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Los Diez Mandamientos de Martin - Ruben de La Prida

El libro explora la vida y obra de Martin Scorsese, destacando su dualidad como cineasta influenciado por su infancia en el bajo Manhattan y su herencia italoamericana. A través de un análisis de sus películas, se examinan temas como la violencia, la identidad cultural y la lucha entre la expresión personal y las demandas comerciales en Hollywood. El texto también reflexiona sobre la influencia del catolicismo en su vida y su trabajo, así como su relación con la ciudad de Nueva York como un ente moral y un espacio de pertenencia.

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Los Diez Mandamientos de Martin - Ruben de La Prida

El libro explora la vida y obra de Martin Scorsese, destacando su dualidad como cineasta influenciado por su infancia en el bajo Manhattan y su herencia italoamericana. A través de un análisis de sus películas, se examinan temas como la violencia, la identidad cultural y la lucha entre la expresión personal y las demandas comerciales en Hollywood. El texto también reflexiona sobre la influencia del catolicismo en su vida y su trabajo, así como su relación con la ciudad de Nueva York como un ente moral y un espacio de pertenencia.

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Índice

PRÓLOGO. MI NOMBRE ES LEGIÓN, J. L. SÁNCHEZ NORIEGA

INTRODUCCIÓN. (O, QUÉ NO ES ESTE LIBRO, QUÉ ESPERAR DE ÉL, Y CÓMO


USARLO)
1. AMARÁS EL CINE SOBRE TODAS LAS COSAS
2. NO TOMARÁS NUEVA YORK EN VANO
3. TE HARÁS IMÁGENES DE DIOS
4. AMARÁS A TU MADRE, PERO NO A TU PADRE
5. MATARÁS
6. AMARÁS A QUIEN NO DEBES
7. ROBARÁS
8. DARÁS FALSO TESTIMONIO Y MENTIRÁS
9. CODICIARÁS LOS CIELOS Y LA TIERRA
10. AMARÁS A TU PÚBLICO COMO A TI MISMO
EPÍLOGO

ANEXO I. FICHAS FILMOGRÁFICAS


ANEXO 2. VÍDEOS COMENTADOS

BIBLIOGRAFÍA

CRÉDITOS
A Javi G. Godoy y a Carlos F. Castro, que
rescataron a este libro de convertirse en una idea
Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud.
No tendrás otros dioses rivales míos.
No te harás una imagen, figura alguna de lo que hay arriba en el
cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo la tierra. No te postrarás
ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un
Dios celoso: castigo la culpa de los padres en los hijos, nietos y
bisnietos cuando me aborrecen, pero actúo con lealtad por mil
generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos.
No pronunciarás el Nombre del Señor, tu Dios, en falso, porque el
Señor no dejará impune a quien pronuncie su Nombre en falso.
Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz
tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al
Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni
tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el inmigrante que viva en
tus ciudades, porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el
mar y lo que hay en ellos, y el séptimo descansó; por eso el Señor
bendijo el sábado y lo santificó.
Honra a tu padre y a tu madre; así prolongarás tu vida en la tierra
que el Señor, tu Dios, te va a dar.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu
prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada
que sea de él.
ÉXODO 20, 2-17

Estoy viviendo en pecado, y voy a ir al infierno a causa de ello.


MARTIN SCORSESE
Prólogo
MI NOMBRE ES LEGIÓN:
LAS MIRADAS DE UN ASMÁTICO
DEL BAJO MANHATTAN
por José Luis Sánchez Noriega

Como en este libro el texto sagrado del catolicismo es un trasfondo


que explica la personalidad y obra de Martin Scorsese no está de
más apelar a la respuesta que, según los evangelios, dan los
diablos que alberga un endemoniado junto al mar de Galilea cuando
Jesús le pregunta cómo se llama y responde «Mi nombre es
Legión». Si se me permite la metáfora, Martin Scorsese también es
Legión, porque en él hay muchos modos de ser cinéfilo y cinéfago,
coleccionista y mecenas y, sobre todo, cineasta, en los distintos
oficios de director, productor, guionista, actor o montador, con
argumentos muy diversos, a pesar de la etiqueta que se le
encorseta como director de historias urbanas presididas por la
violencia como Taxi Driver, Uno de los nuestros y Casino.
Vuelva la lectora o el lector a la portada de este libro y observe
con atención el acertado retrato de un tipo de cejas pobladas que
cubren una mirada entre curiosa y displicente. Podría ser el gesto de
quien gira su rostro sorprendido por un ruido o una presencia
inesperada. Pero también el de quien adopta la pose de uno de sus
mafiosos de ficción con la finalidad de amedrentar, de que su mirada
induzca inseguridad y hasta miedo en el otro. Aunque, conocido el
sujeto, descubrimos fácilmente que se trata de una máscara, la que
tuvo que adoptar siendo un niño asmático que no podía echar a
correr para evitar a los matones del barrio. La dualidad del gesto de
esta foto refleja la alternativa que el propio Scorsese veía para los
chicos de Little Italy: o gánster o sacerdote.
Esa dualidad se ha plasmado en su carrera, donde, como
recuerda Rubén de la Prida en este libro, Scorsese se ha
preguntado desde siempre «¿Cómo se sobrevive a la lucha
constante entre la expresión personal y los imperativos
comerciales? ¿Qué precio debes pagar para trabajar en Hollywood?
¿Acabas por tener doble personalidad? ¿Ruedas una para ellos y
una para ti?». Entrevistado a propósito de su documental Un viaje
personal con Martin Scorsese a través del cine americano (1995),
Marty hace un diagnóstico de una parte de la actual cinematografía
en que «la acción, el ruido, los efectos sonoros han reemplazado
progresivamente a la emoción y la pasión» 1 y lamenta lo difícil que
es hacer películas personales, relegadas a un cine independiente
con medios limitados y mal distribuido. Hay que reconocer que, en
ese marco, a Scorsese le ha ido muy bien porque ha sido capaz de
que las majors de Hollywood le produjesen proyectos difíciles en los
que puso mucho empeño (La última tentación de Cristo, La edad de
la inocencia, Silencio) al tiempo que llevaba a su terreno los
encargos (El color del dinero, Infiltrados) o, al menos, buscaba ir
más allá del cine de género y de estrellato que alimenta la
maquinaria de las grandes productoras (El aviador, Shutter Island).
Modelo de cineasta superviviente, no se instala en la costa Oeste
ni participa del mundillo autárquico de Hollywood donde la
connivencia de agencias de representantes y productoras deja poco
margen para lo que puede ser un «cine de autor», dicho en voz baja
tratándose de EE.UU. Confiesa que tuvo una estancia «muy
desagradable» de nueve meses en Los Ángeles por «las diferencias
entre Nueva York y California, que son muy difíciles de superar,
especialmente si eres un neoyorkino recalcitrante» 2 .
Bien entendido que Scorsese se aparta radicalmente de un cine
marginal o experimental restringido a circuitos culturales, aspira a
los grandes públicos porque se nutre desde la infancia de una
cultura cinéfaga tan insaciable como ilimitada, que incluye los
wésterns de John Wayne, la comedia británica (Powell y
Pressburger), el neorrealismo italiano y los grandes cineastas
europeos (Bergman, Rossellini, Fellini, Bresson) o norteamericanos
(Ford, Hawks, Vidor, Walsh), directores emergentes de los Nuevos
Cines (Resnais, Godard, Truffaut, Cassavetes), artesanos con estilo
propio (Sam Fuller, Jacques Tourneur, Phil Karlson) y sus
contemporáneos del Nuevo Hollywood (Steven Spielberg, Francis F.
Coppola, George Lucas, Brian de Palma, John Millius, Michael
Cimino, Peter Bogdanovich…) con quienes comparte
preocupaciones generacionales y reivindicaciones para un cine más
creativo, aunque se trate de un grupo muy heterogéneo donde
caben estilos y sensibilidades antitéticas.
Creo que esta condición de superviviente se explica por
elementos de la personalidad como la inteligencia y capacidad de
trabajo, y otros biográfico-culturales, como las raíces en un barrio de
«malas calles», donde el catolicismo es una poderosa cohesión para
la comunidad italoamericana, y como la cinefilia, cultivada desde
pequeño por un niño asmático a quien su padre llevaba al cine con
asiduidad. Bastan las escenas inicial y final de su primer
largometraje, Who’s That Knocking at My Door? (1967), para
comprobar el peso de la identidad italoamericana vertebrada, en
gran medida, por el catolicismo: en los planos iniciales, la «mamma»
trabaja la masa de harina para alimentar a la familia, en la última
secuencia, el protagonista, torturado por el sentido de pecado, va a
confesarse a una iglesia donde las imágenes de dolor (crucificado,
cristo yacente, dolorosa y pietà) parecen confortarlo a la vez que
juzgarlo. La casa de la familia y la iglesia del barrio devienen
espacios metonímicos que explican esas vidas en sus diferentes
dimensiones, desde los lazos afectivos y sus lealtades
insobornables a la religiosidad emocional de código moral
contradictorio con el contexto urbano.

O GÁNSTER O SACERDOTE

Las calles del entorno de Elisabeth Street, donde crece Scorsese en


el bajo Manhattan, son lugares de disputa territorial por parte de
minorías (italianos, judíos, chinos, irlandeses) en proceso de
integración en la sociedad norteamericana. El futuro cineasta
pertenece a la tercera generación que no habla, aunque entiende, el
italiano de sus padres y carece de cualquier nostalgia hacia la Sicilia
de la que salieron sus abuelos. Cada manzana del barrio forma una
pequeña comunidad, a veces con el mismo origen de una comarca
napolitana o calabresa, donde los lazos familiares o de vecindad
generaban alianzas y negocios comunes, frecuentemente en disputa
con otros grupos emigrantes. La experiencia de niño y adolescente
de Scorsese es la del miedo por la violencia y la degradación de las
calles donde la prostitución, el alcoholismo o la delincuencia
provocan amenazas y peleas de las que hay que huir si no se tiene
fuerza para hacerles frente: el futuro director, bajito y asmático,
como no podía correr «en lugar de escapar, yo miraba. Es en esa
época cuando he aprendido a ver» 3 . Esa mirada configura su
memoria personal y quiere ser fiel a ella en todo momento. Cuando
rueda Uno de los nuestros —que él mismo percibe como una
denuncia de la mística del gansterismo y una respuesta a la visión
romántica de El Padrino— subraya a todos los colaboradores la
necesidad de anclar en la realidad la historia real de la carrera
mafiosa del joven italoirlandés que acabó como confidente del FBI:
«Durante toda la película, no hacía más que decirle a la gente: “No
tiene sentido hacer otra película de gánsteres, salvo que esté lo más
cerca posible de cierta clase de realidad, del espíritu de un
documental”» 4 . La necesidad de contar historias de mafiosos se
debe al liderazgo que, desde niño, vio en ellos: la gente más
respetada no eran los trabajadores, sino los jefes de banda 5 .
En relación con el cine precedente, en Scorsese hay un
subrayado de la violencia en los retratos urbanos, debido
probablemente a la evolución de la criminalidad con el protagonismo
del narcotráfico frente a los «negocios» tradicionales de la extorsión,
prostitución, juego o robos, y la creación de redes corruptas en la
política, policía, judicatura o sindicatos. Pero la violencia física y
psicológica no es únicamente una herramienta del crimen
organizado; sobre todo es la reacción de seres dolidos, con baja
autoestima, con conductas autopunitivas y hasta masoquistas, es la
pulsión irreprimible e irracional de hombres primarios, la respuesta
de tipos que ansían el poder y tratan de humillar a otros para
ratificarse como jefes, un mecanismo de comunicación en una
sociedad donde prima la fuerza o el dinero, como se amplía en el
quinto capítulo del libro. En otros casos, la violencia padecida (La
última tentación de Cristo) posee una dimensión redentora del
pecado según la mística bíblica; incluso hay una violencia latente,
fuertemente reprimida por las convenciones sociales y la ocultación
de los sentimientos en el protagonista de La edad de la inocencia.
El marco urbano muy preciso de esa violencia, frecuentemente
gratuita, es Nueva York, según explica Rubén de la Prida en el
segundo capítulo. Como señala Pauline Kael en su comentario de
Taxi Driver: «Su Nueva York encaja en la gran ciudad de las
películas de cine negro que alimentaron su imaginación, pero en un
estado de descomposición más avanzado. Este Nueva York es un
enemigo voluptuoso. Los vapores de las calles se hacen
fantasmagóricos […] los cines porno se convierten en cámaras
funerarias; el atasco de la circulación es macabro» 6 . Ese territorio
disputado de Little Italy y del conjunto de la ciudad de Nueva York
tiene tal entidad en las películas que, cuando la filmografía no
aparece configurada por los personajes, diálogos o conductas desde
el realismo documental de la memoria del cineasta (décadas de los
50 a los 90: Who’s That Kncocking at My Door?; Malas calles; Taxi
Driver; Toro salvaje; Jo, ¡qué noche!; Uno de los nuestros; Al límite),
es imaginada en un pasado histórico revestido de epopeya (Gangs
of New York), estilizado hasta un intimismo con valor universal (La
edad de la inocencia) o inventado en el plató desde el imaginario
cinematográfico (New York, New York). En el grueso de la
filmografía se trata de una ciudad real, con la cámara en las aceras
y las alcantarillas, próxima a la gente, que evita los planos generales
con el mistificado skyline de los rascacielos. A Scorsese le interesa
su comunidad de italoamericanos de clase trabajadora, marginada
de todo poder, reservado a los wasp, que solo sale de su territorio
convertido en ghetto gracias al éxito en el espectáculo (deporte,
música o canción, cine) o a la fuerza de las familias mafiosas, que
logran imponer una sociedad alternativa con códigos y normas
férreos sobre los que descansa un «crimen organizado» que
también garantiza el bienestar económico y social de sus miembros.
En fin, para Scorsese la «adhesión / obsesión por su ciudad surge
de un conjunto de recuerdos nacidos de sus vivencias infantiles,
donde la ciudad es mucho más que un marco vital, para convertirse
también en un ente moral y el lugar de condensación de una historia
familiar que fácilmente podríamos entender como una escena
primigenia para buena parte de su vida», como señala con acierto
Monterde 7 . El mediometraje documental dedicado a sus padres
Italianamerican (1974), rodado en el salón de la casa familiar,
testimonia esas raíces culturales arraigadas en el entorno más
próximo, según explica Rubén de la Prida en el capítulo cuarto.
Como un líquido amniótico que nutre y permite el crecimiento del
feto, el catolicismo es determinante en la configuración de la
comunidad italoamericana que otorga a sus miembros un sentido de
pertenencia con el espacio de las iglesias y los rituales de misa
dominical o procesiones con fervores y santos procedentes de la
religiosidad rural del sur italiano. Educado por monjas irlandesas,
primero, y en un liceo católico del Bronx, después, Scorsese tuvo la
vocación de sacerdote y estuvo un año en el seminario, pero ello no
parecía compatible con su interés por el pujante rock’n’roll, su
despertar sexual y la emergencia de la cultura contestataria de
finales de los sesenta. Cuando se plantea ir a la universidad intenta
ingresar en un centro de jesuitas, pero no tiene notas suficientes y
opta por la pública New York University.
El peso de la cultura, la espiritualidad y la moral católica en el
director tiene efectos de por vida. Se ha subrayado que en varios
personajes de sus películas se repite el ciclo culpa o pecado-
sufrimiento-castigo o expiación-arrepentimiento-redención propio de
la mística judeocristiana. Aunque su vinculación a la iglesia y su
práctica religiosa dura únicamente hasta sus veintitantos años, al
igual que sucede con otros cineastas (Buñuel, Hitchcock,
Almodóvar) las preguntas por el más allá, la figura de Cristo, los
rituales o ciertos preceptos morales emergen en sus películas
cuando menos se espera. Ya dejó dicho José Luis Aranguren que
en las sociedades con hegemonía católica «todos somos cristianos,
aunque sea bajo la forma de haberlo sido». No obstante, Coursodon
y Tavernier rebajan la importancia del referente católico en el cine de
Scorsese —hablan del «carácter ornamental y superficial del
material religioso en la obra de Scorsese» 8 , lo que se puede aplicar
a las figuras de crucificados que aparecen en Who’s That Knocking
at My Door?, El tren de Bertha, Infiltrados y, por supuesto, La última
tentación de Cristo, como señala De la Prida— al considerar que la
influencia de la educación católica «se limita a una batería de
prohibiciones cuya infracción acarrea el estado de pecado y la
amenaza de condena eterna» y que en las películas la religión es un
medio de alienación para los personajes, encerrados en su propio
universo. Pero ese subrayado del prohibicionismo también está en
los citados Buñuel y Almodóvar, aunque más centrado en la moral
sexual, como corresponde al catolicismo hispano. En todo caso,
también hay que tener en cuenta películas de búsqueda de la fe
como La última tentación de Cristo, Silencio o la exploración en el
budismo, Kundun.

CINÉFAGO, CINÉFILO, CINEASTA

Tras el contexto familiar en el entorno de la comunidad


italoamericana y la impronta de la cultura católica, el tercer elemento
decisivo en la personalidad de Martin Scorsese que ayuda a
profundizar en sus películas es el cinematógrafo en la diversidad de
las vinculaciones del cineasta con espacios, figuras, temas, estilos,
géneros, mitologías, etc. hasta el punto de trabajar en casi todas las
profesiones creativas del cine. Su padre le llevaba con frecuencia al
cine y desde sus 6 añitos en casa veían ritualmente, todos los
viernes, películas italianas subtituladas en un televisor de 16”.
Podríamos decir que, desde niño, ha crecido y configurado su
personalidad a través de un universo cinematográfico que deviene el
cristal con el que mira la realidad; el cine es una herramienta
poderosa en la que cultiva sus sueños, modula y comprende sus
sentimientos, profundiza en el conocimiento de la condición humana
y, en definitiva, es una forma de construir su individualidad y situarla
en el mundo: a lo largo del tiempo ha reiterado confesiones del tipo
«Mi realidad y la del cine son intercambiables. Ellas se funden»,
«Adoro el cine, el cine es mi vida» o «Moriré detrás de una cámara».
Si subrayamos esta dimensión es porque el lector no debe
identificar cineasta con cinéfilo o cinéfago.
La pasión por el cine le lleva a elaborar dos extensos
documentales sobre el cine norteamericano y el italiano donde se
plasma el conocimiento muy preciso, casi escena por escena, de
decenas de películas. El centenario del Séptimo Arte es la ocasión
de las casi cuatro horas de Un viaje personal con Martin Scorsese a
través del cine americano que revela intereses muy dispares, desde
el péplum de Los diez mandamientos, el celebrado wéstern Duelo al
sol —que ve a los 7 años— o el modelo de cine de productor por
excelencia Lo que el viento se llevó hasta policíacos de serie B en
una aproximación carente de jerarquías ni géneros porque se basa
en su cinefilia desde niño y las emociones experimentadas con el
cine en sus años de aprendizaje, por ello su viaje por el cine
norteamericano se detiene en los 60.
Poco más tarde, desde una perspectiva más personal, en Mi viaje
a Italia (1999) hace un repaso exhaustivo del neorrealismo,
comentando con detalle amplios fragmentos de películas que le
emocionan por su autenticidad y por los modos de ser y estar de
personajes semejantes a su propia familia. A estas dos grandes
obras hay que añadir el mediometraje A Letter to Elia (2010) donde
homenajea al director de origen griego Elia Kazan al tiempo que
evoca los escenarios neoyorkinos de la infancia de Scorsese; y el
testimonio personal de admiración y amistad hacia Michael Powell
recogido en Made in England: The Films of Powell and Pressburger
(David Hinton, 2024).
Coleccionista de miles de películas en todos los formatos y de
materiales de producción de sus propias obras que cede a distintas
instituciones —George Eastman House, Cinemateca de Milán,
MoMA neoyorkino— para ser catalogados y conservados, aunque
se reserva la propiedad del material. A finales de los setenta lanza
una campaña para que Kodak fabrique una película de mayor
resistencia, dado que el negativo Eastman sustitutorio del
Technicolor desde los años 50, se deterioraba con facilidad. Para
ello aprovechó el lanzamiento de Toro salvaje dejando que su
opción por el blanco y negro se interpretara como una protesta
contra el fabricante de película. Participa junto a directores como
Woody Allen, Robert Altman, Francis F. Coppola o Clint Eastwood
en la creación en 1990 de la Film Foundation dedicada a la
restauración de películas y la difusión de clásicos en su calidad
original.
Más allá del cameo al modo de Hitchcock, que constituye una
suerte de firma autoral, el cineasta italoamericano participa con
papeles breves en películas propias y ajenas por el puro placer de
situarse en todos los lugares del cine, cuando no de subrayar la
autoconciencia cinematográfica de la película. Ya en su primer largo
Who’s That Knocking at My Door? —en cuya secuencia inicial
aparece su madre Catherine Scorsese, que luego participará en una
docena de títulos— Scorsese tiene un pequeño papel como
miembro de una pandilla rival del protagonista J.R., hará de cliente
del burdel en El tren de Bertha, es el entrevistador en
Italianamerican y El último vals, el matón de Malas calles que
dispara desde un coche contra De Niro, cliente de cafetería en Alicia
ya no vive aquí, el usuario del taxi que planea acabar con su esposa
en Taxi Driver, pone su voz en segmentos de Toro salvaje, Al límite,
El lobo de Wall Street y El aviador, es jugador de billar en El color
del dinero, en El rey de la comedia hace de director de televisión y
en Gangs of New York de un ricachón.
No por casualidad repite el rol de fotógrafo —quien mira, quien
selecciona lo que queda impreso en el negativo, o sea, quien idea el
mundo que merece ser recordado— en el corto Life Lessons de
Historias de Nueva York, en La edad de la inocencia y en La
invención de Hugo. Similar rol desempeña quien maneja el foco en
la discoteca en Jo, ¡qué noche!, y por tanto selecciona el espacio
que puede verse y conocerse. En Los asesinos de la luna su función
de narrador en una radionovela que desvela la historia ocultada por
la película que acabamos de ver sobre los Osage, conlleva la
función de legitimar o no el propio relato fílmico y, en consecuencia,
cuestionar el estatuto de narrador. Por el contrario, parece ocultarse
deliberadamente y renuncia a toda presencia en la pantalla cuando
se trata de películas de contenido religioso o espiritual en las que
puede estar más implicado personalmente como La última tentación
de Cristo, Kundun y Silencio.
Si sumamos participaciones en películas ajenas y pequeños
trabajos de narrador en documentales o de voz en obras de
animación se alcanza la notable cifra de una cuarentena de
películas. Uno de sus papeles más relevantes es el de Vincent van
Gogh en el segmento de Sueños de Akira Kurosawa, papel que
acepta con el fin de implicar al director japonés en la mencionada
campaña para que Kodak fabricase un negativo de mayor duración,
a fin de preservar el patrimonio cinematográfico.
Ha sido fiel a un equipo de actores, encabezado por Robert de
Niro (10 títulos), quien probablemente haya rodado las mejores
películas de su carrera de la mano de Scorsese, Harvey Keitel (7),
Leonardo di Caprio (6) o Joe Pesci, que logra cierto tipo de
personaje gracias a haber participado en solo cuatro repartos (Toro
salvaje, Uno de los nuestros, Casino, El irlandés), pero interpretando
un rol muy similar. Asimismo destaca su larga colaboración con la
montadora Thelma Schoonmaker, el operador Michael Ballhaus, el
músico Robbie Robertson o los guionistas Martin Mardik y, sobre
todo, Paul Schrader.
SUPERAR EL CINE DE GÉNERO, APOSTAR POR EL DOCUMENTAL

Cualquiera que sea la valoración de los grandes títulos, hay que


llamar la atención en esta filmografía sobre dos notas: su resistencia
al cine de género y el peso del cine documental, frecuentemente
relegado al olvido cuando se habla de Scorsese. El indicado
empeño por hacer un cine con mirada propia, alejado de las
producciones de estudio, se aprecia en el distanciamiento del «cine
de género», probablemente porque Cassavetes le disuade de ello,
como señala Rubén de la Prida más adelante (cap. 5), además del
interés por el cine europeo, tanto Coppola como él nunca hacen cine
de género neto, a diferencia de George Lucas o Steven Spielberg.
Puede retratar la figura de un boxeador, pero Toro salvaje está
lejos de ser una película de boxeo al uso y carece de la épica
habitual, además de perfilarse como el «anti-Rocky», según se ha
diagnosticado. Ya queda dicho que se aparta decididamente del
glamur de los mafiosos de El Padrino en sus gánsteres más
apegados a la realidad de las calles, aunque le dé la vuelta a las
representaciones de la violencia para distanciarse con las hipérboles
y los recovecos de la puesta en escena. Desde luego, con sus
dudas y silencios, La edad de la inocencia está más cerca del
ensayo y del filme existencialista que del melodrama de época al
que remite su ropaje. El esquema de comedia —con la unidad de
acción, espacio y tiempo de los clásicos— de Jo, ¡qué noche! se
resquebraja ante el retrato de la ciudad noctámbula y el destino del
personaje, prisionero de su propia figura de papel maché; y se
decanta por la parodia radical y amarga en El rey de la comedia. En
fin, subvierte los guiones de los filmes de encargo o por compromiso
con un estudio (El cabo del miedo, Infiltrados, El aviador, Shutter
Island…) para adoptar otro punto de vista, insertar temas ajenos,
contravenir esquemas narrativos o hacer más complejos e
imprevisibles a los personajes.
La tensión documental es decisiva en la comprensión del cine de
Scorsese desde su vinculación existencial a Little Italy, su
admiración del neorrealismo italiano y el reto de la autenticidad de
las películas: «Siempre he sentido que en algún momento lograría
plasmar en un filme algo que resultara verdadero y tuviera tanta
fuerza que pareciera que proviene de un documental —esa es para
mí realmente la búsqueda fundamental» 9 . Al margen de videoclips,
anuncios y piezas más breves y ocasionales, en la treintena de
largometrajes suelen destacar los documentales musicales El último
vals, concierto de despedida con invitados de The Band que
Scorsese prepara con un storyboard cuidadoso y filma en 35 mm
con siete cámaras, No Direction Home: Bob Dylan, Shine a Light
sobre los Rolling Stones, el retrato musical y personal del exBeatle
George Harrison: Living in the Material World, Una noche con David
Johansen, sobre el cantante de los New York Dolls, además de
participar en el montaje de la celebrada crónica de un concierto de
referencia Woodstock (1970).
Pero otros largos documentales también son decisivos en esta
filmografía como Mean Streets, American Boy en que retrata a su
amigo Prince, buscavidas y ocasional actor en Taxi Driver, el
protagonizado por la escritora Fran Lebowitz que lleva por título
Public Speaking, además de los documentales de cine ya indicados.

***

Los buenos libros sobre un cineasta invitan, de inmediato, a revisar


su obra: volver a ver las películas con una nueva mirada, más
creativa y perspicaz, hábil para descubrir facetas más turbias en los
personajes, giros inadvertidos en las historias o detalles inteligentes
en la puesta en escena. Pero también esos libros de cine deben
aspirar a esbozar la personalidad de ese director, sin la que no se
explican sus películas. Esa personalidad artística está más allá de
las obras singulares, siempre imperfectas o incompletas, por ello se
suele decir que los grandes maestros ruedan una y otra vez la
misma película o escriben la misma novela: es la exigencia
autocrítica y la fuerte compulsión por la búsqueda de una obra tan
perfecta como novedosa. Esa personalidad artística y el universo
que pone en pie se aprecian en el conjunto de las obras, en un
recorrido transversal que selecciona temas, diálogos o secuencias
que entrelazan una película con otra creando un flujo vital revelador
del genio creador.
Muchos tenemos la convicción de que los grandes creadores
están por encima de su obra —la carrera a medio hacer de Orson
Welles que dejó obras maestras sin rodar— y hasta de su formato
artístico: personas que han cultivado con tanta competencia el cine
como la novela o, como sucede con Woody Allen, si llega a nacer un
siglo antes hubiera sido tan buen dramaturgo como ahora cineasta.
La personalidad o lo que se ha llamado el «genio creador» supone,
por supuesto, destreza e ingenio en la elaboración de una obra,
incluso un estilo particular o una impronta que, en los casos más
llamativos, da lugar a un adjetivo que identifica ese estilo singular
(berlanguiano, felliniano). Pero el armazón de la personalidad viene
dado por la existencia de una visión del mundo, una comprensión
singular de la realidad —cercana y lejana, del presente y de la
historia, del nosotros y de los «otros»—, desde unos valores o
convicciones adquiridos a través del tiempo y el conocimiento
profundo de los conflictos y contradicciones en que vivimos los
humanos. Ese ingenio sorprende y fascina a los espectadores, tanto
por el reconocimiento del autor como por los destellos de
inteligencia que apreciamos en la obra; pero el sustrato artístico va
más allá porque nos plantea preguntas sutiles, abre nuestra mente a
otras miradas, otorga nuevas facetas a los conflictos y, sobre todo,
explora los recovecos del alma humana con la certeza de
explicar(nos) y contribuir a situarnos mejor en el mundo. Es el
sentido que tiene la confesión del cineasta en el documental
Scorsese on Scorsese (TCM, Richard Schickel, 2004, min. 26)
cuando plantea que el sentido último de sus películas son las
preguntas «¿Qué es un hombre? ¿qué es un héroe? ¿El que hace
el bien por la fuerza o alguien que es capaz de sentarse y conseguir
que los demás razonen y solucionen las cosas hablando?, lo que
resulta mucho más difícil». O como señala Gian Carlo Bertolina «el
itinerario profesional de Scorsese es un camino —no lineal, sino rico
en senderos intermedios— que se presenta como una búsqueda de
la “conciencia de sí” en relación con una realidad histórica (los
Estados Unidos desde los años cuarenta en adelante). Una
búsqueda que conduce al descubrimiento de las relaciones
profundas entre los comportamientos humanos y los condicionantes
ambientales» 10 .
Este libro de Rubén de la Prida contribuye a profundizar en el
genio creador de Martin Scorsese y en las preguntas y
exploraciones en la condición humana que se ha repetido a lo largo
de toda su vida el niño asmático del bajo Manhattan.

José Luis Sánchez Noriega


Septiembre de 2024

1
Vid. Caimán. Cuadernos de Cine, 32, 2010.

2
Thompson, David y Christie, Ian (eds.) (1999): Martin Scorsese por Martin Scorsese,
Barcelona, Alba, p. 59.
3
Cit. en Monterde, José Enrique (2000): Martin Scorsese, Madrid, Cátedra, p. 24.
4
Thompson, David y Christie, Ian (eds.) (1999): op. cit., p. 212.
5
Ibidem, p. 79.
6
Cit. en Sotinel, Thomas (2007): Martin Scorsese, Madrid, Cahiers du Cinéma / El País, p.
30.
7
Monterde, José Enrique (2000): op. cit., p. 22.

8
Coursodon, Jean-Pierre y Tavernier, Bertrand (2010): 50 años de cine norteamericano,
Madrid, Akal, pp. 1112-1113.
9
Shone, Tom (2014): Martin Scorsese. Una retrospectiva, Barcelona, Blume, p. 264 (el
subrayado es nuestro.
10
Cit. en Monterde, José Enrique (2000): op. cit., p. 65.
INTRODUCCIÓN
(O, QUÉ NO ES ESTE LIBRO, QUÉ ESPERAR DE ÉL, Y CÓMO
USARLO)

La idea de este libro se fraguó, como todas las cosas que valen la
pena en la vida, sin buscarlo y sin venir a cuento; de manera
completamente accidental. Derivó de una conversación telefónica,
de más de una hora, entre dos absolutos desconocidos. Había
llamado a Alianza Editorial por otro asunto, que no viene al caso y
que fue despachado en apenas tres minutos; después de este
intervalo, prosiguió un animado diálogo con quien sería el editor de
esta obra sobre Wes Anderson, sobre la espeluznante y
conmovedora Gummo (1997) de Harmony Korine, sobre Woody
Allen y Tarantino y Nueva York y Johann Sebastian Bach. Poco
después, teníamos un proyecto. Y unas semanas más tarde
comenzaba la aventura de navegar por las aguas profundas y
caudalosas del cine de un autor que me atraía poderosamente y que
—iluso de mí— creía que conocía. El viaje podía haber acabado en
el hastío o en la fascinación. Espero que el lector sepa reconocer el
puerto al que arribé. Y ojalá le sirva para atracar en el mismo.
Decía Truffaut, por boca del director Ferrand —trasunto suyo
interpretado por él mismo en La noche americana (La nuit
américaine, 1973)— que «hacer una película es como conducir una
diligencia en el Lejano Oeste. Al principio, esperas tener un viaje
agradable… Pero muy pronto te preguntas si llegarás a tu destino».
Pienso que podría decirse lo mismo de la tarea de escribir un libro,
con la diferencia de que, en ese caso, uno es a la vez el cochero, el
turista y el caballo. De repente, aparece una nube de polvo en forma
de un libro relevante, pero que se había pasado por alto; o una de
las películas del autor reverenciado se antoja áspera como un
cactus, o la redacción de un determinado capítulo se torna
accidentada como un trecho pedregoso del camino.
Durante uno de los tramos más áridos de la creación de este
volumen que tiene usted en sus manos, me encontré, de manera
fortuita, con Carlos F. Heredero. Heredero había sido profesor mío
en la Escuela de Cinematografía y del Audiovisual de la Comunidad
de Madrid (ECAM); conocía yo, por tanto, su admiración por el autor
que ocupa las páginas de este libro, en particular por la excelsa La
edad de la inocencia, cuyo análisis en forma de clase magistral
constituía uno de los puntos álgidos del máster que él dirigía y aún
dirige. Le comenté el proyecto que estaba gestando. Se echó a reír,
con su risa franca e inconfundible. «¿No te asusta la inmensidad?»,
me preguntó. No recuerdo qué le respondí, pero sí que sentí que
—como el experimentado escritor cinematográfico que es— había
dado en el clavo.
Inmensidad es, en efecto, un buen sustantivo para definir la obra
fílmica de Scorsese, compuesta, al cierre de esta edición, por un
total de veintiséis largometrajes de ficción, desde Who’s That
Knocking at My Door? hasta Los asesinos de la luna; más el
mediometraje Life Lessons, contribución al film episódico Historias
de Nueva York, a seis manos con Woody Allen y Francis Ford
Coppola; más sus dieciocho documentales, entre los que
Italianamerican brilla con una luz particularmente intensa; más sus
cinco cortometrajes; más sus trabajos para la televisión, como los
episodios piloto de Boardwalk Empire y Vinyl o el capítulo Mirror,
Mirror, de la serie Amazing Stories bajo el signo de Steven
Spielberg; más sus colaboraciones publicitarias —con Armani, por
ejemplo— o sus videoclips del año 1987 para Michael Jackson
(Bad) y para su amigo Robbie Robertson (Somewhere Down The
Crazy River). Y todo eso si hablamos solo de su obra como director,
a la que se podrían añadir sus créditos como montador de películas
de otros —entre los que destaca Woodstock (1970)—, sus
numerosas apuestas como productor, o sus apariciones, ya sean
cameos o presencias más notables, en un sinfín de películas de
ficción y documentales, desde Dreams (Akira Kurosawa, 1990),
donde dio vida a Vincent Van Gogh, hasta El espantatiburones
(Shark Tale, Bibo Bergeron, Vicky Jenson, Rob Letterman, 2004),
film de animación en el que dobla al pez puercoespín Sykes. La
inmensidad, ciertamente, está servida.
Igualmente inabarcable resulta la literatura en torno a Scorsese,
tanto la académica como la divulgativa, tanto en forma de libro como
en formato audiovisual o simplemente sonoro. Y es que Scorsese es
un director popular, querido en términos generales, accesible a ratos
al gran público, atractivo para los eruditos. Marty, además, es un
hombre afable, generoso en lo tocante a su presencia, lo que le
lleva a expandirse en calidad de comentarista, profesor,
conferenciante, entrevistado… Una tarea que multiplica
exponencialmente la bibliografía en torno a él. A Marty le gusta
contar y, a casi cualquier cinéfilo, leer lo que dice; al filo de los
ochenta y dos años en el momento de publicarse estas páginas,
sigue siendo un verdadero filón.
Dado este maremágnum que constituyen tanto la obra de como
la obra en torno a Martin Scorsese, la identidad de este libro viene
marcada por lo que no es. No es, por supuesto, un estudio erudito
de la obra del más importante cineasta vivo y uno de los más
relevantes de la Historia del Cine. No es una tesis doctoral. No es un
análisis exhaustivo que desgrane una a una sus películas,
estableciendo con minucioso rigor una serie de constantes
autorales. No pretende sentar cátedra, ni mucho menos abarcarlo
todo. No considera la totalidad, arriba referida, de la obra de
Scorsese, sino que se acota a lo que, en el capítulo 1, se definirá
como «canon scorsesiano».
La referencia a un canon implica siempre la asunción de un cierto
consenso, y este parece existir respecto del conjunto de películas
allí enumeradas, aunque no abarquen por completo la extensa
filmografía del cineasta. En su obra de referencia en castellano
sobre el Scorsese 11 —se debe lamentar que esté descatalogada y
sea difícil de encontrar, benditas bibliotecas públicas—, José
Enrique Monterde añade, en efecto, a los largometrajes de ficción y
a Life Lessons tres de los cortometrajes de los años sesenta y los
documentales Italianamerican y El último vals, pero ignora American
Boy: A Profile of Steven Prince o A Personal Journey With Martin
Scorsese Through American Movies, por muy relevante que sea
esta última obra para entender la cinefilia scorsesiana. Tampoco las
incluye el libro 12 , prologado por el propio Scorsese, en el que su
mejor y más fiel cronista, Roger Ebert, reúne las críticas redactadas
desde I Call First / Who’s That Knocking at My Door? hasta Shine a
Light. No recoge Ebert los cortos (aunque sí una entrevista, sin
crítica, a propósito de Woodstock) y cabe preguntarse si hubiera
reseñado documentales musicales como George Harrison: Living in
the Material World o Rolling Thunder Revue, no comparables en su
relevancia a los arriba citados. El número especial de Sight&Sound
sobre Scorsese 13 , que recoge las críticas y entrevistas publicadas
en la relevante publicación, hace, en efecto, caso omiso del
documental de George Harrison, y parece incluir a regañadientes el
segundo de Dylan. Sí aparecen, sin embargo, los mismos tres
cortos iniciáticos que recoge Monterde y American Boy. Se podría
proseguir con el resto de las referencias sobre las que se sustentan
estas páginas, pero no queremos aburrir al lector. Basten estas
líneas como justificación de la decisión tomada y expuesta en el
capítulo 1 y que, por otra parte, como todo canon, no deja de poseer
un componente de arbitrariedad en la decisión entre las obras a
incluir y las que no.
Dicho lo cual, y acotada la materia de estudio, ¿qué hacemos con
ella? Este libro constituye —por usar una expresión
cinematográfica— una cierta mirada sobre la obra de Scorsese,
articulada en torno a una vuelta de tuerca en clave de reescritura de
los Diez Mandamientos de la tradición judeocristiana que introducen
estas páginas. Una redefinición —a menudo bajo la forma de una
inversión directa y cotidiana de aquellos preceptos— que constituye
una posible interpretación del núcleo estético de la obra del aprendiz
de cura devenido el último gran héroe del séptimo arte, y aun de su
experiencia personal. Así, si la teoría de los autores trataba de
establecer el nexo entre ambos aspectos del auteur —léase: la vida
y la creación cinematográfica—, es innegable que Scorsese puede
ser enmarcado dentro de ese enfoque teórico, pues, en su caso,
como se verá a lo largo de estas páginas, resultan inseparables el
uno del otro.
Este libro trata, por tanto, de dar respuesta a quién es Scorsese y
cómo es su cine, y de demostrar que contestar a una de estas
preguntas implica, necesariamente, responder a la otra; en él
encontrará el lector, lógicamente, un buen componente de análisis
—dicho sea de paso, para el erudito: de raigambre neoformalista—
sobre el cine de Scorsese, sobre sus rasgos idiosincráticos de estilo
y sus motivos recurrentes, sobre sus obsesiones y la manera en la
que se relacionan con los anteriores. Pero se trasciende este
análisis para abordar también las condiciones de producción de las
películas del canon, de las más íntimas a las económicas o las
geopolíticas; se ahonda en los fundamentos teológicos, formales o
incluso psicoanalíticos de su cine, en las circunstancias de los
momentos históricos en los que fueron creados sus filmes o que el
italoamericano trata de iluminar desde dentro de ellos. La reflexión
sobre el cine de Scorsese da pie, por tanto, a otra a partir de él,
acerca de aquello que, según el propio Marty y su maestro Haig
Manoogian, es lo más importante: la experiencia humana. Alterna
esta obra, por tanto, la descripción de secuencias y la anécdota
íntima; la interpretación neoformalista y la cita bíblica; los datos de
taquilla y los datos históricos; la teoría del arte y las relaciones de
pareja.
El presente volumen tiene vocación de diálogo; en primera
instancia, lógicamente, con el cine de Scorsese. Justo en esto
consiste, en su núcleo, el trabajo del analista de cine y del crítico: en
dialogar con una película —o con una filmografía— e invitar a otros
al debate, a través de la reflexión común sobre ella. Pero, a lo largo
de estas páginas, se busca también el diálogo con quienes conocen
o conocieron bien a Marty, con otros escritores que pensaron antes
su obra, o pensaron otras cosas que vienen al caso; con las
películas de cineastas que tuvieron impacto sobre Scorsese o las
declaraciones de aquellos para quienes es un referente; con las
distintas artes y con las páginas de sucesos de los periódicos y,
sobre todo… con Marty.
Esto último podría parecer obvio, pero nada más lejos de la
realidad. Cuántos libros, precisamente en torno a autores
cinematográficos, no hablan sino de pasada, como quien cumple
con un deber oneroso, de lo que dicen esos mismos autores acerca
de su obra; qué parte tan inmensa de la crítica y del análisis
cinematográfico se realiza en base a interpretaciones sesudas o
viscerales, que se atreven incluso a declarar las verdaderas
intenciones del cineasta, sin haber escuchado antes lo que este
quiera manifestar a propósito de ellas. Ciertamente, como nos
recuerda la profesora Pilar Carrera en su libro sobre el fabuloso Aki
Kaurismäki, afirmaba Walter Benjamin que «[n]o hay que fiarse de lo
que los poetas dicen de sus propios escritos» 14 . Se puede estar de
acuerdo con Benjamin y con Carrera, hasta cierto punto; es verdad
que conviene usar el propio juicio crítico frente a las palabras de
cualquiera que hable de sí o de lo suyo, dado que pueden estar
teñidas por el ego, el trauma, o el sesgo que imponen los pliegues
imprecisos de la memoria. Pero me parece más verdadera aún la
afirmación del profesor José Luis Sánchez Noriega de que «nadie
mejor que el autor conoce su propia obra». Es por ello que este libro
tiene una cierta obsesión por dejar hablar a Marty; obsesión que
llega a su culmen en el capítulo décimo y último, que presenta una
entrevista imaginaria con el autor hecha de retazos de declaraciones
tomadas de aquí y de allá, a lo largo de más de medio siglo. Ojalá la
selección de esos textos acierte a aportar una visión completa y
certera del pensamiento scorsesiano.
Este empeño en dar la palabra al autor se traduce, en términos
prácticos, en que una parte esencial de las fuentes sobre las que se
apoya esta obra —sobre todo los libros de Peter Biskind 15 , Christie
y Thompson 16 , Robert Ribera 17 y Richard Schickel 18 — contienen,
recopilan o son en su propia esencia entrevistas con el cineasta.
Otra parte fundamental la constituyen los textos de crítica y análisis
de las películas o de secuencias de las mismas, entre los que se
sitúan, por ejemplo, la ya citada monografía de Monterde, así como
el excelente trabajo de disección de diez secuencias antológicas a
cargo del crítico Tim Grierson 19 y, cómo no, el volumen referido de
Roger Ebert. Otras fuentes consultadas incluyen desde artículos
periodísticos hasta programas radiofónicos. El rango de referencias
abarca, así, tanto objetos de pura divulgación como Martin
Scorsese. A Retrospective 20 hasta sesudas monografías
académicas como la de Marc Raymond 21 ; es posible, de hecho,
—sería deseable— que esta obra haya resultado una síntesis de lo
uno y lo otro: un justo término medio entre la anécdota cinéfila y el
análisis riguroso; eso que algunos llaman alta divulgación.
Definido ya qué no es este libro y lo que quiere ser, me atrevo a
dar al lector unas breves sugerencias sobre cómo usarlo. En primer
lugar, debo advertir de dos convenciones de estilo fundamentales.
La primera es que se han consultado en todos los casos las
versiones originales de las películas de Martin Scorsese y sus
guiones; lo cual quiere decir que las citas de los diálogos nunca
proceden de las versiones dobladas o los subtítulos, sino que se
trata de traducciones de mi autoría de la versión en inglés de los
diálogos; en algunas ocasiones, pocas —fundamentalmente en el
encabezado de algunos capítulos— se han dejado sin traducir
ciertas líneas, a fin de respetar su carácter antológico. Algo análogo
aplica para las citas de libros, artículos, etc. cuya lengua original no
sea el castellano, salvo en los contados casos, como el libro
mencionado de Biskind, en los que se ha recurrido directamente a
su traducción. Sí se escriben en castellano, sin embargo, los títulos
con los que los filmes fueron estrenados en España —los cuales se
pueden consultar en la página web del ICAA 22 — a no ser,
lógicamente, que se dejasen sin traducir, en películas como pueden
ser Shutter Island o Gangs of New York. Un caso especial lo
constituye Life Lessons, que se registró como Apuntes del natural
(Life Lessons): aquí hemos optado por el título original; por otra
parte, Al límite figura en la base de datos del ICAA como Al límite
(Bringing Out the Dead): en su caso se ha preferido el título en
castellano. La segunda convención consiste en el modo de citar las
películas en el texto, que obedece a la forma habitual entre los
analistas cinematográficos, es decir: Título en castellano (Título
original, autor, año). Esto vale para todos los filmes salvo para los de
Scorsese, dado que se incluyen en el Anexo 1 las fichas
filmográficas de sus filmes —también de aquellos más allá de los
límites del canon—, y porque sería muy fatigosa la lectura si se
hiciera en cada caso; sí se añaden, sin embargo, los nombres de los
actores y actrices vinculados a cada personaje la primera vez que
aparecen en cada capítulo, salvo en el caso particular del décimo y
último, en el que también se renuncia en gran medida al modo
descrito de citar los filmes, a fin de reforzar la agilidad de la
entrevista imaginaria con Marty que allí se recoge. El Anexo 2, por
otra parte, a fin facilitar la visualización de las secuencias referidas a
lo largo del libro, especialmente de aquellas más relevantes o que
se analizan con mayor detalle, incluye enlaces en forma de código
QR a numerosas de ellas.
El hecho comentado de que se incluyan los nombres de los
actores la primera vez que un personaje aparece en cada capítulo
obedece a su voluntad de ser leído de forma desordenada. Se
puede empezar, por ejemplo, con el capítulo dos, seguir con el tres,
pasar al seis y luego al cinco, continuar con el octavo, el noveno y el
décimo, subir luego al primero y acabar con el séptimo; en este
orden, de hecho, fue escrito. Y no sería de recibo que la lectora o el
lector tuvieran menor libertad al leerlo que la que yo tuve al
escribirlo. Espero, también, que a ellos les llegue algo del
entusiasmo y la curiosidad por la obra de este gran cineasta, que
fueron como el humus del que brotaron las ideas que contienen
estas páginas. Y si, en algún momento, a lo largo de la lectura, se
sienten invitados a recuperar alguno de los filmes de Scorsese, o
incluso a verlo por primera vez —no saben cómo les envidio en ese
caso, salvo que el film sea Kundun—, no lo duden. Enciendan su
pantalla y olvídense de este libro. Les aseguro que, precisamente en
ese momento, habrá cumplido su función.

11
Monterde, José Enrique (2000): Martin Scorsese. Madrid: Cátedra.

12
Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert, The University of Chicago Press.
13
Geoff, Andrew (ed.) (2021): Sight&Sound Special: Martin Scorsese. A Life of Movies.

14
Carrera, Pilar (2017): Aki Kaurismäki. Madrid: Cátedra, p. 18.
15
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes. 7.ª edición. Barcelona:
Anagrama.
16
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese, Londres: Faber and
Faber.
17
Ribera, Robert (ed.) (2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated.
Jackson: University Press of Mississippi.

