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La Celestina - Fernando de Rojas

La obra 'La Celestina', escrita por Fernando de Rojas, explora la complejidad de la naturaleza humana a través de temas como el amor, el egoísmo y la traición. La historia sigue a Calisto y su obsesión por Melibea, mientras Celestina, una alcahueta, manipula a los personajes en su búsqueda de riqueza y poder. Esta adaptación mantiene la esencia de la obra original, con un texto reducido y resúmenes que facilitan la comprensión del argumento.

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La Celestina - Fernando de Rojas

La obra 'La Celestina', escrita por Fernando de Rojas, explora la complejidad de la naturaleza humana a través de temas como el amor, el egoísmo y la traición. La historia sigue a Calisto y su obsesión por Melibea, mientras Celestina, una alcahueta, manipula a los personajes en su búsqueda de riqueza y poder. Esta adaptación mantiene la esencia de la obra original, con un texto reducido y resúmenes que facilitan la comprensión del argumento.

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Hace más de quinientos años, Fernando de Rojas escribió esta magistral obra,

una sabia y trágica representación de la naturaleza humana en toda su


complejidad. El amor, el odio, la pasión ciega y el egoísmo mueven a todos
sus personajes. Celestina pone en marcha una trama para que Calisto consiga
a su amada Melibea. Los criados de Calisto se involucran en ella, engañados
por las promesas de riquezas de Celestina, cuya portentosa habilidad para
embaucar enreda todo el relato. La presente adaptación de «La Celestina»
mantiene la fidelidad al sentido de la obra original y a sus principales rasgos
literarios. Para ajustarse a las características de la colección, se ha reducido el
texto y se han añadido breves resúmenes narrativos que permiten seguir
íntegramente el argumento de la obra. Por otra parte, mantenemos un espacio
de separación entre líneas para indicar los cambios de escena, como sucede en
la mayor parte de las numerosas ediciones que de la obra hay en el mercado.

Página 2
Fernando de Rojas

La Celestina
Clásicos a medida - 6

ePub r1.0
Titivillus 24.04.2025

Página 3
Fernando de Rojas, 1502

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Página 5
Página 6
La Celestina hoy

Hace ya más de quinientos años, Fernando de Rojas, con la ayuda previa de


un segundo autor cuyo nombre desconocemos, escribió esta obra. A pesar del
tiempo transcurrido, como ocurre con los grandes clásicos de la literatura, La
Celestina sigue teniendo actualidad. ¿No nos quejamos de la excesiva
importancia que nuestra sociedad concede al dinero? En La Celestina se habla
continuamente de dinero. El brillo del oro lleva a la perdición a sus
protagonistas. Todos los personajes se mueven con loco afán por conseguir
provecho. Dinero, oro, provecho, ¿cuántas veces aparecen en el texto de
Rojas estas palabras?
El egoísmo es protagonista de la obra. Todos los personajes que la
pueblan buscan únicamente el interés personal. Los apartes —espacios de
libertad en que expresan sus verdaderos pensamientos— lo demuestran.
Celestina pone en marcha toda una trama para que Calisto consiga a Melibea,
y en ella invita a participar a los criados de Calisto, a los que envuelve y
engaña con promesas de riquezas y con la atracción erótica de las muchachas
que trabajan para ella.
Por otra parte, tienen todos los personajes de La Celestina una clara
conciencia del paso del tiempo, una clara percepción de la proximidad de la
muerte y saben de lo cambiante de la fortuna. Gozar es el único remedio para
aprovechar la brevedad de los días: «No hay cosa tan ligera huyendo como la
vida. La muerte nos sigue y rodea, de ella somos vecinos», dice Pleberio.
Celestina insiste una y otra vez en el tópico del carpe diem («aprovecha tu
juventud mientras dura»), mostrando su arrepentimiento por haber dejado
pasar algunas oportunidades de goce que en su juventud se le presentaron. La
vejez, según Celestina, solo nos depara males. Los personajes se mueven a
instancias de sus temores, de sus terrores. Tendríamos que valorar si son los
mismos que atenazan a los hombres y mujeres de hoy, a los jóvenes y a los
viejos.
En la obra se nos ofrece un extraordinario retrato de unos padres que
ignoran lo que su hija siente, piensa y hace. La distancia generacional parece
que está aquí apuntada y es indudablemente uno de los motivos de la tragedia
final. La ignorancia raya en la irresponsabilidad. Pero es parte fundamental de
la tragedia: no saber lo que se debería saber. Lo advertimos desde la primera
visita de Celestina a casa de Melibea. Y sin embargo, Pleberio y Alisa son
padres cariñosísimos, atentos a los deseos de su hija, dispuestos incluso a

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pedirle su opinión para la elección de esposo, y que lloran con desconsuelo
infinito la muerte de su hija. ¿Duda alguien de que no hay nada nuevo bajo el
sol?

El amor, motor de La Celestina

Pero La Celestina también es una historia de amor, o sobre el amor, o de


cómo el amor transforma a los hombres y a las mujeres. Todos están
afectados por esta enfermedad —como tal se trata en el libro, como tal se
describen sus síntomas—. Calisto, el primero. Sin embargo no están menos
heridos por las saetas de Cupido sus criados, Sempronio y Pármeno. Para
conseguir el amor deseado, este rompe las barreras de sus propias creencias,
traiciona no solo a su señor, sino también a sí mismo. La vieja Celestina
dirige, con su portentosa batuta —hecha de experiencia, de conocimiento del
ser humano, de palabras—, este gran concierto… o desconcierto. ¿No es el
amor una fuerza poderosa que protagoniza las historias que tú conoces, las
películas que ves en el cine? ¿No viven y mueren los personajes de ellas por
amor? ¿Quién puede negar su poder, el placer que produce, la amargura que
muchas veces acarrea? ¿Qué gran historia no es, en fin, una historia de amor?

Una historia compleja

¿A quién podemos salvar, si todos actúan empujados por el egoísmo, si todos


terminan traicionando a su prójimo: Calisto, a sus criados; los criados, a
Calisto; Celestina, a los que la han ayudado; Melibea, a sus padres? Más que
condenar, Fernando de Rojas presenta con dolor y resignación, con sabiduría,
la realidad humana en su complejidad. Todos los personajes son, pues,
salvables, porque todos son humanos, están hechos de la misma materia que
nosotros y tienen nuestras debilidades.
Por eso, Rojas les da la oportunidad de expresarse. Aunque cada uno de
ellos fracasa en su intento de conseguir la felicidad —¿no es eso lo que andan
buscando?—, han tenido la ocasión de explicarse. Para ello, el autor los dota
de una capacidad lingüística envidiable. Celestina es, desde luego, la que
posee este don en su más alto grado. Su poder de «envolver» a los que la
rodean estriba especialmente en su portentosa habilidad verbal. Diríamos —
sin exagerar— que es capaz de enredar al mismísimo diablo… en los hilos
que lleva a casa de Melibea. Presta atención a las palabras con las que, para

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conseguir apresarlo entre los hilos de la tela, conjura al demonio. No importa
que nosotros no creamos en los hechizos; ella sí cree en ellos o, por lo menos,
afianzan su seguridad en sí misma cuando su valor flaquea. Ni siquiera en
estas creencias estamos tan alejados del mundo de La Celestina. Asistimos
hoy al resurgimiento de supersticiones ancestrales, que son explotadas —por
cierto que con mucho éxito— por el cine y la televisión.
Azorín imaginó una vez un final diferente para la historia de Calisto y
Melibea: «Calisto y Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La
Celestina— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que
tenían en el jardín. Se enamoró Calisto de la que después había de ser su
mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace
de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calisto. Viven ahora marido
y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su
abuela, el nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la puerta trasera
de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calisto pasaban sus
dulces coloquios de amor». Al leer esta prodigiosa obra de Fernando de
Rojas, reflexiona sobre las palabras de Azorín. ¿Pudo ser este el destino de
Calisto y Melibea? Otro hubiera sido el libro o, más seguramente, el libro no
habría existido. Porque ni Calisto ni Melibea, ni Celestina, ni Sempronio ni
Pármeno, pudieron tener otra oportunidad que la de vivir sus vidas en una
libertad suicida.

Esta edición

La presente adaptación de La Celestina mantiene la fidelidad al sentido de la


obra original y a sus principales rasgos literarios. Para ajustarse a las
características de la colección, se ha reducido el texto y se han añadido breves
resúmenes narrativos que permiten seguir íntegramente el argumento de la
obra.
Por otra parte, mantenemos un espacio de separación entre líneas para
indicar los cambios de escena, como sucede en la mayor parte de las
numerosas ediciones que de la obra hay en el mercado.

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PRIMER ACTO

Calisto ha entrado en busca de un halcón en la huerta que hay en casa de


Melibea y allí se encuentran. Rendido de amor por ella, comienza a hablarle.
Melibea lo rechaza con gran dureza y Calisto se marcha a su casa muy
angustiado. Le cuenta su pena de amor a Sempronio, su criado, quien,
después de escucharlo, le recomienda que le pida ayuda a la vieja alcahueta
Celestina, en cuya casa vive Elicia, de la que el criado está enamorado.
Calisto acepta y cuando Sempronio llega a casa de Celestina para tratar del
asunto con ella, Elicia está con un cliente, al que esconde. Sempronio le
explica a la vieja el asunto que allí lo trae y juntos se dirigen a la casa de
Calisto. Cuando llegan, Pármeno, otro criado de Calisto, reconoce a Celestina,
y antes de abrir la puerta le cuenta a su amo los oficios a los que la alcahueta
se dedica y le advierte del peligro que corre tratando con esa mujer. Celestina
entra finalmente en la casa y es saludada con gran alegría por Calisto.
Celestina y Pármeno se quedan solos un momento y, en una intensa
conversación, la alcahueta trata de convencer al criado para que se una a ella
y a Sempronio y aprovecharse así de los amores de su amo. Le promete
conseguirle a Areúsa, prostituta de la que está enamorado Pármeno, y le
recuerda con entusiasmo la amistad que mantuvo con su madre cuando él era
pequeño.

PÁRMENO, CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, CELESTINA

Calisto y Melibea se encuentran en la huerta y él, prendado de ella,


comienza a hablarle.
CALISTO.—En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.—¿En qué, Calisto?
CALISTO.—En que le dio poder a la naturaleza para que de tan perfecta
hermosura te dotase y en que me haya concedido, sin merecerlo, el regalo
de llegar a verte y en un lugar tan apropiado para declararte mi secreto
dolor.

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MELIBEA.—¿Por gran regalo tienes verme, Calisto?
CALISTO.—Le doy verdaderamente tanto valor que, si Dios me concediese
en el cielo un lugar superior al que ocupan los santos, no lo consideraría
una felicidad más grande.
MELIBEA.—Pues mayor galardón te daré yo si sigues así.
CALISTO.—¡Oh bienaventuradas orejas mías, que no sois dignas de las
hermosas palabras que habéis oído!
MELIBEA.—Pero serán desventuradas cuando acabes de oírme porque el
pago será tan fiero como merecen tu loco atrevimiento y la mala intención
de tus palabras. ¿Cómo es posible que de la cabeza de un hombre como tú
haya salido tal despropósito dirigido a una mujer virtuosa como yo?
¡Vete, vete de aquí, grosero, que no puede mi paciencia tolerar que te
haya entrado la idea de conversar conmigo sobre los placeres de un amor
deshonesto!
CALISTO.—Me iré como se va aquel contra quien la desfavorable fortuna
pone todo su empeño.
Calisto, desesperado por el rechazo de Melibea, llega a su casa, donde
mantiene una larga conversación con su criado Sempronio. Calisto,
totalmente exaltado, llega a considerar a Melibea como su único Dios y se
declara, antes que cristiano, «melibeo». Sempronio le advierte contra las
maldades de las mujeres.
SEMPRONIO.—Lee a los historiadores, estudia a los filósofos, atiende a los
poetas: las mujeres y el vino hacen a los hombres abandonar su religión.
Paganos, judíos, cristianos y moros, todos están de acuerdo en esto. Pero
no cometas el error de aplicar a todas todo lo que he dicho y lo que diga
de ellas, pues muchas ha habido y hay santas y virtuosas y notables, cuyo
resplandor salva a las mujeres de la deshonra general. Sin embargo, de las
otras, ¿quién te podría contar todas sus mentiras, sus enredos, sus
cambios, su poca prudencia, sus lágrimas fingidas, sus alteraciones, su
audacia, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su
inconstancia, su calumniar, su negar, su enredar, su presunción, su
vanidad, su bajeza, su necedad, su desprecio, su soberbia, su preguntarse y
responderse ellas mismas, sus burlas, su charlatanería, su glotonería, su
lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus
embustes, sus menosprecios, su lengua desbocada, su desvergüenza, su
alcahuetería?
CALISTO.—¿Ves? Mientras más cosas me dices y más inconvenientes me
pones, más la quiero. No sé qué es esto.

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SEMPRONIO.—No es este un asunto para mozos, según veo, pues no
obedecen a la razón ni se saben controlar. Penosa cosa es que crea que es
maestro el que nunca fue discípulo.
CALISTO.—¿Y tú qué sabes? ¿Quién te ha enseñado estas cosas?
SEMPRONIO.—¿Quién? Ellas, que cuando se destapan pierden de tal forma
la vergüenza que todo esto y más a los hombres descubren. Ponte pues en
el lugar que te corresponde; piensa que eres más digno de lo que te
consideras.

Pero Calisto se siente indigno de Melibea. Sempronio le señala que no


tiene motivos para ello porque, además de ser hombre, la naturaleza lo ha
dotado de hermosura y del aprecio de todos. Calisto se queja, sin embargo,
de que le falta el amor de Melibea, a la que considera inalcanzable a causa
de sus extraordinarias virtudes y su gran belleza, que describe y alaba con
pasión.
CALISTO.—Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas de oro fino que
hilan en Arabia? Más lindos son y no brillan menos; son tan largos que le
llegan a los pies; además, peinados y recogidos con una delicada cinta,
como ella se los pone, no necesita más para convertir a los hombres en
piedras.
SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡Más bien en asnos!)

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CALISTO.—Los ojos verdes, rasgados; las pestañas, largas; las cejas, finas y
elevadas; la nariz, mediana; la boca, pequeña; los dientes, menudos y
blancos; los labios, rojos y sensuales; el contorno del rostro, un poco más
largo que redondo; el pecho, alto. La redondez y forma de las pequeñas
tetas, ¿quién te la podría pintar? El cutis limpio, lustroso; su piel hace
parecer oscura a la nieve.
SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡En sus trece sigue este necio!)
CALISTO.—Las manos medianamente pequeñas, de dulce carne
acompañadas; los dedos largos, las uñas largas y coloradas, que parecen
rubíes entre perlas.
Con el fin de evitar la desesperación de Calisto, Sempronio le promete
que le conseguirá a Melibea. Agradecido, Calisto le hace un buen regalo y le
pregunta cómo piensa cumplir su promesa.
SEMPRONIO.—Yo te lo diré. Hace mucho tiempo que conozco en esta
población a una vieja barbuda que se llama Celestina, hechicera, astuta,
experta en cuantas maldades existen. Sé que son más de cinco mil
virgos[1] los que se han hecho y deshecho bajo su autoridad en esta
ciudad. En las duras piedras es capaz de provocar lujuria si quiere.
CALISTO.—¿Podría yo hablar con ella?
SEMPRONIO.—Yo te la traeré aquí. Prepárate, hazle regalos, sé generoso
con ella.
CALISTO.—¿Y vas a tardar?
SEMPRONIO.—Ya voy. Quede Dios contigo.
Sempronio llega a casa de Celestina, donde es recibido con grandes
muestras de alegría por la alcahueta. Pregunta por Elicia, prostituta de la
que está enamorado, que en ese momento se encuentra con un cliente, al que
esconde para que Sempronio no lo vea. Finalmente, Sempronio pide a
Celestina que lo acompañe a casa de Calisto.
SEMPRONIO.—Madre mía, coge tu manto y vámonos, que por el camino
sabrás lo que, si aquí me entretuviese en contarte, impediría tu provecho y
el mío.
CELESTINA.—Nos vamos. Elicia, queda con Dios; cierra la puerta.
SEMPRONIO.—¡Oh madre mía! Deja todas las cosas de lado y solo presta
atención y piensa en lo que te voy a decir. Y quiero que sepas por mí lo
que todavía no has oído, y es que jamás he podido, desde que tengo
confianza contigo, desear un bien del que no te correspondiese una parte.

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CELESTINA.—Habla, no te detengas, pues la amistad que tú y yo
mantenemos no necesita de rodeos, ni de preámbulos, ni adornos de
ningún tipo para que aumente nuestro afecto. Abrevia y ve a los hechos,
pues es inútil decir con muchas palabras lo que con pocas se puede
expresar.
SEMPRONIO.—Así es. Calisto arde en amores por Melibea. De ti y de mí
tiene necesidad. Si los dos juntos le hacemos falta, juntos nos
beneficiaremos.
CELESTINA.—Bien has hablado; enterada estoy. De una ojeada me doy
cuenta de todo. Digo que me alegro de estas noticias como los cirujanos
de los descalabrados; e igual que aquellos al principio empeoran las
heridas para que la promesa de curación tenga más mérito, así me
propongo actuar con Calisto. ¡Tú me entiendes!
SEMPRONIO.—Callemos, que a la puerta estamos y, como se suele decir, las
paredes oyen.
CELESTINA.—Llama.
SEMPRONIO.—Ta, ta, ta.
PÁRMENO.—¿Quién es?
SEMPRONIO.—Ábreme a mí y a esta señora.
PÁRMENO.—Señor, Sempronio y una puta vieja teñida daban esos golpes.
CALISTO.—Calla, malvado, que es mi tía. Corre, corre, abre.
PÁRMENO.—¿Por qué, señor, te afliges? ¿Por qué, señor, te entristeces? ¿Es
que piensas que para las orejas de esta vieja es una palabra ofensiva la que
le he dicho? No lo creas, que ella se alegra de oírla como tú cuando
alguien dice: «Hábil caballero es Calisto». Y además, así es como la
llaman y por tal título es conocida. Si entre cien mujeres va y alguien dice:
«¡Puta vieja!», sin ninguna vergüenza vuelve inmediatamente la cabeza y
responde con cara alegre. Si pasa al lado de los perros, a eso suena su
ladrido; si está cerca de las aves, otra cosa no cantan; si cerca del ganado,
balando lo publican; si cerca de las bestias, rebuznando dicen: «¡Puta
vieja!»; las ranas de los charcos otra cosa no suelen croar. Si se encuentra
entre los herreros, eso dicen sus martillos; todo oficio que usa
herramientas forma en el aire su nombre. Qué quieres que te diga más
sino que si una piedra choca con otra, inmediatamente suena: ¡«Puta
vieja»!
CALISTO.—Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?
PÁRMENO.—Te lo voy a contar. Hace mucho tiempo que mi madre, mujer
pobre, vivía en su vecindario y, a petición de esta Celestina, me entregó a

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ella como sirviente, aunque ella ahora no me reconoce, por el poco tiempo
que la serví y por los cambios que la edad ha hecho en mí.
CALISTO.—¿En qué la servías?
PÁRMENO.—Señor, le iba a la plaza y le traía de comer y la acompañaba; la
ayudaba en aquellos trabajos que mis tiernas fuerzas me permitían. Tenía
esta buena señora al final de la ciudad, allá en las tenerías[2], en la cuesta
del río, una casa apartada, medio caída, poco arreglada y no muy
preparada. Ella tenía seis oficios, que eran: costurera, perfumera, maestra
en hacer cosméticos y en rehacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera.
Era el primer oficio la tapadera de los otros, con cuyo pretexto muchas
mozas sirvientes entraban en su casa a coserse y coser camisas y cuellos y
otras muchas cosas. Ninguna venía sin algo de tocino, trigo, harina o jarro
de vino y otros alimentos que podían a sus amas robar. Era muy amiga de
estudiantes y de encargados de la despensa y de sirvientes de curas.
CALISTO.—Ya está, Pármeno; déjalo para otro momento más oportuno. No
nos detengamos, que la obligación es enemiga de la tardanza. Óyeme, yo
mismo le he rogado que venga y ya espera más de lo que debe. Venga, no
se vaya a impacientar. Pero te ruego, Pármeno, que tu envidia hacia
Sempronio, que en este asunto está a mi servicio y sigue mi gusto, no
vaya a ser un impedimento para que yo consiga la solución de mi vida.
Que si para él hubo un regalo, a ti no te faltará otro. No pienses que tengo
en menos estima tus consejos y advertencias que sus trabajos y esfuerzos.
Sempronio y Celestina, que están subiendo las escaleras, oyen algunas de
las advertencias que Pármeno hace contra la vieja alcahueta, que aun así le
asegura a Sempronio que logrará que Pármeno se una a ellos para
aprovecharse del negocio de los amores de Calisto. Pármeno, por fin, abre la
puerta a Celestina.

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CALISTO.—¡Oh Pármeno, ya la veo; sano estoy, vivo estoy! ¡Mira qué
persona tan venerable, qué apariencia tan respetable! La mayoría de las veces,
por el aspecto exterior se reconoce la virtud interior. ¡Oh vejez virtuosa, oh
virtud envejecida! ¡Oh gloriosa esperanza de mi deseado fin! Desde ahora
adoro la tierra que pisas y, para mostrar mi respeto hacia ti, la beso.
CELESTINA.—(Aparte, a Sempronio. Sempronio, ¡de las palabras vivo yo!
Dile a tu amo que cierre la boca y comience a abrir la bolsa, que de las
obras dudo, cuanto más de las palabras.)
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Ay de las orejas que tales cosas
oyen! Perdido está quien tras un perdido anda. ¡Oh Calisto desgraciado,
ciego! ¡Y echado en tierra está adorando a la más antigua y puta vieja de
los burdeles!)
CALISTO.—¿Qué decía la madre? Me parece que estaba pensando que le
ofrecía palabras para no hacerle regalos.
SEMPRONIO.—Eso es lo que yo he oído.
CALISTO.—Pues ven conmigo; trae las llaves, que yo la sacaré de dudas.
SEMPRONIO.—Harás bien, vamos inmediatamente, que no se debe dejar
crecer la hierba entre el trigo ni la desconfianza en los corazones de los
amigos, sino limpiarla pronto con la azada de las buenas obras.
CALISTO.—Astutamente hablas. Vamos, no tardemos.

