sentaría muy
bien tener un poco de compañía ahora —dijo papá—. En
realidad, lo mejor que puedo hacer para salir de dudas es
telefonear enseguida a tía Fanny a ver si accede a teneros en
su casa este verano. Así, además de ay udarla
económicamente, su hija podrá disfrutar durante las
vacaciones de vuestra compañía. Y estoy seguro de que
estaréis bien cuidados allí.
Los niños empezaron a sentirse agradablemente
excitados. Sería delicioso ir a pasar las vacaciones a un sitio
donde nunca habían estado y conocer a su extraña prim a.
—La playa de allí ¿es bonita?, ¿tiene rocas y acantilados?
—preguntó Ana. —No me acuerdo muy bien —dijo papá—.
Pero estoy seguro de que es un lugar bonito y muy
interesante. ¡Ya veréis como os gusta! Se llama Bahía
Kirrin. Tía Fanny ha vivido allí siempre y dice que no
cambiaría aquello por ningún otro sitio del mundo.
—¡Oh, papá, telefonea enseguida a tía Fanny y dile si
podemos ir a pasar las vacaciones a su casa! —gritó Dick—.
Estoy convencido de que es el mejor sitio a donde podemos
ir. ¡Suena a cosa de aventura!
—Oh, siempre dices lo mismo de todos los sitios a donde
vais a pasar las vacaciones —dijo papá, riendo—. Está bien.
Ahora mismo le voy a telefonear, a ver si accede.
Los niños habían terminado el desayuno y se levantaron de
la m esa, quedando a la espera, a ver qué decía su padre
cuando regresara del teléfono. Fueron todos al vestíbulo y
desde allí pudieron oír como hablaba su padre con tía Fanny.
—Supongo que lo pasaremos bien —dijo Julián—. Me
gustaría saber cómo es Jorgina. El nombre es bonito, ¿verdad?
Aunque es más propio que un chico se llame Jorge que se llame
una niña Jorgina. Según he oído, ella tiene once años, total un
año menos que y o y la misma edad que tú, Dick. Y un año más
que tú,
Ana. Ella, tan solitaria, tendrá que adaptarse a nuestro
modo de ser. Y nosotros, los cuatro, pasaremos unas
buenas vacaciones.
Papá volvió del teléfono diez minutos después, y los chicos,
al verlo, comprendieron enseguida que todo estaba y a arreglado.
Sonrió a todos. —Ya está todo decidido —dijo—. Vuestra tía
Fanny está encantada con la idea. Dice que vuestra compañía le
sentará muy bien a Jorgina, que hasta ahora se ha portado como
una misántropa. Y que ella procurará distraeros y que lo paséis
bien. Lo único que tenéis que hacer es no molestar a tío Quintín.
Tiene siempre mucho trabajo y se enfada mucho cuando le
interrumpen o molestan. —Nos portaremos muy bien. No
molestaremos a tío Quintín —dijo Dick—. Lo digo de verdad.
Oh, papá, sé bueno y dinos cuándo iremos allí. —La semana que
viene, si es que mamá tiene tiempo de prepararlo todo — dijo
papá.
Mamá movió la cabeza.
—Sí —asintió—. Todo estará dispuesto enseguida. Los niños
no necesitarán muchas cosas: total, los trajes de baño, los
jerseys, los shorts y poco más. Lo mismo que los años
anteriores.
—¡Qué estupendo ponerme otra vez los shorts! —dijo
Ana, bailando de contenta—. Ya estoy cansada del uniforme
del colegio. Tengo enormes ganas de ir con shorts o en traje
de baño y ponerme a jugar con los chicos.
—No te preocupes: pronto vas a salirte con la tuy a —dijo
mamá, riendo—. Preocupaos de preparar los juguetes, libros
y todas las cosas que pensáis llevaros. Pero, por favor, que
no sean muchas, no vay áis a llenar la casa de objetos que no
sirvan para nada.
—Ana seguramente querrá llevarse sus quince muñecas,
como el año pasado —dijo Dick—. ¿Te acuerdas, Ana, lo
contenta que estabas con tus muñecas? —No creas que
estaba entusiasmada —dijo Ana, enrojeciendo—. Me gustan
las muñecas y, sencillamente, no encontré nada mejor que
llevarme, por eso las cogí todas. No veo que eso tenga nada
de particular.
—Y ¿te acuerdas el año anterior, lo empeñada que te
pusiste en llevarte el caballito-mecedora? —dijo Dick,
echándose a reír.
Su madre le atajó.
—Por cierto que ahora me acuerdo de un muchachito
llamado Dick que metió en su equipaje dos polichinelas, un
osito, tres perritos, dos gatitos y un mono viejo para llevárselos
todos a Polseath un verano —dijo.
Esta vez le tocó el turno a Dick de ponerse encarnado.
enseguida cambió de conversación.
—Papá: ¿iremos en tren o en coche? —preguntó.
—En coche —dijo papá—. Meteremos todas las cosas
en el portaequipajes. Bueno; ¿qué os parece si
marcháramos el martes?
—Me viene muy bien —dijo mamá—. Acompañaremos a los
niños a Bahía
Kirrin, volveremos después para preparar todas nuestras
cosas, y el viernes podremos y a emprender el viaje a
Escocia. Sí, es una buena idea la de salir el m artes.
Se decidió, por tanto, que el martes emprenderían el viaje.
Los niños contaban los días con impaciencia, y Ana, cada día
que pasaba lo marcaba en su calendario con una cruz. La
semana parecía que no iba a acabarse nunca. Pero al final llegó
el martes. Dick y Julián, que dormían en la misma habitación,
se despertaron al mismo tiempo. Enseguida se levantaron y se
asomaron a la ventana.
—¡Hurra! ¡Hace un día magnífico! —gritó Julián—. No
sé por qué, pero a mí me parece que es muy importante que
haga buen tiempo el primer día de vacaciones. Vamos a
despertar a Ana.
Ana dormía en la habitación de al lado. Julián fue corriendo a
su cuarto y empezó a zarandearla.
—¡Despierta y a! ¡Es martes, y hace un sol espléndido!
Ana se despertó, incorporándose al punto, mientras
miraba a Julián con expresión alegre.
—¡Por fin! —dijo—. ¡Creía que nunca llegaría el martes!
¡Oh, qué estupendo pensar que nos vamos y a de vacaciones!
Poco después del desay uno y a estaba todo preparado para
la marcha. El coche era muy grande y todos cabían en él
desahogadamente. Mamá se sentó en la parte de delante, con
papá, y detrás los tres niños. En el maletero habían guardado
toda clase de cosas, contenidas en un pequeño baúl. Mamá
estaba convencida de que no habían olvidado nada.
Mientras atravesaban Londres, el coche iba despacio. Pero
cuando hubo dejado atrás la ciudad, empezó a correr más
aprisa. Pronto se encontraron en pleno campo y entonces el
automóvil tomó toda su velocidad. Los niños iban
cantando todo el tiempo, cosa que hacían siempre que estaban
contentos. —¿Almorzaremos pronto? —preguntó Ana,
sintiéndose de pronto invadida por el hambre.
—Sí —dijo su madre—. Pero todavía no. No son más
que las once. La hora de comer es a las doce y media, Ana.
—¡Dios mío! —dijo Ana—. No creo que pueda resistir
tanto tiempo sin com er.
En vista de ello, su madre les dio a todos un poco de
chocolate, que consumieron entusiasmados, mientras
contemplaban las colinas, los bosques y la campiña por donde
pasaba el coche.
La comida campestre fue muy agradable. La hicieron en lo
alto de una pequeña colina, en plena pendiente, desde donde se
veía un valle inundado por el sol. Una vaca se les acercó,
plantándose ante Ana, cosa que a ésta no le hizo mucha gracia;
pero el animal fue ahuy entado prontamente por su padre. Los
chicos comieron una enormidad y mamá dijo que no podían y a
tener un té campestre: tendrían que ir a un parador del camino,
porque ¡habían agotado todas las provisiones en la comida del
mediodía!
—¿A qué hora llegaremos a casa de tía Fanny? —preguntó
Julián, mientras consumía el último bocadillo, con gran pena
de que no quedaran más. —Si tenemos suerte, a eso de las seis
—dijo papá—. Lo mejor será que emprendamos de nuevo el
viaje. Tenemos que rodar todavía un buen rato. El coche
parecía beberse los kilómetros, mientras zumbaba a lo largo
del camino. Llegó por fin la hora del té y los chicos
empezaron a sentirse excitados otra vez.
—Veréis qué pronto aparece el mar —dijo Dick—. Ya
noto el olor. Tiene que estar muy cerca.
Tenía razón. El automóvil llegó a la cima de una colina y
enseguida, a la derecha, apareció el mar esplendorosamente
azul y totalmente en calm a, iluminado por el sol del atardecer.
Los tres niños gritaron, entusiasmados. —¡Ahí está!
—¿Verdad que es maravilloso?
—¡Oh! ¡Yo querría bañarme un ratito!
—Ya sólo nos faltan veinte minutos para llegar a Bahía
Kirrin —dijo papá—. Hemos ido bastante aprisa. Pronto
podréis ver la bahía. Es bastante grande y a su entrada hay
una especie de isla.
Los niños seguían contemplando la costa en espera de
descubrir Bahía Kirrin. De pronto Julián gritó.
—¡Ahí está! ¡Ésa debe de ser Bahía Kirrin! Fíjate, Dick:
¿verdad que es maravillosamente azul?
—Y mira aquella isla que hay a la entrada de la bahía —
dijo Dick—. ¡Cómo me gustaría visitarla!
—No me cabe la menor duda de que te gustaría —dijo
mamá—. Ahora lo que tenemos que hacer es encontrar la
casa de tía Fanny. Se llama « Villa Kirrin» .
Pronto estuvieron en « Villa Kirrin» . Era una casa construida
entre las rocas que bordeaban la bahía y a todas luces se notaba
que era muy antigua. No le encajaba mucho que la llamasen «
Villa» porque, aunque pequeña, era una mansión más que un
chalé. La fachada estaba llena de rosas y toda clase de flores
inundaban alegremente el jardín.
—Ésta es « Villa Kirrin» —dijo papá, parando el coche—.
Creo que la construyeron hace unos tres siglos. ¿Dónde estará
Quintín? ¡Hola! ¡Aquí llega
Fanny !
Capítulo 2

La extraña prima

Tía Fanny estaba esperando la llegada del coche. En cuanto


le oyó se dirigió rápidamente al vestíbulo y abrió la vieja
puerta de madera. Su aspecto impresionó favorablemente a los
chicos.
—¡Bienvenidos a Kirrin! —gritó—. ¡Saludos a todos! ¡Qué
alegría poder veros! ¡Cómo habéis crecido!
Se prodigaron los besos y luego los chicos fueron
introducidos en la casa. Tampoco la casa les desagradó. Sus
vetustos y señoriales muebles le daban cierto aire de mansión
misteriosa.
—¿Dónde está Jorgina? —preguntó Ana, mirando en
derredor, en busca de su desconocida prima.
—¡Oh, la muy pícara! ¡Le dije que os esperara en el jardín!
—dijo tía Fanny —. Debe de haberse marchado a cualquier
sitio. Os advierto que al principio quizás encontréis a Jorge un
poco rara. Habéis de saber que le gusta estar sola. A lo mejor
los primeros días se siente molesta con vuestra presencia. Pero
eso no debe preocuparos: Jorge, en poco tiempo se acostumbra
a todo. Me alegro mucho por ella de que hayáis venido aquí a
pasar las vacaciones. Lo que necesita son precisamente
amiguitos para jugar y distraerse.
—¿Por qué la llamas Jorge? —preguntó Ana, soprendida
—. Yo creía que se llamaba Jorgina.
—Es cierto —dijo tía Fanny —. Pero es que a ella le
molesta mucho ser una chica, y hay que llamarla Jorge. La
muy pícara nunca contesta cuando la llamamos Jorgina.
Los chicos pensaron que Jorgina debía de tener un carácter
muy singular. Estaban deseando que apareciera por allí para
conocerla. Pero esto no ocurrió. El que apareció de pronto fue
tío Quintín. Era un hombre de buen aspecto, pero de carácter
sombrío. Tenía la frente amplia y muy ceñuda.
—¡Hola, Quintín! —dijo papá—. ¡Cuánto tiempo sin
vernos! Espero que mis chicos no te molesten demasiado en
tu trabajo.
—Quintín está ahora escribiendo un libro muy complicado y
difícil —dijo tía
Fanny—. Para que esté cómodo mientras trabaja le he
preparado una habitación aislada, en un extremo de la casa.
No creo que los chicos puedan llegar a molestarlo nunca.
El tío contempló a sus sobrinos durante unos instantes y
cabeceó después. Ni por un momento desapareció el ceño de
su rostro, por lo que los muchachos se sintieron algo
amedrentados. Menos mal que su habitación de trabajo la tenía
lejos, en un extremo de la casa.
—¿Dónde está Jorge? —preguntó con voz baja y profunda.
—Ha vuelto a marcharse —dijo tía Fanny, molesta—. Le
encargué especialmente que se quedara en casa para esperar a
sus primos.
—Se ve que quiere que le demos una azotaina —dijo tío
Quintín. Los chicos no acababan de entender si su tío
hablaba en serio o en broma. —Bien, muchachos, espero
que lo paséis bien aquí y, por favor, sed un poco
comprensivos con Jorge.
En la pequeña casita de Kirrin no había sitio para todos: papá
y mamá no podían pasar allí la noche. Por ello, después de cenar
apresuradam ente, marcharon a un hotel de la ciudad próxima.
Habían pensado en regresar a Londres inmediatamente después
del desay uno, por lo que, en cuanto acabaron de cenar, se
despidieron de los niños.
Jorgina no había aparecido todavía.
—Cuánto siento que no esté aquí Jorgina —dijo mamá—.
Me hubiera gustado mucho saludarla y decirle que espero
que se distraiga mucho jugando con Dick, Julián y Ana.
Mamá y papá se marcharon. Los chicos sintieron cierta
sensación de desamparo cuando vieron el gran automóvil negro
desaparecer al doblar la esquina. Pero tía Fanny se los llevó
enseguida para enseñarles sus respectivos dormitorios, y pronto
olvidaron su tristeza. Los dos niños tenían asignado un
dormitorio, en el piso más alto de la casa. Desde él se divisaba
el magnífico panorama de la bahía, cosa que les agradó
enormemente. Ana y Jorgina tenían destinada una habitación
más pequeña, cuy as ventanas daban al pantano que había en la
parte de atrás de la casa. Pero por una ventana lateral se veía
también el mar y esto le gustó mucho a Ana. Era una habitación
muy bonita. En una de las ventanas, unas cuantas rosas rojas se
balanceaban bajo la acción del viento.
—Qué ganas tengo de conocer a Jorgina —dijo Ana a su
tía—. Quiero saber cómo es.
—Pues es una muchachita muy agradable —dijo su tía
—. Claro que tal vez sea un poco arisca y tenga algo de mal
genio, pero es de buen corazón y muy noble y sincera.
Cuando se hace amiga de alguien lo es para siempre,
aunque le cuesta mucho trabajo trabar amistad con las
personas. Es una pena.
Ana empezó de pronto a bostezar. Sus hermanos la
miraron con gesto ceñudo: temían que sucediera lo que
realmente sucedió enseguida.
—¡Pobre Ana! ¡Qué cansada debes de estar! Será mejor que
os vayáis ya a la cama todos. Tenéis que dormir muchas horas
para estar mañana bien descansados y dispuestos —dijo tía
Fanny.
—Ana, eres idiota —dijo Dick, furioso, cuando su tía salió
de la habitación—. Sabes perfectamente que cuando
empezamos a bostezar lo primero que hacen es mandarnos a
la cama. Y yo tenía muchas ganas de ir un rato a la playa.
—¡Cuánto lo siento! —dijo Ana—. No pude evitarlo. De
todos modos, tú estás bostezando ahora, y tú, Julián, también.
Así era, en efecto. El largo viaje en coche al aire libre los
había dejado soñolientos a más no poder. Secretamente todos
anhelaban meterse en la cama cuanto antes y echarse a dormir.
—¿Por dónde andará Jorgina? —preguntó Ana al
despedirse de sus hermanos antes de acostarse—. Debe de
ser una chica muy rara. No ha querido recibirnos ni ha
venido a cenar y ni siquiera ha aparecido todavía por la casa.
Menos mal que dormiremos juntas en la misma habitación,
pero, Dios mío, a saber cuándo tendrá la intención de
regresar.
Mucho antes de que Jorgina volviera, los tres chicos
estaban profundamente dormidos. No pudieron oírla, por
tanto, cuando ella abrió la puerta del dormitorio de Ana ni
cuando se desnudaba y se lavaba los dientes. Tampoco oyeron
el leve crujido de la cama al meterse en ella. Estaban
demasiado cansados e ineptos para enterarse de nada, hasta
que el sol, inundando sus habitaciones, no los despertase por la
mañana.

