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Cultura Familiar y Escolar - Educacion Integral

La familia es el núcleo de la sociedad y juega un papel crucial en la formación de la identidad personal a través de valores, tradiciones y creencias. La participación activa de los padres, especialmente en el contexto educativo, influye en el desarrollo emocional y académico de los hijos, mientras que la cultura familiar impacta tanto en la dinámica familiar como en el entorno empresarial. Además, la identidad colectiva de los jóvenes se forma en la escuela secundaria, donde interactúan y construyen su realidad social, lo que refuerza su sentido de pertenencia a grupos específicos.
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Cultura Familiar y Escolar - Educacion Integral

La familia es el núcleo de la sociedad y juega un papel crucial en la formación de la identidad personal a través de valores, tradiciones y creencias. La participación activa de los padres, especialmente en el contexto educativo, influye en el desarrollo emocional y académico de los hijos, mientras que la cultura familiar impacta tanto en la dinámica familiar como en el entorno empresarial. Además, la identidad colectiva de los jóvenes se forma en la escuela secundaria, donde interactúan y construyen su realidad social, lo que refuerza su sentido de pertenencia a grupos específicos.
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Cultura familiar, y su influencia en la identidad personal:

La familia constituye el núcleo de la sociedad, representa el tipo de comunidad perfecta, pues en ella se
encuentran unidos todos los aspectos de la sociedad: económicos, jurídicos, socioculturales.

El modelo familiar es un modelo cultural. De este modelo cada familia elabora su propia variante, en
general, a través de tradiciones, valores y creencias. Y estos se ven en el modo de proceder, y de
aprender que tienen todos los miembros de la familia.

La familia cumple una función esencial en el desarrollo de la persona humana, porque es el lugar donde
se forma la personalidad, en todos sus aspectos, incluyendo también lo físico y lo espiritual.

Tanto la madre como el padre, si bien dan diferentes aportes a la familia, sus roles son
complementarios. Su idea es componer una familia unida, estable, donde predomina un clima de
respeto, confianza y afecto.

 El desarrollo de la personalidad es único para cada persona, atendiendo a unas características


singulares. Este proceso facilita un conocimiento sobre el mundo y las diferentes formas de vida
existentes, entre las que se encuentra la de uno mismo. El entorno que ofrece esta realidad en
la que el niño se desarrolla en los primeros años de vida es la familia; pilar fundamental para la
construcción de cuantos aprendizajes va precisando la identidad personal.
La familia es el entorno donde los niños comienzan su desarrollo y, a través de ella, se cimienta
la construcción de su conocimiento sobre el mundo, a partir de los significados y denotaciones
que propicia. Esta tiene en sus manos una función educativa esencial para ellos; algo que
requiere una adecuada enseñanza. Es preciso acercarles a los procesos de aprendizaje que se
van desarrollando en sus hijos a través de la acción profesional; dando aquí especial relevancia a
los maestros de Educación Infantil, por ser quienes participan en los procesos de construcción
del conocimiento en los niños y tienen la gran oportunidad de intervenir con las familias. Estos
maestros mantienen contacto diario con las familias y reuniones frecuentes; creando una
oportunidad de poder desarrollar una intervención amplia con las familias, en favor del
desarrollo personal de los niños.

 La Cultura Familiar es el conjunto de valores, usos y actitudes que definen el quehacer de una
familia. En el caso de las familias empresarias, dicha cultura suele estar fuertemente marcada
por la personalidad y manera de hacer del fundador, aunque evoluciona a través de las
generaciones.
La cultura de la familia suele tener un reflejo en la empresa, y a su vez, la cultura de la empresa
tiene influencia en la familia. Dicha cultura, aunque existente, es muchas veces desconocida por
los propios miembros de la familia, que la incorporan de forma automática a su carácter a través
de la educación formal e informal que reciben de la generación precedente. Identificarla y
conocerla es de gran utilidad para fomentar la unión entre familiares, el compromiso con la
empresa y el respeto y reconocimiento de su valor más allá del patrimonio.
Durante mucho tiempo el padre estereotipo llegó a casa después de un largo día en el trabajo para
encontrar la cena en la mesa, a los niños limpios y tranquilos y su periódico en su silla. Papá era el jefe y
el disciplinario de la familia y mamá era la persona a quién acudir. Pero las cosas han cambiado en los
últimos 20 años, de acuerdo con un trabajo preparado por ChildWelfare.gov. La investigación muestra
que el papel del papá en su familia tiene un efecto importante sobre el bienestar de los hijos y sus
resultados conforme se hacen mayores.

Emocional

Desde el nacimiento y hacia adelante, la participación activa de un padre puede tener un efecto
duradero en el bienestar emocional de un hijo, de acuerdo con United States Department of Health and
Human Services. Un padre amoroso influye en una autoestima saludable y le enseña a sus hijos la
empatía y un punto de vista social positivo. Esta participación, comenzando desde la infancia, estimula la
curiosidad y la seguridad emocional.

Educación

Un papá que está ahí para su hijo tiene beneficios que se llevan al salón de clases, encontró un estudio
de 1998 en el diario Child Development. Los hombres que se involucran con sus hijos en edad escolar,
especialmente en un ambiente de madre soltera, ayudan a que se desempeñan mejor en la escuela.
Incluso aunque la figura parental masculina no sea el padre biológico, su contribución activa se traduce a
menos problemas de comportamiento en la escuela y una mejor interacción social con sus compañeros
estudiantes.

Relación con mama

Un matrimonio saludable se traduce en niños felices, explica ChildWelfare.gov. Si tu relación con la


madre de tu hijo es buena, hay probabilidades de criar un hijo emocional y psicológicamente saludable.
Los papás que tienen una relación satisfactoria con mamá tienden a ser más capaces de manejar las
subidas y bajadas de los infantes, ser más afectivos y receptivos con sus hijos adolescentes y confiables y
receptivos con sus bebés.

Disciplina y resolución de problemas

El papel de un padre en la disciplina de sus hijos no se debe subestimar. Estar ahí para apoyar a mamá y
compartir responsabilidades puede hacer que la disciplina sea más sencilla, menos frustrante y más
positiva para todos los involucrados. La comunicación efectiva, la ira controlada y la aplicación de la
resolución de problemas a los errores con tu hijo alienta una autoestima positiva y estable y es un buen
ejemplo para la adultez.