CELESTINA.—Me alegro, Pármeno, de que tengamos oportunidad de


que conozcas el amor que te tengo, y lo partidaria de ti que soy, aunque no te
lo mereces. Te he oído bien, y no creas que el oído, ni ningún otro sentido
corporal, he perdido con la vejez. Tienes que saber, Pármeno, que Calisto
anda con penas de amor; y no lo consideres por eso débil, porque el amor
imposible todo lo vence. ¿Qué dices a esto, Pármeno? ¡Tontuelo, loquito,
angelico, perlica, simplicico! Acércate aquí, putico, que no sabes nada del
mundo ni de sus placeres. ¡Mala rabia me mate si no te arrimo a mí, aunque
sea vieja! La voz tienes ronca, la barba te está saliendo; intranquila debes
tener la punta de la barriga.
PÁRMENO.—¡Como cola de alacrán!
CELESTINA.—E incluso peor, porque la otra muerde sin hinchar y la tuya
hincha por nueve meses.
PÁRMENO.—¡Ji, ji, ji!
CELESTINA.—¿Te has reído, mal bicho, hijo mío?
PÁRMENO.—Calla, madre, no me culpes ni me consideres, aunque soy
muchacho, un ignorante. Amo a Calisto, le debo fidelidad, porque me he

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criado en su casa, por haber recibido beneficios, por haber sido por él bien
tratado. Lo veo perdido pues no hay cosa peor que ir tras un deseo sin
esperanza de llegar a buen fin, y especialmente cuando cree que va a
remediar un asunto tan complicado y difícil con los vanos consejos y las
necias razones de ese bruto de Sempronio. No lo puedo sufrir. ¡Lo digo y
lloro!
En la misma conversación, Pármeno confiesa a Celestina que la conoció
cuando era pequeño. Celestina finge sorpresa.
CELESTINA.—¿Quién eres tú?
PÁRMENO.—¿Quién? Pármeno, hijo de Alberto, tu compadre. Estuve
contigo un mes porque mi madre me llevó contigo cuando vivías en la
cuesta del río, cerca de las tenerías.
CELESTINA.—¡Jesús, Jesús, Jesús! ¿Y tú eres Pármeno, el hijo de la
Claudina?
PÁRMENO.—¡A fe, soy yo!
CELESTINA.—¡Pues que un fuego malo te queme, porque tan puta vieja era
tu madre como yo! ¿Por qué me persigues, Parmenico? ¿Te acuerdas
cuando dormías a mis pies, loquito?
PÁRMENO.—Sí, desde luego. Y algunas veces, aunque era un niño, me
subías a la cabecera y me apretabas contra ti y, como olías a vieja, yo huía
de ti.
CELESTINA.—¡Mala enfermedad te mate! ¡Y cómo habla el desvergonzado!
Dejando de lado las bromas y pasatiempos, oye ahora, hijo mío, y
escucha, porque aunque he sido llamada aquí con un propósito, a otra cosa
he venido, y aunque haya hecho como que no te conocía, tú eres la causa
de mi venida. Hijo, sabes muy bien que tu madre, que Dios tenga en su
gloria, te entregó a mí viviendo todavía tu padre, quien murió con una sola
pena: con la preocupación por tu vida y persona; además, por tu ausencia
durante algunos años de su vejez, sufrió una vida llena de angustia e
inquietud. Y cuando estaba a punto de morir, envió a buscarme y
secretamente me pidió que me encargase de ti y me dijo, sin otro testigo
que Dios, que te buscase y te trajese y te protegiese y, cuando tuvieses la
edad suficiente como para ser dueño de tu vida, te descubriese dónde dejó
escondida tal cantidad de oro y plata que supera la renta de tu amo
Calisto. Por tanto, hijo mío, abandona los impulsos de la juventud y
recobra la razón haciendo caso de lo que te enseñan tus mayores. Y yo, así
como verdadera madre tuya, te digo que por ahora aguantes y sirvas a este
amo hasta que yo te aconseje otra cosa. Pero no con necia lealtad: no

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hagas casos de las vacías promesas de los señores, los cuales desprecian
las buenas cualidades de sus sirvientes con huecas y vacías promesas. Los
señores de estos tiempos se aman más a sí mismos que a los suyos, y no se
equivocan. Los suyos deben hacer lo mismo. Se nos ha presentado la
ocasión, como sabes, de que todos prosperemos, y tú de momento
consigas algún remedio.

PÁRMENO.—Celestina, tiemblo oyéndote. No sé qué hacer, confuso estoy.


Por una parte, te considero como mi madre; y por otra, a Calisto como
amo. La riqueza deseo, pero quien deshonestamente sube a lo alto, más
rápidamente cae de lo que subió. No quisiera bienes mal ganados.
CELESTINA.—Yo sí. De modo torcido o derecho, nuestra casa hasta el
techo.
PÁRMENO.—Pues yo con ellos no viviría contento, y considero una cosa
honesta la pobreza alegre. Y te digo aún más, que no los que poco tienen
son pobres, sino los que muchas cosas desean. Y por esto, digas lo que
digas, no te creo en esta parte.
Celestina va añadiendo argumentos para que Pármeno se ponga de su
parte. Para terminar de destruir su integridad moral, saca a relucir en la
conversación el nombre de Areúsa, una prostituta de la que Pármeno está
enamorado. Ante la promesa de entregársela, la fidelidad de Pármeno a su
amo empieza a resquebrajarse. Pero todavía duda…

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PÁRMENO.—Tengo miedo, madre, de estar recibiendo dudoso consejo.
CELESTINA.—¿No quieres? Pues te voy a decir lo que dice el sabio: «Al
hombre que de forma inflexible al que le da consejos menosprecia,
repentina desgracia le vendrá y ninguna salud obtendrá». Y así, Pármeno,
me despido de ti.
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. Enojada está mi madre; dudas
tengo sobre sus consejos. Equivocación es no creer y pecado creerlo todo.
He oído decir que las personas deben a sus mayores creer. Esta ¿qué me
aconseja? Paz con Sempronio. Pues la quiero complacer y oír.) Madre, no
se debe enojar el maestro con la ignorancia del discípulo. Por eso
perdóname, háblame, pues no solo quiero oírte y creerte, sino como un
regalo recibir tu consejo. Por eso ordena, que a tu orden mi voluntad se
humilla.
CELESTINA.—Propio de los hombres es equivocarse y de las bestias es la
terquedad. Por eso me alegro, Pármeno, de que tus ojos ya no estén
nublados. Pero callemos, que se acerca Calisto y tu nuevo amigo
Sempronio. Dejo para momento más oportuno que te pongas de acuerdo
con él.
CALISTO.—Miedo traigo, madre, de que, con mi mala fortuna, no te
encuentre viva. Recibe, madre, el pobre regalo de aquel que con él la vida
te ofrece.
CELESTINA.—De la misma manera que en el oro muy fino, tratado por la
mano del delicado artesano, es más importante el trabajo que el material,
así mejora a tu magnífico regalo la gracia y la forma de tu dulce
generosidad.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. ¿Qué le ha dado, Sempronio?)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Cien monedas de oro.)
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Ji, ji, ji!)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¿Ha hablado contigo la madre?)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Calla, que sí.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Pues ¿cómo estamos?)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Como tú quieras. Aunque estoy
espantando.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Pues calla, que yo te haré espantar el
doble.)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. ¡Oh Dios, no hay enfermedad más
eficaz que el enemigo de casa para causar daño!)

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CALISTO.—Ve ahora, madre, y consuela tu casa, y después ven y consuela
la mía, y hazlo pronto.
CELESTINA.—Quede Dios contigo.
CALISTO.—Y él te proteja.

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SEGUNDO ACTO

Cuando Celestina sale de la casa de Calisto, este se queda hablando con


Sempronio, su criado. A Calisto, como aquel que está pendiente de una
esperanza, hasta la rapidez le parece lenta y, así, envía de su parte a
Sempronio para que le meta prisa a Celestina en el planeado negocio. Quedan
mientras tanto Calisto y Pármeno hablando juntos.

CALISTO, SEMPRONIO, PÁRMENO

CALISTO.—Hermanos míos, cien monedas le di. ¿Hice bien?


SEMPRONIO.—¡Ay, que si hiciste bien! Aparte de poner remedio a tu vida,
has ganado mucha honra. Y ¿para qué es la fortuna favorable y próspera
sino para aumentar la honra, que es el mayor de los bienes terrenales? Sin
duda te digo que es mejor emplear las riquezas que poseerlas. ¡Oh, qué
glorioso es el dar! ¡Oh, qué miserable es el recibir! Por tanto, disfruta de
haber sido así de generoso, y sigue mi consejo y vuélvete a tu habitación y
descansa, puesto que tu negocio está en buenas manos depositado. Y
vamos ya, porque sobre este negocio quiero hablar contigo con más
detenimiento.
CALISTO.—Sempronio, no me parece buena decisión que yo me quede
acompañado y que se vaya sola aquella que busca el remedio de mi mal.
Mejor será que te vayas con ella y le metas prisa, pues sabes que de su
rapidez depende mi salud, de su tardanza mi pena, de su olvido mi
desesperanza.
Sale Sempronio a encontrarse con Celestina. Calisto se queda
conversando con Pármeno, al que trata de convencer para que apruebe la
intervención de Celestina en el asunto de sus amores. Pármeno le advierte de
nuevo contra la maldad de Celestina hasta el punto de provocar el enojo de
su amo.

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CALISTO.—¡Palos querrá este bellaco! Di, mal criado, ¿por qué hablas mal
de quien yo adoro? Y tú, ¿qué sabes de honra? Dime, ¿qué es amor? Si tú
sintieses el dolor que yo siento, con otra agua rociarías la ardiente llaga
que la cruel flecha de Cupido me ha causado. Sempronio tuvo miedo de
irse y de que tú te quedaras. Yo lo quise todo y así sufro por su ausencia y
por tu presencia. Vale más estar solo que mal acompañado.
PÁRMENO.—Señor, débil es la fidelidad que se convierte en alabanza por
miedo al castigo, y más con un señor a quien el dolor o la pasión lo dejan
sin sentido y lo apartan de su natural sensatez. Desaparecerá el velo que te
ciega; pasarán estos momentáneos ardores; te darás cuenta de que mis
agrias palabras son mejores para matar este fuerte cáncer que las blandas
de Sempronio, que lo alimentan, atizan tu fuego, avivan tu amor,
encienden tu llama, añaden leña para que arda hasta llevarte a la sepultura.
CALISTO.—¡Calla, calla, perdido! Estoy yo penando y tú filosofando. No te
soporto más. Saquen un caballo. Límpienlo bien. Aprieten fuertemente las
cinchas, por si acaso paso por delante de la casa de mi señora y mi dios.
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Ojalá nunca vuelvas! ¡Vete al
diablo! A estos locos así, si se les dice lo que les conviene, no os podrán
ver. ¡Oh desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. El mundo es así.
Quiero seguir la corriente que sigue todo el mundo, porque a los traidores
los llaman prudentes, a los fieles, necios. Si yo hubiera creído a Celestina
con sus seis docenas de años a cuestas, no me habría maltratado Calisto.
Pero esto me servirá de escarmiento de aquí en adelante con él, porque si
dice «Comamos», yo también; si quiere derribar su casa, lo aprobaré; si
queman su hacienda, iré por fuego. Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a
las alcahuetas sus bienes, pues mi parte me corresponderá. Porque se dice:
«A río revuelto, ganancia de pescadores».)

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TERCER ACTO

Sempronio se dirige a casa de Celestina, a la cual riñe por su tardanza. Se


ponen a buscar la manera de tratar el negocio de Calisto con Melibea y de
conseguir la colaboración de Pármeno, a quien Celestina entregará a Areúsa.
Finalmente, llega Elicia. Se va Celestina a casa de Pleberio, padre de Melibea.

SEMPRONIO, CELESTINA

SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡Qué calma lleva la barbuda!


¡Menos tranquilidad traían sus pies cuando venía! A dineros pagados,
brazos caídos.) ¡Chis, señora Celestina, poca prisa te has dado!
CELESTINA.—¿A qué vienes, hijo?
SEMPRONIO.—Nuestro enfermo no sabe qué pedir. No tiene paciencia.
Tiene miedo de que te descuides. Maldice su avaricia y su poca
generosidad porque te ha dado poco dinero.
CELESTINA.—No hay cosa más propia del que ama que la impaciencia.
Toda tardanza les produce tormento. Sobre todo estos amantes primerizos,
que vuelan sin reflexión hacia cualquier cosa que los atrae, sin pensar en
el daño que la fuerza de su pasión provoca en ellos y en sus sirvientes.
Sempronio advierte a Celestina de los peligros del asunto que traen entre
manos y la anima a aprovecharse mientras duren los amores. Celestina le
cuenta la conversación con Pármeno y le asegura que, entregándole a
Areúsa, conseguirá su colaboración. A continuación, la alcahueta habla de la
estrategia que va a seguir para vencer la resistencia de Melibea.
SEMPRONIO.—¿Crees que podrás conseguir algo de Melibea? ¿Hay alguna
buena señal?
CELESTINA.—No hay cirujano que sea capaz de valorar la herida a la
primera. Lo que yo, en estos momentos veo te diré: Melibea es hermosa,
Calisto loco y generoso; ni a él le pesará gastar, ni a mí andar. Que se
mueva el dinero y que dure el asunto lo que dure. Todo lo puede el dinero.
Su locura y su pasión son suficientes para que él se pierda a sí mismo y a

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nosotros nos haga ganar. A casa de Pleberio, el padre de Melibea, voy.
Quédate con Dios. Porque aunque esté brava Melibea, no es esta, así lo ha
querido Dios, la primera a quien yo he hecho bajar los humos. Muy
quisquillosas son todas, pero después de que consienten por vez primera,
nunca quieren descansar. Quedan cautivas del primer abrazo, ruegan a
quien rogó, se convierten en siervas de quienes eran señoras, dejan el
mando y son mandadas, rompen paredes, abren ventanas, fingen
enfermedades.
SEMPRONIO.—No entiendo esos términos, madre.
CELESTINA.—Digo que la mujer o ama mucho a aquel que la pretende o le
tiene gran odio. Y con esto, que sé con toda seguridad, voy más tranquila
a casa de Melibea. Porque sé que aunque ahora le ruegue, al final me tiene
que rogar ella; aunque al principio me amenace, terminará por halagarme.
Aquí llevo un poco de encaje en este bolsillo, además de otras mercancías
que traigo siempre conmigo, para tener una excusa al entrar la primera vez
en casas donde no soy muy conocida.
SEMPRONIO.—Madre, mira bien lo que vas a hacer. Porque, si al principio
se comete un error, nada puede terminar bien.
CELESTINA.—Por Dios que en mala hora tengo necesidad de ti como
compañero. Todavía querrás dar consejos a Celestina en su oficio. Pues
cuando tú naciste ya tenía yo dientes. ¡Bueno eres tú para jefe, cargado de
malos presentimientos y desconfianza!
SEMPRONIO.—No te asombres, madre, de mi miedo, pues es general
condición humana que lo que mucho se desea crea uno que no va a
concluir jamás. Y por esto veo más inconvenientes con mi poca
experiencia que tú siendo maestra vieja.
Llegan a la casa de la alcahueta, donde está Elicia. Celestina, sirviéndose
de sus conocimientos de hechicera, prepara un aceite con el que impregna el
hilo que pretende vender a Melibea. Antes de salir, conjura a Plutón, dios
romano de los infiernos, para que la ayude a tener éxito en el peligroso
negocio que va a emprender.

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CELESTINA.—Te conjuro, triste Plutón, señor de las profundidades
infernales, emperador de los condenados, capitán de los rebeldes ángeles,
señor de los fuegos de azufre que el volcán Etna arroja, gobernador e
inspector de los tormentos y de los atormentadores de las pecadoras
almas. Yo, Celestina, tu más conocida clienta, te conjuro por la fuerza de
estas rojizas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con la que están
escritas, por el áspero veneno de las víboras del que está hecho este aceite,
con el cual unto estos hilos. Te conjuro a que vengas sin tardanza a
obedecer mi voluntad y en los hilos te metas y en ellos permanezcas hasta
que Melibea los compre, y en ellos quede tan enredada que, mientras más
los mire, más se ablande su corazón para concederme mi petición, y se lo
abras y lo dañes con el cruel y fuerte amor de Calisto. Si no lo haces
rápido, me tendrás como gran enemiga. Así, confiando en mi gran poder,
me voy para allá con mis hilos, donde creo que te llevo ya envuelto.

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CUARTO ACTO

Celestina va andando por la calle y hablando consigo misma. Al llegar a la


puerta de Pleberio, encuentra a Lucrecia, criada de la casa. Empieza a hablar
con ella. Las oye Alisa, madre de Melibea, que, enterada de que es Celestina,
la hace entrar. Alisa sale. Se queda Celestina en casa con Melibea y le
comunica la razón de su visita.

LUCRECIA, CELESTINA, ALISA, MELIBEA

CELESTINA.—Ahora que voy sola, quiero calcular bien los temores de


Sempronio, porque aquellas cosas que no se piensan bien, aunque algunas
veces tengan un buen fin, generalmente producen disparatados efectos.
Porque, aunque yo he disimulado con él, podría ocurrir que, si los
parientes de Melibea se diesen cuenta de los pasos en que ando, lo pagase
yo con una pena equivalente a la misma vida; o, si no me quisiesen matar,

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podría ser que muy deshonrada quedase, manteándome o azotándome
cruelmente. ¡Pues amargas cien monedas serían estas! ¡Ay desgraciada de
mí, en qué trampa me he metido! ¿Voy o me vuelvo? ¡Oh dudosa y dura
confusión! No sé qué decisión puede ser mejor. ¡Veo en el atrevimiento
claro peligro y en la cobardía, deshonrosa pérdida! Si descubren el delito,
no me escaparé de la muerte o de la vergüenza pública, y eso si salgo bien
librada. Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? ¿Que estas eran todas mis
fuerzas, saber y esfuerzo, valor y buena disposición? Y su amo Calisto,
¿qué dirá, qué hará, qué pensará sino que hay un nuevo engaño en mis
pasos y que he contado el asunto para conseguir más provecho de la parte
contraria? ¡Pues triste de mí, mal por aquí, mal por allá, pena en ambas
partes! Prefiero ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Ir quiero, pues
mayor es la vergüenza de quedar como cobarde que el castigo por cumplir
con valentía lo que he prometido. Ya veo su puerta. En mayores aprietos
me he visto. ¡Ánimo, Celestina! Todos los presagios se presentan
favorables. Y lo mejor de todo es que veo a Lucrecia a la puerta de
Melibea. Prima es de Elicia; no se comportará como enemiga.
Celestina llega a casa de Melibea, se encuentra con la criada Lucrecia,
que está a la puerta, y le dice que viene a vender unos hilos. Alisa, madre de
Melibea, la hace entrar y entabla conversación con ella.
CELESTINA.—Buena señora, la gracia de Dios esté contigo y con tu noble
hija. Mis padecimientos y enfermedades me han impedido visitar tu casa,
como hubiera sido mi obligación, pero Dios conoce mis buenas entrañas,
mi verdadero amor, pues la distancia entre las casas no aparta el cariño de
los corazones. Además de otras desgracias, me encuentro sin dinero. No
se me ha ocurrido mejor remedio que vender unos hilos que para unas
toquillas había juntado. Supe por tu criada que tenías necesidad de ello.
Aquí está.
ALISA.—Vecina honrada, tus palabras y tu ofrecimiento me mueven a
compasión. Si el hilo es bueno, te será bien pagado.
CELESTINA.—Míralo aquí en madejitas. Tres monedas me daban ayer por
la onza[3].
ALISA.—Melibea, hija, que se quede esta mujer honrada contigo, pues ya me
parece que se me hace tarde para ir a visitar a mi hermana enferma.
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. Por aquí anda el diablo
preparando una oportunidad. Ahora es mi ocasión o nunca.)
ALISA.—Anda, Melibea, contenta a la vecina dándole lo que sea razonable
por el hilo. Y tú, madre, perdóname, que otro día vendrá en que nos

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veamos con más tiempo.
Celestina se queda hablando a solas con Melibea, con la que mantiene
una conversación sobre los males de la vejez. En el transcurso de la
conversación, Melibea la reconoce.
MELIBEA.—Espantada me tienes con tus palabras. Señales me dan de que
yo te conozco desde hace tiempo. Dime, madre, ¿no eres tú Celestina, la
que solía vivir en las tenerías?
CELESTINA.—Sí, hasta que Dios quiera.
MELIBEA.—Vieja te has vuelto. Bien dicen que el tiempo no pasa en balde.
Por Dios que no te habría reconocido sino por esa señal de la cara. Creo
que eras hermosa. Pareces otra, estás muy cambiada.
CELESTINA.—Señora, detén tú el tiempo para que no ande, y yo conservaré
mi aspecto sin que cambie. ¿No has leído lo que dicen de que llegará el
día en que en el espejo no te reconozcas? Pero también es verdad que yo
encanecí muy pronto y parezco de más edad.
MELIBEA.—Celestina, amiga, me he alegrado mucho de verte y conocerte.
También me has dado satisfacción con tus palabras. Toma tu dinero y ve
con Dios.
CELESTINA.—¡Oh angelical imagen! Alegría me da verte hablar. ¿Y no
sabes que Jesucristo dijo al diablo cuando lo tentó que no solo de pan
vivimos? Así es, pues el solo comer no mantiene. Sobre todo a mí, que
suelo estar uno o dos días en ayunas negociando encargos ajenos. Esto
tuve siempre, preferir trabajar sirviendo a los demás a descansar
contentándome a mí misma. Pues si tú me das permiso, te diré la causa de
mi venida, que es otra distinta a la que hasta ahora has oído y de tal
naturaleza que todos perderíamos si me vuelvo sin que la sepas.
MELIBEA.—Dime, madre, todas tus necesidades, que si yo las puedo
remedir con mucho gusto lo haré en honor de nuestra antigua relación y
vecindad.
CELESTINA.—¿Necesidades mías, señora? Más bien ajenas, como ya he
dicho, porque las mías las meto dentro de mi casa, sin que nadie las sienta,
comiendo cuando puedo, bebiendo cuando tengo qué beber, pues en mi
pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una moneda para pan y otra para
vino.
MELIBEA.—Pide lo que quieras, sea para quien sea.
CELESTINA.—¡Doncella graciosa y de alto linaje! Tu agradable
conversación y alegre rostro, junto con las muestras de generosidad que
ofreces, me dan valor para decírtelo. Dejo a las puertas de la muerte a un

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enfermo que con una sola palabra de tu noble boca, llevándola metida en
mi seno, tiene por seguro que se curará por la mucha devoción que tiene a
tu cortesía.
Celestina va alargando la conversación con palabras imprecisas que
acaban con la paciencia de Melibea. Por fin, le declara el verdadero motivo
de su visita.
CELESTINA.—Seguro que tienes noticia en esta ciudad, señora, de un
caballero joven, gentilhombre[4] ilustre, al que llaman Calisto.
MELIBEA.—¡Ya, ya, ya, buena vieja, no me digas más, no sigas adelante!
¿Ese es el enfermo por el que has dado tantos rodeos en tu petición?
Desvergonzada barbuda, ¿qué siente ese perdido para que con tanta fuerza
vengas? De locura será su mal. Ojalá te quemen, alcahueta, falsa,
hechicera, enemiga de la honestidad. ¡Jesús, Jesús, quítamela de delante,
que me muero!
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. En mala hora he venido aquí si
me falla el conjuro.)
MELIBEA.—¿Pero te atreves a hablar entre dientes delante de mí para
aumentar mi enojo y hacer doble tu castigo? ¿Serías capaz de dañar mi
honestidad para dar vida a un loco, dejarme a mí triste para darle a él
alegría y llevarte tú el provecho de mi perdición y él el premio de mi
error? ¿Crees que no me he dado cuenta de tus pasos y entendido tu
dañino mensaje? Respóndeme, traidora, ¿cómo te has atrevido a tanto?
CELESTINA.—Señora, el temor que te tengo impide que me disculpe. Por
Dios, señora, déjame concluir mi razonamiento, pues así ni él quedará
como culpable ni yo seré condenada. Si hubiera pensado, señora, que tan
precipitadamente ibas a engendrar tan malas sospechas de lo que he dicho,
no habría bastado tu permiso para atreverme a hablar nada que tuviese que
ver con Calisto o cualquier otro hombre.