Cuando Ana se despertó al día siguiente, lo primero que


hizo fue preguntarse dónde se encontraba. Observó
extrañada su pequeña cama y el inclinado techo de la
habitación, así como las rosas rojas que se mecían
suavemente en el antepecho de una ventana. De repente lo
recordó todo.
« ¡Estoy en Bahía Kirrin pasando las vacaciones!» , se dijo
a sí misma, mientras golpeaba el colchón con las piernas, en
un gesto de alegría. Entonces reparó en la otra cama. Sólo
pudo ver un trozo de cabeza con cabellos rizados: lo demás
estaba envuelto en las sábanas. En cuanto Ana vio que el
bulto se movía algo, empezó a hablar:
—¡Hola! ¿Eres Jorgina?
La muchachita que había en la otra cama se incorporó y
observó a Ana. Tenía el pelo muy rizado y corto, casi tan corto
como el de los chicos. Su tez estaba soberanamente bronceada por
el sol y sus ojos azules brillaban, enmarcados por un rostro
singularmente bello. Pero su boca se torcía con una mueca de
descontento y en la frente podía notarse un ceño similar al de su
padre. —No —dijo—. Yo no soy Jorgina.
—¡Oh! —dijo Ana, sorprendida—. Entonces, ¿quién eres?
—Yo soy Jorge —dijo la muchacha—. Sólo te contestaré si
me llamas Jorge. Odio ser una chica. No quiero serlo. No me
gusta hacer nada de lo hacen las chicas. Me gustan las cosas que
hacen los chicos. Puedo trepar a los árboles mejor que cualquier
muchacho y también nado como ellos. Remo mejor que lo
pueda hacer un pescador de por aquí. Si quieres que te hable me
has de llamar Jorge. Si no, no.
—¡Oh! —dijo Ana, considerando lo extraordinaria que era su
prima—. Muy bien. Me da igual llamarte de un modo o de otro.
También Jorge es un bonito nombre. No me gusta mucho el de
Jorgina. Además, tú pareces enteramente un chico.
—¿Verdad que sí? —dijo Jorge, desarrugando el ceño
durante un instante—. Mi madre está muy disgustada
porque me dejo el pelo muy corto. Antes tenía una melena
horrible.
Las dos niñas se miraron durante unos instantes.
—¿No te da asco ser una chica? —preguntó Jorge.
—No, por supuesto —dijo Ana—. Me gusta llevar trajes
bonitos y jugar con mis muñecas: esas cosas no las pueden
hacer los chicos.
—¡Bah! ¡Vay a fastidio tener que preocuparse por los trajes
bonitos! —dijo Jorge, con voz desdeñosa—. ¡Y además,
muñecas! Total: que eres una criatura. Es lo único que puedo
decir.
Ana se sintió ofendida.
—Eres poco cortés —dijo—. No creas que mis hermanos
vay an a formar una buena opinión de ti si te portas como si lo
supieras todo. Ellos son realmente chicos, no chicos simulados,
como eres tú.
—Está bien. Si les va a molestar mi trato, y o, por mi parte,
no quiero conocerlos ni saber nada de ellos —dijo Jorge,
saltando de la cama—. Yo no le he pedido a nadie que
vinieseis a esta casa a interferirse en mi vida. Soy
perfectamente feliz estando sola. Todo lo que he conseguido
hasta ahora es tener la oportunidad de conocer a una niña
tonta que le gustan los trajes bonitos y las muñecas, y a dos
primos estúpidos.
Ana tuvo la sensación de que las vacaciones habían
tenido un mal comienzo. Se puso unos shorts grises y un
jersey rojo. Jorge se puso también unos shorts y un jersey
masculino.
En cuanto acabaron de arreglarse llamaron los chicos a la
puerta del dorm itorio.
—¿Estáis y a listas? ¿Estás ahí, Jorgina? ¡Prima Jorgina,
sal, que te queremos conocer!
Jorge abrió rápidamente la puerta y salió de la habitación
muy erguida. No acusó recibo en lo más mínimo de la
presencia de los dos sorprendidos muchachos. Sin hacerles
caso, empezó a bajar la escalera. Los otros tres se miraron
unos a otros.
—No contesta nunca cuando la llaman Jorgina —explicó
Ana—. Es una chica muy rara. Dice que no quiere saber nada
de nosotros, que nos hemos interferido en su vida. Se ha
reído de mí y se ha portado conmigo de un modo
desagradable.
Julián rodeó a Ana con el brazo para consolarla. Parecía
muy resentida. —¡Ánimo! —le dijo—. Nos tienes a
nosotros, que te queremos bien. Vamos abajo a tomar el
desay uno.
Los tres estaban verdaderamente hambrientos. Les llegaba
del comedor un agradable olor a jamón y huevos. Bajaron
rápidamente la escalera y le dieron los buenos días a su tía
Fanny, que en aquel momento servía el desay uno. El tío
estaba sentado a la cabecera de la mesa leyendo el periódico.
Hizo a los chicos un gesto con la cabeza en señal de saludo.
Éstos se sentaron a la mesa sin pronunciar palabra: no sabían
si les estaría permitido hablar durante las comidas. En casa sí
que los dejaban sus padres, pero tío Quintín parecía muy
severo.
Jorge estaba también allí tomándose una rodaja de pan
tostado con mantequilla. Miraba a sus primos muy
enfurruñada.
—No te portes de un modo tan desagradable —dijo su
madre—. Espero que os hayáis hecho amigos ya. Te gustará
mucho jugar con ellos. Esta mañana podrías enseñar a tus
primos la bahía y los sitios mejores donde bañarse. —Yo
pienso ir a pescar —dijo Jorge.
Su padre levantó rápidamente la vista del periódico.
—No irás —dijo—. Tienes que dejar los malos modos y
acompañar a tus primos a la bahía. ¿Me has oído?
—Sí —dijo Jorge, frunciendo el ceño lo mismo que su padre.
—Oh, nosotros podemos muy bien ir solos a ver la
bahía, si es que Jorge se quiere ir de pesca —dijo Ana al
punto, pensando que sería mejor que Jorge no los
acompañara, si estaba tan de mal humor.
—Jorge hará exactamente lo que le acabo de decir —
dijo su padre—. Y si no, tendrá que entendérselas
conmigo.
Total que, poco después de haber terminado de desay
unarse, los cuatro niños estaban ya preparados para
marcharse a la play a. Fueron corriendo alegremente por una
senda que comunicaba la casa con la bahía. Hasta la misma
Jorge dejó de fruncir el ceño cuando sintió la fuerza de los
ray os del sol sobre su rostro y contempló sobre el mar los
danzantes destellos de su luz.
—Puedes irte a pescar si quieres —dijo Ana cuando
hubieron llegado a la playa—. No lo diremos a nadie. Has de
saber que no tenemos intención de interferirnos en tu vida.
Nosotros y a nos hacemos suficiente compañía: y si a ti no te
gusta acompañarnos, te marchas y en paz.
—Pues a nosotros nos gustaría mucho que nos acompañaras
—dijo Julián, generosamente. Él había notado, por supuesto,
que Jorge era arisca y de malos modales. Pero no podía
impedir el sentir cierta atracción hacia aquella extraña
personita de cortos cabellos y erguida espalda, brillantes ojos
azules y labios contraídos en disgustado mohín.
Jorge se le encaró.
—Pues y a ves —le dijo—. No tengo la menor intención de
trabar amistad con nadie que sea primo mío o alguna estupidez
por el estilo. Sólo me hago amiga de las personas que me son
simpáticas.
—A nosotros nos pasa igual —dijo Julián—. Y, por
supuesto, tú también puedes sernos antipática: no lo olvides.
—Oh —dijo Jorge, indiferentemente—. Desde luego que
puedo seros antipática. Ahora que lo pienso, hay mucha gente
que me tiene antipatía. Ana, mientras tanto, se había dedicado
a explorar la bahía. A su entrada podía distinguirse un extraño
islote rocoso en cuya parte más alta había un antiguo castillo
en ruinas.
—Qué isla más bonita, ¿verdad? —dijo—. Me gustaría
saber cómo se llama. —Se llama la Isla Kirrin —dijo Jorge,
volviendo sus ojos azul-mar en dirección al islote—. Si me
sois simpáticos os llevaré algún día a verla. Pero no puedo
prometerlo. Sólo se puede ir en bote.
—Y ¿a quién pertenece la isla? —preguntó Julián.
Jorge lanzó una respuesta que los dejó desconcertados.
—Me pertenece a mí —dijo—. Por lo menos, algún día me
pertenecerá. ¡Tendré entonces una isla y un castillo propios!
Capítulo 3

Una historia extraña y un nuevo amigo

Los tres hermanos miraron a Jorge grandemente sorprendidos.


—¿Qué es lo que quieres decir? —dijo Dick—. La isla Kirrin
no puede ser tuya. Estás fanfarroneando.
—No fanfarroneo —dijo Jorge—. Pregúntale a mi madre. Y si
es que no pensáis creeros las cosas que os diga no os volveré a
dirigir la palabra. Yo no acostumbro decir mentiras. Faltar a la
verdad es cosa de cobardes, y yo no soy cobarde.
Julián se acordó entonces de que tía Fanny había dicho
que Jorge era totalmente sincera, noble y leal. Se rascó la
cabeza y volvió a mirarla. ¿Cómo diablos era posible que
hubiese dicho la verdad?
—Por supuesto que creeremos todo lo que nos digas
siempre que sea verdad —dijo—. Pero comprenderás que lo
que acabas de decir es algo increíble. Realmente increíble.
Los niños no suelen ser propietarios de islas, aunque sean tan
minúsculas como ésa.
—No es una isla minúscula —dijo Jorge altivamente—.
Además es maravillosamente bonita: Está llena de conejos
domesticados. Y en la parte que no se ve hay muchos
cormoranes y gaviotas de toda especie. Y el castillo es muy
bueno, aunque esté en ruinas.
—Lo que dices es muy interesante —dijo Dick—. Pero,
dinos: ¿cómo es posible que la isla sea de tu propiedad,
Jorgina?
Jorge miró a Dick con ojos fulgurantes y no se dignó contestar.
—Perdona —dijo Dick apresuradamente—. No era mi
intención llamarte Jorgina, sino Jorge.
—Contesta, Jorge, y cuéntanos cómo es posible que la
isla te pertenezca — dijo Julián, rodeando con el brazo los
hombros de su huraña prima. Ella se soltó, empujándolo
violentamente.
—Quieto —dijo—. Todavía no sé si acabaré siendo amiga
vuestra. —Está bien, está bien —dijo Julián armándose de
paciencia—. Puedes ser enemiga de quien te parezca: a
nosotros eso nos trae sin cuidado. Pero
apreciamos mucho a tu madre y no queremos que piense que no
nos gusta tu am istad.
—¿Apreciáis mucho a mi madre? —dijo Jorge,
dulcificando un poco la expresión de sus luminosos ojos—.
Ella es muy agradable, ¿verdad? Bueno, está bien: os diré
por qué el castillo de Kirrin es mío. Vamos a sentarnos en
ese rincón donde nadie pueda oírnos.
Se sentaron todos en un rincón natural que las rocas
formaban en la play a, apartado del tránsito de la gente.
Jorge dirigió la mirada hacia la pequeña isla de la bahía.
—La cosa es como sigue —dijo—. Hace muchos años los
antepasados de mi madre eran propietarios de casi todas estas
tierras. Pero se arruinaron y se vieron obligados a venderlo
casi todo. Sin embargo, nadie quiso comprar la isla, porque
decían que tenía muy poco valor, sobre todo el castillo, que
hace y a mucho tiempo que está en ruinas.
—¡Qué raro que nadie quisiera comprar esa isla tan bonita!
—dijo Dick—. Yo, si tuviera dinero, la compraría ahora
mismo.
—Todo lo que nos queda de esas propiedades no son más
que nuestra casa, « Villa Kirrin» , una granja que hay algo más
allá y la isla Kirrin —dijo Jorge—. Dice mamá que cuando yo
sea may or seré la dueña de la isla y que y a no la considera
como suya, porque ha de ser para mí. Es una isla de mi
exclusiva propiedad y nadie puede visitarla sin mi permiso.
Los tres chicos miraron interesados a Jorge. Creían a pies
juntillas todo lo que les había contado, porque era evidente
que decía la verdad. ¡Qué magnífico tener una isla propia!
Verdaderamente, era como para sentirse feliz.
—¡Oh, Jorgina, digo Jorge! —exclamó Dick—. ¡Qué
suerte tienes! Debe de ser una isla estupenda. Espero que nos
hagamos amigos y que pronto nos llevarás a verla. No te
puedes imaginar las ganas que tengo.
—Sí que me lo imagino —dijo Jorge, contenta por el
interés que había causado en sus primos—. Ya veré. Nunca
he llevado a nadie allí, a pesar de que me lo han pedido
muchas veces las chicas y chicos de estos alrededores. Pero
no me eran simpáticos; por eso no los he llevado.
Hubo un corto silencio que los cuatro aprovecharon para
volver a mirar hacia la bahía, donde se destacaba
limpiamente la isla de Jorge. La marea había bajado. Parecía
casi que se podía llegar hasta allí vadeando. Dick preguntó si
ello era posible.
—No —dijo Jorge—. Ya os he dicho que sólo se puede
ir en bote. Está más lejos de lo que parece y el agua es muy
profunda. Tiene rocas y arrecifes por todo el derredor y
para llegar allí remando en un bote y evitar que encalle hay
que conocer bien el camino. Es bastante peligrosa la costa
de esa isla. Muchos barcos se han hundido cuando
intentaban pasar por entre las rocas. —¡Caramba! —
exclamó Julián con los ojos brillantes—. Nunca he visto un
barco hundido. ¿Quedan muchos por allí?
—Ahora y a no —dijo Jorge—. Los han sacado casi todos.
Sólo queda uno, pero está al otro lado de la isla. Si se va
remando por aquel lugar en un día de calma se puede ver desde
la superficie del agua un trozo de mástil roto. Ese barco
hundido es mío también.
Esta vez costaba más trabajo a los chicos creer las
palabras de Jorge. Pero ella confirmó con firmes
movimientos de cabeza.
—Sí —dijo—. Era un barco que perteneció a los
tatarabuelos de los tatarabuelos de mis tatarabuelos o, por lo
menos, a un antecesor mío muy lejano. Estaba cargado de oro,
enormes barras de oro, y naufragó en la costa de la isla Kirrin.
—¡Oooh! Y ¿qué pasó con el oro? —preguntó Ana con
sus grandes ojos muy abiertos.
—Nadie lo sabe —repuso Jorge—. Supongo que lo habrán
robado. Varias personas han buceado para rescatarlo, pero no
lo encontraron.
—¡Caramba, qué interesante es todo eso! —dijo Julián
—. Me gustaría poder ver el barco.
—Quizá podamos verlo esta tarde cuando hay a bajado
más la marea —dijo Jorge—. El mar está hoy en calma y
limpio. Creo que lo podremos ver. —¡Oh, qué maravilloso!
—exclamó Ana—. ¡Con las ganas que tengo de ver a lo
vivo un barco hundido!
Los demás rieron.
—Bueno; no creo que esté muy vivo —dijo Dick—.
Jorge: ¿qué te parece si nos diéramos un baño?
—Primero voy a buscar a Timoteo —dijo
Jorge, levantándose . —¿Quién es Timoteo? —
dijo Dick.
—¿Podéis guardarme un secreto? —preguntó Jorge—.
Es que no quiero que se enteren en casa.
—Bueno, sigue: ¿qué secreto es ese? —preguntó Julián
—. Puedes decírnoslo tranquila. No somos acusicas.
—Timoteo es mi mejor amigo —dijo Jorge—, no puedo
hacer nada sin él. Pero a papá y a mamá no les gusta. Por eso lo
tengo escondido en un sitio secreto. Voy a buscarlo.
Jorge echó a correr y desapareció tras las rocas. Los demás
quedaron esperándola pasmados, pensando que su primita era
la chica más extraña que habían conocido en su vida.
—¿Quién diablos será Timoteo? —dijo Julián, pensativo
—. A lo mejor se trata de algún muchacho pescador de por
aquí cuya amistad con Jorge no agrada a sus padres.
Los chicos, sentados en la arena, contemplaban
expectantes el lugar por donde había desaparecido Jorge. No
tardaron en oír su clara voz procedente de
detrás de las rocas.
—¡Ven, Timoteo, ven!
Se levantaron para ver mejor cómo era Timoteo. Lo que
vieron no fue precisamente un muchacho pescador, sino un
enorme perro castaño, de raza mixta, que tenía un rabo
absurdamente largo y unos enormes hocicos contraídos en
extravagante mueca. Daba vueltas alrededor de Jorge, loco de
alegría. Ella se acercó corriendo a sus primos.

—Éste es Timoteo. ¿Verdad que es perfecto?


