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NO-50 M. L. Estefania (1947) Camino de Santa Fe

En un viaje en diligencia hacia Santa Fe, el conductor Macklay se detiene al encontrar cadáveres de viajeros asaltados por enmascarados. A pesar de la insistencia de Lorry, representante del Correo de Santa Fe, Macklay se niega a continuar el viaje, mientras el sheriff y otros intentan organizar una respuesta al ataque. La situación se complica con la llegada de una joven decidida a viajar, lo que lleva a tensiones entre los personajes y la necesidad de encontrar un nuevo conductor.

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NO-50 M. L. Estefania (1947) Camino de Santa Fe

En un viaje en diligencia hacia Santa Fe, el conductor Macklay se detiene al encontrar cadáveres de viajeros asaltados por enmascarados. A pesar de la insistencia de Lorry, representante del Correo de Santa Fe, Macklay se niega a continuar el viaje, mientras el sheriff y otros intentan organizar una respuesta al ataque. La situación se complica con la llegada de una joven decidida a viajar, lo que lleva a tensiones entre los personajes y la necesidad de encontrar un nuevo conductor.

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I

L a diligencia se detuvo ante un grupo numeroso de curiosos y entre una inmensa

polvareda acompañada por los juramentos más extraños de aquellos conductores que
habían de llevar una mano en la brida y otra en el rifle, repartiendo la atención entre el
camino y los posibles salteadores.
—¡Bravo, Macklay, bravo! Ya decía yo que tú conseguirías llegar sin ningún tropiezo —
exclamó un hombre de pequeña talla que salía de la casa de postas, vestido a la moda del
Este con gran elegancia, que no armonizaba con la rudeza general que le rodeaba.

—¡Es usted, míster Lorry, un hombre de gran inteligencia cuando ha sabido prever el
éxito de mi viaje; pero yo no continúo! Aquí le dejo su diligencia… ¡Puede buscar otro
conductor!

—¡Eh! No es posible… Te has comprometido a llegar hasta Santa Fe… y nosotros te


pagamos buenos dólares por ello.

—Sí, ¿verdad…? Hay quién paga mejor aún… y yo no soy ambicioso… Me quedaré aquí.

—¿Qué van a decir los viajeros?

Macklay, que descendió del pescante, abrió la portezuela de la diligencia.

—Creo que será poco, muy poco, lo que digan…

Un grito general de espanto acompañó a aquel retroceso instintivo de los curiosos más
próximos.

—Pero… ¿qué es esto?

—Ya lo ve, míster Lorry. ¡Son cadáveres! Y no tienen sobre ellos ni el valor de un centavo.
¡Usted sabía que yo traería la diligencia sin novedad!

Se abrió paso con precipitación un hombre joven aún y de aspecto agradable que lucía
una estrella de cinco puntas en el pecho.

—¡Macklay! —gritó—. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde te asaltaron?

—A la entrada del puente de las Truchas, a menos de treinta millas de aquí. Entraba
despacio como es obligado y tres enmascarados nos encañonaron con sus rifles. Logan, que
llevaba el suyo empuñado, quiso defenderse y murió en el acto. Oí más disparos y me
obligaron a levantar las manos… Yo no quise suicidarme. Así permanecí algunos minutos,
hasta que me ordenaron que podía seguir. ¡No me hice repetir la orden! Diez millas más
adelante, y cuando comprobé que nadie me seguía, detuve a los caballos y desde el
pescante pregunté qué había pasado dentro. ¡Nadie me respondió! Descendí y vi este
cuadro que ustedes están viendo ahora. Volví a mi sitio y seguí el camino… Eso es todo. ¡Y
yo, míster Lorry, no continúo el viaje!

—¿No conociste a ninguno de los enmascarados?

—No.

—¿Quiénes eran estos viajeros?


—No les conocía. Subieron todos en Lamas junto al río Arkansas. Esta línea del Norte,
entre montañas tan especiales para sorpresas, debían suspenderla.

—Que saquen esos cadáveres y colocadlos ahí dentro de la casa de postas. Veamos si hay
alguien que los conozca —dijo el sheriff.

—Debiera reunir un grupo de jinetes y salir en busca de esos enmascarados, sheriff.

—¡Lo que yo he de hacer no es usted quien haya de indicármelo, míster Lorry!

Minutos más tarde, corría la noticia por Las Vegas. El pueblo, que estaba a media milla de
la casa de postas, acudía en tropel para ver si eran conocidas las víctimas de la diligencia.

Mientras, míster Lorry, representante en Las Vegas del Correo de Santa Fe, que ya en la
época del relato había extendido sus tentáculos a zonas amplias de los estados de Nuevo
México, Colorado, Texas y Kansas, hablaban con Macklay para convencerle de que debía
para dar cuenta.

El Correo de Santa Fe, como se conocía a esta línea de diligencias había conseguido
enlazar los yacimientos auríferos de California, Arizona y Colorado con San Luis y Nueva
York, en una red compleja minera, gracias al esfuerzo y a la constando de hombres con el
temple de Macklay.

—¡No insista, míster Lorry! ¡No iré! Yo me quedo aquí; si quiere, yo atiendo en la casa de
postas al ganado y a los viajeros, pero no soy más conductor. ¿Usted cree lógico que no me
mataran a mí también? ¡No hay derecho! ¡Mataron a todos menos a mí! ¿Por qué lo
hicieron? Esto me hace pensar en que tal vez sean amigos míos. ¡Si yo supiera quiénes son
los…!

—No, Macklay, le dejaron con vida para que llegara hasta aquí…

—¡Yo debí defenderme también! ¡Me desprecio! ¡Estoy seguro de que soy un cobarde!
Porque yo temblaba cuando estaban frente a, mi, aquellos hombres.

—No tienes que preocuparte, Macklay —dijo el sheriff—. Eso le, hubiera sucedido a
todos.

—¡No! Yo sé que no…

—Tranquilízate. ¡Míster Lorry! Debe buscar a otro para llevar la diligencia a Santa Fe.

—Willy puede hacerlo. Ha sido ayudante varios meses.

—Sí, él tendrá que ir.

—Que se preparen los viajeros.


Pero míster Lorry, a pesar de su aspecto elegante, juraba como un «conductor» cuando
se enteró de que los que iban a marchar a Santa Fe, y que esperaban para ello la diligencia,
se arrepintieron, exigiendo la devolución del dinero.

—¡Son ustedes todos unos cobardes! ¡Porque haya sucedido esto no quiere decir que
suceda siempre!

—Hace tiempo que robaban… Ahora han llegado al asesinato… Terminarán por quemar
la diligencia y los cadáveres… —exclamó una vieja que pensaba ir a Santa Fe.

—¡Cállese, vieja histérica! —gritó míster Lorry.

—Me callaré cuando me devuelva mi dinero.

Todos escuchaban esta discusión, y Macklay pidió un buen vaso de whisky sin soda.

Sólo una joven con una gran maleta estaba junto a la diligencia dispuesta a salir de viaje,
sin que su ejemplo hiciera rectificar a los demás.

Pero los juramentos y maldiciones de míster Lorry aumentaron cuando supo que Willy
se negaba a llevar la diligencia hasta Santa Fe.

—Pues yo tengo necesidad de salir —dijo la joven de la gran maleta.

—No se preocupe, señorita; usted irá a Santa Fe —aseguró Lorry, aunque en el fondo no
sabía cómo cumplir esta promesa. Él tampoco se atrevía a salir, de no llevar una fuerte
escolta. Y dándose un golpe en la frente, como quien acaba de tener una gran idea, buscó al
sheriff, que estaba dentro de la casa de postas.

—¡Míster Lorry! —Era el propio sheriff el que hablaba.

—¡Ah! Me alegro de encontrarle… He pensado…

—Déjeme hablar primero. Ya sabemos quiénes son los muertos.

—¿Ya?

—¡Sí! Ese forastero los ha reconocido. Son, o eran todos, de la Compañía Colorado, las
minas reunidas que tienen, al parecer, yacimientos en Arizona y Nevada, hacia donde
debían marchar.

—¡Oh! ¡Eso es terrible! Será un duro golpe para esta compañía de transportes. Los otros
mineros no se atreverán a utilizar este medio nuevamente para el envío de mineral a los
Bancos, ni desplazamiento de viajeros. ¡Por Dios, sheriff, que no se extienda la noticia!

—Y el atraco parece una cosa bien organizada. Ahora hemos de averiguar si llevaban
dinero o mineral.
—Mineral, no, sheriff, esté seguro; pero dinero es muy posible. Los mineros prefieren
monedas a oro, porque en cada pesada les roban mucho todos los que viven de ellos.

—Si se enteran en Washington, míster Lorry, es probable que les retiren la concesión
conseguida con una ventaja tan exigua de votos.

—Eso es lo que temo… Yo debo ir a Santa Fe también. Hay que encontrar un conductor. Y
usted, sheriff debía poner una escolta de vaqueros. Eso es lo que quería decirle.

—¿Les pagarán ustedes?

—Debe ser una obligación suya, sheriff.

—No, míster Lorry. Mi obligación es velar por el respeto de la ley, que se va imponiendo
con lentitud aquí, en Las Vegas, de donde solamente soy sheriff…

Esa escolta es la compañía quien la precisa y ella es quien debe reclutarla a su costa y
riesgo.

—No es posible, sheriff, que me abandone.

—No puedo dejar este pueblo sin protección, sabiendo que esos «enmascarados» han de
estar cerca de aquí, si es que no están en estos momentos mezclados con nosotros.

—¿Cuándo es la salida de la diligencia, señor?

Lorry, al ver a la joven junto a él, perdió la poca paciencia que le restaba.

—¡No lo sé! Ya le avisaré cuando sea.

—Usted aseguró que saldríamos media hora después de que llegase…

—Sí, ya lo sé, yo he dicho eso… ¡Pero no es posible! Váyase andando si tiene prisa; la
recogeremos en el camino.

Y dando media vuelta, marchó Lorry para tratar de convencer a Macklay o a Willy, pero
ninguno de los dos se dejó convencer.

—Si no quieren llevarla ellos, yo lo haré.

Oyó Larry decir detrás de él. Se volvió con el rostro iluminado por la alegría y se
encontró otra vez con la joven.

—¡Usted cree que una diligencia es un cesto de costura!

—Yo respondo de que sé lo que es conducir un grupo de caballos por muy rebeldes que
sean. Mi padre conducía grandes reatas en el Valle de la Muerte, transportando el primer
bórax que se aprovechó en la Unión… Después fracasó la compañía y quedó paralizado.
Algún día volverán a utilizarlo. Mi hermano asegura que la industria lo necesitará pronto.
Yo conducía las reatas entre grandes hidrataciones de sal y bajo un sol que usted no
concebiría jamás.

—Todo eso está muy bien, señorita; pero una diligencia es una diligencia.

—Ya lo sé, y algunas cabezas, un depósito hueco.

Macklay echóse a reír estrepitosamente, diciendo:

—¡Si yo fuese el dueño, dejaría la diligencia a esa muchacha!

—Pero, por fortuna, soy yo quien manda aquí.

Un joven alto, con el rostro tostado y curtido por el sol y el viento, se aproximó a la joven,
diciendo:

—He oído lo que dijo a ese mal genio. ¿Es cierto que estuvo en el bórax del Valle de la
Muerte? Yo estuve por allí hace unos cuatro años.

—Sí, es cierto. Viví una temporada en Shoshone. Mi padre fue en busca de oro y fracasó.
Él descubrió la utilidad del bórax, pues abandonó la Universidad donde era profesor de
Química para seguir el rumbo que le marcara la fiebre del oro.

—¿Es usted hija de Douglas, como llamábamos a su padre?

—Sí, así le llamaban, y también Profesor Bórax.

—Murió, ¿verdad?

—Sí… Hace dos años.

—¿Y su hermano Douglas?

—Está en Santa Fe. Ahora voy a encontrarme con él.

—¿Qué hace usted aquí?

—Era maestra en Conchas Dam. He dejado de serlo para irme con él… He comprado un
rancho.

—Me llamo Ann Cooper.

Y le tendió su fuerte mano.

—Yo, Sylma Dickinson.

—Voy a Santa Fe también.


—¡En, muchacho! —dijo el sheriff, acercándose—. ¿Está usted seguro de que los muertos
eran de la Compañía Colorado?

—Sí.

—¿Por qué les, conocía?

—Por lo mismo que le conocerán a usted sus amigos.

—¿Quiere decir que era amigo de ellos?

—Quiero decir que les, conocía… ¡Puede comprobarlo!

—¿Sí? ¿Y cómo?

—Avisando a esa compañía en Denver.

—Está muy lejos.

—Pues no lo haga, ¡pero déjeme en paz!

—¿Hace mucho que está aquí?

—Unos minutos solamente.

—¿De dónde viene?

—De Wagon Mound. Cerca de este pueblo me pasó la diligencia.

—¿Traía su misma dirección?

—Sí.

—¿Por qué no vino en ella?

—No tenía dinero para el pasaje. Cobran ustedes muy caro.

—Yo no soy de la compañía.

—Entonces, ¿por qué pregunta que por qué no utilicé ese medio de transporte?

—Soy el sheriff.

—Ya lo veo…

—Y no me agrada su aspecto.

—Lo siento, no me preocupa. A mí tampoco me es usted muy agradable.


—¡Un forastero es siempre sospechoso!

—No sabía yo que en los pueblos que se están colonizando salían las personas como los
hongos: bajo los pinos.

—Usted pudo tomar parte en el asalto a la diligencia.

—En eso tiene razón.

—¿Qué quiere decir?

—Es usted quien lo dice todo.

—¿A quién conoce aquí?

—A nadie.

—¿Por qué ha venido? ¿Qué piensa hacer?

—No se preocupe, sheriff, no pienso quedarme en este pueblo. Voy a Santa Fe.

—¿A qué?

—Eso es cuestión mía… Miss Dickinson, ¿quiere tomar un refresco…? Creo que me restan
dos dólares… ¡He debido extraviar lo que conseguí de ese atraco!

Y riendo, se acercó a Sylma, dando la espalda al sheriff.

—A mí no me hace gracia esto. Y creo que usted sabe algo de esos enmascarados.

—Lo mismo que usted… lo que sabemos todos y que al parecer dijo el conductor de la
diligencia.

—No. No me refiero a eso.

—¿Es una acusación, sheriff?

Y Ann púsose en guardia en una actitud bastante decidida.

—No. No es una acusación. Es sólo una sospecha. Es mucha coincidencia todo en ti,
muchacho. Es la primera vez que originan víctimas. ¡Tu aspecto no me agrada!

Y el sheriff marchó, yendo en busca de Macklay.

—Oye, Macklay —le dijo—, fíjate en ese forastero. ¿Se parece a alguno de los
enmascarados?

—No. Ninguno llevaba una camisa tan bonita.


—Pero ¿viste a todos?

—No. A los que asaltaron la diligencia no conseguí verlos.

—Entonces no puedes saber si ése se parece a ellos.

—Yo me refería a los que me apuntaron con sus rifles.

—Me has dado una idea. Voy a ver si lleva rifle en su caballo.

—Lo llevamos todos, sheriff —dijo detrás de él, Ann, que había oído lo que hablaron los
dos.

—¿Por qué ha venido a escuchar?

—Porque me está cansando su estúpida actitud, sheriff, y si insiste en molestarme, es


muy posible que esa placa cambie de pecho.

El tono al hablar de Ann era cortante, y Sylma, que estaba a su lado, le miró asustada.

—No tema, miss Dickinson. Cuando vea a Douglas, le dirá que no puedo ser lo que está
pensando ahora.

—Eso que decías, ¿era una amenaza?

—Es una defensa. Y me molesta, no porque me considere un atracador, sino porque me


cree tan torpe como para venir detrás de la diligencia que yo robara, sabiendo que habrían
de sospechar de todos los forasteros. Cuando yo me haga cuatrero o ladrón, lo haré mejor,
sheriff… Claro que, si todos los encargados de la ley son como usted, sería bien sencillo
engañarles.

—No debe disgustarse… El sheriff cumple con su deber.

—Pero con poca inteligencia.

—¡Sheriff! ¡Debería usted obligar a Macklay a continuar el viaje! ¡No puede dejarme así!

—Eso es cuestión de ustedes, míster Lorry.

—Si no tiene conductor, yo puedo llevar la diligencia, si es que el sheriff no tiene


inconveniente y no prefiere meterme en la cárcel por sospechoso.

—¿Usted quiere llevarla? ¡Oh! Gracias… Le daré diez dólares… Yo iré en ella. He de ver a
los jefes en Santa Fe. ¿Por qué sospecha el sheriff de usted?

—Porque he llegado poco después que la diligencia.


—¡Eso es estúpido, sheriff! ¡No iba a venir precisamente aquí! ¡Prepárese, saldremos
enseguida! Pero… ¿sabe usted de estas cosas?

—¡Cuando me comprometo a ello…!

—¡Está bien!
II

E l sheriff no dijo nada, pero como eran varios los vaqueros que se reunieron

alrededor de la discusión sostenida entre los dos, uno de estos intervino:

—¡Míster Lorry! No creo que la compañía quede muy complacida cuando sepa que
entrega la diligencia a un desconocido que resulta sospechoso, según he oído al sheriff.

—Que sospeche el sheriff en un caso así es justo, no me disgusta tanto como que esta
sospecha trascienda a vosotros. ¡Si oigo decir algo más relacionado conmigo…!

—No debe discutir… parece usted de un temperamento muy brusco. ¿No comprende que
estos hombres han de sospechar de todos? —observó Sylma.

—De todos menos de mí. ¡No se lo permito!

—Pues es sospechoso… Para ir a Santa Fe a caballo desde Wagon Mound no necesitaba


venir hasta aquí.

—¿Querías que fuese a través de las montañas?

—¡No discutan más y vamos!

—¡Eh! ¡Poco a poco! ¡La diligencia seré yo quien la conduzca! —exclamó Macklay, con
gran alegría de Lorry.

—Y usted quedará aquí, como antes decía, burlón, en calidad de preso — dijo el sheriff,
que era el que había convencido a Macklay.

Sylma abrió los ojos, sorprendida, y el vaquero que antes intervino mostró su gran
satisfacción de modo inequívoco.

—Supongo que no está hablando en serio, sheriff…

—Muy en serio.

—¡Sí! Éste es uno de los que han asaltado la diligencia. Ha debido venir para enterarse de
lo que pensamos hacer. ¡Debemos colgarle! —gritó el vaquero.

—¿Y no serás tú uno de los complicados, que deseas culpar a alguien para que el sheriff
no llegue a averiguar la verdad?
—Veamos, señorita, la diligencia está lista. No perdamos más tiempo; su maleta ya está
arriba.

Y míster Lorry empujó materialmente a Sylma hasta hacerla entrar en la diligencia.

Ella se resistía, pues quería despedirse de aquel joven, que sabía estaba en un mal paso y
en una situación difícil.

Macklay, que se hallaba en el pescante, al sentir cerrar la portezuela una vez dentro
míster Lorry y la muchacha, fustigó a los caballos con un coro de juramentos que hacían
enrojecer a las rocas.

—¡Creí que iba a dejar marchar a este muchacho, sheriff…! He estado escuchando con
atención sin querer intervenir… pero al fin se ha impuesto el sentido común en usted.

El que hablaba ahora vestía tan elegante como míster Lorry, que desentonaba de los que
le rodeaban.

Ann comprendió que su situación hacíase por segundo muy delicada, ya que todos se
inclinaban de lado del sheriff.

—Yo creí que el sheriff en los pueblos se había creado para imponer el respeto a la ley
frente a la del «Colt», que desde hace años impera en el Oeste; sin embargo, veo que aún es
ésta la única ley que se respeta y que se impone por quienes debían desplazarla.