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MELIBEA.—¡Jesús, que no oiga yo mencionar más a ese loco, si no aquí me
caeré muerta! Este es el que el otro día me vio y comenzó a decirme
locuras haciéndose el galán. Pues adviértele que abandone su propósito y
le irá mejor. Si no, puede ser que no haya comprado en su vida una
conversación tan cara. Otra respuesta de mí no tendrás ni la esperes. Bien
me habían dicho quién eras y me habían advertido de tus cualidades.
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. ¡Otras más bravas he amansado
yo; ninguna tempestad dura mucho!)
MELIBEA.—¿Qué dices, enemiga? Habla para que te pueda oír. ¿Tienes
alguna disculpa para excusarte de tu atrevimiento?
CELESTINA.—Mientras dure tu ira, peor será para mí intentar disculparme,
te estás comportando con mucha severidad, y no me extraña, ya que la
sangre joven poco calor necesita para hervir.
MELIBEA.—¿Poco calor? Poco lo puedes llamar, pues tú sigues con vida y
yo con quejas sobre tu gran atrevimiento. ¿Qué palabras podías querer
para ese hombre que sean dignas de mí?
CELESTINA.—Una oración, señora, que le dijeron que tú sabías contra el
dolor de muelas. Y también tu cordón, que tiene fama de haber tocado
todas las reliquias[5] que hay en Roma y Jerusalén. El caballero del que
hablo muere por ellas. Esta ha sido la causa de mi venida. Pero si en mi
destino estaba recibir tan enojada respuesta, que siga padeciendo él su
dolor como castigo por haber buscado tan desafortunada mensajera.
MELIBEA.—Si eso querías, ¿por qué no me lo has manifestado de
inmediato? ¿Por qué me lo has dicho con tales palabras?
CELESTINA.—Señora, porque mi honrado motivo me hizo creer que aunque
lo hubiera propuesto con otras palabras no se sospecharía ninguna maldad.
La compasión por su dolor, la confianza en tu generosidad ahogaron en mi
boca la causa. Y puesto que sabes, señora, que el dolor confunde, la
confusión altera la lengua, la cual siempre debería estar unida al buen
sentido, te ruego por Dios que no me culpes. Y si él ha cometido otro
error, no me acarree daño a mí, pues no tengo otra culpa sino ser
mensajera del culpado. No paguen justos por pecadores. Nunca fue mi
deseo enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu
merced[6] otra cosa cuando yo estaba ausente. La mejor soy en este
honrado trato; en toda la ciudad pocos están descontentos de mí, cumplo
con todos los que me encargan algo, como si tuviese veinte pies y otras
tantas manos.

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MELIBEA.—No me maravillo, pues dicen que un solo maestro de vicios
basta para corromper a un gran pueblo. Por cierto, tantas y tales alabanzas
me han hecho de tus malas mañas que no sé si debo creerme que pedías
una oración.
CELESTINA.—Nunca yo la rece y si la llego a rezar no sea escuchada, si
alguien es capaz de sacarme otra cosa, aunque me sometiesen a mil
torturas.
MELIBEA.—Tanto insistes en tu inocencia que estoy por creer que es
verdad. Puesto que la intención es buena, perdonemos lo pasado, pues
algo se ha aliviado mi corazón viendo que es obra piadosa y santa sanar a
los que sufren y a los enfermos.
CELESTINA.—¡Y qué enfermo, señora! Por Dios, que si lo conocieses bien,
no lo juzgarías como lo has hecho. Por Dios y por mi alma, te digo que no
tiene nada de desagradable; encantos, dos mil; el rostro, de un rey;
gracioso, alegre, jamás reina en él la tristeza. De noble sangre, como
sabes. Ahora, señora, lo tiene derribado una sola muela que ni un solo
momento deja de dolerle.
MELIBEA.—¿Y qué tiempo tiene?
CELESTINA.—Podrá tener, señora, unos veintitrés años, pues aquí está
Celestina, que lo vio nacer y lo cogió a los pies de su madre.
MELIBEA.—Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad, sino
que cuánto tiempo hace que tiene ese mal.
CELESTINA.—Señora, ocho días, pero por su estado de debilidad parece que
hace un año. Y el mejor consuelo que tiene es coger una vihuela y tocar
canciones.
MELIBEA.—¡Oh cuánto me duele mi falta de paciencia! Porque sin saber él
nada y siendo tú inocente habéis padecido las alteraciones de mi enojada
lengua. Para pagar lo que te he hecho sufrir, quiero cumplir tu petición y
darte mi cordón. Y puesto que no hay tiempo de escribir la oración antes
de que venga mi madre, ven mañana por ella muy en secreto.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. ¡Ya, ya: perdida está! ¿En secreto
quiere que venga Celestina? ¡Engaño hay! ¡Más de lo que ha dicho le
querrá dar!)
MELIBEA.—¿Qué dices, Lucrecia?
LUCRECIA.—Señora, que baste con lo dicho, que es tarde.
MELIBEA.—Madre, no le cuentes lo que ha pasado a ese caballero para que
no me tenga por cruel, precipitada o deshonesta.

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LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. No me engaño yo: ¡mal va este
asunto!)
CELESTINA.—Me extrañan, señora Melibea, las dudas que tienes sobre mi
silencio. No temas, pues todo lo sé sufrir y encubrir.
MELIBEA.—Ve con Dios, pues ni tu mensaje me ha beneficiado ni tu ida me
puede producir daño.

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QUINTO ACTO

Tras despedirse de Melibea, Celestina va por la calle hablando consigo misma


entre dientes. Cuando llega a su casa, se encuentra con Sempronio, que la está
esperando. Ambos van hablando hasta llegar a casa de Calisto y cuando
Pármeno los ve se lo dice a su amo, Calisto, el cual le manda que abra la
puerta.

SEMPRONIO, CELESTINA

Mientras se dirige a casa de Calisto, Celestina reflexiona sobre el peligro que


ha corrido, mostrándose muy satisfecha por su habilidad en haber salido con
éxito de la situación. Desde la puerta de la casa, Sempronio la está
observando.
SEMPRONIO.—O yo no veo bien o aquella es Celestina. ¡El diablo la ayude,
qué movimiento de faldas trae! Hablando entre dientes viene.
CELESTINA.—¿De qué te admiras, Sempronio? Creo que de verme.
SEMPRONIO.—Yo te lo diré. ¿Quién te ha visto jamás por la calle con la
cabeza baja, puestos los ojos en el suelo y sin mirar a nadie como ahora?
Pero dime, por Dios, qué ha pasado.
CELESTINA.—Amigo Sempronio, ni yo me puedo detener aquí ni el lugar es
el adecuado. Ven conmigo. Delante de Calisto oirás maravillas, pues
estropearía mi mensaje compartiéndolo con muchos. Por mi boca quiero
que sepas lo que se ha hecho, porque aunque debas obtener alguna
partecilla del provecho, yo quiero todos los agradecimientos por el
trabajo.
SEMPRONIO.—¿Partecilla, Celestina? Mal me parece eso que dices.
CELESTINA.—Calla, loquillo, pues parte o partecilla, cuanto tú quieras te
daré. Todo lo mío es tuyo. Disfrutemos y aprovechémonos, pues sobre el
reparto nunca reñiremos. Y tú también sabes que los viejos tienen más
necesidades que los mozos, sobre todo tú, que comes sin que nada te
cueste.

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SEMPRONIO.—Otras cosas necesito además de comer.
CELESTINA.—¿Qué, hijo? ¿Un arco para andar de casa en casa disparando a
los pájaros y ojeando pájaras en las ventanas? Muchachas, quiero decir, de
las que no saben volar; tú me entiendes. Pero ¡ay, Sempronio, de quien
tiene que mantener su honra y se va haciendo vieja como yo!
SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡Oh vieja hipócrita! ¡Oh vieja
llena de mal! ¡Oh codiciosa y avarienta garganta! También quiere
engañarme a mí como a mi amo para ser rica. Pues mal le irá, no le
arriendo la ganancia, pues quien de forma deshonesta sube a lo alto, con
más rapidez cae que sube. Mala y falsa vieja es esta. El diablo ha hecho
que me mezcle con ella. Más seguro sería para mí huir de esta venenosa
víbora que cogerla. Mía fue la culpa. Pero ya he ganado bastante, pues
para bien o para mal no me negará lo que me ha prometido.)
Sempronio le pide a Celestina que le cuente el resultado de su
conversación con Melibea. Celestina le recuerda que su amo está esperando
su llegada con impaciencia. Ambos entran en la casa.

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SEXTO ACTO

Cuando, llena de interés, Celestina llega a casa de Calisto, este le pregunta


sobre lo que le ha sucedido con Melibea. Mientras ellos están hablando,
Pármeno, por su parte, oyendo hablar a Celestina, le hace comentarios
maliciosos a Sempronio sobre cada palabra, y Sempronio le riñe. La vieja
Celestina le revela todo el asunto y le muestra el cordón de Melibea. Y
cuando Calisto la despide, Pármeno la acompaña hasta su casa.

CALISTO.—¿Qué dices, señora y madre mía?


CELESTINA.—¡Oh mi señor Calisto! ¿Estabas aquí? ¡Oh el nuevo amador
de la muy hermosa Melibea! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha
puesto su vida en riesgo por servirte? ¿Qué mujer se ha visto jamás en tan
duro aprieto como yo, que solo en volver a pensarlo se me hiela la sangre
en las venas? Mi vida habría dado entonces por un precio menor que el
que daría ahora por este manto raído y viejo.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Tú vas a lo tuyo: entre col y col,
lechuga. Has subido un escalón; más adelante te espero pidiendo que te
regale una saya[7]. Todo para ti y nada que puedas repartir. Tú terminarás
demostrando que yo decía la verdad y que mi amo está loco. No te pierdas
ninguna palabra, Sempronio, y verás como no quiere pedir dinero porque
es divisible.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Calla, suicida, que te matará Calisto si
te oye.)
CALISTO.—Madre mía, abrevia tus palabras o toma esta espada y mátame.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. No se puede estar quieto; su lengua le
querría prestar para que hablase pronto. Poco va a vivir. El luto es el
beneficio que vamos a sacar de estos amores.)
CELESTINA.—¿Qué dices de espadas, señor? Espada mala mate a tus
enemigos y a quien mal te quiere, pues yo la vida te quiero dar con la
buena esperanza que traigo de la que tú más amas.
CALISTO.—¿Buena esperanza, señora?

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CELESTINA.—Buena se puede llamar, pues queda abierta la puerta para que
yo pueda volver y antes me recibirá a mí con esta saya rota que a otro con
sedas.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Sempronio, cóseme la boca, pues no
puedo soportar esto; ya ha metido la saya.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¿Vas a callarte, por Dios, o te mando al
diablo? Que si anda dando rodeos para conseguir su vestido, hace bien,
pues lo necesita.)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Y esta puta vieja querría en un día por
tres pasos que ha dado salir de la pobreza y conseguir lo que en cincuenta
años no ha podido.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¿Esos son todos los consejos que te ha
dado y la confianza que teníais el uno con el otro y todo lo demás?)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Yo tendré que aguantar que pida y que
saque lo que pueda, pero no todo para su provecho.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. No tiene otro defecto sino ser
codiciosa; pero déjala que asegure sus ganancias, que después deberá
asegurar las nuestras o en mala hora nos habrá conocido.)
CALISTO.—Dime, por Dios, señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste? ¿Cómo
estaba vestida? ¿En qué parte de la casa estaba? ¿Qué cara te puso al
principio?
CELESTINA.—Aquella cara, señor, que suelen los bravos toros poner a los
que les lanzan agudas flechas en el coso[8].
CALISTO.—¿Y llamas a eso señales de salud? Entonces, ¿cómo serían las
mortales? Serían peores que la misma muerte, pues esta supondría en tal
caso un alivio para mi tormento, que es más grave y duele más. Si no
quieres, reina y señora mía, que me quite la vida y mi alma se condene
oyendo esas cosas, asegúrame en breves palabras si tuvo buen final tu
petición y si es verdad que aquel rostro angélico y matador se mostró
cruel y severo, pues todo eso es más señal de odio que de amor.
CELESTINA.—El mayor mérito que tiene el misterioso oficio de la abeja es
que las cosas que toca las hace mejor de lo que son. De este modo me he
enfrentado con las ásperas y desagradables palabras de Melibea. Toda su
severidad la traigo convertida en miel, su ira en mansedumbre. Así que
para que tú descanses y tengas reposo, mientras te cuento con detalle
cómo fue la conversación y la excusa que inventé para entrar, debes saber
que el resultado del encuentro fue muy bueno.

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CALISTO.—Ya reposa mi corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben
y recobran las venas la sangre perdida, ya se me ha ido el miedo, ya tengo
alegría. Subamos si quieres. En mi habitación me contarás con detalle lo
que aquí he sabido resumidamente.
CELESTINA.—Subamos, señor.
Celestina cuenta a Calisto la entrevista con Melibea. Calisto está en vilo,
pendiente de sus palabras, preguntando por todos los detalles. La vieja
alcahueta le trae una sorpresa…
CALISTO.—¿Qué respondió a la petición de la oración?
CELESTINA.—Que la daría con gusto.
CALISTO.—¿Con gusto? ¡Oh Dios mío, qué regalo tan grande!
CELESTINA.—Pues le pedí todavía más.
CALISTO.—¿Qué, mi vieja honrada?
CELESTINA.—Un cordón que ella lleva siempre ceñido, diciéndole que era
provechoso para tu mal porque había tocado muchas reliquias.
CALISTO.—¿Y qué dijo?
CELESTINA.—Dame una recompensa, y te lo diré.
CALISTO.—¡Oh por Dios!, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo
o pídeme lo que quieras.
CELESTINA.—Por un manto que tú des a esta vieja, te entregará algo
personal que en su cuerpo ella se ponía.
CALISTO.—¿Qué dices de manto? Y una saya, y cuanto yo tengo.
CELESTINA.—Un manto necesito y con él será suficiente. No seas tan
generoso, pues dicen que ofrecer mucho al que poco pide es una forma de
negar.
CALISTO.—Corre, Pármeno, llama a mi sastre y que corte de inmediato un
manto y una saya.
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Así, así, a la vieja todo para que
venga cargada de mentiras, y a mí que me arrastren!)
CALISTO.—Tú, señora, muéstrame ese santo cordón que semejante cuerpo
fue digno de ceñir. Gozarán mis ojos y todos los demás sentidos, pues
juntos han padecido.
CELESTINA.—Toma el cordón y, si no me muero, yo te entregaré a su
dueña.
CALISTO.—¡Oh bienaventurado cordón, que tantos méritos habéis tenido
para ceñir aquel cuerpo al que no soy digno de servir! Todo lo que digas,
señora, te quiero creer, pues una joya como esta me has traído. ¡Oh mi

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gloria y ceñidor de esa angélica cintura, yo te veo y no lo creo! ¡Oh
cordón, cordón!

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CELESTINA.—Termina ya, señor, de decir disparates, pues me tienes
cansada de escucharte y el cordón roto de tanto manosearlo.
CALISTO.—¿Te estoy enojando, madre, con mis pesadas palabras?
CELESTINA.—Debes, señor, acabar tu razonamiento, dar fin a tus quejas,
tratar al cordón como cordón para que sepas hablar de modo diferente a
Melibea cuando te veas con ella; no haga tu lengua iguales a la persona y
al vestido.
CALISTO.—¿Y la oración?
CELESTINA.—No me la ha dado todavía.
CALISTO.—¿Cuál fue la causa?
CELESTINA.—La escasez de tiempo; pero quedamos en que si tu pena no
encontraba alivio volviese mañana por ella.
CALISTO.—¿Alivio? Mi pena se aliviará cuando se alivie su crueldad.
CELESTINA.—Es suficiente, señor, con lo dicho y lo hecho. Se ha
comprometido a todo lo que yo quisiera pedir para tu enfermedad. Piensa,
señor, si esto es bastante para el primer encuentro. Por eso, dame permiso
para irme, pues es muy tarde.
Celestina sale de casa de Calisto con la promesa de volver con la
respuesta de Melibea. La acompaña Pármeno.

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SÉPTIMO ACTO

Celestina habla con Pármeno, recomendándole que se lleve bien con


Sempronio y que sean amigos. Le recuerda Pármeno la promesa que le había
hecho de conseguir a Areúsa, a la que él amaba. Se van a casa de Areúsa
donde Pármeno pasa la noche. Celestina se va a su casa.

PÁRMENO, CELESTINA, AREÚSA

CELESTINA.—Pármeno, hijo, después de la anterior conversación no ha


habido tiempo oportuno para decirte y mostrarte el mucho amor que te
tengo, y asimismo cómo estando tú ausente todo el mundo ha oído de mi
boca cosas buenas de ti. La razón no es necesario repetirla porque yo te
consideraba por lo menos como hijo casi adoptivo, de modo que creía que
te comportarías como tal, y tú me pagas pareciéndote mal todo lo que
digo, cuchicheando y murmurando contra mí en presencia de Calisto.
Creo que de tu error solo tiene la culpa la edad. Por Dios, tengo
esperanzas de que te comportarás mejor conmigo de aquí en adelante. Sé
perfectamente que estás confuso por lo que hoy has hablado. Mira a
Sempronio: yo lo he hecho un hombre, aparte de lo que Dios hizo. Querría
que fueseis como hermanos, porque estando bien con él, con tu amo y con
todo el mundo lo estarías. Quiere tu amistad; aumentaría vuestro provecho
dándoos el uno al otro la mano. Simpleza es no querer amar y esperar ser
amado; locura es pagar la amistad con el odio.
PÁRMENO.—Madre, mi segundo error te confieso y, perdonándome lo
pasado, quiero que organices mi futuro. Pero me parece que con
Sempronio es imposible que mantenga la amistad. Él es una persona que
desvaría, yo aguanto poco.
CELESTINA.—Goza de tu juventud, el buen día, la buena noche, el buen
comer y beber. Acepta mi consejo, pues te lo doy con el limpio deseo de
verte conseguir alguna honra. ¡Oh cuán dichosa me encontraría con que tú
y Sempronio estuvieseis de acuerdo, muy amigos, hermanos en todo,

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viéndoos llegar a mi pobre casa a descansar, a verme e incluso a divertiros
con sendas muchachas!
PÁRMENO.—¿Muchachas, madre mía?
CELESTINA.—¡Sí, muchachas digo, que para viejas, aquí estoy yo! Como la
tiene Sempronio, y esto sin que haya tantos motivos ni tenerle tanto cariño
como a ti. Porque del corazón me sale cuanto te digo.
PÁRMENO.—Ahora doy por bien empleado el tiempo que estuve a tu
servicio de niño, pues tanto fruto trae siendo mayor. Y rogaré a Dios por
el alma de mi padre, que tal tutora me dejó, y por la de mi madre, que a tal
mujer me encomendó.
Celestina recuerda de nuevo a Pármeno la amistad con su madre, y le
cuenta las habilidades que como bruja tenía. Pármeno cambia de
conversación y le pide que cumpla su promesa de entregarle a Areúsa.
Llegan a casa de esta.
AREÚSA.—¿Quién anda ahí? ¿Quién sube a estas horas?
CELESTINA.—Quien no te quiere mal; quien nunca da un paso sin pensar en
tu provecho, que se acuerda más de ti que de sí misma. Una enamorada
tuya, aunque vieja.
AREÚSA.—(Hablando consigo misma. ¡Que el diablo ayude a esta vieja, a
qué viene como un fantasma a estas horas!) Señora tía, ¿qué buena visita
es esta tan tarde? Ya me estaba desnudando para acostarme.
CELESTINA.—¿Con las gallinas, hija? Así va a ir el negocio. Qué le vamos
a hacer. Esta vida tan buena que tú llevas, cualquiera la querría.
AREÚSA.—¡Jesús, me quiero volver a vestir, que tengo frío!
CELESTINA.—No harás eso, por mi vida, sino métete en la cama que desde
allí hablaremos.
AREÚSA.—Por mi gloria, que lo necesito mucho, pues todo el día me he
sentido enferma. Así que la necesidad, más que la comodidad, me hizo
colocarme tan pronto en las sábanas.
CELESTINA.—Pues no estés sentada; acuéstate y métete debajo de la ropa,
que pareces una sirena.
AREÚSA.—Bien hablas, señora tía.
CELESTINA.—¡Ay cómo huele toda la ropa cuando te remueves! ¡A fe mía,
todo está a punto! ¡Siempre me he alegrado de tus cosas y de tus hechos,
de tu limpieza y tu forma de arreglarte! ¡Qué lozana estás! ¡Que Dios te
bendiga, qué sábanas y qué colcha, qué almohadas y qué blancura! Perla
de oro, cuánto te quiere quien te visita a tales horas. Déjame mirarte
entera todo lo que quiera.