En cuanto a perro, Timoteo distaba mucho de ser una
perfección. Era de complexión un tanto deforme: tenía la
cabeza demasiado grande, las orejas exageradamente
puntiagudas, el rabo larguísimo y, por otra parte, era imposible
adivinar a qué raza podía pertenecer. Además producía unas
im presiones bastante dispares; perro risueño, alborotador,
servicial y torpe, pero en conjunto tan agradable que los chicos
se sintieron fascinados por él y lo adoraron desde el primer
momento de verlo.
—¡Oh, qué perro más simpático! —dijo Ana, dándole un
cachetito en la húmeda nariz.
—¡Es estupendo! —dijo Dick. Le dio a Timoteo un
amistoso beso, cosa que conmovió al can, el cual se puso a
dar saltos de alegría.
—¡Cómo me gustaría tener un perro como éste! —dijo
Julián, a quien le gustaban mucho los perros y siempre había
querido tener uno propio—. ¡Oh, Jorge, es maravilloso! ¿No
estás orgullosa de él?
La primita sonrió. La emoción y el contento
hermoseaban aún más su lindo rostro. Se sentó en la arena y
el perro se abalanzó sobre ella, lamiéndole la cara, los
brazos y las piernas.
—Lo quiero horrores —dijo—. Me lo encontré hace un
año en el pantano y lo llevé a casa. Al principio le gustó a
mamá, pero cuando se hizo mayor se volvió terriblemente
malo.
—¿Por qué malo? —preguntó Ana—. ¿Qué hacía?
—Porque, aunque es un perro maravilloso, muerde todo lo
que encuentra. Estropeó una alfombra nueva que mamá
acababa de comprar; hizo polvo también un sombrero muy
bonito que tenía; y a papá le destrozó las zapatillas e hizo
trizas muchos papeles. Además ladra fuerte. A mí me gusta
que ladre, pero a papá no. Dijo que iba a acabar volviéndose
loco. Un día le pegó a Timoteo y y o me enfadé mucho con él.
—Y ¿no te dio una azotaina? —preguntó Ana—. Yo no
me atrevería a enfadarme con tu padre: parece de muy mal
genio.
Jorge se puso a contemplar la bahía. Su rostro se había vuelto
otra vez huraño. —No le di bastante motivo como para que me
castigara —dijo—. Pero lo peor de todo fue cuando papá dijo
que eso de tener y o un perro en casa se había acabado; mamá se
puso también de su parte y dijo que había que echar al perro. Yo
me pasé varios días llorando, y eso que no me gusta llorar. Los
chicos no lloran, y a mí me gusta ser como ellos.
—No creas: los chicos también lloran a veces —empezó a
decir Ana, mirando a Dick, quien, tres o cuatro años atrás,
había sido un perfecto llorón. Dick le dio un fuerte y
significativo codazo y ella no volvió a hablar más del asunto.
Jorge miró a Ana.
—Los chicos no lloran —dijo obstinadamente—. Por lo
menos y o no he visto llorar a ninguno y y o me aguanto
siempre que tengo ganas de llorar. Llorar es
cosa de críos. A pesar de todo, cuando me dijeron que
tenía que despedirme de Timoteo, no lo pude evitar. Él
también lloraba.
Los chicos contemplaron respetuosamente a Timoteo.
Nunca, hasta entonces, habían conocido un perro que
pudiese llorar.
—¿Quieres decir que realmente lloraba? —preguntó Ana.
—No del todo —dijo Jorge—. Es demasiado orgulloso
para eso. Lo que hizo fue ponerse a aullar y aullar con
mucha pena, al darse cuenta de que por causa de él tenía y o
el corazón destrozado. Entonces fue cuando me di cuenta de
que nunca podría separarme de él.
—Y ¿qué ocurrió entonces? —preguntó Julián.
—Fui a ver a Alfredo, un muchacho pescador que
conozco —dijo Jorge—. Y le dije que si quería guardarme el
perro en su casa y que a cambio le daría yo todo el dinero
que me dieran a mí. Aceptó el trato y desde entonces me
guarda a Timoteo. Por eso y o no tengo nunca dinero: todo
me lo gasto en el perro. ¡Qué caro me resultas! ¿Verdad,
Tim?
—¡Guau! —ladró Timoteo, dando media vuelta de un
formidable salto. Julián le empezó a hacer cosquillas con la
mano.
—Y ¿cómo te las arreglas cuando quieres comprar dulces o
helados? — preguntó Ana, gran compradora de chucherías.
—No me las arreglo de ninguna manera —repuso Jorge
—. No compro nada y ya está.
Sus palabras produjeron terrible impacto en los otros
chicos, que consumían en abundancia y con mucha
delectación dulces, helados y cosas parecidas. Miraron
fijamente a Jorge.
—Pero supongo que los chicos que juegan contigo en la
playa te invitarán a veces a tomar dulces o helados,
¿verdad? —preguntó Julián.
—No les dejo —dijo Jorge—. Si y o no puedo
corresponderles con nada, es justo que no les admita nada. Por
eso rechazo todo lo que me ofrecen. Se oyó a cierta distancia el
tintineo de la campanilla de un vendedor de helados. Julián
metió la mano en el bolsillo, sacó unas monedas, se levantó y
echó a correr. Al cabo de poco estaba ya de vuelta, portador de
cuatro enormes barras de chocolate helado. Dio una a Dick, otra
a Ana, y la tercera se la tendió a Jorge. Ésta contempló el
helado unos segundos, pero luego denegó con la cabeza. —No,
gracias —dijo—. Ya has oído lo que he dicho. Yo no tengo
dinero para comprar helados. Por eso no podré nunca invitaros,
y por la misma razón no debo aceptar nada de vosotros. No es
justo aceptar cosas de los demás si luego no podemos
corresponderles de alguna manera.
—Con nosotros es distinto —dijo Julián, intentando
poner la barra de helado en la morena mano de Jorge—.
Somos primos tuy os.
—No, gracias —volvió a decir Jorge—. No lo quiero,
aunque reconozco que eres muy amable.
Miró serenamente a Julián con sus azules ojos. El
muchacho frunció el ceño, haciendo cabalas sobre cuál sería la
mejor manera de conseguir que su terca prima aceptara el
helado. De pronto sonrió.
—Escucha —dijo—. Tú tienes cosas que ofrecernos a las
cuales nosotros no podemos corresponder como es debido.
En realidad, tienes muchas cosas de las que nos gustaría
disfrutar, si tú quisieras. Deja que disfrutemos con ellas y
permite que te correspondamos con helados y cosas así. ¿De
acuerdo?
—¿Qué cosas puedo y o tener que vosotros queráis? —
preguntó Jorge, sorprendida.
—Tienes un perro espléndido —dijo Julián, acariciando al
pardo animal de raza mixta—. Nos gustaría mucho poder
jugar con él siempre que quisiéramos. Tienes una isla
maravillosa. Estaríamos encantados si pudiésemos ir a verla.
Tienes también un barco hundido en sus aguas. No sabes lo
interesante que sería para nosotros acercarnos a los restos y
verlos de cerca: con todo eso nos correspondes a nosotros
espléndidamente. Todas esas cosas tuyas valen mil veces más
que los helados y los dulces. Pero, si quieres, podríamos hacer
un contrato para repartir bien todo y que no haya desigualdad.
Jorge miró los pardos ojos de Julián, que estaban fijos en los
suy os. No pudo evitar el sentir un ramalazo de simpatía hacia
su primo. Por supuesto que no entraba en sus costumbres el
hacer contratos de esa naturaleza. Siempre había sido una
muchachita solitaria e incomprendida, de fuerte carácter,
aunque muy apasionada. Nunca había tenido amigos de verdad.
Timoteo fijó su mirada en Julián y comprendió que éste estaba
ofreciendo a Jorge algo realmente bueno: nada menos que una
magnífica barra de chocolate helado. Se abalanzó sobre él y
empezó a lamerle.
—Ya puedes verlo, Timoteo está conforme en formar parte
de nuestro contrato —dijo Julián, riendo—. Estoy seguro de
que le gustaría mucho tener tres nuevos amigos.
—Sí, eso creo —dijo Jorge, cambiando rápidamente de
opinión y cogiendo la barra de chocolate—. Gracias, Julián.
Pactaré contigo. Pero ¿verdad que no le diréis a nadie que y
o tengo todavía a Timoteo?
—Claro que no —dijo Julián—. Además, no creo que tus
padres se acuerden ya de él, después de tanto tiempo. ¿Qué tal
el helado? ¿Te gusta? —¡Ooooh! ¡Nunca había probado nada
tan bueno! —dijo Jorge, saboreándolo —. Está muy frío. Este
año no había tomado ninguno. ¡Es sencillam ente
DELICIOSO!
Timoteo hacía intentos por probar el helado de su amita.
Jorge arrancó un trocito y se lo dio. Luego se volvió a sus
primos, sonriente.
—Sois muy agradables —dijo—. Al fin y al cabo, me
alegro mucho de que hayáis venido a mi casa. Esta tarde
cogeremos un bote e iremos remando a la isla para ver si
conseguimos ver el barco hundido, ¿queréis?
—¡Claro que sí! —dijeron los tres hermanos al momento.
El mismo Timoteo, como si entendiera todo lo que se
hablaba, empezó a mover la cola alegremente.
Capítulo 4

Una tarde emocionante


Poco después estaban todos bañándose en el mar. Los
chicos pudieron notar que Jorge nadaba mucho mejor que
ellos. Lo hacía con fuerza y muy deprisa. Además podía
mantenerse bajo el agua mucho tiempo sin respirar.
—Nadas magníficamente —dijo Julián, admirado—. Es
una pena que Ana no lo haga un poco mejor. Ana, tendrás
que practicar mucho y duro o nunca podrás hacerlo tan bien
como nosotros.
A la hora de comer todos estaban hambrientos. Regresaron
por la rocosa senda anhelando que les tuvieran preparadas a la
mesa muchas cosas buenas. Su esperanza no quedó frustrada.
Les sirvieron carne, empanadillas, queso y flan. Era de ver lo
aprisa que dieron cuenta de todo.
—¿Qué vais a hacer esta tarde? —preguntó la madre de Jorge.
—Jorge nos llevará en un bote a ver el barco hundido que
hay al otro lado de la isla —dijo Ana. Su tía quedó muy
sorprendida.
—¿Qué dices? ¿Que Jorge os va a llevar a la isla? —dijo—.
¿Qué te ha pasado, Jorge? ¡Con la de veces que te he pedido
que lleves allí a amiguitos tuy os y nunca has querido!
Jorge no dijo nada. Siguió comiendo tranquilamente su
empanadilla. Durante toda la comida no había pronunciado
palabra. Su padre no había aparecido por el comedor, cosa
que tranquilizó a los muchachos.
—Jorge, estoy muy contenta de que te hay as avenido a
hacer lo que tu padre te ordenó —siguió hablando la madre.
Jorge negó con la cabeza. —Lo haré no porque me lo hayan
mandado, sino porque quiero. No llevaría a nadie a ver mi
barco hundido, ni siquiera a la reina de Inglaterra, si no me
fuera sim pática.
Su madre se echó a reír.
—Está bien. De todos modos, bueno es que tus primos te
hay an sido simpáticos —dijo—. Espero que tú les serás a
ellos simpática también. —¡Oh, sí! —dijo Ana,
vehementemente, deseosa de agradar a su extraña prima—.
Jorge nos es muy simpática, y también nos ha resultado muy
simpático
Ti…
Estaba a punto de decir que también les había agradado
mucho Timoteo, cuando sintió un fuerte puntapié en el tobillo,
cosa que le hizo lanzar un gemido de dolor y saltársele las
lágrimas. Jorge la miró con ojos fulgurantes.
—¡Jorge! ¿Cómo se te ocurre dar un puntapié a Ana,
precisamente mientras estaba hablando bien de ti? —le gritó
su madre—. Márchate de la mesa inmediatamente. No quiero
que te comportes de esa manera.
Sin pronunciar palabra, Jorge se levantó de la mesa y se
marchó al jardín. Acababa en aquel momento de coger un trozo
de pan y un poco de queso, pero todo lo volvió a dejar en el
plato. Sus primitos la miraban consternados. Ana estaba
turbadísima. ¡Qué tonta había sido, olvidando que en la casa no
se podía hablar de Timoteo!
—¡Oh, por favor, tía, dígale a Jorge que vuelva! —dijo—.
Ella no tenía intención de darme un puntapié. Fue sin querer.
Pero tía Fanny estaba muy enfadada con Jorge.
—Seguid comiendo —dijo a los tres hermanos—. Jorge
está ahora muy huraña. ¡Oh, queridos, qué niña más difícil
tengo!
Lo que menos importaba a los tres era que Jorge
estuviese huraña. Su preocupación mayor era pensar que a lo
mejor desistía de la idea de llevarlos a la isla a ver los restos
del barco hundido.
Terminaron de comer en silencio. Su tía fue a ver si tío
Quintín quería otra empanadilla. Estaba comiendo solo en su
despacho. En cuanto se marchó, Ana cogió rápidamente el
pan y el queso que había dejado Jorge en su plato y se fue al
jardín. Sus hermanos no la regañaron. Sabían que Ana se iba
a menudo de la lengua, pero siempre procuraba luego
disculparse y remediar lo mal hecho. Pensaron que era muy
valiente yendo a enfrentarse con Jorge.
Jorge estaba en el jardín, echada en el suelo boca arriba
al pie de un gran árbol. Ana se le acercó.
—¡Cuánto siento haber estado a punto de meter la pata,
Jorge! —dijo—. Aquí te traigo tu pan y tu queso. Te prometo
que nunca más olvidaré que no se puede hablar de Timoteo
en tu casa.
—¡Estoy pensando en no llevarte a ver el barco, niña estúpida! —
contestó Jorge.
Ana la escuchó, apabullada. Lo que acababa de oír era
precisamente lo que más estaba temiendo.
—Bueno, no me lleves si no quieres. Pero a mis
hermanos sí debes llevarlos, Jorge. Al fin y al cabo, ellos no
han cometido ninguna estupidez. Pero tú me has dado un
puntapié terrible: fíjate qué bulto me has hecho en el tobillo.
Jorge miró el tobillo. Luego miró a Ana a los ojos.
—Pero tú te sentirías muy desgraciada si los llevase a ellos
y a ti no, ¿verdad? —Claro que sí —asintió Ana—. Pero no
quiero que por mi culpa se queden ellos sin ver el barco.
Entonces Jorge hizo algo que sorprendió a Ana. ¡Le dio un
abrazo! Inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma:
estaba segura de que los chicos no hacían cosas así. Y por nada
del mundo quería dejar de parecer un chico.
—Está bien —dijo ásperamente, cogiendo el pan y el queso
que le había traído Ana—. Tú has estado a punto de meter la
pata; y o te he dado un puntapié. Así, todo está compensado.
Por supuesto que esta tarde podrás venir con nosotros.
Ana regresó a la casa para decirles a sus hermanos que ya
estaba todo arreglado. Al cabo de cinco minutos los cuatro
corrían alegremente camino de la play a. Había allí un bote al
lado del cual esperaba un muchacho, al parecer pescador, de
unos catorce años. Junto a él estaba Timoteo.
—El bote está preparado, « señorito» Jorge —dijo, con una
leve sonrisa—. Timoteo también está dispuesto.
—Gracias —dijo Jorge. Indicó enseguida a sus primos
que se metieran en el bote. Todos se metieron, incluido
Timoteo, que movía la cola con alegría. Jorge apartó un poco
el bote de la orilla y se introdujo limpiamente en él, sin ay
uda de nadie. Luego empuñó los remos.
Remaba espléndidamente. El bote, como una flecha, se
deslizaba a través de la azul bahía. El tiempo era espléndido y a
los chicos les gustaba mucho sentir el balanceo de la
embarcación. Timoteo iba en la proa. Cada vez que una ola le
llegaba al nivel de la cabeza se ponía a ladrar violentamente.
Jorge lo arrastró hacia dentro y dijo:
—Si lo vierais cuando hace mal tiempo. En cuanto ve olas
grandes se pone a ladrar como un loco y se enfada mucho si
le salpican. Pero sabe nadar como nadie.
—¿Verdad que ha sido una buena idea traer el perro? —dijo
Ana, deseosa de borrar la mala impresión que había producido
en Jorge con su desliz—. Le he cogido mucho afecto.
—¡Guau! —ladró Timoteo con voz profunda. Enseguida
empezó a lamerle a Ana las orejas.
—Apostaría a que se ha enterado de lo que he dicho —
dijo Ana, complacida. —Por supuesto que sí —dijo Jorge
—. Se entera al detalle de todo cuanto se
habla a su alrededor.
—Estamos y a casi llegando a la isla —dijo Julián, excitado
—. Es más grande de lo que parecía desde lejos. ¿Verdad que
el castillo es maravilloso? Estaban y a muy cerca de la isla. Los
chicos pudieron observar lo accidentada que era la costa.
Estaba plagada de arrecifes y afilados salientes rocosos. Se
veía a las claras que para poder atracar era indispensable
conocer muy bien el camino que el bote tenía que seguir. Hacia
la mitad de la isla y sobre una pequeña colina se destacaba el
ruinoso castillo. Estaba construido con grandes piedras blancas.
A pesar de sus rotas bóvedas y derrumbadas murallas y torretas
conservaba el aspecto de castillo poderoso y señorial. Ahora,
abandonado, lo utilizaban los grajos y otras aves para hacer en
él sus nidos, y servía también de refugio a las gaviotas, que en
su may or parte descansaban sobre las piedras más altas.
—Parece un castillo de ley enda —dijo Julián—. ¡Cómo me
gustaría atracar allí y echarle una ojeada! ¡Sería estupendo
poder pasar en la isla una o dos noches!
Jorge paró los remos. Su rostro parecía iluminado.
—¡Ya lo creo! —dijo entusiasmada—, ¡nunca me había
parado a pensar lo interesante que sería! ¡Pasar una noche
en la isla! ¡Nosotros cuatro solos! ¡Llevarnos la comida y
hacernos a la idea de que vivimos en ella! ¿Verdad que
sería maravilloso?
—Sí —asintió Dick, mientras contemplaba largamente la
isla—. ¿Crees que tu madre nos dejaría hacerlo?
—No sé —dijo Jorge—. Tal vez sí. ¿Por qué no
se lo preguntáis? —¿No podríamos atracar
ahora? —preguntó Julián.
—Si queréis ver el barco hundido no tendremos tiempo
—dijo Jorge—. A la hora del té tenemos que estar de vuelta
y hay el tiempo justo para llegar al otro lado de la isla y
volver.
—Yo quisiera ver el barco hundido, claro —dijo Julián,
dubitativo—. Oy e, déjame remar un poco, Jorge. Todo el
tiempo no vas a estar remando tú. —Puedo hacerlo
perfectamente —dijo Jorge—. Aunque me gustaría descansar un
poco. Si quieres, ahora, cuando pasemos por entre estas rocas,
puedes coger los remos; pero me los devolverás en cuanto
lleguemos al otro arrecife. ¡Esta ribera es peligrosísima!
Jorge y Julián cambiaron sus puestos en el bote. Julián
remaba bien, pero no tan impetuosamente como su prima.
La embarcación se deslizaba suavemente. Rodearon la isla
y vieron el castillo desde la otra parte. Aparecía totalmente
en ruinas.
—Siempre está azotado por el fuerte viento que viene del
mar —explicó Jorge—. Aquí no hay más que montones de
piedras, pero un poco más allá hay una caleta donde el mar
está tranquilo: parece un puerto. Claro que para llegar
allí hay que conocer bien el camino.
Poco después Jorge volvió a coger los remos. Con la
firmeza de siempre alejó el bote un tanto de la isla. Luego dejó
de remar y contempló desde lejos la orilla.
—¿Cómo te las arreglas para saber cuándo pasamos por
encima del barco hundido? —preguntó Julián, interesado—.
Yo no sabría encontrarlo. —¿Ves la torrecita de aquella
iglesia? —preguntó Jorge—. ¿Ves aquella colina? Pues bien:
cuando la torrecita, la colina y las dos torres del castillo estén
en línea recta, será señal de que hemos llegado. Hace mucho
tiempo que lo com probé.
Cuando los muchachos, poco después, vieron que la colina,
la torrecita de la iglesia y las torres del castillo formaban una
línea recta miraron ávidamente debajo del agua a ver si podían
atisbar los restos del barco. El mar estaba tranquilo y
transparente. Parecía de cristal. Timoteo se dedicó también a
explorar sus profundidades con la cabeza inclinada y los ojos
fijos en el líquido elemento, dando la impresión de que sabía
sobradamente qué es lo que había que descubrir. Al verlo así,
los chicos empezaron a reír.
—No hemos llegado todavía al sitio exacto —dijo Jorge,
escudriñando, a su vez, las profundidades del mar—. El agua
está tan clara que casi se puede ver el fondo, y no hay nada.
Aguardad, que voy a virar a la izquierda y remar hasta un
poco más allá.
—¡Guau! —ladró Timoteo, moviendo la cola. Los chicos
escudriñaron a través del agua y, por fin, vieron algo.
—¡Es el barco! —dijo Julián, excitadísimo y a punto de
caerse por la borda de tanto como se había asomado—. Veo un
trozo de mástil roto. ¡Mira, Dick, m ira!
Los cuatro y el perro observaron atentamente lo profundo del
agua. Poco después pudieron descubrir la silueta del casco de un
barco, bajo el mástil roto. —Está inclinado sobre un costado —
dijo Julián—. Pobre barco. Qué pena me da el pensar que ha
tenido que ir poco a poco hundiéndose, sin poder evitarlo. Jorge,
me gustaría mucho zambullirme y echarle una ojeada de cerca.
—Hazlo, si quieres —dijo Jorge—. Llevas puesto el traje de
baño. Yo también me he zambullido muchas veces para verlo.
Esta vez también lo haré. Mientras tanto, Dick puede cuidarse de
que el bote no se aleje de aquí. Hay corrientes que pueden
desviarle del camino. Dick, tú ve moviendo este remo todo el
tiempo para mantener el bote en su sitio.
La primita se quitó los shorts y el jersey y Julián hizo lo
mismo. Ambos llevaban puesto el traje de baño debajo de la
ropa. Jorge se sumergió en el agua de una magnífica
zambullida.
Los demás pudieron contemplar cómo iba hundiéndose,
mientras braceaba con fuerza, a pesar de tener contenida la
respiración. Al cabo de un rato
reapareció en la superficie, casi sin aliento.
—Casi he llegado a tocar el barco —dijo—. Está como
siempre: cubierto de algas, lapas y cosas así. ¡Lo que me
hubiera gustado poder meterme dentro! Pero no puedo estar
tanto tiempo sin respirar. Ve tú ahora, Julián.
Julián se zambulló a su vez: pero no era tan buen nadador como
Jorge. No se pudo acercar tanto como ella al barco. Sin embargo, al
abrir los ojos pudo
contemplar buena parte de la cubierta. Ésta aparecía desoladoram
ente abandonada. A Julián no le agradó, en verdad, el triste
espectáculo que ofrecía. Le producía una especie de sensación
amarga y angustiosa que no se podía explicar. Sólo se sintió
tranquilo cuando volvió a la superficie del agua, respiró el aire a
pleno pulmón y sintió la caricia de los ardientes rayos del sol
sobre sus hom bros.
Subió al bote.
—Muy interesante —dijo—. ¡Caramba, cómo me gustaría
poder ver el barco despacio y con toda tranquilidad y registrar
la cubierta y los cam arotes! ¡Entonces seguro que encontraría
las cajas con las barras de oro!
—Eso es imposible —dijo Jorge—. Ya te dije que mucha
gente ha registrado el barco, buceando, y nadie ha
encontrado nada. ¿Qué hora es? Tendremos que darnos prisa
si no queremos llegar tarde a casa.
Regresaron tan aprisa, que consiguieron llegar con sólo
cinco minutos de retraso a la hora del té. Después se fueron a
visitar el pantano. A la hora de acostarse estaban todos tan
soñolientos que difícilmente podían mantenerse con los ojos
abiertos.
—Bueno, buenas noches —dijo Ana, acomodándose bien
en la cama—. Hemos pasado un día magnífico. Te estoy
muy agradecida.
—Pues y o también he pasado un día magnífico —dijo
Jorge precipitadamente—. Os estoy muy agradecida. Me gusta
mucho que hay áis venido a pasar las vacaciones a mi casa. Lo
vamos a pasar muy bien. ¿Verdad que os ha gustado el castillo
y la isla?
—¡Oh, sí! —dijo Ana.
Aquella noche Ana soñó con montones de barcos
hundidos e islas misteriosas. ¿Cuándo accedería Jorge a
llevarlos a visitar la suya?
Capítulo 5

