ASTRI-FAR WEST-1 Kent Davis (1997) Duelo Manchado de Sangre
ASTRI-FAR WEST-1 Kent Davis (1997) Duelo Manchado de Sangre
1
Los jinetes se detuvieron ante el banco local.
Eran exactamente cinco. Los cinco miraron en torno, con aire
distraído, bajando de sus caballos. El banco estaba al otro lado de la
calle. Ellos habían tenido el buen criterio de detenerse en la acera
opuesta, justo ante el almacén general del lugar. Era, en su
apariencia, una acción normal en cualquier viajero de paso que
deseara adquirir provisiones. Y el polvo acumulado sobre sus ropas
y sombreros hablaba bien a las claras de su larga jornada de viaje
hasta llegar a aquel pueblo de escasa importancia, perdido en la
árida llanura.
—Vamos, muchachos —silabeó el que capitaneaba el grupo—.
Parece que llegamos muy a tiempo. Dos de vosotros, dirigíos a la
cantina situada en ese chaflán, junto al banco. Permaneced en la
puerta unos momentos, adquiriendo cigarros de ese piel roja de
madera que hay en el porche. Luego, avanzad hacia la puerta de la
cantina como si tal cosa. Tomaos todo el tiempo posible. Mientras,
Sid, Harry y yo iremos hacia el otro lado, dónde está el herrero.
Cuando estemos en la acera del banco, sacaré un billete de cien
dólares y, tras una indecisión, me dirigiré al mismo como si me
dispusiera a cambiarlo por moneda más asequible. Será el
momento. El resto ya lo sabéis.
Asintieron ellos con energía y se disolvió el grupo sin prisas,
cumpliendo las instrucciones recibidas. Dos se dirigieron a la
cantina y tres a la herrería. La calle única del pueblo, batida por el
sol de la mañana, apenas si mostraba a dos o tres transeúntes. De un
cercano edificio salían voces infantiles, sin duda durante las horas
de escuela.
Los hombres actuaron tal como estaba previsto. Momentos más
tarde, el jefe del grupo sacaba su billete de cien, una suma
demasiado elevada para esperar cambio en cualquier tienda normal.
Vacilaba, rascándose el cabello, veía avanzar a sus compinches
hacia la cantina y, perezosamente, se encaminaba al banco para
entrar en el establecimiento, billete en mano.
Le siguieron sus dos compañeros. Una vez dentro, los ojos del
viajero se fijaron en la mujer y el hombre de mediana edad que
esperaban ante la ventanilla bancaria.
Sus hombres ocuparon la puerta, como por descuido. Él se puso
a la cola, con el billete en la mano. La mujer lo miró con sorpresa,
ya que no era frecuente ver en un sitio como aquel villorrio un
billete tan elevado de valor.
Inesperadamente, los hombres de la puerta desenfundaron sus
armas.
—¡Que nadie se mueva o disparamos! —gritó roncamente uno de
ellos, amartillando su arma y encañonando a todo el local.
Rápido, el jefe del grupo guardó su billete y desenfundó su
«Colt», que puso junto a los dos clientes situados ante él, a la vista
del aterrorizado cajero.
—¡Apártense, amigos! —ordenó con voz firme—. No quiero un
movimiento ni un grito de nadie. Esto se dispara con facilidad,
¿saben? A un lado, señora. Y usted, amigo. Déjeme hablar con el
cajero.
Se apartaron los dos asustados clientes, manos en alto. El
asaltador se aproximó a la ventanilla donde el empleado temblaba y
fija su mirada dilatada en él.
—Vamos, empiece a sacar el dinero de la caja y póngalo en una
saca —ordenó el asaltante con rudeza—. Sabemos que tienen la
nómina de mañana, perteneciente a los empleados de la compañía
minera. Si trata de jugar sucio conmigo será lo último que haga en
su vida, ya está advertido. Y los demás, igual. Quiero verles a todos
bien quietecitos ahí, dónde están, sin moverse lo más mínimo.
Rápidamente, el cajero empezó a llenar, con manos temblorosas,
una saca de lona que el asaltante le había echado, con fajos de
billetes de diez dólares. Luego fue a la caja fuerte del fondo de la
oficina, la abrió y mostró montones de billetes en fajos de diverso
valor, que también pasaron al recipiente que sostenía en su otra
mano.
—Así está bien, muchacho —aprobó el jefe de los asaltantes con
una sonrisa.
—Espero que, por su propio bien, todos sigan portándose igual.
No me gustaría tener que dejar algún cadáver tras de mí, ¿está
claro?
Miró de soslayo hacia el exterior a través de las polvorientas
vidrieras del banco. En la acera, los otros dos hombres montaban
una discreta guardia, a la espera de los acontecimientos. Hasta
ahora, todo estaba saliendo como ellos habían previsto.
Pero las cosas no iban a tardar en complicarse para todos los
personajes de aquel tenso drama. Como tantas otras veces ocurre,
un hecho fortuito, enteramente casual, alteró el curso tranquilo y
sin violencias del asalto al banco.
Ocurrió ello cuando, al abrirse una puerta al fondo de la oficina.
Asomaron dos hombres que, con cara de asombro, contemplaron lo
que sucedía en la sala. Uno de ellos se apresuró a alzar sus brazos,
para que nadie disparase. Pero el otro tuvo una reacción muy
distinta: desenfundó un revólver que llevaba al cinto e hizo fuego.
Uno de los dos compañeros del salteador lanzó un grito agudo,
agitándose en una violenta convulsión cuando la bala del empleado
le voló la cabeza, desplazando contra la pared y el techo astillas de
su cráneo y partículas de masa encefálica, entre regueros de sangre.
La mujer que esperaba su turno como cliente, emitió un chillido
de horror y se desplomó inconsciente. Rápido, el jefe del grupo
asaltante disparó a su vez contra el tirador. Le alcanzó de lleno en el
hombro con un disparo y el hombre saltó hacia atrás, soltando su
arma y aullando, mientras hombro y brazo se le cubrían de un rojo
brillante.
Lo peor es que la violencia se había desatado ya. Los dos
hombres del exterior comenzaron a hacer tronar sus armas,
haciendo añicos las vidrieras de las ventanas bancarias, para
amedrentar a los de adentro.
—¡Pronto, vámonos! —rugió el asaltante, tomando la bolsa de
loma repleta de billetes y corriendo hacia la salida mientras
disparaba sin cesar su revólver contra las paredes y vidrieras del
banco, sin herir a nadie—. ¡Han matado a Harry!
Sid disparaba ya sin vacilar y este no lo hizo como él,
procurando no herir a nadie. Al ver muerto a su compañero, tomó
por blanco al cajero y a otro empleado, a los que su arma barrió de
cuatro disparos. Aterrador, el portador de la saca vio caer a ambos,
con el pecho y el rostro bañados en sangre, mortalmente heridos,
sin duda alguna.
—¡Estúpido, no hagas eso! —aulló—. ¡Estás convirtiéndote en un
asesino y esto nos costará la horca cuando nos cojan!
—¡Es que yo no pienso dejarme coger, Dexter! —replicó el otro,
furioso, vaciando su arma, que arrojó al suelo al verla sin balas, para
extraer de su camisa otro «Colt», con el que disparó al cliente
masculino, a quién hizo caer, herido en una pierna—. ¡Vamos de
aquí, pronto! ¡Esto será pronto un infierno, maldita sea, por culpa
de tus miramientos!
Salieron al exterior, donde sus compinches hacían rugir ya las
armas estruendosamente, para mantener a raya a la gente del
pueblo. Saltaron a sus caballos, emprendiendo la fuga a todo galope,
sin dejar de hacer tronar sus armas por doquier.
Los transeúntes se arrojaban a los porches para no ser
alcanzados, pero desde la cantina y la oficina del sheriff local
brotaron repentinamente varios disparos. Uno de los jinetes del
grupo exhaló un alarido, cayendo del caballo y volteando su cuerpo
en el polvo, antes de quedar inmóvil. El llamado Sid se volvió,
disparando contra los que tiraban. Un ciudadano provisto de rifle
recibió el balazo en pleno rostro. Cayó de bruces, soltando su arma
y vomitando sangre por la boca, la nariz y la terrorífica herida
abierta en su faz.
—Maldito... —jadeó el llamado Dexter, corriendo sin cesar a
lomos de su caballo, pero volviendo la vista atrás hacia el lugar
donde caía el herido de muerte—. Sid, otra víctima mortal... ¡Eres
un asqueroso asesino!
—¿Y tú quién te crees que eres? —bramó el otro, dirigiendo
hacia él su revólver sin que ninguno cesara de cabalgar—. Estás
metido en esto tanto como yo, de modo que si esos palurdos nos
cogen, ambos seremos colgados por lo ocurrido, no te hagas
ilusiones.
—¡Dije que no se tirase nunca a matar, bajo pretexto alguno! —
aulló Dexter.
—¿Por qué no les dijiste eso también a ellos? —se mofó su
compinche, con una ronca carcajada—. Mataron a Harry ¿no? Pues
yo les doy su misma medicina, malditos bastardos...
Una nueva descarga de las armas del lugar abatieron con un
chillido de dolor al tercer miembro del grupo, que cayó del caballo
al arroyo sobre cuyo puente cabalgaban ahora como desesperados.
Se quedaron solos Sid y Dexter, en su desesperada fuga, mientras
todo el pueblo, en pie de guerra, se disponía a iniciar la persecución
de los salteadores.
Los dos únicos supervivientes del grupo de cinco atacantes del
banco local se perdieron en la distancia, entre una polvareda, no sin
que escasos minutos más tarde un nutrido pelotón de jinetes
partiera tras de ellos, dispuestos a tomarse cumplida venganza y
recuperar el dinero robado.
La implacable persecución se prolongaría durante horas, incluso
en la noche y duraría hasta el amanecer.
Solo entonces, los perseguidores comprendieron, al verse en la
amplia llanura, sin rastro alguno ante ellos, que habían fracasado en
su empeño.
Los salteadores habían escapado con su botín.
***
—Solo hemos quedado los dos con vida, Jeff.
—Sí —afirmó ceñudo Jeff Dexter clavando sus ojos fríos en su
compañero—. Solo los dos, lo sé. A menos que alguno de nuestros
camaradas cayera solamente herido.
—No lo creo. Sé cuándo un tipo es alcanzado de verdad para no
levantarse. Todos ellos cayeron de ese modo, puedo jurarlo.
—Sí, evidentemente tú sabes mucho de asesinatos —silabeó
Dexter con frialdad.
—Oye, ¿qué te pasa? —farfulló Sid, airado—. Estás
reprochándome todo el tiempo lo que hago. ¿Es que acaso aquellos
tipos nos arrojaban caramelos?
—Dije que nada de muertes. Solo se trataba de robar un dinero,
no de hacer una matanza. Yo jamás he matado a nadie en mi vida, a
menos que viniera a matarme a mí.
—¿Y qué crees que pensaban hacer con nosotros los del pueblo,
maldita sea? Ya viste lo que pasó con nuestros camaradas.
—Ahora somos culpables de asesinato y atraco. Eso significa la
horca, Sid.
—No pienso dejarme coger para ser colgado —rio el otro,
encogiéndose de hombros—. ¿Por qué sigues esta vida si tienes alma
de buen samaritano?
—Eso es cuenta mía. Lo que te dije es que nunca mato a nadie
cuando robo en un sitio. Podrán acusarme de varios asaltos a trenes,
bancos y diligencias, pero jamás derramé una sola gota de sangre.
—Ahora no podrás convencerles de eso. Formabas parte del
grupo. Y las responsabilidades son comunes a todos.
—No, eso no es cierto. Yo podré ser colgado un día por las
muertes que tú causaste, Sid, porque nadie iba a creer en mi
inocencia, pero mi conciencia estaría tranquila. No soy un asesino.
—Y yo sí. Es eso lo que ibas a decir ¿no? —soltó una agria
carcajada—. Escucha, Jeff, me tiene sin cuidado lo altruista que
seas. Eres un fuera de la Ley, como yo mismo. Y estamos unidos en
esto, te guste o no. Tú organizaste el asalto, de modo que tú eres el
responsable directo de lo que pasó en Rockdale, te guste o no.
—Lo sé. Nunca debí confiar en un tipo como tú, Sid. Te gusta
demasiado apretar el gatillo.
—Yo no empecé el tiroteo, recuerda. Cuando se asalta un banco,
puede suceder cualquier cosa y hay que estar preparado para ello.
¿Por qué no dejamos de discutir y repartimos ya el dinero, socio?
—Más tarde —dijo sordamente Jeff—. Ahora lo que interesa es
seguir ocultos y escapar de esta región y, a ser posible, del Territorio.
Ese dinero quemará nuestras manos en cuanto pensemos en
gastarlo.
—Pues yo prefiero arder en los infiernos, si es con los bolsillos
repletos —rio Sid con un guiño—. Estamos cerca de Cedar City, ¿por
qué no nos acercamos allá y nos gastamos unos cuantos billetes con
chicas, alcohol y todo eso? Hace mucho tiempo que no me acuesto
con una fulana bien llena de carne...
—Tendrás que esperar. Ir ahora a tirar el dinero a Cedar City
sería tanto como ir pregonando quiénes somos y qué dinero es ese.
El sheriff de Rockdale habrá telegrafiado ya a todas las regiones
inmediatas informando de lo sucedido. Casi todo el sur de Utah nos
estará buscando en breve.
—Por eso deberíamos separarnos, socio. Estando juntos, será
fácil identificarnos ¿no te parece? Dos que escapan juntos, de un
determinado aspecto... y ya está. En cambio, por separado puede
resultar mejor.
—Tal vez tengas razón, después de todo —silabeó Dexter
malhumorado, frotándose el mentón. Contempló la pesada saca de
lona, a la luz de la fogata donde calentaban el café en aquel solitario
descampado entre cactus gigantes—. Sí, creo que será mejor
separarnos desde aquí mismo, ya que tienes tanto interés en ello. El
reparto será fácil, después de todo. Mitad y mitad.
—Veo que eres un tipo sensato. Pensé que querrías más parte por
haber organizado tú el golpe...
—Dije entonces que a partes iguales todo. Y lo mantengo. Soy
hombre de palabra, Sid. No me quedaré un solo dólar más de los
que tú te lleves al seguir tu camino, puedes estar bien seguro de ello.
Se incorporó, recogiendo la bolsa y tirando de ella. La abrió,
comenzando a sacar fajos de billetes bien precintados, con las cifras
de su contenido en cada faja sellada por el banco. Comenzó a
apilarlos en el suelo, uno junto al otro, en dos montones
exactamente iguales. Ambos hombres contaron en voz baja, hasta
vaciar el último fajo.
Había una suma par, de modo que igual número de fajos
correspondía a cada uno de ellos. Dexter los fue entregando a su
compañero, que los metía en la saca de su silla de montar, con
manos trémulas de codicia.
—Exactamente once mil dólares a cada uno, en once paquetes de
mil dólares, en billetes de diez —recitó calmosamente Dexter—.
¿Conforme?
—Conforme, Jeff —asintió Sid—. Es una buena suma para llevar
una vida de rey durante algún tiempo.
—Si tuvieras dos dedos de frente, utilizarías ese dinero para
montar una hacienda en alguna parte o abrir un negocio fácil, lejos
de Utah, y olvidarte de tu revólver y de los bancos que pueden ser
asaltados —aconsejó Dexter.
—¿Eso es lo que tú piensas hacer?
—Tal vez. Empiezo a estar cansado de vivir de este modo. No es
agradable saberse perseguido, acosado, con la cabeza a precio.
—Supongo que tú elegiste ese camino.
—Supones mal. Hubo motivos para elegirlo a la fuerza, pero eso
no hace al caso. Once mil dólares es una suma muy respetable.
Demasiado para tirarla en garitos y lupanares y volver a las andadas
cuando ya no quede un dólar. Piensa en ello.
—Lo pensaré... después de una semana entera de comer, beber y
dormir con chicas guapas en la ciudad —dijo Sid con ironía—. Y tú
deberías hacer otro tanto. Después de todo, quinientos dólares más
o menos no tendrán importancia para empezar esa nueva vida de
que hablas.
—Nunca te paras al haber gastado los primeros quinientos ni los
primeros mil. Sigues y sigues hasta que es demasiado tarde y no
queda nada, lo sé por experiencia.
—Bueno, ve a filosofar lo que quieras y elige tú el camino a
seguir que yo seguiré el mío. Ahora, buenas noches y... felices
sueños. Al amanecer, seguiremos caminos distintos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, claro —asintió gravemente Jeff, cerrando la saca
con su parte en el botín y acostándose en su manta, con aquella saca
como almohada.