 El ambiente familiar influye de manera decisiva en nuestra personalidad. Las relaciones entre los
miembros de la casa determinan valores, afectos, actitudes y modos de ser que el niño va
asimilando desde que nace. Por eso, la vida en familia es un eficaz medio educativo al que
debemos dedicar tiempo y esfuerzo. La escuela complementará la tarea, pero en ningún caso
sustituirá a los padres.

El ambiente familiar es el conjunto de relaciones que se establecen entre los miembros de la familia que
comparten el mismo espacio y es consecuencia de las aportaciones de todos los que forman la familia,
especialmente de los padres. Existen ambientes familiares positivos y constructivos que propician el
desarrollo adecuado y feliz del niño, y en cambio se dan otras familias que no viven sus relaciones de
manera amorosa, lo que provoca que el niño no adquiera de sus padres el mejor modelo de conducta o
que tenga carencias afectivas importantes.

Hacer familias sanas, bellas, felices implica que los miembros de ella colaboremos para que el ambiente
familiar pueda influir correctamente a los niños que viven en su seno y aspectos fundamentales a cuidar
son los siguientes: Conocer y sentir, dar y recibir amor. Vivir el amor. Ejercer la autoridad de manera
persuasiva con los más pequeños, y de manera participativa, con los mayores. Basar la relación con
nuestros hijos y pareja en la búsqueda de su felicidad. Brindar un trato a nuestros hijos y a nuestra
pareja de calidad y positivo, es decir, agradable en las formas y constructivo en el contenido. Tener
suficiente tiempo para compartir con los hijos y con la pareja.

Cuanto mejor se cumplan estos 5 requisitos y más atención pongamos en ellos, mejor será la educación
que recibirán nuestros hijo de su entorno familiar.

La Escuela y la Identidad Colectiva:

 Los jóvenes transitan. Transitan las calles. Transitan las redes sociales. Transitan las
instituciones. Los jóvenes van formando en ese andar aquella identidad que les permitirá
enfrentar el mundo como seres autónomos e independientes.
Los jóvenes atraviesan la escuela secundaria, sumidos en el camino de la enseñanza formal. Sin
embargo, este recorrido los conduce por un trayecto que no será exclusivo del aprendizaje de saberes
académicos.

Transitando la escuela secundaria los adolescentes construyen sus identidades juveniles. En su entorno
comienzan a plasmar su realidad, expresada por el ambiente en el que ellos viven y se desarrollan; y
también comienzan a percibir la realidad de los otros en comparación a lo que van definiendo sobre sí
mismos.

“En general, la definición de las identidades se formula enfatizando más las características ajenas,
aquellas que no se comparten, que las propias. Por ello, la identidad implica el hecho de que un
conjunto de rasgos, además de ser compartido por diversos individuos, sea asumido como constitutivo
de cierta colectividad, a la que se pertenece y a la que es posible reconocer respecto de otra a la que se
indica –muchas veces sin nombrar– como antagonista, competidora o simplemente distinta”
(Santagada, 2000, p. 122).

En los jóvenes comienzan a surgir ideas, desacuerdos, deseos y anhelos; y será la institución secundaria,
como una entidad viva y compuesta, la que concentrará esas variantes y las unirá, con mayor o menor
fuerza, para que sean concebidas como un ente único. Lo colectivo se transforma así en un todo, en una
sumatoria de individualidades que podrán converger en una identidad única que se erige frente a
jóvenes de otras instituciones.

Lo colectivo se une bajo el nombre de una determinada Escuela Secundaria y con un determinado
entorno sociocultural, no exclusivo, que puede generar un factor de diferenciación.

“La realidad social no tiene sentido fuera del que le asignan los sujetos que la producen y reproducen.

Como sujetos sociales, tenemos la capacidad de tomar posición ante el mundo y de conferirle sentido, y
éste, cualquiera que sea, conducirá a que en la vida juzguemos determinados fenómenos de la
coexistencia humana a partir de él, y a que tomemos posición frente a ellos como significativos”
(Weber,1993).
La interacción de los jóvenes como actores sociales en un entorno definido responde a ciertas conductas
que serán propias de ese contexto. Dichas conductas serán comprendidas e interpretadas de igual
manera en un ambiente y con un código común que formará una identidad única. Sin embargo, esto no
sucede con independencia de la institución a la que se pertenece sino que, por el contrario, será la
institución la que otorgará un marco a estas conductas.

La institución educativa preexiste al ingreso de nuevas generaciones de alumnos y posee determinados


valores que conforman su identidad. La cultura de la escuela, sus metas, misión, visión y valores, no sólo
no prescriben con los años sino que afianzan la imagen de un estilo de educación específico que convive
en la sociedad. El Instituto La Salle de Florida, El Colegio Nacional de Buenos Aires, La Escuela Superior
de Comercio Carlos Pellegrini, La Escuela Lenguas Vivas, son ejemplos de instituciones que dejan su
impronta en los alumnos que las transitan.

Sus ex-alumnos fundan asociaciones, realizan encuentros regulares y competencias deportivas. No los
unen exclusivamente las amistades surgidas de la época de la juventud sino un espíritu conservado a
través de los años. Hay identificación. Hay ánimos y voluntad de reproducir y sostener en el tiempo, y en
la vida adulta, los valores y el sentimiento de unión asumidos en la escuela secundaria. Hay orgullo y hay
respeto.

 La reflexión teórica sobre la identidad colectiva tiene como antecedente los planteamientos que
se hacen sobre la identidad social. Desde la perspectiva de la psicología social, Henry Tajfel
desarrolla una teoría de la identidad social, concibiéndola como el vínculo psicológico que
permite la unión de la persona con su grupo; considera que para lograr ese vínculo, la persona
debe reunir tres características:

• Percibir que pertenece al grupo.

• Ser consciente de que por pertenecer a ese grupo, se le asigna un calificativo positivo o negativo.

• Sentir cierto afecto derivado de la conciencia de pertenecer a un grupo (Chihu, 2002: 5–6).

Como podemos observar, para Henry Tajfel la pertenencia al grupo es el ingrediente esencial de la
identidad social, porque al mismo tiempo que se siente parte de un grupo, el individuo se diferencia de
los miembros de otros grupos a los que no pertenece; por ello se dice que la fuente de identificación del
individuo es el propio grupo, pero los otros juegan también un papel importante, ya que cuando
experimenta que es diferente a los otros se reafirma la pertenencia al grupo.