Una visita a la isla


Tía Fanny organizó un pequeño picnic al día siguiente.
Fueron a una caleta que se hallaba no muy lejos de la casa,
donde pudieron bañarse y chapotear a su gusto con gran
contento de sus corazones. Lo pasaron maravillosamente, pero
Julián, Dick y Ana lamentaban en secreto no haber podido
visitar aquel día la isla de Jorge, Eso lo preferían a todo.
Jorge estaba disgustada: pero no precisamente por que no le
gustasen los picnics, sino porque no podía estar con Timoteo.
Como su madre había ido con ellos a la excursión, ella tendría
que pasarse un día entero sin ver a su adorado can.
—¡Mala suerte! —dijo Julián, adivinando la causa del
disgusto de su primita —. Lo que no comprendo es por qué
no le dices a tu madre lo de Timoteo. Estoy seguro de que
no le importará que aquel chico te lo guarde en su casa. Yo
sé que a mi madre no le hubiera importado una cosa así.
—No pienso decírselo a nadie más —dijo Jorge—. En casa
me riñen por todo. Reconozco que muchas veces tengo yo la
culpa, pero ya estoy cansada. Fíjate que papá gana muy poco
dinero con los libros que escribe, aunque él quisiera
comprarnos muchas cosas que no están a su alcance. Por eso
tiene tan mal carácter. Él también querría enviarme a un
colegio bueno, pero el dinero no le llega. Yo, por mi parte, me
alegro. No tengo ni pizca de ganas de irme a vivir a un colegio.
Yo estoy bien aquí. No podría soportar separarme de Timoteo.
—Ya lo creo que te gustaría estar interna en un colegio —
dijo Ana—. Nosotros estamos internos todos. Resulta muy
divertido.
—No, no me gustaría —dijo Jorge, obstinadamente—.
Sería terrible para mí ser una cualquiera entre las demás y
pasar el día con montones de chicas riendo y alborotando a
mi alrededor. Odio todo eso.
—No, no lo creas —dijo Ana—. Se pasa estupendamente.
Estoy segura de que te convendría.
—Si vas a empezar a aconsejarme qué cosas me
convendrían, acabaré odiándote también a ti. Papá y mamá
siempre están aconsejándome cosas que
me convienen —dijo Jorge, con una repentina expresión de
dureza en sus ojos—; pero resulta que todas son cosas que
me molestan.
—Está bien, está bien —dijo Julián, echándose a reír—.
Dios mío, qué ganas me entran de ponerme a fumar cuando te
veo. Creo que podría encender un cigarrillo con las chispas
que saltan de tus ojos.
Esto hizo reír a Jorge, a su pesar. Era realmente
imposible enfadarse con el simpático primo.
Decidieron tomarse el quinto baño del día. Al poco rato
estaban chapoteando alegremente en el agua. Jorge
aprovechó el tiempo para enseñar a nadar a Ana, quien lo
hacía con poco estilo. Jorge se sintió muy orgullosa cuando
comprobó que sus lecciones habían dado fruto y que Ana
nadaba correctamente y a.
—Oh, gracias —dijo Ana, mientras avanzaba braceando con
energía—. Sé que nunca lo haré tan bien como tú, pero, al
menos, me gustaría saber nadar como mis hermanos.
Mientras regresaban a casa, Jorge se apartó de los demás
para hablar con Julián.
—¿Te importaría decir que vas a comprar periódicos o algo
por el estilo? Así, y o aprovecharía la ocasión, con el pretexto
de acompañarte, para ir a hacerle una visita a Timoteo. Debe
de estar muy triste, pensando que hoy no le he ido a sacar de
paseo.
—Muy bien —dijo Julián—. No necesito comprar
periódicos, pero traeré helados. Dick y Ana pueden muy bien
cargar con todas las cosas. Voy a pedirle permiso a tu madre.
Se acercó corriendo a su tía.
—¿Me dejas que vaya a comprar helados? —preguntó—.
No hemos tomado hoy ninguno. No tardaré mucho…
¿Puede venir conmigo Jorge?
—No creo que quiera —dijo su tía—. Pero puedes
preguntárselo. —¡Jorge, ven conmigo! —gritó Julián,
apresurando la marcha en dirección al pueblo. Jorge, con la
cara radiante de contento, echó a correr tras él. Enseguida lo
alcanzó y se puso a su lado, sonriéndole agradecida.
—Gracias —dijo—. Ve tú a comprar los helados y y o iré
a visitar a Timoteo. Se separaron. Julián compró cuatro
helados y se volvió en dirección a casa. A la salida del pueblo
se paró, esperando a Jorge, a quien vio venir corriendo pocos
minutos después. Tenía la cara encendida.
—Está perfectamente —dijo—. ¡No te puedes imaginar lo
contento que se ha puesto al verme! ¡Por poco se me sube a la
cabeza de un salto! ¡Anda, has comprado también un helado
para mí! Eres muy amable, Julián. Te voy a recompensar muy
pronto. ¿Qué te parece ir mañana a visitar la isla? ¡Ven!
¡Vamos a decírselo a los demás!
Poco después estaban los cuatro sentados en el jardín,
saboreando los helados. Julián les contó lo que Jorge había
decidido. Todos saltaron de contento. Jorge
estaba satisfechísima. Hasta entonces siempre había rechazado,
arrogantemente y dándose mucha importancia, todas las
proposiciones que había recibido para llevar a otros a visitar su
isla. Pero esta vez lo que la llenaba de contento era pensar que
iba a llevar allí a sus primos.
« Siempre había creído que lo mejor de todo era estar
sola. Pero ahora lo que más me gusta es ir a la isla con
Julián y sus hermanos» , pensó, mientras apuraba el helado
que le había regalado su primo.
Tía Fanny mandó a los chicos a arreglarse para la cena.
Mientras lo hacían, hablaron ávidamente de su próxima
excursión a la isla. Ella los escuchaba, sonriente.
—Estoy muy contenta de que Jorge hay a decidido
enseñárosla —dijo—. ¿Os gustaría llevaros la comida y pasar
todo el día en la isla? No vale la pena tomarse el trabajo de
remar tanto rato si luego no se disfruta del lugar durante varias
horas.
—¡Oh, tía Fanny ! ¡Qué maravilloso sería eso! —gritó Ana.
Jorge levantó la vista.
—¿Vas a venir tú también, mamá? —preguntó.
—No parece que te entusiasme mucho mi compañía, al fin
y al cabo —dijo su madre con tono contrito—. Ay er me di
cuenta perfectamente de que te enfurruñaste cuando
comprendiste que iba a ir con vosotros a la caleta. No; no os
acompañaré mañana, pero estoy segura de que tus primos
pensarán que eres una chica muy rara, pues nunca quieres ir
a ningún sitio con tu madre.
Jorge no dijo nada. Difícilmente pronunciaba palabras
cuando la estaban regañando. Los otros chicos tampoco
dijeron nada. Sabían de sobra que lo que le pasaba a Jorge
era que no le gustaba pasar otro día sin Timoteo y que a ella
no le importaba que su madre les acompañara si no fuera por
tal circunstancia.
—De todos modos, tampoco podría ir con vosotros —siguió
tía Fanny —. Tengo que arreglar el jardín. Podéis consideraros
seguros con Jorge. Maneja un bote igual que un hombre.

Al día siguiente, en cuanto los tres hermanos se levantaron,


lo primero que hicieron fue escudriñar el cielo ávidamente.
Hacía un tiempo espléndido y el sol brillaba con fuerza.
—¿Verdad que hace un día maravilloso? —dijo Ana a
Jorge mientras se levantaban—. ¡Cómo me gusta ir de
excursión un día así!
—Pues, sinceramente, estoy pensando que sería mejor no ir
—dijo Jorge, inesperadam ente.
—¡Oh! ¿Por qué? —gimió Ana.
—Me parece que va a haber tormenta —dijo Jorge,
mirando por la ventana en dirección sudoeste.
—Pero, Jorge, ¿por qué dices eso? —preguntó Ana
impacientemente—. Mira el sol. Además, apenas hay nubes
en el cielo.
—El viento es malo —dijo Jorge—. Y fíjate que las olas,
junto a la isla, tienen la cresta blanca. Es mala señal.
—¡Oh, Jorge, nos vamos a llevar el disgusto may or de
nuestra vida si no vamos hoy ! —dijo Ana, que difícilmente
podía soportar la menor contrariedad —. Además —añadió
astutamente—, si nos quedamos hoy en casa por miedo a la
tormenta no podremos ver a Timoteo.
—Es verdad —dijo Jorge—. Está bien: iremos. Pero ten
en cuenta que probablemente habrá tormenta. En ese caso no
vayas a portarte como una criatura miedosa. Lo soportarás
tranquilamente sin asustarte.
—No es que me gusten mucho las tormentas —empezó a
decir Ana. Pero se calló de pronto al ver la desdeñosa
mirada que le lanzaba Jorge.
Mientras se desay unaban, Jorge preguntó a su madre si
se podían llevar a la isla la comida, como había prometido
el día anterior.
—Sí —dijo su madre—. Tú y Ana me ay udaréis a
preparar los bocadillos. Y vosotros, chicos, podéis ir al jardín
a recoger unas cuantas ciruelas maduras para llevároslas
como postre. Y tú, Julián, puedes ir luego al pueblo a
comprar botellas de limonada, o cerveza amarga o cualquier
cosa que os guste para beber. —Traeré refrescos de jengibre
—dijo Julián.
Los demás estuvieron conformes. Todos se sentían muy
felices. Era algo maravilloso ir a visitar la extraña isla de
Jorge. Ésta se regocijaba al pensar que iba a pasar el día con
Timoteo.
Por fin empezó la excursión. Lo primero que hicieron fue
ir a buscar a Timoteo. Estaba atado en el corral de la casa del
pescador amigo de Jorge. Éste también se encontraba allí y, al
verla, le hizo un gesto.
—Buenos días, « señorito» Jorge —dijo.
Los tres chicos no acababan de acostumbrarse a que a
su prima la llamasen « señorito» Jorge.
—Timoteo anda de cabeza. No para de ladrar —siguió el
muchacho—. Estoy seguro de que ha adivinado que usted
iba a venir a recogerlo.
—Por supuesto que sí —dijo Jorge, desatando al can.
Éste, en cuanto se vio libre, empezó a dar vueltas
alborozadamente alrededor de los muchachos con el rabo
casi rozando el suelo y tiesas las orejas.
—Este perro corre como un galgo: ganaría todas las carreras
—dijo Julián admirativamente—. Claro que en la arena no se le
puede notar mucho. ¡Tim! ¡Eh, Tim! ¡Ven aquí y dame los
buenos días!
Timoteo se abalanzó de un salto sobre Julián y empezó a
lamerle la oreja izquierda, más loco que nunca. Luego, cuando
notó que todos emprendían el camino hacia la play a, recobró
parte de su compostura y echó a correr tras Jorge. Le lamió las
piernas a su amita una y otra vez. Jorge le dio un amistoso
tirón de orejas.
Se metieron en el bote y Jorge empezó a apartarlo de la
orilla. El pescador les gritó desde lejos, con tono preocupado:
—No estaréis mucho rato, ¿verdad? Creo que va a haber
tormenta y no de las suaves.
—Ya lo sé —exclamó Jorge—. Pero seguramente
estaremos de vuelta antes de que empiece. Todavía ha de
tardar.
Jorge siguió remando en dirección a la isla. Timoteo iba
de un extremo a otro del bote, ladrando cada vez que veía
una gran ola. Los chicos observaban extasiados la isla, que
cada vez se iba acercando más. Les parecía más extraña y
misteriosa que el primer día.
—Jorge, ¿dónde vamos a atracar? —preguntó Julián—. No
comprendo cómo te las puedes arreglar para pasar por entre
estas rocas terribles. Debes de conocer muy bien el camino.
A cada momento tengo miedo de que encallemos.
—Atracaremos en la caleta de que os hablé el otro día —dijo
Jorge—. Para llegar allí sólo hay un camino, pero y o me lo sé
de memoria. Está en un sitio muy resguardado al otro lado de la
isla.
La primita remaba con gran destreza, sorteando
hábilmente el intrincado laberinto de las rocas. Al doblar una
de éstas vieron de pronto la caleta a la que Jorge se había
referido. Era como un pequeño puerto natural, cuy as
tranquilas aguas, resguardadas del viento entre las altas
rocas, azotaban suavemente la orilla de la playa. El bote se
deslizó quietamente a través de la caleta y se detuvo. No se
notaba el menor balanceo. El agua allí parecía un espejo: ni
siquiera formaba rizos.
—¡Caramba! ¡Qué sitio más bonito! —dijo Julián, con
los ojos brillantes de adm iración.
Jorge lo miró. Tenía también brillantes sus claros ojos azul
mar. Nunca había querido invitar a nadie a visitar la isla. Sin
embargo, esta vez estaba muy contenta de haber llevado allí a
sus primos.
Introdujo en la amarilla arena la proa del bote.
—¡Estamos de verdad en la isla! —exclamó Ana, casi sin
creer lo que veían sus ojos. Saltaba de contento. Timoteo la
imitó dando enormes saltos. Parecía todavía más loco que al
principio. Los chicos no pudieron contener la risa. Jorge
arrastró el bote un buen trozo en la arena.
—¿Por qué lo metes tanto en la arena? —preguntó Julián
mientras la ay udaba —. Aunque suba la marea no creo que
llegue a tanta altura.
—Ya te dije que me parecía que iba a haber tormenta —dijo
Jorge—. Y cuando llegue, esta caleta se convertirá en un
infierno. Supongo que no querrás que las olas se nos lleven el
bote, ¿verdad?
—¡Vamos a explorar la isla! ¡Vamos a explorar la isla! —
gritó Ana, mientras trepaba alegremente por las rocas que
bordeaban la caleta—. ¡Venid! ¡Venid!
Los demás fueron corriendo a reunírsele. Realmente era
aquél un sitio encantador. ¡Por todas partes había conejos!
Éstos lanzaban breves carreritas al ver a los chicos, pero
ninguno se metía en su madriguera.
—¡Están magníficamente domesticados! —dijo Julián,
sorprendido. —Claro: yo soy la única persona que viene a la
isla. Y no me dedico a asustarlos. ¡Tim, Tim, no persigas a los
conejos o te zurraré!
Timoteo miró a su amita con expresión dolorida. El can y
Jorge estaban siempre de acuerdo en todo, menos cuando de
conejos se trataba. Según Timoteo, los conejos no servían más
que para una cosa: ¡para darles caza! Nunca pudo comprender
por qué Jorge no le dejaba perseguirlos. Pero se contuvo y
retrocedió con paso solemne, mientras contemplaba
codiciosamente sus frustradas presas.
—Se les podría, creo, dar de comer con la mano —dijo Julián.
—No: yo lo he intentado muchas veces, pero no quieren —
dijo Jorge—. Fíjate en esos pequeñitos. ¿Verdad que son una
monería? ¿No están para com érselos?
—¡Guau! —ladró Timoteo, completamente de acuerdo,
dirigiendo sus pasos peligrosamente hacia los animalitos.
Pero Jorge le dio un grito de aviso y el can volvió sobre sus
pasos con el rabo entre las piernas.
—¡Allí está el castillo! —dijo Julián—. ¿Vamos a explorarlo
ahora? Tengo enormes ganas.
—Sí, podemos hacerlo ahora —dijo Jorge—. Fíjate: aquella
bóveda medio derruida era la entrada.
Los chicos contemplaron la enorme y vieja bóveda. Tras
ella aparecía una escalera de pétreos y destrozados escalones
que terminaban casi en el mismo centro del castillo.
—Está rodeado por una muralla soberbia que tiene dos
torres —dijo Jorge—. De una de ellas ya no queda gran
cosa, como podéis ver, pero la otra no está tan derruida. En
ella anidan los grajos todos los años. ¡Está llena a reventar
de nidos y palitroques!
Cuando llegaron junto a la torre menos derruida, los grajos
empezaron a volar dando vueltas alrededor de los chicos con
fuertes gritos de « ¡chak, chak, chak!» Timoteo daba brincos
en el aire en la creencia de que podría atraparlos, pero los
grajos lo esquivaban tan fácilmente que parecía que se estaban
burlando del pobre can, dejándolo en ridículo.
—Éste es el centro del castillo —dijo Jorge, mientras
cruzaban una ruinosa entrada. Desde ella podía verse como un
espacioso patio con suelo de piedras entre cuy os intersticios
abundaban las hierbas y toda suerte de maleza.
—Aquí es donde vivían los habitantes del castillo. Estas
eran las habitaciones. Fijaos: aquélla de allí está casi intacta.
Vamos a pasar por aquella puertecita y la podremos ver por
dentro.
Se dirigieron en tropel a la puerta y, una vez franqueada,
encontraron una pequeña y oscura habitación con las paredes,
el suelo y el techo de piedra. En un rincón había una especie de
chimenea. Dos estrechos ventanucos dejaban pasar unos débiles
rayos de luz, dando a la habitación un aspecto legendario.
—¡Qué lástima que esté todo tan derruido! —dijo Julián, una
vez hubieron salido al aire libre—. Esta habitación parece la
única que está enteramente
intacta. Veo que hay otras muchas, pero a todas les falta el
techo o las paredes. Sólo en la habitación donde hemos estado
se podría vivir. ¿No hay ninguna escalera para ir a la parte
alta del castillo?
—Desde luego —dijo Jorge—. Pero y a no tiene escalones.
¿Ves? Allí arriba puedes ver un trozo de habitación junto a la
torre de los grajos. No se puede llegar a ella; yo lo he intentado
varias veces y no he podido. Una vez estuve incluso a punto de
romperme la nuca. Los escalones están todos desmoronados. —
¿No hay sótano en el castillo? —preguntó Dick.
—No lo sé —dijo Jorge—. Supongo que habrá. Pero
hasta ahora nadie lo ha encontrado: está toda la parte baja
llena de maleza.
Ciertamente que el suelo del castillo estaba cubierto de
maleza. Se veían por doquier matojos de negras bay as y
genistas que cubrían las posibles aberturas y tapaban los
rincones. La hierba verde abundaba también, y toda clase de
plantas silvestres proliferaban por las hendiduras y grietas.
—¡Qué sitio más bonito es éste! —exclamó Ana—, lo
encuentro perfecto. —¿Verdad que sí? —dijo Jorge,
complacida— y o estoy muy orgullosa de esto. Oíd: ahora
iremos a visitar la otra parte de la isla, la que da al mar abierto.
¿Veis aquellas grandes rocas donde están posados unos pájaros
extraños? Los chicos miraron en la dirección que les indicaba
Jorge. Pudieron ver una porción de rocas apiladas, sobre las
cuales descansaban unos pájaros exóticos en posturas
extravagantes.
—Son cormoranes —dijo Jorge—. Han atrapado y se han
comido su buena porción de peces, y ahora están haciendo la
digestión. ¡Anda! ¡Remontan el vuelo! ¡Se marchan todos!
¿Qué les pasará?
Enseguida oyeron un estruendo lejano en dirección sudoeste.
—¡Es un trueno! —dijo Jorge—. Es que se acerca la
tormenta. ¡Se nos va a echar encima antes de lo que creía!
Capítulo 6