—Déjate de hablar tanto… y obedece al sheriff…

—Cállate tú o no respondo…

Pero Ann se interrumpió al observar aquel movimiento rápido de las manos finas de
aquel elegante y sorprendió a todos, con un disparo que arrancó un grito más de rabia que
de dolor a aquella garganta adornada con vaporosa chalina.

—¡Sólo he disparado a herir…! ¡La próxima vez lo haré a matar! ¡Cuidado, sheriff! No le
salvará ni esa placa a la que respeté hasta hoy. ¡Tú, levanta bien esas manos!

El vaquero, asustado, obedeció, y los que le rodeaban, aunque la orden no era general, le
imitaron.

—Esto no mejora tu situación…

—Pero evito que cometa la tontería de detenerme sheriff. Tengo prisa por llegar a Santa
Fe y no le evitarán ustedes. ¡No quisiera matar a nadie! ¡Tú, muchacho! ¡Quítales las armas
a todos y dámelas! ¡No queráis sorprenderme ninguno! ¡El que lo intente morirá!

El vaquero a quien Ann ordenó esta labor iluminó su mirada con una extraña alegría, que
se apagó en el acto al añadir Ann:
—Pero coge las armas al revés, esto es, con el cañón hacia ti y en alto. ¡Piensa que te
vigilo!

El vaquero obedeció, más al tercer revólver que sacaba, lo hizo girar en el aire con
rapidez y habilidad, y cuando el arma era acariciada por aquella mano nerviosa, los dedos y
todo su cuerpo se vinieron a tierra a causa de dos impactos en la parte posterior de la
cabeza.

Ann había disparado con seguridad en el momento preciso, ya que todos comprendieron
que lo hizo al verse traicionado.

—¡Se lo avisé dos veces! ¡No supo conocerme! ¡Terminaré yo ese cometido!

Y Ann desarmó a todos los del grupo. El polvo levantado por la diligencia iba
desapareciendo.

Silbó Ann agudamente y a los pocos segundos le golpeaba el caballo con el hocico.

—¡Nos vamos, «Slight», vigila bien!

El caballo relinchó como si quisiera dar a entender que había comprendido.

Saltó Ann sobre él y en ese momento el caballo se abalanzó sobre un vaquero al que
golpeó con las patas delanteras, arrancando un grito de espanto al golpeado, que dejó caer
un cuchillo que había extraído de la cintura en el momento de montar Ann.

—¡Otro traidor que se equivocó! «Slight» tiene un sexto sentido que no se engaña.

Y al decir esto Ann, emprendió el galope su caballo.

—¡Por él! ¡Vamos a por él! —gritó un vaquero.

—¡No! ¡Nos causaría muchas bajas! ¡No tenemos armas! —dijo el sheriff.

—¡Hay en la casa de postas!

—Nuestros caballos no alcanzarían nunca a ése.

—¡Es el que asaltó la diligencia! —exclamó el elegante herido.

—¡No lo creo, míster Morris! ¡Es demasiado inteligente para cometer la torpeza de venir
después aquí!

—¡Porque es inteligente ha venido! ¡Suponía que no se sospecharía de él precisamente


por eso! ¡No le deje escapar… o deje el cargo a otro más decidido!

—¡Míster Morris!
—¡No queremos un sheriff cobarde…!

Y el sheriff se acercó al herido en tono amenazador.

—¡Si repite eso…!

—Comprenda, sheriff… que no debemos permitir que se escape…

—Ese muchacho posee un caballo que no se dejaría alcanzar jamás… ¡Conozco bien estos
animales!

—Habrá que avisar a los demás pueblos. ¡Debe ser castigado! ¡Es un gun-man!

—Y no hay duda de que atracó a la diligencia, asesinando a esos hombres.

—¡Por eso sabía quiénes eran! —añadió otro.

Quedaron discutiendo, mientras Ann, con el caballo que tan bien conociera el sheriff, iba
acercándose a la diligencia, a la que alcanzó por fin.

Cuando Sylma vio por la ventanilla a Ann, lanzó un pequeño grito de alegría, y míster
Lorry, extrañado, exclamó:

—No comprendo cómo han dejado marchar a este muchacho. Resulta muy sospechoso
todo en él.

—Yo no lo entiendo así —disintió Sylma.

Ann saludó con el sombrero a Sylma y ésta respondió sonriente con la mano.

—¡Eh, tú, conductor! Para un poco, voy a subir ahí contigo —gritó Ann a Macklay.

—¡Puedes seguir a caballo! —le gritó Macklay.

Pero Ann, acercándose a la diligencia y a toda marcha, ascendió al pescante. «Slight»


siguió la marcha de la diligencia.

—Tendrás que pagar diez dólares —dijo Macklay.

—No pienso pagar nada. He montado contra vuestra voluntad y me habéis abandonado
en la casa de postas, sabiendo que quería venir a Santa Fe.

—¿Y si te echan de aquí?

—No creo que lo intentes si conoces a las personas…

—No lo asegures.
—A mí no me has engañado… Tú sabes quiénes son los «enmascarados». Y sabes que
volverán a atracarla, aunque no se lleven nada… Quieren desprestigiar esta línea de
diligencias para impedir que continúe el servicio.

—¡Estás loco!

Pero Ann leyó en los ojos de Macklay el temor.

—Yo no soy tan torpe como el sheriff. No tenías miedo de venir… Querías impedir el viaje
hasta Santa Fe… Te has decidido ante el temor de que me confundieran contigo y me
enterase de tu complicidad.

—¡Toma!

Y Macklay levantó la fusta para golpear a Ann, pero éste, con los pies, golpeó a su vez a
Macklay en pleno pecho, arrancándole del pescante violentamente y haciéndolo rodar
hasta el suelo, desde donde, furioso, una vez en pie, disparó sus armas. Ann, agachado,
alcanzó la vara y en ella, a cubierto por la propia diligencia, guió a los caballos.

Los disparos de Macklay, que dieron en la caja ocupada por los asientos, asustaron a
Sylma y míster Lorry, quienes asomaron la cabeza por las ventanillas laterales, y al ver a
Macklay en el centro de la carretera disparando, a través del polvo, dijo míster Lorry:

—Ya decía yo que era sospechoso este muchacho…

—No comprendo esto… —empezó Sylma.

Pero fue interrumpida por la detención de la diligencia y la presencia en el acto de la


cabeza de Ann por la ventanilla de su lado.

—Me he visto obligado a desmontar a ese traidor de conductor; quiso golpearme cuando
le dije que sospechaba de él.

—Pero…

—¡Cállese, señor! ¡Ese conductor ha de ser necesariamente cómplice de los


enmascarados! ¿No comprende que unos hombres que matan a los ocupantes de la
diligencia y les roban no iban a detenerse ante una muerte más? ¿Por qué iban a dejar un
testigo que podría descubrirles? Estoy seguro de que no era el dinero de esos hombres lo
que buscaban, ya que no llevarían mucho. Si les robaron fue por justificar el hecho, pero en
el fondo, lo que buscaban era impedir que estas diligencias se muevan por el terror. Ese
conductor no quería venir y lo ha hecho cuando vio que la diligencia sería traída por mí.
¿No le dice esto nada? Para mí no puede estar más claro. Estuvo haciendo tiempo en la casa
de postas para que esos «enmascarados», preparen un nuevo golpe. Así atemorizan a los
viajeros y nadie querrá utilizar las diligencias. El camino de Santa Fe está siendo atacado…
¡quién sabe con qué fines! De no venir esta joven, que es hermana de un viejo amigo mío, no
me habría escapado de Las Vegas, donde he tenido que hacer algunas víctimas para
conseguirlo, y así, cuando estando allí fuese atacada otra vez la diligencia, comprenderían
que no tenía yo que ver en esto… Pero no se detendrían ni ante esta joven, matándola. Si
traía yo la diligencia con el sombrero muy calado por el viento, podría ser confundido con
ése a quien llaman ustedes Macklay, y así aclararía su complicidad… Por eso le he arrojado
de la diligencia y hemos de seguir con gran atención y preparados a rechazar el ataque.
¿Tiene armas?

—No… y no creo nada de todo esto que ha dicho.

—Pues será mejor que se oculte bien para que no puedan disparar contra usted por la
ventanilla… Usted, miss Dickinson, suba conmigo al pescante. Prefiero llevarla cerca.

Míster Lorry no concebía aquella docilidad en la joven, que obedeció en el acto.

Ayudó Ann a Sylma y le dijo una vez en el pescante:

—Siéntese ahí abajo, en la «vara», oculta por los caballos. No quiero sorpresas de las que
tenga que arrepentirme.

—Creo que está usted en lo cierto. La actitud del conductor es sospechosa…

—Pues colóquese bien y ocúltese lo mejor posible.

Una vez bien afianzada Sylma sobre la «vara» o «lanza» de la diligencia, hizo Ann
reanudar la marcha a los caballos sin que durante varias millas tuvieran el menor tropiezo.

Pero al pasar por una especie de cañón y, en una curva muy cerrada, vio Ann un tronco
de árbol cruzado en la carretera.

—¡Cuidado, miss Dickinson! ¡Hay un tronco cruzado…! Voy a intentar saltarlo, aunque
rompamos el vehículo en el intento… Si nos detenemos seremos muertos por los que han
de estar escondidos esperando ese momento. ¡Agárrese bien a uno de los caballos! ¡La
«lanza» puede romperse con el choque!

Y Ann, en vez de detener la marcha, azuzó con gritos a los caballos a la vez que saltaba
sobre la «lanza» por encima de Sylma y llegando a los dos de la cabeza puso un pie en cada
cincha, cogiéndolos de la brida y gritándoles para golpear, al tiempo que hundía en sus
vientres las espuelas, elevando los pies un poco torcidos sobre las cinchas que le servían de
apoyo.

Los caballos, enloquecidos por el castigo, tiraron de los otros saltando sobre el tronco,
que hizo a su vez saltar violentamente a la diligencia al chocar las ruedas delanteras contra
el mismo.

Una nube de balas cayó sobre la diligencia, que después de varios vaivenes consiguió
enderezarse de nuevo.
Ann seguía castigando a los caballos de cabeza y gritándoles diestramente. Cuatro jinetes
enmascarados iniciaron la persecución entre gritos y maldiciones.

—¡Encárguese de las bridas, miss Dickinson! ¡Yo me encargaré de ésos!

Y Ann, por la «lanza» volvió al pescante, echándose sobre el techo de la diligencia con un
revólver en cada mano.

Desde allí, y a través del inmenso polvo que la velocidad de la diligencia levantaba, vio a
los jinetes cuyas piernas imitaban el vuelo de las aves en castigo incesante a los ijares de los
animales para obligarles a un galope alocado.

Lamentándolo en el fondo, Ann disparó contra éstos. Cuando los dos primeros fueron
alcanzados, los otros dos detuvieron la marcha y uno de los jinetes, cerrando el puño,
amenazó furioso a la presa que se le escapaba. Las manos delicadas, pero hábiles, de Sylma
conducían con acierto a los caballos.

Unas dos millas antes de Santa Fe, dijo Ann:

—Detenga los caballos, miss Dickinson. ¡Ya no hay peligro! Hemos de ver qué fue del
viajero.

Cuando los dos descendieron del pescante, encontraron a míster Lorry hecho un ovillo
en el fondo de la diligencia, con las dos manos sobre la cabeza, mirando aterrado de reojo a
las ventanillas. Al sentir abrir la portezuela, temblaba.

—¡Ya pasó el peligro, señor! ¡Puede levantarse! —dijo Ann.

—¡Oh! ¡Estoy destrozado…! ¿No ve cómo sangro?

Y mostró sus manos tintas en sangre.

—¿Está herido? —preguntó, angustiada, Sylma.

—Me destrocé contra el techo en aquel terrible salto. ¡Oh, me muero!

Y más por la alegría de verse seguro que por el dolor de la herida, se desmayó.

Entre los dos jóvenes curaron a su modo y con los escasos medios a su alcance la herida
abierta en la cabeza, le reclinaron en uno de los asientos y continuaron el viaje, yendo Ann
en el pescante y Sylma con el herido.

Eran muy numerosos los curiosos que esperaban en la plaza ante la puerta que lucía en
la parte superior un gran letrero que decía: «Camino de Santa Fe. Correo».
—¿Dónde está Macklay? ¿Por qué conduce usted esta diligencia? ¿Quién es usted? —
preguntó un hombre con un lápiz en una de sus orejas y con las mangas de la camisa
remangadas.

—¿Qué le pasó a míster Lorry? —inquirió otro, ansioso.

—Un momento, señores, un momento. Ahora hablaremos. Que atiendan a los caballos. Se
han portado bien. Nosotros podríamos costearles un monumento —dijo Ann, entrando tras
Sylma en la oficina de la empresa.
III

— C reí que este joven bromeaba… pero era cierto todo cuanto me dijo. Sus

temores se confirmaron y a no ser por él… ¡oh, es horrible!, yo estaría bien muerto a estas
horas.

—¡La diligencia ha sufrido muchos desperfectos!

—Sí, hube de pasar sobre un tronco cruzado en la carretera. El choque fue muy violento
y es cuando míster Lorry se hirió contra el techo. A consecuencia de este choque
bordeamos el precipicio varias veces y gracias a la mucha velocidad de los caballos
evitamos la caída. Después, miss Dickinson demostró que no era una fanfarronada suya,
cuando se ofreció a conducir la diligencia. Yo tenía que atender a los «enmascarados», que
no se explicarán aún cómo pudimos escapar.

—¡Perdóneme, joven, perdóneme! Si no es por usted… ¡no quiero pensarlo!

—Este joven está en lo cierto. Esto es una campaña para desacreditar a la empresa.
Tenemos muchos enemigos y dentro de poco ratificará Washington la concesión. Si para
entonces cundiera el temor, votarían en contra.

—¡Y no se detendrán ante nada! Teniendo aquí varios cómplices… Macklay es uno de
ellos.

—No puedo creerlo…

—Pues ya ha visto que todo salió como yo temía.

—Sí, lo comprendo, pero Macklay lleva con nosotros mucho tiempo.

—Este joven tiene razón. Tenemos enemigos poderosos que no se detienen ante nada
con tal de conseguir el desprestigio del Camino de Santa Fe, que ha unido al Este con el
Oeste en pocas jornadas con una seguridad que nos iban dando la confianza de los más
furibundos detractores.

—Y es muy posible que la excitación de que hace poco, empiezan otra vez a dar muestras
los indios sea producto de un sistema seriamente organizado — intervino el hombre en
mangas de camisa con el lápiz cabalgando sobre una de las orejas.

—Celebro que coincida conmigo —afirmó Ann—, y atienda un consejo: debe realizar una
depuración metódica y detallada del personal y enviar las diligencias con una buena
escolta.
—Si enviamos los correos con escolta, será tanto como confesar un temor que puede
contagiarse al público.

—Todo será preferible a tener que interrumpir el servicio.

—Pero cuesta…

—Más costoso sería perderlo todo, ¿verdad?

—Se me ocurre una idea —dijo míster Lorry—. ¿Por qué no se queda de conductor con
nosotros?

—¡No es posible! Y crea que agradezco mucho a ustedes este ofrecimiento. He de hacer
unas gestiones aquí. Después ya hablaremos… No olviden de organizar esa escolta… Los
enemigos son fuertes y decididos y no titubearán ante nada si están obstinados en
demostrar que no puede viajarse con seguridad en sus diligencias. ¿Vamos, miss Dickinson?

—Sí —respondió ésta.

—Espere, joven. Lo que ha hecho por esta compañía bien merece una gratificación. Le
daremos diez dólares… No es mucho, pero…

—Los acepto, porque no es mucho el dinero de que dispongo.

Y Ann sonrió a Sylma mientras recogía los billetes.

—Tome, he subido hasta treinta, y si quiere trabajar con nosotros, pase por aquí.

—¡Muchas gracias!

Salieron los dos jóvenes de la oficina y dijo Ann:

—¿Adónde va usted, miss Dickinson?

—He de buscar a mi hermano… Yo creí que estaría aquí esperándome.

—¿Conoce su dirección?

—Sé de un saloon donde podré encontrarle… Me hablaba mucho de él cuando estuvo


conmigo unos días en Concha Dam.

—¿Qué hace aquí?

—No lo sé… pero debe ganar mucho dinero, porque llevaba dinero en abundancia.

—¿Qué saloon es ése?

—El San Francisco.


—Dejaremos aquí su maleta e iremos en busca de Douglas. Ya no se acordará de mí.

—Pero ¿es cierto que le conoce?

—¿No lo creyó?

—No lo sé…

—Pues sí, nos conocimos hace tiempo… Pero es posible que no me recuerde…

—Tal vez sí.

—Y si no le encuentra ahí, ¿qué piensa hacer?

—No lo sé… Ignoro dónde tiene el rancho.

—¿Él sabía que venía hoy?

—Le escribí que dejaba la escuela y creo que le anunciaba mi llegada para hoy. No lo
recuerdo exactamente.

—¡Bien, vayamos!

—¿Conoce esta ciudad?

—Sí, he estado otra vez aquí… Hace ya algunos meses. Conozco ese saloon. Yo entraré en
busca de Douglas… Creo que no es un lugar apropiado para usted.

Sylma púsose colorada y no respondió nada.

Santa Fe, como capital de Nuevo México, estaba muy concurrida de ganaderos y
vaqueros, así como de tantos que vivían a la sombra de la burocracia que la residencia del
gobernador y la Cámara de Representantes engendra. Las calles y las casas conservaban
mucho del estilo y ambiente español que inculcó a México, a que había pertenecido Santa
Fe hasta pocos años antes. De la Unión tenía en realidad sólo el whisky y las costumbres que
sus actuales habitantes iban imponiendo. Costumbres del Far West, como se decía en
Nueva York, con cuyos cow-boys soñaban las señoritas del Este.

A la puerta del San Francisco detuvo Ann a Sylma.

—No, será mejor que yo entre también.

—Es muy probable que no le agrade.

—No tema. Era muy jovencita cuando acompañaba a mi padre. Nada de lo que vea ahí
dentro podrá asustarme. Yo pertenezco al Oeste, míster Ann.

—¡Está bien! ¡Entremos!


La atmósfera del local era pesada y como el día declinaba en esos momentos, las
lámparas de petróleo aumentaban la molestia de la misma.

Eran muchos los ojos que les contemplaban con variado efecto, siendo la admiración por
la belleza de Sylma lo que más destacaba. Belleza en la que Ann no había reparado en
realidad y que ahora, al verla contemplada con aquellos ojos, observó a su vez con
detenimiento, olvidándose de buscar a Douglas, que era a lo que iban.

Ann detuvo a una de las muchachas que miraba con descaro a Sylma, preguntándole:

—¿Conoces a Douglas Dickinson?

—¿Te refieres a Veloz Douglas?

—¡Sí!

—Allí está jugando… ¡Es lo que hace en todo el día! ¿Y ésta? ¿Es nueva en la casa?

—¡No! No tiene nada que ver con vosotras.

—¡Está bien! ¡No te ofendas! Pero mejor que te la lleves de aquí antes de que la vea
Chester.

—¿Por qué?

—Porque se enamorará de ella y querrá pelear contigo.

Sylma se sonrojó más que por esto que oía, por la decepción producida en lo que se
refería a su hermano. Algo terrible presentía y estaba pesarosa de haber venido. De buena
gana habría dado media vuelta marchando a Las Vegas de nuevo. Tal vez allí encontrara un
hueco en alguna escuela. Pero la joven que marchó gritaba a poco:

—¡Veloz, aquí te buscan!

—¿A mí?

