Deutscher Isaac Herejes y Renagados Ed Ariel 1970
Deutscher Isaac Herejes y Renagados Ed Ariel 1970
Stalin, ha sido, junto con E. H. Carr, el más destacado historiador de la revolución rusa y de la
Unión Soviética. HEREJES Y RENEGADOS es una colección de escritos muy polémicos, que
abarca desde una crítica de varios intelectuales ex-comimistas o izquierdistas CSitone,
Koestler. Gide, Louis Fischer. Richard Wright. Spender y Oweíl) hasta un análisis de ia
sociedad y del estado soviéticos a la muerte de Stalin, pasando por varios ensayos históricos
sobre el régimen bolchevique. Prólogo de Edward Hallett Carr. Traducción de Juan Carlos
García Borrón.
ISAAC DEUTSCHER
HEREJES Y
RENEGADOS
CARLOS BERMAH
ISAAC DEUTSCHER
HEREJES Y RENEGADOS
EDICIONES ARIEL
Esplugues de Llobregat BARCELONA
Título original: HERETICS AND RENEGADES
Cubierta: Alberto Corazón© 1955 y 1969: Tamara Deutscher © 1969 de la introducción: Edward Hailett Carr © 1970 de la
traducción castellana para España y América: Ediciones Ariel, S. A., Esplugues de Llobregat (Barcelona) Depósito legal: B.
21.994-1970 Impreso en España
INTRODUCCIÓN
La prematura y lamentada muerte de Isaac Deutscher en agosto de 1967 ha incitado en todo el amplio círculo
de sus admiradores y lectores el deseo de revisar su obra en total. Es posible que en cualquier estimación
definitiva, para la que difícilmente podría creerse llegado el momento, los numerosos artículos y ensayos de que
fue autor en una gran diversidad de periódicos y revistas de todo el mundo, pesen poco en comparación con sus
grandes biografías de Stalin y Trotski. No obstante, Deutscher les dedicó mucho tiempo y mucha reflexión;
fueron escritos simultáneamente con las obras más importantes, y forman una parte sustancial del legado literario
de su autor. Muchos de ellos fueron ya reunidos y reimpresos, en vida de Deutscher. Herejes y renegados es una
reedición de un volumen que apareció por primera vez en 1955.
Las conquistas y los fracasos de la revolución rusa de 1917 fueron el tema en el que se centró todo el interés
de Isaac Deutscher; su mérito más sobresaliente, casi único, ha consistido en cómo pudo lograr una apreciación
profunda y equilibrada de tales conquistas y fracasos. Eso es lo que hizo de él una figura polémica y lo que
determinó su posición —a medio camino entre los dogmáticos y devotos fanáticos por una parte, y los
dogmáticos e implacables críticos por otra— entre los que han escrito sobre comunismo o sobre asuntos
soviéticos. Deutscher no volvió nunca a la Unión Soviética desde los comienzos de la década de 1930; y ni su
nombre ni sus escritos han sido nunca mencionados en la prensa soviética, excepto contadas ocasiones, en
términos de oprobio. Pero, comoquiera que los devotos fanáticos de la Unión Soviética han casi desaparecido en
el mundo de habla inglesa de las dos últimas décadas, ha sido a los implacables enemigos del régimen soviético
a quienes más a menudo se ha opuesto en sus escritos. Entre ese tipo de críticos, generalmente los más
amargados y persistentes eran los ex-comunistas. Algunos de éstos formaron la punta de lanza de la mayoría de
ataques a la obra de Deutscher.
El título Herejes y renegados hace referencia a ese conflicto de ideas, aunque solamente tiene directa apli-
cación a la primera parte de este volumen, o, más exactamente, a su primer tema, una revisión del un tiempo
famoso libro The God that Failed, en el que, hace unos veinte años, seis distinguidos ex-comunistas mani-
festaron su desilusión por la causa que anteriormente habían abrazado. De los seis, Ignazio Silone es con mucho
el más simpatizante y persuasivo —en parte, sin duda, como indica Deutscher, por su condición de miembro del
partido comunista en el período más antiguo y genuinamente idealista de éste—; los que ingresaron en partidos
comunistas en la atmósfera ya más cínica de la década de 1930, al hacerse comunistas se hicieron stalinistas, y,
como ex-comunistas, son, en acertada frase de Deutscher, "stalinistas del revés".
Pero el ensayo de esa primera parte que a la mayoría de las personas les interesará más releer está consagrado
no a un ex-comunista, sino a otro izquierdista desilusionado, George Orwell; y tiene la forma de una revisión de
la última novela de éste, 1984. El ensayo de Deutscher analiza las fuentes de Orwell — en primer lugar, la
novela Nosotros, de Zamiatin,
5
que Orwell había leído en una traducción francesa — y ofrece un estudio extraordinariamente sutil e imparcial de
los objetivos de Orwell y de las ambigüedades de su cuadro, basados, irnos y otras, en una antigua y prolongada
antipatía hacia la sociedad occidental, que tan bien conocía, y en un aborrecimiento, adquirido más
recientemente, de la sociedad rusa, que conocía por informes. Deutscher ve 1984 como una destilación de la
"desesperación ilimitada" de Orwell, que anuncia el advenimiento del "milenio negro, un milenio de
condenación".
No estaría bien que yo pasase en silencio la larga nota, escrita en 1954 y reimpresa aquí, sobre los cinco
primeros volúmenes de mi Historia de la Rusia soviética, especialmente cuando dicha nota arroja mucha luz
lateral sobre aspectos de la concepción que de la historia soviética de los primeros años tiene el propio
Deutscher. Éste me llama "gran respetador de la política, y despreciador —a veces— de los principios y las ideas
revolucionarias", y habla de mi "impaciencia ante las utopías, los sueños y la agitación revolucionaria". Yo
debería esforzarme en corregir cualquier tendencia de ese tipo que haya en mí. Pero ¿no se inclina Deutscher del
lado contrario? ¿No fija a veces su mirada tan atentamente en utopías revolucionarias y en ideas revolucionarias,
que pasa por alto los motivos de conveniencia que con frecuencia han dirigido la política, incluso en el período
de Lenin? Es notorio que así es en su crítica de mi narración de las negociaciones germano-soviéticas que
condujeron a Rapallo. Proyectar sobre aquellos acontecimientos anteriores los modos stalinistas de 1939 sería,
desde luego, un anacronismo total; en aquel tiempo la Rusia soviética no pensaba en recobrar los territorios
perdidos en beneficio de Polonia. Pero si Deutscher hubiera podido leer los numerosos documentos, conservados
en los archivos alemanes, de las conversaciones con Chicherin, Kopp, y otros negociadores soviéticos, antes y
después de Rapallo, no habría escrita que el sueño alemán de "desmembrar Polonia con la ayuda soviética ... no
consiguió respuesta alguna de parte de la democracia soviética o del gobierno bolchevique", o que los estadistas
soviéticos no estaban dispuestos a "jugar la carta polaca". Después de la invasión polaca de 1920, el miedo y la
desconfianza sentida ante una Polonia agrandada y engreída por las adquisiciones de Versalles y de la época que
siguió a Versalles, pesaron más que cualquier idea revolucionaria que hubiera podido inhibir a los sovié ticos de
un trato con la Alemania de Weimar.
Pero la dedicación de Isaac Deutscher a los principios de la revolución, aunque pueda haberle llevado a una
ocasional interpretación unilateral, fue un inmenso manantial de fuerza. En la batalla constante, que
generalmente acaba en compromiso, entre los principios y los motivos de conveniencia, el utopismo y el
realismo, la fe y el cinismo, el optimismo y la desesperación, Deutscher se puso resueltamente del lado de los
primeros. Como heredero de la Ilustración y del marxismo, creía firmemente en la razón, y en la posi bilidad de
extender el control racional sobre los destinos humanos. Ése es hoy un modo de ver raro y que no está de moda.
Pero tanto más valioso resulta el perder de vista los utilitarismos. Aquella creencia fue la que inspiró su
penetrante crítica de la desesperación de George Orwell, y la que hizo de Deutscher, en los quince últimos años
de su vida, un estudioso de los asuntos soviéticos mucho más eficaz que la multitud de críticos que habían
tratado de desacreditar su utopismo y su optimismo.
Isaac Deutscher entendió, con más claridad que la mayoría, que la gran expansión industrial de la Unión
Soviética en los últimos cuarenta años, la difusión de los servicios sociales y de la educación — alfabetización
para todos y educación superior para un círculo siempre creciente de administradores, directores y dirigentes po-
líticos— habían transformado de cabo a rabo la sociedad, y habían producido nuevas fuerzas y nuevas demandas
que un día tienen que manifestarse. Con rápida visión, percibió — y escribió públicamente a los pocos días de la
muerte de Stalin — que el final de Stalin tenía que traer el final del stalinismo, al dar suelta a las fuerzas
reprimidas de la revuelta y la reforma. Aquellos pronósticos, que en lo fundamental han sido justifi cados por los
acontecimientos, fueron el tema de Rusia después de Stalin, publicado en 1953 .
Cuando se publicó Herejes y renegados, en 1955, la era ele Jruschov acababa de empezar, y todavía tendrían
que esperar un año las sensacionales revelaciones del XX congreso del partido comunista. Era un momento de
transición. En el combinado que se ofrece en este volumen, hay tres artículos que ilustran la atmósfera de aquel
tiempo: un cuadro de los últimos años del gobierno de Stalin, escrito en 1955, una réplica a los críticos de Rusia
después de Stalin, y una descripción de los primeros meses del deshielo literario iniciado en 1953. Un cuarto
artículo, escrito a los pocos días de la caída de Beria, es una de las raras incursiones de Deutscher en la
kremlinología — arte de especular en el papel personal de los individuos dirigentes—, un género que, por lo
general, eludió. Su fuerte fue siempre el análisis de las tendencias a largo plazo, no el episodio sensacional de
actualidad.
A todo lo largo de esos artículos, el mensaje de Deutscher es siempre un mensaje de esperanza. En el
momento culminante del culto a Stalin, "parecía como si la historia de Rusia se hubiese detenido". Pero eso era
una ilusión óptica: "la apariencia de estancamiento ocultaba un movimiento inmenso". Después de la muerte de
Stalin, y del deshielo, escribía: "una recaída prolongada en el stalinismo es muy improbable"; porque la historia
ha "abierto un nuevo capitulo en Rusia".
La camisa de fuerza stalinista ajustaba bien a "una sociedad esencialmente primitiva, preindustrial, entregada a
una ferviente industrialización y colectivización". Pero "un estado industrial moderno no puede permitir que sus
energías creadoras estén tan constreñidas, a menos que esté dispuesto a pagarlo con un definitivo
estancamiento". Las ambigüedades de la situación quedan resumidas en una frase feliz: "La presente estructura
social de la Unión Soviética está ya establecida demasiado firmemente para deshacerse, pero no lo bastante
firmemente para que funcione del todo por sí misma, sin coerción desde arriba".
El tema permanecía abierto cuando se escribieron aquellos artículos; y, a pesar de muchos cambios dra-
máticos en la década siguiente, hoy continúa abierto. No obstante, en el período relativamente breve de los
quince años siguientes a la muerte de Stalin, la escena rusa ha experimentado una inmensa transformación. Los
cínicos y los pesimistas, que creían que la revolución había sido congelada por Stalin en un molde totalitario
irrompible, han sido desmentidos. Jruschov no fue simplemente un Stalin con traje de fantasía; y la cautela y las
vacilaciones de los dirigentes de hoy no ocultan el fermento que late bajo la superficie. Parece inverosímil que
un pueblo tan poderoso y turbulento, salido tan recientemente de la experiencia de la revolución, vaya
hundiéndose lentamente en un proceso de estancamiento monótono y sin incidencias notables. Parece
inverosímil que el espíritu de la revolución, y las visiones utópicas fomentadas por éste, hayan desaparecido por
entero de la consciencia de la nueva generación; y, si eso es cierto, la fe y el optimismo de que Isaac Deutscher
fue tan persuasivo expositor siguen teniendo sólidos fundamentos.
E. H. Carr
Trinity College.
Cambridge.
PREFACIO
Algunos de los ensayos incluidos en el presente volumen aparecen aquí por primera vez; otros fueron
escritos para diversos periódicos británicos, norteamericanos y franceses. La mayor parte de esta colección
consiste en escritos francamente polémicos; y el libro entero se ocupa del tema más polémico de nuestro tiempo:
la sociedad soviética. Querría pensar que, aunque escritos en momentos diversos y desde ángulos iferentes, estos
ensayos poseen una cierta unidad de pensamiento, que vincula sus diferentes líneas de ideas en algo parecido a
un esquema no premeditado. Pero soy también consciente de que, al presentarlos en forma de libro, me expongo
de una manera inevitable a escudriñar las oscilaciones de mi pensamiento a lo largo de los años. Pero sólo las
mentes muertas no oscilan; y las oscilaciones de mis propias opiniones no van, quizá, más allá de límites
compatibles con una básica coherencia de perspectiva.
He tratado de oponer una visión analítica, sociológica e histórica de la sociedad soviética a las lamentaciones de
los ex-comunistas sobre el "Dios" que cayó,1y a sus gritos de desesperación y denuncia. El lector puede detectar
la misma nota fundamental — una nota de nihil desperandum— que recorre todo este libro, desde las
reflexiones sobre la "consciencia de los excomunistas hechas en los Estados Unidos, a comienzos de 1950, en la
caldeada atmósfera del proceso Hiss, a través del artículo sobre Orwell, escrito durante la controversia sobre
1984 que agitaba al público británico, hasta el estudio del "fermento de ideas post-stalinista", con el que termina
este volumen.
El conocimiento de la perspectiva histórica me parece el mejor antídoto contra el excesivo pesimismo, así
como contra el extravagante optimismo, acerca de los grandes problemas de nuestro tiempo (al menos, mientras
no se trate del peligro de autodestrucción de la humanidad por las armas nucleares, un peligro al que el
historiador no puede encontrar precedentes). Los "Ensayos históricos", y muchos pasajes desperdigados por el
resto de este libro, tratan en particular de correlacionar la experiencia de la revolución rusa con la de la gran
revolución francesa, y averiguar en qué se ha repetido la historia y en qué no ha querido hacerlo. Otro grupo de
escritos examina el fondo social y económico de la Unión Soviética durante el final de la era de Stalin. La última
sección del libro, "Rusia en transición", contiene una explicación parcialmente hipotética del asunto Beria;
escrita en julio de 1953, anticipa bastante claramente la caída de Malenkov. Ese ensayo fue escrito como epílogo
a mi libro Rusia después de Stalin, para sus diversas ediciones europeas y asiáticas; y el público británico lo ha
conocido hasta ahora principalmente por extractos publicados en el Times.
De los artículos y ensayos que he escrito en el curso de una amplia y a veces vehemente controversia inter -
nacional sobre Rusia después de Stalin, solamente incluyo aquí una réplica a mis críticos franceses. Hay en ésta
un punto que puede tener ahora mayor interés que el que tenía cuando fue escrito, a saber, el tema de las
implicaciones internacionales del crecimiento de la influencia militar en el régimen post-Stalin.
Tengo una gran deuda con Mr. Donald Tyerman por su consejo juicioso, crítico y paciente en la selec ción de
estos ensayos. Debo igualmente agradecimiento a los editores de The Times, The Times Literary Supplement,
The Listener, Somet Studies, The Repórter (Nueva York), Foreign Affairs (Nueva York) y Esprit (París) por
permitir la reimpresión de artículos que aparecieron en sus páginas.
1
Alusión a la obra, de varios autores, The Go<l that Failed ("El Dios que cayó"), de la que se habla en la Introducción.
I. D.
15 de febrero de 1955.
Coulsdon, Surrey.
1
Ignazio Silone cuenta que una vez dijo jocosamente a Togliatti, el líder comunista italiano: "La lucha final
será entre los comunistas y los ex-comunistas". Hay en esa broma una amarga gota de verdad. En las es -
caramuzas de propaganda contra la U.R.S.S. y el comunismo, los ex-comunistas o los ex-compañeros de viaje
son los tiradores más activos. Con la displicencia que le distingue de Silone, Arthur Koestler hace una
observación similar: "A todos los comodones insulares anticomunistas anglosajones os pasa lo mismo. Odiáis
nuestros lamentos de Casandra y os resentís de tenernos por aliados; pero, en fin de cuentas, nosotros, los
excomunistas, somos las únicas personas de vuestro bando que saben de qué se trata".
El ex-comunista es el enfant terrible de la política contemporánea. Aflora en los lugares y los rincones más
singulares. Nos aborda y nos obliga a escucharle en Berlín, para contar la historia de su "batalla de Stalin-
grado", librada allí, en Berlín, contra Stalin. Se le puede encontrar junto a de Gaulle: nada menos que André
Malraux, el autor de La condición humana. En el más extraño proceso político de los Estados Unidos, los ex-
comunistas han apuntado con el dedo, durante meses, a Alger Hiss. Otra ex-comunista, Ruth Fischer, denuncia a
su hermano, Gerhart Eisler, y echa en cara a los británicos que no le entregasen a los Estados Unidos. Un ex-
trotskista, James Burnham flagela a los hombres de negocios norteamericanos por su verdadera o supuesta falta
de conciencia de clase capitalista, y esteza un programa de acción para nada menos que la derrota universal del
comunismo. Y, ahora, seis escritores — Koestler, Silone, André Gide, Louis Fischer, Richard Wright y Stephen
Spender— se reúnen para exhibir y destruir al Dios que cayó.
La "legión" de los ex-comunistas no marcha en estrecha formación. Está desperdigada y ofrece un espectro
amplio y prolongado. Sus miembros se parecen mucho los unos a los otros, pero también difieren. Tie nen rasgos
comunes y características individuales. Todos han abandonado un ejército y un campamento: algunos como
objetores de conciencia, algunos como desertores, y otros como merodeadores. Unos cuantos se aferran
serenamente a sus objeciones de conciencia, mientras que otros reclaman vociferantemente comisiones en un
ejército al que se han opuesto de un modo encarnizado. Todos ellos llevan sobre sí pedazos y andrajos del
antiguo uniforme, complementados con los más fantásticos y sorprendentes trapos nuevos. Y todos llevan dentro
de sí sus comunes resentimientos y sus reminiscencias individuales.
Algunos se unieron al partido en un cierto momento y otros en un momento distinto; la fecha de su incor-
poración es de gran interés para comprender sus experiencias ulteriores. Por ejemplo, aquellos que entraron en el
partido en los años veinte llegaron a un movimiento en el que el idealismo revolucionario encontraba muchas
oportunidades. La estructura del partido era todavía fluida; no había entrado aún en el molde totalitario. La
integridad intelectual se valoraba aún en un comunista; aún no se había rendido al bien de la raison détat de
Moscú. Los que se unieron al partido en la década de 1930 comenzaron su experiencia a un nivel mucho más
bajo. Desde el principio fueron manipulados como reclutas en los cuarteles del partido por los sargentos mayores
del partido.
Esa diferencia es significativa para la cualidad de las reminiscencias de los ex-comunistas. Silone, que se
unió al partido en 1921, recuerda su primer contacto con verdadero entusiasmo; sus recuerdos transmiten
plenamente la excitación intelectual y el entusiasmo moral que latían en aquellos tempranos días. Los recuerdos
de Koestler y Spender, que llegaron al partido después de 1930, revelan la completa esterilidad moral e
intelectual de su primer contacto. Silone y sus camaradas se ocuparon intensamente de ideas fundamentales,
antes y después de ser absorbidos por los afanes del deber cotidiano. En la historia de Koestler, r su
encuadramiento y cometido en el partido dejan desde el primer momento en la sombra toda cuestión de ideal y
convicción personal. El comunista de primera hora era un revolucionario antes de convertirse, o de que se
supusiese que debía convertirse, en una marioneta. El comunista de alistamiento tardío apenas tuvo la
oportunidad de respirar el genuino aire de la revolución.
No obstante, los motivos originarios para su incorporación al partido fueron similares, si no idénticos, en casi
todos los casos: la experiencia de la injusticia o de la degradación social; el sentimiento de inseguridad
fomentado por crisis sociales o económicas; y el anhelo de un gran ideal u objetivo, o de una guía intelectual
digna de confianza, para moverse en el difícil laberinto de la sociedad moderna. Los neófitos del comunismo
sentían que las miserias del viejo orden capitalista eran insoportables; y la luz brillante de la revolución rusa
iluminaba con una extraordinaria nitidez aquellas miserias.
El socialismo, la sociedad sin clases, la desaparición del estado: todo eso parecía a la vuelta de la esquina.
2
Este ensayo apareció como reseña de The God that Failed en The Repórter (Nueva York), abril de 1950.
Pocos neófitos sospechaban la sangre, el sudor y las lágrimas que llenarían más tarde. El intelectual con vertido
al comunismo parecía a sus propios ojos un nuevo Prometeo, excepto que no estaba encadenado a la roca por la
ira de Júpiter. "A partir de aquel momento [así recuerda ahora Koestler su propio estado de ánimo en aquellos
días] nada podía perturbar la serenidad y la paz interior del converso, a no ser el miedo ocasional a perder de
nuevo la fe..."
Nuestro ex-comunista denuncia ahora amargamente la traición de sus esperanzas. Y le parece que tal cosa
casi no ha tenido precedentes. No obstante, cuando describe con elocuencia sus primeras esperanzas e ilusiones,
detectamos un tono extrañamente familiar. Exactamente de la misma manera rememoraban el desilusionado
Wordsworth y sus contemporáneos sus primeros entusiasmos juveniles por la revolución francesa:
Bliss was it in that dawn to be alive,
El comunista intelectual que se aparta emocional- mente de su partido puede pretender para sí una noble
ascendencia. Beethoven hizo pedazos la primera página de su Heroica, en la que había puesto la dedicatoria de
su sinfonía a Napoleón, tan pronto como supo que el primer cónsul se disponía a subir a un trono. Wordsworth
llamó a la coronación de Napoleón "un triste revés para toda la humanidad". En toda Europa los entusiastas de la
revolución francesa quedaron aturdidos al descubrir que el corso liberador de los pueblos y enemigo de los
tiranos era a su vez un tirano y un opresor.
Del mismo modo, los Wordsworth de nuestros
días se disgustaron al ver a Stalin fraternizar con Hitler y Ribbentrop. Aunque en nuestros días no se habían
creado nuevas Heroicas, las páginas con dedicatorias de sinfonías no escritas fueron rotas igualmente con
grandes alardes.
En The God that Failed, Louis Fischer trata de explicar, con unos ciertos aires de remordimiento y no
muy convincentemente, por qué se adhirió tanto tiempo al culto de Stalin. Analiza la variedad de motivos,
unos de acción lenta y otros de acción rápida, que determinan el momento en que la persona se recobra de su
apasionamiento por el stalinismo. La fuerza de la desilusión europea ante Napoleón fue casi igualmente
irregular y caprichosa. Un gran poeta italiano, Ugo Foscolo, que había sido soldado de Napoleón y había
compuesto una Oda a Bonaparte, el liberador, se revolvió contra su ídolo después del tratado de
Campoformio, que debió pasmar a un "jacobino" de Venecia más o menos como el pacto nazi-soviético
pasmó a los comunistas polacos. Pero un hombre como Beethoven permaneció bajo el hechizo de Bonaparte
durante siete años más, hasta que vio al déspota quitarse la máscara republicana, un hecho que abrió los ojos
de los hombres de un modo comparable al de las purgas stalinianas de los años treinta.
No puede haber tragedia mayor que la de una gran revolución que sucumbe al puño que tenía que
defenderla de sus enemigos. No puede haber espectáculo tan repugnante como el de una tiranía post-
revolucionaria vestida con las banderas de la libertad. El ex-comunista está moralmente tan justificado como
lo estaba el jacobino al denunciar el espectáculo y revolverse contra él.
Pero ¿es verdad, como Koestler pretende, que "los ex-comunistas son las únicas personas ... que saben
de qué se trata"? Puede aventurarse la afirmación de que la verdad es exactamente lo contrario: de todas las
personas, las que menos saben de qué se trata son los ex-comunistas.
En cualquier caso, las pretensiones pedagógicas de los escritores ex-comunistas parecen groseramente
exageradas. La mayoría de ellos (Silone es una notable excepción) no han estado nunca dentro del verdadero
movimiento comunista, en el meollo de su organización clandestina o abierta. Por regla general, se han movido
en la orla literaria o periodística del partido. Sus nociones de la doctrina y la ideología comunista han solido
brotar de su propia intuición literaria, que es a veces aguda, pero frecuentemente desorientadora.
Aún peor es la característica incapacidad del excomunista para la imparcialidad. Su reacción emocional
contra su anterior milieu no le suelta de su garra mortal y le impide la comprensión del drama en que se vio
implicado o medio implicado. El cuadro del comunismo y del stalinismo que pinta el ex-comunista es el cuadro
de una gigantesca cámara de horrores intelectuales y morales. Al contemplarlo, el no iniciado se siente
transportado de la política a la demonología. A veces el efecto artístico puede ser vigoroso: horrores y demonios
entran en muchas obras maestras; pero es políticamente indigno de confianza, e incluso peligroso. Desde luego,
la historia del stalinismo abunda en horrores. Pero ése no es más que uno de sus elementos; e incluso ése, el
demoníaco, tiene que traducirse en términos de motivos e intereses humanos. Y el ex-comunista ni siquiera
intenta esa traducción.
En un raro relámpago de auténtica autocrítica, Koestler hace esta admisión:
“Por regla general, nuestros recuerdos representan románticamente el pasado. Pero cuando uno ha renunciado a
un credo o ha sido traicionado por un amigo, lo que funciona es el mecanismo opuesto. A la luz del
conocimiento posterior, la experiencia original pierde su inocencia, se macula y se vuelve agria en el re cuerdo.
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------ DEUTSCHEK
En estas páginas lie tratado de recobrar el estado de ánimo en que viví originariamente las experiencias [en el
partido comunista] relatadas, y sé que no lo he conseguido. No he podido evitar la in trusión de ironía, cólera y
vergüenza; las pasiones de entonces parecen transformadas en perversiones; su certidumbre interior, en el
universo cerrado en sí mismo del drogado; la sombra del alambre de espinos atraviesa el campo de la memoria.
Aquellos que fueron cautivados por la gran ilusión de nuestro tiempo y han vivido su orgía moral e intelectual, o
se entregan a una nueva droga de tipo opuesto, o están condenados a pagar su entrega a la primera con dolores de
cabeza que les durarán hasta el final de sus vidas”.
Ése no es necesariamente el caso de todos los ex-comunistas. Es posible que algunos sientan que su
experiencia ha estado libre de los mórbidos armónicos descritos por Koestler. Sin embargo, éste ha dado en ese
pasaje una caracterización veraz y honrada del tipo de ex-cornunista al que él mismo pertenece. Pero es difícil
concordar ese autorretrato con su otra pretensión de que la cofradía en cuyo nombre habla sean "las únicas
personas ... que saben de qué se trata". Con el mismo derecho, quien haya sufrido un shock traumático puede
pretender que es él el único que realmente entiende de heridas y de cirugía. Lo único que el intelectual ex-
comunista sabe, o, mejor dicho, siente, es la naturaleza de su propia enfermedad; pero ignora el carácter de la
violencia externa que la ha producido y su posible terapéutica.
Ese emocionalismo irracional domina la evolución de muchos ex-comunistas. "La lógica de la oposición a toda
costa —dice Silone— ha llevado a muchos ex-comunistas muy lejos de sus puntos de partida; en algunos casos,
hasta el fascismo." ¿Cuáles fueron aquellos puntos de partida? Casi todos los ex-comunistas rompieron con el
partido en nombre del comunismo. Casi todos ellos se propusieron defender el ideal del socialismo de los abusos
de una burocracia sometida a Moscú. Casi todos empezaron por vaciar el agua sucia de la revolución rusa para
proteger al niño que se estaba bañando en ella.
Más pronto o más tarde, aquellas intenciones se olvidan o se abandonan. Después de romper con una
burocracia de partido en nombre del comunismo, el hereje rompe con el comunismo. Pretende haber descubierto
que la raíz del mal alcanza una profundidad mucho mayor de lo que él imaginó al principio, aun cuando es
posible que su ahondamiento en busca de aquella raíz haya sido muy perezosa y superficial. El ex-comunista no
defiende ya el socialismo de los abusos poco escrupulosos; lo que ahora hace es defender a la humanidad de la
falacia del socialismo. Ya no trata de vaciar el agua sucia de la revolución rusa para proteger al niño del baño:
descubre que el niño es un monstruo al que hay que estrangular. El hereje se convierte así en renegado.
En qué medida se aparte de su punto de partida, y, como dice Silone, se convierta en fascista o no, de pende de
las inclinaciones y gustos del ex-comunista: una estúpida caza de herejes stalinistas lleva a menudo a extremos al
ex-comunista. Pero, cualesquiera que sean los matices de las distintas actitudes individuales, gene ralmente el
intelectual ex-comunista deja de oponerse al capitalismo. A menudo une sus fuerzas a los defensores de éste, y
aporta a esa tarea la falta de escrúpulos, la estrechez mental, el desprecio a la verdad y el odio intenso que le fue
imbuido por el stalinismo. Continúa siendo un sectario. Es un stalinista vuelto del revés. Sigue viendo el mundo
en blanco y negro, sólo que ahora los colores se distribuyen de modo distinto. Como comunista, no ve diferencia
entre los fascistas y los socialdemócratas. Como anticomunista, no ve diferencia entre el nazismo y el
comunismo. En otro tiempo aceptó la infalibilidad del partido; ahora se cree infalible a sí mismo. Después de
haber sido arrebatado por la "mayor ilusión", está ahora obsesionado por la mayor desilusión de nuestro tiempo.
Su anterior ilusión suponía al menos un ideal positivo. Su desilusión actual es enteramente negativa. En
consecuencia, su papel es intelectual y políticamente infecundo. También en eso se parece al amargado ex -
jacobino de la época napoleónica. Wordsworth y Coleridge estaban fatalmente obsesionados por el "peligro
jacobino"; su miedo amortiguó incluso su genio poético. Fue Coleridge quien denunció en la Cámara de los
Comunes un proyecto de ley de prevención de la crueldad contra los animales como "el mejor ejemplo de
jacobinismo legislativo". El ex-jacobino pasó a ser el apuntador de la reacción antijacobina en Inglaterra. Directa
o indirectamente, su influencia se encuentra detrás de las leyes contra los escritos sediciosos y la correspon -
dencia traidora, de prácticas traidoras y de reuniones sediciosas (1792-94), detrás de la derrota de las refor mas
parlamentarias, detrás de la suspensión del acta de habeos corpus, y del aplazamiento, durante toda una
generación, de la emancipación de las minorías religiosas de Inglaterra. Y, en vista de que el conflicto con la
Francia revolucionaria "no era ocasión de hacer experimentos azarosos", también al mercado de esclavos se le
concedió derecho a la vida ... en nombre de la libertad.
Exactamente de la misma manera, nuestros excomunistas, por la mejor de las razones, hacen las cosas más
execrables. El ex-comunista avanza brevemente en primera línea en toda caza de brujas. Su ciego odio hacia su
anterior ideal es una levadura para el conservadurismo contemporáneo. No es raro que los ex-comunistas
denuncien la más suave tendencia del "estado benefactor" como "bolchevismo legislativo". El ex-comunista hace
una contribución de peso al clima moral en que se incuba la contrapartida moderna de la reacción antijacobina
inglesa.
La grotesca actuación del ex-comunista es un reflejo de la situación sin salida en que él mismo se encuentra.
La situación sin salida no es exclusivamente suya; él se encuentra en el mismo callejón en que toda una
generación lleva una vida incoherente y perpleja.
El paralelo histórico aquí trazado se extiende al paisaje general de las dos épocas. El mundo está escindido
entre el stalinismo y la alianza anti-stalinista de modo muy parecido a como estuvo escindido entre la Francia
napoleónica y la Santa Alianza. Es una escisión entre una revolución "degenerada", explotada por un déspota, y
una agrupación de intereses conservadores predominantes, aunque no exclusivos. En términos de política
práctica, la elección parece estar ahora, como > estuvo entonces, limitada a esas alternativas. Sin em bargo, los
aspectos buenos y malos de esa controversia están tan desesperadamente confundidos que, cualquiera que sea la
elección que se haga, y cualesquiera que sean los motivos prácticos de la misma, es casi seguro que a la larga, y
en el sentido más ampliamente histórico, esté equivocada.
Un hombre honrado y de mente crítica podría reconciliarse tan poco con Napoleón como con Stalin. Pero, a
pesar de la violencia y engaños de Napoleón, el mensaje de la revolución francesa sobrevivió para resonar
poderosamente durante todo el siglo XIX. La Santa Alianza liberó a Europa de la opresión napoleó nica y, por
algún momento, su victoria fue aclamada por la mayoría de los europeos. No obstante, lo que Castlereagh,
Metternich y Alejandro I tenían que ofrecer a la Europa "liberada" era meramente la conservación de un viejo
orden en descomposición. Así, los abusos y la agresividad de un imperio engendrado por la revolución
permitieron seguir viviendo al feudalismo europeo. Ése fue el más inesperado triunfo de los ex jacobinos. Pero el
precio que pagaron fue que ellos mismos, y su causa antijacobina, aparecieron como anacronismos viciosos y
ridículos. En el año de la derrota de Napoleón, Shelley escribió a Wordsworth:
In honoured poverty thy voice did weave
Songs consecrate to truth and liberty —
Deserting these, thou leavest me to grieve,
Thus having been, that thou shouldst caese to be.4
Si nuestros ex-comunistas tuviesen algún sentido histórico, harían bien en ponderar esa lección.
Algunos de los animadores ex-jacobinos de la reacción antijacobina tenían tan pocos escrúpulos ante su
cambio de chaqueta como los Burnhams y los Ruth Fischers de hoy. Otros sentían remordimientos, y se
excusaban mediante el recurso al sentimiento patriótico, o a una filosofía del mal menor, o a ambas cosas, para
explicar por qué habían tomado el partido de las viejas dinastías contra un emperador advenedizo. Aunque no
negasen los vicios de las cortes y de los gobiernos que en otro tiempo habían denunciado, alegaban que aquellos
gobiernos eran más liberales que Napoleón. Eso era sin duda verdad en el caso del gobierno de Pitt, aunque a la
larga la influencia social y política de la Francia napoleónica en la civilización europea fuese más per manente y
fecunda que la de la Inglaterra de Pitt; y no hay ni que hablar de la Austria de Metternich o la Rusia del zar
Alejandro. "¡Qué pena que todas las mejores esperanzas de la tierra estén puestas en ti": ése fue el suspiro de
resignación con que Wordsworth se reconcilió con la Inglaterra de Pitt. “Mucho más abyecto es tu enemigo”, era
su fórmula de reconciliación.
"Muchísimo más abyecto es tu enemigo", podría haber sido el lema de The God that Failed y de la filosofía
del mal menor expuesta en sus páginas. El ardor con que los escritores de ese libro defienden al Occidente contra
Rusia y el comunismo es a veces enfriado por la incertidumbre o por una inhibición ideológica residual. La
incertidumbre aparece entre líneas de sus confesiones, o en curiosos apartes.
Silone, por ejemplo, describe aún la Italia pre-mussoliniana contra la que, en su condición de comunista, se
había rebelado, como "pseudodemocrática". Apenas cree que la Italia post-mussoliniana sea mejor, pero ve a su
enemigo staliniano como "más, mucho más abyecto". En mayor medida que los demás coautores del libro que
comentamos, Silone tiene conciencia del precio que los europeos de su generación han pagado ya por la
aceptación de filosofías de mal menor. Louis Fischer aboga por la "doble repulsa" del comunismo y del
capitalismo, pero su repulsa de este último suena a débil fórmula para salvar la cara; y su culto recién des-
cubierto del gandhismo no hace otra impresión que la de un escapismo embarazoso. Pero es Koestler quien,
ocasionalmente, en medio de toda su afectación de frenesí anticomunista, revela algunas curiosas reservas
mentales: "...si revisamos la historia —dice— y comparamos los fines elevados en cuyo nombre empiezan las
revoluciones, con el triste final al que conducen, vemos una y otra vez cómo una civilización corrompida co-
rrompe a sus propios productos revolucionarios" (el subrayado es mío). ¿Ha meditado Koestler las implicacio-
nes de sus propias palabras, o no hace otra cosa que acuñar un bon mot? Si el "producto revolucionario", el
comunismo, ha sido realmente "corrompido" por la civilización contra la que se ha rebelado, entonces, por
repulsivo que el producto pueda ser, la fuente del mal no está en el mismo, sino en aquella civilización. Y eso
será así con independencia del celo con que el propio Koestler pueda hacer de abogado de los "defensores de la
civilización a lo Chambers.
Aún más sorprendente es otro pensamiento — ¿o quizás es también solamente un bon mot?— con el que
Koestler pone inesperadamente fin a su confesión:
“Serví al partido comunista durante siete años, el mismo tiempo que Jacob pastoreó las ovejas de Labán para
conseguir a Raquel. Cuando el tiempo estuvo cumplido, la novia fue conducida a la oscura tienda de Jacob; hasta
4
En una honrada pobreza tu voz tejió / cantos consagrados a la verdad y la libertad. / Al abandonarlos, me haces que lamente / que, habiendo sido
así, hayas dejado de serlo.
la mañana siguiente no descubrió éste que sus ardores se habían dirigido no a la amable Raquel, sino a la
desagradable Lía.
"Me pregunto si Jacob se recuperó alguna vez de la conmoción emocional de haber dormido con una ilusión.
Me pregunto si después creyó haber creído alguna vez en aquélla. Me pregunto si el final feliz de la leyenda se
repetirá; porque, al precio de otros siete años de esfuerzos, Jacob obtuvo también a Raquel, y la ilusión se hizo
carne.
"Y los siete años no le parecieron más que unos pocos días, por el amor que le tenía."
Uno puede pensar que Jacob-Koestler se entrega a la ingrata reflexión de si no habrá dejado demasiado
precipitadamente de pastorear las ovejas de Labán-Stalin, en vez de esperar con paciencia a que su "ilusión se
hiciese carne".
Mis palabras no pretenden censurar, ni menos castigar, a nadie. Mi propósito, conviene repetirlo, es poner de
relieve una confusión de ideas que el intelectual ex-comunista no es el único en padecer.
En uno de sus artículos recientes, Koestler desahoga su irritación contra aquellos buenos viejos liberales que
se escandalizaron por el exceso de celo anticomunista en un antiguo comunista y le vieron con el disgusto con
que la gente ordinaria ve al "sacerdote que cuelga la sotana y se lleva a una muchacha al baile'.
Bueno, los buenos viejos liberales pueden tener razón, después de todo: es posible que ese tipo peculiar de
anticomunista les parezca como un cura que cuelga la sotana y se "lleva al baile" no precisamente una mu -
chacha, sino una ramera. La completa confusión intelectual y emocional del ex-comunista le hace inadecuado
para toda actividad política. Está acosado por una vaga sensación de haber traicionado o sus ideales anteriores o
los ideales de la sociedad burguesa; como Koestler, puede incluso tener una noción ambivalente de haber
traicionado unos y otros. Entonces intenta suprimir su sentimiento de culpabilidad e incertidumbre, o esconderlo
con una manifestación de extraordinaria certidumbre y frenética agresividad. Insiste en que el mundo debería ver
la incómoda conciencia que él padece como la más clara de las conciencias. Es posible que el excomunista deje
de interesarse por toda causa que no sea ésta: la de su propia auto justificación. Y, para cualquier actividad
política, ése es el más peligroso de los motivos.
Parece que la única actitud digna que el intelectual ex-comunista puede adoptar es la de elevarse au-dessus
de la mêlée. No puede unirse al campo stalinista, ni a la Santa Alianza anti-stalinista, sin hacer violencia a lo
mejor de sí mismo. Dejémosle, pues, que se mantenga aparte de ambos campos. Dejémosle que trate de
recuperar el sentido crítico y la imparcialidad intelectual. Dejémosle superar la pequeña ambición de meter un
dedo en el pastel político. Dejémosle en paz al menos con su propio yo, si el precio que ha de pagar por una falsa
paz con el mundo es la renuncia de sí mismo y la denuncia de sí mismo.
Eso no quiere decir que el ex-comunista que sea escritor, o intelectual en general, deba retirarse a la to rre de
marfil. (De su pasado le queda un desprecio por la torre de marfil.) Pero sí puede retirarse a una torre de
observación, a una atalaya. Observar alerta y con imparcialidad este inquieto caos de mundo, estar al acecho de
lo que pueda brotar del mismo e interpretarlo sine ira et studio; ése es ahora el único servicio honorable que el
intelectual ex-comunista puede ofrecer a una generación en la que la observación escrupulosa y la interpretación
honrada se han hecho tan tristemente raras. (¿No es chocante lo poco que se encuentra de observación e
interpretación, y lo mucho de filosofismos y sermoneos, en los libros de la pléyade de los escri tores ex-
comunistas de talento?)
Pero, ¿puede ahora verdaderamente el intelectual ser un observador imparcial de este mundo? Aunque el
tomar partido le haga identificarse con causas que no son la suya, ¿no tiene igualmente que tomar partido? Bien,
podemos recordar a algunos grandes "intelectuales" del pasado que, en una situación similar, se negaron a
identificarse con ninguna causa establecida. Su actitud parecía incomprensible a muchos de sus contemporáneos:
pero la historia ha probado que su juicio había sido mejor que las fobias y odios de su tiempo. Podemos
mencionar aquí tres nombres: Jefferson, Goethe y Shelley. Los tres, cada uno de ellos de una manera diferente,
tuvieron que enfrentarse a la opción entre la idea napoleónica y la Santa Alianza. Los tres, cada uno de ellos de
manera diferente, se negaron a elegir.
Jefferson fue el más leal de los amigos de la revolución francesa en el período heroico de sus comienzos.
Estaba dispuesto a perdonar incluso el terror, pero se apartó con disgusto del "despotismo militar" de Napoleón.
Sin embargo, no tuvo trato alguno con los enemigos de Bonaparte, los "hipócritas liberadores" de Europa, como
él les llamaba. Su imparcialidad no era meramente lo que convenía al interés diplomático de una república joven
y neutral; brotaba naturalmente de las convicciones republicanas y de la pasión democrática del propio Jefferson.
A diferencia de Jefferson, Goethe vivió en el mismo centro de la tormenta. Las tropas de Napoleón y los
soldados de Alejandro, por turno, establecieron sus cuarteles en Weimar. Como ministro de su príncipe, Goethe
se inclinó de modo oportunista ante uno y otro invasor; pero como pensador y como hombre se mantuvo no
comprometido y apartado. Era consciente de la grandeza de la revolución francesa y estaba impresionado por sus
horrores. Saludó el sonido de los cañones franceses en Valmy, como la obertura de una época nueva y mejor, y
supo ver a través de las locuras de Napoleón. Aclamó el momento en que Alemania se liberó de Na poleón, y
tuvo una aguda conciencia de la miseria de aquella "liberación". Su alejamiento, en ese y en otros asuntos, le
valieron el sobrenombre de "el olímpico"; y no siempre se pretendía que esa etiqueta fuese enalte cedora. Pero su
aspecto olímpico no se debía a su indiferencia por el destino de sus contemporáneos. Velaba su drama personal:
su incapacidad y falta de ganas de identificarse con causas que eran un inextricable revoltijo de elementos
buenos y malos.
Finalmente, Shelley contempló el choque de los dos mundos con toda la ardiente pasión, ira y esperanza de
que era capaz su gran alma joven: indudablemente él no era un “olímpico”. Aun así, ni por un momento aceptó
las pretensiones santurronas de ninguno de los beligerantes. A diferencia de los ex-jacobinos, más viejos que él,
fue fiel a la idea republicana jacobina. En su condición de republicano, y no como patriota de la Inglaterra de
Jorge III, dio la bienvenida a la caída de Napoleón, aquel "esclavo sin verdaderas ambiciones" que "bailó e hizo
cabriolas sobre el sepulcro de la libertad". Pero, como republicano, sabía también que "la virtud tiene un
enemigo más eterno" que las violencias y los fraudes bonapartistas: "la vieja costumbre, el crimen legal y la fe
sanguinaria", encarnados en la Santa Alianza.
Los tres — Jefferson, Goethe y Shelley — fueron en cierto sentido ajenos al gran conflicto de su época, y por
eso la interpretaron con mayor verdad y penetración que los asustados y odiadores partidistas de uno y otro lado.
Es una lástima y una vergüenza que la mayor parte de los intelectuales ex-comunistas se inclinen a seguir la
tradición de Wordsworth y Coleridge mejor que la de Goethe y Shelley.
Polrugaria no necesita ser exactamente localizada en el mapa. Baste decir que cae por alguna parte de los
confines orientales de Europa. Ni tampoco hay que buscar el nombre de Vicente Adriano, un alto funcionario
polrúgaro, en ningún Quién es quién, porque se trata de una figura medio real, medio imaginaria. Las carac-
terísticas y rasgos distintivos de Adriano pueden encontrarse en algunas de las personas que ahora gobiernan en
los países satélites de Rusia, y ni una sola de sus experiencias, aquí relatadas, ha sido inventada. No nece sita
especificarse el puesto que ocupaba Adriano en su gobierno. Puede ser presidente, o primer ministro, o
viceprimer ministro, o solamente ministro del Interior, o de Educación. Con toda probabilidad es miembro del
Politburó, y se le conoce como uno de los pilares de la democracia popular en Polrugaria. Los periódicos de todo
el mundo informan de sus palabras y de sus actos.
Está muy generalizado referirse a hombres del tipo de Adriano con los términos "servidores de Stalin", "ma-
rionetas de los rusos" y "jefes de la quinta columna del Cominform". Si alguna de esas etiquetas le describiese
adecuadamente, Adriano no sería digno de ninguna atención especial. A buen seguro, tiene, inevitablemente,
algo de marioneta y de agente de una potencia extranjera; pero es mucho más que eso.
Vicente Adriano está, en todo caso, rondando los cincuenta años; puede tener precisamente cincuenta. Su
edad tiene importancia significativa, porque sus años de formación fueron los de la cosecha revolucionaría de la
primera gran guerra. Procede de una familia de clase media que antes de 1914 había gozado de cierta pros-
peridad, y había creído en la estabilidad de las dinastías, los gobiernos, las monedas y los principios morales. En
su adolescencia, Adriano vio desmoronarse tres grandes imperios sin que apenas nadie derramase una lágrima.
Luego vio a muchos gobiernos entrar y salir de la existencia en una sucesión tan rápida y sorprendente que era
casi imposible llevar la cuenta de los mismos. Por término medio, había una docena o una veintena por año. La
llegada de cualquiera de ellos era saludada como un acontecimiento de los que hacen época; a cada sucesivo
primer ministro se le recibía como a un salvador. Al cabo de algunas semanas, o días, se le abucheaba y se le
echaba a puntapiés como un desequilibrado, un bribón y un pelele.
La moneda de Polrugaria, como la de todos los países vecinos, perdía su valor mes tras mes, y luego día tras
día, y finalmente hora tras hora. El padre de Adriano vendió su casa al empezar un año; con el dinero que recibió
por la venta solamente podía comprar dos cajas de cerillas al final del mismo año. Ninguna com binación
política, ninguna institución, ninguna costumbre establecida, ninguna idea heredada parecía capaz de
supervivencia. También los principios morales estaban en crisis. La realidad parecía perder su claridad de per-
files, y esto se reflejaba en la poesía, la pintura y la escultura de nuevo cuño.
El joven se convenció con facilidad de que estaba siendo testigo de la decadencia de un orden social; de que
ante sus mismos ojos el capitalismo estaba sucumbiendo al ataque de su propia profunda locura. Le con-
movieron los entusiastas manifiestos de la Internacional Comunista firmados por Lenin y Trotski. No tardó en
ser miembro del partido comunista. Como en Polrugaria el partido comunista estaba siendo salvajemente
perseguido — las penas por estar afiliado al mismo iban de cinco años de cárcel a muerte —, las personas que se
unían entonces a aquél no lo hacían por motivos egoístas ni por arribismo.
En cualquier caso, Adriano desechó sin vacilaciones las perspectivas de una carrera segura en el campo aca -
démico, para convertirse en un revolucionario profesional. Le impulsaron a ello una simpatía idealista por los
5
Escrito en 1950.
desvalidos y algo que él llamaba "convicción científica". Estudiando los clásicos del marxismo llegó a
convencerse firmemente de que la propiedad privada de los medios de producción y el concepto de estado
nacional eran cadáveres insepultos, y que iban a ser reemplazados por una sociedad socialista internacional, que
solamente podría ser promovida por una dictadura del proletariado.
Dictadura del proletariado significaba no el gobierno dictatorial de una pandilla, ni aún menos de un jefe
único, sino el predominio social y político de las clases trabajadoras, "la dictadura de una irresistible ma yoría de
personas sobre un puñado de explotadores, terratenientes semifeudales y grandes capitalistas". Lejos de repudiar
la democracia, la dictadura del proletariado, pensaba, representaría la consumación de la misma. Llenaría de
contenido la cáscara vacía de la igualdad formal, que era todo lo que la democracia burguesa podía ofrecer:
igualdad social, ése era el contenido adecuado para aquella cáscara. Con tal visión del futuro, Adriano se
sumergió profundamente en la corriente revolucionaria.
No necesitamos relatar en detalle la carrera revolucionaria de Adriano, que, hasta un cierto punto, se ajustó a un
modelo típico. Hubo los años de labor peligrosa en la clandestinidad, en los que llevó la vida del perse guido sin
nombre y sin dirección. Organizó huelgas, escribió para periódicos clandestinos y viajó por todo el país
estudiando condiciones sociales y constituyendo organizaciones. Vinieron luego los años de prisión y tortura, y
de anhelos en la soledad. La visión del futuro que le inspirara tenía que haberse adulterado algo con las
utilidades prácticas, los juegos de táctica, las mañas de la organización, las tareas cotidianas de todo político, aun
del que sirve a la revolución. Con todo, su idealismo y su entusiasmo aún no habían empezado a desvanecerse.
Incluso en la prisión ayudaba a mantener a sus camaradas firmes en sus convicciones, sus esperanzas y su
orgullo por los propios sacrificios. Una vez condujo a varios centenares de presos políticos a una huelga de
hambre. La huelga, que duró seis o siete semanas, fue una de las más largas nunca habidas. El gobernador de la
cárcel sabía que para vencerla había que vencer primero a Vicente Adriano. Unos guardias arrastraron por las
piernas al enflaquecido Adriano, desde su celda del sexto piso, por una escalera de hierro, golpeándole la cabeza
contra los filos duros y herrumbrosos de los escalones, hasta que perdió el sentido. Vicente Adriano se convirtió
en un héroe legendario.
Con algunos de sus camaradas, se las arregló al fin para escapar de la prisión y marchar a Rusia. Por haber
pasado varios años en Moscú, ahora se dice a menudo de él que pertenece a ese "núcleo de agentes formados en
Moscú que controlan Polrugaria". Cuando él lee ocasionalmente tales palabras, aparece en sus labios una sonrisa
tristemente irónica.
Cuando Adriano llegó a Moscú, poco después de 1930, no estaba entre los principales dirigentes del par tido
polrúgaro. Ni tampoco le preocupaba grandemente su lugar en la jerarquía. Estaba más preocupado por la
confusión que se produjo en su mente cuando comparó por primera vez su visión de la sociedad del futuro con
la vida en la Unión Soviética bajo Stalin. Apenas se atrevía a admitir, ni siquiera en su propio interior, la medida
de su desilusión. También eso ha sido tan típico de los hombres como él, que no necesitamos profundizar en
ello. Igualmente típicas fueron las perogrulladas, las medias verdades y las ilusiones con que intentó sosegar su
perturbada conciencia comunista. La pobreza heredada por Rusia, su aislamiento en un mundo capitalista, los
peligros que la amenazaban desde el exterior, el analfabetismo de sus masas, la pereza y falta de sentido de
responsabilidad cívica de las mismas, todo eso y más era evocado por Adriano para explicarse por qué la vida en
Rusia caía tan espantosamente alejada del ideal.
"¡Ahí —suspiraba— ¡si al menos la revolución hubiera triunfado primeramente en una nación más
civilizada y avanzada! Pero hay que tomar la historia tal como es, y Rusia tiene al menos derecho al respeto y la
gratitud que se deben al pionero, por muchas que sean las faltas y vicios de éste/' Adriano hacía cuanto odia por
no ver las realidades de la vida que le rodeaba.
Luego vinieron las grandes purgas de 1936-38. La mayoría de los dirigentes del partido polrúgaro que
habían vivido exiliados en Moscú fueron fusilados como espías, saboteadores y agentes de la policía política
polrúgara. Antes de morir, se hizo que ellos (e incluso sus mujeres, hermanos y hermanas) testimoniasen unos
contra otros. Entre los deshonrados y ejecutados estaba uno de los que más habían excitado el entusiasmo de
Adriano y sostenido su valor, el que le había iniciado en los problemas más difíciles de la teoría marxista, y al
que Adriano había tenido por un hermano y un guía espiritual.