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AREÚSA.—Detente, madre, no te acerques a mí, que me haces cosquillas y
me provocas la risa, y la risa me aumenta el dolor.
CELESTINA.—¿Qué dolor, mis amores? ¿Te burlas, por mi vida, de mí?
AREÚSA.—Que me maten si me burlo, es que hace cuatro horas que me
estoy muriendo de la matriz. No soy tan comodona como piensas.
CELESTINA.—Pues déjame y te palparé. Algo sé yo de este mal para mi
desgracia porque quien más y quien menos ha tenido su matriz y sus
preocupaciones con ella.
AREÚSA.—Más arriba la siento, sobre el estómago.
CELESTINA.—¡Dios te bendiga y el señor arcángel San Miguel! ¡Y qué
gorda y lozana estás! ¡Qué pechos y qué gracia! Por hermosa te he tenido
hasta ahora viendo lo que todos podían ver, pero ahora te digo que no hay
en la ciudad tres cuerpos como el tuyo por lo que yo conozco. Parece que
tienes quince años. ¡Oh quién fuera hombre y pudiera alcanzar tales partes
para gozar de su vista! Por Dios, cometes un pecado al no entregar parte
de estas gracias a todos los que bien te quieren. Porque Dios no te las ha
dado para que pasen en balde por el frescor de tu juventud tapadas con tus
ropas. Y puesto que tú no puedes gozar de ti misma, goce quien pueda.
Date cuenta de que es pecado cansar y apenar a los hombres pudiéndoles
dar remedio.
AREÚSA.—Dame algún remedio para mi mal y no te burles de mí.
Celestina, con muchos rodeos, le aconseja como remedio de su mal que se
entregue a Pármeno. Areúsa alega que tiene un amigo ausente a quien debe
fidelidad. Celestina le aconseja que imite la forma de vivir de su prima Elicia.

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CELESTINA.—¿Cómo, y de esas eres? ¿De esa manera te tratas? Ausente le
tienes miedo; ¿qué harías si estuviese en la ciudad? ¡Ay, ay, hija, si vieses
el saber de tu prima y cuánto le ha aprovechado mi crianza y consejos, y
en qué gran maestra se ha convertido! Y aún más, no se halla ella mal con
mis consejos, pues presume de tener uno en la cama y otro en la puerta y
otro que suspira por ella en su casa. Y con todos cumple, y a todos
muestra buena cara, y todos piensan que son muy queridos. Y cada uno
piensa que no hay otro y que él es el único, y él solo el que le da lo que
necesita. ¿Y tú temes que con dos que tengas las tablas de la cama lo van
a descubrir? Nunca uno solo me agradó; nunca en uno solo puse todo mi
afecto. Más pueden dos, y más cuatro, y más dan y más tienen, y más hay
entre qué escoger. No hay cosa más perdida, hija, que el ratón que no
conoce más que un agujero. Si ese lo tapan, no tendrá donde esconderse
del gato. Quien no tiene más que un solo ojo, mira en cuánto peligro se
ve. Un alma sola ni canta ni llora. Un fraile solo pocas veces lo
encontrarás por la calle. Una perdiz sola raramente vuela. Siempre un solo
manjar produce cansancio. Una golondrina no hace verano. ¿Qué quieres,
hija, del número uno? Más inconvenientes te diré de él que años tengo a
cuestas. Ten siquiera dos, que es compañía digna de alabanza, como
tienes dos orejas, dos pies y dos manos, dos sábanas en la cama, como dos
camisas para mudarte. Sube, Pármeno, hijo.
AREÚSA.—¡Que no suba, mala enfermedad me mate, que me muero de
turbación, pues no lo conozco! Siempre he tenido vergüenza de él.
CELESTINA.—Aquí estoy yo que te la quitaré y cubriré y hablaré por
ambos, pues otro que tiene vergüenza es él.
PÁRMENO.—Señora, Dios salve tu graciosa presencia.
AREÚSA.—Gentilhombre, bienvenido seas.
CELESTINA.—Acércate aquí, asno. ¿Cómo te vas allí a sentarte en el
rincón? No seas corto. Oídme ambos lo que digo. Ya sabes tú, Pármeno
amigo, lo que te prometí, y tú, hija mía, lo que te he rogado. Pocas
palabras son necesarias. Él siempre ha vivido penado por ti. Así pues,
viendo su pena sé que no lo querrás matar e incluso noto que él te parece
tan a propósito que no será malo para quedarse aquí esta noche en casa.
AREÚSA.—Por mi vida, madre, que tal cosa no se haga. ¡Jesús, no me lo
mandes!
PÁRMENO.—(Aparte, a Celestina. Madre mía, por amor de Dios, que no
salga yo de aquí sin un buen acuerdo, pues me ha matado de amor su

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vista. Ofrécele todo lo que mi padre te dejó para mí. Dile que le daré
cuanto tengo. ¡Ea, díselo, que me parece que no me quiere mirar!)
AREÚSA.—¿Qué te dice ese señor a la oreja?
CELESTINA.—No dice, hija, sino que se alegra mucho de tu amistad, por ser
tú una persona tan honrada y a la que cualquier beneficio vendrá bien.
Acércate aquí, descuidado, vergonzoso, pues quiero ver de qué eres capaz
antes de que me vaya. Retoza con ella en esta cama.
AREÚSA.—No será él tan descortés que entre en lo prohibido sin licencia.
CELESTINA.—¿Con cortesías y licencias estás? Lo que espero aquí yo es
que tú amanezcas sin dolor y él sin color. De estos me mandaban a mí
comer en mis tiempos los médicos de mi tierra, cuando tenía mejores
dientes.
AREÚSA.—Ay, señor mío, no me trates de esa manera; ten cuidado, por
cortesía; mira las canas de esta vieja honrada que están presentes; apártate
de aquí, que no soy de esas que piensas, no soy de las que públicamente se
dedican a vender sus cuerpos por dinero. Por mi gloria, que me saldré de
casa si antes de que Celestina, mi tía, se haya ido, tocas mi ropa.
CELESTINA.—¿Qué es eso, Areúsa? ¿Qué son estas cosas extrañas y este
desdén, estas novedades y este esconderse? Parece, hija, como si yo no
supiera qué cosa es esta, como si nunca hubiera visto a un hombre estar
con una mujer y que jamás hubiera pasado por ello ni hubiera gozado de
lo que gozas y no supiera lo que ocurre entre ellos y lo que dicen y hacen.
AREÚSA.—Madre, si me he equivocado, tenga yo perdón y acércate más
aquí y él haga lo que quiera, pues más quiero tenerte a ti contenta que no a
mí.
CELESTINA.—No tengo ya enojo, pero te lo digo para aquí en adelante.
Quedaos con Dios, que me voy solo porque me ponéis los dientes largos
con vuestro besar y retozar, pues el sabor en las encías me ha quedado; no
lo perdí con las muelas.
AREÚSA.—Dios vaya contigo.
PÁRMENO.—Madre, ¿mandas que te acompañe?
CELESTINA.—Sería desnudar a un santo para vestir a otro. Que Dios os
acompañe, pues yo vieja soy y no tengo temor de que me fuercen en la
calle.

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OCTAVO ACTO

La mañana llega. Despierta Pármeno. Cuando se despide de Areúsa, va a casa


de Calisto, su señor. Halla en la puerta a Sempronio y acuerdan ser amigos.
Van juntos a la habitación de Calisto. Lo hallan hablando consigo mismo.
Cuando se levanta, va a la iglesia.

SEMPRONIO, PÁRMENO, AREÚSA

PÁRMENO.—¿Amanece o qué es esto de que haya tanta claridad?


AREÚSA.—¡Qué va a amanecer! Duerme, señor, pues hace un momento que
nos acostamos. No he pegado yo todavía un ojo, ¿ya va a ser de día?
Abre, por Dios, esa ventana de tu cabecera y lo verás.
PÁRMENO.—En mis cabales estoy yo, señora, al ver entrar la luz, pues es de
día claro. ¡Oh traidor de mí, en qué gran falta he caído con mi amo! De un
gran castigo soy digno. ¡Oh qué tarde es!
AREÚSA.—¿Tarde?
PÁRMENO.—Y muy tarde.
AREÚSA.—Pues por mi gloria, no se me ha quitado el mal de la matriz. No
sé cómo puede ser esto.
PÁRMENO.—¿Pues qué quieres, mi vida?
AREÚSA.—Que hablemos de mi mal.
PÁRMENO.—Señora mía, si lo hablado no basta, no hay más que hablar,
perdóname, me voy pues es ya mediodía. Yo vendré mañana y cuantas
veces me mandes. E incluso para que nos veamos más, quiero recibir de ti
un favor, y es que vayas hoy a las doce del día a comer con nosotros a
casa de Celestina.
AREÚSA.—Pues me agrada mucho. Ve con Dios, cierra la puerta.
PÁRMENO.—Con Dios te quedes.
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Oh placer extraordinario, oh
extraordinaria alegría! ¿Qué hombre es ni ha sido más bienaventurado que
yo? ¿Cuál más afortunado? ¡Que un regalo tan excelente haya sido por mí
poseído y que haya sido tan pronto pedido como pronto alcanzado! ¿Con

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qué pagaré yo esto? ¡Oh elevado Dios! ¿A quién podría contar yo este
gozo? Bien me decía la vieja que ningún beneficio se disfruta bien sin
compañía. ¿Quién podría sentir esta dicha mía como yo la siento? A
Sempronio veo en la puerta de casa. Mucho ha madrugado.)
SEMPRONIO.—Pármeno, hermano, si yo conociera aquella tierra donde se
gana el sueldo durmiendo, me esforzaría mucho por ir allí, pues no me
dejaría adelantar por nadie. ¿Y cómo, holgazán, descuidado, te fuiste para
no volver?
PÁRMENO.—¡Oh Sempronio, amigo y más que hermano! Por Dios, no
estropees mi placer, no mezcles tu ira con mi sufrimiento, no enturbies
con tus envidiosos consejos y odiosas reprimendas mi placer. Recíbeme
con alegría y te contaré maravillas de la buena fortuna que he tenido.
SEMPRONIO.—Dime, dime. ¿Es algo de Melibea? ¿La has visto?
PÁRMENO.—¡Qué de Melibea! Es de otra que yo quiero más e incluso es tal
que, si no estoy engañado, puede competir con ella en gracia y hermosura.
SEMPRONIO.—¿Qué es esto, loco? Reírme querría, pero no puedo. ¿Ya
todos amamos? El mundo se va a perder. Calisto a Melibea, yo a Elicia, tú
por envidia has buscado con quien perder ese poco seso que tienes.
PÁRMENO.—¿Luego locura es amar y yo estoy loco y sin seso?
SEMPRONIO.—Según tu opinión, sí lo es, pues yo te he oído dar consejos
inútiles a Calisto y contradecir a Celestina en todo lo que habla y, para
impedir mi provecho y el suyo, te alegras de no gozar de tu parte. Puesto
que me has puesto en las manos algo con lo que te puedo hacer daño, lo
haré.
PÁRMENO.—No es, Sempronio, verdadera fuerza ni poder hacer daño y
causar perjuicio, sino proteger y amparar. Yo siempre te tuve por
hermano. No se cumpla, por Dios, en ti lo que se dice de que una pequeña
causa separa a los buenos amigos. Muy mal me tratas. No sé de dónde
nace este rencor.
SEMPRONIO.—Más maltratas tú a Calisto, aconsejándole a él lo que para ti
no quieres, diciéndole que se aparte de amar a Melibea. Ahora podrás ver
qué cosa más fácil es censurar las vidas ajenas y qué duro cumplir cada
uno con la suya. De aquí en adelante veremos cómo te comportas. Si tú
hubieras sido mi amigo cuando de ti tuve necesidad, me habrías debido
favorecer y ayudar a Celestina en mi provecho.
PÁRMENO.—Lo había oído decir y por experiencia lo veo, que nunca viene
el placer sin su contraria congoja en esta triste vida. A los alegres, serenos
y claros soles, nublados oscuros y lluvias vemos que suceden; a mucho

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descanso y tranquilidad, mucho pesar y tristeza. ¿Quién pudiera tan alegre
venir como yo ahora? ¿Quién tan triste recibimiento padecer? ¿Quién
verse, como yo me he visto, con tanta gloria alcanzada con mi querida
Areúsa? ¿Quién caer de esa gloria siendo tan pronto maltratado por ti?
Pues no me has dado lugar para decirte hasta qué punto estoy contigo,
cuánto te voy a favorecer en todo, cuán arrepentido estoy de lo pasado,
cuántos consejos y reprensiones he recibido de Celestina en tu favor y
provecho y en el de todos.
SEMPRONIO.—Mucho me agradan tus palabras, si iguales fuesen las obras,
a las cuales voy a esperar antes de poder creerte. Pero, por Dios, dime qué
es eso que has dicho de Areúsa. Parece como si conocieras tú a Areúsa, la
prima de Elicia.
PÁRMENO.—¿Pues cuál es todo el placer que traigo sino el haberla
alcanzado?
SEMPRONIO.—¡Y cómo lo dice el bobo! De risa no puede hablar. ¿A qué
llamas haberla alcanzado? ¿Estaba en alguna ventana?
PÁRMENO.—A dejarla en duda de si queda preñada o no.
SEMPRONIO.—¡La vieja anda por ahí!
PÁRMENO.—¿En qué lo ves?
SEMPRONIO.—En que ella me había dicho que te quería mucho y que te la
haría conseguir. Dichoso has sido; no has hecho sino llegar y cobrar. Por
eso dicen: más vale a quien Dios ayuda que quien mucho madruga. Pero
tal padrino has tenido…
PÁRMENO.—Di madrina, que es más correcto. Así que, quien a buen árbol
se arrima… Tarde fui, pero temprano cobré. ¡Oh hermano, qué te podría
contar de las gracias de esa mujer, de su conversación y de la hermosura
de su cuerpo!
SEMPRONIO.—¿Puede ser sino prima de Elicia? No me dirás nada que esta
otra no tenga más. Todo te lo creo. Pero ¿qué te cuesta? ¿Le has dado
algo?
PÁRMENO.—No, por cierto, pero aunque fuera así, sería bien empleado.
Nunca mucho costó poco, excepto a mí esta señora. A comer la convidé
en casa de Celestina y, si te apetece, vamos allá.
SEMPRONIO.—¿Quiénes, hermano?
PÁRMENO.—Tú y ella, y allí está la vieja y Elicia.
SEMPRONIO.—¡Oh Dios, y cómo me has alegrado! No dudo ya de que la
alianza con nosotros es la que debe ser. Abrazarte quiero. Seamos como
hermanos, ¡y váyase el diablo con los malos!, pues los enfados entre los

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amigos suelen servir para recuperar el amor. Comamos y disfrutemos, que
nuestro amo ayunará por todos.
Mientras Sempronio y Pármeno hablan, Calisto canta entre sueños tristes
canciones. Llegan sus dos criados y lo avisan de que es de día. Calisto se
viste y se dirige a la iglesia para rogar a Dios por el éxito de Celestina.

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NOVENO ACTO

Sempronio y Pármeno van a casa de Celestina hablando entre ellos. Cuando


llegan allí, son recibidos con gran alegría por la vieja y se encuentran con
Elicia y Areúsa. Mientras comen, riñe Elicia con Sempronio. Se levanta de la
mesa. Cuando ya la han calmado y están todos hablando, llega Lucrecia,
criada de Melibea, a llamar a Celestina para que vaya a ver a Melibea.

SEMPRONIO, PÁRMENO, ELICIA, CELESTINA, AREÚSA

CELESTINA.—¡Oh mis enamorados, mis perlas de oro! ¡Ojalá el año me


vaya tan bien como bien me parece vuestra visita!
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. ¡Qué palabras tiene la noble!
Perfectamente ves, hermano, estos halagos fingidos.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Déjala, que de eso vive. Pues no sé
quién diablos le enseñó tanta maldad.)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. La necesidad y la pobreza, el hambre,
pues no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y
avivadora del ingenio.)
CELESTINA.—¡Muchachas! ¡Bobas, venid acá abajo, rápido!
ELICIA.—¡Ojalá nunca aquí hubieran venido! El perezoso de Sempronio
habrá sido el culpable de la tardanza, pues no tiene ojos para verme.
SEMPRONIO.—Calla, mi señora, mi vida, mis amores, que quien a otro sirve
no es libre. Así que esta obligación me disculpa. No nos enojemos,
sentémonos a comer.
ELICIA.—¡Así; para sentarse a comer, muy rápido! ¡Con la mesa puesta, con
tus manos lavadas y poca vergüenza!
SEMPRONIO.—Después reñiremos; comamos ahora. Siéntate, madre
Celestina, tú primero.
CELESTINA.—Sentaos vosotros, hijos míos, que suficiente lugar hay para
todos, a Dios gracias. Poneos en orden, cada uno junto a la suya; yo, que
estoy sola, me pondré junto a este jarro y esta taza. Desde que me fui
haciendo vieja no tengo otro oficio en la mesa que servir el vino. De

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noche en invierno no hay mejor calentador de cama, pues con dos jarrillos
de estos que beba cuando me quiero acostar no siento frío en toda la
noche. De esto me forro yo mis vestidos cuando viene la Navidad, esto me
calienta la sangre, esto me mantiene continuamente en mi ser. Esto me
hace andar siempre alegre, esto me mantiene fresca. Ojalá vea yo que esto
sobra en casa, que así nunca temeré un mal año, pues un trozo de pan
roído por los ratones me basta para tres días, esto quita la tristeza del
corazón más que el oro o el coral, esto da valor al mozo y al viejo fuerza,
pone color al descolorido, coraje al cobarde, al flojo rapidez. Más
propiedades te diría de él que cabellos tenéis todos. Así que no sé quién
no se alegra mencionándolo.

SEMPRONIO.—Vayamos comiendo y hablando, porque después no


tendremos tiempo para discurrir sobre los amores de este perdido de
nuestro amo y de esa graciosa y gentil Melibea.
ELICIA.—¡Apártate de mí, desagradable, enojoso! ¡Por mi alma, vomitar
quiero cuanto tengo en el cuerpo por el asco de oírte llamar a esa «gentil»!
Estoy sorprendida de tu necedad y poco conocimiento. ¡Oh quién tuviese
ganas de discutir contigo sobre su hermosura y gentileza! ¿Gentil es
Melibea? Por cierto, que conozco yo en la calle donde ella vive a cuatro
doncellas en quienes Dios repartió más gracias que en Melibea. Pues si
algo tiene de hermosura es por las buenas ropas que trae. Ponédselas a un
palo, también diréis que es gentil. Por mi vida, que no lo digo por
alabarme, pero creo que soy tan hermosa como vuestra Melibea.

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AREÚSA.—Pues tú no la has visto como yo, hermana mía. Dios me castigue,
pero si en ayunas te topases con ella, ese día no podrías comer de asco.
Todo el año está encerrada con cosméticos hechos con mil suciedades.
Las riquezas hacen a estas mujeres hermosas y que sean alabadas, no las
gracias de su cuerpo. Por mi gloria, unas tetas tiene, para ser doncella,
como si tres veces hubiese parido: no parecen sino dos grandes calabazas.
El vientre no se lo he visto, pero, a juzgar por lo otro, creo que lo tiene tan
flojo como una vieja de cincuenta años.
SEMPRONIO.—Hermana, lo contrario de eso se dice por la ciudad.
AREÚSA.—Ninguna cosa está más lejos de la verdad que la vulgar opinión.
Nunca alegre vivirás si por la voluntad de muchos te guías. Porque estas
son conclusiones verdaderas: que cualquier cosa que el vulgo piensa es
vanidad; lo que habla, falsedad; lo que desaprueba es bondad; lo que
aprueba, maldad.
SEMPRONIO.—Señora, el vulgo chismoso no perdona las faltas de sus
señores y por eso yo creo que, si alguna tuviese Melibea, ya habría sido
descubierta por los que con ella más que con nosotros tratan. Y aunque lo
que dices fuese verdad, Calisto es caballero, Melibea hidalga[9]; así que
los que nacen de linaje escogido se buscan unos a otros.
AREÚSA.—Bajo será quien por bajo se tiene. Las obras hacen el linaje, pues
al fin y al cabo todos somos hijos de Adán y Eva. Procure cada uno ser
bueno por sí mismo y no vaya a buscar en la nobleza de sus antepasados
la virtud.
CELESTINA.—Hijos, por mi vida, que cesen esas palabras de enojo. Y tú,
Elicia, que te vuelvas a la mesa y dejes esos enojos.

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ELICIA.—¿Tengo que comer con ese malvado que en mi cara me ha
discutido que es más gentil su andrajosa Melibea que yo?
SEMPRONIO.—Calla, mi vida, que tú la has comparado. Toda comparación
es odiosa. Tú tienes la culpa, y no yo.
AREÚSA.—Ven, hermana, a comer. No les des ahora ese gusto a estos locos
obstinados, si no me voy yo a levantar de la mesa.
ELICIA.—La obligación de complacerte me hace contentar a este enemigo
mío y emplear la bondad con todos.
CELESTINA.—Hablemos sobre lo que afecta a nuestro caso. Decidme,
¿cómo ha quedado Calisto? ¿Cómo lo habéis dejado? ¿Cómo os habéis
podido ambos escabullir de él?
PÁRMENO.—Por ahí se fue maldiciendo, desesperado, medio loco, a misa a
la Magdalena, a rogar a Dios para que te dé ayuda y asegurando que no
volverá a casa hasta oír que has venido con Melibea. Tu saya y tu manto,
e incluso mi sayo, seguros están; lo otro, que vaya y que venga. Cuándo lo
dará, no lo sé.
CELESTINA.—Que sea cuando sea. Alegra todo aquello que con poco
trabajo se gana, sobre todo viniendo de un hombre tan rico que con las
sobras de su casa podría yo salir de la pobreza. No les duele a estos lo que
gastan. No se dan cuenta con el embelesamiento del amor, no les produce
pena, no ven, no oyen. No comen ni beben, ni ríen ni lloran, ni duermen ni
están en vela, ni hablan ni callan, ni penan ni descansan, ni están
contentos, ni se quejan, de acuerdo con la confusión de esa dulce llaga de
sus corazones. Mucha fuerza tiene el amor. La misma autoridad tiene en
todo género de hombres. Todas las dificultades vence. Así que, si vosotros
buenos enamorados habéis sido, consideraréis que yo digo la verdad.
SEMPRONIO.—Señora, en todo te concedo la razón, pues aquí está quien me
causó durante algún tiempo andar hecho otro Calisto, perdido el sentido,
cansado el cuerpo, la cabeza vacía, los días malamente durmiendo, las
noches completas velando, dando serenatas, saltando paredes, cansando a
los amigos, quebrando espadas, escalando, vistiendo armas y otros mil
actos de enamorado, haciendo coplas, buscando diversiones. Pero todo lo
doy por bien empleado, pues tal joya gané.
ELICIA.—¡Muy convencido estás de que me tienes ganada! Pues te hago
saber que no has vuelto tú la cabeza cuando ya está en casa otro que más
quiero, más gracioso que tú e incluso que no anda buscando cómo
enojarme.