Sid Fuller, su compinche superviviente del robo al banco se
acomodó en su propio lugar, también con el dinero bajo la cabeza,
en la silla y poco después ambos dormían apaciblemente, al amor de
los rescoldos. Entorno suyo, la noche en la llanura desierta era
oscura y fría.
Cuando la luz era ya algo intensa en el alba, Jeff Dexter abrió los
ojos y miró en torno. La fogata estaba apagada y no quedaba ni
rastro de Sid, que se había marchado ya con su parte y con su
montura. Dexter se puso en pie, desperezándose y prendió unas
ramas, calentando café cuando tuvo el fuego a punto.
Tras tomar la infusión caliente y unos trozos de galleta salada
con tocino, se dispuso a seguir viaje. Las huellas del caballo de Sid
Fuller revelaban claramente la ruta seguida por su compinche: iba
directo hacia Cedar City, la ciudad cercana. Meneó la cabeza con
desaliento.
—Ese estúpido homicida... —jadeó—. Acabarán cazándole y
colgándole de una soga, pero eso es asunto suyo, después de todo.
Cargó su bolsa en el caballo y emprendió la marcha en dirección
opuesta, pero hacia el nordeste. Lo importante era dejar atrás
Rockdale, al sur, lo más lejos posible. Él no tenía intención de llegar
a la ciudad y enredarse con alcohol y mujeres para malgastar el
dinero y correr riesgos. Sus ideas eran muy otras.
Cabalgó varios días a través de zonas boscosas y abruptas, cruzó
el río y varios arroyos, hasta llegar a Red Canyon. Era un lugar
hermoso y lo bueno de la población que se alzaba allí es que era
pequeña y no demasiado bulliciosa. Un lugar tranquilo donde
descansar un par de días sin llamar demasiado la atención, ya que
acostumbraba a haber mucha gente de paso hacia Cannoville, la
inmensa mayoría mormones de los que poblaban aquel Territorio.
Le fue fácil encontrar alojamiento en una pequeña fonda, donde
se lavó y aseó, saliendo luego a comprar ropas nuevas a un almacén
cercano. Se pertrechó de algunos útiles así como camisas, pantalón,
sombrero y botas nuevas, pagando con los billetes de a diez dólares
que extrajo de un fajo de los obtenidos en el robo. Regresó a la
fonda y se vistió, sacando los billetes sobrantes para guardarlos con
los demás aún intactos en sus fajas bancarias.
Al tomarlos en sus manos, experimentó algo que ya había notado
en la tienda durante sus compras. Era como un extraño tacto del
papel moneda, algo que solo una mano como la suya, experta en
manejar dinero, podía advertir. Ceñudo, fue a un quinqué encendido
y examinó el billete a plena luz.
Palideció. Sus ojos centellearon. Rápido, fue a la bolsa y rompió
dos fajos más, llevando unos cuantos billetes a la luz. El examen
resultó igual. Su rostro estaba crispado.
—¡Maldita sea! —jadeó con voz rota—. ¡Falso! ¡El dinero es todo
falso!
En ese momento, alguien golpeó imperativamente la puerta de
su habitación con áspera voz ordenó:
—¡Abra pronto! ¡Abra, en nombre de la Ley!
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Dexter estrujó los billetes en sus manos, entre colérico y tenso. El
golpeteo en la puerta arreció.
—¡Vamos, abra enseguida! —tronó la voz, impaciente—. ¡Abra o
tiramos la puerta abajo, amigo!
Lo peor había sucedido. No solo llevaba un fortuna en billetes
falsos sino que el tendero debió sospechar lo mismo que él y había
avisado al sheriff, denunciando el dinero falso.
No quedaba mucho por hacer. No podía mostrar los fajos
intactos para justificar la falsedad de la moneda. A estas horas, el
telégrafo habría llevado ya a Red Canyon la noticia del robo en
Rockdale. Si le cogían no iban a acusarle solo de falsificador sino
también de asalto y asesinato.
Rápido, tomó una decisión.
Metió los billetes sueltos en la bolsa y cargó con esta y su silla de
montar, saltando por la ventana posterior de su habitación, asomada
al patio de la fonda, justamente al lado de los establos. Corrió por
un tejadillo de un porche, situado bajo la ventana, en tanto la puerta
de su habitación crujía bajo la embestida de un par de hombres,
cuando menos.
La puerta era más resistente de lo que aparentaba, porque
sonaron dos disparos de revólver y el chasquido de una cerradura al
ser reventada a balazos. Para entonces, Jeff estaba ya en el establo,
ensillando velozmente a su montura, a la que apenas había
concedido un par de horas de descanso. Luego, salió a todo galope,
tras abrir las puertas del establo.
—¡A él, a él! ¡Es un falsificador! —rugió una voz en alguna parte.
Y unos disparos, brotando de la ventana de su habitación en la
fonda, le persiguieron en la noche, a través de la calle única de Red
Canyon, que cruzó como una exhalación.
De nuevo estaba entregado a su eterno destino de ir huyendo. No
tardó en oír a su espalda el redoble de cascos de caballos. La Ley
local había emprendido la persecución, dispuestos a hacer un
escarmiento con el que había pasado billetes falsos en la población.
Pero Dexter era un experto en evasiones y la gente de Red Canyon
no resultaba precisamente difícil de burlar.
Le bastó alcanzar un arroyo, seguirlo cauce abajo, vadearlos
luego y meterse por entre unas montañas boscosas para vadear otro
arroyo y sus perseguidores dejaron de hacer resonar los cascos de
sus caballos cerca de él. Una hora más tarde, el terreno estaba
despejado a su espalda pero ya no podía descansar bajo techado, en
una cama confortable y tras una cena apetitosa y caliente, como
había deseado.
Tuvo que conformarse con un poco de tasajo y galletas, rociado
con un trago de agua, para no encender fuego y delatar su situación
a algún posible perseguidor y dormir, después, en una hondonada,
envuelto en su manta y con aquella saca repleta de dinero como
almohada. Pero esta vez sus sueños no iban a resultar dulces con
semejante lecho. Todo aquel dinero había dejado de tener el más
mínimo valor.
—¿Cómo es posible? —se preguntó mientras conciliaba el sueño
—. Robado directamente de la caja fuerte de un banco respetable...
dinero para nóminas... ¡y resulta ser falso! Eso no tiene sentido.
Cualquier empleado de banca medianamente experto descubriría la
falsedad de esos billetes apenas los contara para hacer fajos con
ellos. Esto es un puro disparate.
Por si se había equivocado, cosa que no era fácil, ya que le
habían llamado falsificador en Red Canyon, examinó otra vez los
billetes minuciosamente, a la luz del día, cuando despertó. El
grabado era relativamente bueno, pero el papel no. La falsedad
resultaba evidente incluso para un profano. Aquel dinero no hubiera
engañado a nadie, cuánto menos a un banquero. Y, sin embargo,
estaba robado de un banco, sacado de la caja fuerte ante sus propios
ojos. Solo un fajo resultó ser dinero legal en todo terreno. Recordó
que le había entregado uno al cajero, procedente de su ventanilla.
—De modo que solo el dinero depositado en la caja fuerte, para
el pago de las nóminas, era falso —meditó en voz baja—. Pero eso es
ridículo, porque apenas comenzasen a romper las fajas,
descubrirían el engaño...
Solo disponía, por tanto, de mil dólares. Era todo el precio de
aquel robo. Y casualmente, lo tenía él. Recordó a Sid Fuller, con sus
once mil dólares falsos. También iba a verse en serios apuros, pensó.
Pero esa idea casi le resultó divertida.
***
—¡Falso! ¡Dinero falso todo él! ¡Es imposible! ¡Imposible!
Sid Fuller estrujó con rabia entre sus dedos montones de billetes
de diez dólares, tan falsos como si estuvieran dibujados a lápiz sobre
papel de estraza. Aquella aparente fortuna de su silla de montar no
valía un solo dólar.
Exasperado, lívido, miró en derredor. El lujoso hotel, las dos
mujeres exultantes de curvas en su cama, durmiendo apaciblemente
tras una larga noche de amor... la cena copiosa de la noche anterior,
el champaña a raudales... Todo eso tenía que pagarlo con dinero. Y
no tenía un centavo, salvo aquella enorme suma en dólares falsos.
Le habían visto dos fajos de billetes en el bolsillo y le habían
dado crédito ilimitado. Abajo, le esperaban para probarse aquella
mañana tres trajes elegantes, un par de costosos sombreros, todo
ello «para el generoso caballero de la habitación número doce»,
como dijera el dueño del hotel, propietario a la vez del garito de
abajo. Por la cuenta no debía preocuparse. Podría pagarlo todo
cuando hubiese comprobado que el sastre local era tan bueno como
uno de San Francisco de California o de Dodge City. Había firmado
facturas del hotel y el garito por valor de más de dos mil dólares...
—¿Y ahora qué hago? —jadeó, descompuesto, sintiendo todavía
en su cabeza los efectos de la fuerte resaca—. Dios, si no llego a
abrir un fajo antes... ¡Me hubieran linchado aquí por estafador,
antes de poder abrir los labios! Este dinero es una mala falsificación,
un burdo engaño... ¡No puede ser el dinero que robamos del banco!
Y entonces le entró la sospecha. La terrible, sutil sospecha que le
hizo vibrar con un estremecimiento de suprema rabia, de ira sin
límites.
—¡Dexter! —rugió—. Me ha engañado... ¡Él, maldito bastardo!
Con sus buenos modos, su aire inocente, su aparente honestidad...
Por eso repartió por igual... Sabía que estaba haciendo un reparto
de papel sin valor... ¡De alguna forma, él tenía previsto todo antes de
suceder! Es muy listo ese tipo... Llevaría consigo una suma en
moneda falsa, con las franjas del banco falsificadas... En un
determinado momento, debió cambiar las sacas. Acaso la otra la
enterró o la ocultó por el camino, en un descuido mío. Y luego hizo
el reparto con el dinero que él llevaba preparado. Sí, tuvo que ser
así. No hay otra explicación. ¡Lo que se debe estar riendo ahora de
mí el muy cerdo!
Y tras una sarta de obscenos juramentos, Sid Fuller comprendió
que tenía que marcharse cuanto antes de allí, sin ser visto. Ni las
mujeres cobrarían lo suyo ni el hotelero la cuantiosa deuda, ni el
sastre sus trajes y sombreros.
Se vistió sigiloso, con rapidez, guardando los billetes falsos en su
silla de montar. Luego, con toda cautela, se encaminó a la puerta y
asomó. Era muy de mañana aún y la juerga de la noche había sido
larga, demasiado larga. Todos dormían en el hotel. Bajó a la planta
inferior. No, todos no. El conserje estaba en su mostrador de
recepción y lo vio bajar. Sorprendido, se puso en pie, sonriente.
—¿El señor desea algo? Es muy pronto aún y todos descansan,
pero si necesita alguna cosa, señor... Me ha dicho el patrón que
todas las atenciones son pocas para el caballero de la habitación
doce...
—Muy amable —masculló Fuller, contrariando el gesto—. No
quiero nada especial. Solo pasear un poco a caballo durante las
primeras horas de la mañana. Volveré luego, al mediodía. Es una
costumbre que sigo desde que era niño. Muy saludable, ¿sabe?
—Sí, sí, por supuesto —el conserje asintió, afable y extrajo un
montón de papeles unidos, que puso ante él—. Le ayudaré a ensillar
su montura, pero las órdenes en este hotel son de que cuando un
cliente se ausenta debe dejar las facturas totalmente saldadas.
—¿Cómo? ¿Pero qué diablos dice? —mostró Fuller su aire de
caballero ofendido—. Eso es casi un insulto. Yo... yo solo salgo a dar
un paseo, no me ausento.
—Lo lamento, señor. Cumplo órdenes estrictas que todos saben
aceptar. Ello sucede desde que un día, un supuesto maharajá de la
India, en visita turística por nuestro país, salió a dar un paseo y
jamás regresó dejando una cuenta de más de mil quinientos dólares
sin pagar. Desde entonces, los clientes importantes tienen crédito
ilimitado, pero solo mientras permanecen bajo este techo, debiendo
satisfacer sus cuentas antes de cruzar esa puerta, aunque solo lo
hagan para ir a la barbería. No se dé por ofendido, señor. Son
normas de la casa que todos deben cumplir.
—Es indignante —bramó Fuller, sudoroso, apurado—. Me
quejaré de esto a su patrón, abandonaré este hotel para no volver...
¡Soy demasiado rico para sentirme tratado así!
—No se ponga así, señor. Estas facturas solo importan dos mil
cien dólares. Si las abona ahora, no es ninguna ofensa para nadie.
—¿Y si me niego a abonarlas?
—Deberá volver a su habitación, señor, o quedarse en el hotel sin
salir hasta que el patrón se levante y atienda personalmente el caso
—dijo con firmeza el empleado, mirándole ya con cierto aire de
recelo.
—Está bien —le apaciguó Fuller—. Voy a dar ese paseo a caballo.
Le pagaré hasta el último dólar y que el diablo se los lleve a todos.
—Gracias por su comprensión, señor. Después de todo, debe
darse cuenta de que yo solo cumplo órdenes...
Sid extrajo uno de los fajos intactos de billetes y luego otro. Los
puso sobre el mostrador, con gesto displicente.
—Ahí tiene —dijo—. Dos mil dólares. Supongo que el resto
puedo abonarlo luego. Debo ir al banco a sacar dinero para los
restantes gastos, no llevo más encima en efectivo...
—Supongo que no habrá inconveniente alguno en eso, señor —
sonrió obsequioso el conserje, tomando ambos fajos—. Cien dólares
es una suma insignificante para un buen cliente como usted, señor...
Fuller esperaba haber salvado el trance por el momento y tener
expedita su fuga, pero de repente se quedó helado. El conserje
estaba rompiendo los precintos de ambos fajos.
—Pero, ¿qué está haciendo ahora, hombre de Dios? —protestó.
—Algo muy sencillo, señor: contar el dinero antes de darle las
facturas con el importe abonado...
—¡Pero si aún llevan intacto el precinto! ¿Va a dudar de mí
también en eso?
—No, señor —negó el empleado—. Dudo a veces de los bancos,
que suelen equivocarse. Eso para nada le afecta a usted...
Comenzó a contar, mientras Fuller se acercaba al mostrador, con
su mirada hipnóticamente fija en el conserje. Este pasó dos billetes,
antes de arrugar el ceño y volver a tocarlos, con dedos cuidadosos.
Luego, alzó la cabeza, atónito.
—Pero señor, estos billetes son fal...
No pudo seguir. Fuller le tapó la boca con una mano, en ese
momento, tras dejar caer su silla de montar al suelo. Con la otra,
asestó al conserje un seco golpe de cuchillo en pleno corazón. El
arma penetró hasta la empuñadura y el rostro del infortunado
reveló un horror sin límites. Contempló a su asesino con ojos
desorbitados por el dolor y el asombro. Fuller extrajo fríamente la
hoja de ancho acero de su cuerpo. La sangre corrió torrencialmente
por el pecho del herido. Implacable, Fuller lo volvió a apuñalar y
esta vez el cuerpo del desdichado se fue atrás, desplomándose tras el
mostrador de recepción sin un grito. Al golpear el suelo, ya estaba
muerto.
—Maldito entrometido... —jadeó Fuller, mirando en torno,
cauteloso.
No había nadie. Limpió el arma en una cortina, con indiferencia,
volviendo a enfundarla en su cintura. Rápido, abandonó el hotel
yendo a las caballerizas. Cuando pasó a todo galope ante el edificio
hotelero, abandonando la ciudad, todos dormían aún en Cedar City.
Todos, menos un pobre empleado de hotel que ya no despertaría
jamás.
—¡Te encontraré, Jeff Dexter, maldito ladrón y farsante! —
jadeaba el fugitivo sin dejar de espolear a su caballo para que
corriera como el mismo viento—. ¡Te encontraré aunque te ocultes
bajo tierra, lo juro! ¡Y ese día vas a saber quién es Sid Fuller y lo que
es capaz de hacer a un sucio canalla como tú!
***
Jeff Dexter estaba en la barbería, afeitándose, cuando el
periódico cayó en sus manos. Era un semanario de Cedar City, de
solo cuatro páginas y fechado dos semanas atrás.
Las noticias aparecían en primera página, con destacados
caracteres:
BRUTAL ASESINATO DEL CONSERJE DEL HOTEL
LOCAL. UN FALSIFICADOR DE MONEDA ESTAFA A VARIOS
COMERCIANTES LOCALES Y LUEGO APUÑALA AL
EMPLEADO DEL HOTEL, ESCAPANDO SIN SER HALLADO.