El núcleo de la Teoría de la Identidad Social se origina en la idea de que "por muy rica y compleja que
sea la imagen que los individuos tienen de sí mismos en relación con el mundo físico y social que les
rodea, algunos de los aspectos de esa idea son aportados por la pertenencia a ciertos grupos o
categorías sociales" (Tajfel, 1981: 255). Por ello, Tajfel propuso que parte del autoconcepto de un
individuo estaría conformado por su identidad social, esto es, "el conocimiento que posee un individuo
de que pertenece a determinados grupos sociales junto a la significación emocional y de valor que tiene
para él/ella dicha pertenencia" (1981: 255). En las formulaciones iniciales, Tajfel (1974, 1978) postuló
que el comportamiento social de un individuo variaba a lo largo de un continuo unidimensional
demarcado por dos extremos: el intergrupal, en el cual la conducta estaría determinada por la
pertenencia a diferentes grupos o categorías sociales; y el interpersonal, en el que la conducta estaría
determinada por las relaciones personales con otros individuos y por las características personales
idiosincráticas (Scandroglio, 2005: 59).

Sin embargo, el hecho de que los individuos experimenten que son diferentes a los otros no implica
necesariamente que se identifican plenamente con el grupo al que pertenecen; pues, como plantean los
psicólogos sociales Perrault y Bourhis, es preciso hacer la distinción entre grado y calidad de la
identificación. El grado se refiere a la fuerza con que se experimenta la diferencia con otros grupos; en
cambio, la calidad de la identificación equivale a la atracción que siente el individuo hacia el propio
grupo (Morales, 1999: 82).

Los individuos experimentan la pertenencia al grupo cuando se relacionan con los miembros de grupos
diferentes al suyo; por ejemplo, hay mexicanos que dicen que se sienten orgullosos de serlo cuando
están en el extranjero, pero no ocurre lo mismo cuando conviven con los de su propio grupo.

La pertenencia a un grupo se da como resultado de un proceso de categorización en el que los


individuos van ordenando su entorno a través de categorías o estereotipos que son creencias
compartidas por un grupo, respecto a otro; "aluden a rasgos de personalidad como simpáticos, huraños,
sinceros, características físicas —altos, fuertes, rechonchos—, conducta social como; trabajadores,
vagos, responsables, al género; los hombres, las mujeres y sobre todo, a los grupos étnicos; gitanos,
judíos, polacos y a los grupos nacionales; alemanes, franceses, italianos" (Aguirre, 1999: 65).
Evidentemente, los estereotipos son categorías (simplistas), porque no siempre contienen los rasgos
reales de los grupos, porque además no sólo son creencias, sino también actitudes con una carga
emotiva importante, y más todavía en muchas ocasiones, el hecho de clasificar a los grupos implica
cierta discriminación; sin embargo, así aprenden los sujetos a referirse a los grupos a los que pertenecen
en relación con los otros.

Por ello se dice que la identidad social es producto del binomio pertenencia–comparación que implica
dos distinciones, aquella en la cual el grupo se autodefine a partir de las características que los hacen
comunes y la que resulta de sus diferencias con los otros:

La primera distinción es realizada por los propios actores que forman el grupo y que se vuelven
conscientes de la característica en común que poseen y los define como miembros de ese grupo; y la
segunda distinción es la identidad de un grupo social desde fuera; es decir, la identidad de ese grupo es
sostenida únicamente por quien la enuncia y consiste en la identificación de una característica en común
que comparten los actores que forman ese grupo (Chihu, 2002: 8).

La pertenencia social consiste en la inclusión de los individuos en un grupo, la cual puede ser "mediante
la sunción de algún rol dentro de la colectividad o mediante la apropiación e interiorización, al menos
parcial del complejo simbólico–cultural que funge como emblema de la colectividad en cuestión"
(Giménez, 2000: 52). Esto implica que hay dos niveles de identidad, el que tiene que ver con la mera
adscripción o membresía de grupo y el que supone conocer y compartir los contenidos socialmente
aceptados por el grupo; es decir, estar conscientes de los rasgos que los hacen comunes y forman el
"nosotros".

Resulta más complicado que los sujetos logren el segundo nivel de identidad, ya que para compartir
algo, se necesita conocer ese algo y todavía más, es preciso asumirlo como propio; por ejemplo, para
que los sujetos que se afilian a un partido político puedan compartir los principios ideológicos se
requiere que los conozcan y, sobre todo, que coincidan con ellos, o por lo menos con la mayor parte de
éstos; de tal manera que les sirvan como marcos de percepción y de interpretación de la realidad, y
también como guías de sus comportamientos y prácticas. Pero esto no es observable, sólo lo pueden
"sentir", experimentar, los sujetos mismos en las relaciones e interacciones que mantienen entre sí —al
interior del partido— y con los miembros de otro partido político.

El hecho de que los sujetos se adscriban a un grupo no implica que se identifican con él, pues "[...] nada
hay más alejado de un proceso mecánico que la identificación. No es suficiente etiquetar a una persona
con un rótulo. Tan es así que muchas personas que pertenecen a grupos étnicos minoritarios en la
sociedad estadounidense no muestran ningún grado apreciable de identificación étnica" (Morales, 1999:
88).

De lo anterior, Henry Tajfel concluye que la identidad social se integra de tres componentes: cognitivos,
evaluativos y afectivos. Los cognitivos son los conocimientos que tienen los sujetos sobre el grupo al que
se adscriben, los evaluativos se refieren a los juicios que los individuos emiten sobre el grupo, y los
afectivos tienen que ver con los sentimientos que les provoca pertenecer a determinado grupo.

Hasta aquí podemos decir que la identidad social se genera a través de un proceso social en el cual el
individuo se define a sí mismo, a través de su inclusión en una categoría —lo que implica al mismo
tiempo su exclusión de otras—, y dependiendo de la forma en que se incluya al grupo, la identidad es
adscriptiva o por conciencia. Además, como el individuo no está solo, su pertenencia al grupo va más
allá de lo que piensa acerca de sí mismo, requiere del reconocimiento de los otros individuos con los que
se relaciona; por ello se dice que la identidad "emerge y se reafirma en la medida en que se confronta
con otras identidades, en el proceso de interacción social" (Giménez, 1996: 11).