18
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese, Nueva York: Alfred A. Knopf.
19
Grierson, Tim (2015): Martin Scorsese in Ten Scenes, Londres: Ilex.

20
Shone, Tom (2022): Martin Scorsese. A Retrospective. Londres: Thames & Hudson.

21
Raymond, Marc (2013): Hollywood’s New Yorker. The Making of Martin Scorsese. Nueva
York: State University of New York.
22
Se puede consultar el catálogo de películas registradas en el ICAA en:
https://sede.mcu.gob.es/CatalogoICAA/es-es
El maestro Scorsese, con gesto circunspecto, durante el rodaje de la película que le salvó la vida,
Toro salvaje. Créditos: RGR Collection / Alamy / Cordon Press.
1
AMARÁS EL CINE SOBRE TODAS LAS COSAS

«El cine es una enfermedad», dijo Frank Capra.


Cuando infecta tu torrente sanguíneo, se convierte en
la hormona número uno […]. Como con la heroína, el
antídoto contra el cine es más cine 23 .
MARTIN SCORSESE

Marty era tempestuoso, inestable, vivía de un modo apasionado. Íbamos a todo lo que
se estrenaba. Sesiones dobles, triples. La suya era una vocación como pocas.
Respiraba, comía y cagaba cine. Yo le contaba mis sueños y él me hablaba de la
película que había visto por televisión el día anterior. Si algo le daba miedo, era no
poder hacerlo más algún día 24 .

Firma la cita precedente Sandy Weintraub, pareja de Scorsese


entre 1971 y 1976, el lustro prodigioso del cineasta; aquel que lo
catapultó al firmamento del séptimo arte; ese que vio la génesis de
Malas calles, Alicia ya no vive aquí y Taxi Driver, además del
documental Italianamerican. Su autoridad es suficiente como para
creer lo que dice. Nos encontraremos con ella a menudo a través de
las páginas que siguen, especialmente en las del capítulo 6, en
calidad de testigo de excepción de las dos caras del genio: tanto la
del éxito como aquella otra, más oscura, de las drogas, los excesos
y la ira. No obstante, más allá de Sandy —y, por supuesto, de
Catherine Scorsese, la omnipresente madre del cineasta—, la mujer
con diferencia más importante para Marty durante aquellos
maravillosos años respondería al nombre de Pauline Kael.
Kael era un animal de la escritura cinematográfica, una crítica
hasta la médula. Tenía un estilo personalísimo; veía donde otros —a
quienes no tenía inconveniente en vapulear en sus textos— estaban
ciegos; era tan buena que generaba envidias, celotipias y
resquemores; quizás también —y sin quizás— suscitaba todo
aquello a consecuencia de su visceralidad indomable. Afirmaba de
sí misma, a este respecto, que siempre había escrito «más con la
mano que con la cabeza». Su finísimo olfato le había llevado, por
ejemplo, a escribir una loa de Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde,
Arthur Penn, 1967) en la que, sin maquillar sus defectos, reconocía
la absoluta trascendencia de un film que marcaría el momento
fundacional del Nuevo Hollywood, el punto de ignición inicial de una
mecha que acabó por dinamitar los sillares sobre los que reposaba
el cine americano. Aquel artículo propició su defenestración de The
New Republic (¿sabe alguien de la existencia de ese periódico?) y,
de manera simultánea, su asimilación en la plantilla de una de las
revistas más prestigiosas y leídas del mundo, The New Yorker. Los
primeros compases del texto revelan su agresividad literaria, su filo
intelectual y, cómo no, su pasión por el cine:
El público vibra con [Bonnie y Clyde]. Nuestra experiencia al verla guarda relación, de
alguna manera, con la forma en la que reaccionábamos de niños a las películas: con la
forma en que llegamos a amarlas y a sentir que eran nuestras, no un arte que
aprendimos a apreciar con los años, sino simple e inmediatamente nuestras […]. Sin
embargo, […] Bonnie y Clyde divide al público […] y está siendo atacada […]. Aunque
podamos rechazar los ataques diciendo, «¿qué buena película no ofende?», el hecho
de que, por norma general, solo las buenas películas provoquen ataques por parte de
mucha gente sugiere que la inocuidad de la mayoría de nuestras películas se acepta
con tanta complacencia que cuando una película americana llega a la gente, cuando la
hace reaccionar, algunos piensan que debe de tener algo que no va bien; tal vez habría
que aprobar una ley contra ella 25 .

El extenso artículo de Kael, es, en efecto, una declaración de


amor al cine, una profesión de fe del mandamiento «amarás al cine
sobre todas las cosas», una especie de manifiesto omnicomprensivo
—paráfrasis bíblica incluida en su frase conclusiva— por el que se
pasean Hitchcock y Hawks y von Sternberg; Fellini y Bergman y
Godard y Truffaut. Por cierto que Kael admiraba el cine de estos
últimos; cuanto menos, algunas de sus películas —en concreto,
habla la crítica de Tirad sobre el pianista (Tirez sur le pianiste,
François Truffaut, 1960), Al final de la escapada (À bout de souffle,
Jean-Luc Godard, 1960) y Banda aparte (Bande à part, Jean-Luc
Godad, 1964)— pero detestaba sus ideas; esas que defendían que,
en última instancia, el director es el principio ordenador de un film;
que la estrella está tras la cámara, y no delante. Unas ideas que se
dieron en llamar política de los autores.
La política de los autores, o auteurismo, o teoría de los autores,
emanó de las páginas de Cahiers du cinéma. Sería el mismísimo
Truffaut quien, en una crítica de la fallida Alí Baba y los cuarenta
ladrones (Alí Baba et les quarente voleurs, Jacques Becker, 1954),
describiese, de la manera apasionada que le era propia, los tres
vectores definitorios del auteurismo, a saber: (1) la exaltación del
director como único autor del film, en detrimento, entre otros, del
guionista, a quien se deniega la paternidad creadora a no ser que
sea también el director; (2) la canonización, más o menos arbitraria,
de determinados directores considerados autores, frente a la
desestima de otros que no merecerían ser calificados como tales, y
(3) la primacía del autor sobre sus obras, hasta el punto de afirmar
que las películas fallidas de un director digno de ese nombre
siempre serán mejores que las mejores de uno que no lo sea 26 .
El vocero de la política de los autores en los Estados Unidos
sería el crítico Andrew Sarris, quien le dedicó un relevante texto
titulado Notes on the Auteur Theory in 1962 27 . Pocos meses
después, Kael le daría su réplica desde las páginas de la revista
Film Quarterly, con su Circles and Squares, brillante artículo que, de
paso, era un sopapo personal a Andrew Sarris; tan personal que se
burlaba de su colega en el propio subtítulo: Joys and Sarris. Y, si por
un imposible, a lo largo de sus demoledoras líneas, a alguien le
hubiera quedado alguna duda, el último párrafo condensaba su
esencia con elegante sorna:
Los críticos de la teoría de los autores están tan embelesados con sus fantasías de
narcisismo masculino […] que parecen incapaces de abandonar sus nociones de
colegial de la experiencia humana. ¿Podemos concluir entonces que, en Inglaterra y los
Estados Unidos, la teoría de los autores es un intento por parte de varones adultos de
justificar su permanencia en el estrecho rango de experiencia de su niñez y
adolescencia; ese período en el que la masculinidad parecía tan grande e importante
pero el arte era algo de lo que solo hablaban impostores, farsantes y tipos de
sensibilidad afeminada? ¿Y es quizá también el modo de hacer un comentario sobre
nuestra civilización sugiriendo que la basura es el verdadero arte cinematográfico? Lo
pregunto; no lo sé 28 .

Aparte de que el último interrogante acabaría golpeando a Kael


—que tenía en su debe un innegable gusto por la violencia
inmediata, el sexo crudo y el morbo— a modo de bumerán, y
además de que el párrafo es un buen botón de muestra de todo lo
bueno y menos bueno de su personalísima pluma, Circles and
Squares, en sus partes más moderadas, era un necesario revulsivo
contra los excesos de aquella teoría, que amenazaban, entre otras
cosas, con reducir el oficio de crítico a un puro esquema de
obediencia cuasi religiosa. Así, aquel profesional de la escritura del
cine que no suscribiese, por ejemplo, la siguiente sentencia de las
primeras páginas del artículo, difícilmente habría entendido su labor:
«La crítica es un arte, no una ciencia, y un crítico que sigue reglas
fracasará en una de sus más importantes funciones: percibir lo que
es original en una nueva obra y ayudar a otros a verlo» 29 .
No quiso ver Kael, sin embargo, que la política de los autores de
raigambre cahierista no era nada nuevo. No podía ignorar, pero
acaso no le interesaba recordarlo, que los siglos, los propios
artistas, los críticos —como ella misma— y los pueblos establecen
un canon para cada arte. Que Mozart acertó donde fracasó Salieri;
que por algo conoce el público en general a Johann Sebastian Bach,
y solo los eruditos a Dietrich Buxtehude; que Jorge de Montemayor
nunca portará los laureles de Cervantes, por mucho que el cura y el
barbero rescatasen su Diana de la quema de los libros del ingenioso
hidalgo. Quizá por todo ello, el auteurismo es a la teoría del cine lo
que el wéstern a su praxis: mil veces se la ha intentado enterrar
como difunta y maloliente, como no a la altura del momento actual,
para verla resurgir con fuerza, a través de una nueva mutación
inesperada, en la siguiente curva del camino.
A pesar de su resistencia ideológica, Kael acabó por bendecir
con sus obras la política que denostaba con sus textos. Llegada a lo
más alto, como se ha dicho, en los albores del Nuevo Hollywood,
tenía algo de papisa que creaba y protegía su propio colegio
cardenalicio entre aquellos rebeldes que querían prender fuego a las
colinas de Los Ángeles. Le gustaban los directores católicos
(mencionaba a este propósito a Scorsese, Coppola y Altman),
porque afirmaba que su extrema originalidad provenía de haber sido
educados en una cultura asentada sobre la imagenería de Cristo y
de los santos. Ella canonizó al judío Spielberg, curiosamente a partir
de una obra tan fallida como es Loca evasión (Sugarland Express,
1974), a la que declaró «uno de los debuts fílmicos más
maravillosos de la historia del cine» 30 (ignorando, por cierto, la
anterior y magnífica El diablo sobre ruedas [Duel, 1971], hecha para
la televisión). Ella declaró que De Palma era superior a Hitchcock
como artista (y le dio a De Palma, sin saberlo, gasolina para
prenderse a lo bonzo); explicó que El padrino de Coppola era «la
mejor película de gánsteres jamás filmada» 31 en los Estados Unidos
de América y, si está usted leyendo este libro, es en parte porque la
crítica que hizo de Malas calles fue una de las más elogiosas que
escribiera en toda su carrera. Así lo cuenta Jonathan Taplin, el
productor del film:
Kael nunca había escrito una crítica así en toda su vida. Fue increíble. Al día siguiente
había colas en Cinema I. Fue Kael la que hizo Malas calles, fue ella la que hizo a Marty,
eso no se puede negar. Los ejecutivos del estudio también leyeron la crítica, y como a
nadie le amarga un dulce… Si Pauline decía que era estupenda, también para ellos lo
era. Con eso ya podían darse aires; en esos días no se jugaba los lunes por la mañana
a ver quién la tenía más larga en las taquillas. Lo que importaba era más bien: «¿Quién
tiene la mejor película? ¿De quién es la película de la que todo el mundo habla?» 32 .

Pauline no solo dijo que era estupenda. Mucho más. Describió


Malas calles como «una auténtica obra original de nuestro tiempo,
un triunfo del cine personal»; como una película que, en su opinión,
era estilizada sin parecer artificial en modo alguno». Y ella, que era
poco dada a la hipérbole laudatoria, concluía: «Es la única película
que he visto jamás que consigue los efectos del Expresionismo sin
usar la distorsión. Malas calles nunca pierde el contacto con el
aspecto ordinario de las cosas o con la experiencia común» 33 .
De aquella manera, Scorsese se convirtió en hijo legítimo de
Pauline Kael. La Señora de las páginas de cine protegería a su
vástago, en general, en las películas subsiguientes. Elogió Alicia ya
no vive aquí diciendo que era «disfrutable de principio a fin:
divertida, absorbente, inteligente aun cuando no te creas lo que está
pasando» 34 ; fue de las pocas en no dejar solo a Marty ante el
abucheo casi generalizado con que fue acogida Taxi Driver; se
deleitó con el capítulo Life Lessons del film episódico Historias de
Nueva York, y dudó que Uno de los nuestros fuera una gran cinta,
aunque la calificó de como una «pieza triunfante del arte de hacer
películas» 35 . Por supuesto, si había defendido que «solo las buenas
películas sufren ataques por parte de mucha gente», era previsible
que le encantase La última tentación de Cristo, aunque la recibió de
un modo más ambivalente, contradictorio, si se quiere, como la
película misma. En pocas ocasiones retiró su favor a Marty, quizá a
modo de correctivo cachete materno: sería el caso de New York,
New York, El rey de la comedia y Toro salvaje; aunque en esta
última, lo que menos le convenció fue la interpretación de De Niro, a
propósito del cual afirmó que «lo que hace De Niro en esta película
no puede considerarse de ninguna manera actuación» 36 . Quizás era
el modo de desquitarse del excelente trabajo de Bobby en la piel de
Travis Bickle. Y es que cuando un acomplejado y conflictivo
calvinista llamado Paul Schrader, otro hijo espiritual suyo, seguidor
de sus pasos críticos, le preguntó qué pensaba sobre que De Niro
protagonizase Taxi Driver, la gran dama le dijo que no soportaría el
peso de la película. No quiso arremeter contra aquel film, pero erró
el juicio a propósito de ese otro en el que De Niro entregaba una de
las mejores actuaciones de su carrera, mutación física incluida.
Debía haber leído antes la crítica de Sarris, quien afirmaba, mutatis
mutandis, lo mismo que ella. Posiblemente, hubiera sido bastante
para hacerle cambiar de parecer.
Es muy posible que el resquemor de la visceral Kael contra la
teoría de los autores se hubiese visto mitigado de conocer
formulaciones más serenas. A fin de cuentas, se puede definir un
autor, en su forma más clásica, como aquel cineasta poseedor de
una estética propia e inconfundible. Dado que el término estética
tiende a ser objeto de reduccionismo, conviene aclararlo
brevemente; se antoja muy oportuna, a tal efecto, la definición de
Sánchez Noriega según la cual «la estética de un cineasta es su
forma idiosincrásica de expresión artística en películas que revelan
una visión del mundo a partir de los conflictos, personajes y temas
presentes en las historias narradas» 37 . Dicho de otra manera: la
obra de un autor cinematográfico se caracteriza por presentar unos
rasgos de estilo reconocibles que expresan unos temas de fondo
recurrentes. Y el autor mismo es, necesariamente, un creador
creado, no exento de una parte más o menos relevante de
autorrepresentación y auto mitologización, que sirven para
consolidar su posición de tal. Un autor en este sentido construirá, en
general, una filmografía hecha de películas mayores y menores,
pero que serán siempre «suyas». Podrá cometer fiascos, pero se le
perdonarán siempre que lo «original» de lo que hablaba Kael
aparezca de modo recurrente a lo largo de la su obra.
En este sentido, es indubitable la naturaleza autoral, en la
acepción más clásica y cahierista del término, de Martin Scorsese.
El suyo es un cine profundamente auténtico, tanto en los temas que
lo atraviesan, radicados en la propia experiencia, como en sus
formas idiosincrásicas, innovadoras, proféticas en ocasiones. Pero
la labor del autor no es una profesión cómoda: reposa en su centro,
como un león dormido, una visión personal e intransferible del arte y
del mundo. Más vale no estorbar a la fiera, no cuestionarla, dejar
hacer al artista; de lo contrario, si es digno de este nombre como lo
es Scorsese, no tendrá reparos en defender con toda su agresividad
indomable e inesperada aquella identidad creadora que le es más
valiosa que la propia vida.

***
Una de las razones por las que Marty es bueno es su testarudez, nunca da el brazo a
torcer; se cree importante, y es habitual que se tome las críticas como un niño una
paliza, le duele cada golpe. Si le dan demasiado, adiós salud. Por lo tanto, discutir con
él se convierte en una sesión de terapia en la que te ves reducido a defenderte, gritar…
[Pero] hay que trabajar con los mejores, no importa lo duro que sea 38 .

Aletean en el párrafo anterior, cita textual de Paul Schrader, los


sentimientos de amor-odio que traspasan su relación con Martin
Scorsese. Juntos engendraron algunas obras inmortales de la
historia del cine, la mitad de las joyas de la corona de la filmografía
scorsesiana: Taxi Driver, Toro salvaje y La última tentación de Cristo.
Solo Al límite, su cuarta y última colaboración, tiene carácter de obra
menor. Lo suyo, en palabras de Scorsese, fue un matrimonio
artístico; aconteció entre ellos lo que los americanos llaman un
match made in Heaven. Sobre Schrader afirmaría el productor
Howard Rosenman: «A Paul nunca le gustó lo normal. Le atraían los
católicos neuróticos, devorados por la culpa» 39 . La atracción debió
de ser máxima cuando conoció a Scorsese, aunque este siempre se
colocara —perfecta premisa para una relación tóxica— en un nivel
superior, despreciando a Schrader: «Paul nunca me gustó; era
brusco y desagradable» 40 .
Sea como fuere, Paul le conocía bien; su valoración es correcta.
Marty es de naturaleza impulsiva y obcecada, sobre todo cuando se
trata de su visión artística. Basta, para comprobarlo, con recuperar
el comienzo de Shine a Light, en el que Scorsese se interpreta a sí
mismo dirigiendo, dando órdenes, fijando hasta los detalles más
nimios; sacando de los nervios a un Mick Jagger que no entiende el
decorado que Marty quiere, y que le advierte: «Lo que me preocupa
de las cámaras es que se mueven todo el tiempo». Al otro lado del
auricular, su amigo italoamericano le responde del único modo en el
que podría hacerlo: «Hay que tener una cámara que se mueva. Que
entre y que salga». El perpetuo movimiento de la cámara
scorsesiana es, de hecho, uno de los rasgos externos más
reconocibles del estilo del cineasta, como confesará a Jim Jarmusch
en una entrevista: «A veces me digo, no, esto va a ser plano, esto
va a ser directo. Pero no puedo evitar mover la cámara» 41 . Lo es
desde el principio; tanto que, cuando Ellen Burstyn le dijo a Peter
Bogdanovich que el de Little Italy iba a dirigir Alicia ya no vive aquí,
aquel le contestó: «Dile que no mueva demasiado la cámara» 42 . No
obstante, la pertinaz agilidad de su lente sería allí un obstáculo
menor; precisamente aquel film representaría la primera gran
prueba de fuego para la proverbial testarudez de Scorsese; un rasgo
que ha sido sin duda fundamental tanto para convertirlo en quien
hoy es como para cimentar su sempiterna capacidad de estar a la
gresca con sus productores… O quienquiera que ose contradecirlo.
Hasta Alicia ya no vive aquí, todo fue más o menos bien. Who’s
That Knocking at My Door? la había hecho él mismo, con un ínfimo
presupuesto rascado de aquí y de allá, como veremos en el próximo
capítulo. El tren de Bertha la pagó de su bolsillo Roger Corman y fue
realizada bajo sus directrices; la mano autoral de Marty es en ella
poco menos que inapreciable. Malas calles, por obra y gracia del
mencionado Taplin, acabó por ser una película escrita, dirigida,
montada y sonorizada por Marty; algo así como la quintaesencia del
aroma scorsesiano. Pero Alicia fue su primera lucha en la arena de
Hollywood. Allí empezaron los problemas.
Ellen Burstyn acababa de salir victoriosa del trance de interpretar
en El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) a Chris
MacNeil, aquella madre que contempla atónita cómo su hija Regan
(Linda Blair) se transforma en el mismísimo Satanás. El tanto de la
que posiblemente sea la película de terror más influyente e imitada
de todos los tiempos se lo había apuntado la Warner, y John Calley,
entonces jefe de producción del estudio, estaba encantado de
haberse conocido, y de haber conocido a Burstyn. Se hicieron
grandes amigos. Un día, le propuso protagonizar otra película para
la major; le envió varios guiones, pero ninguno satisfizo a la estrella.
Acontecía el amanecer de la lucha feminista, y la actriz quiso
sumarse a ella desde la gran pantalla. Al fin, un guion de Robert
Getchell titulado Alicia ya no vive aquí cayó en sus manos; su
personaje principal era la heroína que Burstyn andaba buscando, la
que quería representar. Pensó en Coppola para dirigir el film, pero
este se negó, y le recomendó ir a ver Malas calles. Burstyn quedó
fascinada por la autenticidad de las interpretaciones. Le envió el
guion a Sandy Weintraub, a quien le encantó, tanto por el
empoderamiento de su protagonista femenina, como porque veía
—con anticipación y acierto— que Marty amenazaba con quedarse
encasillado en las películas de gánsteres italoamericanos.
Scorsese no tenía ninguna gana de hacer aquello. Con el tiempo,
reescribiría la leyenda, afirmando en una entrevista: «Sandy
Weintraub leyó [el guion] primero y dijo que era realmente
interesante. Yo también pensé que sería una buena idea cambiar, y
abordar el tema de la mujer durante un tiempo» 43 . Suena bien como
relato de los hechos, pero, si nos fiamos —de nuevo— del
testimonio de Weintraub, sucedieron de manera muy distinta.
Burstyn, Weintraub y Scorsese se encontraron con Calley en el
despacho de este último. El director estaba nerviosísimo, hasta tal
punto que casi da al traste con todo el plan, al excusarse, muerto de
miedo: «No sé nada de mujeres» 44 . Sandy tuvo la habilidad de
reconducir la situación con una sentencia lapidaria: «Las mujeres
somos personas, nada más» 45 . El proyecto se salvó por los pelos.
Scorsese, por otra parte, era consciente, como su novia, de la
importancia que revestía aquella producción para su carrera:
«Necesitaba hacer alguna película de estudio para una major, con
un presupuesto acotado, y demostrar que podía dirigir mujeres. Tan
simple como eso» 46 . Estaba en lo cierto. Pero temía a los estudios
más que a un nublado; más aún que a las mujeres. Sabía que sus
decisiones estarían limitadas, que en la Warner ya no podría ser lo
que él quería ser, lo que había demostrado que era con Malas calles
—un auteur— porque no podría controlarlo todo. Así que buscó el
modo de acotar los daños. Lo principal era poder montar. Para él,
grandísimo admirador de Serguéi Eisenstein, la esencia del cine
residía en el montaje; además, le gustaba hacerlo. Así que reclamó
que la montadora fuera Marcia, la esposa de George Lucas. Marcia,
que no tenía un pelo de tonta, supo reconocer la jugada:
Marty me llamó y me preguntó si quería hacer su primera película para un estudio. Le
daban terror los ejecutivos, la idea de que Warner impusiera algún montador de la vieja
escuela o le metiera un espía en la sala de montaje […]. A Marty le gustaba montar, y
tuve la sensación de que me contrataban de montadora, pero para que no montase
nada y dejase que lo hiciera el director 47 .

Estaba en lo cierto. No obstante, Marcia le demostró que podía


confiar en ella y Marty acabó por dejarle bastante libertad durante el
montaje; pero la necesitaba porque, llegado el caso, sabía que ella
se pondría a sus órdenes.
Otro peligro a neutralizar era Burstyn, que sentía que aquella
película era su película, y quería hacerla a su modo; años más
tarde, la actriz reconocería que la tensión con Scorsese dominó el
rodaje: «Sé que me metí en su terreno varias veces, y que le dolió.
Kris [Kristofferson] no tenía mucha experiencia como actor, […] así
que le hice un par de sugerencias. Al día siguiente», prosigue la
actriz, «Marty dijo: “No sabía que le dabas instrucciones entre toma
y toma. Vamos a volver a filmar toda esa escena”» 48 . La hostilidad
entre ambos se mantuvo hasta la misma posproducción del film,
hasta el momento en el que, atemorizado, Scorsese le proyectó a
Burstyn una copia. «No se la elogié de entrada; le dije que no me
gustaba», afirma la actriz. La réplica de Scorsese, dolido y
humillado, tuvo algo de bíblica maldición profética: «Nunca volveré a
permitir que un actor pise mi sala de montaje» 49 .
La mayor dificultad, sin embargo, fueron los rifirrafes con la
Warner, que afectaron especialmente al comienzo y al final de la
película; hablaremos de esto último en el capítulo 6; nos centramos,
por ahora, en el enfrentamiento con el estudio a propósito de al
arranque de Alicia, que fue poco menos que épico. Sucedió al final
del proyecto, cuando los directivos de la major vieron el montaje
definitivo. Junto a la necesidad de ser reconocido más allá del nicho
al que pertenecía Malas calles, de que la crítica de su película
apareciera en los grandes periódicos y en las revistas del corazón,
además de en las especializadas para cinéfilos, aquel comienzo
—todo un canto de amor al cine que había mamado desde pequeño,
que había impregnado sus sueños y su vida— representaba para
Scorsese el único aliciente personal a corto plazo para rodar la
fábula feminista de Burtsyn.
La breve secuencia está filmada en el formato 1:1,33, el así
llamado académico, el del Hollywood clásico; el blanco y negro
esperable se sustituye por negro y rojo saturados [ 50 *]; la canción
You’ll Never Know, del olvidadísimo musical Hello, Frisco, Hello (H.
Bruce Humberstone, 1943) 51 *, se hereda de los créditos sin
solución de continuidad. En lo relativo a la puesta en escena, la
secuencia está parafraseada del comienzo de Tobacco Road
(1941), de los caminos de tierra y las vallas de madera de una de
las películas más olvidadas del maestro John Ford, y que también
inspiró el tono que —en la medida que le era posible— Marty quiso
dar a El tren de Bertha. Cuando la canción se desvanece, aparece
en campo la pequeña Alice (Mia Bendixsen), que parece contestar
desde dentro de la historia a la música que se ha escuchado desde
fuera —cuestionando la frontera que los teóricos establecen entre lo
diegético y lo extradiegético 52 **— cuando dice: «Espera, no.
Espera. Yo sé hacerlo mejor». El fragmento marca el tono del resto
del film, sobre todo en la línea de diálogo que sigue a la anterior, en
la que Alice afirma: «Yo sé hacerlo mejor que Alice Faye, lo juro por
Dios». Y continúa, después de que su madre le amenace con darle
una paliza ejemplar si no baja a cenar de inmediato, con otra frase
improbable en el cine clásico, mucho menos en los labios de una
mocosa de ocho años, y que hubiera valido para enmarcar a
Scorsese como referente de la posmodernidad, antes incluso de ese
momento clave del posmodernismo cinematográfico que fue Taxi
Driver; le dice Alice a la muñeca que lleva en los brazos: «Espera y
verás. Y si a alguno no le gusta, que le den por culo». Toda una
declaración de intenciones, del film y de la pequeña, quien sigue
luego cantando dulcemente antes de correr hacia la casa de madera
que se recorta frente al artificial sol del atardecer de un decorado de
Hollywood.
El eco de su voz, el sonido de un avión y el cuadro menguante
—un recurso extrañísimo— marcan la transición de los recuerdos de
la pequeña Alice al nivel narrativo principal, por supuesto rodado en
el formato panorámico que se fue popularizando desde la década de
los cincuenta. El fragmento no aporta nada a la trama; la película
contaría lo mismo sin él, pero no sería la misma. Precisamente por
su completa gratuidad, eleva a la película entera a la categoría de
obra artística. Lo gratuito, lo que no obedece al imperativo del dinero
ni, muchas veces, de la lógica, es la piedra de toque del arte. Solo
son dignas de ese nombre las obras en las que, siquiera por un
intervalo, la razón poética consigue anular a la razón práctica.

Un jovencísimo Scorsese dirige su primer largometraje, Who’s That Knocking at My Door? Créditos: Photo
12 / Alamy / ACIonline.

La secuencia es reminiscente —según Scorsese— no solo del


film citado de Ford, sino de los cielos rojos de Duelo al sol (Duel in
the Sun, King Vidor y William Dieterle, 1946) —película que
aterrorizó al pequeño Marty cuando la vio por primera vez con tan
solo siete añitos en compañía de su madre—, de la casa de Al este
del Edén (East of Eden, Elia Kazan, 1955) —film de cabecera
fundamental en el imaginario scorsesiano, como veremos— y del
encanto de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming,
1939), película al que vuelve el canon en Jo, ¡qué noche!, a través
de una divertida y perversísima vuelta de tuerca. Aunque solo esta
secuencia inaugural costó 85.000 dólares —50.000 más que el
presupuesto total de su debut, Who’s That Knocking at My Door?,
pero gastados en un día en lugar de en varios años, y sin contar los
sueldos del equipo—, los problemas de Marty no fueron, por una
vez, de costes ni plazos. El italoamericano cumplió, ajustándose a
los recursos previstos. Pero a los directivos de la Warner aquel
preludio les parecía artificioso; no lo entendieron y querían quitarlo.
Marty replicó que, en ese caso, deberían quitar también su nombre
de los títulos, que había accedido a rodar aquel film, precisamente,
para poder filmar aquella escena. La cosa se puso seria; lo de
Scoresese no era un simple órdago. Calley y sus compañeros de la
Warner acabaron por ceder.
El film —secuencia inicial incluida— fue un éxito arrollador; la
taquilla multiplicó por más de diez los 1,8 millones de dólares que
había costado, lo que supone la proporción coste/beneficio más alta
de toda la carrera de Scorsese con la única excepción de Taxi
Driver. Alicia le valió a Burstyn su segunda nominación al Oscar y su
primera estatuilla, y dio al italoamericano lo que en el fondo
buscaba: el reconocimiento por parte de la industria, a la que había
demostrado su capacidad para hacer películas de género dentro del
sistema de estudios, para dirigir mujeres, y para ser aceptado por el
gran público manteniendo simultáneamente contenta a la crítica. A
raíz de aquella película, Marty entendió dos cosas. Una, que nunca
sería «un director de Hollywood, sino un director-a-pesar-de
Hollywood» 53 , y dos, y relacionada con la anterior, que si quería
hacer sus propias películas debería hacer, también, las películas de
otros. Así lo afirma él mismo, sin rebozo alguno, al comienzo del
documental A Personal Journey With Martin Scorsese Through
American Movies:
Desde que puedo hacer memoria, la pregunta clave para mí ha sido: ¿Qué hace falta
para ser un cineasta en Hollywood? Aún me lo pregunto. ¿Qué hace falta para ser un
profesional, o quizá incluso un artista en Hollywood? ¿Cómo se sobrevive a la lucha
constante entre la expresión personal y los imperativos comerciales? ¿Qué precio debes
pagar para trabajar en Hollywood? ¿Acabas por tener doble personalidad? ¿Haces una
para ellos y una para ti? 54 .

Una para ellos, una para ti. Es este principio el que ha llevado a
que Marty sea calificado, respecto de su relación con la industria,
como un insider-outsider; es decir, como el perro del hortelano, que
ni está fuera ni está dentro; o, más bien, dentro y fuera de
Hollywood al mismo tiempo, como una suerte de gato de
Schrödinger del sistema de estudios. En efecto, la fórmula, que
podríamos llamar principio de Marty, y que implica que el amor al
cine y a la propia visión autoral son directamente proporcionales al
sacrificio de las películas realizadas para otros, parecía funcionar;
había funcionado hasta ahora, si se repasan los cuatro primeros
largometrajes:

1. Who’s That Knocking at My Door?, para ti.


2. El tren de Bertha, para Roger Corman.
3. Malas calles, para ti.
4. Alicia ya no vive aquí, para ellos.

El principio de Marty se cumple con bastante fidelidad si uno


repasa el resto de la filmografía; nótese que la alternancia —no
necesariamente película a película, pero al menos sí por
temporadas— es casi perfecta en la siguiente lista:

5. Italianamerican, para papá y mamá.


6. Taxi Driver, para ti.
7. El último vals, por amor al arte.
8. New York, New York, para ti, para ti, para ti y, al final, para
nadie.
9. Toro salvaje, para ti y para Bobby De Niro; por ti.
10. El rey de la comedia, otra vez para Bobby.
11. Jo, ¡qué noche!, para ti
12. El color del dinero, para ellos.
13. La última tentación de Cristo, para ti.
14. Life Lessons, porque sí.
15. Uno de los nuestros, para todos.
16. El cabo del miedo, para ellos.
17. La edad de la inocencia, para ti.
18. Casino, para ti.
19. Kundun, para ellos.
20. Al límite, para ellos.
21. Gangs of New York, para nadie.
22. El aviador, para ellos.
23. No Direction Home: Bob Dylan, para ti, para montar a
gusto.
24. Infiltrados, para ellos.
25. Shine a Light, para ti y para los Rolling Stones.
26. Shutter Island, para ellos.
27. La invención de Hugo, para niños.
28. El lobo de Wall Street, para ti.
29. Silencio, para Dios.
30. El irlandés, para ti.
31. Los asesinos de la luna, para ti.

En lo sucesivo, llamaremos canon scorsesiano a la totalidad de


las treinta y una obras arriba listadas; en la mayor parte de ellas nos
centramos en este libro, pasando, no obstante, de puntillas por
algunas, e incluso por otras que se han quedado fuera, como el ya
citado A Personal Journey o alguno de los cortos de los años
sesenta. Quizás alguna lectora, algún lector, hubiera compuesto un
canon ligeramente distinto; a ellos, les remito sobre todo al prólogo,
pero también al epílogo de este libro.
Dos películas destacan en la lista precedente, porque acabaron
por no ser para nadie en lo que respecta a la visión artística y
autoral, a pesar de tratarse de apuestas personalísimas de
Scorsese. Paradójicamente las dos llevan inscrito en el título el
nombre de Nueva York, su tierra prometida. De la primera, New
York, New York, hablaremos con detalle en el capítulo siguiente.
Baste decir, por ahora, que su naufragio fue un mensaje de aviso a
la United Artists, que acabaría por ser hundida tres años más tarde
—en una sonora explosión a modo de traca final del Nuevo
Hollywood— a causa de la combinación entre los pésimos
resultados de Toro salvaje y el fiasco absoluto de taquilla que fue La
puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980) que se
estrenaron, en ese orden, con tan solo una semana de diferencia.
La segunda, Gangs of New York, fue una suerte de versión
scorsesiana de la anterior; la película más ambiciosa del director y
su más áspero fracaso, que estuvo a punto de sumir en la
bancarrota a la Miramax.
Miramax. Con ella, una vez patria del cine independiente
—capital, Sundance—, entra en escena uno de los personajes más
detestables del cine estadounidense en torno al cambio de milenio;
también uno de los más poderosos. Hablamos, por supuesto, de
Harvey Weinstein. Mucho antes del necesario #MeToo que condujo
a la condena judicial de este insaciable depredador sexual, el
periodista Peter Biskind escribió un libro en torno a la industria del
cine independiente de los años noventa, en la que la Miramax (o
sea, Weinstein) y el Festival de Sundance (o sea, Robert Redford),
que creó ex nihilo a Quentin Tarantino o Wes Anderson entre otros,
se reparten el protagonismo. Su título le viene que ni pintado a
Weinstein: Down and Dirty Pictures. Down and Dirty. Así era él.
Biskind —que fue invitado por el patriarca de Miramax a sus oficinas
en cuanto este tuvo noticia del libro que estaba escribiendo, con
intención de hacerlo callar— lo describe como «un caldero hirviente
de inseguridades, en el que el amor propio y el odio de sí mismo
luchan como dos demonios iguales en fortaleza, arrojo y
determinación» 55 . El relato de la primera vez que vio al productor no
tiene desperdicio:
Harvey estaba sentado detrás de un vasto escritorio hecho de algún tipo de madera
pulida, de un rojo brillante. Aunque le llevó su tiempo, acabó por encontrar su estilo: una
camisa de golf con el cuello abierto —revelando la cicatriz de la traqueotomía de su
enfermedad en Navidad de 1999— y pantalones oscuros sostenidos por tirantes
blancos. No pude evitar reparar en el bate de béisbol apoyado contra la pared, en una
esquina. […] Me hundí en un sofá de cuero como sin fondo, tan bajo que me obligaba a
mirarle hacia arriba, demasiado consciente del estilo a lo mini-Mussolini que desprendía
todo el lugar. Un aroma de amenaza inundaba el aire como el olor de neumáticos
ardiendo 56 .

Como aquel despacho y aquellas oficinas de Miramax estaban en


Nueva York —un modo de subrayar su independencia de
Hollywood, situado al otro extremo costero de los Estados Unidos—
el camino de la bestia debía necesariamente encontrarse tarde o
temprano con el de Scorsese, como así fue.
Marty quería hacer Gangs of New York a cualquier precio; era
uno de esos proyectos personales que, alimentados durante largos
años, pugnaban por ser realizados. En principio, la iba a producir
Disney, pero tras el fracaso de Kundun, con la que la major había
perdido dinero a espuertas, los agentes de Scorsese, sabedores de
su entusiasmo, comenzaron a buscarle otra tierra en la que pudiera
florecer. Universal estaba prohibida: Casino, un éxito de crítica y una
pieza de autor, había ido mal en taquilla; Paramount también, por
idénticas razones, aunque excluyendo el beneplácito de la crítica a
propósito de Al límite. Así que Gangs acabó aterrizando en
Miramax, para deleite de Weinstein, que pensaba que con la
reputación de Scorsese podría blanquear la suya propia, la cual, ya
por aquel entonces —y a pesar de su brutalidad para imponer la
omertá en torno a todo lo feo y sucio que ocurría en la Miramax—,
empezaba a caer en picado. Creía, además, que podría dar alas a la
violencia controvertida marca de la casa Scorsese, como se las
había dado a la de Tarantino, su ahijado cinematográfico. Y, por
encima de todo, creía que podría utilizar a Scorsese para hacer su
película. Estaba acostumbrado a que nadie le tosiera, nadie le
contradijera, todos acataran sus órdenes, so pena de ser
expulsados a las tinieblas exteriores. Pensó que el afable Scorsese
sería igual de maleable. Se equivocaba.
El enfrentamiento entre Weinstein y Scorsese a propósito de
Gangs of New York fue una lucha sin cuartel, cuerpo a cuerpo, una
especie de confrontación que resemblaba la de Bill the Butcher
(Daniel Day-Lweis) y Amsterdam Vallon (Leo DiCaprio) al final del
film. Colisionaron en su lucha personal dos concepciones del
mundo: la entrega artística del autor de irrenunciable idiosincrasia,
por un lado, y la lógica del dinero, por otro. Weinstein se creía que
era algo así como la reencarnación moderna de los fundadores de
los grandes estudios, el apóstol de la industria a la medida de Irving
Thalberg, Louis B. Mayer y David O. Selznick. Scorsese sabía que
era Scorsese, y perdió los nervios. Estuvo una y otra vez a punto de
abandonar el proyecto; antes marcharse que dar su brazo a torcer,
que doblegar su visión ante la de otro. Biskind reproduce el relato de
un amigo de Scorsese que, por miedo a Weinstein, prefirió
permanecer en el anonimato: «Marty piensa que no es su mejor
trabajo. Está descontento con la película». ¿La razón? La fuente
continúa:
[Marty] se quejaba de que Harvey, con sus sugerencias y su ego inmenso, fue una
tremenda losa a su creatividad. A cada paso creativo, Marty se sentía obstaculizado
para dar el siguiente. Sentía que Harvey le incapacitaba para tener una visión de
conjunto. Harvey le decía constantemente: «Tienes que hacer esto, tienes que hacer lo
otro, deberías eliminar esa escena, aquella otra». Y a Marty ningún productor le había
hablado así desde que era un crío 57 .

La contienda alcanzó una agresividad inopinada, de dimensiones


surrealistas. Se cuenta que Scorsese llegó a instalar espejos en los
monitores para ver cuándo aparecía Weinstein, quien no despegaba
su nariz del set de rodaje; se dice que, tras una acalorada discusión,
Marty le lanzó a Weinstein una mesa, que se astilló contra la puerta
que este consiguió cerrar a tiempo. El fragor de la batalla se
incrementó durante la posproducción del film, por básicamente todo:
desde su extensa duración —con un intimidatorio montaje inicial de
tres horas y cuarenta minutos— hasta detalles como la jarra llena de
orejas rebanadas por Hell-Cat Maggie (Cara Seymour) o algún
plano de perros comiendo ratas, que molestaban tanto a Weinstein
que prometió a Scorsese devolverle los tres millones de dólares de
penalización por haber excedido con creces el presupuesto si los
quitaba del montaje. Por no hablar del desprecio del productor hacia
Thelma Schoonmaker, a quien consideraba «demasiado vieja como
para hacer el trabajo» 58 . Thelma se quedó, las orejas
permanecieron, pero el conjunto acabó por sufrir, también al deber
ser recortado finalmente su metraje en cerca de una hora, por
imperativo de aquel a quien todos apodaban «Harvey manostijeras».
Nunca sabremos lo que Gangs of New York fue en realidad en la
cabeza de Scorsese: solo ha llegado hasta nosotros la sombra de lo
que pudo ser. Mejor eso, y dejar en el aire la duda que quién dio al
traste con la epopeya fallida, que sacrificar una visión personal;
mejor eso que suprimir la jarra de orejas, como afirma,
indirectamente, el propio cineasta:
Personalmente, no me gustan muchas de las cosas que veo; las encuentro ofensivas.
Pero es que de eso se trata. Tienes que dejarlo estar. En cuanto a mi manera personal
de tratar los temas, no puedo dejar que nadie me diga: «No hagas eso, que va a ofender
a la gente». No puedo hacerlo.
Por una parte, cuando hago una película de Hollywood, ello implica que tengo que
generar una cierta cantidad de contenido que haga una cierta cantidad de dinero. Si
decido hacer menos dinero, eso significa que puedo arriesgarme más en el contenido.
Así que el único criterio para las películas en las que estoy dispuesto a arriesgarme es
que sean sinceras, es decir, que sean honestas en lo que respecta a los propios
sentimientos y sinceras sobre la realidad que te rodea o la realidad de la condición
humana de los personajes. Si no es algo honesto ni sincero, entonces es un problema.
Si no crees en ello, ¿por qué lo haces? ¿Vas a ofender a la gente para hacer dinero?
¿Para qué? No tiene sentido. El dinero no significa nada. Todo lo que importa es el
trabajo, lo que está en la pantalla 59 .

Es toda una suerte que Marty sea capaz de afirmar que «el
dinero no significa nada», ya que la producción y posproducción del
film fueron una verdadera sangría económica, tanto para Miramax,
que invirtió toda su potencia financiera durante más de dos años en
un film que acabó por ser deficitario en la taquilla estadounidense,
como para Scorsese, que puso literalmente todos sus ahorros en el
proyecto, como confesaría en una entrevista: «Me arruiné con
Gangs. Invertí en Gangs todo mi dinero. Fue un desastre» 60 . Ambos
perdieron; aunque Scorsese, como Vallon, se mantuvo en pie, si
bien dolorido y contusionado. A Weinstein —y a Miramax— los salvó
de la tumba el éxito de Chicago (2002), que ganó el Oscar que
aquel perseguía y Gangs no le pudo dar; una película de estudio
dirigida por un realizador de estudio, Rob Marshall, sumiso y dócil a
la voz de su amo.
Por esas burlas del destino, la siguiente película de Scorsese, El
Aviador, también fue coproducida por Miramax. Una vez más, a
Weinstein le interesaba la buena prensa que contrarrestara sus
crímenes y Marty, a pesar estar horrorizado por esta segunda
colaboración, sabía que —aun estando la Warner de por medio— no
podría hacer aquel film sin Miramax. Esta vez, Weinstein dejó hacer
al director; el presupuesto fue de entrada más alto —el mayor del
canon hasta aquel momento: 110 millones de dólares— y Scorsese
casi consiguió respetarlo. Lo excedió en 500,000 dólares, que tuvo
que pagar de su propio bolsillo, lo cual era otra suerte de bancarrota
después de lo de Gangs (allí, dicho sea de paso, el sobrecoste fue
de más de 15 millones de dólares).
Pero los pagó con gusto. Ese es el precio del arte; el precio de
una visión artística. Todos los sacrificios son pocos ante el altar del
cine. Incluso los que Marty pide a veces de su público. Como el de
no criticar la larga duración de Los asesinos de la luna, que debido a
sus casi tres horas y media de metraje suscitó debates y debió
encajar la incomprensión, esa compañera inevitable de la carrera de
un Scorsese que, si jamás se arredró, mucho menos en el ocaso de
su vida. En una entrevista, el cineasta respondería a sus críticos:
«La gente dice que son tres horas, pero venga ya, puedes sentarte
delante de la tele y ver algo durante cinco horas […] tenle un poco
de respeto al cine» 61 .

***
A principios de los años setenta, cuando oía a Scorsese hablar horas y horas con mi
hermano [Paul Schrader], con De Palma, con Spielberg, sobre la manera de jugar el
juego del poder, la idea, nunca cuestionada, era que el poder era un medio, no un fin.
Queríamos hacer grandes películas, queríamos ser artistas, íbamos a descubrir los
límites de nuestro talento. Ahora, lo que queda es el poder por el poder, no un medio,
sino un fin en sí mismo. Los directores de esta generación empezaron creyendo, y se
comportaban como si hacer cine fuera una religión. Pero perdieron la fe 62 .