Debajo, otro titular añadía más color a la información:
SE SOSPECHA DE QUE EL ASESINO Y FALSIFICADOR
PUEDA SER UNO DE LOS LADRONES DEL BANCO DE
ROCKDALE, CULPABLE DE VARIOS ASESINATOS. EL
DINERO FALSO LLEVABA INTACTOS UNOS PRECINTOS DE
DICHO BANCO, POSIBLEMENTE FALSIFICADOS O
CAMBIADOS DE LOS BILLETES AUTENTICOS A LOS
FALSOS.
***
Jeff Dexter miró a su alrededor, cauteloso.
No podía estar muy seguro de que las cosas fueran a salir como
él esperaba. Cierto que su aspecto era radicalmente distinto ahora,
con aquella levita, aquel pantalón y aquellos lentes, unido a su bien
afeitado rostro y su corto cabello, pero no podía echar en saco roto
la posibilidad de ser identificado por alguien. A fin de cuentas, en
aquel lugar había dejado un amargo recuerdo con su asalto al banco
y, aunque él no mató a nadie, eso no iba a creerlo persona alguna, si
llegaban a echarle el guante.
Por ello, su regreso a Rockdale era precavido. No quería caer
fácilmente en una trampa de la que fuera imposible salir después.
Caminó con seguridad, porche adelante, las manos hundidas en
los bolsillos de su pantalón, aparentemente sin armas, aunque bajo
su elegante chaleco guardaba un «Colt» dispuesto a vomitar
proyectiles sobre cualquiera que pretendiese darle caza.
Dirigió una ojeada de soslayo al banco local, cuyos vidrios
habían sido repuestos desde entonces y nada hacía recordar los
dramáticos instantes del asalto y la fuga. Se preguntó qué misterio
encerraba aquel establecimiento bancario que pudiera explicar, de
algún modo, la presencia de miles de dólares falsificados dentro de
su caja fuerte, pero el asunto seguía siendo tan turbio y oscuro
como al principio, y no era fácil llegar a una conclusión.
Para eso estaba aquí ahora. En su maletín iba la suma de dinero
en billetes falsos, a la espera de ser mostrados de alguna forma a
alguien que pudiera explicar lo ocurrido y se lo canjease por dinero
de verdad. De otro modo, la revelación del hecho podría provocar
un escándalo en el banco y, tal vez, a alguien no iba a interesarle
nada semejante posibilidad.
Se detuvo ante un pequeño hotel situado, por cierto, frente al
banco. No lejos del almacén general. Tras una indecisión, entró con
su maletín.
—Buenos días —saludó al conserje de largos bigotes y ovalada
calva que ocupaba el mostrador de recepción.
—Buenos días, señor. ¿Desea habitación? —preguntó
obsequioso.
—Si tienen alguna disponible...
—Ciertamente que sí señor. Inmejorable en comodidad y
pulcritud, se lo aseguro. ¿Ha venido acaso en tren?
—Así es —mintió fríamente Dexter—. Vengo muy cansado del
viaje.
Escribió su nombre con alguna alteración en el registro para
evitar ser identificado y así el Jeff se convirtió en Jess y el apellido
Dexter en Baxton, cosa que podía ayudarle de alguna forma en su
nueva identidad. Recibió una llave y pagó por adelantado un par de
días, pese a que el conserje no le reclamó en modo alguno tal cosa,
hecho que parecía confirmar que su aspecto actual era el de un
hombre honrado.
Luego subió con su maletín a la planta alta, donde abrió la
puerta del alojamiento a él reservado. Era una habitación limpia y
sencilla, y eso era todo lo que él necesitaba en realidad.
Se tumbó en la cama y durmió hasta la caída de la tarde,
momento en el que bajó a cenar algo en el comedor de la fonda.
Después salió a la calle, disponiéndose a iniciar sus averiguaciones
en Rockdale, para descubrir el misterio que rodeaba a aquel dinero
sin valor alguno.
El primer sitio obligado de visita para cualquier forastero, en
una ciudad del Oeste, no podía ser otro que el saloon local. A él se
dirigió sin prisas, cruzando la animada calle. Desde las puertas
batientes le llegó el sonido de una pianola mecánica, entremezclado
con risas, voces y chocar de vasos. El establecimiento ocupaba el
chaflán inmediato al banco y tenía por nombre La Mina de Oro.
Cruzó la entrada y se encontró en el humeante recinto ocupado por
numerosos clientes a lo largo del mostrador y en algunas mesas
dispersas por la sala. El cantinero se le aproximó para preguntarle y
Dexter pidió un whisky doble. Mientras lo paladeaba, miró en
derredor con gesto de indiferente curiosidad, muy propia de un
forastero en cualquier lugar.
La gente hablaba de todo en grupo, especialmente de asuntos
relacionados con la minería y los minerales. Evidentemente, aquella
población vivía en torno al negocio de la plata y del cobre y eso
constituía su tema de conversación habitual.
Dexter escuchó sin demasiada atención los problemas que los
mineros exponían entre sí, hasta que llegó el más importante de
todos y que, de inmediato, atrajo su atención.
No lejos de él, dos hombres hablaban en voz alta, discutiendo
algún asunto monetario, que al final había ido a parar a algo que,
sin duda, les tenía suficientemente preocupados.
—Yo sigo preguntándome cuándo nos pagarán los salarios
pendientes —dijo uno, con cierta brusquedad.
—Ten calma —le dijo el otro—. Debemos esperar. El señor
Yordan nos ha prometido que la compañía aseguradora de su banco
está a punto de transferir la suma de dinero robada entonces por
aquellos miserables. Cuando eso suceda, será cuestión de una
semana cobrar lo que se nos adeuda después del maldito asalto.
—Pues aun así, yo sigo pensando que los aseguradores tienen
muy poca honestidad al prolongar tanto el pago de lo convenido. Si
el banco paga una póliza puntualmente, en la que está incluido el
riesgo de robo y sufren ese robo ¿Por qué diablos la compañía
aseguradora no resarce de inmediato al banco de esa suma?
—Bueno, parece que las cosas no son tan sencillas —resoplo el
otro—. Tienen que investigar si todo es cierto, si la suma
desaparecida se ajusta a la reclamada por el banco y cosas por el
estilo. Hechas las averiguaciones y tomada declaración a todos los
empleados del banco que se mezclaron en el asunto directamente, la
compañía toma su decisión y esa, al parecer, es ya totalmente
favorable. Veintidós mil dólares contantes y sonantes fueron
robados aquel día y esa misma cantidad va a ser transferida al
banco en breves días para que podamos cobrar nuestros salarios
puntualmente. El propio McCarran, nuestro pagador, así nos lo ha
asegurado formalmente hoy mismo.
—Ojalá sea cierto, porque todo un mes de deudas me tiene la
vida complicada y ya no sé qué hacer. Si al menos hubiéramos
podido linchar a aquellos bastardos asesinos cuando escapaban con
nuestro dinero...
—De eso no vale lamentarse ya. Se largaron, y eso es lo que
cuenta, con sus bolsillos bien repletos, maldita sea. Y nos dejaron a
nosotros sin un dólar.
—Así es. Precisamente la trágica muerte del cajero a manos de
uno de aquellos criminales es lo que complicó más las cosas en el
momento de hacer las averiguaciones los de la compañía
aseguradora. A fin de cuentas, él era quien mejor conocía los
movimientos de cuentas de la entidad. Pobre Sam... Fue una
infamia la que cometieron al matarlo...
Dexter dejó de escuchar, apartándose discretamente de aquellos
dos hombres. De modo que el banco no perdía nada con el robo,
pensó. Estaba asegurado contra esa contingencia y el dinero se
reintegraba, una vez demostrado el robo. Curioso, se dijo Dexter. El
Banco minero había perdido veintidós mil dólares falsos e iba a
recibir otros tantos completamente legales, gracias a él y a Sid.
Aquella era una circunstancia demasiado afortunada para resultar
casual.
—Juraría que alguien del banco está metido en ese feo asunto —
musitó para sí, pidiendo otro whisky y apoyándose en el mostrador.
En aquel momento las puertas se abrieron y un hombre alto,
flaco y vestido de gris entró en el local. Muchos mineros se volvieron
hacia él, con gesto esperanzado.
—¡Oh, buenas noches, señor McCarran! —saludaron varios de
ellos cordialmente.
—Hola, hola, muchachos, os saludo a todos —sonrió
ampliamente el recién llegado—. Dejadme tomar aliento y beber un
trago. Os traigo noticias frescas a todos.
—¡Cielos, señor McCarran! —clamó uno—. ¿No será algo
relacionado con nuestra paga?
—Algo así —rio el hombre, acercándose al mostrador, donde ya
el cantinero ponía ante él una alta jarra de cerveza. El llamado
McCarran se tomó un largo trago, rodeado por los ocupantes del
local, alargando así intencionadamente la expectación que su
llegada había despertado.
Al fin, dejando de nuevo la jarra en el mostrador, miró a todos,
sonrió con aire divertido y anunció:
—Muchachos, tengo buenas noticias para todos. Acabo de llegar
a la oficina de telégrafos y he visto allí al señor Yordan, presidente
del banco. El mismo me ha mostrado el telegrama que acababa de
llegar de Salt Lake City. Es de la compañía aseguradora y anuncia
que, habiendo resuelto pagar la suma robada, esta ha sido hoy
ingresada en una entidad bancaria de la capital. Ello significa que
esta misma semana el dinero llegará a Rockdale y todos podréis
cobrar vuestros atrasos.
—¡Bravo! —rugieron varios, alegremente.
—¡Viva el señor McCarran! —tronó otro.
—Vamos, calma, calma muchachos —sonrió este, alzando sus
brazos con gesto amistoso y paternalista—. Yo nada he hecho que
no sea reclamar constantemente lo que os pertenece. No tenéis que
agradecerme nada a mí sino al señor Yordan y a su banco, por estar
asegurados contra toda clase de riesgos.
Pero dijera él lo que dijera le encantaba, sin duda, recibir el
homenaje popular y sentirse centro de la atención ciudadana. Los
mineros le invitaron a beber, entusiasmados por la noticia recibida
momentos antes.
Dexter observaba la escena con mirada ausente. Había algo en
aquel McCarran que no acababa de gustarle y no sabía lo que podía
ser. Cada vez se sentía más y más convencido de la existencia de una
intriga en aquella población, en torno al dinero falso y al auténtico.
Porque si era obvio que el banco ingresó un dinero legal. ¿Dónde
estaba este en aquellos momentos y cómo había podido ser
suplantado por una cantidad igual de billetes falsos?
De pronto, tuvo una idea. Se inclinó hacia el cantinero,
aprovechando el jolgorio producido en torno suyo por el entusiasmo
de los mineros y le preguntó en voz baja:
—Soy forastero, amigo, y quisiera imprimir aquí unas tarjetas y
papel de cartas a ser posible. ¿Existe imprenta en Rockdale?
—Vaya si existe —asintió el cantinero—. Jim Sturgess, su dueño,
es todo un artista. Buen dibujante y pintor y excelente impresor.
Vaya a él y, por poco dinero, le hará en escasas horas, un buen
trabajo. Se lo garantizo.
—Es muy amable. ¿Dónde podría encontrar esa imprenta?
Mañana mismo iré a verlo.
—Bueno, la imprenta está ahí mismo, al final de la calle. Pero
puede encontrar a Jim Sturgess esta misma noche, si lo desea. Así,
seguro que mañana por la mañana tendría su trabajo hecho, señor.
—En ese caso, dígame dónde encontrarlo ahora.
—Verá. Al final de esta calle, poco antes de llegar a su imprenta,
verá una casa con una luz roja en el porche. Es una casa de mala
nota, claro. Allí hay cantina y mujeres, sobre todo mujeres. Y
dormitorios arriba, claro. La regenta una fulana muy divertida,
llamada Sally Saldom. Pues bien, como a Jim le suele ir bien su
negocio, frecuenta mucho ese local. Seguro que lo encontrará allí
ahora mismo.
—Gracias —pagó su última consumición y apuró el vaso—. Creo
que visitaré a esas damitas ahora mismo. De ese modo, puede que
mate dos pájaros de un tiro.
—Eso está bien dicho, señor —le guiñó un ojo el cantinero—.
Sally tiene casi siempre media docenita de chicas muy vistosas y
cariñosas. Que pase buena noche.
Dexter abandonó la cantina. Bajó la calle sin prisas, hasta
detenerse ante el rojo farol de un porche. El quinqué que colgaba
allí estaba pintado de carmesí, modo muy claro de dar a entender la
clase de negocio que era aquel. Empujó la vidriera iluminada y
entró.
El lugar era confortable y coquetón. Tapizados asientos verdes,
dorados y cortinajes, un saloncito pequeño y acogedor a un lado y
una escalera al otro conducente, sin duda, a los dormitorios de la
planta alta. De inmediato, una mujer apareció ante él y Dexter
imaginó que era la tal Sally Saldom citada por el cantinero.
—Buenas noches —saludó, mirándole desconfiada—. ¿Seguro
que no se equivoca de local, amigo?
—Si usted es Sally Saldom, seguro que no.
—Pues nadie lo diría —sonrió ella—. Tiene aspecto de mormón o
de cuáquero de costumbres morigeradas y moral intachable.
—Lo celebro. Nunca me creí tan respetable —rio Dexter,
contemplando a aquella rolliza y espectacular matrona de rojos
cabellos, rostro muy pintado, gruesos labios rojos y enorme busto
que asomaba casi en su integridad bajo el amplio escote de su
vestido verde brillante.
—En resumen, ¿quiere beber y alternar solamente, o algo más?
—indagó ella, impaciente.
—Eso depende. Primero tomaré una copa. Y me gustaría charlar
con una de sus chicas. Más tarde elegiré el camino a seguir.
—Está bien, pase al saloncito, donde le servirán de beber.
Mandaré a alguna de las chicas con usted de inmediato. Pero la
consumición con derecho a alternar es algo cara aquí, no venga
luego con protestas. La tarifa mínima es de cinco dólares.
—Pues sí que es caro —sacó dos billetes de cinco y los puso en la
mano de la matrona—. Eso cubre, al menos, dos consumiciones por
el momento, ¿no?
—De acuerdo, amigo. Pase ya.
Entró en el saloncito dedicado a bar. Una mujer servía en el
mostrador. También exhibía gran parte de sus potentes pechos y
sonreía invitadora. Dexter pidió un whisky. Sally dijo desde la
puerta:
—Sírvele, Judy. Ya ha pagado por dos consumiciones.
—Y eso es la propina —dijo Dexter, poniendo otro billete entre
los dos grandes pechos de la mujer del mostrador.
—Muy generoso —rio ella, tomándolo con rapidez—. Tomaré
algo contigo. No, no tienes que pagar lo mío. Me gusta hablar con la
gente limpia. Por aquí pasa de todo, menos personas bien lavadas y
afeitadas, como tú. ¿Cómo te llamas?
—Jess —dijo rápidamente Dexter—. ¿Y tú?
—Judy, ya lo oíste. Es mi nombre real, no un invento de Sally,
como en otros casos. ¿Vienes solo con la idea de charlar y tomar una
copa o buscas algo más?
—Ya dije que eso depende. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque yo no hago más que alternar, ¿entiendes? No me
acuesto con la clientela. Solo estoy aquí para Sally. No sé si
comprenderás bien lo que quiero decir...
—Creo que sí. A ella no le gustan los hombres. Y a ti tampoco.
—Algo así. Pero a mí sí me gustan. Me iría contigo, Jess, si no
fuese porque Sally me echaría de inmediato. Es muy celosa.
—Bueno, procuraré no despertar sus iras —sonrió Dexter—. Tú
eres coto prohibido, procuraré recordarlo. ¿Me recomiendas a
alguna chica en especial?
—Bueno, todas son buenas muchachas. Está Peggy, pero ahora
trabaja arriba. Está ocupada con un buen cliente, Jim Sturgess.
—¿El impresor?
—Sí. ¿Le conoces?
—Es uno de los motivos de estar aquí. Iba en su busca para
encargarle un trabajo. El cantinero me envió.
—Comprendo. No podrás molestarle hasta que termine, claro.
No es cosa de que vayas a encargarle algo cuando está en la cama
con una chica —rio Judy—. Luego está Abbe... Abigail es su nombre.
Una buena muchacha. Bonita y discreta. Creo que es la mejor de
todas. Por cierto, ahí la tienes. Sally ha pensado como yo. Te envía a
Abbe. Yo te dejo, no quiero importunar.
Se apartó. Dexter miró de soslayo a la chica que se sentaba a su
lado. Sufrió un brusco sobresalto, ciertamente. No era lo que había
esperado encontrar en un sitio como aquel.