Ahora bien, cuando los individuos en su conjunto se ven así mismos como similares y generan una
definición colectiva interna estamos frente a la dimensión colectiva de la identidad.

La identidad colectiva en el contexto de la modernidad

Las perspectivas sociológica y antropológica sobre la identidad centran su atención en el punto de vista
de los actores sociales sobre sí mismos; de ahí que conciban a la identidad como una construcción
subjetiva, determinada por el contexto social; por ello consideran que los mecanismos a través de los
cuales se construye la identidad no son siempre los mismos.

En efecto, se plantea que mientras en la sociedad tradicional, caracterizada por la homogeneidad social,
es posible que los sujetos internalicen la estructura de significados presupuestos y compartidos
colectivamente, y que dan sentido a las interacciones de la vida cotidiana, bajo un solo referente como
la religión; en las sociedades modernas esto cambia, debido a que los sujetos pertenecen a una
diversidad de grupos, son miembros de una familia, de un grupo escolar, de un club, de un grupo
religioso, de un partido político. Esta pluralidad de pertenencias sociales complica la construcción de la
identidad colectiva, no sólo por la creciente complejidad de las relaciones sociales, sino que los sujetos
tienen frente a sí un abanico de repertorios culturales; algunos de los cuales coinciden, otros se
contradicen. Los agentes a través de los cuales se transmiten esos repertorios son también múltiples,
por lo que el proceso de internalización se complica aún más (Cruz, 1998; Giménez, 1996; Arteaga,
2000).

A lo largo de su vida los individuos van aprendiendo el bagaje cultural que requieren para vivir en
sociedad, que incluye roles, actitudes, comportamientos proporcionados por los diferentes agentes de
socialización, teniendo en los primeros años de vida a la familia —aunque hoy sea en forma parcial—,
como el primer grupo de referencia; posteriormente van apareciendo otros agentes —que actualmente
han cobrado mayor importancia que la propia familia— como son la escuela, los medios de
comunicación, en particular la televisión, los grupos de amigos, la religión, los clubes deportivos,
etcétera. Así, a través de todos estos agentes, los individuos van adquiriendo un cúmulo de
conocimientos necesarios para convivir con los integrantes de su grupo y con los otros.

Es necesario referir a Berger y Luckman, miembros de la escuela de la fenomenología, quienes plantean


que el proceso de socialización no sólo comprende el aprendizaje cognoscitivo, sino también el
consentimiento de los sujetos. Por ello, dependiendo de la etapa de vida de los individuos, la aceptación
del bagaje cultural se lleva a cabo de manera diferente. Durante la niñez y los primeros años de la
adolescencia, la socialización se realiza por lo general al interior de grupos afectivos, culturalmente
homogéneos, como la familia, la iglesia, los amigos.

La socialización primaria comporta algo más que un aprendizaje puramente cognoscitivo. Se efectúa en
condiciones de enorme carga emocional. Existen, ciertamente, buenos motivos para creer que sin esa
adhesión emocional a otros significantes, el proceso de aprendizaje sería difícil, cuando no imposible. El
niño se identifica con los otros significantes en una variedad de formas emocionales; pero sean éstas
cuales fueren, la internalización se produce sólo cuando se produce la identificación. El niño acepta los
roles y actitudes de los otros significantes, o sea, los internaliza y se apropia de ellos. Y por esta
identificación con los otros significantes, el niño se vuelve capaz de identificarse él mismo, de adquirir
una identidad subjetivamente coherente y plausible (Berger, 2001: 167).

Sin embargo, cuando los jóvenes, en razón de las necesidades e intereses propios de su edad, empiezan
a integrarse a una variedad de grupos, la socialización implica el aprendizaje de formas culturales y
sociales heterogéneas, y además la aceptación de éstas más que emocional es racional. Los sujetos
pueden cambiar de un grupo a otro sin tanta dificultad, por ejemplo, de un partido político a otro, de un
club deportivo a otro o de una escuela a otra, porque se trata de elegir aquello que les conviene; pero
no ocurre lo mismo cuando hablamos de cambiar actitudes o comportamientos que se aprendieron en
el seno familiar.

La socialización secundaria es un proceso posterior, que induce al individuo socializado a nuevos


sectores del mundo objetivo de su sociedad, es la internalización de submundos institucionalizados. Esta
socialización lleva a cabo la adquisición del conocimiento específico de "roles", los que están directa o
indirectamente arraigados a la división del trabajo (Berger, 2001: 175).

Por lo tanto, la construcción de la identidad colectiva está relacionada con el proceso de socialización
primaria y, especialmente, con la secundaria, que se desarrolla en función del contexto social.

En este sentido, Habermas (1987) distingue dos fases de integración de la identidad: la simbólica en la
que la homogeneidad del grupo hace posible el predominio de la identidad colectiva sobre la individual.
Aquí los individuos se encuentran unidos por valores, imágenes, mitos que constituyen el marco
normativo del grupo y, por ende, el elemento cohesionador. La segunda fase es la integración
comunicativa, que corresponde a las sociedades modernas, en donde la marcada especialización trae
consigo una diversidad de espacios sociales y culturales y una ruptura de creencias; la identidad
colectiva se presenta en forma cada vez más abstracta y universal, de tal manera que las normas,
imágenes y valores ya no pueden ser adquiridas por medio de la tradición, sino por medio de la
interacción comunicativa. En este sentido, es necesario un papel activo de parte de los individuos, de
eso depende que se identifiquen con su grupo. La identidad colectiva hoy sólo es posible en forma
reflexiva, de modo tal que esté fundamentada en la conciencia de oportunidades generales e iguales de
participación en aquellos procesos de comunicación, en los cuales tiene lugar la formación de identidad
en cuanto proceso continuado de aprendizaje (Habermas, 1987: 77).

Bajo estas premisas, la identidad colectiva en la sociedad moderna ya no resulta de una imposición, sino
de una elección por parte de los sujetos; por eso es indispensable revisar cómo se da el proceso de
elección, qué hace que los sujetos se identifiquen más con un grupo que con otro.