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CELESTINA.—Hijo, déjala hablar, que disparata. Mientras más cosas de ese
tipo le oigas, más confirma su amor. Todo es porque aquí habéis alabado a
Melibea. Gozad vuestra fresca juventud, pues quien ocasión tiene y mejor
la espera, ocasión vendrá en que se arrepienta, como yo hago ahora a
causa de algunas horas que dejé perder cuando moza, cuando me
apreciaban, cuando me querían. Porque ya, por mi mal pecado, he
caducado, nadie me quiere. Besaos y abrazaos, que a mí no me queda otra
cosa sino gozar viéndolo. Cuando estéis solos, no quiero poner límites,
puesto que el rey no los pone. Dios os bendiga, ¡cómo os reís y os
divertís, putillos, loquillos, traviesos! ¿En esto tenía que terminar el
enfado? ¡Cuidado no derribéis la mesa!
ELICIA.—Madre, a la puerta llaman. ¡La diversión se ha estropeado!
CELESTINA.—Mira, hija, quién es: quizás sea alguien que la aumente.
ELICIA.—O mi oído me engaña o es mi prima Lucrecia.
CELESTINA.—Ábrele y que entre y que sea para bien, pues incluso algo le
incumbe esto de lo que aquí estamos hablando, porque el mucho encierro
le impide el gozo de su mocedad.
AREÚSA.—Por mi gloria, que es verdad que estas que sirven a señoras ni
gozan de los placeres ni conocen los dulces premios del amor. Nunca
tratan con parientas, con iguales a quienes puedan hablar de tú a tú, a las
que digan: «¿Qué has cenado?», «¿Estás preñada?», «¿Cuántas gallinas
estás criando?», «Llévame a merendar a tu casa», «Muéstrame a tu
enamorado», «¿Cuánto hace que no te ve?», «¿Cómo te va con él?»,

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«¿Quiénes son tus vecinas?», y otras cosas semejantes entre iguales. ¡Oh
tía, qué dura palabra es y qué molesta y excesiva es «Señora»
continuamente en la boca! Por esto vivo por mi cuenta desde que me
conozco. Pues jamás me gustó llamarme de otra sino mía, sobre todo de
estas señoras que ahora se usan. Se gasta con ellas lo mejor del tiempo, y
con una saya rota de las que ellas desechan pagan el servicio de diez años.
Y cuando ven cerca el momento en que tienen obligación de casarlas, le
montan embustes: que se acuestan con el mozo o con el hijo, o las acusan
de tener relación con el marido, o que meten hombres en casa, o que han
hurtado una taza o han perdido el anillo. Les dan cien azotes y las echan
puertas afuera, diciendo: «¡Vete, ladrona, puta; no destruirás mi casa y
honra!». Así que esperan regalos, reciben injurias; esperan salir casadas,
salen humilladas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas e
insultadas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas, sino «Puta»
acá, «Puta» allá. «¿Adónde vas, miserable?», «¿Qué has hecho, canalla?»,
«¿Por qué te has comido esto, golosa?», «¿Cómo has fregado la sartén,
puerca?», «¿Por qué no has limpiado el manto, sucia?», «¿Cómo has
dicho esto, necia?», «¿Quién ha perdido el plato, desaliñada?», «¿Cómo
falta la toalla, ladrona? A tu rufián[10] se la habrás dado». Y tras esto, mil
zapatazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no
hay quien pueda soportarlas. Por esto, madre, he preferido vivir en mi
pequeña casa, independiente y señora que no en sus ricos palacios,
avasallada y cautiva.
CELESTINA.—Juiciosa has estado, perfectamente sabes lo que haces, pues
los sabios dicen que vale más una migaja de pan con paz, que toda la casa
llena de comida con rencillas. Pero ahora cese este razonamiento, pues
entra Lucrecia.
Entra Lucrecia, criada de Melibea. Conversa con Celestina, que le cuenta
la vida que llevaba en sus tiempos de prosperidad. Lucrecia le comunica que
Melibea desea verla.

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DÉCIMO ACTO

Mientras Celestina y Lucrecia van de camino, Melibea, en su casa, reflexiona


sobre los sentimientos que le inspira Calisto y habla consigo misma. Llegan a
la puerta. Entra Lucrecia primero. Hace entrar a Celestina. Melibea, después
de muchos razonamientos, descubre a Celestina que arde en amor por Calisto.
Ven venir a Alisa, madre de Melibea, y se despiden. Alisa pregunta a Melibea
sobre los negocios de Celestina, y le prohíbe que converse mucho rato con
ella.

MELIBEA, CELESTINA, LUCRECIA

Melibea espera impaciente a Celestina. Se sabe perdidamente enamorada


de Calisto, pero todavía no quiere reconocerlo ante nadie, apenas ante ella
misma. Entra en la casa Celestina, que viene acompañada de Lucrecia, y le
pregunta por su mal.
CELESTINA.—¿Cuál es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su
tormento en los colores de tu rostro?
MELIBEA.—Madre mía, que me comen este corazón serpientes que están
dentro de mi cuerpo.
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. Bien está. Así lo quería yo. Tú
me pagarás, doña loca, el exceso de tu ira.)
MELIBEA.—¿Qué dices? ¿Has reconocido al verme alguna causa de donde
mi mal pueda proceder?
CELESTINA.—No me has declarado, señora, la calidad del mal. ¿Quieres
que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver
triste tu graciosa figura.
MELIBEA.—Vieja honrada, alégramela tú, pues grandes noticias me han
dado de tu saber.
CELESTINA.—Señora, el sabio solo es Dios; pero como para salud y
remedio de las enfermedades fue repartido entre algunas gentes el don de

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hallar las medicinas, alguna partecica alcanzó a esta pobre vieja, de la cual
ahora podrás servirte.
MELIBEA.—¡Oh qué hermoso y agradable me es oírte! Me parece que veo
mi corazón hecho pedazos, los cuales, si tú quisieses, con muy poco
trabajo pegarías con la virtud de tu lengua.
CELESTINA.—Gran parte de la salud es desearla. Pero para que yo te dé,
Dios mediante, la medicina conveniente, es necesario saber de ti tres
cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo le afecta más y aflige el dolor.
Otra, si ha sido recientemente por ti sentido, porque más pronto se curan
las enfermedades en sus principios que cuando se han desarrollado. La
tercera, si procede de algún cruel pensamiento. Y sabiendo esto, verás
actuar mi curación. Por tanto, es conveniente que al médico, como al
confesor, se le diga toda la verdad abiertamente.
MELIBEA.—Amiga Celestina, mi mal es del corazón, la teta izquierda es su
aposento, extiende su influencia a todas partes. Lo segundo, ha nacido
recientemente en mi cuerpo. Me altera la cara, me quita el comer, no
puedo dormir, ningún tipo de risa querría ver. La causa, que es la última
cosa que me has preguntado sobre mi mal, no sabría decírtela, porque ni la
muerte de algún familiar, ni la pérdida de bienes terrenales ni otra cosa
puedo creer que haya sido, salvo la alteración que tú me causaste con la
solicitud, de la que desconfié, de ese caballero Calisto cuando me pediste
la oración.
CELESTINA.—¿Cómo, señora, tan mal hombre es ese? ¿Tan mal nombre es
el suyo que solo nombrándolo trae veneno su sonido? No creas que es esa
la causa de tu dolor, más bien otra que yo adivino. Y si tú licencia me das,
yo, señora, te la diré.
MELIBEA.—¿Cómo, Celestina? ¿Necesitas licencia para darme la salud?
¿Qué médico pidió nunca autorización para curar al paciente? Dime,
dime, que la tienes, con tal de que mi honra no dañes con tus palabras.
CELESTINA.—Te veo, señora, por una parte, quejarte del dolor; por otra,
temer la medicina. Así que esto será la causa de que ni tu dolor cese ni mi
venida aproveche.
MELIBEA.—Cuanto más retrasas la curación, tanto más me aumentas y
multiplicas la pena y la pasión.
CELESTINA.—Señora, no consideres una novedad que sea para el herido
más duro sufrir los dolorosos puntos, que lastiman la herida y duplican el
dolor, que la lesión inicial. Pues si tú quieres estar sana y que te descubra
la punta de mi fina aguja sin temor, haz para tus manos y pies una atadura

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de tranquilidad, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un
freno de silencio, para tus oídos unos algodones de paciencia, y verás
actuar a la antigua maestra en estas heridas.
MELIBEA.—¡Oh cómo me muero con tu tardanza! Di, por Dios, lo que
quieras, haz lo que sepas, que no podrá ser tu remedio tan duro que se
iguale con mi pena y tormento. Ahora toque mi honra, ahora dañe mi
fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar
mi dolorido corazón, te garantizo que estarás segura y, si siento alivio,
bien premiada.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. El seso tiene perdido mi señora.
Gran mal es este. La ha cautivado esta hechicera.)
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. Nunca me ha de faltar un diablo
acá y allá. Me libró Dios de Pármeno, me topo con Lucrecia.)
MELIBEA.—¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te decía esa moza?
CELESTINA.—No le he oído nada. Pero diga lo que diga, debes saber que,
para los cirujanos, no hay cosa más contraria en las grandes curaciones
que las personas de corazón débil, quienes con sus doloridas palabras, con
sus aspavientos de dolor, producen temor en el enfermo, hacen que
desconfíe de la curación y al médico enojan y turban; finalmente, la
turbación altera la mano y guía sin orden la aguja. Por lo cual se puede
entender claramente que es muy necesario para tu salud que no esté nadie
delante; así que la debes mandar salir.
MELIBEA.—Salte fuera al instante.

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LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. ¡Ya, ya! ¡Todo está perdido!) Ya
me salgo, señora.
CELESTINA.—Tanta valentía me produce tu gran pena como ver que ya has
tragado parte de mi cura; pero todavía es necesario traer más medicina de
casa de ese caballero Calisto.
MELIBEA.—Calla, por Dios, madre, que no me traigan de su casa nada ni lo
nombres aquí.
CELESTINA.—Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y
principal. Tu herida es grande, tiene necesidad de dolorosa cura. Ten
paciencia. No tengas odio ni desamor ni consientas a tu lengua decir cosas
malas de una persona tan virtuosa como Calisto, que si fuese conocido…
MELIBEA.—¡Oh por Dios, que me matas! ¿Y no te tengo dicho que no me
alabes a ese hombre ni me lo nombres ni para lo bueno ni para lo malo?
CELESTINA.—Señora, este es otro y segundo punto, el cual, si tú con tu
poco aguante no consientes, poco aprovechará mi venida, y si, como me
has prometido, lo aguantas, tú quedarás sana y sin deuda y Calisto sin
queja y pagado. Desde el primer momento te avisé de mi cura y de esta
invisible aguja que, sin llegar a ti, te duele con solo mentarla mi boca.
MELIBEA.—Tantas veces me nombrarás a ese caballero tuyo que no bastará
ni mi promesa ni la garantía que te he dado para aguantar tus palabras.
¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué ha hecho por
mí? ¿Qué necesidad hay de él aquí para lo de mi mal? Más agradable me

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sería que rasgases mi carnes y sacasen mi corazón que no traer esas
palabras aquí.
CELESTINA.—Sin romperte las vestiduras se lanzó a tu pecho el amor; no
rasgaré yo tus carnes para curarlo.
MELIBEA.—¿Cómo dices que llaman a este dolor mío que así se ha
apoderado de lo mejor de mi cuerpo?
CELESTINA.—Amor dulce.
MELIBEA.—Eso explícame qué es, pues de solo oírlo me alegro.
CELESTINA.—Es un fuego escondido, una agradable llaga, una dulce
amargura, una placentera dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera
herida, una blanda muerte.
MELIBEA.—¡Ay desgraciada de mí! Pues si es verdad tu lista de palabras,
poco segura estará mi salud.
CELESTINA.—No desconfíes, joven señora, de tu salud, pues si Dios da la
herida, tras ella envía el remedio. Sobre todo porque conozco yo en el
mundo una flor que de todo esto te liberará.
MELIBEA.—¿Cómo se llama?
CELESTINA.—No me atrevo a decírtelo.
MELIBEA.—Di, no temas.
CELESTINA.—Calisto. ¡Oh por Dios, señora Melibea! ¡Oh miserable de mí!
¡Alza la cabeza! ¡Oh desgraciada vieja, en esto van a terminar mis pasos!
Si muere, me matarán; aunque viva, seré oída, de modo que ya no se
podrá evitar que se publique su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel
mío, ¿qué te ha pasado? ¿Qué es de tu conversación graciosa? ¿Qué es de
tu color alegre? ¡Abre tus claros ojos! ¡Lucrecia, Lucrecia! ¡Entra
inmediatamente aquí! Verás desmayada a tu señora. ¡Baja inmediatamente
por un jarro de agua!

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MELIBEA.—En silencio, en silencio, que yo sacaré fuerzas. No escandalices
la casa.
CELESTINA.—¡Oh desventurada de mí! No te desmayes, señora; háblame
como sueles.
MELIBEA.—Y mucho mejor. Calla, no me fatigues.
CELESTINA.—Pues ¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido
este dolor?
MELIBEA.—Se quebró mi honestidad, se rompió mi pudor. Oh, mi nueva
maestra, mi fiel consejera secreta, lo que tú tan claramente sabes en vano
me esfuerzo ya por ocultártelo. Muchos días han pasado desde que ese
noble caballero me habló de amor. Tan enojosa me fue entonces su
conversación como, después de que tú me lo volviste a nombrar, alegre.
Tus puntos han cerrado mi herida, entregada estoy a lo que tú quieras. En
mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de
muelas era mi mayor tormento, su pena era la mía. Mucho te debe ese
señor y más yo, pues jamás pudieron mis reproches debilitar tu esfuerzo.
Dejado todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro
pensé descubrir.
CELESTINA.—Amiga y señora mía, verdad es que antes de que me
decidiese, tanto por el camino como en tu casa, tuve grandes dudas sobre
si te revelaría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando
la gentileza de Calisto, me atrevía; vista tu sensatez, desconfiaba; mirando
tu virtud y tu benevolencia, me esforzaba. Estaba entre el miedo y la
seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir tus sentimientos,
declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo. Yo encontraré la
forma de que tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.
MELIBEA.—¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegría! Si tu
corazón siente lo que el mío, maravillada estoy de cómo la ausencia te
permite vivir. ¡Oh mi madre y mi señora, haz que lo pueda ver
inmediatamente, si mi vida quieres!
Finalmente, Melibea acepta verse con Calisto esa misma noche. Entra
Alisa, madre de Melibea y, cuando sale la vieja alcahueta, aconseja a su hija
que no vuelva a recibirla. Como advierte Lucrecia para sí, ya es tarde para
este consejo.

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UNDÉCIMO ACTO

Después de despedirse de Melibea, Celestina va por la calle hablando sola. Ve


a Sempronio y a Pármeno que se dirigen a la Iglesia de la Magdalena a buscar
a su señor. Todos, Pármeno, Sempronio, Celestina y Calisto, se encaminan a
casa de este último. Le expone Celestina su mensaje y el negocio conseguido
con Melibea. Mientras ellos en estos razonamientos están, Pármeno y
Sempronio hablan entre sí. Se despide Celestina de Calisto y se va para su
casa.

CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO

PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Buena viene la vieja, hermano; algo


debe de haber obtenido.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Escucha.)
CELESTINA.—Todo este día, señor, he trabajado en tu negocio y he dejado
perder otros en los que bastante me iba. Pero todo sea en buena hora, ya
que tan buena recaudación traigo, porque te traigo muchas buenas
palabras de Melibea y la dejo a tu servicio.
CALISTO.—¿Qué es esto que oigo?
CELESTINA.—Que es más tuya que de sí misma; más quiere cumplir tus
órdenes y tu voluntad que las de su padre Pleberio.
CALISTO.—Habla con cortesía, madre, no digas tal cosa, que dirán estos
mozos que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea
es mi vida; yo su cautivo, yo su esclavo.
SEMPRONIO.—Con tu desconfianza, señor, con tu poco apreciarte, con
tenerte en tan poco, dices esas cosas con las que cortas su razonamiento.
A todo el mundo alteras diciendo disparates. ¿De qué te sorprendes? Dale
algo por su trabajo; harás lo correcto, pues eso es lo que espera según sus
palabras.
CALISTO.—Bien has hablado. Madre mía, yo sé perfectamente que jamás se
igualará tu trabajo con mi pequeño premio. En lugar del manto y la saya,
toma esta cadenilla, póntela al cuello y continúa con tu relato y mi alegría.

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PÁRMENO.—(Aparte a Sempronio. ¡Cadenilla la llama! ¿No lo oyes,
Sempronio?)
SEMPRONIO.—(Aparte a Pármeno. Te va a oír nuestro amo. Por mi amor,
hermano, que oigas y calles, que para eso te dio Dios dos oídos y una
lengua sola.)
CELESTINA.—Señor Calisto, para tan débil vieja como yo, de mucha
generosidad has usado. En pago de la cual, te devuelvo tu salud, que
estaba perdida; tu corazón, que te faltaba; tu cordura, que alterada estaba.
Melibea pena por ti más que tú por ella; Melibea te ama y desea ver;
Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya.
CALISTO.—Mozos, ¿estoy yo aquí? Mozos, ¿oigo yo esto? Mozos, mirad si
estoy despierto. ¿Es de día o de noche? ¡Oh señor Dios, Padre celestial, te
ruego que esto no sea un sueño! Si te burlas, señora, de mí para
contentarme con palabras, no temas, di la verdad.

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CELESTINA.—Nunca el corazón lastimado por el deseo toma la buena
noticia por cierta ni la mala por dudosa; pero, si me burlo o no, lo verás
yendo esta noche, según el acuerdo al que he llegado con ella, a su casa,
cuando dé el reloj las doce, para hablarle a través de las puertas.
CALISTO.—¿Tal cosa es posible que me pase a mí? Muerto estoy de aquí a
esa hora, no soy capaz de tanta gloria, no soy merecedor de tan gran
regalo.
CELESTINA.—Siempre oí decir que es más difícil sufrir la próspera fortuna
que la desfavorable, pues la una no tiene paz y la otra tiene consuelo.
¿Cómo, señor Calisto, y no consideras quién eres tú? ¿No consideras el
tiempo que has gastado en su servicio? ¿No consideras a quién has
utilizado de medianera? ¿Y también que hasta ahora siempre has tenido
dudas de poder alcanzarla y sufrías por eso? Ahora que te aseguro el fin
de tu penar, ¿quieres poner fin a tu vida? Mira, mira, que está Celestina de
tu parte y que, aunque te faltase todo lo que en un enamorado se requiere,
te vendería por el más perfecto galán del mundo. Mal conoces a quien das
tu dinero.
CALISTO.—Mira bien, señora, lo que me dices: ¿que vendrá por su propia
voluntad?
CELESTINA.—E incluso de rodillas.
SEMPRONIO.—No vaya a ser que quieran tendernos una emboscada.
PÁRMENO.—Mucha sospecha me provoca el rápido consentir de esa señora
y que haya accedido tan pronto en todo a la voluntad de Celestina.
CALISTO.—¡Callad, locos, bellacos, desconfiados! Parece como si dierais a
entender que los ángeles saben hacer el mal. Sí, porque Melibea es un
ángel disimulado que vive entre nosotros.
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¡Otra vez vuelves a tus herejías!)
(Hablando consigo misma. Escúchalo, Pármeno, que no te dé ninguna
pena, pues si fuera un engaño, él lo pagará, que nosotros buenos pies
tenemos.)
CELESTINA.—Señor, tú estás en lo cierto; vosotros, cargados de sospechas
injustificadas. Yo he hecho todo lo que era mi obligación. Alegre te dejo.
Dios te salve y te guíe. Me voy muy contenta. Si fuera necesaria para esto
o para alguna cosa más, allí estoy muy dispuesta para tu servicio.
Celestina se despide de Calisto. Pármeno y Sempronio se dan cuenta de
la prisa que lleva Celestina por irse a su casa con la cadena de oro que le ha
regalado su amo.

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DUODÉCIMO ACTO

Cuando llega la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, se


dirigen a casa de Melibea. Allí están esperando Melibea y Lucrecia. Cuando
Calisto llama a Melibea, Lucrecia se aparta y Pármeno y Sempronio
cuchichean mientras los enamorados se hablan a través de las puertas. Al oír
gente por la calle, Calisto se prepara para huir y se despide de su amada,
dejando acordada la vuelta para la noche siguiente. Pleberio, al oír el ruido
que había en la calle, se despierta, llama a su mujer, Alisa. Preguntan a
Melibea quién da patadas en su habitación. Responde Melibea fingiendo que
tenía sed. Calisto y sus criados van para su casa hablando. Se echa a dormir.
Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina. Piden su parte de las
ganancias. Disimula Celestina. Terminan riñendo. Atacan a Celestina y la
matan. Da voces Elicia. Viene la justicia y los prende a ambos.

CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, PÁRMENO, CELESTINA, ELICIA

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MELIBEA.—Vete, Lucrecia, a dormir un poco. ¡Chis, señor! ¿Cuál es tu
nombre? ¿Quién es el que te ha mandado venir aquí?
CALISTO.—Es la que tiene méritos para mandar a todo el mundo, la que
dignamente yo no merezco servir. No tema tu merced descubrirse ante
este cautivo de tu gentileza, pues el dulce sonido de tus palabras, que
jamás de mis oídos se cae, me confirma que tú eres mi señora Melibea.
Yo soy tu siervo Calisto.
MELIBEA.—El audaz atrevimiento de tus mensajes me ha obligado a tenerte
que hablar, señor Calisto, pues habiendo conseguido de mí una respuesta a
tus palabras, no sé qué piensas sacar más de mi amor. Aparta estos vanos
y locos pensamientos de ti, para que mi honra y mi persona estén seguras,
a salvo de malas sospechas. A esto se debe mi venida aquí, para acordar tu
despedida y mi tranquilidad.
CALISTO.—¡Oh desventurado Calisto! ¡Oh cuán burlado has sido de tus
sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina, ojalá me hubieras dejado que
acabara de morir y no hubieras vuelto a levantar mi esperanza! ¿Por qué
falseaste las palabras de mi señora? ¿Para qué me mandaste venir aquí?
¡Oh enemiga!, ¿y tú no me dijiste que esta señora mía me era favorable?
¿En quién podré yo confiar? ¿Dónde está la verdad? ¿Quién carece de
engaño? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde
no se fabrican traiciones? ¿Quién se atrevió a darme tan cruel esperanza
de perdición?
MELIBEA.—Cesen, señor mío, tus sinceras quejas, pues ni mi corazón es
capaz de soportarlo ni mis ojos de disimularlo. Tú lloras de tristeza,
juzgándome cruel; yo lloro de placer viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi
bien todo! ¡Cuánto más alegre sería para mí poder ver tu rostro que oír tu
voz! Pero, puesto que no se puede por ahora hacer más, te firmo y sello
las palabras que te envié escritas en la lengua de esa servicial mensajera.
Limpia, señor, tus ojos; dispón de mí a tu voluntad.
CALISTO.—¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi
pena, alegría de mi corazón! ¿Qué lengua será suficiente para darte
igualmente las gracias por el extraordinario e incomparable favor que en
este instante, de tanto dolor para mí, me has querido hacer queriendo que
un débil e indigno hombre pueda gozar de tu agradabilísimo amor? ¡Oh!,
cuántos días antes de hoy me vino este pensamiento al corazón y por
imposible lo apartaba de mi cabeza, hasta que los rayos luminosos de tu
muy claro rostro dieron luz a mis ojos, encendieron mi corazón,
despertaron mi lengua, aumentaron mis méritos, duplicaron mis fuerzas,

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despertaron mis pies y mis manos; finalmente, me dieron tal osadía que
me han traído a este elevado estado en que ahora me veo, oyendo con
gusto tu agradable voz
MELIBEA.—Señor Calisto, tus muchos méritos, tus extraordinarias gracias,
tu elevado nacimiento han hecho que, desde que de ti tuve completa
noticia, en ningún momento de mi corazón te hayas salido. Las puertas
impiden nuestro gozo, a las cuales yo maldigo y a sus fuertes cerrojos y a
mis débiles fuerzas, pues, si no, ni tú estarías quejoso ni yo descontenta.
CALISTO.—¿Cómo, señora mía, y mandas que consienta a un trozo de
madera que impida nuestro gozo? ¡Oh molestas y enojosas puertas! Pues,
por Dios, señora mía, permite que llame a mis criados para que las
rompan.
PÁRMENO.—(Aparte a Sempronio. ¿No oyes, Sempronio? A buscarnos
quiere venir para que nos den un disgusto; no me gusta nada. Yo no
espero más aquí.)
SEMPRONIO.—(Aparte a Pármeno. Calla, calla, escucha, que ella no
consiente que vayamos allí.)
MELIBEA.—¿Quieres, amor mío, perderme a mí y dañar mi fama? No des
riendas suelta a tu deseo. Conténtate con venir mañana a esta hora por las
paredes de mi huerto, pues si ahora rompiese las crueles puertas, aunque
en estos momentos no fuésemos oídos, amanecería la casa de mi padre
con la terrible sospecha de mi pecado.

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CALISTO.—¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro aquello
que por los santos de Dios me ha sido concedido?
Mientras Calisto y Melibea conversan, Pármeno y Sempronio oyen ruido
en la calle y, llenos de miedo, huyen. Al darse cuenta de que es el alguacil
con su ronda, vuelven al lado de Calisto, al que avisan de que puede ser
visto. Calisto se despide de Melibea hasta la noche siguiente. Alisa y Pleberio
también han oído ruido en la habitación de Melibea. Esta inventa una
disculpa y los padres se tranquilizan. Calisto y sus dos criados llegan a casa.
Mientras el primero se queda descansando, Sempronio y Pármeno van a casa
de Celestina para reclamarle su parte de los beneficios del negocio.
PÁRMENO.—¿Adónde vamos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la
cocina a desayunar?
SEMPRONIO.—Ve tú donde quieras, que, antes de que amanezca, quiero yo
ir a casa de Celestina a cobrar mi parte de la cadena, pues es una puta
vieja: no le quiero dar tiempo para que fabrique alguna maldad que nos
excluya.
PÁRMENO.—Bien dices. Lo había olvidado. Vamos ambos y, si en esa
actitud se pone, causémosle tal espanto que le pese, pues con el dinero no
hay amistad.
SEMPRONIO.—(Aparte a Pármeno. ¡Chis, chis! Calla, que duerme junto a
esta ventana.) Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.
CELESTINA.—¿Quién llama?
SEMPRONIO.—Abre, que son tus hijos.
CELESTINA.—No tengo yo hijos que anden a tal hora.
SEMPRONIO.—Ábrenos a Pármeno y Sempronio, que venimos aquí a
desayunar contigo.
CELESTINA.—¡Oh locos traviesos, entrad, entrad! ¿Cómo venís a tal hora,
que ya amanece? ¿Qué os ha pasado? ¿Ha desaparecido la esperanza de
Calisto o vive todavía con ella?
SEMPRONIO.—¿Cómo, madre? Si por nosotros no fuera, ya andaría su alma
buscando el descanso eterno.
CELESTINA.—¡Jesús! ¿Pues en tanto peligro os habéis visto?
SEMPRONIO.—Ha sido tanto que, por mi vida, la sangre me hierve en el
cuerpo cuando lo vuelvo a pensar.
CELESTINA.—Reposa, por Dios, y dímelo.
PÁRMENO.—Cosa larga le pides. Harías mejor en prepararnos el desayuno:
quizá nos amanse algo la alteración que traemos. Me gustaría hallar

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alguien en quien vengar la ira, pues por su rápida huida no pude hacerlo
con quienes nos la provocaron.
CELESTINA.—¡Mala enfermedad me mate, me espanto de verte tan fiero!
Creo que te burlas. Dímelo ahora, Sempronio, tú, por mi vida: ¿qué os ha
pasado?
SEMPRONIO.—Traigo, señora, todas las armas rotas, de modo que no tengo
con qué acompañar a mi amo cuando tenga necesidad de que vaya con él,
y ha acordado ir esta noche para verse con Melibea en el huerto. Pues ¿las
compraré de nuevo?
CELESTINA.—Pídeselo, hijo, a tu amo, pues en su servicio se gastaron y
rompieron, pues sabes que es una persona que lo resolverá. Él es tan
generoso que te dará para eso y para más.
SEMPRONIO.—¡Ja! Trae también Pármeno perdidas las suyas. ¡De este
modo se irá toda su hacienda! Nos dio las cien monedas, después la
cadena. Caro le costaría este negocio. Contentémonos con lo razonable,
no lo perdamos todo por querer más de lo justo, pues quien mucho abarca,
poco suele apretar.
CELESTINA.—¿Estás en tus cabales, Sempronio? ¿Qué tiene que ver tu
recompensa con mi salario, tu sueldo con mis premios? ¿Estoy yo
obligada a arreglar vuestras armas, a remediar vuestras faltas? En verdad,
que me maten si no te has agarrado a unas palabrillas que te dije el otro
día sobre que todo lo que yo tenía era tuyo y que, en todo lo que pudiese
con mis pocas fuerzas, jamás te faltaría nada, y que, si Dios me diese
buena fortuna con tu amo, tú saldrías ganando. Pues ya sabes, Sempronio,
que estos ofrecimientos, estas palabras corteses, no obligan a nada. Tengo,
hijo, a decir verdad, un pesar tan grande que se me quiere salir esta alma
de enojo. Di a esta loca de Elicia, en cuanto llegué de tu casa, la cadenilla
que traje para que se alegrara con ella, y no se puede acordar de dónde la
ha puesto, y en toda esta noche ni ella ni yo hemos dormido de pesar. No
por el valor de la cadena, que no era mucho, sino por el descuido de ella y
mi mala suerte. Así que, hijos, si vuestro amo algo a mí me dio, debéis
considerar que es mío, pues del regalo que te hizo no te he pedido yo una
parte ni la quiero. Porque si me ha dado algo, dos veces he puesto mi vida
en riesgo. Y tenéis que pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, incluso
mi saber, que no lo he alcanzado descansando. Esto tengo yo por oficio y
trabajo; vosotros, por diversión y por gusto. Por tanto, no tenéis que
recibir vosotros igual recompensa por disfrutar que yo por sufrir. Pero no
os despidáis, si mi cadena aparece, de sendos pares de calzas de color

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grana, que es la vestimenta que a los mancebos como vosotros mejor
sienta. Y si no os quedáis contentos, peor para vosotros.
SEMPRONIO.—No es esta la primera vez que yo he dicho cuánto reina en
los viejos este vicio de la codicia. Cuando pobre, generosa; cuando rica,
avarienta.
PÁRMENO.—Que te dé lo que prometió o apoderémonos de todo. Muy bien
te habría dicho yo quién era esta vieja si tú me hubieras creído.
CELESTINA.—Si mucho enojo traéis con vosotros o con vuestro amo, o
armas, no lo paguéis conmigo. Pues bien sé de dónde nace esto.
Ciertamente no nace de la necesidad que tenéis de lo que pedís, ni
tampoco lo deseáis mucho; sino que pensáis que os voy a tener toda
vuestra vida atados y cautivos de Elicia y Areúsa, sin quereros buscar
otras, y por eso me lanzáis estas amenazas sobre el reparto. Pues callad,
que quien estas muchachas os supo traer os dará otras diez ahora.
SEMPRONIO.—No ando buscando lo que piensas. No mezcles burlas con
nuestra petición. Déjate de palabras conmigo. Danos dos partes a cuenta
de todo lo que de Calisto has recibido, no quieras que se descubra quién
eres tú. ¡A otros con esos halagos, vieja!
CELESTINA.—¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Me has retirado tú de la
putería? Calla tu lengua, no deshonres mis canas, que soy una vieja tal y
como Dios me hizo, no peor que las demás. Vivo de mi oficio, como cada
trabajador del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco.
A mi casa me vienen a buscar, en mi casa me ruegan que les haga
encargos. Y no pienses con tu ira maltratarme, pues justicia hay para
todos: para todos es igual. Tan bien seré oída, aunque sea mujer, como
vosotros. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses
que soy tu cautiva porque sabes mis secretos y mi pasada vida y los casos
que nos sucedieron a mí y a la desdichada de tu madre.
PÁRMENO.—No me hinches las narices con esos recuerdos, si no, te enviaré
con noticias a ella, a donde mejor te puedas quejar.
CELESTINA.—¡Elicia, Elicia! Levántate de esa cama, tráeme mi manto de
inmediato, pues por los santos de Dios para la justicia me voy bramando
como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi
casa? ¿Con una vieja de sesenta años? Señal es de gran cobardía atacar a
los pequeños y a los que poco pueden. Si esa que está allí en esa cama me
hubiese creído, jamás se quedaría esta casa de noche sin varón; pero por
serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y

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pedís cosas excesivas, lo cual, si oyerais a un hombre en la casa, no
haríais.
SEMPRONIO.—¡Oh vieja avarienta, garganta muerta de sed por dinero! ¿No
estarás contenta con la tercera parte de lo ganado?
CELESTINA.—¿Qué tercera parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y ese otro
que no dé voces, no se vaya a juntar la vecindad. No queráis que salgan a
la luz las cosas de Calisto y las vuestras.
SEMPRONIO.—Da voces o gritos, pero tú cumplirás lo que prometiste o se
cumplirán hoy tus días.
ELICIA.—Guarda, por Dios, la espada. Sujétalo, Pármeno, detenlo, no la
vaya a matar ese loco.
CELESTINA.—¡Justicia, justicia! ¡Señores vecinos! ¡Justicia, que me matan
en mi casa estos rufianes!
SEMPRONIO.—¿Qué dices de rufianes? Esperad, doña hechicera, que yo te
haré ir al infierno con cartas de presentación.
CELESTINA.—¡Ay, que me ha matado! ¡Ay, confesión, confesión!
PÁRMENO.—¡Dale, dale, acaba con ella, pues has comenzado, que nos van
a oír! ¡Muera, muera! ¡Cuantos menos enemigos, mejor!
CELESTINA.—¡Confesión!
ELICIA.—¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! Muerta es mi
madre y mi bien.
SEMPRONIO.—¡Huye, huye, Pármeno, que se reúne mucha gente!
¡Cuidado, cuidado, que viene el alguacil!
PÁRMENO.—¡Oh pecador de mí, que no hay por dónde nos podamos ir,
pues está tomada la puerta!
SEMPRONIO.—Saltemos desde estas ventanas. No muramos en poder de la
justicia.
PÁRMENO.—Salta, que tras ti voy.

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DECIMOTERCER ACTO

Cuando despierta Calisto se pone a hablar consigo mismo. Después de un


rato, llama a Tristán y a sus otros criados. Se vuelve a dormir Calisto. Tristán,
que está en la puerta, ve venir a Sosia llorando. Cuando le pregunta, Sosia le
cuenta la muerte de Sempronio y Pármeno. Van a comunicar la noticia a
Calisto, quien cuando conoce la verdad se lamenta fuertemente.

CALISTO, SOSIA

SOSIA.—¡Señor, señor!
CALISTO.—¿Qué es eso, locos? ¿No os mandé que no me despertaseis?
SOSIA.—Despierta y levanta, pues si tú no defiendes a los tuyos, a la ruina
vamos. Sempronio y Pármeno quedan descabezados en la plaza como
públicos malhechores con pregones que declaran su delito.
CALISTO.—¡Oh, Dios me ayude! ¿Y qué es esto que me dices? No sé si
creerte tan repentina y triste noticia. ¿Los has visto tú?
SOSIA.—Yo los he visto.
CALISTO.—Espera, mira qué estás diciendo, pues esta noche han estado
conmigo.
SOSIA.—Pues madrugaron para morir.
CALISTO.—¡Oh mis leales criados, oh mis grandes servidores! ¿Puede ser
tal cosa verdad? ¡Oh humillado Calisto, deshonrado quedas para toda tu
vida! Dime, por Dios, Sosia, ¿cuál fue la causa? ¿Qué decía el pregón?
¿Dónde los prendieron? ¿Qué justicia lo hizo?
SOSIA.—Señor, la causa de su muerte publicaba el verdugo a voces diciendo:
«Manda la justicia que mueran los violentos asesinos».
CALISTO.—¿A quién mataron en tan poco tiempo? ¿Cómo puede ser esto?
No hace cuatro horas que de mí se despidieron. ¿Cómo se llamaba el
muerto?
SOSIA.—Señor, una mujer que se llamaba Celestina.
CALISTO.—¿Qué me dices?
SOSIA.—Lo que oyes.

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CALISTO.—Pues si eso es verdad, mátame tú a mí, yo te perdono, pues más
mal hay del que hayas visto ni puedas pensar si Celestina es la muerta.
SOSIA.—Ella misma es. De más de treinta estocadas la vi herida, tendida en
su casa, llorándola una criada suya.
CALISTO.—¡Oh tristes mozos! ¿Cómo iban? ¿Te vieron? ¿Te hablaron?
SOSIA.—¡Oh señor, si los hubieras visto, se te habría partido el corazón de
dolor! Uno llevaba todos los sesos de la cabeza fuera; el otro, rotos ambos
brazos, y la cara magullada. Todos llenos de sangre, pues saltaron desde
unas ventanas que estaban muy altas para huir del alguacil. Y así, casi
muertos, les cortaron las cabezas, aunque creo yo que ya no sintieron
nada.
CALISTO.—Pues yo lo siento mucho por mi honra. Ojalá hubiera querido
Dios que yo fuera ellos y que hubiera perdido la vida y no la honra, y no
la esperanza de conseguir mi comenzado propósito, que es lo que más
siento en este caso desgraciado. ¡Oh mi triste nombre y fama, cómo andas
de boca en boca! ¿Qué será de mí? ¿Adónde iré? Si salgo allí, a los
muertos no puedo ya remediar. Si me quedo aquí, parecerá cobardía. ¿Qué
decisión tomaré? Dime, Sosia, ¿cuál fue la causa de que la mataran?
SOSIA.—Señor, su criada, dando voces, la publicaba a cuantos la querían oír
diciendo que porque no quiso repartir con ellos una cadena de oro que tú
le diste.
CALISTO.—¡Oh día de dolor, oh fuerte tormento! Será público todo cuanto
con ella y con ellos hablaba, cuanto de mí sabían, el negocio en que
andaban. No me atreveré a salir entre las gentes. ¡Oh mi gozo, cómo vas
disminuyendo! Mucho había alcanzado anoche; mucho tengo hoy perdido.
¡Oh fortuna, cuánto y por cuántas partes me has combatido! Pero, por más
que persigas mi casa y seas contraria a mi persona, las adversidades con
recto ánimo se tienen que soportar y en ellas se prueba el corazón fuerte o
débil. Pues por más mal o daño que me venga, no dejaré de cumplir la
orden de aquella por quien todo esto se ha causado. Porque más me
importa a mí conseguir la ganancia de la gloria que espero que la pérdida
de los que murieron. Ellos eran atrevidos y valientes, ahora o en otra
ocasión tenían que pagar. La vieja era mala y falsa, pues según parece
hacía tratos con ellos. Voy a hacer que se preparen Sosia y Tristanico.
Harán conmigo este tan esperado camino. Llevarán escaleras, pues son
muy altas las paredes. Mañana haré como si viniera de fuera, acaso pueda
vengar estas muertes; si no, justificaré mi ignorancia con mi fingida

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ausencia o me fingiré loco para mejor gozar de este sabroso placer de mis
amores.

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DECIMOCUARTO ACTO

Está Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de


Calisto, quien le había hecho la promesa de venir aquella noche a visitarla.
Llega, acompañado por Sosia y Tristán. Después de estar con su amada
vuelven todos a la casa, Calisto se retira a una sala y se queja por haber estado
tan poco tiempo con Melibea y ruega a Febo, el Sol, que oculte sus rayos para
tener la ocasión de repetir su deseo.

MELIBEA, LUCRECIA, SOSIA, TRISTÁN, CALISTO

Melibea acompañada de su criada, Lucrecia, espera impaciente a


Calisto. Este llega al fin y abraza a su amada. Quedan vigilando Sosia y
Tristán.
CALISTO.—¡Oh angélica imagen, oh preciosa perla, ante quien el mundo es
feo! ¡Oh mi señora y mi gloria, en mis brazos te tengo y no lo creo!
MELIBEA.—Señor mío, puesto que me he puesto en tus manos, no quieras
perderme por tan breve placer y en tan poco tiempo. Goza de lo que yo
gozo, que es ver y acercarme a tu persona; no pidas ni tomes aquello que,
una vez tomado, no estará en tu mano devolver. Cuidado, señor, con dañar
lo que con todos los tesoros del mundo no se restaura.
CALISTO.—Señora, puesto que por conseguir este premio toda mi vida he
gastado, ¿cómo podría ser que, cuando me lo diesen, lo desechara? Ni tú,
señora, me lo mandarías ni yo podría cumplirlo. No me pidas tal cobardía,
hacer tal cosa no es propio de ninguno que sea hombre, sobre todo
amando como yo.
MELIBEA.—Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quiera, no
actúen las manos cuanto pueden. Estate quieto, señor mío. Que te baste,
puesto que ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que es el propio fruto
de los amadores; no me quieras robar el mayor regalo que la naturaleza
me ha dado.

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CALISTO.—¿Para qué, señora? ¿Para que no esté tranquila mi pasión? ¿Para
penar de nuevo? ¿Para volver al juego del comienzo? Perdona, señora, a
mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron en tocar tu ropa; ahora
gozan llegando a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.
MELIBEA.—Apártate hacia allá, Lucrecia.
CALISTO.—¿Por qué, mi señora? Mucho me alegro de que estén semejantes
testigos de mi gloria.
MELIBEA.—Yo no los quiero de mi yerro. Si hubiera pensado que tan
desmesuradamente te habías de comportar conmigo, no habría confiado
mi persona a tu cruel trato.
SOSIA.—Tristán, bien oyes lo que pasa. ¡En qué punto anda el negocio!
TRISTÁN.—Oigo tanto que considero a mi amo el más bienaventurado
hombre que ha nacido. Y, por mi vida que, aunque soy muchacho, daría
tan buena cuenta como mi amo.
SOSIA.—Con tal joya cualquiera tendría manos; pero bien caro le cuesta: dos
mozos entraron en la salsa de estos amores.
TRISTÁN.—Ya los tiene olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a malvados,
haced locura confiando en que os defienda! Miradlos a ellos alegres y
abrazados, y a sus servidores degollados.
MELIBEA.—¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el
nombre y la corona de virgen por tan breve placer? ¡Oh madre, si tal cosa
supieses, cómo te darías muerte por propia voluntad y me la darías a mí
por la fuerza! ¡Oh mi padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado
causa y lugar de arruinar tu casa! ¡Oh traidora de mí! ¿Cómo no miré
primero el gran yerro que seguía a tu entrada?
CALISTO.—Está a punto de amanecer. ¿Qué es esto? No me parece que haga
ni una hora que estamos aquí, y da el reloj las tres.
MELIBEA.—Señor, por Dios, puesto que ya todo lo has ganado, puesto que
ya soy tu dueña, puesto que ya no puedes negar mi amor, no me niegues
tu vista de día, pasando por mi puerta; de noche, donde tú ordenes. Sea tu
venida por este lugar a la misma hora. Y ahora vete con Dios, que no serás
visto, pues está muy oscuro, ni yo en casa oída, pues aún no amanece.
CALISTO.—Mozos, poned la escalera.
SOSIA.—Señor, aquí está. Baja.
MELIBEA.—Lucrecia, vente aquí, que estoy sola. Ese señor mío se ha ido.
Conmigo deja su corazón, consigo lleva el mío. ¿Nos has oído?
LUCRECIA.—No, señora, durmiendo he estado.