Lo que hizo la tormenta

Los cuatro dirigieron la vista al mar. Habían estado tan


entusiasm ados explorando el viejo castillo que ninguno se
había dado cuenta de que el tiempo estaba cambiando.
Se oyó otro trueno. Parecía el mugido de un perro
surcando todo el espacio. Timoteo, al oírlo, lanzó un
prolongado gruñido que, a su vez, parecía un trueno. —¡Dios
mío, se nos viene encima! —dijo Jorge, alarmada—. No creo
que tengamos tiempo de coger el bote y regresar. El viento es
fortísimo. ¡Fijaos cómo el cielo cambia de color!
Hasta entonces el cielo había permanecido azul. Pero,
ante el sobresalto de los chicos, se estaba oscureciendo a
ojos vistas, y pesadas y plomizas nubes lo iban taponando
poco a poco. Echaron a correr vertiginosamente. El viento
producía un sonido tan lúgubre que la pobre Ana se sintió
horrorizada.
—Está empezando a llover —dijo Julián, extendiendo la
mano, en la que caían fuertes y espaciados goterones—. Será
mejor que nos refugiemos en aquella habitación de piedra,
¿verdad, Jorge? Si no, nos vamos a mojar de lo lindo.
—Sí, está muy cerca —dijo Jorge—. ¡Fíjate qué olas más
enormes! ¡Va a ser una tormenta de las más fuertes! ¡Oh,
cuántos relámpagos!
Las olas iban siendo cada vez más altas. Resultaba extraño
ver el cambio que se había producido en el mar en tan poco
tiempo. Las olas se precipitaban en grandes masas contra las
rocas, invadiendo la playa con gran estruendo.
—Siento no haber metido el bote más adentro de la arena —
dijo Jorge, de pronto—. La tormenta esta me parece que va a
ser de las peores. En verano ocurre con frecuencia.
Ella y Julián se separaron de los demás y fueron corriendo a la otra
parte de la isla, en donde habían dejado el bote. Hicieron bien en
darse prisa, porque las
olas estaban y a precipitándose contra la embarcación. Los dos
consiguieron arrastrarla más hacia dentro y Jorge la amarró
fuertemente a un arbusto silvestre.
La lluvia había arreciado y los dos niños estaban empapados.
—Espero que los demás hayan recordado el camino que
conduce a aquella habitación —dijo Jorge.
Efectivamente: cuando Julián y Jorge llegaron, ya estaban
allí los otros tres, bien resguardados de la tormenta, aunque
algo asustados y con cierto frío en el cuerpo. La habitación
estaba muy oscura: apenas podían distinguirse con la escasa
luz que entraba por los estrechos ventanucos y la pequeña
puerta.
—Si pudiéramos encender un fuego para hacer más
agradable la estancia… —dijo Julián mirando en derredor
—. No sé si podré encontrar por aquí madera seca.
A manera de respuesta se oy ó el desafinado graznido de
unos cuantos grajos que volaban en grupo, huy endo de la
tormenta. « ¡Chak, chak, chak!» . —¡Ya lo creo! —gritó
Julián—. ¡Al pie de la torre hay montones de ramas y
palitroques que traen los grajos para hacer sus nidos! Está
todo lleno. Echó a correr bajo la lluvia en dirección a la
torre. Una vez allí recogió una buena cantidad de ramas
secas y volvió a la habitación-refugio.
—Muy bien —dijo Jorge—. Con esta leña podremos
encender un buen fuego. ¿Alguno de vosotros tiene un trozo de
papel para encenderlo? Cerillas también hacen falta.
—Yo tengo cerillas —dijo Julián—. Pero me parece que
no tenemos papel. —Sí, sí —dijo Ana—. Podemos
aprovechar los envoltorios de los bocadillos. —Buena
idea —dijo Jorge.
Desenvolvieron, pues, los bocadillos y pusieron los
envoltorios sobre una gran piedra, después de frotarlos y
secarlos. Luego se dispusieron a encender el fuego, para lo
cual distribuyeron bien las ramas sobre los papeles.
Todo fue a las mil maravillas. El fuego del papel prendió
rápidamente en la madera, porque las ramas estaban bien
resecas. Pronto pudieron oír el agradable chisporroteo de las
danzantes llamas, que empezaban a iluminar la vetusta
habitación. La oscuridad reinaba fuera. Las nubes, bajas y en
compactas masas, casi rozaban las torres del castillo. ¡Y cómo
corrían! El fuerte viento las arrastraba en dirección nordeste,
con un violento zumbido que se confundía con el bramar de
las olas.
—Nunca había oído el mar rugiendo de esa manera —
dijo Ana—. ¡Nunca! Realmente parece imposible que
pueda sonar más fuerte.
¡Qué difícil resultaba a los chicos entenderse entre el
zumbido del viento y el ensordecedor bramar de las olas,
azotando la costa de la isla en todas direcciones! Tenían que
hablar a voces para hacerse oír.
—¡Vamos a comer! —gritó Dick, que estaba hambriento, según
su costumbre
—. ¡Es lo único que podemos hacer mientras dure la tormenta!
—Sí, no es mala idea —dijo Ana, mirando
codiciosamente los bocadillos de jamón—. Será muy
divertido hacer un picnic alrededor del fuego en esta
habitación vieja y oscura. Los antiguos habitantes de este
castillo habrán comido aquí más de una vez. ¡Cómo me
gustaría poderlos ver!
—Pues yo no los veo —dijo Dick, mirando temerosamente
a su alrededor, como si esperase que alguien del pasado fuese a
entrar en la habitación para compartir el ágape—. Ya nos han
pasado hoy bastantes cosas. No hace falta que, además,
tengamos apariciones.
Todos se sintieron más animados cuando empezaron a
comer y a beber. El fuego se hacía cada vez may or, a medida
que iba quemando más y más madera. Producía un calor muy
confortable a pesar de ser verano, y a que la fuerte ventisca
había hecho bajar bastante la temperatura.
—Podríamos ir por turno a la torre para traer más madera
—dijo Jorge. Ana se sintió sobrecogida. Hasta entonces había
procurado por todos los medios disimular el miedo que la
tormenta le producía, pero tener que salir del refugio y andar
ella sola bajo la lluvia y los truenos era demasiado. Tampoco
parecía agradarle mucho a Timoteo la tempestad. Estaba
sentado, muy pegado a Jorge, con las orejas empinadas, y
lanzaba un gruñido cada vez que oía tronar. Los niños, de vez
en cuando le daban trozos de sus bocadillos, que el can comía
ávidamente, porque también estaba hambriento.
Cada niño había traído cuatro bocadillos.
—Yo voy a darle a Timoteo todos mis bocadillos —dijo
Jorge—. No me acordé de traerle sus galletas y parece que
tiene mucha hambre.
—No hagas eso —dijo Julián—. Es mejor que cada uno
de nosotros le dé un bocadillo. Así, el perro podrá comerse
cuatro y a nosotros nos quedarán tres para cada uno. Creo
que tendremos suficiente.
—Eres muy agradable —dijo Jorge—. Timoteo, ¿verdad
que todos son muy sim páticos?
Timoteo confirmó. Se puso a lamer uno por uno a los tres
hermanos, con gran regocijo de éstos. Después dio media
vuelta y ofreció a Julián la barriga para que le hiciera
cosquillas.
Cuando acabaron de comer atizaron el fuego. A Julián le
tocó el turno primero para ir por más madera. Salió de la
habitación desapareciendo en la oscuridad bajo la tormenta. A
mitad de camino se paró y miró a su alrededor, mientras la
fuerte lluvia empapaba su desnuda cabeza. La tormenta tenía
que estar encima mismo de él, porque los truenos se oían al
mismo tiempo que se veían los relámpagos. Normalmente,
Julián no tenía miedo a las tormentas; pero esta vez era tan
fuerte, que estaba algo asustado. Era una tem pestad
impresionante. Los relámpagos rasgaban el cielo con pocos
segundos de intervalo y los truenos eran tan horrísonos que
producían la impresión de que se estaban
derrumbando todas las montañas de la isla.
El mugido del mar sólo podía oírse entre trueno y
trueno, pero también era horrendo. Julián, que estaba en
medio del castillo, sentía las salpicaduras. « Me gustaría
ver las olas —pensó—. Si a esta distancia me salpica el
agua, deben ser sencillamente enormes» .
Se encaramó en lo alto de la vieja muralla que rodeaba el
castillo. Desde allí pudo ver el mar abierto. Abarcó la orilla
con la mirada. Quedó pasmado. ¡Qué impresionante era lo
que tenía ante los ojos!
Las olas parecían enormes muros de color gris pardo. Se
estrellaban contra las rocas a lo largo de toda la costa,
resplandeciendo con blancos fulgores bajo el tormentoso cielo.
Azotaban los contornos de la isla, revolviéndose en
impresionante resaca, con tanta fuerza, que Julián podía sentir
cómo el suelo de la muralla temblaba bajo sus pies. El
espectáculo era espeluznante. Hubo momentos en que temió
que el mar pudiese llegar, en su furia, a inundar y arrasar la
pequeña isla. Pero se consoló pensando que lo que no había
ocurrido nunca, no era probable que sucediera ahora. Siguió
contemplando el mar hasta que, de pronto, algo extraño
descubrieron sus ojos.
A través de las olas podía divisar la sombra de una gran
mole, que aparecía y desaparecía a intervalos. ¿Qué podría
ser aquello?
—No puede ser un barco —se dijo Julián a sí mismo,
mientras el corazón empezaba a latirle apresuradamente.
Observó con más atención a través de la fuerte lluvia—. Pues
más parece un barco que otra cosa. No quisiera que fuese un
barco. Con esta tempestad nadie que hubiera dentro se salvaría.
Siguió mirando durante un rato. La misteriosa sombra
aparecía otra vez ante su vista. Luego volvió a desaparecer.
Julián decidió regresar enseguida para contárselo a los
demás. Echó a correr en dirección a la habitación-refugio.
—¡Jorge! ¡Dick! ¡Acabo de ver algo raro entre las rocas
desde lo alto de la muralla! Es una sombra que parece un
barco, pero no debe de serlo. ¡Venid a verlo!
Los demás escucharon sorprendidos. Jorge echó
precipitadamente dos trozos de leña más en el fuego para
evitar que se apagara durante su ausencia y poco después
todos corrían bajo la lluvia siguiendo a Julián.
La tormenta no parecía ahora tan fuerte. La lluvia había
amainado. Los truenos se oían más distantes y los
relámpagos eran menos frecuentes. Julián los llevó a todos
hasta lo alto de la muralla, utilizando el mismo camino que la
vez anterior.
Cuando llegaron arriba pudieron ver las enormes olas de
color gris verdoso estrellándose contra las rocas con inusitada
furia, como si quisiesen engullirse la isla entera. Ana cogió a
Julián por el brazo. Estaba asustada y se sentía muy poquita
cosa.
—No te asustes, Ana —dijo Julián con fuerte voz—. Ahora,
antes de un
minuto, vas a ver algo muy curioso.
Todos miraban atentamente la rocosa orilla. Al pronto no
vieron nada de particular, porque las olas eran demasiado
altas. De pronto, Jorge vio la sombra de que había hablado
Julián.
—¡Qué gracia! —gritó—. ¡Es un barco! ¡Sí que lo es!
¿Se estará hundiendo? ¡Es un barco grande, no es ningún
yate ni tampoco un pesquero! —¡Oh, a lo mejor hay
personas dentro! —gimió Ana.
Los cuatro observaron atentamente el barco y Timoteo
empezó a ladrar cuando vio el oscuro bulto moviéndose de un
sitio para otro entre las furiosas olas. El mar estaba
arrastrando el barco hasta la orilla.
—Se va a estrellar contra esas rocas —dijo Julián de
pronto—. ¡Mirad! ¡Ahora!
No

bien hubo hablado se produjo un fuerte estrépito: la nave había


quedado
incrustada entre los afilados salientes de las peligrosas rocas
de la costa sudoeste de la isla. Ahora apenas se movía ya, a
pesar de que las olas, con toda su furia, continuaban
precipitándose contra el barco.
—Ha encallado —dijo Julián—. Ahora ya no se puede
mover. Supongo que la tempestad amainará pronto. Entonces
quedará allí sujeto.
Mientras hablaba, un débil ray o de sol había aparecido
por un momento entre un claro de las nubes.
—¡Qué bien! —dijo Dick mirando al cielo—. Parece que el
sol saldrá otra vez pronto. Entonces podremos calentarnos y
secarnos y tal vez averigüemos algo sobre ese misterioso barco.
Oh, Julián, no quisiera que hubiese nadie a bordo. Espero qué
todos se hayan puesto a salvo con los botes salvavidas.
El cielo se aclaró un poco más y el viento, amainado, se
había convertido en una fuerte brisa. El sol volvió a salir,
esta vez durante más rato, y los chicos se sintieron muy
confortados con el calor de los rayos. Todos seguían
mirando al barco. La luz del sol le daba ahora de lleno.
—Hay algo extraño en todo esto —dijo Julián, despacio—.
Algo terriblemente extraño. Nunca había visto un barco como
éste.
Jorge no hacía más que contemplar el navío con mirada
extraña. Miró luego a sus primos, quienes quedaron
sorprendidos del raro fulgor de sus ojos. Estaba tan
excitada, que no podía articular palabra.
—¿Qué te pasa? —preguntó Julián, cogiéndole la mano.
—¡Oh, Julián, ése es mi barco! —gritó Jorge con voz
muy alta y excitada—. ¿No adivinas lo que ha ocurrido? ¡La
tempestad lo ha sacado del fondo del mar y lo ha metido
entre esas rocas! ¡Es mi barco!
Los tres hermanos comprendieron pronto que su primita
tenía razón. ¡Aquél era el barco hundido de Jorge! ¿No era un
barco muy extraño? ¿No era antiguo? ¿No estaba lleno de
algas? ¿No tenía una silueta de otros tiempos? Aquél no era
ni más ni menos que el barco hundido de Jorge al que la
tormenta había arrancado de donde y acía, arrastrándolo
luego contra las rocas de la orilla.
—¡Jorge! ¡Ahora sí que podremos meternos en el barco y
registrarlo bien! — gritó Julián—. ¡Lo exploraremos de
punta a punta! ¡Y encontraremos las cajas con las barras de
oro! ¡Oh, Jorge!
Capítulo 7