La elección tiene que ver —como lo dice la fenomenología social— con las aspiraciones y metas de los
sujetos o —en palabras de Habermas— con las oportunidades iguales de participación. Esto nos
conduce a plantear que el contexto social general, en donde están inmersos los diferentes grupos, juega
un papel relevante en la construcción de la identidad, ya que éste es el que determina la posición de los
grupos y la representación que los sujetos tienen de éstos; es el contexto social el que influye en los
sujetos para que decidan a qué grupo les conviene pertenecer. Por ello, hoy en día, según Habermas, la
"[...] cantidad de tiempo que se le dedica, dinero que produce, satisfacción y goce que proporciona,
conforman la secuencia de prioridades en la jerarquización de la pertenencia a grupos" (Cruz, 1998: 62).
Y la jerarquización cambia en la medida en que cambia el contexto social general.

Por ello, teniendo como antecedente a Durkheim, Habermas plantea que la creciente tendencia a la
secularización, el marcado individualismo y el ambiente de incertidumbre, que caracteriza a las
sociedades modernas, complica aún más el difícil proceso de construcción de la identidad; porque la
ruptura de la unidad entre sujetos y grupo, que resulta de la crisis de creencias y de la multiplicidad de
grupos en los cuales ahora participan los sujetos, ha provocado que la tradición pierda fuerza, como
medio de transmisión mecánica de los repertorios culturales y sea sustituido, en palabras de Habermas,
por las estructuras comunicativas de la sociedad. Por ello, "el individuo, en cierta medida, permanece en
el grupo si sus ideas encuentran respuesta por otros actos similares, porque la conformación de la
identidad del yo colectivo se da en el movimiento" (Habermas, 1987: 78).

En el contexto social moderno, los sujetos se identifican con los diversos grupos a los que están
adscritos, en la medida que encuentren en ellos formas de participación, donde reafirman
continuamente su pertenencia y diferencias con los otros. Pero no en todos los grupos los sujetos
encuentran satisfacción a sus expectativas, sus aspiraciones, ni asumen en su totalidad el complejo
simbólico cultural de un grupo. En realidad, una vez que lo aceptan, lo resignifican nuevamente y
continuamente de acuerdo con las condiciones sociales imperantes.

Por ejemplo, un sujeto que pertenece a una familia y profesa una religión, es miembro de un club
deportivo y de un partido político y labora en una escuela asumirá preferentemente el repertorio
cultural del grupo que más satisfaga sus intereses; es decir, si desea dedicarse a la política, buscará
involucrarse en las actividades que realicen al interior del partido al que está afiliado, y sin embargo, no
necesariamente conocerá y comulgará con los principios ideológicos de éste. En realidad sólo atenderá a
aquello que le es útil para conseguir su meta, como pueden ser algunos datos históricos que dieron
singularidad al partido: las razones por las que surgió el partido, el nombre de quién ganó una
candidatura, el lema del partido y tal vez algunos de los principios ideológicos; pero la interpretación
que haga de esto, especialmente de los dos últimos elementos mencionados, será de acuerdo al
contexto en donde está inmerso; es decir, no los interpretará igual en un momento de auge que en uno
de crisis de los partidos políticos; o bien en una sociedad con un elevado grado de apatía, que en una
sociedad altamente politizada.
Pero no necesariamente ese sujeto se preocupará por conocer y menos asumir lo que implica ser un
académico competente, ya sea porque no le interesa destacar en esa actividad o porque en ese espacio
no encuentra oportunidades para destacar como él lo desea. Y todavía más, puede ser que tenga escaso
o nulo contacto con la organización religiosa a la que está adscrito. Sin embargo, si un día lograra una
candidatura administrativa seguramente la tomará como emblema y hablará de la importancia de ésta.

La identidad no es más que la representación que tienen los agentes (individuos o grupos) de su posición
(distintiva) en el espacio social y de su relación con otros agentes, individuos o grupos que ocupan la
misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio. Por eso, el conjunto de
representaciones que, a través de las relaciones de pertenencia, definen la identidad de un determinado
agente nunca desborda o trasgrede los límites de compatibilidad definidos por el lugar que ocupa en el
espacio social (Giménez, 2000: 70).

La representación que construyen los sujetos de su posición en el contexto social tiene un ingrediente
más, el valor positivo o negativo (mejor o peor, inferior o superior), que le atribuyen al hecho de
pertenecer a un grupo y no a otro. Esta situación de "valorización de sí mismo" respecto a los demás es
lo que despierta en los sujetos el muy referido sentimiento de pertenencia, el orgullo de ser parte de ese
grupo que goza de una imagen altamente valorada.

De ahí que se formulen eslóganes como: "Orgullosamente mexiquense", "Orgullosamente hidalguense",


"Orgullosamente UNAM"; constituyen una cuestión publicitaria, un mensaje a través del cual se trata de
promover la identidad, desde arriba, ya que

cuando la identidad no puede construirse en la base, a través de la participación popular, se construye


en la cúpula, a base de la imposición de mitos, héroes y líderes. La característica de estas identidades
vagas y frágiles es la adscripción del individuo al grupo por medio de la mimesis, la repetición (el
eslogan), los ritos, el líder que da su nombre a la multitud anónima convertida en masa (Paris, 1990: 81).

La forma en que se valora a los distintos grupos es un elemento importante y, en muchos casos,
determinante en la construcción de la identidad, porque la identidad es la representación que tienen de
las posiciones de los grupos y las diferencias de posiciones en la sociedad, la cual se manifiesta en los
procesos de interacción social, con un carácter selectivo. Por ello, también
[...] se puede tener una representación negativa de la propia identidad, sea porque ésta ha dejado de
proporcionar el mínimo de ventajas y gratificaciones requerido para que pueda expresarse con éxito
moderado en un determinado espacio social, sea porque el actor social ha introyectado los estereotipos
y estigmas que le atribuyen —en el curso de las "luchas simbólicas" por las clasificaciones sociales— los
actores (individuos o grupos) que ocupan la posición dominante (Paris, 1990: 67).

En este sentido, Erving Goffman planteaba en su obra Estigma: la identidad deteriorada (en 1967), que
"el estigma no tiene que ver con los atributos sino con las relaciones, porque un atributo ni es digno de
crédito, ni no lo es, como una cosa en sí misma". Las personas estigmatizadas aprendan a manejar esta
situación cultivando categorías de "el otro simpatizante", en cuya presencia pueden estar seguros de ser
aceptados. Así, el ser aceptado por la sociedad depende de que el individuo estigmatizado aprenda a
alojar su condición con los estereotipos de la sociedad.