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Calisto, acompañado de sus criados, regresa a casa, donde reflexiona
sobre todo lo que ha pasado.
CALISTO.—¡Oh desdichado de mí, cuánto me complace por naturaleza la
soledad y silencio y oscuridad! No sé si lo causa el que me haya venido a
la memoria la traición que hice al despedirme de aquella señora que tanto
amo antes de que fuera de día, o el dolor de mi deshonra. ¡Ay, que esto es,
esta herida es la que siento, ahora que se ha enfriado, ahora que veo la
deshonra de mi casa, el descrédito de mi persona que a la muerte de mis
criados ha seguido! ¿Cómo me pude aguantar y no presentarme
inmediatamente como un hombre injuriado, vengador soberbio y rápido
de la evidente injusticia que me fue hecha? ¡Oh breve placer terrenal, qué
poco duran y cuánto cuestan tus dulzores! ¡Oh triste de mí! ¿Cuándo se
recuperará tan gran pérdida? ¿Qué haré? ¿Qué decisión tomaré? Salir
quiero, pero si salgo para decir que he estado presente, es tarde; si
ausente, es pronto. Y para reunir a amigos y criados antiguos, parientes y
allegados, hace falta tiempo, y para buscar armas y otros instrumentos de
venganza. ¡Oh cruel juez, y qué mal pago me has dado por el pan que de
mi padre comiste! ¡Oh cuán peligroso es tener un pleito justo ante un
injusto juez! ¿Por qué pagó uno por lo que hizo el otro, pues solo por ser
su compañero los mataste a ambos? Pero ¿qué digo? ¿Estoy en mis
cabales? ¿Qué es esto, Calisto? ¿No ves que el ofensor no está presente?
Vuelve en ti. ¡Oh mi señora y mi vida! Jamás pensé, estando ausente,
ofenderte, pues parece que tengo en poca estima el premio que me has
dado. ¿Por qué no estoy contento? Pues no es razonable ser ingrato con
quien tanto bien me ha dado. No quiero otra honra, otra gloria, no otras
riquezas, no otro padre ni madre, no otros familiares ni parientes. De día
estaré en mi habitación, de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre
jardín entre aquellas agradables plantas y fresco verdor. ¡Oh noche de mi
descanso, ojalá ya hubieras vuelto! Pero ¿qué es lo que estoy rogando?
¿Qué pido, loco impaciente? Lo que jamás fue ni puede ser. Pero tú, dulce
imaginación, tú que puedes, socórreme. Trae a mi fantasía la figura
angélica de aquella imagen luminosa; devuelve a mis oídos el agradable
sonido de sus palabras.
Al día siguiente, mientras Calisto sigue durmiendo, Sosia y Tristán
observan cómo Elicia entra en la casa de Areúsa para comunicarle las
muertes de Celestina, Sempronio y Pármeno.

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DECIMOQUINTO ACTO

Areúsa dice palabras injuriosas a un rufián llamado Centurio, el cual se


despide de ella por la llegada de Elicia, que cuenta a Areúsa las muertes que a
causa de los amores de Calisto y Melibea se habían producido. Areúsa y
Elicia acuerdan que Centurio vengue las muertes de los tres en los dos
enamorados. Se despide Elicia de Areúsa, sin aceptar lo que le propone.

AREÚSA, ELICIA

Elicia oye desde la puerta una riña entre Areúsa y el rufián Centurio.
Sale Centurio y entra Elicia.
ELICIA.—Voy a entrar, pues no hay buen ruido donde hay amenazas e
insultos.
AREÚSA.—¡Ay triste de mí! ¿Eres tú, mi Elicia? ¡Jesús, Jesús, no lo puedo
creer! ¿Qué es esto? ¿Quién te me ha cubierto de dolor? Dime al instante
qué pasa.
ELICIA.—¡Gran dolor, gran pérdida! ¡Ay hermana, que no puedo hablar!
AREÚSA.—¡Ay triste, que me tienes en ascuas! ¿Es común a ambas este
mal? ¿Me afecta a mí?
ELICIA.—¡Ay prima mía y mi amor! Sempronio y Pármeno ya no viven, ya
no están en el mundo.
AREÚSA.—¿Qué me cuentas? No me lo digas. Calla, por Dios, que me caeré
muerta.
ELICIA.—Pues más mal hay del que parece. Celestina ya está dando cuenta
de sus obras. Mil cuchilladas vi que le dieron delante de mis ojos: en mi
regazo me la mataron.
AREÚSA.—¡Oh gran adversidad! ¡Oh dolorosas noticias! ¿Quién los mató?
¿Cómo murieron? No hace ni ocho días que los vi vivos. Cuéntame,
amiga mía, cómo ha sucedido tan cruel y desgraciado caso.
Elicia cuenta a Areúsa cómo ocurrieron las muertes de Celestina,
Sempronio y Pármeno.

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AREÚSA.—¡Oh mi Pármeno y mi amor, cuánto dolor me produce su muerte!
ELICIA.—¡Ay, que rabio!¡No hay quien pierda lo que yo pierdo! ¿Adónde
iré, pues pierdo madre, manto y abrigo, pierdo amigo, tal que nunca eché
en falta un marido? ¡Oh Calisto y Melibea, causantes de tantas muertes!
Que se vuelva llanto vuestra gloria, trabajo vuestro descanso.
AREÚSA.—Calla, por Dios, hermana, pon silencio a tus quejas, calma tus
lágrimas, pues cuando una puerta se cierra, otra suele abrir la fortuna. Y
muchas cosas que es imposible remediar se pueden vengar.
ELICIA.—De lo que más dolor siento es ver que ese canalla de poco
sentimiento no deja de ver y visitar festejando cada noche a su estiércol de
Melibea; y ella muy satisfecha de ver sangre vertida por su servicio.
AREÚSA.—Déjame tú, porque si yo doy con la pista de cuándo se ven y
cómo, por dónde y a qué hora, no seré digna hija de mi madre si no hago
que les amarguen los amores. Y acaso ponga en ello a ese con quien me
viste que reñía cuando entrabas. Por tanto, hermana, dime tú de quién
puedo yo saber cómo anda el negocio, pues yo le haré tender una trampa
con que Melibea llore cuanto ahora goza.
ELICIA.—Yo conozco, amiga, a otro compañero de Pármeno, mozo de
caballos, que se llama Sosia, que acompaña a Calisto cada noche. Voy a
procurar sacarle el secreto y este será buen camino para lo que dices.
AREÚSA.—Pero dame este gusto, envíame aquí a ese Sosia. Yo lo halagaré y
le diré mil alabanzas y promesas hasta que le saque del cuerpo todo lo
hecho y por hacer. Y tú, Elicia, alma mía, no tengas pena. Trae a mi casa
tu ropa y tus bienes y vente en mi compañía, pues estarás muy sola y la
tristeza es amiga de la soledad. Con un nuevo amor olvidarás los viejos. Y
como se suele decir: mueran y vivamos.
ELICIA.—Mira que creo que, aunque llame al que me dices, no tendrá efecto
lo que quieres porque la pena de los que murieron por descubrir el secreto
pondrá silencio al vivo para guardarlo. Lo que me dices de mi venida a tu
casa, te lo agradezco mucho. Pero, aunque lo quisiera hacer por gozar de
tu dulce compañía, no podrá ser por el perjuicio que me produciría. La
causa no es necesario decirla, pues allí, hermana, soy conocida, allí estoy
establecida. Jamás perderá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios
tenga en su gloria. Siempre acuden allí mozas conocidas, medio parientas
de las que ella crio. Allí organizan sus acuerdos, de donde me vendrá
algún provecho. Ya me parece que es hora de irme. Dios quede contigo,
que me voy.

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DECIMOSEXTO ACTO

Pensando Pleberio y Alisa que su hija Melibea sigue siendo virgen, lo cual,
según se ha visto, es falso, están hablando sobre el casamiento de Melibea; y
tanta pena le dan a la joven las palabras que oye de su padre que, sin que lo
sepan, envía a Lucrecia para que dejen de hablar de ello.

PLEBERIO, ALISA, LUCRECIA, MELIBEA

PLEBERIO.—Alisa, amiga, el tiempo, según me parece, se nos va, como se


suele decir, de entre las manos. Corren los días como agua de río. No hay
cosa tan ligera huyendo como la vida. La muerte nos sigue y rodea, de ella
somos vecinos. Y puesto que estamos inseguros de cuándo seremos
llamados, debemos preparar nuestro equipaje para andar este forzoso
camino; que no nos coja de improviso esa cruel voz de la muerte. Demos
nuestra hacienda a un agradable sucesor, acompañemos a nuestra única
hija con un marido, tal y como nuestro estado exige, para que nos
vayamos descansados y sin dolor de este mundo. No quede por nuestro
descuido nuestra hija en manos de tutores. La hemos de librar de las
lenguas del vulgo, porque ninguna virtud hay tan perfecta que no tenga
maldicientes. ¿Quién rechazaría nuestro parentesco en toda la ciudad?
¿Quién no se hallará gozoso de tomar tal joya en su compañía? ¿En quién
se reúnen las cuatro cosas principales que en los casamientos se exigen, a
saber: lo primero, prudencia, honestidad y virginidad; segundo,
hermosura; lo tercero, el elevado origen y parientes; lo último, riqueza?
De todo esto la dotó la naturaleza.
ALISA.—Puesto que esto es una ocupación de los padres y muy ajena a las
mujeres, con lo que tú dispongas estaré yo alegre, y nuestra hija
obedecerá, según su casto vivir y honesta vida y humildad.

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LUCRECIA.—¡Ya, ya, perdido está lo mejor! ¡Mal año se os prepara a la
vejez! Lo mejor Calisto se lo lleva. No hay quien reponga virgos, pues ya
está muerta Celestina. Tarde os despertáis y más debíais haber
madrugado. ¡Escucha, escucha, señora Melibea!
MELIBEA.—¿Qué haces ahí escondida, loca?
LUCRECIA.—Acércate aquí, señora, oirás a tus padres la prisa que tienen
por casarte.
MELIBEA.—Calla, por Dios, que te oirán. Déjalos hablar. Un mes llevan que
otra cosa no hacen. Pues yo aseguro que trabajan en vano. ¿Quién es el
que me va a quitar mi gloria? ¿Quién apartarme de mis placeres? Calisto
es mi alma, mi vida, mi señor. Puesto que él me ama, ¿con qué otra cosa
le puedo pagar? El amor no admite sino solo amor por pago. Pensando en
él me alegro, en verlo gozo, en oírlo me glorifico. Déjenme mis padres
gozar de él si ellos quieren gozar de mí. No piensen en estas vanidades ni
en estos casamientos, pues más vale ser buena amiga que mala casada.
Déjenme gozar de mi mocedad alegre si quieren gozar su vejez cansada;
si no, pronto podrán preparar mi perdición y su sepultura. No tengo otra
pena sino por el tiempo que perdí sin gozarlo, sin conocerlo. Mi amor fue
con justa causa: solicitada y rogada, cautivada de sus méritos. Y desde
hace un mes, como has visto, jamás ha faltado una noche sin ser nuestro
huerto escalado. Muertos por mí sus servidores, perdiéndose su hacienda,
fingiendo con todos su ausencia de la ciudad, todos los días encerrado en
casa con esperanza de verme por la noche. ¡Afuera, afuera la ingratitud,

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que no quiero marido ni quiero padre ni parientes! Si me falta Calisto, que
me falte la vida, la cual me gusta para que él de mí goce.
Siguen hablando Pleberio y Alisa, ajenos totalmente a lo que está
ocurriendo en su propia casa. Melibea ordena a Lucrecia, su criada, que
interrumpa con alguna excusa esa conversación tan dolorosa.

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DECIMOSÉPTIMO ACTO

Elicia, que carece por completo de la virtud de la castidad, decide dejar el


pesar y el luto que por causa de los muertos lleva y alaba el consejo de Areúsa
a este respecto. Va a casa de Areúsa, adonde llega Sosia, al que Areúsa con
falsas palabras saca todo lo que quiere saber sobre lo que hay entre Calisto y
Melibea.

AREÚSA, SOSIA

Elicia llega a casa de Areúsa. Pretende sonsacarle información a Sosia


sobre las andanzas de su amo con el fin de tramar la venganza. Cuando este
llega a casa de Areúsa, Elicia se esconde y escucha la conversación.
AREÚSA.—¿Es mi Sosia, mi secreto amigo? ¿El fiel a su amo? ¿El buen
amigo de sus compañeros? Abrazarte quiero, amor, pues ahora que te veo
creo que hay más virtudes en ti de las que todos me decían. Ven acá,
entremos y sentémonos, que me alegro de mirarte, pues me recuerdas la
figura del desdichado de Pármeno. Dime, señor, ¿me conocías antes de
ahora?
SOSIA.—Señora, nadie alaba a las mujeres hermosas, sin que primero no se
acuerde de ti.
AREÚSA.—Yo me avergonzaría con tus palabras, si hubiese alguien delante,
pero te aseguro, Sosia, que no tienes de ellas necesidad. He enviado a
rogarte que vinieras a verme, por dos cosas, las cuales, si la más falsa
alabanza o engaño noto en ti, dejaré de decirte, aunque sean para tu
provecho.

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SOSIA.—Señora mía, no quiera Dios que yo te engañe. Guía tú mi lengua.
AREÚSA.—Tienes que saber que me vino una persona y me dijo que le
habías tú descubierto los amores de Calisto y Melibea y cómo ibas cada
noche a acompañarlo y otras muchas cosas. Mira que no debes confiar que
tu amigo te vaya a guardar el secreto de lo que le digas, pues tú a ti mismo
no te lo sabes guardar. Cuando tengas que ir con tu amo Calisto a casa de
esa señora, no hagas ruido, que no te sienta ni la tierra, pues otros me han
dicho que ibas cada noche dando voces de placer como un loco.
SOSIA.—Quien te dijo que de mi boca lo había oído, no dice verdad. Los
otros, de verme ir a dar agua a mis caballos, cantando, y esto antes de las
diez, sospechan mal. Sí, pues no iba a estar Calisto tan loco que a tal hora
iba a ir a un negocio de tanto peligro sin esperar que descansen todos en el
dulzor del primer sueño. Ni menos iba a ir cada noche, pues esa ocupación
no aguanta diaria visita. En un mes no hemos ido ni ocho veces y dicen
los mentirosos enredadores que cada noche.
AREÚSA.—Pues por mi vida, amor mío, para que yo los acuse y los coja en
la trampa del falso testimonio, déjame en la memoria los días que habéis
acordado salir y, si se equivocan, estaré segura de tu secreto. Porque no
siendo su mensaje verdadero, estará tu persona libre de peligros y yo sin
sobresaltos por tu vida. Pues tengo esperanza de gozar contigo largo
tiempo.
SOSIA.—Para esta noche, cuando dé el reloj las doce, está acordada su visita
por el huerto.

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AREÚSA.—¿Y por qué parte, alma mía, para que mejor los pueda
contradecir?
SOSIA.—Por la calle del Vicario gordo, a la espalda de su casa.
AREÚSA.—Hermano Sosia, una vez hablado esto, es suficiente para que me
haga cargo de tu inocencia y de la maldad de tus adversarios. Vete con
Dios, que estoy ocupada en otro negocio y me he detenido mucho contigo.
SOSIA.—Graciosa y agradable señora, perdóname si te he enojado con mi
tardanza. Queden los ángeles contigo.
AREÚSA.—Dios te guíe. Hermana, sal acá. ¿Qué te parece? Así sé yo tratar a
estos, así salen de mis manos los asnos, apaleados como este; y los locos,
confundidos; y los prudentes, espantados; y los devotos, alterados; y los
castos, encendidos. Y puesto que ya sobre este asunto hemos averiguado
cuanto deseábamos, debemos ir a casa de ese cara de ahorcado que el
jueves eché, delante de ti, de mi casa injuriado. Y haz tú como que nos
quieres volver a hacer amigos y que me has rogado que fuese a verlo.

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DECIMOCTAVO ACTO

Elicia decide mediar para que vuelvan a ser amigos Centurio y Areúsa a
petición de esta; se van a casa de Centurio, donde ellas le ruegan que vengue
las muertes de sus amigos en Calisto y Melibea; él lo promete delante de
ellas. Y, como es natural entre gente de su ralea, no cumple lo que promete y
se excusa por ello, como se verá.

CENTURIO, ELICIA, AREÚSA

Elicia y Areúsa llegan a casa de Centurio. Con la fingida mediación de


Elicia, Centurio vuelve a estar en paz con Areúsa.
AREÚSA.—Pues aquí te tengo, a tiempo estamos. Yo te perdono con la
condición de que me vengues de un caballero que se llama Calisto que nos
ha enojado a mí y a mi prima.
CENTURIO.—No me digas más, estoy enterado. Pero, dime, ¿cuántos son
los que lo acompañan?
AREÚSA.—Dos mozos.
CENTURIO.—Pequeña presa es esa.
AREÚSA.—Aquí quiero ver si decir y hacer comen juntos a tu mesa.
CENTURIO.—Si mi espada dijese lo que hace, tiempo le faltaría para hablar.
Por ella soy temido por los hombres y querido por las mujeres, menos de
ti.
AREÚSA.—Si vas a hacer lo que te digo, sin tardanza decídelo, porque nos
queremos ir.
CENTURIO.—Más deseo ya la noche por tenerte contenta que tú por verte
vengada. Y porque todo se haga más a tu voluntad, escoge qué muerte
quieres que le dé.
ELICIA.—Que le dé palos para que quede castigado y no muerto.
AREÚSA.—Hermana, que haga lo que quiera, que lo mate como se le antoje.
Que llore Melibea como tú has hecho. Dejémoslo. De cualquier muerte
nos alegraremos.

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CENTURIO.—Muy alegre quedo, señora mía, de que se me haya ofrecido la
oportunidad, aunque pequeña, de que conozcas lo que yo sé hacer por tu
amor.
AREÚSA.—Pues Dios te dé buena fortuna y a él te encomiendo, que nos
vamos.

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CENTURIO.—¡Que se vayan por ahí estas putas cargadas de palabras! Ahora
quiero pensar cómo me voy a excusar de lo prometido, de manera que
piensen que me puse en acción con ánimo de ejecutar lo dicho y que no
me descuidé para no correr peligro. Pues ¿qué decisión tomaré que
convenga a mi seguridad y a su petición? Voy a enviar a llamar a Traso el
Cojo y a sus dos compañeros y decirles que, como yo estoy ocupado esta
noche en otro negocio, vayan a espantar a unos muchachos, y que todo
esto es un asunto sin riesgo y del que no recibirán ningún daño, aparte de
hacerlos huir y volverse a dormir.

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DECIMONOVENO ACTO

Camino de la casa de Melibea, Sosia cuenta a Tristán su conversación con


Areúsa. Mientras Calisto está en el huerto con Melibea, viene Traso y otros
por mandato de Centurio a cumplir lo que había prometido a Areúsa y a
Elicia. Sosia sale a su encuentro. Y al oír Calisto, desde donde estaba, el ruido
que se traían, quiere salir a la calle y eso es la causa de que sus días acaben.
Los que son así este don reciben como recompensa y por esto han de saber
dejar de amar los amadores.

SOSIA, TRISTÁN, CALISTO, MELIBEA, LUCRECIA

Cuando Tristán oye lo que le cuenta Sosia de su conversación con


Areúsa, intenta desengañar a su compañero y le advierte de que seguramente
todo ha sido una trampa para sonsacarle información sobre la hora del
encuentro de Calisto y Melibea. Esta está entonando dulces cantos cuando
llega su amado, que permanece callado un rato mientras la escucha.
CALISTO.—Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más
soportar tu triste esperar. ¡Oh mi señora y bien todo! ¡Oh sorprendente
melodía, oh gozoso rato, oh corazón mío!
MELIBEA.—¡Oh sabrosa traición, oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi
alma? ¿Es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde
me tenías tu claridad escondida? ¿Hacía rato que escuchabas? Se alegra
todo este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra,
mira las nubes cómo huyen. Oye cómo corre el agua de esta fuentecica.
Escucha los altos cipreses. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y
dispuestas para ocultar nuestro placer.
CALISTO.—Pues, señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave
canto.
MELIBEA.—¿Cómo cantaré, pues el deseo de verte era el que guiaba mi son
y hacía sonar mi canto? Pues conseguida tu venida, ha desaparecido el
deseo, se ha destemplado el tono de mi voz. Y puesto que tú, señor, eres

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un ejemplo de cortesía y buenas maneras, ¿cómo mandas a mi lengua
hablar y no a tus manos que estén quietas? Deja estar mis ropas en su
lugar y, si quieres ver si es la ropa de encima de seda o de paño, ¿para qué
me tocas en la camisa? Descansemos y divirtámonos de otros mil modos
que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué
provecho te trae dañar mis vestiduras?
CALISTO.—Señora, el que quiere comerse el ave, quita primero las plumas.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. Mala enfermedad me mate, ¿vida
es esto? ¡Que me esté yo deshaciendo de envidia y ella haciéndose la
esquiva para que le rueguen!)
MELIBEA.—Señor mío, ¿quieres que mande a Lucrecia a traer algún
refrigerio?
CALISTO.—No hay otro refrigerio para mí que tener tu cuerpo y belleza en
mi poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en todo tiempo se
puede tener y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en
toda la tierra no existe igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me
pase un solo momento que no lo goce?
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. Ya me duele a mí la cabeza de
escuchar y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de
besar. ¡Anda, ya callan! A la tercera me parece que va la vencida.)
CALISTO.—Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y
descanso que mis sentidos reciben de la noble conversación de tus
delicados miembros.
MELIBEA.—Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me
haces con tu visita incomparable regalo.
SOSIA.—¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asustar a los que no os temen?
¡Pues yo juro que si hubierais esperado yo os habría hecho ir como
merecíais!
CALISTO.—Señora, Sosia es el que da voces. Déjame ir a ayudarle, no sea
que lo maten, pues no está con él más que un pajecico. Dame
inmediatamente mi capa, que está debajo de ti.
MELIBEA.—¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; vuélvete
a armar.
CALISTO.—Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen
corazas y casco y cobardía.
SOSIA.—¿Otra vez volvéis? Esperadme. Quizás venís por lana…
CALISTO.—Déjame, por Dios, señora, que puesta está ya la escalera.

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MELIBEA.—¡Oh desdichada de mí! ¿Y cómo vas con tanta fuerza y tanta
prisa y desarmado a meterte entre quienes no conoces?
TRISTÁN.—Detente, señor, no bajes, que se ha ido, que no era sino Traso el
Cojo y otros bellacos que pasan dando voces, pues ya se vuelve Sosia.
Sujétate, sujétate, señor, a la escalera.
CALISTO.—¡Oh válgame Santa María, muerto estoy! ¡Confesión!
TRISTÁN.—Acércate pronto, Sosia, que el triste de nuestro amo se ha caído
de la escalera y no habla ni se mueve.
SOSIA.—¡Señor, señor! ¡Tan muerto está como mi abuelo! ¡Oh gran
desventura!

LUCRECIA.—¡Escucha, escucha, gran mal es este!


MELIBEA.—¿Qué es esto que oigo, amarga de mí?
TRISTÁN.—¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh triste muerte sin confesión!
Coge, Sosia, esos sesos de esas piedras, júntalos con la cabeza del
desdichado amo nuestro. ¡Oh día desgraciado! ¡Oh repentino fin!
MELIBEA.—¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué acontecimiento
puede ser tan duro como este? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas
paredes. Veré mi dolor; si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre.
¡Mi bien y placer todo se ha ido en humo, mi alegría se ha perdido, se
consumió mi gloria! ¡Oh la más triste de las tristes! ¡Tan tarde alcanzado
el placer, tan pronto venido el dolor!