Se oyó que respondía una voz gangosa:

—¡Sí!

Orientado por la voz fue Ann hacia la mesa en que jugaban unos cuantos, seguido por
Sylma que caminaba con miedo entre aquellas miradas agresivas de hombres y mujeres.

—¡Hola, Douglas! —dijo Ann acercándose a un joven paliducho y bien vestido—. ¿No me
recuerdas?

—¡Hola, Cooper…! —respondió fríamente el aludido—. ¿Qué quieres de mí?


—¡No soy yo quien te busca… es esta joven!

Y al retirarse Ann dejó al descubierto a Sylma.

—¡Sylma!

—¡Douglas!

Y la joven se precipitó a los brazos de su hermano, entre miradas de asombro de todos


los que le rodeaban.

—Pero ¿qué haces tú con mi hermana? —dijo Douglas, separándose de Sylma y


encarándose con Ann.

—Me ha acompañado desde Las Vegas.

—¿Vino por fin la diligencia? —preguntó uno de los jugadores.

—¿Por qué no iba a venir? —preguntó a su vez Ann.

—No sé… Dicen tantas cosas de esa empresa…

—Bueno, Ann, muchas gracias por acompañar a mi hermana…

Era una despedida en toda regla, pero Ann hizo como que no se enteraba.

—Siéntate aquí, Sylma… Ven, no tardaré mucho. ¡Después hablaremos! Supongo que
vendrás a quedarte aquí.

Ella afirmó con la cabeza.

Douglas cogió una silla y la puso al lado de la que él ocupaba, diciendo:

—¡Siéntate!

—Yo voy a tomar un whisky en el mostrador, miss Dickinson, la veré a usted antes de
marchar.

Y Ann marchó, en efecto, junto al mostrador aguzando el oído al oír hablar a los que
estaban a su lado, que decían:

—No creí que fuese en realidad tan bonita la hermana de Veloz.

—Y es cierto que ha venido… Chester no creía en ello.

—Va a resultar una verdadera mina esa muchacha aquí.

—Pero no agradará mucho a Francis.


—Chester está cansado de ella.

Ann bebió sin darse cuenta el whisky pidiendo otro, más antes de beberlo, marchó otra
vez al lado de Sylma sin preocuparse más de lo que hablaban los dos vaqueros que estaban
cerca de él.

Al llegar junto a la mesa, vio a un hombre de unos treinta y tantos años, de aspecto
agradable, con ojos muy fríos, que sonriendo se acercaba a Sylma a la que dijo:

—Supongo que es usted Sylma; la hermana de Veloz. ¡Vaya! ¡Vaya! Veo que no exageró al
decir que era usted lo mejor que yo había visto cómo mujer.

—¡Hola, Chester! —exclamó Douglas—. ¿Qué te parece mi hermana?

—¡Douglas…! —protestó débilmente Sylma.

—¡Es maravillosa! ¡Será la reina de esta casa!

—Ya te decía yo que no podía comparársela con ninguna de éstas. Bueno, dejaremos la
partida para después. ¡Voy a hablar con Chester!

—¡Miss Sylma! —Medió Ann y ella encontró un gran alivio al oír su voz—. Cuando quiera
marchar, estoy a su disposición.

Chester le miró de arriba abajo con aquellos fríos ojos e inquirió:

—¿Quién es éste?

—Es un viejo conocido mío —respondió Douglas—. Ha acompañado a mi hermana desde


Las Vegas —y dirigiéndose a Ann añadió—: No tienes que preocuparte de ella.

—Éste no es lugar apropiado para tu hermana, Douglas.

Sylma le sonrió, agradecida.

—Acabo de decir que no te preocupes de ella. Soy yo quien se encargará de atenderla.

—Esta casa es buena para todos —dijo Chester—, menos para los que acostumbran a
meterse donde no les llaman.

—Yo no hablaba con usted y no creo que le interese lo que se relacione con miss
Dickinson.

Ann se dio cuenta de cómo al decir esto los que estaban detrás de él se separaban a los
lados.
—Eres tú quien no debe meterse en los asuntos de mi hermana. El acompañarla hasta
aquí no te da derecho a nada. ¡Te di las gracias por acompañarla y ya ha terminado tu
misión!

—Miss Dickinson… creo que no le conviene a usted este ambiente —dijo Ann sin atender
a Douglas.

—¡Te he dicho que nos dejes en paz!

—¡Douglas! Míster Cooper se ha portado muy bien conmigo, es mucho lo que le debo.
Gracias a él estoy viva… ¡No eres justo con él!

—Le repetiré las gracias, si así lo deseas, pero debe dejarte tranquila.

—Miss Dickinson viene a quedarse en esta casa —dijo ante el estupor de Sylma, Chester.

—¡Eh! ¡No es posible! ¡Miss Dickinson! ¡Dígame que no es cierto!

—¡Pues lo es! —afirmó Douglas.

—Así que no se ponga pesado… —insistió Chester—. Soy el dueño del local y poco amigo
de la paciencia.

Sylma estaba tan sorprendida de cuanto escuchaba, que no sabía qué decir y este
silencio, mal interpretado por Douglas, le hizo preguntar:

—¿Dónde está tu equipaje, Sylma?

—Lo dejé en la oficina de la diligencia, pero yo no pienso quedarme aquí, Douglas…


Vamos a tu casa y charlaremos.

Chester soltó una carcajada, diciendo:

—Douglas vive aquí, miss Sylma. Estará por lo tanto cerca de usted.

Ella miró, angustiada, a Ann.

—Ha oído que no quiere quedarse aquí —dijo éste.

—No me obligue a que esta joven piense mal de mí… pero si no se calla, daré orden para
que lo echen de aquí.

La frialdad de Chester impresionó a Sylma.

—No riñan, por favor. ¡Está bien, me quedaré aquí! He de hablar con mi hermano.

Sylma tomó esta decisión para evitar que Ann tuviera algún disgusto con Chester, por el
que sintió un verdadero pánico.
—¿Lo ha oído? —preguntó éste.

—Sí, y creo que obra en contra de su voluntad. Este ambiente no es para ella. ¡No creí que
hubieras descendido tanto, Douglas!

Éste, haciendo honor a su apodo de Veloz, se lanzó contra Ann con ánimo de golpearle en
el rostro, pero Ann esquivó la acometida al tiempo que Sylma gritaba asustada.

—¡No tema, miss Sylma! ¡Por ser su hermano no le doy lo que merece! ¡No insistas,
Douglas! ¡Terminarás por cansarme! —dijo al ver que éste volvía a su propósito al tiempo
de esquivar otra acometida.

Ann descubrió en los ojos de Chester una orden muda a alguien que no vio, pero
sorprendiendo a todos con una rapidez a que no estaban acostumbrados, encañonó con sus
armas a Chester y Douglas, diciendo:

—¡Levantad bien esas manos! ¡Y procure por su bien que esa orden que acaba de dar no
traten de cumplirla! ¡Miss Dickinson…! ¡Salga conmigo! Puedes ir a verla al hotel Nuevo
México, Douglas… ¡Allí estará! ¡No, te equivocas!

Y al decir esto disparó contra uno de los jugadores a quienes ordenó intervenir Chester.
Se desplomó contra la mesa. En su mano yerta empuñaba un largo revólver.

—Creo que la próxima vez dispararé contra el dueño de este tugurio. ¡Vamos, miss
Sylma!

—¡Sylma! —llamó Douglas, rabioso.

—¡Te he dicho dónde podías verla! ¡Éste no es sitio para ella!

Y de espaldas a la puerta, sin dejar de apuntar con sus armas a los reunidos, salió a la
calle, seguido de Sylma.
IV

—¡ A nn! ¡No ha debido hacer esto…! ¡Ese Chester me da pánico! ¡Da la sensación

de una serpiente! ¡Ha de ser terrible incomodado…! ¡Y usted le ha dado motivos para ello!

—¡No podía permitir que se quedara en aquel ambiente!

—Tampoco me agradaba a mí… No podía sospechar esto de mi hermano.

—Es un vulgar ventajista de los naipes. Nunca fue por el buen camino. Yo lo temía. Por
eso quise acompañarla.

—¡Muchas gracias…! Y ahora, ¿qué hago?

—Buscar un trabajo digno… y tratar de enmendar a ese loco.

—No lo conseguiré. Ese Chester le domina.

—Y el alcohol… Estaba muy bebido… ¿No lo notó?

—Sí, ya me di cuenta.

—Bueno, miss Sylma, que descanse, y, ya sabe, bajo ningún pretexto vuelva al San
Francisco.

—No volveré… ¡Muchas gracias por todo!

Ann, al salir del hotel lo hizo con precaución. Con hombres como Chester no podía tener
un descuido. Estaría deseoso de desquite.

Desde la puerta miró a la barra y vio que faltaba su caballo. Volvió a entrar y desde
dentro lanzó un agudo silbido, al que siguió un grito de angustia y algunas maldiciones en
la parte más oscura de la calle.

Frente a la puerta estaba su caballo. Empujó con el pie la puerta de vaivén y varios
proyectiles se incrustaron en ella.

—¡Sus! ¡«Slight», a ellos! —gritó a su caballo.

Y éste, obediente, se lanzó a galope contra los que acababan de disparar. Él saltó por una
ventana inmediata después de apagar la luz de dentro y una vez en la calle sus armas
dispararon contra los que lo hacían a «Slight», que, herido y todo, pisoteó a los que cazó con
sus disparos Ann.

Eran tres, que quedaron, no sólo muertos, sino destrozados por los cascos de «Slight».

Ann acarició al caballo y, al sentir su mano húmeda de sangre, lo abrazó, lloroso,


llevándole de la brida hasta la casa de un veterinario, que estaba próxima, y que atendió a
«Slight».

En el San Francisco los disparos de Ann armaron un gran revuelo y eran muchos los que
estaban parapetados tras las mesas con las armas listas cuando los tres cadáveres,
empujados por Ann, irrumpieron en el saloon, quedando junto a la puerta.

—¡Chester! ¡Aquí tienes la respuesta a tu mensaje! ¡Y van cuatro! ¡Ese muchacho es un


demonio!

—¡Cállate, Francis! —Chester, con las armas amartilladas, no se atrevía a abandonar la


mesa que le servía de protección y desde donde gritó lo anterior.

Douglas, furioso, se acercó a los muertos, diciendo:

—¡Yo me encargaré de vengaros!

—¡No será de frente! ¡Ésos eran lo mejor de por aquí y ya ves!

—¡Cállate, Francis! ¡Cállate! —volvió a gritar Chester.

—Ya os he dicho antes que habíais encontrado un hombre a medida… ¡Ese muchacho
acabará con vosotros como no le dejéis tranquilo!

—¡Yo me encargaré de él! ¡Y tú cállate porque vas a hacerme perder la poca paciencia
que me resta!

—Sí, conmigo te atreverás… Estás cansado de mí, lo sé… ¡Y yo soy una mujer…! ¡Os ha
quitado esa muchacha en vuestras narices!

—¡Mi hermana vendrá! ¡Yo iré por ella!

—¡Es posible que vuelvas como esos…!

Ante esta alusión, Douglas tragó con dificultad la saliva. No quería confesar su temor,
pero era indudable que le producía mucho miedo enfrentarse con Cooper. Ya de muy
jóvenes los dos, era tan superior en todo a él que, desde entonces, por ello empezó a
odiarle.

—El que regrese tu hermana a esta casa es cuestión de honor para todos.
—¡Yo iré por ella! —dijo Douglas. Y a pesar del miedo que tenía marchó a la calle. Llamó
a la puerta del cuarto de Sylma, después de ser informado de cuál era el que ocupaba.

Se levantó su hermana y al verle dijo:

—Douglas… no creí que fuese esa tu vida. ¡De haberlo sabido no hubiera venido!

—¡Bah! ¡No seas niña! ¡Ya te has dejado conquistar por Ann…! ¡Allí estarás bien
considerada y respetada por todos! ¡Chester es un gran muchacho y un buen amigo mío!

—No, Douglas, no. Chester no me agrada y aquel saloon es un tugurio, como dijo Ann.

—¡No me hables de ese cobarde asesino! No tienes a nadie que no sea yo y conmigo
estarás como debes.

—Repito, Douglas, que no eres justo con ese muchacho y le estoy muy agradecida porque
me haya sacado de aquel saloon, en el que no volveré a poner más los pies.

—¡Tú vendrás ahora conmigo…! No vas a permitir que se rían todos de mí. Chester
apuntaba que yo tengo miedo a Ann. ¿Vas a permitir que se burlen todos de mí?

—No sé si porque yo no vuelva se reirán o no de ti, pero es lo cierto, Douglas, y me alegro


que hayas venido a verme, pues estoy muy disgustada contigo. Debiste decirme la verdad y
no hacerme venir hasta aquí para encontrarme con esta vergüenza. Tú no puedes olvidar
que nuestro padre nos educó desde que perdimos a mamá bien distintamente de lo que he
visto en ese saloon. ¡No, Douglas! ¡No insistas! ¡No volveré allí!

—Te lo ha prohibido él, ¿verdad? Tiene razón Chester y todos. Estáis enamorados. Pues
bien, tú lo quieres. ¡Él morirá!

—¡No, Douglas, no digas eso! Ann es un buen muchacho… Apenas si hemos hablado, pero
yo sé que es un buen muchacho. ¡No podéis hacer eso con él!

—Si tú no vienes al saloon, Chester enviará a sus amigos… ¡y Ann morirá! Yo quería
salvarle… Por eso he asegurado a Chester que volverías… Debes hacerlo, aunque sólo sea
por unos días y que no le suceda nada a Ann. Por lo bien que se ha portado contigo y en
recuerdo de la infancia hemos de hacer por salvarle. ¡Chester es terrible…! ¡Sólo si tú
vuelves conmigo ahora podremos salvarle!

Douglas conocía a su hermana y estaba seguro de que esto daría resultado.

—No quisiera que le sucediese nada malo a ese muchacho… ¡Parece tan noble! ¡Está bien,
me sacrificaré por él! ¡Perdona, Douglas, que pensara tan mal de ti! No me daba cuenta de
que tú querías salvarle también.

—¡Prepárate y vamos!
—Pero Ann irá al saloon y si me ve allí…

—Puedes ponerle una nota diciéndole que no quieres que se meta en tus asuntos, que lo
has pensado mejor y que de tu vida sólo tú dispones… Sé que es duro… pero sólo así
evitaremos que vaya en busca de una muerte cierta.

Sylma pensó que esto era lo más acertado y escribió la carta, que rogó fuese entregada a
Ann cuando por la mañana fuera a visitarla, como habían quedado.

Fue muy dura en la carta, ya que quería evitar a toda costa que se presentara en el
saloon, y al dejar la nota creyó que quedaba con ella algo muy suyo.

Cuando en el saloon vieron aparecer a Sylma con Douglas se miraban unos a otros con
extrañeza, exclamando despectivamente Francis:

—¡Bah, me equivoqué! ¡Ésta es como su hermano!

Chester salió, sonriendo, al encuentro de Sylma, y ésta, que iba bien aleccionada por su
hermano, supo silenciar la causa de haber regresado.

Con motivo de este regreso se organizó una fiesta y poco después Sylma que quería
olvidar recurriendo al alcohol, era juguete de Chester en sus hábiles manos ante la estúpida
indiferencia del embriagado Douglas.

Y de pronto, se presentó Ann, que había ido al hotel, después de dejar a «Slight»
atendido, a tranquilizar a Sylma, que debió oír los disparos cuando él salió, horas antes,
entregándole la carta que la muchacha dejara para él, reconociendo en Douglas al joven que
le dijeron la acompañaba al marchar.

Chester se puso en guardia y Ann, al ver aquel cuadro, asqueado, dio media vuelta,
saliendo otra vez.

Sylma reía en su semiinconsciencia, al verle.

Chester celebró su éxito invitando con prodigalidad a todos.

Esa noche salvó a Sylma los celos no reprimidos de Francis.


V

C uando despertó Sylma y recordó entre las brumas de los hechos pasados, la visita de

Ann, sintió una amargura inmensa, ya que el joven había pensado de ella como estaba muy
lejos de ser.

Fue Francis la que censuraba su actitud.

—Ese muchacho te estima muy de veras o te ama ya. Le has hecho con tu locura perder la
confianza en ti. No sé qué te diría tu hermano para hacerte volver… pero no debiste
hacerlo.

—Lo hice por salvarle… Me dijo Douglas que, si no lo hacía, Chester enviará a sus
nombres para que lo mataran.

—Qué canalla. ¿No te dijo que ya salieron tres en busca de ese muchacho con órdenes de
matarle y que los devolvió muertos a los tres? Por eso fue tu hermano al hotel por ti.

—¡No! ¡No es posible!

—¡Sí, es cierto! ¡Y ahora pensará ese muchacho que no merecías lo que por ti ha hecho…!

—¡Y así es…! ¡No lo merezco! ¡Pero me iré de aquí!

—¡No te dejarán salir! ¡Estás prisionera en este saloon!

—Ayúdame en esto, ayúdame a escapar…

—Me mataría Chester, porque tú has venido para él… Anoche decía que serás la mujer
que más ame. Es lo mismo que nos dijo a muchas.

—¡Ayúdame…!

—Sí. Lo haré… No quiero que seas lo que somos otras. ¡Vístete con rapidez!

Obedeció Sylma, pero cuando se preparaba para marchar con Francis llamó a la puerta
Chester.
—¡Oh…! ¡Ahora no es posible…! Debemos esperar otra oportunidad — dijo Francis en
voz baja.

—¡Francis! —llamó Chester—. ¡Abre!

—Espera… ¡Aún no estamos en condiciones de recibir a nadie!

Poco después abría y Chester entró, diciendo:

—¡Tu amigo y defensor ha marchado!

—¿Marchó…?

—Sí. Acaban de notificármelo los amigos.

—¿No le habréis matado vosotros? —dijo Francis.

Sylma lanzó un grito.

—He dicho que marchó.

—¿Y qué nos importa a nosotras? Cuando ésta volvió es porque no le interesaba el otro,
de lo contrario no habría vuelto.

—Lamento haberlo hecho y creo que soy la causa de que marchara.

—Aquí no te faltará de nada y una vez que te hayas acostumbrado a este ambiente te
considerarás feliz.

—No… no quiero engañar a nadie. Vine porque me dijo mi hermano que, de no hacerlo,
peligraba la vida de Ann… ¡Ahora ya no tengo por qué permanecer aquí!

—¡Vaya, vaya…! Será mejor que descanses otro poco… Aún estás rendida.

—¡No! ¡Quiero marchar!

—No puedo permitirlo sin que esté Douglas.

—Mi hermano me engañó… Será mejor que no se entere de que me voy.

—Yo no puedo permitir que te vayas sin que él se entere.

—No pienso permanecer aquí. Contra mi voluntad será difícil retenerme.

Francis la miró como amonestándola por hablar así, pero ella no estaba acostumbrada a
mentir.

—¿Por qué no quieres estar aquí con nosotros?


—No me agrada esta vida y me siento avergonzada de Douglas.

—Douglas tiene un gran porvenir por delante… No hay otro como él con los naipes en la
mano… y con el revólver no es de los más lentos… Por su habilidad en las dos cosas se le
conoce por Veloz Douglas.

—Esto que supone un honor para ustedes es todo lo contrario para mí.

—¡Ah! Se me olvidaba decírtelo. Hemos traído tu equipaje.

—Yo no dije que lo hicieran. ¿Quién lo ordenó?

—Fui yo. Creí que te era necesario.

—No pensaba permanecer aquí… Vine sólo por unas horas.

—Encárgate de convencerla… hasta que venga Douglas por lo menos.