Las cuestiones que hemos revisado hasta aquí están integradas fundamentalmente en dos conceptos de
identidad colectiva:

1. Para Catalina Arteaga la identidad colectiva es "la autopercepción de un nosotros relativamente


homogéneo en contraposición con los 'otros', con base en atributos o rasgos distintivos, subjetivamente
seleccionados y valorizados, que a la vez funcionan como símbolos que delimitan el espacio de la
'mismidad identitaria'" (Arteaga, 2000: 54).

2. Andrés Piqueras concibe a la identidad colectiva como:

La definición que los actores sociales hacen de sí mismos en cuanto que grupo, etnia, nación, en
términos de un conjunto de rasgos que supuestamente comparten todos sus miembros y que se
presentan por tanto, objetivados, debido a que uno de los procesos de formación y perpetuación de la
identidad colectiva radica precisamente en que se expresa en contraposición a otro u otros, con
respecto a los cuales se marcan las diferencias (Piqueras, 1996: 274–275).

Comparando los dos conceptos anteriores encontramos que hay cuatro aspectos fundamentales de la
identidad colectiva:

Primero: es una construcción subjetiva de los propios sujetos.


Segundo: se expresa en términos de un nosotros en contraposición con los otros.

Tercero: el punto de partida son los rasgos o elementos culturales seleccionados por la propia
colectividad.

Cuarto: estos últimos constituyen su cultura, de ahí que algunos autores, especialmente del campo de la
antropología prefieran hablar de identidad cultural (Aguirre, 1999; Giménez, 1992).

La identidad colectiva como identidad cultural

Partimos de la premisa fundamental de que no hay sociedad sin cultura, ya que la formación de una
sociedad conlleva la formación de su cultura; ésta surge en el proceso mismo de constitución del grupo;
después la suma de las experiencias grupales va conformando la cultura del grupo.

Pero ¿qué es la cultura? Esta interrogante ha tenido infinidad de respuestas. En el terreno de la


antropología, las posturas varían, desde la definición de Edward Tylor (1871), quien concibe a la cultura
como el conjunto de conocimientos, normas, hábitos, costumbres, valores y aptitudes que el hombre
adquiere en la sociedad; otros la reducen a las instituciones que mantienen una relación funcional con la
constitución psicológica de los individuos (Benedict, 1934; Linton, 1936); o a las ideas a fenómenos
puramente mentales; es decir, a los significados y valores que están más allá de los sentidos (White,
1959; Barfield, 2000: 139–142); para la corriente antropológica materialismo cultural, la cultura
comprende todos los aspectos de la vida, socialmente aprendidos, tanto la forma de pensar como la de
actuar (Marvin Harris, 1966). Autores como Clifford Geertz (1991) señalan que la cultura es una red de
significados con arreglo al cual los individuos interpretan su experiencia y guían sus acciones (Harris,
1999: 17–18).

Consideraremos a la cultura como un sistema de creencias, valores, normas, símbolos y prácticas


colectivas aprendidas y compartidas por los miembros de una colectividad, que constituyen el marco de
sus relaciones sociales. Decir que la cultura es un sistema de creencias, valores y normas implica que los
miembros de cada sociedad generan un conjunto de máximas, a partir de las cuales dan sentido a sus
acciones e interpretan los acontecimientos de la vida diaria; de ahí que se diga que la cultura es "[.] el
medio en el cual los individuos se forman y del cual extraen las claves y contenidos explicativos así como
el instrumental descodificador, interpretativo y valorativo que les permite interactuar con el resto de las
personas que integran o comparten tal cultura" (Piqueras, 1996: 108).

Pero esos repertorios "ideacionales" no son permanentes y estables, ciertamente durante el proceso de
socialización los sujetos van adquiriendo, a través de las instituciones, los repertorios de ideas mediante
los cuales guían su comportamiento; pero no se trata de la programación automática de seres humanos
idénticos, por el contrario, estamos hablando de sujetos con diferentes intenciones, aspiraciones y
capacidades. Esto implica que en las prácticas colectivas con las cuales interactúan entre sí, aprenden
nuevos comportamientos que pueden modificar sus ideas.

La proposición que complementa el concepto de cultura es que tanto las ideas como los
comportamientos se aprenden y se transmiten en determinados contextos sociales. Esto significa que
para que los nuevos miembros puedan integrarse a la sociedad e interactuar con los demás es necesario
que aprendan los repertorios, y ello requiere de ciertos mecanismos de transmisión, los cuales también
dependen del contexto social en donde se encuentren. Esto es, de las condiciones imperantes, del
momento histórico–temporal.

Por lo tanto, la formación de la cultura es un proceso dialéctico, en la medida en que a través de la


interacción se generan repertorios de ideas, que los individuos materializan en sus comportamientos, y
éstos, a su vez, conllevan cambios en las normas, valores, creencias e ideales aprendidos y transmitidos
por ciertos mecanismos. Esos repertorios de ideas y prácticas colectivas específicas son los rasgos que
caracterizan a los miembros de una colectividad.

Del concepto de etnia al concepto de etnicidad

Desde la perspectiva antropológica, el grueso de los trabajos sobre identidad están relacionados con la
identidad étnica, de ahí que sea necesario hacer una breve revisión sobre el significado de este término
para contrastarlo con el de etnicidad, el cual constituye, dentro de la antropología, un cambio de
dirección en la forma de abordar el tema de la identidad.
El término etnia ha tenido variaciones en su significado; en Grecia encontramos que el término etnos
era empleado para referir una multitud de personas (o de animales) que representaban una amenaza de
invasión, por ello "[...] se denomina étnicos a las turbas y hordas amenazadoras, como los persas y sobre
todo a los bárbaros" (Aguirre, 1999: 18). Sin embargo, a partir de la ocupación otomana, los griegos son
considerados esclavos y denominados los étnicos; por eso cambia el significado de la palabra etnos, para
referir ya no a los amenazadores, sino a los amenazados. Así, el término étnico pasa a significar "los
propios" de un lugar.

A partir del XIX se estudia la identidad relacionada con los tres componentes de la etnia: raza, lenguaje y
cultura. El término étnico se empleaba en el discurso antropológico para referirse a una comunidad que

en gran medida se autoperpetúa biológicamente, comparte valores culturales fundamentales, realizados


con unidad manifiesta en formas culturales, integra un campo de comunicación e interacción, cuenta
con unos miembros que se identifican a sí mismos y son identificados por otros y que constituyen una
categoría distinguible en otras categorías del mismo orden (Barth, 1978: 11).