También Adriano tuvo que hacer frente a las acusaciones habituales. No obstante, por un giro de la suerte, o
quizás por el capricho del jefe de la G.P.U., Yezhov, o de uno de sus secuaces, no tuvo que ponerse frente a un
piquete de ejecución. Fue deportado a un campo de trabajo en alguna parte del norte subpolar. Con otros
muchos, trotskistas, zinovievistas, bujarinistas, kulaks, nacionalistas ucranianos, bandidos y ladrones, antiguos
generales, antiguos profesores de universidad y organizadores del partido, fue empleado en cortar árboles y
trasladarlos del bosque al depósito. El hielo, el hambre y la enfermedad diezmaban a los de portados, pero las
filas se mantenían constantemente llenas mediante nuevos aportes de condenados.
Adriano vio cómo las personas que le rodeaban eran primero reducidas a una lucha casi animal por la su -
pervivencia, cómo perdían luego la voluntad de luchar y sobrevivir, y cómo finalmente se derrumbaban y caían
como moscas. De algún modo, su propia vitalidad no cedió. Siguió empuñando el hacha con sus manos heladas.
Cada tres o cuatro días le correspondía uncirse a sí mismo, junto con otros compañeros, a una carreta cargada de
madera y arrastrarla por una llanura cubierta de nieve y hielo hasta un depósito que distaba varias millas.
Aquéllas eran las peores horas. No podía reconciliarse con el hecho de que él, el orgulloso revo lucionario,
estuviese siendo utilizado como bestia de carga en el país de sus sueños.
Todavía ahora siente un dolor punzante en su corazón siempre que piensa en aquellos días, y por eso lee con
una melancólica sonrisa los cuentos sobre la misteriosa "educación en las actividades quintacolumnistas" que
recibió en Rusia.
Con un fragmento de su mente, Adriano trataba de escrutar la maraña de circunstancias que había detrás de su
extraordinaria degradación. Por la noche hablaba de ello con los otros deportados. El problema era vasto y tan
confuso que resultaba incomprensible. Algunos de los comunistas deportados decían que Stalin había llevado a
efecto una contrarrevolución en la que todas las conquistas de la revolución de Lenin habían sido destrozadas.
Otros mantenían que los fundamentos de la revolución — la propiedad pública y la economía colectivista—
habían permanecido intactos, pero que, en lugar de una sociedad socialista libre, estaba siendo edificada sobre
aquellos fundamentos una terrorífica combinación de socialismo y esclavitud. Las perspectivas eran, pues, más
difíciles que todo lo que podría haber sido imaginado, pero quizá quedaba alguna es peranza, si no para la actual
generación, para la siguiente. Era cierto que el stalinismo estaba desacreditando gravemente el ideal del
socialismo, pero quizá lo que quedaba del socialismo podría aún ser salvado del hundimiento. Adriano no podía
reconfortarse plenamente, pero se sentía inclinado a adoptar esta última opinión.
Los acontecimientos tomaron entonces una dirección tan fantástica que ni la más fértil imaginación podría
haberla concebido. Un día, a finales de 1941 (los ejércitos de Hitler acababan de ser rechazados ante las puertas
de la capital de la Unión Soviética), Adriano fue liberado del campo de concentración y llevado con grandes
honores a Moscú. El Kremlin necesitaba urgentemente comunistas de Europa central y oriental para dirigir las
emisiones de propaganda a las tierras ocupadas por los nazis y establecer enlaces con los movimientos
clandestinos detrás de las líneas enemigas. A causa de la importancia estratégica del país, se necesitaban
especialmente polrúgaros. Pero ni uno sólo de los principales dirigentes del partido polrúgaro es taba vivo. Los
pocos, de menor importancia, que se encontraban desperdigados en diversos lugares de deportación, fueron
apresuradamente devueltos a Moscú, rehabilitados, y puestos a la tarea. La rehabilitación adoptó la forma de una
presentación de excusas por parte de la policía de seguridad, en el sentido de que a deportación del camarada
Fulano de Tal había sido un lamentable error.
Varias veces por semana, Adriano, puesto frente al micrófono, lanzaba al éter su confianza en la tierra del
socialismo, ensalzaba a Stalin y sus logros, y llamaba a los polrúgaros para que se levantasen tras las líneas
enemigas y se preparasen para la liberación.
Adriano advertía vivamente la incongruencia de su situación. Era ahora un agente de propaganda de sus
encarceladores y torturadores, de los que habían denigrado y destruido a los jefes del comunismo polrúgaro, y al
que, entre ellos, era su amigo y guía. No podía ni olvidar ni perdonar sinceramente la agonía y la vergüenza de
las purgas. Y había una parte de su mente que no podía nunca desentenderse de las personas que había dejado
tras de sí, en el campo nórdico.
Pero no podía negarse a la tarea asignada. Su negativa habría sido un sabotaje al esfuerzo de la guerra, y el
castigo habría sido la muerte o la deportación. Por lo demás, no era sólo por instinto de conservación por lo que
hacía su tarea. Deseaba ayudar a la derrota de los nazis, y pensaba que para eso estaba bien unir sus fuerzas "con
el mismo diablo y su abuela"... y con Stalin.
Ni siquiera se trataba meramente de la derrota del nazismo. A pesar de todo lo que había pasado, seguía
abrazando sus antiguas ideas y esperanzas. Era todavía un comunista. Miraba hacia el futuro, al fermento
revolucionario que se difundiría por el mundo capitalista después de la guerra. Cuanto más grave se hiciera su
desilusión por la Unión Soviética, tanto más intensa era su esperanza en que la victoria del comunismo en otros
países regeneraría el movimiento y lo liberaría de la desleal tutela del Kremlin.
Los mismos motivos le animaron a aceptar una proposición que el propio Stalin le hizo algunos meses más
tarde, para que organizase un comité de liberación polrúgaro, del que fue nombrado secretario. Era seguro que el
ejército rojo entraría en Polrugaria más pronto o más tarde. El comité de liberación seguiría su este la y tendría
que convertirse en el núcleo del gobierno provisional.
Adriano estaba atareadísimo. Tenía ahora a su cargo el enlace con la resistencia polrúgara. Daba instruc-
ciones a los emisarios que atravesaban las líneas enemigas o eran arrojados en paracaídas detrás de las mismas.
Recibía informes procedentes de las guerrillas en la zona ocupada por el enemigo y los transmitía a los centros
superiores. Organizó la salida del país y el traslado a Moscú de jefes de los partidos no-comunistas, incluso
anticomunistas, y consiguió inducir a alguno de ellos a que se integrase en el comité de liberación.
El desenlace de aquellos episodios es bien conocido. El comité de liberación se convirtió en gobierno
provisional y, luego, en gobierno de pleno derecho de Polrugaria. Los partidos no-comunistas fueron apartados
uno por uno, y suprimidos. Polrugaria se convirtió en una democracia popular. Adriano es uno de los pila res del
nuevo gobierno, y hasta ahora nada parece presagiar su eclipse. No ha encontrado el medio de salir de la trampa
y tampoco ha sido aplastado por ésta.
Ahora hay dos Vicentes Adriano. Uno parece no haber conocido nunca un momento de duda o vacila ción. Su
ortodoxia stalinista no ha sido nunca puesta en cuestión, su devoción al partido nunca ha dismi nuido, y se afirma
que sus virtudes de jefe y estadista no han sido superadlas. El otro Adriano está casi constantemente atormentado
por su conciencia comunista, es presa de escrúpulos y miedos, de ilusiones y desilusiones. El primero es
expansivo y elocuente, el segundo reflexiona en silencio y no se abre ni ante sus más viejos amigos. El primero
actúa, el segundo nunca deja de meditar.
De 1945 a 1947 los dos Adrianos estuvieron casi reconciliados entre sí. En aquellos años el partido de
Polrugaria llevó a cabo algunas de las reformas completas y radicales que habían estado durante décadas
inscritas en su programa. Estudió el problema de los latifundios polrugaros. Repartió las grandes propiedades
semifeudales entre los campesinos hambrientos de tierras. Estableció la propiedad pública de las grandes
industrias. Inició planes impresionantes para el ulterior desarrollo industrial de un país lamentablemente sub-
desarrollado. Promovió grandes dosis de legislación social progresiva y una ambiciosa reforma educacional.
Esas conquistas llenaron a Adriano de verdadera alegría y orgullo. Después de todo, era para esas cosas por lo
que había sufrido en las cárceles polrúgaras.
En aquellos años, además, Moscú, por sus propias razones, decía a los polrúgaros que no debían mirar
demasiado a Rusia como modelo, y que debían encontrar y seguir "su propio camino polrúgaro hacia el
socialismo". Para Adriano aquello quería decir que Polrugaria podría ahorrarse la experiencia de las purgas y los
campos de concentración, de la abyecta sumisión y del miedo. Comunismo, intenso desarrollo industrial y
educativo, y cierta medida de verdadera libertad para discutir con los compañeros y criticar al poder; tal era, tal
parecía ser, la conquista de un ideal.
Lo que le preocupaba incluso entonces era que el pueblo de Polrugaria mostraba poco entusiasmo por a
revolución. Indudablemente veían las ventajas y, en conjunto, la aprobaban. Pero se resentían de que la
revolución estuviese siendo llevada a una altura a la que no alcanzaban, por personas a las que ellos no habían
elegido, que no solían cuidarse de consultarles y que parecían hombres de paja de una potencia extranjera.
Adriano sabía bien la medida en que la presencia del ejército rojo en Polrugaria había facilitado la revo -
lución. Sin esa presencia, las fuerzas de la contrarrevolución, con la ayuda de las democracias burguesas
occidentales, podrían haberse hecho fuertes en una sangrienta guerra civil, como había ocurrido después de la
primera guerra mundial. Pero reflexionaba que una revolución falta de genuino entusiasmo popular que la
respalde está medio derrotada. Ha de tender a desconfiar del pueblo al que debería servir. Y la desconfianza
puede engendrar terror, como habla ocurrido en Rusia.
Aun así, a pesar de que veía esos peligros, esperaba que mediante un trabajo honrado y entusiasta en favor de
las masas, el nuevo gobierno polrúgaro podría ganarse la confianza y la devoción de éstas. Entonces el nuevo
orden social podría apoyarse sobre sus propios pies. Más pronto o más tarde los ejércitos rusos regresarían a la
Unión Soviética. Con seguridad, pensaba, tenía que haber otro camino hacia el socialismo, quizá no exactamente
un camino polrúgaro, pero tampoco un camino ruso y stalinista.
Mientras tanto, Vicente Adriano había hecho algunas cosas que sólo habían sido comprendidas por los
iniciados. Patrocinó en Polrugaria un culto para glorificar la memoria de su antiguo amigo y guía, el que había
perecido en Rusia, aunque Moscú no había rehabilitado oficialmente su nombre. La biografía del dirigente
muerto puede verse todavía exhibida en las librerías polrúgaras, al lado de la vida oficial de Stalin. Dado que las
circunstancias de la muerte del mártir no están mencionadas en la biografía, solamente los comunistas más
veteranos conocen las ocultas implicaciones de ese homenaje.
Adriano ha establecido también un instituto especial que se ocupa de las familias de todos los comunistas
polrúgaros que murieron en Moscú como *espías y traidores". El instituto se llama Fundación de Veteranos y
Mártires de la Revolución. Tales gestos dan a Adriano una cierta satisfacción moral, pero él sabe que
políticamente carecen de importancia.
A medida que los dos campos, el este y el oeste, comenzaron a ordenar sus fuerzas, y los jefes de uno y otro
bando, cada uno a su manera, pusieron a cada hombre ante un categórico "quien-no-está-conmigo-está-contra-
mí", las perspectivas de Adriano se oscurecieron. Si hubiese podido, la respuesta de Adriano habría sido un
ardoroso "¡peste de unos y de otros!". Él, que había sido un desterrado en la Rusia de Stalin, una bestia de carga
en uno de sus campos de concentración, él, a quien cualquier número de Pravda, con sus dementes himnos a
Stalin, produce una aguda sensación de náusea, ha contemplado con estremecimiento cómo su "camino
polrúgaro al socialismo" se ha convertido cada vez más en el camino stalinista. Aun así, no ve cómo podría
apartarse del mismo.
Adriano da por supuesto que todo lo que el Occidente puede ofrecer a la Europa central y oriental es la
contrarrevolución. El Occidente puede ensalzar la libertad y la dignidad del hombre (y ¿quién ha explo rado la
significación de esos ideales de modo más trágico y total que el propio Adriano?), pero él no aparta la mirada de
la brecha que ve entre las promesas occidentales y su cumplimiento. Está convencido de que, en su parte del
mundo, todo nuevo trastorno aportará no menos, sino más opresión, no menos, sino más degradación del
hombre.
Adriano concede de buena gana que los que hablan en nombre del Occidente pueden ser sinceros en sus
promesas, pero añade que no ha perdido su viejo hábito marxista de no tener en consideración los deseos y
promesas de los políticos, y mantener, en cambio, la mirada fija en las realidades sociales y políticas. ¿Cuá les
son los polrúgaros, se pregunta, que quisieran unirse a las banderas de Occidente? Quizás haya entre ellos
algunas personas bienintencionadas, pero ésas son sólo los primos que se dejan engañar.
Los más activos y enérgicos aliados de Occidente en Polrugaria son los que habían estado interesados en el
viejo orden social, los privilegiados de la dictadura de anteguerra, la vieja soldadesca, los terratenientes
expropiados y gentes parecidas. Si el Occidente venciese, esas gentes formarían el nuevo gobierno y, en nombre
de la libertad y de la dignidad del hombre, desencadenarían un terror blanco sin parangón a nada de lo visto
hasta entonces. También Adriano había conocido en otro tiempo su terror. Y era un tiempo en que la vieja clase
gobernante creía que su dominio duraría siempre, y su misma confianza evitaba que su terror llegase a ser
completamente demencial. Ahora, si ellos volviesen, enloquecerían de miedo y sed de venganza. La verdadera
opción, según la ve Adriano, no es entre tiranía y libertad, sino entre tiranía stalinista, redimida en parte por el
progreso económico y social, y tiranía reaccionaria, a la que nada podría redimir.
A veces Adriano se consideraría feliz si pudiera abandonar su alto cargo y retirarse a la oscuridad. Pero el
mundo se ha hecho demasiado pequeño. Él no puede buscar asilo en el oeste. Eso, a sus ojos, no dejaría de ser
una traición; no a Rusia, sino a su ideal comunista. Y tampoco puede retirarse a la oscuridad. La renuncia y el
abandono sería en su caso un gesto de oposición y desafío, y el régimen que él había ayudado a construir no lo
permitiría.
¿Cuánto hay en común entre el joven que una vez se dispuso, con ardor prometeico, a vencer la locura de la
historia manifestada en el capitalismo, y el ministro maduro que siente vagamente que las fuerzas irracionales de
la historia se han apoderado también del campo de la revolución, e, incidentalmente, le han atrapado a él mismo?
Hace cuanto puede por apuntalar el respeto de sí mismo y persuadirse de que como estadista, dignatario y jefe
sigue siendo el mismo hombre que fue campeón de la causa de los oprimidos y sufrió por la misma en las
prisiones de su país natal. Pero a veces, mientras recibe solemnemente a delegaciones de campesinos o saluda a
las tropas en un desfile, un dolor muy conocido taladra su corazón y siente de pronto que no es sino una ruina
patética, una bestia de carga subpolar.
Pocas novelas escritas en esta generación han conseguido una popularidad tan grande como 1984 de Orwell.
Quizá ninguna otra haya hecho un impacto similar en la política. El título de la obra de Orwell es un término de
oprobio político. Palabras acuñadas por él —"neodecir', "viejodecir", "mutabilidad del pasado", "ministerio de la
Verdad", "policía del pensamiento", "criminopensar", "doblepensar", "semana-de-odio", etc.— han entrado en el
vocabulario político; aparecen en la mayoría de los artículos periodísticos y los discursos antirrusos y
anticomunistas. La televisión y el cine han familiarizado a un público de muchos millones de personas, a ambos
lados del Atlántico, con la cara amenazadora del "Gran Hermano", y la pesadilla de una "Oceanía"
supuestamente comunista. La novela ha servido como una especie de superarma ideológica en la guerra fría.
Como en ningún otro libro o documento, el miedo convulsivo al comunismo, que ha barrido al Occidente desde
la terminación de la segunda guerra mundial, ha tenido su reflejo y su foco en 1984.
La guerra fría ha producido una "demanda social" de tales armas ideológicas lo mismo que ha producido la
demanda de superarmas físicas. Pero las superarmas son genuinas proezas de la tecnología; y no puede haber
discrepancia entre el empleo al que pueden destinarse y la intención de sus productores: están destinadas a
extender la muerte, o, al menos, a amenazar con una destrucción total. En cambio, un libro como 1984 puede ser
utilizado sin mucha consideración hacia las intenciones de su autor. Algunos de sus aspectos pueden ser
arrancados de su contexto, mientras que otros, que no se ajustan al propósito político a cuyo servicio se ha
puesto el libro, son ignorados o virtualmente suprimidos. Y un libro como 1984 no necesita ser una obra maestra
literaria, ni siquiera una obra importante y original, para producir su impacto. En ver dad, una obra de gran valor
literario suele ser demasiado rica en su textura y demasiado sutil en forma y pensamiento para prestarse a una
explotación adventicia. Por regla general, sus símbolos no pueden ser fácilmente transformados en focos
hipnotizantes, ni sus ideas convertidas en eslóganes. Las palabras de un gran poeta, cuando entran en el
vocabulario político, lo hacen mediante un proceso de infiltración lento, casi imperceptible, no en una incursión
frenética. La obra maestra literaria influye en la mentalidad política mediante su fertilización y enriquecimiento
desde dentro, no aturdiéndola.
1984 es la obra de una imaginación intensa y con centrada, pero también atemorizada y restringida. Un crítico
hostil la ha despreciado como "historieta de horror político", lo cual no es una descripción justa. En la novela de
Orwell hay ciertos estratos de pensamiento y sensibilidad que la ponen a un nivel francamente más alto que el
que sugiere aquella etiqueta. Pero es verdad que el simbolismo de 1984 es grosero y tosco; que su símbolo
principal, el Gran Hermano, se parece al hombre malo de un cuento infantil desprovisto de arte; y que la
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Escrito en diciembre de 1954.
narración de Orwell desarrolla algo como un argumento de película de "ciencia- ficción" de clase vulgar, con
horrores mecánicos amontonados sobre horrores mecánicos, hasta tal punto que, en definitiva, las ideas más
sutiles de Orwell, su simpatía por sus personajes y su sátira de la sociedad de sus días (no de 1984) pueden no
llegar a comunicarse al lector. 1984 no parece justificar el que se llame a Orwell el Swift de nuestro tiempo,
título al que Animal Farm da alguna justificación. A Orwell le falta la riqueza y sutilidad de pensamiento, y la
imparcialidad filosófica del gran satírico. Su imaginación es feroz y a veces penetrante, pero carece de amplitud,
flexibilidad y originalidad.
Podemos ilustrar la falta de originalidad con el hecho de que Orwell tomó la idea de 1984, la trama
argumental, los personajes principales, los símbolos y todo el clima de su narración, de un escritor ruso que ha
permanecido casi ignorado en el Occidente. Ese escritor es Evgenii Zamiatin, y el título del libro que sirvió de
modelo a Orwell es Nosotros. Como 1984, Nosotros es una "antiutopía", una visión de pesadilla del futuro y un
lamento de Casandra. La obra de Orwell es una variación plenamente inglesa sobre el tema de Zamiatin: y
quizás el carácter enteramente inglés de la perspectiva de Orwell es lo que da a 1984 la originalidad que posee.
Pueden no estar fuera de lugar aquí algunas palabras sobre Zamiatin. En la vida de los dos escritores hay algunos
puntos semejantes. Zamiatin pertenece a una generación anterior: nació en 1884 y murió en 1937. Sus primeros
escritos, como algunos de los de Orwell, fueron descripciones realistas de la clase media baja. En su experiencia
de la revolución rusa de 1905, Zamiatin desempeñó aproximadamente el mismo papel que Orwell desempeñó en
la guerra civil de España. Participó en el movimiento revolucionario, fue miembro del partido socialdemócrata
ruso (al que todavía pertenecían bolcheviques y mencheviques) y fue perseguido por la policía zarista. Cuando
bajó la marea de la revolución, sucumbió a un talante de "pesimismo cósmico"; y rompió con el partido
socialista, cosa que Orwell, menos consecuente, e influido hasta el final por una prolongada lealtad al
socialismo, no hizo. En 1917, Zamiatin veía la nueva revolución con ojos fríos y desilusionados, convencido de
que nada bueno saldría de ella. Tras un breve encarcelamiento, el gobierno bolchevique le permitió marchar al
extranjero; y fue en París, emigrado, donde escribió, al empezar la década de los veinte, su Nosotros.
La afirmación de que Orwell ha tomado de Zamiatin los principales elementos de 1984 no es la adivinación
de un crítico con habilidad para rastrear influencias literarias. Orwell conoció la novela de Zamiatin y quedó
fascinado por ella. A propósito de la misma escribió un ensayo, que apareció en una publicación socialista de
izquierda, Tribune, de la que Orwell era director literario, el 4 de enero de 1S46, recién editada Animal Farm, y
antes de que el propio Orwell comenzase a escribir 1984. El ensayo es notable, no solamente como un testimonio
concluyente, proporcionado por Orwell mismo, sobre el origen de 1984, sino también como comentario a la idea
que subyace tanto a Nosotros como a 1984.
Orwell inicia su ensayo con la declaración de que, después de haber buscado en vano durante años la novela
de Zamiatin, había finalmente conseguido una edición francesa (titulada Nous autres), y que le había
sorprendido que no hubiera sido publicada en Inglaterra, aunque en los Estados Unidos había aparecido una
edición, que no había suscitado gran interés. "Hasta donde yo soy capaz de juzgar —continúa Orwell — no se
trata de un libro de primer orden, pero es, ciertamente, desacostumbrado, y resulta sorprendente que ningún
editor inglés haya sido lo bastante emprendedor para reeditarlo." (El ensayo concluía con estas palabras: "Es un
libro que habrá que buscar cuando aparezca una edición inglesa".)
Orwell advirtió que Un mundo feliz, de Huxley, "tiene que derivar en parte" de la novela de Zamiatin, y se
preguntaba por qué "eso no ha sido nunca advertido". El libro de Zamiatin era, en su opinión, muy superior y
más "pertinente a nuestra propia situación" que el de Huxley. Trata de "la rebelión del espíritu humano primitivo
contra un mundo racionalizado, mecanizado y sin dolor".
"Sin dolor" no es la expresión adecuada: el mundo de la visión de Zamiatin está tan lleno de horrores como
el de 1984. El propio Orwell presentaba en su ensayo un sucinto catálogo de aquellos horrores, de mo do que el
ensayo parece ofrecer una sinopsis de 1984. Los miembros de la sociedad descrita por Zamiatin, dice Orwell,
"han perdido de una manera tan completa su individualidad que se les conoce solamente por números. Viven en
casas de vidrio ... que permiten a los policías políticos, como los guardianes, supervisarles con mayor facilidad.
Todos visten uniformes idénticos, y el modo común de hacer referencia a un ser humano es 'un número', o 'un
unif (uniforme)". Orwell observa entre paréntesis que Zamiatin escribió "antes de que se inventase la televisión.
En 1984 se introduce ese refinamiento tecnológico, así como los helicópteros, desde los cuales la policía
supervisa los hogares de los ciudadanos de "Oceanía" en los pasajes iniciales de la novela. En la sociedad futura
de Zamiatin, como en 1984, el amor está prohibido: el trato sexual está estrictamente racionado, y sólo se
permite como un acto no emocional. El Estado único es gobernado por una persona conocida por "el
Benefactor", precedente obvio del Gran Hermano.
"El principio-guía del estado es que felicidad y libertad son incompatibles... El Estado único ha restablecido la
felicidad del hombre, suprimiendo la libertad." Orwell describe al personaje principal de Zamiatin como "una
especie de utópico Billy Brown de la ciudad de Londres", que está "constantemente horrorizado por los
impulsos atávicos que se apoderan de él". En la novela de Orwel, ese utópico Billy Brown lleva por nombre
Winston Smith, y su problema es el mismo.
También por lo que respecta al principal motif de su argumento está Orwell en deuda con el escritor ruso.
Veamos la definición del propio Orwell: "A pesar de la educación y de la vigilancia de los guardianes, muchos
de los antiguos instintos humanos están aún presentes". El personaje principal de la obra de Zamiatin "se
enamora (lo cual es, desde luego, un crimen) de 1-330", lo mismo Winston Smith comete el crimen de
enamorarse de Julia.
En la novela de Zamiatin, como en la de Orwell, el asunto amoroso se mezcla con la participación del héroe en
un "movimiento de resistencia clandestino". Los rebeldes de Zamiatin "aparte de conspirar para derrocar el
estado, se entregan también, cuando bajan las cortinas, a vicios tales como fumar cigarrillos y beber alcohol";
Winston Smith y Julia se permiten beber "verdadero café con verdadero azúcar' en su escondrijo sobre la tienda
de Charrington. En ambas novelas el crimen y la conspiración son, desde luego, descubiertos por los guardianes,
o la policía de pensamiento; y en ambas el héroe es "finalmente salvado de las consecuencias de su propia
locura".
La combinación de "curación" y tortura, por la que los rebeldes de Zamiatin y de Orwell son "liberados" de sus
impulsos atávicos, hasta que empiezan a amar al Benefactor, o al Gran Hermano, son sumamente pa recidas. En
Zamiatin: "Las autoridades anuncian que han descubierto la causa de los recientes desórdenes: es que algunos
seres humanos sufren de una enfermedad llamada imaginación. El centro nervioso responsable de la imaginación
ha sido localizado, y la enfermedad puede ser curada mediante un tratamiento de rayos X. D-503 sufre la
operación, después de lo cual le es fácil hacer lo que siempre ha sabido que debería hacer: delatar a la policía a
sus camaradas de conspiración". En ambas novelas el acto de la confesión y la traición de la mujer a la que el
héroe ama son los shocks curativos.
Orwell cita la siguiente escena de tortura de la obra de Zamiatin: "Ella me miraba, con las manos apretadas
en los brazos del sillón, hasta que los ojos se le cerraron por completo. Se la llevaron de allí, la volvieron en sí
por medio de un electroshock y volvieron a colocarla bajo la campana. La operación se repitió durante tres
veces, y ni una sola palabra salió de sus labios".
En las escenas de tortura de Orwell se dan abundantemente los electroshocks y los brazos de sillón, pero
Orwell es mucho más intenso y sadomasoquista en sus descripciones de la crueldad y el dolor. Por ejemplo:
"Sin ninguna advertencia, a no ser un ligero movimiento de las manos de O'Brien, una onda de dolor salió de
su cuerpo. Era un dolor espantoso, porque él no podía ver lo que sucedía, y tenía la sensación de que se le estaba
haciendo algún daño mortal. No sabía si la cosa estaba ocurriendo realmente o si el efecto se producía
eléctricamente; pero su cuerpo había sido violentamente retorcido hasta quedar deformado, sus articulaciones
estaban siendo lentamente desgarradas. Aunque el dolor le cubría la frente de sudor, lo peor de todo era el miedo
de que su espinazo estaba a punto de estallar. Apretaba los dientes y respiraba con dificultad por la nariz,
tratando de guardar silencio el mayor tiempo posible."
La lista de los puntos en que Orwell copia a Zamiatin está lejos de ser completa; pero dejemos ahora la trama de
las dos novelas para ocuparnos de su idea de fondo. Al comparar a Zamiatin con Huxley, Orwell dice: "Es su
captación intuitiva del lado irracional del totalitarismo (el sacrificio humano, la crueldad como un fin en sí, el
culto a un jefe al que se conceden atributos divinos) lo que hace al libro de Zamiatin superior al de Huxley". Y
eso mismo es, podemos añadir nosotros, lo que le hace modelo del de Orwell. AI criticar a Huxley, Orwell
escribe que no sabía encontrar ninguna razón clara para que la sociedad de Un mundo feliz estuviese tan rígida y
elaboradamente estratificada: "La finalidad no es la explotación económica ... no hay hambre de poder, ni
sadismo, ni ninguna clase de dureza. Los que están arriba no tienen ningún motivo fuerte para estar arriba, y,
aunque todo el mundo es feliz, de una manera vacía, la vida se ha hecho tan insustancial que es difícil que tal
sociedad pudiera mantenerse" (el subrayado es mío). En contraste, la sociedad de anti-utopía de Zamiatin podría
durar, según la opinión de Orwell, porque en ella el supremo motivo de acción y la razón de la estratificación
social no es la explotación económica, para la que no hay necesidad, sino precisamente "el hambre de poder,
sadismo y dureza" de los que "están arriba". Es fácil reconocer en eso el leitmotiv de 1984.
En "Oceanía" el desarrollo tecnológico ha alcanzado un nivel tan alto que la sociedad podría satisfacer
perfectamente todas sus necesidades materiales y establecer la igualdad. Pero la desigualdad y la pobreza se
mantienen para conservar en el poder al Gran Hermano. En el pasado, dice Orwell, la dictadura salvaguardaba la
desigualdad; ahora la desigualdad salvaguarda la dictadura. Pero ¿a qué propósito sirve, a su vez, la dictadura?
"El partido quiere el poder simplemente por el poder ... el poder no es un medio, es un fin. No se establece una
dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer la dictadura. El objeto de la
persecución es la persecución ... El objeto del poder es el poder/'
Orwell se preguntaba si Zamiatin "pretendía que el régimen soviético fuese el objetivo especial de su sátira".
No estaba seguro de eso. "A lo que Zamiatin parece apuntar no es a una nación particular, sino a los objetivos
implícitos de la civilización industrial ... Nosotros evidencia que Zamiatin tenía una fuerte inclinación al
primitivismo ... Nosotros es, en efecto, un estudio de la Máquina, el genio al que el hombre, irreflexivamente, ha
hecho salir de su botella, y al que no puede volver a encerrar en ésta." También en 1984 es patente esa
ambigüedad en las intenciones del autor.
La conjetura de Orwell sobre Zamiatin era correcta. Aunque Zamiatin se oponía al régimen soviético, lo que
él satirizaba no era, ni exclusiva ni principalmente, dicho régimen. Como observó acertadamente Orwell, la
Rusia soviética de los primeros años tenía pocos rasgos en común con el supermecanizado estado de la
antiutopía de Zamiatin. La inclinación de éste hacia el primitivismo estaba en línea con una tradición rusa, con la
eslavofilia y la hostilidad hacia el Occidente burgués, con la glorificación del mujik y de la vieja Rusia patriarcal,
con Tolstoi y Dostoyevski. Hasta en su condición de emigrado, Zamiatin estaba desilusionado del Occi dente, a
la manera rusa. A veces pareció medio reconciliado con el régimen soviético, cuando éste estaba ya produciendo
su Benefactor, en la persona de Stalin. En la medida en que dirigía los dardos de su sátira contra el bolchevismo,
lo hacía sobre la base de que éste estaba empeñado en reemplazar la vieja Rusia primitiva por la sociedad
moderna, mecanizada. De un modo bastante curioso, Zamiatin situó su historia en el año 2600; y parecía decir a
los bolcheviques: ése será el aspecto de Rusia, si conseguís dar a vuestro régimen el fondo de la tecnología
occidental. En Zamiatin, como en algunos otros intelectuales rusos desilusionados del socialismo, el anhelo
añorante de los modos primitivos de pensamiento y vida era natural, por cuanto el primitivismo estaba todavía
muy vivo en el trasfondo ruso.
En Orwell no había ni podía haber esa auténtica nostalgia de la sociedad pre-industrial. El primitivismo no
tenía parte alguna en su experiencia, a no ser durante su estancia en Birmania, donde le atrajo fuertemente. Pero
Orwell estaba aterrorizado por los usos que podrían dar a la tecnología hombres dispuestos a esclavizar a la
sociedad; y, así, también él llegó a poner en cuestión y satirizar "los objetivos implícitos de la civilización
industrial".
Aunque su sátira está más claramente dirigida contra la Unión Soviética que la de Zamiatin, Orwell veía tam-
bién elementos de su "Oceanía" en la Inglaterra de su propio tiempo, para no hablar de los Estados Unidos. En
realidad, la sociedad de 1984 encarna todo lo que él odiaba, todo lo que le disgustaba en su propia circunstancia:
la gris monotonía del suburbio industrial inglés, la "mugrienta, tiznada y hedionda" fealdad de lo que trataba de
recoger en su estilo naturalista, reiterativo, opresivo: el racionamiento de la comida y los controles gubernativos
que conoció en la Gran Bretaña en guerra; la "basura de periódicos que apenas contienen otra cosa que deportes,
crímenes, astrología, sensacionales noveluchas baratas, películas encenagadas en el sexo". Orwell sabía bien que
en la Rusia stalinista no existían periódicos de ese tipo, y que los defectos de la prensa stalinista eran de una
especie enteramente diferente. El "neodecir", mucho más que una sátira del lenguaje stalinista, lo es de la jerga
estereotipada del periodismo anglo-norteamericano, que él detestaba, y con el que, como periodista en activo,
estaba familiarizado.
Es fácil señalar los rasgos del partido de 1984 que satirizan al partido laborista británico más que al partido
comunista soviético. El Gran Hermano y sus secuaces no hacen intento alguno de adoctrinar a la clase obrera,
una omisión que Orwell habría sido el último en referir al stalinismo. Sus proletarios "vegetan": "mu cho trabajo,
disgustos mezquinos, películas, juego ... llenan su horizonte mental". Como los periódicos-basura y las películas
encenagadas en el sexo, el juego, el nuevo opio del pueblo, pesa poco en la escena rusa. El ministerio de la
Verdad es una transparente caricatura del ministerio de Información de Londres durante la guerra. El monstruo
de la visión de Orwell, como toda pesadilla, está hecho de toda clase de rostros, rasgos y formas, familiares y no
familiares. El talento y la originalidad de Orwell se hacen patentes en los aspectos domésticos de su sátira. Pero
en la boga alcanzada por 1984 esos aspectos apenas han sido notados.
1984 es un documento de oscura desilusión, no sólo por el stalinismo, sino por todas las formas y esquemas
de socialismo. Es un grito salido del abismo de la desesperación. ¿Qué es lo que sumergió a Orwell en tal
abismo? Fue, sin ninguna duda, el espectáculo de las grandes purgas stalinistas de 1936-38, cuyas repercu siones
experimentó él en Cataluña. Como hombre sensible e íntegro no podía reaccionar ante aquellas purgas más que
con ira y horror. Su conciencia no podía ser calmada por las justificaciones y sofismas stalinistas, que por
entonces calmaron la conciencia de, por ejemplo, Arthur Koestler, escritor de gran brillantez y complejidad, pero
inferior en resolución moral. Las justificaciones y sofismas stalinistas estaban al mismo tiempo por debajo y por
encima del nivel de razonamiento ae Orwell: estaban por debajo y por encima del sentido común y el empirismo
obstinado del Billy Brown de la ciudad de Londres, con el que Orwell se identificaba incluso en sus momentos
más rebeldes o revolucionarios. Estaba ultrajado, conmocionado, sacudido en sus creencias. Nunca había sido
miembro del partido comunista.
Pero, como adicto al semi-trotskista P.O.U.M., había aceptado tácitamente, a pesar de todas sus reservas, una
cierta comunidad de propósitos y una solidaridad con el régimen soviético; a través de todas sus vicisitudes y
transformaciones, que eran para él algo oscuras y exóticas.
Las purgas y sus repercusiones en España no solamente destruyeron aquella comunidad de propósitos, no
solamente le hicieron ver la brecha entre stalinistas y anti-stalinistas, que se abría súbitamente en el interior de la
España republicana en guerra. Ese efecto inmediato de las purgas era poca cosa al lado del "lado irracional del
totalitarismo: sacrificios humanos, crueldad como un fin en sí, el culto de un jefe" y "el color de las siniestras
civilizaciones esclavistas del mundo antiguo" que se extendía sobre la sociedad contemporánea.
Como la mayoría de los socialistas británicos, Orwell no había sido nunca marxista. La filosofía del
materialismo dialéctico le había parecido siempre demasiado abstrusa. De un modo más instintivo que
consciente, había sido un firme racionalista. La distinción entre marxista y racionalista es de alguna importancia.
Contrariamente a una opinión muy extendida entre los países anglosajones, la filosofía marxista no es
racionalista: el marxismo no supone que los seres humanos estén guiados, por regla general, por motivos
racionales, ni que se les pueda persuadir por medio de la razón a que se hagan socialistas. El mismo Marx
comienza El Capital con su elaborada investigación filosófica e histórica de los modos de conducta y
pensamiento "fetichista" arraigados en la "producción de mercancías", es decir, en el trabajo del hombre para un
mercado y en dependencia de éste. La lucha de clases, según Marx la describe, es cualquier cosa antes que un
proceso racional. Eso no impide que los racionalistas del socialismo se definan a sí mismos, a veces, como
marxistas.
Pero el auténtico marxista puede pretender estar mejor preparado que el racionalista para las manifestaciones de
la irracionalidad en los asuntos humanos, incluso para manifestaciones tales como las grandes purgas de Stalin.
El marxista puede sentirse trastornado o mortificado por ellas, pero no necesita sentirse sacudido en su
Weltanschauung, mientras que el racionalista está perdido y desamparado cuando la irracionalidad de la
existencia humana le mira súbitamente a la cara. Si se aferra a su racionalismo, la realidad le escapa. Si per sigue
la realidad y trata de agarrarla, tiene que separarse de su racionalismo.
Orwell persiguió la realidad y se encontró a sí mismo despojado de sus supuestos conscientes e inconscientes
sobre la vida. A partir de entonces, su pensamiento no podía apartarse de las purgas. Directa e indirectamente,
éstas le proporcionaron los temas de casi todo lo que escribió después de su experiencia en España. Era una
obsesión honorable, la obsesión de una mente no inclinada a defraudarse cómodamente a sí misma y a dejar de
luchar con un alarmante problema moral. Pero en la lucha con las purgas, la mente de Orwell quedó infectada de
la irracionalidad de aquéllas. Se encontró incapaz de explicar lo que había sucedido en términos que le fueran
familiares, los términos del sentido común empirista. Al abandonar el racionalismo, fue viendo cada vez más la
realidad a través de las gafas oscuras de un pesimismo casi místico.
Se ha dicho que 1984 es la invención de la imaginación de un hombre moribundo. Hay en eso algo de verdad,
pero no toda la verdad. Fue, ciertamente, en la última llamarada agonizante y febril de su vida cuan do Orwell
escribió ese libro. De ahí la extraordinaria, la deslumbradora intensidad de su visión y de su len guaje, y la casi
física inmediatez con que sufría las torturas que su imaginación creadora hacía padecer a su protagonista.
Identificaba su propia tambaleante existencia física con el cuerpo decaído y encogido de Winston Smith, al que
comunicaba, por así decirlo, su propia agonía. Proyectó los últimos espasmos de su propio sufrimiento en las
páginas finales de su último libro. Pero la explicación principal de la lógica interna de la desilusión y el
pesimismo de Orwell no se encuentra en la agonía mortal del escritor, sino en la experiencia y el pensamiento
del hombre vivo, y en su reacción convulsiva de su racionalismo derrotado.
"Entiendo CÓMO; no entiendo POR QUÉ", es el estribillo de 1984. Winston Smith sabe cómo funciona
"Oceanía" y cómo funciona su elaborado mecanismo de tiranía, pero no sabe cuál es su última causa ni su última
finalidad. Se dirige en busca de respuesta a las páginas de "el libro", el misterioso clásico de "criminopensar",
que se atribuye a Emmanuel Goldstein, el inspirador de la hermandad conspiratoria. Pero solamente consigue
leer aquellos capítulos de "el libro" que tratan del CÓMO. La policía de pensamiento cae sobre él justamente
cuando está a punto de empezar a leer los capítulos que prometen explicar el PORQUÉ; y la pregunta queda sin
respuesta.
Ése fue el problema del propio Orwell. Preguntaba el porqué, no tanto a propósito de la "Oceanía" de su
visión cuanto a propósito del stalinismo y las grandes purgas. En un determinado momento buscó la respuesta en
Trotski: de Trotski-Bronstein tomó los pocos datos biográficos, e incluso la fisonomía y el nombre judío para
Emmanuel Goldstein; y los fragmentos de "el libro", que ocupan tantas páginas de 1984, son una paráfrasis
patente, aunque no muy lograda, de La revolución traicionada. A Orwell le impresionó la grandeza moral de
Trotski, pero al mismo tiempo en parte desconfiaba de éste, y en parte dudaba de su autenticidad. La
ambivalencia de su imagen de Trotski encuentra su contrapartida en la actitud de Winston Smith hacia
Goldstein. Al final, Smith no puede poner en claro si Goldstein y la hermandad existieron alguna vez en rea-
lidad, o si "él libro" no habría sido una falsificación ideada por la propia policía de pensamiento. La barrera entre
el pensamiento de Trotski y él mismo, una barrera que Orwell nunca pudo llegar a romper, era el marxismo y el
materialismo dialéctico. Orwell encontró en Trotski la respuesta al cómo, no al porqué.
Pero Orwell no habría podido satisfacerse con un agnosticismo histórico. Él era todo menos un escéptico. Su
constitución mental era más bien la del fanático, determinado a hallar una respuesta a su pregunta, una respuesta
rápida y clara. Le tenían en una tensión llena de desconfianza y sospechas las oscuras conspiraciones
maquinadas por ellos contra las buenas costumbres de Billy Brown, de la ciudad de Londres. Ellos, eran los
nazis, y los stalinistas ... y Churchill, y Roosevelt, y, en definitiva, todos los que tuvieran alguna raison d'état ue
defender, porque, en el fondo, Orwell era un candoroso anarquista, y, a sus ojos, cualquier movimiento político
perdía su "razón de ser" desde el momento en que adquiría una "razón de estado". El analizar un complicado
telón de fondo social, el verificar y desenredar marañas de motivos políticos, cálculos, miedos y sospechas, y
discernir la condicionante presión de las circunstancias detrás de la acción de aquéllos, eran cosas que estaban
fuera de su alcance. Las generalizaciones sobre fuerzas y tendencias sociales, e inevitabilidades históricas, le
hacían erizarse de suspicacia. No obstante, sin algunas generalizaciones de ese tipo, adecuada y parcamente
empleadas, no es posible dar una respuesta realista a la pregunta que preocupaba a Orwell. Su mi rada estaba fija
en los árboles, o, mejor dicho, en un solo árbol, puesto ante sus ojos, y estaba casi ciego para ver el bosque. A
pesar de lo cual, su desconfianza ante las generalizaciones históricas le condujo finalmente a adoptar y abrazar la
más vieja, la más trivial, la más abstracta, la más metafísica y la más infecunda de todas las generalizaciones:
todas las conspiraciones, todos los complots, y las purgas, y las componendas diplomáticas de ellos, tenían una
fuente, y tan sólo una fuente: "hambre sádica de poder". De ese modo, Orwell saltó desde el sentido común
racionalista y cotidiano al misticismo de la crueldad que inspira 19847.
En 1984 la pericia mecánica del hombre ha alcanzado un nivel tan alto que la sociedad está en disposición de
producir en abundancia para todo el mundo, y acabar con la desigualdad. Pero la pobreza y la desigualdad son
mantenidas, sin otro objeto que satisfacer los impulsos sádicos del Gran Hermano. Sin embargo, ni siquiera
sabemos si el Gran Hermano existe realmente; puede ser solamente un mito. Es la crueldad colectiva del partido
(no necesariamente la de sus miembros individuales, que pueden ser personas inteligentes y bien intencionadas)
lo que atormenta a Oceanía. La sociedad totalitaria está gobernada por un sadismo impersonal, desencarnado.
Orwell creyó haber "trascendido" los conceptos familiares, y, en su opinión, cada vez menos significativos, de
clase social e interés de clase. Pero en esas generalizaciones marxistas, el interés de una cla se social tiene al
menos alguna relación específica con los intereses individuales y la posición social de sus miembros, aunque el
interés de clase no represente una simple suma de los intereses individuales; mientras que en el partido de Orwell
no hay relación entre el todo y las partes. El partido no es un cuerpo social movido por un interés o propósito; es
una emanación fantasmal de todo lo que hay de pérfido en la naturaleza humana. Es el fantasma del mal
metafísico, loco y triunfante.
Orwell pretendió, sin duda, que su 1984 fuese una advertencia. Pero es una advertencia que se anula a sí
misma por el ilimitado desespero que subyace en ella. Orwell veía al totalitarismo paralizando la historia. El
Gran Hermano es invencible. "Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota pateando un rostro huma no ...
para siempre." Orwell proyectó hacia el futuro el espectáculo de las grandes purgas, y lo vio fijo para siempre,
porque no era capaz de captar los acontecimientos de una manera realista, en su complejo contexto histórico. No
cabe dudar que los acontecimientos fueron muy "irracionales"; pero quien, por esa razón, los trata de una
manera irracional se parece extraordinariamente al psiquiatra cuya mente se trastorna al acercarse de masiado a
la locura. 1984 es en realidad, más que una advertencia, un chillido penetrante que anuncia el advenimiento del
milenio negro, del milenio de la condenación.
El chillido, ampliado por todos los medios de comunicación de masas de nuestro tiempo, ha aterrorizado a
millones de personas. Pero no les ha ayudado a ver con más claridad los temas con los que el mundo se está
enfrentando; no ha hecho progresar su comprensión. Solamente ha aumentado e intensificado las olas de pá nico
y odio que recorren el mundo y ofuscan mentes inocentes. 1984 ha enseñado a millones de personas a ver el
conflicto entre Oriente y Occidente en términos de blanco y negro, y, para todos los males que apestan a la
humanidad, les ha mostrado un demonio y una víctima propiciatoria monstruosos.
En el umbral de la era atómica el mundo vive en un estado de terror apocalíptico, y por eso millones de
personas responden de modo tan apasionado a la visión apocalíptica de un novelista. Pero el Gran Hermano no
ha desencadenado los monstruos apocalípticos de la bomba A y la bomba H. La principal dificultad de la
sociedad contemporánea está en que todavía no ha conseguido ajustar su modo de vida y sus instituciones
sociales y políticas al prodigioso progreso de su conocimiento tecnológico. No sabemos cuál ha sido el impacto
de las bombas atómicas y de hidrógeno en el pensamiento de millones de hombres en Oriente, dónele la angustia
y el miedo pueden estar ocultos tras la fachada de un fácil (¿o embarazado?) optimismo oficial. Pero sería
peligroso cegamos al hecho de que en Occidente millones de personas pueden sentirse inclinadas, en su angustia
y su miedo, a huir de su propia responsabilidad por el destino de la humanidad, y a desahogar su ira y su
desesperación en el gigantesco demonio-víctima propiciatoria que 1984 ha hecho tanto por poner ante sus ojos.
***
7
Esa opinión se basa tanto en recuerdos personales como en el análisis de la obra de Orwell. Durante la última guerra, Orwell pareció atraído por el tono
crítico, entonces algo poco usual, de mis comentarios sobre Rusia, aparecidos en The Economist, The Observer y Tribune. (Más tarde, ambos fuimos
corresponsales de The Observer en Alemania, y ocasionalmente compartimos una habitación en un campamento de prensa.) Sin embargo, me costó poco
tiempo darme cuenta de las diferencias de perspectiva, por debajo de nuestra aparente coincidencia. Recuerdo que me desconcertaba la testarudez con
que Orwell hacía hincapié en "conspiraciones", y que su modo de razonar en cuestiones políticas me dio la impresión de una sublimación freudiana de
manía persecutoria. Orwell estaba, por ejemplo, inconmoviblemente convencido de que Stalin, Churchill y Roosevelt conspiraban conscientemente para
dividirse el mundo, definitivamente, entre ellos, y subyugarlo en común. (Podemos ver en ese momento de la biografía de Orwell el origen de su idea de
Oceanía, Asia oriental y Eurasia.) 'Todos ellos están sedientos de poder", solía repetir. Cuando en una ocasión lo indiqué que por debajo de la solidaridad
aparente de los tres Grandes se podía discernir claramente el conflicto entre ellos, que ya entonces asomaba a la superficie, Orwell quedó tan sorprendido
e incrédulo que inmediatamente llevó nuestra conversación a su columna del Tribune, y añadió que él no veía señal alguna de la proximidad del conflicto
de que yo hablaba. Aquello era en los días de la conferencia de Yalta, o poco después, cuando no era necesaria una gran capacidad de previsión para ver
lo que iba a ocurrir. Lo que me chocaba en Orwell era su falta de sentido histórico y de penetración psicológica en la vida política, combinada con una
aguda, aunque estrecha, perspicacia para algunos aspectos de la política, y con una incorruptible firmeza de convicciones.
¿Ha leído usted ese libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Entonces sabrá usted por qué tenemos que lanzar la
bomba atómica sobre los bolcheviques!" Con esas palabras, un miserable ciego vendedor de periódicos me
recomendó en Nueva York 1984, pocas semanas antes de la muerte de Orwell.
¡Pobre Orwell! ¿Podría haber imaginado alguna vez que su propio libro llegaría a ser un artículo tan im-
portante en el programa de la semana-de-odio?
SEGUNDA PARTE
ENSAYOS HISTÓRICOS
DOS REVOLUCIONES8
Un eminente historiador francés escribió una vez: "Consideremos las revoluciones del Renacimiento: en ellas
encontraremos todas las pasiones, todo el espíritu y todo el lenguaje de la revolución francesa". Con algunas
reservas, podríamos decir también que si consideramos la revolución francesa podemos encontrar en ella las
pasiones, el espíritu y el lenguaje de la revolución rusa. Eso es verdad en tal medida que al estudioso de la
historia reciente de Rusia le es absolutamente necesario considerar ésta en todo momento a través del prisma
francés. (También el estudioso de la revolución francesa puede ganar nuevas perspectivas si ocasionalmente
analiza su tema a la luz de la experiencia rusa.) La analogía histórica por sí misma no es, desde luego, más que
uno de los muchos ángulos desde los que debería considerar su tema; y puede ser muy desorientador que se
contente con reunir los puntos de semejanza formal entre situaciones históricas. "La historia es concreta." Y eso
significa, entre otras cosas, que todo acontecimiento o situación es único, independientemente de su posible
semejanza con otros acontecimientos y situaciones. Al descubrir una analogía es importante, por lo tanto, saber
dónde acaba. Esmero que no violaré gravemente esa regla; y me gustaría reconocer mi notable deuda a los
eminentes historiadores franceses cuyas obras sobre la gran revolución me han ayudado a ver mejor en la
revolución rusa.
Es bien sabido que la controversia sobre el "termidor ruso" desempeñó en su tiempo un importante papel en
las luchas internas del partido bolchevique. Trotski puso su tesis sobre el termidor ruso en el mismo centro de su
denuncia del régimen stalinista. En mi biografía política de Stalin ese tema no se trató más que indirectamente.
(En mi opinión, las contrapartidas rusas de las fases jacobina, termidoriana y bonapartista de la revolución se
han superpuesto en sus márgenes y se han mezclado de manera curiosa en el stalinismo.) Un examen crítico de
todo el problema puede encontrarse en mi Vida de Trotski, que es donde propiamente le corresponde. De
momento voy a concentrarme en otra perspectiva de la reciente historia rusa, una perspectiva algo semejante a la
ofrecida por Albert Sorel, en relación con la revolución francesa, en su monumental L'Europe et la révolution
frangaise. Estoy pensando en la reafirmación de la tradición nacional en una sociedad revolucionaria.
La revolución bolchevique de 1917 fue en su intención una ruptura radical con el pasado de Rusia, una ruptura
con su viejo concepto de la vida social, con sus viejos métodos de gobierno, con sus costumbres, hábitos y
tradiciones. Fue un grande y tempestuoso funeral de todos los anacronismos heredados de siglos de atraso,
servidumbre y tiranía. Sin embargo, las tres décadas post-revolucionarias presenciaron un desarrollo complejo y
contradictorio: por una parte, el progreso de Rusia, con avances gigantescos, en la in dustrialización y la
educación, y una puesta en libertad de las energías nacionales como sólo una gran revolución puede producir;
por otra parte, una sorprendente resurrección del pasado enterrado de Rusia, y la venganza que ese pasado se
tomaba del presente. Yo quiero considerar a Stalin precisamente como la encarnación de ese contradictorio
desarrollo. Casi en el mismo grado, Stalin representa el impulso dado a Rusia por la revolución y el triunfo de las
tradiciones del anexen régime sobre el espíritu originario de la revolución. Pero, ¿no represento Napoleón I un
fenómeno similar? ¿No se mezclaban en su personalidad el revolucionario y el Rey Sol, como el leninista e Iván
el Terrible se mezclan en Stalin?
Los que se interesan principalmente por la psicología individual de las personalidades históricas pueden
sentirse ofendidos por esa comparación. Stalin, podrían objetar, no tiene nada del élan, el esprit, el encanto, nada
de la originalidad de mente y de expresión con que la naturaleza dotó tan generosamente a Napoleón Bonaparte.
8
La publicación de una edición francesa de Stalin: Biografía política (edición inglesa, Nueva York y Londres, Oxford University Press, 1949) me ha
dado una oportunidad de comentar un aspecto de ese libro, las analogías entre las revoluciones francesa y rusa. Esos comentarios, escritos en 1950,
aparecen aquí sustancialmente en la misma forma de la introducción a la edición francesa de Stalin (París, Gallimard).