—Yo ya sé lo que me hago, y hace tiempo que cada uno vivimos, separados.

—Debes tranquilizarte… Después de todo, aquí no estás mal —empezó a decir Francis
mientras Chester salía sonriendo al oírla.

Y una vez que hubo salido dijo Francis, acercándose a Sylma y en voz baja ante el temor
de que él oyera desde fuera:

—¡Debes aprender a disimular! ¡Así no conseguirás nada!

—No podrán retenerme a la fuerza.

—No conoces a los hombres… Chester es capaz de todo cuando se propone una cosa y
ahora eres tú su obsesión.

—¡Pero tú le amas, Francis!

—Sí, y también le conozco como nadie… Voy a ver si podemos escapar… ¡Si no se hubiera
ido ese muchacho! Aunque confesaré que lo que temo en realidad es que lo hayan hecho
desaparecer. Chester no perdona jamás una derrota y anoche le venció dos veces,
matándole sus mejores hombres. ¿No sabes hacia dónde iba?

—No tengo la menor idea.

—¿Tiene familia o amigos aquí?

—Lo ignoro.

—Entonces no volverás a verle más.


—Eso temo.

—Vamos hasta el saloon, te animarás más que aquí, y si se presenta una oportunidad la
aprovecharemos.

Se dejó convencer Sylma, pero pronto comprendieron que estaban sometidas a una
estrecha vigilancia las dos. Chester no se fiaba de Francis tampoco.

Y al verlas éste, dijo a Francis:

—Será inútil que intentes facilitar la fuga a ésa… He oído lo que hablabas con ella en el
cuarto.

Francis sonrió y no le hizo caso, pero Sylma tembló a su pesar.

—La frialdad de este hombre me excita.

—No te preocupes. Si nos permite andar por aquí pronto escaparemos.

Como si telepáticamente hubiera escuchado Chester, dijo acercándose:

—Y no me agrada que los vaqueros vean aquí en el saloon a Sylma.

—¿No decíais Douglas y tú que iba a ser una niña en vuestras manos?

Sylma se puso muy ruborizada.

—No hables tanto, y anda, pasa con ella a las habitaciones de dentro. — Los ojos de
Francis se alegraron al ver aparecer al sheriff en la puerta.

—¡Hola, sheriff! —dijo, yendo hacia él—. ¡Cuánto tiempo sin verle!

—¡Hola, Francis! Buenos días, Chester. ¡Caramba, qué chica más bonita! Ésta es sin duda,
la que vengo buscando.

—¡Eh! —gritó Chester—. ¿Buscando? ¿Por qué?

—¿No ha sido usted maestra de Conchas Dam?

—Sí —respondió Sylma, extrañada y curiosa.

—Pues ha de volver allí… No sé qué es lo que tienen que aclarar. Dos de mis hombres la
acompañarán en la próxima diligencia hasta Las Vegas y de allí a caballo… No creo que haya
otro sistema, ¿verdad?

—Pero, sheriff… No es posible hacer volver a esta muchacha.

—Lo siento, Chester… ¡No hay otra solución! ¡Yo debo cumplir con mi deber!
—Pero ¿se le acusa de algo? ¡Yo respondo por ella!

—No se le acusa de nada. Además, ha de aclarar sobre unos hechos sucedidos en el viaje
de venida.

—¿Cómo sabía usted que estaba aquí?

—He recibido en mi oficina una nota con esta dirección y su nombre… Sylma Dickinson,
¿no es eso?

—Sí, así me llamo.

—Pues no perdamos mucho tiempo… La diligencia va a salir dentro de dos o tres horas.

—No comprendo cómo saben que estaba aquí.

—¿No fuisteis a retirar su equipaje de la empresa del Camino de Santa Fe?

—¡Ah…! Es verdad. Sí, fueron esta mañana.

—Pues ellos son los que dijeron dónde estaba. Estamos aclarando lo de la diligencia y los
«enmascarados», ustedes fueron atacados por ellos, ¿verdad?

—¡Sí!

—Ahora buscamos al otro joven que con usted salvaron la diligencia. ¿No sabe dónde
podremos encontrarle?

—No… no lo sé. Le vi anoche… pero… dicen que marchó de aquí.

—¿Quién dice eso?

—¡Míster Chester!

—¿Usted le conoce?

—Le vi anoche aquí.

—¿Es ese muchacho el que armó ese jaleo?

—¿Qué jaleo? Aquí no sucedió nada.

—¿No? ¿De quién eran esos cuatro cadáveres que enterraron ya de madrugada sus
hombres?

Chester se puso un poco pálido, pero sin perder la serenidad, dijo:

—Yo no sé nada de esto, sheriff. ¡Debe estar equivocado!


—Parece que ese muchacho es más rápido que usted, ¿eh, Chester? ¿Vamos, miss
Dickinson?

—Sheriff… esta joven es hermana de Veloz Douglas, y no puede marchar sin que él venga.

—¡Ah…! ¿Es hermana de ese profesional de los naipes? Será mejor para ella que se quede
en donde estuviese antes… Esta atmósfera no le resultará muy saludable.

—No comprendo qué quiere decir, sheriff… pero no me agrada que nadie critique mi
casa.

—Sobre ella he hablado esta mañana con el gobernador y creo que la cerraremos una
temporada.

—¡Cerrar mi casa! ¿Por qué?

—Será mejor que pida aclaraciones al gobernador. Yo me limito a cumplir las órdenes
que me dan. ¿Preparada, miss Dickinson?

—He dicho, sheriff…

—No me disguste, Chester. Hemos sido buenos amigos siempre. Pero le advierto, para
que no insista, que he venido a por esta joven.

—Ahora mismo vamos, sheriff. Celebro que ocurra esto. Deseaba marchar y este
caballero me lo impedía.

—Yo no impedía nada. Rogué solamente que esperase a su hermano. En su ausencia soy
el responsable.

—Estoy seguro de que, cuando se entere que marchó conmigo, quedará tranquilo. ¡Ah! Y
procure que sus hombres no cometan una torpeza.

—¡Adiós, Francis…! Mi equipaje…

—No se preocupe, miss Dickinson, ésta es una casa honorable y no faltará nada —dijo el
sheriff—. Luego vendrán dos hombres a recogerlo. Encárguese de que lo tengan preparado,
míster Chester.

—Yo no me preocupo del equipaje de mis criados.

—Perdone… Creí haber oído decir que era hermana de un amigo suyo. Yo ignoraba que
los profesionales de los naipes eran criados de la casa… Me alegra saberlo… ¡Buenos días!

Cuando salieron el sheriff y Sylma, Chester pateó las sillas y todo lo que encontraba a su
paso.
—¡Tengo que averiguar quién es el traidor! ¡Le mataré! ¡Le mataré!

—Yo creo, jefe, que no puede ser otro que Douglas… Por eso no ha venido aún —dijo uno
de los empleados.

—¡No es posible…! ¡Pero si fuera…! ¡Hombre, aquí está!

—¿Qué sucede? He visto a mi hermana con el sheriff y no me he atrevido a acercarme.


¿Qué ha pasado?

—¡Eso pregunto yo! ¡Alguien nos ha traicionado!

—¡No es posible!

—¡Pues lo es! ¡El sheriff sabe que hemos enterrado a cuatro de nuestros hombres!

—¿No lo habrá dicho el mismo que los mató?

—¡Calla! ¡Él es…! ¡Qué torpe soy! ¡Claro! Quién es el que sabe lo que sucedió en la
diligencia. Pero esto indica que es amigo del sheriff… ¡No lo comprendo! ¿No dicen que
marchó?

—¿Marchó? Lo he visto hace unos minutos a la puerta del Camino de Santa Fe.

—¡Ven aquí dentro, Douglas! ¡Ése no se reirá de nosotros! Que vayan a vigilar la salida de
la diligencia y nos digan si van ellos en ese correo… ¡Ven! ¡Encargaos vosotros mismos de lo
de la diligencia!

Los aludidos marcharon a la calle y Douglas pasó al despacho de Chester. Francis se puso
a escuchar a la puerta.

***

—Pero ¿es cierto, sheriff, que debo volver a Las Vegas?

—Sí.

—¿Qué es lo que sucede?

—En principio hay una persona interesada en que no esté en esa casa cuando cerremos,
viéndonos obligados a encarcelar a la mayoría de sus ocupantes… ¿Estaba usted gustosa?

—¡No, sheriff, no lo estaba! Es cierto que quise escapar… Francis me ayudaba, pero nos lo
impidió Chester. Me tenían prisionera desde anoche, en que me hicieron beber… de un
modo que, al recordarlo, me avergüenza.

—Me alegro.
—¿De qué bebiera?

—No. De que se avergüence. Mucho más se alegrará aún Ann Cooper.

—¡Ann Cooper! ¿Es él quien le envió?

—¡Sí!

—¡Oh…! ¡Gracias, sheriff…! Creí que me odiaría por aquella carta y por la forma en que
me vio… Le recuerdo vagamente, pero le recuerdo.

—Él estaba muy disgustado.

—¿Dónde está?

—Ahora le verá, pero hágase la sorprendida. Yo no debía decir esto.

—Lo haré lo mejor posible, sheriff… Me apena mi hermano.

—No tiene remedio… No hemos podido comprobarle nunca nada. Es muy listo. Pero está
complicado con Chester en negocios muy feos. Ahora iba a cometer el peor de todos.
Entregar a usted a las garras de ese Chester sin sentimientos y sin escrúpulos. ¡Tuvo suerte
de encontrar a Ann Cooper! ¡Es un gran muchacho! Conocí a su padre.

—¿Sabe si piensa quedarse mucho tiempo aquí?

—No lo sé. Ann no para mucho tiempo en ningún sitio. ¡Es un inquieto! ¡Le encanta la
aventura! ¡Es el mejor vaquero y jinete de todas estas praderas!

—Pero ¿vamos a las oficinas de la diligencia?

—Sí. Va usted a marchar de aquí.

—¿Y adónde?

—Ann se encargará de encontrar un sitio digno para usted.

—¿En Las Vegas?

—No puede volver allí sin peligro para él. Creo que irán hacia el Norte. Pero no tema. Ann
no es Chester. ¡Mírele! Allí está… ¡Cuidado con descubrirme!
VI

— L e ruego que sepa perdonarme lo que he hecho.

—Si yo no deseaba estar allí…

—¿Por qué fue?

—Se lo diré con lealtad. Me amenazó mi hermano diciendo que, si no iba, Chester haría
por matarle a usted… y…

—¡Está bien! Bueno, ahí tiene el nombramiento para que se haga cargo de la escuela de
Taos. Está a unas millas al norte, pero su hermano debe ignorar dónde se encuentra.
Marchará en la próxima diligencia que vaya hacia allí. Yo no puedo ir.

—Me dijo el sheriff…

—¡Eh…! ¿Yo…? ¡Ah… sí! Inventé su regreso a Las Vegas. No podía decir delante de
Chester la verdad.

Comprendió Sylma que había estado muy cerca de descubrir al sheriff y se sintió
arrepentida.

—Ahora no saldrá de esta oficina hasta montar en la diligencia.

—¡Cuidado! ¡Allí hay dos hombres de Chester! —dijo el sheriff, y marchó hacia ellos.

Éstos, al verle venir, marcharon como si pasearan.

—¿Qué hacéis aquí vosotros?

—Paseamos, sheriff… Casi todos los días venimos a ver la llegada del correo.

—Bueno, pues hoy no quiero veros por aquí.

—No puede impedirlo, sheriff.

—No, ¿eh?
—Digo… que no tiene motivos… Como poder… ¡ya lo creo!

—Está bien. Iros de aquí, y podéis decir a Chester que yo me encargo de avisarle cuando
salga la diligencia.

—Nosotros…

—¡Marchaos!

No se hicieron repetir la orden y regresaron al San Francisco a dar cuenta de lo sucedido.

—¡Ese sheriff quiere que me encargue de él!

—¡Hay que tener cuidado…! —dijo Douglas—. Ya me parecía a mí que todo esto era obra
de ese Cooper. Fue una fatalidad que Sylma se encontrara con él.

—Déjate de lamentaciones y ve a dónde te he dicho. Procura recorrer las diez millas en el


menor tiempo posible.

—Así lo haré.

—¡Ya verás cómo ese Ann Cooper se acuerda de nosotros!

—Pero cuidado con mi hermana.

—Ella tendrá que pedirnos perdón… Ya sabes que yo no perdono nunca.

Salió Douglas. Chester también marchó, y minutos después lo hacía Francis, que fue hacia
la oficina de la diligencia, siendo detenida cerca de ella por Chester, que le dijo:

—¡Imaginé que nos traicionarías…! ¡Has estado escuchando! ¡Vuelve a casa!

—¡No! ¡No vuelvo!

—¡He dicho que vuelvas a casa!

—Y yo digo que no quiero volver. No deseo ser detenida cuando vayan a cerrar el San
Francisco.

—Eso fue una baladronada del sheriff… Vuelve tranquila. No sucederá nada.

El tono de voz de Chester era dulce y persuasivo, y los que pasaban cerca de ellos no
podían comprender la verdadera situación de los dos.

Francis sabía que Chester estaba asustado, pero decidido a todo para impedir que
avisara a Ann Cooper o al sheriff, y Chester, que conocía a Francis, estaba convencido de
que tendría que matarla para impedir que hiciera lo que se proponía.
—¡A pesar de todo, no vuelvo a casa…! ¡Estoy harta de humillaciones! ¡Es mejor que
quedes solo y en completa libertad!

—Nuestros disgustos han sido siempre pasajeros… No nos hemos guardado rencor.

—Ni te lo guardo. ¡Puedes estar seguro de que no os traicionaré! Sólo deseo marchar.

—¡Piensa que tu suerte está ligada a la nuestra!

—¡Lo sé!

Chester lamentó muy de veras la mucha gente que pasaba por allí. De no ser así y a pesar
de las promesas de Francis, ésta habría sido muerta con la misma indiferencia que si se
tratara de un insecto.

Sin embargo, entretuvo lo suficiente a Francis para que no llegara a tiempo de avisar a
los que iban en la diligencia.

—¡Ah! —exclamó de repente—. No se me ocurrió antes. Podríamos ir los dos a despedir


a Sylma en nombre de su hermano. ¡Vamos!

Y cogió Chester del brazo a Francis, llevándola casi a rastras en su afán de ir deprisa.

A la puerta de la oficina había una verdadera multitud que hablaba o discutía


acaloradamente por grupos.

—¿Qué sucede? —preguntó Chester.

—Los enmascarados han vuelto a atacar la diligencia —respondió uno.

—Y los indios, en los desiertos hacia el Oeste, han matado a los ocupantes de otra,
quemando el vehículo.

—¡Es terrible! —dijo, como si estuviera en realidad atribulado, Chester—. Tendrás que
suprimir el servicio. Nadie se atreverá a viajar. Entonces, ¿no habrá salido la diligencia que
va hacia Las Vegas?

—Sí, hace poco salió… Por eso es ese escándalo que oyen. Están pidiendo que salga una
escolta.

—Podríamos salir un grupo de hombres decididos.

Los que rodeaban a Chester se separaron de él voluntariamente o arrastrados por sus


esposas.

—Deben salir empleados de la empresa. Es a ellos a quienes interesa.

—Nos interesa a todos.


Francis aprovechó este tumulto para soltarse de Chester e ir abriéndose paso hasta la
oficina, a cuya puerta había visto a Ann, quien, por su estatura sobresalía de todos.

Chester no pudo alcanzarla, pues si para ella abrían paso los allí reunidos, para él no se
movían.

—¡Francis! —llamó. Mas ella no le hizo caso.

—¡Hola, muchacho! —dijo Francis a Ann—. ¿No me conoces? Te habrá hablado de mí,
Sylma.

—¿Eres Francis?

—Sí, pero escúchame. Viene ahí Chester y sé que me matará… Van a atacar la diligencia
unos amigos de Chester, que están a diez millas de aquí, en el rancho Doble Lazo. ¡No me
interrumpas! El dueño de ese rancho se hace pasar por una persona digna, pero es un
pistolero que ha reclutado otros igual que él, quienes figuran como vaqueros y tienen
repartidos cómplices por los ranchos inmediatos. Es en el San Francisco donde se ponían
de acuerdo. Ha ido Douglas Veloz a avisarles de que el sheriff ha amenazado con cerrar el
saloon y ha llevado otras instrucciones sobre robos de ganados y no sé cuántas cosas más.
Lo importante es que atracarán la diligencia y se llevarán a Sylma, matándote a ti. No han
creído que volvierais a Las Vegas. Decía Chester que iríais hacia el Norte y será la diligencia
que asalten.

—¡Eh! ¿Qué dices? ¿La diligencia que va hacia el Norte?

Y Ann, nervioso, cogió a Francis por los hombros, zarandeándola.

—Sí y el lugar indicado es el puente sobre el río Grande cerca de Española.

—¡Gracias! ¡Avisa al sheriff y dile que yo salgo para allí!

—¡No vayas solo! —gritó Francis, al ver alejarse a Ann.

Pero éste no escuchaba. Entró en los corrales del Camino de Santa Fe y eligió el mejor
caballo. Los encargados de las caballerizas, como le habían visto hablar con los jefes,
creyeron que tendría autorización para ello y no se opusieron.

Una vez ensillado, colocó un rifle después de comprobar que estaba cargado y montando
en el caballo, salió por la parte de atrás obligándole a galopar, incluso dentro de la ciudad.

Busco, tembloroso, el cuerpo sin vida de Sylma y al no encontrarlo sintió una especie de
alivio.

Poco después dos vaqueros que pasaban por allí le ayudaron a colocar los cadáveres
dentro y llevaron la diligencia hasta Española que distaba sólo cinco millas.
La noticia de este hecho, unida a la repetición del de Las Vegas y lo que se decía del
desierto, sería un rudísimo golpe para el Camino de Santa Fe.

Allí habló con el sheriff de Española y regresó a Santa Fe. Omitió en su conversación con
el sheriff todo lo que se refería al rancho Doble Lazo. Era necesario confiarles y no
comprometer a Francis, la cual, alcanzada por fin por Chester, optó por volver al saloon
afirmando que quería haberse marchado con Sylma o por lo menos despedirse de ella.
Chester esperó impaciente, noticias, paseando nervioso por su despacho y por el saloon,
que empezó a llenarse como de costumbre, de clientes. Las muchachas atendían a unos y a
otros y ya de noche llegó Douglas, quien, al ser visto por Chester, corrió a su encuentro
llevándolo hasta el despacho.

—¡Qué! ¿Qué pasa?

—Está todo arreglado… Sylma está en el Doble Lazo.

—¿Te vio a ti?

—No.

—Él quedó aquí… No lo comprendo.

—No te preocupes… Cuando llegue la noticia de lo sucedido a la diligencia, creerá, como


todos, que murió también.

—Sospechará de nosotros.

—No podrá comprobarnos nada.

—Hay que tener cuidado con Francis. Ésta oyó nuestra conversación de la mañana. Hay
que eliminarla.

—Sí; no es posible tener flaquezas. Es la cuerda lo que nos jugamos.

—Lo mejor será irnos lejos.

—Si evitamos que la diligencia salga en una semana solamente, recibiremos una bonita
cifra. ¿Les has dicho a esos que no vengan por aquí?

—Sí, no vendrá ninguno en muchos días.

—Encárgate de Francis. Tienes que provocar una pelea con cualquiera. Ponte de acuerdo
con el que sea y dispara contra ella… Será un accidente.

—Comprendo.
—Lo que no sé es si consiguió hablar con ese Ann. Cuando yo llegué junto a Francis no
estaba él, pero no sé si hablaron antes de llegar yo; ni sé qué es lo que ella oyó de nuestra
conversación.