De vuelta a « Villa Kirrin»

Los cuatro quedaron tan tremendamente impresionados


que durante unos minutos no volvieron a pronunciar palabra.
Miraban y miraban la oscura silueta del navío imaginando
cosas fantásticas sobre lo que podría haber en su interior.
Luego Julián cogió a Jorge por el brazo, apretándoselo
nerviosamente.
—¿No es maravilloso? —dijo—. Oh, Jorge, ¿verdad que
lo que ha acontecido es fantástico?
Jorge permaneció un rato en silencio, mientras por su
mente corría todo un torbellino de imaginaciones.
—Me pregunto si podré considerar el barco como mío,
ahora que ha salido a la superficie —dijo—. Ahora no estoy
tan segura de quién pueda tener derecho sobre él y sobre el
tesoro, si es que todavía está dentro. Aunque, al fin y al cabo,
cuando se hundió era propiedad de unos antepasados míos.
Mientras estaba hundido no había problema: nadie se
preocupaba de él. Pero ahora que ha salido a flote no sé si
será tan fácil seguir siendo la dueña.
—¡Pues no le digas a nadie que ha salido a flote! —dijo Dick.
—No seas cándido —dijo Jorge—. Cualquier pescador
que atraviese la bahía en su barco lo verá y se lo dirá a todo
el mundo. Esta clase de noticias corren como la pólvora.
—Pues bien: entonces lo que podemos hacer es registrarlo
bien antes de que lo hagan los demás —dijo Dick, ávidamente
—. Todavía no sabe nadie que ha salido a flote. Sólo lo
sabemos nosotros. Podemos registrarlo en cuanto amaine un
poco más el temporal.
—No podemos ir a pie hasta esas rocas, si es eso lo que
propones —repuso Jorge—. En bote sí, pero no debemos
arriesgarnos mientras las olas sean tan enormes. Estoy segura
de que el temporal no terminará hoy. El viento es demasiado
fuerte.
—¿Y si fuésemos a explorarlo mañana por la mañana muy
temprano? — preguntó Julián—. Antes de que nadie lo vea.
Apuesto a que si conseguimos registrarlo los primeros,
encontraremos las cajas del oro.
—No estoy muy segura —dijo Jorge—. Ya os he dicho
que muchas personas han registrado el barco y no han
encontrado el oro, aunque reconozco que hacerlo bajo el agua
es bastante difícil. Tal vez nosotros encontremos lo que se les
escapó a los demás. Oh, todo esto parece un sueño. ¡Todavía
no acabo de creerme que mi barco haya salido del fondo del
mar!
El sol hacía rato que lucía en el cielo y, bajo el ardor de
sus rayos, la ropa de los chicos estaba ya casi seca. La piel
de Timoteo desprendía vapor de agua. Al can no parecía
gustarle mucho el barco, a juzgar por los profundos
gruñidos que lanzaba al mirarlo.
—No seas aprensivo, Tim —dijo Jorge, acariciándolo—.
Ese barco no puede hacerte daño. ¿Qué es lo que estás
pensando?
—A lo mejor se cree que es una ballena —dijo Ana, riendo
—. ¡Oh, Jorge! ¡Éste es el día más interesante de mi vida! ¡Oh!
¿No podríamos coger el bote ahora mismo y explorar el barco?
—No, no puede ser —dijo Jorge—. Ojalá pudiéramos. Pero
es totalmente imposible, Ana. No es seguro que el barco vay a a
estar todo el tiempo quieto e incrustado en las rocas. Cualquier
ola grande puede sacarlo de ahí. Sería muy peligroso meterse
en él ahora. Por otra parte, no tengo la menor intención de ver
el bote hecho pedazos ni de que nos ahoguemos en el mar.
Todo eso podría ocurrir. Es mejor que esperemos hasta
mañana. Es una buena idea la de ir muy temprano. Antes de
que empiece a venir gente may or diciendo que registrar el
barco es asunto de ellos.
Los chicos contemplaron anhelantes el barco durante un
rato más. Luego extendieron la mirada por todo el derredor de
la isla. Ésta no era, ciertamente, muy extensa, pero ofrecía un
espectáculo magnífico, con su rocosa costa, sus tranquilas
calas (como aquélla donde habían dejado el bote), su ruinoso
castillo, y sus pájaros exóticos y huidizos conejos, que
abundaban por doquier.
—¡Cómo me gusta esto! —exclamó Ana—. ¡Cómo me
gusta! Aquí nos damos cuenta perfectamente de que estamos
en una isla. Hay muchas de ellas que son tan grandes que no
se nota que son islas. Yo sé que Gran Bretaña es una isla;
pero si lo sé es porque me lo han dicho. En cambio, aquí se
ve enseguida que estamos rodeados de mar por todos sitios,
porque desde un mismo lugar se pueden ver todas las orillas.
¡Cómo me gusta!
Jorge estaba radiante de contento. Ella había estado muchas
veces en la isla anteriormente, pero siempre sola, salvo la
compañía de Timoteo. Se había jurado no llevar allí nunca a
nadie, porque sólo así le parecía totalmente suy a. Sin
embargo, ahora seguía pareciéndole tan suya como antes.
Había llevado allí a sus primos por propia voluntad y con gran
alegría de su corazón. Por primera vez empezaba Jorge a
entender que el compartir las alegrías con los demás dobla el
placer que éstas nos producen.
—Cuando las olas no sean tan grandes regresaremos —dijo—.
Tengo el
presentimiento de que va a llover otra vez y supongo que no
querréis volver a mojaros. No podremos estar de vuelta antes
de la hora del té, porque al bajar la marea, las corrientes
serán contrarias a la dirección del bote.
Los chicos se sentían todos algo cansados de tantas
emociones que les había deparado la mañana. Apenas
pronunciaban palabra mientras regresaban en el bote. Iban
remando por turno, pero en él no tomaba parte Ana, que no
tenía bastante fuerza para remar contra corriente.
Contemplaron una vez más la isla mientras se alejaban de ella.
Ya no podían ver el barco, pues había encallado en la parte
opuesta.
—Nos viene muy bien que el barco esté al otro lado —dijo
Julián—. Nadie podrá descubrirlo. Y mañana iremos a
explorarlo muy temprano, mucho antes de que ningún otro
bote se haga a la mar. Nos tendremos que levantar al alba.
—Es muy temprano para vosotros —dijo Jorge—. ¿Os
podréis despertar a esa hora? Yo estoy acostumbrada a
levantarme al amanecer, pero supongo que vosotros no.
—Ya lo creo que nos levantaremos —dijo Julián—. Vaya,
menos mal que por fin hemos llegado a la playa. Tengo los
brazos entumecidos y estoy tan hambriento que me comería
con gusto una despensa entera llena de manjares. —¡Guau,
guau! —ladró Timoteo, completamente de acuerdo.
—Ahora iré un momento a dejar a Timoteo en casa de
Alfredo —dijo Jorge, saltando a tierra—. Tú, Julián, puedes
meter el bote en la arena. Volveré enseguida.
Poco rato después los cuatro estaban sentados a la mesa
tomando el té. Tía Fanny les tenía preparadas unas pastas
riquísimas y había hecho, además, especialmente para ellos,
un pastel de jengibre con miel, coloreado y muy
sabroso. Los chicos dieron buena cuenta de él en un momento
y estuvieron concordes en afirmar que no habían probado
nada tan bueno en su vida. —¿Lo habéis pasado bien? —
preguntó tía Fanny.
—¡Oh, sí! —dijo Ana ávidamente—. Aunque la tormenta
ha sido muy fuerte. Hasta llegó a levantar…
Julián y Dick le dieron entrambos un puntapié por debajo de
la mesa. Jorge intentó hacer lo mismo, pero, aunque no le
faltaron las ganas, no pudo alcanzarla: estaba demasiado lejos
de ella. Ana miró a los demás, irritada, mientras se le saltaban
las lágrimas.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó tía Fanny —. ¿Te han
vuelto a dar un puntapié, Ana? Pues bien: ¡se terminó eso de
pegarle a Ana por debajo de la mesa! ¡Pobre Ana! ¡Cómo te
habrán lastimado! ¿Qué estabas diciendo, querida? ¿Que el mar
había levantado algo?
—Llegaron a levantarse unas olas enormes —dijo Ana,
mirando a los otros, desafiante. ¿No creían que ella iba a decir
que la tempestad había levantado y sacado del fondo del mar el
barco hundido? ¡Pues se habían equivocado! ¡Le
habían dado los puntapiés sin ninguna razón!
—Siento haberte lastimado, Ana —dijo Julián—. Se me
resbaló el pie. —El mío también —dijo Dick—. Sí, tía Fanny,
desde la isla se divisaba un panorama impresionante. Las olas
azotaban la caleta y eran tan fuertes que tuvimos que adentrar
mucho el bote en la arena para que el mar no se lo llevara. —A
mí la tormenta, no me daba miedo, realmente —dijo Ana—. De
hecho, no tenía, por lo menos, tanto miedo como Ti…
Todos se dieron cuenta de que Ana iba a mencionar al perro.
Se pusieron a hablar atropelladamente y en voz muy alta. Julián
le dio a su hermanita otro puntapié.
—¡Oh!… —dijo Ana.
—Los conejos parecían todos domesticados —
dijo Julián, a voces. —También hemos visto los
cormoranes —dijo Dick.
Mientras éste hablaba, Jorge iba diciendo:
—Los grajos chillaban muy fuerte: hacían « chak, chak,
chak» todo el tiem po.
—Vosotros sí que parecéis una manada de grajos hablando
todos al mismo tiempo —dijo tía Fanny, riendo—. Bueno:
¿habéis terminado ya de comer? Será mejor que vay áis a
lavaros las manos. Sí, Jorge, tenéis que tenerlas pringosas a la
fuerza: os habéis tomado cada uno tres rebanadas de pastel con
miel. Cuando os hay áis lavado, podéis iros a jugar sin hacer
ruido a la habitación de al lado, porque con esta lluvia no es
bueno que salgáis. Pero procurad no estorbar a papá, Jorge,
porque ahora está muy atareado.
Los chicos fueron a lavarse las manos.
—¡Idiota! —dijo Julián a Ana—. ¡Has estado dos veces
a punto de meter la pata!
—La primera vez os equivocasteis. ¡Yo no pensaba decir
nada de lo que habíais supuesto! —empezó a decir Ana,
indignada.
Jorge la interrumpió.
—No disimules. ¡Has estado a punto de revelar el secreto
del barco y el de Timoteo! —dijo—. ¡Hay que ver cómo se te
desata la lengua siempre! —Sí, es cierto —dijo Ana,
lastimeramente—. Creo que será mejor que no vuelva a hablar
nunca más durante las comidas. Es que me gusta tanto Timoteo
que no puedo resistir las ganas de hablar de él.
Se fueron a la habitación de al lado a jugar. Julián cogió
una pequeña mesa que había allí y la volvió del revés,
produciendo un fuerte ruido.
—Jugaremos a barcos hundidos —dijo—. Esta mesa es el
barco. Ahora vamos a explorarlo.

La puerta se abrió de pronto y un rostro severo y ceñudo empezó a


mirar a los chicos. ¡Era tío Quintín!!
—¿Qué significa ese ruido? —dijo—. ¡Jorge! ¿Has puesto tú
esa mesa del revés?
—He sido yo —dijo Julián—. Lo siento, señor. Había
olvidado completamente que estaba usted trabajando.
—¡Como volváis a hacer ruido no os dejaré levantaros de la
cama mañana! —dijo tío Quintín—. Jorgina, encárgate de que
tus primos no armen escándalo. Tío Quintín se marchó dando
un portazo. Los chicos se miraron unos a otros. —Tu padre
tiene un mal genio terrible, ¿verdad? —dijo Julián—. Cuánto
siento haber hecho ruido. Fue sin querer.
—Es mejor que nos dediquemos a distraernos con cosas más
sosegadas — dijo Jorge—. ¡No vaya a ser que mi padre cumpla
su promesa y nos prohíba mañana salir de la cama,
precisamente cuando tenemos que explorar el barco!
Este pensamiento horrorizaba a todos. Ana fue a buscar
una de sus muñecas para jugar con ella. Se las había
arreglado para meter en el equipaje unas cuantas de su
colección. Julián empezó a hojear un libro y Jorge cogió un
pequeño barco de madera que estaba tallando ella misma.
Dick quedó recostado en una silla mientras recordaba los
excitantes acontecimientos del día. La lluvia seguía cayendo,
constante. Los chicos tenían la esperanza de que a la mañana
siguiente hubiera cesado.
—Mañana tendremos que levantarnos terriblemente
temprano —dijo Dick, dando un bostezo—. ¿No sería mejor
que nos fuésemos a la cama enseguida? Estoy muy cansado de
haber remado tanto.
Normalmente, a los chicos no les gustaba nada acostarse
temprano, pero los acontecimientos que iban a producirse al
día siguiente les hacía pensar de diferente manera.
—El tiempo se me hace muy largo —dijo Ana, soltando
la muñeca que tenía en las manos—. ¿No podríamos
acostarnos ya?
—A mamá le extrañaría mucho que nos acostásemos todos
después del té — dijo Jorge—. Creería que estamos enfermos.
No; nos acostaremos después de cenar. Le diremos que
estamos muy cansados de la excursión y de tanto remar, cosa
que es verdad, y procuraremos dormir muchas horas de un
tirón para estar bien dispuestos mañana por la mañana. Por
supuesto que tenemos por delante una aventura de verdad.
¡Muy pocas personas habrán tenido la m agnífica ocasión de
registrar un barco antiguo que acaba de salir del fondo del mar!
Total, que a eso de las ocho de la noche todos se habían ido
ya a la cama, ante la sorpresa de tía Fanny. Ana se durmió
enseguida. Sus hermanos lo hicieron pronto también, pero
Jorge se pasó buena parte de la noche pensando en su isla, su
barco y, sobre todo, en su adorado Timoteo.
« Timoteo irá también —se dijo a sí misma, poco antes
de dormirse—. No podemos dejar a Timoteo al margen de
esta aventura. ¡Quiero que comparta con nosotros todas
nuestras cosas!»
Capítulo 8