Lo admito de buena gana. Pero lo que aquí nos interesa es otra cosa, a saber, las respectivas funciones de las dos
personalidades en la historia de sus países; y éstas tienen que ser vistas a la luz de fac tores más amplios e
impersonales, de las fuerzas motrices, los motivos y objetivos de las dos revoluciones, y a la luz de sus diferentes
fondos sociales y tradiciones nacionales. Dicho sea incidentalmente, incluso el contraste entre las características
individuales de los dos hombres corresponde y puede ser explicado hasta cierto punto por el contraste entre sus
fondos y tradiciones nacionales. Napoleón, el emperador, descendía indirectamente de una monarquía absoluta,
cuyo principal representante aparece, en idealización histórica, en el Roi Soleil. El zar, que es en cierto sentido el
antepasado político de Stalin, no pudo ganar, ni siquiera entre sus apologistas, epíteto más brillante que el de
Grozni, el inspirador de temor reverencial. Napoleón tiene el aire claro, el color brillante, la elegancia de Versal
les, de Fontainebleau y su ambiente: mientras que la figura de Stalin armoniza con el ambiente severo del
Kremlin. Así, incluso el temple individual de los dos hombres parece reflejar algo impersonal.
Albert Sorel describe el gran peso que la tradición tuvo en la revolución: "Los acontecimientos les precipi-
taron [a los miembros de la Convención] abruptamente al poder; aunque hubiesen sentido el gusto por la
libertad, no les habría quedado tiempo para acabar un aprendizaje en ésta". 9 Los líderes soviéticos rusos han
tenido tan poco tiempo como los líderes de la Convención para acabar un aprendizaje en la libertad. "En los
comienzos de la revolución, la mente de los hombres se precipitaba en pos del ideal: todo se destruía, todo se
renovaba; Francia estaba siendo creada de nuevo, por así decirlo, después de haber sido aniqui lada ... Siguieron
el desorden, la anarquía, la guerra civil. Se añadieron las guerras exteriores. La revolución estaba amenazada,
Francia invadida. Los republicanos tuvieron que defender al mismo tiempo la independencia de la nación, el
suelo de la patria, los principios de la revolución, la supremacía de su partido, sus propias vidas ... Confundidos
por la razón pura, retrocedieron brutalmente al empirismo: por instinto se volvieron a la costumbre, a la rutina, a
los precedentes: nadie estaba en favor de la libertad, y eran incontables los que propiciaban el despotismo. Así,
se vio que todos los procedimientos de gobierno del ancien régime se introducían, en nombre de la conveniencia
práctica, en la revolución. Y, una vez recuperado su lugar, se quedaron allí como amos. Todo el arte de los
teóricos consistió solamente en enmascararlos y disfrazarlos."10 ¡Qué admirablemente adecuadas están también
estas palabras a la suerte de la revolución rusa!
Pero aún así, aunque esté correctamente observada esa reafirmación de la tradición (una reafirmación que
algunos pueden ver como natural y sana, mientras otros pueden verla como una distorsión de la revolución),
sería equivocado ver en el régimen post-revolucionario nada más que una prolongación del ancien régime. Bajo
el imperio, la historia de Francia no se limitó a restablecer los hilos que habían sido violentamente rotos por la
Convención; tejió la urdimbre de una nueva Francia, y utilizó luego, en una nueva trama, los hilos de la
tradición. Lo mismo puede decirse de la Rusia stalinista. La nueva Rusia puede sentir en sí misma la venganza
del pasado, pero no ha vuelto a aquel pasado. La monarquía borbónica no podría haber producido nunca nada
parecido al Código de Napoleón, ese espejo filosófico-jurídico de la sociedad burguesa. Semejantemente, la
economía planificada no podría nunca haber entrado en la existencia en la estructura de la vieja Rusia. Para
hacerla posible se necesitaba nada menos que la revolución de octubre, y en ella, en el principio y en la práctica
de la economía planificada, la revolución de octubre ha sobrevivido y se ha desarrollado, a pesar de la
penetración de “todos los procedimientos de gobierno del ancien régime”.
En el caso de la revolución rusa sería aún menos realista que en el de la francesa negar o pasar por alto lo
que es esencialmente nuevo (lo que "hace época") en sus conquistas. Puede estar hasta cierto punto justificada la
opinión de Sorel de que, si la revolución francesa no hubiera ocurrido, el ancien régime, con el transcurso del
tiempo, habría hecho algo de la obra que se cumplió con su derrocamiento. 11 Dentro de la cáscara del ancien
régjme de Francia los elementos de una moderna sociedad burguesa habían alcanzado un grado de madurez
relativamente alto; la revolución no hizo más que romper la cáscara, y, de ese modo, facilitar y acelerar el
desarrollo orgánico de aquellos elementos. Aun así, los historiadores como Michelet, Jaurés, y otros, que han
subrayado la obra esencialmente nueva y creadora de la revolución, parecen estar más cerca de la verdad que
Sorel, cuyo énfasis en la continuidad histórica, tan original e iluminador en muchos aspectos, parece en otros
exagerado y esencialmente conservador. Ahora bien, en el caso de Rusia, los límites en que opera la ley de
continuidad histórica son indudablemente mucho más estrechos. Los elementos de la presente sociedad
colectivista, con su economía planificada — dejemos a un lado la cuestión de si esa sociedad merece o no ser
llamada socialista —, apenas existían bajo la superficie del ancien régime de Rusia. Son en gran medida
creación consciente de la revolución y del gobierno post-revolucionario. Como constructor de una economía
nueva y como pionero de nuevas técnicas sociales, Stalin, con todas sus limitaciones y vicios —las limitaciones
de un empirista y los vicios de un déspota —, dejará probablemente en la historia huellas más profundas que las
de cualquier revolucionario de nota en la revolución francesa. Quizá sea éste el punto en el que la diferencia en
la naturaleza misma de las dos grandes revoluciones tiende a hacer desorientadora una comparación llevada
demasiado lejos.
9
Albert Sorel, L'Europe et la révolution jrangaise (3.* ed., París, 1893, 1.» parte, p. 224.)
10
11
Ibidpp. 224-5.
Esa iciea había sido desarrollada, desde luego, antes de Sorel, por Alexis de Tocqneville en L'ancien régime.
Tratemos ahora de investigar hasta qué punto vale la analogía en un campo diferente: en la política exte rior
de la revolución francesa, en su impacto en el mundo y el impacto del mundo en ella. Sorel, que examinó ese
vasto campo con la mayor comprensión y del modo más concienzudo, nos dice que "para ponerse de acuerdo
con la revolución francesa, la vieja Europa abdicó de sus principios; para ponerse de acuerdo con la vieja
Europa, la revolución francesa falsificó los suyos. Francia había renunciado solemnemente a las conquistas, pero
la victoria hizo belicosa a la revolución. La guerra, iniciada para la defensa del territorio francés, continuó con la
invasión de territorios vecinos. Después de haber conquistado tierras en la lucha para su propia liberación,
Francia hizo particiones para conservarlas.12 Al leer eso uno no puede dejar de pensar en Yalta y Potsdam,
donde, al acceder a la expansión de la Rusia stalinista, los jefes del occidente capitalista abdicaron claramente de
sus principios, mientras la Rusia stalinista, al insistir en la necesidad de fronteras estratégicas y en la absorción
de la mayor parte de las tierras vecinas, conquistadas en otro tiempo por los zares, falsificó de modo flagrante
los suyos propios. ¿Es realmente verdad que la historia no se repite? ¿O que, cuando se repite, el drama ori ginal
se convierte en una farsa? ¿No es más verdad acaso que, en su repetición rusa, la tragedia francesa aparece
magnificada e intensificada, proyectada desde su escala europea a una escala universal, y desde una época
anterior a la máquina de vapor, a la era de la energía atómica?
Comparemos una vez más el original con la repetición. “No siendo capaz de destruir a todas las monarquías, [la
revolución] tuvo que ponerse de acuerdo con los monarcas. Venció a sus enemigos, les persiguió hasta su propio
territorio, realizó conquistas magníficas; pero para mantenerlos en paz era necesario tratar; para tratar era
necesario negociar, y negociar era volver a la costumbre. El ancien régime y la revolución hicieron un
compromiso, no a propósito de los principios, que eran irreconciliables, pero sí a propósito de fronteras, que eran
modificables. Solamente había una idea en común para que la vieja Europa y la Francia republicana pudiesen
entenderse mutuamente y llegar a un acuerdo: la raison d’état. Esa idea presidió sus tratados. Al no haber
cambiado de lugar os territorios, y al permanecer las ambiciones de los estados siendo las que eran, todas las
tradiciones de la política renacieron en las negociaciones. Dichas tradiciones estaban perfectamente de acuerdo
con los designios de los revolucionarios ... éstos pusieron al servicio de la revolución victoriosa los métodos del
ancien régime." 13
Mientras que desde el ángulo del desarrollo interno de la revolución puede decirse que, hasta cierto punto,
las fases correspondientes al jacobinismo, termidorismo y bonapartismo se han mezclado en el stali nismo, en su
política exterior durante la segunda guerra mundial el stalinismo victorioso puso simplemente a su servicio los
métodos del ancien régime. En mi libro he descrito cómo, en Potsdam y Yalta, "la conducta, las aspiraciones, los
métodos de acción, incluso los gestos y caprichos de Stalin se asemejaron vividamente al comportamiento, las
aspiraciones y los gestos del zar Alejandro I al término de las guerras napoleónicas". 14Y la concepción staliniana
de la preponderancia de las grandes potencias y de la división entre éstas de esferas de influencia, ¿qué otra
J
cosa era, sino aquella vieja raison d'état, la única idea que tenía en común con Churchill y Roosevelt? Que, en
cierto sentido, aquella raison d'état estaba de acuerdo con un designio revolucionario, los acontecimientos
subsiguientes iban a revelarlo.
Rusia, como antes Francia, ha llevado su revolución al extranjero. Notemos que no fue en el período jaco-
bino y republicano cuando Europa adquirió la infección revolucionaria procedente de Francia. Y no fue en el
período heroico, leninista, cuando la revolución bolchevique se extendió más allá de las fronteras rusas. Las dos
revoluciones fueron llevadas al extranjero por gobernantes que primeramente las habían domesticado en casa.
"La revolución fue detenida en Francia, y en cierto modo congelada en despotismo militar; pero, por la acción
misma de ese despotismo, continuó propagándose por Europa. La conquista la difundió por pueblos distintos.
Aunque muy degenerada, conservaba bastantes atractivos para excitarles..." 15 Y, en otro lugar: "Fue de ese
modo como la revolución pareció haberse detenido y congelado en Francia; fue de ese modo como Europa la
entendió y la imitó".16 Es en su forma stalinista, y no en su forma leninista y trotskista, como la revolución se ha
detenido y congelado en Rusia, y es en esa forma como se ha difundido, para sorpresa de ex-comunistas
desilusionados, que tienen grandes dificultades para entender cómo una revolución tan "grandemente
degenerada" ha podido conservar tanto atractivo.17
Igual que la Francia bonapartista, la Rusia stalinista ha creado todo un sistema de satélites. Stalin podía ver
ahí una grave advertencia. Fue la rebelión de sus propios satélites lo que contribuyó de modo tan no table a la
caída del imperio bonapartista. Dos de esos satélites, Prusia e Italia, produjeron alguna de las más serias
contrariedades de Francia. Fue un patriota italiano quien escribió en 1814 estas significativas palabras: Me apena
decirlo, porque nadie siente en mayor medida que yo la gratitud que debemos a Napoleón; nadie aprecia mejor
que yo el valor de cada gota de esa generosa sangre francesa que regó el suelo italiano y lo redimió; pero tiene
que permitírseme que lo diga, porque es la verdad: ver la partida de los franceses fue una alegría inmensa,
inefable". Hemos oído a Tito pronunciar palabras semejantes acerca de los rusos, y quién sabe cuántos
12
Sorel, op. cit., p. 3.
13
Sorel, op. cit., pp. 544-5.
14
Stalin, p. 530.
15
Sorel, op. cit., pp. 4-5.
16
Ibid. y p. 548.
17
El lector encontrará un tratamiento más detallado de este tema en Stalin, caps, 13 y 14.
comunistas de la Europa oriental serían felices de pronunciarlas, si pudieran. A Bonaparte, y a muchos de sus
compatriotas, la conducta de Italia y de Prusia les pareció el colmo de la ingratitud. Lo mismo le parece a Stalin
la conducta de Tito. Pero, ¿qué es lo que da origen a esa "ingratitud"?
En ambos sistemas de satélites ha habido características que les redimen. "En los países que Francia unió a su
territorio o constituyó a su imagen — dice Sorel— proclamó sus principios, destruyó el sistema feudal e
introdujo sus leyes. Después de los inevitables desórdenes de la guerra y de los primeros excesos de la conquista,
la revolución constituyó un inmenso beneficio para los pueblos. Por eso no podrían confundirse las conquistas de
la república con las del ancien régime. Unas y otras diferían en la característica esencial de que, a pesar del
abuso de los principios y de las desviaciones de las ideas, la obra de Francia se cumplió para las naciones".18 Sin
repetir aquí mi análisis de nuestra contrapartida contemporánea de aquel fenómeno, diré solamente que no creo
que el veredicto que dé la historia del sistema stalinista de satélites sea en ese aspecto más severo que el que ha
dado del sistema bonapartista.19 No obstante, el sistema francés no se salvó por los rasgos que le redimían. Sería
difícil encontrar una explicación más brillante y convincente de ese hecho que la que nos ofrece Sorel:
"Los republicanos franceses se creían ciudadanos del mundo, pero lo eran solamente en sus discursos;
sentían, pensaban, obraban, interpretaban sus ideas universales y sus principios abstractos de acuerdo con las
tradiciones de una monarquía conquistadora ... Identificaban la humanidad con su patria, su causa nacional con
la causa de todas las naciones. En consecuencia, y de modo enteramente natural, confundían la propagación de
nuevas doctrinas con la extensión del poder francés, la emancipación de la humanidad con la grandeur de la
república, el reinado de la razón con el de Francia, la liberación de los pueblos con la conquista de estados, la
revolución europea con la dominación de la revolución francesa en Europa ... establecieron repúblicas sometidas
y subordinadas a las que mantenían en una especie de tutela ... La revolución degeneró en propaganda armada, y
más tarde en conquista..."20 Del mismo modo, los stalinistas rusos se creen internacionalistas, pero sienten,
piensan y obran de acuerdo con la tradición de una monarquía conquistadora que tienen a la espalda; y también
ellos confunden la emancipación de la humanidad con la grandeza y reinado de la razón con la hegemonía de
Rusia. No es sorprendente que la reacción de los países satélites tienda a tomar una forma familiar: "Los pueblos
entendían con facilidad ese lenguaje [el de la emancipación, hablado por los revolucionarios]. Lo que no
entendían en absoluto era que, mientras empleaba ese lenguaje ... Francia se proponía esclavizarles y explotarles.
Por lo demás, no distinguían entre Francia y el hombre que la gobernaba; no investigaban las fases por las que
había pasado la revolución, y cómo la república se había transformado en un imperio; conocían la revolución
solamente en forma de conquista ... y fue en esa forma como, en virtud de los mismos principios de aquélla,
llegaron a aborrecerla. Se alzaron contra su dominio". 21 No profetizamos aquí un alzamiento de los pueblos
contra la dominación staliniana. Pero no puede dudarse que los pueblos de la Europa central y oriental, que po-
drían haber entendido bien el lenguaje de la emancipación social hablado por Rusia, no pueden entender por qué
tienen que subordinarse a Rusia; que esos pueblos, y otros, no hacen ahora distinción alguna entre i revolución
rusa y "el hombre que la gobierna"; que no están interesados en las etapas por las cuales la república de los
consejos de obreros y campesinos se ha transformado en algo como un imperio; y que conocen la revolución
rusa, en gran parte, en forma de conquista.
Después de entregarme a esas comparaciones, no puedo por menos de indicar dónde y por qué esa amplia
analogía histórica deja de tener aplicación. No aré hincapié en las obvias diferencias —importantes en algunos
aspectos, poco significativas en otros — entre las dos revoluciones, una de las cuales era de carácter burgués, y
la otra proletaria, al menos en principio. Ni me explayaré acerca de las diferencias más señaladas entre la escena
internacional de hoy y la de hace un siglo y medio. Pero quizá deban decirse algunas pala bras sobre un episodio
importante —la revolución china— que sólo hace poco ha tenido lugar.
El rápido hundimiento del Kuomintang y la victoria absoluta de los ejércitos comunistas han alterado de una
manera clara el equilibrio internacional del poder. A la larga, la revolución china ha de tener también
repercusiones dentro de Rusia. Indudablemente esa revolución merece ser colocada en una categoría diferente de
las "revoluciones desde arriba" habidas en la Europa central y oriental en los años 1945-48. Éstas fueron
principalmente subproductos de la victoria militar de Rusia: "Aunque los partidos comunistas locales fueron sus
agentes y ejecutores inmediatos, el gran partido de la revolución, que permanecía en el fondo de la escena, era el
ejército rojo".22 En contraste, aunque pueda haber sacado inspiración moral de Rusia, el comunismo chino puede
pretender con todo derecho que su revolución ha sido obra suya y mérito propio. La magnitud misma de la
revolución china y su ímpetu intrínseco han sido tales que es ridículo considerarla como un títere de nadie. La
revolución china no es satélite de la revolución rusa, sino otro gran levantamiento por derecho propio. A ese
fenómeno no se le encuentra paralelo alguno en la época de la revolución francesa. Hasta su final, la revolución
18
Sorel, op. cit., p. 547.
19
Yo fui educado en Polonia, uno de los países satélites de Napoleón, donde, todavía en mi tiempo, la leyenda napoleónica estaba tan viva que,
siendo escolar, yo lloraba con lágrimas amargas la caída de Napoleón, como casi todos los niños polacos. Y ahora vivo en Inglaterra, donde la mayoría
de los escolares, estoy seguro, se regocijan aún con la historia de la derrota de Napoleón, ese villano de los historiadores tradicionalistas ingleses.
20
Sorel, op. citpp. 541-2.
21
22
Ibid., p. 5.
Stalin, p. 554.
francesa estuvo sola. Solamente puede pensarse una analogía imaginaria: nos podemos preguntar cuál sería el
aspecto de Europa si, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, Alemania, entonces desunida y atrasada, hubiese
llevado a cabo más o menos independientemente su propia versión de la revolución francesa. Una combinación
de una Francia jacobina o bonapartista con una unificada Alemania jacobina podría haber dado a la historia una
dirección diferente de la que pudo comunicarle, a solas, Francia. Quizá no habría habido un Waterloo. O quizá
las fuerzas antirrevolucionarias de Europa se habrían unido mucho antes y más resueltamente de lo que lo
hicieron contra Francia.
Tanto los stalinistas como los anti-stalinistas han empezado hace poco a fomentar la leyenda de que Stalin ha
sido el verdadero inspirador de la revolución china. ¿Cómo se puede conciliar tal cosa con el hecho de su papel
en los acontecimientos de China en 1925-27? ¿Cómo ponerla de acuerdo con la afirmación del propio Stalin en
Potsdam de que "el Kuomintang es la única fuerza política capaz de gobernar China"? 23 Puede argüirse que, en
Postdam, Stalin desconocía ostensiblemente a los comunistas chinos sólo para engañar a sus aliados
occidentales. Pero es difícil pensar que ése fuese el caso. La versión de los acon tecimientos que parece más
próxima a la verdad es que hasta muy tarde Stalin apreció en poco la capacidad del partido comunista para
controlar China, y que llegó incluso a intentar, todavía en 1948, disuadir a Mao Tse-tung del lanzamiento de la
serie de ofensivas que iban a dar la victoria al comunismo chino. Una carta de Stalin a Mao Tse-tung en ese
sentido fue leída en la conferencia del partido comunista chino que tuvo lugar poco antes del desencadenamiento
de la ofensiva; pero la conferencia rechazó el consejo de Stalin.24
En su intempestivo escepticismo acerca de la revolución china, Stalin aparece fiel a su carácter. Mediada la
década de 1920 había hecho un cálculo erróneo similar, antes de que Chiang Kai-chek comenzase su gran
marcha hacia el norte. En marzo de 1926, el Politburó ruso discutió si se debía animar a Chiang (que entonces
era aún aliado de Moscú, y miembro honorario del ejecutivo del Comintern) en sus planes de conquista de toda
China. Stalin insistió en que se aconsejara a Chiang que se contentase con la zona del sur, que ya controlaba, y
buscase un modus vivendi con Chang Tso-lin y su gobierno, que controlaban todavía el norte. Chiang despreció
el consejo, y poco después estableció su control sobre toda China. Más de dos décadas más tarde, Stalin, al
parecer, sobreestimó de nuevo la estabilidad de un régimen viejo y decadente, y subestimó las fuerzas
revolucionarias que se le oponían. Con mucho mayor justificación que Tito, Mao Tse-tung podría, pues, decir,
no solamente que su régimen no fue creado por la fuerza de las armas rusas, sino que él se aseguró su triunfo en
contra del consejo explícito de Moscú.
Sea cual fuere la verdad acerca del papel de Stalin en aquellos acontecimientos, es probable que la revo -
lución china afecte grandemente a la suerte del stalinismo. En mi libro he mostrado que el stalinismo es ante
todo un producto del aislamiento del bolchevismo ruso en un mundo capitalista, y de la asimilación mutua de la
revolución aislada y la tradición rusa. La victoria del comunismo chino marca el final de aquel aislamiento, y de
una manera mucho más decisiva que la expansión del stalinismo en la Europa oriental. Así, una de las
principales precondiciones para el surgimiento del stalinismo pertenece ahora al pasado. Eso puede estimular
dentro de Rusia procesos que tiendan a superar aquella extraña ideología y estructura mental que se formaron en
el período de aislamiento. No obstante, sabemos por la nistoria cuántas veces los efectos han sobrevivido a sus
causas, y por cuánto tiempo.
Mientras en una de sus repercusiones la revolución china tiende a privar al stalinismo de su raison d’être, en otra
tiende a vigorizarlo y consolidarlo. El stalinismo no ha sido solamente el producto del aislamiento del
bolchevismo; ha reflejado también el predominio en Rusia, y, en consecuencia, en su revolución, del elemento
oriental, semiasiático y asiático, sobre el elemento europeo. La victoria de Mao Tse-tung realza aquel elemento y
le aporta un enorme peso adicional. [Cuánto más verdadero tiene que sonar ahora al mismo Stalin su propio Ex
Oriente, lux que en 1918, cuando lo publicó! Es tanto lo que el elemento oriental ha llegado a predominar en
todo el movimiento comunista internacional, que la lucha entre comunismo y anticomunismo se va identificando
cada vez más, ya no sólo geográficamente, con el antagonismo entre Oriente y Occidente. El hecho de que el
comunismo es en su origen una idea occidental par excellence, y que el Occidente lo exportó a Rusia, está casi
olvidado. Habiendo conquistado el Oriente, y absorbido el clima y las tradiciones de éste, el comunismo en su
forma stalinista no sólo comprende mal al Occidente, sino que se hace cada vez más incomprensible para éste.
En Rusia, la tradición ortodoxa-griega y bizantina se ha refractado en la revolución. ¿Se refractará ahora de un
modo similar la tradición confuciana en el comunismo chino?
La historia política de Stalin es un cuento no exento de horror y crueldad, pero quizá deba uno guardarse de
sacar de ella una moraleja de desilusión y desespero, porque el cuento no se ha terminado toda vía. Casi todas las
grandes revoluciones han destruido tantas esperanzas como las que han cumplido; en consecuencia, toda
23
Por ejemplo, véase Tames F. Byrnes, Speaking Frankly (Nueva York, 1947), p. 228.
24
En el Times, un corresponsal especial escribió a su regreso de Pekín: "...hay muchas pruebas que sugieren que el Kremlin no previó la
arrebatadora victoria que el comunismo chino iba a obtener pronto ... Todavía en julio de 1948 los rusos no esperaban ni deseaban una inmediata victoria
comunista en China. En aquel mes el partido comunista chino celebró una conferencia para discutir planes para la campaña del próximo otoño. El
consejo de Rusia era continuar la lucha de guerrillas durante un año más, para debilitar a los Estados Unidos, que se esperaba siguiesen volcando armas
en Clima, en apoyo del Kuomintang. Rusia se oponía a todo plan para terminar la guerra civil mediante la toma de las grandes ciudades. El consejo de
Rusia fue rechazado por la conferencia, y se adoptó la política contraria..." The Times, 27 de junio de 1950. Informes semejantes han aparecido en otros
muchos periódicos.
revolución ha dejado tras de sí una cosecha de frustración y cinismo. Por regla general, los hombres sólo han
sido capaces de hacer plena justicia al conjunto de la experiencia cuando han dispuesto de una dilatada
perspectiva de tiempo histórico. "¿Qué es lo que sabemos, después de todo?", escribió una vez Louis Blanc, en
un contexto similar. "Para que el progreso sea realizado es quizá necesario que se agoten todas las alternativas
malas. La vida de la humanidad es muy larga, y el número de soluciones posibles es muy limitado. Toda
revolución es útil, al menos en el sentido de que se hace cargo de una alternativa peli grosa. Por el hecho de que
desde un desgraciado estado de cosas las sociedades caigan a veces en un estado peor, no nos apresuremos a
concluir que el progreso sea una quimera."25 No nos precipitemos.
Las actitudes de Marx y Engels hacia Rusia, y sus opiniones sobre las perspectivas de revolución rusa,
constituyen un tema curioso en la historia del socialismo. ¿Tuvieron los fundadores del socialismo científico
alguna premonición del gran levantamiento ruso que iba a ser realizado bajo el signo del marxismo? ¿Qué
resultados esperaban de los desarrollos sociales en el interior del imperio de los zares? ¿Cómo concebían la
relación entre la Rusia revolucionaria y el Occidente? Ahora se puede dar una respuesta más completa a esas
preguntas sobre la base de la correspondencia entre Marx, Engels y sus contemporáneos rusos, publicada el año
último por el Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú. Esa correspondencia cubre aproximadamente medio siglo.
Se abre con las famosas cartas de Marx a Anenkov, en 1846. Se cierra con la correspondencia entre Engels y sus
amigos rusos en 189'5. El volumen contiene también unas cincuenta cartas publicadas por primera vez.
Entre los rusos que tuvieron contacto con Marx y Engels había hombres y mujeres pertenecientes a tres
generaciones de revolucionarios. En la década de 1840 el movimiento revolucionario en Rusia tenía un carácter
casi exclusivamente intelectual y liberal. No estaba basado en ninguna clase social o fuerza popular. A esa época
pertenecen los primeros corresponsales de Marx: Anenkov, Sazonov y unos pocos más. Marx les explicaba su
filosofía y sus ideas económicas, pero no hablaba nada de revolución en Rusia. Era demasiado pronto para eso.
Hablando claramente, en aquellos años Rusia era para Marx todavía sinónimo de zarismo, y el zarismo era el
odiado "gendarme de la reacción europea". La principal preocupación de Marx y de Engels era levantar a Europa
contra aquel gendarme, porque creían que una guerra europea contra Rusia aceleraría el progreso del Occidente
hacia el socialismo.
25
1. Louis Blanc, Histoire de dix ans (10.a ed., París, sin fecha), I, 135.
26
B.B.C., charla del "Tercer jnograma", noviembre de 1948.
En la década de 1860 llegó al primer plano otra generación de revolucionarios rusos. Eran los narodniki, o
populistas, o socialistas agrarios. De un modo bastante curioso, fue con los intelectuales rusos de aquella escuela,
que abogaban por un puro socialismo campesino, con los que los dos fundadores del socialismo occidental,
estrictamente proletario, establecieron los más estrechos vínculos de amistad. Rusia no poseía aún industria, ni
una moderna clase de trabajadores, ni casi burguesía. Los intelectuales y los campesinos constituían dentro de
Rusia las únicas fuerzas a que podían mirar los dos enemigos jurados del zarismo. También había, desde luego,
el anarquismo de Bakunin. Marx primeramente cooperó con Bakunin, y luego se peleó con él. Pero no voy a
tratar de esa controversia, de la que sólo aparecen referencias casuales en la corres pondencia que estamos
examinando. Ante Marx, dicho sea incidentalmente, el papel de Bakunin era más el de portavoz de los
anarquistas italianos, suizos y españoles, que el de revolucionario ruso.
Los narodniki en Rusia y en el exilio respondieron ardientemente a las teorías de Marx y Engels. El ruso fue
la primera lengua a que se tradujo El capital. Basada en la economía clásica inglesa y en la filosofía alemana, y
en un completo estudio del capitalismo industrial de occidente, la gran obra de Marx no parecía tener relación
directa con las condiciones sociales que prevalecían en Rusia. Y, no obstante, desde el primer momento, cuando
aún no hacía la menor impresión en el público de la Europa occidental, El capital ejerció una enorme influencia
entre los intelectuales rusos. Su traductor, Danielson, que era un destacado economista narodnik, escribió a Marx
que el censor ruso autorizaba el libro, creyéndolo demasiado estrictamente científico para tener que ser
prohibido. En todo caso, pensaba el censor, el libro era demasiado pesado de lectura para poder tener la menor
influencia subversiva. Le asustaba más la portada de la edición rusa, con el retrato de Marx, y, mientras permitía
que las ideas de Marx llegasen al público ruso, confiscó el retrato. Algunos años más tarde el censor ruso
autorizó también el segundo volumen de El capital, aun cuando poco antes había secuestrado una edición rusa de
las obras del buen viejo Adam Smith. Novecientos ejemplares de El capital se vendieron en San Petersburgo en
unas semanas, después de su publicación en 1872, un número muy elevado si se considera el carácter del libro, la
época y el lugar. Pero incluso antes de eso, Marx recibió una notable prueba del extraño entusias mo ruso por sus
ideas cuando, en marzo de 1870, un grupo de revolucionarios rusos le pidió que representase a Rusia en el
Consejo general de la Primera Internacional.
Marx quedó ligeramente perplejo ante aquel inesperado entusiasmo ruso; "una cómica posición para mí",
escribió a Engels, "¡funcionar como representante de la joven Rusia! Un hombre nunca sabe a lo que puede
llegar, o a qué extraña amistad puede tener que someterse". Pero la diversión irónica era sólo una parte, quizá la
menos esencial, de la reacción de Marx a la admiración rusa. Su mente estaba muy interesada por Rusia como
fenómeno social. A la edad de cincuenta años, él y Engels empezaron a estudiar ruso. Seguían el desarrollo de la
literatura rusa, y devoraban volumen tras volumen de estadísticas y sociología rusas. Marx pensó incluso en
reescribir una parte de El capital para basarlo en sus descubrimientos rusos, una intención que no llegó a llevar a
la práctica. Aunque el sentirse divertidos ante algunas excentricidades rusas siguió dándose en sus reacciones,
tanto Marx como Engels adquirieron un profundo respeto por los logros intelectuales rusos. Chernichevski, que
por entonces cumplía su condena de trabajos forzados en Siberia, impresionó a Marx como el más original
pensador y economista contemporáneo. Marx planeó levantar protestas en la Europa occidental contra el trato
dado a Chernichevski, pero los amigos de éste temieron que las protestas y la interferencia extranjera hiciesen
más mal que bien al gran convicto. Dobroliubov, que había muerto a la edad de veinticinco años, fue otro pen -
sador muy valorado por Marx, como "escritor de la talla de un Lessing o un Diderot". Finalmente, en 1884,
Engels escribió a la señora Papritz, una cantante rusa, y traductora de Engels:
"Nosotros dos, Marx y yo mismo, no podemos quejarnos de sus compatriotas. Si en algunos grupos había
más confusión revolucionaria que investigación científica, había también, por otra parte, pensamiento crítico e
investigación desinteresada en el campo de la pura teoría, dignos de la nación de Dobroliubov y Cherni-
chevski ... Pienso no solamente en los socialistas revolucionarios activos, sino también en la escuela histórica y
crítica de la literatura rusa, que es infinitamente superior a todo lo logrado por respetables historiadores de
Alemania y Francia."
Pero el tema principal de la correspondencia era el camino de Rusia hacia el socialismo. En Occidente la
industrialización capitalista, según Marx y Engels, estaba preparando el terreno al socialismo. La clase obrera
industrial era la principal fuerza interesada en el socialismo. Pero ¿qué decir de Rusia, donde la industria
capitalista no había ni siquiera empezado a echar raíces? Los narodniki argumentaban que el socialismo ruso se
basaría en la primitiva comuna rural, u obschina, que había existido junto al feudalismo. Incluso después de la
emancipación de los siervos, en 1861, la tierra campesina era todavía propiedad de la comunidad rural,
precursora en algunos aspectos del actual koljós ruso. Rusia, decían los narodniki, no necesitaba pasar por las
pruebas y tribulaciones del industrialismo capitalista para alcanzar el socialismo. Podía encontrarlo en su
tradición rural nativa, a la que solamente necesitaba depurar de sus restos de feudalismo. Ése era, pues, el
camino de Rusia hacia el socialismo, muy diferente del que se esperaba que recorriese la Europa occidental.
La mayoría de los narodniki, aunque no todos, eran eslavófilos, y creían en la peculiar misión socialista de
Rusia. Marx, como sabemos, rechazaba el eslavofilismo, y nada le enfurecía más que la palabrería sobre la
misión socialista de Rusia. Él no creía, dijo una vez, que la vieja Europa necesitara ser rejuvenecida por la sangre
rusa. Pero, a pesar de ello, compartía algunas de las esperanzas que los narodniki ponían en la primitiva comuna
rural rusa. Ahí, decía en una famosa carta a un periódico ruso en 1877, estaba "la más bella oportunidad ofrecida
jamás por la historia a una nación", la oportunidad de escapar del capitalismo y pasar directamente del
feudalismo al socialismo. Es verdad que Marx añadía importantes cualificaciones: la comuna rural había
empezado a desintegrarse, y si ese proceso continuaba Rusia perdería su "más bella oportunidad". Además, un
estímulo del exterior, la transformación socialista de la Europa occidental, se necesitaba para hacer posible la
edificación del socialismo ruso sobre la comuna rural. A ojos de Marx, a la Europa occidental le correspondía la
revolución socialista por derecho de nacimiento, mientras que el papel de Rusia sólo podría ser secundario. Sin
embargo, Rusia podría seguir su más corto atajo hacia el socialismo.
Marx y Engels simpatizaban también con el terrorismo de los narodniki, con sus atentados contra la vida del
zar y sus sátrapas. Cuando, en 1881, unos revolucionarios asesinaron al zar Alejandro II, Marx y Engels
aplaudieron la hazaña. En un mensaje a una reunión rusa en la que se conmemoraba el décimo aniversario de la
Comuna de París, expresaban la esperanza de que el asesinato del zar presagiase "la formación de una comuna
rusa". Alcanzamos aquí el punto más dramático de toda la correspondencia. En los días del asesinato de
Alejandro II una nueva generación de revolucionarios, los primeros verdaderos marxistas rusos, había entrado en
la política. Sus principales portavoces eran Jorge Plejanov, Vera Zasulich y Pablo Axelrod, los futuros
fundadores de la socialdemocracia rusa. Esos primeros marxistas rusos eran duramente opuestos a los narodniki,
precisamente en aquellos puntos en que Marx y Engels les habían apoyado. Los jóvenes marxistas se oponían al
terrorismo. Plejanov en particular había visto el asesinato premeditado del zar como una aventura insensata. Él
creía que la tarea de los revolucionarios rusos consistía en abolir el sistema autocrático, no en matar a un
autócrata. Los marxistas rusos creían además que, como la Europa occidental, Rusia tenía que pasar por la
industrialización capitalista y por la experiencia del autogobierno democrático antes de poder empezar siquiera a
evolucionar en la dirección del socialismo. Sostenían que la comuna rural era irreversiblemente desintegradora y
no servía al socialismo. Ponían sus esperanzas no en los campesinos, sino en los obreros industriales, clase que
entonces empezaba a desarrollarse; no en el socialismo agrario, sino en el proletario.
Pero narodniki y marxistas citaban como autoridad El capital Los marxistas tenían razón en esperar que los
dos grandes socialistas alemanes convendrían con ellos en que Rusia estaba destinada a pasar por la misma
evolución por la que había pasado la Europa occidental. Podemos, pues, imaginar su desilusión cuando el propio
Marx les trataba con frialdad. En una carta a Vera Zasulich, de 1881, Marx les decía que no tenían por qué citar
El capital contra los narodniki y la comuna rural, porque en dicha obra él había analizado solamente la
estructura social de la Europa occidental, y era muy posible que Rusia evolucionase hacia el socialismo por su
propio camino. Marx admitía que la comuna rural había empezado a decaer, pero aún suscribía la opinión de los
narodniki de que la comuna tenía un gran futuro. Y tampoco impresionaban a Marx los indignados argumentos
contra el terrorismo narodnik, aunque lo veía como "un método específicamente ruso e históricamente
inevitable, a propósito del cual no hay razón alguna ... para moralizar, ni a favor ni en contra". Desde luego, él
no admitiría un terrorismo así en la Europa occidental.
En 1883 murió Marx, y Engels prosiguió la correspondencia. Los marxistas rusos trataron de convertir a su
propio punto de vista al padre fundador superviviente de la escuela marxista. Al principio no tuvieron éxito.
Engels persistía en la esperanza de que los atentados terroristas narodniki conducirían al derrocamiento del
zarismo. En 1884 y 1885 esperaba cambios políticos dramáticos en el interior de Rusia. Rusia, es cribía Engels,
estaba aproximándose a su 1789. Recordando el asesinato del zar, a los cuatro años del suceso, dijo que era "uno
de los casos excepcionales en que un puñado de hombres podían hacer una revolución", opinión de la que los
jóvenes marxistas rusos, que esperaban la revolución de una clase social, y no e un "puñado de hombres", se
habían ya burlado como de una peligrosa ilusión. "Ahora, cada mes que pase —escribía, Engels a Vera Zasulich
en 1884 — deben agravarse las dificultades internas de Rusia. Si algún gran duque valeroso y de mentalidad
constitucional apareciera ahora, incluso las clases superiores de Rusia encontrarían que una revolución de
palacio sería la mejor salida del callejón." Podemos imaginar la sonrisa irónica con que Plejanov y Zasulich
tratarían de desilusionarle, aun sin conseguirlo. Sabemos ahora que en esa controversia eran los marxistas rusos,
y no Marx y Engels, los que tenían razón, si hay que juzgar por los acontecimientos. El asesinato de Alejandro
IT tuvo de hecho como consecuencia la desintegración y desmoralización del movimiento narodnik, y un pro-
longado período de reacción. La fría actitud de Marx y Engels hacia sus seguidores rusos era intelectual- mente
inconsecuente; pero era comprensible y muy humana. Los narodniki habían sido amigos íntimos y admirados de
Marx, los primeros en alzar la bandera de la revolución popular, los primeros en responder, a su manera eslava,
al marxismo. Las opiniones de los narodniki habían quedado anticuadas, pero una vieja lealtad y, sin duda, su
alejamiento de la escena rusa, impidieron a Marx y Engels advertirlo con la viveza con que lo advirtieron sus
jóvenes discípulos rusos.
Sólo al comenzar la última década del siglo, hacia el final de su vida, reconoció Engels que Plejanov y
Zasulich habían tenido razón, que la comuna rural estaba sentenciada, que el capitalismo estaba invadien do
Rusia, y que la rama agraria del socialismo tenía que ceder el paso a la rama industrial. Engels intentó imprimir
sus nuevas opiniones en los viejos narodniki, especialmente en Danielson, el traductor de El capital. La lectura
de las cartas cruzadas entre Danielson y Engels produce un efecto melancólico. Danielson desahogaba su
decepción por la nueva actitud de Engels. Describía muy elocuentemente los males del capitalismo en Rusia,
sugiriendo que, con su insistencia en la necesidad de que Rusia atravesara la fase capitalista, el marxismo estaba
haciendo de advocatus diaboli. Recordaba a Engels la mucha importancia que Marx- había dado a la comuna
rural rusa. Engels argumentaba en réplica, con seriedad, paciencia y dulzura, que habían tenido lugar nuevos
procesos sociales, que en ese tiempo la comuna rural había llegado a formar parte de un "pasado muerto", y que
aunque los males del capitalismo fuesen tan grandes Rusia, desgraciadamente, no podía escapar a ellos. "La
historia — decía Engels— es la más cruel de las diosas. Conduce su carro triunfal sobre montones de cadáveres,
no solamente durante la guerra, sino también en tiempos de 'pacífico' desarrollo económico."
Había en esas palabras una referencia a la desastrosa sequía y hambre de 1891 en Rusia, por la que Danielson
había culpado a la desorganización del capitalismo incipiente en la agricultura. La comuna rural, continuaba
Engels, habría podido ser la base del socialismo ruso si en el Occidente industrial el socialismo hubiese triunfado
"hace unos diez o veinte años. Desgraciadamente, nosotros [es decir, el Occidente] hemos sido demasiado
lentos". ¿Cuáles eran los síntomas? La pérdida por Inglaterra de su monopolio industrial, la competencia
industrial entre Francia, Alemania e Inglaterra. "América — escribía Engels en 1893 — promete desalojarlos a
todos de los mercados del mundo... Es seguro que la introducción de una, al menos relativa, política de libre
comercio en los Estados Unidos completará la ruina de la posición industrial de Inglaterra, y destruirá, al mismo
tiempo, el comercio de exportación industrial de Alemania y Francia; entonces tendrá que sobrevenir la crisis..."
Mientras tanto, el capitalismo seguía dominando en Occidente, y también Rusia tenía que entrar en su órbita. Ese
retraso en la marcha del socialismo era lamentable, pero, decía Engels, "nosotros... somos, desgraciadamente, tan
estúpidos que nunca sabemos cobrar ánimos para un verdadero progreso a menos que nos empujen a ello
sufrimientos que parecen casi desproporcionados" al fin que hay que alcanzar.
Ahora es fácil ver que en aquella controversia ambas partes estaban acertadas y equivocadas al mismo
tiempo. Engels, convertido a la opinión de sus jóvenes discípulos rusos, tenía desde luego razón al decir que
Rusia no podía evitar convertirse en capitalista. Pero Danielson, el viejo narodnik, tenía también razón al insistir
en que el capitalismo ruso tendría pocas posibilidades de desarrollo, porque la terrible pobreza de los campesinos
rusos limitaría a un mínimo el mercado interior, y porque Rusia era demasiado débil para competir con otras
naciones en los mercados extranjeros. Fue precisamente esa debilidad del capitalismo en Rusia, una debilidad no
claramente vista ni por Engels ni por los primeros marxistas rusos, lo que condujo en última instancia a la
revolución bolchevique de 1917. Esa debilidad era lo que iba a hacer de Rusia, en pala bras de Lenin, "el eslabón
más débil en la cadena del capitalismo".
No obstante, Engels tuvo una fuerte premonición de la próxima revolución rusa. Afirmó repetidamente que
Rusia era "la Francia de la nueva era". Casi en su lecho de muerte, en 1895, contempló los primeros pasos del
nuevo, y último, zar ruso Nicolás II, y, en una carta a Plejanov, profetizó: "Si el demonio de la revolución tiene
agarrado a alguien por el cuello, ése es el zar Nicolás II". Pero lo que Engels esperaba que ocurriera en Rusia era
"otro 1789", otra revolución burguesa, antifeudal, no una revolución socialista.
Incluso hacia el final de su vida, cuando ya se había separado intelectualmente de los narodniki, Engels se
negaba aún a criticarles en público. Plejanov y Zasulich le instaron repetidamente a hacerlo, fomentando así la
causa del marxismo ruso; pero Engels, con un cierto tono de excusa, explicaba a Plejanov su actitud extre-
madamente delicada hacia los viejos narodniki:
"Es enteramente imposible argumentar con los rusos de esa generación ... que creen aún en la misión es -
pontáneamente comunista que se supone que distingue a Rusia, la verdadera Rusia santa, de todos los demás
países infieles ... Incidentalmente, en un país como el vuestro ... rodeado por una más o menos sólida muralla de
China intelectual, levantada por el despotismo, no hay que sorprenderse de la aparición de las más increíbles y
curiosas combinaciones de ideas."
Con esa nota de casi apenada comprensión de las limitaciones de sus viejos amigos narodniki llega a su final
la correspondencia de Engels.
EL STALIN DE TROTSKI27
La "apreciación" de Stalin por Trotski es uno de los documentos clásicos de la literatura moderna. El lec tor
contemporáneo no puede todavía ver ni al héroe de ese libro ni al autor del mismo en la perspectiva de la
historia, y, en consecuencia, no es fácil definir el valor de la "apreciación" como documento. El convoy de los
acontecimientos, al que pertenece la enemistad de los dos hombres, no ha recorrido aún todo su camino. La
misma publicación del libro, independientemente de las intenciones de su autor, se ha convertido en un incidente
menor en la controversia contemporánea entre Oriente y Occidente. El libro estaba dispuesto para la publicación
en los Estados Unidos ya en 1941. Entonces los editores norteamericanos se abstuvieron de publicarlo, en
deferencia al jefe de una poderosa nación aliada. No vio por primera vez la luz (en los Estados Unidos) hasta
1946, cuando el gobierno 110 era ya aliado de Stalin, y cuando la opinión había dado el notable viraje por el que
pasó de la admiración por Rusia en la época de la guerra a las agudas suspicacias de la post guerra. El testimonio
de Trotski está siendo, así, utilizado para desacreditar a Stalin. Pro captu lectoris habent sua fata libelli.
27
Esta reseña del Stalin de Trotski apareció en The Times Literary Supplement, 17 de julio de 1948.
Ese uso adventicio del libro hace tanto más necesario el que se intente una crítica del mismo como do-
cumento histórico, y nada más. Imaginemos que a Danton, una vez condenado, se le hubiese concedido un
tiempo de vida que le hubiera permitido escribir una biografía de Robespierre. Su testimonio habría influido
indudablemente en el juicio de la posteridad sobre Robespierre. Pero es dudoso que la posteridad aceptase sin
más ni más el conjunto de tal testimonio.
Semejante analogía — imaginaria, por supuesto — es tan imperfecta como cualquier comparación tomada de
dos situaciones reales e históricas. Stalin es, y no es, el Robespierre del bolchevismo. En la hechura real de la
revolución su papel fue incomparablemente menos importante; el título de Robespierre ruso corresponde a
Lenin, no a Stalin. Fue en la era post-revolucionaria cuando la imagen de Stalin se hizo tan grande o mayor que
la de Robespierre y combinó incluso sus rasgos con la del primer cónsul. Por otra parte, la semejanza de Trotski
y Danton no es apenas discutible. Ambos representan el mismo tipo de caudillismo revolucionario, genio
retórico y brillantez táctica. Ambos dieron expresión a todo el élan de una revolución mientras el entusiasmo
popular fue el principal motor de ésta, y ambos se eclipsaron cuando aquel entusiasmo decayó.
Si, a veces, Stalin parece combinar algunos rasgos de Robespierre con otros de Bonaparte, también en
Trotski parecen al menos mezclados dos caracteres, el de Danton y el de Babeuf. Sólo unos años después de sus
resonantes triunfos, el universalmente aclamado tribuno del pueblo era ya el dirigente perseguido de una nueva
conspiración de iguales, que clamaban por la regeneración de la revolución y desafiaban a los implacables
constructores de un imperio semi-revolucionario y semi-conservador. La corriente de la historia operó contra
Trotski tan poderosamente como había operado contra Babeuf.
Lo que los editores de Trotski nos presentan ahora no es una biografía de Stalin, sino una acusación con tra
éste. Se trata de un libro que muestra todas las huellas de la tremenda presión nerviosa bajo la que vivió su autor
durante sus últimos trágicos años. Cuando Trotski lo escribió tenía tras de sí más de diez años de un frustrante
aislamiento, diez años en el curso de los cuales vagabundeó inquieto, en constante peligro de muerte, de un
refugio inseguro a otro. Estaba oprimido por la pesadilla de los procesos de Moscú, en los que se le había
descrito como el centro de la más siniestra conspiración. Todos sus hijos habían muerto en circunstancias
misteriosas que le inducían a creer que habían caído víctimas de la venganza de Stalin. Por último, cuando estaba
aún trabajando en su libro, el 20 de agosto de 1940 fue abatido por un asesino, que presumiblemente ejecutaba
un veredicto de Moscú. Sólo los siete primeros capítulos fueron acabados por Trotski; los demás se reunieron a
base de notas del autor, aunque no siempre de estricto acuerdo con la tendencia cíe pensamiento de Trotski, y así
fueron editados. Trotski habría protestado contra la frase de Mr. Malamuth, "la tendencia hacia le centralización,
ese seguro precursor del totalitarismo", o contra su descripción del mariscal Pilsudski como "libertador de Po-
lonia". No es, pues, nada sorprendente que este libro póstumo carezca de la arrebatadora brillantez que ca-
racterizó la Historia de la revolución rusa. Como pieza literaria es decepcionantemente imperfecta y, a veces,
incoherente. Aun así, hay que decir que muchas de sus páginas están iluminadas por relámpagos de genio,
epigramas y dichos que pueden pasar a la historia:
"De los doce apóstoles de Cristo [dice Trotski en la página 416, refiriéndose a los procesos de la purga] sólo
Judas resultó ser un traidor. Pero si hubiese conseguido el poder habría presentado como traidores a los otros
once, y también a los discípulos menores, cuyo número eleva Lucas a setenta."
Y éste es el resumen que el propio Trotski hace de su acusación de Stalin:
“’L’Etat cest moi’ es casi una fórmula liberal en comparación con las realidades del régimen totalitario de
Stalin. Luis XIV se identificaba solamente con el estado. Los papas de Roma se identificaron con el estado y con
la iglesia, pero sólo durante la época del poder temporal. El estado totalitario va mucho más lejos que el
césaropapismo, porque ha abarcado también toda la economía del país. A diferencia del Rey Sol, Stalin puede
decir justamente: ‘La société, cest moi’”.
En el conflicto de los dos hombres estaban en juego principios, ideas y políticas, pero no era menos
importante el conflicto efe los temperamentos. Dos personalidades tan extremadamente contrastantes habrían
chocado dentro de cualquier partido, en cualesquiera circunstancias. La mente de Stalin es astuta, estricta mente
práctica, precavida y pedestre. Sólo en una atmósfera sobrecargada de revolución como la de la Rusia zarista
habría podido ser atraída por la doctrina marxista una mente tan cautelosa como la suya. Allí donde sus obras
muestran el impulso arrebatador de la más osada experimentación social, reflejan menos las cualidades de su
mente que las extraordinarias presiones de una revolución que obliga a los líderes circunspectos a saltar sobre
precipicios, con riesgo de romperse el cuello. Por regla general, Stalin da tales saltos a contre-coeur, cuando la
situación en que se encuentra no permite ni la retirada ni el avance por una vía normal. Así, en muchos aspectos,
el más aventurero de los estadistas contemporáneos aborrece y teme de corazón las aventuras. Sus inclinaciones
son las del rigorista partidario del "centro del camino", de "primero, la seguridad", aun cuando los
acontecimientos le hayan lanzado insistentemente fuera del centro del camino, unas veces hacia un extremo
inseguro, otras veces hacia el otro. Temido por los conservadores como la encarnación misma de la revolución,
él ha sido, a su vez, un conservador en la revolución.
No así Trotski. La revolución era su elemento. Fue arrastrado a ella por su temperamento y su concepto de la
vida. La filosofía dialéctica, que considera la vida como un continuo conflicto de opuestos, como continuo
cambio y movimiento, no era para él una mera doctrina que asimilar intelectualmente: penetraba igualmente su
comportamiento instintivo. Mientras Stalin desconfía de las generalizaciones, Trotski las buscaba
constantemente. Stalin puede perder de vista el bosque por atender a los árboles. Trotski tenía poco o ningún
interés por los árboles que no llegasen a formar un bosque. Contrastes como esos podrían seguir enumerándose
indefinidamente. Stalin manifiesta una falta absoluta de sentido artístico y de imaginación; no confía más que en
los sólidos mecanismos del poder. En Trotski, el artista era tan fuerte como el dirigente político; es
indudablemente sincero cuando confiesa en su autobiografía que "sentía la mecánica del poder como una carga
inevitable más bien que como una satisfacción espiritual". Era exaltado, elocuente, generoso y pintoresco,
mientras que las principales características de Stalin son la fría reserva, la taciturnidad y la suspicacia. Trotski
era el émigré empapado en cultura europea occidental, mientras que Stalin respiraba exclusivamente el aire de
Rusia. Poco puede sorprender a nadie que desde su primer contacto personal hubiera falta de mutua confianza en
ambos hombres. Trotski recuerda "el destello amarillo'' de animosidad que advirtió en los ojos de Stalin duran te
su primera conversación en Viena, en 1913. Desde el comienzo, él trató a Stalin con el desprecio que no
abandonó ni por un momento mientras estaba escribiendo su libro.
La amargura de Trotski hacia Stalin es ilimitada. No obstante, la afirmación de que la amargura dirigía su
pluma con demasiada frecuencia, tiene que cualificarse. Como historiador y biógrafo, Trotski trata los hechos,
fechas y citas de un modo concienzudo casi hasta la pedantería. Donde se equivoca es en las construcciones que
hace sobre los hechos. Yerra en sus inferencias y en sus conjeturas. No pocas veces sus pruebas se basan en
rumores dudosos. A esa categoría corresponde su oscura, vaga y contradictoria sugerencia de que Stalin, en su
lucha por el poder, pudo acelerar la muerte de Lenin. No obstante, por regla general su conciencia de historiador
le hace trazar una clara línea de distinción entre los hechos y sus propias construcciones o conjeturas, de modo
que el lector con sentido crítico puede cerner el riquísimo material biográfico, y formarse sus propias opiniones.