—Sea lo que fuere, necesitarían de ella para comprobarlo. Sin ese testigo no pueden
confirmar nada.

—Pues no perdamos más tiempo. Mañana iré a ver a tu hermana.

—¡No seas blando con ella! ¡Tenemos que darle una lección!

—No la olvidará en muchos años… ¡Te lo aseguro!


VII

L a empresa Camino de Santa Fe, así como el público en general, estaban asustados por

los atracos a diligencias, estando seguros los primeros de que el motivo de tales hechos era
el desprestigiarles, haciéndoles perder la confianza general, que era lo que les mantuvo
hasta entonces.

Vinieron de San Luis a Santa Fe los principales accionistas de la empresa y acordaron la


constitución de escoltas, eligiendo éstas entre hombres decididos, dando a conocer tal
medida, que causó la alegría entre los que necesitaban viajar a grandes distancias y,
especialmente, entre aquellos que enviaban mercancías unos y otros, aunque los menos,
minerales valiosos, como oro y plata.

Hacía ya diez días que Chester y sus amigos no tenían noticias de Ann, suponiendo que
había marchado lejos para tal vez no regresar más por allí. Francis había muerto en un
accidente al cruzarse entre dos que estaban peleando en el San Francisco, saloon que
visitaba con frecuencia desde entonces el sheriff, vigilando con atención a los que de modo
habitual se encontraban allí bebiendo, jugando o bailando con las muchachas, que
lamentaron sinceramente lo sucedido a Francis.

Entró el sheriff acompañado por dos de sus hombres, diciendo a Chester que, como
siempre, salió a su encuentro:

—Voy a colocar aquí estos carteles, Chester… Por esta casa pasan muchos que van y
vienen por esos pueblos y pueden darnos una pista… ¿No sabéis vosotros nada de la
hermana de Douglas?

—¿Nosotros? ¿Por qué íbamos a saberlo? ¿No se la llevó usted?

—Sí, pero sería conveniente que apareciese… Yacerás en estos carteles las causas.

Todos rodearon al vaquero ayudante del sheriff, quien, desplegando uno de aquellos
carteles, lo colocó sobre una de las paredes del saloon. Tal vez el que con más interés leía
era el propio Chester. Douglas permaneció sentado a la mesa en que todos los días jugaba y
a todas horas. El cartel decía así:

«¡Ciudadanos!:

» Sobre los transportes que unen al Este con la las regiones mineras del Oeste, se ha
desencadenado una acción de terror, envuelta en crímenes y robos, que están dirigidos por
un joven alto, de aspecto agradable que, diciéndose llamar Ann Cooper, es el conocido gun-
man, de Texas, a quien las mujeres bautizaron con el nombre de El Risueño. A este pistolero
le acompaña una joven, que fue maestra en Conchas Dam, llamada Sylma Dickinson.

» El Risueño es el autor del atraco a la diligencia que quedó abandonada en las


proximidades de Española, ayudado por su cómplice, que iba en el carruaje como viajera,
única del vehículo que no apareció muerta. Los vaqueros que llegaron poco después y el
sheriff de Española, adonde fue conducida la diligencia, reconocen en el joven que hallaron
al lado de los cadáveres a Ann Cooper el Risueño, que, desde entonces, desapareció con la
joven que, además de cómplice, se supone su amante.

» A todos los que puedan facilitar una pista para la detención de estos jefes de los
enmascarados el gobernador de Santa Fe entregará 10 000 dólares, y el correo de Camino
de Santa Fe 15 000 más por una pista o los cadáveres de cada uno de estos jefes».

Seguían las características personales de los dos jóvenes.

Chester no sabía cómo reaccionar, dándose cuenta de que era observado con
detenimiento por el sheriff.

—No creo que esa muchacha sea su cómplice.

—¡Pues lo es! ¡Estamos seguros! ¡Bien me engañaron los dos! ¡Yo había conocido al padre
de Cooper! ¡Cómo iba a imaginar que el hijo llegara a esto! Y engañaron a todos con aquella
leyenda de la persecución de los «enmascarados». Fue una cosa preparada por ellos en Las
Vegas, después de haber asaltado la diligencia poco antes de llegar de Wagon Mound.

—Entonces, ¿no fue cierto aquello?

—Sí, pero preparado por ellos de acuerdo con sus amigos.

—¿Y no se tiene idea de dónde estarán?

—No… pero creemos que no han de estar lejos de aquí.

—Esos carteles incitan al crimen, sheriff. Donde esa muchacha sea vista, dispararán sobre
ella.

—Es lo que queremos que suceda. ¡Es un monstruo con faldas! Procurad escuchar con
atención todo lo que se hable aquí de esto.

Y el sheriff marchó con sus hombres.

Douglas se reunió con Chester.

—¡No comprendo nada de esto…! —dijo.

—¡Ni yo, Veloz! ¡Ni yo…!


—Mi hermana no podrá salir del Doble Lazo… Y si los de ese rancho se enteran de estos
carteles son capaces de entregarla para cobrar esa prima.

—Eso es lo que estoy temiendo… Hemos de sacarla cuanto antes, pues Dawson puede
aprovechar esta circunstancia para alejar sospechas de él y los suyos y así cobrará por dos
medios su trabajo.

—¡Y yo que creí a Ann una persona decente!

—Maneja demasiado bien el revólver.

—Hemos de vivir alerta. Si se presenta por aquí…

—No te preocupes… Nos iremos lejos… y mañana mismo. Volveré a Carson City. Allí
tengo amigos que nos ayudarán. Encárgate de ir en busca de tu hermana. De ti no
sospechará. La llevas a Gallup. De allí, donde te esperaré, iremos a Saint Michaels para
cruzar el desierto y alcanzar Polasca en el desierto Pintado, donde estaremos seguros. Ya
despacio, continuaremos el camino hasta Carson City. Nos llevaremos uno de esos carteles
para que tu hermana comprenda el peligro en que se halla si la reconocen.

—¿Cuándo voy por ella?

—Esta misma noche… Yo saldré mañana hasta Gallup.

—¿Y el otro asunto?

—Cobraré mañana los 50 000 ofrecidos.

—¿No le darás su parte a Dawson?

—¡No! Nos escaparemos con todo.

—Dawson es mal enemigo. Son muchos pistoleros juntos, y si uno de ellos confiesa,
tendríamos a toda la Unión detrás de nosotros.

—Una vez en Arizona no tenemos que temer. Hay muchos jefes indios que nos ayudarán
y, con ellos, no habrá quien pueda encontrarnos.

—Los indios nos odian por blancos.

—A mí no… Yo soy hijo de india y he preparado los asaltos a las diligencias en los
desiertos. Ellos creen que volverán a ser los dueños de sus praderas y de su ganado. Me
consideran uno de los suyos. Por eso te digo que, si llegamos a Polasca sin novedad, no
tendremos que temer.

—¿Quién es el jefe de la otra parte?


—No lo sé. Yo soy de aquí, del Oeste, pero de San Luis hasta aquí no conozco quién es el
que los dirige.

—Dawson debe saberlo… Tiene amigos por esa parte.

—Pero sus hombres dependen de mí… Tengo una idea para deshacerlos de Dawson.

—¡Chester!

—No podemos titubear ante nada. Enviaremos una nota al sheriff diciendo que Dawson
es el «segundo» de ese Risueño a quien buscan.

—No me agrada que Ann sea un gun-man. Si nos encontramos con él… nos matará.

—¡No le temo!

—Yo sí…

—¿Y te llaman Veloz?

—A pesar de ello, Ann es más rápido que nosotros… y más seguro.

—No temas. Estará lejos y, cuando vea estos carteles, se apartará más de este estado.

—Pero ¿será cierto que está complicado en el asunto de los «enmascarados»? ¿Y si fuera
él el jefe de la otra parte?

—¡Calla! ¡Eso es posible…! Y tal vez conociera que yo era de aquí…

—Vayamos cuanto antes, Chester.

—Sí, ya, ahora mismo. Yo mañana. Ya sabes que nos veremos en Gallup.

Salió Douglas y pocos minutos después entraban dos hombres en el despacho de Chester.

—¿Nos has mandado llamar?

—Sí. Tenéis trabajo.

—¿Quién?

—¡Douglas!

—¿Douglas?

—Sí. Saldrá del Doble Lazo con su hermana. Él debe morir, pero a ella ni un arañazo. La
lleváis a Gallup, al rancho de Lock.
—¿Dices que saldrá del Doble Lazo?

—Sí. Podéis esperarle en la Cañada del Muerto. Ha de pasar por allí.

Se miraron el uno al otro, aquellos dos hombres, y después de encogerse de hombros,


preguntó uno de ellos:

—¿Algo más?

—¡No! Confío en vosotros. En Gallup os daré una buena recompensa. Este ambiente se
pone muy pesado… ¡Nada de indiscreciones! ¡Ya me conocéis!

—Está tranquilo…

Y al quedar solo Chester otra vez, paseó, frotándose las manos. En su rostro podía leerse
la máxima satisfacción.

Dawson y sus hombres, por indicación de Chester, no iban al San Francisco acudiendo a
otro saloon que había al otro lado de la ciudad y en el que se reunían un buen número de
vaqueros después de las faenas del día. Le llamaban el Arsenal, y era regentado por su
dueña, una mujer de unos cincuenta años y que, por su carácter, demostraba estar
acostumbrada a tratar a los clientes.

Con unos, amable y simpática, para chillar que ahorcasen a los que, según ella, lo
merecían.

Todo el grupo de Dawson era de esos que, en lenguaje suyo, «no le entraban». Eran
camorristas porque bebían mucho, o bebían por ser camorristas. En el momento en que
entramos en el Arsenal está Mizy, la dueña, charlando con Ann, que, aunque con la barba
descuidada y sucio, no ha perdido sus modales dulces.

—Ésos son unos vagos todos. Pertenecen al Doble Lazo, el rancho de míster Dawson, que
si yo fuera sheriff de este pueblo, desinfectaría bien. ¡No me agradan!

—Si pagan…

—Eso sí, porque, de no hacerlo un día, al siguiente no les serviría nada; pero prefiero
vender menos y vivir más tranquila. Ya tengo muchos años y me voy cansando de pelear
con estos tipos que todo lo resuelven con el revólver y sabiéndose adelantar siempre.

—¿Está lejos ese rancho?

—A unas siete millas de aquí hacia el Norte… Antes iban mucho al San Francisco. Por
aquí sólo venían dos o tres y ya ve lo que son las observaciones. Siempre que esos
«enmascarados» hacían una de las suyas, éstos no venían a casa.

—No querrá decir…


—¡No! ¡Yo no quiero decir nada! Hago observaciones solamente.

—Si ellos las oyeran…

—Serían capaces de disparar contra mí, lo sé. No les importaría mucho que sea mujer.
¡Hombre! ¡Ahí está míster Dawson en persona! ¡Qué honor para esta casa!

Ann observó al señalado como tal. Era de mediana edad. Ni viejo ni joven, pero en su
aspecto podía apreciarse decisión y carácter firmes. Dawson fue hacia el grupo de quienes
hablaba Mizy y charló con ellos, discutiendo sin duda a juzgar por la actitud de todos.

—¡Eh, tú, vieja gruñona! —chilló uno de ellos—. ¡Trae una botella de eso que llamáis
whisky!

—¡Cerdo… pestilente! —murmuró Mizy.

Ann se acercó al grupo y dijo:

—No está bien que insultes a Mizy porque es una mujer y está sola.

—¡Tú cállate! ¡No estoy para bromas!

—Ni yo tampoco. ¡No creas que me asusta tu aspecto bravucón!

Dawson sonreía satisfecho y contemplaba complacido a Ann.

—Déjales, muchacho… Son muchos para ti… ¡No pelean nunca uno a uno! —dijo Mizy,
colocando una botella de whisky sobre la mesa—. ¡Éste es el mejor whisky que ha entrado
por esa garganta de gorila! —añadió Mizy, al marchar.

—¡Que no peleamos uno a uno…! ¡No sé por qué venimos aquí! ¡Y tú, déjanos en paz!

—Está bien, pero no vuelvas a insultar a Mizy, por lo menos mientras yo esté aquí.

—Y si lo hago, ¿qué pasará?

—Te echaré de aquí y te acordarás siempre de mí.

—Veo que has encontrado quien no te teme, Stuck, y le creo capaz de hacer lo que dice —
medió, con mala intención, Dawson.

—¡Echarme a mí! ¿Habéis oído? ¿Qué te pasa? ¿No tienes deseos de vivir?

Los que escuchaban trataron de alejarse. Stuck tenía mala fama allí.

—¡No les hagas caso, muchacho, ven aquí! ¡No me importa lo que digan!

—¡No! ¡Ya no podrás irte sin demostrar que eres capaz de echarme!
Y Stuck se puso en pie.

—Eso lo haré, no cuando tú lo desees, sino cuando yo quiera.

—¿Y si te digo que eres un coyote traidor y cobarde?

Cuatro manos descendieron, rápidas, a las armas, pero dos no pudieron hacer uso de
ellas. Ann, con un revólver en cada mano, encañonaba a los amigos de Stuck luego que éste
quedó tendido ante él, sin vida, diciendo:
—¡Nada de tonterías! Como habéis visto, no soy de los que se duermen. ¡Largo de aquí!
¡Ah! ¡Pero dejad antes el importe de lo que habéis bebido!

—¡Espera, muchacho…! ¡Me agrada tu modo de actuar! ¿Quieres trabajar conmigo?


Tengo uno de los mejores ranchos. Ocuparás la vacante que acabas de hacer. Stuck era un
presuntuoso.

—¡No tenía rival entre nosotros! —exclamó otro.

—Habéis comprobado todos que, a pesar de ser Stuck quién se adelantó, no llegó a
tiempo.

—¡Yo no soy pistolero!

—Yo no he dicho que lo seas… pero quiero conmigo hombres sin temor y decididos. ¡Tú
lo eres!

—¡Gracias! —dijo Ann—. Creo que podré echar un trago contigo. ¡Pero estos que se
vayan! ¡No me agradan las traiciones!

—¡No te traicionarán! ¡Respondo de ellos! Ninguno estimaba a Stuck… Se burlaba de


ellos.

—Es cierto.

—¡Bueno! ¡Mas no olvidéis que estaré vigilante!

La conversación versó sobre asuntos de la ganadería propios de vaqueros.

—Mi rancho es el Doble Lazo. Si algún día te decides a trabajar conmigo, puedes ir allí.

—No sé si me quedaré aquí…

—¿Tienes familia?

—Aquí, no.

—¿Y amigos?

—Tampoco.

—¿De dónde vienes?

—Oye…

—Perdona. No he querido ofenderte.


—Dawson, supongo que estás bromeando en lo de dar a este desconocido la plaza de
Stuck.

—¡Tú te callas!

—Ya veo que no es mucho lo que te respetan para ser el dueño del rancho, más bien
parecen tus socios. Yo no les soy agradable. ¡Me sucede lo mismo, muchachos! ¡No temáis,
no iré con vosotros!

—Si quieres, puedes venir.

—No, no quiero que el verdadero dueño nos eche con cajas destempladas. ¡Tú no tienes
aspecto de propietario!

Dawson, molesto porque ponía en duda sus palabras, dijo:

—Te invito a beber una botella en mi rancho, tengo mejor whisky que éste. Me lo trajeron
de San Luis. Así te convencerás si soy o no el dueño.

—¡Bueno, bueno! ¡Casi me has convencido! ¿Tienes alguna cama mejor que las de Mizy?

—Podrás ocupar la habitación que yo llamo de los invitados.

—A éstos no les agrada… Será mejor que no vaya… ¡Se van a enfadar contigo!

Ann, que sabía cuál había de ser la reacción de Dawson ante estas frases, no le
sorprendió oírle insistir para que fuera con él.

Llevaba varios días observando a distancia el rancho. Por eso sabía el saloon a que iban
ahora y procuró hacerse amigo de la dueña. No quería presentarse en son de guerra,
temeroso de que ello fuera perjudicial a Sylma. Tampoco quiso por igual razón vengar a la
pobre Francis, cuya muerte había sabido.

—Será mejor esperar el momento oportuno.

Ahora sí podía ir al Doble Lazo sin despertar sospechas ni suponer peligro para la
muchacha.

Dudando de Dawson, éste insistía para convencerle de que, en efecto, era el propietario,
y afirmaba que era uno de los mejores ranchos que había en todas las praderas inmediatas.

Los vaqueros de Dawson no comprendían cómo éste, siendo tan desconfiado por
temperamento, permitía ir al rancho a un desconocido, sólo por el hecho de haberle visto
manejar el revólver.

Tras una ligera discusión, se pusieron en camino y Ann, que viajaba con Dawson, no
perdía de vista a los vaqueros, quienes hablaban entre sí.
Al llegar comprendió Ann su acierto a no haber querido ir antes. Las precauciones en
evitación de una sorpresa estaban magníficamente calculadas. El vaquero que les salió al
paso sin fijarse en Ann y tal vez suponiéndole Stuck, juzgando por el número de los que
regresaban, se acercó a Dawson, diciendo:

—¡Dawson! ¡Ha venido Veloz y se ha llevado a la muchacha!

—¡Eh! ¡Que se ha llevado…! ¿Por qué?

—¡Ordenes del jefe!

—No debiste dejar ir… Hoy vale un capital esa muchacha. ¡He visto los carteles! ¡Voy a ir
a ver a Chester! ¡Bueno, pero antes echaremos un trago! ¡Llévanos una botella del bueno al
comedor! Voy a enseñar el rancho a este muchacho. ¡Trabajará con nosotros!

El vaquero que habló, considerándole Stuck, manifestó su asombro con una maldición.

—Ten cuidado, no le incomodes… Mató a Stuck sacándole una gran ventaja en igualdad
de condiciones.

Era el mejor elogio que podía hacerse de él. Los otros vaqueros, conociendo la tozudez de
Dawson y considerando inútil seguir oponiéndose, también le elogiaron, ya que no sería
conveniente hacerse enemigo de quien sabía manejar tan bien las armas.

Una vez en el comedor, quedó Ann un momento solo, mientras Dawson daba
instrucciones sobre lo que habría que hacerse por la marcha de la chica. Hablaba en voz
baja y Ann por si podía oír algo que afectara a Sylma escuchó con atención, sintiendo como
una descarga eléctrica cuando oyó a Dawson.

—¡Ha caído en la trampa!

Los vaqueros pidieron aclaración y añadió:

—¿No sabéis quién es? ¡Pues un buen montón de dólares! ¡Es Ann Cooper, el gun-man,
llamado El Risueño, por el que ofrecen una buena prima por su captura o muerte!

—¿Y qué vamos a hacer con él? Será mejor matarle cuanto antes.

—Prefiero entregarlo vivo… Hay que hacerle beber en cantidad… Cuando despierte,
estará amarrado en la oficina del sheriff.

—¿No comprendes que ha oído lo de la muchacha? Te oyó hablar de Chester.

—No te preocupes, no le creerán nada de cuánto en contra mía diga. Yo soy un hombre
digno y respetado y él es un huido. Cuánto diga contra Chester aparecerá como despecho…
Vamos adentro y mucho cuidado. Cualquier torpeza le pondrá en guardia… Hay que
confiarle. Mientras esté sereno y conserve sus armas, seca un peligro incomodarle.
—Yo arreglaría este asunto con rapidez… Ya decía yo que no me gustaba.

—Pues a mí me agrada mucho… y si quisiera trabajar conmigo, creo que no le entregaría.


Habríamos de cosechar más dinero con su ayuda que con su entrega.

—¿Por qué no se lo propones?

—Porque, de no agradarle, sería ponerle en guardia y exponer nuestras vidas.