El trabajo antropológico centró su atención en la elaboración de etnografías de comunidades,


especialmente indígenas, en las que se buscaba describir todos los aspectos de la comunidad:
geográfico, histórico, político, económico y, por supuesto, el cultural; es decir, la religión, lengua,
tradiciones, costumbres, mitos, leyendas y fiestas propias de cada lugar.

Posteriormente, Fredrik Barth en su obra Los grupos indígenas y sus fronteras sustituye el concepto de
etnia por el de etnicidad, lo cual significó un cambio radical no sólo en la forma de hacer trabajo
antropológico, sino también en la concepción de la identidad. La etnicidad implica, entonces, dos
cuestiones: por un lado, que dentro de un mismo territorio podemos encontrar diversas comunidades,
y, por lo tanto, el aspecto geográfico deja de ser un referente básico de la comunidad. Se trata, en
palabras de Gilberto Giménez, de una disociación entre cultura y territorio. La etnicidad es una categoría
que implica abordar a las comunidades, ya no desde el punto de vista externo del observador, sino a
partir del punto de vista interno, o sea desde la perspectiva de sus miembros.

En este sentido, cambia la concepción de la identidad, porque cuando se hablaba de etnia, se hacía
referencia al conjunto de rasgos culturales que el investigador registraba como propios de una
comunidad; en cambio, bajo la idea de la etnicidad, lo que identifica a una comunidad son los elementos
culturales enunciados por los sujetos; "no son la suma de diferencias objetivas, sino solamente aquellas
que los actores mismos consideran significativas. Algunos rasgos culturales son utilizados por los actores
como señales y emblemas de diferencia; otros son pasados por alto y en algunas relaciones, diferencias
radicales son desdeñadas y negadas" (Barth, 1978: 15).

La identidad étnica hace alusión a los rasgos culturales de un grupo, mientras que la identidad entendida
como etnicidad se refiere a los rasgos culturales con los que se autodefinen los sujetos pertenecientes a
distintos grupos. Por ello se dice que "la etnia es una cualidad de identificación cultural cuasifísica; en
cambio la etnicidad es una cualidad de identificación cultural–psico–sociológica, de autoadscripción–
heteroadscripción, hasta el punto de que al pertenecer un individuo a varios grupos tiene varias
culturas, eso sí, asimétricas y mutantes" (Aguirre, 1999: 52). Por lo tanto, la etnicidad implica que la
identidad se construye por la autoadscripción de los miembros al grupo y por la heteroadscripción de los
miembros cuando reconocen al grupo desde fuera.

Gilberto Giménez define a la identidad cultural como "el conjunto de repertorios culturales
interiorizados (representaciones, valores, símbolos), a través de los cuales los actores sociales
(individuales o colectivos) demarcan sus fronteras y se distinguen de los demás en una situación
determinada, todo ello dentro de un espacio históricamente específico y socialmente estructurado"
(Giménez, 2000: 54).

Por su parte, Ángel Aguirre Baztán plantea que la identidad cultural es "la nuclearidad cultural que nos
cohesiona y diferencia como grupo, y que nos otorga eficacia en la consecución de los objetivos
(legitimantes) del grupo al que pertenecemos, esta identidad cultural es abierta, necesita del otro y
debe desarrollar comunicación, encuentro y participación con el otro" (Aguirre, 1999: 74).

En esas definiciones se enfatiza el conjunto de elementos culturales a partir de los cuales se vinculan los
sujetos, no con un grupo sino con varios, tantos como ellos lo decidan; pero no se trata de los elementos
culturales objetivos, sino de los subjetivos; es decir, de aquellos que los sujetos seleccionan para
autodefinirse y, a la vez, diferenciarse de los otros. De ahí que la identidad cultural sea una construcción
compleja basada en dos procesos: la autoadscripción y la heteroadscripción de los sujetos; o sea, la
pertenencia a la colectividad desde dentro y desde fuera de ésta.

En este sentido, los rasgos culturales de una comunidad no constituyen en sí mismos la identidad
cultural, sino los referentes identitarios a partir de los cuales los sujetos construyen la identidad cultural.

Referentes identitarios
Entendemos por referentes identitarios a los elementos culturales propios de un grupo, entre los que se
encuentran: etnohistoria, creencias, valores y normas, lengua, productos materiales y prácticas
colectivas.

La etnohistoria es definida como el conjunto de "hechos significativos que clarifican la identidad


biográfica del grupo"; es decir, aquellos acontecimientos que han sido interiorizados por los miembros
de un grupo, no la suma de datos históricos que constituyen la historia del grupo, sino las fechas de
ciertos momentos y los símbolos generados en ellos, los nombres, los lugares, aquello que los sujetos
consideran relevante, porque les permite entenderse y a la vez, los guía en la configuración de su futuro.
Por ello se dice que las identidades se construyen sobre el pasado del grupo, particularmente sobre
momentos "preferentes" de su historia" (Paris, 1990: 86).

Las creencias son sistemas de ideas sobre Dios, el mundo y el hombre, que tiene una comunidad, y
desde las que interpreta la realidad; por eso se incluyen como creencias, la religión, los mitos, las
tradiciones, las costumbres, la filosofía y la ideología; es la cosmovisión de una comunidad. En este
sentido, las creencias o convicciones formadoras de conciencia son elementos importantes para la
construcción de la identidad; no sólo porque a partir de ellas lo sujetos entienden su realidad, sino
porque dan sentido a la vida y formas de comportamiento de los sujetos y aceptación de los roles
sociales y normativos, que propiamente integran su identidad, sustentada en valores.

Los valores sociales son esquemas a partir de los cuales se conduce el comportamiento de los sujetos;
de ahí que cada comunidad establece lo que se debe hacer y lo que se prohíbe, y al mismo tiempo son
provistas las sanciones para quienes falten a lo pactado socialmente. Se trata de "reglas de acción"
enunciadas como valores morales y normas, sin las cuales el comportamiento humano no tiene rumbo o
destino y derivaría en una "dejadez en la acción grupal para conseguir las metas" (Aguirre, 1999: 70).