Es posible que los lectores ingleses del libro encuentren su método de exposición excesivamente aburrido,
reiterativo y pedante. El autor profundiza con implacable suspicacia en todos los detalles de la vida de su
adversario. Armado de un formidable arsenal de citas y documentos, polemiza extensamente. Muchas veces
expresa acuerdo o desacuerdo con otros biógrafos de Stalin, muchos de los cuales apenas merecen ser to mados
en serio, y es patético que ese gran luchador político y literario dirija todos sus cañones de grueso calibre contra
las liebres y los conejos que cruzan por el campo ante él.
Pero Trotski no escribía su libro con la mirada puesta en ningún público angloparlante, ni de ningún país oc -
cidental. Ni sentía tampoco gran interés por su éxito inmediato. En su intención se dirigía más bien al pú blico
ruso, al que esperaba que eventualmente llegasen sus palabras, aunque tal vez no en vida suya. Había una nueva
generación rusa habituada desde la cuna al culto a Stalin, y educada en relatos de la revolución de los que se
había borrado cuidadosamente el nombre de Trotski y todo lo que éste representaba. En beneficio de esa
generación, él se proponía, paso a paso, destruir el culto stalinista, reafirmar su propio papel en la revo lución y
reenunciar lo que él consideraba como los principios prístinos del bolchevismo. El futuro mostrará si su trabajo
ha sido inútil o no. En diez o veinte años, su Stalin puede llegar a constituir una gran experiencia espiritual para
la intelectualidad rusa, un estímulo para alguna extensa e impredecible "transmutación de valores". Es posible
que una nueva generación rusa encuentre en el trotskismo (junto con un intento obviamente conservador y
quijotesco de llevar de nuevo el reloj de la historia rusa a 1917) un punto de partida para una nueva dirección de
ideas, lo mismo que los progenitores del socialismo francés encontraron un punto de partida en Babeuf.
No obstante, la debilidad de la acusación trotskista no es difícil de ver. Aparece claramente, por ejemplo, en
los siguientes pasajes de la página 336:
"Esa desemejanza fundamental [entre Stalin y los dictadores fascistas] puede ilustrarse ... con el carácter
único de la carrera de Stalin en relación con las carreras de ... Mussolini y Hitler, cada uno de ellos iniciador de
un movimiento, agitador excepcional, tribuno popular. Su elevación política, por fantástica que parezca, rotó de
su propio ímpetu, a la vista de todos, en conexión irrompible con el desarrollo de los movimientos que
encabezaban ... La naturaleza del ascenso de Stalin fue enteramente distinta. No es comparable con ninguna del
pasado. Parece no tener prehistoria alguna. El proceso de su elevación tuvo lugar detrás de una cortina política
impenetrable. En un determinado momento, su figura, en la panoplia del poder, se despren dió súbitamente de la
pared del Kremlin, y por primera vez el mundo supo de Stalin como un dictador prefabricado...
"Las corrientes comparaciones oficiales de Stalin a Lenin son sencillamente indecentes. Si la base de la
comparación es el carácter arrebatador de la personalidad, es imposible colocar a Stalin ni siquiera al lado de
Mussolini y Hitler. Por endebles que sean las "ideas" del fascismo, los dos jefes victoriosos de la reacción, el
alemán y el italiano, desde el principio de sus respectivos movimientos desplegaron iniciativa, excitaron a la
acción a las masas, abrieron nuevas sendas en la jungla política. Nada de eso puede decirse de Stalin."
Esas palabras, escritas mientras Rusia estaba entrando en su segunda década de economía planificada — es
decir, varios años después de la colectivización de veintitantos millones de granjas—, tenían un sonido sufi-
cientemente irreal incluso hace ocho o nueve años; hoy suenan a cosa puramente fantástica. El retrato que
Trotski hace de Stalin está coloreado por el desprecio, comprensible pero irrazonable, del hombre de letras y
pensador original por un hombre de acción muy poderoso, aunque gris y algo lerdo. Trotski subestimo a su
adversario hasta el punto de llegar a ver la figura de Stalin como un deus ex machina "desprendiéndose
súbitamente de la pared del Kremlin". Pero Stalin no saltó de ese modo al primer plano. Las propias revelaciones
de Trotski dejan perfectamente claro que, desde la revolución de octubre, Stalin fue siempre uno de los muy
pocos (tres o cinco) hombres que ejercieron el poder; y que su influencia práctica, aunque no ideológica, en el
grupo gobernante sólo fue inferior a la de Lenin o Trotski.
No fue sólo la personalidad de Stalin lo que Trotski subestimó. Subestimó también la profundidad y la fuer za de
los cambios sociales que condujeron a Stalin a primer plano, aunque él mismo había sido el primero en
interpretar esos cambios. Trotski veía a Stalin como el caudillo de una "reacción termidoriana" salida de la
revolución, como el jefe de una nueva jerarquía burocrática, el iniciador de una nueva tendencia nacionalista
resumida en la fórmula del "socialismo en un solo país". A todo lo largo de las décadas de 1920 y 1930, Trotski
censuró a Stalin por todas las derrotas que el comunismo sufría en el mundo. En esas críticas había parte de
verdad, especialmente en las devastadoras críticas de la política del Comintern en Alemania, en vísperas de la era
nazi. Pero el conjunto de sus acusaciones delata un grado de "subjetivismo" en Trotski que es opuesto a su
método marxista de análisis. Stalin aparece casi como * el demiurgo, el demiurgo malo, de la historia
contemporánea, el único hombre cuyos vicios han dominado los destinos de la revolución internacional. En ese
punto la polémica de Trotski huele menos a Marx que a Carlyle.
¿Fue Stalin el caudillo del termidor soviético? En Francia la reacción termidoriana puso fin al terror. No
deshizo la obra económica y social de la revolución, pero le impuso un alto. Después de termidor no tuvo lugar
ningún cambio importante en la estructura social de Francia, en la que tanto había operado la revolución. El
poder político pasó de la plebs al Directorio bourgeois. En Rusia, por el contrario, la revolución social no se
detuvo con el ascenso de Stalin al poder. Antes bien, los actos más extensos y radicales de la revolución, la
expropiación y colectivización de todas las fincas individuales, la iniciación de la economía dirigida, no tuvieron
lugar hasta la época de Stalin.
Hay mucha más verdad en la otra acusación de Trotski: la de que Stalin se erigió en jefe de una nueva
burocracia que se había elevado sobre el pueblo. Contra la concepción staliniana de una jerarquía rígida y tota-
litaria, Trotski invocaba el problema de la democracia soviética — es decir, del gobierno por el pueblo revolu-
cionario — que los bolcheviques habían anunciado cuando tomaron el poder. Aquí, el precedente de su
argumentación es inconfundible para el historiador: bajo el Directorio, Babeuf abogó por el retorno a la consti -
tución jacobina de 1793. Sin embargo, el gobierno por el pueblo revolucionario era en la Rusia de 1925 o 1930
tan imposible como lo había sido en la Francia de 1797. Las masas revolucionarias habían agotado sus energías
políticas en la guerra civil y habían desempeñado ya su papel. La fase "heroica de la revolución había sido
sucedida por el cansancio y la apatía; el progreso de la nación no podía ya ser impulsado desde abajo, el impulso
para continuarlo tenía que ser dirigido desde arriba. Hasta ahí, la analogía entre el régimen de Stalin y la reacción
termidoriana es correcta.
Lo que Trotski subraya insuficientemente es la medida en que el paso de la "democracia soviética" al
"control burocrático" había tenido ya efecto en el período leninista. Trotski distingue entre las dos fases de la
revolución, pero se niega a admitir plenamente la conexión entre ellas. Es verdad que el leninismo era
esencialmente no-totalitario; pero también es verdad que hacia el final de la guerra civil (digamos, en 1920 y
1921), bajo la presión de los acontecimientos, había ido evolucionando gradualmente, por acomodaciones más o
menos accidentales, casi de manera inconsciente, hacia el totalitarismo. El nacimiento del totalitarismo
bolchevique puede fecharse, con un elevado grado de precisión, en el décimo congreso del partido (1921). Si
Stalin edificó su régimen en años posteriores, lo hizo sobre los cimientos puestos por el congreso de 1921. Tanto
Lenin como Trotski pensaron en volver a un orden más democrático; pero es dudoso que, aunque Lenin hubiera
vivido más, hubiesen podido hacerlo.
Dejando a un lado las contrarrevoluciones fascistas coetáneas, que han sido de carácter predominantemente po-
lítico y totalitarias a priori, ninguna revolución social histórica (ni la cromwelliana, ni la jacobina, ni la bol-
chevique) ha eludido la fase de ‘degeneración totalitaria’.
Lo principal en la acusación formulada por Trotski es que Stalin abandonó la revolución mundial para
sustituirla por el "socialismo en un solo país". A los no- marxistas, la polémica sobre ese tema entre el
trotskismo y el stalinismo les parece una disputa escolástica, aunque en el curso de la misma hayan caído las
cabezas de muchos líderes bolcheviques. Pero era más que eso. Lo que en realidad separaba a los dos
antagonistas no era que uno de ellos quisiera" la revolución y el otro no la "quisiera", sino una diferencia
fundamental en su apreciación del potencial revolucionario de las clases trabajadoras en los países occidentales.
Subyacía al trotskismo la firme creencia de que, al menos Europa, estaba "madura para el socialismo". Ésta
era la tesis que había sido denunciada por Karl Kautsky, el "papa" de la socialdemocracia internacional, a co -
mienzos del siglo. Desde ese punto de vista, la revolución rusa era el preludio de un cataclismo mucho más
amplio. A ojos de Trotski, los éxitos de la construcción socialista en Rusia sola no alcanzaban un nivel muy alto
en comparación con el gran crescendo en la prosperidad material, progreso cultural y libertad espiritual que
podían esperarse de una economía socialista basada y planificada a escala europea. Trotski estaba convencido de
que el capitalismo europeo había perdido su vitalidad, y que la clase obrera europea deseaba de corazón
renunciar a los beneficios inauténticos del reformismo y escoger la revolución. Dondequiera que el orden ca-
pitalista acertase a conseguir una cierta medida de estabilización (fuese por medio de una cirugía fascista, o por
medio de una suave cura reformista), la culpa, a ojos de Trotski, caía sobre los hombros de los dirigentes
comunistas o social-demócratas. Trotski decía muchas veces que, aunque la victoria del socialismo en Europa 4
fuese remota, estaba sin embargo más próxima que el triunfo de una sociedad verdaderamente socialista, sin
clases, en la "retrasada e incivilizada'' Rusia. Para él, Rusia se encontraba en la periferia de la civilización
moderna. Aquella periferia, indudablemente, contenía una fuerza poderosa; era la avanzadilla del socialismo.
Pero las formas de la nueva sociedad no se lograrían de hecho en la periferia, sino en el centro de la civilización
moderna.
Stalin no ha formulado nunca muy explícitamente su propia actitud mental frente a ese aspecto de la cuestión.
En primer lugar, Stalin carece del talento de Trotski para la exposición de las ideas; pero, lo que es más
importante, su actitud manifiesta un alejamiento de la tradición marxista. Su verdadera opinión es así casi
esotérica, y está implicada en su doctrina del "socialismo en un solo país '. Stalin no compartió nunca el
optimismo de Trotski acerca de la "madurez" de Europa para el socialismo, y estimaba como aún verdadera-
mente formidable el poder de resistencia que le quedaba, en conjunto, al orden capitalista. En las muchas crisis
de política internacional en el período de entre- guerras — por ejemplo, la crisis británica de 1926, el triunfo del
nazismo en Alemania, el frente popular en Francia, la guerra civil española— Stalin fue mucho más circunspecto
que Trotski en cuanto a la receptividad por parte de la clase obrera de las ideas de la revolución proletaria. Para
Stalin, su particular socialismo en Rusia era, y sigue siendo, mucho más importante que la posibilidad de
socialismo en Occidente. Él se negaba a ver a Rusia confinada en la periferia de la civilización moderna, y
confiaba en que estaba destinada a convertirse en la ciudadela de la nueva civilización socialista.
El plan de Stalin era construir y salvaguardar esa ciudadela, aunque los medios empleados para tal fin chocasen
(como, por ejemplo, el pacto germano-soviético de 1939) o pareciesen chocar con los intereses de la clase obrera
de otros países. Mientras Trotski pensaba en términos de un doble impacto, de Rusia sobre Occidente, y luego
del Occidente socialista sobre Rusia, Stalin ve en el impacto unilateral de Rusia sobre Occidente el factor
primordial y decisivo en el destino del comunismo o del socialismo.
Las doctrinas de Trotski y de Stalin representan, por igual, la historia contemporánea como una rivalidad a
escala mundial entre el capitalismo y el socialismo, una rivalidad históricamente tan legítima como lo fue la
vieja lucha entre los sistemas sociales feudal y burgués. En conjunto, Stalin se ha inclinado a confiar en una
evolución pacífica de esa rivalidad, que permitiese el desarrollo y la consolidación de Rusia, ciudadela del
socialismo. Trotski dio más importancia a las formas "cataclismáticas" de dicha rivalidad, y subrayó, de manera
especial, la "presión del mundo capitalista", que podría quizá derribar el edificio del socialismo ruso mucho
antes de que éste pudiera quedar completo. Además, ese edificio, construido sobre cimientos ligeros y vacilantes,
en un país "atrasado, semiasiático", estaba, en su opinión, tan peligrosamente accidentado en di versos aspectos,
que no era sino una caricatura de socialismo.
Desde que comenzó la controversia, hace aproximadamente un cuarto de siglo, los acontecimientos han
sometido a ambas doctrinas comunistas antagónicas a una continua prueba. La controversia sigue inacabada,
aunque ya no se dirime en las filas del comunismo, porque la Cuarta Internacional de Trotski nació muerta. Pero,
indirectamente, las doctrinas del stalinismo y del trotskismo están siendo sometidas a nuevas pruebas en las
mesas de conferencias de la diplomacia internacional, y en la inquietud social de Europa y Asia.
A juzgar por dichas pruebas, el escepticismo de Stalin a propósito del temple revolucionario de la clase
obrera europea ha parecido hasta ahora más justificado que la confianza de Trotski. Es verdad que ese temple no
ha sido menos amortiguado que estimulado por la política de Stalin, pero eso no permite resolver el problema
fundamental. Ninguna clase social dotada de un ímpetu verdadero y significativo permitiría que una influencia
del exterior la apartase de sus objetivos esenciales. Si fuese correcta la opinión de Trotski de que la influencia de
Moscú ha obrado como un freno decisivo de la revolución europea, no haría sino probar la relativa debilidad del
elemento proletario revolucionario en la Europa occidental. Por lo demás, hoy Rusia ya no puede seguir siendo
considerada como en la periferia de Europa. Al contrario, gran parte de Europa ha pasado a ser periférica de
Rusia. Ese cambio radical en el equilibrio internacional del poder puede ser alegado por sí mismo para
reivindicar, en términos comunistas, la doctrina de Stalin.
Pero, desde el punto de vista marxista, en modo alguno es posible deshacerse definitivamente de la argu-
mentación de Trotski. Subsiste el problema del régimen de Stalin, cuyos orígenes ha contribuido a iluminar,
intensa aunque unilateralmente, la obra de Trotski. ¿Puede ese régimen, con la máxima implícita de su jefe —
“La société, c’est moi” —, conducir realmente al pueblo ruso a una sociedad libre y sin clases? ¿O continuará
dicho régimen, como temía Trotski, "degenerando" hasta convertirse en una inequívoca negación del
socialismo? ¿O bien, como a veces pronostica el mismo Trotski, chocará eventualmente con el mundo no-
comunista y se lanzará a morir o a salvarse en la difusión de la revolución? A esas preguntas la historia no ha
dado aún su respuesta.
La publicación del cuarto volumen de la Historia de la Rusia soviética del profesor Carr ofrece una buena
oportunidad para una revisión general de su obra, y para una apreciación del lugar que ocupa en el campo de los
estudios sobre la Unión Soviética.
Es difícil no empezar estas observaciones con una reflexión sobre el estado en que se encuentra hoy 28 la
historiografía de la revolución rusa. Es un hecho casi increíble que dentro de la Unión soviética no se haya
producido ni una sola obra que merezca el nombre de historia. Es verdad que la primera década del régimen
soviético produjo un gran número de valiosas contribuciones a la historia, muchas monografías especiales y
colecciones de documentos. En el Sturm und Drang intelectual de aquel período los historiadores soviéticos
iniciaron ambiciosos proyectos de investigación. Era aquél, pensaban, el primer momento en que los mar xistas
iban a escribir historia con toda seriedad, respaldados por los recursos de un gran estado y la abundancia de
todos los archivos oficiales recién abiertos; y estaban seguros de encontrar eco en la intensa curio sidad por la
historia que se había despertado en la joven generación. ¿Cuándo, si no en esas circunstancias, iba a probar el
marxismo su incomparable mérito como método de investigación y análisis histórico?
Pero el advenimiento y la consolidación del stalinismo frustró las esperanzas en todo el campo de los
estudios históricos. El estado stalinista intimidó al historiador y le dictó en primer lugar el esquema en el que
debía forzar a entrar a los acontecimientos, y, luego, las versiones siempre nuevas de esos mismos aconteci-
mientos. Al principio el historiador se vio principalmente sometido a esa presión cuando trataba de la
revolución soviética, la lucha del partido que la había precedido y seguido y, especialmente, las luchas internas
del partido bolchevique. Todo eso tenía que ser tratado de un modo que justificase a Stalin como jefe del
bolchevismo monolítico. Más tarde, la re-elaboración de la historia se extendió hacia atrás, a los siglos pasados,
y al exterior, a otros países, hasta que Clío fue degradada a ser no ya la grave servidora de la política —un papel
al que está muy acostumbrada — sino su esclava. La energía y pasión con que los historiadores se han lanzado
sobre los archivos ha encontrado un enemigo mortal en el secreto que les ha impedido el acceso a la documen-
tación. No se podía permitir a los historiadores que investigasen en los hechos, porque la investigación libre era
incompatible con la falsificación. Finalmente, todas las crónicas del partido y la revolución, incluso las es critas
en el período stalinista, fueron prohibidas, hasta que, en cada nivel de enseñanza, desde las células rurales del
partido hasta los seminarios académicos, solamente se permitió a los estudiantes utilizar una fuente, el Breve
curso de historia del partido comunista de la Unión soviética, ese extravagante y tosco compendio de mitos
stalinistas, escrito o inspirado por el propio Stalin.
Ese deterioro de la historiografía no ha estado falto de precedentes. Durante mucho tiempo la revolución
francesa no fue mejor tratada por sus historiadores.
Napoleón, y sus prefectos y censores, mantenían su suspicaz mirada sobre aquellos "ideólogos" que trata ban de
ahondar en el gran drama revolucionario que precedió al imperio. La seguridad del imperio exigía que una
cortina descendiese sobre la gran revolución, que sus fantasmas fuesen encerrados y sus ideas republicanas y
plebeyas desterradas de las mentes del pueblo. Napoleón podía permitirse desahogar abiertamente su antipatía
por los ideólogos y las ideologías, y así, a diferencia de Stalin, ni siquiera se incomodó en mangonear en la
historiografía. No tenía necesidad de falsificar la historia; la suprimió. Las primeras historias de la revolución no
aparecieron hasta la restauración, y fueron escritas por los enemigos de los Borbones. Stalin, colo cado en cabeza
de un partido orgulloso de su materialismo histórico, no podía siquiera intentar suprimir abiertamente la historia
de la revolución: tanto más ferozmente tuvo que desmantelarla y mutilarla.
De una manera bastante curiosa, ninguno de los grupos de emigrados rusos ha empleado su forzosa y larga
inactividad política en producir algo parecido a una historia. No existe ninguna versión monárquica seria de la
revolución, ninguna exposición menchevique, ninguna interpretación social-revolucionaria. Los guardias blancos
dieron a conocer sus narraciones de la guerra civil, entre las cuales los cinco volúmenes de Denikin continúan
siendo los más importantes, a pesar de su simplicidad. Miliukov escribió su Historia en el calor de la guerra
civil; y no logró otra cosa que un gran panfleto acusador de todos los partidos contrarios, cosa que el propio
Miliukov, como gran erudito que era, no dejó de advertir. En el prefacio de su Historia, Miliukov desautorizaba
virtuafmente, como historiador, la exposición de los acontecimientos que él mismo presentaba como jefe de su
partido. Y tampoco han hecho ninguna contribución histórica notable los mencheviques, entre los que había más
teóricos y escritores de talento que en ningún otro grupo de emigrados. Los libros apologéticos de Kerenski y
Chernov no contienen ningún intento serio de reconstruir el proceso histórico. E incluso la obra postuma de Dan,
Proisjozhdenie Bolchevismo, tiene un cierto interés como autocrítica retrospectiva del menchevismo, pero no
como historia. Para todos aquellos partidos y grupos envueltos en las luchas de 1917, la revolución era un
28
1954.
absoluto desastre, y el papel que en ella habían desempeñado les parecía tan incongruente e inexplicable que sus
teóricos y escritores preferían no volver como historiadores a la escena de aquellas luchas. Una notable
excepción es la Historia de Trotski, única que rebasa los límites de la literatura apologética y es un perdurable
monumento histórico-literario a 1917.
Tampoco la historiografía occidental puede estar orgullosa de sus logros. Y no meramente porque wer den
Dichter will verstehen muss ins Dichters Lande gehen, aunque serán ciertamente los propios rusos los que, una
vez que se hayan recuperado del hundimiento intelectual de la época de Stalin, escribirán las grandes y
reveladoras historias de la revolución. El que los historiadores occidentales no hayan logrado producir una
exposición adecuada se debe también principalmente a su preocupación por la política del momento. La histo -
riografía occidental no ha solido llegar a la completa falsificación, pero es culpable de la supresión de hechos.
Por regla general ha mostrado poca o ninguna capacidad de penetración en los motivos e intenciones de las cla-
ses sociales y los partidos políticos, y de los dirigentes implicados en las luchas de Rusia. Y, más recientemente,
la guerra fría ha tenido unos efectos casi tan graves para la investigación como el propio stalinismo.
El mérito notable y permanente de Carr consiste en que él ha sido el primer genuino historiador del régimen
soviético. Ha emprendido una tarea de enorme alcance y a gran escala, y ya ha llevado a cabo una buena parte de
la misma. Contempla la escena con la imparcialidad del que está, si no au-dessus de la mêlée, al menos au-delà
de la mêlée. Desea dejar a sus lectores la comprensión, y él mismo investiga los hechos y las tendencias, los
árboles y el bosque. Es tan austeramente concienzudo y escrupuloso como penetrante y agudo. Tiene un instinto
especial para ver el esquema y orden de las cosas, y presenta sus hallazgos con lucidez. Su Historia tiene que ser
estimada como un logro verdaderamente notable.
Indudablemente, Carr ha tenido que limitarse a utilizar las mismas fuentes que durante mucho tiempo han
estado a disposición de los estudiosos: no ha tenido acceso a documentación inédita. Pero de esas fuentes
ciertamente limitadas ha sabido extraer el máximo posible; y elaborarlo en una narración bien estructu rada. Por
lo que respecta al período al que se ha extendido hasta ahora, la documentación publicada es en verdad tan
abundante y fidedigna que es dudoso que los archivos, cuando sean abiertos, obliguen al historiador a revisar
fundamentalmente el cuadro que ahora puede formar sobre la base de los materiales ya publicados. Así lo
confirma, dicho sea incidentalmente, mi propia experiencia con los Archivos Trotski, que estudié en Harvard.
Contienen éstos un gran número de documentos importantes, y su conocimiento me obliga a estar en desacuerdo
con Carr en ciertos puntos específicos. Pero, en conjunto, esos desacuerdos, en cuanto se refieren a los hechos,
no son fundamentales.29Puede suponerse, pues, que el estudio de Carr sobre la Rusia soviética hasta 1924 es tan
definitivo como puede serlo una obra histórica.
Carr es primordialmente un historiador de instituciones y políticas, cuyos orígenes y desarrollo sigue con
notable detalle. Nos presenta el estado soviético in statu nascendi, y lo hace de un modo magistral. Pero se
preocupa primordialmente por el estado, no por la nación y la sociedad que hay detrás de aquél. Además, su
interés se concentra en la cima de la maquinaria estatal, de modo que podría decirse que su Historia es
primordialmente una historia de su grupo dirigente. Eso es en parte inevitable: el historiador reconstruye los
procesos históricos sobre la base de los testimonios documentales, que dimanan principalmente de los
gobernantes, aunque en los años del levantamiento revolucionario la sociedad soviética no era ni mucho menos
tan amorfa e inarticulada que formase meramente un mudo telón de fondo. Pero esa caracte rística de la obra de
Carr se debe también en parte a su método básico. Siempre que se refiere a acontecimientos en el fondo social,
sus referencias son complementarias de sus análisis de lo que está ocurriendo en el grupo gobernante. Carr tiende
a ver la sociedad como el objeto de la política hecha y decretada desde arriba. Se inclina a ver el estado como
hacedor de la sociedad, más bien que a la sociedad como hacedora del estado.
Tal método crea a priori ciertas dificultades al historiador de una revolución, porque una revolución es la
quiebra de un estado, y pone de manifiesto que, en última instancia, es la sociedad la que hace al estado, y no
viceversa. Carr se acerca a la conmoción revolucionaria con la mentalidad del erudito académico, interesado
sobre todo en preceptos constitucionales, fórmulas políticas y mecánicas de gobierno, y mucho menos en
movimientos de masas y en conmociones revolucionarias. Está apasionado por el arte de gobernar, no por las
ideas "subversivas". Estudia con diligencia esas ideas, pero solamente en la medida en que proporcionan una
clave para el arte político de los exrevolucionarios triunfantes. Si hubiese querido resumir su obra en algún lema
epigramático, podría haberla encabezado al modo churchilliano con el texto siguiente: "Cómo se derrumbó la
sociedad rusa por la locura y la ineptitud de sus viejas clases gobernantes, y por los sueños utópicos de los
revolucionarios bolcheviques, y cómo esos revolucionarios finalmente salvaron a Rusia abandonando sus
ilusiones quijotescas y aprendiendo diligente y penosamente el ABC del arte de la política".
El mismo método se refleja en la composición de la obra de Carr. La parte principal de su volumen de
introducción trata de la gestación de la revolución bolchevique, que, a mi parecer, ha sido el aspecto más
sombrío y el menos importante de la historia. Otra porción importante del mismo volumen está dedicada a
"política, doctrina, maquinaria"; y todavía otra, la mejor con mucho, describe la "dispersión" del imperio de los
zares y su "reunificación" bajo la bandera soviética. Lo que falta casi por completo es el trasfondo social de
29
Para los años posteriores a 1924 la importancia de los archivos Trotski es incomparablemente mayor.
1917. Para el erudito académico, absorto en el estudio de las constituciones, ésa es sin duda la línea metódica
más natural, pero no es la más adecuada para el estudio de una sociedad en la angustia de una revolución. A
medida que avanza en su obra, Carr va superando progresivamente las limitaciones de tal método, en un grado
realmente notable. Mediante un casi heroico esfuerzo de autocrítica de su mente analítica, se acerca a la
comprensión del extraño fenómeno de la revolución rusa mucho más de lo que permitía esperar su propio punto
de partida. Pero, aun así, dicho punto de partida se refleja en su modo de tratar el tema, y subyace a gran parte de
su razonamiento.
El profesor Carr ha sido censurado por algunos críticos académicos por su actitud hacia el leninismo y su
supuesto culto a Lenin. Uno de los críticos ha observado que Lenin ocupa en la obra de Carr la posición que
ocupa Julio César en la historia de Mommsen. Esa crítica me parece falta de fundamento. Carr es demasiado
escéptico, demasiado agudo y demasiado consciente de las inconsecuencias de Lenin para que pueda tomársele
por un adorador de éste. Lo que es verdad es que, tal como él la presenta, la figura de Lenin domina y deja en la
sombra la revolución, el partido bolchevique y el estado soviético. Es así en parte por la inadecuada descripción
del fondo social, y en parte porque Carr no es suficientemente consciente de los procesos formativos que
moldearon el pensamiento político de Lenin y de la medida en que, incluso en los años de madurez de su jefatura
y autoridad, la mentalidad de Lenin estuvo moldeada por su medio e influida por las ideas de sus seguidores. En
ese aspecto la historia de Carr adolece de una cierta falta de penetración política y psicológica.
Pero lo que es más importante es que la apoteosis de Lenin en la obra de Carr se refiere al estadista y al
autodidacta maestro de política, y no al Lenin pensador y revolucionario marxista. Es el Lenin que edifica un
estado el que despierta su admiración, no el que deshace un estado, y, ciertamente, no el que obstinadamente
sueña en la eventual disolución del estado construido por él mismo. Carr contempla la historia del Lenin
revolucionario como el inevitable preludio para trazar la del Lenin estadista, y no tiene mucho más que una
cortés sonrisa de ironía condescendiente para el Lenin que, en la cúspide del poder, conserva la mirada fija en la
visión remota de una sociedad sin clases y sin estado. Y el caso es que esos aspectos diferentes y aparentemente
en conflicto de la personalidad de Lenin estaban tan íntimamente integrados que ninguno de ellos puede ser
aislado ni entendido sin el otro. El lector de la Historia de Carr tendría que considerar un enigma cómo llegó
Lenin a alcanzar la talla de estadista que Carr le atribuye. ¿Encontró quizá su fuerza, incluso como fundador de
un estado, en los recursos de su pensamiento y de su sueño revolucionario?
Por implicación, y a veces de manera explícita, Carr da una respuesta negativa a esa pregunta. A él le im-
presionaban aquellas características que Lenin podía tener en común, digamos, con Bismarck, más que las que le
hacían afín a Marx, a los revolucionarios franceses de la Commune o a Rosa Luxemburg.
Al leer las páginas de Carr no puedo por menos de pensar en una confesión que hizo una vez un eminente
publicista polaco liberal, Konstanti Srokowski, que conoció a Lenin durante la estancia de éste en Cracovia,
antes de la primera guerra mundial. Después de pasar mucho tiempo con Lenin, de hablar de polí tica y de
asuntos sociales, y de jugar al ajedrez con él, Srokowski confesaba que en 1912-14 consideraba a Lenin un
hombre bien intencionado, pero completamente falto de sentido práctico, sin posibilidad alguna de conseguir un
impacto en la política práctica. "Fuese cual fuese el tema que abordáramos —cuenta Srokowski— Lenin
empezaba por exponer alguno de los dogmas de la filosofía marxista. Nunca cesaba de citar a Marx, como si se
hiciese la ilusión de que en los escritos de Marx hubiera encontrado una llave maes tra para todos los problemas
que preocupan a la humanidad. Yo no podía sino encogerme de hombros. Era interesante hablar con Lenin,
porque tenía inteligencia y educación; pero me parecía un visionario quijotesco. Yo estaba seguro de que
cualquiera de nuestros dirigentes sindicales y políticos socialistas menores era superior a Lenin como hombre de
acción. Cuando más tarde supe que el mismo Lenin era el líder de una revolución y el jefe de un gran estado,
quedé pasmado. Perdí la confianza en mi propio juicio. ¿Cómo podía haber cometido un error tan notable en mi
apreciación de aquel hombre? Tenía que haber algo equivocado en mi visión del mismo y de la política en
general."
El viejo publicista polaco tenía, sin duda, un exagerado respeto por la política práctica, y una consideración
excesivamente pequeña hacia el "romanticismo revolucionario". A veces me pregunto si habría sido otra la
opinión de Carr de haber conocido a Lenin, digamos, en 1912. Esencialmente, no es muy distinta ni siquiera en
su Historia, donde parece que es sólo el Lenin victorioso constructor de la Rusia soviética el que redime, a los
ojos de Carr, al Lenin soñador revolucionario.
No es difícil descubrir que Carr se ha formado su opinión sobre la revolución bolchevique, al menos en parte,
en oposición a la perspectiva de la diplomacia occidental en los años de la intervención antibolchevique. La
generación de diplomáticos occidentales que fueron testigos del alza del bolchevismo y la resistieron con toda su
fuerza, era notoriamente incapaz de comprender el fenómeno contra el que luchaba. Carr puede ser definido
como un intelectual expatriado de aquella diplomacia, un rebelde que criticaba su tradición desde dentro, por así
decirlo. No conocemos ningún otro hombre procedente del mismo medio de Carr que haya sido capaz ni siquiera
de una pequeña parte del enorme esfuerzo mental que éste ha hecho para captar la lógica interna del leninismo.
Aun así, las limitaciones peculiares de una mentalidad diplomática se hacen sentir a veces entre las líneas de su
Historia.
Cuando está contemplando el terremoto de la revolución rusa, Carr otea el paisaje para descubrir qué ha
sucedido a un mojón tan familiar como el ministerio de Asuntos Exteriores ruso. Carr está perplejo, atur dido y
preocupado por su desaparición. No puede creer que el colapso de la diplomacia, causado por la revo lución,
pueda servir a ninguna finalidad útil, ni que pueda durar. Y le alivia descubrir que, cuando el polvo se posa, la
diplomacia y sus mojones parecen reaparecer donde se esperaba que estuvieran. Los raros momentos en que
desahoga su irritación contra los jefes bolcheviques son aquellos en que refiere la inicial hostilidad de los
mismos hacia la diplomacia convencional, y su "ilusión de que la política exterior y la diplomacia no eran más
que una mala herencia del capitalismo". Los utopistas del bolchevismo podrían replicar perfectamente que se
veían obligados a restaurar la diplomacia porque la "mala herencia del capitalismo" era mucho más pesada de lo
que ellos habían temido. Si se considera la perspectiva de una sociedad socialista internacional como
enteramente irreal, y si se ve el futuro de la humanidad como una perpetua rivalidad entre estados nacionales,
entonces hay, desde luego, que considerar que la diplomacia, sus instituciones y sus procedimientos son
inseparables de la historia de la humanidad. Los leninistas creían que las diplomacias nacionales de nuestra era
aparecerían un día tan anacrónicas como hoy nos parecen las diplomacias de los principados particularistas,
feudales y post- feudales; y que el proceso histórico unificador que había fundido aquellas entidades
particularistas en los estados nacionales fundiría eventualmente esos estados nacionales en una comunidad
internacional en la que la diplomacia no encontraría empleo. Carr no quiere saber nada de tales tonterías, las
descarta gustosamente, y aplaude con generosidad a los bolcheviques cuando, como hijos pródigos arrepentidos,
abandonan su "altanero desprecio por las concepciones y procedimientos ordinarios de la política exterior" y
abren de nuevo una cancillería normal. Habla repetidamente de eso como de la "normalización" de la política
soviética, aunque lo que puede parecer normal para un criterio, puede ser, para otro criterio, grandemente
anormal.
Es, por ejemplo, muy reveladora la descripción que hace Carr de la escena de la salida de Trotski del mi -
nisterio soviético de Asuntos Exteriores al concluirse el tratado de Brest-Litovsk. "El ardiente agitador revo-
lucionario fue sucedido por un vástago de la vieja diplomacia cuya temprana [?] conversión al bolchevismo no
había borrado un cierto arraigado respeto pollas formas tradicionales ... Después del torbellino de la carrera de
Trotski en Narkomindel, Chicherin se sentó para una tarea paciente y menos espectacular de organización." Ese
contraste entre Trotski, el ardiente agitador, y Chicherin, en el que habían sobrevivido, a pesar de su
bolchevismo, las virtudes del diplomático convencional, es algo dudoso. Chicherin era un bohemio tan poco
convencional como uno pueda imaginar, y era cualquier cosa antes que un paciente organizador. Trotski, por su
parte, era, en su conducta personal y en sus hábitos, mucho menos excéntrico que Chicherin; pasaba con
facilidad de la ardiente agitación revolucionaria a la negociación diplomática más correcta; y era sin duda un
paciente organizador. Ni tampoco estaría bien fundada la sugerencia de que la influencia de Chicherin llegaría a
desalojar la de Trotski en la conducción de la diplomacia soviética. Carr sabe que Chicherin era un mero ejecutor
de las decisiones del Politburó, en el que, en todo lo relativo a la diplomacia, la influencia de Trotski solamente
era menor que la de Lenin, si no era igual a la de este mismo. Ahora sabemos por pruebas documentales de los
archivos Trotski que fue éste quien en 1920 luchó, mucho más insistentemente que Lenin, por el acuerdo
británico-soviético, la paz con Polonia y una normalización de las relaciones de Rusia con los pequeños estados
bálticos.30 Y el propio Carr refiere algunos de los- preliminares del tratado de Rapallo, en los que queda claro
que también fue Trotski uno de los inspiradores de éste, probablemente su principal iniciador. Pero aquella
escena de la partida de Trotski y la llegada de Chicherin, descrita con tan inconfundible satisfacción, es un
ejemplo de esa concepción según la cual el régimen soviético consiguió su raison d'être cuando descubrió su
raison d'état.
No intento negar que en las actitudes bolcheviques había un elemento de sueño irreal, ni la subsiguiente
reafirmación de los conceptos y procedimientos del gobierno y la diplomacia tradicionales. Pero el modo de ver
tales cosas es cuestión de proporciones y de valoración; y mi crítica se aplica a la acentuación por parte de Carr
del retorno de los bolcheviques a los conceptos y procedimientos tradicionales, y a su inadecuada captación del
ethos revolucionario de la época.
Carr es muy respetuoso con la política, y, a veces, desprecia las ideas y los principios revolucionarios. Ello se
pone de manifiesto, insistimos, incluso en la composición de su obra monumental. Carr relega las ideas y
principios del bolchevismo a apéndices y notas, tratándolos implícitamente como puntos de interés meramente
marginal, mientras que su narración se ocupa primordialmente de la política. En el volumen primero trata la
teoría del estado de Lenin en una nota, mientras que un tercio del volumen está consagrado a la ges tación de la
constitución, aunque las constituciones soviéticas tuvieron poca significación práctica. Otra nota se ocupa de la
"doctrina de la autodeterminación". En los volúmenes segundo y tercero los apéndices tratan de la actitud
marxista hacia el campesinado, y la concepción marxista de la guerra. Sin embargo, esas actitudes y
concepciones fueron elementos activos y cruciales en los procesos descritos en el cuerpo principal de la Historia
puesto que animaron a sus personajes. Carr conoce, sin duda, la aserción marxista de que una idea, cuando se
30
Véase I. Deutscher, The Prophet Armed, pp. 461-71.
apodera de mentes humanas, se convierte en una fuerza. El realismo histórico no puede, pues, consistir en
rebajar el poder de las ideas, porque eso sólo puede estrechar y empobrecer la perspectiva del historiador.
La validez de esa crítica encuentra ilustración en el tratamiento que el profesor Carr hace de la controversia 1
bolchevique sobre la paz de Brest-Litovsk. Su exposición de la misma es decepcionante. Otros escritores, que
carecen del saber y de la capacidad de Carr, han presentado ese trascendental episodio con mucho mayor
penetración y sentido dramático. No se trata principal ni primariamente de una cuestión de estilo literario. La
controversia de Brest-Litovsk puede verse como un choque entre las conveniencias políticas y el idealismo
revolucionario, en el que las conveniencias políticas llevan la mejor parte. Es ése un modo de ver simplificado,
pero esencialmente correcto; y es el adoptado por Carr. Pero éste capta con mucho mayor agudeza los
argumentos de la conveniencia política que los motivos del idealismo revolucionario; y no es del todo sensible a
toda la fuerza del conflicto. Además, sus predilecciones le extravían como historiador: describe con gran
exactitud y detalle los argumentos de Lenin en favor de la paz, pero omite hasta un parco resumen de las
opiniones sustentadas por los opuestos a la paz, que, como él sabe bien, tuvieron al principio tras ellos a la
mayoría del partido, y dispusieron repetidamente de más votos que Lenin. Si Carr hubiera prestado un poco de
paciente atención a las opiniones de Bujarin, Radek, Yoffe y Dzerzhinski habría podido descubrir en las mismas
algo más que mera rimbombancia entusiasta y fraseología revolucionaria, de las que hay que confesar que no
estaban faltas; podría haber encontrado también un considerable realismo y buena visión. Aun cuando no hubiera
sido así, el que omitiera dar una idea adecuada de los argumentos de los comunistas de izquierda produce una
curiosa laguna en su obra.
En varias ocasiones Carr se refiere sarcásticamente al "gesto wilsoniano" de los bolcheviques al transferir su
apelación "de los gobiernos inicuos a los pueblos ilustrados". Pero esa apelación ¿era tan quijotesca como
sugiere Carr? ¿Era tan poco práctica, incluso desde el punto de vista del analista de la política de poder? Al fin y
al cabo, la revolución victoriosa no era otra cosa que una gran apelación que no se hacía a "un gobierno inicuo"
sino a "un pueblo ilustrado". Su menosprecio de esa apelación hace que Carr pierda de vista el clima de la
revolución, su atmósfera emocional, sus entusiasmos de masa, sus tensiones morales, los altos vuelos de sus
esperanzas y las profundas depresiones de sus desilusiones, todo lo cual derivaba de la ardiente creencia, tanto
de los revolucionarios como del pueblo, en la realidad de aquella "apelación". A veces los personajes de la
Historia de Carr parecen moverse por un espacio sin aire y en un vacío emocional, como si no fuesen otra cosa
que fórmulas y concepciones políticas desencarnadas. En parte eso se debe a la preocupación del autor por la
historiografía científica, que le parece implicar la exclusión del colorido emocional y espiritual de los
acontecimientos. Como historiador, Carr observa y examina soberbiamente el período de que se ocupa, pero no
lo revive. Quizá no considera importante y necesario, quizá no cree ni siquiera admisible que un historiador haga
tal cosa. Su método tiene, a no dudarlo, su justificación y su validez: hay al menos varios modos legítimos de
escribir historia, aunque las mejores historias son aquellas que son obras de arte y de penetración imaginativa
además de obras de ciencia. Pero incluso con el método y estilo de Carr, su visión habría ganado en profundidad
si no la hubiese tenido tan en jaque su intolerancia por las utopías, los sueños y la agitación revolucionaria.
Carr está fascinado por la sutileza y flexibilidad con que Lenin ajustaba su política a los acontecimientos y las
circunstancias. A veces, sin embargo, magnifica el elemento de oportunismo que había en Lenin, más allá de sus
verdaderas proporciones, y con exclusión de otros elementos. El Lenin marxista aparece bastante oscurecido en
las páginas de Carr, que no es suficientemente consciente de la fuerza de la tradición marxista en Lenin. Cuando
hace referencia a dicha tradición parece desprovisto de su profundidad, y comete curiosos errores de hecho.
(Así, pretende que Lenin basó en parte El imperialismo en La acumulación de capital de Rosa Luxemburg, lo
cual es patentemente incorrecto. El imperialismo de Lenin estaba enteramente basado en Das Finanzkapital de
Hilferding; y el pensamiento económico de Lenin, desde sus primeros escritos hasta su evaluación final de las
ideas de Rosa Luxemburg después de la muerte de ésta, era fuertemente opuesto a las teorías de la Luxemburg.)
Lo que Carr califica de elemento "wilsoniano" del leninismo era en realidad parte de la tradición
intemacionalista del marxismo; y Carr, desorientado por la similitud exterior de algunos eslóganes wilsonianos y
bolcheviques, tiende a pasar por alto las realidades que había detrás de los eslóganes y las distintas e
incompatibles direcciones de pensamiento de que habían brotado los lemas políticos. Implícitamente, Carr
considera el prístino internacionalismo bolchevique como una convicción puramente ideológica, sin relación con
la tendencia económica de la época, si no es que lo considera simplemente como una debilidad sentimental. Los
marxistas habían sostenido siempre que las necesidades del desarrollo capitalista habían sido el principal motivo
impulsor de la formación de los estados nacionales; y que una de las "contradicciones" centrales del capitalismo
consiste en el hecho de que las fuerzas productivas de la sociedad moderna superan en crecimiento a sus
estructuras nacionales. Según ese modo de ver, el conflicto entre las fuerzas productivas y el estado nacional se
manifiesta de formas diversas: negativamente, en la búsqueda imperialista de Grossraumwirtschaft; y,
positivamente, en la perspectiva internacionalista de la revolución proletaria, que no puede adaptarse a la es-
tructura de ningún estado nacional.
El stalinismo olvidó y luego suprimió ese aspecto del internacionalismo marxista, y se propuso elevar el
aislamiento fáctico de la revolución rusa a la categoría de virtud y principio teorético. Pese a todo su esfuerzo
consciente por resistirse a la influencia del modo de pensar stalinista, Carr ve a veces inadvertidamente el
marxismo a través del prisma stalinista, porque su interés por el marxismo es sólo secundario en su estudio del
estado soviético. Pero el stalinismo llevaba en sí su propia auto-refutación, porque en su última fase expansiva
dio testimonio, desganado pero concluyente, del conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas en la
Unión Soviética y las fronteras nacionales de ésta. No obstante, persisten los hábitos de pensamiento asociados
con la idea del socialismo en un solo país, hábitos formados y consolidados en el transcurso de un cuarto de
siglo; y tales hábitos llegan a afectar el pensamiento de un estudioso tan crítico e imparcial como Carr. En la
época de esplendor del stalinismo pudo parecer que el internacionalismo bolchevique no tuviera tras de sí más
sustancia económica e histórica que la que tenía el abstracto cosmopolitismo de la revolución francesa (con el
que Carr en efecto lo relaciona). Pero hoy no sería posible adoptar tal punto de vista: está más que claro que la
revolución rusa, a diferencia de la francesa, ha iniciado, para bien o para mal, no solamente un nuevo tipo de
estado nacional, sino también una nueva expansiva sociedad y economía internacional.
El punto de observación desde el que la historia se escribe tiene su importancia. Habría sido natural que un
historiador de la extracción de Carr considerase como wilsoniano o utópico el internacionalismo bolchevique en,
digamos, 1932, aunque incluso entonces eso no habría sido una prueba de gran realismo histórico. Pero
considerarlo así veinte años más tarde es un decidido anacronismo. A la luz retrospectiva de la revolución china
y de la expansión del stalinismo en la europa oriental y central, las primitivas esperanzas bolcheviques en la
difusión de la revolución parecen haber sido trágicamente prematuras, pero en modo alguno utópicas.
Tal vez la debilidad principal de la concepción de Carr esté en que ve la revolución rusa como virtual- mente
un fenómeno nacional, y nada más. No es que niegue su significación internacional o su impacto en Occidente;
pero la trata como un proceso histórico de carácter esencialmente nacional, y autosuficiente dentro de la
estructura nacional. Carr piensa en términos de arte de gobernar, y el arte de gobernar es nacional. Su Lenin es
un super-Bismarck ruso, que realiza la obra titánica de reconstruir el estado ruso desde sus ruinas y reunificar sus
disueltas partes componentes. Ese modo de ver es correcto e incorrecto al mismo tiempo; pierde de vista la más
amplia perspectiva en la que se sitúa la obra misma de Lenin.
Un Lenin privado de su incorruptible internacionalismo revolucionario, y presentado como maestro en el arte
de gobierno nacional, puede aparecer plausiblemente como un legítimo precursor ideológico de Stalin, y nada
más. Carr ha hecho mucho en su Historia por reconstruir el auténtico retrato del leninismo y liberarlo de
añadidos stalinianos. Ha obtenido un éxito admirable en su presentación de los hechos, que es, en conjunto,
irreprochable; pero sólo a medias en algunos de los más finos matices de acento y de interpretación. Como sin
proponérselo, pone de relieve aquellos rasgos por los que es posible ver a Lenin parecido a Stalin, y oscurece los
otros, en los que la desemejanza y el contraste son más patentes. También aquí me gustaría matizar mi propia
crítica, y añadir que la comprensión de Carr se nace más profunda con el progreso de su investigación; y,
también en ese aspecto, su último volumen, El interregno, representa un notable avance. Al llegar al umbral de
la era staliniana Carr advierte la discontinuidad entre el leninismo y el stalinismo mucho mejor que mientras se
limitaba a analizar el leninismo.
Quizá sea ése el problema más difícil y complejo con que se enfrenta el estudioso interesado por la Unión
Soviética. La mente del historiador en lucha con ese tema tiene necesariamente que oscilar con los años. Y,
como colega de trabajo en el mismo campo, yo no pretendo haber nivelado la balanza entre los factores que
constituyen la continuidad y los que constituyen la discontinuidad entre el leninismo y el stalinismo. A di-
ferencia de los stalinistas, los trotskistas y la gran mayoría de escritores anticomunistas, para quienes ese
problema ni siquiera existe, Carr lucha con él a brazo partido. Para los stalinistas, Stalin es el heredero legítimo
de la sucesión apostólica Marx-Engels-Lenin. Para los trotskistas, Stalin es el traidor, sepulturero y renegado del
leninismo. La gran mayoría de los "sovietólogos" anticomunistas ven también en el stalinismo una directa
continuación del leninismo, mientras que una minoría acepta la versión trotskista porque es polémicamente muy
conveniente denunciar el stalinismo como una traición diabólica al "verdadero" comunismo, a la vez que como
una amenaza a los valores occidentales. Cada una de esas escuelas comercia con medias verdades, y se niega a
hacer frente al hecho de que en algunos aspectos el stalinismo es el desarrollo "legítimo" del leninismo, mientras
que en otros aspectos es la negación de éste. La obra de Carr está libre de aquellas simplificaciones y medias
verdades; pero, aún así, parece "stalinizar" demasiado a Lenin, al poner excesivamente de relieve lo que de pre-
Stalin había en éste.
Esa inclinación induce a Carr a retrotraer ciertas tendencias de la política exterior soviética, y a pro yectar el
tradicionalismo ruso de la diplomacia de Stalin a la conducción leniniana de los asuntos extranjeros. Esa
retrotracción puede advertirse en diversos ejemplos, a los que no puedo atender aquí; pero es de lo más llamativa
cuando Carr pasa revista al tratado de Rapallo y sus preliminares: ahí el autor inyecta inad vertidamente el aire de
1939 en la situación de 1921-22, y tiende a presentar a Lenin como el precursor directo del Stalin que iba a
repartirse con Hitler los despojos de Polonia. Carr ve una "alianza final entre la Rusia bolchevique y la Alemania
de derechas", como una inevitabilidad histórica que se manifiesta en ambas situaciones. "Suponiendo que el
régimen bolchevique sobreviviese, tal alianza daría al ejército alemán lo que éste necesitaría alguna vez: manos
libres contra el Occidente; y daría también a la industria pesada alemana su mercado indispensable." (Vol. III, p.
310.) El argumento sobre el mercado es ambiguo, por decirlo del modo más suave: dos veces en un cuarto de
siglo la industria pesada alemana apoyó no una alianza, sino una invasión de Rusia, para obtener el control de
aquel "mercado", o, para decirlo con más exactitud, de las fuentes rusas y ucranianas de materias primas.
Sobreponiendo el patrón de 1939 en 1921-22, Carr sugiere que el tratado de Rapallo iba dirigido contra Polonia,
y que bajo el mismo latía el perenne deseo ruso-alemán de la desmembración de aquel país. Es, sin duda, verdad
que la idea de la desmembración de Polonia con ayuda rusa tentaba a la derecha alemana ya en 1920-21; pero no
es cierto que consiguiese respuesta alguna en la diplomacia soviética o en la jefatura bolchevique de la época de
Lenin.
En realidad, nada pondría mejor de manifiesto la solución de continuidad entre las dos fases de la diplomacia
soviética que una cuidadosa comparación entre Rapallo y el pacto nazi-soviético. En ambos pactos Rusia
procuró fortalecer su posición "explotando la contradicción" entre Alemania y el Occidente, mien tras el
Occidente excluía a Rusia del trato con las naciones o se esforzaba en excluir su influencia en la diplomacia
europea. Pero en 1922 Rusia estrechó la mano de una Alemania vencida y puesta fuera de la ley, no la del loco
incendiario imperialista de 1939. En Rapallo los bolcheviques hicieron un trato sobrio, sin comprometer sus
principios, su integridad y su dignidad: en toda su conducta no hubo ni vestigios del estado mental en que,
diecisiete años más tarde, Mo- lotov pudo enviar a Hitler el tristemente famoso telegrama que aseguraba al
Führer una "amistad cimentada en sangre". Y el pacto de Rapallo no se concluyó a expensas de vecinos más
débiles: ni siquiera en sus cláusulas secretas contenía un simple arreglo hecho, por ejemplo, a expensas de
Polonia. Vistos por fuera, Rapallo y el pacto nazi-soviético pueden parecer dos fases consecutivas de una misma
política; pero les separa la imponderable diferencia entre la moralidad política del leninismo y la del stalinismo,
una diferencia que Carr tiende a pasar por alto.31
A pesar de esos defectos y limitaciones la obra de Carr seguirá siendo un hito grande y perdurable en la
literatura histórica consagrada a la revolución bolchevique. Sus méritos son tan patentes que no necesitan ser
subrayados en una publicación para especialistas. Incluso las críticas hechas aquí dan testimonio de su alta
categoría, porque no tendrían aplicación a una obra menos distinguida de lo que esta Historia lo es por su
consistencia de método y unidad de perspectiva. En el futuro, las diversas escuelas de historiadores es tudiarán la
revolución rusa con el mismo interés y pasión con que se ha investigado la información de la revolución
francesa durante los últimos ciento treinta años; y cada generación y cada escuela de historiadores descubrirá
nuevas fuentes y proyectará nuevos rayos de luz sobre la gran epopeya. Pero todos los historiadores futuros
tendrán que volver a Carr como a su primer gran guía, lo mismo que los historiadores franceses se vuelven
todavía a la obra de Thiers, con la que la Historia de Carr tiene sólo algunos rasgos en común. Quizás esa
comparación dé la medida de los méritos de Carr.