Ann escuchaba, y pensando en que Sylma estaría en peligro, decidió escapar antes de que
entraran. Ahora no habría tanta vigilancia y cuando se dieran cuenta de la huida estaría
lejos; pero ¿hacia dónde habrían llevado a la muchacha? La solución se la daría si vigilaba a
Chester.

Según lo pensaba así lo hizo. Saltó por la ventana del comedor y, arrimándose a la pared,
llegó a los caballos, cogiendo el suyo de la brida. Fue retirándose despacio y a unas cien
yardas montó sobre él, emprendiendo el galope. Conocía de memoria el terreno por estarlo
observando tantos días.

Pronto llegó a sus oídos el grito de alarma dado por el vaquero que les recibió a la
llegada, y segundos después varios rifles disparaban en la dirección en que él iba. No lejos
de su cabeza pasó alguna bala zumbando con el runruneo de muerte. Espoleó más a su
caballo para salir de la zona peligrosa de aquellas armas.

Varios caballos se oían galopar también y Ann concibió una idea audaz. De seguir
huyendo podría ser alcanzado. De tener a «Slight» bajo sus piernas no habría duda en
seguir, pero con este caballo no se atrevería. Le detuvo, metiéndose detrás de un grupo de
rocas y segundos después pasaban como rayos sus perseguidores. Entonces dio media
vuelta y marchó en otro sentido. Cuando se dieran cuenta de que iban en dirección
equivocada, ya no podrían hallar la pista hasta ser de día.

Al salir del terreno del Doble Lazo, marchó hacia el San Francisco.

Tenía que vigilar a Chester si aún era tiempo.


VIII

—¡ C aramba! ¿Qué te sucede, Dawson? ¿Por qué venís a este saloon? ¿No os he

dicho que no lo hicierais?

—¿Por qué has enviado en busca de esa muchacha?

—¿Yo? ¡No sé nada! Esa chica no debía moverse de allí. Vale unos miles de dólares. ¡Mira
esos carteles!

—Ya lo sé, pero Veloz fue por ella de parte tuya.

—¡Eh! ¿De parte mía? ¡Estás loco! ¿Dónde está Douglas?

—No lo sé. Entonces nos ha ensañado. ¡Se burló de todos!

—Ya sé lo que hará: entregará a su hermana al sheriff a cambio de ese dinero.

—No es posible que haga eso con su hermana. Si la entrega, será para que la cuelguen.

—Veloz no sabe otra cosa que lo que se refiere a conseguir dinero en cantidad.

—¡Hay que buscarle!

—Soy yo el más interesado. ¡A mí no se me traiciona! ¿Por qué le entregasteis la


muchacha sabiendo que era cosa mía?

—¡Douglas era tu brazo derecho!

—Tienes razón. ¡Yo le daré! Bueno, ya que estáis aquí, podéis echar un trago.

—¿No ha venido por aquí un muchacho muy alto? Es decir, tú le conoces, se trata de Ann
Cooper.

—¡Ann Cooper! ¡Ja, ja, ja! ¡No temas!

Y Chester volvió a reír a carcajadas.

—¡No te rías, Chester! ¡Acaba de escapárseme del rancho! ¡Hemos venido detrás de él!
—¡Ann Cooper aquí! ¡No!

Y Chester, lívido, miró, asustado, en todas direcciones.

Dawson refirió lo sucedido en casa de Mizy y cómo se le escapó del rancho.

—Si es así, vendrá a buscarme. Me matará. Necesito desaparecer unos días.

Chester se alegró de que las cosas sucedieran así, porque de este modo no extrañaría a
los cómplices su marcha.

—No creí que temieras a nadie, Chester.

—Si le has visto manejar el revólver, comprenderás que mi temor no puede ser más
justo.

Dawson reconoció que, incluso él, no quería encontrarse solo frente a aquel muchacho.

—No comprendo qué se propondrá Douglas al escapar con su hermana —dijo uno de los
pistoleros.

—Es muy extraño, sí, muy extraño —añadió otro.

—¿Qué queréis decir? Ni él ni vosotros, que así dudáis, podréis escapar sin mi castigo.

—¡Quieto, Chester! —Y éste fue detenido por tal grito dado por Dawson.

—¡Yo no quería ofenderte, Dawson!

—¡Chester! ¿Cuándo es eso? —Y Dawson, al hablar así, dio a entender a Chester a lo que
se refería de forma que los otros no lo comprendieran.

—Creo que será dentro de tres o cuatro días.

—Aquí se está mejor que en casa de Mizy. ¡Vamos a divertirnos un poco!

Y los que acompañaban a Dawson se esparcieron por el salón.

—Chester —dijo Dawson, al quedar solos—. Hace más tiempo del convenido que se
obstaculizó la regularidad en el Camino de Santa Fe. ¿Cuándo cobramos?

—No te ha faltado nada, Dawson.

—No vamos a seguir siempre así. Están preparando escolta para las diligencias. En esas
condiciones no podemos atacarlas. Nos descubrirán, ¡y entonces…!

—Yo también estoy deseando que termine todo esto. El sheriff sé que me vigila de cerca.
—Este sheriff debiéramos…

—¡Calla! Ahí está uno de sus ayudantes. No debiste venir. Te va a asociar a las sospechas,
y el Doble Lazo debe estar alejado de toda duda.

—¡Lo está! Son muchos ganaderos los que aquí acuden. No te preocupe eso. ¡Cuando
encuentre a Douglas…!

El ayudante del sheriff se encaminó hacia Chester, observado por este de reojo.

—¡Chester!

—¡Hola, muchacho! ¿Qué quieres? Pide lo que desees en el mostrador. Invita la casa.

—¡Gracias! Pero no es a eso a lo que he venido.

—¿Entonces…?

—¡Ann Cooper ha sido visto en la ciudad y venía hacia esta casa!

El rostro de Chester se puso como el de un cadáver.

—¡Hacia esta casa! —repitió, mecánicamente.

—Sí… y debe estar escondido en ella. Será mejor que no te coloques frente a la ley,
Chester, y nos ayudes. El sheriff y el gobernador olvidarán a cambio otras muchas cosas que
se han hecho aquí.

—¡Yo no sé nada de Ann Cooper! ¡No es posible que esté en esta casa!

—Voy a registrar yo… y te advierto que está rodeado el edificio por mis muchachos. No
podrá escapar.

—Repito que no sé nada de ese muchacho. ¡Yo no soy amigo de él!

—¿Qué hace usted aquí, míster Dawson? Hacía tiempo que no venía por aquí. Mizy no es
mala mujer.

Dawson se sobresaltó al comprobar que estaban enterados en la oficina del sheriff de sus
pasos.

—No es mala mujer, pero es más alegre esto.

—¿Se conocían ustedes antes de venir a Santa Fe?

—¡Oh, no! ¡Nos hemos conocido aquí! —exclamó Chester.


—¡Mucha prisa traían sus muchachos, míster Dawson! Han llegado en pocos minutos
desde su rancho. Los caballos están aún sudorosos.

Dawson miró a Chester de modo especial.

—Sí —dijo Chester—, venían buscando a Douglas, que, al parecer, les ha engañado.
Precisamente estaba convenciéndolo para que no hiciera nada contra Veloz. Yo me
encargaré de que devuelva los dólares que les sacó con sus habilidades.

—¿Cómo se atrevió a invitarle a su rancho, míster Dawson, sabiendo lo que aquí hacía?

—Yo no creí que fuera un ventajista.

—¿Y dónde está, Chester?

—No lo sé. No le he visto por aquí. Tal vez no se haya atrevido a venir ante el lógico
temor de que vinieran a buscarle éstos.

—¿Me acompaña, Chester? Vamos a registrar sus habitaciones particulares. ¡Ann Cooper
tiene que aparecer! ¡Su caballo está a la puerta!

—¿Está seguro?

—¡Segurísimo! Y no quiero que esta vez se nos escape. ¡Son muchos dólares! Y sobre
todo nos aclarará el misterio de esos «enmascarados». Yo siempre he sostenido que
estaban por esta zona. Todos los atracos últimamente fueron en las proximidades de Las
Vegas, Española y Santa Fe. Un triángulo de terreno que pudiera tener vértice superior en
el Doble Lazo o un poco más al norte.

Fue ahora Dawson quién se puso lívido, a pesar de los esfuerzos que hacía para
serenarse.

—¿Es una acusación?

—¿Qué le sucede, míster Dawson? ¿No se encuentra bien? Yo no acuso a un hombre a


quien todos conocemos como uno de nuestros dignos ganaderos. Hablaba solamente de
una conjetura geográfica sobre las actividades de los «enmascarados». También podría, en
plan de conjeturas, suponer en hipótesis, claro es, que en este saleen se dan las
instrucciones a los «enmascarados». Estoy seguro de que no por ello se asustará Chester,
porque nadie mejor que él conoce su inocencia en este aspecto.

—¡Basta de bromas! ¡No me agradan! —gritó Chester al tiempo que dejaba caer sus dos
manos sobre las armas que tenía a los costados.

—No debe extrañarle, Chester; ya sabe que yo más que hombre de acción soy de leyes.
Desde que terminé mis estudios como abogado, son pocos los asuntos en los que he
intervenido como tal. Ahora sólo asesoro jurídicamente al sheriff. Mi inclinación por las
leyes fue derrotada por la que sentí de siempre hacia las armas y habilidades sobre el
caballo.

—Usted lleva poco tiempo con el sheriff.

—Poco. Desde que los «enmascarados» se situaron en estas proximidades. Guárdenme el


secreto los dos. Yo sé que puedo fiarme de ustedes. He venido con encargo especial de
Washington para descubrirlos. Y creo que ya estoy sobre una pista segura. Por eso no
quisiera que se me escapase ese Ann Cooper, que dicen que es el jefe de esos cobardes
asesinos. ¿Me acompaña en el registro, Chester?

—Sí, vamos. ¡No sé a qué puede venir a esta casa!

—Es un buen refugio, aquí hay gente durante muchas horas. Claro que yo creo que viene
en busca de Douglas, el hermano de su amante, y hasta sospecho que éste sea cómplice de
los dos.

—¡Calle! ¡Es posible que sea así! No sé qué rarezas observé en Douglas últimamente.
¡Como lo encuentre aquí esta noche!

—¿No está aquí?

—No.

—¿No decía usted que vino míster Dawson con su equipo persiguiéndole hasta aquí?

—Sí, pero debió escapar en otra dirección.

—¡Oh! ¡Eso es bien posible! Desde el Doble Lazo hay muchos sitios donde ocultarse, para
engañar a los perseguidores. Busquemos al otro.

Y el ayudante del sheriff inició la marcha hacia las habitaciones interiores. Chester le
siguió y Dawson quedó pensativo. La actitud de aquel ayudante le pareció muy sospechosa.
Y sonreía al pensar en que les había dicho en confianza, ¡a ellos!, que era un enviado
especial para el asunto de los «enmascarados». Esto indicaba que era necesario matarle. Tal
vez sabía más de lo que aparentaba.

Siguió bebiendo en espera del regreso de Chester. Sus vaqueros bailaban y bebían.

Cuando Chester se acercó a él, le dijo:

—Dawson. No me gusta este hombre. Estoy seguro de que sospecha de nosotros.

—Yo también pienso igual y quería proponerte que hiciéramos algo para eliminarlo, y
hasta me parece que sería mejor que nos alejáramos de aquí.

—Lo haremos tan pronto como vengan a pagar lo convenido.


—Podíamos ir a cobrar a San Luis. ¿No es allí donde viven?

—No lo sé.

—Debiste informarte.

—No me interesaba. Me pagan bien y eso era lo importante.

—Tienes razón.

—¡Eh, tú, Dawson! —Se acercó uno de sus hombres—. ¿Qué es eso de la partida de
póquer en el rancho con Veloz de que me hablaba ese ayudante del sheriff ahora?

—¿Qué has dicho tú?

—La verdad: que no sé nada. Y que no ha jugado nunca allí Douglas. Me ha preguntado
que a qué hemos venido a este saloon cuando acostumbrábamos a ir a casa de Mizy.

—¿Y tú has dicho…?

—¡No temas! ¡No soy tan torpe! Le he dicho que como vosotros dos sois conocidos de
hace años, te agradaba más darte a ti las ganancias y que además aquí nos divertíamos más.

—¡Buena la hiciste! ¿No te decía que sospechaba de nosotros?

—¡Hay que impedir que ese hombre salga de aquí!

—Pero ¿qué sucede?

—Ya lo sabrás. ¡Ahora busca a ese ayudante y provócale; hay que evitar que salga!

—¡No os preocupéis, yo me encargo de él!

Y el vaquero marchó.

—Estamos acorralados, Chester. ¡Es necesario huir!

—Es mucho el dinero que tenemos aquí. Tu rancho vale una fortuna y este negocio
también.

—¡Chester! ¡Dawson! El ayudante del sheriff ha marchado ya.

—¿Qué hacemos, Chester?

—No te inquietes, Dawson. No tienen una prueba y sin ella no harán nada contra
nosotros. Hemos de vivir ahora del modo más pacífico. Ellos estrecharán la vigilancia.
Dentro de una semana no estaremos aquí.
—Muy bien, pero no creas que estaré tranquilo hasta no vernos lejos de esta maldita
ciudad.

—No te quejes de ella. ¡No nos ha ido tan mal!

—Cada vez que pase por el árbol que fue «de las reuniones», sentiré un gran malestar.

—He dicho que no debemos preocuparnos. Mientras no tengan una prueba no harán
nada. Ha venido para ponernos nerviosos y que cometamos alguna torpeza. ¡Pero se
engaña! No caeremos en la trampa. Me alegra que no le hayáis encontrado. Era una medida
de poca inteligencia. Posiblemente, el sheriff está informado de estas sospechas y la muerte
de su ayudante habría precipitado las cosas. No debéis salir del rancho en unos días. Yo os
enviaré recado cuando debáis hacerlo.

—Tendré que obedecerte en esto también. Confieso, Chester, que piensas mejor que yo.

—Está tranquilo. Si no perdemos la serenidad, no pasará nada. Me preocupa mucho más


Ann Cooper. El haberse enamorado de esa muchacha nos va a traer jaleos.

—Sí, no hay duda, él debió venir aquí. El ayudante del sheriff así lo aseguró.

—Por teneros sometidos a vigilancia descubrió vuestra persecución a ese muchacho.

—¡Bah! Él tiene que huir de la ley.

—Por eso me asusta. Porque actúa en la sombra y su ataque no puede ser previsto.

—Vámonos al rancho. Y tú. Chester, no dejes de avisarme cualquier novedad que suceda.

—¡Estate tranquilo! Y mucho ojo al marchar de aquí. No olvides que seréis seguidos y
escuchados. Procura que vuestra conversación les despiste.

—Así lo haremos.

Y Dawson salió con sus hombres. Pero regresaron minutos después, diciendo a Chester:

—¡Nuestros caballos han desaparecido!

—¡Eh! ¡No es posible!

—Pues lo es… El sheriff se los ha llevado.

—Ya sé lo que se proponen… Registrar vuestro rancho.

—¿Sí?

—Pues serán bien recibidos —exclamó uno.


—Creerán que sois vosotros los que regresáis y cuando quieran darse cuenta tus
hombres, se verán encañonados. ¡Eso sí que es un peligro! ¡Pronto! ¡Id a mis corrales y
coged caballos! ¡No perdáis más tiempo!

Salieron todos con precipitación y guiados por Chester se equiparon para galopar poco
después hacia el Doble Lazo.

Dawson respiró cuando al llegar a su casa supo que no había ido nadie y sólo en el
comedor paseó pensativo.

¿Por qué les quitarían los caballos? De pronto echóse a reír. ¡Ya estaba! Seguramente
buscaban en ellos los antifaces de los «enmascarados». Chester se había equivocado esta
vez.
IX

C hester, al marchar Dawson, preparóse, y por una puerta trasera salió a su vez, pero a

pie, y se deslizó con sigilo por las calles solitarias de la ciudad.

Cerca de la residencia del gobernador había otra mansión suntuosa arquitectónicamente


que, como la residencia, debió ser un antiguo convento de los franciscanos de la época
colonial española.

Llamó de forma tan extraña que debía ser una señal convenida, ya que, a pesar de la
hora, no se opuso la menor traba ni se indagó, como era costumbre en la época, la
personalidad del visitante. Se abrió la puerta y entró en los amplios salones que aún
permanecían iluminados como si fuera a darse una fiesta. El criado, vestido a la inglesa, le
condujo ceremoniosamente hasta un espléndido despacho en el que, sentado a la mesa,
estaba uno de los personajes más influyentes de la ciudad.

—¡Pase, Chester, pase! —le dijo, en tono amable.

Chester obedeció, y cuando el criado desapareció tras aquella artística puerta que se
cerró, inquirió el caballero:

—¿Qué sucede? ¿Tan grave es que se atrevió a venir a mi casa?

—¡Mucho, señor! El sheriff ha descubierto sin duda muchas cosas y sospecha de Dawson
y de mí; su ayudante, que es, según confesión propia, un enviado especial de Washington,
ha estado en mi casa demostrándonos esta sospecha. Buscan pruebas para acusarnos. ¡Es
necesario que huyamos cuanto antes!

—¡Serénese, Chester, serénese! ¡Conozco esas sospechas! El gobernador me lo decía hoy


mismo. Pero esas pruebas no deben obtenerlas.

—Los hombres de Dawson son pistoleros, no tiemblan con las armas en las manos, pero
no son inteligentes y pueden decir muchas cosas si son hábilmente interrogados.

—No lo serán por ahora.


—Yo he cumplido mi promesa. El Camino de Santa Fe está desprestigiado. Nadie confía
en sus correos.

—Sí. Han disminuido tan notoriamente los envíos de oro y el tránsito de viajeros, que si
esto continúa así un mes más, Washington retirará la concesión y seré yo quien la obtenga
entonces, aunque mi nombre no figure para nada.

—Pero se arruinará. Es usted uno de los mayores accionistas de esa compañía.

—Será mucho más lo que gane con la concesión que lo que pierda con esto. Las tarifas
serán elevadas y dentro de un año seré uno de los hombres más ricos de la Unión. ¡No
olvidaré su ayuda, Chester!

—¡Gracias, señor! Pero ahora será conveniente que yo desaparezca, y esta misma noche.

—Con eso demostrará al sheriff que eran ciertas sus sospechas y le perseguirán a dónde
vaya.

—Sí, eso es cierto, más ya procuraré yo que no me cojan. Usted me ayudará a ello.

—Escuche mi consejo. Quédese.

—He de resolver lejos de aquí un asunto privado.

—El próximo mes terminará el mandato del sheriff. Había pensado en usted para este
cargo. Cuento con amigos y ganaremos la elección. Si marcha a esos asuntos particulares,
no deje de regresar. Tiene ante usted un gran porvenir, Chester. No lo pierda por impulsivo.
Haremos que marche Dawson con unos hombres. ¿Él no sabrá nada de mí?

—No.

—Está bien. Usted no tema. No le sucederá nada. No le preocupe la detención. Ya lo


arreglaríamos con el gobernador si esto sucediera.

—Será mejor que no suceda. El sheriff es muy capaz de no decir nada al gobernador y
colgarme sin dar conocimiento.

—Esto no es un pequeño pueblo. Aquí no pueden hacerse esas cosas.

—De todos modos, insisto en que será mucho mejor que no suceda así. Tanto el sheriff
como su ayudante, creo que no me estiman mucho.

—Como no podremos hacer gran cosa es si escapa y le detienen en algún pueblo


pequeño. Son muy aficionados a la ley de Lynch y la influencia del gobernador está muy
limitada.
—¿No podrá pagarme hoy mismo? ¿Ahora? A pesar de todos los peligros, prefiero
marchar esta misma noche.