Todos perdieron la fe, salvo Scorsese. La perdieron, en efecto, en


la lógica del beneficio, en los laberintos del ego, en los espejismos
del éxito que impiden percibir lo real como posible, que invitan a la
huida en los oasis improbables de la fantasía megalómana.
Scorsese siempre permaneció como un fiel devoto de una religión
llamada cine: «Ir a la iglesia era una cuestión de fe. Pero también lo
era ir al cine. Algunas películas te impresionaban más que otras,
pero siempre conservabas esa fe» 63 .
Con el paso de los años y de las películas, su fe en el cine
crecería tanto que llegaría a convertirse en el gran apóstol moderno
del séptimo arte. Su olor de santidad cinematográfica es tal que se
le puede considerar prácticamente canonizado en vida. Así lo
manifestó con sus hechos Roberto Benigni, en la noche en la que
recibió el Gran Premio del Jurado en Cannes por La vida es bella
(La vita è bella, 1997). Aquel año del Señor de 1998, San Marty
presidía el jurado del célebre Festival. Benigni subió al estrado, se
postró ante él y, literalmente, le besó los pies. Pocos meses antes,
durante la concesión a Scorsese del premio a la carrera de toda una
vida que otorga (casi) anualmente el American Film Institute,
precisamente cuando se cumplían las bodas plata de aquel
galardón, su amigo Robert De Niro, encargado de entregárselo, lo
definió como una suerte de Papa del cine, ante la mirada ruborizada
del homenajeado:
Si alguien merece este premio, ese es Marty Scorsese. Su labor como director sería una
razón suficiente para ello, pero también lo es su amor al cine y todo lo que ha hecho
para honrar al cine y la conservación de películas. Quienes lo conocemos sabemos que
una vez pensó en hacerse sacerdote, pero sé que su verdadera vocación era la de
convertirse en lo que es hoy, el Sumo Sacerdote del cine. 64

Como de pasada, en el momento de la proclamación de Marty


como pontifex maximus, De Niro hacía hincapié en una faceta de la
dedicación al cine de Scorsese que, si bien se suele mencionar,
resulta infravalorada respecto de las consecuencias que tuvo para
su carrera cinematográfica y para la autoconstrucción de su imagen
autoral. Hablamos, en efecto, de su esfuerzo por la conservación y
la difusión de obras cinematográficas.
Todo empezó en el lejano 1980, poco antes del estreno de Toro
salvaje a las puertas de la Navidad de aquel año. Kodak se había
convertido, ya hacía tiempo, en el principal proveedor de celuloide
en América y en el mundo entero. No obstante, desde la caída en
desuso, en torno a 1950, del Tecnicolor de tres tiras, el celuloide
sufría el problema del desvanecimiento del color. Aunque ya había
denunciado la problemática en su discurso del Festival de Cine de
Nueva York en 1979, Marty recabó apoyos por parte de la industria y
de la academia —más de un centenar de firmas— y, el 12 de junio
de 1980, envió a Kodak una petición reivindicando la producción de
un celuloide menos sensible al desvanecimiento.
Como el magnífico estratega que es —entre otras cosas porque
no lo parece—, Marty usó la promoción de Toro salvaje en otoño de
aquel año para seguir haciendo campaña contra Kodak. El hecho de
que el film estuviese rodado en blanco y negro en su mayor parte
—salvo la deliciosa secuencia de la vida familiar de Jake LaMotta
(Robert De Niro) y las letras del título, que impactaban con su rojo
solitario al comienzo del film—, lo convertía en una palanca de
primer orden para la causa; de hecho, así se vendió, así lo vendió
Scorsese: como una suerte de protesta contra Kodak y el problema
del desvanecimiento de color. No obstante, la principal razón para
hacer Toro salvaje en blanco y negro había sido el consejo, tanto
por parte del director de fotografía del film, Michael Chapman, como
por parte del realizador Michael Powell de evitar el color para no
restarle valor a las imágenes, sobre todo a través de los guantes
rojos de Jake LaMotta. Los dos argumentos arriba referidos libraban
a Scorsese, por otra parte, del sambenito de manierista y
revisionista que le habían colgado los críticos con New York, New
York y que también habían usado contra Woody Allen, precisamente
por rodar Manhattan (1979) en blanco y negro.
El movimiento estratégico de Scorsese funcionó como una
carambola a tres bandas. En primer lugar, Toro salvaje tuvo, en
general, una buena acogida crítica. Por otra parte, Marty se convirtió
en abanderado de la industria al conseguir resolver un problema
real, dado que Eastman Kodak cambió, con notable agilidad, su
producción de película en color, y comenzó a suministrar, sin coste
adicional, celuloide mucho menos sensible al desvanecimiento. Y,
por último, la prensa se hizo eco de la campaña, desde revistas
especializadas como Film Comment o American Film, hasta
periódicos de masas como The Washington Post o The New York
Times. Además, Scorsese envió una carta con su reivindicación a
los críticos de Positif en verano de aquel año, consiguiendo que
tanto esa relevante revista especializada francesa como su directa
competidora, la antológica y ya citada Cahiers du cinéma, se
hicieran eco de la petición al otro lado del charco.
Con la campaña de Kodak, la carrera de Scorsese como director
quedaría indisolublemente unida a la de conservador de películas y
comisario de arte cinematográfico, facetas ambas entroncadas
—como él mismo ha reconocido— en su dedicación obsesiva al
coleccionismo de cine. Con el tiempo llegarían la Film Foundation y
su segunda y tercera derivadas bajo el nombre de World Cinema
Foundation y African Film Heritage Project, respectivamente;
llegarían también las incontables clases magistrales, las
conferencias, la participación de Scorsese como la más autorizada
de las voces en innumerables documentales en torno al cine. Pero
todo comenzó, cómo no, en Nueva York.
Su trampolín en el ámbito de la conservación sería el famosísimo
Museum of Modern Art (MoMA), ubicado en el Midtown de
Manhattan. De nuevo, con una innata habilidad para los negocios,
posiblemente emanada de su sangre italiana, Scorsese empleó
como asistente durante la campaña contra Kodak a Mark Del
Costello. El fichaje tenía una interesante vuelta de tuerca: Del
Costello era empleado en el MoMA. Desde el comienzo, además de
trabajar en la causa pro-preservación del color, Scorsese le encargó
catalogar su extensísima colección personal de vídeo, que
alcanzaba los cinco mil volúmenes de películas grabadas de la
televisión, más unos quinientos adicionales consistentes en copias
de vídeo a vídeo; completaban la colección unos treinta títulos en
celuloide de 16mm y una selección de pósteres de películas que
ocupaba un espacio sustancialmente mayor que aquellos. La jugada
era clara; afirma Del Costello: «Scorsese vio al MoMA como un
lugar en el que podría depositar sus películas y carteles y demás
objetos, y evitar el coste de almacenamiento, aunque manteniendo
la propiedad de todo ello» 65 .
Era un negocio redondo, un caso de win-win en toda regla.
Scorsese dejó de sufrir los ingentes costes de almacenamiento de
su colección, que amenazaban con devenir inmanejables. El MoMA,
en la persona de la responsable del Departamento de Cine, Mary
Lea Bandy, estaba encantado, porque reconocía en el
italoamericano a una pieza clave del Nuevo Hollywood, que, al
contrario que el Hollywood clásico, no estaba demasiado interesado
en la promoción del canon cinematográfico a través de alianzas con
museos, bibliotecas o instituciones públicas en general. Scorsese lo
estaba. Aquella cooperación, además, reforzaba el núcleo
reputacional que el cineasta, desde el comienzo, también ha sabido
explotar, y que ha impregnado su imagen autoral de creador único, a
saber: su condición de autor al margen de Hollywood aunque
trabajase para Hollywood; su mencionada naturaleza de insider-
outsider.
Como Scorsese, otros directores de la primera ola del nuevo
Hollywood buscaron también estrategias para defender su marcada
idiosincrasia, a veces al margen o en paralelo a la generación de la
propia filmografía, pero fracasando a menudo en el intento. Coppola,
henchido del ego —comprensible— de haber dirigido La
conversación (The Conversation, 1974), El Padrino (The Godfather,
1972), El Padrino II (The Godfather II, 1974) y Apocalypse Now
(1979), se creyó más listo que nadie y fundó Zoetrope Studios para
dar jaque a Hollywood y, de paso, democratizar la producción
cinematográfica a través del apoyo a la tecnología digital. La
ambición del Coppola empresario igualaba a la del Coppola director,
pero mientras que este —al menos durante unos años— demostró
ser un gran visionario, aquel fracasó precisamente en lo que acertó
Scorsese: en hacer los pactos necesarios, en asumir los
compromisos oportunos, como quien juega al ajedrez, para ganar la
partida en el largo plazo. El caso de De Palma fue aún más amargo:
se creyó el más guapo de la clase porque Kael lo quería, porque ella
había dicho —como queda referido— que era mejor que Hitchcock.
El cineasta se lo creyó tanto que fue perdiendo la gracia y la esencia
autoral, y la crítica se lo echó en cara. La respuesta de De Palma
fue meterse con todos. Cuando la prensa dijo que Obsesión
(Obsession, 1976) era poco menos que una sucursal hitchockiana, a
Brian no se le ocurrió otra cosa que tratar de desollar a Hitchcock
(¡!) usando como punto de apoyo su fallida última película, La trama
(Family Plot, 1976). Cuando los críticos volvieron a compararlo con
el mago del suspense en Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980),
la tomó con Kubrick y El resplandor (The Shining, 1980), estrenada
poco antes y, de paso, con la crítica y con la prensa. Así, mientras
Scorsese no paraba de hacer amigos, De Palma no paraba de
dinamitarlos. La vida de Brian, al menos en el dominio de la autoría
cinematográfica, nunca volvió a resurgir del todo pese a éxitos
razonables de público y/o crítica como Los intocables de Elliot Ness
(The Untouchables, 1987), La hoguera de las vanidades (The
Bonfire of the Vanities, 1990) o Misión imposible (Mission:
Impossible, 1996), primera entrega de la ya exprimida franquicia
bajo el signo de Tom Cruise.
Por otra parte, mientras que muchos de los principales —y más
beneficiosos, en términos monetarios— exponentes del Nuevo
Hollywood estaban interesados en las grandes epopeyas de factura
impecable (léase: el propio Coppola, Lucas, Spielberg, Cimino…),
Scorsese no lo estuvo, al menos al principio de su carrera; películas
como Gangs of New York o El aviador solo llegarían con el paso de
los años, de muchos años. Al joven Scorsese en la órbita de aquel
Nuevo Hollywood le interesaban más los personajes que las
historias; las relaciones entre ellos que la narración pulida y
coherente; sus contradicciones, que alcanzarían desde el fondo las
formas mismas de su cine. Había una buena razón para ello.

***
La cámara de Scorsese no dice «mira cómo veo esto», sino «mira esto conmigo» […].
Él cuenta con frecuencia la historia de cómo se sentaba en el piso de su familia en Little
Italy y miraba por la ventana el ir y venir de los gánsteres al club social situado al otro
lado de la calle. Algunos de esos recuerdos se reflejan en las escenas iniciales de Uno
de los nuestros. Los protagonistas de Scorsese no son los tipos de los coches
relucientes, aunque son bastante habituales en sus películas. Su identificación es con el
chico en la ventana 66 .

El crítico Roger Ebert, sobre quien volveremos a menudo y que,


más allá de este y otros cameos, hará su entrada triunfal en el
capítulo 4, resume en esta breve cita dos constantes del cine de
Scorsese. Una, que su cámara es empática. Lo es, de hecho, por
partida triple: es empática con el espectador de un lado de la
pantalla —al que propone una invitación—, empática con los
personajes al otro lado y empática con el propio Scorsese, quien,
desde niño, dada su condición de asmático, aprendió a vivir su vida
a través de la ventana: la de su casa, y aquella otra, gigantesca, que
encontraba en la sala de cine a la que solía llevarle su padre con
frecuencia cuando era un crío.
El cine era el modo de tener vidas extra, de vivir él mismo y
compartir con el espectador la vida de sus personajes. (El giro de
cámara de 90º en torno al proyector que inaugura la antológica
secuencia de créditos de Malas calles podría ser leído, quizás,
precisamente de esta manera: como un puente autoconsciente entre
quienes están del lado del proyector y aquellos que son
proyectados). Dirigir añadía a la identificación una interesante vuelta
de tuerca, como refiere, de nuevo Schrader: «[Marty] no era muy
agresivo, y creo que esta es una de las razones por las que sus
películas sí lo son, ahí lo suelta todo. Dice y hace todo lo que no
puede decir y hacer en su vida cotidiana» 67 . Golpeando sobre la
misma muesca, Spielberg, por su parte, afirmaría a propósito de la
relación entre Scorsese y De Niro y, por extensión, los personajes
representados por este:
Marty le permite a Bobby ser violento, ser el sicario, por así decirlo. Le permite a Bobby
caer, le permite sobrepasar los límites y perder el control, para que Marty pueda seguir
al mando. Pienso que Bobby es sencillamente genial como una especie de extensión de
lo que Marty podría haber sido si no hubiera sido cineasta 68 .

Dada su naturaleza empática, la cámara Scorsese no suele


juzgar moralmente a sus personajes; no le gusta; antes bien, tiende
hacer a que el público empatice con ellos, incluso con los más
indeseables, a través de la fragilidad compartida, de eso que la
Iglesia en la que había crecido llamaba pecado, afirmando que era
una tendencia universal. Pero, si alguna vez debe juzgarlos, le gusta
hacerlo a través de la relación que ellos tienen con el cine. Así, por
ejemplo, ¿qué mayor pecado podría existir para el Sumo Sacerdote
del cine, que alguien que estuviese en su templo —la sala—
fumando un puro y riéndose a estridentes carcajadas, estorbando el
visionado de los demás y profanando el silencio sepulcral debido por
el público presente? Justo así retrata Scorsese al personaje de todo
el canon que es poco menos que la encarnación del mal, Max Cady
(Robert De Niro) en El cabo del miedo. En el extremo opuesto,
¿cómo podría Scorsese transmitir mejor los sentimientos del primer
amor que cuando Hugo Cabret (Asa Butterfield), en la película que
incluye su nombre en el título, lleva a Isabelle (Chloë Grace Moretz)
a ver El hombre mosca (Safety Last!, Fred C. Newmeyer y Sam
Taylor, 1923), o la amistad y el destino común de Charlie (Harvey
Keitel) y Johnny Boy (Robert De Niro) en Malas calles, que
mostrándolos mientras dilatan, con su escapada al cine, su trágico
final? ¿Qué mejor manera de trasladar al espectador la
desorientación de Travis Bickle (Robert De Niro) en Taxi Driver que
mostrando cómo los desaparecidos cines porno eran el sitio de su
recreo, que veía esas películas como un crío que mirase algo
prohibido, tapándose a medias los ojos con un dedo? ¿Cómo
exponer de modo preciso la locura autorreferencial de Howard
Hughes (Leonardo DiCaprio) en El aviador sino viéndole desnudo
mirar en bucle sus propias películas? O, ¿cómo se podría subrayar
más hábilmente la humanidad —y la modernidad— del Dalai Lama
(Tenzin Thuthob Tsarong) en Kundun que viéndole reír con las
películas de Méliès?
En todos los casos, miramos a los personajes mirar a la pantalla;
se suele percibir el proyector disparando sus mágicos rayos sobre
sus cabezas o detrás de ellas, como exponiendo por un momento
ese magnífico juego de espejos entre espectador y personaje que
es el medio cinematográfico, como invirtiendo por un instante la
dirección del visionado, al ser nosotros quienes, desde la posición
de la pantalla, observamos a aquellos que están en la sala. Como
subrayando, en definitiva, la abolición última de la lógica
ellos/nosotros a través de una empática democracia de la
experiencia. Porque eso es, en el fondo, el cine de Scorsese cuando
es más puro, más scorsesiano; un cine de la experiencia más allá
del relato, que emana de la suya propia y que hunde sus robustas
raíces en el asfalto imposible de su patria: Nueva York.

23
A Personal Journey With Martin Scorsese Through American Movies (1995). Dirigido por
Martin Scorsese y Michael Henry Wilson. British Film Institute, Miramax, 02’ 54’’.
24
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes. 7.ª edición. Barcelona:
Anagrama, p. 296.
25
Kael, Pauline (1967): «Bonnie and Clyde», The New Yorker, 13 de octubre. Disponible
en: https://www.newyorker.com/magazine/1967/10/21/bonnie-and-clyde
26
Cfr. para estos puntos, Marie, Michel (2012): La Nouvelle Vague. Madrid: Alianza, p. 65.
27
Sarris, Andrew (1962): «Notes on the Auteur Theory in 1962», Film Culture, invierno
1962-1963, pp. 1-8.
28
Kael, Pauline (1963): «Circles and Squares», Film Quarterly. 16(3), pp. 12-26; aquí, p.
26.
29
Ibid., p. 13.
30
Parser, Stephen (1974): «There Is Something Sour About “The Sugarland Express”»,
The New York Times, 28 de abril, p. 11.
31
Biskind (2019): Op. cit., p. 208.
32
Ibid., p. 322.
33
Kael, Pauline (1973): «The Current Cinema: Everyday Inferno», The New Yorker, 8 de
octubre, pp. 157 ss.
34
Kael, Pauline (1975): «Woman on the Road», The New Yorker, 5 de enero 1975, p. 74.
35
Kael, Pauline (1990): «Tumescence as Style», The New Yorker, 17 de septiembre de
1990. Disponible en: https://www.newyorker.com/magazine/1990/09/24/goodfellas-review-
pauline-kael
36
Butler, Isaac (2023): El método. Cómo aprendió el siglo XX el arte de la actuación.
Madrid: Alianza Editorial, p. 357.
37
Cfr. Sánchez Noriega, J. L. (2017): Universo Almodóvar. Estética de la pasión en un
cineasta posmoderno. Madrid: Alianza Editorial, p. 190.
38
Biskind (2019): Op. cit., p. 395.
39
Ibid., p. 309.
40
Ibid., p. 316.
41
Jarmusch, Jim (2006): «2006 Charles Guggenheim Symposium Honoring Martin
Scorsese», en Ribera, Robert (ed.) (2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and
Updated. Jackson: University Press of Mississippi, p. 190.
42
Biskind (2019): Op. cit., p. 325.
43
Raymond, Marc (2013): Hollywood’s New Yorker. The Making of Martin Scorsese. Nueva
York: State University of New York, p. 67
44
Biskind (2019): Op. cit., p. 325.

45
Ibid.
46
Raymond (2013): Op. cit., p. 68.
47
Biskind (2019): Op. cit., p. 326.

48
Ibid.
49
Ibid., p. 327.
50
* Los números remiten a los códigos qr del «Anexo 2. Vídeos comentados».
51
* Canción que, ¿en un guiño a Marty?, Guillermo del Toro usa también en su
sobrevalorada La forma del agua (The Shape of Water, 2017).
52
** Aquí y en otras partes del presente libro, nos referimos con el término «diegético» a
todo elemento que forme parte de la historia narrada, y por «extradiegético» a aquello que
es propio del discurso, es decir, de los recursos de los que sirve el autor para narrar la
historia. En este sentido, hablamos de música diegética si emana del espacio dramático
(por ejemplo, de un transistor o un tocadiscos); es decir, si la escuchan tanto los personajes
en la pantalla como el espectador en la sala. Llamamos, por el contrario, música
extradiegética a aquella que forma parte exclusivamente de los recursos expresivos de la
narración y, por tanto —si no se rompe, como aquí, la transparencia del discurso— solo la
escucha el espectador, pero no los personajes. Cfr. Sánchez Noriega, J. L. (2018). Historia
del Cine. Teorías, estéticas, géneros. 3.ª ed., revisada y ampliada. Madrid: Alianza Editorial,
p. 658.
53
Geoff, Andrew (ed.) (2021): «Last Words. The Wisdom of Martin Scorsese»,
Sight&Sound Special: Martin Scorsese. A Life of Movies, p. 146.
54
A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995). Dirigido por
Martin Scorsese y Michael Henry Wilson. British Film Institute, Miramax, 10’ 06’’.
55
Biskind Peter (2004): Down and Dirty Pictures. Miramax, Sundance, and the Rise of
Independent Film. Nueva York: Simon & Schuster, p. 5.
56
Ibid.
57
Ibid., p. 403.
58
Ibid.
59
De Curtis, Anthony (1990): «What the Streets Mean», en Ribera, Robert (ed.) (2017):
Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, p. 119.
60
Polland, David (2014): «Scorsese on The Wolf of Wall Street», en Ribera, Robert (ed.)
(2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, p. 237.
61
Sharma, Devansh (2024): «Exclusive interview with Globes Best Director nominee
Martin Scorsese: “I love Chris Nolan’s work”», Hindustan Times, 13 de febrero. Disponible
en: https://www.hindustantimes.com/entertainment/hollywood/martin-scorsese-interview-
killers-of-the-flower-moon-leonardo-dicaprio-robert-de-niro-apple-tv-101695989444345.html
62
Biskind (2019): Op. cit., p. 366.
63
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese, Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
6.
64
American Film Institute (2010, 27 de agosto): Robert De Niro Salutes Martin Scorsese at
the AFI Life Achievement Award. [Video]. YouTube. https://youtu.be/0ZusYIccRuY?
si=t6tWlRLX_yIzYEQc
65
Raymond (2013): Op. cit., p. 96.
66
Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert. Chicago: The University of Chicago Press, pp.
4-5.
67
Biskind (2019): Op. cit., p. 395.
68
Grierson, Tim (2015): Martin Scorsese in Ten Scenes, Londres: Ilex, p. 56.
2
NO TOMARÁS NUEVA YORK EN VANO

Oh, it’s the only city.


LIONEL DOBIE EN LIFE LESSONS

En lo que a mí respecta, solo hay una isla,


Manhattan 69 .
MARTIN SCORSESE

En el principio, era Nueva York.


Nueva York lo era todo y a la vez. Era el hogar y era el exilio. Era
el cielo y el infierno. El destierro y la Tierra Prometida. Era la patria
de los curas y de los gánsteres, de las rameras; el humus fértil de
las bandas callejeras inundado de la música de mil radios, el lugar
del amor eterno y de los ajustes de cuentas, de los clanes
masculinos en los clubes y del matriarcado tras las puertas de la
casa. Nueva York era una cárcel voluntaria dominada por un código
no escrito, pero de todos conocido y al que todos rendían pleitesía.
Un lugar sin escapatoria, enraizado en la tradición de los ancestros.
Nueva York era, en definitiva, un pueblo de Sicilia recreado en Little
Italy, Manhattan.
Es inútil tratar entender la ciudad de Nueva York como un todo
homogéneo. Como afirma Richard A. Blake, «Nueva York es un
término demasiado vago; abarca demasiado como para aportar [en
sí mismo] alguna información útil […]. “Nueva York” es una
abstracción» 70 . La experiencia de un judío laico acomodado de
Brooklyn como Woody Allen —que se acerca a Manhattan en su
cine a través de la lente curiosa de un etnólogo— o de un
afroamericano de barrio obrero como Spike Lee distaba años luz de
la que podía tener un italoamericano como Martin Scorsese criado
en Little Italy, el gueto del Lower East Side que confinaba a la
segunda generación de descendientes de italianos llegados a
Manhattan 71 . Más aún, dentro del propio Little Italy, no era lo mismo
pertenecer a la comunidad siciliana afincada en torno a Elizabeth
Street —que marcaba su límite oriental—, que vivir en las
inmediaciones de Mulberry Street, donde se eleva la Vieja Catedral
de San Patricio, patrimonio común de los católicos italianos e
irlandeses. Los habitantes de las diversas manzanas del barrio se
conocían, se saludaban acaso con gentileza, y se daban la vuelta al
instante siguiente. El sentido de pertenencia y el conflicto derivado
del mismo era de un carácter profundamente identitario.
Aunque nacido en Corona, Queens, el 17 de noviembre de 1942,
Martin Scorsese debió mudarse al Lower East Side de Manhattan
junto con su familia, en torno a la edad de seis o siete años. El
pequeño Martin nunca entendería del todo los motivos del traslado,
aunque al parecer tuvo que ver con una descomunal bronca entre
su padre Luciano Scorsese (a quien todos llamaban Charlie) y el
casero, relacionado con algunos miembros de la mafia local que
habrían «facilitado» que los Scorsese pudieran habitar allí. En
cualquier caso, el cambio de lugar de residencia causó en Marty un
gran impacto. Tal y como lo recuerda su memoria adulta, aquel
enclenque niño asmático dejaba atrás un chalé con jardín y un árbol
en mitad del mismo —una imagen que remite al Edén bíblico, acaso
parafraseada en el manzano de La última tentación de Cristo— para
volver al entorno de Elizabeth Street, primero a la casa de sus
abuelos, en el número 241, y luego, tras unos meses, al número
253. La inocencia del futuro cineasta se quebraría pronto en el
nuevo entorno, al devenir espectador involuntario de la violencia y el
sexo, expuestos por doquier. Así, por ejemplo, recuerda Scorsese:
«[P]odías estar jugando en el arenero y algo caía detrás de ti; no
una bolsa de basura, como cabría esperar, sino un bebé que se
había caído del tejado» 72 .
Además de estar sometido a tales experiencias, debido a su
asma, el pequeño Martin no podía jugar con los demás niños del
barrio; ellos, con la inocente crueldad propia de la infancia, lo
llamaban «Marty Pills» [Marty Pastillas], debido a la medicación que
debía tomar. No sorprende, por tanto, que el joven Scorsese
encontrase en la Vieja Catedral de San Patricio y en el cine algo de
consuelo, la paz que reemplazaba a la del jardín de la casa de
Queens. Llevado a las salas desde la más tierna infancia por su
padre, para quien «el cine era un lujo que siempre se permitía,
aunque no hubiese dinero para otra cosa» 73 , las películas
significaban para Scorsese una ventana a otra dimensión, a un
mundo bien lejano de las angostas fronteras de Little Italy.
Particularmente el wéstern —su género favorito hasta la edad de 10
años 74 — causó en él una gran impresión: la luz del pleno día, las
vastas estepas, el aire libre. Una naturaleza que Scorsese
desconocía y que quizá, como a Charlie (Harvey Keitel) en Malas
calles, le produciría malestar, a él, un neoyorkino que había
mamado el asfalto y el humo con la leche materna; a él, un siciliano
de Little Italy.
Las irlandesas Hermanas de la Misericordia de la St. Patrick’s
School alimentaron la vocación sacerdotal de Marty; ya de niño,
quería ser cura, más aún, misionero, para deleite de aquellas
monjitas para quienes pintaba imágenes del Crucificado. Poco
sospechaban las cándidas religiosas que aquel pequeño, muchos
años más tarde, acabaría por filmar, en La última tentación de
Cristo, la representación de Cristo en la Cruz más polémica de todos
los tiempos; o que desplegaría su propio itinerario espiritual, con
todo el dolor que media entre las calles de Manhattan y la visión
beatífica, con todas las dudas posibles que acechan al creyente
honesto, a través de la historia de dos misioneros jesuitas del siglo
XVII en tierras japonesas, en esa obra maestra incomprendida
titulada Silencio.
La decisión de hacerse cura, de ir a conquistar lejanas tierras en
servicio de su Majestad, aquel Papa vestido de blanco que ocupaba
las estanterías de los restaurantes de Elizabeth Street, se mantuvo
durante algún tiempo en el alma inmadura de Marty 75 .
Seguramente, influyó también en sus pensamientos el hecho de que
ser sacerdote era uno de los dos mecanismos del poder de Little
Italy; el otro era entrar en la mafia 76 . Así, tras abandonar la St.
Patrick’s School, Scorsese ingresó en el seminario menor. El
destino, sin embargo, dispuso que cosechase allí unas calificaciones
pésimas, motivadas por su enamoramiento de una chica que,
además, hizo tambalear su de por sí más que endeble inclinación
por el celibato. Expulsado del seminario tras un solo año allí, se
matriculó en el instituto Cardenal Hayes, en el Bronx. Querría haber
proseguido sus estudios en la Universidad Jesuita de Fordham,
donde estaban sus amigos. Pero sus malas notas, unidas al hecho
de que en la Universidad de Nueva York (ubicada en el barrio de
Greenwich Village y conocida como NYU por sus siglas
anglosajonas) hubiera asignaturas de cine, le impulsaron a cursar
en esta última sus estudios superiores. Corría el año 1960. A partir
de ese momento, todo pasaría a través del cine. El pequeño Martin
ya había vivido como espectador la experiencia de que el cine lo
transportase a lugares inopinados y le diese la oportunidad de vivir
de modo indirecto lo que jamás hubiera sido posible experimentar
en primera persona. Como creador, podría incluso ser lo que
quisiera, como él mismo afirma: «Me crie con ellos, gánsteres y
curas. Y ahora, como artista, en cierta manera soy las dos cosas, el
gánster y el cura» 77 . El cine era poder.
Muy posiblemente, la filmografía de Martin Scorsese hubiera sido
bien distinta si no hubiera estado en el lugar preciso en el momento
correcto. Lejos del ambiente hollywoodiense de Los Ángeles, Nueva
York era la patria de la libertad creativa para los autores
cinematográficos, el suelo del que habían brotado los artículos de
Jonas Mekas en The Village Voice y la disruptiva Shadows (1959)
de John Cassavetes, estrenada tan solo un año antes de la entrada
de Scorsese en la NYU. Aquellos dos cineastas abanderarían la
segunda gran oleada de directores independientes americanos, al
constituir, en el mismo 1960, el New American Cinema Group. No
obstante, las tensiones en torno a la concepción artística del cine
aparecerían pronto. Mekas, por poner un ejemplo, nunca le
perdonaría a Cassavetes la retirada del primer montaje de Shadows,
mucho más arriesgado a nivel formal que el que ha llegado a
nosotros. Así, y a pesar de las inevitables y aun fructíferas
intersecciones, el grupo inicial se dividiría en dos: la Escuela de
Nueva York, capitaneada por Cassavetes, y el cine underground,
apadrinado por Mekas 78 .
En paralelo con este campo de batalla creativo, coexistía en
Nueva York, en aquellos años, otra contienda cinematográfica, de
carácter crítico. Desde las páginas del mismo The Village Voice en
el que Jonas Mekas luchaba su batalla por el reconocimiento del
cine underground, Andrew Sarris se haría eco de la teoría de los
autores. Por su parte, el genial Manny Farber, quien participara en la
creación de la Escuela de Pintores de Nueva York, se opondría con
sus textos para Film Culture —revista de cine de origen neoyorquino
que publicaba Mekas— a aquella misma teoría de los autores y a la
consagración de Hollywood como «high art». Ambos fenómenos
estaban intrínsecamente relacionados, ya que la política de los
autores establecida por Cahiers du cinéma había conseguido
rescatar de las garras uniformes de la industria hollywoodiense, al
menos en un nivel intelectual, a directores como Alfred Hitchcock o
Howard Hawks, subrayando su originalidad y su identidad autoral a
pesar de su trabajo desde dentro del sistema de estudios; una
reivindicación, todo sea dicho, realizada no sin cierta falta de
complicidad por parte del director y mítico fundador de la revista,
André Bazin.
Así, el seminal artículo de Farber Arte elefante blanco vs. Arte
termita 79 publicado en el número de invierno de 1962-1963 de la
mencionada Film Culture y, que paradójicamente, ocupaba las
páginas precedentes a las Notes on the Auteur Theory in 1962 de
Sarris, sería una especie de manifiesto en defensa de una pureza
artística del cine incompatible con cualquier restricción creativa. El
tercer artículo de aquel antológico ejemplar, que sucedía sin
solución de continuidad a los dos anteriores, era una crítica de Tirad
sobre el pianista (Tirez sur le pianiste, François Truffaut, 1960)
firmada por Pauline Kael. La presencia de Kael no hacía más que
abundar en la paradoja, dado que las visiones teóricas de los tres
influyentes críticos divergían hasta límites difícilmente conciliables.
Sobre la colisión frontal entre la teoría de los autores proclamada
por Sarris y su profundo rechazo por parte de Kael ya hemos
hablado en el capítulo 1. De modo extremadamente condensado, se
puede decir que para Sarris existían los autores y, para Kael, las
películas. Sarris reivindicaba la obra de todo aquel cineasta que
pudiera definir como auteur; intentaba explicar dicha obra, en el
artículo arriba referido, como un sistema de tres círculos
concéntricos, consistentes (de fuera hacia adentro) en el uso de la
técnica cinematográfica, el estilo personal y el significado interior.
Kael, como vimos, se burlaba de esta explicación, y todo lo que
conllevaba, desde el mismo título de su réplica, Circles and
Squares, subtitulada Joys and Sarris. Para ella, que defendía que el
valor de las películas residía en su capacidad de conectar de
inmediato con el público, la referencia a un concepto estético autoral
que pudiera elevar la obra más nefasta de un auteur por encima de
una película excelente de un simple artesano del sistema de
estudios le parecía poco menos que un constructo mental para
simplificarse la vida y evitar la aspereza de enfrentarse a cada film
sin prejuicios. Y luego estaba Farber, genial, aunque siempre más
ambiguo, que defendía el cine en tanto que «arte termita», esto es,
en tanto que desprovisto de pretensiones más allá de las puramente
artísticas y, por tanto, caótico, gratuito, destructor de sus propios
límites; en una palabra, original, pero sin pretenderlo. Se acercaba,
de este modo, a la absoluta libertad creativa que reclamaba Mekas
para su cine undergorund, que tenía la experimentación inscrita en
su ADN.
Scorsese aspira el aroma de su amado asfalto neoyorkino, en una de las localizaciones en las que se rodó
Malas calles. Créditos: Jack Manning / Archive Photos / Getty Images.

Si se quisieran reducir a su mínima expresión estas visiones


críticas, podría decirse que allá donde Sarris se fijaba en el auteur,
Kael incidía en la obra en sí, mientras que Farber o Mekas —y parte
del claustro de la NYU, en comunión especialmente con el segundo,
que acabaría por enseñar allí— reclamaban que el cine fuera arte
químicamente puro, desprovisto de reglas y ataduras. La colisión de
estas visiones críticas influiría de modo esencial en la gestación de
Scorsese como cineasta, cuyo paso por la NYU estuvo marcado por
este debate, como él mismo recuerda:
En aquel momento, apareció la revista británica Movie con su lista de grandes
directores, encabezada por Hawks y Hitchcock. Los profesores [de la NYU] estaban
completamente en desacuerdo con estos postulados críticos, pero lo que nosotros
aprendimos es que los nuevos críticos amaban también los filmes de John Wayne; salvo
que no eran filmes de John Wayne, sino de John Ford y Howard Hawks, expresándose
a través de él 80 .

A través de esos nuevos críticos influenciados por los franceses


de Cahiers, por tanto, Scorsese aprendió que —en contra de lo que
se enseñaba en las aulas— aquel cine que tanto le apasionaba, que
había acompañado su infancia asmática y su adolescencia hasta el
punto de volverlo completamente loco, era valioso. Por otra parte,
esta visión había emanado de las páginas de una revista de la que
emergería buena parte de los directores de la Novelle Vague cuya
obra tendría una gran influencia en la cultura cinematográfica
norteamericana de la posguerra, «especialmente en las grandes
ciudades como la Nueva York en la que creció Scorsese» 81 . Por
otra parte, aquellos franceses —Truffaut, Godard, Resnais—
influenciarían a Scorsese no solo con sus visiones críticas, sino
sobre todo con su cine, como él mismo afirma:
Estudié [en la NYU] entre 1960 y 1965, durante el auge de la Nouvelle Vague […].
[E]stas películas nos aportaron […] un sentido de libertad, de ser capaces de hacer
cualquier cosa. Para mí, los dos primeros minutos de Jules et Jim fueron los más
liberadores de todos […]. Resnais tuvo un impacto enorme: lo que hizo con el montaje
de Hiroshima mon amour y El año pasado en Marienbad sencillamente nos liberó por
completo 82 .

Aunque difería de las visiones críticas de los críticos de Cahiers,


Haig Manoogian, el profesor de la asignatura Historia del cine, la
televisión y la radio, coincidía con ellos en la necesidad de un
director de escribir sus propios guiones. Para Manoogian el cine era
algo sagrado; en palabras del propio Scorsese, el profesor
transmitía «un celo casi religioso» 83 por el séptimo arte, lo que
colisionaba con las expectativas de la mayor parte de los alumnos
—que pensaban que les iban a regalar un par de créditos solo por ir
a clase a ver películas—, aunque no de Marty, cuya primera clase
en la NYU fue impartida por aquel que devendría una de las
mayores influencias en su estética. Pronto, Scorsese lo tomó como
mentor, y Manoogian lo apadrinó encantado. No es que discípulo y
maestro siempre coincidiesen: discrepaban en gustos y en
cuestiones de canon cinematográfico, pero se entendían bien. Un
alma tan consagrada al cine como la de Manoogian habría
percibido, sin lugar a dudas, que aquel muchacho italoamericano de
cejas espesas tenía talento, y podría dejarse la piel y la vida
haciendo filmes. Y Marty, por su parte, afirma acerca del impacto
que le generó conocer a Manoogian y oírle hablar de cine: «Me di
cuenta de que podría poner aquella pasión [por ser sacerdote] en
hacer películas, y entonces me di cuenta de que mi vocación
católica, en cierto sentido, pasaba por la gran pantalla» 84 .
No obstante, si en algo influyó Manoogian a Scorsese fue, sobre
todo, en que no se cansaría de repetirle que, en sus películas,
hablase de su propia vida, de lo que conocía. Y lo que Marty
conocía, ante todo, eran las calles de Little Italy, cargadas de
violencia y religión. La obediencia a su maestro no se acaba de
percibir en el primero de sus cortos, What’s a Nice Girl Like You
Doing in a Place Like This, de carácter altamente experimental y
metadiscursivo 85 *, fuertemente inspirado tanto por la libertad formal
y la predominancia de la narración por medio de la voz en over —
características de los filmes de la Nouvelle Vague— como por los
shows televisivos estadounidenses. Sería por primera vez en su
segundo corto, It’s Not Just You, Murray en el que Scorsese
descendería a las aceras de Little Italy. El film, su primer trabajo
escrito a cuatro manos con el guionista Mardik Martin, presentaría
ya de modo muy embrionario algunas de las constantes estilísticas
del cine de Scorsese, como los elementos autobiográficos, las
tomas largas cámara al hombro, la pareja protagonista de
personajes varones y, por supuesto, Nueva York. Su Nueva York:
aquel pueblo de Sicilia en torno a Elizabeth Street. Ambos cortos
fueron presentados y premiados en el National Student Film Festival
de 1965, un pequeño festival de cine patrocinado, entre otros, por el
Lincoln Center, que tan solo dos años antes había impulsado la
creación del New York Film Festival.
Era un comienzo. No obstante, no era suficiente. El deseo de
Scorsese —catalizado por Manoogian— de reproducir en el cine lo
que había sido su experiencia en Little Italy era inabarcable en un
corto de quince minutos. Pugnaba por salir, por explotar
—literalmente— en la gran pantalla. Si John Ford había hecho del
cine una ventana a Monument Valley, o si Truffaut había narrado en
Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959) su infancia en torno
a la Plaza de Clichy, ¿por qué no iba Martin Scorsese a poder
compartir con el mundo entero su experiencia en aquella sucursal
siciliana en mitad de Manhattan en la cual se había criado?
Nada lo impedía. Alentado por sus experiencias exitosas, y lejos
de ser el espíritu apocado que muchos de sus compañeros asumían
que era, Scorsese planificó una entera trilogía de corte
autobiográfico, a fin de construir un puente entre Little Italy y el resto
del mundo. El primero de los filmes —que nunca vio la luz— debía
titularse Jerusalem, Jerusalem; de haberse rodado, hubiera girado
en torno a las experiencias de un joven católico en un retiro
organizado por los jesuitas. La pieza central del tríptico, Who's That
Knocking at My Door? (1969), sí llegó a materializarse y se convirtió
en el primer —e injustísimamente olvidado— largometraje de
Scorsese. El último capítulo iba a llamarse Season of the Witch y,
por buenas razones, acabó abandonando el poso de superstición
siciliana inherente a su título y convirtiéndose en la obra que
marcaría el reconocimiento unánime del italoamericano, su
verdadero dies natalis al paraíso cinematográfico: Malas calles.

***

El rodaje de Who’s That Knocking at My Door? fue una auténtica


pesadilla. Comenzó en 1965, coincidiendo prácticamente en el
tiempo con la graduación de Scorsese en la NYU y su primer
matrimonio con Larraine Marie Brennan. Siguiendo la buena
experiencia de trabajo en común, Scorsese volvió a escribir el guion
junto con Mardik Martin. El mordaz Peter Biskind afirma que «los
dos eran bajitos y maníacos, dos intrusos con pocas
probabilidades» 86 . Su amistad, por tanto, parecía preprogramada,
así como la crisis matrimonial del italoamericano, que no soportó el
estrés de la génesis de Who’s That Knocking at My Door?, como
recuerda él mismo: «Mardik y yo acabábamos con frecuencia
escribiendo en su coche, en medio de la nieve, muertos de frío y
pensando que estábamos locos; vivía en un apartamento minúsculo
y nuestras mujeres nos odiaban» 87 .
La referencia al pequeño apartamento en el que vivía con su
mujer y su hija recién nacida, Catherine —así bautizada en honor a
la madre de Scorsese— subraya las escasas posibilidades
económicas que tenía el italoamericano para acometer un proyecto
de tal envergadura, «la primera película de estudiante de cine
rodada en la Costa Este en blanco y negro en 35 mm» 88 . Los
retrasos eran constantes: rodaban cuando podían, cuando tenían
dinero para hacerlo. Lo cual conllevaba que, de una sesión de
rodaje para la siguiente, los actores ya se habían cortado el pelo y el
montaje no encajaba, por falta de raccord. Esto era especialmente
sangrante en el caso del protagonista, Harvey Keitel, un judío de
origen polaco, absolutamente desconocido por aquel entonces, que
trabajaba como estenógrafo en los tribunales para ganarse la vida, y
que, a fin de superar un problema de dislexia, comenzó a recibir
clases de interpretación nada menos que en el mítico Actor’s Studio,
de la mano de Lee Strasberg y Stella Adler, maestros del famoso
Método basado en las innovaciones de Constantin Stanislavski 89 *.
Para Keitel, aquel rodaje de más de dos años y la actitud del
propio Scorsese serían un verdadero calvario; probablemente, de
haberlo sabido, nunca hubiera respondido a aquel anuncio de
periódico en el que aquel buscaba un protagonista para su ópera
prima. Al final, después de muchos parones, de la première
catastrófica de uno de los primeros montajes bajo el título de Bring
on the Dancing Girls, de filmar en diversos formatos y de
aportaciones económicas de la más diversa procedencia —desde
los 17.000 $ que Haig Manoogian y Joe Weil consiguieron juntar,
hasta la cuenta del laboratorio cinematográfico que Charlie
Scorsese pagó directamente de su bolsillo— la primera versión de la
película vio la luz, bajo el título I Call First, en el Festival de Cine de
Chicago de 1967. No obstante, y a pesar de algunas críticas
positivas como la de Roger Ebert —discípulo aventajado de Pauline
Kael—, Marty no conseguía distribuidora. Al fin, durante una
estancia en París en 1968, el director conocería a Robert Brenner,
un distribuidor de softporn que se ofreció a darle salida comercial a
cambio de que el film incluyese una escena de sexo, la cual se
acabaría materializando en la secuencia onírica de las fantasías
sexuales de J.R. (Harvey Keitel) 90 . Así, el film se estrenaría en
salas, en su forma y con su título actuales, diez meses después de
su competición en el Festival de Chicago. Fue durante aquel año de
la revolución parisina cuando Scorsese conoció a Jay Cocks, un
reportero de la revista Time que consiguió pases de prensa para
que Marty y sus amigos pudieran acudir al Festival de Cine de
Nueva York. Más importante aún, durante aquella estancia Cocks
convenció a John Cassavetes para que fuera a ver la ópera prima
de Scorsese. El padre fundador de la Escuela de Nueva York salió
maravillado de la proyección. «Es tan buena como Ciudadano Kane.
No, es mejor que Ciudadano Kane, tiene más corazón» 91 , afirmaría
Cassavetes. Añade Cocks, recordando el momento: «[Marty] no
podía creerse lo que Cassavetes decía de su película. Y John lo
decía en serio; a partir de ese día, quiso a Marty como a un hijo» 92 .
Para Scorsese, la bendición paterna de Cassavetes supuso la
confirmación definitiva de que estaba haciendo lo que debía hacer.
El consejo de Manoogian había surtido efecto, y la experiencia de
Scorsese en las malas calles de Little Italy había supuesto su big-
bang cinematográfico. El propio Scorsese afirma: «Fue la primera
película en mostrar cómo eran en realidad los italoamericanos, y lo
bueno que era aquello» 93 . También Robert De Niro le reconocería a
Scorsese, cuando se conocieran cuatro años después, que la
película era «la única representación precisa de la vida en el Lower
East Side hasta aquel momento» 94 . En efecto, el aroma de
Elizabeth Street impregna todo el film desde su primera secuencia,
en la que a las imágenes de Catherine Scorsese como matriarca
católica que prepara la merienda a sus vástagos bajo la mirada
atenta de la Virgen María siguen los planos rodados cámara al
hombro de una paliza callejera. Esa era la Nueva York de Scorsese.
Y era violenta, obsesiva y maravillosa.
En los diez primeros minutos del metraje, el film presenta al
personaje principal, J.R. que vive a medio camino entre su férreo
catolicismo, los encuentros con sus amigos en un local del barrio
—adornado por los pósteres de Playboy— en el que la violencia es
de carácter cotidiano, y su amor por el cine. Será este el que le
conduzca a entablar conversación por primera vez con la chica judía
sin nombre de la que se enamora (Zina Bethune), mientras ambos
esperan, en Staten Island, el ferry que los ha de llevar a Manhattan.
Ya en esta ocasión J.R. revelará lo difícil que es para él respirar allí,
fuera de su Nueva York confinada entre los bloques de Little Italy.
Un apunte acaso menor, pero absolutamente programático tanto de
su relación con la chica —que acaba mal— como del resto del cine
de Scorsese: de Nueva York (léase: la parte de Nueva York en la
que uno ha crecido) no se sale, so pena de enfermedad y muerte.
Volveremos sobre ello.
El influjo de la única ciudad posible para Scorsese se dejaría
también sentir en su juego con las formas cinematográficas, en sus
ganas de experimentar con el montaje (a cuatro manos con Thelma
Schoonmaker), sirviéndose de encadenados imposibles o de los
jump cuts inventados por Godard una década antes, en sus elipsis,
sus ángulos de cámara inusuales y, por supuesto, su uso de la
música. Fue aquí y no en Malas calles (como es la errónea creencia
común) cuando Scorsese construyó por primera vez una banda
sonora en base exclusivamente a canciones preexistentes, es decir,
aquellas canciones, habitualmente pertenecientes a la cultura
popular, no creadas específicamente para una película, sino que
existen con anterioridad a y con independencia de la producción de
la misma. Scorsese y otros autores —con frecuencia
posmodernos— que usan en sus filmes canciones preexistentes, se
sirven a menudo del significado textual —la letra— de estas para
manifestar sentimientos o emociones ocultos de los personajes,
como es propio del coro griego. También es habitual el recurso al
significado paratextual de las canciones, es decir, aquel derivado de
sus circunstancias de producción, como por ejemplo la época o el
lugar en los que se enmarcan, y que pueden ser evocados en el film
a través de ellas. El momento epifánico que impulsaría a Scorsese a
dar este salto —y que acabaría por devenir histórico en su
influencia— aconteció durante el visionado de un film prohibido,
Scorpio Rising (Kenneth Anger, 1963), un cortometraje experimental
censurado por su temática en torno a un grupo de motoristas nazis
homosexuales:
[L]os profesores de la NYU siempre nos habían dicho que no podíamos usar música en
nuestras películas de estudiantes debido al copyright. Y ahí estaba la película de
Kenneth Anger, paseándose por los tribunales por delitos de obscenidad, pero a nadie
parecía preocuparle que usara aquellas canciones increíbles de Elvis Presley, Ricky
Nelson y The Rebels. Aquello me dio la idea de que podía usar la música que quisiera.
Y reservé parte de la música que me gustaba para Who’s That Knocking at My Door? 95

Así, por derecho propio, con esta película, Scorsese entraba en


la categoría de lo que la académica Claudia Gorbman ha dado en
llamar auteur melómane, es decir, aquel que no trata la música
como «algo para delegar en el compositor o incluso en el supervisor
musical, sino más bien como un elemento temático clave y un
indicador de su estilo autoral» 96 .
Quizás si su primer largometraje no hubiera estado ambientado
en Little Italy, si Scorsese no hubiera querido expresar su
experiencia en aquellas calles, nunca habría nacido ese director
melómano universalmente aceptado como uno de los pioneros en el
uso de la música preexistente. Pero Nueva York era música. Si de lo
que se trataba era de transmitir una experiencia, no se podía
prescindir de los compases que le servían como sustrato. Por eso,
habiéndosele abierto los ojos con la película de Anger, Scorsese no
podía obviar en su mundo fílmico el clima musical que se vivía en
las calles de Little Italy, en las que
la experiencia de la música era fundamental. Yo vivía en un barrio abarrotado donde la
música salía constantemente de todos los pisos que daban a la calle, de los bares y las
tiendas de caramelos. La radio siempre estaba encendida […] y, en las áreas
residenciales, podías escuchar ópera emanando de una habitación, Benny Goodman de
otra, y rocanrol desde el piso de abajo 97 .

La revelación que fue Scorpio Rising era la respuesta a una


pregunta que Scorsese se había hecho muchos años antes, cuando
observaba, asomado desde su ventana a Elizabeth Street, cómo un
mendigo borracho trataba de robar a otro, mientras que, emanando
de no se sabe dónde, se escuchaba la música de When My Dream
Boat Comes Home, de Fats Domino. Aquello, asegura Scorsese, le
«hizo pensar: ¿por qué no harán esto en las películas? […] Por eso,
Who’s That Knocking at My Door? fue como una granada de mano
que hacía explotar toda su música en mitad del público» 98 .