Rubia, de piel suave, ojos azules y rostro ingenuo, figura esbelta
y seductora; ni siquiera su excesivo escote, sobre un busto bien
formado y pequeño, podía darle aire de mujerzuela profesional. Ella
lo miró con sus grandes ojos y sonrió. Tenía una boca muy bonita,
de labios gordezuelos y dentadura blanquísima.
—Hola —saludó.
—Hola —respondió él—. Soy Jess.
—Y yo Abbe...
—Toma algo. Siéntate a mi lado, ¿quieres?
La invitó a una mesita arrinconada, en el desierto y acogedor
saloncito. Ella asintió. Ambos se sentaron. Judy les llevó las bebidas.
—¿No te importa perder el tiempo de charla conmigo? —indagó
él.
No pierdo mi tiempo. Cobro un dólar por cada cuarto de hora de
alterne —sonrió ella suavemente.
—Sí, claro, qué tonto soy —suspiró Dexter—. Aquí todo tiene un
precio ¿no?
En la vida creo que eso nos afecta a todos, de una u otra manera
—sugirió ella con placidez—. Nunca conocí a nadie que diera algo
por nada.
—Tienes razón. ¿De dónde eres? No tienes acento de Utah...
—Nací en el Este, en San Louis. Luego he estado en muchos
sitios. Mis padres viajaban mucho, en busca de un lugar donde
quedarse algún día. Eran artistas, saltimbanquis. Y encontraron ese
lugar, solo que no fue como esperaban. Nos atacaron los indios,
matando a mis padres. Se quedaron enterrados en un lugar
cualquiera de la pradera. Por fortuna, yo quedé escondida bajo un
carromato volcado. Me encontraron unos colonos y me llevaron con
ellos. Pero no eran buena gente. Me pegaban con frecuencia y
pasaba hambre. Un día escapé de su rancho y llegué aquí, sin saber
casi cómo. Esa es mi historia. Como ves, no resulta precisamente un
cuento de hadas.
—Las hadas no existen, Abbe —suspiró él, moviendo la cabeza—.
Pero el mal está en que de niños tratan de convencernos de lo
contrario y luego la vida nos da un golpe demasiado fuerte.
Tampoco mi existencia ha sido un camino de rosas, Abbe. Creí que
iba a ser alguien importante. Mi familia me hizo estudiar, hasta que
un día mi padre enfermó y se quedó sin trabajo. Tuve que ayudar a
mi madre a mantener la casa, con labores muy duras. Yo también
debí trabajar desde niño. Hasta que un día, la gente de una
importante empresa bancaria nos echó a la calle por culpa de una
hipoteca y eso mató a mi padre. Cuando nos quedamos solos mi
madre y yo, pensé que ya no podían sucedemos más cosas. Estaba
en un gran error. Todavía el destino nos iba a jugar un montón de
malas pasadas. Mi madre también enfermó y tuve que trabajar yo
solo para mantenernos. Hasta que un canalla robó en mi lugar de
trabajo y me acusaron a mí injustamente. De nada sirvió que
clamara mi inocencia. Me echaron y me encerraron por lo que no
había hecho. Mi madre murió estando yo preso. Al saberlo, escapé
para asistir a su funeral y luego pegué a los que venían a detenerme
de nuevo, fui adónde trabajaba y le hice confesar a golpes al
verdadero ladrón. Pero aunque eso me limpió de toda acusación, no
quisieron darme de nuevo el trabajo, porque mi patrón era pariente
del verdadero culpable. Me fui de allí, desengañado de muchas cosas
y la vida siguió golpeándome duro. Cuando quise darme cuenta,
distaba mucho de ser un hombre honrado, por culpa de los demás.
Me hice pistolero, pero no me gustaba matar por contrato a nadie y
sí únicamente proteger a mi cliente y defenderme de quien nos
quisiera atacar. Eso me creó problemas también y decidí dejar de
ser pistolero profesional para dedicarme a otras cosas.
—Y parece que lo lograste. Tienes aspecto de hombre honrado y
bien situado en la vida.
—¿De veras? —Dexter rio—. Eso te demuestra que las
apariencias engañan.
—Yo no lo creo. Sigo pensando que eres una persona honesta,
Jess.
—Te equivocas. ¿Qué dirías si te confesara que soy un tipo de
mal vivir y que no hago nada realmente honesto en mi vida?
—Que o bien tratas de engañarme... o esa vida que tan
duramente se portó contigo te ha hecho ser quien no quisieras ser.
—Eso no es una excusa. Nadie le obliga a uno a ser un rufián.
—A veces, sí. Sobre todo, cuando no se tiene alma de rufián y
hay que serlo para defenderse de los demás.
—¿Eso piensas de mí?
—Sí. Te conozco muy poco pero no suelo engañarme con los
hombres.
—Ya. ¿Conoces a un tal Jim Sturgess?
—Claro. Es un buen cliente. Pero tiene su chica favorita: Peggy.
¿Es amigo tuyo?
—No. Nunca lo he visto. Solo quiero encargarle un trabajo.
—Entiendo. Ese sí es un mal tipo, Jess.
—¿De veras?
—Sí. Nunca me eligió a mí, por fortuna. Me produce aversión,
pese a que se hace el simpático y es amigo de todos los hombres
importantes de la ciudad. Si esperas verle, tendrás que armarte de
paciencia. Ese, cuando se mete en la alcoba con Peggy, sale siempre
de madrugada.
—Tomaremos otra copa entonces —sugirió Dexter, sacando unos
billetes.
—Son solo las diez. ¿Cuántas copas esperas que tomemos hasta
las cuatro o las cinco?
—¿Tarda tanto en salir? Esa Peggy debe ser una fiera...
—Vaya si lo es. Puedes comprobarlo por ti mismo, en cuanto
termine con Sturgess —sonrió irónica la rubia muchacha.
—No, gracias —rechazó Dexter. Miró fijamente a su joven
compañera—. ¿Qué te parece si seguimos esta conversación en otro
sitio, en una habitación y tomamos una botella de champaña para
endulzar la espera?
—Como quieras —se encogió de hombros—. Eres tú quien paga.
Sally se sentirá encantada con un cliente tan generoso.
—Vamos, entonces —pidió Dexter poniéndose en pie.
Minutos más tarde, entraban en un elegante dormitorio de cama
con dosel, donde la propia Sally les llevó una botella de champaña y
dos copas. Dexter la pagó los cincuenta dólares que importaba todo
aquello.
—Y ahora, tomemos una copa y charlemos —indicó.
—Podemos hacer todo lo que quieras, Jess. Ya has pagado por
ello.
—¿Incluso hacer el amor tú y yo?
—¿Por qué, si no, estamos aquí? —sonrió ella entre risueña y
triste.
—Solo te he pedido compañía y conversación, Abbe. Pago por tu
tiempo, no por tu cuerpo.
—Mi cuerpo tiene su tarifa y está aquí para eso, no lo olvides. Yo
no soy una jovencita honesta, no trates de engañarte y ver las cosas
como no son. Me halaga que me trates así, pero sería cerrar los ojos
a la realidad. Después de todo, somos hombre y mujer, pero si no te
gusto, aún puedes elegir a otra y...
—Abbe, no sigas. Me gustas mucho. Solo que no me pareces...
una de ellas.
—Pues lo soy. Y tú me gustas. Tenemos que esperar muchas
horas para que puedas ver a Sturgess. ¿Por qué no pasamos esas
horas de un modo más íntimo y normal?
Y se quedó mirándole con fijeza. Sin desparpajo ni provocación,
pero con serena energía. Dexter respiró hondo, dejó su copa y
asintió.
—Tienes razón —dijo—. Después de todo, somos hombre y
mujer... y nos sobra el tiempo.
***
—Escucha —musitó ella—. Sturgess ya va a salir. Es la hora.
Dexter se incorporó en el lecho, asintiendo. Acababa de oír una
puerta en alguna parte del piso alto. Se vistió con rapidez.
—Es la puerta del fondo del pasillo —informó la rubia Abbe—.
Cuando suena es porque Peggy ha salido. El saldrá de inmediato,
estoy segura.
Una vez vestido con pantalón y camisa, Dexter se puso sus lentes
y asomó al corredor. No pasaron ni dos minutos antes de que
aquella puerta se abriera nuevamente y saliese Jim Sturgess de la
estancia. Era un hombre alto, fornido, de pelo rapado y ojos muy
juntos. Dexter lo detuvo y el hombre mostró extrañeza.
—¿Jim Sturgess, si no me equivoco?
—Así es —afirmó él—. ¿Quién es usted?
—Un forastero. Tiene ahí mi nombre —le entregó un papel
doblado, junto con un billete de veinte dólares—. Necesito tarjetas
de visita y papel de cartas, con mucha urgencia. Elija usted el tipo
de letra y todo eso. El cantinero me envió a usted. Lamento
molestarle a estas horas y en este lugar.
—No se preocupe, amigo —sonrió el otro, mirándole mientras
guardaba el papel y el dinero—. Siendo asunto de trabajo, todo está
bien. Pásese mañana a primera hora por mi imprenta y tendrá ya
hecho su encargo. Déjelo todo en mis manos. Conozco mi oficio.
Se alejó escaleras abajo. Dexter volvió a la alcoba. Abbe estaba ya
levantándose.
—No, no —rogó él—. Por favor, sigue ahí.
—Pero si ya no tienes que esperar a nadie... —susurró la joven.
—No importa. Estar contigo es demasiado hermoso para buscar
pretextos —rio él, rodeándola con sus brazos—. Y después de todo,
tu tiempo me pertenece ahora...
—Querido... —musitó ella, abrazándole también con fuerza—.
Eso me hace muy feliz...
Volvieron al lecho. Lo que había empezado como una lógica
culminación del encuentro de un hombre y de una mujer en un
lupanar, continuaba ahora, ya sin otro motivo para ello que la
mutua atracción de ambos, sin necesidad de un hecho que fuera
pretexto para ello, como Jeff Dexter había manejado, al ir en busca
de un impresor, el único de Rockdale y, por tanto, para él un
sospechoso idóneo con relación a la falsificación de moneda.
La noche avanzó hacia el amanecer. El amor de la joven pareja
hizo que los minutos fuesen como fugaces segundos en aquella
velada.
Después, el sueño y la fatiga les venció, estrechamente abrazados
sus cuerpos desnudos entre las revueltas sábanas.
Así estaban cuando el cañón del arma se apoyó en la sien de
Dexter, chascó el percutor del revólver al ser amartillado y una voz
dura y fría amenazó al durmiente, provocando su sobresaltado
despertar:
—Ni un movimiento o le vuelo la cabeza, maldito asesino.
¿Creyó que podía engañarnos? En nombre de la Ley, queda
arrestado por asalto al banco local y asesinato de varias personas
inocentes...
4
La escudilla de latón contenía unas judías en salsa, con trozos de
tocino y de carne. Probó unas pocas y retiró el plato, optando por
beber agua solamente. Tiró el trozo de torta de maíz dentro de la
salsa de las judías.
—Lléveselo —dijo—. No tengo apetito.
—Peor para usted, Dexter —resopló Gus Harding, sheriff de
Rockdale, retirando el plato mientras su alguacil mantenía el rifle
«Winchester» asestado sobre el preso—. Si prefiere comida del
restaurante, no puedo servírsela. Su único dinero era robado y está
intervenido. No posee usted nada, a menos que quiera empeñar su
reloj. Yo puedo ocuparme de eso, si lo desea. Al menos le dará
veinticinco o treinta dólares por él, ya que es de plata.
—No, sheriff, gracias. No es por la comida. Le dije la verdad. No
tengo hambre.
—Pero tiene que comer. Con ayunar no arreglará la situación.
—Lo sé. Es mi estómago el que no lo sabe. No quiero vomitar si
como a la fuerza.
—Como quiera —suspiró el representante de la Ley, haciendo un
gesto a su ayudante, que salió de la celda mientras él giraba la llave
en la cerradura—. Yo quiero creer lo que me dijo cuando lo
encarcelé. Admite que tuvo responsabilidad en esas muertes porque
fue quien dirigió el asalto al banco pero niega haber herido a nadie y
afirma que fue otro de sus compinches el asesino, contra su
voluntad y quebrantando sus órdenes.
—Así fue, sheriff. Lo juro ante Dios.
—Y yo quiero creerle. Pero eso no cambia las cosas. Es culpable
de un atraco y por ese atraco vinieron las muerte, las hiciera quien
las hiciera. Me temo que el jurado no será demasiado benévolo con
usted, llegado el momento.
—Sí, estoy seguro de que será como usted dice, sheriff.
Gus Harding estaba ya tras las rejas de la celda, en el corredor.
Le miró, pensativo y meneó la cabeza de un lado a otro.
—Nunca entenderé por qué vino aquí otra vez, a meterse por sí
solo en la boca del lobo, Dexter —confesó.
—Creí que podría engañarles a todos con una nueva apariencia.
—Seguro que lo hubiera logrado pero tuvo mala suerte en tener
la ocurrencia de encargar un trabajo a Sturgess. Es un gran
fisonomista. El hizo los dibujos de este pasquín de recompensa,
aparte de imprimirlo en su taller. Le reconoció de inmediato según
me dijo, pese a sus gafas, su afeitado y su pelo corto.
—Según veo, Sturgess es un tipo muy listo.
—Mucho —rio el sheriff—. Buen dibujante y pintor, excelente
impresor y magnífico fisonomista. Gracias a esto último va a
embolsarse ahora la bonita suma de dos mil dólares, que es lo que
paga el banco de Angus Yordan por su cabeza, Dexter.
—¿Sabe si además de todo eso, el tal Sturgess es buen
falsificador?
—¿Falsificador? ¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho. Alguien falsificó el dinero robado en el banco.
Me llevé papel mojado, un montón de fajos sin valor alguno.
—No diga tonterías. Eso lo hizo alguien de su banda, su
compinche superviviente, sin duda alguna, en un descuido suyo. Le
dejó todo lo falso y se llevó el botín. ¿Cómo va a haber dinero falso
en un banco?
—Pues esta vez era así. Por eso volví a Rockdale. Quería
averiguar lo que sucedía. Y ya que era acusado de algo, que lo fuese
con razón. Vine en busca del dinero auténtico, no de esas burdas
copias impresas por alguien.
—Tengo su dinero, encontrado en su maletín del hotel, Dexter.
Pero naturalmente, todos los empleados del banco, incluido el señor
Yordan, han negado haberlo visto jamás. Todo el mundo sabe que
los banqueros son expertos en papel moneda, igual que sus
trabajadores. Es ridículo imaginar un fraude así en una entidad
bancaria.
—Lo sé. Por eso tiene menos sentido todo. Aquí hay algo sucio y
oscuro, sheriff. Algo que vale la pena investigar.
—Diga todo eso al juez en su proceso. Si él accede a abrir una
encuesta judicial sobre ese dinero falso, aceptaré ocuparme de ella,
pero nada más. Sigo insistiendo en que un compinche demasiado
astuto se burló de usted.
—Sid Fuller no tiene cerebro para eso ni lo tendría jamás. Es un
asesino enfermizo, un loco peligrosos, una bestia codiciosa y brutal,
pero no un falsificador, ni tan siquiera alguien capaz de imaginar un
jueguecito así.
—Pues alguien lo hizo, eso es evidente.
—Claro. Alguien de Rockdale.
—¡Está usted rematadamente loco! —rechazó Harding
vivamente, sacudiendo su canosa cabeza—. Eso no tiene el menor
sentido. Le dejo, Dexter. No me cae usted mal del todo, para lo que
había esperado. Pero sigo considerándole un hombre peligroso,
aunque no matara a nadie con su propia mano. Todo salteador de
bancos lo es.
—Muchos bancos roban a la gente. He vivido eso en mi carne. Y
nadie hace nada para meter en la cárcel a los banqueros.
—Tal vez es que sean más listos que ustedes —rio el hombre de
la Ley—. Ellos saben hacerlo. Todos los grandes pillos saben hacer
las cosas de modo que parezcan muy respetables y dignas.
—Lo sé, lo sé. Practican la usura, crean falsas hipotecas,
desahucian sin razón, especulan gracias al dinero ajeno... y hasta
roban, si es preciso, refinada y legalmente. Los conozco bien. O
creía conocerlos. Lo de dejarse robar dinero falso y recuperarlo de
curso legal, gracias a un seguro, es el colmo de la habilidad
bancaria. Esa gente puede llegar a hacerse dueña del mundo sin que
nadie se dé cuenta de ello.
—Si sale de esta sin que le pongan una cuerda al cuello, Dexter,
estoy seguro de que cambiará su vida de pistolero y ladrón por la de
banquero.