—¿Y el saloon?

—Dejaré a alguien que se encargue de él. Me rendirá cuentas de tres en tres meses.

—Está bien, por mí no hay inconveniente, puede venir más tarde, le daré lo convenido.

—¡No! Prefiero que sea ahora mismo.

—No tengo dinero suficiente.

—No puedo retrasar mi viaje. Es urgente el asunto que motiva mi viaje.

—¡Chester! Lo que quiere es huir. ¡Está asustado!

—No es eso. Oiga, señor, ¿ese Ann Cooper está encargado de alguna zona?

—¡No!

—Entonces, ¿esos carteles…?

—¡No lo sé! Es el sheriff quien pidió al gobernador que se imprimieran. En el Camino de


Santa Fe creían que Ann Cooper era un amigo. Estaban dispuestos a darle toda clase de
facilidades.

—Con el sistema de escolta, el correo podrá circular sin ningún peligro.

—Eso es lo que quería hablar con usted. Hay veinte mil dólares más si a pesar de esa
escolta se impide que sólo tres veces la diligencia no llegue a su destino.

—Repito que eso es muy difícil.

—Está bien, encargaré a Ann Cooper que lo haga. Ya veo, Chester, que sólo piensa en
huir.

—No lo crea.

—Bueno, iré a mi habitación en busca del dinero que tenga aquí disponible.

—Ha de ser lo ofrecido. De no darle el dinero esta misma noche a Dawson, me


denunciará y yo me defendería… dando nombres.

—¡Mal sistema! ¡Muy malo! Nadie le creería que yo, principal accionista de Camino de
Santa Fe, era quien pagaba por desprestigiar una empresa que soy el primero que debe
interesarse en que progrese.
Comprendió Chester que era razonable lo que decía y añadió:

—Yo no insinuaba que le delataría a usted. ¡Eso sería perder el tiempo!

—Celebro que lo comprenda así. Espere, que voy en busca del dinero.

El personaje desapareció, quedando solo Chester.

Al salir del despacho, el dueño de la casa hizo señas al criado para que se acercara,
diciéndole una vez que estuvo a su lado:

—¡Di a Macklay que venga a mi habitación!

La orden fue cumplimentada con rapidez, y pocos minutos después aparecía Macklay
ante el personaje.

—Macklay, creo que hay trabajo para ti. Llevas muchos días sin salir de casa. Hoy lo
harás. ¡No sé si conoces a Chester!

—¿Se refiere al dueño del San Francisco?

—¡Sí!

—¡Le conozco!

—Pues está en mi despacho y no tardará en salir. Llevará encima una buena cantidad. Es
un peligro para todos porque está asustado. ¡Hay que impedir que hable! ¿Comprendes?

—¡Comprendo! No se preocupe. Yo iré al San Francisco y le esperaré.

—No. Allí tiene muchos hombres a su servicio. Será mejor que no llegue allí.

—¿Cuánto llevará?

—Le tengo ofrecido cincuenta mil, pero sólo le daré diez mil. Le diré que vuelva mañana.

—Será mejor que le dé todo. Así irá más satisfecho y confiado. Dentro de unos minutos
estará aquí otra vez ese dinero y Chester no denunciará a nadie.

—Tal vez tengas razón. Le daré los cincuenta mil. ¡Espérale en la calle! Si te haces pasar
por uno de los hombres del sheriff, ni se defenderá siquiera. ¡Está asustado! ¡Pero ya sabes!
¡No debe hablar!

—Yo no hago las cosas a medias.

—No me hagas recordar lo de la diligencia.

—Ese Ann Cooper me echó de ella como si fuera un pelele.


—No me agrada ese Ann Cooper a mí tampoco. Cuando aparezca por ahí me ocuparé de
él. No quiero que sospeche Chester. Ve a la calle a esperarle.

Y el dueño de la suntuosa mansión recogió un paquete de billetes y un saquete de oro de


su habitación, llevándolo al despacho.

—Aquí está lo convenido. Pero pierde usted un buen puñado. Presumo que piensa
engañar a Dawson y escapar con todo.

—Usted contrató conmigo. Dawson trabaja a mis órdenes. Yo le daré lo que le


corresponde.

—Está bien. ¡Que tenga suerte, Chester! Le estoy muy agradecido, y no sienta nunca la
tentación del chantaje; sería usted eliminado sin conseguir un centavo.

—No lo haré. ¡Esté seguro!

A pesar de todo, Chester contó minuciosamente el dinero, exclamando luego:

—¡Está bien! ¡No falta nada! Espero que si alguna vez me veo necesitado, podré acudir a
usted en demanda de ayuda.

—Para entonces, la empresa de correos de Lowestone será la más importante de la


Unión con muchos millones de beneficio. En ella siempre habrá sitio para un buen amigo.
Ahora me voy a descansar.

Chester estrechó aquella mano que se le tendía.

Frente a la mansión estaba bien oculto Ann Cooper, que había seguido a Chester, y al ver
salir a Macklay, al que conoció a pesar de la poca luz que la luna daba a la escena, quedó
pensativo. Y mucho más cuando observó que éste trataba de esconderse no lejos de la casa.
Ann no se dejó ver y Macklay parapetóse tras una esquina, en la que esperó con paciencia
hasta que la puerta de la mansión se abría poco después, saliendo Chester.

Éste oprimía fuertemente uno de los brazos y después de mirar en una y otra dirección,
se encaminó hacia su casa con paso firme. Pero al pasar por la esquina en que estaba
Macklay, oyó decir:

—¡Levanta las manos, Chester! ¡Soy un ayudante del sheriff! ¡Cuidado con cometer
torpezas!

Ann sonrió y vigiló con atención, pero teniendo en cada mano una de aquellas armas de
cañones largos.

Chester obedeció, sonando en el suelo el metálico ruido del saquete con monedas de oro.

—¡Ponte de espaldas! —dijo Macklay a Chester.


Entonces, respondió Chester:

—¡Te he conocido en la voz, Macklay! No esperaba que Lowestone fuese tan traidor. Te
ha encargado matarme para que no me lleve el dinero. Piensa que lo mismo hará contigo.
Tú impides que yo hable de él. Otro impedirá que tú puedas hacerlo. ¡Es un traidor cobarde!
¡Y un avaro!

—¡Cállate y obedece! ¡Sí, te voy a matar! Conmigo no podrá hacer lo mismo porque
escaparé con esos cincuenta mil que llevas.

—¡No! ¡No me mates, Macklay! ¡Te doy el dinero, pero no me mates!

—Si no lo hiciera así, te dedicarías a perseguirme. ¡No tengo más remedio!

Sonaron dos detonaciones y Chester cayó al suelo. Al mismo tiempo se desplomó


Macklay.

Ann corrió junto a ellos y, cogiendo a Chester en brazos, marchó con él hasta su caballo,
que estaba unas yardas más atrás. En ese momento se abría la puerta de la mansión,
saliendo tres hombres que al llegar junto al cadáver de Macklay lanzaron unos juramentos
y maldiciones que hicieron sonreír a Ann al tiempo que acariciaba el saquete recogido con
las monedas de oro.

No tardó mucho en volver en sí Chester, que se desmayó de miedo al oír las


detonaciones, creyendo que sería él el muerto.

—¿Dónde estoy? ¿No he sido herido?

—No, Chester, maté a Macklay en el momento en que disparaba sobre ti. No lo mereces,
pero prefiero trabajar contigo a hacerlo con ese traidor de Lowestone. ¡Él es quien me
denunció a mí también!

—¡Ann Cooper!

—Sí, yo soy, pero no temas. Nos vengaremos los dos de ese traidor. Aquí tienes el oro que
quería arrebatarte ese miserable de Macklay. Una vez le eché de la diligencia. ¡Debí matarle
entonces!

—Gracias, Cooper. Te debo la vida. ¡Pide lo que quieras!

—No quiero dinero. Sólo quiero trabajar contigo y que me ayudes a castigar a
Lowestone, que te traicionó.

—¡Cuenta conmigo! Pero avisará al gobernador y el sheriff me perseguirá. Estoy seguro


de que es Lowestone quien le informó de todo. ¡Qué miserable!

¡Me las pagará!


—Hemos de hacer bien las cosas. Yo te diré cómo.

—¿No me engañas, Cooper?

—Pude matarte como hice con Macklay y llevarme esos cincuenta mil dólares que llevas
encima.

—¡Tienes razón! Bueno, cuenta conmigo. Ahora sólo deseo vengarme de Lowestone.

—¿Y Sylma? ¿Qué hiciste con ella?

—¡No sé nada!

—Mal principio. Si empiezas por engañarme, tendré que hacer lo que con Macklay.

—Te digo que no sé nada.

—¿Por qué enviaste a Douglas al Doble Lazo en su busca? ¿Dónde está? Procura no
hacerme perder la paciencia.

—Yo no lo envié. Iría él por su cuenta.

—¿Y no has sabido de ellos?

—¡No!

—Está bien. Te creo, y más te valdrá que no me entere nunca de que me has engañado.
¡Vamos a tu casa!

—El sheriff teme que te tenga escondido. Debieras ir a otro sitio. En mi casa pudieran
sorprenderte.

—No. Ya vi que el ayudante del sheriff estuvo registrando. ¡Ya no volverá! A quien tienes
que temer ahora es a Lowestone.

—¿Qué crees?

—Te denunciará valiéndose de otro. Vas a hacer una declaración extensa de todo lo que
te ha ordenado hacer.

—¡Yo no he hecho nada!

—Entonces, ¿por qué te daba esos cincuenta mil? ¡Olvidas que yo he sido traicionado por
él! Mi declaración está depositada en un sitio seguro y caso de sucederme una desgracia irá
a Washington con todos los detalles de los «enmascarados».

—¿También tú…?
—¡Pues claro! Vamos a tu casa. Ahora no habrá nadie y podrás hacer esa declaración sin
omitir ningún dato.

—No sé qué es lo que te propones, pero tratándose de ese cobarde, estoy dispuesto a
obedecerte.

Como supuso Ann, cuando llegaron al San Francisco no había nadie más que dos de las
muchachas levantadas.

En el despacho de Chester estuvieron hasta que era bien de día. Ann se llevó la
declaración de Chester, firmada. No quiso quedarse a dormir allí. Pero esta vez Chester se
equivocó también y cuando salía del pueblo en dirección a Gallup con el dinero que tenía en
casa y los cincuenta mil dólares de Lowestone, Ann le siguió a distancia para no ser
descubierto. Estaba seguro de que su propósito era escapar y no quería atacarle hasta que
le llevara al sitio en que Sylma estuviese acompañada por Douglas.

La persecución de Chester fue sencilla, pues éste, no sospechando que era seguido,
caminaba confiado, pensando en lo fácilmente que se había desentendido de Ann Cooper.

Era cierto que tenía mucho que agradecerle y de que a no ser por Sylma, a la que deseaba
con toda su alma, se habría aliado gustoso al decidido muchacho.

A la caída de la tarde encontró el cadáver de un caballo y no lejos el de Douglas,


mostrando a su vista una gran satisfacción de que sus órdenes hubieran sido cumplidas.

En cambio, cuando Ann lo vio, comprendió en el acto lo sucedido, y aunque Douglas


había degenerado tanto, sintió lástima por él, diciendo al despedirse de sus restos:

—¡No lo mereces, pero te vengaré!

Y continuó la persecución de Chester, quien se detuvo a pasar la noche en las orillas del
río Puerco. Desde donde estaba Ann podía verle moverse entre el fuego en el que estuvo
cocinando. «Slight», el caballo, que ya estaba curado y que recogió de casa del veterinario,
pastaba libremente, mientras Ann, echado sobre una manta, meditaba en los
acontecimientos pasados y en los futuros.

Poco antes de salir el sol púsose Chester en camino de nuevo y Ann continuó la
persecución, lamentando que, por entrar en una zona desértica, tendría que dejar alejarse
mucho a aquel hombre, siguiéndole por las huellas y no con la vista.

El sol, implacable, imponía una limitación en la marcha, y así pasó todo el día y la noche,
y al mediodía del siguiente vio allá, lejos, algunos ranchos salpicados en la pradera, que
había vuelto a aparecer, suponiendo que ya no estaría lejos algún poblado.

Chester, cerca de Gallup, se encaminó en el acto al lugar en que estaba citado con sus
hombres, uno de los cuales salió a su encuentro.
—Creíamos que no venías.

—No he podido hacerlo antes, y no diréis que he tardado mucho. ¿Y Sylma?

—La tenemos encerrada. No puedes hacerte idea de lo fiera que es. Cuando matamos a
Douglas y caímos sobre ella, se defendió como una fiera. Hubimos de traerla a la fuerza.

—Voy a verla.

Pero el recibimiento que le hizo la muchacha no fue nada afable.

Ann, creyendo que Chester habría continuado hasta el pueblo, no se preocupó de las
huellas y pasó muy cerca de la vivienda en que estaba Chester discutiendo con Sylma.

Uno de los vaqueros entró precipitadamente en el cuarto en que Chester trataba de


convencer a Sylma, diciendo:

—¡Chester, te han seguido!

Chester echó mano a las armas instintivamente.

—¡Que me han seguido! ¿Quién? ¿Dónde está?

—Es aquel chico alto. ¡Ann Cooper!

—¡Ann Cooper!

Y aunque estaba temblando. Chester añadió:

—¡Mejor! Le denunciaremos al sheriff de Gallup. Vale unos dólares su cabeza.

—¡Me ha visto y creo que me ha conocido también!

—¿Qué te ha visto? ¡Pronto! ¡Pronto! Vamos a comprobarlo y nada de equivocaciones.


¡Hay que disparar a matar!

Así había sido. Ann reconoció en aquel vaquero a uno de los que estaban en el San
Francisco y pensó en el acto que era allí donde estaba Sylma. De todos modos, retrocedió y
buscó las huellas de Chester. Una vez que las rastreó, vio que se dirigían a la casa próxima;
mas, suponiendo que sería vigilada la entrada, siguió como si fuera al inmediato pueblo con
ánimo de retroceder después, haciendo un arco en la marcha para entrar en la casa por la
otra parte.

Por eso Chester sonreía complacido al verle continuar el camino hasta el pueblo.
X

—¡ E s inútil, Chester! ¡Te odio! ¡Eres un asesino y un traidor! Convertiste a mi

hermano en un instrumento tuyo para deshacerte de él porque te estorbaba. ¡Eres un


cobarde! ¡Y sólo después de muerta podrás dominarme! ¡No olvides que ese muchacho
sabrá rastrearte otra vez y morirás a sus manos!

—¡Ése morirá como tu hermano! ¡No soy tan torpe como él se imagina! Confieso que ha
sabido seguirme sin que me enterase, y yo creí que lo dejaba en el pueblo sin que supiera
mi huida. Pero también él ha cometido una torpeza. Esta noche el sheriff de Gallup se
encargará de él.

—¡No será tan fácil!

—Es una mina de pólvora. Sólo falta arrimar el fuego. Nosotros nos encargaremos de
encender la mecha. El sheriff se alegrará de que sea precisamente él quien tenga el honor de
coger a un pistolero tan famoso. ¡Y tú tendrás que someterte quieras o no!

—¡Jamás!

—¡Lo veremos! ¡Muchachos! —llamó Chester. Y cuando acudieron los dos, dijo—:
Ayudadme. ¡Hay que amarrarla!

Se resistió valientemente Sylma, pero las fuerzas eran tan desiguales que en pocos
minutos estaba reducida a la impotencia.

—¿Lo ves? ¿De qué te sirve ahora toda oposición? ¡Harás lo que yo quiera! ¡Dejadnos
solos!

Pero nada más salir los otros dos oyéronse unos disparos y uno de los vaqueros gritó:

—¡Chester… es Ann… Cooper…!

Chester no esperó más, corrió a la ventana que había enfrente y saltó por ella corriendo
hacia su caballo.
Nuevos disparos y los gritos del vaquero cesaron. Entro Ann y al ver atada a Sylma, que
le miraba sonriente, sin darse cuenta de lo que hacía, abrazó a la muchacha, asombrándose
al comprobar que sus besos eran correspondidos por los de ella.

—¡Se escapa! —dijo Sylma.

—¡No! ¡No se escapará!

Y Ann, sin terminar de desatar a Sylma, saltó por la ventana por la que lo hiciera Chester,
silbando al mismo tiempo. A los pocos segundos tenía junto a él a «Slight».

La luna, iluminando la pradera, descubrió allá, lejos, la figura del jinete que huía. Chester
no había querido ir hacia el pueblo. Prefirió hacerlo por la pradera en dirección al desierto
por dónde vino.

«Slight», en aquel escenario tan maravilloso, demostró sus condiciones excepcionales,


galopando con suavidad y ganando de segundo en segundo yardas y yardas.

Chester, que descubrió al otro jinete, disparó reiteradas veces su revólver.

—¡Quieto, «Slight»! ¡No te acerques demasiado! ¡Hay que esperar a que se quede sin
munición! —dijo Ann a su caballo, como si éste pudiera entenderle.

Chester, asustado y nervioso, seguía disparando hasta que el percutor indicó, con su
sonido metálico, que no había munición en el cilindro. Entonces, por no llevar canana en el
cinto bajo sus ropas ciudadanas, arrojó el revólver al suelo y obligó a su caballo a galopar
más aprisa.

—¡Ahora, «Slight», ahora! —animó Ann.

Y el caballo, saltando como un gamo más que corriendo, se acercaba con rapidez a
Chester, que iba enloquecido de terror ante esa proximidad, al recordar la seguridad de
Ann con las armas.

Pero Ann, descolgando el lazo, lo hizo girar sobre su cabeza cuando estuvo a la distancia
precisa, aprisionando con seguridad matemática el cuerpo de Chester, que fue arrancado
con violencia de la silla, rodando por el suelo.

Ann se dejó caer sin que «Slight» se detuviera en su loco galope. Al estar cerca de
Chester, éste dijo:

—¡No me mates! ¡No me mates! ¡No sabía lo que me hacía!

—¿Recuerdas lo que te dije que habría de sucederte si me engañabas en lo de Sylma?

—¡Perdóname! ¡Estaba loco por ella!


—¡No temas! ¡No te mataré aún! ¡Quiero que me hagas un gran servicio!

—¡Haré todo lo que tú quieras! ¡Pero no me mates!

Ann ayudó a levantar a Chester, y después recogió los caballos. Bien amarrado con las
manos a la espalda, montó a caballo a Chester y el caballo lo ató a «Slight».

Así regresó a la casa en que continuaba Sylma atada.

—¡Oh! ¡Creí que no volverías! ¡Y me habías dejado en condiciones de no poder escapar


caso de que te sucediera a ti algo!

Ann sonreía al oírse tratar así.

—¡Yo no podía dejar de volver! —respondió, mientras volvía a abrazarla.

—¿Conoces lo de mi hermano?

—¡Sí! No hablemos más de ello. Es muy triste para ti, pero se ha librado así de la cuerda.

—Tú también debes huir, Ann. Toda la Unión está pendiente de tu captura.

—¡No temas! ¡No me sucederá nada!

—De todos modos, nos iremos lejos. Chester me ofrecía no sé cuántos miles de dólares
que están ahí en ese saquete. Podemos aprovecharlos para ir muy lejos.

—¡No, Sylma! ¡Ese dinero está lleno de sangre! Lo devolveremos para que con él
indemnicen a las familias de las víctimas hechas por los «enmascarados».

—¡Son los hombres de Dawson!

—Ya lo sé. Ahora vamos a entregar a Chester al sheriff del pueblo inmediato.