***

Scorsese había puntuado muy alto con su primer largometraje, pero


acabó divorciado y arruinado. Una vez más, como una especie de
hada madrina, Haig Manoogian acudió en su ayuda, y le facilitó la
docencia de las asignaturas Técnicas cinematográficas básicas y
Crítica de cine. Así, en 1969, Scorsese comenzó su etapa docente
en la NYU. Un año más tarde, participaría en Street Scenes 1970,
un film sobre las protestas callejeras que tuvieron lugar en Nueva
York como consecuencia de la invasión de Camboya y los tiroteos
del Estado de Kent. La relación de Scorsese con este largometraje
documental, cuyo montaje supervisó y algunos de cuyos fragmentos
son de su autoría, es ambivalente y oscura.
A pesar del éxito de Who’s That Knocking at My Door?, las
puertas de la industria no se habían abierto aún para Scorsese. La
razón fundamental era bien sencilla: aún no era uno de los nuestros;
no pertenecía aún a las asociaciones de directores de Nueva York,
con el Director’s Guild, instalado en la calle 42, a la cabeza; todavía
debía demostrar que estaba a la atura de la industria. La industria,
por su parte, estaba en otro lugar, en California, en Los Ángeles. De
modo que Scorsese viajó para allá a comienzos del año 1971,
invitado por Fred Weintraub, entonces vicepresidente de la Warner
Bros. y que había comprado para su distribución Woodstock (1970),
editada al alimón por Scorsese y Thema Schoonmaker. Weintraub
conoció a Scorsese mientras montaba aquel film —debut como
director de Michael Wadleigh, quien había fotografiado Who’s That
Knocking at My Door?— y admiró su trabajo, así que confió en que
podría arreglar el desastroso trabajo de montaje de la nueva película
que acababa de producir, sobre unos rockeros hippies que recorrían
los Estados Unidos en una gira de conciertos gratuitos.
El viaje a Los Ángeles iba a durar, en principio, dos semanas: se
trataba de volver a montar aquella película, que se llamaba Medicine
Ball Caravan (François Reichenbach, 1971), y volver rápidamente a
Nueva York, porque a Marty, como a J.R., estar lejos de su patria le
impedía respirar: «[F]ue una época muy, muy desagradable para mí,
por la adaptación necesaria entre Los Ángeles y California, que es
muy dura de conseguir si eres profundamente neoyorquino» 99 .
Afortunadamente, Weintraub no solo le abrió las puertas de la
industria, sino también de su casa, en aquellas fiestas domingueras
en las que se daba cita la crema y nata de los novatos de
Hollywood. Allí conoció Scorsese a Brian De Palma, y también a
Sandy Weintraub, una de las dos hijas de Fred, una hippy apenas
mayor de edad y que, aunque también residía en Nueva York, había
ido a Los Ángeles a visitar a su padre. Fue un flechazo, amor a
primera vista; en palabras de Sandy: «Marty me pareció la cosa más
mona que había visto jamás. Era un poco regordete, llevaba el pelo
largo y no tenía cuello» 100 . Desde aquel momento, Sandy sería una
pieza clave en la vida profesional y sentimental de Scorsese,
durante los años decisivos del ascenso de su carrera profesional.
Montar no estaba mal, pero Scorsese ansiaba seguir dirigiendo,
lo cual no era en absoluto fácil. Poco después de su llegada a Los
Ángeles, la agencia de William Morris le puso en contacto con Roger
Corman. Corman era una pieza fundamental en Hollywood, un
maestro de las películas de serie B. Tremendamente hábil para
entender el negocio cinematográfico, Corman era una rara avis en el
panorama cinematográfico estadounidense: su inusitada
independencia creativa era compatible con unos estupendos
números de taquilla. En el haber de Corman figura también su
finísimo olfato a la hora de reconocer el talento que lo rodeaba; fue
él quien descubrió a Jack Nicholson, y quien supo impulsar a
algunos de los pilares del Nuevo Hollywood, como Brian de Palma,
Francis Ford Coppola o el propio Martin Scorsese.
Como Cassavetes, Corman era de la opinión de que Who’s That
Knocking at My Door? rezumaba talento, de modo que propuso a
Scorsese la dirección de un remake de Bonnie y Clyde (Bonnie and
Clyde, Arthur Penn, 1967) bajo el título de El tren de Bertha.
Scorsese preguntó si en el film habría disfraces y pistolas, y aceptó
cuando Corman asintió. El guion estaba escrito, y el veterano
director puso su equipo a la disposición del joven cineasta, que se
podía tomar las libertades creativas que quisiera, pero con una
condición, impuesta por el propio Corman: «Lee el guion,
reescríbelo cuanto quieras, pero recuerda, Marty, meter algo de
desnudo por lo menos cada quince páginas. No un desnudo integral,
pero quizá un hombro, o una pierna, para mantener el interés del
público» 101 .
El rodaje completo duró veinticuatro días. Como afirma el propio
Scorsese: «El mejor curso de posgrado que podías hacer en
América en aquel momento era trabajar para Roger Corman» 102 . En
efecto, con aquella película, Scorsese demostró que ya era un
profesional; se trataba, en sus propias palabras, de un film «para los
chicos de la calle 42» 103 , los miembros de Director’s Guild, quienes,
ahora sí, lo aceptaron en la asociación. Más allá de este necesario
reconocimiento, el regusto de El tren de Bertha fue agridulce para la
carrera de Scorsese. Si bien es cierto que la cinta obtuvo un
pequeño margen de beneficio, era como si, con ella, se hubiera
extinguido el talento del italoamericano. Cassavetes, que pudo
visionar junto a Scorsese una de las copias de montaje, fue
tremendamente taxativo al respecto: «Marty, acabas de pasar un
año de tu vida haciendo un pedazo de mierda. Es una buena
película, pero tú eres mejor que la gente que hace este tipo de
películas. No te metas en el mercado del exploitation, haz algo
distinto» 104 . Cassavetes le recomendó volver a los orígenes, a
Who’s That Knocking at My Door?, y le preguntó si no había algo de
ese estilo que se estuviera muriendo por rodar. «Sí», afirmó
Scorsese, «aunque necesita una reescritura». «¡Pues entonces
reescríbelo!» 105 , exclamó su maestro.
Alejarse de Nueva York, delante y detrás de las cámaras, en
sentido literal y figurado, no le había hecho bien a Scorsese. Le
había dejado sin aire, como a J.R. Era el momento de volver.

***

Roger Corman había leído una de las muchas versiones del guion
de Malas calles, y le había gustado. Corman sabía que Scorsese
tendría dificultades para financiar un film de tal calibre, sabía que el
italoamericano tenía talento y sabía, también, que querría —es más,
que necesitaba— rodar en Nueva York. Su oferta fue tentadora: «Si
quieres hacer Malas calles», le dijo a Marty, «y si estás dispuesto a
columpiarte un poquito, y hacer a todos los protagonistas negros, te
daré 150.000 $ y […] un equipo para rodarlo todo en las calles de
Nueva York» 106 .
Desde luego, era como para pensárselo, pero posiblemente, en
la cabeza de Scorsese, resonaban tanto las palabras de Manoogian
(«habla de lo que conoces»), como las de Cassavetes («no te metas
en el mercado explotaition»). Cambiar la raza de todos aquellos
protagonistas implicaba hacer un blaxploitation: una vuelta de tuerca
en el sentido equivocado. Además, afirma el director, «no podría
imaginarme a todos esos chicos negros en la iglesia, o yendo a
confesarse. No iba a funcionar» 107 . Scorsese se mantuvo en sus
trece, y Corman, que le tenía cariño y confiaba en su talento, le
prestó su equipo —el mismo que el de El tren de Bertha— a
condición de que todo se rodase en Los Ángeles. Al final, Marty
consiguió, hábilmente, que Corman le permitiera rodar en seis días
con sus seis noches los exteriores y algunos de los interiores de
Nueva York que jamás hubiera sido posible recrear en cualquier otro
lugar: los edificios de Little Italy, la Vieja Catedral de San Patricio
con su cementerio, las escenas de persecución en torno al puente
de Brooklyn. Fue un trabajo frenético. Acto seguido, los actores y el
resto del equipo —salvo los estudiantes de la NYU que, a fin de
abaratar costes, acompañaron a Scorsese durante aquella semana
en su ciudad natal— se trasladaron a Los Ángeles, donde se rodó el
resto del film en otoño de 1972. Buena parte de la financiación (el
film costó la suculenta suma de 600.000 $) fue aportada por
Jonathan Taplin, quien había sido el mánager de giras de Bob
Dylan. Estableció el contacto Verna Bloom, esposa de Jay Cocks;
este último le sugirió a Scorsese que aligerase el material religioso
del guion y que, parafraseando a Raymond Chandler, lo titulase
Malas calles. Y así fue.
Cuando el primer montaje del film estuvo acabado, no sin ciertas
reservas, Scorsese se lo quiso enseñar a Cassavetes. La reacción
de este tras el visionado no se hizo esperar: «Hagas lo que hagas,
no la vuelvas a montar» 108 . Scorsese había vuelto a Nueva York, y
había ganado. Malas calles era la consecuencia práctica y la
evolución lógica de Who’s That Knocking at My Door? Todos los
aspectos de la estética scorsesiana presentes ya en aquel film,
florecían aquí de modo explosivo; el film se convertiría por derecho
propio en el germen de la estética de Martin Scorsese. Así, la
experiencia en Little Italy, con su violencia, su provincianismo
siciliano, sus clanes mafiosos y su sustrato católico, alcanzaba con
Malas calles cotas insuperables. También lo hacía el empleo de
canciones preexistentes y, en general, la relevancia de la banda de
sonido, que, más aún que en el primer largometraje, adquiría un
protagonismo que por lo general le estaba negado en el Hollywood
clásico. Así, por ejemplo, el comienzo del film, con su pantalla en
negro y la voz over de Scorsese hablando de pecado y penitencia,
seguida del montaje en jump cuts de la cabeza de Charlie cayendo
sobre la almohada al ritmo de la percusión de Be My Baby era algo
nunca visto. Ya no era solo que Scorsese pusiera en su film la
música de las calles de Little Italy, sino que ella determinaba el
componente visual del film: «Malas calles presentaba la música con
la crecí, y esa música me sugería imágenes», afirmaría Scorsese.
«Para mí, Malas calles tenía la mejor música posible, porque era la
que yo disfrutaba y era parte de nuestra vida […]. Para mí, toda la
película era Jumping Jack Flash y Be My Baby» 109 .
Jumping Jack Flash [ 2], el otro momento comentado por
Scorsese en la cita anterior, impone en efecto el tono de uno de los
instantes más comentados e imitados de la filmografía de Scorsese:
aquel en el que Johnny Boy (Robert De Niro) abrazado a dos chicas,
entra en el bar de Tony (David Proval). Charlie (Harvey Keitel) lo
mira con preocupación, y el momento se sostiene en un trávelin de
aproximación combinado con cámara lenta. La mezcla de música
preexistente extradiegética, trávelin y ralentización de la imagen,
usada por primera vez aquí, acabaría por devenir uno de los
estilemas scorsesianos más reconocibles e imitados. También otros
momentos, como la mítica escena de la borrachera de Charlie, en la
que la cámara, amarrada al pecho de Keitel, se movía con este al
son de Rubber Biscuit, se convertirían en hitos cinematográficos que
marcarían un nuevo modo de hacer las cosas, que reverberarían
como destellos de renovación formal en la Historia del Cine.
El éxito de Malas calles fue proverbial. La crítica se mostró
unánimemente positiva, salvo un par de excepciones, más
reservadas que abiertamente demoledoras. Pero sobre todo la
crítica por antonomasia, Pauline Kael, defendió desde las páginas
de la revista más neoyorkina posible, The New Yorker, la relevancia
de Malas calles, como vimos en el capítulo anterior. No obstante,
parece que mucha gente compartía la misma opinión de Kael, aún
antes de haberla leído: el film fue estrenado en el Festival de Cine
de Nueva York, el 2 de octubre de 1973, y el visionado acabó con el
público en pie y una ovación generalizada.
Para la carrera del propio Scorsese, haber debido filmar el grueso
de la película en Los Ángeles tendría un doble impacto. Por un lado,
lo acercó a la industria: desde aquel momento, Scorsese sería parte
fundamental del Nuevo Hollywood. Por otro, se hacía evidente que,
en la entraña de su cine, estaba inscrita Nueva York. Pero Nueva
York era más que una localización: era una experiencia. Y si había
podido llevarse, de modo creíble y aun magistral, esa experiencia a
Los Ángeles, nada impedía que se la llevase a cualquier lugar, a
cualquier tiempo. Esa experiencia que era Nueva York, por otra
parte, implicaba una pertenencia implacable. Así como el final de
Who’s That Knocking at My Door? revelaba la imposibilidad de J.R.
de abandonar la cultura, las leyes no escritas, el modo de pensar y
la mirada del Little Italy en el que se había criado, la huida de
Johnny Boy, Charlie y Teresa (Amy Robinson) hacia Brooklyn solo
podía desembocar en un final catártico, ciertamente trágico, aunque
redentor, como lo analizaremos en el capítulo 3. Fuera de Nueva
York —de las fronteras que delimitan la Nueva York cultural de cada
personaje— se encuentra la muerte, la nada; los protagonistas de
Malas calles pagan con su integridad física el intento de abandonar
su Nueva York. Scorsese debería aprender aún en sus propias
carnes la misma lección.

***

Tras ese peaje a la industria que fue Alicia ya no vive aquí, el


italoamericano estaba de nuevo ansioso por volver a Nueva York.
Paul Schrader llevaba años llamando a las puertas de los
despachos de las productoras con un guion que se jactaba de haber
escrito en un fin de semana. Taxi Driver, una violentísima historia
sobre un insomne veterano del Vietnam que patrulla las noches de
Nueva York a bordo de su taxi, en el que porta a criminales y
personajes sórdidos de todo tipo —asesinos, ricachones, políticos y
putas— era la historia que todos los estudios pensaban que se
debía rodar, pero que debían rodarla los otros. Scorsese conocía el
guion y les había propuesto dirigirlo en varias ocasiones tanto al
propio Schrader como a Michael y Julia Phillips, dos productores
independientes que habían adquirido los derechos del texto
avisados por Brian De Palma, a quien Schrader había leído el guion
durante una partida de ajedrez. Las propuestas de Scorsese habían
sido rechazadas tanto por Schrader como por los Phillips con
exactamente el mismo argumento: que era el director de aquella
película intrascendente llamada El tren de Bertha. Ahora, después
de Malas calles, todos querían que Scorsese dirigiese para ellos.
Aquel ansiado guion estaba en sus manos.
Taxi Driver fue la consecuencia de un estado de gracia
generalizado. Schrader había escrito el texto —decía— en tan solo
dos días; Scorsese estaba en lo más alto; De Niro se había
convertido en un actor cotizadísimo con El Padrino II (The Godfather
Part II, Francis Ford Coppola, 1974); Michael Chapman, tras sus
broncas con Coppola, podía iluminar cualquier cosa, por oscuro que
estuviese, y el mítico Bernard Herrmann, que concluyó la banda
sonora del film tan solo un día antes de su muerte, en la
Nochebuena de 1975, entregaba con esta partitura —y lo sabía— su
testamento artístico. Aquella música irrepetible fue, de hecho, la
amalgama que, más que cualquier otra cosa, consiguió fundir a
Travis Bickle (Robert De Niro) con su ambiente: convertir al taxista
nocturno en el trasunto perfecto de una ciudad inhumana,
desquiciada, fuera de control, insomne y paranoica.
Con Taxi Driver, Nueva York había pasado de ser un lugar físico y
una cultura aprehendida a convertirse, de la mano del católico
Scorsese y el calvinista Schrader, en un estado del alma, como el
cielo, el infierno o —de modo más preciso aún—el purgatorio. Esa
Nueva York que había sido el punto de partida de Who’s That
Knocking at My Door? y se había convertido, con Malas calles, en
una idiosincrática estética fílmica —en un conjunto de conflictos y de
temas, en una cosmovisión, y en un modo de expresarla— había
acabado por marcar, de modo indeleble, lo que era el cine de
Scorsese, y lo que de él esperaba su público. Aunque Travis Bickle
no procedía geográficamente de Little Italy, condensaba en sí toda
su esencia; si Little Italy era, para Scorsese, un pueblo de Sicilia, y
«ya sabes, en Sicilia no te puedes fiar de nadie» 110 , el personaje de
Travis Bickle, «el hombre solitario de Dios», como a él mismo le
gusta definirse, encarna mejor que ningún otro esa desconfianza
original. El tiroteo final para salvar a Iris (Jodie Foster), pero también
la misma historia de la joven prostituta y de su chulo Sport (Harvey
Keitel), o la resignación final y sonriente de Travis, que entiende que
no pertenece a la parte alta de Broadway ni al mundo de Betsy
(Cybill Shepherd), sino a los barrios bajos, no solo se alinean con la
experiencia de Little Italy transmitida en el díptico neoyorquino
iniciático, sino que lo perfeccionan. Para Scorsese, Taxi Driver fue
un sacramento fílmico, una suerte de Confirmación: logró imprimir
carácter a su cine. Taxi Driver constituyó un salto mutacional,
metafísico. Un punto de no retorno. A través de ella, Marty conoció a
su Nueva York natal de otra manera, se operó en él un giro
copernicano en la percepción de la ciudad amada:
Si uno hace una película en Nueva York, obtiene de esta ciudad más de lo que pide.
Esto lo aprendí cuando rodé Taxi Driver. Un verano increíblemente caluroso (la
temperatura sobrepasaba los treinta y cinco grados) y húmedo se abatía sobre la
ciudad. ¡Extraña atmósfera para rodar una película! Además, había una huelga de
basureros. ¡Lo más divertido es que durante el rodaje de Malas calles, en Los Ángeles,
tuvimos que arrojar basura por las calles para que pareciera Nueva York! Allí, por el
contrario, tuvimos que retirar la basura.
Pero más allá de los problemas, del ruido y de las condiciones de trabajo imposibles,
en Nueva York hay algo, una sensación que impregna el tema que tratas (sea el que
fuere) y que acaba afectando al comportamiento de tus personajes. Esa sensación
—una especie de murmullo— es indefinible, aunque todos los que viven en esa ciudad
saben de qué estoy hablando. Acaba por contaminar incluso las películas sobre Nueva
York que se ruedan en estudio. Nueva York puede ser calificada con tantos adjetivos
—grosera, mágica, espantosa, dinamizadora, agotadora, prosaica—, que cada vez que
alguien ha de evocarla en una película, aunque sea accidentalmente, la ciudad acaba
por imponerse 111 .

A diferencia de Malas calles, la recepción del film fue desigual: el


momento de su condecoración con la Palma de oro en el Festival de
Cannes, que catapultaba a Scorsese al olimpo de los grandes
autores cinematográficos, fue abucheado. Muchos críticos
mostraron su rechazo al film; Pauline Kael mantuvo su favor. En el
fondo, daba igual; no había discusión. Scorsese era ya uno de los
grandes.

***

Embriagado por el éxito de Taxi Driver, borracho de Nueva York y de


su música, empachado de los millones de las productoras que
querían que dirigiese para ellas, Scorsese creyó que era Dios. Jugó
a ser Dios. Quiso ser como Dios. Como buen católico, debería haber
estado al acecho de que el «seréis como dioses» (Gen 3,5) que
Satanás propone a Adán y Eva se salda con la expulsión del Edén.
Pero estaba ciego y sordo. Y New York, New York, esa oda musical
en cuyo mismo título se inscribe el nombre de su patria amada,
estuvo a punto de llevárselo por delante. Marty, desde luego, estaba
acelerado, y no solo por el éxito. Por un lado, había comenzado una
relación más que tóxica con Julia Cameron, una articulista de la
revista Oui que consiguió ejercer un notable poder sobre él, como
afirma el coguionista Mardik Martin, que volvió a colaborar con
Scorsese en este proyecto y tuvo que competir con Cameron en la
redacción del guion. Por otro lado, el propio Scorsese reconoce que
aquella etapa marcó el comienzo de una adicción que lo sumiría en
el abismo; volveremos sobre ello en el capítulo 9.
New York, New York fue una película extraordinariamente cara,
porque así estaba previsto. La United Artists le dio barra libre; un
presupuesto de casi el triple de lo que habían costado, juntas, todas
sus películas anteriores. Si, con unos recursos limitados —rezaba la
lógica del beneficio, ajena a los avatares de la creatividad—
Scorsese había generado un pequeño núcleo de obras inmortales,
¿qué no haría saturado de recursos?
Hoy, sabemos lo que no hizo: quedarse en Nueva York. A pesar
de que el nombre de la ciudad estaba inscrito en el mismo título del
film, a pesar de que querría constituir como la consagración de su
vena melómana, New York, New York significaba —de modo mucho
más drástico que El tren de Bertha— el abandono de su esencia
neoyorkina, llena de conflictos identitarios, de la marcada
pertenencia a un grupo, de la influencia de la religión, y, sobre todo,
al menos en gran parte, de esos tres vértices malditos que el
académico Gerard Imbert considera constitutivos del cine
posmoderno, y a los que denomina «referentes fuertes» 112 : la
violencia, el sexo, la muerte. Esta ausencia marcaría la estética
misma de una película, no solo a nivel temático sino también en el
plano formal. Comparada con sus predecesoras, incluida Alicia ya
no vive aquí, New York, New York, era una película anodina. Un
cuento romántico de colorines —como estudio del uso del color, no
estaría mal, dicho sea de paso— pero carente de pulso y de sentido.
Nueva York como lugar se reduce a unos decorados de estudio a
cargo del magnífico Boris Leven; como estado del alma, se
encuentra completamente ausente. Es como si Scorsese, así como
sedujo durante el rodaje a la mujer de otro —fue sonado su lío con
Liza Minnelli, sobreactuadísima en el film, y por entonces casada
con Jack Haley Jr.— se hubiese dejado seducir por la Nueva York
de otro. Una Nueva York de puro cartón-piedra, vacía de la densidad
de destino que había caracterizado sus largometrajes primero,
tercero y quinto. Una Nueva York desvaída. Scorsese había tomado
Nueva York en vano: había perjurado sobe el nombre de su ciudad
sagrada.
El film se estrenó el 21 de junio de 1977. El público y la crítica,
ansiosos de volverse a emborrachar del elixir neoyorquino al que
Scorsese les tenía acostumbrados, vapulearon la obra en la taquilla
y en las páginas de los periódicos. La crisis creativa de Marty se
extendió a su vida personal: hacia el final del rodaje, Julia lo
abandonó; su relación con Minnelli fue asimismo efímera. El rodaje
de New York, New York, y el consumo de drogas que conllevó fue,
en palabras del propio Scorsese «el comienzo del descenso a un
abismo que duró dos años y del que salí con vida por un pelo» 113 .
Por aquel entonces, Cassavetes se encontró de nuevo con
Scorsese, en una fiesta. Aunque él mismo era un borracho, no tuvo
reparos en espetarle la verdad: «¿A ti qué te pasa? ¿Por qué te
metes cualquier cosa en el cuerpo, por qué te estás destrozando?
Estás desperdiciando tu talento, Marty; tienes que sentar
cabeza» 114 . Pero Scorsese no le escucharía. De Niro le había
insistido varias veces en hacer un film sobre la biografía de Jake
LaMotta, un boxeador italoamericano. Mardik Martin había trabajado
en el guion. Scorsese lo había leído, y había sugerido que Paul
Schrader lo reescribiera. Pero, afirma el cineasta: «Yo no quería
hacer Toro salvaje. Tenía que encontrar la salida por mí mismo. Y no
me interesaba encontrar la salida, porque había intentado algo, New
York, New York, y había sido un fracaso» 115 .
La salida llegó en forma de colapso. A comienzos de septiembre
de 1978, a la vuelta del Festival de Cine de Telluride, que había
visitado con Martin, De Niro e Isabella Rossellini (con la que estaba
viviendo desde el inicio de aquel verano), la cocaína adulterada que
había consumido durante el fin de semana del Festival reaccionó
con sus medicamentos para el asma. Scorsese empezó a sangrar
por todas partes, y Steve Prince se lo llevó al Hospital de Nueva
York, donde estuvo a punto de morir. El médico que le atendió no se
anduvo por las ramas: «[O] cambia de vida, o se muere usted,
Señor Scorsese» 116 . De Niro fue a visitarlo durante su
convalecencia. Le habló como habla un buen amigo, de corazón a
corazón. Le puso ante los ojos la posibilidad de ver crecer a su hija,
de verla casada; le recordó la inmensidad de su talento. Entonces,
le habló por enésima vez de Toro salvaje, dejando poco margen al
rechazo: «¿Sabes una cosa? Podemos hacer esta película.
Podemos hacer un gran trabajo. ¿Vamos a hacerla o no?» 117 . De
Niro sabía, acaso, que era cuestión de vida o muerte. La vida de
Scorsese era el cine, y su cine estaba anclado en Nueva York, pero
la de verdad, la de la violencia, el conflicto identitario, el sexo, la
muerte, la religión. La Nueva York en la que Dios y Satanás podían
darse la mano. En la que podían —mejor aún— apoderarse del
alma de un hombre a partes iguales, instalar su campo de batalla en
el centro mismo de su corazón. Aquel hombre era Jake LaMotta.
Scorsese asintió. Allí, postrado en una cama de hospital, a las
puertas del abismo, sostenido de la mano por su amigo del alma,
entendió que Jake LaMotta era él, que el próximo personaje de
Martin Scorsese sería Martin Scorsese, aunque con seudónimo y
guantes de boxeo.
Toro salvaje se convirtió en un proyecto altamente personal,
literalmente en la vida de Martin Scorsese, que estaba convencido
de que sería su última película. Jake LaMotta no procedía de Little
Italy, sino de la comunidad italoamericana que se había establecido
en el Bronx, pero aquello era un detalle menor. Scorsese podía
volver a hablar de lo que conocía bien, de aquello de lo que había
hecho experiencia. Con la diferencia de que el calado afectivo de
dicha experiencia sería mayor aún que en casos anteriores. La
historia de Jake LaMotta era la suya propia: la del ascenso y caída
de una estrella, de un hombre tan portentoso como problemático. Se
trataba también de una historia de redención à la Paul Schrader,
pero con una catarsis más sobrecogedora incluso que la de Taxi
Driver: acaso el momento de redención más duro y sublime de toda
la filmografía scorsesiana. La fuerza simbólica de las imágenes de
Jake LaMotta golpeando con toda la violencia de la que es capaz las
paredes de hormigón de la cárcel con su frente y sus puños
desnudos raya lo mitológico [ 3]. Nadie expresó jamás mejor con
una imagen la esencia del purgatorio. Y como sabe todo buen
católico, del purgatorio se sale.
Salió el propio Martin Scorsese, de la mano de LaMotta. El film,
posiblemente el mejor de toda su carrera, tuvo una acogida tibia en
el momento de su estreno. La recepción de la taquilla fue de una
tibieza comparable a la de New York, New York. La crítica, sin
embargo —al menos una parte de ella— volvió a creer en Scorsese.
Pero nada importaba ya, ni el éxito crítico ni el fracaso comercial. La
única razón de ser del film estaba inscrita entre su último plano y
sus créditos finales, en palabras, nada menos, que del Evangelio de
San Juan (Jn 9,24-26), aquellas con las que el invidente de
nacimiento sanado por Jesús replica a los fariseos, seguidas de una
dedicatoria especialísima al recién fallecido Haig Manoogian. Martin
Scorsese, una vez ciego, había vuelto a ver. Y, para que nadie
dudase de ello, había querido sellar aquel retorno de los infiernos
con la misma Palabra de Dios. Había muerto, y había resucitado,
escuchando de nuevo en su interior el consejo de su maestro, que le
instaba a hablar de lo que conocía, de su experiencia, de su Nueva
York.

***

Nadie diría que Scorsese hizo El rey de la comedia sin ganas,


aunque él mismo así lo afirma: «No debería haber hecho El rey de la
comedia, tendría que haber esperado algo que saliera de mí» 118 .
Concebida como un favor a Robert De Niro, el film constituye una de
las obras más infravaloradas de Martin Scorsese, aun por él mismo.
Sin embargo, se trata de una película verdaderamente inspirada,
precisa a nivel narrativo, originalísima a nivel discursivo y, sobre
todo, profundamente neoyorquina. Aunque resida en un barrio
obrero de Nueva Jersey, al otro lado del río Hudson, Rupert Pupkin
(lógicamente, De Niro) —quien se pasea habitualmente por Times
Square en su trabajo como repartidor— es tan Nueva York como
pueda serlo Travis Bickle. Igual de solo, de aislado, de insomne, de
paranoico. Tanto que, en ambos casos, es difícil saber si el final del
film es diegético o puramente discursivo, si es objetivo o subjetivo, si
es verdad o ficción lo que sucede tras culminar sus respectivos
protagonistas sus pequeños ajustes de cuentas con el mundo; lo
analizaremos, más en detalle, en el capítulo 8. Quizá de modo
inconsciente, tal vez para afianzar su identidad de reverso luminoso
del taxista vengador, Rupert Pupkin habita una Nueva York
esencialmente diurna: una rareza en la filmografía de Scorsese y en
su concepto de Nueva York como un lugar en el que difícilmente la
luz del sol ocupa un papel protagonista.
El film fue, de nuevo, un fracaso comercial, pero ya nada podía
parar a un Scorsese resuelto a hacer La última tentación de Cristo,
una vez más con un guion adaptado por aquel con quien había
sellado sus mejores películas: Paul Schrader. La Paramount
confiaba en Scorsese, y le había encargado el proyecto. No
obstante, con la preproducción bastante avanzada, el estudio lo
canceló, como veremos en el próximo capítulo. Aunque Scorsese
había recuperado en cierto modo la confianza en sí mismo y
parcialmente el favor de la crítica, el rechazo de la Paramount le
asestaba un nuevo golpe. Podía desesperarse o podía seguir
adelante. Y, como ya había aprendido que era Jake LaMotta,
rendirse no era una opción. Así que volvió a las calles nocturnas de
Nueva York y decidió que iba a pasárselo bien con poco dinero. El
resultado fue esa desternillante versión neoyorkina de El ángel
exterminador (Luis Buñuel, 1962) que es After Hours (1985,
horriblemente traducida al castellano como Jo, ¡qué noche!). La
imposibilidad que experimentan los personajes de Buñuel para
abandonar la sala donde se encuentran, metáfora de la tiranía del
inconsciente y de las convenciones de clase, es la misma que
invade a Paul Hackett (Griffin Dunne) cuando baja del Upper East
Side al SoHo y, una vez allí, es incapaz de volver a casa,
completamente inútil para abandonar los límites del barrio. Nueva
York es solo la Nueva York a la que uno pertenece, un mosaico de
culturas más que una ciudad, y no es posible cambiar la tesela que
a uno le ha tocado por suerte o por desgracia. El ritmo frenético del
SoHo nocturno y el espíritu gamberro y disfrutón que impulsó a
Scorsese en la génesis del film alcanzan su paradigma en los
trávelin de acercamiento a cámara rápida: el justo negativo de aquel
otro recurso —los trávelins a cámara lenta, acompañados de música
preexistente— que, como queda comentado, constituye uno de los
recursos más reconocibles del italoamericano.
La fábula surrealista, gamberra y genuinamente neoyorquina
protagonizada por Griffin Dunne condujo de nuevo a Scorsese al
festival de Cannes, donde obtuvo el galardón al mejor director. El
mundo del cine había reconocido lo que el propio Scorsese sabía
desde dos películas antes: que había resucitado, al cine y a la vida,
y lo había hecho para quedarse.

***

Desde Jo, ¡qué noche!, solo en contadas ocasiones (como por


ejemplo en La invención de Hugo) abandonará Scorsese ese aroma
de Nueva York hecho de conflicto y lucha, de crisis de identidad y de
violencia, de religión. La palestina del siglo I o el Japón del siglo XVII
son buenos ejemplos de ello. Jesús (Willem Dafoe) y Judas (Harvey
Keitel), en La última tentación de Cristo, o Garrupe (Adam Driver) y
Rodrigues (Andrew Garfield), en Silencio, bien podrían ser
materializaciones de los mitos scorsesianos de Charlie y Johnny
Boy, trasuntos en tierras y tiempos lejanos de los aborígenes de
Little Italy. Allá volvería físicamente Scorsese aún una vez más, con
Uno de los nuestros —segunda parte de la tetralogía mafiosa
iniciada con Malas Calles y culminada con El irlandés—; a pesar de
ello, de las localizaciones en el barrio del que arranca la estirpe
scorsesiana, de sus personajes imposibles de concebir fuera de los
límites del gueto, el film pronto se mueve más allá de esas fronteras:
a Queens, al aeropuerto JFK, a la cárcel de Lewisburgh, a algún
lugar desconocido de las ciudades-dormitorio americanas. Ahora sí,
se podía volver a Nueva York y salir de ella, porque Nueva York
estaba en el ADN mismo de cada personaje: era la metafísica
conquistada en Taxi Driver y recuperada con Toro salvaje. Incluso
sus dos películas de época sobre la génesis de la ciudad en torno a
los dos extremos de su escala social, La edad de la inocencia y
Gangs of New York, ambientadas en la Nueva York de finales del
siglo XIX, resultan más neoyorkinas por los personajes que las
habitan —sobre todo la segunda de ellas— que por estar
ambientadas en las calles incipientes de la metrópolis. Del mismo
modo, Al límite, la hermana menor de Taxi Driver, era más de Nueva
York por la imposibilidad de sus protagonistas de abandonar su
barrio de origen que por haber estado rodada en la noche de sus
calles. Y, análogamente, Life Lessons, el mediometraje dentro del
film episódico Historias de Nueva York, que dirigió Scorsese con la
colaboración del mítico director de fotografía Néstor Almendros, era
más neoyorkino por la rabiosa soledad de Lionel Dobie (Nick Nolte)
que por estar ambientado en un ático de Manhattan.
La recurrencia de Nueva York como localización o escenario es
mucho mayor en la primera parte de la filmografía de Scorsese: de
los nueve largometrajes de ficción realizados durante sus tres
primeros lustros como director, siete transcurren en Nueva York de
modo íntegro o en su mayor parte. También son siete —contando
Life Lessons— las películas ambientadas en Nueva York durante los
casi cuarenta años subsiguientes de su carrera, y solo cuatro de
ellas transcurren allí durante el grueso o la totalidad de su metraje.
Un desequilibrio que obedece, sin embargo, a un hecho muy
sencillo: ya desde Taxi Driver, desde la imagen con la que arranca
aquel mítico film la Nueva York de Scorsese había comenzado a
sublimar, había pasado del sólido asfalto de sus calles al humo que
de ellas asciende. A más tardar con Jo, ¡qué noche! y con la lección
aprendida de New York, New York, Nueva York había dejado por
completo de ser una localización, un lugar, un espacio
arquitectónico. Se había convertido en una actitud ante la vida, en
un modo de estar en el mundo que podía reproducirse en cualquier
tiempo y latitud; había devenido el núcleo más profundo del cine de
Martin Scorsese.

69
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese, Londres: Faber and
Faber, p. 77.
70
Blake, Richard A. (2004): Street Smart. The New York of Lumet, Allen, Scorsese and
Lee. Lexington: University Press of Kentucky, p. 41.
71
Cfr. Ibid.
72
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Op. cit., p. 3.
73
Ibid., p. 4.
74
Cfr. Ibid.
75
Cfr. Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 12

76
Cfr. Ibid, pp. 9-12.
77
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes. 7.ª edición. Barcelona:
Anagrama, p. 323.
78
Cfr. Sánchez Noriega, J. L. (2018): Historia del Cine. Teorías, estéticas, géneros. 3.ª ed.,
revisada y ampliada. Madrid: Alianza Editorial, p. 486.
79
Farber, Manny (1962): «White Elephant Art vs. Termite Art», Film Culture, invierno 1962-
1963, pp. 9-13.
80
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 18.
81
Raymond, Marc (2013): Hollywood’s New Yorker. The Making of Martin Scorsese. Nueva
York: State University of New York, p. 50.
82
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 14.
83
Ibid.
84
Ochhiogrosso, Peter (1987): «Martin Scorsese. In The Streets», en Ribera, Robert (ed.)
(2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, p. 90.
85
* Lo metadiscursivo en un film es aquello que llama la atención sobre el propio discurso,
es decir, sobre el cómo se cuenta el film, rompiendo así la transparencia del discurso
propia del cine clásico, en el que las películas parecen narrarse a sí mismas, ya que en
ellas el cómo se cuenta se supedita al qué se cuenta, es decir, a la historia. El
metadiscurso es uno de los rasgos definitorios del cine posmoderno.
86
Biskind (2019): Op. cit., p. 293.
87
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 25.
88
Ibid.
89
* Cfr. para más información, el excelente libro de Butler, Isaac (2023): El Método. Cómo
aprendió el siglo XX el arte de la actuación. Madrid: Alianza Editorial.
90
Cfr. Ibid., p. 26.
91
Biskind (2019): Op. cit., p. 295.
92
Ibid.
93
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 26.
94
Ibid., p. 42.

95
Ibid., p. 21.
96
Gorbman, Claudia (2007): «Auteur Music», en Goldmark, D., Kramer, L. y Leppert, R.
(eds.) Beyond the Soundtrack: Representing Music in Cinema, Berkeley y Los Ángeles:
University of California Press, pp. 149-150.
97
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 28.
98
Ibid.
99
Ibid., pp. 30-31.
100
Biskind (2019): Op. cit., p. 296.
101
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 34.
102
Ibid., p. 30.
103
Ibid., p. 38.
104
Ibid.

105
Ibid.
106
Ibid., p. 39.
107
Ibid.
108
Ibid., p. 48.
109
Ibid., p. 45.
110
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese. Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
9.
111
Scorsese, Martin (2000): Mis placeres de cinéfilo. Textos, entrevistas, filmografía.
Barcelona: Paidós, pp. 58-59.
112
Imbert, Gerard (2107): Cine e imaginarios sociales. El cine posmoderno como
experiencia de los límites (1990-2010), 2.ª edición. Madrid: Cátedra, p. 16.
113
Biskind (2019): Op. cit., p. 408.

114
Ibid., p. 492.
115
Ibid., p. 440.
116
Ibid., p. 504.

117
Ibid., p. 505.
118
Biskind (2019): Op. cit., p. 529.
3
TE HARÁS IMÁGENES DE DIOS

VINCENT: Are you religious, Eddie?


EDDIE: Me? I get high on the Man upstairs.
VINCENT LAURIA Y «FAST» EDDIE
FELSON EN EL COLOR DEL DINERO

En su maravilloso libro Una pena en observación, aquel tratado


sobre el duelo que sirviera de parcial inspiración para Tierras de
penumbra (Shadowlands, Richard Attenborough, 1993), el escritor
C. S. Lewis habla de Dios como «el gran iconoclasta», que se goza
en destruir, una y otra vez, las imágenes que nos forjamos de Él. O
que, se podría añadir, otros nos forjan. Marty creció en un entorno
profundamente católico, si bien sus padres no eran particularmente
religiosos. Asistió a la St. Patrick’s School de Litttle Italy, atendida
por monjas irlandesas; recibió sus primeros sacramentos en la Vieja
Catedral de San Patricio; quería ser misionero, luego cura. Pero su
imagen de Dios, la que por alguna razón se forjó en su cabeza de
niño, fue la de un Dios vengativo. Un juez implacable,
veterotestamentario, del fuego y el azufre; un Dios lejano, con sus
multiseculares mandamientos, que parecía imposible aplicar en el
cruento asfalto de Little Italy. Por eso, solo cabían allí dos
posibilidades razonables, al menos para un varón: hacerse cura, o
hacerse gánster. Optar por la Ley de Dios, o por la ley de la calle.
La tensión entre ambos polos, que desgarró desde bien joven el
alma de Scorsese, se convirtió en una tremenda fisura, inmensa
como la de un terremoto, que divide de arriba abajo su entera
filmografía. Su misma ópera prima, Who’s That Knocking at My
Door? arranca en la cocina de una casa, en la que una madre
anónima (Catherine Scorsese) amasa un bollo para un grupo de
niños, presidida por una imagen de la Virgen María [ 4]. El pan
nuestro de cada día de Little Italy. La segunda secuencia es
igualmente cotidiana: reproduce una paliza callejera, con el asfalto,
las verjas de alambre, los muros de hormigón y las neoyorkinas
bocas de riego del barrio como telón de fondo. Las imágenes son
cuasi documentales, respiran autenticidad, y contrastan en la banda
de sonido con un vivaz tema de boogie-woogie. El conflicto
fundamental del cine de Scorsese, que era el suyo propio, quedaba
así definido. Si Marty debía hablar en sus películas de lo que
conocía, aquel desgaje era sin duda algo tremendamente familiar.
¿Qué pasaba, sin embargo, con los hombres débiles,
enclenques, enfermizos, como él mismo? ¿Cuál era su lugar en
aquel mundo? La pregunta la formula, de modo explícito, el
personaje de Kichijiro (Yōsuke Kubozuka), figura clave en Silencio;
su propia actitud durante la práctica totalidad del metraje encarna la
respuesta que Scorsese reproduce en la mayor parte de su
filmografía. A saber: que para el hombre débil solo parecen existir la
duda respecto de sí mismo, la traición a los otros (real o sentida) y la
culpa ante Dios. Lo veremos en J.R., protagonista de su primer
largometraje, en el Charlie de Malas calles, en Jake LaMotta, en el
propio Jesucristo, con el que trató de hacerse una imagen de Dios
que diera respuesta a su pregunta, aunque acabase por convertirse,
hasta cierto punto, en parte de la vieja respuesta. Y, sin embargo,
será aquel mismo pestilente japonés, apestoso en cuerpo y alma, el
que marque el punto de inflexión, la transición en el canon
scorsesiano de la culpa a la gracia, la resolución imposible del
binomio fundamental entre Dios y el mundo. Al final, quién lo iba a
decir, Scorsese entraría, de la mano de Kichijiro, en el dominio
apacible de la trascendencia. Pero en el principio no fue así.

***

En el principio, para Martin Scorsese, la culpa tenía forma de


crucifijo.
La cruz de su irrenunciable catolicismo —cuya cara era nada
menos que un sentido de arraigo identitario— era la losa pesadísima
de una conciencia soterrada por el sentimiento de culpa y el temor al
infierno.
Por si a alguno se le hubiera escapado, por si alguien no se
hubiese dado cuenta, el maestro italoamericano decide hacer
físicamente explícito este principio de su propia interioridad en El
cabo del miedo (Cape Fear, 1991). Si bien Scorsese siempre ha
defendido que intentó rodarla como si lo hubiese hecho el propio
Spielberg, el director originalmente previsto para ese proyecto, y si
bien ciertamente se trata de una película clásica en sus formas, su
fondo, sin embargo, desprende un aroma scorsesiano químicamente
puro. Más aún: se trata de su única película en la que un personaje,
el macabro Max Cady —a quien da vida un inolvidable Robert de
Niro— es personificación misma de la culpa. Así lo define el propio
Scorsese, a propósito del momento en el que Cady se aferra a los
bajos del coche del abogado, Sam Bowden (Nick Nolte), a fin de
perseguirlo:
El modo en el que yo veía a Max […] era que él se convierte en la culpa colectiva de la
familia. Así que cuando Bob tuvo la idea de que quería estar debajo del coche […]
encajó perfectamente con la mía de que jamás se liberarían de esta culpa, por muy lejos
que fueran, hasta que no se enfrentasen a ella 119 .

Los términos en los que el maestro de Little Italy describe a Cady


son fácilmente interpretables como el retorno incesante de todo
aquello que Bowden trata de reprimir en su subconsciente. Así lo
interpretó, por ejemplo, el crítico J. Hoberman en su excelsa pieza
sobre el film, publicada en la revista británica Sight and Sound 120 :
«Cady es el retorno del subconsciente reprimido de [Sam] Bowden
[…] menos la serpiente del Edén de la familia Bowden y más la
proyección de sus miedos inconscientes».
Pero al católico Scorsese no le interesa tanto el psicoanálisis
como la conciencia; él diría, refiriéndose a la historia de El cabo del
miedo: «Es como un cuento que se puede contar una y otra vez, con
un dilema moral que atrajo mi interés hacia la pieza» 121 . Y es esa
dimensión moral —la de la culpa, el pecado y la retribución— la que
también fascinó a De Niro 122 , y la que separa a la cinta del film
homónimo de 1962 a cargo de J. Lee Thompson. Aquella película,
un producto estándar del Hollywood clásico, dista un abismo
respecto de su remake scorsesiano, a pesar de que, en líneas
generales, el planteamiento, el desarrollo de la acción y los
personajes son los mismos. Scorsese dio incluso dos pequeños
papeles en su film a Robert Mitchum y Gregory Peck, quienes
interpretan en el original a Bowden y Cady, respectivamente.
También la música de la versión de 1991 es una revisión a cargo de
Leonard Bernstein de la partitura original de Bernard Herrmann para
la de 1962. Los dos filmes cuentan lo mismo, pero hablan de cosas
radicalmente distintas. Más allá de la reflexión en torno al devenir de
la familia tradicional, que analizaremos en detalle en el siguiente
capítulo, se sitúa, como gran abismo entre los dos filmes, la figura
de Max Cady. En el original, el malévolo personaje constituye una
fisura antisocial en el buenismo imperante en Norteamérica,
heredado de los años 50. Lo que viene siendo un hombre malo, de
los de toda la vida; el arquetipo del lobo feroz al que referencia De
Niro en la secuencia del sótano del instituto, que comentaremos en
el capítulo 4; una variación de la perversidad humana que, en su
pertinaz persecución de la familia Bowden, recuerda al personaje de
Harry Powell (otra vez Mitchum, en uno de sus papeles más
inolvidables), el escalofriante manipulador sobre el que pivota la
magnífica y única película como director de Charles Laughton, La
noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955).
En el film de Scorsese, sin embargo, Cady adquiere una
dimensión más allá del simbolismo: es un ser rayano en lo
mitológico, un sumatorio de los temores religiosos de Scorsese, del
pecado y la culpa y el fuego del infierno. Una dimensión teológica
que, por supuesto, es completamente ajena al film original. Es por
ello que, en la segunda secuencia del remake del italoamericano,
tras la introducción que hace Danielle de la historia que se va a
narrar —posiblemente un guiño a La mujer de al lado (La Femme
d’à côté, François Truffaut, 1981)— la pantalla se inunda con la
espalda tatuada de De Niro, que ofrece un inmenso crucifijo a modo
de balanza de la que penden dos platillos. Sobre el izquierdo gravita
una biblia; debajo de él, la palabra verdad. Una daga reposa sobre
el derecho, bajo el cual aparece el término justicia. El lienzo del
tatuaje asciende y desciende en el encuadre mientras De Niro
castiga su cuerpo a fin de convertirlo en un arma letal. En este y
otros momentos del metraje se irán descubriendo nuevas
inscripciones en el cuerpo de Cady, referenciadas a los versículos
del Antiguo o del Nuevo Testamento de los que fueron tomadas:
«He puesto mi confianza en el Señor Dios, en Él confiaré» (Ps. 91,
2), «Del Señor es la venganza» (1 Tes. 5, 6) o «Ha llegado mi hora»
(Mt 16, 18). De este modo, un film de estudio, que en principio
estaba concebido como un pago a la Universal por haberle costeado
el proyecto de La última tentación de Cristo, acababa por convertirse
en un tratado teológico sobre la cólera divina… y sobre la venganza
paranoica. «Siempre pienso que puedo hacer [un film de género], y
luego siempre trabajo contra sus convenciones» 123 , afirmaría
Scorsese a propósito de la película. Y, cuanto más lejos quiso
—como la familia Bowden— escapar de su más íntima amenaza, de
ese, su catolicismo atragantado, más precisamente acabó por
definirlo. Cuanto más hollywoodiense quiso volverse, más
scorsesiano acabó resultando.
La culpa que encarna Max Cady como un ángel del infierno,
dispuesto a infligir penas eternas al pecador irredento que es Sam
Bowden, no es, sin embargo, una culpa cualquiera. Bowden no es
atormentado por haber matado a alguien, ni por haber extorsionado,
ni por haberse enriquecido ilícitamente o por haber traicionado su fe;
todos ellos pecados perdonables en sí mismos según la lógica del
italoamericano. Bowden es condenado por sus ofensas de obra y
omisión contra la verdad, única transgresión verdaderamente
imperdonable en términos de dicha lógica, como veremos en el
capítulo 8. Y estas ofensas, a su vez, no son relativas a cualquier
tema, sino que en todos los casos tienen contenido sexual. Cady fue
a la cárcel —un purgatorio de trece años— por un delito de violación
particularmente violento. Bowden, su abogado defensor de oficio,
tuvo conocimiento de un testimonio de la promiscuidad de la víctima,
que podría haber atenuado sustancialmente la condena del agresor,
pero decidió esconderlo. ¿La razón? Posiblemente —nos da a
entender el relato— su propia culpa sexual. Fue probablemente en
torno a aquella época en la que Bowden comenzó a ser infiel a su
mujer. Muy probablemente, el castigo que decidió que sufriera Cady
fue el que él mismo creía merecer. Los Bowden lograron
sobreponerse a aquellas crisis; pasaron por terapia y cambiaron de
lugar de residencia a fin de dejar aquellos escarceos en el pasado.
Ella, Leigh (Jessica Lange), lo consiguió: pudo perdonarlo y
recomenzar. Y él… siguió engañándola, carente de toda contrición.
Es por ello que la primera agresión directa —una reminiscencia del
bíblico libro de Job— no es a Bowden ni a su familia más cercana,
sino a su perro. Después le llegará el turno de Lori (Illeana Douglas),
la amante del abogado, a la que Cady seduce primero y desfigura
después. El ataque hace estallar el affaire, Sam se convierte en
imperdonable para Leigh —que estalla asimismo—, y Cady
devuelve la culpa sexual que le fue colgada, a modo de chivo
expiatorio, al lugar donde debería haberse resuelto: a la conciencia
de Bowden y a la intimidad de su matrimonio. Solo que ambos son
ya insalvables, están perdidos para siempre. «El personaje de Nick
Nolte», subraya Scorsese, «había hecho algo que jamás podría ser
perdonado […] No importa lo que pudiera hacer o decir» 124 . Es la
definición católica del infierno.