Explorando el barco

El primero que se despertó al día siguiente fue Julián, justo


cuando el sol, bordeando el horizonte, empezaba a iluminar el
cielo con sus dorados resplandores. Estuvo un momento
contemplando el techo con indiferencia, pero luego se acordó de
golpe de todos los acontecimientos del día anterior. Se levantó
de la cama de un salto y le gritó a su hermano:
—¡Dick! ¡Despiértate! ¡Tenemos que ir a explorar el barco!
¡Levántate ya! Dick se despertó y miró a Julián con ojos
soñolientos. Enseguida se sintió invadido por un sentimiento de
felicidad. Iban pronto a disfrutar de una verdadera aventura.
Saltó de la cama y fue corriendo al dormitorio de las chicas.
Abrió la puerta. Las dos niñas estaban todavía profundamente
dormidas, sobre todo Ana, que parecía un lirón, acurrucada
entre las sábanas.
Dick zarandeó a Jorge y luego le dio a Ana un palmetazo
en la espalda. Ellas se despertaron sobresaltadas, y se
incorporaron.
—¡Arriba! —dijo Dick, sin gritar mucho, para que no
pudieran oírle sus tíos —. Acababa de salir el sol. Hay que
darse prisa.
Los ojos de Jorge brillaban mientras se estaba vistiendo.
Ana brincaba de contento mientras buscaba su escueto ropaje:
un par de sandalias, el traje de baño, el jersey y los shorts.
—Ahora no hagáis ruido mientras bajamos por la
escalera: que nadie hable ni tosa —advirtió Julián cuando
estaban ya todos reunidos.
A Ana se le escapaban a menudo gritos por cualquier fruslería,
y más de una vez con ellos había puesto a la luz secretos planes
de sus hermanos. Sin embargo, esta vez tuvo buen cuidado de
no hacerlo. Bajaron sigilosamente por la escalera y entraron en
el jardín. No hicieron ningún ruido. Con mucho cuidado
cerraron tras ellos la puerta de la casa y atravesaron el jardín en
dirección a la puerta de la valla. Pero como ésta hacía siempre
mucho ruido al abrirse y cerrarse, los chicos optaron por saltar
por encima del valladar. El sol resplandecía fulgurantemente,
aun cuando todavía no se había despegado del horizonte.
Producía un calor muy agradable. El cielo estaba tan límpido
que Ana pensó que
lo acababan de fregar.
—Parece enteramente que lo han sacado del lavadero
hace poco —dijo a los otros.
Todos rieron con ganas. Ana ciertamente tenía ocurrencias
muy extravagantes a veces. Pero esta vez comprendieron lo
que había querido decir y estaban de acuerdo con ella. El día
era tan luminoso que producía una especial sensación de
alegría. Las nubes se recortaban limpiamente en el cielo azul y
el mar aparecía majestuosamente en calma. Parecía increíble
que el día anterior hubiera estado tan alborotado.
Jorge, después de preparar el bote, se fue a buscar a
Timoteo, mientras los otros arrastraban la embarcación
hasta el mar. Alfredo, el pescador, quedó muy sorprendido
de ver a Jorge tan temprano. Estaba a punto de marcharse
con su padre a pescar. Le hizo señas a Jorge.
—¿Es que también vas de pesca? —le preguntó—. ¡Hay
que ver la tormenta de ay er! Supongo que regresaríais antes
de que empezara.
—No; se nos echó encima —dijo Jorge—. ¡Ven! ¡Tim! ¡Ven!
Timoteo estaba muy contento de ver a su amita tan de buena
mañana. La acompañó haciendo cabriolas tan alborotadas a su
alrededor que por poco la tira al suelo.
En cuanto vio el bote se metió en él, plantándose en la popa,
con la roja lengua fuera y moviendo el rabo vertiginosamente.
—No comprendo cómo conservas todavía el rabo,
Timoteo —dijo Ana—. Un día se te va a escapar si lo agitas
con tanta fuerza.
Emprendieron el camino hacia la isla. Era fácil remar
ahora, porque el mar estaba muy en calma. Luego la
rodearon para dirigirse a la parte que no se veía desde
tierra firme.
¡Allí estaba todavía el barco, aprisionado entre las
escarpadas rocas! Se había quedado fijo allí, sin que las olas
hubiesen conseguido arrastrarlo de nuevo. Estaba
ligeramente inclinado y el mástil, aún más destrozado que
antes, había caído contra un rincón de la cubierta.
—Aquí tenemos el barco —dijo Julián, excitado—.
¡Pobre velero! Debe de estar ahora más averiado que antes
de la tormenta. ¡Hay que ver el ruido que hizo cuando se
estrelló contra estas rocas!
—¿Cómo podremos meternos en él? —preguntó Ana,
mirando las enormes rocas que obstruían el camino. Pero
Jorge, a este respecto, no estaba nada desanimada. Conocía
pulgada a pulgada toda la costa que bordeaba su pequeña
isla. Siguió remando firmemente en dirección a las rocas.
Cuando hubieron llegado, los chicos contemplaron
admirados el barco. Era enorme, mucho más grande de lo que
parecía cuando lo vieron hundido. Estaba cubierto de escamas
de peces y ristras verdoso oscuras de algas, que colgaban por
todos sitios. Ofrecía un aspecto muy extraño. Tenía grandes
agujeros en los
costados, que se habían producido al topar contra las rocas. En
cubierta también había agujeros. El viejo barco producía cierta
impresión de tristeza y abandono, cosa que no le prestaba gran
atractivo, pero para los chicos era la cosa más interesante que
habían visto en su vida.
Se aproximaron más a las rocas, remando. La marea les
favorecía. Jorge abarcó la nave con la mirada.
—Será mejor que enganchemos la borda con una cuerda
—dijo—. Así podremos trepar por ella y llegar a cubierta
fácilmente. ¡Julián! ¡Toma esa cuerda y echa el lazo a ese
trozo de madera que sobresale allí!
Julián hizo lo que Jorge le había dicho. La cuerda cruzó
rápidamente el aire y aprisionó con el lazo un saliente de
cubierta. De esa manera, pudieron poner el bote en el lugar
más adecuado para el abordaje. Entonces Jorge empezó a
trepar por la cuerda con la misma facilidad que un mono. Era
una maravilla trepando. Julián y Dick la siguieron solos, pero
a Ana hubo que ay udarla. Pronto se encontraron todos sobre
la inclinada cubierta. La verdina, que despedía un fuerte olor,
la hacía muy resbaladiza.
—Ésta es la cubierta —dijo Jorge—. Y por ese agujero era
por donde los marineros entraban y salían.
Señaló un gran agujero. Todos se dirigieron a él y
observaron el interior. Aún se conservaban los restos de una
escalerilla de hierro. Jorge la examinó: —Creo que podrá
aguantar nuestro peso —dijo—. Yo bajaré primero. ¿Tiene
alguien una linterna? Está todo muy oscuro.
Julián había traído una linterna. Se la dio a Jorge. Todos
guardaban silencio, impresionados. Tenían ante sí una
ocasión única en la vida de explorar por dentro un misterioso
barco del pasado. ¿Qué encontrarían en él? Jorge encendió la
linterna y empezó a bajar por la escalerilla. Los demás la
siguieron.
A la luz de la linterna pudieron contemplar un espectáculo
extraño. El techo de la parte interna del barco era de roble y
muy bajo, de tal modo que los niños tenían que ir con la cabeza
gacha. Al parecer, lo que veían habían sido camarotes, pero no
podían asegurarlo, dado lo húmedo, verdinoso y destrozado que
estaba todo. El olor que desprendía la verdina secándose era
horrible. Los chicos tenían que andar haciendo equilibrios para
no resbalar a causa de la humedad del suelo. El barco, al fin y al
cabo, no parecía tan grande por dentro. A la luz de la linterna
pudieron ver una cavidad en el suelo.
—Ahí debe de ser donde se guardaban las cajas con las
barras de oro —dijo Julián—. Pero ahí dentro no hay ahora
nada más que agua y peces. Los chicos no pudieron meterse
en la cavidad, porque había mucha agua en su interior. Dos
barriles flotaban en ella, reventados y mostrando a las claras
que no había nada en su interior.
—Supongo que serán barriles que usarían para guardar
agua o comida —dijo Jorge—. Vamos a ver si en la otra
parte del barco hay camarotes. A lo mejor vemos las literas
donde dormían los marineros. ¡Fíjate en esa vieja silla de
madera! ¡Es fantástico que se hay a conservado después de
tanto tiempo! ¡Mirad las cosas que cuelgan de esos ganchos!
¡Todo está lleno de algas, pero apostaría a que se trata de
cacharros de cocina!
Todo en el barco resultaba extraño e interesante. Los
chicos estaban todos ojo avizor, a la búsqueda de las cajas
donde se encontraban las barras de oro. Pero, en realidad, no
parecía que hubiese oro por ningún sitio.
Entraron en un camarote que era algo may or que los demás.
En un rincón había una litera sobre la cual se divisaba un
cangrejo. El mobiliario era viejo y consistía apenas en una
mesa de dos patas, pegada a la litera e incrustada de conchas
marinas. Algunos cuadros colgaban de las paredes del cam
arote, festoneados de algas gris verdosas.
—Éste debió de haber sido el camarote particular del
capitán —dijo Julián—. Es el más grande de todos. Fijaos:
¿qué es eso que hay en ese rincón? —¡Es una taza vieja! —
exclamó Ana, cogiéndola—. También hay una salsera, rota.
Supongo que el capitán estaría aquí tomándose una taza de té
cuando el barco se hundió.
Todo parecía muy extraño. El camarote era húmedo y
maloliente y el suelo estaba muy resbaladizo. Jorge
empezaba a pensar que su barco parecía mucho más
atractivo cuando estaba bajo el agua que ahora que había
salido a flote.
—Vámonos ya —dijo con voz ligeramente temblorosa—.
No me gusta mucho esto. Desde luego, es un barco muy
interesante, pero también me da un poco de miedo.
Decidieron marcharse. Julián, por última vez, iluminó
todo el camarote con su linterna. Se disponía ya a apagarla
y reunirse con los demás cuando vio algo que le hizo
detenerse. Llamó a los otros.
—¡Eh, aguardad! ¡Hay aquí un armario incrustado en la
pared! ¡Voy a ver si dentro hay algo!
Los otros regresaron y a las indicaciones de Julián
pudieron ver lo que parecía un pequeño armario cuy a puerta
se hallaba al nivel de la pared del cam arote.
Julián dirigió enseguida la vista al ojo de la cerradura: no
había llave en él. —Dentro del armario puede haber algo
interesante —dijo Julián. Intentó hacer palanca con los dedos
para abrir la portezuela, pero no lo consiguió—. Está cerrado
con llave —dijo—. Era de suponer.
—Tal vez no funcione muy bien la cerradura ahora —dijo
Jorge, intentando a su vez abrir la pequeña puerta. Entonces
sacó de su bolsillo un recio cortaplumas, lo abrió e introdujo la
hoja entre la puerta del armario y la pared. Hizo fuerza con el
mango, porfiadamente, hasta que por fin la cerradura cedió. Tal
como había dicho, ésta se encontraba en mal estado: estropeada
y mohosa. Abrió la portezuela. A la vista de los chicos apareció
como una especie de estante que contenía cosas extrañas.
Había una caja de madera, hinchada por la humedad de
muchos años.
También había algo que parecía un libro, así como un vaso
roto y dos o tres cosas más, a cuál más curiosa, pero todas
tan deterioradas por la acción del mar que no podía
adivinarse qué eran.
—Lo único que hay verdaderamente interesante es la caja
—dijo Julián, sacándola del armario—. Aunque, de todos
modos, supongo que lo que haya dentro estará estropeado o
destruido por el agua. Pero nada nos impide intentar
averiguarlo.
Él y Jorge emplearon todas sus fuerzas en procurar abrir la
vieja tapa de madera, donde estaban grabadas las iniciales H. J.
K.
—¡Supongo que éstas serán las iniciales del nombre del
capitán! —dijo Dick. —¡No! ¡Éstas son las iniciales de un
antepasado mío! —dijo Jorge, con los ojos repentinamente
brillantes—. Se llamaba Henry John Kirrin. Este barco era suy
o, como sabéis. Seguramente esta caja tiene cosas muy
personales de él: papeles manuscritos o diarios. ¡Oh,
abrámosla enseguida!
Pero era enteramente imposible levantar la tapa con las
escasas herramientas de que disponían. Pronto abandonaron
el empeño y Julián cargó con la caja para llevársela al bote.
—La abriremos en casa —dijo excitadamente—. Con un
martillo o cualquier otra cosa conseguiremos abrirla. ¡Oh,
Jorge! ¡Esto sí que ha sido un hallazgo! Todos los chicos tenían
la sensación de que algo muy interesante habían encontrado.
¿Qué habría dentro de la caja? Se les haría muy largo el tiempo
hasta llegar a casa.
Subieron a cubierta por la escalerilla de hierro. En cuanto
llegaron pudieron darse cuenta de que el barco había sido
descubierto y a por otras personas. Su secreto había terminado.
—¡Cáspita! ¡La mitad de los pequeños pesqueros han
descubierto y a el barco! —gritó Julián, viendo por todo el
contorno pequeñas naves que osadamente se acercaban al barco
de Jorge. Los pescadores contemplaban admirados el navío. En
cuanto vieron a los chicos a bordo empezaron a gritar fuertem
ente:
—¡Eh, los de ahí! ¿Qué barco es éste?
—¡Es aquel que estaba hundido! —respondió Julián—.
¡La tormenta lo sacó del fondo del mar!
—No les digas nada más —dijo Jorge, frunciendo el ceño
—. Este barco es mío. No tengo ganas de que empiece a
registrarlo todo el mundo. No volvieron a decir nada más. Los
cuatro bajaron al bote y remaron en dirección a casa lo más
aprisa que pudieron. Ya había pasado la hora del desay uno.
Menuda regañina les esperaba. Hasta podría ser que el terrible
padre de Jorge los enviara a la cama. Pero ¿por qué
preocuparse? Habían conseguido su objetivo: explorar el
barco. Habían traído una misteriosa caja en la cual, ya que no
muchas, ¡podría tal vez haber una barra de oro!
La regañina que esperaban no tardó en producirse y,
además, se quedaron sin probar la mitad del desay uno,
porque tío Quintín dijo que los chicos que llegan tarde a
casa no merecen tomar huevos ni jamón. Fue algo
calamitoso para ellos.
Escondieron la caja debajo de la cama en el dormitorio de los
chicos. A Timoteo lo habían dejado en casa del pescador, atado
en el corral de la parte trasera. El muchacho había ido de pesca
y a aquella hora estaba contemplando, maravillado, desde el
barco de su padre, el extraño navío.
—Sería un bonito negocio dedicarse a llevar curiosos a
ver el barco —dijo Alfredo.
Antes de que acabara el día, el barco había sido visto y a por
multitud de personas desde sus canoas y queches de pesca.
Esto ponía furiosa a Jorge. Claro que no se podía hacer
nada para evitarlo. Al fin y al cabo, como había dicho Julián,
¡todo el mundo tenía derecho a verlo!
Capítulo 9
La caja que había en el barco