—¡Qué más quisiera! —rio Dexter—. ¿Cree que me darán esa
oportunidad, sheriff?
—No, me temo que no. En Rockdale están ya reuniendo dinero
para financiar la más hermosa horca de su historia. Si el jurado
tuviese la loca idea de absolverle, los demás se encargarían de
lincharlo.
—De modo que no hay solución.
—No, no la hay.
—¿Y la evasión? —dijo, aferrando los barrotes
significativamente.
—Olvídela. Esta cárcel es sólida. Muy sólida. Y tengo seis
hombres armados vigilándola día y noche, rifle en mano. Ni siquiera
un montón de esbirros suyos le podrían sacar de aquí. Vivo, al
menos, no. Muchos de mis hombres apreciaban a las personas
muertas en el asalto al banco. No dudarían en tirar a matar contra
usted, si veían la menor oportunidad de que saliera de aquí
impunemente. Así están las cosas. Yo no las he organizado, Dexter.
Fue usted quien se ganó la antipatía de los demás.
—Estoy habituado a ello desde hace años. Los marginados nunca
somos simpáticos a nadie. Ni lo necesitamos. La simpatía, lo más
que facilita es alguna limosna que otra. De todos modos, sheriff,
gracias por charlar conmigo de todo ello.
—De nada, amigo. Me gusta hacer fáciles las cosas a la gente,
aunque sea en estas circunstancias. No soy su enemigo personal.
Solo su guardián hasta el día en que lo suelten, lo envíen a un penal
o lo ahorquen. Hasta luego, Dexter.
Salió del corredor con su alguacil, dejando solo al preso en su
celda. Jeff se sentó en su camastro, hundiendo el rostro entre las
manos.
***
—Tiene una visita, Dexter. Y diez minutos para atenderla.
Se incorporó. Ya había oscurecido. Miró al exterior a través de la
puerta enrejada. Vio venir a alguien ante el alguacil de turno. Le era
totalmente desconocido. Grueso, con grandes patillas y ropas
elegantes. Parecía todo un caballero.
Se detuvo ante la reja. El alguacil se mantuvo a prudente
distancia. El propio visitante avisó con aspereza:
—Déjenos solos, amigo. No pasará nada. Quiero hablar
confidencialmente con ese tipo.
Respetuoso, el aludido se retiró hasta la oficina, dejando solo al
visitante con el preso, separados por la verja. Dexter preguntó,
tenso:
—¿Quién es usted? Debe ser alguien importante cuando le
obedecen...
—Claro —rio el otro—. Soy Angus Yordan, el presidente del
Banco Minero.
—Vaya... creo que empiezo a entender.
—Entender, ¿qué?
—Muchas cosas. ¿Por qué ha venido a verme?
—Tal vez lo sepa ya —sonrió Yordan.
—¿El dinero falso?
—Por supuesto. Sé que entregó su parte al sheriff y que afirma
que ese dinero estaba en mi banco.
—Usted sabe que era así.
—Claro. Pero nadie le creerá.
—Entonces, ¿por qué ha venido a verme? No debe estar tan
seguro de eso, Yordan.
—Porque no me gustaría que durante el juicio que van a hacerle
por asalto y asesinato repitiera mil veces esa historia del dinero
falso. Una investigación a fondo de la compañía aseguradora sería
poco conveniente para mí.
—¿Y qué pretende, por tanto?
—Llegar a un arreglo amistoso.
—¿Con usted? No hay arreglo, Yordan. No me fio de un
banquero que guarda dinero falso en la caja fuerte de su banco.
—Esta vez será dinero perfectamente legal.
—¿Cuánto?
—Cinco mil. Le bastarán para vivir bien un largo tiempo lejos de
aquí.
—¿Se olvida de mi situación? El dinero no vale de mucho
cuando a uno le han colgado de una soga.
—Yo me cuidaré de eso. La fuga y los cinco mil. A cambio de eso,
no volverá nunca más por aquí ni se dejará cazar. Si rechaza el
acuerdo, le colgarán sin remedio. ¿Y qué ganará usted con que un
día, quizás, descubran mis asuntos turbios y me metan en la cárcel,
si para entonces se habrá podrido usted en su tumba, Dexter?
—¿Por qué no pensó su amigo Sturgess en eso al denunciarme?
Después de todo, él está en esto, seguro que falsificó el dinero en su
imprenta... y cobró bien por ese servicio y por su silencio.
—Sturgess tiene poco cerebro. Pensó que así se protegía y me
protegía mejor. Fue un error estúpido. Ahora podemos arreglarlo.
¿Acepta?
—Parece que no hay otro remedio ¿Y el dinero?
—Aquí —susurró Yordan disimuladamente, metiendo su mano
en las ropas y sacando un fajo que metió entre las manos de Dexter
—. Son cinco mil. Totalmente legales, puede comprobarlo cuando
quiera. No hay dinero falso por medio. No con usted, claro.
—¿Y la fuga?
—Hoy. De madrugada. Entre una y dos. Es la mejor hora para
escapar de aquí. Me cuidaré de los detalles. A esa hora, todo será
más sencillo, seguro. Confíe en mí.
—Confiaré. Pero recuerde: si hay algún truco feo, hablaré largo y
tendido. Acabarán creyendo algo, dudando, sospechando... Pediré
que la compañía aseguradora intervenga. Jugaré hasta la última
carta, Yordan.
—No hará falta —sonrió el banquero, empezando a retirarse—.
Recuerde: esta noche, entre una y dos... será libre. Definitivamente
libre, Dexter. Y con dinero para empezar una vida nueva lejos de
aquí...
Se marchó. Dexter se quedó solo en su celda. Allá fuera, Scott
McCarran y Jim Sturgess, impresor, esperaban al banquero en el
porche. Se acercaron a él.
—¿Todo resuelto? —preguntó McCarran.
—Todo, sí. Aceptó el dinero.
—¿Y la evasión?
—También. No sospecha nada. Entre la una y las dos,
prepararemos su fuga. Y, naturalmente... su muerte. Un evadido que
es sorprendido en plena escapatoria y cae bajo las balas. Nada más
natural... —rio Yordan—. Y con él se terminarán nuestros
problemas. Le encontrarán los cinco mil dólares de curso legal, con
la faja del banco. Eso probará que no todo el dinero era falso y que
eso era solo un truco suyo. No podrá hablar más.
—Perfecto, Yordan —le felicitó Sturgess, riendo—. Ya no
tenemos que preocuparnos de nada...
—Eso es. Pero estuviste a punto de estropearlo todo por querer
capturar a Dexter, imbécil. Ahora, de todos modos, está arreglado.
Definitivamente arreglado...
***
Todo había sido fácil. Extraordinariamente fácil.
Jeff Dexter estaba sorprendido de ello. El comisario hacía su
última ronda. Entró en el corredor, pasó rifle en mano ante la celda.
Le miró. Se limitó a decirle casi rutinariamente unas palabras,
asomando por los barrotes:
—¿Todo bien ahí, Dexter? ¿Deseas algo en especial?
—Sí —gruñó Jeff—. Que te vayas al infierno y me dejes dormir
en paz, amigo.
El comisario rio, alejándose de regreso hacia la oficina del sheriff
Gus Harding, y la puerta se cerró tras él. Era la una y veinte en su
reloj de vieja plata maciza. Debía de estar cerca la hora anunciada
por Yordan. Pero no lo parecía en absoluto.
De inmediato, un momento más tarde, sonaba en la oficina un
golpe seco y un gemido. Luego se abrió la puerta de nuevo. El que
asomaba ahora no era el comisario sino un encapuchado de ropas
negras. Otro le seguía. Traían las llaves de las celdas. Y revólveres.
—Vamos, Dexter —jadeó una voz ronca, bajo la capucha negra—.
Hay poco tiempo. Tienes que escapar ya. Cuando el comisario
vuelva en sí dirá que le atacaron compinches tuyos. No nos ha visto
las caras, no sabe quiénes somos. Toma un revólver y escapa rápido.
Hay un caballo afuera ensillado, a la espera. No pierdas ni un
minuto. De eso depende tu libertad... y nuestra seguridad personal,
bien lo sabes. Suerte, amigo.
La llave giró en la cerradura. Se abrió la puerta enrejada. Salió al
pasillo, casi sin creerlo. Tomó el revólver que le daban. Miró a los
encapuchados.
—¿Por dónde salgo? —musitó.
—Aunque no lo creas, por la puerta delantera —rio el que llevaba
la voz cantante de la pareja de enmascarados—. La parte de atrás
está vigilada por otro comisario apostado en la casa de enfrente.
Harding es un tipo listo y se las piensa todas, pero esto no lo
calculó. No habrá problemas. El caballo es el manchado que está
atado en la talanquera. Lleva provisiones suficientes. Escapa hacia el
desierto sin perder tiempo. Vamos ¿a qué esperas?
Sí. Demasiado fácil, pensó Dexter. Una duda, una oscura e
indefinible sospecha le asaltó pero procuró ahuyentarla de sí con
rapidez. Después de todo ¿qué más podía desear? Una evasión fácil,
un caballo, un arma, cinco mil dólares en su bolsillo...
—Vamos —asintió, echando a andar deprisa hacia la salida—.
Creo que no os necesitaré ya, muchachos. Gracias por todo.
—De nada, amigo —rio el encapuchado, dándole una palmada—.
Ha sido un placer por la cuenta que nos tiene, créenos.
—Bien. Hasta nunca —jadeó Jeff, saliendo al despacho donde vio
caído al comisario, boca abajo. Cruzó la estancia, asomó cauto al
exterior y vio el pueblo a oscuras, el caballo manchado atado a la
talanquera, dejando ver en la oscuridad el blanco y marrón de su
piel.
Salió al porche, con el «Colt» amartillado. Subió a la silla de
montar y desató las riendas del animal, espoleando a este de
inmediato. Emprendió el galope sin esperar un instante más.
Apenas se había alejado a caballo unas yardas del edificio de la
cárcel, uno de los encapuchados lanzó un grito agudo, que rasgó el
silencio de la noche:
—¡El preso! ¡Se escapa el preso! ¡A él, a ese maldito asesino!
Y los dos encapuchados que acababan de sacarle de la celda
dispararon sus rifles simultáneamente, con tremenda precisión,
sobre el jinete que huía.
Jeff Dexter se sintió perforado por varios proyectiles, su cuerpo
se agitó en la silla, agujereado por las balas de los «Winchester».
Estuvo a punto de caer a tierra, mientras el asustado caballo
galopaba más deprisa, pero quedó colgando del estribo, casi
golpeando con su cabeza el suelo. Intentó disparar su revólver
rabiosamente hacia los traidores enmascarados pero no logró nada.
Chascó el percutor al golpear el vacío. El «Colt» estaba sin
proyectiles.
Ahora lo entendía. Todo había sido una sucia trampa, una vil
emboscada planeada por el banquero Yordan y sus esbirros. La fuga
bien montada y cuando estaba ya a caballo, los disparos asesinos.
Un fugitivo que caía, herido por unos buenos ciudadanos amantes
de la Ley. Un muerto que ya nunca hablaría. Unos labios sellados
para siempre y el misterio del dinero falso jamás se pondría en claro
ni complicaría en absoluto al presidente del banco en el asunto.
Logró evitar la caída y también el golpeteo en tierra, aferrándose
a la crin del animal a la desesperada, mientras sentía correr la
sangre sobre su cuerpo, procedente de los boquetes abiertos por las
balas.
Notó que las fuerzas le abandonaban y que todo su ser era como
un pelele, un cuerpo inerte y flácido, a punto de saltar de la silla y
quedar inmóvil para siempre en el polvo de Rockdale.
Pero algo sobrehumano, algo que estaba por encima de su propia
voluntad y de su fuerza física le mantuvo firme, sujeto de forma
rabiosa y exasperada al caballo para sostenerse sobre él en precario
equilibrio, manteniendo el galope que lo alejaba en la noche,
dejando atrás la población y con ella los fogonazos de los disparos
de rifle, acribillando las sombras nocturnas con sus proyectiles.
—Dios, creo que estoy medio muerto... si no muerto ya del
todo... —gimió entre dientes, sintiéndose confuso, torpe, atravesado
por el dolor del plomo candente y de la sangre que se perdía en
abundancia por sus boquetes.
Sabía que allí no iba a terminar todo. Que los que pretendieron
asesinarle fingiendo una evasión planeada por unos inexistentes
cómplices, al no verle caer correrían ahora tras él, para rematarle.
Su vida, si es que aún podía salvarse, dependía única y
exclusivamente de la rapidez de su montura en alejarse del pueblo y
de sus muy remotas posibilidades de ocultarse en lugar seguro.
—¡Hay que dar con él, hay que alcanzarle y terminar de una vez!
—bramó uno de los encapuchados, furioso—. ¡Se nos ha escapado!
—No puede ir muy lejos —sentenció el otro—. Al menos le
hemos alcanzado cuatro o cinco veces...
—Aun así, solo nos sentiremos seguros si él cae sin vida, maldita
sea. Si obtenemos su cadáver con el dinero del banco en sus
bolsillos... y esta vez totalmente válido y legal. ¡En marcha,
busquémosle antes de que sea tarde!
Silbaron, llamando a un par de caballos que surgieron de las
sombras de un cercano establo y subieron a ellos, rifle en mano,
disponiéndose a cazar sin vida a su hombre, costase lo que costase.
5
Abigail se quedó asombrada mirando al hombre que aparecía en
la puerta posterior de la casa de citas de Sally Saldom.
—Cielos, tú... Jess... —susurró, aterrada.
El meneó la cabeza, con una mueca en su lívido rostro que
pretendía ser un asomo débil de sonrisa.
—No, querida —negó roncamente—. Jess, no. Mi nombre es
Jeff... Jeffrey Dexter, ya debes saberlo. Soy un salteador de bancos...
Abbe se apartó. El entró en la estancia. Ella cerró la puerta,
rápida, tras echar una mirada afuera, llena de aprensiones.
—Estabas encarcelado... —musitó con asombro, corriendo el
pestillo.
Jeff cayó de rodillas en la alfombra. Se le abrió el chaquetón que
llevaba y ella gritó con horror al verlo empapado en sangre de arriba
a abajo.
—¡Dios mío! —clamó, trémula—. ¡Estás herido! ¡Te desangras!
—Sí, así es... —tosió secamente el joven, apoyándose en el borde
de la cama, e intentando en vano incorporarse. Por fortuna he
logrado encontrar este chaquetón en un escaparate de una tienda...
Lo he roto a golpes para tomarlo y cubrirme. Así he llegado hasta
aquí sin ser visto...
—Hay poca gente en el pueblo a estas horas. Son las cinco de la
mañana, Jess... Perdona que siga llamándote así. Para mí, eres Jess
solamente. Oí disparos, gritos y carreras de caballos antes. ¿Qué
pasó?
—Me ayudaron a escapar... solo para asesinarme. Los burlé. He
dado la vuelta en vez de huir. Luego he ahuyentado al caballo que
ahora cabalga solo. De un momento a otro darán con él y
comenzarán a buscarme por todas partes. Pero dudo mucho que se
imaginen que volví al pueblo...
—Tienes varias heridas...
—Tres en el cuerpo y una en una pierna... —jadeó Dexter—. Otra
bala me araño la cabeza, pero fue solo un rasguño... Solo eso... El
resto es bastante malo. He taponado los agujeros como pude pero
aun así perdí mucha sangre. No sabía adónde acudir. Y vine aquí...
no quiero comprometerte, claro. Solo te pido que me digas adónde
puedo ir, dónde buscar alguien que me cure de momento estas
heridas... por si puedo aún salvar la vida, al menos lo suficiente
hasta descubrir qué malditos canallas han querido acabar
conmigo...
Abigail le miraba, pensativa, mientras corría a por una
palangana para lavarle las heridas y rasgaba trozos de sus enaguas
para vendarlo y taponarle los boquetes de bala producidos en el
cuerpo de quien fuera su compañero de una noche.
—Hiciste bien en venir —susurró Abigail—. En la puerta de atrás
que has utilizado esta noche nunca hay nadie. Es para nuestro uso
exclusivo. Confío en que Sally y las demás no sepan nada aún. Yo no
soy médico ni puedo hacer mucho por ti. Tampoco puedo llevarte al
doctor local porque te entregaría al sheriff para no comprometerse.
Vamos, échate ahí, ya lavaré yo las sábanas. O las tiraré, tengo otras
de recambio y tardarán mucho en enterarse de que falta un juego.
—Abbe, eres muy buena —susurró Dexter dejándose caer,
agotado, en la cama—. Tengo en mi bota cinco mil dólares... Esos
son legales, no los robé. Me los dio un bastardo sin duda con la idea
de que me cogieran una vez muerto, cargado de dinero del banco
que no fuese falsificado...