***

La exploración de la culpa es sin duda uno de los nexos entre


Scorsese y otro de los grandes directores católicos de la Historia del
Cine: Alfred Hitchcock. La culpa como fuerza inexorable constituye
una de las arterias temáticas sobre las que se apoya la obra del
británico, ese Shakespeare del séptimo arte que supo adornar de
belleza las pasiones más retorcidas del corazón humano. Roger
Thornhill (Cary Grant), sin ir más lejos, el protagonista de Con la
muerte en los talones (North by Northwest, 1959), es perseguido de
mil maneras distintas por un delito que no cometió. En el fondo da
igual: si no había cometido ese, habría cometido otro; la formación
jesuítica del director —de la que él afirmaba que era uno de los
motores de su cine— le recordaba que no había hombre sin pecado.
Algo análogo le sucede al protagonista de Jo, ¡qué noche!, Paul
Hackett (Griffin Dunne) en su viaje surrealista en busca de Marcy
(Rosanna Arquette); el oficinista no solo no conseguirá consumar el
acto sexual con ella, sino que será perseguido por los vecinos del
SoHo como el ladrón que nunca fue. ¿La razón? Habla Scorsese:
«Jo, ¡qué noche! tiene toneladas de [catolicismo]. Allí tiene mucho
que ver con sus aspectos sexuales» 125 . Lo que es lo mismo que
decir que la persecución que sufre Hackett —y, en general toda la
serie de catastróficas desdichas que le ocurren en el SoHo— no es
sino una metáfora de la culpa que siente por haber deseado a
Marcy, la expresión material de un superyó castigador de corte
religioso destinado a impedir el coito a toda costa. Superyó similar
—aunque sin vuelta de tuerca edípica— a aquel de que son
expresión las aves que dan título a Los pájaros (The Birds, Alfred
Hitchcock, 1963). Psicosis (Psycho, 1960), por otra parte,
representa uno de los puntos álgidos de la obra del mago del
suspense en la indagación de la culpa como consecuencia y germen
al mismo tiempo de la psicopatología sexual. El film abre durante un
escarceo de Eve Kendall (Eva Marie Saint) con su amante; su
pecado será retribuido por medio del asesinato cinematográfico más
célebre de todos los tiempos a manos de Norman Bates (Anthony
Perkins), que no puede soportar la propia culpa edípica que le
genera desear a Eve, a la que secretamente ha visto desnudarse.
En el intervalo que dista entre el acto voyerista de Norman y su
homicidio en la ducha —travestido como su propia madre— Bates
sube a su mansión. Un breve y formidable plano lo muestra
pensativo a través del quicio de su cocina, rumiando su propia culpa
y su necesidad, derivada de ella, de acallar el impulso sexual. Un
encuadre similar —aunque en una escala de plano 126 * mucho más
corta— muestra a J.R. (Harvey Keitel), el protagonista de Who’s
That Knocking at My Door?, rumiando sus pensamientos; el montaje
permite interpretar que el motivo de su obsesión es el primer
encuentro sexual con la chica judía sin nombre (Zina Bethune) a la
que conoció al otro lado del río.
J.R. rememora la escena. La pareja aparece jugueteando
encuadrada en plano medio; él la abraza por detrás mientras ella
peina su larga cabellera rubia. Detrás de ellos, preside la pared un
crucifijo. Se enciende en ella el deseo, y lleva a J.R. la alcoba de la
madre de él. Allí, se sigue peinando frente al espejo. Otro crucifijo
sobre su cabeza. La pareja comienza a besarse, hasta que acaba
por reclinarse sobre el lecho materno, inaugurando la primera
secuencia erótica del cine de Scorsese. En un momento
determinado, él para. No puede. Ella lo mira fijamente y comienza
de nuevo; se incrementan el juego y el erotismo de las caricias,
hasta que él la rechaza una segunda vez. A través de una
composición magistral, Scorsese refleja la conversación de los
amantes en el espejo principal del tocador de la madre; a la derecha
del mismo, ocupa el margen del encuadre la imagen de la Virgen
María que ya apareciera en la secuencia inaugural del film; a su
izquierda, otro espejo, más pequeño, muestra un escorzo de la
chica. De un lado el objeto de deseo, del otro el símbolo de una
moral para la que ese deseo es pecado mortal. J.R, atrapado entre
ambos extremos, balbucea una torpe disculpa, maquillada de
caballerosidad y respeto. El plano concluye mientras ella trata de
entender sus razones y queda ocultada por la Virgen, desenfocada
en primer plano.
El pasaje establece, de modo magistral y altamente simbólico, en
toda su amplitud y profundidad, uno de los complejos sexuales que
definiera Freud y que Hitchcock elaborase en sus obras; un
complejo que es el centro de la obra cumbre del británico, Vértigo
(De entre los muertos) (Vertigo, 1958). Refiriéndose a la experiencia
de J.R., y a ese denominador común de los católicos
preconciliares 127 *, compartido con Hitchcock, Scorsese afirmaría:
Estábamos asimismo marcados, como lo está Harvey Keitel en esa película, por otro
tipo de tormento, de carácter sexual: la bien conocida tendencia de algunos hombres,
especialmente de aquellos criados en la Iglesia, de ver a las mujeres como Vírgenes o
como putas 128 .

Freud llamó a esta tendencia complejo de Virgen-prostituta


(Madonna-Hure Komplex) y definió su sintomatología en una frase
sintética: «Allá donde esos hombres pueden amar, no tienen deseo,
y allá donde desean, no pueden amar». Volveremos sobre este
asunto en el capítulo 6.
Que la culpa religiosa y el complejo de Virgen-prostituta no
pueden existir el uno sin el otro en el cine de Scorsese lo
demuestran los guiones de la trilogía de Little Italy, que iba a estar
compuesta, como ya se ha mencionado, por I Call First (que acabó
por llamarse Who’s That Knocking at My Door?) como pieza central
entre Jerusalem Jerusalem, y Season of the Witch, que, en su forma
definitiva cristalizaría en Malas calles. En la jamás realizada
Jerusalem, Jerusalem, un jesuita refiere en una prédica la anécdota
de una pareja que, tras un noviazgo casto y ya próxima al
matrimonio, una noche tiene sexo en el coche que les ha prestado el
religioso. De vuelta a casa, tendrán un accidente mortal; un signo
inequívoco de la justicia divina. El recuerdo de esta anécdota, a
juzgar por el planteamiento original, es el que genera el bloqueo de
J.R. arriba referido. Jerusalem, Jerusalem nunca vio la luz, pero la
anécdota encontró su camino en la tercera parte de la trilogía
inconclusa, cuando Johnny Boy (Robert De Niro) se burla de Charlie
(Harvey Keitel) por haber dado crédito esa historia, moneda de
cambio común entre los curas de Little Italy. El enfado notable de
Charlie, que se descubre engañado, no es tanto contra la mofa de
Johnny Boy como debido al resquebrajamiento de una institución en
cuya autoridad había creído. Un enfado que resume el del propio
Scorsese y el de toda una generación que se rebeló, acaso
justamente, conta una Iglesia que había perdido el nexo entre la fe y
la vida. Madonna, algo más joven que Scorsese, pero parte
indudable y artífice inequívoca de la rebelión, lo definiría del
siguiente modo:
[Fui educada] en un hogar profundamente católico […]. De modo que la religión era una
parte importante de mi vida: ir al colegio, leer la biblia, rezar a Jesús, ir a confesarme,
pensar sobre lo bueno, lo malo, lo que es pecado, lo que es el pecado original, lo que es
un pecado venial, pero todo eso no es más que ética y moral. […] [Esas] reglas no
tenían ningún sentido […] no dan respuesta a las grandes cuestiones […]. No rechazo la
idea de que Jesucristo caminase por esta tierra, ni de tuviese una naturaleza divina,
pero rechazo el comportamiento religioso de cualquier organización religiosa que no te
anime a formular interrogantes y a explorarlos por tu cuenta 129 .

El atrapamiento del patriarca católico encarnado por J.R.,


destronado entre su culpa y su deseo sexual, magistralmente puesto
en escena por Scorsese en el momento descrito de su ópera prima,
presenta ecos reconocibles durante el resto de la filmografía. Estos
resultan particularmente evidentes en Toro salvaje. Una secuencia
del film [ 5] recrea, con gran fidelidad en lo formal y una vuelta de
tuerca de morbo schraderiano, el encuentro erótico entre J.R. y su
novia. Tras el antológico combate en el que Jake LaMotta (Robert
De Niro) vence por primera vez a Sugar Ray Robinson (Johnny
Barnes), el montaje corta al dormitorio de Jake; sus pies están en
primer plano. A su izquierda, aparece Vickie (una Cathy Moriarty
reminiscente de Zina Bethune) abriendo la puerta del baño, a su
derecha, sobre un radiador, un Sagrado Corazón de María. Ella se
acerca a la cama, y comienza otro de los momentos más
tiernamente eróticos de todo el cine de Scorsese, en el que Vickie
besa el torso desnudo de Jake, recostado en la cama, antes de otro
combate. Mientras él la atrae hacia sí, se ve a la pareja de nuevo
reencuadrada en un espejo, en el que también se refleja una imagen
de San Antonio. En el momento en el que en el que él —próxima ya
ella con los labios a los genitales fuera de campo— llega a tal
excitación que dar un paso más le aventuraría al coito inevitable, se
levanta, va al baño y vierte bajo sus calzoncillos una jarra de agua
con hielo. Ella se levanta y trata de excitarlo de nuevo. Él, tras
juguetear un poco, la rechaza y la echa del baño; flanquean ambos
lados de la puerta sendas imágenes de los Sagrados Corazones de
Jesús y María. La represión sexual, explícita y atroz, aparece
literalmente enmarcada por el imaginario católico.

***

La esquizofrenia entre la fe y la vida en materia sexual es, no


obstante, una parte —preeminente, si se quiere, pero parte al fin—
de un todo mucho mayor, que perfora el canon de arriba abajo.
Malas calles, ese film programático, que recoge todos los esbozos
de Who’s That Knocking at My Door? y los convierte en manifiesto
estético, abre expresando esa dicotomía, a través de la voz over del
mismísimo Scorsese: «No haces penitencia por tus pecados en la
iglesia. La haces en la calle, la haces en casa. El resto es una
gilipollez, y lo sabes» [ 6]. La voz, es interesante recordarlo,
acompaña a las imágenes de un Charlie —en esencia el mismo
personaje que J.R.— que se levanta de la cama con notable
desasosiego. La cámara al hombro transmite su desconcierto
interior, acaso su mareo físico; un crucifijo se atisba entre el
claroscuro que generan sus persianas, más en la luz que en la
penumbra; la alarma distante de un coche de policía resume el
estado de su alma. El desgarro del personaje, que inútilmente trata
de maridar su vida en las calles con su fe religiosa, es ya historia del
cine. Ante la imposibilidad de tal empresa, de vivir en Little Italy una
vida como exige la Iglesia, solo queda una salida: la ley de la calle.
Al ritmo de Be My Baby, de esa música que era para Scorsese la
música del barrio en el que creció, la cabeza de Charlie se
desploma de nuevo sobre la almohada, a través del montaje en
jump cuts más antológico de todo el canon. Si no puedes con tu
enemigo, únete a él. Gana la calle, pierde la fe.
La réplica a Scorsese por parte de Charlie, expresión del
desgarro irresoluble del director mismo, se da casi de inmediato,
tras los antológicos títulos iniciales. Al final de la secuencia en la que
se presentan los personajes de Tony (David Proval), Michael
(Richard Romanus), Johnny Boy (Robert De Niro) y el propio
Charlie, encontramos a este en la iglesia, en el momento de ir a
cumplir su penitencia tras confesarse; es su voz en over la que en
este caso, reza —en el sentido literal del término— que quiere hace
penitencia por sus pecados a su manera, no con los «diez
padrenuestros, o diez avemarías, o diez lo que sea» que le imponga
el confesor semana tras semana. «Todo es una gilipollez, salvo el
dolor, ¿verdad? El dolor del infierno. El dolor de una cerilla ardiente
incrementado un millón de veces. Hasta el infinito», sigue su oración
introspectiva, mientras acerca la yema de su índice a una de las
velas encendidas en el altar de un Cristo crucificado, hasta retirarlo
de repente, como acto reflejo del dolor. «No se juega con el infinito,
joder. No hay manera». Y empieza, entonces, un recordatorio de los
dos tipos de penas, de daño y de sentido, que la teología católica
atribuye a los condenados al fuego eterno.
La conclusión del film da crédito a Scorsese, y consuma el deseo
de Charlie, enmarcando así todo el metraje en una suerte de
reflexión dramática sobre el crimen y el castigo, sobre el pecado y la
penitencia. En efecto, de nada sirven los diez padrenuestros y diez
avemarías que le impone su confesor para purgar los pecados de la
calle. Lo que en ella sucede, en ella se paga, de modo cruel e
inexorable. El trágico final de Malas calles [ 7] constituye un
éxtasis violento en el que Michael se venga de las deudas de
Johnny Boy haciendo colisionar el coche en el que viajan él, su
prima Teresa (Amy Robinson), amante de Charlie, y este mismo, al
volante. No hay lugar para la duda. Johnny Boy es alcanzado en la
yugular por el disparo del acompañante de Michael, interpretado por
el propio Scorsese, que sanciona así la frase introductoria que había
pronunciado. El personaje de De Niro sale del coche y deambula por
las calles loco de dolor, como un animal herido. La mano temblorosa
de Teresa sugiere una nueva crisis epiléptica o simplemente
nerviosa, aunque es ayudada al final a salir. Charlie, sin embargo,
abandona por su propio pie el vehículo, colisionado contra un
surtidor frente a lo que presumiblemente, por el arco de su entrada,
es una iglesia. El personaje Keitel se arrodilla sobre la calzada,
como si fuera consciente de ser rebautizado en la ley de la calle, por
la sangre y el agua que mana del subsuelo, ante los muros del
templo que se intuye. Se culmina así, de modo particularmente
simbólico, el arco de transformación del personaje, su tránsito del
régimen de la religión al del asfalto. Scorsese, sin duda, acabaría
por tomar distancia de la práctica católica con este film que lo
catapultó al olimpo de los grandes directores. No obstante, ni el
éxito, ni las drogas, ni los fracasos podrían amortiguar el rumor de la
pregunta sobre la integración entre la vida y los diez mandamientos.

***

Los diez mandamientos no son los diez mandamientos. Las


versiones del Decálogo que figuran en Éxodo 20 y Deuteronomio 5
—libros segundo y quinto del Pentateuco, que engloba los cinco
primeros del Antiguo Testamento— son tan similares que cuesta, a
primera vista, distinguirlas. Una lectura atenta, sin embargo, permite
percatarse de una leve diferencia en sus respectivos últimos
versículos, aquellos que llegan después de la prohibición de dar
falso testimonio contra el prójimo. Así, se lee en el libro del Éxodo:
«No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu
prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada
que sea de él» (Ex 20, 17). El versículo homólogo del
Deuteronomio, por su parte, reza: «No pretenderás la mujer de tu
prójimo. Ni codiciarás su casa, ni su esclavo, ni su esclava, ni su
buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Dt 5, 21). La tradición
católica se ha inclinado históricamente por esta segunda versión,
que permite separar la última prohibición del Decálogo en dos: el
deseo de la mujer del prójimo y la envidia de cualquier pertenencia
suya. El exmonje agustino Martín Lutero extendió esta interpretación
a las comunidades surgidas de él; otras iglesias reformadas, sin
embargo, así como la Comunión Anglicana y la Iglesia Ortodoxa,
prefieren la versión del Éxodo, que no conoce tal separación. Para
ellas faltaría, por tanto, un mandamiento, que resulta de desdoblar el
primero:
Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros
dioses rivales míos. No te harás imágenes: figura alguna de lo que hay arriba en el cielo,
abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás
culto porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso (Dt 5, 6-9).

Así, para estas comunidades, el segundo mandamiento reside en


la prohibición de hacerse imágenes de Dios, de los santos, etc.
Aunque la interpretación es tan variable que permite tanto el arte de
los iconos ortodoxos como la absoluta iconoclastia de los
grupúsculos cristianos más estrictos, que prescinden por completo
de las representaciones del Omnipotente.
Tampoco existen tales imágenes en el judaísmo, menos aún en el
islam. El catolicismo, sin embargo, defendió desde bien temprano
que era lícito representar a Dios, toda vez que se había encarnado
en la persona de Jesús de Nazaret. Así, el Buen Pastor como figura
de Cristo aparece pintado en las catacumbas de Priscila, usadas
como lugar de encuentro y de culto de los cristianos antes del Edicto
de Milán (313 d.C.); el primer crucifijo público —también ubicado en
Roma— está labrado en las puertas de madera de la basílica de
Santa sabina, y data del siglo V. Pese a los muchos errores
cometidos a lo largo de su bimilenario devenir, la Iglesia Católica, la
gran mecenas de la Historia del Arte occidental, llenó los siglos de
representaciones de Cristo.
También el cine, desde sus comienzos, se hizo imágenes de
Dios, trató de retratar, según la imaginación de cada cual, su propia
imagen de Cristo. Rey de reyes (King of Kings, Nicholas Ray, 1961),
La historia más grande jamás contada (The Greatest Story Ever
Told, George Stevens, David Lean, Jean Negulesco, 1965), La
túnica sagrada (The Robe, Henry Koster, 1953) o El cáliz de plata
(The Silver Chalice, Victor Saville, 1954) constituyen intentos más o
menos logrados de establecer una imaginería cinematográfica.
Scorsese conocía todas estas películas; las había visto por
televisión o en las salas de Little Italy; disfrutó de algunas de ellas ya
de niño. Ellas impregnarían, tanto o más que la asistencia a la Vieja
Catedral de San Patricio, su imagen de Cristo. Todas adolecen, sin
embargo, según el italoamericano, del mismo problema: aunque
«usan estrellas cinematográficas para hacer de Jesús, no son
capaces de abordar del todo su parte humana» 130 ; «representaban
a un Dios inaccesible, representaban solo la faceta divina de
Cristo».
Por este motivo, el film sobre Jesucristo que más impactaría al
joven Scorsese y mayor influencia tendría en su propia futura
representación cinematográfica del Mesías, sería El evangelio
según San Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), de Pier Paolo
Pasolini, que presentaba una versión de Cristo más creíble, menos
pomposa, más humana: un Cristo cotidiano. Así recuerda Scorsese
el momento en el que vio por primera vez la cinta, mientras estaba
en la escuela de cine:
Hasta entonces tenía la idea de hacer una película sobre Jesús, al estilo del cinéma-
verité, en el Lower East Side de Nueva York, con todo el mundo vistiendo de traje, una
interpretación moderna de la historia que conocemos. Así que me sentí al mismo tiempo
conmovido y aplastado por el film de Pasolini, porque en cierto modo era el que yo
quería hacer […]. El uso de los rostros que hace Pasolini es maravilloso. Me recuerda al
arte del renacimiento, aunque está rodado en blanco y negro, y amo la música; la Misa
Luba y Bach […] Pero la clave de toda la película es Jesús; lo enérgico que es y cómo
afronta todo. […] Es un Cristo muy fuerte, estás con Él o contra Él, y algunos de los
sermones te dan la impresión de ser gritado o apaleado. 131

Por todo ello, Scorsese considera El Evangelio según San Mateo


la precursora de La última tentación: «Este estilo europeo, en su
simplicidad, me dio la llave para ser capaz de rodar La última
tentación de Cristo. Las imágenes [debían] resonar y ser muy, muy
fuertes» 132 . La Iglesia alabó la obra del ateo Pasolini. El film ganó el
León de Plata en el Festival de Venecia, así como el premio OCIC,
de la Oficina Cinematográfica Católica Internacional. El elogio del
mundo católico fue generalizado; no faltaron las críticas, aunque
fueron contenidas. Cincuenta años tras su estreno, L’Osservatore
Romano, periódico oficial de la Santa Sede, lo declaró «la mejor
obra sobre Jesús en la historia del cine» 133 . La película del católico
Scorsese habría de correr otra suerte.

***

Debió de suceder una buena mañana de 1972, al final del rodaje de


El tren de Bertha; los relatos resultan en este punto contradictorios,
lo que da cuenta de lo legendario de la anécdota. La protagonista de
aquel film, Barbara Hershey, le regaló al director un ejemplar de una
novela del escritor ortodoxo Nikos Kazantzakis, titulada La última
tentación de Cristo 134 . El libro le obsesionó de inmediato; una
obsesión que desembocaría en un torrente de creatividad, como
reconocería Scorsese años más tarde:
Hay muchas cosas que haría hoy de modo diferente, pero las hice con verdadera
pasión. Pienso que es por ello que abracé la historia, porque ardía en deseos de hacer
la película. Al igual que Keitel. Y que Barbara Hershey, quien me había dado el libro
cuando estábamos haciendo El tren de Bertha. De hecho, el nombre en clave de la
película mientras la estábamos rodando y montando era Pasión 135 .

Keitel acabaría por interpretar a Judas; Hershey, a María


Magdalena. Y el proyecto se convertiría para Scorsese, en efecto,
en su propia pasión, también en el sentido más teológico del
término. Fue un verdadero calvario.
El viacrucis de Marty, sin embargo, venía de lejos; La última
tentación no tenía la culpa de todo; el de Little Italy llevaba ya años
arrastrando una pesada cruz. Tras el triunfo en Cannes de Taxi
Driver, la carrera de Marty se había convertido en una paradoja: a
mayores presupuestos siguieron grandísimos fracasos de taquilla. El
fiasco absoluto que fue New York, New York casi se lo lleva por
delante. United Artists volvió a confiar para él en Toro salvaje, que le
salvó la vida, pero tuvo una endeble recepción en taquilla, como ya
hemos visto. Más barata, pero no más exitosa, sería El rey de la
comedia, esa película que nunca quiso hacer, pero que hizo, y que
supuso un agradecimiento en forma de celuloide a un De Niro que
poco antes le había rescatado del infierno. Después de estas
derrotas, Scorsese estaba convencido de que debía volver a ser él,
a hablar, siguiendo el consejo de Haig Manoogian, de lo que
conocía, de lo que le interesaba, de lo que podía apasionarle. De
Cristo. De manera que comenzó a pasearse por los estudios
tratando de que alguien le comprase el proyecto de La última
tentación, con el escandaloso guion en la mano en el que Schrader
había destilado la obra de Kazantazkis. Fue entonces cuando tomó
consciencia de que era el hazmerreír de las fiestas de la industria:
Un tipo me presentó a alguien que era jefe de una productora, y dijo: «Este chico va a
hacer La última tentación». El de la productora me miró y se rio en mi cara. Luego se
marchó. «Muy bien, llámame la semana que viene». Quiero decir, ¿había pasado por
todo aquello todos esos años para eso? Fue como una patada en el corazón 136 .

Al fin, la Paramount bendijo el proyecto en 1983. Barry Diller, por


aquella época la máxima autoridad del estudio, le preguntó la razón
de su insistencia en rodar esa película. La respuesta de Scorsese
fue nítida: «Porque quiero conocer mejor a Jesús» 137 . «La hice»,
reconocería el italoamericano en otro lugar, «como una oración,
como un acto de adoración» 138 . Diller sonrió benévolo, casi
compasivo, y le dio luz verde. Pero pronto empezaron los
problemas. Tras las primeras semanas de búsqueda de
localizaciones en Marruecos —búsqueda que acabó por extenderse
a Israel—, aún a comienzos de 1983, Scorsese pidió aumentar el
presupuesto hasta los 14 millones de dólares. En paralelo, el sector
más religiosamente fanático de la derecha estadounidense se
enteró del proyecto, y comenzó a enviar cartas no a la Paramount,
sino adonde dolía más aún: a sus empresas hermanas Gulf y
Western, dos titanes de la economía norteamericana. Mientras que
Charlie Bluhdorn presidió el conglomerado empresarial, las
presiones no se hicieron notar; pero las cosas cambiarían
radicalmente tras su fallecimiento y su sucesión en el cargo por
parte de Martin Davis. «No estoy seguro de la política», afirmaría
Scorsese, en un intento de exégesis de los acontecimientos, «pero
las cosas eran distintas cuando Diller trabajaba con Bluhdorn» 139 .
Davis, acaso menos poderoso, era en cualquier caso más
manipulable; empezó a asustarse; las misivas que recibían no eran
para menos:

Martin Scorsese y su director de fotografía Rodrigo Prieto (dcha.) durante el rodaje de Silencio. Créditos:
Everett Collection Inc / Alamy /Cordon Press.

Estimado Sr. Davis, quiero expresar mi disgusto sobre la próxima película titulada La
última tentación de Cristo. El material que contiene proviene directamente de boca del
infierno. Podemos destruir nuestro país de igual modo con una bomba atómica que
exhibiendo esta película. Es igual de destructiva. Si tiene usted algún interés en la paz
de su propia conciencia y en el bienestar de las industrias West y Gulf, destruirá la
película lo antes posible 140 .

Además del riesgo —demasiado real, las cartas comenzaron a


apilarse— de que el fanatismo cristiano en bloque se les echara
encima, Marty seguía pidiendo más dinero. Y la Paramount reculó.
Era el Día de Acción de Gracias de 1983.
Tras enterarse de la cancelación del proyecto, ya en avanzado
estado de preproducción, Scorsese fue a Santa Mónica, a
emborracharse con su amigo Brian De Palma, que acababa de
presentar su Scarface (1983), obteniendo un gran rechazo por parte
del público. «¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué podríamos
hacer? ¿Hacernos profesores, quizás?» La pregunta de De Palma
era desesperada, como lo fue la respuesta de Marty: «No lo sé.
¿Qué coño vamos a hacer? No podemos seguir así» 141 . Scorsese
decidió escapar lejos; se fue a China, dio un simposio allí en 1984.
Afortunadamente, su pasión por el cine pudo más, y decidió que
haría Jo, ¡qué noche! (1985) con los recursos mínimos. No tenía
otros. Aquello le salvó. «Me di cuenta de que debía enseñarme a mí
mismo a hacer películas más baratas, e intentar hacer finalmente La
última tentación con un bajo presupuesto» 142 .
La ocasión llegaría de manos de Mike Ovitz, quien había
conseguido el acuerdo entre Scorsese y Touchstone para filmar El
color del dinero y devendría uno de los hombres más poderosos de
Hollywood, amén del representante de Scorsese que sustituiría al
que lo había sido durante dos décadas, Harry Ufland. Tras el éxito
de Jo, ¡qué noche! en Cannes y el de El color del dinero en taquilla
—se convirtió en la mejor recaudación del director hasta la fecha,
duplicando casi la de Taxi Driver— era el momento de volver a
experimentar. Mike invitó a Marty a cenar en su lujosa mansión de
Brentwood Park, Los Ángeles. Corría el otoño de aquel año de
gracia que fue 1986. «Sabes que puedes cobrar por esto». Las
palabras de Ovitz arrancaron a Scorsese una carcajada; el dinero
había dejado de importarle hacía tiempo. «¿Qué es lo que más te
gustaría hacer?» «La última tentación de Cristo». «Haré que la
hagas» 143 . En el camino de vuelta a casa, Marty ya se había
olvidado de la promesa; aquel film estaba maldito. No podía
sacárselo de dentro, pero pensaba que nunca lo vería fuera.
En enero de 1987, Scorsese recibió una llamada. Era Ovitz.
«¿Cuánto costará?» En aquel momento, la idea de que La última
tentación sería un proyecto low cost había calado ya hacía tiempo
en el alma del italoamericano. Había asumido que podría hacer el
film por cinco millones. Dijo siete. «Quieren hacerlo». El plural
incluía a Tom Pollock, de Universal, y al director de la cadena de
salas Cineplex Odeon Theatres, Garth Drabinsky. El acuerdo final,
no obstante, requería una entrevista entre Scorsese y Pollock. De
todos los estudios de Hollywood, Universal siempre había sido la
casa de los monstruos y la serie B, el hogar de los descastados, las
emociones básicas y, en general, las cosas feas y el mal gusto. No
obstante, la idea de un Cristo ensangrentado y desnudo en la cruz
—una imagen que, a pesar de su histórica fidelidad, la Historia del
Arte había aportado con cuentagotas— y de un Jesús manteniendo
relaciones sexuales con María Magdalena —aunque fuera en un
universo paralelo sugerido por Satanás— iba, quizá, demasiado
lejos; el guion de Schrader jugaba en otra liga. No importaba que
Marty, con excelente criterio, hubiese cortado las partes más
morbosas salidas de la pluma del calenturiento puritano. La
propuesta seguía siendo en sí misma escandalosa. Pero Pollock
creyó en ella.
La nueva circunstancia económica implicaba otro método de
trabajo; había que simplificar todo. Había que repensar toda la
puesta en escena y el modo de rodar: ni siquiera se podrían permitir
una grúa. Había que reescribir el excesivo guion de Paul Schrader;
Jay Cocks acudió al grito de socorro. Había que volver a los
orígenes, a Malas calles; incluso a su pregunta central: la relación
entre la fe y la calle. Los filmes anteriores sobre Jesucristo, según
Scorsese, «[e]ran desfiles. No tenían nada que ver con nuestras
vidas, donde “haces penitencia por tus pecados en las calles, y no
en la iglesia” […] Jesús vivía en el mundo. No estaba en el templo.
No estaba en la iglesia. Estaba en el mundo. Estaba en la calle» 144 .
Así, La última tentación debía ser un film
más en el sentido de Malas calles, donde tratas de encontrarte a ti mismo, porque
[estás] debatiendo con esta existencia humana […]. Quizás la oración realmente tenga
que ver con lo que tienes en casa, con tu familia, con el modo en el que educas a tus
hijos, con cómo te relacionas con tu mujer. Quizás sea eso lo que es la oración en el
mundo moderno 145 .

Esa vuelta a la indagación entre cómo equilibrar la ley de Dios


con la ley de la calle —o entre la gracia y el pecado, por usar
términos teológicamente precisos— sería el motor de todo el
proyecto y, por ello mismo, como suscribe el guionista Cocks en el
comentario de audio que acompaña a la edición de Criterion de la
película, el film más personal de Scorsese. La única de sus obras,
diría el director en otro lugar, que quiere que la gente vea. Una
especie de legado fílmico y espiritual. Le sentó bien a la cinta la
reducción de presupuesto: le dio un aspecto algo más burdo que el
de los filmes más excelsos del cineasta, más áspero —a veces para
desesperación del director de fotografía, Michael Ballhaus, que hizo
verdaderos milagros—, más en consonancia con los polvorientos
caminos de Palestina, paralelos de las calles de Nueva York.
Aparte de todo ello, la luz verde de Pollock impelía a abordar un
pequeño detalle más: el casting estaba completo, a falta del
personaje de Cristo. La vacante en el papel protagonista la había
ocasionado el propio De Niro. Como un impulso natural, Marty le
había ofrecido a él primero interpretar el personaje de Jesús. Bob
respondió que, si él hacía de Jesús, nadie se lo creería, como
recuerda Schrader en el comentario de audio del film. Otras
versiones —acaso legendarias— dicen que de Niro, más próximo
que Scorsese a la práctica de la fe, nunca habría bendecido el
proyecto, como tampoco lo hizo algún otro candidato a interpretar al
Mesías. Finalmente, Marty apostó por Willem Dafoe, cuya
interpretación del sargento Elias Grodin en Platoon (Oliver Stone,
1986) le había gustado mucho. Entre incrédulo y agradecido, Dafoe
aceptó de inmediato.

***

A medida que se acercaba el día del estreno, los embates de ciertos


sectores del cristianismo se recrudecieron. A Scorsese le golpearon
desde todas partes: el poderosísimo reverendo Robert L. Hymers,
fundador del Tabernáculo Baptista de Los Ángeles, promovió las
manifestaciones contra la película y le acusó (¡!) de antisemitismo; la
celebérrima Madre Angélica, desde su exitoso canal EWTN, calificó
el film de sacrílego, indicando que cualquiera que fuera a verlo
estaría cometiendo «un acto deliberado de blasfemia», eligiendo
«entre el cielo y el infierno», y profetizó el castigo divino para
América por permitir la cinta; la Conferencia Episcopal
Norteamericana, más templada, se conformó con llamarlo
«moralmente ofensivo» y recomendó no ir a verlo; el obispo católico
de Los Ángeles, John Ward, condenó el film, pero llamó a la calma y
a la inefectividad de las revueltas callejeras; su homólogo baptista,
Rev. Thomas A. Wolf, por su parte, calificó la cinta de «moralmente
grotesca […] una afrenta histórica». Y amenazó a la Universal:
«Andaos con cuidado, nuestra lucha solo acaba de empezar» 146 .
Algunos de los arriba mencionados vieron la película en un pase
organizado por la Universal el martes previo a su estreno; otros no.
No la vieron, sin duda, las masas enfurecidas que organizaron
piquetes, plagados de insultos y pancartas, ante los cines de la
cadena Odeon, en los que se exhibió la película. Como suele
suceder en estos casos, el prejuicio pudo más que el hecho, la
sospecha más que la realidad. Así, una legión de personajes a lo
Travis Bickle —aquel «hombre solitario de Dios», según su
autodefinición—, figuras veterotestamentarias de esas que ven
signos de predeterminación divina y nítidos mensajes confirmatorios
de su misión profética en cada titular y en cada rostro, quisieron
limpiar los cines de toda la sangre y el exceso de humanidad que
ofrecía el Cristo de Scorsese. ¡Oh paradoja! Aquel Cristo humano,
demasiado humano, se había convertido, a los ojos de ellos, en la
escoria que había que eliminar no de las calles, pero sí de los cines.
Y estaban dispuestos a no escatimar en su castigo.
Se armó, literalmente «la de Dios es Cristo». La expresión parece
provenir de las acaloradas sesiones del primer Concilio Ecuménico
de Nicea (325), en las que ni siquiera la presencia del emperador
Constantino pudo evitar la violencia en las discusiones en torno a la
divinidad de Jesucristo. En aquel concilio, se discutió y condenó
—con una de esas sentencias que concluían en anathema sit, sea
anatema —la herejía de Arrio, a saber: que Cristo era un hombre y
nada más que un hombre. Un hombre iluminado, un profeta, si se
quiere, pero hombre mortal al fin. Más de un siglo después, el cuarto
Concilio ecuménico, celebrado en Calcedonia, declaró
solemnemente las dos naturalezas de Cristo —perfecto Dios,
perfecto hombre— que cohabitan en el Hijo, segunda persona de la
Santísima Trinidad. El lector que, llegado este punto, esté ahíto de
teología sea avisado de que es el propio Scorsese el que, sin cesar,
defendió en innumerables entrevistas su película partiendo del
citado Concilio. En el comentario de audio del film también el
protestante Schrader se lanza a recalcar su fe en las dos
naturalezas de Cristo, mentando de nuevo el Concilio de
Calcedonia. El aspirante a cura y el hijo del pastor no tenían otra
opción que mostrar músculo teológico, dando la vuelta a los propios
argumentos de sus detractores. De poco sirvió.
¿Cuál había sido la gran transgresión de Scorsese? En el fondo,
un giro audaz, completamente copernicano en las representaciones
de Cristo en el cine y, en general, en el arte: centrarse en la
naturaleza humana más que en la divina, al contrario de como
habían hecho todos los que vinieron antes que él. Diría el
italoamericano, por ejemplo, respecto del Cristo de George Stevens
en La historia más grande jamás contada:
Jesús habla de perdonar a todo el mundo, pero, pensaba yo, ¿qué hay de los tíos que
están en el corredor de la muerte, de los asesinos y los violadores que esperan la pena
de muerte? Si ven esta película, no hay esperanza de espiritualidad alguna, porque Él
es solo alguien que brilla en la oscuridad. Él no entiende mi sufrimiento 147 .

Scorsese quería a un Cristo que viviese la ley de la calle. Que no


hablase el refinado inglés shakesperiano de las adaptaciones
precedentes, sino el slang de los barrios bajos de Little Italy. Que
tuviese dudas, que no entendiese (del) todo, y que pudiera ser
tentado —y he aquí su pecado imperdonable— con una vida familiar
junto a María Magdalena. Acto conyugal incluido. En el universo
alternativo que Satanás propone a Cristo en su última tentación,
durante su agonía en la cruz, se ve, durante un cortísimo intervalo, a
Jesús manteniendo relaciones sexuales con la Magdalena. Una
imagen breve, rodada en la penumbra con un tacto exquisito, pero
suficiente como para hacer a Scorsese acreedor, tal vez, de la culpa
sexual acumulada en no pocos.

***

Mirada la película desde un prisma teológico y antropológico, sin


embargo, lo menos herético de ella era la cuarta tentación, que se
añade a las otras tres, presentes en el Evangelio y reinterpretadas
en el film, en las que el Satanás, al que Cristo define como padre de
la mentira, trata de hacerlo caer. ¿Con qué podría seducirle la
refinada inteligencia angélica de Lucifer, en el momento en que el
Hijo se siente abandonado por su Padre, sino con lo que,
parafraseando a C. S. Lewis, desea todo hombre corriente? A saber:
una mujer, unos hijos, un hogar donde recibir a los amigos. Esa, y
no otra, era la última tentación: Jesús como amable paterfamilias,
Jesús como el último, sosegado, patriarca del Antiguo Testamento.
Se puede discrepar del modo de contar, pero la tentación en sí
podría haber salido de la pluma del exégeta más ortodoxo, podrían
haberla imaginado los teólogos más dados a la ficción evangélica.
Si algo en el film contradice la doctrina católica es, precisamente,
en la figura de ese Jesús que tiene remordimientos, que sufre el
tormento de la culpa. No podría ser de otro modo en el imaginario
scorsesiano, si Scorsese quería pintar una imagen de Jesús a la
que pudiera aproximarse. Si hay algo verdaderamente herético en el
film no es la secuencia del mundo paralelo y perfectamente normal
que Satanás ofrece a Jesús, y que este acaba por rechazar, sino
más bien aquella otra, que no figuraba en el guion pero sí en el libro
de Kazantzakis, en la que el Jesús carcomido por la culpa y que
sospecha que Satanás lo ha poseído se confiesa ante un esenio. La
herejía reside, por extensión, en la duda constante del Maestro
sobre sí mismo, la duda sobre su propia fragilidad y su propio
pecado, precisamente aquello que, según sentencia ya la Carta a
los Hebreos (Hb 4,15) y reafirmaría el Concilio de Calcedonia, es de
suyo imposible en el Hijo de Dios. Aquí reside, si se quiere, el
verdadero límite heterodoxo del film de Scorsese. Pero eso nadie lo
vio, ninguno de sus detractores blande estos argumentos, ni
menciona la escena del esenio. La moral —más bien el moralismo—
primó por encima del dogma; lo contingente sobre lo necesario,
poniendo así de relieve —como la pusiera el Maestro de Nazaret
repetidas veces— la hipocresía de muchos corazones.
Si las mentes de aquellos que criticaron el film sin verlo no
hubieran estado entumecidas por la ideología, habrían visto a un
Jesús capaz de la sonrisa y el baile; capaz de la ira. Un Jesús
dispuesto a llevarse alguna pedrada para salvar a la adúltera
Magdalena; un Jesús apto, incluso, para sacarse el corazón del
pecho y ofrecérselo a sus discípulos, en plena sintonía con las
imágenes del Sagrado Corazón y aun con la más refinada teología
sacramental. (Una imagen, la del Sagrado Corazón viviente, que
nadie antes ni después de Scorsese ha tenido la audacia de llevar al
celuloide o sus mutaciones digitales). Habrían visto, al fin, a un
Jesús que renuncia a todo lo bello que hubiera podido tener si
hubiera cedido a la última tentación y que, al no hacerlo, puede
afirmar, en fidelidad al relato evangélico: «Todo se ha cumplido» (Jn
19, 30). El Jesús de Scorsese, como el del Evangelio, renuncia
bajarse de la cruz, opta por consumar el sacrificio del Calvario.
Ellos se lo perdieron, aunque no del todo. Aquellas voces
avinagradas que, quince años después, destilarían los más dulces
comentarios para La pasión de Cristo (The Passion of the Christ,
2004), la violentísima obra de Mel Gibson, cruenta y cruel hasta la
obscenidad, obviaban que hubiese sido improbable esta sin aquella.
Improbable que Johnatan Debney hubiera tenido la audacia de
componer su partitura usando elementos autóctonos de Palestina, si
Peter Gabriel no lo hubiera hecho antes que él; improbable que Mel
Gibson dulcificase y humanizase a Cristo si Scorsese no hubiera
roto el hielo, también con su Jesús por primera vez ensangrentado
ante la lente. No le copió Gibson —afortunadamente para el
italoamericano— su punto de fidelidad histórica, ni sus guiños a la
Historia del Arte. La crucifixión de La última tentación sigue siendo,
posiblemente, la más precisa que haya conocido el cine, y algunos
de sus planos beben de maestros como Antonello da Messina o El
Bosco para representar el agobio del viacrucis o la crudeza del
patíbulo sobre el Gólgota. Incluso el mayor de los aciertos de Mel
Gibson, a saber, el de haber rodado el film en las lenguas
autóctonas de la Palestina del siglo I (arameo y latín,
fundamentalmente) fue precedido por la audacia de Scorsese y
Schrader, que decidieron que podían hacer hablar a los apóstoles
arameo o el lenguaje coloquial de las calles de Nueva York, pero
que debían huir de la traducción pulida y esplendorosa de Rey de
Reyes o La historia más grande jamás contada, que se apoyaban en
la impecable versión de la Biblia de King James. Si las imágenes de
la película debían tener un tono de aspereza que reflejase los
caminos polvorientos de la Palestina del siglo I y la rudeza de sus
gentes, también el lenguaje debía ser rugoso. Scorsese había
abierto las compuertas de una nueva estética, de la que se nutre,
también, la serie The Chosen, el mayor y más exitoso proyecto de
crowdfunding de la historia de la televisión, que ha cautivado a los
cristianos de todo el mundo con su representación de un cristo
amistoso, sonriente, con los pies en la tierra, en el que prima la
componente humana sobre la divina y que se expresa, como sus
apóstoles, en términos netamente contemporáneos. También a
ellos, Scorsese les abrió las puertas del rostro de Cristo.

***

«Mientras crecía, el rostro de Cristo era algo que siempre fue un


consuelo, y una alegría» 148 , reconocería Scorsese en un largo
diálogo con el jesuita Antonio Spadaro. Y ese consuelo venía, en
gran parte, de la imaginería católica, de sus ritos, del sosiego que
desprendían los vetustos muros de la Vieja Catedral de San Patricio,
la primera catedral católica de América del Norte. «Yo encontraba
paz allí, y un poco de protección» 149 , recordaría Marty, quien recibió
en ella los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, primera
comunión, confirmación. Allí iba a Misa los domingos, ayudaba
como monaguillo:
Recuerdo ser llevado a Misa y preguntarme por qué mis padres no me habían llevado
antes. Era tan impresionante, con vestiduras de diversos colores para las diferentes
Misas: blanco y oro, o verde y oro. Imagino que hice esa asociación entre ir a la catedral
y a la sala de cine a una edad muy temprana […]. Mi primera comunión fue muy
importante para mí, participar en la confirmación y hacer mi primera confesión. En
aquella época yo estaba fascinado por las imágenes de la crucifixión, y pinté infinitas,
que luego les daba a las monjas en el colegio 150 .

No debía disminuir con el tiempo su fascinación por la


representación de la crucifixión, que puso por primera vez en
escena al final de El tren de Bertha, cuando Big Bill Shelley (David
Carradine) es crucificado sobre un vagón de tren. Scorsese vio
aquella crucifixión en el guion que le había sido dado, y lo consideró
un signo de Dios, de modo que años después rodaría con planos
similares la crucifixión de Willem Dafoe en La última tentación de
Cristo. También Frank Costello (Jack Nicholson) adquiere la forma
de un crucificado tras exhalar su último aliento en Infiltrados (The
Departed, 2006), y J.R., como advierte Roger Ebert, aparece
asimismo en esta postura en la escena onírica de Who’s That
Knocking at My Door? En la secuencia en la iglesia que cierra ese
film, por otra parte, aparecen varios crucifijos; ocupa un lugar muy
especial entre ellos el del confesionario, con el que J.R. se desgarra
el labio al besarlo. La mencionada secuencia de Charlie en la Iglesia
a principio de Malas calles, que enlaza directamente con ese final de
su ópera prima, lo presenta rezando ante un Cristo crucificado
—acaso con ecos de El séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, Ingmar
Bergman, 1957)— al que plantea su cuestión acerca de la elección
de la propia penitencia. Otro hijo de Little Italy, Henry Hill (Ray
Liotta) en Uno de los nuestros, deberá esconder el crucifijo que
cuelga de su cuello cuando vaya a ser presentado a los padres de
su futura esposa Karen (Lorraine Bracco), de origen judío. El
irlandés Father Vallon (Liam Neeson) empuñará uno a modo de
estandarte al comienzo de Gangs of New York y aquel a quien se
refiere el título de El irlandés, Frank Sheeran (Robert De Niro),
llevará también una cruz de metal en su bolsillo cuando salga a
«pintar casas».
Asimismo, los Sagrados Corazones de Jesús y María aparecen
en buena parte de los filmes de Scorsese. No solo Toro salvaje y, de
modo completamente audaz, La última tentación de Cristo,
presentan —como ya se ha dicho— esa manifestación
particularísima de la imaginería católica: también Malas calles, New
York, New York, El color del dinero, Infiltrados, Uno de los nuestros,
Casino, Shutter Island, El irlandés y Los asesinos de la luna
subrayan a través de esos símbolos, en general por medio de
láminas enmarcadas que cuelgan de la pared, el catolicismo de sus
personajes.
Hay aún otros signos profundamente católicos en la obra de
Scorsese, imperceptibles incluso para el cinéfilo más devoto: son
aquellos en los que se cuela la visión de quien fuera aprendiz de
cura durante el tiempo previo a la reforma litúrgica del Vaticano II.
Entre estos signos, menos obvios, se puede encontrar el momento
de Malas calles en el que Charlie —ya devenido cínico respecto de
su fe— invita al camarero que le sirva el licor de su copa sobre sus
dedos índice y pulgar pinzados sobre el vaso: era el modo en el que
los monaguillos purificaban sobre el cáliz, al final de la misa, los
dedos del sacerdote que la había celebrado. Otro signo, más
imperceptible aún si no fuera porque lo explica el propio Scorsese:
en Taxi Driver, cuando el traficante de armas le muestra a Travis su
mercancía, «las extiende sobre el terciopelo de una en una, como si
estuviera preparando el altar para la Misa» 151 . Scorsese dixit.

***

En su batalla a muerte entre la ley de Dios y la de la calle, algunos


personajes scorsesianos consiguen equilibrar, con más o menos
dolor, ambos lados de la ecuación. Son la cara amable del
cristianismo, tal y como la conoció Marty en el rostro de Father
Principe, un curita de veintitrés años que apareció por San Patricio y
entendió que la nueva generación de católicos italoamericanos no
podía vivir como la de sus padres si quería conservar la fe en el
momento en el que le había tocado vivir. Así, por ejemplo,
atenazado por la culpa de haber visto películas prohibidas por la
Legión Católica de la Decencia —la lista «C», de condenados,
incluía títulos como Baby Doll (Elia Kazan, 1956), Le plaisir (Max
Ophüls, 1952), o cualquier película aleatoria de Ingmar Bergman—
Scorsese fue a confesarse con el joven padre, gran cinéfilo, que, a
pesar de su ortodoxia, sabría entenderle y liberar su conciencia:
«Oh, tú estás estudiando cine, está bien» 152 .

El retorno del hijo pródigo: el católico Scorsese se inclina ante el Papa Francisco. Créditos: Vatican Pool /
Getty Images News.