TERCERA PARTE
EL FINAL DE LA ERA DE STALIN
I
Hace más de cien años que Alexander Herzen, el gran rebelde y exiliado ruso, escribió en su "Carta abierta a
Michelet" que "Rusia es un estado nuevo, un edificio inconcluso en el que todo huele a yeso fresco, en el que
todo está en obra, en el que nada ha alcanzado su objetivo, en el que todo está cambiando, muchas veces para
empeorar, pero, en todo caso, cambiando...".
31
Considero un deber utilizar esta oportunidad para explicar un curioso incidente en los preliminares del pacto de Rapallo. En su librito Germán-
Soviet Relations, publicado en 1951, Carr citaba unas instrucciones de Lenin a sus diplomáticos para que "jugasen la carta polaca" en la negociación con
Alemania. Carr hacía referencia a los archivos Trotski y me citaba como fuente de la información. Me siento pues, corresponsable de su error y obligado
a rectificarlo, en especial porque la versión de aquel libro ha sido muy citada por otros autores.
Entre varios documentos que tratan de los preliminares del tratado de Rapallo, los archivos Trotski contienen un memorándum "estrictamente
secreto" dirigido a Moscú el 10 de diciembre de 1921 por un críptico "negociador" alemán. El autor del mismo, al parecer una personalidad oficial
alemana que favorecía el acuerdo con Rusia, examinaba los factores que operaban en Alemania en contra de tal acuerdo, y procedía a aconsejar a los
bolcheviques el modo de contrarrestarlos para preparar el terreno a la negociación. Entre otras cosas sugería que los bolcheviques "jugasen la carta
polaca", especialmente en relación con el conflicto que inflamaba la Silesia superior. Fue aquel "amigo" alemán el que empleó la frase "jugar la carta
polaca", y no Lenin. En todos los documentos muy confidenciales e iluminadores de los archivos Trotski que se refieren a ese episodio no hay la menor
indicación de que el gobierno de Lenin prestase oídos a aquel consejo. En aquellos años el Politburó no se había librado aún suficientemente de
"ilusiones idealistas". Era todavía el Politburó de Lenin, no el de Stalin; y sus miembros no podían sino encogerse despreciativamente de hombros ante el
consejo de jugar la carta polaca. Carr no considera como prueba histórica de lo contrario la chismosa exposición de tercera mano de Enver Pachá, un
intruso aventurero que trató en vano de erigirse en una especie de mediador entre Moscú y Berlín, y al que los dirigentes bolcheviques no hicieron
ninguna clase de confidencias, como puede comprobarse incluso en el "informe" del propio Enver. El mismo Carr corrige en su Historia la versión
presentada en Soviet-Germán Relations; pero, de un modo u otro, aquella versión parece todavía pesar en su razonamiento.
32
Este ensayo está basado en una serie de artículos míos que aparecieron en The Repórter (Nueva York) en verano y otoño de 1951.
En otra ocasión el mismo Herzen contrastó el concepto de la vida de los rusos con el de los polacos. Éstos,
decía Herzen, cultivaban un romanticismo completamente extraño a los rusos. Vivían en su pasado nacional,
mientras que los rusos, que encontraban en su pasado y en su presente pocas cosas dignas de apego, fijaban su
mirada exclusivamente en el futuro. Los pensamientos y emociones de los polacos se cernían melancólicamente
sobre tumbas ancestrales, mientras que Rusia estaba llena de "cunas vacías que esperaban a niños aún no
nacidos".
Las reflexiones de Herzen tienen que haber sonado todavía a tópico a muchos rusos a mediados del siglo XX.
Desde los días de aquél, las revoluciones han ido sucediéndose unas a otras; clases enteras de la sociedad rusa
han desaparecido o han sido liquidadas; nuevas clases se han desarrollado o han sido introducidas en la
existencia de un modo forzoso, por decretos del gobierno; instituciones nacionales, creencias, ideas e ilu siones,
han sido destruidas y fabricadas al por mayor; y todo el clima social y moral del país ha cambiado tanto que
parece que hasta el viejo carácter y temperamento de Rusia ha sufrido una completa extinción o una completa
transformación. Y, a pesar de ello, la Rusia de mitad de siglo seguía siendo el "edificio inconcluso en el que todo
huele a yeso fresco" ... y a ruinas humeantes. Nada en el mismo "ha alcanzado su objetivo, y todo está
cambiando, muchas veces para empeorar, pero, en todo caso, cambiando".
Cuando uno piensa cuántas generaciones de rusos se han consolado con la idea de que su existencia nacional era
"un edificio inconcluso", uno puede, en ciertos momentos, sentir con estremecimiento que sobre los esfuerzos de
Rusia se cierne una maldición de Sísifo. Ése tenía que ser el sentimiento con que, en 1945-46, muchos millones
de soldados desmovilizados y evacuados de guerra regresaban a sus hogares en la Rusia occidental y en Ucrania.
Esas gentes encontraban sus ciudades y aldeas nativas arrasadas. Encontraban que las minas de carbón, las
fábricas de acero y las factorías que habían construido, con sangre y lágrimas, en los planes quinquenales de
preguerra, estaban inundadas, demolidas o desmanteladas. Las provincias occidentales de la Unión Soviética,
donde tantas batallas gigantescas se habían librado, eran montones de ruinas; y faltaban las herramientas con que
quitar las ruinas. Veinticinco millones de personas vivían en chozas de barro y cuevas de refugio. Y, en 1946,
como para llenar la copa de la amargura que la victoriosa Rusia estaba bebiendo, una sequía calamitosa, la peor
que recordaban cuantos la padecían, abrasó los campos y aniquiló las cosechas. Desangrada, medio loca de
sufrimientos, hambrienta, semidesnuda y descalza, Rusia comenzó a edificar una vez más.
Algunas indicaciones estadísticas pondrán de manifiesto que no hemos presentado una descripción exce-
sivamente dramatizada de la condición en que Rusia salió de la guerra. Cuando sonaron los últimos disparos, la
industria soviética producía menos de las dos terceras partes de su producción de anteguerra; y, por supues to, el
grueso de su producción consistía en municiones de guerra. La producción anual de acero había descendido a
unos doce millones de toneladas, ligeramente por encima de la mitad de las cifras de anteguerra. Las fábricas
entregaban sólo un cuarenta por ciento de ropas y calzado de lo que solían producir, y la mayor parte de su
producción iba destinada a las fuerzas armadas. Incluso antes de la sequía, las plantaciones de azúcar no daban
ni siquiera la cuarta parte de una cosecha normal. El consumidor soviético no podía conseguir más que un cuarto
o un quinto de las escasas raciones de carne, grasa y leche que consumía antes de la guerra. La apatía y el
cansancio amenazaban con desbaratar la recuperación. El Politburó se esforzaba en alentar y sacudir la modorra
a los trabajadores mediante exhortaciones, amenazas y promesas; y en todos sus llamamientos para una
elevación en la producción era fácil registrar el sonido de una nota de genuina alarma.
Pero a los cinco años de la rendición de los ejércitos de Hitler, la recuperación rusa estaba en buen camino. El
impulso para aquella recuperación fue la nota más importante de la primera década de postguerra. En 1945,
Rusia ocupaba aún el cuarto o quinto puesto entre las potencias industriales del mundo; en 1950-52, indis-
cutiblemente, sólo cedía el primer lugar a los Estados Unidos de América. Su producción de acero, próxima a los
cuarenta millones de toneladas por año, era tres o cuatro veces mayor que al terminar la guerra, y el doble de la
de 1940. Fue esa recuperación lo que permitió a Rusia consolidar y extender las posiciones de poder que había
adquirido precariamente de sus victorias militares.
II
¿Cómo puede una nación conseguir un progreso tan sorprendente en un tan breve período de tiempo?
No es la primera vez en la historia que una victoria militar ha estimulado y acelerado el progreso económico
de una nación. Por ejemplo, la guerra franco-prusiana de 1870 condujo no solamente a la unificación de los
estados alemanes bajo la hegemonía de Prusia, sino también al rápido crecimiento de la moderna industria
alemana. La contribución que Bismarck exigió a la Francia derrotada fue como una transfusión de potencia eco-
nómica de la tercera república al imperio de los Hohenzollern. Los pagos franceses alimentaban las orgías de la
especulación financiera e industrial que caracterizó al Gründerperiode de las décadas de 1870 y 1880. Hasta
1870 Francia había sido la principal nación industrial del continente europeo. Perdió esa posición, en beneficio
de Alemania, para no recuperarla más.
La política staliniana de reparaciones tuvo por resultado una similar transfusión de poderío económico. El
desmantelamiento y confiscación de plantas industriales en los países derrotados, las reparaciones tomadas de la
producción ulterior, las compañías de almacenaje conjunto establecidas, bajo dirección rusa, en la Europa central
y oriental, sirvieron para transferir a la Unión Soviética riqueza procedente al menos de ocho países. Tal política
no podía sino reencender el odio a Rusia entre sus vecinos; y apiló ante el gobierno soviético peligrosos
problemas y dificultades que tenían que sobrevivir a Stalin. Pero no puede dudarse que tal política fue un
poderoso catalizador del crecimiento económico de Rusia. Privó a Alemania del rango de primera potencia
industrial del continente, con la misma finalidad con que Alemania había privado de dicho rango a Francia
después de 1870.
Pero, por importante que fuese aquella transfusión de poderío económico, no fue decisiva para el progreso
ruso. Al pasar de la guerra a la paz, la Unión Soviética encontró una base firme y sólida para su recuperación en
aquellas industrias que había construido en sus provincias orientales, en los Urales y más allá, en la década de
1930, y que había incrementado febrilmente durante la guerra. El Oriente había alimentado con municiones a los
ejércitos, primero en retirada y luego en avance, de la Unión Soviética; y ahora suministraba las fuentes de
energía de la reconstrucción a las provincias occidentales. No hay que sorprenderse de que el oriente soviético
ocupase un gran lugar en la mente de la Rusia de mitad de siglo. Incluso después de la rehabilitación de las
tierras occidentales fue en el Oriente donde el pulso de la economía soviética batió con más fuerza. Más de la
mitad de las plantas industriales siguieron radicadas en los Urales o más allá.
El ritmo de industrialización de postguerra representó un triunfo de la planificación soviética. Después del
retroceso económico de la guerra se hizo aún más importante que antes que los recursos de la nación fuesen
ordenados, distribuidos y empleados de acuerdo con un único plan nacional que obligase a una severa economía
de ahorro de materiales e instrumentos y a una estricta disciplina de trabajo. Las técnicas de planificación, que
habían empezado por desarrollarse torpemente, y con errores costosos e incluso trágicos en la década de 1930,
fueron ahora elevadas a un alto nivel de eficacia, aun cuando seguían estando obstaculizadas por la rigidez
burocrática. La teoría de la planificación fue uno de los muy pocos campos en que la general depresión inte-
lectual de la era de Stalin no impidió el logro de un claro progreso. Los planificadores tenían a su disposición un
"arma secreta" asombrosamente eficaz: los famosos teoremas de la "reproducción simple y expansiva", que Karl
Marx había desarrollado en el volumen II de El Capital. Aquellos teoremas, modelados sobre los tableaux
économiques de Quesnay, describen la composición y circulación de los recursos productivos de una nación en
el régimen capitalista. Adaptados por los planificadores soviéticos a una economía de propie dad pública, y
elaborados en un desarrollo más amplio, ayudaron a producir resultados que muy posiblemente los historiadores
futuros describirán como la mayor hazaña en tecnología social lograda por esta generación.
Pero los planificadores con sus teoremas habrían estado suspendidos en el vacío sin el sostenido esfuerzo
cotidiano de los muchos millones de trabajadores, especializados o no, técnicos y directores. Muchos de los
obreros y de los directores hicieron su labor gustosa e incluso entusiásticamente, poniendo en ella algo de aquel
espíritu de devoción y sacrificio que había permitido a Rusia ganar la guerra. Pocos podían censurar al gobierno
de Stalin por las ruinas y las miserias que siguieron a la victoria de Rusia, y que se veían como obra de Hitler, no
de Stalin. Pero también hubo en el pueblo soviético mucho abatimiento y desmoralización, contra los cuales el
gobierno procedió a hacer uso de los bien probados instrumentos del terror totalitario. Aquello originó nuevos
motivos de queja y nuevos resentimientos, tanto más vivos cuanto que el terror se aplicaba a un pueblo cuya
confianza en sí mismo había sido intensificada por la victoria, y que había sido sostenido en las difíciles pruebas
de la batalla por la esperanza de que la Rusia de la postguerra sería un país mejor y más libre que la Rusia de los
años 30, con sus crueles códigos de trabajo, purgas y campos de concentración. Los gobernantes se resolvieron a
cortar de raíz toda oposición incipiente. Recurrieron una vez más al más riguroso control de pensamiento. Una
vez más Zhdanov destacó en el primer plano como el inquisidor intelectual de la época.
III
Así, las proezas de la planificación, el entusiasmo por la reconstrucción y una disciplina de lo más completa
y severa se combinaron para permitir a Rusia su nuevo estupendo salto hacia delante.
Acumular riqueza, el máximo de riqueza en el mínimo de tiempo, fue el agobiante propósito de la política de
Stalin en sus últimos años. ¡Más carbón, más acero, más máquinas herramientas! ¡Más pozos de pe tróleo, más
líneas férreas, más vías fluviales, más estaciones de energía, más pilas atómicas! La Rusia de mitad de siglo
trabajó en un frenesí de acumulación. Implacablemente el estado-patrono mantuvo bajos los salarios de los
trabajadores, arrebató sus ganancias a los campesinos y reinvirtió sus prodigiosos beneficios en la economía
nacional.
La Rusia de mitad de siglo casi completaba la "acumulación socialista primitiva". Nadie osaba pronunciar
esas palabras, porque el hombre que por primera vez había propuesto la fórmula, Eugen Preobrazhenski, había
sido denunciado y "purgado" como traidor y enemigo del pueblo. Viejo bolchevique, y economista y teórico
original, Preobrazhenski se había opuesto, ya en los últimos años de Lenin, al rumbo que el partido tomaba hacia
el totalitarismo estatal, y más tarde se alió con Trotski. Pero, paradójicamente, fue él quien facilitó el texto para
la obra de Stalin, sin sospechar ni por un momento el despiadado empleo que iba a darse a su teoría.
Marx describe como "acumulación primitiva" los modos y medios con que las clases medias acumularon
riqueza en los siglos XVI, XVII y XVIII, cuando la industria moderna era todavía demasiado pequeña y estaba
demasiado poco desarrollada para expansionarse con sus propios legítimos" beneficios. Las principales fuentes
de la primera riqueza capitalista, decía Marx, fueron la desposesión de los pequeños propietarios rurales, el
saqueo colonial, la piratería y, más tarde, también la extrema baja de los salarios. Solamente con el desarrollo de
la industria y su potencia productiva los beneficios normales del empresario capitalista se hicieron lo bas tante
sustanciales para servir de fuente principal de la ulterior acumulación, normal, de riqueza. Solamente en tonces
un capitalismo respetable y civilizado pudo expansionarse sin robar necesariamente los salarios de sus obreros y
sin ejercer el pillaje sobre otras clases.
Antes de la revolución rusa nunca se les habría ocurrido a los marxistas que también el socialismo pudiera
pasar por una fase de acumulación primitiva. Siempre habían supuesto que la ya acumulada riqueza burguesa,
cuando fuese nacionalizada, serviría de base al socialismo. Pero en la vieja Rusia aquella riqueza no había
alcanzado un nivel suficiente; y menos aún lo alcanzaba la que quedaba cuando los bolcheviques hubieron
ganado la guerra civil y empezaron a pensar en el futuro. Cuando, al empezar la década de los veinte,
Preobrazhenski expuso la idea de la acumulación socialista primitiva, provocó un alboroto de indignación bol-
chevique: todavía era blasfemo sugerir que el socialismo pudiera construirse con métodos comparables a los
empleados por el primitivo capitalismo. Sin embargo, toda la historia social del stalinismo hasta la mitad de
siglo, no fue otra cosa que la épica masiva, e inspiradora de temor reverencial, de la acumulación socialista
primitiva. Como sus precursores, Stalin expropió las fincas privadas, confiscó el producto de las granjas
colectivas y mantuvo a la clase obrera industrial, siempre creciente, a un nivel de simple subsistencia.
Pero, hacia el final de su vida, el gran pirata del socialismo había cumplido su tarea. La nueva riqueza de
Rusia había crecido tan enormemente que ahora podía expansionarse por sí misma con gran rapidez, por los
beneficios de su propio producto, por medio de una acumulación normal y no ya por la explotación de los
obreros y campesinos. Pero el stalinismo no podía liberarse de todos los hábitos y de la poderosa inercia de la
acumulación primitiva, y resistió mentalmente las demandas de una nueva época que exigía la transición a una
acumulación normal.
La riqueza de la nación se erguía en agudo contraste con la pobreza del pueblo. La producción de la industria
soviética en sus ramas principales alcanzaba ya, per cápita, las cifras de, por ejemplo, Francia, aunque siguiera
por debajo de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Para ver ese progreso en la perspectiva ade cuada conviene
recordar que veinte o veinticinco años antes Rusia estaba todavía mucho más cerca, en ese aspecto, del nivel de
India y China que del nivel de Francia. Pero eso no quiere decir que el pueblo soviético disfrutase de nada
parecido a los niveles de vida franceses. La riqueza industrial de la nación consistía primordialmente en bienes
de producción, que se utilizaban para producir más bienes de producción y solamente un mínimo de artículos de
consumo. En su frenesí de acumulación, el stalinismo parecía fascinado por aquella "producción por la
producción" en la que Marx había visto la locura del capitalismo. Bajó casi todos los planes quinquenales, las
industrias de consumo habían quedado por debajo de los muy modestos objetivos que se les habían fijado. Hacia
1950 había poca hambre, o ninguna; pero la dieta de los rusos era todavía de pan, patatas y coles. El habitante de
la ciudad consumía poco más de media libra de carne a la semana, un sexto del consumo norteamericano; y no
más de una libra de grasas de todas clases en un mes. Para vestir tenía que arreglarse con unas veinte yardas 33 de
tejido de algodón por año, mientras que los norteamericanos disponían de 60 y los británicos de 35; y el
ciudadano soviético no encontraba tejidos de lana, ni nailon. Estadísticamente, podía comprar un par de zapatos
por año, mientras que el norteamericano medio compraba tres, y el británico dos, como mínimo.
Lo peor de todo era el problema de la vivienda, en una situación parecida al lúgubre cuadro de los suburbios
de la Inglaterra de comienzos de la época victoriana, descritos por el joven Engels. Durante un cuarto de siglo,
entre 1925 y 1950, la población urbana de la Unión Soviética aumentó en unos cincuenta millones de habitantes,
tanto como toda la población de las Islas Británicas, con una gran mayoría de campesinos entre los recién
llegados. Las ciudades no habían sido preparadas para una afluencia tan formidable. Los programas de vivienda
fueron absurdamente inadecuados. La burocracia de Stalin, y éste mismo, estaban más interesados en erigir
grandiosos monumentos y edificios públicos, insuperables en respetable banalidad, que en construir viviendas
para seres humanos. El primer plan quinquenal de la postguerra proporcionó cien millones de metros cuadrados
de espacio habitable; pero eso era demasiado poco hasta para compensar simplemente las destrucciones de la
guerra. El espacio medio por ciudadano sin hogar o virtualmente sin hogar era como máximo de cuatro yardas
cuadradas, menos de lo que cualquier campesino decente asignaría a su bestia de carga. La falta de alojamiento
para los obreros amenazaba a veces con interrumpir los planes industriales. En los últimos años de Stalin, los
únicos casos, escasos y sorprendentes, en que los ciudadanos soviéticos osaron criticar abiertamente a ministros
fueron los relacionados con el escándalo de la vivienda.
33
La yarda mide 0,914 metros.
Mientras, a pesar de todas sus miserias, la Rusia urbana e industrial iba avanzando con poderosa vitalidad, la
Rusia rural iba indolentemente quedándose atrás. La guerra había privado a los campos de mano de obra, de
tractores, de caballos, de ganado. No obstante, la estructura de las granjas colectivas no se vino abajo, solamente
se debilitó. Así como el campesino había empezado por resentirse de la colectivización, ahora sabía que no le
era posible regresar a la situación anterior. La pequeña propiedad privada de otros tiempos había sido
inseparable del caballo, su principal fuerza motriz. Pero, desde entonces, el caballo había ido desapareciendo del
paisaje; y su lugar en los campos había sido ocupado por columnas de colosales tractores, manejados por las
estaciones de tracción mecánica propiedad del estado, adecuados únicamente para el trabajo en granjas de gran
escala. Lo primero que hizo el gobierno después de la guerra fue restaurar y reequipar las estaciones de tractores,
que constituían los mayores vínculos entre la ciudad y el campo, y los instrumentos del predominio económico
de la ciudad. El campesino sabía que no podía valerse sin la ayuda de la estación de tractores, y que sólo como
granjero colectivo podía beneficiarse de aquélla. Pero no toda la energía económica del campesinado era dirigida
por canales colectivos. El koljós seguía siendo un híbrido económico, semicolectivo y semiprivado. Al lado de
los campos poseídos en común había todavía residuos de pequeñas propiedades privadas que eran posesión
particular de miembros del koljós. El campesino se mantenía tenazmente aferrado a esa pequeña propiedad, y
muchas veces trataba de desarrollarla a expensas de la economía colectiva. Tenía que dividir su tiempo entre el
campo colectivo y su propia parcela, que competían intensamente por su trabajo.
Los resentimientos aún no extinguidos de los campesinos y la brecha abierta dentro de cada granja entre sus
elementos colectivos y privados, explicaban el retraso de la agricultura respecto de la industria. Ése fue el más
importante de los temas domésticos que preocuparon al Politburó de Stalin en sus últimos años. Para que la
industria prosiguiera su crecimiento, el campo tenía que alimentar a la siempre creciente población urbana; y el
desarrollo de la agricultura tenía que estimularse especialmente en el Este, donde escaseaban más las
comunidades agrícolas establecidas en torno a los nuevos centros industriales. En caso contrario, todo el convoy
de la economía soviética acabaría por tener que avanzar al paso marcado por su sector más lento.
En 1950 la Rusia rural se vio otra vez en las angustias de un trastorno que afectó a las vidas de cien millones
de personas. En la primavera de aquel año el gobierno decretó una fusión de granjas en todas las tierras de la
Unión Soviética. Fue aquél el cambio más intenso y extenso desde la colectivización industrial de comienzos de
la década de 1930; una colectivización complementaria. A principios de 1950 existían en la Unión Soviética
250.000 granjas colectivas, de una extensión media de aproximadamente 1.000 acres. A fines del mismo año
había solamente 120.000 unidades de cultivo, de una extensión aproximada de 2.500 acres. La reforma tenía por
finalidad debilitar o destruir lo que había sobrevivido de la vieja aldea individualista. La granja colectiva anterior
a 1950 estaba adaptada a la estructura de la vieja comunidad rural: en la ma yoría de los casos los campesinos de
una aldea habían sido organizados en una granja colectiva. La colectivización complementaria fundió no
solamente granjas, sino comunidades enteras. El Politburó esperaba que las granjas ensanchadas serían más
eficaces y más fáciles de controlar y manejar.
El campesinado aceptó la fusión de mala gana, pero sin nada de aquella desesperada resistencia con que había
luchado contra la colectivización inicial. Al campesino le importaba poco, al menos de una manera inmediata,
que los campos colectivos que trabajaba perteneciesen a un koljós más pequeño o más grande. Y el recuerdo de
la despiadada supresión de la rebelión de comienzos de la década de 1930 estaba todavía vivo y desalentaba
nuevos actos de resistencia.
No obstante, la colectivización complementaria no pudo llevar a una rápida y masiva mejora de la eficien cia
agrícola. El Politburó stalinista estaba dividido en la política hacia los campesinos, y decretó la fusión de las
granjas como un paliativo. Tantos años después de la liquidación de las diversas oposiciones trotskistas y
bujarinistas, el fantasma de las viejas controversias merodeaba todavía por el Kremlin. Algunos miembros del
Politburó decían que para conseguir mejores cosechas y más carne y productos lácteos era necesario dar un
mayor margen al individualismo, reprimido pero aún sobreviviente, de los campesinos. Eso significaba im -
puestos más bajos, pago de mejores precios a los campesinos y un suministro más abundante de bienes in-
dustriales baratos para la población rural. Otros miembros del Politburó sostenían, por el contrario, que el
individualismo campesino debía ser combatido y suprimido aún más severamente que hasta entonces, y que a
colectivización debía llevarse hasta el final. El país alcanzó a vislumbrar algo de aquella controversia cuan do
Nikita Jruschov, entonces jefe de la rama moscovita del partido, propuso en público que la fusión de las granjas
colectivas fuese acompañada de un reasentamiento de la población rural. Los campesinos deberían ser
trasladados desde sus casas y chozas a asentamientos especiales, agrociudades, que se construirían en el centro
del nuevo koljós ensanchado; y el koljós tomaría posesión de las parcelas privadas, que generalmente estaban
situadas junto a la antigua morada de su propietario. El plan de Jruschov encontró el apoyo de otros signatarios
del partido, pero fue enfáticamente desautorizado por el Politburó. Stalin tenía miedo, no sin razón, de que una
política tan drástica sumiera al campo en una agitación sangrienta; y en su vejez, aco sado por graves problemas
internacionales, no estaba dispuesto a iniciar otra cruzada colectivista. Tampoco quería aceptar la otra alternativa
propuesta, las concesiones a los campesinos. Fiel a sí mismo hasta el fin, dio tiempo al tiempo, y mientras tanto
trató de mantener un equilibrio entre políticas opuestas. Dejaba como herencia a sus sucesores que lucharan a
brazo partido con la no solucionada crisis de la agricultura.
Con todos sus problemas sin resolver, Rusia, a mitad de siglo, era el prodigio de la historia moderna. Un
mundo incrédulo fue testigo de cómo Rusia rompía el monopolio norteamericano de la energía atómica: en 1949
lo supo por un anuncio oficial hecho por la Casa Blanca, no por el Kremlin. Aquel acontecimiento, más que otra
cosa alguna, expuso de modo convincente al mundo occidental el significado de la transformación que Rusia
había experimentado bajo Stalin. ¿Quién habría creído posible que aquella "atrasada, ineficiente, semiasiática
Rusia" pudiera alcanzar y sobrepasar tan rápidamente a las viejas naciones industriales de Europa occidental, y
pisar el umbral de la era atómica sólo detrás de los Estados Unidos de América?
En 1945 todavía era posible preguntarse cuánto podría durar la ventaja militar de Rusia sobre Europa. Todavía
era plausible ver en Stalin meramente un sucesor moderno de Pedro el Grande, que había también trabajado
despiadadamente para modernizar a Rusia, para enseñarla las artes de los países más avanzados, para edificar su
poderío militar y para extender su influencia en el extranjero, pero cuyas conquistas, en conjunto, no
sobrevivieron a su propio reinado. La subida y la bajada de la marea del poder ruso se conocía igual mente bien
en una época posterior. Los ejércitos de Alejandro I habían marchado triunfalmente hasta París, como los
soldados de Stalin llegaron a Berlín. Nicolás L el gendarme de la revolución, había dictado su voluntad a los
pequeños vecinos de Rusia y había tratado a Prusia como a un vasallo suyo. Pero entonces el poderío de Rusia
había bajado repentinamente. Sus ejércitos regresaron a casa, y su influencia en el extranjero se hundió porque
su estructura interna era demasiado débil y anticuada para respaldarla. Por mucho que alguno de los zares
hubiera hecho por modernizar a Rusia, sus logros eran superficiales y efímeros: económicamente Rusia seguía
siendo la menos desarrollada de las grandes potencias europeas. De aquellos espasmódicos intentos de saltar
fuera de su propio retraso, y de aquellas no menos espasmódicas recaídas en el mismo, resultó el sentimiento, tan
adecuadamente expresado por Herzen, de que Rusia era perennemente un "edificio todavía inacabado", que se
alzaba y se desmoronaba y se alzaba otra vez, y siempre igualmente lejos de su acabamiento.
Por el contrario, al final de la era de Stalin, el poder de Rusia, por primera vez en la historia, descansaba en
sólidos y estables cimientos industriales. Lo logrado por Stalin fue, pues, algo distinto de lo logrado por Pedro el
Grande. Éste abrió "una ventana a Europa", pero dejó todo el edificio de Rusia destartalado y atrasado. Stalin, en
cambio, cerró de golpe, tapó y cegó todas las ventanas de Rusia al mundo exterior; pero reconstruyó el edificio
entero desde sus cimientos, y lo modernizó y amplió hasta hacerlo irreconocible. El tapiado de las ventanas
estaba planeado para no dejar pasar ninguna influencia externa que pudiese interferir en los trabajos de
construcción que tenían lugar en el interior, e impedir que los constructores comparasen su propia existencia con
la de los que estaban fuera.
El aislamiento hermético de Rusia fue una precondición de la acumulación socialista primitiva. Pero fue
llevado a los más grotescos excesos cuando la acumulación socialista primitiva estaba ya muy avanzada. Men-
talmente atrapada tras las puertas y ventanas tapiadas, se enseñó a Rusia a que desconfiase del mundo exterior y
le despreciase, a que no se glorificase en nada que no fuese su propio genio, a que no se preocupase cíe otra cosa
que de su propia grandeza egocéntrica, a que no confiase en nada más que en su propio egoísmo y a que no
esperase otra cosa que los triunfos de su propio poder. El stalinismo trató de anexionar a la gran Rusia todas las
hazañas realizadas por el genio de otras naciones. Declaró que era un crimen que los rusos abrigasen
pensamiento alguno sobre la grandeza, pasada o presente, de cualquier otra nación —el "homenaje servil a la
civilización occidental" — y un crimen que los ucranianos, los georgianos o los uzbekistanos no homenajeasen
servilmente a la gran Rusia. El propio Stalin, la desmañada, aunque temerosamente reverenciada, deidad del
Moscú de mitad de siglo, se alzaba como la encarnación de aquella gran Rusia, de su historia, su poder y su
genio.
VI
No puede haber duda alguna de que los elementos ilustrados del pueblo soviético se sentían oprimidos por el
aislamiento mental del mundo a que les sometía el stalinismo; y algunos de ellos reaccionaron con una
claustrofobia aguda. El aislamiento de Rusia retrocedía además hacia el pasado, y eso hacía tanto más insopor -
table el egocentrismo del stalinismo. En la era del socialismo en un solo país nada era más natural para el
comunista ruso que adherirse desesperadamente a su solitaria "ciudadela de socialismo". Pero varias "avan -
zadillas de socialismo" de menor tamaño se habían levantado mientras tanto en la Europa central y oriental; y la
revolución china estaba edificando otra gigantesca ciudadela en Asia. El sentimiento de aislamiento no podía por
menos de empezar a disolverse en Rusia. No obstante, el stalinismo, hasta el final, siguió excitándolo,
exacerbándolo y explotándolo al máximo.
La victoria del comunismo chino no hizo en seguida todo su impacto en Rusia. Durante años los ciudadanos
soviéticos habían leído en los periódicos informaciones sobre oscuras luchas de guerrillas en diversas partes de
China. Pero aquellos ruidos de una revolución remotamente iniciada no cambiaban a sus ojos la imagen del
mundo a que habían llegado a acostumbrarse. Y cuando, como de improviso, la revolución china dejó lo que
parecía su lento avance agazapado y se alzó para su carrera de Maratón, y cuando el viejo orden de China se vino
abajo con estrépito, el acontecimiento fue tan inesperado en su magnitud que pareció casi incom prensible e
irreal.
Antes de la revolución china la mayoría de las adquisiciones de guerra y postguerra de Rusia eran aún
tenues. Los nuevos regímenes comunistas de la Europa oriental eran sólo ganancias limitadas y loca les; y cada
uno de aquellos regímenes podía haber resultado una caña rota. Con Varsovia y Budapest, e incluso con Praga en
manos comunistas, el socialismo en un solo país y su mentalidad no habían llegado todavía a parecer cadáveres
sin enterrar. Pero la revolución china sacudió al mundo como no había sido sacudido desde 1917. La revolución
aportó al stalinismo un triunfo supremo; pero, en la copa de la victoria, mezcladas con el vino había unas gotas
de veneno. El triunfo del comunismo chino volvía ridículos algunos de los hábitos mentales stalinistas,
especialmente su egocentrismo y su autoadulación. China abrió de nuevo súbitamente las vistas de la revolución
internacional que había inspirado al bolchevismo en sus viejos días leninistas, y que más tarde parecían haberse
borrado sin esperanzas. Era como si el fantasma del primitivo bolchevismo se burlase del envejecido Stalin. Éste
se contrajo convulsivamente y trató de empujar a su partido aún más dentro de su concha rusa, en su espurio
orgullo y xenofobia de la gran Rusia. Durante algunos años, el único sonido que salía de Rusia era el tam-tam
ensordecedor de una chovinística propaganda oficial de la gran Rusia. El horizonte mental del stalinismo se
contraía del modo más patético precisamente cuando el comunismo estaba logrando una expansión material
nunca soñada.
En cierto sentido, los últimos años del stalinismo fueron tan de pesadilla como sus años medios. Es cierto que no
hubo ninguna de las volcánicas erupciones de terror que tuvieron lugar en la década de 1930. Al contrario, el
terror parecía haber perdido mucho de su ímpetu. Hasta el escándalo de los médicos del Krem lin, esto es, hasta
1953, no hubo el menor descubrimiento de conspiraciones siniestras en Moscú, ni cazas de traidores y enemigos
del pueblo, ni sábados de brujas comparables a los de 1936-38. Durante toda la fase final de la era de Stalin
solamente se "purgó" a un miembro del Politburó, Voznessenski, el jefe de la comisión de planificación estatal,
que desapareció repentina y silenciosamente, sin que se le llamase a arrodillarse y confesar sus crímenes en
público. Otros miembros del partido acusados de herejía o desviación sufrieron degradaciones más suaves, pero
escaparon a las formas extremas de castigo. Pero, aún así, la superficie exterior de la vida soviética fue aún más
monótona y más abrumadoramente uniforme que nunca; y esa su no mitigada monotonía fue casi tan atrozmente
dolorosa como las convulsiones y espasmos sangrientos de la década de 1930. Con el culto de Stalin en su
estúpido cénit, con todo pensamiento paralizado y congelado, parecía que la historia rusa hubiese llegado a una
inactividad espectral. Se trataba, desde luego, de una ilusión óptica: la apariencia de paralización ocultaba un
intenso movimiento.
VII
A finales del siglo pasado Friedrich Engels escribía acerca de los Estados Unidos de América:
Los americanos pueden esforzarse y luchar cuanto quieran, pero no pueden descontar su futuro —
colosalmente granae como es — como si se tratara de una letra de cambio: tienen que esperar la fecha de
vencimiento; y, precisamente porque su futuro es tan grande, su presente tiene que ocuparse principalmente
de trabajos preparatorios para el futuro, y ese trabajo, como en todo país joven, es de naturaleza
predominantemente material, y supone un cierto retraso de pensamiento...
Las palabras de Engels podrían aplicarse a fortiori a la Rusia de mediados de este siglo. El contraste entre
su progreso material y el retraso de su pensamiento ha sido su característica más llamativa. Pero los elementos
idealistas de la sociedad soviética no podían sino "esforzarse y luchar" en silencio, y tratar de "descontar" su
"colosalmente gran futuro". Una vez más mantenían la mirada fija en la visión de ese futuro, en aquellas "cunas
vacías que esperaban a niños aún no nacidos", de que hablara Herzen.
El único debate relativamente libre que tuvo lugar en la Rusia de mitad de siglo fue el referente a la "transición
del socialismo al comunismo". Para los extraños eso era escolástica extravagante sutilizando sobre dogmas
esotéricos; y, en parte, eso era en efecto. Pero a los enzarzados en la disputa, ésta les ofrecía una ocasión para
soñar en voz alta, para soñar en el día en que las pesadillas de hoy se hayan disuelto, cuan do el estado, con todos
sus terrores, pueda desaparecer finalmente, cuando las desigualdades sociales de la era de Stalin queden
superadas y cuando el dominio del hombre sobre el hombre sea sólo un recuerdo del pasado.
Ninguna otra nación moderna ha sido tan creadora ni ha derrochado tantas energías, hombres, ideas y sueños
como la Rusia contemporánea. A mitad de siglo, su cifra de nacimientos era probablemente más elevada que la
de casi todas las demás naciones occidentales; pero también lo era la de mortalidad. Incluso antes de la guerra,
por cada niño nacido en Nueva York nacían más de dos en Moscú. Pero por cada funeral en Nueva York había
casi dos en Moscú. Los rusos formaban, en consecuencia, una nación asombrosamente joven. Pero, durante la
era de Stalin las gentes jóvenes tenían poco tiempo para tomarle el gusto a la juventud y disfrutarla; pronto
tenían que cargar sobre sus hombros el peso de la austera madurez, y envejecían con horrible rapidez.
Hay en eso un símbolo del modo de vida stalinista, y de la producción de riqueza material y espiritual. El
gobierno había hecho construir miles de fábricas y minas en cada plan quinquenal. Diez mil fábricas fueron
destruidas o incendiadas durante la guerra, centenares de minas fueron inundadas, veintenas de ciudades fueron
arrasadas y tierras florecientes fueron convertidas en desiertos. Miles de nuevas escuelas y veintenas de
universidades se inauguraban en cada plan quinquenal; y, con un gran gasto para la sociedad, una generación de
personas inteligentes y educadas, de la que la nación más civilizada podría enorgullecerse, se formó en aquéllas.
Pero una proporción terriblemente alta de aquella nueva intelectualidad fue engullida por campos de
concentración que se abrían a la vez que las universidades. Los cerebros de los que se libraban de esa suerte eran
chafados y estultificaaos por la máquina burocrática que los absorbía. A mitad de siglo, en las escuelas soviéticas
de los diversos grados estaban siendo educados treinta y siete millones de personas. Tal conquista enaltece del
modo más extraordinario a un pueblo en el que hasta hace poco abundó el analfabetismo; y, en cualquier caso,
era una alentadora promesa para el futuro. Pero, ¿cuántos de los que recibían esa educación podían confiar en
que se les permitiría verdaderamente servir a la sociedad con sus cerebros?
Ninguna nación produjo en el pasado siglo tantas ideas de trascendencia histórica, tantas utopías de alcance
universal y tantas revoluciones llenas de ímpetu como Rusia. Pero en ninguna parte las ideas, las uto pías y las
revoluciones experimentaron tan cruel perversión. Por lo demás, la fertilidad de la mente rusa no quedó en modo
alguno agotada. En las ideas, lo mismo que en la población, el equilibrio entre la elevada cifra de los nacimientos
y la elevada mortalidad se ha mantenido a un nivel sin precedentes.
Y en todo el territorio había una multitud de cunas vacías.
LA COMPETENCIA SOCIALISTA 34
Los economistas y teóricos de todas las escuelas de pensamiento socialista coinciden en la denuncia de la
competencia capitalista y de los apologistas de su laissez-faire. Pero, por detrás de esa unanimidad en la
denuncia, se pueden discernir amplias diferencias de perspectiva y de argumentación, diferencias que se hacen
definitivamente manifiestas cuando una escuela socialista trata de mirar más allá de la sociedad capitalista, y
contestar a la pregunta de si también el socialismo es compatible con alguna forma de competencia. Las
diferentes respuestas dadas a esa pregunta reflejan amplias diferencias entre las diversas visiones y concepciones
del socialismo.
Quizá la más crucial controversia teorética sobre ese tema tuvo lugar entre Marx y Proudhon, hace más de un
siglo. Proudhon veía el socialismo esencialmente como una "asociación libre" de pequeños propietarios, de
productores independientes propietarios de sus propios medios de producción. Era natural que considerase la
actividad económica de una sociedad así en términos de competencia. El mal del capitalismo, decía Proudhon,
está en que concede al banquero y al industrial un monopolio de los medios de producción, y de ese modo
reduce al artesano y al campesino a la condición de esclavo asalariado. En tales condiciones, la competición
genuina, que presupone la igualdad y la libertad de los que toman parte en la misma, es imposible. La forma que
la competencia había asumido bajo el capitalismo era, pues, la antítesis hegeliana de la asociación y la
cooperación libres. El socialismo rompería el monopolio capitalista de los medios de producción; devolvería al
individuo sus instrumentos de trabajo y restauraría así el genuino papel de la competencia. Ésta dejaría de ser un
factor de ruptura y desintegración social y se convertiría en un factor de armonización; y el socialismo
representaría la síntesis final entre asociación y competencia. "La competición — escribía Proudhon — es tan
esencial al trabajo como la división del trabajo ... es necesaria para el advenimiento de la igualdad." Es inherente
a la naturaleza humana, y, en consecuencia, "no es cuestión de destruir la competición, una cosa tan imposible
como destruir la libertad; solamente hemos de encontrar su equilibrio..."
La perspectiva de Marx era esencialmente histórica. Replicaba a la argumentación de Proudhon afirmando
que la sociedad precapitalista apenas conocía actividad económica competitiva alguna. Los señores feudales se
habían enzarzado en toda clase de rivalidades políticas y militares, pero, por regla general, no se habían
enfrentado entre sí como competidores económicos, vendedores o compradores, porque su economía no se había
desarrollado en términos de relaciones de mercado. Ni tampoco los siervos campesinos (ni los esclavos en las
34
Foreign Affairs, abril de 1952.
economías basadas en el trabajo esclavo) compitieron mutuamente como trabajadores. Solamente cuando las
relaciones de mercado se extendieron y se hicieron universales, es decir, bajo el capitalismo, las distintas formas
de actividad económica asumieron un carácter competitivo. Ni siquiera el mismo capitalismo fue siempre
competitivo. En sus comienzos mercantilistas era monopolístico. Sólo con su crecimiento y consolidación, y con
el desarrollo de la industria moderna, el monopolio dio paso al comercio libre y a la competencia. Pero entonces,
la misma libre competencia, al concentrar progresivamente la riqueza en manos de pocos, tendió hacia el
monopolio. La actividad económica competitiva sólo fue, pues, característica de un período relativamente corto
en la historia del hombre; y Proudhon la proyectó erróneamente, desde ese período, al pasado y al futuro.
Marx no puso en cuestión el supuesto de que el impulso de emulación sea inherente a la naturaleza humana.
Se limitó a insistir en que tal impulso no debe ser confundido, ni aún menos identificado, con la competencia
económica. "La competencia económica es emulación para el beneficio." Dado que Marx, en contraste con
Proudhon, veía el socialismo como la abolición de la propiedad, no como una redistribución de ésta, y como una
asociación libre de productores que poseyesen colectivamente sus medios de producción, no como una
asociación de pequeños propietarios privados, él no podía ver en el socialismo lugar para el beneficio, ni, en
consecuencia, para la "emulación para el beneficio". "Competencia socialista" era para él una contradicción en
los términos; y ridiculizó la opinión de Proudhon sobre la "eterna necesidad de la competición".
De especial importancia para el tema de este artículo es la opinión de Marx sobre la competencia en cuanto
afecta a la clase obrera, esto es, la competencia entre los trabajadores mismos. En una de sus primeras obras, la
Ideología alemana, escribió: "La competencia hace a los individuos, no solamente a los burgueses, sino aún más
a los obreros, mutuamente hostiles, a pesar del hecho de que les reúna. Se lleva, pues, mucho tiempo el que esos
individuos puedan unirse". El obrero aparece en el mercado para vender su fuerza de trabajo, que se ha
convertido en una mercancía. En el mercado de trabajo compite con otros miembros de su clase; y esa
competición está gobernada por la ley de la oferta y la demanda. Cuando el mercado le es contrario, el obrero
disminuye el precio de su peculiar mercancía, acepta trabajar por salarios más bajos y durante más horas, y
obliga así a otros obreros a que hagan lo mismo. La competencia se desencadena también en el interior de la
fábrica y del taller: competición en intensidad y productividad de trabajo; y lo mismo ahí que en el mercado de
trabajo la brutalidad de la competencia depende del tamaño del "ejército de reserva de los parados". A través del
sindicalismo los obreros pueden refrenar y contener su propia' competición, pero no pueden aboliría. Todo el
desarrollo social y político de la clase obrera industrial no es sino una constante lucha de esa clase por combatir
el individualismo económico de sus miembros e imponerles la solidaridad frente a los patronos.
"Los individuos separados forman una clase — continúa Marx— sólo en la medida en que tienen que librar
una batalla común contra otra clase; en caso contrario, están mutuamente en términos de hostilidad como
competidores." Solamente en la medida en que los trabajadores superan su propia competitividad y se hacen
conscientes de su antagonismo más profundo y amplio con la clase capitalista, empiezan a actuar como eine
Klasse für sich, una clase para sí misma. No obstante, bajo el capitalismo nunca pueden escapar por completo a
la maldición de la competencia. No importa cuán grande sea la fuerza de su sindicato, toda crisis tiende a destruir
o a debilitar su solidaridad difícilmente ganada. Y, a través de todas las fases del ciclo, la competición prosigue
en el interior de la fábrica y del taller; y cada forma de salario tiene un efecto diferente en aquélla. El salario por
horas parece menos
lesivo para la solidaridad de los obreros que el salario por pieza, porque aunque pueda inducir a algunos
nombres a trabajar durante más horas, no les induce a sobrepasar a sus compañeros de trabajo mediante una
mayor intensidad del trabajo mismo dentro de un tiempo límite. El salario por pieza, por otra parte, actúa mucho
más fuertemente sobre el instinto competitivo del trabajador. ""Como la cualidad y la intensidad del trabajo
están aquí controladas por la forma del salario —escribe Marx en El capital— el salario por pieza registra
automáticamente la más ligera diferencia en la cualidad e intensidad del trabajo realizado." "Tiende a
desarrollar, por una parte, la individualidad del obrero, y con ella el sentimiento de libertad, independencia y
autocontrol de los trabajadores, y, por otra parte, su mutua competencia. El trabajo por pieza tiene, pues, una
tendencia, a la vez que a elevar salarios individuales por encima de la media, a hacer descender la media
misma ...El salario por pieza es la forma de salario más en armonía con él modo de producción capitalista." 35
Ni Marx, ni Engels, ni ninguno de sus discípulos intelectuales eminentes, como Kautsky, Plejanov o Lenin, han
trazado nunca un plan detallado de la sociedad del futuro. Todo lo más, han deducido ciertos rasgos generales
del socialismo, por inferencia a partir de su opuesto. Todos ellos han supuesto, explícita o implícitamente, que
los fenómenos económicos que veían como peculiares del capitalismo se desvanecerían con éste, o, en todo
caso, no perdurarían en la época del socialismo plenamente logrado. Salarios, beneficios y rentas representaban
relaciones sociales peculiares del capitalismo e impensables en el socialismo. Y lo mismo había que decir de la
moderna división del trabajo, especialmente la separación de trabajos intelectuales y manuales, y, finalmente,
aunque no menos importante, de la competencia.
35
El subrayado es del autor de este libro. Añadamos inciden- talmente que Marx distinguía con cuidado entre "productividad" e "intensidad" del
trabajo. Una más alta productividad resulta de la mejora en la maquinaria o en la organización del trabajo, y no tiene por qué indicar de una manera
necesaria un incremento en la explotación. Por su parte, la mayor intensidad de trabajo es resultado del mayor esfuerzo físico a que espolea al trabajador
el salario por pieza: viene a equivaler, pues, casi siempre, a una explotación incrementada.
La teoría marxista da por supuesto que los miembros de una comunidad socialista tendrán que realizar
ciertas funciones que en muchos aspectos serán similares a las realizadas por sus antepasados bajo el ca-
pitalismo o el feudalismo. En tocio orden social, los nombres tienen que producir para vivir. En todo sis tema
económico tiene que existir un cierto equilibrio entre la producción y el consumo. Toda sociedad, si ha de
librarse del estancamiento y de la decadencia, tiene que producir un exceso de bienes por encima de la suma
total de los necesarios para la conservación de los productores, el mantenimiento y la reposición del equipo
productivo, etc. Pero las relaciones sociales dentro de las cuales se realizan aquellas funciones son tan diferentes
en los diversos sistemas, que es inútil buscar denominadores comunes históricos y sociológicos de las mismas.
El producto sobrante toma en la economía capitalista la forma de renta, beneficio e interés; y eso determina todo
el modo de vida propio del mundo capitalista. En el socialismo, el producto sobrante, al pertenecer a la sociedad
como un todo, dejará de constituir un beneficio. La función de ese sobrante y su impacto en la vida social
deberán ser enteramente distintos de los que eran en el viejo orden, cuando la escala y el ritmo de la actividad
productiva de cualquier nación estaban normalmente determinados por el hecho de que esa actividad fuese o no
provechosa, es decir, produjese o no un beneficio a la clase capitalista. Del mismo modo, la emulación a que los
hombres puedan entregarse bajo el socialismo (o el comunismo) deberá tener poco o nada en común con la
competencia de sus antepasados. Bajo el capitalismo, los hombres compiten por beneficios o salarios. La
emulación socialista será económicamente desinteresada.
Quizá sea importante recordar la premisa mayor de ese razonamiento. En la teoría marxista originaria, el
comunismo (o socialismo) está asociado a un desarrollo de los recursos y capacidades productivas de la
humanidad superior al alcanzado por el capitalismo en su momento culminante. Marx y Engels sostenían que el
hombre no puede dar el salto "de la necesidad a la libertad", "de la prehistoria a la historia", o, por lo que ahora
nos interesa, de la competencia a la emulación, mientras tenga que consagrar la mayor parte de su energía
creadora a la satisfacción de sus necesidades materiales. A diferencia de algunos socialistas sentimentales, los
fundadores de la escuela marxista no tenían nada que oponer a la opinión corriente de que los mejores logros de
nuestra cultura y civilización han sido esencialmente obra de las "clases ociosas". Pero ellos creían que no estaba
muy lejos el tiempo en que el desarrollo tecnológico permitiera a la humanidad, como un todo, convertirse en
una única "clase ociosa", por así decirlo, siempre que la humanidad llegase a conseguir una nueva organización
social. En tiempos de Marx la jornada de trabajo en la industria era, por término medio, de doce horas; y Marx
saludó la introducción de la jornada de diez horas en Inglaterra como la primera gran victoria del principio
socialista. Para la mayoría de sus contemporáneos, la idea de una jornada de seis o siete horas parecía tan
fantástica como puede parecer ahora la de dos o tres horas. Sin embargo, al menos algunos norteamericanos
convendrían quizás en que si los Estados Unidos meramente mantuvieran el ritmo de su progreso tecnológico (y
a condición de que ese progreso no se convierta en un factor de destrucción y autodestrucción), la jornada de dos
o tres horas podría entrar en el reino de lo posible para el pueblo norteamericano antes de que termine el
presente siglo.
¿Cuáles son las implicaciones de semejante hipótesis? ¿Qué significaría para el pueblo norteamericano una
jornada laboral de dos o tres horas? Ciertamente revolucionaría su modo de vida y su perspectiva vital en una
medida casi inimaginable. En primer lugar, dejaría anticuada la heredada división del trabajo, especialmente la
separación del trabajo intelectual y el trabajo manual. Dejaría al trabajador físico el suficiente tiempo libre para
que pudiese adquirir la educación y entregarse a la actividad intelectual o artística que, con la actual división del
trabajo, solamente es accesible al trabajador intelectual. Por el contrario, incluso el artista o científico más
especializado podría realizar un trabajo físico durante dos o tres horas, sin que eso le apartase de su especial
orientación intelectual.
Era algo parecido a esa hipotética sociedad estadounidense de finales del siglo XX o comienzos del XXI lo
que Marx y Engels preveían cuando discutían las diversas fases de desarrollo del comunismo. Solamente a esa
luz es posible entender, por ejemplo, el siguiente pasaje, de optimismo casi explosivo, del Anti-Dühring de
Engels:
"Al hacerse dueña de todos los medios de producción, para utilizarlos de acuerdo con un plan social, la sociedad
pone fin a la anterior sujeción del hombre a sus propios medios de producción. No hace falta decir que la
sociedad no puede ser ella misma libre a menos que cada individuo sea libre. El viejo modo de producción
tiene, pues, que ser revolucionado de cabo a rabo, y, en particular, tiene que desaparecer la anterior di visión del
trabajo. El lugar de ésta será ocupado por una organización de la producción en la que, por una parte, ningún
individuo pueda hacer recaer en otras personas su parte en el trabajo productivo, esa condición natural de la
existencia humana, y en la que, por otra parte, el trabajo productivo, en vez de ser un medio para el
sometimiento de los hombres, pase a ser un medio para su emancipación, al dar a cada individuo la oportunidad
de desarrollar y ejercitar todas sus facultades físicas y mentales, en todas direcciones; en la que, en
consecuencia, el trabajo productivo pase a ser un placer en vez de una carga" (El subrayado es del autor de este
libro.)