La comunicación entre los miembros de una comunidad se realiza fundamentalmente a través del
lenguaje, por ello en los trabajos que abordan la identidad étnica, la cuestión lingüística es considerada
como un referente identitario esencial, como "una expresión del denso entramado de relaciones
sociales que constituye la comunidad" (Medina, 1992: 19). Para interactuar al interior y hacia fuera cada
comunidad genera sus propios lenguajes: escritos, hablados y gestuales, que los miembros de la
comunidad van integrando a su forma de ser.
Además de los lenguajes objetivos, las comunidades van creando a lo largo de su historia, símbolos y
rituales, que en su conjunto forman entramados simbólicos, con enorme densidad semántica, por medio
de los cuales comunican a los demás su forma de pensar y de ser.

Parte importante del lenguaje escrito lo constituyen las expresiones como la narración, la poesía, la
música, entre otras, ya que

el lenguaje exhibe por sí mismo un aura de primordialidad o una connotación ancestral, que lo enlaza
con el mito de los orígenes, con la vida y la muerte. En algunas de sus expresiones como la poesía y el
canto, actualiza en forma a la vez sensible y extremadamente emotiva, la comunión entre los miembros
del grupo. También es considerado como herencia de los antepasados, de la comunidad y, por lo tanto,
está estrechamente ligado con la tradición (Giménez, 1992: 62).

Los rituales entendidos como "actos pautados, repetitivos, que cohesionan y vertebran al grupo, de cuya
ejecución se derivan actos de eficacia simbólica" (Aguirre, 1999: 73), juegan un papel esencial en "la
comunicabilidad" de los lenguajes y en la apropiación de éstos por parte de los sujetos. Entre los rituales
encontramos los usos, costumbres y tradiciones que se observan en las fiestas, ceremonias,
peregrinaciones y otras expresiones de la vida comunitaria, que comprenden sus roles sociales y el
derecho consuetudinario. Los rituales también son conocidos como prácticas colectivas.

Todas las comunidades producen una serie de objetos materiales, entre los que se hallan herramientas,
monumentos, edificios, artesanías, tecnología, música, que se convierten en productos culturales;
cuando los sujetos les atribuyen un valor simbólico los utilizan para mostrar su pertenencia a la
comunidad y así promover su identidad.

 La identidad no surge de forma “espontánea”. Por el contrario, se trata de una construcción que
los miembros de la comunidad realizan a partir de la cultura que poseen, en un contexto social
determinado y a partir de una participación comprometida. Dicha participación es un vehículo
para el desarrollo de sentimientos de pertenencia. Si bien no hay fórmulas únicas para lograr
una adecuada creación de vínculos entre los miembros de una institución educativa, habida
cuenta de las diferencias personales, sí hay criterios basados en idearios que se consideran
básicos.

Lo emocional como punto de partida motivacional


El factor emocional en este proceso de identificación y, dado el carácter de importancia en la
construcción del espíritu de pertenencia, se encuentra condicionado por múltiples variables. Algunas de
ellas son la etapa escolar en la que se encuentran los alumnos/as, el contexto familiar-social, el bagaje
cultural…

Los primeros años de escolaridad se hallan atravesados por una gran carga emocional, mientras que
durante la adolescencia más que emocional es racional, pues se encuentra atravesada por intereses,
motivaciones, integración en grupos heterogéneos, etc. propios de la etapa.

La posibilidad de crear vínculos en la escuela desde la dimensión afectiva-emocional genera


reconocimiento propio y de los otros. Esto implica apego y adhesión al grupo de pertenencia, una
variable indispensable que incide exponencialmente en el proceso educativo. Al identificarse con otros,
compartir roles, reconocer actitudes, el estudiante se vuelve capaz de identificarse él mismo, de adquirir
una identidad subjetivamente coherente y plausible.

Resulta pertinente reconocer que la autopercepción en los niños/as o jóvenes, que en su contexto
educativo vivencia son signos y rasgos que brindan identidad cultural a sus integrantes y constituye un
punto de partida en la adhesión a su comunidad. Ellos son parte de esa comunidad y, si se les brinda la
posibilidad de participar e interactuar, pueden no solo pertenecer, sino también “ser referentes” en ese
contexto. Componentes y variables que influyen en la “valorización de sí mismo” y, en consecuencia, en
la calidad de su proceso de aprendizaje.

La creación de un clima institucional favorable resulta central, pues incide en el comportamiento y en los
resultados de los alumnos en su proceso de formación. Desde esta perspectiva un auténtico desafío
docente apunta al logro de una convivencia sustentada a través del diálogo, el debate, el respeto, la
reflexión… Aún en las diferencias y sin imponer mecánicamente, sino generando una opción válida al
internalizar vínculos de pertenencia e identidad.

Los siguientes cuadros dan cuenta, sintéticamente, de algunos componentes básicos esenciales en la
construcción de la cultura organizacional de la escuela y de su clima institucional.

El proponer estrategias pedagógico-didácticas que otorguen los elementos indispensables para construir
categorías nocionales que promuevan la convivencia cotidiana en la comunidad escolar respalda la
posibilidad de alcanzar estas intenciones educativas.
Si bien no existen fórmulas únicas, pues cada institución en su contexto temporo-espacial-social es una
unidad en la diversidad, hay enfoques, criterios y requisitos que se consideran básicos para fomentar un
clima institucional que permitan vivenciar una percepción positiva de la comunidad.

Desde la dimensión institucional-pedagógica y entendiendo las mismas como ejes desde donde pensar
la importancia de promover en la institución escolar el “sentido y espíritu de pertenencia” se sugieren a
continuación, sintéticamente, algunas actitudes, componentes y variables que promueven vínculos
relevantes que permiten abordar la problemática de fomento de un clima institucional favorable entre
los miembros de una comunidad educativa.

¿Qué valores fomentar para que los miembros de la comunidad educativa se consideren parte de ella?

Respeto por las iniciativas individuales.

Participación respetando las diferencias.

Autonomía personal.

Libertad con responsabilidad.

Práctica del trabajo común como eje enriquecedor en las relaciones interpersonales.

Sensibilidad respecto del contexto interno.

Fomento de prácticas colectivas de trabajo.

Actitud de servicio frente a la problemática del entorno de la comunidad local.

El implementar un Proyecto Educativo Integral resulta una valiosa estrategia de trabajo cooperativo e
implica conocer las metas de la comunidad educativa desde dos vertientes.

En primera instancia respetar su construcción cultural, hábitos, acciones, relación con el contexto local…

En segunda instancia participar, involucrarse individual y grupalmente proponiendo y compartiendo


soluciones.

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