Lo primero que hicieron los chicos después de desay


unarse fue, por supuesto, coger la preciosa caja y llevarla al
cobertizo del jardín para tratar de abrirla. En ello tenían
centrado todo su anhelo. Todos mantenían la esperanza de
que en su interior hubiese un pequeño tesoro o algo parecido.
Julián buscó una herramienta. Encontró un cincel que le
pareció el instrumento más adecuado para forzar la tapa de la
caja. Lo intentó, pero el cincel resbalaba fácilmente. Lo sujetó
bien y manipuló con más firmeza, pero la caja se resistía
obstinadamente a ser abierta. Empezaron a desanimarse.
—Lo que deberías hacer —dijo Ana al final— es subir al
piso más alto de la casa y echarla desde allí. Supongo que
entonces no tendrá más remedio que reventar.
Los otros reflexionaron sobre la idea de Ana.
—Es muy arriesgado —dijo Julián—. Si dentro hay algo
de valor, a lo mejor se rompe o se estropea.
Sin embargo, a nadie se le ocurrió una idea mejor para abrir la
caja. Por tanto, Julián se decidió a llevarla al piso más alto. Entró
en el ático y abrió la ventana. Los demás quedaron abajo,
esperando. Julián lanzó al suelo la caja con todas sus fuerzas,
desde la ventana. La caja cruzó rápidamente el aire y se estrelló
contra el suelo produciendo un violento ruido. Entonces se abrió
de repente la puerta de abajo, apareciendo la figura del tío
Quintín tan rápida y furiosamente como sale una granada del
cañón.
—¿Qué diablos estáis haciendo? —gritó—. ¿Os estáis
dedicando a tirar cosas por la ventana? ¿Qué es eso que ha
caído al suelo?
Los chicos miraron la caja. Ésta, con la caída, se había
abierto y mostraba lo que había en su interior: un viejo
cofre de metal a prueba de agua. ¡Era seguro que su
contenido no podía estar estropeado! ¡No se podía haber
mojado! Dick corrió a recogerlo.
—He dicho que qué significa eso que hay en el suelo —dijo
el tío, acercándoseles.
—Pues es… es una cosa nuestra, una cosa que nos
pertenece a nosotros — dijo Dick, poniéndose encarnado.
—Pues bien, ahora mismo os la voy a quitar. ¡Qué
manera de hacer ruido! Dadme eso. ¿De dónde lo habéis
sacado?
Nadie contestó. Tío Quintín frunció tanto el ceño que las
gafas estuvieron a punto de caérsele.
—¿De dónde lo habéis sacado? —bramó, encarándose
con la pobre Ana, que era la que tenía más cerca.
—Estaba en el barco —balbució la muchachita, aterrorizada.
—¡La habéis sacado del barco! —exclamó su tío,
sorprendido—. ¿Ese viejo barco que salió a flote ayer? He
oído hablar de eso. ¿Queréis decir que habéis entrado en él?
—Sí —dijo Dick. Julián reapareció angustiado. Sería
demasiado terrible que su tío les quitase la caja justo cuando
acababan de abrirla. ¡Pero eso fue precisamente lo que hizo!
—Bien. Esta caja puede contener algo importante —dijo,
quitándosela a Dick de las manos—. Vosotros no tenéis
ningún derecho a andar registrando ese barco. A lo mejor os
lleváis por ahí cualquier cosa importante y la perdéis.
—Pues ese barco es mío —dijo Jorge, desafiante—. Por
favor, papá, devuélvenos la caja. Acabamos de conseguir
abrirla. ¡Seguramente dentro hay algo de valor, una barra de
oro o algo así!
—¡Una barra de oro! —dijo su padre, sarcásticamente—.
¡Qué criatura eres! Dentro de ese cofre tan pequeño no cabe una
cosa así. Es mucho más verosímil que lo que hay a dentro sean
noticias de lo que ocurrió con las barras de oro. Siempre he
pensado que el oro lo pusieron a buen recaudo en algún sitio
antes de que se hundiera el barco a la entrada de la bahía.
—¡Oh, papá, por favor, por favor, devuélvenos la caja! —
imploró Jorge, casi a punto de llorar. De pronto comprendió que
su padre tenía razón: que lo más probable era que dentro del
cofre hubiera documentos donde se indicara qué había ocurrido
con las barras de oro. Pero su padre, sin decir más palabras, se
volvió a meter en la casa, llevándose la caja rota y abierta, con
su cofrecillo impermeable a la vista de todos.
Ana rompió a llorar.
—¡No me regañéis porque dije que la habíamos sacado del
barco! —sollozó —. Por favor, no. No tenía más remedio que
decírselo. Me lo había preguntado. —Está bien, pequeña —dijo
Julián, poniendo la mano en el hombro de su hermanita. Parecía
furioso. Pensaba que lo que había hecho su tío, quitarles la caja
de esa manera, era muy poco noble—. Esto no pienso
aguantarlo. Tenemos que recuperar la caja y abrir el cofre —
dijo—. Estoy seguro de que tu padre la olvidará enseguida. Ya
tiene bastante trabajo con sus libros y no se va a dedicar ahora a
preocuparse de ella. Aguardaré la primera oportunidad, me
meteré en su despacho y me haré con la caja, ¡aunque a lo
mejor me descubre y me da una paliza!
—Muy bien —dijo Jorge—. Vigilaremos para ver cuándo
sale papá del despacho.
Todos se dedicaron por turno a la vigilancia, pero tío
Quintín, con gran enojo de los chicos, se pasó encerrado toda
la mañana. Tía Fanny estaba sorprendida de ver de vez en
cuando a uno o dos de los chicos en el jardín, lo que suponía
que no habían querido ir a bañarse a la play a.
—¿Por qué no vais todos a cualquier sitio, a la play a por
ejemplo? —les dijo —. ¿Es que habéis reñido?
—No —dijo Dick—. Claro que no.
Pero se guardó mucho de decir por qué estaba en el jardín
quieto y sin hacer nada.
—¿Es que tu padre nunca sale de casa? —preguntó a Jorge
cuando le tocó a ésta el turno de vigilar—. No creo que eso le
siente muy bien a su salud. —Los hombres de ciencia nunca
salen de casa —dijo Jorge, como si conociese al dedillo todo lo
concerniente a los hombres de ciencia—. Pero sí podría ser que
esta tarde durmiera un rato la siesta. A veces lo hace. Aquella
tarde Julián se apostó en el jardín. Se sentó bajo un árbol y
empezó a hojear un libro. No mucho después oyó un curioso
ruido que le hizo levantar la vista. ¡Enseguida se dio cuenta de
qué se trataba!
« ¡Es que tío Quintín está roncando! —se dijo, excitado—.
¡Es eso! ¡Oh, ahora podré meterme en la casa por la puerta-
ventana y rescatar la caja!» Se acercó sigilosamente a la
puerta-ventana. Estaba ligeramente abierta. Pudo ver a su tío
recostado en un confortable sofá con la boca entreabierta y los
ojos cerrados. ¡Estaba completamente dormido! Cada vez que
inspiraba lanzaba un profundo ronquido.
« Parece que está enteramente dormido —pensó el chico—.
Y ahí está la caja, justo detrás de él, en aquella mesa. Apuesto
a que si me sorprende me voy a llevar una gran paliza, pero no
tengo más remedio» .
Se metió en la habitación. Su tío seguía roncando Se
acercó sigilosamente a la mesa que había tras el y cogió la
caja.
Entonces un trozo de madera de la caja rota cay o al suelo con
gran estrépito.
Su tío se removió en el sofá y abrió los ojos. Rápido como
una centella, Julián se agazapó tras el sofá, conteniendo la
respiración a duras penas.
—¿Qué ha sido eso? —oyó que decía su tío. Julián permaneció
quieto. Luego su tío volvió a acomodarse en el sillón y a cerrar los
ojos. Pronto volvieron a
oírse los acompasados ronquidos.
« ¡Hurra! —pensó Julián— y a esta dormido otra vez» .
Sigilosamente volvió a coger la caja y se dirigió a la
puerta-ventana. Al poco estaba y a paseando tranquilamente
por el jardín. No pensó en ocultar su trofeo. Su may or
ilusión era enseñárselo a los otros para que admirasen la
proeza que había llevado acabo.
Fue corriendo a la playa, donde los otros estaban tomando el
sol sobre la arena.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh! ¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo!
Los chicos se incorporaron rápidamente, muy contentos de
ver la caja en manos de Julián. Olvidaron completamente que
en la play a había muchas personas que podían verlos. Julián
se dejo caer en la arena.
—Tu padre se durmió al final —le dijo a Jorge—. ¡Tim, no
me muerdas el traje de baño! Fíjate, Jorge: me metí en la
habitación por la puerta-ventana y cuando y a había cogido la
caja se cayó un trozo de madera y el ruido despertó a tu padre.
—¡Cáspita! —dijo Jorge—. ¿Y que paso luego?
—Me escondí detrás del sillón y estuve allí, agazapado, hasta
que volvió a dormirse —dijo Julián—. Luego me escapé. Ahora
vamos a ver lo que hay dentro del cofre. No creo que tu padre lo
haya tocado siquiera.
Así era, en efecto. El cofrecillo estaba intacto, aunque
enmohecido por la humedad de años. Y la tapa estaba tan
oxidada que parecía imposible que el cofre pudiera abrirse.
Sin embargo, Jorge empezó a raspar el óxido con su
cortaplumas y a poco la tapa empezó a ceder. ¡Antes de un
cuarto de hora, estaba ya abierto el cofre! Los chicos se
inclinaron todos sobre él, observándolo con interés. Dentro
había unos cuantos papeles viejos y una especie de libros con
las cubiertas negras. Pero nada más. Nada de oro. Nada de
tesoro. Todos se sintieron algo decepcionados.
—Está todo enteramente seco —dijo Julián, sorprendido
—. No hay rastro de humedad. El cofrecillo ha resguardado
bien lo de dentro.
Tomó el libro y lo abrió.
—Es un diario de tu antepasado donde cuenta las incidencias
del viaje —dijo —. Cuesta mucho trabajo entender la escritura.
Es muy pequeña y enrevesada. Jorge cogió uno de los papeles.
Era un grueso pergamino amarillento por los años. Lo desdobló
y lo extendió sobre la arena. Todos lo miraron, interesados, pero
nadie pudo comprender el significado de los garabatos que
tenían ante los oj os.
Parecía algo así como un plano.
—Tal vez sea el plano de un sitio a donde hay que ir —dijo
Julián. De pronto, Jorge empezó a agitar nerviosamente las
manos y miró a los
demás con un raro brillo en los ojos. Abrió la boca, pero no
pudo articular palabra.
—¿Qué te pasa? —preguntó Julián lleno de curiosidad—.
¿Qué intentas decir? ¿Es que no te funciona la lengua?
Jorge agitó la cabeza y empezó a hablar atropelladamente.
—¡Julián! ¿Sabes lo que es esto? ¡Es un plano del castillo
Kirrin hecho antes de que se derrumbara! ¡Y explica dónde
están los sótanos!
Señaló con tembloroso dedo un lugar del plano. Los
demás observaron llenos de curiosidad el lugar que Jorge
estaba indicando. Tenía el dedo puesto bajo una curiosa
palabra escrita con antiguos caracteres de letra.

LINGOTES

—¡Lingotes! —dijo Ana, desconcertada—. ¿Qué


significa eso? Nunca había oído esa palabra.
Pero los dos chicos sí la conocían.
—¡Lingotes! —gritó Dick—. Se trata seguramente de las
barras de oro. Se llaman lingotes.
—Todas las barras de metal pueden llamarse lingotes —dijo
Julián, con la cara roja de excitación—. Pero nosotros sabemos
que en el barco había una carga de barras de oro. Por tanto,
tiene que referirse a ellas. ¡Oh, es fantástico pensar que a lo
mejor están escondidas en el castillo, Jorge! ¡Jorge! ¿Verdad
que todo esto es terriblemente emocionante?
Jorge afirmó con la cabeza. Temblaba de excitación.
—Si pudiéramos encontrarlas… —susurró—. ¡Con tal que
pudiéramos! —Tenemos por delante un trabajo maravilloso:
buscarlas —dijo Julián—. Claro que será terriblemente difícil
hacerlo, porque el castillo está en ruinas y lleno de maleza,
sobre todo por la parte baja. Pero los lingotes tienen que estar
allí y nosotros acabaremos encontrándolos. ¡Qué bien suena esa
palabra! ¡Lingotes! ¡Lingotes! ¡Lingotes!
La palabra « lingotes» sonaba a los chicos mucho mejor que
« oro» . En adelante, ninguno de ellos volvió a decir « oro» .
Siempre que se referían al tema decían « lingotes» . Timoteo
estaba desconcertado. No tenía la menor idea de por qué los
chicos estaban tan excitados sin hacerle caso. Movía
vertiginosamente la cola mientras intentaba en vano poder
lamer tranquilamente las orejas a cada uno de ellos, pero ¡por
primera vez en la vida no se habían dignado prestarle la menor
atención! El can, sencillamente, no comprendía nada, por lo
que, al cabo de un rato, se sentó en la arena, alicaído, con las
orejas gachas y dándoles la espalda a los chicos.
—¡Oh, pobre Timoteo, fijaos! —dijo Jorge—. No puede
comprender lo que nos pasa. ¡Tim, Tim querido, todo va bien!
Nadie tiene nada contra ti. ¡Oh, Tim,
hemos descubierto el secreto más interesante del mundo!
Timoteo dio un salto y empezó a mover la cola,
satisfecho de haberse enterado, por fin, de qué es lo que
había ocurrido. Puso su enorme pata sobre el precioso plano.
Los chicos empezaron a increparle.
—¡Eh, cuidado! ¡Que lo vas a hacer trizas y tenemos que
devolverlo! —dijo Julián. Luego miró a los otros,
frunciendo el ceño—. ¿Qué vamos a hacer con la caja? —
preguntó—. El padre de Jorge no debe darse cuenta de que
se la hemos quitado, ¿verdad? Tenemos que volverla a su
sitio.
—¿No nos podíamos quedar con el mapa? —preguntó
Ana—. Él no sabrá que estaba en el cofre si, como es seguro,
no lo ha abierto. Las otras cosas que hay dentro no tienen
importancia: total, un viejo diario y unas cuantas cartas.
—Para estar tranquilos, lo que podemos hacer es sacar una
copia del plano — dijo Dick—. Así, podremos devolver la
caja con todo su contenido. Todos estuvieron de acuerdo en
que Dick había tenido una buena idea. Regresaron a « Villa
Kirrin» y sacaron cuidadosamente una copia del plano. Lo
hicieron en el cobertizo, porque no querían que nadie pudiese
descubrirlos. Era un plano muy extraño. Estaba dividido en
tres partes.
—Esta parte indica el lugar donde están los sótanos —dijo
Julián—. Aquí está dibujada la planta baja y este trozo
representa un ala del castillo. ¡Caramba, debió de ser un
castillo estupendo! Los sótanos están esparcidos por el
subsuelo de toda la planta baja. Probablemente, en tiempos,
los utilizarían para cosas terribles. Lo que no sé es cómo los
habitantes del castillo se las arreglaban para meterse en ellos.
—Pues estudiaremos detenidamente el plano y lo
averiguaremos —dijo Jorge—. Así, al pronto, parece muy
difícil para nosotros descubrir la entrada, pero si vamos al
castillo y desde el mismo lugar estudiamos el plano, y a veréis
como al final encontramos la manera de meternos dentro de los
sótanos. ¡Oh, estoy segura de que ningún chico ha tenido en
perspectiva una aventura tan extraordinaria como ésta!
Julián se guardó cuidadosamente la copia del plano en el
bolsillo de sus shorts. No tenía la menor intención de
perderla. Era algo precioso. Luego guardó en el cofre el plano
auténtico y miró hacia la casa.
—¿Qué os parece volverla a su sitio ahora mismo? —
dijo—. Quizá tu padre esté dormido todavía, Jorge.
Pero no era así. Estaba bien despierto. Por suerte, no había
echado de menos la caja. Se dirigió al comedor para tomar el
té con su familia. Julián aprovechó la oportunidad.
Musitando una excusa se fue de la mesa y pudo fácilmente
restituir la caja a su sitio, dejándola sobre la mesa que había
detrás del sillón de su tío.
Cuando regresó al comedor les guiñó un ojo a los demás. Éstos
comprendieron enseguida que Julián había conseguido su
objetivo y se sintieron aliviados. Todos estaban atemorizados
con la presencia del tío Quintín y no
estaban nada entusiasmados con las cosas que éste contaba
de sus pesados libros. Ana no dijo una sola palabra durante
todo el tiempo. Tenía un miedo enorme a irse de la lengua y
revelar algo sobre Timoteo o sobre la caja. Los otros
hablaban también muy poco. Mientras tomaban el té sonó de
pronto el teléfono y tía Fanny fue a contestar.
Pronto estuvo de vuelta.
—Es para ti, Quintín —dijo—. Por lo que veo, el viejo
barco ese está despertando mucha curiosidad por todos
sitios. Te llaman desde un periódico de Londres para
preguntarte cosas acerca de él.
—Diles que estaré con ellos a las seis —dijo tío Quintín.
Los chicos se miraron unos a otros, alarmados. Esperaban
que su tío no les enseñaría la caja a los periodistas. ¡El secreto
del tesoro escondido dejaría de existir!
—Qué buena idea fue la de sacar una copia del plano —dijo
Julián después del té—. Pero ahora estoy pensando que
hubiera sido mejor no dejar el plano auténtico dentro del
cofre. ¡Ahora cualquiera podrá descubrir nuestro secreto!
Capítulo 10

Una propuesta sorprendente

A la mañana siguiente los diarios llevaban en primera plana


noticias abundantes del barco que había salido del fondo del
mar. Los periodistas habían aprovechado bien lo que les contó
el tío de los chicos, y algunos de ellos se proponían trasladarse a
la isla y tomar fotografías del viejo castillo. Jorge estaba
furiosa.
—¡Ese castillo es mío! —gritó frenéticamente a su madre
—. Esa isla es mía. Tú dijiste que acabaría siendo mía. ¡Lo
dijiste! ¡Lo dijiste!
—Ya lo sé, Jorge querida —dijo su madre—. Pero tienes
que ser comprensiva. Yo no puedo impedir que quien quiera
visitar la isla lo haga y tampoco tengo derecho a prohibir que
saquen fotografías del castillo.
—Pero es que yo no quiero —dijo Jorge
enfurruñadamente—. La isla es mía. Y el barco también. Tú
siempre lo has dicho.
—Sí, claro, pero y o no podía adivinar que iba a salir a
flote —dijo su madre —. Sé comprensiva, Jorge. ¿Qué le
vamos a hacer si la gente quiere acercarse al barco y
mirarlo? Eso no se puede impedir.
Jorge sabía que era verdad, que eso no podía impedirse,
pero ello no la calmaba lo más mínimo. Los chicos estaban
maravillados y sorprendidos de ver el interés que había
despertado el barco rescatado de las aguas y la misma isla
Kirrin. Ésta acabaría llenándose de gente curiosa que los
pescadores llevarían en sus barcos. Jorge lloraba de rabia y
Julián intentaba consolarla.
—¡Escucha, Jorge! Nadie conoce todavía nuestro secreto.
Esperaremos hasta que hay a pasado todo este interés por la isla
y el barco y entonces iremos al castillo y encontraremos los
lingotes.
—Eso será si nadie los descubre antes que nosotros —dijo
Jorge, enjugándose las lágrimas. Estaba furiosa consigo
misma; pero lloraba y no lo podía evitar. —¿Por qué razón
van a descubrirlo antes? Nadie sabe todavía qué es lo que
hay dentro del cofre. Buscaré una oportunidad para recuperar
el plano antes de que nadie pueda verlo.
Pero esa oportunidad no apareció jamás; por el contrario, sucedió
algo
terrible. ¡El tío Quintín vendió la caja y el cofre a un
anticuario! Dos o tres días después de que se despertara el
interés por el barco y la isla, salió de su despachó y se lo
contó a tía Fanny y a los chicos.
—He hecho un buen negocio con ese anticuario —dijo a su
mujer—. ¿Te acuerdas de aquel cofrecillo que había en la caja?
Pues resulta que ese señor colecciona cosas raras como ésa y
me lo ha pagado todo a muy buen precio. Realmente ha sido
una ganga. ¡He ganado mucho más de lo que pensaba ganar
con el libro que estoy escribiendo! En cuanto vio el viejo plano
que había en el cofre y el arrugado diario me dijo que quería
comprar todo el lote.
Los chicos miraron a su tío, horrorizados. ¡Había vendido el
cofre! Ahora, cualquiera que examinase un poco al detalle el
plano y supiese el significado de la palabra « lingotes» podía
echar por tierra el secreto. Pronto aparecería en todos los
periódicos la historia de las barras de oro. Los chicos no se
atrevieron a decirle a su tío lo que sabían acerca del tesoro. Él
estaba ahora muy satisfecho y sonriente y en su euforia les
había prometido comprarles un equipo completo de pesca, pero
era de carácter muy variable. Se hubiera puesto hecho una furia
si se hubiese enterado de que Julián había sacado la caja del
despacho aprovechando que él estaba dormido.
Un rato después estaban los chicos reunidos aparte y
discutiendo a fondo el asunto, que para ellos era de lo más
importante. Sopesaban la idea de contarle a tía Fanny lo de
la caja, pero no se decidieron. Era un secreto maravilloso
que no podía ser revelado a nadie.
—¡Oíd! —dijo Julián, por último—. Me parece que lo mejor
que podemos hacer es pedirle permiso a tía Fanny para que nos
deje pasar uno o dos días en la isla, durmiendo allí, por
supuesto. Eso nos dará ocasión y tiempo para explorar el castillo
y ver si encontramos algo. Estoy seguro de que aún han de
transcurrir unos días antes de que los curiosos empiecen a
invadir la isla. Quizás encontremos el tesoro antes de que todo
el mundo conozca nuestro secreto. Hay que tener en cuenta que
no es seguro que el que compró el cofre adivine que aquel papel
es un plano del castillo.
Las palabras de Julián consolaron a todos. Era terrible no
hacer nada. Y el haber adoptado una resolución concreta los
animaba en gran m anera. Decidieron, por tanto, pedirle al día
siguiente permiso a tía Fanny para pasar el fin de semana en el
castillo. El tiempo era magnífico y a la fuerza tendrían que
pasarlo bien. Se llevarían provisiones suficientes.

Cuando fueron a pedirle permiso a tía Fanny, su marido


estaba con ella, risueño y muy contento. Le dio a Julián una
palmadita en la espalda. —¡Vay a! —dijo—. ¿Venís en
comisión? ¿De qué se trata?
—Queremos que tía Fanny nos dé permiso para hacer una cosa
—dijo Julián

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