—¿Falsificado? ¿Qué significa eso? —se extraño ella.
—Es igual, algún día lo sabrás. Eso importa poco ahora... ¿Qué
piensas hacer para librarte de mí, ahora que he venido a complicarte
la vida?
—Eso ya lo pensaré. Ahora reposa y calla. Te lavaré todo esto y
vendaré las heridas. Luego hará falta un médico porque puedes
tener algún proyectil dentro o cualquier asomo de infección. Ya
pensaré algo, no lo dudes. Y guárdate ese dinero en tu bota. No
necesitas pagarme por esto. No estoy vendiendo ahora mi tiempo ni
mi cuerpo, esta noche es mi día libre. Y eres el primer hombre que
vuelve a mi alcoba después de aquella noche... —sonrió irónica—.
Se ve que no quieren nada con la chica que se atrevió a dormir con
un salteador de bancos...
Dexter también sonrió. Y luego, sin poderlo evitar, se desmoronó
perdiendo el conocimiento.
***
—¿Quién es usted? ¿Qué hago yo aquí?
El hombre inmutable, de piel cobriza y rugosa, le miró larga,
gravemente, sin que sus ojos negrísimos reflejaran la menor
emoción. Fumaba una larga pipa y se acomodaba con las piernas
cruzadas ante él, en aquel chamizo oscuro y destartalado donde
acababa de despertarse.
—Parece que estás mejor —dijo lentamente—. Ya hablas sin
dormir. Y no tienes fiebre.
—Eres un indio —masculló Dexter—. Eres un piel roja...
—Sí, lo soy —afirmó el otro—. Y tú un rostro pálido.
—¿Qué lugar es este?
—Mi casa. No te resultará confortable. Pero es la única que
tengo.
—No entiendo nada, amigo. Insisto en preguntarte qué diablos
hago aquí.
—En primer lugar, vivir. Eso debe ser importante para ti, ¿no? —
preguntó el inescrutable indio.
—Claro que sí. Espera. Lo último que recuerdo es una cama
confortable, una chica, mi cuerpo lleno de balazos... —se miró con
sobresalto, alzando las pieles que le cubrían. Descubrió su torso
desnudo y sobre él hojas secas, emplastos y pomadas hechas de
hierbas. Un fuerte olor aromático escapó de todo ello.
—Ella te trajo aquí —informó el indio.
—¿Ella? ¿Abbe?
—Abigail es su nombre. La rostro pálido de pelo de oro y ojos de
cielo —asintió el piel roja—. Le debes la vida. Sin ella, estarías
muerto hace tiempo.
—¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo?
—Varias jornadas. Días, decís vosotros. Más de los dedos que
tienen mis pies y mis manos.
—¡Cielos, no puede ser tanto tiempo!
—Pensé que no vivirías. Estabas muy mal. Pero la medicina del
hombre indio resultó. Ahora estás mejor. No bien del todo, pero
mejor. Cuando te levantes te caerás de puro débil. Pero eso tiene
arreglo. La muerte, no.
—¿Estamos lejos de Rockdale?
—Solo a pocas millas. Pero nadie viene nunca aquí. Es tierra
Uta.
—¿Tú eres un indio Uta?
—En esta región todos lo somos. Mi nombre es Mah-Hoppa.
—Gracias, Mah-Hoppa. Te debo la vida.
—No me des las gracias a mí. Solo a Manitú, el Gran Espíritu
que no quiso recibirte aún en sus pastos eternos. Y a ella, claro. A la
mujer del pelo de oro.
—¿Cómo pudo traerme hasta aquí sin ser vista?
—Un carromato. Te llevaba escondido entre pieles. Nadie
sospechó nada. Te buscaban por otros sitios.
—¿No me vio ningún médico?
—Medicina del hombre blanco no siempre es buena —sentenció
Mah-Hoppa—. La del indio sí. Esta es la prueba.
—Te estoy muy reconocido, digas lo que digas —suspiró Dexter
—. Esta vez no creí contarlo, la verdad. Empiezo a pensar que tengo
la piel demasiado dura.
—Ve con cuidado con ella. Otra vez puedes tener peor suerte...
—No habrá otra vez, Mah-Hoppa. Yo lo evitaré.
—El hombre siempre dice eso. Y siempre se equivoca y comete el
mismo error.
—Sí, supongo que soy un necio al decir esas cosas pero te
aseguro que no me dejaré cazar otra vez en una trampa semejante,
amigo mío. Ahora ¿qué debo hacer?
—Seguir descansando. Te traeré comida. Buena comida. Debes
alimentarte mucho ahora.
—Te puedo pagar lo que hagas por mí, Mah-Hoppa.
—La mujer del pelo de oro pagará por ti, ya me lo dijo. Yo sé que
lo hará. Es buena amiga. Nunca mintió a su amigo. Tú calla,
descansa, come y duerme. Es lo que necesitas.
—Sí, creo que sí. Estoy tan cansado... —susurró.
Y un momento después, dormía profundamente otra vez.
***
—¿Qué miras, Jess?
—A ti.
—¿Por qué?
—No sé... Creo que te veo distinta.
—¿Distinta? ¿En qué sentido?
—En todos. Eres otra. No me recuerdas casi a la chica que
conocí aquella noche en casa de Sally.
—¿Mejor o peor?
—Distinta —sonrió Dexter, apoyándose en el árbol y mirándola
muy fijo—. Llevabas poca pintura esa noche pero ahora no llevas
ninguna.
—Es de día. Luce el sol —sonrió la joven—. No hace falta
maquillarse. Esto no es la casa de Sally.
—No, claro que no —acarició su suave pelo dorado—. Te debo la
vida.
—¡Qué tontería! No me debes nada. Mah-Hoppa es un indio muy
sabio. Una vez me curó una mordedura de serpiente. Por eso confío
en él.
—Mah-Hoppa me dijo la verdad. Sin ti, nada hubiera sido
posible. Arriesgaste mucho al acogerme en tu habitación, curarme y
traerme luego aquí. ¿Por qué lo hiciste?
—Porque no podía entregarte a esos canallas de que me hablaste.
Tenía que salvar tu vida.
—¿Me crees, entonces?
—Yo siempre te he creído. Aquella noche no me dijiste que
habías asaltado el banco pero tampoco tenías por qué hacerlo. No sé
si el resto de tu historia sería cierta. Sin embargo, la creí.
—Era totalmente cierta. Me faltó decirte que aquella hipoteca
que arrojó a mis seres queridos de su casa y provocó la tragedia de
mi vida había sido pagada ya. Lo supe más tarde. El banco jugó
sucio y nos robó lo único que teníamos. Los bancos casi siempre
juegan sucio. Por eso pienso que asaltarles no es un delito. Pero yo
no maté a nadie. Nunca lo hice en mis correrías. Fue un compinche
que disfruta matando el que asesinó a aquella pobre gente del
banco. Te lo juro.
—No tienes que hacerlo —sonrió ella—. Te creo. Sé que no eres
un criminal. En otro caso, yo nunca te hubiera ayudado pese a que...
Se detuvo. Él la miró, intrigado.
—¿Pese a qué? —quiso saber.
—No, nada. Dejemos eso —eludió ella, echando a andar por los
riscos que formaban la abrupta zona en que moraba el indio Uta—.
¿Paseamos un poco más, Jess?
—Claro. Me siento fuerte ya. Casi capaz de enfrentarme a esos
canallas —dijo Dexter con optimismo.
—Ten cuidado. Son muy peligrosos. Y están inquietos. Temen
que te hayas salvado puesto que dieron con el caballo pero nunca
contigo. Vigilan estrechamente los caminos que conducen a
Rockdale, por si se te ocurre volver. Ahora ya no te servirá de nada
cambiar de aspecto físico. Sturgess te reconocería en cualquier
momento.
—Sí, lo sé. La próxima vez tendré que ser mucho más listo que
ellos, imagino. O volvería a fracasar y esta vez sin remedio.
—¿Por qué te empeñas en volver allí? Tienes una suma de dinero
capaz de resolverte el futuro, de iniciar una nueva vida lejos de
aquí... en otros territorios.
—¿Y quedar siempre como un asesino y ladrón cuando no robé
más que dinero falso y otros se aprovecharon de mi golpe? No,
querida Abbe. Eso nunca. Deseo probar a todo el mundo que el
dinero que saqué de la caja fuerte de ese banco era falso y que
Yordan, su presidente, fue uno de los responsables, así como
Sturgess falsificando la moneda en su taller de imprenta. Tampoco
deseo ser toda una vida un proscrito sin posible indulto, por tener
varios crímenes pesando sobre mí. Quisiera demostrar a todos que
otro hombre, llamado Sid Fuller, mató a todos ellos, lo mismo que
ha matado a un conserje de hotel en otra ciudad de Utah.
—Es un trabajo muy difícil para un solo hombre, teniendo
contra ti a la Ley, a esos bandidos, a todo un pueblo que cree en tu
culpabilidad y respeta a los trúhanes...
Lo sé. Pero estoy dispuesto a llegar hasta el final, cueste lo que
cueste. Tú no vuelvas a mezclarte conmigo Cuando vuelva a
Rockdale. Bastantes problemas te he causado ya.
—No digas eso —suspiró ella, apoyándose en su brazo—. He sido
feliz en poderte ayudar. Cuando supe que Mah-Hoppa te
consideraba fuera de todo peligro, fui la más dichosa de las mujeres,
Jess.
—Abbe, no vuelvas esta noche a Rockdale. Quédate conmigo
aquí —rogó él.
—No puedo. Es mi día libre pero Sally quiere tenernos a todas
allí, bajo su mirada. Debo volver ya pronto, pero no pienses nada
malo. Me acostaré de inmediato... yo sola. Mis días libres nadie los
puede alterar.
—¿Y los demás días? —preguntó Dexter, dolido.
Ella sonrió débilmente. Sus ojos se iluminaron.
—Por ese lado tampoco debes temer nada —murmuró—.
Cuando te traje aquí, Mah-Hoppa me dio un elixir suyo. Me hace
sentir fiebre durante la noche. El doctor me visita pero no logra
bajar mi fiebre y Sally me tiene dada de baja de su plantilla. Es un
truco fácil. Desde entonces... todas las noches he dormido sola. A
Sally se le está agotando la paciencia, pero no puede hacer nada. La
pomada me pone la piel enrojecida y febril. Nadie me querría en
esas condiciones. Pero si sigo así, acabará por ponerme de patitas en
la calle.
—No te importe —hundió la mano en su bota—. Te daré mil
dólares. Puedes irte de allí hoy mismo.
—No, no. Sospecharían algo raro. No nos conviene eso por el
momento. Será mejor seguir con el truco de las hierbas.
—Pero solo por poco tiempo. Voy a conseguir mis propósitos y te
liberaré de esa clase de vida para siempre, Abbe. Una chica como tú
no merece estar metida en eso.
—Tampoco un hombre como tú merece andar robando bancos,
por muy granujas que sean los banqueros —sonrió ella—. Si sales
con bien de esto, búscate otra vida, Jess.
—Lo haré. Pero contigo.
—Oh, no digas esas cosas... —se turbó ella, eludiendo mirarle—.
Yo... yo no sé aún lo que decidiré... No debes atar tu destino al de
una chica de mi condición.
—Ambos somos víctimas de una vida difícil. Somos marginados,
gente aparte. Debemos impedir que eso siga adelante. Seremos
como todos los demás, mejores incluso. Yo sé que ambos podemos
conseguirlo, Abbe.
—No hablemos más de eso ahora, querido —le tapó ella la boca
con sus dedos, dulcemente—. Ya basta. Debo irme. Volveré a verte la
próxima semana, si aún estás aquí.
—No estaré ya. Sabrás antes de mí —dijo él con firmeza—. Estoy
a punto de dar por terminada mi recuperación.
—No cometas ninguna locura, querido mío —le rogó, besándolo
en los labios.
—Claro que no —sonrió él— ninguna. Esta vez no va a serles
fácil vencerme, ya lo verás. Ellos me enseñaron a jugar sucio. Yo
también conozco ese juego.
—Pero eres noble, honrado. Y ellos no. Son asesinos, ratas
cobardes que se protegen con su manto de honorabilidad...
—Pero ahora lo sé a ciencia cierta. Y eso me da una ventaja.
Cuando menos lo esperen voy a caer sobre ellos, Abbe. Y eso no va a
gustarles. No va a gustarles nada.
Y el rostro de Jeff Dexter, endurecido, reveló una sombría e
implacable determinación.
***
Los tres hombres encendieron sus cigarros. Luego, se miraron el
uno al otro en silencio. Fue Angus Yordan, presidente del Banco
Minero de Rockdale, quien sirvió las copas de licor. Luego, resopló,
sentándose a la cabecera de la mesa.
—No me gusta esto —manifestó con voz grave.
Scott McCarran, pagador de los mineros y Jim Sturgess,
impresor local, cambiaron una mirada. El primero se removió en su
asiento, evidentemente incómodo.
—A mí tampoco —confesó—. Creí que era un plan viable,
Yordan.
—Maldita sea, y lo era. Pero ese tipo parece tener dura la piel. Al
menos le disparamos ocho veces y cuatro o cinco de ellas se agitó al
recibir las balas.
—Pero escapó —dijo McCarran—. Y con cinco mil dólares en sus
bolsillos. Esta vez, de curso legal.
—No puede andar muy lejos. Iba muy malherido.
—Pero no apareció —fue la sentencia de Sturgess—. Puede estar
en cualquier parte. Y mientras viva, es una amenaza para nosotros.
—Hubo ocasión de matarle en la propia celda aquella noche —
sugirió McCarran.
—Eso es una tontería —rechazó Yordan, airado—. Nos hubiera
acusado tanto o más que dejar hablar a Dexter ante un juez. ¿Qué
pensarían al ver que un hombre que jura haber robado dinero falso
del banco es asesinado en su propia celda? El plan era mucho
mejor: hacer creer en una evasión, y unos ciudadanos que le
sorprenden huyendo y le matan. Eso sí era convincente.
—Pero falló —dijo Sturgess con un bostezo.
—Haberlo matado tú mismo en esa casa de rameras de Sally
Saldom, maldito seas —se irritó Yordan—. Creíste que darle caza
era una hazaña y que lo resolvía todo.
—Dejemos las discusiones a un lado —se interpuso ahora
McCarran—. No conducen a nada. Debemos hacer algo. Y pronto.
Algo eficaz. Hay que acabar con esta preocupación nuestra, acabar
de una vez por todas con ese Dexter, si es que está vivo. O, en caso
contrario, dar con su cadáver y quedarnos tranquilos para siempre.
—Muy bien. Es lo que haremos de inmediato. Pero ya hemos
batido la región varias veces sin dar con el menor rastro suyo. Las
huellas de su caballo acababan en una zona pedregosa. Y los rastros
de sangre en el arroyo. No podemos saber siquiera qué camino tomó
mientras sangraban sus heridas.
—Empiezo a cansarme de todo este jaleo, Yordan —confesó
Sturgess con un resoplido, sacudiendo la cabeza—. Si llego a saber,
no me presto a imprimir aquellos billetes ni tan siquiera a sacar
planchas de los auténticos, la verdad.
Los ojos de Yordan fueron a él con frialdad. Le contempló
malhumorado.
—Se te pagó muy bien el servicio —silabeó—. Y sigues cobrando
de ello importantes sumas, amigo. Eso sí supongo que te gustará.
—Yo no podía pensar que todo se complicaría tanto. La
aparición de ese tal Dexter todo lo complicó.
—Ahora es tarde para lamentarse —terció McCarran algo seco—.
Estamos metidos los tres en ello y no podemos volvernos atrás. En
cuanto acabemos de una vez con Dexter, todo se habrá terminado.
—Pero ustedes, que se llevaron la mayor tajada, resuelven la
cuestión a su modo y manera —dijo Sturgess, airado, poniéndose en
pie—. Los asuntos como este no son mi fuerte. Si alguna vez
necesitan moneda falsa, colaboraré de nuevo, ya que como dijo
McCarran, los tres estamos metidos hasta el cuello en el asunto,
pero nada más. Ya me dirán lo que resuelven, amigos. Buenas
tardes.
Y apagó su cigarro, aplastándolo en el cenicero, antes de
retirarse con aire contrariado.
El banquero y el pagador se quedaron solos. Cambiaron una
larga mirada en silencio. Yordan meneó la cabeza, dubitativo.
—No me gusta cómo está comportándose Sturgess —manifestó,
seco.
—A mí tampoco. Creo que está muy preocupado. Si ocurre algo
más, puede que incluso llegue a asustarse.