Solamente en una sociedad así, con una moderna cornucopia industrial, esperaban Marx y Engels que el
trabajo productivo pudiera convertirse en una actividad social desinteresada y deportiva, y que la competencia
pudiera ceder su puesto a la emulación.
A la mayoría de los socialistas y sindicalistas de mentalidad reformista, esa perspectiva marxista del futuro les
ha parecido siempre o demasiado irreal o demasiado remota para ser tomada en serio. La suave música de
fondo romántica del marxismo ha provocado una respuesta en los revolucionarios, como testifica im-
presionantemente El estado y la revolución, de Lenin. Los reformistas han intentado encontrar, más empírica-
mente, un compromiso entre capitalismo y socialismo; y han tendido a proyectar al futuro ese compromiso, al
menos en aquellas raras ocasiones en que no han huido con horror de las generalizaciones sobre el futuro. Así,
los fabianos ingleses imaginaban que el socialismo heredaría la mayoría de las "categorías" económicas del
capitalismo y las "remoldearía" en vez de abolirías. Creían que la competencia de los trabajadores, esto es, su
competencia para las recompensas materiales, sería a la vez útil y necesaria a una economía socialista, como
ya antes de los fabianes había indicado John Stuart Mili. Pero mientras los ideólogos fabianos anhelaban
teoréticamente incluir la competencia en el futuro orden socialista, los sindicalistas, que se han inspirado
directa o indirectamente en aquéllos, se han interesado principalmente en eliminar o mitigar la competición de
los trabajadores dentro del orden existente. Los sindicatos de la mayoría de países se han opuesto
encarnizadamente, en un momento u otro, al progreso de la "regulación y organización científica del trabajo"
y a la introducción en la industria de innovaciones tales como el reloj registrador, el cuadro-registro de perso-
nal, etc. Antes de la primera guerra mundial, la Federación del Trabajo de los Estados Unidos denunció vehe-
mentemente la tentativa de los patronos de llevar a los trabajadores a una competición científicamente orga -
nizada, "suicida", en el taller. La Federación del Trabajo de los Estados Unidos convocó a sus seguidores a
resistir la embestida contra su solidaridad de clase, la embestida conducida por Frederick Winslow Taylor. El
sindicalismo norteamericano parece llevar ya mucho tiempo en paz con la "regulación científica"; pero el
viejo grito de batalla de la Federación del Trabajo de los Estados Unidos encontró eco en Europa, y ha re -
sonado en ésta durante décadas. En el transcurso de los años veinte y treinta, Taylor y taylorismo fueron, para
los obreros europeos, sinónimos de la peor explotación capitalista. En esa oposición a la "racionalización
técnica", la defensa de los intereses de los trabajadores y el miedo a que la organización científica del trabajo
tuviese por resultado un incremento del trabajo reiterativo, se han mezclado inevitablemente con una actitud
instintivamente conservadora hacia el progreso tecnológico. Cuanto más limitados fueran los recursos de un
país, y cuanto menores sus posibilidades de expansión económica y rápida absorción del trabajo reiterativo
por nuevas industrias, tanto más agudo ha sido el miedo de los trabajadores a su propia competitividad.
II
La "emulación socialista" de las décadas de 1930 y 1940 representaba solamente una primitiva aunque am-
plia aproximación de la industria soviética hacia el taylorismo y versiones afines de la organización científica
del trabajo. Es indudable que algunos centros de trabajo tecnológicamente avanzados llevaron a cabo complejos
experimentos en ese campo durante todo el período mencionado. Pero en la mayor parte de sectores de la
industria soviética el ritmo de progreso tecnológico fue al principio demasiado lento, y luego demasiado
desigual, la fuerza de trabajo demasiado inexperta y la dirección técnica demasiado obstaculizada por inter -
ferencias políticas y burocráticas como para que pudiera llevarse a la práctica en la mayor jparte de aquel
período una sistemática organización científica del trabajo. Hasta hace poco, no ha habido pruebas de un intento
más genuino de aplicar el taylorismo a escala masiva. Periódicos soviéticos especializados discuten esa tentativa
en un tono que sugiere que la dirección técnica soviética está roturando un terreno enteramente nuevo. Un aná -
lisis más atento parece mostrar que, a pesar de todas las pretensiones de originalidad, la URSS está todavía en
ese campo en un período esencialmente imitativo, ensayando difícilmente la adopción de métodos que en otras
partes son familiares desde hace mucho tiempo. El reloj registrador es todavía una innovación sorprendente.
Marca indudablemente una etapa importante en el desarrollo de la productividad industrial soviética.
Es perfectamente natural que las condiciones soviéticas impongan modificaciones, que hacen a la versión
soviética del taylorismo en parte menos y en parte más eficaz que su original norteamericano. De un modo
general, los obreros soviéticos compiten todavía por satisfacer las primeras necesidades vitales. Ese hecho tiende
por sí solo a hacer la competencia mucho más brutal que la que puede afectar a una clase obrera que vive en un
país capitalista pero goza de un nivel de vida más alto. El hecho de que los sindicatos soviéticos, o los cuerpos
que llevan ese nombre, lejos de refrenar la competición hacen lo posible por espolearla, trabaja en la misma
dirección. Una competencia demasiado feroz entre trabajadores no conduce en modo alguno a una organización
científica. Y tampoco el acostumbrado énfasis soviético en la cantidad de producción (tan a menudo nocivo para
la calidad de la misma) es conveniente para la dirección científica o la planificación racional de los procesos
laborales.
Por el contrario, la industria soviética extrae ciertas ventajas excepcionales de la circunstancia de que es de
propiedad pública y está centralizada. No está estorbada por intereses creados ni por prácticas restric tivas. En
ella es fácil — o, al menos, debería serlo — que cualquier innovación acertada en la organización científica del
trabajo se extienda, sin resistencia ni demora indebida, a todos los sectores de la industria en los que pueda tener
aplicación. Cualesquiera que sean las otras especies de secreto que puedan ser características de los soviets, el
secreto comercial interno no es una de ellas. No hay empresa o trust soviético que pueda tener un motivo sólido
para conservar en exclusivo secreto sus experiencias y sus éxitos; y el común depósito central de las experiencias
en tecnología y organización es una ventaja decisiva.
Todavía en otro aspecto el clima de la industria soviética favorece el taylorismo soviético. El miedo a quedar sin
empleo no acosa nunca al obrero soviético, sean los que sean los otros miedos que puedan afectarle. Las
prácticas restrictivas de mano de obra le son virtualmente desconocidas. La movilidad vertical, para emplear el
término norteamericano, es muy grande. En una sociedad que avanza con esfuerzo e inquebran table decisión por
el camino de su revolución industrial, al que no pone límite alguno, las posibilidades de promoción que se abren
ante los obreros son prácticamente ilimitadas, o únicamente limitadas por el miedo a la responsabilidad que
crece con la promoción. Nada hay que recomiende al obrero especializado no hacer partícipe de su propia
pericia al no veterano o al aprendiz; y es mucho lo que le anima, e incluso le obliga a hacerlo así. Una de las
obligaciones características que aparecen de modo destacado en todos los contratos es que la experiencia en la
dirección y la ejecución del trabajo ha de ser generosamente ofrecida como propiedad común.
Es bastante difícil calibrar el efecto de los incentivos y disuasivos no materiales de los que se hace amplio
uso en la "competencia socialista". Las recompensas al trabajador eficiente incluyen condecoraciones oficiales,
publicidad, reputación social. Los no eficientes han de ver su nombre escrito en la pizarra sobre el banco de
trabajo. El que las distinciones favorables o las listas negras consigan el efecto perseguido depende en buena
medida de la moral del medio que rodea al obrero. Si el personal de la fábrica al que éste pertenece está des-
contento o resentido, lo probable es que el elogio y los honores oficiales aislen al stajanovista. Pero es imposible
decir cuál es el estado de ánimo que prevalece en la base de la pirámide industrial. Por regla general, el
stajanovista recibe los premios morales junto con los materiales, y unos y otros realzan mutuamente su respec-
tiva eficacia.
Debemos considerar finalmente otro aspecto de este problema, un aspecto puramente político. Ya hemos citado
las palabras de Marx en el sentido de que la competencia hace mutuamente hostiles a los individuos, "no
solamente a los burgueses, sino aún más a los obreros". El mismo Marx continúa diciendo: "De ahí que se
necesite mucho tiempo para que esos individuos puedan unirse ... Un poder organizado que se enfrente a esos
individuos aislados, que viven en relaciones que reproducen diariamente su aislamiento, solamente puede ser
superado al cabo de largas luchas. Pedir lo contrario equivaldría a pedir que la competencia no existiese' en esa
época de la historia, o que los individuos desterrasen de sus mentes unas relaciones sobre las que, en su
aislamiento, no tienen control alguno". En otras palabras, la competencia tiende a atomizar políticamente a la
clase trabajadora, y a impedir que se organice y utilice su fuerza para sus propios fines. Aquí se encuentra quizás
una clave — a buen seguro, sólo una entre muchas— del carácter políticamente amorfo de la clase obrera rusa en
las últimas décadas, una condición que contrasta fuertemente con la iniciativa y vitalidad política, con la
capacidad organizadora de los obreros rusos bajo el zarismo. La nueva generación de obreros soviéticos
conserva de su origen campesino un individualismo residual al que la "competencia socialista" sobrepone una
nueva tendencia individualista. Al tener que competir el obrero soviético, con la máxima frecuencia, por las
primeras necesidades de la vida, su individualismo competitivo ha asumido formas extremas, dificultándole el
desarrollo de su propia personalidad política. El individualismo económico primitivo en el obrero es, para-
dójicamente, una de las precondiciones esenciales para la uniformidad colectivista stalinista, tan esencial como
el terror político, si no más. La emulación socialista, al ser meramente competencia — con otro nombre, la lucha
de todos contra todos —, hace a los trabajadores mutuamente hostiles y "aislados los unos de los otros". Los
trabajadores viven en relaciones que reproducen diariamente su aislamiento. Su energía, políticamente informe e
indiferenciada, puede fácilmente ser canalizada en los moldes dispuestos por un partido único. Ellos trabajan y
construyen nuevas ciudades, y dan vida a desiertos, y libran batallas que sacuden el mundo; pero, como la mayor
parte de la humanidad, son meramente el objeto de la historia. Solamente al cabo de largas lu chas pueden
convertirse en algo más. "Pedir lo contrario equivaldría a pedir que la competencia no existiese en esa época de
la historia"; o bien, que los trabajadores soviéticos "desterrasen de sus mentes unas relaciones sobre las que, en
su aislamiento, no tienen control alguno."
Poco antes de su muerte, el propio Stalin, en sus Problemas económicos del socialismo en la URSS, ofreció
una revisión virtual de los logros sociales de la URSS en la era de Stalin. Apuntaba allí a su modo no sola mente
a la grandeza, sino también a la naturaleza contradictoria de tales logros. Ahora nos es dado leer aquel ensayo
como el testamento político de Stalin. El siguiente artículo, escrito y aparecido antes de la muerte de éste, analiza
algunas de sus ideas. No es necesario ser un devoto del culto a Stalin para reconocer en su última obra publicada
un importante documento político, a pesar de su característico estilo dogmático y escolástico.
Los Problemas económicos del socialismo en la URSS contienen tres diferentes líneas de argumentación:
una enunciación dogmática; un examen de los más importantes problemas económicos y sociales; y sugerencias
de política práctica. Todos esos aspectos están íntimamente interconectados, y, así, el examen de los problemas
actuales y las sugerencias para una política futura no pueden ser adecuadamente entendidos sin prestar alguna
atención a puntos dogmáticos.
Stalin escribió su artículo (y las cartas adjuntas, dirigidas a diversos economistas soviéticos) en conexión con
una discusión que tuvo lugar, en noviembre de 1951, sobre el contenido de un libro de texto de economía
política. Sus observaciones se consagran principalmente al tratamiento concedido en el texto a la "transición del
socialismo al comunismo". Durante algún tiempo esa "transición" ha estado en el centro de las discusiones
teoréticas y de la propaganda cotidiana. El eslogan hace referencia a la conocida distinción, trazada por Karl
Marx en su Crítica del Programa de Gotha, entre las "dos fases" del comunismo, la "inferior", o socialista, y la
"superior", o propiamente comunista. Durante muchos años ha sido un canon virtual del stalinismo que la Unión
Soviética ha completado ya la construcción del socialismo. Así ha quedado puesto casi automáticamente el
problema de la transición al comunismo. Recientemente, la discusión de los modos y medios, y del tempo de la
transición, ha tendido a hacerse específica, y han empezado a aparecer diferencias de opinión. ¿En qué fase de la
transición se encuentra actualmente la Unión Soviética? ¿Cuáles son las perspectivas inmediatas? ¿Cómo puede
ser acelerada y facilitada la transición? Tales han sido las cuestiones debatidas.
Inevitablemente, un aire de irrealidad ha envuelto buena parte de la discusión, aun cuando sólo sea porque su
primera premisa — la consecución del socialismo — es en sí misma completamente irreal. Los críticos marxistas
de Stalin han preguntado muchas veces cómo puede el sistema económico soviético ser descrito como socialista,
siendo el nivel de vida de los pueblos soviéticos notoriamente bajo, mucho más bajo que el alcanzado en los
países capitalistas de Occidente. ¿Es el socialismo compatible con una creciente desigualdad económica? ¿Es
compatible con la masiva acción coercitiva del estado? Stalin ha hecho en el pasado todo lo posible por eludir
alguna de esas preguntas, y por contestar otras en términos de doctrina marxista. Ha argumentado que la
desigualdad económica está justificada y es inevitable en el socialismo, como indicó claramente Marx al
establecer la distinción entre las dos fases del comunismo. Stalin ha observado además que la desaparición del
estado (es decir, de la acción coercitiva del gobierno), esperada por los fundadores del marxismo, solamente
podría darse en una comunidad internacional socialista, no en un estado socialista singular y aislado. Pero Stalin
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Soviet Studies, abril de 1953.
y sus seguidores han eludido cuidadosamente toda comparación realista entre los niveles de vida soviético y
extranjeros, porque les era políticamente imposible admitir que el de la Unión Soviética continúa siendo más
bajo que el del Oeste capitalista.
La pretensión de que la Unión Soviética ha alcanzado el socialismo se basa en la opinión de que la
nacionalización de los medios de producción y el predominio de la economía dirigida constituyen por sí mismos
el socialismo, independientemente de lo desarrollados o subdesarrollados que estén los recursos económicos del
país en cuestión, de la elevación mayor o menor de su nivel de vida y del grado de coerción estatal que padezca
el país. No obstante, e incluso a la luz de esa simplificada definición, el carácter socialista de la economía
soviética tiene que aparecer todavía dudoso. Si bien la industria soviética puede decirse que se conforma a la
definición, la agricultura, incluso después de la colectivización, ha representado un tipo de economía mixta. La
tierra, en estricto derecho, ha sido siempre propiedad nacional desde 1917, aunque ese hecho legal, aún hoy,
apenas ha llegado a hacerse parte del pensar y la actitud del campesinado hacia la tierra. La Constitución y los
estatutos del koljós garantizan el uso perenne de la tierra a las granjas colectivas, y el de pequeñas parcelas
privadas a miembros particulares. Las estaciones de tractores son propiedad del estado, que es igualmente el
encargado de su operación. El ganado, el instrumental y los edificios son propiedad colectiva o privada. El koljós
tiene la posesión de la cosecha; y, después de haber cumplido sus obligaciones con el estado, es libre de
venderla. Los distintos miembros del koljós son libres de llevar al mercado los productos de su parcela privada y
aquella parte de la cosecha colectiva que les es asignada. La agricultura colectiva representa, pues, como
máximo, un sector se- mi-privado y semi-socialista de la economía. Sin embargo, oficialmente ha sido etiquetada
de socialista, para justificar la pretensión de que el socialismo ha sido ya establecido en toda la economía
soviética.
Esa errónea representación del aspecto social de la agricultura soviética ha producido muchas equivocaciones
doctrinales. El artículo de Stalin se ocupa de algunos de los efectos de esa equivocación. No se trata meramente
de una cuestión de dogma, porque el dogma trasciende de los límites de la política práctica y de la experiencia
administrativa. Desde que se proclamó el canon sobre la consecución del socialismo han aparecido nuevos
cuadros de economistas, administradores y planificadores. Algunos de éstos han recibido una sólida cimentación
en la teoría económica clásica marxista. En sus mentes, las proposiciones doctrinales de esa teoría han chocado a
menudo con el canon stalinista. Esos "cuadros jóvenes" tienen sobre los bolcheviques de una generación anterior
la ventaja de que, al salir de la escuela, se han sumergido directamente en una amplia, complicada y rápidamente
expansiva economía planificada, en la que podían someter académicamente as nociones adquiridas de la teoría
marxista a la prueba de los hechos de la vida. Más pronto o más tarde — quizá más bien lo segundo — podían
hacerse capaces de enriquecer la teoría a la luz de su experiencia sin precedentes, y contribuir de ese modo a la
superación del actual estancamiento y decadencia del pensamiento económico marxista. No obstante, hasta ahora
ellos mismos han sido víctimas de la manipulación burocrático- eclesiástica de la teoría económica. Stalin trata
ahora de liberarles de algunos de los malos efectos de dicha manipulación, y a su vez les expone a una
manipulación nueva.
El joven economista o administrador que acepta el canon sobre el carácter socialista de la economía tiene que
sentirse perplejo ante muchos aspectos de la política soviética. Se pregunta, por ejemplo, por qué unas granjas
"socialistas" comercian con sus productos, y por qué persisten bajo el socialismo relaciones de mercado. Si ha
leído con cuidado el famoso pasaje de la Crítica del Programa de Gotha de Marx (ese pasaje al que tantas veces
se hace referencia, en el que Karl Marx traza la distinción entre las dos fases del comunismo), tiene que haber
notado que el fundador del marxismo insiste en que, incluso en la "fase inferior del comu nismo", "los
productores no canjean sus productos", y en que ya no existen distinciones de clase "porque todo el mundo es
únicamente un obrero". Si el presente sistema soviético representa el socialismo, se sigue que la distinción entre
campesino y obrero debería haber perdido sentido, y el miembro del koljós sería un obrero ni más ni menos que
el trabajador industrial. El comercio del koljós y los mercados del koljós habrían quedado relegados, como
anacronismos, a un museo de antigüedades. De tales razonamientos se ocupa Stalin en su artículo. Una salida de
la confusión sería admitir que la economía soviética está todavía a medio camino entre el capitalismo y el
socialismo, y ni siquiera desprovista de rasgos de relaciones precapitalistas. Pero la ortodoxia stalinista no puede
permitirse una admisión como ésa.
A un nivel más teorético el problema se formula del modo siguiente: la ley del valor, en el sentido marxista,
¿opera en el socialismo? En la teoría marxista, la ley del valor está vinculada exclusiva e inseparablemente a la
economía de mercado en sus variedades pre-capitalista y capitalista. La misma noción del valor (es decir, del
valor de cambio, a diferencia del valor de uso) no existe fuera de la producción para el mercado, del intercambio
de mercancías y del comercio. Por definición, no hay lugar para ella en una economía socialista, porque en el
socialismo se espera que la comunidad meramente distribuya y reparta su producción social: se espera que los
miembros de la comunidad produzcan para el depósito común y tomen de éste lo que han de consumir, sin
canjear entre ellos sus propios productos. No hay lugar para la compra y la venta, ni para el comprador y el
vendedor. En la Unión Soviética, sin duda, se compra y se vende de muy diversas formas, incluyendo formas
que normalmente se asocian al mercado negro. El joven economista soviético recuerda la fantástica inflación de
precios en los mercados del koljós durante la última guerra y los primeros años de la postguerra. Recuerda la
depreciación del rublo, que obligó al gobierno a la drástica reforma monetaria de la postguerra. La teoría
marxista le ha explicado el dinero como el reflejo o encarnación del valor, que aparece y desaparece de la
existencia junto con el canje de mercancías. ¿Cómo adaptar, pues, la existencia del dinero, para no hablar de los
irracionales movimientos de su valor, en el cuadro de una economía socialista?
Stalin trata de adaptar esos fenómenos al cuadro teorético. Como tiene que insistir en el carácter socia lista de la
economía soviética, y, al mismo tiempo, en la ortodoxia marxista de sus opiniones, se ve obligado a ensayar la
cuadratura del círculo. Trata de probar en términos de teoría marxista clásica algo que en esos términos es un
absurdo, a saber, que la ley del valor continúa operando bajo el socialismo. Es, desde luego, posible sostener esa
última opinión, y algunas escuelas de pensamiento socialista la han sostenido. Pero expresarla coherentemente
en términos de la teoría de Karl Marx es tan poco posible como lo sería pretender, en términos de la astronomía
de Copérnico, que la tierra es plana.
II
Detrás del dogma escolástico manufacturado se vislumbran serios problemas prácticos. Hemos hecho men-
ción de los nuevos cuadros de economistas y administradores a los que se dirige Stalin. Así ve él a esos cuadros:
"Podría decirse que todo lo que se ha enunciado aquí es correcto y conocido de todos, sin contener nada
nuevo, y que, en consecuencia, no hay necesidad alguna de perder el tiempo en repetir verdades obvias. Desde
luego, no hay nacía nuevo en todo esto, pero sería incorrecto pensar que no vale la pena dedicar un tiempo a
repetir alguna de las verdades que nos son familiares. Nosotros, el núcleo dirigente, recibimos cada año la
aportación de miles de jóvenes de los nuevos cuadros, que arden en deseos de ayudarnos y ponerse a prueba,
pero que no tienen suficiente educación marxista y no saben muchas de las cosas que nosotros conocemos... Les
impresionan y aturden los colosales logros del poderío soviético, los extraordinarios éxitos del régimen
soviético, y empiezan a imaginar que el poderío soviético puede "hacerlo todo"... Algunos camaradas dicen que
el partido actuó incorrectamente cuando al tomar el poder y nacionalizar los medios de producción en nuestro
país, conservó la producción de mercancías."
Es muy posible que Stalin exagere con demasiada crudeza el candor de los "jóvenes cuadros" y disponga así
imaginarias cabezas de turco a las que es fácil ridiculizar en la controversia. Es difícil creer que los "jóvenes
cuadros" ignoren el experimento del comunismo de guerra, que no fue sino un abortivo intento bolchevique de
abolir la economía de mercado. Cualquiera que sea la verdad, Stalin no deja duda alguna en cuanto a que en los
grupos gobernantes soviéticos se ha hecho sentir recientemente una presión en favor de la abolición de las
relaciones de mercado. Como esas relaciones han tenido su base principal en la estructura de la agricultura, en el
carácter semi-privado de ésta, la presión ha ido dirigida a una más radical transformación de la agricultura, hasta
su absorción en la economía nacionalizada.
La actual estructura del sistema de koljós está caracterizada, como hemos visto, por un elaborado e inestable
equilibrio entre intereses privados y colectivos. Los intereses privados han tendido a sobrepasar los límites
prescritos; y el gobierno se ha esforzado en imponer y mantener la prioridad del interés colectivo. En ese duro
tirar en direcciones opuestas se ha alterado el equilibrio, unas veces hacia un lado y otras hacia el contrario.
Durante la guerra última, cuando el llamado "millonario del koljós" era el héroe del día, los intereses privados
ganaron obviamente mucho terreno. La reforma monetaria de la postguerra, al confiscar las "fortunas" hechas en
el mercado del koljós, hizo inclinar la balanza del lado de los intereses colectivos; y el mismo efecto ha tenido la
reciente fusión de koljoses en unidades más amplias. Ahora está claro que dicha fusión se decidió al cabo de una
aguda controversia que había escindido al Politburó desde 1948-49. Al parecer se abogó por medidas más
extremas tendentes a la supresión de los intereses privados. Sabemos que Jruschov propuso la formación de
"agrociudades", y también se consideró la abolición de los residuos de economía privada en el interior del koljós.
Ahora se insinúa vagamente que Voznessenski, que fue cabeza del Gosplan. y miembro del Politburó, apadrinó
la sugerencia de políticas más extremas ("aventureras") orientadas no meramente a la restricción de los intereses
privados dentro de las granjas colectivas, sino al paso de la agricultura de la colectivización a la "socializa ción".
Es imposible decir si ocurrió realmente así, porque sólo se permitió airear sus opiniones a uno de los partidos de
la controversia; y, como Stalin y sus asociados se han mostrado a veces en el pasado perfectamente ca paces de
alzarse con las ropas de los bañistas adversarios, puede ser incluso que la política ahora adoptada fuese la
originariamente expuesta por el excomulgado Voznessenski. Sea cual sea la verdad, el caso es que, después de
un momento de vacilación acerca de las medidas más extremas, el grupo gobernante las rechazó, sobre la base de
que un bouleversement de la agricultura produciría una perturbación económica y política mayor de lo que la
Unión Soviética podía permitirse por el momento.
Subsiste no obstante el problema de la economía de mercado, o, más específicamente, del koljós. La
economía de mercado, como observa Stalin, tiende a entrar en conflicto con las necesidades de la planificación
central. Introduce un muy considerable elemento de "espontaneidad" e impredecibilidad en un campo que, aun
sin ese elemento, sería relativamente imprescindible. En el curso de casi un cuarto de siglo la agricultura ha
esquivado la planificación. De los objetivos señalados a la producción de grano o a la cría de ganado, pocos han
sido ' alcanzados. Ningún entendido, dotado de mentalidad crítica, ha podido dudar nunca que la contradicción
entre los elementos de planificación y los de economía de mercado constituye la mayor grieta abierta en la
economía soviética. Hasta hace poco tiempo los escritores stalinistas negaban o descartaban con expli caciones
esa contradicción; pero, ahora, Stalin ha dirigido sobre la misma los proyectores. En su carta a L. D.
Yaroshenko, escribe:
"Es, pues, tarea de los cuerpos rectores indicar en el momento oportuno las contradicciones, y tomar a tiempo
medidas para su superación.,. Eso es aplicable sobre todo a fenómenos económicos como el de la propiedad de
grupo en la agricultura colectiva, y el de circulación de mercancías. Desde luego, ahora las utilizamos con éxito
para el desarrollo de la economía socialista ... Indudablemente serán también beneficiosas en el futuro más
inmediato. Pero constituiría una ceguera imperdonable no ver que al mismo tiempo esos fenómenos están ya
empezando a operar como un freno en el poderoso desarrollo de nuestras fuerzas productivas, en cuanto que
estorban la planificación el estado tendente a encuadrar la totalidad de la economía nacional, especialmente la
economía rural. No puede haber duda alguna de que cuanto más adelante llevemos nuestra empresa, tanto más
operarán aquellos fenómenos como freno del desarrollo continuo de las fuerzas productivas de nuestro país. En
consecuencia, es tarea nuestra liquidar esas contradicciones por vía de una gradual transformación de la propie -
dad del koljós en propiedad nacional, y por medio de una gradual sustitución de la circulación de mercancías por
el intercambio de productos."
Debe subrayarse que Stalin describe no solamente los intereses privados del koljós, sino incluso la "pro-
piedad de grupo" del koljós, como freno de la planificación. Y prevé que probablemente el "freno" operará más
poderosamente en el futuro, y ve la solución eventual en la completa asimilación de la agricultura a la industria
socializada. Si se dejase intacta la estructura actual, dice, el conflicto entre planificación y relaciones de mercado
podría asumir formas críticas. Es ése un diagnóstico indudablemente realista, y sería un error ver en el mismo un
síntoma de debilidad económica soviética. Todo lo contrario, solamente sobre el fondo del asombroso
crecimiento del poderío económico soviético en los últimos años podía ser formulado tal diagnóstico y haberse
presentado el problema al que aquél se refiere.
A pesar de su enorme faux frais material y humano, la economía planificada soviética ha conseguido un
elevado grado de consolidación. Su base y su volumen han crecido con la continua revolución industrial, con la
expansión de las capacidades productivas y de las reservas de mano de obra especializada. La experiencia
acumulada a lo largo de un cuarto de siglo tiene por resultado la mejora en las técnicas de planificación. Pero
cuanto más firmes son los cimientos en que se apoya la economía planificada y cuanto mayor es su dinamismo
expansivo, antes tiene que tropezar con los límites que le imponen las relaciones de mercado, y tanto más fuerte
ha de ser su tendencia a eliminar del sistema la "espontaneidad" anárquica. Tampoco aquí se trata meramente de
un principio económico abstracto. La cuestión práctica que está en juego es el ajuste de la agricultura al
desarrollo industrial. El abastecimiento de comida a la rápidamente creciente población industrial y la
redistribución geográfica de los centros productores de alimentación, para la adaptación de los mismos al
cambiante mapa industrial del país, han resultado crónicamente inadecuados. Esas desproporciones, caso de
persistir, retardarían o incluso llegarían a detener la expansión industrial. A medida que la economía soviética
como un todo, y especialmente su sector industrial, se hace más fuerte, más aparece como una fuente de
debilidad la condición actual de la economía soviética.
Ése es el tema central que se encuentra tras el examen staliniano de la economía soviética. Pero también aquí
hay consideraciones dogmáticas que se superponen al análisis realista. Lo que Stalin ha descrito es, en términos
marxistas, una "contradicción entre fuerzas productivas y relaciones productivas", una contradicción inherente a
toda sociedad de clases, incluida cualquier sociedad que pueda estar en transición del capitalismo al socialismo.
Para el marxista, tal contradicción es impensable en el socialismo. "Relaciones productivas" no significa otra
cosa que las relaciones de propiedad que prevalecen en una sociedad dada, y las correspondientes conexiones
mutuas entre las clases y grupos sociales. La "contradicción entre fuerzas productivas y relaciones productivas"
es, en otras palabras, el conflicto entre las necesidades del desarrollo económico y las relaciones de propiedad
establecidas. Bajo el capitalismo se da el conflicto constante — patente o latente— entre la propiedad privada de
los medios de producción y la interdependencia social de los productores, o, más, en general, el carácter social
del proceso productivo. Solamente la propiedad social de los medios de producción puede, según la doctrina
marxista, resolver el conflicto entre fuerzas productivas y relaciones productivas. En la medida en que la pro -
piedad privada (o "de grupo") predomina en un vasto sector de la economía soviética (la agricultura) el conflicto
persiste, aunque en una forma nueva.
Ese conflicto constituye un desafío más al cuadro aceptado del "socialismo" soviético. En consecuencia, o se
proclama que ese socialismo es un mito, o hay que declarar que la contradicción entre fuerzas y relacio nes
productivas, lejos de ser solamente una característica de sociedades pasadas, continúa siendo también un rasgo
del socialismo. Deferente con un canon de propia elaboración, Stalin afirma de hecho que aquella contradicción
será siempre inherente a la sociedad humana. Hay que suponer que en esa fórmula pone Stalin algún sentido
nuevo, que tiene poco en común con el marxista, porque en caso contrario su conclusión sería que bajo el
socialismo y el comunismo las necesidades del desarrollo económico han de seguir chocando con las nuevas
formas de propiedad, esto es, con la propiedad social. Según ese modo de ver, la "contradicción entre fuerzas
productivas y relaciones
productivas" se transformaría en un elemento metafísico, eterno, de la historia del hombre.
La correspondencia de Stalin con los economistas pone de manifiesto que ese punto de su argumentación a
producido perplejidad incluso a gentes acostumbradas a aceptar con la debida reverencia toda palabra salida de la
boca de Stalin. El marxismo explica las revoluciones sociales como aquellos procesos violentos por los cuales las
relaciones productivas son puestas en línea con el desarrollo de las fuerzas productivas. Si hubiese que tomar la
argumentación de Stalin al pie de la letra, llegaría, pues, a implicar incluso la 'inevitabilidad" de nuevas
revoluciones en la sociedad soviética. Eso sería lo último que él habría intentado. sugerir, y así se apresura a
explicarlo en su carta a A. I. Notkin. Con su característico deseo de revestir cualquiera de sus movimientos con
los méritos de una absoluta "verdad" socialista, Stalin ha proyectado lo que es simplemente un conflicto que
aflige a la sociedad soviética de hoy, en la idea marxista de un socialismo y un comunismo plenamente logrados.
Ha puesto el dedo en un tema potencialmente explosivo y se ha apresurado a añadir que el tema no tiene nada de
explosivo, porque de una forma u otra es necesario que reaparezca en todas las etapas de desarrollo de la
humanidad.
III
A lo largo de su argumentación Stalin pone repetidamente el dedo en algún tema potencialmente explo-
sivo, y afirma luego que ningún tema puede ser explosivo en el sistema soviético, para insistir de nuevo,
olvidando dicha afirmación, en la naturaleza grandemente explosiva del tema en cuestión. Nos llevaría
demasiado lejos el seguir todos los recodos y giros escolásticos de sus razonamientos; un par de ejemplos
deben bastarnos.
La dicotomía entre el sector planificado de la economía y el mercado coincide aproximadamente con la
contradicción entre ciudad y campo en la Unión Soviética. Stalin empieza por negar el mero hecho de la
contradicción. El campo, dice, no está ya explotado por la ciudad como lo estaba bajo el capitalismo, y, en
consecuencia, no ha quedado "ni huella" de su anterior antagonismo. Lo que ha sobrevivido es una "diferencia"
entre ciudad y campo, no una "contradicción".
El crítico podría sentirse tentado a preguntar cuándo una "diferencia" se convierte en una "contradicción". El
campesino del koljós vende alimentos, el habitante de la ciudad los compra directamente o por medio de una
organización cooperativa o estatal. El vendedor aspira a vender caro, el comprador a com prar barato. Y eso no
deja de ser así aun cuando el estado, que actúa como intermediario, pague al cam pesino precios bajos y presente
al habitante de la ciudad precios altos por la comida. La "diferencia" entre el vendedor rural y el comprador
ciudadano es obviamente una "contradicción". La "diferencia" entre propiedad nacional y planificación estatal
(que prevalece en la ciudad) y propiedad privada o "de grupo" y relaciones de mercado (que prevalece en el
campo) es seguramente también una "contradicción": en caso contrario, la propiedad de grupo y las relaciones de
mercado no estorbarían la planificación. La distinción entre "diferencias" y "contradicciones" es meramente una
fórmula de escolasticismo burocrático destinada a ocultar la brecha que separa a los diversos sectores de la
sociedad soviética.
Pero eventualmente Stalin regresa a las realidades, y entonces descubre una vez más la brecha. Cuando alguno
de sus corresponsales le sugiere que podría ser aconsejable transferir las estaciones de tractores de la propiedad
estatal a la propiedad colectiva agraria, él argumenta contra tal propuesta de una manera enérgica y, en parte,
muy convincentemente. Se vale de dos argumentos. Afirma, en primer lugar, que el equipo técnico para la
agricultura (tractores y maquinaria pesada) tiene que ser constantemente renovado para que la agricultura pueda
avanzar al paso de la revolución industrial. Las granjas colectivas, continúa, no estarían en posición de financiar
su propio reequipamiento:
“¿Qué significa retirar cientos de miles de tractores de ruedas y reemplazarlos por tractores de oruga,
reemplazar decenas de miles de segadoras trilladoras anticuadas y producir nuevas máquinas para cultivos
técnicos? Eso implica gastos de miles de millones, que solamente empezarán a producir beneficios al cabo de
seis u ocho años. Sólo el estado puede tomar sobre sí gastos de ese volumen, sólo el estado puede afrontar las
pérdidas resultantes de la retirada de servicio del material anticuado y esperar seis u ocho años la eventual
compensación económica.”
Se nos dice, pues, que las granjas colectivas no están en posición de hacer las inversiones a plazo me dio
necesarias para la modernización periódica de su equino. Es ése un argumento algo especioso, puesto que la
capacidad financiera del koljós depende en gran medida de las políticas de precios y créditos del gobier no. Stalin
quizás quería decir que no podía confiarse en que el campesino hiciese la inversión y no que económicamente le
fuera imposible hacerla. Pero es más importante el segundo argumento de Stalin:
"Supongamos por un momento que hemos adoptado las propuestas de los camaradas Sanina y Venzher, y
hemos empezado a vender ... las estaciones de tractores a los koljoses. ¿Cuál sería la consecuencia?
"Los campesinos de los koljoses se convertirían en propietarios de los medios esenciales de produc ción. Se
encontrarían así en una posición excepcional, como ninguna unidad de producción disfruta en nuestro país, pues,
como es bien sabido, ni siquiera los grandes complejos nacionalizados son propietarios de sus medios de
producción. ¿Cómo podría justificarse esa posición excepcional, por qué consideración de progreso o mejora?
¿Podría decirse que tal situación conduciría a elevar la propiedad del koljós al nivel de propiedad nacional, que
eso aceleraría la transición de nuestra sociedad del socialismo al comunismo? ¿No sería más correcto decir que
eso no haría sino aumentar la distancia entre la propiedad del koljós y la propiedad nacional, y que no
aproximaría [nuestra economía] al comunismo, sino, al contrario, la alejaría de éste?
"El resultado sería, en segundo lugar, que la esfera de la circulación de mercancías sería ensanchada, porque
un número colosal de medios de producción agrícola se encontraría en la órbita de la circulación de mercancías."
En otras palabras, si los campesinos de los koljoses —socialistas, según se dice— fuesen los propietarios de las
estaciones de tractores, el resultado sería una enorme intensificación de los elementos antisocia listas en la
economía soviética. En eso Stalin tiene razón indudablemente. Pero, en passant, revela que después de más de
dos décadas de colectivización, la política soviética vis-á-vis del campesinado está todavía sometida al mismo
dilema: un campesinado empobrecido no produce suficientes alimentos y materias primas para la ciudad; pero
un campesinado que goce e incentivos materiales que aseguren una elevada producción, acumula propiedad en
una medida excesiva para la seguridad del régimen, y comunica a la economía de mercado un ímpetu peligroso
para el sector planificado de la economía. Entre líneas de la argumentación de Stalin acecha el miedo al kulak del
koljós. La idea de la transferencia de las estaciones de tractores a las granjas colectivas es probablemente algo
más que una ocurrencia de economistas. Es perfectamente natural que los campesinos más ricos dirijan miradas
codiciosas a las estaciones de maquinaria. La adquisición de éstas por dichos campesinos podría marcar el
principio del desarrollo de un capitalismo moderno en el campo ruso. Hay que lamentar que Stalin no haya dicho
aquí a sus corresponsales si lo que teme es una contradicción o una diferencia entre la ciudad y el campo; pero
no les ha dejado duda alguna en cuanto a que el partido continuará interponiéndose, con todo su poder, entre las
granjas colectivas y las estaciones de tractores.
IV
Los recientes escritos de Stalin permiten vislumbrar el movimiento de ideas que tiene lugar en los círculos
gobernantes de la Unión Soviética por detrás de la fachada semirreal y semiengañosa de uniformidad. Es ese
movimiento lo que diferencia a la Rusia de hoy de la Rusia de los últimos años treinta, que estaba, de pies a
cabeza, aturdida y petrificada tras el choque de las grandes purgas. Tal movimiento de ideas es reflejo de
presiones y aspiraciones sociales en conflicto, que ni siquiera un régimen monolítico está en posición de eliminar
para siempre. A pesar de los rígidos términos ortodoxos en que están formuladas las ideas, las actuales
discusiones están en algunos aspectos muy alejadas de las primeras controversias internas del partido
bolchevique, porque se centran en temas que se han presentado- a un nivel mucho más alto de desa rrollo
económico. Nuevas cuestiones reclaman respuestas nuevas, y el stalinismo está vitalmente interesado en
encontrarlas, aunque la ortodoxia le obliga a buscarlas dando rodeos y a formularlas con circunloquios.
Hoy, la principal de esas fórmulas "en circunloquio" para la discusión de problemas auténticos es la de la
"transición del socialismo al comunismo". Todas las opiniones se insertan en el mercado de dicha fórmula.
Como ésta se refiere a un estado de la sociedad futuro e hipotético, sanciona hasta cierto punto la exploración y
el pensamiento experimental, que estuvieron casi totalmente ausentes en la primera fase del stalinismo. Para el
estudioso de los asuntos soviéticos que haya seguido en el transcurso de los años las vio lentas campañas contra
uravnilovka (el igualitarismo), resulta fascinante ver cómo, en el curso de las argumentaciones sobre la
"transición", algunos economistas trazan cautelosamente, tímidamente, pero, a la vez, del modo más claro y
distinto, el cuadro de una sociedad que no esté ya afligida por la desigualdad económica que ahora prevalece en
la Unión Soviética. Ideas y nociones que no hace mucho tiempo estaban prohibidas, como herejías, parecen
regresar más o menos furtivamente en visiones del futuro, y recibir así una casi-rehabilitación. Las conjeturas
sobre el futuro suenan a veces a reflexiones acerca del presente; no es ésta la primera vez en que la utopía es o
una crítica implícita de la sociedad presente, o una evasión de ésta. Siendo como son las cosas en Rusia, son
inevitables ciertas reacciones súbitas y airadas de la autoridad contra los vuelos del pensamiento experimental.
No obstante, este particular sueño, el sueño sobre la fase superior del comunismo, ha obtenido licencia, e in cluso
aliento, oficial; y a veces el ciudadano soviético ha sido incluso llevado a creer que la "transición" no es algo
para sus "hijos y nietos", sino algo que su propia generación puede y debe conseguir.
Hay en todo eso algo profundamente paradójico. Por una parte, los actuales gobernantes de la Unión
Soviética exigen del ciudadano soviético una fe ciega en las instituciones y en la política soviética, y una piadosa
devoción a las mismas, tal como son. En ese aspecto, los dirigentes soviéticos son más conservadores que los
más conservadores de los gobiernos, porque ninguno de éstos exige de sus ciudadanos tanta fe y entusiasmo por
el orden establecido. Pero, por otra parte, el stalinismo inyecta también en el pueblo soviético la convicción
revolucionaria de que la mayoría de esas ensalzadas instituciones y políticas merecen ser desechadas o
radicalmente transformadas en la transición del socialismo al comunismo. De ese modo, el stalinismo se esfuerza
en imponer un estatismo a las mentes y el pensamiento del pueblo, y, al mismo tiempo, desea mantener en
movimiento esos pensamientos y mentes, en busca de nuevos mundos.
Stalin he hecho sonar ahora una nota de precaución. Ha advertido a los "cuadros jóvenes", seducidos por la
"fase superior", que la transición del socialismo al comunismo es un largo camino cuesta arriba. Hace años,
Stalin acostumbraba regañar a quienes hablaban de "leyes objetivas" que ponen límites a la acción del gobierno.
"No hay fortalezas que no puedan conquistar los bolcheviques", era entonces su eslogan. Añora regaña a quienes
ignoran las "leyes objetivas" de una economía socialista, o aspiran a modificarlas. Su insistencia en la validez de
leyes económicas en el socialismo tiene, con todo su turgente escolasticismo, una significación sintomática.
Cuando Stalin habla de modo tan enfático sobre las leyes objetivas y hace sus advertencias contra los
"aventureros económicos", aprieta los frenos de la política económica. Su invocación de las leyes económicas es
el sustituto del grito: ¡moderación!, ¡moderaciónl
"A nosotros — dice Stalin — la producción de mercancías y el comercio nos son hoy tan necesarios como lo
fueron, digamos, hace treinta años." Hace treinta años acababa de empezar la NEP; la agricultura estaba
repartida en veintitantos millones de granjas; y algunas industrias acababan de ser transferidas a una propiedad
capitalista. La evidente exageración de Stalin tiene un claro propósito "educativo". Equivale a una adver tencia
contra los experimentos precipitados en la agricultura y en la economía de mercado. En passant, Stalin ha hecho
su sorprendente revelación de que "algunos camaradas" — ¿se trata de Voznessenski una vez más?— han
abogado por la completa nacionalización de toda la agricultura. Stalin conviene en que la propiedad nacional o
social de toda la economía, incluida la agricultura, es la precondición del comunismo, que no conocerá la
economía de mercado ni el dinero. Pero da a entender que eso será un proceso muy prolongado, a completar
quizá solamente en aquel remoto futuro en que el capitalismo sea abolido en la mayoría de los países y hasta el
estado haya desaparecido. Explora dos métodos para la solución de los problemas de la agricultura y de la
economía de mercado. Rechaza la absorción directa de la agricultura por el estado, fundándose en su
impracticabilidad política y social; y presagia la extensión gradual de la planifica ción por una autoridad única a
ambos sectores de la economía, y para la distribución de los productos del campo.
En su artículo de fecha 1 de febrero de 1952, Stalin no va más allá de esa conclusión general. No especifica
cómo veía la extensión gradual de la planificación a la agricultura colectiva y a la distribución de sus productos.
En la carta a Sanina y Venzher, fechada ocho meses más tarde (28 de septiembre de 1952), presenta un proyecto
más especificado. El agricultor colectivizado, dice Stalin, no puede ser inducido a aceptar la propiedad social
mientras encuentre provecho en el comercio con los productos del campo. El gobierno no puede "abolir" éste,
pero tiene que ofrecer al campesinado algo más provechoso que el comercio, a saber, el intercambio directo de
productos del campo por bienes industriales, el intercambio de productos (produkto-obmen) en lugar del
intercambio de mercancías. Un modesto comienzo ha sido ya realizado con granjas especializadas en el cultivo
de plantas técnicas. El gobierno compra toda su cosecha y paga a los agricultores parte en dinero y parte en
bienes industriales. Tal práctica habría de extenderse gradualmente a otras granjas, y el dinero sería
gradualmente eliminado de las transacciones. Stalin apunta al factor limitador que impide una extensión en gran
escala de dicha práctica en un futuro próximo: el gobierno no está en posición de ofrecer a las granjas colectivas
bienes industriales que, por su cantidad y su surtido, les induzcan a abandonar el comercio. La clave de la solu-
ción ha de buscarse en la ciudad, no en el campo; pero la ciudad no la ha producido todavía. "Un sistema así —
escribe Stalin— requiere un enorme incremento en la producción de bienes que la ciudad suministra al campo, y,
en consecuencia, tendremos que introducirlo sin precipitación especial, solamente a medida que crezca la
producción urbana. Pero tenemos que introducirlo, incansablemente, sin vacilaciones, paso a paso, reduciendo
así la esfera de la circulación de mercancías..."
Como es habitual en Stalin, la seriedad de lo que dice crece cuando pasa de la teoría y el dogma a la po lítica
práctica. Lo que aquí presagia puede muy bien tener por resultado la reforma económica más impor tante
ocurrida en la Unión Soviética desde la colectivización de la agricultura. Puede decirse que, en pocas palabras,
esos pasajes contienen la eliminación gradual de la economía de mercado. A diferencia de la colectivización, se
encara la reforma como un proceso revolucionario, cuyo ritmo vendrá dictado por el paso de la industrialización
progresiva y la medida en que el crecimiento de la renta nacional soviética permita al gobierno simultáneamente
participar en la carrera de armamentos, seguir adelante con las inversiones masivas en la industria pesada e
incrementar rápidamente la producción de bienes de consumo, especialmente para el consumo rural. Sus
múltiples compromisos económicos y políticos pueden, sin embargo, obligar al gobierno a posponer la reforma
hasta un futuro indeterminado. Pero, incluso en las circunstancias más favorables, una reforma de esa especie re-
queriría una década o dos para su completa y feliz realización. Una gran abundancia de bienes de con sumo es
sólo una primera condición para su éxito. Quedan aún los imponderables, los hábitos mentales, las costumbres
sociales y los "prejuicios" económicos de los campesinos, todo lo cual tendrá que ser superado antes de que el
campesino acepte abandonar el mercado de koljós en beneficio del produkto-obmen. Aunque haya sido posible
llevar al mujik a las granjas colectivas y obligarle o inducirle a permanecer en ellas, ha resul tado hasta ahora
imposible hacerle perder su apego a la propiedad, como Stalin admite explícitamente. El individualismo
campesino ha sido encerrado dentro de ciertos límites, y sometido, pero no destruido. En una nación
extremadamente pobre, entre la miseria de las primeras décadas de colectivización, la propiedad y el comercio
han seguido siendo lo que ofrecía o prometía al campesino un relativo bienestar y seguridad. El mercado rural no
podrá empezar a desaparecer antes de que la economía dirigida pueda ofrecer al campesino un bienestar y una
seguridad mucho mayores. El modo prudente de abordar Stalin este problema parece, pues, justificado.
La nota de precaución es aún más audible en las "tres condiciones" de Stalin para la transición al comunismo.
Para decirlo con sus propias palabras: "para preparar la transición al comunismo en la realidad, y no meramente
en declaraciones, es necesario cumplir al menos tres condiciones esenciales preliminares" (subrayados míos).
Eso suena muy poco acorde con la palabrería que asegura que la sociedad soviética se encuentra ya en el proceso
de la transición. Las "tres condiciones" incluyen: (I) el continuo desarrollo intensivo de los recursos industriales
del país; (II) el lento y gradual ajuste de la agricultura colectiva al sector nacionalizado de la economía y la
abolición gradual del comercio;38y (III) la elevación de los niveles de vida y cultura, la reducción de la jornada
de trabajo "al menos" a seis, o, mejor, a cinco horas, la multiplicación por dos (otra vez “al menos”) de los
salarios reales y la extensión de la educación que permitiera la abolición de la contradicción entre trabajo
cerebral y trabajo manual. Como esa exposición apareció en vísperas del XIX Congreso del partido, indujo a los
comentaristas a esperar una inminente reducción de la jornada laboral, que, con ocho horas, es aún más larga de
lo que lo era en los años treinta. No obstante, el Congreso no ha reducido las horas de trabajo, lo que también
indica que las "tres condiciones" de Stalin se consideran como un programa a largo plazo.
Stalin ha tratado de dar a los "cuadros jóvenes" la medida de la gran distancia que separa a la sociedad
soviética del comunismo, y de indicar de qué modo podría acortarse esa distancia. Lo que en realidad ha
indicado es, en términos marxistas, la distancia que separa a la sociedad soviética no del comunismo, sino del
socialismo.
CUARTA PARTE
RUSIA EN TRANSICIÓN
EL CASO BERIA 39
La caída de Beria, anunciada el 10 de julio de 1953, marca el final de una fase muy determinada en la
evolución política de Rusia después de Stalin. Durante esa fase, que duró desde marzo hasta finales de junio, los
abogados de la reforma en el interior del país y de la conciliación en el extranjero estuvieron en auge, mientras
que los intransigentes del stalinismo y los "anti-apaciguadores" se vieron obligados a entregar una posición tras
otra.
La revuelta de Alemania oriental de los días 16 y 17 de junio de 1953 puso en juego un nuevo factor que hizo
retroceder a reformadores y conciliadores, y permitió a sus oponentes asestar un contragolpe, el primero desde la
muerte de Stalin. Una coalicion de los más diversos grupos, intereses y motivos se adelantó al primer plano con
el grito de batalla: ¡Basta de "liberalismo"! ¡Basta de apaciguamiento! ¡Basta de traición a la ortodoxia stalinista!
Para asombro del mundo, Beria, paisano, servidor, entusiasta biógrafo de Stalin, y, durante muchos años, su jefe
de policía, fue denunciado como archicalumniador del stalinismo.
El asunto Beria es indudablemente un incidente en la rivalidad personal entre los sucesores de Stalin.
Representa una etapa en el proceso por el cual un candidto al puesto vacante del autócrata puede esforzarse por
eliminar a sus competidores. Pero la rivalidad personal es solamente uno de los elementos del drama: y un
elemento, en sí mismo, de importancia secundaria. Más significativo es el conflicto de principios y de políticas
oculto tras el choque de las personalidades: el mundo tiene más interés en la política que en las personalidades
que han de resultar victoriosas.
Pasemos una breve revista a la tendencia de la política soviética desde la muerte de Stalin, para ver cuáles
son los principales temas que se encuentran en juego.
Desde marzo hasta mediados de junio de 1953 una reforma interna siguió a otra en continua sucesión. El
culto a Stalin fue virtualmente abolido. Estaba en marcha una campaña de "ilustración", destinada a hacer
38
"Es necesario, en segundo lugar, por vía de transiciones graduales, efectuadas con beneficio para las granjas colectivas y, en consecuencia, para
toda la sociedad, elevar la propiedad colectiva al nivel de propiedad nacional, y reemplazar la circulación de mercancías por el sistema de produkto-
obmen, también por vía de transiciones graduales, de modo que el gobierno central, o algún otro cuerpo directivo socioeconómico, pueda encuadrar la
totalidad de la producción social en interés de la sociedad."