Father Principe, mentor de Scorsese en la fe católica como Haig


Manoogian en la cinematográfica, permanece una figura enigmática
y atractiva, que no solo supo ser justamente crítico con ciertas
formas de la Iglesia de su época, sino también con el cine —y el
catolicismo atragantado— de su otrora pupilo. Para muestra un
botón: tras el visionado de Taxi Driver, el sacerdote le diría a Marty:
«Mira que siempre te lo he dicho, “demasiado Viernes Santo,
demasiado poco Domingo de Resurrección”». Una frase que el
propio Scorsese declararía ser el resumen de su carrera 153 . Por otra
parte, en su última visita al hogar de los Scorsese, Principe habló
con ellos de la tensión entre el catolicismo italiano, más familiar y
desenfadado, y el irlandés, más fatalista, pero con un toque de
humor. Una tensión que atraviesa la filmografía de Scorsese, y que
cristaliza especialmente en Gangs of New York, Al límite, Infiltrados
y El irlandés.
El rostro amable de Father Principe, que aparentemente supo
equilibrar la ecuación entre la fe y la vida, resuena en la filmografía
de Scorsese en personajes como el capitán Oliver Queenan (Martin
Sheen) en Infiltrados, el Cristo de Dafoe, o Mollie Burkhart (Lily
Gladstone), la india católica que, en Los asesinos de la luna,
madruga para adorar a su Dios al amanecer y acaba por convertirse
en una suerte de arquetipo de las bienaventuranzas. Otra persona
representaría, en la vida de Scorsese, el rostro amable de la
religión: su madre Catherine, de indudable influencia tanto en su fe
como en su cine, como se demuestra a lo largo de las páginas del
próximo capítulo. Según Scorsese, Kundun —rodada durante la
agonía de la matriarca, que falleció pocos días tras el fin del rodaje,
acompañada de su hijo— está dedicada a ella «porque el amor
incondicional que ella representaba en mi propia vida conecta de
algún modo con la idea del Dalai Lama de tener un amor compasivo
por todo ser viviente» 154 .
Aunque algunos quisieron ver en Kundun la segunda parte de
una trilogía religiosa, y aunque Scorsese subrayase que procedía de
su propio interés por el sacerdocio 155 , la religiosidad de la cinta se
antoja desvaída, sin fuerza. La biografía preciosista sobre el Dalai
Lama y su expulsión del Tíbet, en torno a los conflictos políticos a
gran escala y al conflicto de un hombre llamado desde su infancia a
ejercer de referente moral, carece del pulso del mejor Scorsese.
Poco más que una película de encargo, su visionado se justifica,
cuanto menos, por la excelente fotografía de Roger Deakins. Pero
se siente demasiado sosegada para Scorsese, carece del núcleo
atormentado que cohesiona su cine. El propio cineasta es
consciente: «No era como en Uno de los nuestros o Casino, donde
podía meter de todo con el uso de la voz over y el montaje rápido:
este mundo no lo soportaría 156 ».
El de Little Italy no está aquí en su elemento: habla acaso de lo
que sabe, pero no de lo que siente. La religión es parte del paisaje,
pero no parte del problema. Acaso por eso el film decepcionó
incluso al mismísimo Dalai Lama, interpretado en el film por Tenzin
Thuthob Tsarong; su rostro amable era tal vez demasiado amable; el
conflicto del film, con Mao (Robert Lin) ejerciendo de villano que
afirma que «toda religión es veneno», demasiado maniqueo. Muy
lejano a Little Italy. Muy ajeno a la culpa.
La cara más amable —por más auténtica— del cristianismo, la de
la centralidad de aquel rostro de Cristo que consolaba al Scorsese
adolescente, debía desplegarse aún en otra obra del canon; más
que la tercera parte de una supuesta trilogía religiosa la segunda
hoja de un díptico teológico sobre el catolicismo. Una obra fraguada
durante más de dos décadas, al igual que La última tentación de
Cristo y a diferencia de Kundun; hervida a fuego lento en su corazón
rabioso de italoamericano. Un film profundamente personal, titulado
Silencio.

***

Al pase del martes previo al estreno de La última tentación de Cristo


fueron invitados representantes de diversas confesiones cristianas.
La acogida, como se ha visto, osciló entre posiciones que iban de la
frialdad a la hostilidad más descarada. Una excepción fue el
presidente de la Liga Episcopaliana de Nueva York, Paul Moore, que
acudió a la cita acompañado de su mujer y a quien gustó el film,
diciéndole a Scorsese que era «cristológicamente correcto» 157 .
Marty estaba aliviado. Quizás, después de todo, no fuese el peor
hereje de la historia de los Estados Unidos. El obispo —a pesar de
la doble vida que salió a la luz después de su muerte— supo
reconocer en aquella cinta de superficie tan bella y a la vez tan
áspera la obra no solo de un gran artista, sino de un hombre en
búsqueda de Dios en el fondo se su alma. Y le envió a Scorsese
una verdadera bomba de relojería. Pocos días después del
encuentro, Marty recibió en su casa la novela Silencio, del católico
japonés Shūsaku Endō.
El libro abriría una nueva brecha, de calado existencial, en el
catolicismo de Scorsese; aportaría una insospechada perspectiva a
su mayor obsesión irresuelta: la del equilibrio imposible entre la ley
de Dios y la ley de la calle. Una ley de la calle que no podía ser otra,
para Scorsese, que la violencia, la extorsión de aquellos que quieren
imponer su voluntad sobre los otros, ya sean mafiosos
italoamericanos obsesionados por el sabor del ajo en la salsa de
tomate, o shogunes con kimono. La novela de Endō se detenía en
los dos polos de aquella dicotomía irresoluble, del dilema
scorsesiano por antonomasia. En un extremo, proponía el personaje
del Padre Ferreira: aquel maestro luminoso, de férreas
convicciones, que acaba capitulando bajo el peso de los
desengaños propios y ajenos. Ferreira —todo un acierto de casting
encarnarlo en la cara ajada de Liam Neeson— representaba aquello
que Marty se había negado a ser: un hombre arrodillado ante el mal,
sepultado bajo el peso de la culpa y la tristeza. El padre Garrupe 158 *
(Adam Driver), por otra parte, representaba aquello que Scorsese
jamás hubiera podido ser: un hombre de fe tan firme que consigue
dejarse matar por ella, unido a las almas a él encomendadas.
Más allá de Ferreira y de Garrupe, Silencio proponía una tercera
vía: la del Padre Rodrigues y Kichijiro; en el fondo, la del mismo
Jesucristo. Una capitulación aparente ante el mal, pero sin que ese
mal pueda destruir la pertenencia del alma a Dios, sin que la
desesperación consiga agotar la esperanza. Rodrigues, a quien da
vida un fabuloso Andrew Garfield, capaz de representar todo el
exaltado celo de un cura joven e inexperto, está lleno de ideales;
alberga una imagen de Dios con los ojos puestos en el Cielo, pero
sin los pies en la tierra. Kichijiro (Yōsuke Kubozuka) ha visto morir a
su familia por su fidelidad a la fe; ha visto a sus padres y hermanos
mártires verle apostatar; ha apostatado una vez y ciento. Es un
hombre débil, un borracho, un adicto. En definitiva, un pecador
irredento que, no obstante, sepultado por una culpa imposible
—aunque ya no de naturaleza sexual sino existencial, mucho más
honda— acude una y otra vez a recibir la absolución de Rodrigues,
incluso tras haberles vendido, a él y a Garrupe, por trescientas
monedas de plata a las autoridades del gobierno japonés. Diez
veces más que la recompensa que recibió Judas por entregar a
Jesús.
Ese paradójico punto de inflexión, esa coexistencia cuasi
imposible de los opuestos cristaliza en uno de los momentos más
bellos y sentidamente dramáticos de toda la filmografía de Scorsese
[ 8]. Tras una fidelidad inquebrantable, tras haber cargado sobre
su conciencia las apostasías de muchos para salvar sus vidas, tras
interminables jornadas de prisión en la cárcel del shogun, de ver
morir a sus correligionarios y de ser instruido en la inutilidad de su
empresa por un desencantando Ferrerira, el propio Rodrigues se ve
abocado al trance de apostatar, a fin de salvar la vida torturada de
parte del rebaño que se le ha concedido en Japón. Bañado en
lágrimas, con verdadero tormento, el misionero forcejea consigo
mismo. Se hace el silencio, solo interrumpido por la voz de Dios que
le habla desde el fumi-e que ha de profanar: «Vamos, adelante. Está
bien. Písame. Comprendo tu dolor. Vine a este mundo para
compartir el dolor de los hombres. Llevé esta cruz por su dolor.
Ahora tu vida está conmigo. Písame». El rostro de Cristo, tan
amado, que pintara El Greco, se funde a negro. El pie de Rodrigues,
en plano detalle, pisa. Más que una traición, aquel paso supone
para el apóstol la superación de un ego, de una cierta mentalidad
que asume que es más importante lo que el hombre hace por Dios,
que lo que Dios hace por él… eso que los clásicos llamaban gracia.
Silencio es un film de raigambre profundamente autobiográfica,
parte de una experiencia. Acaso por ello, en su entrevista con el
jesuita Antonio Spadaro, Scorsese lo compara de continuo con Toro
salvaje, y a Jake LaMotta, en su tendencia autodestructiva, con
Kichijiro. Este, por otra parte, acaba siendo de hecho «el gran
maestro de Rodrigues», en opinión del cineasta. «Su mentor. Su
gurú, por así decirlo. Es por ello que Rodrigues le da las gracias al
final» 159 . Como en tantos binomios de varones a lo largo de su
filmografía —prefigurados, como analizaremos en el siguiente
capítulo— en Charlie y en Johnny Boy, Scorsese no solo se refleja
en Kichijiro, sino también en Rodrigues, como el agua del río
devuelve a su vez, a Rodrigues, el rostro del mencionado Cristo de
El Greco. La solución al problema entre la ley de Dios y la de la calle
era no regirse por las reglas férreas de una o de otra, sino
trascenderlas; ese es el privilegio de los místicos.
Ayuda a percibir este planteamiento el hecho de que el film se
inscriba, de modo más eficaz que ningún otro del canon, en aquello
que Schrader, en su faceta de académico, definiera como estilo
trascendental. Pertenece a dicho estilo, de modo preeminente, la
obra Bresson basada en la de Bernanos, Diario de un cura rural
(Journal d’un curé de campagne, 1951), que, no en vano, completa
la triangulación con Toro salvaje y Silencio que establece Scorsese
en su entrevista con Spadaro. En el film de Bresson, apunta el
cineasta, «todo personaje […], a excepción quizás del cura anciano,
está sufriendo» 160 . Como en Silencio. Como en Toro salvaje. Pero
los tres filmes concluyen con un halo innegable de esperanza. La
historia de LaMotta, tras su último plano, iba desgranando
lentamente las palabras del evangelio de Juan (Jn 9,24), como
agradecimiento de un Scorsese que, a través de él, había vuelto a la
vida:
Por segunda vez [los fariseos] preguntaron al hombre que había sido ciego, y le dijeron:
«Da gloria a Dios: nosotros sabemos que este hombre es un pecador». Contestó él: «Si
es o no un pecador, no lo sé. Todo lo que sé es esto: que yo estaba ciego, y ahora veo».

No por casualidad, la última frase cierra también la primera


estrofa del célebre himno Amazing Grace. Entre la culpa y la gracia,
parece imponerse al fin la segunda, tanto en la filmografía de
Scorsese como en su propia vida. Y, quizá por ello, el maestro de
Little Italy hace que el último plano de Silencio rime —crucifijo de por
medio— con el postrero de Diario de un cura rural, aquel en el que
se exclama la frase conclusiva de la obra de Bernanos. Todo es
gracia.

119
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese. Londres: Faber and
Faber, p. 169.
120
Hoberman (1992), ‘Sacred and Profane’, en Sight&Sound, vol. 1, no. 10 (febrero), pp.
8-11.
121
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 165.
122
Shone, Tom (2022): Martin Scorsese. A Retrospective. Londres: Thames & Hudson, p.
57.
123
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese. Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
196.
124
Ibid., p. 195.
125
Occhiogrosso, Peter (1987): «Martin Scorsese: In the Streets», en Ribera, Robert (ed.)
(2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, p. 96.
126
* Se llama escala de plano a la proporción de la figura humana que abarca el encuadre,
y que depende, fundamentalmente, de la distancia de la cámara a lo representado y del
tipo de lente empleado. La escala de plano puede variar desde el gran plano general (un
paisaje) al primer plano (el rostro) o, incluso, el primerísimo primer plano o plano detalle (un
ojo, unos labios, una mano), pasando por el plano americano (una persona representada
desde las rodillas para arriba), el plano medio (desde la cintura), etc.
127
* El Concilio Vaticano II (1962-1965) es el último Concilio Ecuménico de la Iglesia
Católica hasta la fecha. Fue convocado por Juan XXIII con la idea de establecer un diálogo
fructífero entre la Iglesia y el mundo moderno; lo clausuró Pablo VI. La apertura del Concilio
se dejó notar en ámbitos como el ecumenismo, el diálogo interreligioso, el discurso
teológico o la liturgia; se actualizaron los ritos, se renovó el lenguaje con el que expresar
ideas multiseculares, para hacerlas más accesibles; se contempló con mirada crítica el
legalismo moral de épocas precedentes —también en materia sexual, aunque no solo— en
pro de una mayor profundidad de la conciencia individual y social.
128
Scorsese, Martin (2008): «Foreword», en Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert, The
University of Chicago Press, p. xiv.
129
Madonna (2005): ‘Madonna’s Next Chapter”’, en Ladies Home Journal, julio, p. 126.

130
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 131.
131
Ibid., p. 136.
132
Ibid.
133
Aunque el artículo resulta inaccesible en la propia página de L’Osservatore Romano,
que solo incluye los números publicados desde 2019, se puede consultar la noticia, por
ejemplo, en la web del periódico italiano La Stampa (23/07/2014): « In Francis’ Church
Pasolini goes to heaven». Accesible en: https://www.lastampa.it/vatican-
insider/en/2014/07/23/news/in-francis-church-pasolini-goes-to-heaven-1.35736033/
134
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes. 7.ª edición. Barcelona:
Anagrama, p. 530.
135
Schickel (2011): Op. cit., p. 172.
136
Biskind (2019): Op. cit., p. 531.

137
Schickel (2011): Op. cit., p. 172.
138
Shone (2022): Op. cit. p. 131.
139
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 120.

140
Jenkins, Steve (1988): «From the Pit of Hell», en Geoff, Andrew (ed.) (2021):
Sight&Sound Special: Martin Scorsese. A Life of Movies, p. 44.
141
Schickel (2011): Op. cit., p. 172.
142
Ibid.
143
Shone (2022): Op. cit. p. 133.
144
Ibid., p. 169.
145
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 145.
146
Dart, John (1988): «Church Declares ‘Last Temptation’ Morally Offensive», Los Angeles
Times, 10 de agosto. Disponible en: https://www.latimes.com/archives/la-xpm-1988-08-10-
me-88-story.html
147
Ibid., p. 133.
148
Spadaro, Antonio, S.J. (2106): “’Silence’. Interview with Martin Scorsese”, La civiltà
cattolica, p. 15.
149
Schickel (2011): Op. cit., p. 5.

150
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 118.
151
Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert, The University of Chicago Press, p. 45.
152
Schickel (2011): Op. cit., p. 27.

153
Ibid.
154
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 214.
155
Schickel (2011): Op. cit., p. 216.
156
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 210.
157
Ibid., p. 124.
158
* Un nombre que es un guiño al mítico Pedro Arrupe, prepósito general de la Compañía
de Jesús en torno al Concilio Vaticano II, que pasó una parte considerable de su vida en
Japón.
159
Spadaro (2106): Op. cit., p. 13.

160
Spadaro (2106): Op. cit., p. 7.
4
AMARÁS A TU MADRE, PERO NO A TU PADRE

Creo que mi madre es una narradora bastante buena.


Tengo mucho de ella, de su modo de contar
historias 161 .
MARTIN SCORSESE

Roger Ebert, uno de los más brillantes críticos de cine de todos los
tiempos, que era siempre impecable y, de vez en cuando, tenía
ramalazos proféticos, fue uno de los primeros en apostar por Marty.
Lo hizo antes incluso que su maestra Pauline Kael; antes todavía de
que I Call First pasase a llamarse Who’s That Knocking at My Door?
En su crítica de aquella versión primigenia que pudo ver en el
Festival de Cine de Chicago de 1967, Ebert la calificaba como un
«gran momento del cine americano», subrayando su capacidad para
«unificar dos mundos opuestos»: por un lado, el de filmes como La
ley del silencio (On the Waterfornt, Elia Kazan, 1954), «bien
realizados a nivel técnico y satisfactorios emocionalmente, pero que
carecen del sabor de la experiencia real» y, por otro, el de películas
como Shadows (John Cassavetes, 1959), «suficientemente
auténticas, pero a menudo pobres en su calidad técnica, y carentes
del control necesario para desarrollar los personajes y contar una
historia» 162 . En esta ópera prima, que muchos académicos siguen
considerando aún hoy como autoindulgente, Ebert supo intuir lo que
otros no vieron: no solo la grandeza cinematográfica de Scorsese,
sino también que estaba llamado a ser un insider-outsider de
Hollywood, un mestizo entre la industria de Los Ángeles y el cine
independiente que había mamado en Nueva York.
Tiempo después de aquel texto, en una recensión de Mallas
calles publicada en el Chicago Sun-Times en noviembre de 1973,
Ebert subrayaba que, de entre todos los talentos que iban manando
de lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood —Friedkin, Coppola,
Bogdanovich, etc.— solo uno debía ser tomado realmente en serio:
«En diez años, Scorsese pasará a ser un director de rango
mundial». Más aún, el crítico sellaba su texto con una atrevidísima
frase: «Si les parece prematuro o temerario [comparar] a Fellini (en
mi opinión uno de un puñado de genios de la dirección vivos) con
Scorsese, que es un crío de Little Italy, déjenme que lo exprese del
siguiente modo: me reafirmo en ello» 163 . Antes de que finalizase
esa década, la profecía de Ebert se había cumplido. Más aún: por
aquel entonces, Marty ya había alcanzado la gloria (Taxi Driver y su
Palma de Oro en Cannes), atravesado el infierno (tras la debacle de
New York, New York) y resucitado de entre los muertos (con Toro
salvaje). Corría el año 1982 y Ebert decidió, junto con su colega
Gene Sikel, que el incipiente Festival Internacional de Cine de
Toronto (TIFF) debía reconocer la aún corta y accidentada carrera
de Scorsese.
La tarde del evento, Ebert y Sickel se encontraron en la recepción
del hotel a Marty y a su madre Catherine. Los saludaron
cordialmente. Scorsese les preguntó cuál sería el código de
vestimenta para aquella noche. Sickel se pronunció: «Nosotros
somos los presentadores, y, por supuesto, debemos llevar
esmoquin. Pero tú eres el invitado, y puedes ponerte lo que
quieras». El homenajeado respiró tranquilo: «Bueno, en ese caso
seguramente vaya en vaqueros». Miró entonces la matriarca a su
hijo y, con un tono de voz que no dejaba margen de duda, exclamó:
«¡Martin! ¡Te vas a poner tu esmoquin!» «Sí, mamá» 164 . Fin de la
discusión.
Pero Scorsese no solo tenía una madre, a la que adoraba y
obedecía más allá de lo sano en un hombre adulto. También tenía
un padre. Y un hermano. Y un tío mafioso. Y abuelos emigrantes de
trazas legendarias. Las relaciones que con todos ellos cultivase
desde niño impregnarían su filmografía de un modo decisivo,
profundamente íntimo. Para Scorsese, el cine no es solo una
religión o un modo de vida. Es, también, un asunto de familia, tanto
delante como detrás de las cámaras.

***

Catherine Scorsese, nacida Cappa el dieciséis de abril de 1912 en


Little Italy como hija de emigrantes italianos, sería una de un total de
nueve hermanos, tres varones (uno de ellos su mellizo) y cinco
mujeres. Su padre, Martino Cappa, fue coordinador de teatro y
antiguo miembro de la caballería italiana en Sicilia; adoraba los
caballos, pasión que heredó Marty, en parte debido a él, en parte
por los wésterns en Technicolor que le fascinaron desde bien
pequeño. Su madre, Domenica, regentaba una tienda. El modo de
conocerse de ambos raya lo mitológico; la propia Catherine lo relata
en el mediometraje documental Italianamarican (1974), en el que
Scorsese entrevista a sus progenitores. Desde el primero de sus
casi cincuenta minutos, ella está estupenda, radiante, hablando de
su receta de albóndigas con tomate. Tanto que su marido, Charlie, la
reprende: «No te des aires… No eres actriz». Pero Catherine no se
deja intimidar, y espeta a su marido mientras le lanza la mejor de
sus sonrisas: «No me estoy dando aires de nada. ¿Buscas pelea, o
qué?». El delicioso forcejeo persiste durante un tiempo, y hace al
espectador consciente de su integración en el hogar de los
Scorsese.
Al contrario que su esposa, Charlie se muestra premioso al
menos hasta la mitad del metraje, le cuesta mirar a la cámara, se
expresa torpemente, salvo para pelear con su mujer; no sabe muy
bien —o al menos da esa impresión— qué pinta allí. Marty lo
corroborará en una entrevista: «[…] al comienzo, fue duro para él
estar en la película, no podía concebirlo. Nunca muestras tu
personalidad en una película. No le vas a decir a la gente quién
eres» 165 . Charlie, bautizado Luciano, hijo de Teresa y Francesco,
naturales de la localidad siciliana de Polizzi Generosa, era bien
consciente de que Little Italy era un barrio de Sicilia. Había gente
poderosa. Él se llevaba bien con la gente poderosa. Hacía sus
trajes. Por eso sabía que, si la lealtad era fundamental, la omertá,
ese nombre con el que la mafia denomina su particular pacto de
silencio, lo era mucho más. Su hijo describe el ambiente en el que
se crio, que era el de su padre, del siguiente modo: «[…] había
siempre una atmósfera de miedo. Así que, si cualquiera te
preguntaba algo, siempre decías “no sé de qué me estás hablando.
No sé quién eres. No te conozco, debes estar pensando en otra
persona”» 166 .
No te muestras, no dices quién eres; no desvelas los entresijos
del negocio. A pesar de eso, desde aquella primera aparición,
Charlie le cogería el gusto a las cámaras. Haría cameos, después,
en otras ocho películas de su hijo, incluyendo Uno de los nuestros,
en la que interpretaría, de modo obviamente creíble, al personaje de
Vinnie. Era el final de su vida, Marty era ya más influyente que los
poderosos, no tenía nada que temer. Quizás, incluso, hubiera
podido interpretarse a sí mismo en Neighborhood, aquel film en
cuyo guion trabajaron su hijo y Nick Pileggi (guionista de Uno de los
nuestros y Casino) sobre su relación con el casero de Queens,
quien intuía su relación con la mafia y cuya mujer, posiblemente, lo
deseaba en secreto. Marty jamás lograría rodarlo.
Cuando su Charlie aparece, por primera vez, en Italianamerican,
Catherine ya era una habitual de los filmes de su hijo: había figurado
en otros tres. De hecho, el primero de los planos del primer
largometraje, Who’s That Knocking at My Door? [ 4], encuadra su
tronco reflejado en un espejo, mientras que el primer plano está
ocupado por una Virgen con Niño de porcelana; un corte de montaje
muestra la estatuilla desde atrás, para abarcar un plano entero de
Catherine amasando; el resto de la breve secuencia inaugural
muestra, desde distintas perspectivas —entre ellas un plano detalle
de las manos, estilema recurrente en el cine de Scorsese— a la
matriarca preparando un bollo que dará luego de comer a cinco
niños. Además de constituir una imagen fiel de la vida en una cocina
cualquiera de Little Italy durante la infancia de Marty, la secuencia
inaugural, con su insistencia en mostrar en el mismo plano a la
Virgen madre y la madre propia, establece, de modo inevitable y
estrepitosamente intencionado, la asociación entre ambas, en una
edípica vuelta de tuerca del complejo Virgen-prostituta que aqueja a
los varones scorsesianos y que analizaremos en detalle en el
capítulo 6. Antes de esta aparición, Catherine ya había hecho un
cameo —de nuevo como madre— en el corto It’s Not Just You,
Murray; regresaría después, a partir de Malas calles, donde figura
maldiciendo en italiano mientras ayuda a Teresa (Amy Robinson) en
el momento de su ataque epiléptico.
En Italianamerican, sin embargo, la matriarca acapara toda la
atención; es la prima ballerina. Aparece auténtica, relajada. Siempre
ella misma. Acaso por ello, el documental es una suerte de
momento fundacional de las series de famosos que invitan a las
cámaras a retratar su cotidianeidad, a ser partícipes de sus acciones
más nimias. Antes que Kim Kardashian y Georgina Rodríguez, fue
Catherine Scorsese; ella fue, enfundada en su vestido rosa de andar
por casa, la modelo inesperada de todas las demás. En varios
momentos de la cinta —destinados a incrustarse en la memoria del
espectador— su hijo la persigue hasta la cocina, donde prepara, a
fuego lento, la receta siciliana de albóndigas con tomate. Receta
que, por cierto, se reproduce tras el plano conclusivo del film y antes
de los créditos finales, y que provocó una ovación del público
durante el estreno de la cinta en el Festival de Nueva York de 1974.
Catherine Superstar era la madre de todos. Para Marty, como hijo
de Little Italy, aquello debió ser un verdadero orgullo. Tal vez,
incluso, algo más. La reverencia de los demás hacia la propia
madre, para un siciliano —nacido en Palermo o en Nueva York, eso
no importa— es un signo de poder. Así, de hecho, lo describe Henry
Hill (Ray Liotta) en Uno de los nuestros, como uno de los hitos de su
ascenso en la mafia tras ser apadrinado por Paul Cicero (Paul
Sorvino): «Un día, algunos chicos del barrio le llevaron la compra a
mi madre durante todo el camino a casa. Aquello era respeto».
También después de Italianamerican interpretaría Catherine una
y otra vez papeles secundarios pero inolvidables, en los que a
menudo ejerce de madre de alguno de los personajes. Acaso para
mostrar lo ilimitado de ese amor que ella desprendía y que él le
profesaba, Marty la convirtió, de hecho, en progenitora de uno de los
seres más abyectos y brutales de su cine: el sanguinario Tommy
DeVito, interpretado por Joe Pesci, en Uno de los nuestros [ 9].
Tras el intento de asesinato de Billy Batts (Frank Vincent), con la
víctima agonizando en el maletero, DeVito, Hill y Conway (Robert
De Niro) llegan a casa de la madre de Tommy, para coger una pala
con la que cavar la sepultura. Ella no sabe de dónde vienen, pero,
muy posiblemente, se hubiera conducido de igual manera si lo
hubiera sabido: hubiera preguntado a su hijo y a sus amigos si
tenían hambre; les hubiera invitado a sentarse en el comedor; les
hubiera servido a cada uno un plato generoso de spaghetti
humeantes; les hubiera escuchado atentamente, y, finalmente, les
hubiera enseñado su último cuadro. No es que no sepa en qué
andan ellos —es más lista que el hambre que traen, y así lo
demuestra entre bromas a través de sus preguntas a Henry— pero
parece incapaz de ver a los malhechores; solo ve personas y,
además, lo que de mejor hay en ellas. También entre bromas le
insiste a su hijo en que encuentre una chica con la que sentar la
cabeza y él le responde que tiene una cada noche, pero que quiere
estar libre. Quiere estar con mamá. Y será de casa de mamá de
donde coja el enorme cuchillo que el espectador, sin previo aviso, ha
visto entrar y salir del costado de un hombre en un maletero, en el
arranque del film.
Menos retorcida es su aparición en Casino, donde Catherine
protagoniza una de las secuencias más cómicas del film, en la que
interpreta a la madre de Piscano (Vinny Vella), desastroso jefe de la
mafia de Kansas City. A lo largo del fragmento, la madre trata de
tranquilizar a su acalorado hijo —quien vocifera por doquier a
propósito de la difícil gestión de las maletas con miles de dólares
procedentes de Las Vegas—, y le reprende enérgicamente cada vez
que pronuncia la palabra «joder». Una madre nunca deja de
preocuparse por la educación de sus hijos. Ni por su alimentación, ni
por la de sus amigos. Por eso, al comienzo del film, en la primera
aparición de Piscano en una reunión con el resto de los mafiosos de
Las Vegas, Catherine hace brevemente acto de presencia, llevando
a los gánsteres allí reunidos un delicioso plato de albóndigas con
tomate. Y Nicky (Joe Pesci) insiste desde la voz over que comenta
el pasaje: «Uno de los tipos dejaba que su madre cocinase para
todos». Solo podría ser Catherine. Cocinaba a menudo para todos
en los rodajes, detrás de las cámaras. Y, en ocasiones, a modo de
homenaje y reconocimiento, también delante.
Posiblemente, no obstante, Catherine Scorsese sea más ella que
nunca, madre a un nivel más profundo en términos scorsesianos, en
El rey de la comedia. Rupert Pupkin (Robert De Niro), el niño que
nunca creció, uno de los escasos varones protagonistas del canon
que jamás muestra interés erótico por mujer alguna —más allá de
los jesuitas de Silencio y el Dalai Lama de Kundun—, genera una
grabación magnetofónica en la que él es el principal invitado de El
Show de Jerry Langford. Para ello, reproduce a todo volumen la
cabecera del programa, en la que se escucha la voz de Langford
presentando a los invitados; Rupert, asimismo, grita emocionado al
grabar. Una y otra vez, la voz en off de su madre le interrumpe,
distorsiona su proceso creativo; suena imperativa al mandar a su
hijo reducir el sonido. Rupert no tiene intimidad real, no puede
escapar en su sótano de la voz que viene de arriba, del superyó
materno. A no ser, como sucede en el siguiente plano, que rehúya
por completo la realidad, huyendo a los jardines mentales de un
universo alternativo, como se discutirá en el capítulo 8. Se trata de
una breve escena, pero que contiene una de las claves de la
película: Pupkin solo puede escapar al control materno —y acaso
sea este el motor de sus acciones y de su locura— a través de la
pertinaz insistencia en instaurar en el dominio de lo real su propio
mundo imaginario.
Cabe, por último, preguntarse, si existe un nexo entre la
familiaridad de madre e hijo que se percibe en Italianamerican y la
relación entrañable y cargada de humor que reina entre Alice (Ellen
Burstyn) y Tommy Hyatt (Alfred Lutter) en Alicia ya no vive aquí. El
film es una verdadera rareza. Y lo es tanto desde el punto de vista
de sus propiedades fílmicas —se trata, como ya se ha comentado,
de un ejercicio hollywoodiense tan fastidioso como necesario para
Scorsese— como por su inusual desenlace o por la ambivalente
figura masculina de David (Kris Kristofferson) y su relación imposible
con Alice. Más allá de todo, de las disputas con la productora por la
secuencia introductoria, o de la cabezonería de una Burstyn que
había concebido el film a mayor gloria suya, como queda apuntado
en el capítulo 1, Alicia transmite en varios momentos, a través de la
relación entre una madre y un hijo en circunstancias nada
deseables, ese ambiente de familia que da un instantáneo reposo al
espectador en algunos filmes de Scorsese. Sus bromas, sus ironías
mutuas, su cariñosa pelea en la que ambos se echan agua el uno al
otro y acaban empapados… todo rezuma un aroma de hogar en los
espacios nómadas que ellos ocupan a lo largo del metraje de esta
singular road movie.

***

Los padres, sin embargo, son otra cosa.


Ya en la misma Alicia, que presenta dos dañinas figuras paternas
—una biológica y otra adoptiva— y varios ejemplos más de hombres
agresivos, de los que Alice y Tommy deben huir constantemente, se
aprende: amarás a tu madre, pero no a tu padre. Lo primero era
evidente desde Who’s That Knocking at My Door?, como queda
referido. El tren de Bertha, por su parte, parece contener un aviso
embrionario sobre la imposibilidad de amar al padre y las trágicas
consecuencias que ello conlleva. Así, la protagonista contempla, en
el prólogo a la historia, el vuelo en avioneta de su progenitor. Tras el
aterrizaje, ambos se encuentran brevemente; él debe reemprender
el viaje de inmediato, aunque a regañadientes, tras una discusión
con su patrón, que no le deja otra alternativa que volar en un avión
defectuoso. El amor de Bertha por su padre quedará truncado al
instante siguiente, al ser testigo del accidente en el que él muere, y
que será el detonante de su vida adulta en clave de huida criminal.
Será en Alicia, sin embargo, donde se alumbre verdaderamente una
constante estética scorsesiana, que permanecerá inmutable, salvo
excepciones como La invención de Hugo, durante el resto de la
filmografía. A saber: que donde está mamá, existe un hogar, pero
donde está papá, hay miedo y violencia. De modo que conviene
aislarse de papá.
Así como en los ejemplos referidos más arriba la bondad de las
madres se representa a través del cuidado de y la complicidad con
sus hijos varones, es la relación de los malos padres con sus hijas la
que pone de relieve su absoluta incapacidad para la paternidad. Así,
por ejemplo, tras regresar a su casa con su Lamborghini blanco bajo
los efectos de la droga conocida como Lemmon, Jordan Belfort
(Leonardo DiCaprio) es contemplado con desconcierto por su hija
balbuciente, Skylar, que abandona el visionado de un capítulo de
Popeye 167 *. En un momento posterior del metraje, tras haber tenido
sexo con su mujer por última vez, haberle propinado varios golpes y
haberse administrado a sí mismo un chute descomunal de cocaína,
Belfort cogerá a Skylar, dormida, para llevársela en el coche, ante
los gritos de la madre, quien le había amenazado con quitarle
incluso la custodia compartida si no accedía a concederle el divorcio
de inmediato. Afortunadamente para la pequeña, no llegarán más
allá del muro de la casa, contra el que se estrellan. Ella no sufre
daños físicos, aunque podemos imaginar los psicológicos; para él, la
certeza de que no volverá a ver a su hija desde aquel instante es la
consumación de su fin, el punto final de su implosión como varón y
como persona.
Como en el caso de Skylar, la brutalidad de los padres
scorsesianos es retratada en diversos momentos a través de los
ojos de sus hijas, en ocasiones también de los de otros niños. Ojos
que, como los de la pequeña del lobo de Wall Street, miran al fuera
de campo y muestran susto, estupor, conmoción. No entienden bien
lo que pasa; sospechan acaso solo las secuelas que esos
acontecimientos dejarán en ellos. Particularmente espeluznante es
el primer momento de la filmografía en el que los niños son testigos
de la violencia desorbitada de una figura paterna [ 10]. Jake
LaMotta (Robert de Niro), en caída libre tras ganar en 1949 el título
de campeón de peso medio frente a Marcel Cerdan (Louis Raftis),
acaba por volverse loco de celos. Habiendo conquistado los rings
del mundo del boxeo, su familia se convierte en el contrincante a
batir. Así, tras golpear a Vickie (Cathy Moriarty) en repetidas
ocasiones, en la casa y en la calle, entiende, en su alienación, que
ella le está siendo infiel con su hermano Joey (Joe Pesci), y se
dirige a casa de él. El mismo único hermano que, con una faja al
efecto, había soportado los puñetazos de Jake, sirviéndole de
sparring para preparar el gran combate. Una imagen antológica que,
como veremos, sintetizaba poéticamente la propia relación de
Scorsese con su hermano Frank.
Marty junto a su padre Luciano —a quien todos llamaban Charlie— y su madre Katherine, durante el rodaje
de Italianamerican. Créditos: National Comunication Foundation / Album.

Joey y los suyos están cenando. La niña en brazos de su madre,


el chico a la izquierda de su padre, quien le insta a comportarse en
la mesa. Jake avanza amenazante por el pasillo; acto seguido, tira a
su hermano al suelo y comienza a golpearlo, acorralándolo en una
esquina del salón. En el siguiente plano se puede observar, por
debajo de una mesa, cómo los niños contemplan la violentísima
escena. Sus rostros permanecen ocultos tras el mueble: un hecho
nada accidental y que hace que el espectador atento se identifique
con ellos, con esa inocencia que salta por los aires en tiempo real.
Vickie y Lenora (Theresa Saldana) tratan de detener a la bestia.
Imposible parar el odio. La cámara recoge la presencia de los críos
en algunos otros planos, siempre fugazmente, sin que podamos
apercibirnos de sus caritas, sino solo de su rígida postura, de pie,
completamente inmóviles, como animalillos indefensos ante un
depredador. Al fin, tras noquear Jake a Vickie de un puñetazo, el
agresor hace mutis por el foro. Se muestra entonces a los
pequeños, que durante unos segundos permanecen solos en el
plano, mirando al fuera de campo. Ella, a distancia de plano medio,
presenta una aterradora inexpresividad, más propia de un adulto
disociado; él, a la izquierda de su hermana y detrás de ella, aparece
compungido, como si fuera a estallar en cualquier momento ante el
horror infinito. Bienvenidos de bruces a la vida adulta, a la
experiencia infantil del propio pequeño Marty:
Está siempre conmigo y nunca se marchará; el modo en el que crecí. Ese mundo
siempre está ahí. Quiero decir, cuando veo el mundo tal como es hoy, no veo mucha
diferencia respecto del lugar del que vengo. […] [Me refiero a la] ignorancia, y a cómo
las actitudes, las emociones pueden cambiar radicalmente en un instante.

Todo podía cambiar, en efecto, súbitamente; la violencia estaba


siempre a punto de estallar. Podía suceder, por ejemplo, que una
hija le dijese a su padre que el tendero de la esquina la había
empujado. Y que de repente se desatase, como de la nada, la caja
de Pandora. Así sucede en El irlandés, cuando Frank Sheeran
(Robert De Niro) le pega una paliza ejemplar al propietario de un
pequeño ultramarinos, ante la mirada atónita y aterrada de su hija
Peggy (interpretada de niña por Lucy Gallina), la cual se recoge, de
nuevo, dirigida al fuera de campo, en un plano medio corto que
transmite de manera inmediata los sentimientos de la pequeña.
Pasados los años, a partir de un cierto momento particularmente
significativo de la absoluta falta de escrúpulos de Frank —él jamás
podrá olvidar aquel 3 de agosto de 1975— Peggy (Anna Paquin) le
rehuirá: no importa si va a buscarla, a pesar de su limitada
movilidad, a la misma sucursal del banco donde trabaja; la
primogénita se tomará un descanso al verlo venir, a fin de evitar
cualquier interacción con su padre. La pequeña de las cuatro hijas
de Sheeran, Dolores (Marin Ireland), más accesible al diálogo, será
la conciencia de un hombre sin remordimientos, que no acierta a
enumerar ninguno de sus crímenes ante el sacerdote que le
confiesa, porque es incapaz de ver la maldad de los mismos. Todo
era un negocio; parte de ir a pintar casas. Ya de adulta, será Dolores
quien, a modo de portavoz, ponga palabras a los sentimientos del
resto de los hijos de los malos padres del cine de Scorsese: «Papá,
no tienes ni idea de lo que fue para nosotras. Quiero decir, no
podíamos acudir a ti con un problema por lo que harías. No
podíamos acudir a ti buscando protección debido a las cosas
terribles que harías». Y Frank, removido al fin, le pedirá perdón.
En el extremo, demuestra el ejemplo de Sheeran, nunca se trató
de los hijos, ni de protegerlos a ellos: se trató siempre de la imagen
que debían proyectar los propios padres. El epítome de este
narcisismo paterno que llega hasta el desprecio de los propios hijos
se da en el personaje malogrado de Jimmy Doyle (de nuevo Robert
De Niro), tan increíblemente acomplejado, tan consciente de su pura
nada y de que no le llega a la suela del zapato a Francine, la madre
de su hijo (Liza Minnelli), que decide alejarse de ella entre ridículas
lágrimas en la misma maternidad del hospital. Jimmy es incapaz de
ver a su hijo, nunca quiso ser padre. En la secuencia anterior, en el
violentísimo momento en el que un viaje en coche y una tremenda
discusión acaban en una carrera hacia el hospital porque ella se
pone de parto, él le reprochará haber querido tener al bebé. Y
mientras él se niega a verlo, ella, con esa incomprensible
comprensión que hace naufragar toda la película, intenta persuadirlo
suavemente y, a pesar de todo, confiesa:

FRANCINE: Lo he llamado Jimmy.


JIMMY: ¿Lo has llamado Jimmy? ¿Lo has llamado Jimmy?
FRANCINE: Sí.
JIMMY: Te has equivocado al hacerlo. Deberías haberme dejado
decidirlo contigo, en lugar de darle un nombre y ya. Soy el
padre, pase lo que pase. Deberías haberme dejado hacer
al menos eso. Quizás sea la razón por la que no quiero ver
al chico. ¿Quieres hacerme sentir culpable?

Que el «diálogo» es en sí un manual de manipulación y maltrato


psicológico emanado del machismo más putrefacto, es indudable.
Pero Jimmy se apoya en un argumento que, a finales de los
cuarenta, aún tenía un peso social suficiente. Yo soy el padre.
Invoco, por tanto, mis autoritarios privilegios multiseculares. Pase lo
que pase. Y pasó que, en las décadas sucesivas, saltó en mil
pedazos la figura paterna, como una antiquísima estatua de mármol
que se hubiese estrellado contra el suelo.

***

Desde Malas calles, la combinación de dos hombres —uno


completamente impulsivo e irresponsable y otro, más sensato, que
aspira a redimirlo— es una constante periódica en el cine de
Scorsese. Así, desde aquel tercer largometraje, la relación entre
Charlie (Harvey Keitel) —con su exceso de responsabilidad teñido
por la culpa— y el completamente irreflexivo Johnny Boy (Robert De
Niro) se convertirá en ejemplo de numerosas relaciones entre
varones del cine de Scorsese. Se trata de vínculos generalmente
mediados por la ambivalencia oscilante entre el amor y el odio, y
aunque no se establezcan entre hermanos de sangre (como es el
caso de Jake y Joey LaMotta) obedecen al mismo patrón, lo cual
abarca un innegable carácter de fraternidad, más o menos tóxica.
Pertenecen al conjunto de estos binomios, además de los citados,
Jordan Belfort y Donnie Azoff (Jonah Hill), Henry Hill y Tommy
DeVito, Jesucristo (Willem Dafoe) y Judas (Harvey Keitel), hasta
cierto punto Sam Rothstein (Robert De Niro) y Nicky Santoro (Joe
Pesci) y, por supuesto, Rodrigues (Andrew Garfield) y Kichijiro
(Yōsuke Kubozuka). Precisamente a propósito de estos dos últimos,
hablando sobre su relación en Silencio, Scorsese confesará al
jesuita Spadaro el modelo original del que derivan todos esos dúos,
a saber, de aquel constituido por su padre Charlie y su tío Joe, a
quien Marty quería mucho; los hermanos Scorsese aparecen, en
efecto, prefigurados por primera vez en Malas calles, en los
personajes de Charlie y Johnny Boy, respectivamente:
El crimen organizado estaba presente en ese mundo, así que la gente tenía que
caminar por la cuerda floja; no se podía estar con ellos, pero tampoco contra ellos. Mi tío
tendía a estar con ellos. Siempre fue de poca monta, como Johnny Boy; siempre en
problemas, fue a la cárcel varias veces, siempre debía dinero a usureros. Siempre había
una sensación de violencia presente. Así que mi padre se encargó de ello. Todos los
días, en aquel apartamento, podía ver a mi padre enfrentándose a ello: a cómo lidiar con
su hermano de una manera correcta y justa. Lo tomó todo sobre sí mismo. Mi madre se
frustraba mucho a veces, y decía: «¿No pueden ayudar tus hermanos?». Lo habían
hecho, hasta cierto punto, mudándose todos fuera del barrio. Mi padre y Joe eran los
únicos que quedaban. Así que mi padre tuvo que lidiar con todo él solo. Y eso
significaba tratar con todos, en todas partes: razonando, negociando, haciendo tratos,
asegurándose de que no lo pillaran, a veces dándole dinero [a Joe]. Realmente se
arriesgó por mi tío. Y siempre fue por obligación: la obligación de cuidar a su hermano
[…]. Y era muy, muy duro. Yo quería a Joe, pero era muy duro. En verdad plantea la
pregunta: ¿soy el guardián de mi hermano? Sobre esto trata Malas calles 168 .

El diálogo con Spadaro no constituye, ni mucho menos, la


primera vez que Marty se pronunciaba en estos términos; en
muchas otras entrevistas anteriores, el cineasta refiere la fuente de
la que emergen todos esos dúos imposibles:
[Joe] tenía un gran sentido del humor, era muy divertido. Pero también era un hombre
muy peligroso […]. Entraba y salía de la cárcel. Yo no podía decir nada, no era asunto
mío. Eres el hijo, así que te callas. No fue hasta que falleció mi padre en 1993 que me di
cuenta de que Malas calles iba realmente de él y su hermano 169 .

Tío Joe no era, sin embargo, el único de la familia que tendía a


meterse en problemas. También el hermano mayor de Scorsese,
Frank, era dado al conflicto que mamó en las mismas calles de Little
Italy. La relación entre ambos resemblaba en cierto modo la de
Charlie y Joe, pero con tintes diversos. Marty, el niño pequeño,
blandengue y asmático, era el preferido de mamá Catherine, y el
sobreprotegido de ambos progenitores. «No mires, Marty; no hables,
Marty», eran frases «constantemente» 170 presentes en el hogar de
los Scorsese. Este exceso de atención volvía loco de envidia a
Frank; era razón suficiente para que soliera darle a su hermano
menor unas palizas tremendas, cuando aún vivían bajo el mismo
techo. Marty describe la relación triangular entre su padre, su
hermano y él mismo en términos fílmicos, a propósito de una
película cuya gran relevancia personal ha subrayado en repetidas
ocasiones, Al este del Edén (East of Eden, Elia Kazan, 1955). El
argumento gravita sobre la tensión entre un padre y sus dos hijos, el
bueno y el malo, el responsable y el pródigo, como los de la
parábola evangélica; como Abel y Caín, el lugar de cuyo destierro
da título al film. «En mi casa», recuerda Scorsese,
el conflicto era fundamentalmente entre mi padre y mi hermano mayor, Frank. Se
suponía que yo era el [hermano] «bueno». Pero en realidad, cuando vi Al este del Edén,
me di cuenta de que me sentía como el malo, el personaje de James Dean. Tenía los
mismos sentimientos que él.

¿Qué sentimientos, en concreto? Tras una pequeña digresión,


Marty prosigue:
Durante un tiempo, en los años cincuenta, antes de que mi hermano se fuera de casa y
se casase, había una discusión casi todas las noches […]. Sobre cómo vivir. Cómo
comportarse. O cómo ser un hombre […]. Y el [hermano] tranquilo, el enfermizo, yo,
tenía que aceptarlo todo sin poder decir nada. Esto comenzó a enfadarme enormemente
[…] probablemente con mi padre. Pero también quería amar a mi padre. Y ser amado
por él 171 .

Frank era el hermano a imagen y semejanza de tío Joe. Tendía a


meterse en problemas, a no escuchar a nadie. Como Johnny Boy,
como Jake LaMotta, como Judas, como Kichijiro. «El problema
doméstico es algo que me ha tenido preocupado desde entonces»,
sentencia Scorsese. «Es muy duro para mí hablar de ello, pero lo
pongo en mis películas de modos diversos. Está en Toro salvaje,
está en Malas calles» 172 .
La envidia entre los dos hermanos no desaparecería con la
marcha del hijo mayor de casa; nunca mejoraría la relación entre
ellos. Paul Schrader afirma que, hasta la noche del estreno de New
York, New York, el 21 de junio de 1977, ni siquiera sabría que
Scorsese tenía un hermano. Tras el visionado del film, la comitiva se
desplazó al mítico Studio 54 de la Calle 54 Oeste, en Mahattan, en
el distrito de Broadway. Studio 54 era por aquel entonces una
discoteca que reunía a lo más granado de las artes, desde Andy
Warhol hasta Frank Sinatra, pasando por Salvador Dalí, David
Bowie o el propio Scorsese. Alguien lo definió, certeramente, como
la «Gomorra moderna» cuando debió ser clausurado en febrero de
1980, tras sucederse en él diversos escándalos. Allí, en un lugar tan
neoyorkino, tan scorsesiano, se celebró una fiesta excesiva para
honrar el nuevo y desastroso film. Frank también estaba allí. Mardik
Martin describe la escena que tuvo lugar entre los dos hermanos,
que comenzaron a vociferarse el uno al otro:
La cosa se puso fea de verdad. [Frank] también estaba un poco borracho, así que
tuvimos que sacarlo de la discoteca. Le gritaba a Marty cosas como: «No haces nada
por mí, eres un egoísta…». Marty le respondía también a gritos: «¿Qué diablos quieres
que haga por ti?» Su hermano, por supuesto, estaba celoso 173 .
Catherine Scorsese, siempre madre —tanto delante como detrás de las cámaras—, durante el rodaje de Uno
de los nuestros. Créditos: Everett Collection Inc / Alamy /Cordon Press.