—Y un hombre asustado siempre puede hablar demasiado —
jadeó Yordan, pensativo.
—Sí, pero no podemos hacer nada. Él es así. Desgraciadamente,
sabe tanto como nosotros porque no había otro remedio. Eso quiere
decir que hay que confiar en que no se derrumbe.
—Existe otra solución para que Sturgess no resulte un peligro.
—¿Cuál? —indagó McCarran, arrugando el ceño.
—Eliminarle.
—¿Qué? —jadeó el pagador, palideciendo—. No estará hablando
en serio...
—¿Por qué no? Muerto Sturgess, no tendríamos que
preocuparnos de lo que sabe.
—Está hablando... de un asesinato, Yordan.
—¿Prefiere acaso que nos cuelguen a nosotros dos por fraude,
estafa e intento de asesinato en la persona de Dexter? En el mejor de
los casos, no saldríamos de prisión en veinte años.
—Pero... pero ¿quién podría hacer una cosa así? ¿Cómo matar a
Sturgess sin que él sospeche nada? Sabe usar un arma, es más fuerte
que nosotros...
—Pero no teme nada por nuestra parte. Se le puede sorprender
de noche, cuando sale de casa de esa matrona pelirroja... y acabar
con él fácilmente.
—¿Y si eso fallara? Sería terrible para nosotros...
—No fallará. Volveremos a utilizar las capuchas. Esperaremos a
Sturgess en el camino de regreso a su casa. Suele ir algo bebido y
feliz por sus devaneos. No se dará cuenta de nada hasta que sea
demasiado tarde. Después, será fácil culpar a Dexter de ese crimen.
Una especie de revancha por haber sido capturado por Sturgess, ¿se
da cuenta?
—Contado así parece fácil, demasiado fácil —se quejó el pagador
—. Pero no sé...
—Elija, McCarran. O vivir pendientes de cómo reaccione ese
hombre amedrentado... o quedarnos tranquilos y seguros de modo
definitivo. Solo será cuestión de disparar contra la espalda de un
hombre. Ambos lo haremos, para tener igual culpa.
—Está bien —masculló McCarran—. ¿Cuándo?
—El suele ir casi cada noche a esa casa de mala nota. Le
esperaremos hoy mismo. Cuanto antes, mejor. Entre cuatro y cinco
acostumbra a volver a casa. A esa hora no hay nadie en las calles.
Será sumamente sencillo, ya lo verá...
6
La puerta se abrió. La luz roja iluminó el rostro ancho y fuerte
de Jim Sturgess, el impresor. Este respiró el frío aire nocturno.
Luego canturreó algo entre dientes, echándose la chaqueta de ante
al hombro y comenzó a andar, de regreso hacia su vivienda.
Rockdale aparecía totalmente oscuro y silencioso. A aquellas
horas de la madrugada, nadie deambulaba por sus calles ni tan
siquiera estaba despierto. La mayoría eran mineros, cuyo rudo
trabajo les hacía caer en la cama totalmente agotados, hasta que allá
a las seis se levantaban para iniciar la jornada nuevamente.
Jim Sturgess caminaba con una firmeza relativa, ya que siempre
que iba a pasar la noche con su amiguita de la mansión de Sally
Saldom tomaba un trago de más. Pero estaba sereno aunque su
pisada no fuese totalmente segura.
Tal vez por ello creyó captar a sus espaldas, en el momento en
que cruzaba ante los establos, en la zona más oscura y solitaria de la
población, un leve ruido como del crujido de la tierra bajo una bota.
Se volvió, apoyando automáticamente su mano en la culata del
revólver.
—Eh, ¿quién anda ahí? —preguntó, ceñudo.
No respondió nadie. Un manojo de artemisas atravesó entonces
el claro, impulsado por una ráfaga de aire y fue a golpear una de las
cercas de tablas con áspero roce. Sturgess sonrió, sacudiendo la
cabeza.
—Vaya, era solo eso —murmuró para sí—. Mal asunto que
empiece a asustarme de simples matojos... La próxima vez tomaré
tres o cuatro copas menos.
Rio de buena gana y echó a andar de nuevo, confiadamente.
Así le sorprendió la muerte.
De repente, la noche se llenó de estruendo. Dos revólveres
llamearon desde las sombras de los establos, enfilados hacia la
ancha espalda del impresor. Este se paró en seco, lanzando un
alarido de sorpresa y de dolor. Varios proyectiles le habían
atravesado el cuerpo para salir por delante. Su camisa estaba
empapada de sangre cuando soltó su chaqueta y empuñó,
tambaleante, el revólver. Logró disparar dos veces hacia el establo.
Luego, las armas de los emboscados tronaron de nuevo
rabiosamente, hasta vaciarse por completo.
Nuevos orificios cubrieron su pecho, saltó atrás como impelido
por un mazazo y con un gesto de enorme estupor y una mirada
vidriosa de agonía se quedó inmóvil sobre la tierra, tras una
sacudida de sus largas piernas. El revólver humeante cayó a su lado,
al abrirse los dedos en un espasmo.
Reinó el silencio en el pueblo, salvo los ladridos de unos perros,
asustados por las detonaciones. Dos encapuchados salieron del
cobertizo, corriendo hacia la oscuridad, entre los edificios.
Empuñaban armas también humeantes. Uno de ellos cojeaba
ostensiblemente e iba dejando gotas de sangre en la calzada.
—Maldita sea, Yordan, me alcanzó ese tipo —se quejó McCarran
—. Voy herido. Mi pierna me duele... y estoy sangrando.
—Por todos los diablos, átese la pierna para no dejar un rastro
así —se irritó el banquero, parándose un momento—. Vamos, yo lo
haré.
Se pararon en una zona sombría. Alzó Yordan el pantalón de su
compinche, descubriendo un orificio en su tobillo. No interesaba el
hueso, pero sangraba bastante. Maldijo entre dientes y le ató con
fuerza un pañuelo, tras taponar el orificio con un trozo del mismo.
—Ahora, vaya todo lo deprisa que pueda a su casa, y cúrese ese
pie, McCarran —jadeó—. Compruebe que no deja una sola gota de
sangre en el suelo hasta llegar dentro de su vivienda. Mañana
invente algo para justificar su cojera y ya está. Por todos los diablos,
corramos ahora. Y no deje de observar si sangra otra vez...
Los dos se separaron, una vez en un callejón, dirigiéndose el
banquero a su casa y McCarran a la suya propia. Este se detuvo,
jadeante, con un intenso dolor en su pierna herida, ante la puerta de
su vivienda para escudriñar el suelo. Aliviado, comprobó que,
aunque tenía empapado de sangre su pantalón, ni una sola gota se
había desprendido a tierra. Penetró rápidamente en la vivienda,
cerrando tras de sí y corriendo a su alcoba arrastrando la pierna
dificultosamente.
Era un hombre solitario y carecía de familia. Agradeció eso en
estos momentos.
Se acomodó en un sillón y levantó el pantalón, comprobando
que sangraba en abundancia.
—No puedo ir al médico —se dijo—. Sería como delatarme yo
mismo. Curaré esto como pueda y ojalá no vuelva a sangrar...
Se despojó de bota y pantalón, lavó su herida y la taponó de
nuevo, con gasas limpias y abundantes, haciendo después un fuerte
vendaje de varias vueltas sobre el tobillo dañado. Por fortuna, se
había dado cuenta de que no tenía proyectil alguno alojado allí. Se
sintió mejor, aunque algo febril y se acostó, con un resoplido,
quedando tumbado boca arriba, con la sensación de sentirse muy
mal a medida que se calmaba algo el dolor de su herida.
Había matado a un hombre. Y empezaba a darse exacta cuenta
de lo que eso significaba. Se quedó dormido profundamente, pese a
sus remordimientos, vencido por el cansancio y el dolor.
Despertó cuando ya clareaba y se quedó mudo de horror al ver el
revólver apoyado en su sien.
—Buenos días, señor McCarran —saludó fríamente Jeff Dexter,
amartillando el arma con un seco chasquido del percutor al caer
hacia atrás—. ¿Tiene felices sueños?
***
Angus Yordan no había podido dormir.
Nervioso, inquieto, se tomó otro whisky, volviendo a mirar por la
ventana a medida que el día se iba haciendo más claro en la calle.
Vio pasar al sheriff Harding en una ocasión, seguido por dos de sus
comisarios, con el gesto ceñudo, calle arriba.
Poco más tarde, regresaba con el cuerpo de Jim Sturgess
cruzado sobre la silla de un caballo, colgando sus brazos y piernas
rígidamente. Yordan tragó saliva, muy pálido, y se tomó otro trago
para tomar fuerzas y asomar luego a la ventana.
—Buenos días, Harding —saludó—. ¿Ocurre algo quizás?
—Buenos días, señor Yordan —saludó el sheriff, respetuoso—.
Hemos encontrado un cadáver en los establos. Resultó ser Jim
Sturgess, el impresor.
—¡Cielos! El bueno de Sturgess... —fingió admirablemente
Yordan su sorpresa—. ¿Qué pudo ocurrirle para morir?
—Le mataron. A tiros, señor Yordan. Al menos tiene ocho
balazos en el cuerpo. El intentó defenderse, pero en vano. Parece
que hirió a su agresor, porque hay huellas de sangre. Eso si fue un
solo agresor, claro.
—Cielos. ¿Por qué querría nadie aquí matar a Sturgess? —señaló
Yordan.
—No lo sé —confesó Harding—. Que yo sepa, no tenía enemigos.
—A menos que... —comenzó Yordan, como asaltado por una idea
repentina.
—¿A menos... qué, señor Yordan? —se interesó vivamente el
sheriff, mirándole con curiosidad.
—Oh, nada. Se me ocurrió la idea de que tal vez sea un ajuste de
cuentas. Ya sabe, como Jeff Dexter escapó y él fue quien lo había
capturado...
—Sí, en realidad es una posibilidad —aceptó Harding con gesto
animoso—. Gracias por recordármelo, señor Yordan. Voy a
despertar a Rick, el de la funeraria, para que se ocupe de esto...
Se alejó el hombre de la Ley con su fúnebre carga. Yordan
regresó al interior de su habitación, complacido. Pronto saldría el
sol y aquel iba a ser un buen día para él. Desaparecido Jim Sturgess,
solo tendría que preocuparse por el estado de la pierna de
McCarran. El plan había sido un éxito completo.
Llamaron momentos después a la puerta de su casa.
Sorprendido, se puso rígido. No esperaba a nadie, y menos a tales
horas. Habitualmente él nunca madrugaba tanto y el Banco se
abriría al menos dos horas más tarde.
Asomó. Le era imposible ver al que estaba en el porche, pero le
oyó golpear de nuevo.
—¿Quién es? —preguntó—. Es muy pronto, no recibo visitas.
—Abra, señor Yordan —sonó una voz, sin que apareciese ante su
vista el que estaba llamando—. Es urgente. Muy urgente.
—Le dije que no recibo a nadie todavía. Vuelva dentro de dos
horas.
—No puedo. Necesito verlo ahora. Se refiere a Jeff Dexter... y a
dinero falso.
Yordan se mordió el labio inferior, alarmado. Sus ojos brillaron,
inquietos y volvió a acosarle el temor.
—Cielos... —jadeó—. Otra vez problemas... ¿Quién diablos será?
Y elevando la voz, masculló de mala gana:
—Está bien, iré a abrirle, amigo. Pero sea breve, se lo aconsejo.
Precavido, tomó su revólver, el mismo con el que matara a
Sturgess, llenó de balas su cilindro y lo guardó bajo su levita antes
de descender a abrir a su visitante.
Cuando hubo abierto la puerta retrocedió de súbito, empujado
por el largo cañón de un «Colt» calibre 45 asestado sobre su vientre.
El visitante, rápido, cerró la puerta tras de sí. Ambos hombres se
quedaron mirando el uno al otro, en el recibidor de la casa.
—¿Qué significa esto? ¿Quién es usted? —murmuró aterrado—.
Su rostro... me es conocido. ¿Qué pretende? ¿Robarme?
—Habitualmente es lo que hago, señor Yordan —rio entre
dientes el malencarado visitante, sin dejar de apretar el abdomen del
banquero con su arma—. Pero no tema. Esta vez vengo a ofrecerle
mi ayuda para dar caza a un maldito bastardo. Soy Sid Fuller, uno
de los asaltantes de su banco y compinche de Jeff Dexter.
—¡Dios mío!
—Pero le dije que no temiera nada. Vengo como amigo. Le voy a
entregar a Dexter, vivo o muerto, como usted quiera. A cambio de
ello, quiero que el dinero de esa recompensa que ofrece por ambos
sea para mí y me deje marchar libre una vez le ponga en las manos a
ese hijo de perra, que cambió su dinero por otro falso para
estafarme.
Los ojos de Yordan se iluminaron, con evidente alivio y
complacencia. Sonrió, musitando en voz baja:
—Eso es otra cosa, Fuller. Suba conmigo y tomará una copa.
Hablaremos de esa cuestión, ciertamente. Creo que ambos nos
necesitamos y podemos llegar a un buen acuerdo...
***
—Perfecto, McCarran —asintió fríamente Dexter—. Ahora, firme
ese papel.
Vaciló el pagador, comprendiendo que si añadía su firma al papel
de aquel escrito que, bajo la amenaza del revólver de su visitante,
había llevado a cabo con la completa confesión del asunto del
dinero falso, el intento de asesinato de Dexter y la muerte de
Sturgess aquella noche, sería como estar rubricando la sentencia de
muerte para sí mismo.
—No puedo... —gimió—. Me ahorcarán...
—Y si no firma, yo le volaré la cabeza ahora mismo —silabeó
Dexter, oprimiendo la sien del pagador de minas con su revólver—.
Elija. Además, le he prometido que solo usaré esa confesión si es
absolutamente preciso. Solo debe temer que su compinche, el
banquero Yordan, le delate llegado el momento. Esa firma ahí, en tal
caso, en nada le perjudicaría por añadidura.
El amenazado firmó, dejando caer luego la pluma. Desolado,
miró a su visitante, mientras este tomaba el papel y lo guardaba,
tras doblarlo cuidadosamente.
—Me tiene en sus manos —se lamentó, amargo el tono.
—Ustedes me tuvieron a mí en las suyas con mucha menos
honestidad.
—¿Cómo ha podido saber que yo estaba mezclado en esto con
Yordan? —musitó McCarran.
—No lo sabía. Pero yo también vigilaba a Sturgess, esperándolo
ver salir de casa de Sally Saldom. Estaba seguro de que él podría
llevarme a sus demás compinches. Y entonces, antes de que pudiera
intervenir por seguirle de lejos, comenzó el tiroteo y Sturgess cayó
muerto. Pude haberles matado yo a ustedes, pero eso no hubiera
arreglado nada porque me hubieran acusado de matarles a los tres
por venganza. Entonces, resolví seguir a uno de los dos, al que
cojeaba y que resultó ser usted.
Cuando se metió en su casa, esperé para encontrar un acceso y
meterme en ella, a la espera de que despertase. Ahora ya lo sabe
todo.
—De modo que se salvó de aquello... y volvió para saber la
verdad.
—No tenía otro remedio. Acepto pagar por asaltar un banco pero
no por llevarme dinero falso. Además, tengo un compinche muy
peligroso, un asesino nato, llamado Sid Fuller. El piensa, sin duda,
que yo le engañé dándole dinero falso. Fue el que mató al cajero y al
otro empleado. Me debe estar buscando para matarme y es un mal
enemigo. Quiero que sepa la verdad para que no me culpe de nada.
Aunque es un cerdo asesino, yo nunca le hubiera traicionado tan
miserablemente, no es mi estilo. Ahora ya sabe por qué estaba
dispuesto a todo por saber lo que se ocultaba tras ese dinero falso.
—¿Y qué va a hacer ahora?
—Ir a por Yordan. No le mezclaré a usted en el asunto. Le haré
confesar, esté seguro de eso. Y entonces, el sheriff Harding tendrá el
caso resuelto. Estoy dispuesto a entregarme y pagar mi deuda con la
sociedad por robar bancos, pero nada más.
—Tenga cuidado. Yordan es más peligroso que yo...
—Estoy seguro de ello. Por su confesión he podido comprobarlo.
Comprenderá que más le vale no salir por ahí delatando mi regreso
ni avisando a Yordan de nada. Tengo su confesión y aunque diga
usted que se la arranqué bajo amenaza, Harding no es ningún tonto,
ataría cabos al leer esto y ustedes se verían abocados a la horca. De
modo que elija, amigo. Además, su herida de la pierna le delata.
—Descuide —susurró McCarran—. No diré nada de nada... Haga
lo que sea, no me moveré de aquí...