39
Este ensayo fue escrito en junio de 1953, como apéndice a Rusia después de Stalin.
imposible que aquel culto fuese reemplazado por la adulación a cualquier otro jefe. La administración estaba
siendo revisada y obligada a salir de su bizantina rigidez totalitaria. Se decretó una amnistía bastante amplia. El
caso de los médicos del Kremlin fue declarado nulo. Los métodos inquisitoriales de la policía política fueron
francamente condenados. Se proclamó el gobierno de la legalidad. Se puso mucho énfasis en los derechos
constitucionales del ciudadano. Los periódicos pidieron casi abiertamente la abolición de la censura y del
control. (La Gaceta Literaria, por ejemplo, pidió francamente que se permitiese al teatro soviético disponer sus
propios asuntos sin interferencias desde el exterior, una demanda que nadie habría osado presentar durante la
época de Stalin, y que evidentemente constituía un ejemplo infeccioso para otros.) La necesidad de una
concepción "monolítica" fue implícita, y, a veces, hasta explícitamente puesta en cuestión casi a cada paso. Se
alentó la libre expresión de opiniones; y ya no se etiquetó al que detentaba opiniones no ortodoxas de enemigo,
traidor o agente del extranjero. Altos funcionarios fueron destituidos sobre la sola base de que abusaban de su
poder y obraban anticonstitucionalmente, y sin que se les atribuyera ninguna depredación o intento contra-
rrevolucionario. La relajación del método de gobierno supercentralizado pudo advertirse sobre todo en la se-
paración de los rusificadores de los altos cargos en Ucrania, Georgia y otras repúblicas periféricas de la Unión
Soviética. La rusificación fue enfáticamente negada. Junto con el cese de la incitación al antisemitismo, esas
novedades prometían un nuevo y esperanzador comienzo en el trato dado a las nacionalidades menores.
Por último, y no lo menos importante, el gobierno ordenó una revisión de los objetivos de los planes eco-
nómicos en marcha. Las industrias de consumo tendrían que elevar su producción. Un mejor nivel de vida y la
felicidad de las masas eran considerados, sin duda, como precondición vital del éxito de la nueva política.
Un nuevo espíritu se dejó sentir en la conducción de la política hacia el extranjero. Moscú ejerció de un
modo consecuente su influencia en favor de una tregua en Corea; y ni las provocaciones de Syngman Rhee
apartaron de su camino a los rusos (ni a los chinos o norcoreanos). En Europa, el gobierno de Malenkov empezó
"a explorar las líneas de una retirada de Alemania".40
Basta con recordar aquí los pasos dados por la diplomacia soviética sólo durante la semana que precedió a las
revueltas de Berlín:
Desde que se hizo salir de Berlín al general Chuikov, toda la política del gobierno Pieck-Ulbricht experimen-
tó un dramático cambio de sentido. El "telón de acero" entre Alemania del este y del oeste fue casi demolido. La
política de trabajo sufrió un giro radical. La lucha entre el gobierno y la Iglesia evangélica se dio por terminada,
y la Iglesia recuperó sus anteriores privilegios. Se hizo un alto en la colectivización de la agricultura. Los
agricultores que habían huido a la Alemania occidental fueron invitados a regresar y tomar posesión de su
propiedad. El capital privado recibió también una invitación para volver a la industria y al comercio.
Desde el punto de vista ruso esos pasos no tenían el menor sentido a menos que fuesen parte de una política
calculada para conseguir la unificación de Alemania y la retirada de los ejércitos de ocupación. En Berlín apenas
se dudaba de que Moscú estaba realmente preparado para abandonar el gobierno de Pieck y Ulbricht. Tan
fuertemente alentaron esa creencia los representantes soviéticos en Berlín y tan francamente negociaron con
líderes no comunistas sobre un cambio de régimen, que, sólo por eso, los mismos rusos indujeron
involuntariamente al pueblo de Berlín a echarse a la calle, a pedir a gritos la dimisión del gobierno comunista y a
asaltar oficinas de ese gobierno. "Rusia está dispuesta a abandonar a sus marionetas: ¡echémoslas de una vez!",
era la idea que respaldaba la revuelta alemana.
En la misma semana, el 10 de junio, Moscú establecía relaciones diplomáticas con Austria y proclamaba el
final de su régimen de ocupación en dicho país. Fueron abolidas en Austria las restricciones al tráfico
internacional. Y el mismo día, como una medida complementaria, Moscú renunciaba solemnemente a todas sus
pretensiones sobre Turquía, aquellas pretensiones que tan fatal papel habían desempeñado en las fases iniciales
de la guerra fría.
Lo que resultaba sorprendente en todas aquellas novedades de la política interior y exterior era su ex-
traordinaria coherencia y su progreso aparentemente libre de fricciones. Los sucesores no daban signo alguno de
vacilación en la prosecución de un nuevo camino. No dejaban traslucir segundas intenciones. Parecían bañarse
en la luz gloriosa de una inusitada generosidad.
¿Era posible, nos preguntábamos, que los intransigentes del stalinismo y otros adversarios del "apacigua-
miento" fuesen tan débiles y estuviesen tan desacreditados que no fuesen capaces de poner un freno a esos
nuevos derroteros? ¿O estaban también en retirada táctica, en espera de que la nueva política tropezase con
dificultades serias?
***
De marzo a junio Beria actuó en íntima alianza con Malenkov. Juntos dominaron el Presidium, probable-
mente contra la oposición de Molotov, y ciertamente contra la de Jruschov. Juntos representaron el más fuerte
bloque de poder dentro del Presidium. La nueva política despertaba grandes esperanzas y era indudablemente
muy popular; y, mientras fuese así, nadie podría desafiar la autoridad conjunta de Malenkov y Beria.
Contra la anterior interpretación puede presentarse el viejo argumento de que en un régimen totalitario la
opinión pública y las tendencias sociales, culturales y morales, operantes en la sociedad, carecen de importan cia
política. Escribe, por ejemplo, George F. Kennan, en su crítica de Rusia después de Stalin, que "la mayoría de
los estudiosos del totalitarismo moderno ... creen que si el grupo gobernante se mantiene unido, vigilante y
firme, no necesita mostrarse muy deferente ni dejarse influir seriamente por los sentimientos subjetivos del
populacho en generar. Y, en otro lugar: "En general, los dirigentes totalitarios que conservan su unidad interna y
su despiadada decisión pueden burlarse de los estados subjetivos de la mente popular..." 41
Las palabras de Mr. Kennan, escritas antes de la caída de Beria, eran reflejo del supuesto de que la po lítica
occidental no necesitaba tomar en consideración divisiones genuinas en el seno del grupo gobernante soviético,
porque tales divisiones no existían. Dicho supuesto ha resultado erróneo. Pero, ¿qué conclusión hay que sacar
del hecho de que el grupo gobernante soviético no "se mantenga unido" o no "conserve su unidad interna"? ¿Es
que entonces los "estados subjetivos de la mente popular" adquieren importancia política? Y ¿pueden incluso
esos estados de mente dar cuenta, en parte, de las diferencias en el seno del grupo gobernante?
Desde el principio, empero, las fuerzas opuestas a la política de Malenkov-Beria fueron formidables. Las
viejas manos de la policía política no estaban inactivas. Algunos leales del partido se sintieron sacudidos por la
completa ruptura con los cánones largo tiempo establecidos del stalinismo. Algunos jefes de las fuerzas armadas
ponderaron con alarma las implicaciones de unas reformas casi liberales: ¿no causarían éstas una baja repentina
en la disciplina de trabajo y pondrían de ese modo en peligro los programas de armamento? Por la fuerza de la
tradición, el ejército había sido el portavoz del "chauvinismo de la gran Rusia", y había mirado con suspicacia y
hostilidad los nacionalismos "centrífugos" de las repúblicas periféricas. Algunos mariscales y generales no
podían adoptar una actitud favorable hacia una política exterior evidentemente dirigida a una eventual retirada de
los ejércitos de ocupación de Alemania y Austria.
Pero la coalición de los intransigentes del stalinismo, los políticos resentidos y los generales angustiados no
podía abrigar esperanzas mientras la nueva política fuese avanzando triunfalmente sobre una marea de entu-
siasmo popular. Las primeras dificultades se presentaron al parecer en el frente interior. A juzgar por testi monios
circunstanciales, la disciplina de trabajo experimentó un bajón en la industria; y las granjas colectivas retrasaron
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Subrayados del autor»
sus entregas de productos alimenticios. Pero tales dificultades ni fueron lo bastante serias para permitir a los
adversarios de la nueva política desencadenar un ataque frontal contra ésta, ni dejaron de proporcionar una buena
base para tal ataque.
Lo que dio a los oponentes de la nueva política la oportunidad que afanosamente esperaban fue la Alemania
oriental.
Los alemanes que los días 16 y 17 de junio se echaron a la calle, pidiendo a gritos la destitución del gobierno
de Pieck y Ulbricht, asaltando a la policía popular y recibiendo a pedradas a los tanques rusos, causaron un
cataclismo; pero el cataclismo tuvo lugar en Moscú, no en Berlín.
Es casi seguro que un grito contra el "apaciguamiento" se alzó en seguida dentro de los muros del Kremlin.
Los jefes del ejército podían ahora argüir que era el ejército quien tenía que soportar las consecuencias de los
peligrosísimos experimentos políticos puestos en marcha por los civiles; que el orden reino en la Alemania del
este mientras el general Chuikov la gobernó con mano de hierro; que la inquietud comenzó en cuanto el general
fue reemplazado por Semionov, como alto comisario, y se estableció un régimen civil; y que entonces era el
ejército el que tenía que salvar a aquel régimen.
Luego de comenzar por el tema de Alemania, los críticos podían enfrentarse con la nueva política como un
todo. Podían observar que no solamente Alemania, sino el Occidente entero, estaba recibiendo las conce siones
soviéticas como una prueba de debilidad rusa, y que Washington, en particular, estaba aprovechando esas
concesiones como el punto de partida de una intensificada embestida contra las posiciones rusas en la Europa
central y oriental.
Además, el grupo gobernante veía que la nueva política estaba en efecto convirtiéndose en una fuente de
debilidad para Rusia; sumergía en disturbios a la Europa oriental; causaba un rápido empeoramiento de la
posición negociadora de Rusia; y amenazaba con arrebatar a Rusia los frutos de su victoria en la segunda guerra
mundial, sin ganancia alguna en compensación.
Los "apaciguadores" podrían haber argumentado a su vez que aún no se había dado a la nueva línea su
oportunidad; que sería equivocado abandonarla inmediatamente en cuanto tropezaba con las primeras di-
ficultades; y que solamente persistiendo con paciencia en la política de concesiones podría el gobierno sovié tico
cosechar sus beneficios.
Pero después del terremoto de la Alemania oriental, después de los temblores de Hungría y Checoslovaquia,
después de todos los llamamientos que resonaban en Washington en favor de una política dura, el argumento
contrario al "apaciguamiento" consiguió un peso predominante en el Kremlin.
En Rusia, como en los Estados Unidos, existen grupos que sustentan la opinión de que todo esfuerzo
pacificador es inútil; esos grupos ven con Schadenfreude todo tropiezo sufrido por los conciliadores; y este
último tropiezo fortaleció grandemente su posición.
No hay razón alguna, sin embargo, para suponer que después del 16 y 17 de junio dichos extremistas se con -
virtieran en los verdaderos amos de la política soviética. El núcleo del grupo gobernante consta todavía de hom -
bres dispuestos a buscar un acuerdo con Occidente. Pero incluso los hombres "del centro" tuvieron que verse
afectados por las argumentaciones contra el "apaciguamiento". Tuvieron que admitir que la dirección de la
política soviética desde la muerte de Stalin había sido bastante inepta en algunos aspectos.
Tuvieron que admitir que Moscú se había dado demasiada prisa en hacer concesiones y había tenido demasiado
celo en demostrar su buena voluntad para hacer otras más, en mayor número y de mayor amplitud. Portavoces
oficiales habían afirmado muchas veces que el gobierno no aceptaría nunca la exigencia norteame ricana de que
Rusia tenía que ceder mucho terreno antes de que Occidente iniciase negociaciones. En realidad, el gobierno de
Malenkov se comportaba como si ya hubiese aceptado tácitamente aquella exigencia: hacía concesiones previas
a las negociaciones.
Incluso desde el punto de vista de los apaciguadores soviéticos, la iniciación de la línea suave en la
Alemania oriental había resultado "prematura". Provocó allí casi un colapso del régimen comunista. Desde el
punto de vista soviético, solamente habría estado justificado que se asumiesen dichos riesgos después de que el
Occidente hubiera aceptado una retirada general de los ejércitos de ocupación. La pérdida del régimen
comunista en la Alemania del Este habría sido entonces el precio pagado por Rusia para un acuerdo en
Alemania y para la detención de la carrera de armamentos. Pero haber pagado aquel precio cuando el juego no
había hecho más que iniciarse era el colmo de la locura desde el punto de vista del Kremlin.
Así, incluso los hombres "del centro", que al principio habían respaldado la nueva política, tuvieron que
reconocer la necesidad de un cambio de tono, y quizás de táctica, aun cuando no estuviesen muy inclinados a
abandonar la búsqueda de la "coexistencia pacífica". Sometidos a un fuego mortífero procedente de los gru pos
extremistas, se mostraron demasiado ansiosos en declinar su propia responsabilidad por el "apaciguamiento" de
los meses anteriores y en hacer recaer las críticas en algún otro.
La revuelta de la Alemania oriental proporcionó también una base de partida a los ataques a las reformas
interiores. Desde luego que no todos los partidarios de la conciliación en el exterior lo eran también de las
reformas en casa, ni todos los reformistas eran necesariamente apaciguadores. Pero no es menos cierto que
existe una amplia correspondencia entre ambos aspectos de la política; y, en la tensión ocasionada por los
acontecimientos de Alemania, ambos aspectos resultaban vulnerables.
El sentimiento de seguridad y el optimismo que habían caracterizado el estado de ánimo ruso durante la
primavera, habían desaparecido. El grito de alerta resonó de nuevo, y con nuevo vigor. El soldado, el policía y el
stalinista fiel podían alzar su dedo acusador hacia los abogados de las reformas: vuestra política, podían decir, ha
aportado ya un desastre en Berlín y peligrosas perturbaciones en Budapest y Praga. Pronto podrá traer desastres
más próximos a nosotros. En Moscú el pueblo murmura ya a propósito de una inminente depreciación del rublo,
y el ministro de Hacienda ha tenido que hablar públicamente del tema. La disciplina está aflojándose en las
fábricas. Hay inquietud en las granjas colectivas. Los periódicos, en su nuevo celo por la libertad de crítica,
están socavando el respeto popular a la autoridad. ¡Si se os permite seguir adelante con esa política, conseguiréis
un 16 de junio aquí en Moscú!
El fantasma de un 16 de junio en Moscú atemorizó los corazones de los reformadores y paralizó su voluntad.
***
En Rusia después de Stalin se discutieron tres posibles variantes en la evolución de los acontecimientos: a)
regeneración democrática; b) recaída en el stalinismo; y c) dictadura militar. Se observó que el prerrequisito para
una dictadura militar sería una amenaza de guerra a Rusia, por parte de Occidente.
El cuadro de los acontecimientos es en realidad más confuso y contradictorio que la previsión teorética. Grau
ist jede Theorie, und ewig griin ist des Lehens Baum. Aun así, el análisis teorético proporciona todavía la clave
para entender el cuadro.
Los acontecimientos de la Alemania oriental, seguidos por el llamamiento a la revuelta dirigido desde Occidente
a la Europa del Este, presentó a Moscú el sucedáneo de una "amenaza de guerra", lo que no andaba lejos de ser.
Aquello no era suficiente para producir un golpe militar, pero era más que suficiente para poner de nuevo en
acción a aquella coalición de grupos en el ejército y en la policía que habían dejado ver su mano en el asunto de
los médicos del Kremlin, en enero. Aproximadamente la misma combinación de compadres que habían
amañado el complot de los médicos, llevaron a cabo un semi-golpe contra los reformadores y "apaciguadores"
después del 16 y 17 de junio.
Sometida a ese ataque, la alianza entre Malenkov y Beria se quebró. El ataque era evidentemente lo bastante
poderoso para dar a Malenkov la impresión de que no podría salvar su propia posición sin cambiar de terreno y
arrojar a Beria a los leones. Y Malenkov, ciertamente, consiguió salvar su posición.
"Los intransigentes de la policía de seguridad pueden aún tratar de reunir sus fuerzas y luchar por salvar su
piel. [Estas palabras fueron escritas en abril de 1953.] Pueden volver a la lucha desde las provincias y tratar de
reconquistar el terreno perdido en Moscú. Pueden tener influyentes asociados y cómplices dentro del Kremlin.
Pueden tratar de apartar a Malenkov y sus asociados, denunciándoles como apóstatas, trotskistas-bujarinistas
encubiertos y agentes del imperialismo, y presentarse a sí mismos como los únicos verdaderos y ortodoxos
herederos de Stalin." (Rusia después de Stalin).
Así ha resultado en efecto, salvo que hasta ahora solamente Beria, y no Malenkov, ha sido "apartado" y
"denunciado como apóstata"; y Malenkov ha querido asegurar su propia posición consintiendo en desempeñar el
papel de principal acusador de Beria.
Beria estaba en una posición peculiarmente vulnerable. Su nombre había estado asociado a los aspectos más
negros del stalinismo durante los últimos quince años: los campos de concentración, las deportaciones en masa,
el control del pensamiento, el telón de acero, las purgas en los países satélites. Había ejecutado todos los
trabajos deshonrosos que Stalin le había asignado.
No obstante, después de la muerte de su amo había aparecido, como quitándose una máscara, en figura de
dvuruchnik, de un "liberal" de corazón. Pero su propia política le desestimaba como "liberal", y el pueblo le
odiaba como jefe de la policía. Su cabeza, la cabeza que había pertenecido al "más poderoso y más temido
hombre de Rusia", era, en consecuencia, el más fácil trofeo a alcanzar por quienes se oponían a la reforma. Es
casi seguro que tanto la policía como el pueblo se regocijaron con su caída. El pueblo creía que solamente
entonces podría empezar de verdad la era de la libertad, mientras que los intransigentes de la policía política
confiaban en que solamente entonces llegaría a su fin la loca primavera de las reformas liberales.
Al parecer, pues, la caída de Beria puede verse como una etapa necesaria en la evolución democrática de
Rusia: y así la presentó vagamente Malenkov. La principal acusación que formuló contra Beria fue la de que éste
había conspirado para poner la policía política por encima del partido y del gobierno, bloqueando así el camino
de la reforma. Beria, afirmó Malenkov, aceptó las recientes reformas simplemente porque tenía que hacerlo:
habiendo sido decididas dichas reformas por iniciativa conjunta del Comité central y el Presidium, Beria
pretendió ponerlas en ejecución con lealtad, mientras realmente obstaculizaba esa ejecución. Como para
confirmar aquella versión, el Comité central reafirmó sus críticas al culto de Stalin, su oposición a la adula ción a
un solo jefe y su determinación de asegurar la "dirección colectiva", la libre discusión y el gobierno de la ley.
Si eso fuera todo, sería en verdad posible ver la caída de Beria como un paso adelante en la revulsión de
Rusia contra el stalinismo. Pero eso no es todo.
Lo que hay de ominoso en este grave asunto no es, desde luego, la caída de Beria, sino la manera en que ha
tenido lugar. Beria fue denunciado como traidor y enemigo del pueblo, y como agente del imperialismo
extranjero que se proponía la restauración del capitalismo. Es la misma "amalgama clásica" de las purgas
stalinistas de los años treinta. Así, la nueva representación del "sábado de brujas" que no llegó a producirse en
enero, parece haber comenzado después de todo, con Beria, en vez de con los médicos del Kremlin, volando "a
través de la niebla y el aire inmundo".
La reproducción de la "amalgama" de los treinta convierte en una burla la pretensión del grupo gobernante de
estar defendiendo contra Beria el principio de la dirección colectiva. Ese principio implica una libre expresión de
las diferencias políticas dentro del grupo dirigente, y, últimamente, dentro del partido como un todo. Pero,
¿quién se atreverá a exponer libremente sus opiniones si tiene razones para temer que puede por ello ser
denunciado como traidor y agente del extranjero? Tal amalgama stalinista excluye la libre discusión, y, en
consecuencia, la "dirección colectiva".
Si era posible ver en Rusia, después de la muerte de Stalin, una promesa de regeneración democrática, era
precisamente porque habían desaparecido las denuncias de ese tipo, que ya en los últimos años de Stalin habían
ido haciéndose cada vez más raras. A los muchos altos funcionarios que fueron depuestos entre marzo y julio no
se les puso las etiquetas de agentes extranjeros, espías o aliados del capitalismo. Se les acusó de forjar
acusaciones falsas, de abusar del poder, de imponer una política de rusificación, y cosas parecidas. Eran
acusaciones plausibles, que se explicaban por sí mismas en un cierto contexto político, y que se ajusta ban a las
circunstancias en que habían operado los hombres destituidos, culpables o no. Las acusaciones estaban
formuladas en un lenguaje moderado y sobrio, en el que no había nada que oliese a caza de brujas.
En contraste, las acusaciones lanzadas contra Beria estaban llenas de armónicos irracionales y demonológicos.
Y pedían al mundo que creyera que el hombre que había tenido a su cargo la seguridad interior de Rusia durante
la segunda guerra mundial era un agente del imperialismo extranjero.
El significado del asunto Beria se manifiesta de modo aún más concluyente por el hecho de que su caída fue
la señal para una nueva acometida contra los "nacionalismos" georgianos, ucranianos y de otras nacionalidades
no rusas. No fue una simple coincidencia que durante la "primavera liberal" se refrenase el chauvinismo de la
gran Rusia y se proclamase la necesidad de dar más campo a las aspiraciones y demandas de las repúblicas no
rusas.
La política hacia las naciones menores es el barómetro más sensible de la atmósfera general de la Unión
Soviética. Liberalización significa menos control central y más autonomía para los no rusos. El gobierno
policiaco implica una estricta centralización; y su endurecimiento conduce habitualmente a una oposición a los
nacionalismos "burgueses" de las repúblicas periféricas.
Entre marzo y junio, de lo que se hablaba era, significativamente, de que no se debía manejar el coco del
“supuesto nacionalismo burgués” en las provincias no rusas. En lo que parecía aplazado, de justicia histórica, los
rusificadores fueron destituidos de sus cargos en Tiflis y Kiev. Quizá deba ser recordado que la era de Stalin
comenzó precisamente con una lucha contra los "desviacionistas nacionalistas" de Georgia y Ucrania. Ése fue el
tema sobre el que Lenin, mortalmente enfermo, escribió su última, grande, irritada y conmovedora carta al
partido. (El autor de este libro ha leído el texto completo de esa carta, que ha permanecido inédita hasta hoy.) En
ella expresaba Lenin su sentimiento de vergüenza e incluso de culpabilidad personal, provocado en él por la
ofensiva de Stalin contra los desviacionistas nacionalistas. Lenin advertía al partido contra el chauvinismo gran-
ruso de la burocracia soviética, y de Stalin en particular, contra la bárbara violencia de aquel "verdadero gran
valentón ruso", que, en nombre de la necesidad de un estricto gobierno central, oprimiría, insultaría y humillaría
a las nacionalidades no rusas. Lenin argüía apasionadamente que sería mil veces mejor para la república
soviética llegar a privarse de las ventajas de un gobierno centralizado antes que "entregar a las nacionalidades
menores en manos del valentón de la gran Rusia".
Hubo, pues, una curiosa simetría histórica en la circunstancia de que, inmediatamente después de la muerte
de Stalin, reapareciesen en la agenda las cuestiones georgiana y ucraniana y se hiciese un intento de aman sar al
gran valentón.
Pero éste parece haber vuelto a hostigar a los nacionalistas "burgueses" de Georgia y Ucrania; y su regreso
es el signo más seguro de una reacción contra las reformas progresivas de los meses precedentes.
***
La lucha dura, empero, todavía, y su resultado está aún por decidir. Los intransigentes del stalinismo no han
conseguido más que una media victoria.
En algún aspecto el asunto Beria es completamente único, y no puede ser ni siquiera comparado con ninguna
de las grandes purgas de Stalin.
Ninguna de las víctimas de Stalin ejercía, en vísperas de su purga, un poder comparable al de Beria; y ninguna
tenía un séquito tan grande dentro de la burocracia. Stalin acabó por destruir a Bujarin, Zinoviev, Kamenev,
después de haber esperado pacientemente, astutamente, y de haberles privado, en el curso de muchos años, de
los últimos restos de poder, haberles desacreditado y haberles reducido a una posición inofensiva. En vísperas de
su proceso, Tujachevski era bastante poderoso como personalidad militar; pero no tenía la menor posición
política. Yagoda era un mero ejecutor de la voluntad de Stalin. En 1936-38 Stalin tenía ya firmemente puestas
las manos en todas las palancas del poder, y nadie habría osado desafiar su posición autocrática.
No así Malenkov. Éste parece haberse embarcado en la ruta resbaladiza de las purgas antes de haber lle gado
a afirmarse sobre sus pies. Su jefatura no ha sido aún reconocida. Su posición de poder no está todavía
consolidada. Aún tiene que hablar y actuar como uno del equipo. El partido se "concentra" no tras el "cama- rada
Malenkov", sino "en torno al Comité central". La posición de Malenkov hoy no es apreciablemente más fuerte
de lo que era ayer la de Beria.
Si fue posible derribar a Beria con tanta facilidad, ¿qué garantía hay de que Malenkov no pueda ser igno -
miniosamente despedido sin mayor esfuerzo? Si los comités del partido podían ser tan rápidamente persuadidos
para que aclamasen la caída de un triunviro, ¿no pueden ver con la misma indiferencia la destrucción de otro?
El destino de los sucesores de Stalin puede aún resultar menos semejante al del propio Stalin que al de
Danton, Robespierre, Desmoulins, que se fueron enviando a la guillotina sin gozar ninguno de ellos de autoridad
exclusiva, con el resultado de que todos fueron destruidos. Desde luego, también es posible que, después de una
serie de purgas, uno de los sucesores de Stalin pueda aparecer finalmente como el nuevo autócrata; pero eso no
es seguro ni mucho menos.
Las divisiones en el grupo gobernante son, en última instancia, reflejo de las presiones conflictivas que sobre
aquél ejercen fuerzas exteriores, que, a la larga, llevan la dirección de una dictadura militar o de una regene -
ración democrática. El caso Beria no representa, pues, más que un momento en el movimiento calidoscópico de
la historia contemporánea de Rusia.
Los jefes del ejército han dejado de observar la escena con pasividad y en silencio. Su influencia fue fácil de
discernir en el asunto de los médicos del Kremlin, y aún puede verse más distintamente en el asunto Beria. Sin el
apoyo garantizado del ejército, Malenkov no se habría atrevido a descargar el golpe sobre Beria, que
nominalmente tenía todavía bajo sus órdenes la totalidad del cuerpo de policía política, y que, en cualquier caso,
podía confiar en que algún sector de la policía acudiría en su ayuda. No lúe casual el que la radio y la prensa de
Moscú diesen tanto relieve a los discursos contra Beria pronunciados por los mariscales Zhukov, Vassilevski,
Sokolovski, Govorov y otros. Durante las grandes purgas stalinistas los jefes de las fuerzas armadas no
aparecieron tan conspicuamente en el escenario político. Aun así, Stalin se sintió amenazado en su posición por
Tujachevski. Cuánto más puede ser puesta en peligro la posición de los sucesores de Stalin por unos mariscales
cuya gloria militar y atractivo popular son tan superiores a los de Tujachevski.
"El gobierno de Malenkov ha asestado un golpe a la policía política. [Esta cita está también tomada de Rusia
después de Stalin.] Si resulta eficaz, ese golpe ha de producir un cambio en toda la estructura del régimen. Uno
de sus dos puntales ha sido debilitado, quizás astillado. Eso trastorna el equilibrio del régimen y tiende a
aumentar la importancia del otro puntal, el ejército. Si el partido se ha privado de la posibilidad de oponer la
policía política al ejército, el ejército puede convertirse en el factor decisivo en los asuntos del país."
Paradójicamente, el régimen parece ahora hacer un esfuerzo por reparar aquel puntal astillado, la policía política,
con la ayuda del ejército. Pero todavía durante algún tiempo, hasta que la facción Beria sea completa mente
eliminada, la policía política permanecerá en un estado de desarreglo, desprovista de su normal poder percutor;
el gobierno tendrá que confiar, más que nunca, para su seguridad interna, en el ejército. Pasará algún tiempo
antes de que sea restaurada la estructura de poder característica del stalinismo, si es que ésta puede ser
restaurada. Hasta entonces, habrá una grieta aoierta entre el galvanizado método stalinista de gobierno y la
mecánica no-stalinista del poder. Sobre esa grieta puede lanzar una vez más su sombra un Bonaparte potencial.
Ni tampoco se han desvanecido las fuerzas que impulsaron al grupo gobernante a decretar las reformas de la
primavera pasada, aunque es posible que por el momento hayan sufrido un serio retroceso. Aquellas reformas no
pudieron brotar meramente del capricho y la ambición de Beria, ni de ningún otro; satisfacían una necesidad
sentida profunda y ampliamente por el pueblo. Malenkov y sus asociados siguen pagando tributo al estado de
ánimo popular cuando continúan declarando que se proponen proseguir el camino iniciado después de la muerte
de Stalin. El estado de ánimo popular les obliga a caminar con bastante precaución por un camino retorcido y
puede obligarles incluso a que cumplan parte de su promesa. Además, las recientes reformas corresponden al
nuevo punto de vista y a la nueva estructura social de Rusia, que, aunque formada durante la era de Stalin, ha
llegado a ser incompatible con el stalinismo.
Ningún cambio en el interior del grupo gobernante, ninguna intriga de palacio, ningún golpe o contra-golpe,
ni siquiera purgas sangrientas, pueden borrar esos factores básicos, que continúan obrando contra la inercia del
stalinismo. Si no son destruidos por una nueva guerra mundial, y si no son indebidamente restringidos por el
miedo a la guerra, el estado de ánimo popular y los apremios de la sociedad forzarán, más pronto o más tarde, a
abrir una vez más el camino de las reformas. Y entonces lo mantendrán abierto más firmemente de lo que lo
hicieron en la primavera liberal de 1953.
Mi libro Rusia después de Stalin, que escribí y concluí pocas semanas después de la muerte de Stalin, apa-
rece en traducción francesa poco antes de que se cumpla el primer aniversario de aquel acontecimiento. Es un
breve intervalo, que, sin embargo, ha estado lleno de acontecimientos sorprendentes, y durante el cual Rusia ha
hecho un largo recorrido desde donde se encontraba el 6 de marzo de 1953. Basta recordar lo que algunos de los
más conocidos comentaristas y expertos predijeron en aquel momento para reconocer hasta qué punto se ha
alejado Rusia de su punto de partida de entonces. Algunos de los expertos dijeron, por ejemplo, no sin una lógica
superficial, que en un estado-policía la policía era el factor decisivo del poder, y que, en consecuencia, Beria, su
cabeza, era por definición el verdadero sucesor de Stalin, y desahuciaría con seguridad a Malenkov y Molotov.
Otros reputados analistas nos aseguraron estólidamente que no había ni podía haber "nada nuevo en el Este",
porque Stalin había dejado bien atada y bien asegurada la cuestión de la sucesión, y porque sus herederos,
ligados por los más firmes lazos de solidaridad, estaban completamente de acuerdo en todos los temas políticos
de importancia.
Los más obtusos de los stalinistas y los más encarnizados anticomunistas expresaron dicha opinión con la misma
confianza en sí mismos. De modo bastante curioso, ésa fue también la opinión sostenida, incluso más tarde, por
un escritor tan inteligente como George Kennan, que la ha expresado en su crítica a mi libro. Sé también de otro
hombre muy inteligente y despierto, el embajador en Moscú de una gran potencia occidental, que pasó toda la
velada del 9 de julio de 1953 argumentando que mi análisis de la situación rusa, en Rusia después de Stalin, era
completamente equivocado, porque presuponía una división en el seno del grupo dominante ruso. Él, el
embajador, sabía, por observación atenta y largo estudio, que no existía tal división: que Malenkov, Beria,
Molotov y Jruschov pensaban y actuaban al unísono, al saber como sabían que sus posibilidades de
supervivencia dependían de su absoluta unida. Habiendo así destruido, de una vez por todas, mis análisis e
hipótesis, su excelencia se fue a la cama para despertar a la mañana siguiente con las dramáticas noticias de la
caída de Beria...
Sé bien en qué puntos podría ganar mi obra con alguna corrección, y qué revisiones serían aconsejables a la
luz de los últimos acontecimientos. Pero tales correcciones y revisiones no tendrían que ir más allá de retocar un
párrafo en tal punto y cambiar ligeramente el énfasis de mi argumentación en tal otro. Lejos de refutar mi
pronóstico, los acontecimientos lo han confirmado; y lo han hecho del único modo en que pueden confirmar una
fórmula teorética, a saber, presentando un esquema de hechos que, aunque en básica armonía con la predicción,
es naturalmente más complicado y dinámico que cualquier fórmula teorética.
Mi pronóstico no ha sido básicamente refutado por los acontecimientos, quizá porque desde el principio abordé
mi tarea algo más modestamente que otros muchos escritores sobre el tema. No pretendí saber cuál sería el
destino de tal o cual personalidad del grupo gobernante soviético. No esbocé un horóscopo personal para
Malenkov, o Beria, o Jruschov. Lo que hice fue concentrar mi atención en abocetar, resumir y proyectar hacia el
futuro las grandes tendencias sociales operantes en la Rusia contemporánea. Eso me llevó a la conclusión de que
la Unión Soviética estaba acercándose a un punto crucial de su historia, en el que se vería obligada a empezar a
moverse en una nueva dirección, y que la muerte de Stalin, lejos de ser la causa principal del cambio, no haría
más que acelerarlo y subrayar su inevitabilidad.
Mi análisis y mis conclusiones han pasado a ser tema de una animada controversia a ambos lados del
Atlántico. Apenas me sorprende que algunos de mis más furibundos críticos sean precisamente aquellos desafor-
tunados adivinos que ya habían visto a Beria ocupando el lugar de Stalin, o habían asegurado sin vacilación la
"absoluta solidaridad ideológica" de los herederos de Stalin. También he atraído la ira de los propagandistas
profesionales de la guerra fría, y muy especialmente de os cruzados anticomunistas que combaten bajo las
altivas banderas del "Congreso por la libertad de la cultura". Por el contrario, muchos escritores serios y capaces
han defendido mi modo de ver, con gran convicción. Esa controversia ya ha encontrado también sus ecos,
amistosos y hostiles, en la prensa francesa; y mi propósito es ocuparme aquí especialmente de la extensa crítica
que de mis opiniones ha hecho M. Raymond Aron, y que ha aparecido en el número de octubre de Preuves...
Todo análisis realista de la era de Stalin y de su conclusión tiene que hacer un balance de la revolución industrial
soviética de los últimos veinticinco años; esa revolución por obra de la cual ha pasado de ser una de las naciones
industrialmente más atrasadas a ocupar el segundo lugar como potencia industrial en el mundo. Ese proceso ha
sido acompañado por un vasto progreso educativo del grueso de la sociedad soviética. El terro rismo y
despotismo stalinistas empujaron al pueblo soviético a llevar adelante su revolución industrial, en parte a
contrapelo, a una velocidad sin precedentes, y entre dificultades también sin precedentes. La "magia primitiva
del stalinismo" fue un reflejo del atraso cultural de la sociedad soviética en los años de formación y a mitad de
42
Esta "Réplica" se escribió originariamente para la revista mensual francesa Esprit (marzo de 1954).
carrera del stalinismo. De ahí concluí que, con el progreso alcanzado en la década de 1950, el te rrorismo y la
magia primitiva del stalinismo se habían convertido en anacrónicos y estaban entrando en conflicto con las
nuevas necesidades de la sociedad soviética. El más alto nivel de civilización, industrial y general, favorecía una
democratización gradual de la vida política soviética, aunque también era posible que se produjese una dictadura
militar, de tipo bonapartista, entre crecientes tensiones internacionales. Una y otra perspectiva significaban el
final del stalinismo. Un intento de galvanizar la ortodoxia y el régimen stalinista era todavía posible, e incluso
probable; pero difícilmente podría lograr más que un éxito episódico.
El propagandista de la guerra fría basa todos sus argumentos y eslóganes en el supuesto de un mal inmu table
e irredimible en el stalinismo, o en el comunismo en general. Si se excluye ese mal, todas sus estocadas
ideológicas se clavan en el vacío. En consecuencia, el propagandista de la guerra fría se niega obstinadamente a
ver que ese "mal" ha estado históricamente determinado, y que la profunda transformación de la estructura y del
concepto de la vida de la sociedad soviética no puede por menos de tener consecuencias políticas de largo
alcance.
En ese punto, mis críticos, y especialmente Raymond Aron, me acusan de todos los pecados mortales del
determinismo marxista. Se dice que yo niego la importancia de la voluntad humana en la historia; que elimino el
papel del individuo, especialmente el del grand homme y jefe; y que atribuyo unilateralmente a la estructura
económica de la sociedad esa influencia determinante en los asuntos humanos que no posee ni puede poseer.
Nunca he negado, desde luego, mis convicciones marxistas, pero trato de apoyarme sobre mis propios pies,
sin apoyarme en la autoridad de Marx, de la que tanto se ha abusado. Como una cuestión de principio, me he
esforzado siempre en desarrollar mi argumentación de tal modo que la validez de ésta no dependiera de
supuestos específicamente marxistas. No es necesario ser marxista para convenir conmigo en el impacto de la
revolución industrial soviética en la política soviética. A ningún historiador del siglo XIX, fuese conservador o
liberal, se le ocurrió ignorar el impacto de la revolución industrial inglesa en la política de la Inglaterra
victoriana. Ningún historiador puede ignorar la conexión entre aquella revolución y la gradual extensión del
sufragio, es decir, la gradual democratización de Inglaterra. Es una verdad trillada que las formas modernas de
vida democrática se han desarrollado principalmente en naciones industrializadas, y, por regla general, no han
logrado desarrollarse en naciones que se han mantenido a un nivel de civilización semifeudal o pre-industrial.
Pero lo que se acepta como una verdad trillada en la historia moderna y contemporánea del mundo no-comunista
es, a ojos de nuestros críticos, totalmente inaplicable a la Unión Soviética; en ésta, es sencillamente ridículo
esperar que la más amplia y masiva industrialización, urbanización y mejora educativa puedan fomentar clase
alguna de tendencias democráticas.
Algunos de los críticos han propuesto un argumento que no me siento inclinado a pasar por alto. ¿Qué hay de
Alemania?, preguntan. ¿Es que un alto nivel de industrialización y de educación popular ha impedido que
Alemania produjera el peor autoritarismo y totalitarismo? ¿No tenía el nazismo su "magia primitiva"? ¿Cómo se
puede hablar de que Rusia "deje atrás" el stalinismo, cuando Alemania nunca ha "dejado atrás" realmente el
nazismo, que sólo pudo ser destruido desde fuera, por la guerra?
Quizá debo observar que nunca y en ninguna parte he dicho ni sugerido que la industrialización y el pro greso
educativo garanticen automáticamente una evolución democrática. Todo lo que he dicho es que la
industrialización tiende a despertar aspiraciones democráticas en las masas. Esas aspiraciones pueden, sin duda,
ser frustradas o derrotadas por otros factores. Pero ni en el caso de la industrialización alemana pue de decirse
que ésta no fomentase la tendencia democrática. Las cuatro décadas que separan la Ausnahmegesetz de Bismarck
y la ascensión de Hitler contemplaron una muy considerable expansión de las formas de vida política
democrática, primero en el imperio de los Hohenzollern y luego en la república de Weimar. La clase obrera
alemana fue el principal factor de esa democratización, arrancando de la clase gobernante una concesión
democrática tras otra. El hecho de que no fuese persistente, y abdicase en el momento decisivo, en 1933, no
invalida la conexión histórica, evidente también en Alemania, entre industrialización y política democrática.
Lo que prueba la historia de Alemania es esto: la tendencia democrática fue fuerte mientras la sociedad
alemana estuvo en crecimiento y expansión sobre una base capitalista. Se redujo, y dio paso a la tendencia
totalitaria, en una sociedad en decadencia, basada en una economía capitalista en contracción, como era la
economía alemana en los años de la aparición de Hitler. Millones de trabajadores en paro, un sentimiento general
de inestabilidad social, miedo e histeria de masas, fueron los elementos básicos que entraron en la génesis del
nazismo. Estaba además la envidia, el odio y el desprecio de la Kleinbürgertum por el movimiento obrero; la
ilusión de esa pequeña burguesía de que podría hacerse fuerte a la vez frente a la Grossbürgertum y frente al
proletariado; la determinación de los "barones" de la industria y las finanzas alemanas de utilizar contra el
proletariado el! miedo y el odio de la clase media más baja; la división interna y la impotencia de los
trabajadores alemanes; y, finalmente, aun cuando en modo alguno fuese lo menos importante, el orgullo nacional
alemán, herido desde la derrota de 1918, y el agudo deseo de venganza. Ésa fue la espe cífica y muy compleja
combinación de factores que produjo la particular variedad alemana de régimen totalitario, sobre la base de una
economía capitalista.
Aunque sea una verdad evidente que una civilización muy industrial no imposibilita el desarrollo del
totalitarismo, debería ser aún más evidente que no es esa civilización, per se, la responsable de ese desarrollo.
Las causas específicas del totalitarismo tienen que ser examinadas en cada caso. Yo he tratado de exponer las
fuentes específicas del stalinismo en el estado de la sociedad soviética de 1920, y también de mostrar que
aquellas fuentes han ido secándose en la década de 1950. No viene a cuento, pues, el decir que de otras fuentes
muy distintas, a saber, los fermentos de la sociedad alemana de las décadas de 1920 y 1930, brotó algo que
exteriormente, y sólo exteriormente, era muy similar al stalinismo. Insisto en el análisis de las causas y
consecuencias específicas, mientras que mis críticos razonan al modo de aquel viejo campesino polaco que decía
a su hijo que era inútil curar la tuberculosis en la familia, porque, una vez curada, morirían más pronto o más
tarde de alguna otra epidemia. Mantengo que la urbanización y la modernización están "curando" a la Unión
Soviética del stalinismo. "Pero pensemos en la epidemia del nazismo — replican algunos profundos pensadores
— a la que sucumbió Alemania, y, en vista de ésta, ¿cómo podemos hablar de que Rusia se cure del stalinismo?"
Ciertamente, si en la Unión Soviética aparecieran condiciones semejantes a las que dieron origen al nazis mo
— paro generalizado, una economía en contracción, sentimiento de inseguridad social, humillación nacio nal,
miedo e histeria de masas — el resultado sería probablemente similar. Pero ni siquiera mis críticos esperan que
tales condiciones se produzcan en la Unión Soviética en un futuro previsible. (Podrían aparecer a consecuencia
de la derrota de Rusia en una tercera guerra mundial, y su resultado sería ciertamente no una democracia, sino
alguna forma de totalitarismo fascista, si es que esos términos políticos pudieran conservar algún significado
después de una guerra atómica.)
Nunca puede llegar a ser subrayado con fuerza suficiente que la sociedad soviética, tanto si se la mira con
ojos amistosos como hostiles, no puede ser entendida en absoluto si se ignora una de sus características básicas,
a saber, el hecho de que es una sociedad en expansión, y que se expansiona sobre la base de una economía
dirigida que la hace inmune a esa extrema inestabilidad económica y moral que en la sociedad burguesa tiende a
producir neurosis de masa fascistas. La Unión Soviética está saliendo del stalinismo con todas las condiciones
necesarias para que continúe su expansión, y no meramente durante ciertas fases del ciclo industrial o durante la
carrera de armamentos. La expansión continua es en efecto inherente a la economía dirigida de tipo socialista, o
incluso del actual tipo soviético, como la forma básica de su movimiento, del mismo modo que los altibajos del
ciclo comercial representan la forma de movimiento peculiar al capitalismo "normar'. (Éste es el sólido núcleo
de verdad en toda propaganda comunista; y es fácil pasarlo por alto o rechazarlo temerariamente porque muchas
veces se presenta arropado en espesas capas de tosca ficción.) El totalitarismo stalinista y la magia primitiva,
que pertenecen esencialmente a un período transicional anterior, se hacen improcedentes, anacrónicos e in -
sostenibles, en esta sociedad en expansión en su actual nivel de fuerzas productivas. Tanto más improcedente es
referir a los problemas de esta sociedad los fenómenos del nazismo o del fascismo, nacidos de la decadencia y
de la desintegración social.
Uno de mis críticos franceses pretende que al exponer ese modo de ver determinista reduzco "le rôle de la
volonté humaine" y el papel "des grands hommes" en la historia. Quizá me sea permitido preguntar: reducir, ¿en
relación a qué? ¿A su papel real en el proceso histórico?, ¿o a la idea groseramente exagerada que el crítico tiene
de ese papel? Yo tengo ciertamente la opinión de que la voluntad humana es "libre" sólo en la medida en que
actúa como promotora de "necesidad", es decir, dentro de los límites que circunscriben las condiciones externas.
La voluntad de los grands hommes representa solamente un caso particular del problema general de la voluntad
humana: le grand homme "hace" historia dentro de los límites en que le permiten hacerla su medio y el
equilibrio existente de fuerzas sociales, nacionales e internacionales. Mi crítico francés parece pasmado ante mi
sugerencia de que la revolución bolchevique de 1917 podría quizás haber tenido lugar incluso sin Lenin. Él, por
el contrario, ve a Lenin como el soberano hacedor de la revolución, y considera que el papel personal de Lenin
es más importante que todas las 'tendencias objetivas", que el "espíritu del tiempo" y las "leyes de la historia y
abstracciones similares" (el empleo de alguna de las cuales me atribuye de un modo completamente fortuito). Mi
crítico francés —Raymond Aron— es, pues, enteramente consecuente consigo mismo cuando escribe: "Peut-
être aurait-il suffi que le train plombé qui transpórtait Lénine á travers l’Allemagne [en 1917] sautât ou que
Trotsky fût retenu aux Etats-Unis ou en Angleterre, pour que l’Esprit du temps s’exprimât autrement". 43 De ese
modo mi crítico regresa a la tosca creencia en el decisivo papel del accidente en la histo ria, a la vieja ocurrencia
de que la historia del Imperio romano habría sido enteramente diferente si la forma de la nariz de Cleopatra no
hubiera sido la que fue; a la idea de Carlyle del "héroe en la historia", "una idea quizás indispensable al
fascismo, al stalinismo... y al gaullismo. Al llegar a ese punto, me reconozco culpable: en relación con ese modo
de entender la historia, yo sí reduzco el papel de la volonté humaine y dele grand homme: yo no rindo culto en
sus templos44.
43
"Quizás habría sido suficiente que el vagón sellado que llevaba a Lenin a través de Alemania hubiese saltado, o que Trotski hubiese sido
retenido en los Estados Unidos o Inglaterra, para que el espíritu del tiempo se hubiese expresado de otra manera."
44
Es bastante curioso que un crítico de The Times Literary Supplement (28 de agosto de 1953) piense que yo tiendo "a exagerar los elementos
personales inherentes al stalinismo".
La perspectiva extremadamente subjetivista y voluntarista de la mayoría de mis críticos les permite,
desde luego, "reducir el papel" de todas las circunstancias objetivas, y, más específicamente, ignorar el impacto
de los procesos económicos, sin precedentes en alcance y en vigor, sobre el futuro político, cultural y moral de
la Unión Soviética. Esos críticos ven toda la revolución rusa como en términos de la mala fe o mala ambición, o
la conformación "more manicheo" de unos cuantos líderes bolcheviques. Esas malas intenciones o ambiciones
existían, desde luego, con anterioridad a los cinco planes quinquenales, y continúan operando hacia un futuro
indefinido. Le permiten a uno "explicar" todo el desarrollo de la Unión Soviética y del comunismo mundial
como una simple secuencia de complots y conspiraciones. ¿Cómo fue que Stalin impuso primeramente al
partido, a hierro y fuego, la doctrina el "socialismo en un solo país", que obligó a todo el comunismo
internacional a aceptar esa doctrina, y que entonces hizo más que otro hombre alguno por contribuir a la
expansión del comunismo a una docena de países? ¿Fue eso tal vez una contradicción pro funda, y en cierto
sentido trágica, del stalinismo, como yo he tratado de probar?
Nada de eso, contestan mis críticos. La fanática predicación staliniana del "socialismo en un solo país" era o
una impertinencia o un fraude destinado a desorientar al mundo, más probablemente un fraude y una
conspiración. Como un cierto tipo de antisemitas, que se inspiran en los "protocolos de los sabios de Sión", el
propagandista de la guerra fría cree de corazón en la existencia de unos "protocolos de los sabios del
comunismo" que, indudablemente, algún día serán desenterrados y revelados al mundo. Y entonces quedará
probado que todas las doctrinas del stalinismo y las luchas sangrientas correspondientes fueron solamen te otros
tantos artificios ideados para encubrir la conspiración comunista contra el mundo.
Algunos críticos, especialmente veteranos mencheviques rusos, y sus discípulos norteamericanos, descartan la
idea de una evolución democrática en la Unión Soviética o en el partido comunista, porque toda idea de esa
naturaleza deja de tener en cuenta lo inseparable que la perspectiva totalitaria ha sido del partido bolchevique: se
supone que el totalitarismo bolchevique se remonta a la lucha de Lenin a propósito de los estatutos del partido
en 1903, el año en que los socialistas rusos se escindieron en bolcheviques y mencheviques. Lenin pidió
entonces que solamente los participantes activos en la labor clandestina del partido fueran reconocidos como
miembros del mismo, mientras que los mencheviques deseaban que se concediese también la calidad de
miembros a los "simpatizantes". Entonces fue, se nos dice, cuando quedó decidido de antemano el tema que
resuena por detrás de todas las grandes catástrofes de este siglo, por detrás de la secuencia de revolución y
contrarrevolución, por detrás de la masiva realidad del totalitarismo stalinista, por detrás de la guerra fría y de
todos los peligros que ahora amenazan al mundo. El origen de todo eso es la idea sobre la organización del
partido que Lenin incorporó al último párrafo de los estatutos del partido hace unos cincuenta años. Así, medio
siglo de historia de Rusia, incluso del mundo, se ve como saliendo de la cabeza de Lenin, de una sola idea de su
cerebro. ¿Podría llevarse más lejos el desprecio por el "determinismo materialista"?
El propagandista de la guerra fría oculta, con más o menos inteligencia, su embarazo o su situación de
impotencia intelectual con los términos "totalitarismo" y "totalitario". Siempre que es incapaz, o demasiado
perezoso mentalmente para explicar un fenómeno, recurre a esta etiqueta:
Denn eben wo Begriffe fehlen
Da stellt zur reckten Zeit ein Wort sich ein.
Mit Worten lasst sich trefflicli streiten,
Mit Worten ein System bereiten.45
Quizá debo explicar el que yo mismo haya empleado ocasionalmente dicho término para describir ciertos
aspectos del stalinismo; al menos, lo he hecho así a partir de 1932. Pero es un término que conviene usar con
parquedad y precaución. Nada hay más confusionista y dañino que el hábito de apelotonar regímenes y
fenómenos sociales diversos bajo una misma etiqueta. Los stalinistas han agrupado muchas veces a sus
oponentes bajo el rótulo indistinto de "fascistas". Los antistalinistas agrupan a nazis, fascistas, stalinistas,
leninistas, y simplemente marxistas, como "totalitarios", y luego nos aseguran que el totalitarismo, que es un
fenómeno completamente nuevo, excluye hasta la posibilidad de cualquier cambio o evolución, para no hablar
ya de una reforma cuasi-liberal. Un régimen totalitario, proclaman los antistalinistas, nunca puede ser reformado
ni derrocado desde dentro; solamente puede ser destruido desde el exterior, por la fuerza de las armas, como lo
fue el régimen de Hitler.
El hecho es que casi todas las revoluciones modernas (la Comuna de París, las revoluciones rusas en 1905 y
1917, las revoluciones de 1918 en la Europa central, la revolución china de 1948-49) e incluso las reforma más
democráticas, han aparecido en la estela de una derrota militar en la guerra, no como resultado de desarrollos
puramente internos; y así ha sido también en los regímenes no totalitarios. No obstante, sería un error
impresionante tratar metafísicamente el totalitarismo como un estado de completa inmovili dad de la sociedad o
45
Porque precisamente donde faltan conceptos, aparece una palabra en el momento oportuno.
Con palabras, se puede argumentar con excelencia, con palabras, se puede construir un sistema.
de absoluta congelación de la historia, que excluye todo movimiento político en h forma de la acción desde abajo
o de la reforma desde arriba. Es, sin duda, verdad que, bajo Stalin, las posibilidades de tales acciones o reformas
eran insignificantes. Pero han crecido enormemente desde el momento crítico, al final de la era de Stalin, en que
la crisis en la dirección personal coincidió con una acumulación de cambios en el seno de la sociedad. Al negar
esto, mis críticos abandonan inadvertidamente su extrema oposición al determinismo, y adoptan a su vez una
especie de determinismo completamente irrealista. También ellos dicen ahora que el futuro político de Rusia está
predeterminado, sólo que, en su propia opinión, no son los datos económicos y culturales — el hecho de que las
estepas rusas y los yermos de Siberia se hayan cubierto de millares de nuevas fábricas, que la población urbana
rusa haya crecido en unos cuarenta millones de almas en poco más de veinte años, o que en Rusia asistan a la
escuela proporcionalmente mayor número de jóvenes que en cualquier otra parte del mundo —, no son esos
hechos los que pueden predeterminar el futuro político de Rusia. Es la política de la era de Stalin, y sólo ella —
el sistema de partido único, la ausencia de discusión libre, el culto a la personalidad, el terror de la policía
política, etc. —, lo que va a decidir la forma de las cosas por venir. Su determinismo se resume así: la política
está determinada por la política sola, es autosuficiente e independiente de otros campos de la vida social. En mi
opinión, los procesos económicos son de importancia primordial, pero están íntimamente conexionados con los
desarrollos culturales y con el clima moral; dependen de las circunstancias políticas, y causan a su vez un
poderoso impacto en esas circunstancias. El pseudodeterminismo de mis críticos es unidimensional, mientras
que el "anticuado" determinismo marxista tiene al menos la ventaja de que trata de captar la realidad como es:
multidimensional en todos sus aspectos, y dinámica.