Unos celos que venían de muy lejos, de una pugna continua por
el amor paterno. Si hay una película del canon que resume de un
modo particularmente conciso esa tensión entre un padre y sus dos
hijos, esa es Infiltrados. Scorsese habla de ella, curiosamente,
cuando aborda el tema de la paternidad, lo que, en su cine, ayuda a
extender los límites del término más allá de lo puramente biológico.
«Lo que pasó con Infiltrados, maldita sea, es que acabó por ser la
misma historia, la de los padres y los hijos» 174 . El director describe
a continuación una secuencia clave del film —el momento en el que
él mismo afirmaría que todo el conjunto comenzó a tener
sentido 175 —, en la que el personaje de Jack Nicholson, Frank
Costello, le dice a Billy Costigan, interpretado por Leo DiCaprio,
«huelo una rata», antes de apuntarle de sopetón con una pistola.
Más allá de lo sorprendente del momento —con Nicholson
improvisando a lo grande, intimidando a todo un plató— uno de esos
a los que Marty vuelve una y otra vez en sus entrevistas, sorprende
la hermenéutica desde la que el italoamericano lee la escena:
De repente, miré a mi alrededor, y dije, «ya he hecho esta secuencia antes». Mirando
ahora hacia atrás, veo ese tema en otras películas que he hecho: Malas calles, Toro
salvaje, el resto de las películas. Suelen tener que ver con padres e hijos, y con lo que
un padre le debe a su hijo, y con lo que un hijo le debe a su padre en términos de
lealtad 176 .

La lealtad al padre muerto será, por ejemplo, lo que impulse a


Amsterdam Vallon (Leonardo DiCaprio) en Gangs of New York a
vengar el asesinato de su padre, el cura, a manos del sanguinario
Bill The Butcher, magistralmente interpretado por Daniel Day-Lewis.
Sorprende, de algún modo, que también Lewis interpretase al mejor
de todos los padres scorsesianos, Newland Archer en La edad de la
inocencia, y cubriese así, a nivel tanto de fondo como de forma, los
dos posibles extremos de la masculinidad presentes en el canon.
Retornaremos después a Archer y a su misterioso vínculo con el
padre del cineasta. Pero volvamos por ahora a Infiltrados.
Frank Costello, como Charlie Scorsese, tenía dos hijos, aunque
en su caso simbólicos: uno bueno que parece malo y uno malo que
parece bueno. Pero no es un padre cualquiera. Es algo así como el
personaje de Max Cady, un ser mitológico, más allá de toda razón y
de toda mesura. «Debía ser Dios Padre enloquecido» 177 . Y lo fue.
Desde su misma presentación, a contraluz y con su grave voz over
inundándolo todo, el personaje de Nicholson está rodeado de un
halo de omnipotencia, de temor veterotestamentario, que era el
mismo temor que inspiraba en el pequeño Marty su propio padre:
«En mi mente de chiquillo, quizá evoqué [en torno a mi padre]
imágenes del Dios del Antiguo Testamento» 178 . Desde ese prisma
mira a Costello el pequeño Colin Sullivan (Conor Donovan) en la
segunda secuencia del film [ 11], a medio camino entre la
fascinación y el pudor. «¿Eres el chico de Johnny Sullivan? ¿Vives
con tu abuela?». El chaval asiente y pronuncia un tímido sí.
Costello, de inmediato, interpela al dueño de la tienda que aloja la
escena, y le ordena preparar un obsequio para el pequeño Colin:
una bolsa de papel casi tan grande como el muchacho, llena de pan,
leche, queso, conservas… Y un cómic de Lobezno. No se queda ahí
la esplendidez. Antes de marcharse, la izquierda de Costello toma la
diestra del chico, sobre la que deposita un puñado de calderilla. «Si
alguna vez quieres un dinero extra, ven a L Street».
Dice Hannah Arendt que la cualidad definitoria de las personas
verdaderamente buenas es la generosidad sobreabundante 179 .
Debe ser algo que llevamos en el subconsciente, más aún si está
conformado, como en el caso de Colin, por la experiencia de un
hogar roto y de un padre testarudo e inmerso en asuntos turbios.
Que el pequeño Sullivan debió sentirse, en aquel momento, querido
y poderoso, es indudable. Que sintió, además, que era protegido y
que Costello era su lugar en el mundo, lo deja adivinar la siguiente
subsecuencia que, introducida por unos planos de Sullivan
ayudando a una misa de funeral, corta de inmediato a un garaje en
el que Costello invita al chaval a abandonar la Iglesia, que identifica
con sumisión. ¿Para qué debería Colin querer la Iglesia, si lo tenía a
él? Y tras mostrar la complejidad patológica de Costello, que
asesina con deleite a dos personas en un flashback insertado, al fin
sale su rostro, en primer plano, a la luz, que mira a los ojos del
muchacho fuera de campo: «Cuando tenía tu edad, nos decían [en
la Iglesia] que podíamos ser polis o criminales. Lo que yo digo hoy,
es esto: cuando te enfrentas a una pistola cargada, ¿cuál es la
diferencia?».
La frase, que definirá la vida y la muerte de Sullivan, precede a
una elipsis fundamental en el relato. El rostro en primer plano del
muchacho se empareja, por corte neto de montaje, con el de Matt
Damon, quien interpreta a su yo adulto. Se oye entonces de nuevo,
al ver las facciones de este último, la voz en over de Nicholson:
«Ese es mi chico». La banda de sonido cose la fisura acontecida en
la banda de imagen. Y el espectador avispado se interroga sobre lo
que quiere decir exactamente Costello cuando habla de su chico.
También se lo cuestiona el propio Scorsese, en una suerte de
pregunta retórica que parece haber querido desvelar a través del
rodaje del film: «¿Cuál es su relación [la del personaje de Nicholson]
con [el personaje de] Matt? ¿Es Matt quizá su hijo, realmente?» 180 .
En otro lugar, el realizador va más allá con su pregunta: «Si lees los
libros basados en las personas reales, es muy oscuro, y tiene
mucho que ver con el sexo y la violencia […]. Cuanto más leíamos,
más ideas se nos ocurrían. Y, por así decirlo, fue emergiendo el
monstruo humano». La naturaleza de ese monstruo, de ese padre
de los infiernos, es casi tabuizada por el propio Scorsese: «[…] lo
que encontré en Infiltrados era más incestuoso en cierto sentido; no
sabemos cuál es la relación de Frank Costello con el personaje de
Matt Damon cuando era un crío, mientras lo educaba» 181 .

***
Entre los padres simbólicos corruptores de los hijos que eligen
adoctrinar, más allá de Costello, se cuenta también «Fast» Eddie
Felson, el personaje que protagoniza tanto la obra maestra de
Robert Rossen, El buscavidas (The Hustler, 1961), como su secuela
scorsesiana, El color del dinero. La iniciativa del film partió del
propio Paul Newman, que interpreta a Felson en ambas películas.
Newman vio Toro salvaje y le encantó; le escribió a Scorsese una
elogiosa misiva, la carta de un fan. Años después, tras el estreno de
Jo, ¡qué noche!, mientras Scorsese estaba en Londres, Newman le
propuso quedar. Le planteó el proyecto de El color del dinero. Marty
estaba interesado, pero el guion no le convencía en absoluto.
Newman hizo que lo reescribieran. Nada. Dice Scorsese: «No sentía
que el personaje de Eddie fuera suficientemente fuerte, o
suficientemente dramático. Sentía que debía ir en otra dirección» 182 .
De modo que el italoamericano decidió tomar las riendas, e
involucró al novelista Richard Price; él consiguió, bajo las directrices
del cineasta, que todo el argumento gravitase —una vez más—
sobre la parte más oscura de las pasiones humanas, cristalizada en
una particularísima relación de paternidad y filiación simbólicas:
«Fast» Eddie Felson es todo un buscavidas […] el único modo en el que podía
sobrevivir era […] convertirse en todo lo que odiaba. Y cuando acaba por darse cuenta
de ello, es demasiado viejo para cambiar; hasta que ve al chico [Vincent Lauria,
interpretado por Tom Cruise]. Entonces lo toma bajo sus alas e intenta corromperlo,
hacerlo como el propio Eddie 183 .

Conformarlo, como Dios Padre, a su imagen y semejanza.


Pervertirlo, como Satanás, «como una serpiente», afirma Marty, «en
el jardín de la inocencia» 184 . ¿Cómo no pensar, en términos
análogos, en el personaje de William Hale (Robert De Niro), el
villano en Los asesinos de la luna, que manipula a su necio sobrino
Ernest Burkhart (Leo DiCaprio), llevándole de la mano, para hacerle
descender paso a paso, la escalera del mal absoluto, que le lleva a
matar a plazos a su mujer Mollie (Lily Gladstone)? La corrupción
extrema de un personaje a cargo de su padre simbólico, sin
embargo, había sido ya retratada, con trazas muy singulares, en
otro film, aquel cuyo núcleo mismo es la destrucción de la familia
tradicional. Si Scorsese ha comparado, alguna vez, a uno de sus
personajes con el mismo Lucifer —además de a Eddie Felson, en la
referencia indirecta apuntada más arriba— ese ha sido Max Cady
(De Niro), quien «usa la lógica y la emoción y la psicología de un
modo muy similar a como lo hace Satanás en la Biblia» 185 . Así, para
destruir el último vestigio de integridad de la familia de Sam Bowden
(Nick Nolte), Cady se cita con su hija Danielle (Juliette Lewis) en el
sótano del instituto de la adolescente [ 12].
No es un lugar cualquiera, el sótano. En los sótanos pasan
cosas; cosas feas. Basta con repasar aquel dantesco documental
del austríaco Ulrich Seidl titulado En el sótano (Im Keller, 2014) para
convencerse de ello. Sean avisados los lectores más sensibles de lo
escabroso del contenido del film de Seidl, cuyo estreno se saldó con
varias detenciones reales. Más elegante, pero igual de inhumano, es
el sótano cargado de simbolismo que pone en escena Bong Joon-ho
en su maravillosa Parásitos (Parasites, 2019), o aquel otro en el que
Norman Bates (Anthony Perkins) tiene encerrada a su madre en
Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960); a propósito de él, el
analista Slawoj Žižek consigue demostrar de modo convincente
cómo el sótano puede constituir el lugar representativo de lo que
Freud llamase el ello 186 ; allá donde se encuentran todas nuestras
pasiones, hasta las más reprimidas. Qué entorno privilegiado, por
tanto, para efectuar un cambio de padre: del biológico estandarte de
las leyes y mandatos del superyó, al simbólico incestuoso que
encarna sin barreras los oscuros llamados del ello. Un trueque que
se consuma a través de la corrupción sexual de Danielle en la
sutilmente escandalosa secuencia de aquel sótano que, adornado a
modo de cuento de hadas, se convierte en ese jardín de la inocencia
en el que Max Cady hace saltar en pedazos la de la muchacha.
Scorsese muestra una nada velada fascinación cuando habla de
este pasaje, que contó con una actuación improvisada (en este caso
de De Niro y su pulgar). No es para menos. Es difícil representar
mejor el final de la ley paterna como principio ordenador del mundo;
no se puede retratar con más acierto el clímax de la destrucción de
la institución familiar.

***

No es que Marty no creyera en la familia, pero no le fue fácil crear


una.
Quizá por estar aquejado él mismo del complejo Virgen-prostituta
presente en su obra y que analizaremos en el capítulo 6 o bien
debido a las drogas, los excesos de todo tipo o la pasión por el cine,
no le debió resultar fácil encontrar a una mujer de la talla humana de
Helen Morris, su quinta esposa, con la que se casó a mediados de
1999. Mucho antes, allá por 1965, el realizador contraería por
primera vez matrimonio con Laraine Marie Brennan, de la que nació
su primera hija, Catherine; de modo poco sorprendente, la
primogénita del maestro se dedicaría a la industria del cine, en el
ámbito del diseño de producción. El matrimonio se divorció en 1971.
Tan solo dos años (de 1976 a 1978) duraría en enlace con Julia
Cameron, que se vería salpicado por los escarceos de Scorsese con
Liza Minnelli durante el rodaje de New York, New York. Del breve
vínculo nacería, en 1977, Domenica Cameron-Scorsese, quien es
también cineasta. Los cortos matrimonios con la actriz Isabella
Rossellini (entre 1979 y 1982) y la productora Barbara De Fina
(1985-1991) se saldaron sin descendencia.
No parece tener Scorsese mucho de los malos padres que
deambulan por sus películas: sus tres hijas aparecen con frecuencia
junto a su él, se dejan fotografiar con gusto a su lado para las
revistas de la industria del cine (y las del corazón). El italoamericano
afirma estar muy a gusto con y aprender mucho de ellas; ellas
parecen amarlo ciertamente, como contraviniendo el cuarto
mandamiento del cine de su padre. Un lugar especial entre las tres
ocupa la benjamina de la familia, Francesca, que vio la luz del
mundo el 16 de noviembre de 1999, unos cuatro meses después del
enlace entre Marty y Helen. Egresada como su padre de la NYU,
donde se graduó en junio de 2023 con el corto Fish Out of Water,
Francesca es conocida mundialmente por sus vídeos de TikTok, a
los que se incorporó su progenitor en abril de 2021. El tándem
resulta tremendamente cómico y, de algún modo, a través de su
visión de hija, Francesca repite lo que hiciera Scorsese con su
madre Catherine: convertirlo en patrimonio de los espectadores (en
este caso, de la red social). La química que entre ellos resplandece
ante las cámaras es tan solo una extensión de la que existe detrás
de ellas, basada en una devoción mutua que Francesca expresa del
siguiente modo: «Es el mejor maestro, guía y mentor en general; y
también, literalmente, es mi mejor amigo. Le cuento todo» 187 .
Resulta significativo que la relación de Scorsese con sus hijas
esté, de algún modo, mediada por el cine. Es indudable que esta
mediación nace de su propia experiencia. Puede ser que Charlie
Scorsese no fuera el hombre más expresivo, o que el vínculo con su
hijo antes de la edad adulta estuviese marcado por el rigor y la
aspereza, o que, en palabras de Marty, Charlie «no supiera qué
demonios hacer» 188 con él. Pero ambos encontraron en el cine un
modo privilegiado de comunicarse. «A partir de los tres años, mi
asma empeoró, así que mi padre me llevó a ver muchísimas
películas» 189 . Un ritual constante, que se prolongaría durante toda
la niñez del cineasta y que se convirtió en importantísimo para él. En
especial, el visionado conjunto de Río Rojo (Red River, Howard
Hawks, 1948) fue un momento que establecería un vínculo muy
especial entre ambos: «Cuando vi a Wayne en Río Rojo —tendría
unos seis o siete años— pienso que conecté con lo que fuera que
estuviera sucediendo en mí, algo conectó con mi padre […]. Fue
como una fuerza arrolladora […]». La relación con su padre a través
del cine se prolongaría en la edad adulta, cuando, desde principios
de los ochenta, y dada su experiencia como sastre, Luciano
Scorsese comenzara no solo a hacer cameos en algunos filmes de
su hijo, sino también a ayudarle con el diseño de vestuario:
Cuando se jubiló solía apoltronarse en casa y volver loca a mi madre. «¡Sácamelo de
casa!», decía ella, y fue idea suya que le preguntase si me echaría una mano con el
vestuario de mis películas. Lo cual era perfecto, porque sabía todo sobre la ropa entre
1941 y 1964, el período de Toro salvaje 190 .

Precisamente a su padre dedicaría Scoresese su film de ropajes


más exquisitos, La edad de la inocencia. Charlie aparece en él,
inseparable de su Catherine, en un cameo en el que figuran como
pasajeros de la estación de Jersey City. El patriarca fallecería pocos
días antes del estreno mundial del film en el Festival de cine de
Venecia; su hijo justificaría la dedicatoria del siguiente modo:
Fue la última de mis películas que vio mi padre… Mientras la estaba rodando, reflexioné
mucho sobre el sentido de la obligación y de la responsabilidad de mi padre; lo que él
hizo por nosotros, ya fuera darme friegas con alcohol para bajarme la fiebre o aguantar
con los médicos toda su locura, sin tener formación, sin saber cómo gestionar todo esto.
Pensaba que cuando Newland Archer decide quedarse [con May] está demostrando ese
tipo de responsabilidad 191 .

A través de su colaboración en el diseño de vestuario, Charlie


Scorsese, al igual que su esposa —aunque con acentos bien
distintos— se convertiría en una intersección entre la familia
biológica de Marty y su familia fílmica. Al modo de los grandes
autores cinematográficos de marcada idiosincrasia, como François
Truffaut, Ingmar Bergman o Akira Kurosawa, Scorsese se rodeó
desde bien al principio de su carrera de un equipo regular de
colaboradores recurrentes. Los de mayor recorrido entre ellos son
sin duda Harvey Keitel, protagonista de su primer largometraje y
presente en varios filmes posteriores hasta El irlandés, y Thelma
Schoonmaker, montadora de todos los largometrajes de ficción
desde Who’s That… hasta Los asesinos de la luna a excepción de
la parte del canon comprendida entre El tren de Bertha y Taxi Driver,
ambas incluidas. Junto a ellos, se debe mencionar, por supuesto, a
Robert De Niro, cuya carrera quedó definitivamente catapultada por
Malas calles y cuya colaboración con Scorsese presenta rasgos
legendarios; a Joe Pesci, imprescindible en la parte mafiosa del
canon, extendida a Toro salvaje; a directores de fotografía tan
míticos como Michael Chapman, Rodrigo Prieto, Robert Richardson,
o sobre todo, Michael Ballhaus, el más reincidente de todos ellos; a
compositores como Robbie Robertson o Howard Shore, de quienes
echaría mano cuando no le bastase la música preexistente, o a otro
intérprete de la talla de Leonardo DiCaprio, uno de los actores más
relevantes de su generación, quien confesaría con veneración filial
que solo es quien es gracias a Scorsese: «Él me salvó. Iba cuesta
abajo, camino de ser un determinado tipo de actor, y él me ayudó a
convertirme en otro distinto. En aquel que quería ser» 192 .
Pero volvamos a Francesca. La pequeña de Marty creció entre
los platós en los que filmaba su padre y las películas del Hollywood
clásico que le enseñaba en casa. Quizá para hacer al mundo
partícipe de la relación con su hija a través del cine, acaso como un
alegato más en su defensa de la calidad y originalidad
cinematográficas que veía diluirse a pasos agigantados, Scorsese
publicó en el periódico italiano L’Espresso, el 2 de enero de 2014,
una carta abierta a Francesca, sobre el estado de las cosas en el
séptimo arte. La misiva no arranca bien:
Queridísima Francesca,
Te escribo esta carta sobre el futuro. Lo miro a través de la lente de mi mundo. A
través de la lente del cine, que ha sido el centro de ese mundo.
En los últimos años, me he dado cuenta de que la idea del cine con la que crecí, que
está ahí en las películas que te he estado mostrando desde que eras niña, y que
prosperaba cuando empecé a hacer películas, está llegando a su fin. No me refiero a las
películas que ya se han hecho. Me refiero a las que están por venir.

No obstante, un par de párrafos después, el propio Scorsese


enciende una llama a la esperanza:
No quiero repetir lo que tantos otros han dicho y escrito antes que yo sobre todos los
cambios que se están produciendo en el negocio, y me siento alentado por las
excepciones a la tendencia general en la realización de películas: Wes Anderson,
Richard Linklater, David Fincher, Alexander Payne, los hermanos Coen, James Gray y
Paul Thomas Anderson están consiguiendo hacer películas, y Paul no sólo consiguió
que The Master se hiciera en 70 mm, sino que incluso consiguió que se proyectara así
en algunas ciudades. Cualquiera que se preocupe por el cine debería estar
agradecido 193 .

La enumeración no es accidental. Muchos de estos directores,


hijos del Festival de Sundance, son herederos directos de los
cineastas del Nuevo Hollywood. Cada uno tiene su padre predilecto,
como defiende James Mottram en su libro sobre el grupo de los que
él define como los disidentes que reconquistaron Hollywood. Así, en
su opinión, para Bryan Singer es fundamental «Spielberg; para P. T.
Anderson, lo es Altman. Alexander Payne admira al Coppola
temprano y Wes Anderson está obsesionado con Bogdanovich.
Soderbergh adora a Richard Lester, Fincher es tan fastidioso como
Stanley Kubrick, y Russell replica a Mike Nichols
inconscientemente». Y concluye el párrafo con la sentencia:
«Prácticamente todos le deben algo a Scorsese» 194 . Padre no hay
más que uno. Tampoco es accidental, por cierto, que Wes Anderson
sea el primero de la lista. Aunque nadie lo diría, él es el ojito
derecho, el niño predilecto de Marty en términos cinematográficos.
En marzo de 2000, la revista Esquire formuló a diversos críticos
cinematográficos la misma pregunta: ¿quién sería, en su opinión, el
próximo Scorsese? El mítico Andrew Sarris afirmaría que Kevin
Smith (¡!), Tom Carston abogaría por Alexander Payne, Kenneth
Turan por David O. Russell. Al fin, le pidieron también a Scorsese un
texto que respondiese a la pregunta. Él lo tenía claro: el próximo
Scorsese sería Wes Anderson, aunque contase tan solo, en aquel
entonces, con dos largometrajes, Bottle Rocket (1996) y Academia
Rushmore (Rushmore, 1998). «Wes Anderson», afirmaría en aquel
artículo el cineasta, «posee un tipo de talento muy especial. Sabe
cómo transmitir las alegrías e interacciones simples entre las
personas tan bien, con tanta riqueza». Más adelante, en su apología
del entonces jovencísimo director, Marty elogia una traza que tiene
mucho que ver son su propia obra: «Anderson tiene un fino sentido
del modo en que la música funciona en contraste con la imagen» 195 .
Preguntado años más tarde a propósito de esta preferencia de
Scorsese por él, Wes diría que el italoamericano había afirmado
aquello «hacía mucho, mucho tiempo» 196 , y solo al estar obligado a
escoger a alguien para un artículo. El idiosincrático director
aprovechó la ocasión, sin embargo, para mencionar a Scorsese ni
más ni menos que como uno de los cineastas que le impulsaron a
querer serlo él mismo. Más aún, en otro lugar, llegaría a comparar
su importancia en términos cinematográficos con la del gran artífice
del montaje continuo, David Wark Griffith:
Hay muchas reglas gramaticales que él [Scorsese] inventó o descubrió. Casi las
necesitas ahora para hacer una película: cada vez que ruedas algo para ponerle
música, sobre todo si implica el uso de la cámara lenta, así como el recurso básico de
combinar momentos surreales, de ensueño, con una interpretación que quieres que sea
lo más realista posible, con un sentimiento documental 197 .

En efecto, una de las trazas formales que Wes Anderson ha


heredado de Scorsese es el uso de la cámara lenta en conjunción
con movimientos de cámara y con música over. Matt Zoller Seitz, el
crítico que con más detalle ha estudiado la obra de Anderson,
refiere a este respecto varios momentos de la filmografía del tejano
deudores de la del italoamericano, en una de sus contribuciones de
la serie The Substance of Style 198 , en la que explora la influencia
mayor de Scorsese en el cine de Anderson. Así, no es difícil leer el
momento en el que Max Fischer (Jason Schwartzman) abandona un
ascensor en Academia Rushmore tras haber llenado de abejas la
habitación de Herman Blume (Bill Murray) como un guiño a aquel en
el que Johnny Boy hace su entrada triunfal en el bar de Tony (David
Proval), bajo la mirada escrutadora de Charlie. Más evidente aún es
el paralelismo existente entre los primeros planos de Jimmy Conway
en Uno de los nuestros y Mr. Henry (James Caan) en Bottle Rocket
(1996), que fuman a cámara lenta, acompañados respectivamente
de las melodías de Sunshine of Your Love y 2000 Man, de Cream y
los Rolling Stones, mientras contemplan a sus compañeros en el
arte de robar, si bien en momentos y con miradas radicalmente
distintas.
De modo más general, en una entrevista posterior, Seitz y
Anderson conversarán sobre el uso de las canciones preexistentes
en Malas calles y su influencia en la filmografía andersoniana 199 . El
tercer largometraje de Scorsese, por otra parte, influenciaría en gran
medida Bottle Rocket, la ópera prima del tejano, quien reconoce
que, en ese film, Owen Wilson y él querían hacer «un osado drama
criminal sobre el paso a la edad adulta, su propia versión de Malas
calles» 200 ; pronto, no obstante, cayeron «en la cuenta que ninguno
de [ellos] era realmente apto para hacer una película de [ese]
estilo» 201 . Algunos autores 202 han visto en los protagonistas del
film, Anthony (Luke Wilson) y Dignan (Owen Wilson), un reflejo de la
relación entre Charlie y Johnny Boy, con uno de los personajes del
dúo que asume la responsabilidad del otro, completamente
impulsivo.
Seitz 203 añade a los rasgos de estilo mencionados los planos
cenitales —que ambos realizadores podrían haber heredado, a su
vez, de Alfred Hitchcock— y el uso de los barridos. Cabría
mencionar también —a pesar de sus antípodas morales— a los
personajes excéntricos y autodestructivos: no en vano, Anderson ha
señalado a Travis Bickle (Robert de Niro), el taxista solitario, como
uno de sus personajes cinematográficos favoritos. Al menos otro
rasgo de estilo se puede añadir a los mencionados por el crítico, y
es el hábil uso del silencio dramático que hacen ambos directores y
que, en caso de Scorsese, exploraremos en el capítulo octavo. Se
deben destacar entre ellos, además, evidentes intersecciones, como
el actor Harvey Keitel, regular en las filmografías de Anderson y
Scorsese, o el compositor de música tradicional japonesa estilo taiko
Kaoru Watanabe, que participó en las bandas sonoras tanto de
Silencio como de Isla de perros (Isle of Dogs, 2018). Más allá de
todo lo mencionado, comparten padre e hijo cinematográficos un
tema nuclear: el de la masculinidad intitulada, que en ambos
cineastas se expresa a través de la inmadurez afectiva de sus
varones y, en particular, de las nefastas figuras paternas, aunque
con matices bien distintos.
No obstante todos los paralelismos, los roles paternofiliales entre
Scorsese y Anderson están claros: este afirmaría, ante el célebre
entrevistador Charlie Rose, que la amistad con su maestro se basa
en la «idolatrización» de aquel. En aquella misma entrevista, el
tejano recodaría cómo el descubrimiento de El río (Jean Renoir,
1951), a través de una sesión de cine organizada por Marty para sus
amigos, fue clave para concebir Viaje a Darjeeling (The Darjeeling
Limited, 2007). Análogamente, Wes descubrió a Powell y
Pressburger a través del comentario de audio de Toro salvaje a
cargo de Scorsese 204 .
El visionado de Toro salvaje sería, asimismo, el momento
epifánico de otro de los directores mencionados por Scorsese en su
carta a Francesca. Richard Linklater iba para jugador de béisbol o
novelista. Aquella película, sin embargo, cambió su vida: «[Toro
salvaje] me dejó pensando: “Oh, guau, ¿el cine puede hacer eso?”.
Es cuando me entró el gusanillo por el cine» 205 . Gusanillo que, en
los meses siguientes se transformó en una obsesión compulsiva por
ver cualquier película posible. Y por comprarse una cámara. Por otra
parte, el cine del último de la lista, Paul Thomas Anderson, comparte
con el de Scorsese su profunda visceralidad. Más allá de las
innumerables citas, alusiones y plagios a la filmografía de este
presentes en la de aquel —véanse, como ejemplo paradigmático,
todos los elementos de La edad de la inocencia que reverberan en
El hilo invisible (Phantom Thread, 2017)— Paul Thomas decidió
hacer de su segundo largometraje, Boogie Nights (1997), una
particularísima versión de Uno de los nuestros. Para que nadie
osara confundirse, plagió 206 *, en el plano secuencia inicial de su
obra en torno a la mafia pornográfica californiana, aquella mítica
toma en la que Henry Hill pasea a Karen (Lorraine Bracco) por la
trastienda y las cocinas del Copacabana. Y acaso para demostrar
que su admiración por el italoamericano igualaba la ambición de
este, Anderson no deja de copiar descaradamente, durante todo el
metraje, celebérrimos planos de lo más granado del canon
scorsesiano, desde (una vez más) Toro salvaje o Casino hasta,
cómo no, Malas calles 207 *.

***

Al estreno de Malas calles en el Festival de Cine de Nueva York


fueron invitados los padres de Scorsese. Tras la proyección,
estaban completamente atónitos. Conocían muy bien —demasiado
bien, como ya sabemos— el mundo que su hijo había llevado a la
gran pantalla. Al llegar a la recepción del edificio, los periodistas se
abalanzaron sobre la matriarca y le preguntaron, adivinando acaso
nuevas revelaciones: «Señora Scorsese, ¿qué le parece la película
de su hijo?». Y ella, como siempre provocadora en su absoluta
naturalidad, les dio más de lo que querían. Replicó como replica
quien afronta una cuestión verdaderamente seria, como solo
contesta una madre avergonzada por el comportamiento de su
vástago: «Solo quiero que sepan que jamás usamos esa palabra en
casa» 208 . Joder. Era muy grande.

161
Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert, The University of Chicago Press, p. 168.
162
Para todo este párrafo: Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert. Chicago: The
University of Chicago Press, pp. 16-17.
163
Ibid., p. i.
164
Ibid., p. 8.
165
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese, Nueva York: Alfred A. Knopf,
pp. 32-33.
166
Ibid., p. 23.
167
* La superposición de la ingesta de espinacas del dibujo animado, a través de la banda
de sonido en la que resuena su célebre melodía, con la de inhalación de la droga líquida
que permite a Belfort contrarrestar los efectos del Lemmon, es un ejemplo paradigmático
de la habilidad de Scorsese para la yuxtaposición de significados y la asociación de
emociones a través del lenguaje cinematográfico.

168
Spadaro, Antonio, S.J. (2106): «’Silence’. Interview with Martin Scorsese», La civiltà
cattolica, pp. 14-15.

169
Schickel (2011): Op. cit., p. 15.
170
Schickel (2011): Op. cit., p. 24.
171
Ibid., pp. 12-13.
172
Ibid., p. 14.
173
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes, 7.ª ed., Barcelona: Anagrama,
pp. 323-324.
174
Schickel (2011): Op. cit., p. 9.
175
Ibid., p. 267.
176
Ibid., p. 10.
177
Ibid., p. 267.
178
Ibid., p. 232.
179
Cfr. Arendt, Hannah (2107): Über das Böse, 12. Aufl., Múnich: Piper, p. 134.
180
Schickel (2011): Op. cit., p. 267.
181
Ibid., p. 11.
182
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese, Londres: Faber and
Faber, p. 106.
183
Ibid.
184
Schickel (2011): Op. cit., p. 185.

185
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 166.
186
Cfr. Pervert’s Guide to Cinema, The (2006): Dirigido por Slavoj Žižek. Reino Unido:
Sophie Fiennes, Martin Rosenbaum y Ralph Wieser.
187
Schmidt, Audrey (2023): «Martin Scorsese’s 3 Daughters: All About Cathy, Domenica
and Francesca», people.com, 29 de octubre.
188
Schickel (2011): Op. cit., p. 5.
189
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 4.
190
Schickel (2011): Op. cit., p. 6.
191
Grierson, Tim (2015): Martin Scorsese in Ten Scenes, Londres: Ilex, p. 100.
192
Bowles, Scott (2010), «Thrilling pair works on Shutter Island», deseret.com, 19 de
febrero.
193
Miller, Julie (2104): «Read Martin Scorsese’s Open Letter to His 14-Year-Old
Daughter», vanityfair.com, 8 de enero.
194
Mottram, James (2006): The Sundance Kids. How the Mavericks Took Back Hollywood,
Nueva York: Farrar Straus Giroux, p. xxviii.
195
Scorsese, M. (2000): «The Next Scorsese: Wes Anderson», Esquire, (Marzo), p. 225.

196
Anderson, Ariston (2015): «Rome Film Festival: Wes Anderson Responds to Martin
Scorsese Calling Him ‘The Next Scorsese’», The Hollywood Reporter, 20 de octubre.
197
Mottram (2006): Op. cit., p. xxviii.
198
Seitz, Matt Zoller (2009): «The Substance of Style, Part 2», movingimagesource.us, 3
de abril.
199
Seitz, Matt Zoller (2012): The Wes Anderson Collection, Nueva York: Abrams, p. 318.
200
Scott, Kevin Conroy (2005): «Lesser Spotted Fish and Other Stories», Sight and Sound,
15(3), p. 14.
201
Scott, Kevin Conroy (2010): «Wes Anderson: Rushmore», en Screenwriters’
Masterclass: Screenwriters Talk About Their Greatest Movies, Londres: Faber & Faber [e-
book], p. 79.
202
Cfr. p. ej. Barkham, C. (2016): «How Martin Scorsese influenced Wes Anderson’s Bottle
Rocket», Little White Lies, 22 de febrero.
203
Seitz, M. Z. (2009): Op. cit.

204
Desplechin (2009).
205
Heid, Jason (2020): «Richard Linklater, the Everyday Auteur», texasmonthly.com, julio.
206
* Usamos aquí la palabra «plagio» en un sentido más artístico que delictivo, aunque,
como discutiremos en el capítulo 7, el robo deliberado no dista mucho del plagio de ideas,
recursos y secuencias…
207
* Podrían, por supuesto, añadirse otros ejemplos, como los de David O. Russell,
Nicholas Winding Refn o Wong Kar-Wai, cfr. Gómez, Pau (2020): Maestro Scorsese.
Retratos de un cineasta americano. Barcelona: Planeta, pp. 24 ss. El libro de Gómez, de
hecho —uno de los poquísimos sobre el italoamericano en lengua castellana— está
concebido a modo de recopilatorio de textos en los que diferentes cineastas españoles
(desde Paula Ortiz hasta Cesc Gay) hablan de su película favorita de Scorsese, detallando
en muchos casos la influencia de este en su propia obra.
208
Schickel (2011): Op. cit., p. 33.
Póster de la película Taxi Driver, parte de la historia de violencia de los Estados Unidos de
América. Créditos: FlixPix / Alamy / ACIonline.
5
MATARÁS

Vi tu otra película. New York, Gangs. Violenta,


violenta. Pero está bien. Está en tu naturaleza 209 .
EL DALAI LAMA, A SCORSESE.

El treinta de marzo de 1981, a las 13:45, Ronald Reagan entró en el


hotel Hilton de Washington D.C., para asistir a un congreso laboral
ante el que dio un discurso. Cuarenta minutos más tarde, el
cuadragésimo presidente de los Estados Unidos de América
abandonaba el edificio rodeado de su séquito, arropado entre los
vítores y los saludos de la pequeña multitud que se agolpaba en el
umbral. En el exiguo trayecto de las puertas giratorias a la limusina,
una voz lo llamó de entre sus fieles: «President Reagan, President
Reagan!». Este se giró, amable, para saludar al hombre detrás de la
voz. Se trataba de John Hickney III, quien, en ese mismo instante,
vació el cargador entero de su calibre veintidós sobre el mandatario.
La primera bala atravesó de lado a lado el cráneo del secretario de
prensa, James Brady, que murió de inmediato. La segunda alcanzó
la espalda de un policía. La tercera, errática, impactó en un edificio.
La cuarta perforó el pecho del agente secreto Timothy McCarthy. La
quinta colisionó sobre el cristal blindado de la limusina. La sexta y
última, tras rebotar asimismo en el vehículo, pasó rozando una de
las costillas de Reagan, hasta detenerse en su pulmón izquierdo, a
pocos milímetros del corazón. El coche presidencial arrancó, para
conducir a su titular —que no paraba de vomitar sangre— al
Hospital Universitario George Washington. Una delicadísima cirugía
de varias horas consiguió salvar su vida.
Instantes antes de acudir en taxi al Hilton, Hickney redactó una
misiva para Jodie Foster, que arrancaba de la siguiente manera:
«Querida Jodie. Existe la posibilidad cierta de que sea asesinado en
mi intento de acabar con Reagan. Es por esta razón que te escribo
esta carta». Más adelante, el magnicida comienza a imprimir su
tierna poética sobre el folio: «Jodie, abandonaría de inmediato la
idea de acabar con Reagan si pudiera conquistar tu corazón y vivir
contigo el resto de mi vida, aunque fuera en la más absoluta
obscuridad» 210 . El texto, escrito desde el hotel Park Central de
Washington, era el último de una larga lista poemas, mensajes y
declaraciones de amor que Hickney había ido enviando a Foster en
los meses anteriores al atentado. Una de las cartas, datada el 6 de
marzo de 1981, rezaba solamente: «Jodie Foster, amor mío, solo
espera. Te rescataré pronto. Por favor, coopera. J. W. H.» 211 .
Por insistencia del acusado, el juicio del Pueblo de los Estados
Unidos contra John Hickney, Jr. incluyó el testimonio, grabado en
vídeo, de la propia Foster. Preguntada por el contenido de la carta,
por si había visto antes una nota así, Foster respondió
afirmativamente: «Sí, en la película Taxi Driver el personaje de
Travis Bickle envía al personaje de Iris una nota de rescate» 212 . Con
tan solo doce años, Foster había interpretado a Iris, una prostituta a
la que Bickle (Robert de Niro) intenta arrebatar de las garras de su
chulo, Sport (Harvey Keitel). El taxista devenido justiciero concibe la
liberación de la niña como acto supremo de redención tras fracasar
en su torpísimo intento de cortejar a Betsy (Cybill Shepherd), quien
trabaja en la campaña presidencial del senador Palantine (Leonard
Harris).
Hickney había visto Taxi Driver por primera vez en Hollywood,
adonde se mudó en la primavera de 1976. En los meses siguientes,
el terrorista vería la cinta —según su propio testimonio— hasta en
un total de quince ocasiones. Como Travis, Hickney comenzó a
escribir un diario repleto de destellos de megalomanía paranoica,
así como de una obsesión por Iris/Jodie Foster. El jefe perito
psiquiatra de la defensa, el doctor John Carpenter, que testimonió
durante un bíblico intervalo de tres días, concluyó su alegato
asegurando que Hickney estaba completamente focalizado en
«adquirir una unión mágica con Jodie Foster» 213 . Otro de los
psiquiatras que testificaron adujo que Hinckley estaba convencido
de que Travis Bickle hablaba con él.
El turno de defensa concluyó con un visionado completo de Taxi
Driver.
El día del intento de asesinato de Reagan, Paul Schrader se
encontraba en Nueva Orleans. Por una casualidad del destino, la
retransmisión radiofónica de la noticia le pilló en un taxi. Muchos
años después, durante una entrevista concedida para la promoción
de El contador de cartas (The Card Counter, 2021), revelaría su
reacción: «Le dije al taxista: ¡Es uno de los chicos Taxi Driver! ¡Oh,
Dios mío!» 214 . Al regresar a su hotel, el FBI le estaba esperando, a
fin de interrogarle sobre posibles contactos con Hickney. Schrader
negó la mayor en aquel momento, aunque reconocería en la
mencionada entrevista haber recibido cartas del asesino frustrado,
en las que le pedía que le ayudara a establecer el contacto con
Jodie Foster.
Lo cierto es que el sobresalto de Schrader, su conocimiento cuasi
preternatural de que el magnicida frustrado era uno de aquellos fans
de la película transidos de fascinación y alucinógenos —un chico
Taxi Driver— tiene poco de sorprendente. Para escribir el guion,
Schrader se había inspirado en los Apuntes del subsuelo de
Dostoyevski, La náusea de Sartre, Pickpocket (Robert Bresson,
1959) y los recortes de prensa que relataban la crónica del atentado
de Arthur Bremer contra el gobernador de Alabama, George
Wallace, en 1972. Los ataques mortales a políticos o personajes
célebres, de fuerte carácter simbólico, se habían ido sucediendo en
los Estados Unidos desde comienzos de los años 60. Primero fue
Kennedy, en el otoño de 1963; le sucedería Malcom X en 1965; la
convulsa primavera del 68 sería testigo de los asesinatos de Martin
Luther King y Bobby Kennedy; John Lennon (con quien Hickney
también estaba obsesionado) sería abatido el 8 de diciembre de
1980. A medio camino entre Bremer y Hickney, como una especie
de patológico hilo invisible, aparecería Travis Bickle.
También a menor escala —la de los rateros, los matones y los
gánsteres sin titulares— las calles de los Estados Unidos
rezumaban violencia. Martin Scorsese la había inhalado bien
profundo desde pequeñito; Little Italy había ofrecido a sus ojos de
niño las estampas perfectas para la pérdida de la inocencia, como él
mismo afirma: «Todos los días de mi vida, en el Lower East Side,
siempre había alguien con una pistola encima. Las armas eran
como una segunda naturaleza» 215 . La violencia estaba en el aire, y
cristalizó, como dinamita implosionada, en Taxi Driver y en buena
parte del cine de Martin Scorsese; su parte maldita, sin duda; la
parte por la que sería recordado, y a la que pertenece, en su núcleo,
su ciclo de gánsteres.

***

Cuando el pequeño Marty contaba con tan solo once años de edad,
en el verano de 1954, Jack Koslow (18), Melvin Mittman (17),
Jerome Lieberman (17) y Robert Trachtenberg (15) conmocionaron
a toda la ciudad de Nueva York. Como una suerte de prefiguración
de los drugos de La naranja mecánica (A Clockwork Orange,
Stanley Kubrick, 1971), los cuatro jóvenes patearon hasta la muerte
a un vagabundo alcohólico, de nombre Reinhold Ulrickson, después
de infundir el terror por las calles de Brooklyn golpeando a
desheredados y asaltando a mujeres jóvenes. La segunda víctima
no se hizo esperar. Se llamaba Willard Mentor. Era varón, de raza
negra, y tenía 34 años. Koslow y Mittman lo encontraron borracho
en un banco; lo golpearon y lo arrojaron al East River, donde murió
ahogado. La banda fue capturada de inmediato. Se les apodó
Brooklyn Thrill Killers, pues la única explicación a su
comportamiento parecía ser la fuerte emoción (thrill, en inglés) que
les proporcionaba el ejercicio de la violencia.
En su declaración, Koslow, el cerebro de la pandilla, afirmó que
se veía a sí mismo como un héroe en lucha contra el crimen, en una
cruzada para «restablecer la ley y el orden» y limpiar las calles de
«indeseables sociales» 216 . Era la época del macartismo, y la
expresión «indeseable social» solía utilizarse para referirse a los
homosexuales, los vagabundos y, por supuesto, los comunistas. Fue
invitado al juicio, como perito psiquiátrico, el Dr. Fredric Wertham,
quien aquel mismo año había publicado La seducción de los
inocentes. En aquella obra incendiaria, Wertham afirmaba que los
cómics, en especial los de las series criminal y de terror de E.C.,
eran increíblemente dañinos; para demostrarlo, se perdía en
descripciones detalladas de las representaciones más
explícitamente morbosas que podían encontrarse entre sus páginas.
Pero no solo los productos pulp de la E.C.: también los héroes de la
editorial D.C., según Wertham, podían causar daños irreparables en
el cerebro de los jóvenes, que los condujesen a la violencia. El
psiquiatra parecía especialmente obsesionado con la con la
homosexualidad de Batman y Robin y con las implícitas prácticas
lésbicas y BDSM de Wonder Woman. No obstante, Superman era el
peor superhéroe de todos: lo describiría, literalmente, como fascista
y (más terrible aún en términos macartianos) antiamericano 217 . El
demonio en persona.
Precisamente el dibujante de Superman, Joe Shuster, lo era
también —bajo seudónimo— de la serie de cómics de fetichismo
sadomasoquista Horror Stories. Durante el juicio, Wertham le
enseñó a Koslow un par de ejemplares de la colección; el acusado
reconoció haber leído cómics de ese tipo. Aunque los otros tres
muchachos no se pronunciaron al respecto, la concesión de Koslow
fue suficiente para una arenga apocalíptica de Wertham sobre los
daños de la industria del cómic. La serie fue prohibida de inmediato
en la ciudad de Nueva York; la editorial, Kingsley Books, Inc., fue
llevada a la Corte Suprema. El nexo entre los tebeos y la violencia
juvenil se convirtió en objeto de debate en el Senado de los Estados
Unidos. Y la industria de la viñeta fue sometida, en octubre de aquel
1954, a la vigilancia de la Comics Code Authority (CCA), cuyo
reglamento de conducta fue modelado a imagen y semejanza del
que, desde 1934, regía en Hollywood: el código Hays.
William Harrison Hays, congresista republicano, ministro
presbiteriano y director de correos durante el mandato del
Presidente Harding, a quien había apoyado en la campaña electoral,
presidió desde 1922 hasta 1945 la Motion Picture Producers and
Distributors of America (MPPDA), un conglomerado de 23 empresas
entre las que se encontraban, por supuesto, las ocho majors: MGM,
Universal, Paramount, 20th Century Fox, RKO, Warner Bros,
Columbia y United Artists. Ante algunos escándalos que habían
conducido, en ciertos lugares, al cierre de salas, Hays propuso en
1924 una serie de recomendaciones a las productoras. En 1927,
publicó su lista de «No lo hagas» y «Ten cuidado», que sirvió de
base al futuro código; la versión definitiva de este contaría con las
aportaciones del influyente laico católico Martin Quigley, editor del
famoso Motion Picture Herald, y del jesuita Daniel A. Lord. Ambos
enviaron sus propuestas a los estudios y se reunieron en febrero de
1930 con algunos de sus presidentes, como el todopoderoso Irving
Thalberg, de la Metro. Tras algunas modificaciones menores, el
código fue aceptado el 31 de marzo de 1930 por la MPPDA. Su
aplicación fue algo laxa hasta que, el 13 de junio de 1934, con el
nacimiento de la Production Code Administration (PCA), se requirió
que todo film a estrenar recibiese el sello de aprobación. Joseph I.
Breen, otro famoso católico, fue nombrado presidente de la PCA,
cargo que ostentó hasta su jubilación en 1954.
El código debía asegurar que el bien es representado como bien
y el mal como mal, que los buenos son premiados y los malos
castigados. Bajo ningún concepto se debía mostrar como buena la
transgresión de la ley moral, ni fomentar la simpatía del respetable
por el delito, el crimen o el pecado. Con carácter general, se debía
evitar, por supuesto, la representación explícita del desnudo o de los
actos sexuales, o la referencia implícita a cualquier comportamiento
considerado como perverso. Estaban vetadas, asimismo, las
blasfemias de todo tipo, las referencias al tráfico de drogas y la
violencia descarnada. Entre las prohibiciones del código que hoy
nos resultan más anacrónicas, se encontraba la de no mostrar
parejas interraciales. El detalle del código descendía hasta
casuísticas como la de que los besos no debían durar más de tres
segundos; detalle, por cierto, no solo magistralmente esquivado,
sino revertido en su mismo efecto por Alfred Hitchcock en la mítica
secuencia de Encadenados (Notorious, 1948) en la que Cary Grant
e Ingrid Bergman se besan apasionadamente. Como buen alumno
de los jesuitas, Hitchcock fue especialmente hábil para usar las
prohibiciones en su favor, a través de vueltas de tuerca más
retorcidas y perversas de lo que ningún censor hubiera podido
imaginar, pero que respetaban el código con intacta pulcritud.
Menos sutil fue, por ejemplo, Howard Hughes, quien decidió
otorgar un marcado protagonismo a los pechos de Jane Russell en
El forajido (The Outlaw, 1941), moviéndose durante todo el metraje
en la frontera de lo permitido por el código. El forcejeo entre Hughes
y la plana mayor de la PCA, con Breen a la cabeza, es reproducido
por Scorsese en una cómica secuencia de El aviador. Hughes,
ingeniero y cineasta, decidió llevar una muestra de siete enormes
fotos de escotes cinematográficos a la reunión, y valerse de un
doctor en matemáticas para demostrar que el de Russell no era más
generoso, por ejemplo, que los de Jean Harlow o Rita Hayworth, tal
y como eran mostrados en películas asimismo aprobadas por Breen.
Los contrincantes quedaron en tablas: en 1945, a pesar de no
contar con el sello de aprobación, la película fue estrenada para el
gran público.
Hacia finales de la era Breen, en 1948, una decisión del Tribunal
Supremo estableció que los estudios debían deshacerse de las
salas de cine que habían controlado hasta ese momento y, lo que
era peor aún, que no podían tener ningún tipo de control sobre lo
que en ellas se exhibía. Comenzaron a llegar películas del otro lado
del charco; la primera fue Ladón de bicicletas (Ladri di biciclette,
1948), de Vittorio de Sica. Pronto, sin embargo, empezaron a
proyectarse en los cines filmes que, a diferencia del anterior, no
hubieran pasado el sesgo de la PCA. El público norteamericano
recibió con agrado los filmes de Bergman que, como Un verano con
Mónica (Sommaren med Monika, 1953), no solo planteaban
estructuras temáticas mucho menos férreas, sino que eran mucho
más generosos con la desnudez femenina; en ese caso, la de
Harriett Andersson. Otro tanto sucedió con los filmes de la Nouvelle
Vague, precedidos por aquella pieza a mayor gloria de Brigitte
Bardot titulada Y Dios creó a la mujer (Et Dieu… créa la femme,
Roger Vadim, 1956). La temática sexual fue tan intensa en las
producciones europeas que importaban las salas de los Estados
Unidos, que, como recuerda el profesor Peter Lev, «“película
extranjera”, “película artística”, “película para adultos” y “película
porno” fueron durante varios años casi sinónimos» 218 . El código
comenzaba a desmoronarse. Directores como Otto Preminger con
su drama en torno a la drogadicción El hombre del brazo de oro
(The Man With the Golden Arm, 1955) o Elia Kazan con su
calenturienta Baby Doll (1956) contribuyeron a la discordia dentro de
la PCA, acrecentada por el éxito de las cintas.
En 1967 se produjo el colapso total. La Warner y la United Artists
apostaron fortísimo con Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde), de
Arthur Penn, y El graduado (The Graduate) de Mike Nichols,
respectivamente. La segunda abundaba en temáticas en torno a la
sexualidad de un estudiante que es infiel a su amante —una mujer
mucho mayor que él— con la propia hija de esta. La primera, sin
embargo, a pesar de no ser tan sólida a nivel de realización, iba más
allá: no solo introducía temas sexuales más sutiles y profundos
—como la frustración sexual de Bonnie (Faye Dunaway) o la
impotencia de Clyde (Warren Beatty)— sino que además mostraba
lo nunca visto: la violentísima y cruenta muerte de los protagonistas,
a cámara lenta, al final del film. A propósito de dicho final, afirmaría
su director:
Nos dijimos: «No vayamos a repetir lo que los estudios llevan años y años haciendo.
Tiene que ser una bofetada en plena cara». […] Yo quería que la película se
desprendiera del fondo relativamente sórdido de la historia, hacer algo un poco más
como un ballet. Quería un gran final 219 .
Un gran final que incluía una bala que astillaba el cráneo de
Clyde, in memoriam del presidente Kennedy.
En efecto, fue una bofetada cósmica. Se escuchó, sonora, en
todo Hollywood. El Antiguo Régimen acababa de caer. Y la
representación de la violencia formó parte inextricable del Nuevo.
Cada autor encontró su propia manera de mostrarla. Kubrick, por
ejemplo, la consideraba inseparable de la socialización y el libre
albedrío, como se desprende del mítico arranque 2001: una odisea
en el espacio (2001: A Space Odyssey, 1968); en La naranja
mecánica, decidió estilizarla hasta hacerla atractiva y repugnante a
un tiempo, torturando así al espectador que, quizá, descubría un
sadismo compartido con el director. La brutalidad de la cinta conectó
tanto con los jóvenes que varios se refirieron a ella como inspiración
para sus crímenes; Kubrick mismo tomó la decisión de retirar la
cinta de la distribución. Para Sam Peckinpah, por otra parte, la
violencia no radicaba tanto en la sociedad, sino que era más íntima;
decidió comenzar a explorarla a gran escala en Grupo salvaje (The
Wild Bunch, 1969), película de la que declararía:
Realmente, es un film sobre la antiviolencia […]. [La violencia] es fea, embrutecedora y
horrible de cojones. Y sin embargo, respondes a ella de algún modo, te entusiasma,
porque todos somos violentos, llevamos la violencia dentro. La violencia es parte de la
vida y no pienso que podamos esconder nuestras cabezas en la arena e ignorarla. Es
importante entender esto, así como la razón por la que la gente parece necesitar la
violencia indirectamente 220 .