—Eso espero. Por su propio bien —sonrió duramente Dexter,
encaminándose revólver en mano a la salida.
Abrió la puerta para salir. En ese preciso momento, por la
ventana que asomaba a un patio interior de la vivienda del pagador,
asomó alguien. La sombra se recortó en el hueco, contra la tibia luz
matinal.
McCarran lanzó un grito ronco de sorpresa y Dexter se volvió
rápido sobre sus talones. Pero era tarde. Un revólver se asestaba
sobre él, amartillado y a punto de disparar. Una mano firme, segura,
sostenía el arma. Un brillo homicida asomaba a los ojos del que
aparecía allí.
—Quieto, amigo —silabeó Sid Fuller con voz glacial—. O te vuelo
la cabeza sin vacilar. ¡Tira ese arma, pronto!
Dexter sabía cuándo le llevaban ventaja. Esta era una de esas
veces. Aparte de ser un hombre sumamente rápido con un arma de
fuego en la mano, Fuller le tenía encañonado cuando él aún no
había girado del todo su mano armada. Seguir haciéndolo era
suicidarse, ante un tipo como Fuller.
Dejó caer despacio su revólver y sonrió, mirando a su compinche
de otros tiempos.
—Tú ganas, Sid —dijo—. ¿Qué haces en este pueblo?
—Buscarte. Debiste imaginarlo —rio el otro—. No me gusta que
me engañen tan miserablemente, Jeff. Juré que te haría pagar eso
muy caro.
—Sabrás la verdad en su momento. Las cosas no son como crees.
Y tengo pruebas de ello.
—Más te valdrá, porque no voy a creer tu palabra fácilmente.
Usted, abra la puerta, tiene una visita, un amigo que se interesa por
su salud. No podíamos imaginar ni él ni yo que encontraríamos aquí
otra visita tan interesante...
McCarran, tembloroso, cojeó hasta la puerta para abrirla. Angus
Yordan entró, quedándose pasmado al ver allí dentro a Jeff Dexter.
—¡Usted! —aulló, palideciendo. Y miró con horror a McCarran.
—Se metió aquí revólver en mano —explicó el pagador—. Nos
siguió anoche, lo sabe todo...
—Vaya un tipo listo, ¿eh, Dexter? —rio Yordan, cerrando tras de
sí al entrar y cambiando una mirada con Sid Fuller—. Veo que hizo
bien usted en entrar por la ventana, antes de que yo entrase aquí...
—Me gusta ser precavido, sobre todo cuando trabajo con un
buen socio.
—¿Socio? —repitió Dexter—. Creo entender... Se han unido los
dos, Yordan y tú, ¿no es eso?
—Claro, amiguito. Voy a cobrar la recompensa entregándote a
estos amigos. Será un modo de compensar en parte tu faena. Porque
imagino que no vas a revelarme dónde ocultaste el dinero
auténtico...
—No había dinero auténtico, Sid. Nunca lo hubo. Robamos
dinero falso, por eso estoy ahora aquí.
—¡Qué estupidez! —se mofó Fuller, sarcástico—. ¡Dinero falso en
un banco! ¿Crees que soy idiota para creerme eso?
—Tendrás que creerlo —suspiró Dexter—. Ese hombre,
McCarran, el compinche de tu nuevo «socio», el honesto banquero
Yordan, acaba de firmar una confesión completa.
—¡Me obligó a ello, Yordan! —casi sollozó el pagador, mirando al
banquero—. No pude hacer otra cosa...
—Estúpido del diablo... —masculló el banquero, airado—.
¿Cómo pudo hacer eso, McCarran? Supongo que no va a creerse
nadie una confesión bajo amenaza, de todos modos...
Sid Fuller escuchaba todo eso con el ceño fruncido. Miró a
McCarran, pensativo, sin dejar de tener a cubierto con su revólver a
Dexter.
—Esperen. Aquí hay algo que no está claro del todo —murmuró
—. Veamos esa confesión primero. ¿Quién la tiene?
—Yo —dijo Dexter—. En mi bolsillo de la chaqueta. Puedes
tomarla tú mismo, Sid. Si yo hubiera cambiado ese dinero por otro
comprenderás que no tendría sentido todo esto. Ellos planearon
estafar al banco, a la gente y a una empresa aseguradora. Pero nos
anticipamos nosotros al falso asalto planeado. Y eso trastocó sus
planes.
Sin soltar el arma y sin dejar de vigilar a Dexter, Sid extrajo el
papel y comenzó a leer, utilizando solo una mano para desplegarlo.
McCarran y Yordan, muy pálidos, se miraban entre sí con muy
distinta expresión: cólera en la del banquero, terror en la del
pagador de minas. El rostro de Sid se iba alternando.
Dexter sonreía fríamente, a la espera de acontecimientos. Pero
estos no tuvieron el cariz esperado.
De repente, en la habitación sonaron dos detonaciones potentes.
Sid Fuller lanzó un alarido de sorpresa. Retrocedió, como si le
hubieran amartillado el pecho brutalmente, alcanzó el borde de la
ventana y cayó hacia atrás, disparándose su arma en el aire, con el
asombro aún pintado en su rostro. Su cuerpo golpeó sordamente en
el patio, allá al fondo.
El papel de la confesión de McCarran revoloteó por la estancia,
mientras Angus Yordan, el banquero, mostraba en su mano
temblorosa pero firme un revólver humeante, apuntando ahora
hacia Dexter. Fingiendo guardar un pañuelo con el que poco antes
enjugaba su sudor, Yordan había empuñado bajo su chaqueta un
arma, disparándola inesperadamente sobre Sid Fuller. Este, pese a
su pericia en tales lides, al estar leyendo la confesión y más
pendiente de Dexter que de ningún otro, fue totalmente pillado por
sorpresa y alcanzado por las balas. Ahora, yacía en el patio,
posiblemente sin vida y Yordan era el amo completo de la situación.
—Recoja esa maldita confesión, McCarran —ordenó
ásperamente el banquero—. De no ser por mí, su estupidez y su
miedo nos habrían metido en un buen lío...
—Pero... esos disparos habrán sido oídos —gimió McCarran—.
Vendrá gente... Cogerán aquí a Dexter... y él hablará... les contará
todo. Puede que lo crean...
—Para eso, Dexter tendría que estar vivo cuando ellos lleguen —
rio Yordan—. Y la verdad es que ni él ni usted, amigo McCarran,
estarán vivos para entonces... porque esa es mi mejor seguridad en
lo sucesivo.
Antes de que McCarran pudiera pensar lo que sucedía y de que
Dexter fuese capaz de impedirlo, el arma de Yordan vomitó fuego
contra su compinche y socio. McCarran saltó hacia atrás, con el
cráneo reventado, estrellándose contra el muro, donde dejó un
horrible reguero de sangre y de masa encefálica.
—Quieto ahí, Dexter —el arma asesina estaba ya asestada sobre
él, tras el crimen a sangre fría—. Ahora le toca a usted. Será fácil
explicar esto. Yo llegué cuando ustedes dos matan a McCarran...
Disparé y les abatí a ambos... Seré casi un héroe local. Y además, la
impunidad será completa.
—No puede salirle bien —dijo roncamente Jeff, contemplando la
confesión caída a pies de McCarran—. No le creerán semejante
historia.
—Eso a usted le será ya igual entonces —rio duramente Yordan
—. Esa confesión estará en mi bolsillo para entonces. Nadie la verá
nunca. Y usted estará muerto...
Todo estaba perdido. Yordan era un frío asesino e iba a matarle.
Como nada tenía que perder, Dexter actuó. Era a la desesperada
y no podía resultar. Pero se arrojó sobre el hombre armado, en un
esfuerzo supremo.
El «Colt» de Yordan llameó de nuevo.
7
Dexter sintió una vez más en su cuerpo el ardor candente y
doloroso del plomo, desgarrando su carne aún señalada con las
cicatrices de otros balazos recientes.
La sensación lacerante, desgarradora, le llegó al cerebro, casi
haciéndolo estallar con la fuerza de aquella oleada de dolor. Pero
resistió el embate y cayó sobre el banquero, derribándole al suelo.
Su cuerpo pasó sobre el de él y desvió con férrea mano el arma,
apelando a sus últimas fuerzas, para evitar que un segundo disparo
pudiese alcanzarle a quemarropa.
La bala salió esta vez desviada, pasando junto a su cuerpo y
clavándose en el techo. Luego, el arma escapó de entre los dedos de
Yordan, rodando por el suelo.
Dexter la golpeó con una pierna, alejándola definitivamente y
logrando aferrar por el cuello al banquero.
Este forcejeaba y su rollizo cuerpo era, sin duda, bastante fuerte.
Pero Dexter, pese a su herida, ponía en aquel esfuerzo toda su
voluntad y desesperación porque sabía que de ello dependía su vida
por completo.
Finalmente, logró conectarle dos formidables mazazos al rostro
y Yordan cayó contra el muro, tambaleante, sangrando por boca y
nariz. Cuando intentaba reponerse, Jeff le estrelló de nuevo el puño
en el mentón y el gordo financiero cayó de rodillas, jadeante,
maltrecho.
Dexter se aferró el costado herido, donde de nuevo la sangre
empapaba sus ropas y se apoyó, tambaleante, en el muro. La vista se
le nublaba y perdía fuerza por momentos. Buscó el revólver, algo
atolondrado, mientras Yordan hacía esfuerzos desesperados por
apartar la sangre de su cara e incorporarse para impedir que su
enemigo se hiciera con el arma.
Al intentar cogerla, Dexter perdió el equilibrio y cayó de rodillas,
tanteando en busca del «Colt». Yordan lanzó una carcajada de
triunfo y se precipitó a por el arma, seguro de llegar antes que su
adversario.
En ese preciso instante se abrió la puerta de la habitación. El
sheriff Harding apareció en ella, revólver en mano, seguido por dos
comisarios igualmente armados... y también por Abigail, la dulce
muchacha de cabellos rubios y ojos azules.
—¡Jess! —gritó ella llamándole, como siempre, por su nombre
falso—. ¡Oh, Jess, gracias a Dios, aún llegamos a tiempo!
—No intente coger el arma, Dexter —avisó Harding con firmeza
—. Ya no va a necesitarla.
—¡Dios sea loado, sheriff! —clamó Yordan con entusiasmada voz,
volviéndose a él—. Menos mal que llega a tiempo... Ese asesino
enloquecido mató a McCarran... Su cómplice, Sid Fuller, está abajo,
en el patio, muerto por McCarran. Yo... yo he logrado herirle, pero
ahora estaba dispuesto a matarme, seguro...
Harding le miró fijamente, en silencio. Luego se volvió a Dexter,
clavando en él sus acerados ojos.
—¿Qué dice a eso, Dexter? —indagó.
—El miente, sheriff, pero sé que no van a creerme... Yordan mató
a McCarran y a Fuller... y pensaba hacer lo mismo conmigo. Él puso
el dinero falso en la caja fuerte de su banco, planeó un atraco que
nosotros nos anticipamos en cometer, estropeándole el plan... Pero
¿qué importa todo eso ahora si no lo creerán nunca? —buscó con la
mirada la confesión de McCarran, sin verla—. Él... él ha debido
recoger cuando peleábamos la confesión de su cómplice. McCarran
confesó, sheriff... Pero no encuentro el documento...
—¿Lo tiene usted, Yordan? —demandó Harding, dirigiéndose al
banquero.
—¿Yo? ¡Qué tontería, Harding! Está mintiendo, todo son
embustes, no irá a creer una sola palabra...
—Mire, Yordan. Me acompaña una chica de la casa de Sally
Saldom. Es amiga de Dexter, pero no viene solo por eso. A ella le
contó una compañera suya, amiga de Sturgess, que este hacía
billetes falsos...
—Bueno, ¿y qué me cuenta a mí de eso? Sturgess era impresor.
Tal vez trabajó para alguien en cosas sucias, no es asunto mío.
—Da la casualidad de que entonces, al hallarle muerto hoy, he
hecho una visita a su taller de imprenta. Encontré las planchas del
dinero falso y algunas hojas de muestra. También un curioso
cuaderno donde el impresor anotaba sus cosas. Allí figuran usted y
McCarran con preferencia, Yordan... relacionados con un encargo
de veintidós mil dólares en moneda falsa...
Yordan palideció intensamente. Restañando la sangre de su
rostro, miró al sheriff con sorpresa y temor.
—No... Eso no tiene sentido... ¡Ese tipo mentía! ¡Lo juro!
—Es raro que mintiera para sí mismo, guardando tan
celosamente ese librito de apuntes... —rio Harding—. Luego, esta
joven me contó la historia que Dexter le había relatado y ya no
empecé a ver las cosas como antes.
Otro comisario apareció en la puerta, dirigiéndose a Harding. Le
informó con sigilo:
—Sheriff, el hombre caído en el patio acaba de morir. Era Sid
Fuller, el reclamado por el asalto al banco. Ha confesado que le
mató Angus Yordan y que Jeff Dexter es totalmente inocente de las
muertes ocurridas aquel día, que él mató a aquellas personas.
Mencionó algo también sobre una confesión de McCarran,
admitiendo que él y Yordan metieron el dinero falso en el banco...
—Bueno, eso completa el caso —suspiró Harding, acercándose al
demudado Yordan—. Vamos, deme ahora la confesión de su socio.
Ya no va a ganar nada ocultándola...
Lívido, descompuesto, Yordan buscó con mano temblorosa en
una de sus botas y extrajo el papel arrugado donde McCarran
firmara su confesión total. Luego, el banquero se puso a llorar como
si fuese un niño.
Dexter avanzó, tambaleante, sujetándose el costado herido, hasta
llegar ante Abigail. Ella sollozó, abrazándose a él.
—Mi querida Abbe... —susurró Dexter—. Creo que necesito un
médico... Pero no te apartes esta vez de mi lado. Te necesito más que
nunca...
—Sí, Jess... amor mío —asintió ella, trémula por la emoción.
—Harding se volvió a uno de sus comisarios.
—Llevad a Dexter al médico con cuidado. Que se ocupe de él. Al
menos, hasta que tenga que llevarle a la celda por asalto al banco,
podrá tener a su lado a quién quiera, Dexter —y sonrió
comprensivo.
***
Jeff Dexter cruzó la puerta enrejada. El celador agitó su mano.
—Adiós, Jeff —le dijo afectuosamente—. Espero no verte nunca
más por aquí...
—Tenlo por seguro. Jamás volveré —sonrió él, radiante.
Salió al exterior. Contempló el sol, el aire, el día sin nubes ni
rejas. Luego la descubrió a ella, erguida junto a un calesín. Corrió a
su encuentro. Y ella al suyo.
Se unieron en un fuerte abrazo. Se miraron a los ojos. Luego, sus
labios se unieron fuertemente. Ella sonrió feliz.
—Has salido al fin, Jess... —susurró.
—Sí. He salido para no volver. Empieza una nueva vida para los
dos...
—¿Sin más asaltos a bancos ni más armas de fuego?
—Sin nada de ello, Abbe. Y tú, sin tener que atender nunca a
nadie, salvo a tu marido...
—Todos estos meses que estuviste encarcelado te he esperado en
casa, sin ver a nadie... —los ojos de ella brillaron, resplandecientes
—. Bueno, miento, vi a un hombre.
—¿Un hombre? —se estremeció él.
—Sí. Un tal Arthur F. Wilson, de la Compañía Aseguradora de
Salt Lake City. Me entregó esto para ti...
Y Abigail puso en manos de Dexter un talón bancario a su
nombre. En él figuraba una cifra sustanciosa: cuatro mil
cuatrocientos dólares.
—Pero... ¿qué significa esto? —musitó Dexter, asombrado.
—Significa que no tuvieron que pagar al banco de Yordan los
veintidós mil dólares robados y te correspondió a ti el veinte por
ciento, por haber desvelado el engaño. Además, me dijeron que si te
interesaba, podrías ser su inspector de seguros en el sur de Utah, si
no encuentras otro trabajo antes.
—Será algo digno de ser tenido en cuenta. Abbe, creo que las
cosas empiezan bien para nosotros.
—Claro que sí. Sabía que tenía que cambiar todo. Te lo merecías.
—Y tú también. Te debo tanto...
—No. No nos debemos nada —rechazó ella—. Solo nos
necesitamos.
—Y nos amamos.
—Sí, Jess... por toda la vida.
—Abbe... ¿Por qué no me llamas ya por mi nombre? —sonrió él.
—Porque no podría. Para mí, ya siempre serás «Jess», el hombre
que conocí una noche y cambió toda mi existencia. Deja que ese Jess
maravilloso siga vivo en mi corazón...
Y volvió a besarla, feliz como tal vez nunca lo había sido.