—¿No lo has matado?

—¡No! ¡Tiene que confesar muchas cosas! Necesito que sea él quien asegure que Ann
Cooper no tiene nada que ver en esto.

—Pero ¿es cierto?

—¡Seguro! ¿O dudas de mí?

—¡No lo sé, Ann! ¡He oído tantas cosas!

—No perdamos tiempo. He de regresar a Santa Fe. Queda mucho por hacer.
Sylma, obediente, hizo cuánto Ann le pedía y media hora después se detenían con el
atado a la puerta de la casa del sheriff.

Ann estuvo hablando con él y después pasaron a Chester.

—Así que tú eres Chester, el brazo derecho de Lowestone y el que capitaneaba al grupo
de los «enmascarados» de Dawson.

—Yo no sé nada.

—Está bien —dijo Ann—. Es posible que tenga razón, pero algo sabe de lo que sucede.

—Yo no sé nada. ¡Éste es Ann Cooper, sheriff! ¿No ha oído? ¡Es Ann Cooper! ¡El gun-man!

Chester, ante el sheriff, se consideró protegido contra la rapidez de Ann y trataba de


obligar al sheriff a detenerle.

—Ya sé que es Ann Cooper, Chester, lo sé.

—¡Yo soy un ciudadano digno…!

—¿Y qué venía a hacer aquí? ¡Pasa, Sylma! Declara ante el sheriff lo sucedido con Chester.

—No les haga caso, sheriff, es su cómplice y su amante. ¡Lea los carteles!

—No te esfuerces, Chester, el sheriff sabe que esos carteles están hechos por mí. Será
mejor que digas cuánto sepas. Yo no soy un pistolero como crees. Soy un enviado por
cuenta de la compañía Camino de Santa Fe con el apoyo de Washington, para aclarar lo que
sucedía aquí y quién era el interesado en desprestigiar el servicio de diligencias realizado
por esa compañía. Te debo a ti el conocimiento del cerebro director. En tu declaración
firmada, y que ahora tiene el sheriff en su poder, has explicado tu relación con Lowestone y
con Dawson. ¡Será mejor que lo pienses bien! ¡Si eres sincero, aún puedes salvarte de la
cuerda!

Sylma miró, sorprendida, a Ann.

—Sí, Sylma. Perdona que no te dijera la verdad, pero no podía. ¡Debía descubrir a estos
asesinos!

—¡Si no te guardo rencor, Ann! ¡Al contrario! ¡Estoy orgullosa de ti! ¡Y yo que pedía
huyeras lejos!

Chester estaba anonadado. Y al fin optó por declarar la verdad, cosa que hizo del modo
más extenso y con toda clase de detalles, que habían de servir para aclarar del todo el
asunto de los «enmascarados».

Después de descansar fue Ann a buscar a Sylma, diciéndole:


—Yo creo que no debemos perder mucho tiempo. Voy a buscar al pastor y nos casaremos
hoy mismo.

—¡Ann!

—Suponiendo que lo desees como yo.

Un abrazo con los ojos llorosos fue la respuesta.

Dos horas después eran matrimonio. El sheriff y su esposa, que habían sido testigos y
padrinos, les invitaron a comer.

Esa misma noche salieron para Santa Fe. Chester quedó detenido en Gallup. El viaje lo
realizaron sin ningún incidente y sin excesiva prisa.

En la declaración de Chester, de la que se trajo copia firmada por el sheriff de Gallup, se


hablaba de otros «enmascarados» en la región del desierto de Nevada, con los indios como
ayudantes, y otro grupo de pistoleros entre Nara Visa, de Nuevo México, y Dalhart, en Texas
ya. El jefe de este grupo era un tal Jeff, al que conoció Chester un día en casa de Lowestone,
cuando trataron de unificar la acción contra las diligencias para infundir más miedo en la
opinión.

Visitó en Santa Fe al sheriff, que tanto le ayudó antes, pidiéndole primero asilo para su
esposa, y luego discutieron cómo actuar en lo que restaba por hacer.

Ann era partidario, y así se acordó, de no detener a Lowestone hasta tener encerrados a
los que podían acusarle, especialmente a los que habían hablado con él, sobre todo, Jeff, que
en unión de Chester le acusarían sin ambages cuando éstos creyeran que su desgracia
procedía de una traición de Lowestone.

Se encargaría Ann, con una orden especial del gobernador, conseguida para esto por el
sheriff, del asunto de Nara Visa y de Dawson. A Sylma habría que ocultarle todo esto.

Supo Ann que el San Francisco estaba regentado por un íntimo de Chester.

Ni Dawson ni sus hombres habían salido del rancho. El sheriff les vigilaba de modo
especial y constante por medio de sus hombres.
XI

N ara Visa era un pueblo pequeño, cuya poca importancia se la debía al paso del

correo Camino de Santa Fe por allí.

Con motivo de la suspensión del servicio periódico, había algo de inquietud cuando Ann,
transformado en un nuevo administrador de la casa de postas de allí, se presentó en el
pequeño pueblo, rodeado de algunos ranchos importantes y en cuyos alrededores vivían
varias tribus de indios navajos que iban adaptándose, aunque con dificultad, al nuevo
ambiente, sin duda, atraídos por el «agua de fuego» como llamaban al whisky, a cuya bebida
se aficionaron de modo peligroso. Los mercaderes sin escrúpulos, hacían buenos negocios
en el cambio de bebida por pieles valiosas y por hermosos caballos.

La casa de postas, además de su cometido como tal, era el lugar de reunión y, por lo
tanto, de bebida del pueblo, donde se congregaban por las tardes los vaqueros y
hacendados de los contornos.

La llegada de Ann como nuevo administrador fue un acontecimiento y el saliente dijo a


Ann:

—Yo creí que suspenderían definitivamente el servicio.

—No y usted sale ganando con ir a Las Vegas. Es más rico que esto y para sus hijos mejor
por la proximidad a la capital del estado.

—Aquí tendrá poco que hacer. A no ser el negocio de bebidas, que, con autorización de la
empresa, monté yo aquí. Supongo que no tendrá inconveniente en seguir con ello. Le
producirá más ingresos que lo que dan de sueldo.

Ann agradeció los nobles consejos del administrador y con habilidad fue informándose
de quiénes eran los más importantes personajes de la localidad, sonriendo satisfecho
cuando entre éstos oyó nombrar a Stockton Jeff, el cual tenía un rancho de los más
extensos, precisamente el más alejado del pueblo y cuyos terrenos limitaban en algunas
millas con la carretera que unía el Este con el Oeste y conocido históricamente como el
viejo Camino de Santa Fe.

Cuando salieron a la sala en que se reunían los bebedores iba ya Ann informado de
cuanto le interesaba saber.

Fue presentado a todos los que llegaban y sin excepción le prometían seguir acudiendo
como hasta entonces a echar un trago y charlar un rato después de las faenas del día.

Como es lógico, la conversación recayó sobre el Camino de Santa Fe y su servicio de


correos.

—Nosotros creíamos que ya no se reanudaría más. Había quien aseguraba que


Washington retiraría la concesión, implantándose una competencia libre en este tráfico.

—Pues ya ven que no. Mi llegada y traslado de mi antecesor a Las Vegas indica que todo
sigue igual. Ahora las diligencias irán con escolta hasta que todos esos «enmascarados», si
se atreven a insistir, sean eliminados.

—¡Tardarán en convencer a los viajeros!

—¡Y a los que enviaban oro y plata!

—Terminarán por convencerse.

En este momento de la conversación fue presentado Ann a Stockton Jeff, a quien


acompañaba su capataz.

—Estábamos hablando con este muchacho del servicio, que dice que se reanudará, pero
con escolta.

—Eso debieron hacerlo antes para impedir que esos asesinos cometieran las
brutalidades que cometieron.

—¡Ya no volverán a repetirse! —exclamó Ann.

—¡Más vale que no se equivoque! —dijo el otro administrador.

—¡Estoy seguro! Los hombres para la escolta han sido seleccionados. Se relevarán en las
casas de postas como los «tiros» y todo el mundo podrá viajar sin ningún inconveniente.

—Parece usted un muchacho decidido. ¡Yo fío en usted! —dijo Jeff.

—¡Gracias! —respondió Ann.

—¡Pero no es de los que irán en la escolta! —Medió otro.


—¡No importa! ¡Si él fía tan firmemente, nosotros tendremos que hacer lo mismo! En el
primer viaje que haga la diligencia iré con ella. Así demostraremos que no tenemos miedo.

Ann admiraba la serenidad del jefe. De no estar informado como él de la verdad, se


habría dejado engañar por este hombre.

—Tal vez en algún viaje sea yo el jefe de la escolta. Es posible que el primer viaje vaya yo
de conductor. Y me gustaría que salieran esos «enmascarados». Aún no se han enfrentado
con quien sepa manejar el revólver como yo.

Ann se proponía con estas frases provocar la vanidad de los dos que eran pistoleros.

—Por aquí hay quien sabe manejar el revólver, muchacho. No juzgue por la pequeñez del
pueblo —dijo el capataz de Jeff.

—¡Pero no como yo! ¡Esté seguro de ello! No he encontrado en todo el Camino de Santa
Fe nadie que se pudiera comparar conmigo.

—Creo que voy a cambiar el juicio que me había formado de usted, muchacho. ¿Es usted
tejano acaso?

—¿Por qué dice eso, míster Jeff?

—Porque los tejanos son los más amigos de fanfarronear. Yo conozco a mi capataz desde
hace muchos años y sé de lo que es capaz con un revólver… Como él habrá muchos en los
pueblos por los que pasó usted. Claro que ciertas habilidades es difícil contrastarlas. Por
eso asegura de modo tan firme que no ha encontrado quien le supere.

—Me disgustaría que creyera que es sólo una baladronada, pero yo no tengo
inconveniente en hacer una demostración por muy difícil que sea. Su capataz puede elegir
la prueba y triunfe quien triunfe ello no servirá de disgusto entre nosotros.

El capataz miró a Jeff. Y Ann comprendió que también a ellos les interesaba sostener un
prurito de buenos «pistoleros», sistema este que suponía respeto en el Oeste.

—A mí tampoco me asustaría hacer una exhibición frente a usted que le demuestre que
no todos somos iguales y estoy seguro de que en este pueblo son muchos los que manejan
las armas como yo. ¿Verdad, señores?

Ann decidió incomodarles seriamente, pues se le ocurrió pensar que si hiriese a Jeff
gravemente en los brazos y le decía después de discutir que era un enviado especial y que
había sido denunciado por Lowestone, tal vez dijera todo lo que supiera contra él.

—No me haga pensar que por eso, por esa habilidad que tienen aquí, según usted, con las
armas, es de donde proceden el grupo de «enmascarados» que asaltó la diligencia en estos
contornos.
—Ésos no son buenos pistoleros. Los «enmascarados» matan a traición y por sorpresa.
Yo le estoy hablando de hombres rápidos que no temen a nada.

—Son pocos los pistoleros que son leales… Conocí a uno que presumía de rápido y fue la
cosa más sencilla para mí… ¡Claro que tuve que matarle!

—¿Le mató usted? ¿En duelo?

—Y muy desigual por mi parte. Procedió de él el insulto y la provocación lo que indica


que estaba preparado, pero no supo valorarme justamente y murió… Era como usted,
capataz de otro hombre como míster Jeff.

—¿A qué se refiere al decir igual? —dijo Jeff.

—Pues a que consideraba a su capataz como el mejor hombre de la Unión con armas. Y
es que nunca habían visto enfrente de ellos a quien supiera de verdad tener velocidad y
buen pulso, pues las dos cosas hay que armonizarlas. Creo que era muy conocido entre los
gun-men de profesión. ¡Tal vez ustedes le conocieran!

—Creo que se está excediendo, muchacho… ¿No nos ha llamado gun-men?

—¡Gun-men en realidad lo somos todos aquellos que manejamos bien las armas! Lo que
sucede es que sólo se les llama así a los que explotan esa habilidad asustando a los demás y
viviendo de ese temor. ¿Lleva mucho tiempo por aquí, míster Jeff?

—El suficiente para que todos los que están aquí me conozcan.

—No es una respuesta.

—¿Es costumbre en los administradores de Camino de Santa Fe interrogar como un


sheriff a los honrados ciudadanos?

—Nunca preocupa a un honrado ciudadano cualquier pregunta, míster Jeff, la haga quien
la haga.

—Pues a mí me molestan los curiosos… Yo no acostumbro a preguntar a nadie nada.

—Es un terrible defecto en mí la curiosidad, sobre todo, cuando tengo interés en


relacionar fechas y hechos.

—Cada vez se pone más molesto. No es un buen principio para quien piensa vivir de un
establecimiento como éste.

—¿Saben ustedes —preguntó Ann a unos vaqueros que escuchaban, interesados—, si la


llegada de míster Jeff con sus hombres «hábiles con las armas» coincidió con cierto asalto a
las diligencias?
—¡Muchacho! ¡No quisiera perder la paciencia! —dijo Jeff.

—¡Yo la estoy perdiendo! —exclamó el capataz.

—¡Eso mismo dijo Stuck a Dawson!

Y Ann comprobó el efecto de estas palabras, añadiendo:

—Ya veo, por sus rostros, que esos nombres les son familiares.

—¡No los he oído nunca…!

—Si les, oyera hablar a ellos verían que no piensan así de ustedes… Ellos les, conocen. Y
un tal Chester, ¿no le recuerda, míster Jeff? ¿Éste también conoce a Stockton Jeff? Creo que
se vieron ustedes en una mansión muy suntuosa de Santa Fe.

Jeff estaba molesto y preocupado. Su rostro lívido y las manos con un «tic» nervioso que
hizo fijar más la atención a Ann.

—No sé qué es lo que se propone, pero no me agrada esta conversación. Será mejor que
la interrumpamos.

—No lo crea, míster Jeff. Hablaremos mucho sobre ello. ¿Sabe quién es Dawson y quién
es Chester?

—¡No me interesa! —tronó, ya incomodado, Jeff.

Y su actitud varió por completo, asombrando a los presentes, que estaban


acostumbrados a sus modales caballerescos.

—¡Pero a mí me interesa decirlo! Eran los jefes de los «enmascarados» de las


proximidades de Santa Fe… Desde este pueblo a Dalhart actúa otro grupo.

—¡Basta! ¡He dicho que no me interesa y se va a callar!

—No se equivoque, míster Jeff, ni usted —dijo al capataz—, como le pasó a Stuck. ¡No
creo que le agradara a míster Lowestone!

Jeff, demudado, gritó nerviosamente:

—¡He dicho que se calle!

—Es lástima que un hombre de la posición de míster Lowestone sea tan cobarde y se
dedique a traicionar a sus cómplices.

—Le he advertido… usted lo quiere, ¡tome!


Los espectadores no se explicaban segundos después cómo fue aquello. Ann estaba
aparentemente sin preparar y Jeff, con su capataz, preparados, quienes cambiaron una
mirada de inteligencia como todos pudieron advertir y con gran estilo fueron a sus armas.
Sin embargo, el capataz cayó muerto y Jeff con los dos brazos destrozados, maldecía de
dolor y de rabia.

—Es una lástima que ese hombre no pueda comprobar mi superioridad. Usted, míster
Jeff, estoy seguro de que se mostrará arrepentido. Y eso que le advertí lo que le sucedió a su
amigo Stuck. Yo, señores soy un enviado especial del gobernador… Debía detener a Jeff, que
es el jefe de los «enmascarados» de aquí.

—¡Mientes! —gritó Jeff.

—Míster Lowestone ha denunciado a sus cómplices; él asegura que no ordenó matar y sí


asustar a los conductores de las diligencias. Él se salvará si se comprueba que es cierto lo
que dice y debe serlo, porque de vosotros no podía esperarse otra cosa. Siempre hacéis lo
mismo.

—Pero ¿eso es cierto? —preguntó un vaquero.

—Ahí tenéis mi credencial de enviado especial. ¡Comprobadlo vosotros! —Y les tendió el


documento, que miraron con afán varias personas.

—¡Sí! ¡No hay duda! —exclamaron varios—. ¡Linchemos a este cobarde! ¡Cómo nos
engañó a todos!

—¡No! ¡Aún no! No podemos permitir que un inocente como míster Lowestone caiga por
culpa de estos asesinos. Le llevaremos a Santa Fe para encerrarlo con él.

—¡Si no estuviera así…! ¡Y ese cerdo de Lowestone es un embustero! ¡Me ordenó matar!

—¡Linchadle! ¡Linchadle!

—¡No! Está mintiendo. Ha matado porque le era más cómodo aprovecharse para robar.
¡Será colgado en Santa Fe!

—¡Aquí! ¡Aquí!

—¡No! ¡Os lo suplico!

Ann comprendió que le sería difícil contener a aquellos enfurecidos vaqueros, que se
lanzaron contra Jeff preparando en el acto una cuerda. La propia confusión en un momento
de flaqueza provocado por la actitud de Ann, es lo que más encrespó los ánimos.

Fue arrastrado hasta la calle sin que les conmovieran sus gritos de perdón.
—En mi rancho tengo documentos que demuestran que Lowestone me mandó matar, en
mi… mesa… de… despacho…

Es lo último que dijo.

Con rapidez insospechada fue suspendido de uno de los árboles que había ante la casa de
postas.

—¡Vamos por los otros! ¡Vamos por los otros!

Y Ann sólo tuvo tiempo de seguirles muy apuradamente y gracias a la mayor potencia y
rapidez de «Slight».

Los vaqueros del rancho de Jeff fueron sorprendidos y, aunque algunos de ellos se
defendieron, haciendo víctimas a su vez, fueron muertos y algunos colgados después.

Ann buscó en la mesa del despacho y encontró una documentación muy amplia que
demostró la culpabilidad de Lowestone.

Ann se justificó ante el otro administrador y salió otra vez para Santa Fe, encontrándose
con la sorpresa que le transmitió el sheriff.

—Ann… Ayer mataron a míster Lowestone.

—¡Eh! ¿Y quién?

—¡Dawson! Escapó de su rancho y vino en busca de él. Lo que no hemos podido saber es
cómo se enteró de que Lowestone pensaba marchar de aquí. Estaba asustado por la
detención de Chester, que conoció por el secretario del gobernador.

—Se lo diría a Dawson algún criado…

—No hemos podido saberlo, y Dawson, que fue herido por los hombres de Lowestone,
muriendo horas más tarde, no quiso decirnos nada.

—¿Y cómo Dawson sabía que Lowestone era el jefe de todo este sabotaje?

—Por Jeff Stockton.

—¿Por Jeff? ¿El que yo he visto colgar después de que yo le hiriese?

—¿Ha muerto también?

—¡Sí! Y me aseguró que no había oído hablar nunca de Dawson ni de Stuck.

—No, ¿verdad? Pues Dawson se llamaba Sam Stockton. ¡Eran hermanos! Dawson es el
nombre del pueblo en que mató al sheriff… Desde entonces le conocían por Dawson.
—Entonces ha terminado este asunto… ¿Y los hombres de Dawson?

—La mayoría consiguieron escapar. Pero ya están avisados los sheriffs.

—¡Irán lejos! ¡No les cogerán! Y volverán a dar guerra… pero no en este estado. De eso
estoy seguro.

—¡Eh, muchacho! ¡Dame un abrazo! ¡Ya sé quién eres!

—¡Míster Lorry!

—¿Y aquella chica?

—¡Mi mujer!

—Me alegro. ¡Buen trabajito el tuyo! Has salvado a la empresa. ¡Y yo te debo la vida!

—No pensemos más en ello… Voy a ver a mi mujer.

—¡Que seas muy feliz, muchacho…! ¡Lo mereces!

FIN

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