Un cierto tipo de propagandista de la guerra fría "de izquierdas", que no ha tenido todavía tiempo de
desprenderse de la enfermedad infantil del ex-comunismo , aborda el tema desde un punto de vista "marxista", y
dirige contra mi análisis el "arma" del determinismo económico. Una ruptura con la era de Stalin y una
evolución democrática, argumenta ese crítico, están excluidas, porque irían contra el interés de clase o grupo de
la minoría gobernante y privilegiada de la sociedad soviética. Tal argumento, debe recordarse, fue propuesto
primeramente de un modo parcial por Trotski, aunque no podemos hacer a éste responsable de las excesivas
simplificaciones de los trotskistas.
La clase de los directores y los burócratas, se dice, tiene intereses creados que la llevan a mantener la des -
igualdad económica y social de la era de Stalin. Tiene, pues, que conservar a salvo todo el aparato de coacción y
terror que impone a la fuerza esa desigualdad.
Esa argumentación supone:
a) que existe un alto grado de algo así como solidaridad de clase en los grupos de directores y burócratas
soviéticos; y
b) que el grupo gobernante está guiado en su política por una clara consciencia del interés de clase pri-
vilegiada, y por una fuerte preocupación por el mismo.
Esos presupuestos pueden ser o no ser correctos; en mi opinión, las pruebas son hasta ahora poco
concluyentes. Un poderoso argumento en contra es que repetidamente hemos visto a la minoría privilegiada y
dirigente de la sociedad soviética profundamente dividida y envuelta en una lucha feroz hasta la exterminación
de amplios sectores de la burocracia. Las víctimas de las grandes purgas de 1936-38 procedían principalmente
de los cuadros del partido, de los grupos directoriales y de los cuerpos de oficiales militares, y, sólo en último
lugar, de las masas no privilegiadas. Admito, no obstante, que para mí es una cuestión aún no resuelta la de si
aquellas purgas aceleraron la integración social de la nueva minoría privilegiada o, al contrario, impidieron que
dicha minoría se constituyese como un sólido estrato social.
En cualquier caso, no podemos decir de antemano hasta qué punto los grupos privilegiados pueden resistir una
tendencia democrática e igualitaria surgida en la sociedad soviética. Puede ser que defiendan sus pri vilegios con
uñas y dientes, y que combatan toda tendencia de esa naturaleza con obstinada crueldad. Pero es, al menos,
perfectamente posible que la "solidaridad de clase" de la minoría privilegiada resulte débil, que su resistencia a
la tendencia socialista-democrática resulte falta de ánimo e ineficaz y que el primer impulso en favor de
reformas cuasi-liberales provenga, como ya ha provenido, de las filas de la misma burocracia. Eso no quiere
decir que haya que esperar que la democratización tenga erecto exclusivamente por medio de una reforma desde
arriba: puede ser necesaria una combinación de presión desde abajo y reforma desde arriba. Pero, en una cierta
etapa del desarrollo, es la reforma cuasi-liberal desde arriba lo que puede espolear del modo más efectivo una
reanimación de la acción política espontánea de abajo, o crear las condiciones en las cuales tal acción puede
hacerse posible después de toda una época de sopor totalitario.
Pero aunque supongamos, en favor de la argumentación, que la burocracia soviética representa un interés
social y político particular, no se seguiría sin más que ese interés tuviera que ponerse en la perpetuación de la
extrema desigualdad y opresión de la era de Stalin. Esa desigualdad fue el resultado directo de una pobreza de
recursos disponibles, que no permitía no ya una distribución igualitaria, sino ni siquiera una remota
aproximación al igualitarismo. Como ya he indicado, con mayor extensión, en Rusia después de Stalin, una
fuerte diferenciación en los ingresos era el único medio para que Rusia pudiese desarrollar sus recursos de un
modo suficiente para superar aquella pobreza inicial. En otras palabras, los privilegios de los grupos de
directores y burócratas coincidían con un más amplio interés nacional. Pero, con los progresos de las fuerzas
productivas, que hacen posible el alivio de la pobreza aún existente en materia de bienes de consumo, una
reducción de la desigualdad se hace posible, deseable e incluso necesaria para el ulterior desarrollo de la riqueza
y civilización de la nación. No es necesario que tal reducción tenga lugar primordial o principalmente por medio
de una baja en el nivel de vida de la minoría privilegiada; puede lograrse por medio de la elevación del nivel de
la mayoría. En una sociedad estancada, que vive con una renta nacional cuyo volumen permanece estacionario
durante años, el nivel de vida de las masas no puede ser mejorado como no sea a expensas de los grupos
privilegiados, que, en consecuencia, se resisten a todo intento de semejante mejora. Pero en una sociedad que
vive con una renta nacional rápidamente creciente, los grupos privilegiados no necesitan pagar, o no necesitan
pagar a alto precio, la mejora en el bienestar de las masas trabajadoras; y, en consecuencia, no están
necesariamente forzados a oponerse a dicha mejora.
La minoría privilegiada de la URSS no tiene un interés absoluto, aunque pueda tener un interés relativo y
temporal, en perpetuar las discrepancias económicas y los antagonismos sociales que fueron inevitables a un
nivel más bajo del desarrollo económico. Ni necesita adherirse a un régimen político ideado para suprimir y
ocultar aquellos antagonismos tras una fachada "monolítica". El stalinismo, no su ortodoxia, su telón de acero
y su elaborada mitología política, mantuvo al pueblo soviético más o menos a oscuras en cuanto al alcance y
profundidad de sus propias divisiones sociales. Pero con el fenomenal crecimiento de la riqueza soviética esas
divisiones tienden a suavizarse; y la ortodoxia, el telón de acero y la elaborada mitología del stalinismo tienden
a convertirse en socialmente inútiles. Solamente la inercia puede mantenerlos en su ser todavía durante algún
tiempo, pero la inercia se desgasta a sí misma; y es difícil que quien observa con los ojos abiertos la escena
soviética no vea que ya está empezando a desgastarse.
Más que en cualquier otro tiempo histórico anterior, la evolución política de las naciones depende ahora
tanto de factores internacionales como de factores internos. El peligro de guerra y el miedo a la misma no for-
talecen las instituciones democráticas en ninguna parte del mundo. Sería necio esperar que una tendencia de-
mocrática en la URSS, que, en todo caso, tendría que luchar con tanta resistencia, pudiera fortalecerse mien tras
prevalezca un talante guerrero dentro y fuera de la Unión Soviética. Todo nuevo aumento de tensión inter-
nacional refrenará, con la mayor probabilidad, la tendencia democrática y estimulará una nueva forma de
autoritarismo o totalitarismo. Dado que la forma stalinista ha perdido su relativa justificación histórica, y dado
que el peligro de guerra realza la ya fuerte posición de las fuerzas armadas, es probable que ese nuevo autori -
tarismo o totalitarismo asumiera una forma bonapartista. Una versión soviética del bonapartismo incrementaría a
su vez el peligro de guerra, o quizás hiciese la guerra inevitable.
Esa tendencia de pensamiento parece haber chocado a mi crítico. Raymond Aron, al que ya he citado ante -
riormente, hace esta pregunta: "Pourquoi un régime bo- napartiste mgnifierait-il la guerre? Un général, qui
sefforcerait de liquider le terrorisme du partí, serait normalement enclin á un accord avec l'Occident".46 Releo
esas frases y me froto los ojos: ¿es posible que hayan sido escritas por un francés, y por un francés que es
"filósofo político"? Pourquoi un régime bonapartiste sig- nifierait-il la guerre? ¿Por qué la significó en
realidad?
Y ¿por qué la suposición de que un régimen similar en Rusia significaría también la guerra parece tan violenta?
Porque un general "que se esforzase en liquidar el terrorismo del partido" debería tener una mentalidad pacífica.
Pero, podemos preguntar, ¿no fue el terrorismo interno del partido jacobino liquidado bajo Napoleón?
Y ¿no proyectó Napoleón, en cierto sentido, ese terrorismo al campo internacional?
Independientemente de la escuela histórica a que podamos pertenecer, bonapartista o antibonapartista,
jacobina o antijacobina, no podemos negar la aparente paradoja de que, con todo su terrorismo interno, los ja -
cobinos condujeron su política internacional de un modo mucho más pacífico que Napoleón, el cual, en los
asuntos interiores, impuso el orden y el derecho. ¿No procedió de Danton y Robespierre, los terroristas
revolucionarios, la advertencia contra la idea de llevar la revolución fuera del país, a punta de bayoneta? Los ja-
cobinos suprimieron por medio de la guillotina las tensiones internas que la revolución había puesto al des-
cubierto o había producido, mientras que Napoleón solamente podía hacer frente a aquellas tensiones buscán-
doles salida hacia el exterior de la nación. Desde luego que ése no fue sino un aspecto del problema — el otro
fue la actitud de Inglaterra y de la Europa contrarrevolucionaria—, pero fue un aspecto muy esencial.
Quizás ahora se pueda ver por qué no es del todo irreal una analogía en el caso de Rusia. Un mariscal o
general puede instalarse en el Kremlin, "liquidar el terrorismo del partido" y tener las más pacíficas intenciones
hacia el mundo exterior. Pero sus intenciones pueden pesar poco en comparación con las circunstancias de su
acceso al poder. Tendría que heredar las más graves tensiones del régimen stalinista o post-stalinista. Las
tensiones entre la ciudad y el campo, entre el colectivismo y el individualismo campesino y entre la Rusia
propiamente dicha, por un lado, y Ucrania, Georgia y las restantes repúblicas periféricas, por el otro. El
stalinismo ha suprimido casi continuamente esas tensiones mediante métodos terroristas. Por eso precisamente es
por lo que fue, en general, pacífico en sus relaciones exteriores; Stalin estaba preocupado por sus problemas
46
"¿Por qué un régimen bonapartista significaría la guerra? Un general que se esforzase en liquidar el terrorismo del partido tendería normalmente a
un acuerdo con Occidente,"
domésticos, y su manera de tratarlos era tal que, sin verse nunca libre de tales preocupaciones, tenía que
mantener una actitud esencialmente defensiva hacia el mundo exterior. En 1948-52, cuando Rusia tenía en
Europa un predominio militar inmediato innegable, un Bonaparte ruso podría haber cursado órdenes de avance al
ejército rojo; Stalin, a pesar de su "actitud maniquea" y su "fervor mesiánico", no lo hizo. Cualesquiera que sean
los clichés de las historias y la propaganda al uso, el terrorismo interno y la política exterior prudente y "amante
de la paz" de Stalin no fueron sino las dos caras de una misma medalla.
Si un mariscal soviético tomase el poder, lo haría en condiciones de desorden interno y aguda tensión inter -
nacional; en una situación más normal, difícilmente encontraría facilidades para su ascenso al poder. O encon-
traría destruido el aparato de terrorismo staliniano, o tendría que destruirlo él mismo para justificarse. De ese
modo, se vería privado de los viejos medios para controlar y suprimir las tensiones domésticas. La peli grosa
situación internacional apenas le permitiría enfrentarse con esas tensiones de una manera paciente, lenta,
reformista. La inestabilidad e inseguridad internas comunicarían un carácter explosivo a su política extranjera: se
vería obligado a buscar a las tensiones domésticas un "salida al exterior de la nación". Luego de comenzar por el
establecimiento de la ley y el orden en casa, y por las más pacíficas intenciones en relación con el mundo
exterior, el Bonaparte ruso, como su prototipo francés, se vería empujado a una aventura militar impredecible, en
parte a causa de que no podría ejercer un buen control interno mediante un terrorismo intenso. Probablemente
resultaría mucho más belicoso que Stalin y Molotov y Malenkov, en la misma medida en que Napoleón resultó
ser más belicoso que Robespierre y Danton.
Admito que sigo siendo determinista en este punto: la última singladura en que se embarcaría un Bonaparte
soviético no dependería gran cosa de su presunta inclinación personal a llegar a un acuerdo con el Occi dente.
Podría estar inspirado por la más pacífica de las intenciones; podría incluso llegar a su paz de Amiens (acerca de
cuyo significado discutirían más tarde generaciones de historiadores); y aun así, con toda probabilidad se vería
impulsado a la guerra, incluso a una guerra "agresiva", por una combinación de factores internacionales e
internos.
La mayoría de las veces la perspectiva de mis críticos está condicionada por su prejuicio contra el
bolchevismo en todas sus fases, pre-stalinista, stalinista y post-stalinista. Ese prejuicio les lleva a la más ridícu la
e intempestiva apología del zarismo, y a hablar extensamente de los rasgos progresivos del régimen zarista, que,
si hubiese durado hasta nuestros días, habría llevado a Rusia mucho más adelante, por el camino del progreso
industrial y cultural, de lo que lo ha hecho el régimen bolchevique. Ese mismo prejuicio es el que les predispone
a saludar con alegría el advenimiento de un Bonaparte soviético. "¡Cualquiera, cualquiera es preferible a los
bolcheviques!", parece ser la máxima. Todo cuanto se diga sobre el elemento democrático proletario del
bolchevismo — un elemento muy soterrado, pero genuino — les parece irreal. Y no obstante, la visión del ángel
de la paz vestido con el uniforme de Bonaparte ruso no les parece extraña.
La alternativa sigue siendo entre una revolución democrática del comunismo y algún tipo de dictadura mi-
litar. Ésa es, a mi parecer, la alternativa básica, la alternativa a largo plazo. Nunca se me ha ocurrido que la
decisión histórica tuviese lugar a poco de la muerte de Stalin. En cualquier caso, la plena "liberalización" del
régimen, o el pleno resurgir cíe la tradición democrática proletaria del comunismo, no podrían ser cuestión de
unos pocos meses, ni siquiera de unos pocos años. Lo que podían poner, y han puesto, de manifiesto los
acontecimientos que siguieron inmediatamente a la muerte de Stalin, es que la alternativa anteriormente es -
bozada es real, y que los impulsos que pueden llevar a la Unión Soviética en una dirección u otra están ya
operando, y en conflicto mutuo. El carácter de largo plazo que doy al pronóstico me exime de la necesidad de
llevar más adelante la réplica a mis críticos que apuntan a los acontecimientos de unos pocos meses para concluir
que mi predicción ha sido refutada. Solamente puedo expresar una cierta sorpresa ante esa ingenua alta de
consideración del factor tiempo.
Eso no quiere decir que podamos ignorar la conexión entre la evolución a corto plazo o a largo plazo, ni que
hayamos fijado nuestra mirada en esta última de un modo tan exclusivista que no hayamos sabido apre ciar la
primera. Mi pronóstico tenía también en cuenta las perspectivas a corto plazo. En Rusia después de Stalin escribí
que, aparte de la alternativa básica — dictadura militar o democracia socialista —, había también la posibilidad
de "'una recaída en la forma stalinista de dictadura". Y añadía: "Una recaída prolongada en el stalinismo es muy
improbable" (p. 159 de la edición inglesa, Russia After Stalin). El adjetivo "prolongada", subrayado en el
original, apuntaba directamente, aunque quizá demasiado lacónicamente, a la probabilidad de una recaída breve.
Algo parecido a eso ha ocurrido mientras tanto y se encuentra todavía en progreso; pero esa recaída ha sido sólo
parcial, vaga y débil, y está siendo cuidadosamente disimulada.
La historia de Rusia no ha hecho más que abrir un nuevo capítulo; observemos pacientemente cómo se van
llenando sus páginas.
Lo que se dejaba oír en todos los recientes debates era la protesta de la intelligentsia soviética contra la
esterilidad y mediocridad mental a que el stalinismo la había condenado. Los economistas han desahogado su
resentimiento ante una ortodoxia en la que se veían reducidos al papel de registros gramofónicos de la voz de
Stalin. Los biólogos han reaccionado contra la humillación que habían sufrido a manos de Lisenko. Los físicos
han declarado que estaban hartos de la jactancia chauvinista de la gran Rusia, en boga hasta hace poco tiempo, y
de su aislamiento respecto de la ciencia del Occidente. Los pintores y escultores se han rebelado contra el
"realismo socialista", que les ha obligado a ataviar, en un estilo de falsa imitación, a Stalin y su séquito como
semidioses. Novelistas y poetas han expresado disgusto ante los moldes en que el control del pensamiento había
procurado obligar a entrar a su imaginación creadora, ante la obligación de crear dramas sin verdadero conflicto,
novelas sin personajes vivos y poesía lírica sin sentimiento genuino. "Ya tenemos bastante de vuestros premios
Stalin y de fantásticos honorarios y privilegios para corrompernos y corromper nuestra mentalidad", han gritado
públicamente algunos de ellos. La juventud de Rusia, los estudiantes de las universidades de Moscú, Leningrado
y Kiev, se han rebelado contra la hipocresía y el rígido formalismo del culto a Stalin. Dos generaciones se han
dado la mano en ese movimiento: personas de edad que han soportado, con miedo y docilidad, la carga de la
ortodoxia stalinista durante la mayor parte de sus vidas; y los jóvenes anhelantes de desechar esa carga en el
umbral de su vida adulta. Incluso en campos de concentración de las regiones polares, si hay que dar crédito a
recientes exinternados, los deportados han formado distintos grupos, han trazado sus programas políticos y
esquemas de futuro y han discutido entre ellos, algo que no habían hecho durante los últimos veinte años.
La actitud de los sucesores de Stalin ante ese desarrollo de los acontecimientos es ambigua. En el seno del
gobierno Malenkov parecen habitar dos almas. Fue ese mismo gobierno el que inició la actual búsqueda cuando
enterró el culto a Stalin junto con el cuerpo del propio Stalin, cuando ordenó a los propagandistas del partido que
desencadenasen el ataque contra el "culto no-marxista a un solo jefe", cuando insinuó al pueblo que había
llegado la hora de desechar los totems y tabúes de la era de Stalin, cuando puso dramáticamente de relieve los
fallos de Stalin en diversos campos de la política, y cuando abrió las pesadas puertas del Kremlin al hombre de la
calle y a la juventud rusa. La intelligentsia tomó todos esos gestos e insinuaciones como la promesa de una
nueva era, como aliento y reto a su pensamiento, su valor y su dignidad. Por algo llamó Ilya Ehrenburg a su
nueva y polémica novela El deshielo.
Los íntimos asociados y sucesores de Stalin fueron, en efecto, los primeros en romper el hielo. Pero pronto
comenzaron a preguntarse con perplejidad si los témpanos al deshelarse no les hundirían a ellos. Se habían
deshecho del culto a Stalin, por el que ellos mismos habían sido oprimidos, con un suspiro de alivio, pero
también con reservas mentales. Malenkov, Jruschov y Molotov, para no hablar de Beria, habían debido a Stalin
sus posiciones de poder. En diversos grados, todos ellos habían sido sus cómplices. Una desaprobación franca y
radical del stalinismo amenazaría con atraer el descrédito sobre sus propias cabezas. No pueden permitir que el
pueblo soviético conozca toda la verdad sobre la era de Stalin. No pueden arrastrar el cadáver de su amo por el
barro y evitar que les alcancen las salpicaduras. Después de abandonar tranquilamente el culto, no podían por
menos de intentar salvar sus restos. Después de haberse alejado a hurtadillas de la ortodo xia stalinista no podían
por menos de tratar de volver de nuevo a hurtadillas a la misma.
Su dilema no está determinado, sin embargo, por esas solas consideraciones. Hay en la herencia stalinista
elementos importantes a los que ningún gobierno comunista podría renunciar, ni siquiera un gobierno que cons-
tase exclusivamente de hombres sin contagio de stalinismo, si tal gobierno fuera posible. Es más, tampoco un
gobierno anticomunista podría renunciar a ellos. Nadie podría desmantelar la economía planificada establecida
por Stalin, ni permitir que los campesinos abandonasen en masa las granjas colectivas para volver a la pequeña
propiedad, sin condenar a Rusia al caos, a la miseria y al hambre (como he argumentado con ma yor detalle en
uno de mis últimos libros). Los sucesores de Stalin se han comprometido explícitamente, desde luego, a
conservar y desarrollar esos elementos de la herencia stalinista.
Ahí reside la fuente más profunda de la mayor parte de sus dilemas.
La presente estructura social de la Unión Soviética está ya establecida de un modo demasiado firme para poder
ser deshecha, pero aún no con la suficiente firmeza para que funcione enteramente por sí misma, sin coerción
aesde arriba. Ya no necesita para su sobrevivencia toda la disciplina totalitaria por la que fue establecida, pero no
puede pasarse por completo sin la misma. El gobierno de Malenkov ha tratado de encontrar, mediante ensayos y
errores, un nuevo equilibrio entre coerción y persuasión. Ha relajado la disciplina stalinista, pero vigila
ansiosamente para discernir si los descontentos y fermentos dejados de ese modo en libertad no están
convirtiéndose en una amenaza tanto para la estructura de la sociedad como para la posición del grupo
gobernante. La controversia en las filas de la inteiligentsia y las reacciones oficiales a la misma son sintomáticas
de esa compleja situación.
El camino de regreso a la ortodoxia y la disciplina stalinista está cortado, porque esa ortodoxia y esa dis -
ciplina pertenecen a una época que ha llegado a su término. Se adaptaban a una sociedad esencialmente
primitiva, pre-industrial, comprometida en una colectivización y una industrialización febril. Resultaron del
intento de imponer a la Rusia de los mujiks un ideal y un modo de vida para los que Rusia no estaba preparada,
ni material ni mentalmente. La magia primitiva del stalinismo, la deificación del jefe y los extravagantes y
elaborados rituales del stalinismo dimanaron del atraso ruso y sirvieron para combatir ese retraso. Dado que la
vasta y veloz transformación de toda la perspectiva social del mundo ruso, emprendida por Stalin, no se basó en
la voluntad y comprensión del pueblo, su origen tenía que hacerse remontar a la sabiduría y la voluntad
sobrehumana del jefe. La oposición fue motejada como obra del diablo, especialmente cuando estaba inspirada
por la tradición marxista, que era irreconciliable con el culto del jefe y la magia primitiva. A todo lo largo de la
era de Stalin, los gobernantes, los ideólogos y los policías se afanaron constantemente en traducir las modernas
concepciones del marxismo al idioma de la magia primitiva, y en traducir los "haz" y "no hagas" de esa magia al
vocabulario del marxismo.
Después de unas décadas de tal dieta ideológica, la intelectualidad soviética sufre visiblemente de náu sea moral.
Es una intelectualidad muy diferente de la que asistió al apogeo de Stalin. Ya no le sirve de fondo la Rusia inerte
e impotente del mujik, sino la segunda potencia industrial del mundo, que ha pisado el umbral de la era atómica
en casi simultaneidacf con los Estados Unidos. Es cierto que mucho del viejo primitivismo bár baro sigue
estando implantado en la vida de Rusia. Pero, mientras que la antigua inteligentsia padecía agudamente la
discrepancia entre su propio progreso intelectual y la pobreza y atraso de la nación, la generación actual sufre
aun más agudamente el contraste entre el progreso material de la nación y el atraso de su propio clima espiritual.
Ese estado de cosas afecta a la sociedad soviética en general, no solamente a la intelligentsia. La economía
nacional, el funcionamiento de las instituciones sociales y la eficiencia de la administración resultan no menos
afectados que la vida académica, la literatura y las artes. El monolítico control de pensamiento, que el
stalinismo había utilizado para imponer la industrialización y la colectivización, y para hacer que la sociedad
soviética aceptase todas las miserias resultantes, ha pasado ahora a ser un obstáculo formidable para llevar más
adelante el progreso en la tecnología, en el gobierno y en la organización social. Después de vivir durante dé -
cadas bajo su propia especie (triunfante) de maccarthysmo, con sus pruebas de lealtad, sus acusaciones de
actividades anti-bolcheviques, cazas de brujas, purgas, suspicacias terroristas y terrorismos suspicaces, la so -
ciedad soviética, por razones de autoconservación, se ve impulsada a ensayar y recuperar su iniciativa y su
libertad de decisión y acción. Un número demasiado elevado de sus hombres públicos, funcionarios civiles,
científicos, intelectuales y obreros se han convertido en criaturas acobardadas e intimidadas, vacías de
aspiraciones y ambiciones creadoras. Lo sorprendente en tales circunstancias no son los fallos de Rusia, sino
sus logros en tantos campos. Es un hecho que, por ejemplo, no hace mucho tiempo que algunos de los mejores
ingenieros aeronáuticos de Rusia proyectasen sus mejores prototipos en celdas carcelarias o en lugares de
exilio; y su suerte fue casi un símbolo de las condiciones en que las energías creadoras de Rusia procuraban
afirmarse bajo el stalinismo.
Pero una moderna nación industrial no puede permitir que sus energías creadoras estén tan restringidas, como no
esté dispuesta a aceptar la pena correspondiente: el estancamiento final. Cuanto más tecnológicamente avanzada
esté una nación, mayor es ese peligro, porque su misma existencia depende de la libertad de sus tecnólogos y
administradores para ejercitar sus capacidades y para hacer valer su juicio. Las necesidades de desarrollo de
Rusia están ahora con la magia stalinista en un conflicto mucho más directo y dramático que nunca. Literal y
metafóricamente, es preciso que los ingenieros aeronáuticos sean liberados de sus prisiones para que la
producción aeronáutica rusa pueda satisfacer las demandas que le hace, para mencionar una sola cosa, la carrera
internacional de los armamentos. Ha de concederse a los biólogos libertad de investigación para que la
agricultura supere su grave desfase con el resto de la economía. Los directores de la industria tienen que ser
liberados de los grilletes del supercentralismo stalinista, que todavía era tolerable a un nivel de industrialización
más bajo y menos complejo, cuando el Politburó podía aún penetrar de algún modo los problemas de cada grupo
importante de producción industrial y zanjarlos con sus propias decisiones. Y tampoco puede mantenerse a la
masa de obreros industriales especializados en una condición de semi-servidumbre si se quiere mejorar la
eficiencia del trabajo. Y, por último, aunque no sea lo menos importante, habrá que quitar la mordaza a los
escritores, artistas y periodistas, si es que se quiere tender un puente sobre la brecha que separa a gobernantes y
gobernados, o estrechar esa brecha. Por eso los sucesores de Stalin no pueden seguir imponiendo a la fuerza la
vieja disciplina, independientemente del temor que puedan sentir ante las consecuencias de su relajación.
Los giros y curvas de su política tienen su reflejo en los recientes destinos del culto a Stalin. Después de la
muerte de Stalin, su nombre no fue mencionado durante meses. El silencio acerca de él no hubiera sido más
profundo si llevara muerto un centenar de años; y para subrayar el significado de dicho silencio estaban las
enfáticas denuncias del "culto no marxista a un jefe único".
Pero en aquel silencio había algo irreal y embarazoso: un sentimiento de tensión y embarazo que procedía
del hecho de que el nuevo esqueleto en el cementerio soviético era la deidad omnipresente de ayer. Al cabo de
un tiempo Stalin empezó a ser mencionado de nuevo, como casualmente, por los propagandistas. Siguieron
discretos recordatorios de sus méritos, tan rápidamente olvidados. A continuación se le semi-restauró
furtivamente a la sucesión apostólica de Marx-Engels- Lenin. Pero incluso ahora el lugar que se le concede en
los cuadros históricos retrospectivos, que constantemente están siendo dibujados, y vueltos a dibujar, y
retocados, no pasa de ser el de una modesta nota a pie de página en la epopeya de Lenin, la revolución y el
estado soviético. Salvada del montón de los trastos viejos, manchada y desfigurada, la figura de Stalin ha sido de
nuevo autorizada a recibir una cierta medida de respetabilidad ideológica. Esas vicisitudes póstumas del culto a
Stalin, tan cómicas para el espectador extraño, son de una portentosa gravedad para el ciudadano soviético, al
que le indican hasta qué punto se le permite o no se le permite apartarse de la ortodoxia y la disciplina de
antaño.
El desenmascaramiento del stalinismo está ahora evidentemente prohibido. Pero el alejamiento del stalinismo
continúa de modo tranquilo en muchos campos. Allí donde la ortodoxia estorba al progreso tecnológico o a la
eficacia económica, los cánones del stalinismo están siendo desechados sin pregonarlo. Al mismo tiempo, la
reacción contra el stalinismo está siendo refrenada y desanimada en aquellos campos en que puede afectar
directamente a la estabilidad política del régimen. Pero no es fácil trazar una línea entre eficiencia social y
conveniencias políticas, porque muchas veces las exigencias de aquélla y éstas chocan entre sí.
Quizá la reforma más importante haya sido la decretada en la educación. No solamente ha sido suprimido el
culto a Stalin que tanto estorbaba en todos los procesos educativos. El sistema de la enseñanza está siendo
además liberado de las garras del autoritarismo, y se alienta a los pedagogos a que adopten de nuevo aquellas
concepciones experimentales y más libertarias que animaron a la escuela soviética en los primeros años del
régimen socialista. En tiempos de Stalin el sistema educacional daba al alumno, aparte de adiestramiento técnico
y Politgramota ("alfabetización política"), los hábitos de una obediencia sin preguntas. La relación del profesor
al alumno era de un anticuado paternalismo, un reflejo de la actitud paternalista del propio Stalin hacia "su"
pueblo. Austera disciplina de aula, uniforme obligatorio, una multiplicidad de exámenes severos y de mucho
formalismo, habían hecho a la escuela stalinista casi indistinguible, en las maneras y estilo de la enseñanza, de
las escuelas y seminarios de la época zarista. La coeducación era, desde luego, desaprobada, y a veces se
prohibía. El fantasma de Pobedonostsev, el famoso ideólogo reaccionario, parecía acechar las aulas y sonreír
con maligno contento.
La nueva reforma ha rehabilitado y reintroducido la coeducación. Los planes de estudio han sido ampliados y se
han hecho menos rígidos. El número de exámenes ha sido reducido sustancialmente y la disciplina escolar
deberá hacerse menos formalista. El sistema paternalista está siendo reemplazado por otro en el que se da más
importancia a la formación de un carácter y una mentalidad independiente en el discípulo. Y, des pués de un
intervalo de casi un cuarto de siglo, la escuela soviética está reemprendiendo el experimento de "educación
politécnica", que se propone acercar las aulas a los talleres industriales y al campo, y combinar el trabajo
intelectual con las tareas manuales, Cuando se ensayó ese experimento en los primeros años del régimen
soviético falló en parte porque el éxito de la educación "politécnica" requiere un marco y un medio industrial
muy moderno, del que por entonces no se disponía. Además, Stalin veía la escuela politécnica con suspicacia y
hostilidad, por la perspectiva modernista y aritiautoritaria de la misma. La Rusia post-staliniana necesita un
sistema educacional más moderno y libre que el legado por el stalinismo; y aunque tal sistema pueda ser un
campo de cultivo para el fermento político, os dictados de la eficiencia parecen haber prevalecido en ese caso
sobre los de las conveniencias políticas.
También han sido introducidos cambios en "la educación interna del partido", esto es, en los métodos de
formación de la mentalidad colectiva del partido. Las técnicas stalinistas de adoctrinamiento están siendo par -
cialmente abandonadas en favor de una propagación más sobria y flexible del marxismo-leninismo originario,
según lo entienden los sucesores de Stalin. Para las personas de Occidente, inclinadas a confundir en uno todos
esos temos, la diferencia puede parecer demasiado sutil para que pueda tener importancia política práctica. Para
los ciudadanos soviéticos, por el contrario, la idea de una restauración del marxismo-leninismo origi nario tiene
un peculiar atractivo, comparable quizás al que tuvo el redescubrimiento protestante de la Biblia para los
europeos occidentales hastiados del escolasticismo de la teología medieval. Durante la era de Stalin, una
"exagerada" devoción a Marx y Lenin tendía a marcar como hereje a un miembro del partido. Los clásicos del
marxismo eran leídos, por regla general, en selecciones pre-digeridas, y bajo la guía de comentaristas oficiales.
Durante las grandes purgas de los años treinta, Stalin llegó a prohibir formalmente el estudio "individual" de
Marx por miembros del partido. La lectura de las obras de Marx sólo se permitía en círculos de estudio del
partido; y la asistencia a dichos círculos era obligatoria para los miembros del partido. Stalin pensaba que el
estudio individual de los clásicos del marxismo inducía en el estudiante una actitud de investigación
independiente y crítica de las verdades aceptadas; e ideó reglas de adoctrinamiento del partido que no dejaban a
los miembros de éste ni el tiempo ni la oportunidad de meditar sobre los textos y sacar sus propias conclusiones.
Marx tenía "dragones" y Stalin necesitaba corderos.
Es difícil que los sucesores de Stalin puedan desear producir una nueva semilla de dragones, pero tampoco
les son de mucha utilidad los corderos stalinistas. El adoctrinamiento obligatorio a través de las células del
partido y los círculos de estudio ha sido abolido; la asistencia a esos círculos es ahora voluntaria. Se permite y se
alienta a los miembros del partido a que estudien en privado literatura marxista e historia del partido. Se hace un
intento general de liberar la instrucción ideológica de su antigua rigidez canónica, y de comunicarle un estilo
más moderno y práctico, aunque es sumamente difícil desarraigar de la mentalidad del partido (incluida la mente
de sus instructores) el sello eclesiástico que Stalin había estampado en la misma.
La nueva concepción se ha dejado notar sobre todo en la vida académica, especialmente en aquellas ramas de la
ciencia cuya enseñanza tenía una repercusión más directa en la eficiencia económica. Ya era augurio de nuevos
derroteros el nombramiento, el pasado año, de G. Alexandrov como ministro de Cultura. En el momento crítico
del período Zhdanov, Alexandrov había sido destituido de su puesto de primer funcionario de la instrucción
ideológica y había permanecido eclipsado hasta el final de la era de Stalin. Se alegaba que en su Historia de la
Filosofía había pecado de "objetivismo" y "homenaje servil" ante la filosofía occidental. En realidad, aquella
Historia estaba escrita dentro de la tradición del partido, pero, como un texto académico que era, esbozaba,
sencilla y objetivamente, sin la mezcla de abundantes invectivas polémicas, las tendencias principales de la
filosofía clásica y moderna. Eso, hasta nace poco tiempo, constituía una ofensa imperdonable. El nombramiento
de Alexandrov para el ministerio de Cultura presagiaba, pues, mejores vientos para la investigación académica
concienzuda, una ruptura con la glorificación de todas las cosas rusas y una sólida reestimación de los logros de
la ciencia occidental.
Dicha reestimación ha encontrado expresión desde entonces en una serie de debates sobre los fundamentos de
la filosofía y la ciencia, que siguen aún en proceso en todos los centros académicos soviéticos y en las revistas
eruditas, de los que la controversia ha saltado a las páginas de la prensa nacional. Así, por ejemplo, hace poco
que un eminente académico, el profesor S. L. Sobolev, pasaba revista en Pravda a los problemas de la vida
académica rusa en términos que equivalían a una severa acusación de la era de Stalin y a un ferviente alegato en
favor de la restauración de la integridad intelectual. La glorificación de todas las cosas rusas y el ataque a los
"homenajes serviles" a lo occidental habían llevado, según Sobolev, a que los cuerpos académicos soviéticos
"ignorasen la nueva física" desarrollada en Occidente. Sobolev castigaba la actitud oscurantista, dominante hasta
hace poco, hacia la obra de Einstein, al que Lenin había manifestado un gran respeto y un intenso interés,
independientemente de la "ingenuidad de Einstein en cuestiones de filosofía pura". Ridiculizando las tentativas
de "aniquilar la teoría de la relatividad", Sobolev escribe: "para nosotros son también entrañables los nombres de
los científicos de todos los países..." "Los más interesantes descubrimientos ... están siempre en conexión con la
renuncia a las ideas preconcebidas, y con la audaz ruptura de viejas normas y nociones." "El choque de las
opiniones y la libertad de crítica son los más importantes prerrequisitos del progreso científico." "La actitud
dogmática que pone proposiciones congeladas en el lugar de la genuina investigación, es el enemigo mortal...
Nuestros círculos académicos están todavía lejos de haber abandonado aquella actitud... A algunas tendencias y
obras se las considera testimonio de lealtad política ... otras han de cargar con las etiquetas tópicas de
'reaccionarias' o 'idealistas'." Y ésa no es más que una de las muchas voces que últimamente se dejan oír
abogando por el abandono del modo de ver en "blanco y negro" y por el renacimiento del arte del debate
imparcial y desapasionado.
En el curso de esa controversia es muy posible que aparezcan también nuevos problemas que sus iniciadores no
se habían propuesto plantear. Cuando los lectores de Pravda “el choque de las opiniones y la libertad de crítica
son los más importantes prerrequisitos del progreso científico", pueden hacerse la reflexión de si eso tiene
también aplicación a las ciencias sociales y políticas y a la política misma. En esos campos casi no ha habido
signo alguno de "choque de opiniones" o libertad de crítica. Es verdad que también la perspectiva política es más
sobria y racional de lo que era en los días de Stalin, pero continúa siendo "monolítica". Evidentemente, los
sucesores de Stalin están decididos a mantener la política aislada del fermento de las ideas. Apelan al partido
para que éste ejercite el "juicio colectivo", no descanse sus responsabilidades en un jefe único y reviva la
"democracia interna del partido". Pero, lo mismo que algunos personajes de Guerra y Taz de Tolstoi criticaban
la política del zar pero se detenían siempre instintivamente en el preciso punto en que podía parecer que a quien
criticaban era al zar mismo, o a la autocracia, así los portavoces del partido se detienen siempre en el punto en
que la lógica de sus propias argumentaciones podría llevarles a abogar por el derecho de los miembros comunes a
disentir de la política de sus dirigentes y a buscar un cambio en la dirección del partido.
Pero el ciudadano con mentalidad política encuentra una especie de sustitutivo a la controversia política en
los recientes debates literarios. Poco después de la muerte de Stalin tuvo lugar en los círculos literarios algo
parecido a una explosión de descontento. La distancia entre la literatura y la política es en Rusia, y siempre lo ha
sido, muy corta, pues allí el "arte por el arte" no ha gozado nunca de mucha aceptación. Los rusos han esperado
siempre de sus novelistas, poetas y críticos literarios que actúen como su conciencia social y que produzcan el
mensaje político de su tiempo. Son muy pocos los grandes escritores rusos que han dejado cumplida esa
esperanza. Puchkin, Tolstoi, Dostoyevski, Gorki, para no hablar de escritores como Bielinski y Chernichevski,
tuvieron algo de institución política en su tiempo. Por otra parte, muchos de los líderes de los movimientos
revolucionarios fueron hombres de letras. Cuando se preguntó a Trotski por qué la Rusia soviética no tenía un
crítico literario del calibre de Bielinski, respondió que los nuevos Bielinskis tenían su asiento en el Politburó, y
no disponían de tiempo para actividades literarias. Stalin expulsó a los Bielinskis del Politburó y de la literatura;
y los exterminó. Pero la observación de Trotski era esencialmente correcta: el hombre de letras ruso es
potencialmente un
portavoz político; y todo fermento de ideas en literatura afecta por contagio a la atmósfera política del país.
Pasemos ahora una breve revista a los temas que han ocupado el centro de los debates literarios, y
consideremos su significación.
Los extraños pueden encontrar singular que los debates alcanzasen el tono más alto de pasión política
cuando un crítico literario, V. Pomerantsev, publicó un ensayo en el que sostenía que el criterio por el que
hay que juzgar una obra literaria es el de si ésta expresa o no una emoción sincera. Considerar la sinceridad
como el criterio de valor artístico no es una idea muy nueva ni sofisticada. Un ensayo como el de
Pomerantsev difícilmente habría dado origen a una cause célebre fuera de Rusia. Pero en Rusia esa exaltación
de la sinceridad - ha tenido el efecto de una bomba. Después del silencio aterrorizado de tantos años, la
acústica política rusa se ha hecho muy sensitiva, de modo que hasta las palabras más inocentes pueden sonar
como un llamamiento a la revuelta. Implícitamente, Pomerantsev ha denunciado la producción literaria de la
era de Stalin como un producto de la hipocresía, y eso solo habría sido suficiente para que muchas hachas se
afilasen contra él. Pomerantsev intentó además sustituir los consagrados criterios de confiabilidad ideológica
y lealtad política por el criterio de la sinceridad. Quizás inadvertidamente, sugería que, para un escritor
soviético, ser leal significaba ser hipócrita, o, en todo caso, que la deslealtad podía ser redimida si detrás de
ella había una emoción sincera. Así es como le han entendido los dirigentes del partido, y así tenía también
que entenderle el público lector.
Pomerantsev ha sido silenciado y denunciado, aunque la denuncia ha sido envuelta en términos mucho
menos severos que los habituales en tiempos de Stalin. Los portavoces del partido han dicho que la necesidad
de sinceridad ha de darse por supuesta, pero que es intolerable que el criterio de la sinceridad se vuelva
contra los criterios de verdad y devoción a la causa comunista. Y legiones de propagandistas y escritores se han
lanzado a un ataque contra el "pomerantsevismo". Nadie que desee perder el derecho a la respetabilidad
continuará la defensa de esa delicada dama, la sinceridad.
Pero antes de que comenzase la ofensiva contra Pomerantsev, la sinceridad no estuvo ni mucho menos falta
de defensores. Volaron entusiásticamente en su ayuda los estudiantes universitarios de Moscú y los
Komsomoltsi. Inundaron la mesa de despacho del director de la Komsomolskaia Pravda con cartas que apo-
yaban ardientemente la "tesis" de Pomerantsev; y algunas de esas cartas llegaron a publicarse. Durante semanas,
las salas de lectura de universidades, clubs y locales del Komsomol resonaron con apasionadas defensas de
Pomerantsev.Ése parece haber sido el punto crítico del episodio. Los Komsomoltsi protestaban no solamente
contra las estereotipias de la novela soviética, sus héroes faltos de vida, sus argumentos poco convincentes y sus
finales felices "ideológicamente correctos". Por alusión, o quizás incluso directamente, criticaban también las
consagradas convenciones de la vida política, convenciones igualmente artificiales e igualmente "faltas de
sinceridad". Censuraban el espejo literario y también la realidad política reflejada en ese espejo. Las personas
mayores se tomaron la nueva promesa de una era más libre con una cierta dosis de incredulidad y cautela. Los
adolescentes, por el contrario, reaccionaron con un ardor y una rimbombancia que desconcertó a los dirigentes
del partido. Algunos portavoces del partido han declarado, en efecto, que la última ocasión en que se presenció
en Moscú un estallido similar de rebeldía juvenil fue treinta años atrás, cuando — ¡oh horror! — estudiantes
moscovitas aclamaron las diatribas de Trotski contra la "degenerada" burocracia del partido. ¡Desdichados
chicos y chicas! ¡Después del hundimiento intelectual de la era de Stalin, un Pomerantsev fue suficiente para
encender su entusiasmo! Pero, a pesar de su tosquedad, ese alboroto estudiantil será recordado probablemente
como un golpe asestado por la juventud de Rusia a la hipocresía bizantina legada por el stalinismo.
El segundo tema de controversia, que puede también parecer curioso a los extraños, se refiere aparentemente
sólo al teatro. Ya en tiempo de Stalin, el público, los críticos, los actores y los productores se habían quejado de
la "ausencia de verdadero conflicto" en el drama contemporáneo soviético; y tal ausencia ha llegado a ser
reconocida desde entonces como el defecto principal del teatro soviético contemporáneo. En el teatro ruso, la
representación de una pieza clásica suele constituir un sublime festival artístico. Pero el mismo teatro se
transforma en un abismo de aburrimiento en cuanto se pone en escena una obra contemporánea. Ahora el
público ha "ascendido", por así decirlo, al abucheo y los silbidos; y abucheos y silbidos encuentran eco en
periódicos literarios y revistas teatrales.
También aquí se agita en el fondo un tema político. El teatro paga las culpas de la política monolítica. No es
posible poner en escena ningún verdadero conflicto contemporáneo cuando tal conflicto no se permite o no se
admite en la vida real. Es bastante injusto que se pida al dramaturgo que resuelva un problema cuya solución
está, en definitiva, en manos de los políticos. La concepción oficial sigue siendo que no existe ni puede existir
antagonismo alguno entre las diversas clases y grupos de una sociedad que se supone sin clases: entre obrero y
campesino, director industrial y burócrata, hombre del partido y hombre ajeno al partido; o entre gobernante y
gobernado, joven y viejo, para no hablar ya de conflicto entre los sexos. El régimen monolítico ha sido ideado
precisamente para velar y suprimir los existentes antagonismos sociales y para mantenerlos por debajo de la
superficie de la conciencia nacional. No se permite a la sociedad que se haga consciente de la na turaleza de sus
conflictos internos, que deje seguir su curso a esos conflictos o que les busque conscientemente una solución. El
drama soviético ha visto así denegado su alimento y su sangre, y no es sorprendente que agonice de anemia
perniciosa.
Desde ese punto, el debate literario ha girado hacia el problema del "héroe positivo" y del villano. También
aquí la discusión literaria toca a las mismas fuentes de la moral soviética. El que una literatura tenga éxito en la
producción del "héroe positivo", y el que ese héroe alcance un eco, depende, aparte del poder de presen tación
artística del escritor, de que los ideales y virtudes encarnados en ese héroe resulten convincentes en un ambiente
dado, y de que correspondan a los estados de ánimo de dicho ambiente. La literatura de la era de Stalin trató de
retratar, al dictado, al grupo gobernante como parangón de virtudes; de ese modo, sus personajes no podían estar
animados por una emoción genuina, ni revestidos de verdad psicológica; tenían siempre que moverse, hablar y
comportarse de acuerdo con la última resolución del partido o el último decreto del gobierno. Según lo expresa
Pomerantsev, los lectores de la novelística soviética "han sido ensordecidos por el rugido triunfante de los
tractores"; y ese rugido ahogaba los gritos, los lamentos, las sonrisas y los regocijos del ser humano. El "héroe
positivo" ha sido un autómata puesto en movimiento por un falso optimismo oficial. Y la actual demanda de
héroes con genuina experiencia emocional es parte de la reacción contra la tosquedad de aquel "optimismo".
Un portavoz y laureado oficial, Konstantin Simonov, escribe en Pravda: "Muchas veces hemos presentado a
nuestros héroes positivos en un vacío. Hemos cubierto con alfombras el cambio que tenían que recorrer, y con
nuestras propias manos hemos apartado del mismo todos los obstáculos, y hemos allanado todas las prominen-
cias y baches. A veces hemos cogido de la mano a los villanos y les hemos conducido fuera de la amplia ruta por
la que nuestro héroe positivo se proponía marchar. Así, hemos excluido las genuinas dificultades con jue se
tropieza en toda lucha contra el mal y el atraso'. Los "héroes" novelísticos estaban, desde luego, modelados sobre
los dirigentes burocráticos de la era de Stalin, que también "se movían en un vacío", seguros de que no tendrían
que tropezar en su camino con vallas, prominencias o baches de oposición.
Reaccionando contra tal situación, los escritores soviéticos han producido recientemente una cosecha de
novelas y dramas con villanos como personaje principal. Como era de esperar, la reacción tomó una forma burda
y extremosa, lo cual la ha hecho tanto más reveladora. Por regla general, el villano es sólo el héroe de ayer,
vuelto del revés. La mayoría de las veces es un miembro del grupo social dominante y privilegiado, que se nos
muestra como corrompido, oportunista y cínico. Incluso los críticos oficiales han admitido a veces que el villano
aparece más vivo, y psicológicamente más convincente, que el "héroe positivo". Pero sigue sin haber signo algu -
no de "verdadero conflicto", porque el villano no encuentra un antagonista digno en un personaje positivo. En
algunos casos, el único tipo positivo es un superviviente de la vieja guardia de la revolución, en otro tiempo
hazmerreír de la sátira stalinista, que es retratado ahora melancólicamente, como una figura de nobleza
conmovedora, aunque algo anacrónica, y que es puesto en intenso contraste con el joven burócrata y arribista.
Esa veta de nostalgia por los viejos días de la revolución sube a veces muy claramente hasta la superficie. En una
de las novelas más calurosamente discutidas, Las estaciones del año, por V. Panova, los personajes están llenos
de calor y vida en los primeros días de la revolución, pero se marchitan y se vuelven indefinidos en cuanto entran
en la era stalinista. Un crítico de Pravda observa que el mero paso de una era a la otra parece apestar a todos los
personajes de Panova, y que solamente los tipos criminales son una excepción: éstos continúan florecientes. En
consecuencia, dice el crítico, la escena moral de la sociedad soviética "parece el paisaje de un desierto de
Arabia".
Esa revelación del verdadero talante de un importante sector de escritores y artistas ha alarmado al grupo
gobernante. Los famosos poetas y novelistas Tvardovski y Panferov, que dirigían Movyi Mir y Oktyabr,
importantes revistas mensuales que han sido portavoces de la oposición literaria, han sido separados de sus
cargos. Pero la represión ha sido débil para los criterios stalinistas, y, hasta ahora, solamente ha afectado a las
manifestaciones extremas de oposición. Continúa la discusión entre los portavoces del partido y aquellos
escritores que han dejado oír su descontento de una manera más moderada.
Un enfrentamiento sumamente instructivo ha tenido lugar entre Ilya Ehrenburg y Konstantin Simonov, en
relación con El deshielo, de Ehrenburg. La figura principal de la obra de éste es un pintor, Vladimir Pukhov, ue
ha malgastado su personalidad artística a fuerza de adaptar constantemente su talento y su arte a los gustos y
prejuicios dominantes. Pukhov tiene penosa consciencia de su decadencia, y, al modo ruso, se entrega a un
inquieto y mórbido auto-desenmascaramiento, que no le impide, sin embargo, proseguir su producción literaria
oportunísticamente interesada. Es difícil resistir la impresión de que Pukhov es una patética proyección del
propio Ehrenburg, que fue en otro tiempo un novelista de considerable talento. "En las presentes circunstancias
— afirma Pukhov-Ehrenburg — es ridículo hablar de amor al arte, y es imposible dedicarse al arte genuino."
Ehrenburg nos presenta toda una galería de artistas frustrados y amargados, y las situaciones que describe
recuerdan viejas novelas que describían la tragedia del artista en la sociedad victoriana. "Todos están aquí
cambiando de línea de conducta, bandeándose con astucia, contando mentiras, algunos con inteligencia, otros con
estupidez." "Las ideas no alcanzan retribución; al que tiene ideas sólo le queda el recurso de matarse a trabajar."
"Los heridos no nos gustan; solamente confiamos en los que han tenido éxito." Tales son algunos de los
epigramas del desilusionado Pukhov-Ehrenburg.
Los críticos oficiales no han negado, hasta ahora, la veracidad del cuadro pintado por Ehrenburg. Simonov
escribe: "También es verdad que en nuestras artes visuales hemos tenido, y continuamos teniendo, demasiada
pomposidad oficial... Hemos visto demasiados retratos idealizados, demasiadas medallas, uniformes, trajes de
gala, y demasiado poco pensamiento y calor humano en los rostros... demasiado poco de la vida de las personas
comunes, de su experiencia cotidiana, de su amor y amistad de cada día". Lo que Simonov reprocha a Ehrenburg
es que éste trata a Pukhov con excesiva simpatía, como una víctima de la sociedad soviética y no como uno de
sus zánganos; y que al no dar vida a un personaje positivo, Ehrenburg ha recubierto el cuadro con un barniz
lóbrego. Finalmente, Simonov insinúa que las exageraciones emocionales de la oposición literaria no hacen más
que reforzar las manos de los defensores del status quo stalinista.
El grito que reclama "conflicto verdadero" y genuinos héroes y villanos no se acallará en seguida. Tiene su
origen en un impulso sentido por la intelligentsia, y aspira, mucho más allá de las filas de ésta, a una revisión y
redefinición de los ideales y valores aceptados. Es un grito que da testimonio de la afanosa búsqueda, por parte
de la sociedad post-staliniana, de su propia identidad moral, política y cultural. Es una búsqueda difícil, y en
parte trágica, que probablemente proseguirá durante años. Lo que demuestra es que la sociedad que está
emergiendo de las tres décadas de stalinismo se parece poco a la del 1984 de Orwell. Sus anhelos y sus impulsos
creadores no han sido destruidos bajo la aplastante presión del control de pensamiento. Sofocados y restringidos,
no por ello han dejado de agitarse y palpitar.
I N D I C E
Primera parte
HEREJES Y RENEGADOS
Segunda parte
ENSAYOS HISTÓRICOS
Dos revoluciones................................. 65
Marx, Engels y Rusia........................... 82
El Stalin de Trotski.............................. 93
E. H. Carr como historiador del régimen bolchevique 107
Tercera parte EL FINAL DE LA ERA DE STALIN
P¿ga.
Rusia a mitad de siglo............................129
Competencia socialista..........................150
La última palabra de Stalin....................173