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LUCRECIA.—Señora, no rasgues tu cara ni arranques tus cabellos. Levanta,
por Dios, no seas hallada por tu padre en tan sospechoso lugar. Señora,
señora, ¿no me oyes? No te desmayes, por Dios. Ten entereza para
soportar la pena, pues tuviste valentía para el placer.
MELIBEA.—¿Oyes lo que esos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes
cantares? ¡Muerta llevan mi alegría! ¡No es tiempo de que yo viva!
¿Cómo no gocé más del gozo? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis
vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!
LUCRECIA.—Aprisa, aprisa. Entremos en la habitación, acuéstate. Llamaré
a tu padre y fingiremos otro mal, pues este no se puede ocultar.

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VIGÉSIMO ACTO

Lucrecia llama a la puerta de la habitación de Pleberio y le pide que vaya


urgentemente a ver a su hija Melibea. Cuando se levanta Pleberio y va a la
habitación de su hija, la consuela preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea
dolor de corazón. Consigue, además, despistar a su padre y suben ella y
Lucrecia a una torre. Hace salir a Lucrecia y cierra tras ella la puerta. Al
acercarse su padre al pie de la torre, le descubre Melibea todo lo que había
pasado. Finalmente, se deja caer desde la torre.

PLEBERIO, MELIBEA

Melibea se deshace con excusas, primero de su padre y después, ya en la


torre, de Lucrecia.
MELIBEA.—Ya estoy sola. Algún alivio siento viendo que pronto estaremos
juntos yo y mi querido amado Calisto. Tiempo tendré para contar a
Pleberio, mi señor, la causa de mi decidido fin. Gran injusticia hago a sus
canas, gran ofensa a su vejez. Gran fatiga le acarreo con mi falta. En gran
soledad lo dejo. Y en caso de que con mi muerte los días de mis queridos
padres se acortasen, ¿quién duda de que ha habido otros más crueles
contra sus padres? Tú, Señor, que de mis palabras eres testigo, ve mi poco
poder, ve cuán cautiva tengo mi libertad, cuán prisioneros mis sentidos de
tan fuerte amor por el muerto caballero, que anula el que tengo a los vivos
padres.
PLEBERIO.—Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué deseas decirme?
¿Quieres que suba allí?
MELIBEA.—Padre mío, no luches ni te esfuerces por venir a donde yo estoy,
pues estorbarás las palabras que te quiero dirigir. Lastimado serás en
breve con la muerte de tu única hija. Mi fin ha llegado, ha llegado mi
descanso y tu sufrimiento, ha llegado mi alivio y tu pena, ha llegado mi
acompañada hora y tu tiempo de soledad. No tendrás, honrado padre,
necesidad de instrumentos para aplacar mi dolor, sino de campanas para

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sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas, oirás la causa
desesperada de mi forzosa y alegre partida. Oye, padre mío, mis últimas
palabras, y si como yo espero las recibes, no me culparás por mi yerro.
Perfectamente ves y oyes este triste y doloroso sufrimiento que toda la
ciudad muestra. Perfectamente ves este clamor de campanas, este alarido
de gentes, este aullido de perros, este gran ruido de armas. De todo esto
fui yo la causa. Yo fui el motivo de que los muertos tuviesen la compañía
del más perfecto hombre que en gracia haya nacido, yo quité a los vivos el
ejemplo de gentileza, yo fui la causa de que la tierra goce antes de tiempo
del más noble cuerpo y más lozana juventud que haya nacido al mundo en
nuestro tiempo. Y porque estarás espantado con el sonido de mis no
acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días hace,
padre mío, que penaba de amor un caballero que se llamaba Calisto, al
cual tú conociste. Conociste también a sus padres y su claro linaje; sus
virtudes y bondad para todos eran evidentes. Era tanta su pena de amor y
tan pocas las ocasiones para hablarme que descubrió su pasión a una
astuta mujer a la que llamaban Celestina. La cual, viniendo a mí de su
parte, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi
querida madre encubría. Vencida de amor, le di entrada en tu casa.
Quebrantó con escaleras las paredes de tu huerto, quebrantó mi ánimo.
Perdí mi virginidad. Gozamos casi un mes de este placentero error. Y esta
pasada noche como la fortuna, que es cambiante, así lo habría organizado,
al ser las paredes altas, la noche oscura y él bajaba con prisa para acudir a
un alboroto que se produjo con sus criados en la calle, con la gran prisa
que llevaba, no calculó bien los pasos, puso el pie en falso y cayó.
Cortaron las hadas sus hilos, le cortaron sin confesión su vida, cortaron mi
esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues ¿qué crueldad
sería, padre mío, muriendo él, que viviese yo? Su muerte invita a la mía,
me invita y me fuerza a que sea pronto, sin tardanza, me muestra que debe
ser despeñándome por seguirlo en todo. ¡Oh mi amor y señor Calisto,
espérame, ya voy! ¡Oh padre mío muy amado, te ruego que, si amor en
esta pasada y penosa vida me has tenido, que estén juntas nuestras
sepulturas! Saluda a mi querida y amada madre, que sepa de ti por extenso
la triste razón por la que muero; gran placer llevo por no verla presente.
Gran dolor llevo por mí, mayor por ti, mucho mayor por mi vieja madre.
Dios quede contigo y con ella. A él le ofrezco mi alma. Recibe este
cuerpo que allá baja.

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VIGESIMOPRIMER ACTO

Cuando Pleberio vuelve a su habitación con grandísimo llanto, le pregunta


Alisa, su mujer, la causa de tan repentino mal. Le cuenta la muerte de su hija
Melibea, mostrándole el cuerpo de ella hecho pedazos y, entonando un
planto[11], concluye la obra.

PLEBERIO, ALISA

ALISA.—¿Qué es esto, señor Pleberio? Dime la causa de tus quejas. ¿Por qué
maldices tu honrada vejez? ¿Por qué pides la muerte? ¿Por qué arrancas
tus blancos cabellos? ¿Por qué hieres tu honrada cara? ¿Es algún mal de
Melibea? Por Dios, dímelo, porque si ella pena, no quiero yo vivir.
PLEBERIO.—¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en el pozo. Todo nuestro
bien está perdido. ¡No queramos vivir más! Ve allí a la que tú pariste y yo
engendré, hecha pedazos. La causa he sabido por ella; la he sabido más
por extenso por su triste sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra herida final.
¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo después de ti. Más
merecedores eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. ¡Oh mis
canas, salidas para sufrir dolor, mejor gozaría de vosotras la tierra que de
esos rubios cabellos que presentes veo! Terribles días me quedan por
vivir; me quejaré contra la muerte, le reprocharé su tardanza todo el
tiempo que me deje solo después de ti. ¡Oh duro corazón de padre!
¿Cómo no te rompes de dolor, pues ya te quedas sin tu amada heredera?
¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién
planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura! ¿Cómo me
sostienes? ¿Dónde encontrará refugio mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna
variable! ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi
casa? ¡Oh vida de desgracias llenas, de miserias acompañada! ¡Oh mundo,
mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos de tus cualidades se
ocuparon, con diversas cosas de oídas te compararon. Yo pensaba en mi
más tierna edad que eras y eran tus hechos guiados por algún orden; ahora
me pareces un laberinto de errores, un desierto espantoso, una morada de

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fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región
llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes,
huerto florido y sin fruto, fuente de preocupaciones, río de lágrimas, mar
de miserias, trabajo sin provecho, dulce veneno, vana esperanza, falsa
alegría, verdadero dolor. Prometes mucho, nada cumples. Nos echas de ti
para que no te podamos pedir que mantengas tus vanas promesas.
Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda
suelta; nos descubres la emboscada cuando ya no hay tiempo de volver.
Pues desconsolado viejo, ¡qué solo estoy! Yo he sido lastimado sin que
tenga un compañero igual de semejante dolor. Ahora perderé contigo, mi
desdichada hija, los miedos y temores que cada día me causaban pavor.
Solo tu muerte es la que me libra de temores. ¿Qué haré cuando entre en
tu habitación y la encuentre sola? ¿Qué haré cuando no me respondas si te
llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? Pues,
mundo halagador, ¿qué remedios das a mi cansada vejez? ¿Cómo me
mandas que me quede en ti, conociendo tus engaños, tus trampas, tus
cadenas y redes con las que pescas nuestras débiles voluntades? ¡Oh
amor, amor, que no pensé que tenías fuerza ni poder para matar a los a ti
sujetos! Herida fue de ti mi juventud; por medio de tus brasas pasé.
¿Cómo me soltaste para darme en mi vejez el castigo por la huida? Creí
del todo que de tus trampas me había librado cuando a los cuarenta años
llegué, cuando fui contentado con mi conyugal compañera, cuando me vi
con el fruto que me has cortado el día de hoy. No pensé que tomabas en
los hijos la venganza de los padres. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te
puso un nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a los que te
sirven; si los amases, no les causarías pena. Si alegres viviesen, no se
matarían, como ahora mi amada hija. ¿En qué han terminado los que te
sirven y sus representantes? La falsa alcahueta Celestina murió a manos
de los más fieles compañeros que ella para su servicio envenenado jamás
encontró. Ellos murieron degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija
quiso darse la misma muerte por seguirlo. Todo esto causas. Dulce
nombre te dieron, amargos hechos cometes. No das equitativas
recompensas. Injusta es la ley que para todos no es igual. Bienaventurados
los que no conociste o aquellos de los que no te preocupaste. Dios te
llamaron otros, no sé por qué error de entendimiento llevados. Pero, mira,
¿Dios mata a los que creó? Tú matas a los que te siguen. Enemigo de toda
razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos
metidos en tu dolorosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos,

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¿por qué te conduces sin orden ni concierto? Amor, ciego te pintan, pobre
y mozo. Te ponen un arco en la mano con el que tiras a ciegas; más ciegos
son los que te siguen, que jamás sienten ni ven la áspera recompensa que
sacan de tu servicio. Tu fuego es de ardiente rayo que jamás hace una
señal a donde llega. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de
humanas criaturas. Del mundo me quejo porque en sí me crio, porque si
no me hubiera dado vida, no habría engendrado a Melibea; si no hubiera
nacido no habría amado; si no hubiera amado, habría cesado mi quejoso y
desconsolado final. ¡Oh mi compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada!
¿Por qué no has querido que estorbara tu muerte? ¿Por qué no has tenido
lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te has mostrado tan cruel
con tu viejo padre? ¿Por qué me has dejado cuando yo te debería haber
dejado? ¿Por qué me has dejado penado? ¿Por qué me has dejado triste y
solo in hac lachrymarum valle[12]?

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Tres personajes de la literatura española

Celestina, don Quijote y don Juan son las tres figuras literarias más
importantes que España ha dado al mundo. Si solo hubiera producido estas
grandes creaciones, las letras de nuestro país seguirían ocupando un lugar
destacado dentro de la literatura universal.

Datos biográficos de Fernando de Rojas

Fernando de Rojas nació en la década de 1470 en La Puebla de Montalbán


(Toledo). Hacia 1500 había obtenido el grado de bachiller. En 1507 se
traslada a Talavera de la Reina, donde ejercerá su profesión de abogado. Se
casó con Leonor Álvarez y tuvo cuatro hijos y dos hijas. Su suegro, Álvaro de
Montalbán, acusado en un proceso inquisitorial, solicitó ser representado por
Rojas, pero este fue recusado (rechazado por el tribunal) por su condición de
converso (era descendiente de judíos). Parece que fue alcalde de Talavera
durante algún tiempo. Murió en 1541.

Los dos versiones de La Celestina

Rojas declara en el prólogo de su obra que halló en Salamanca un manuscrito


y lo continuó y terminó en «quince días de unas vacaciones». El manuscrito
contendría lo que hoy es el primer acto. Publicó dos versiones de La
Celestina. La primera, a finales del siglo XV, se titula Comedia de Calisto y
Melibea, y tenía dieciséis actos. En la segunda, de principios del siglo XVI,
añade cinco actos. Se titula Tragicomedia de Calisto y Melibea. Fernando de
Rojas, siguiendo —según él mismo dice— las sugerencias de algunos
lectores, complica en ella algo más la trama argumental original. Así, los
amores de los protagonistas se amplían, pues en la primera versión Calisto
moría inmediatamente después de la primera noche de amor. Además, ahora
participan en la acción algunos personajes del mundo del hampa, como
Centurio. El éxito de público de La Celestina fue extraordinario durante el
siglo XVI y los primeros veinte años del siglo XVII.

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El género literario de La Celestina

Existía en la época en que se redactó la obra un género escrito en latín


denominado comedia humanística, una variedad de la comedia latina propia
del humanismo de la época, destinada no a representarse sino a ser recitada en
lecturas públicas. La Celestina es básicamente una comedia humanística
escrita en castellano. Y aunque está pensada para su lectura en voz alta, es
una obra dramática: está escrita entera en forma dialogada, está dividida en
actos, y estos en escenas, utiliza técnicas teatrales como los apartes, los
distintos tipos de diálogo y la forma de presentar el tiempo y el espacio. Pero
desde una perspectiva actual bien puede leerse como una novela, porque
posee también rasgos de este género, y porque, sin duda, ha contribuido
decisivamente a su desarrollo por la extraordinaria profundización en los
personajes y por la existencia en ella de discursos muy variados —cómico,
irónico, paródico, etc.—, algo característico del género.

Los personajes

Calisto pertenece a la nobleza, pero incumple reiteradamente sus deberes


para con los criados y falta a su dignidad cuando elogia hipócritamente a la
vieja Celestina. Es muy posible que este personaje no sea sino una parodia de
los amantes de las novelas sentimentales y, en particular, de Leriano, el
protagonista de la más importante de este género, Cárcel de amor, publicada
unos cuantos años antes de La Celestina y que tuvo un gran éxito.
Calisto no es precisamente un amante ideal. El ambiente realista de la
obra provoca que todas las actitudes de Calisto nos parezcan ridículas,
inapropiadas; sobre todo cuando descubrimos que sus intenciones son simple
y llanamente conseguir a Melibea.
Algo más de complejidad tiene este último personaje. Ante nuestros ojos,
y a espaldas de sus padres, Melibea pasa de ser una recatada muchacha, una
adolescente que despacha con enojo el atrevimiento inicial de Calisto, a
convertirse en una mujer apasionada que es capaz de negar a sus padres para
defender el placer recién conquistado. Y se transforma verdaderamente en una
figura trágica cuando opta por el suicidio como medio para reunirse con su
amado y como único remedio para escapar de una pasión que no tiene ya
vuelta atrás.

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Sempronio es el más corrupto de los criados de Calisto. Rojas nos lo
presenta ya hecho, sin que se explique su carácter por su pasado. La crítica
literaria ha puesto de manifiesto su cinismo y su superficialidad. Es un
misógino convencido que, aunque conoce los peligros del amor, no trata de
disuadir a su amo. Es el que propone a su amo que se dirija a Celestina para
que le solucione el problema, y el que se da cuenta de las ganancias que esto
puede generarle. Sus amores con Elicia parecen una parodia de los de Calisto
con Melibea, que, a su vez, son otra parodia del amor cortés.
Si Sempronio representa al criado infiel, Pármeno es la personificación
de la fidelidad. Rojas concede mucha atención a esta figura a lo largo de
varios actos. Representa el escollo más importante de Sempronio y Celestina
para conseguir sus fines. El proceso de corrupción de este personaje sirve para
mostrarnos el poder de la palabra de Celestina. Es la ejemplificación perfecta
de que la perversión de la vieja alcahueta no conoce límites. Ataca a Pármeno,
al fin y al cabo un adolescente sin apenas armas morales con que defenderse,
acudiendo a diversas tretas. Una de ellas es el continuo recuerdo de su madre,
compañera en otros tiempos de la vieja en las labores de prostituta y
hechicera; pero el ataque definitivo consiste en aprovecharse de la
inexperiencia sexual del joven. La atracción que siente por Areúsa mina
completamente su voluntad de mantenerse fiel a Calisto.
La protagonista absoluta de la obra es, sin lugar a dudas, Celestina. Es tal
la fuerza del personaje que ha logrado desplazar del título de la obra a Calisto
y Melibea, figuras que, evidentemente, palidecen ante una creación literaria
de tal magnitud. Es admirable su don de la palabra. Con él, logra salvar todos
los obstáculos, todas las reticencias y dudas de los que carecen de su brío y
sus mañas. Es, en cierto modo, el personaje más solitario de la obra: vieja,
pobre, sospechosa siempre, sin poder refugiarse en el amor, encuentra en el
vino el único sustituto de una sexualidad apagada.
Su aplastante seguridad apabulla a los que la rodean. Su capacidad de
respuesta admira a todos. Pero Fernando de Rojas nunca deja de ofrecernos
nuevos matices del personaje a lo largo de la obra. Así, cuando Celestina se
dirige por primera vez a casa de Melibea, la vemos dudar. Es consciente de
los peligros de la empresa que quiere acometer y muestra su temor por el
castigo y la vergüenza pública que le puede acarrear.
Su deseo de enriquecimiento solo es comparable con su astucia —
Sempronio, así se lo dice a Pármeno, reconoce que es su único defecto—. Y
es así, porque será esa flaqueza la que, finalmente, le nublará el sentido hasta

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el punto de no darse cuenta de que en los criados de Calisto tiene a sus
asesinos.
Sorprende el orgullo profesional del que hace gala Celestina. Justifica su
modo de vida con gran elocuencia, y lo hace tan bien que los lectores la
comprendemos. ¿No es esta la máxima aspiración del artista, conseguir que
los lectores contemplen la realidad desde la perspectiva de los personajes?
Elicia y Areúsa son dos figuras muy bien perfiladas en la obra. Elicia
vive en la casa de Celestina y depende de ella. Cuando muere la vieja, sigue
en ella para mantener el «negocio», pero la vemos desorientada sin su maestra
y ahora se apoya en Areúsa. Esta es la que trama la venganza contra Calisto y
Melibea. En este punto de la obra la vemos resuelta y decidida.
Una vez leída la obra, habrás comprobado lo que decíamos en la
introducción. Alisa se conduce con una evidente estupidez a lo largo de toda
la obra. A pesar de que conoce a Celestina, la deja sola con su hija. Después
de la segunda visita de la alcahueta, advierte a Melibea del peligro. A partir
de aquí, Alisa ya no se entera de nada. Después de un mes en el que su casa
ha sido el escenario de los encuentros furtivos de los dos amantes, asegura
neciamente que su hija no sabe «qué cosa son los hombres», ante el estupor y
el terror de Melibea, que la está escuchando a escondidas.
Pleberio, que podría haber sido retratado como un padre autoritario, se
presenta como un dechado de tolerancia y humanidad, al menos desde nuestra
perspectiva actual. Pero, lo que en nosotros suscita admiración, es posible que
fuera mirado con desprecio por los lectores de la época. En su monólogo
final, Pleberio parece rechazar —el dolor lo empuja a ello— toda
responsabilidad de lo sucedido y achaca su desgracia a la fortuna, al mundo y
al amor.

Estilo

La obra conserva muchos elementos medievales, como el propósito


moralizante, pero la construcción del diálogo la convierten en un producto
moderno.
El empleo de los recursos de la retórica, es decir, el arte de componer
discursos, es abundantísimo en La Celestina. En la obra se funden
armónicamente esta tendencia culta y la tendencia popular, esto es, la
tradición retórica y la espontaneidad del lenguaje de la calle, las graves
sentencias filosóficas y los refranes.

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Rojas se muestra además como un auténtico maestro en la construcción
del diálogo. Emplea tres tipos bien diferentes: de réplicas cortas y rápidas
entre los interlocutores, con el que se pretende un acercamiento a la lengua
hablada y dar más vivacidad a la acción; diálogos de réplica breve a un
parlamento de otro personaje, que sirve para comentar lo dicho por este o para
indicar que el diálogo va a tomar un rumbo nuevo; y el diálogo de réplicas
largas, el más importante y cuidado de La Celestina.

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Fernando de Rojas nació en Puebla de Montalbán, Toledo, en 1475, fue
bachiller en leyes y es considerado uno de los dramaturgos más brillantes del
siglo XVI.
Dueño de una imponente biblioteca y amante del arte literario, se decide a
estudiar en la Universidad de Salamanca, donde con gusto acogería la
influencia clásica.
Fernando de Rojas tendría la edad de 24 o 25 años al terminar sus estudios,
cuando escribiera su gran obra maestra: CLASECURSIVALa Celestina,
comedia de Calisto y Melibea.
Aunque la autoría única de CLASECURSIVAla Celestina es un tema
controvertido, se puede afirmar, que él sería el autor parcial o total de una
primera versión de 16 actos.
Una vez terminado el drama, (que después sería considerado como una obra
clásica de talla mundial), pasaría gran parte de su vida alejado del ámbito
literario.
En 1512 contrajo matrimonio con Leonor Álvarez de Montalbán, hija de
Álvaro de Montalbán, y de 1513 a 1523 se hizo padre de tres niñas y cuatro
niños.

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Hacia 1517 estableció su residencia en Talavera de la Reina, Toledo, lugar
donde en 1538, fungiría como Alcalde Mayor de la Ciudad por un tiempo
breve.
Haciéndose de gran reputación social y una buena estabilidad económica. Su
testamento y registro de bienes alcanzaría la suma de unos 400 mil
maravedíes.
Testamento que otorgó en Talavera de la Reina, un 3 de abril de 1541.
Debiendo morir poco después, ya que su esposa inició su inventario de bienes
el 8 de ese mes.
Fernando de Rojas fue enterrado en una Iglesia de Talavera a la cual
pertenecía, sus restos fueron hallados en dicha capilla en marzo de 1936, y
exhumados en marzo de 1968.

Página 122
Notas

Página 123
[1]
Virgo: Celestina, entre otros oficios, tiene el de restituir la virginidad de las
mujeres. <<

Página 124
[2] Tenerías: lugar o taller donde se arreglan y trabajan las pieles. <<

Página 125
[3] Onza: unidad antigua de peso. <<

Página 126
[4] Gentilhombre: buen mozo. <<

Página 127
[5]
Reliquias: parte del cuerpo de un santo, o restos de algo que ha tocado ese
cuerpo, dignos de veneración. <<

Página 128
[6] Merced: forma de tratamiento de respeto. <<

Página 129
[7] Saya: falda. <<

Página 130
[8] Coso: plaza o lugar cercado, donde se lidian toros y se celebran otras
fiestas públicas. <<

Página 131
[9] Hidalga: persona de ilustre y noble origen. <<

Página 132
[10]
Rufián: el que trafica con prostitutas. También, hombre despreciable y sin
honor. <<

Página 133
[11]Planto: composición literaria en que se llora por la muerte de un ser
querido. <<

Página 134
[12]In hac lachrymarum valle: expresión latina que significa «en este valle de
lágrimas», es decir, en este mundo. <<

Página 135

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