En 1972, llegaría Coppola con El Padrino (The Godfather) y su


violencia de factura elegante, casi pomposa, idealizada, abstracta y
arcana como las reglas que rigen la mafia. Años después, los
conocidos como Sundance Kids, los herederos de aquel Nuevo
Hollywood, perpetuarían e innovarían nuevos caminos para la
violencia. David Cronenberg la convertiría en un elemento
profundamente físico y desagradable, anclándola en el cuerpo de
identidades en conflicto, como la de Seth Brundle en La mosca (The
Fly, 1986); Paul Thomas Anderson estudiaría su ejercicio sutil y
retorcido como elemento de poder en películas como Pozos de
Ambición (There Will Be Blood, 2007) o The Master (2012); Quentin
Tarantino la exageraría hasta desnaturalizarla, hasta operar su
misma desensibilización a través de una irrealidad de cómic, como
se desprende especialmente de los dos volúmenes de Kill Bill (2003,
2004).
Para Scorsese, sin embargo, la violencia no es disfrutable, ni
gozosa. No es, en términos generales, una cuestión moral, ni califica
en modo alguno a quienes la perpetran. Puede aparecer estilizada,
pero nunca con el objeto de embellecerla. La violencia, para el
maestro italoamericano, es un elemento esencialmente natural; algo
que simplemente ocurre; el acuse de recibo de una tensión
insostenible de los personajes varones y fracasados; su válvula de
escape, que estalla tarde o temprano; ella es, en muchos, casos,
una cuestión existencial. Hasta tal punto que es posible hablar, en el
cine de Martin Scorsese, de una ontología de la violencia; es decir,
de la presencia de una suerte de violencia fundamental, que forma
parte irrenunciable del ser humano, que lo constituye y lo trasciende
al mismo tiempo.

***

El mismo año de Bonnie y Clyde, Scorsese presentaba en el


Festival de Chicago I Call First, versión primitiva de Who’s That
Knocking at My Door? Ya se ha comentado cómo la violencia está
presente desde el mismo arranque del film, desde la paliza callejera
que presenta de modo abrupto su segunda secuencia. Poco más
adelante en el metraje, Joey (Leonhard Kuras), el mejor amigo de
J.R. (Harvey Keitel), se liará a bofetadas con un tramposo durante
una partida de cartas, lo cual, en términos scorsesianos, supone un
modo de violencia aún más humillante que la paliza inicial, según
sostiene el propio director:
Vivía en un mundo en el que, si hacías lo incorrecto o decías lo incorrecto, no sabías lo
que podía pasar. Quiero decir, yo vi pasar cosas. Vi a gente ser condenada […]. Vi a
gente ser abofeteada, que es peor que ser apaleado […]. Se hace delante de un montón
de gente. Y eso es lo peor 221 .

La segunda mitad de la cinta añade una vuelta de tuerca a la


representación de la violencia, que se volverá más psicológica, más
profundamente dañina, cuando J.R. trate de volcar sobre su novia,
interpretada por Zina Bethune, toda su culpable frustración, como
veremos en el capítulo siguiente. Así pues, la ópera prima de
Scorsese está embebida en una matriz de violencia, que se
manifiesta de modo distinto según el contexto, pero que en todos los
casos es directa, auténtica. Tan natural como la Guerra del Vietnam,
que había entrado en los hogares norteamericanos junto con la
televisión. No es baladí que fuera precisamente en el contexto de
ese conflicto bélico retransmitido en directo en el que surgiera el
Nuevo Hollywood; aquella gran rebelión ponía de manifiesto, entre
otras cosas, el hartazgo de la industria por no poder responder en la
gran pantalla a la brutalidad que ya se había instalado en la
pequeña. El cine se había cansado de la hipocresía.
La violencia se deja sentir en las obras subsiguientes de
Scorsese, en la crucifixión final de su particular versión de Bonnie y
Clyde que fue El tren de Bertha, en el personaje de Ben (Harvey
Keitel) en Alicia ya no vive aquí y, por supuesto, en Malas calles. En
todas ellas aparecen personajes maltratados e incluso malheridos.
Pero la muerte esperó hasta Taxi Driver para hacer su aparición
estelar en el canon. De la mano, cómo no, de la guerra del Vietnam.
Travis Bickle, a quien volvemos, es un veterano de aquel
conflicto. Un exmarine. Nunca se nos dice qué vio allí, de qué
sordideces fue testigo, si mató a alguien ni, en el caso de ser así, a
cuántos mató. Uno de los aspectos que hacen a Taxi Driver
extremadamente interesante es, precisamente, que solo vemos las
consecuencias del horror; entre ellas, el film destaca por su tensión
entre la atmósfera de absoluta irrealidad y el realismo casi
documental. Sobre la alienación cognitiva de Travis, sobre esa fina
línea entre la realidad y la paranoia alrededor de la cual oscila todo
el film, nos detendremos en el capítulo 8; pero es importante
mencionarla aquí, toda vez que expresa, según el director, el caldo
de cultivo de la violencia que habita en el veterano de guerra
devenido soldado de asfalto:
[Travis] viene del Vietnam. No sabemos qué le pasa a la gente en una guerra […]. Yo
nunca he ido a la guerra, no tengo ese tipo de experiencia. Pero la soledad, el ser un
descartado, el no ser capaz de conectar con nadie, se expresa en el film y en el
personaje por medio de la violencia. Que representa la fantasía […]. Y eso es todo,
debes aceptarlo. Quiero decir, que tienes estas fantasías. Y es entonces cuando este
tipo cruza la línea 222 .

En efecto, tras un crescendo de soledad y locura, tras toda una


metamorfosis externa que saca a la luz la bestia oculta en el alma
de Travis, el hombre solitario de Dios, alguien, en palabras del
propio Scorsese «lleno del celo y la justicia del Señor […] que
reduciría a escombros una ciudad porque sus habitantes no creen
en el Dios en el que él cree» 223 , decide convertirse en un ángel de
la muerte.
El público de los años 70 no ganó para sustos. Vieron lo nunca
visto o, más bien, lo que solo se veía en los circuitos de cine de
serie B o Z, pero se escondía al espectador medio. Las salas
registraron gritos, desmayos, vómitos y carreras despavoridas hacia
las puertas de emergencia. Pero también una connivencia
insospechada para con lo escabroso y lo brutal. Primero fue William
Friedkin filmando a Satanás en El exorcista (The Exorcist, 1973),
después vino Spielberg a mostrar cómo un Tiburón (Jaws, 1975)
engullía a los inocentes jóvenes y niños de la isla de Amity y, al año
siguiente, era Scorsese el que, con el cruento clímax hacia el final
de Taxi Driver [ 13], desató la locura. El italoamericano fue a verla
de tapadillo a un cine corriente y pudo registrar el sentir de la sala
en tiempo real:
Me conmocionó la manera en la que el público se tomó la violencia. Anteriormente, me
había sorprendido la reacción de los espectadores a Grupo salvaje, […] era como si la
violencia se convirtiese en una extensión del público y viceversa. […] Vi Taxi Driver una
vez en un cine, en la noche de su estreno, creo, y todo el mundo gritó y chilló durante el
tiroteo. Cuando la rodé, no pensaba que el público iba a reaccionar con un sentimiento
de «¡Venga! ¡Vamos a salir a matar!». La idea era crear una catarsis por medio de la
violencia […]. Ese era el instinto con el que lo hice, pero asusta ver lo que pasa con el
público 224 .

«Una catarsis sin liberación, la muerte con su aguijón intacto»,


así definiría el crítico Tim Grierson 225 la secuencia en la que estalla
la espita que ha contenido la ira de Travis durante todo el metraje;
una ira derivada de su estigma, de sus traumas psicológicos, de su
machismo tóxico, de su represión sexual y, ante todo, de su oscura
soledad. A fin de rescatar a su idolatrada Iris, Travis se dirige al
cuarto de ella, que ya habíamos visto lleno de velas —como
corresponde a una diosa— en el primer encuentro entre ambos. De
camino, se llevará por delante al chulo Sport, al propietario de la
habitación, y al jefe de aquel, dispuesto a abusar de la chica. Marty
no dejó nada al azar. La violencia carece de estilización, antes al
contrario: los atípicos, casi torpes, ángulos de cámara escogidos
mientras Travis ejecuta su venganza transmiten el desconcierto de
su entorno y el suyo propio. La música de Bernard Herrmann
permanece en suspenso hasta una vez llevada a cabo la masacre;
durante el proceso solo se escuchan los tiros y los gritos. El propio
Scorsese operó la cámara en esta secuencia, para asegurarse de
obtener lo que quería; él mismo filmó las tomas rodadas a 48
fotogramas por segundo —el doble de lo habitual— y que abarcan
según el director «todos los primeros planos de De Niro en los que
no aparece hablando», con el objeto de «expandir y exagerar sus
reacciones» 226 . Al proyectarse a velocidad normal, estos
fragmentos aportan un sutil efecto de cámara lenta que subraya el
carácter mitológico de Travis. Tras el tiroteo, un plano cenital
muestra una vista objetiva de la matanza acaecida en el cuarto de
Iris; este tipo de angulación se denomina en inglés, por motivos
obvios, God's eye view. Aquí tenemos que ver con el dios frío y
despiadado en el que cree Travis. Inmediatamente antes, con la
llegada de la policía al lugar del crimen, se restablece la inquietante
música de Bernhard Herrmann; el agente apunta al justiciero; él,
ensangrentado, con una gran sonrisa de satisfacción mostrada en
un primer plano antológico, apunta con su índice sobre su sien,
acaso satisfaciendo así, en el orden simbólico, el deseo de matarse
tras haber consumado su venganza. Hubiera querido morir como un
samurái, suicidándose a sí mismo en un acto de honor, pero había
errado el cálculo. No le quedaban balas.
Schrader hubiera preferido que este clímax tuviera un estilo
mucho más sangriento, como sucede, por ejemplo, en los filmes
Rebelión (Jōi-uchi: Hairyō tsuma shimatsu, 1967) o Harakiri
(Seppuku, 1962) del legendario realizador nipón Masaki Kobayashi.
Scorsese decidió contenerse: «Quería un efecto como de telediario:
“Tres hombres asesinados por un hombre solitario que salva a una
chica de ellos”» 227 . Quería una falta total de coreografía, una
masacre nada estilizada, la muerte al natural. No obstante, la MPAA,
que seguía funcionando y clasificando las películas por rangos de
edad aun tras la caída del código Hays, amenazó con calificarla X,
como los filmes pornográficos que Travis consume por las noches y
a los que lleva a Betsy. David Begelman y Stanley Jaffe,
respectivamente presidente y vicepresidente de Columbia, les
pidieron a Scorsese y a la productora, Julia Phillips, que la volvieran
a montar, aparte de amenazarles a propósito de innumerables
minucias. El director salió de aquella reunión hecho un auténtico
basilisco. Llamó a John Milluis, Steven Spieberg y Brian De Palma
para desahogarse. Recuerda Spielberg:
Nunca había visto a Marty tan enfadado. A punto de llorar, pero tendiendo hacia la rabia.
Hizo añicos una botella de Sparkletts en la cocina. Nosotros lo sujetamos por los brazos,
tratamos de calmarlo, de averiguar por qué estaba tan disgustado. Al final nos dijo que
los de Columbia habían visto la película, que no les había gustado nada el final y que
querían que quitara todas las escenas violentas, todos el tiroteo y la carnicería.
Pensaban que el filme se exponía a que lo clasificaran X, y que lo estaban forzando a
darle el toque Disney.

Entonces, se acordó el italoamericano de Moby Dick (John


Huston, 1956). Pensó que había querido probar una técnica que usa
aquel film —la desaturación cromática— desde que la vio. Era el
momento. En sus propias palabras: «me lo saqué de la chistera» 228 .
Los responsables del etalonaje —la parte de la posproducción del
film en la que se realizan las correcciones de luz y color— se
pusieron manos a la obra; fue un trabajo intensísimo, pero de
excelentes resultados. Tanto que, aunque a regañadientes, la MPAA
aceptó bendecir tras el cambio el polémico metraje al completo. A
Scorsese le parecía, incluso, que el gran final resultaba más sórdido
así, más en consonancia con el espíritu de la cinta: «le dio un aire
más sensacionalista. Quizás más partes de la película deberían
haber sido así» 229 . Marty había reído el último.
En las antípodas de la cruenta inmediatez del clímax de Taxi
Driver se sitúa el de Toro salvaje. No es que la película carezca de
una representación de la violencia con carácter documental. Al
contrario, como se comenta en el capítulo 4 a propósito de la paliza
que Jake propina a su hermano Joey y los golpes a su mujer Vickie,
el aire de violencia omnipresente, cotidiana y doméstica impregna
toda la cinta, casi cada fotograma. En el combate final contra Sugar
Ray (Johnny Barnes), sin embargo, Scorsese decide estilizar la
representación hasta el extremo; dotarla de un toque de irrealidad y,
a la vez, de una visceralidad inusitada. La escena puede ser vista
también como una suerte de intento de suicidio sacrificial, en el que
Jake «asume todo el castigo por lo que cree que ha hecho mal […]
como si no mereciera vivir» 230 .
La secuencia comienza in medias res [ 14]. El agua
ensangrentada con la que una mano limpia la espalda de Jake da
cuenta del grado de avance del combate. Contra las cuerdas, como
siempre arrogante, el púgil increpa a su contrincante. El montaje
corta a Sugar Ray sobre la línea de los 180º 231 *. El boxeador de
raza negra aparece encuadrado en plano medio. Una singularísima
combinación de trávelin de aproximación y zoom de alejamiento —el
así llamado «zoom de Hitchcock» 232 *— a los que se superpone,
además, una panorámica vertical, hace aparecer a Sugar Ray como
una poderosa encarnación de la muerte misma. La banda de sonido
acompaña: el silencio deviene sepulcral y sostiene el tiempo. Se
reencuadra a Jake, que mira a los ojos a su asesino. La alusión
formal a Hitchcock no es improvisada: todo lo que sigue reproduce
el asesinato más célebre de la Historia del Cine. Dice Marty:
Hitchcok tuvo mucho que ver con […] el diseño de la escena donde Sugar Ray
Robinson, en el tercer asalto […] entra a matar. […] Lo basé, plano a plano, en la
secuencia de la ducha de Psicosis. […] El guante corresponde al cuchillo. Así es como
lo rodamos.
Cartel de Malas calles, punto de partida de la rescritura scorsesiana del ciclo de gánsteres. Créditos: Photo
12 / Alamy / Cordon Press.

La diferencia con la masacre de Taxi Driver es que, si en esta


última el público era mero observador de unos hechos registrados
por la retina, aquí, como en la secuencia de la ducha, todo sucede
en la cabeza del espectador. Los planos —cortísimos—, la rapidez
del montaje, la intensidad de los cambios de angulación, transmiten
la violencia de un modo inmediato, no ya a la inteligencia, sino
directamente a las vísceras. Que, aprovechando el blanco y negro,
Scorsese decidiese usar chocolate Hershey para simular la sangre
que mana, explosiva, de las sienes de LaMotta y salpica a los
jueces del combate, solo contribuye a subrayar la intensidad
emocional del fragmento. Como resumen del mismo, en las
antípodas de la quirúrgica objetividad del plano cenital de Taxi
Driver, la cámara de Michael Chapman sostiene durante unos diez
segundos un plano detalle de una de las cuerdas del ring, que gotea
sangre lentamente. Toda la simbología mitológica del fragmento
resumida en una impactante metáfora visual. Scorsese había sido
testigo de aquella estampa en un combate real en el Madison
Square Garden, mientras investigaba para el film. Y decidió
amplificar hasta el infinito lo que sintió. En ese plano, es el propio
autor el que transmite su punto de vista, como si el narrador
cinemático 233 *, habitualmente su delegado, le otorgase por un
instante la agencia narrativa.
Un crítico americano escribió, no obstante, que la última
secuencia del film era mucho más violenta que la directa y estilizada
brutalidad del combate contra Sugar Ray, más violenta que la
acritud existencial que mueve la vida de Jake LaMotta durante todo
del metraje, y más violenta, incluso, que aquella otra escena, aún
previa al epílogo, en la que golpea los muros de hormigón de la
cárcel con las manos desnudas [ 3]. En la última secuencia del
metraje [ 15], Jake, en su camerino como al comienzo de la
película, se prepara para salir a escena. Ensaya su discurso, que
gira en torno a La ley del silencio (On The Waterfornt, Elia Kazan,
1954) aquel film en el que Elia Kazan, después de haber dado una
lista de nombres durante la caza de brujas, justificaba —desde
dentro del sistema y con aroma de neorrealismo— las delaciones
del macartismo. En concreto, LaMotta alude a la secuencia en la
que Terry Malloy (Marlon Brando), exboxeador como él, reprocha a
su hermano Charlie (Rod Steiger) su fracaso en el mundo del boxeo.
«Fuiste tú, Charlie» repite Jake mirando al espejo, invocando toda la
temática fraternal del film, todo el conflicto cainita entre él y su
hermano Joey. A Scorsese le dio qué pensar aquella crítica:
«Cuando dice: “Fuiste tú, Charlie”, ¿está interpretando a su
hermano, o echándose la culpa a sí mismo? La verdad es que me
inquieta mucho» 234 .
Más allá de esta secuencia rezumante de ira contenida y
frustración, en la que parece haber una asunción o descarga de la
culpa por el derrumbe de una vida entera, el canon tiene otros
acuíferos de violencia subterránea, menos inmediatos, y, acaso por
ello, más poderosos. Ira contenida y frustración son, de hecho, dos
de las columnas sobre las que se apoya La edad de la inocencia, y
es precisamente por eso que se trata de un film violentísimo,
aunque muchos no entendieran qué pintaba en el canon. Roger
Ebert, que sabía apostar contra el mundo entero y ganar, lo expresó
del siguiente modo, con una intuición y una profundidad formidables,
partiendo de la novela de Edith Wharton que sirvió de sustento al
libro:
[Warthon] entendió que la gente de su historia sufría las mismas pasiones que nosotros,
bárbaros modernos, y que no darles rienda suelta las hacía aún más fuertes […]. Podría
parecer material sin interés para Martin Scorsese, un director de grandes culpas y
energías, cuyos mismos títulos son un reproche a la edad de la inocencia: Malas calles,
Taxi Driver, Toro salvaje, Uno de los nuestros. Sin embargo […] la historia que aquí se
cuenta aquí es brutal y sangrienta, es la historia de la pasión aplastada de un hombre,
de su corazón derrotado.

O, ¿qué decir, de toda la violencia autoinfligida de Frank Pierce


(Nicolas Cage en el que él mismo considera el mejor papel de su
vida) en Al límite por no tener, sencillamente, la capacidad divina de
resucitar a las personas? ¿O del final de El rey de la comedia, con
sus risas enlatadas que homenajean las toneladas de amargura, de
falta de autoestima, de odio edípico, de homofobia, de rechazo, que
corren por las venas de Rupert Pupkin? A veces, en cine, menos es
más. Conmover en lo profundo al espectador requiere mayor
maestría que mostrar explícitamente. Scorsese ha sabido, desde el
comienzo, manejar con precisión el más y el menos. Y, de modo
superlativo, en lo tocante a la violencia, en su tetralogía de
gánsteres.

***

«As far back as I can remember, I always wanted to be a gangster».


La reverencia absoluta de este momento [ 16], en el que Scorsese
habla por boca de Henry Hill, que habla por boca de Ray Liotta,
obliga a abstenerse de su traducción. Es la primera vez que
escuchamos la voz over de Hill, el instante en el que entendemos
que va a ser el narrador en primera persona de su propia historia. El
momento en el que se ofrece la reveladora confesión es ciertamente
escabroso: acabamos de asistir al asesinato de Billy Batts (Frank
Vincent), que agonizaba en el interior del maletero del coche
conducido por Hill. Había que concluir el trabajo en la primera
cuneta; Tommy DeVito (Joe Pesci) lo apuñala con saña en el
costado siete veces; Jimmy Conway (Robert De Niro) lo remata con
cuatro balazos de su revólver. Henry observa consternado el mantel
ensangrentado que envuelve al difunto; mientras cierra el maletero,
se escucha su sentencia. La cámara se aproxima entonces a él
rápidamente hasta encuadrarlo en un contrapicado en plano medio
corto; en ese momento, se congela la imagen del protagonista y
estalla al mismo tiempo la jovial melodía de From Rags to Riches,
interpretada por Tony Bennett. El fin de la secuencia introductoria de
Uno de los nuestros es un claro ejemplo de contraposición entre
tesis y antítesis, que produce la síntesis. Vemos la tesis: el rostro
disgustado de Henry, sobrecogido por la brutalidad de la escena y
sus consecuencias, en la negrura de la noche solo iluminada por el
rojo de los faros traseros del vehículo. Oímos la antítesis: la
confesión de Hill como aprobación de ese modo de vida y la música
exultante de Bennett. Sentimos la síntesis: es formidable ser un
gánster; desgraciadamente, hay que cargarse a alguien de vez en
cuando.
En efecto, es Scorsese quien habla aquí, utilizando a Hill como
trasunto, haciendo realidad, a través del cine, su sueño de ser un
gánster y compartiéndolo con millones de espectadores. Eso, y no
otra cosa, era Uno de los nuestros: el cuento de hadas mafioso en el
que el asmático Marty siempre hubiera querido estar, en el que uno
podía «ser alguien en un barrio lleno de nadies», trufado de
recuerdos cotidianos de su infancia, a medio camino entre la
simpatía y la violencia. Los gánsteres, al fin, eran las estrellas.
«Conocí a muchos de ellos como personas, no como criminales […].
Algunos de esos tipos eran más listos que otros. Algunos se
pasaron de la raya y fueron asesinados» 235 . Algunos —bastantes,
incluso— formaron parte del reparto del film; la mayoría como
figurantes. Los reunió el director e intérprete Johnny Cha Cha
Ciarcia —otro hijo de Little Italy— según confesaría él mismo, casi
veinte años después, en una entrevista a GQ: «Marty Scorsese
tenía un problema con los extras, así que uno de los directores de
casting me llamó. Vivo en Mulberry Street. Conozco a todo el mundo
[…]. Me encargué de todo» 236 . El resultado fue que el film acabaría
por tener, sencillamente, demasiada gente haciendo de sí mismos;
no era solo una película, como delatan sus títulos iniciales, «basada
en una historia real». La realidad estaba allí mismo, delante de la
cámara, como reconocería la actriz Illeana Douglas (Rosie en el
film):
Digamos que durante el rodaje recibimos un montón de visitas… de ciertas personas.
Había mucha gente en la película en plan, codazo-codazo, guiño-guiño, «asegúrate de
que ella sale, si no Local 19 se va a enfadar un poquito con nosotros». Había una gran
sensación de estar borrando los límites 237 .
Deby Mazar, quien interpreta a Sandy, es mucho más directa:
«En una palabra, sí, muchos de los extras eran gánsteres» 238 . No
se debía jugar con ellos. No se les podía enfadar, las consecuencias
eran incalculables. Todo podía cambiar en cualquier momento, como
en la antológica secuencia en la que Henry le dice a Tommy, que
acaba de contar una anécdota arropado por las carcajadas de todo
el local, que es gracioso [ 17]. «¿Gracioso cómo? ¿Gracioso
como un payaso? ¿Te divierto? ¿Te hago reír? ¿Estoy aquí para
hacerte jodida gracia?». El silencio se hace en todo el local, el ruido
ambiente de tenedores y copas se atenúa hasta hacerse
prácticamente imperceptible; todos contienen el aliento, sobre todo
Henry. La secuencia fue improvisada; Scorsese la considera una de
las más enérgicas de su cine. También ella estaba basada en
hechos reales: le había sucedido realmente a Joe Pesci con un
amigo suyo; según Scorsese, se trata de una escena que «muestra
que podías ser asesinado en cualquier momento. Daba igual quién
estuviera cerca» 239 .
Así sucede, de hecho, en un momento posterior del metraje,
cuando por pura diversión, Tommy dispara a los pies del camarero
Spider (Michael Imperioli), pidiéndole que baile, y perforándole uno
de ellos; a la semana siguiente, cuando Tommy vuelva a provocarle,
Spider le mandará «a tomar por culo». DeVito le acribillará a
balazos. Tommy es lo que Scorsese, en la jerga de la mafia, llama
«el músculo»: no necesariamente el tipo que consigue el dinero,
sino el matón agresivo que mantiene el statu quo, el que sostiene
las condiciones de contorno necesarias para hacer el dinero.
Porque, en el fondo, de eso se trata: de dinero; lo veremos en el
capítulo 7. El dinero es, en efecto, uno de dos posibles motivos para
el asesinato en el cine de Scorsese. El otro es el poder. Lo cual
implica saber en qué lugar de la pirámide alimentaria se encuentra
uno. Si uno se pasa de la raya una y otra vez, como Tommy, si no
sabe cuál es su elemento, puede acabar quitado de en medio.
Como al final ocurre en su caso, del modo más humillante posible
—mediando la traición— y de la manera más fría imaginable: con un
tiro en la nuca. El cadáver de Tommy se muestra en dos ocasiones
tras el disparo, de nuevo en plano general cenital, como después del
tiroteo en Taxi Driver. El dios de la inmisericordia había hecho, una
vez más, gélida justicia. Un dios, por cierto, al que los personajes
rinden pleitesía una y otra vez a lo largo del canon; un dios salvaje,
cuyo don es la violencia, como le asegura el alcaide de Ashcliffe
(Ted Levine) al agente federal Edward Daniels (Leonardo DiCaprio)
en Shutter Island, film ambientado durante el macartismo que revela
en grado sumo otra de las constantes del cine de Scorsese: la
mentira es la más terrible de las agresiones; volveremos sobre ello
en el capítulo 8.
La muerte de Tommy es el punto final de toda la retahíla de
asesinatos que ocurren en Uno de los nuestros. Algunos de ellos
—o la representación de los cadáveres producto de los mismos,
como el de Carbone (Frank Sivero), congelado y colgado en el
camión de la carne— están marcados por un macabro tono de
humor negro. Son reales, pero no se toman del todo en serio; son
parte de esa vida que retrata Scorsese; de ese submundo en el que
la muerte deja de ser trascendente, para convertirse en un hecho
relativo y circunstancial. Acaso por ello, junto a prominentes
alabanzas, el film recibió no pocas críticas furiosas. Muchas de ellas
venían desde dentro, se sentían como fuego amigo. A Marty —que
estaba ya demasiado curtido en el rechazo— no le importó: «Hubo
cineastas y críticos que sintieron que era moralmente irresponsable
hacer una película como Uno de los nuestros. Bueno, haré más de
ellas si puedo» 240 . Las hizo.
Antes de rodar Uno de los nuestros, también Marlon Brando le
había desaconsejado seguir por esa línea: «No hagas otra película
de gánsteres. Has hecho Malas calles, pusiste gánsteres en Toro
salvaje. No tienes que hacer eso» 241 , diría el mítico actor, quizá con
miedo de que el genio de Scorsese destronase la leyenda de su Vito
Corleone en El Padrino. Marty quedó desmotivado. Llamó al
antológico director Michael Powell, quien había contraído
matrimonio con su montadora habitual, Thelma Schoonmaker, tras
el rodaje de Toro salvaje. Le dijo que no quería hacer la película.
Powell, que por aquel entonces ya estaba ciego, le pidió a su
esposa que le leyera la copia del guion que tenía. Inmediatamente
después, llamó a su amigo: «Es maravilloso. Debes hacerlo. Es
divertido, y nadie ha visto este modo de vida antes. Debes
hacerlo» 242 . Fue suficiente para Scorsese, que afirma que la opinión
de Powell fue la única razón por la que acabó haciendo el film.
Posteriormente, el consagrado director enviaría a Marty una carta
laudatoria, que concluye con la siguiente frase: «Querido Marty, es
un guion apabullante, que dará lugar a un film maravilloso, y a un
documento social de valor incalculable» 243 . Así fue.
Powell, ciego físicamente, había sabido ver mucho más allá, intuir
lo que representaría la película; el más que razonable presunto
temor de Brando a que el film desbancase a El Padrino era
asimismo bien fundado. Mario Puzo se había inventado una
pomposa mitología de la mafia, y Coppola la había retratado con
majestuosidad operística. Nick Pileggi y Scorsese, sin embargo,
hablaban de lo que conocían muy de cerca; hablaban a través de
las palabras en primera persona de Henry Hill que conformaban
Wiseguy, el libro de Pileggi que sirvió de base al guion escrito con
Marty a cuatro manos, aunque aquel se concluyó después que este.
Hill era, de acuerdo con la descripción de Pileggi, «hiperactivo.
Según su madre, no paraba nunca. Corría por la casa, dando
portazos» 244 . Marty decidió que ese sería el tono, en las antípodas
del esteticismo contemplativo del film de Coppola: «Quería que Uno
de los nuestros fuera tan rápida como un tráiler o el arranque de
Jules y Jim, y que continuase así durante dos horas» 245 . Surtió
efecto. Scorsese había logrado plasmar aquel modo de vida. Sería
Uno de los nuestros, y no El Padrino, el film de cabecera de los
mafiosos de verdad, como se desprende de una poderosa anécdota
que Scorsese refiere en una de sus conversaciones con Richard
Schickel:
Cuando la policía siciliana finalmente disolvió la mafia a comienzos de los noventa,
arrestaron a algún tipo —he olvidado su nombre, pero era el segundo de a bordo— y un
periodista italiano le preguntó si alguna película sobre aquel mundo lo describía de
modo preciso. Y él dijo, bueno, Uno de los nuestros, en la escena en la que el tío dice
«¿Piensas que soy gracioso?». Porque esa era la vida que llevábamos. Podías estar
sonriéndote y riendo en un momento y [chasquea los dedos] en una fracción de
segundo estabas en medio de una situación en la que podías perder la vida 246 .

Tom Milne, crítico de Monthly Film Bulletin 247 *, cifraría en su


crítica previa al estreno del film la diferencia entre ambas obras no
tanto en su proximidad a la realidad como en su punto de vista; en
«el ángulo desde el que se mira la organización de la mafia. Allá
donde El Padrino examinaba la pirámide del poder desde el punto
de vista de los faraones para los que está destinada, Uno de los
nuestros desciende al nivel de los esclavos que cargan los ladrillos,
recogiendo sus lujosas recompensas mientras lo hacen» 248 .
Muchos años antes, su compañero David Denby, de Sight and
Sound, ya comparaba con El Padrino el primer film de la tetralogía,
con mayor intuición y profundidad:
El Padrino era falso en la medida en que daba a entender que todas las operaciones de
la mafia tenían lugar a alto nivel y que la mafia no tenía víctimas fuera de sus propias
filas. Malas calles muestra lo que El Padrino omitió: los rateros, usureros y gilipollas que
se aprovechan de su propia comunidad y de los demás, succionando el dinero de la
gente corriente, timando por billetes de diez dólares. Los gamberros de Mulberry Street
de Scorsese se encuentran en los márgenes de la delincuencia organizada, pero la
mafia les proporciona el sistema de valores por el que se rigen, e incluso cierta
legitimidad, si así lo desean. [...] Charlie no está realmente comprometido con el crimen,
es simplemente la actividad más fácil y agradable de su barrio, una forma de
mantenerse cerca de sus amigos. Así, el primer efecto de la revisión de Scorsese del
género clásico de gánsteres es sacar el crimen del dominio cuasi mítico de la ambición
monstruosa y del dominio moralista de la desesperación de los bajos fondos. En Malas
calles, el crimen es solo una forma de salir adelante 249 .

En efecto, desde Malas calles, ser mafioso era, sencillamente, un


modo de pertenecer. Esa era la relectura afectiva con la que
Scorsese había dado la vuelta al subgénero clásico del cine criminal
que constituyen las películas de gánsteres. Y el resultado había sido
tan bueno que el ciudadano medio asociaría al italoamericano, a
partir de entonces, con los filmes de este ciclo. De aquella cinta, la
primera de la serie, se puede decir que es rugosa, descontrolada,
como fuera de madre. Pero nadie puede negar que es
completamente auténtica. «A veces», afirmaría Scorsese, «me
monto en un taxi aquí en Nueva York, y me reconocen, y hablan de
Malas calles… “Aaah, chico, nunca podrás superar esa, esa fue la
mejor. Aquel tipo de cosas”» 250 . ¿A qué cosas se referiría el taxista
desconocido? No lo sabemos; pero podemos imaginar que una de
ellas es su cruda violencia.
El arranque de la acción tras los títulos de crédito muestra, en
plano corto, a un tipo metiéndose un pico de cocaína en el retrete
del bar de Tony (David Proval), quien lo saca del lugar a patadas.
Unos minutos después, frisando el primer cuarto del metraje, la
agresividad estalla en el local de billares de Joey (George
Memmoli). La violencia de ambos momentos era algo inaudito, como
de otra estirpe: la cámara estaba próxima a la acción, siguiéndola
furiosa, rápida. En el caso de la secuencia de los billares, ayudaba
el hecho de que debiera haber sido rodada en un solo día, en
dieciséis horas de frenético trabajo ininterrumpido. Las prisas
ayudaron a transmitir el caos intrínseco del submundo que se
retrataba; el montaje encadena angulaciones imposibles como para
subrayar el vértigo del momento, como para arrollar al espectador
con la virulencia de la escena. Y, ¿quién podría olvidar el antológico
final, que resquebraja la animada conversación entre Theresa (Amy
Robinson), Charlie (Harvey Keitel) y Johnny Boy (Robert De Niro) al
ser disparados por un matón —interpretado por el propio Marty—
desde el coche de Michael (Richard Romanus)? [ 7]. En su
crudeza, el final de Malas calles hacía palidecer al antológico
desenlace de Bonnie y Clyde; rezumaba, como las secuencias
anteriormente descritas, como tantas otras del metraje, como tantas
otras después, la adrenalina de quien solo puede contarlo porque lo
ha vivido. Comentando aquel final, Scorsese definiría su ontología
de la violencia:
La peor cosa posible —y le sucede a todos los personajes al final de Malas calles— es
que acaban humillados, no muertos. Humillados.
Y era muy real. En Malas calles, el tiroteo del final en el coche estaba basado en mi
propia experiencia. Estaba en la NYU cuando sucedió. Salí del coche con un amigo mío
hora y media antes de que un tiroteo como ese ocurriera […]. Uno [de nuestros amigos]
tenía un coche, se fue a dar una vuelta. Era poli a tiempo parcial, tenía una pistola […].
Y luego, en Elizabeth Street, una noche como sobre las dos de la mañana, nos dimos
cuenta de que se estaba poniendo chulito, así que nos apartamos […]. A la mañana
siguiente, oímos que nuestro amigo iba conduciendo por Astor Place; miró a un coche
junto a él y la gente de aquel coche empezó a disparar al suyo. Había otro chico en
aquel coche que recibió un balazo en un ojo. Todo porque había hablado de modo
equivocado a la gente equivocada.
Aquello se convirtió en algo muy importante para mí y mi amigo, que habíamos salido
de aquel coche una o dos horas antes. Podíamos haber sido asesinados. Malas calles
tuvo que ser rodada porque yo estuve aquella noche en aquel coche.
[…] Así eran las cosas. Ese era el mundo en el que estaba inmerso. Siempre había
violencia de fondo […]. Pero […], al menos en este mundo, [la violencia] siempre tiene
una explicación. La gente criticó la película por su violencia gratuita. Y yo dije: «No, la
violencia gratuita no existe. Viene de algún lado» 251 .

La violencia podía llevar a la muerte en aquel mundo que era el


de Scorsese, pero no tenía por qué hacerlo y, a veces, como afirma
el propio director, era más humillante si no lo hacía. Sin embargo, y
esa es otra de las acertadas conclusiones del análisis del crítico
David Denby, solo la muerte podía acabar con aquel modo de vida:
«Los gamberros de Malas calles, no obstante, jamás se corregirán;
si logran sobrevivir, se convertirán en gamberros que se hacen
viejos» 252 . Sin saberlo, el crítico estaba profetizando el cierre de la
tetralogía, la razón por la que Scorsese acabaría haciendo El
irlandés, un film que se coció, como algunos otros del canon, a
fuego lento, durante una década, y que materializa el deseo del
cineasta de «hacer algo desde la perspectiva de [un mafioso] de
setenta años, que mira hacia atrás» 253 .
¿Cómo envejece un gánster? ¿Cómo muere un gánster que no
es acribillado a balazos? La larguísima duración de El irlandés, casi
tres horas y media narradas desde el punto de vista de Frank
Sheeran (Robert De Niro), parece construirse solo para su tramo
final, que resuelve ambas incógnitas. La respuesta es poco
glamurosa. Un gánster envejece como cualquiera: desdentado,
tembloroso y chocho, aislado en un asilo por aquello que no
entiende qué ha hecho mal, carcomido por la artrosis y la conciencia
de los errores que sí logra reconocer, consolado solo por la piedad
de algún buen cura o alguna joven enfermera. «Es el dilema del ser
humano, cómo reconciliarte con tu propia extinción» 254 . Scorsese
dixit. Nada que añadir.
La representación de la violencia en este film de gánsteres
crepuscular no tiene nada que ver con la de las dos primeras obras
de la tetralogía. Ni tampoco con la de Taxi Driver o Toro salvaje. Ni
con los brutales momentos de Infiltrados, aquel brazo de Billy
Costigan (Leonardo DiCaprio), roto de nuevo sobre la mesa de billar
ante la mirada sádica y satisfecha de Costello (Jack Nicholson).
Aquí reina la violencia después de Silencio; se trata de una violencia
reflexiva.
Thelma Schoonmaker, como queda referido montadora habitual
de los filmes de Scorsese, resume el carácter formal del cambio
operado en El irlandés: «La violencia es muy diferente ahora, en
estas últimas películas. Y muchas veces es en plano largo. Apenas
aparecen planos cortos, lo cual es muy diferente de sus primeras
películas, ¿no es así?» 255 . En efecto, como sugiere el crítico de The
New York Times Jason Bailey en el artículo que recoge estas
palabras de Thelma, trazando los paralelismos entre El irlandés y
Los asesinos de la luna (o, cómo la segunda se deriva de la
primera) «en estas películas, las muertes, que son frecuentes, son
duras, rápidas y contundentes» 256 . Thelma es, desde luego, una
voz autorizada para emitir este juicio: de algún modo, ella ha creado
tantas veces la violencia de las películas de Scorsese; no ex nihilo,
ciertamente, sino a partir de una excelente materia prima, necesaria,
pero no suficiente. Se cuenta de la legendaria montadora que,
preguntada por una entrevistadora cómo podía soportar la violencia
de las películas de Scorsese, replicó: «Ah, pero no son violentas
hasta que yo las monto» 257 *.
Además de las escalas de plano, El irlandés presenta otro factor
evidente de la mutación de la violencia en el cine de Scorsese: Joe
Pesci. Acaso por ello era fundamental tenerlo en este film. No se
trataba solo de un reencuentro nostálgico entre los amigos que
habían disfrutado haciendo películas de gánsteres décadas atrás.
De Niro lo vio claro: si había que concluir la reescritura del
subgénero, debía estar Al Pacino, quien dio vida a Michael Corleone
en la trilogía de El Padrino, y debía estar Pesci. El propio Bobby De
Niro se encargó del asunto. Pesci se había retirado de los platós en
1999 para grabar música y jugar al golf. De Niro había conseguido
que rompiera su voto de silencio interpretativo para encargarse de
un papel menor en su película El buen pastor (The Good Shepherd,
2006). Pero eso era todo. No obstante, las negativas de Pesci
fueron continuas, tanto que pesaron como un nubarrón negro sobre
la preproducción del film. El asunto llegó a dimensiones cuasi
míticas: fueron docenas de veces las que Pesci rechazó el papel.
Jane Rosenthal, una de las productoras del film, lo llamó
eufemísticamente «la cuestión de Joe» 258 . Pero Bobby no se
detuvo, no tenía intención de hacerlo, como recuerda Marty: «Joe
podía decir no, no y no. Bob seguía diciendo: “Joe acabará por
hacerlo. Lo hará. Déjame hablar con Joe y lo hará”» 259 . Lo hizo, al
fin.
Era clave, entre otras cosas, porque, como afirma Scorsese,
«Joe saca provecho de una cierta autenticidad de aquella vida
callejera de un modo que otros actores no consiguen. Sencillamente
no pueden» 260 . Esa era la vida callejera que había encarnado
anteriormente, con la brutal autenticidad de la escena Do You Think
I’m Funny? o del asesinato de Spider, arriba referidos, o de tantos
otros momentos de Uno de los nuestros y de Casino y en especial la
secuencia de tortura de este último film, una de las más
desagradables de todo el canon. Los personajes de Pesci podían
hacer de todo, desde matar por diversión a asesinar con un mero
bolígrafo; eran la víscera en persona, la encarnación de la violencia.
Por ello, si había que demostrar a este respecto que algo había
cambiado sustancialmente, debía hacerlo Pesci. «Lo que Joe debía
hacer, e hizo con brillantez», afirma Scorsese, «era retroceder, y
tener el poder interior y el control interior, una fortaleza interior tal
que, aunque la gente gritase, chillase, se revolviese por el cuarto,
tirase las mesas o lo que fuera, él permaneciese inmutable» 261 .
En cierto modo, las expresiones de la violencia más brutal habían
muerto con Nicky Santoro, el personaje de Pesci en Casino; ya no
eran posibles. Aquel film fue un punto de inflexión. Por un lado,
porque presenta el máximo absoluto de la violencia en el cine de
Scorsese, con la repelente mencionada secuencia en la que Nicky
trata de arrancar una confesión, oprimiendo en un tornillo de banco
la cabeza de su víctima. Por otra parte, y más importante aún,
porque la violencia no era como la de Uno de los nuestros: «Quiero
decir», subrayaría Scorsese, «un asesinato es un asesinato. Pero el
asesinato de Billy Batts en Uno de los nuestros es por
apasionamiento […] se enfadan y la pasión toma el control. Pero en
Casino, está planificado» 262 .
Está planificada la tortura perpetrada por Nicky —por supuesto
basada en un hecho real, ocurrido en el Chicago de los 60—, quien
le ruega a su víctima que no le haga hacer aquello, porque sigue
órdenes. Y están planificadas la muerte de Nicky y su hermano,
traicionados por sus amigos, en una plantación de maíz. Aquella
secuencia [ 18] —también inspirada en un hecho que sucedió
realmente— fue para Scorsese el fin, constituyó, asimismo, una
declaración ética. «Muchas veces», afirmaría a este propósito el
cineasta,
la gente que retrato no puede evitar estar en ese tipo de vida. Son mala gente, que ha
hecho cosas malas. Y los condenamos por ello. Pero son, también, seres humanos. Y
pienso que la gente que los juzga moralmente puede ser incluso peor […]. Recuerda lo
que sucede al final de Casino, cuando ves cómo Nicky y su hermano son apaleados y
enterrados. […] Pero es que a mí me gusta esa gente. Nicky es horrible. Es un hombre
terrible. Pero algo sucede en mí cuando los veo golpeados con los bates y echados al
hoyo. En última instancia, es una tragedia. Es la fragilidad de ser humano. Quiero
despertar la empatía del público hacia determinados personajes que normalmente son
considerados villanos 263 .

El momento es ciertamente dramático: Nicky asiste entre sollozos


al asesinato de su hermano a golpes de bate de béisbol; el cadáver
es luego echado como escoria —lo vemos en uno de esos planos
cenitales que tanto gustan al dios scorsesiano de la violencia— en
un hoyo cavado en la tierra—; los asesinos prosiguen después su
trabajo con Nicky, a quien enterrarán junto a su hermano mientras
ambos aún respiran. La secuencia removió en efecto la empatía del
propio Scorsese hasta límites inopinados. Es una de las secuencias
que el director, una y otra vez, comenta en sus entrevistas,
repitiéndose, cada vez con una ligera variación, pero siempre
subrayando lo decisivo del momento. Así, en otro lugar, afirmaría el
italoamericano: «Lo rodé de modo muy directo, sin movimientos de
cámara ni nada. Como un reportaje. Porque ahí es donde lleva y ahí
es donde acaba, es el final de la vida. Es el final de ese modo de
pensar y es el final de la violencia para mí. No creo que pudiera
volver a hacerlo» 264 . No pudo, de hecho. Llegaría a afirmar, incluso,
que un film tan cruento como Gangs of New York y con un
protagonista tan brutal como Bill the Butcher no se encuentra
de ninguna manera cercano a la violencia de mis otras películas. […] Quizá si lo hubiera
rodado antes, habría sido horrendo en términos de violencia gráfica, pero ya no quiero
hacerlo, tras rodar la muerte de Joe Pesci y su hermano en Casino, en el campo de
maíz […]. No tiene coreografía alguna. […] Es brutal, es sucia, es humillante, como
poco 265 .

La secuencia, en efecto, es trascendente en tanto que pone fin a


un cierto realismo de la violencia en Scorsese y, con ello, a una
parte del canon; allí se alcanzaba la última cima de la brutalidad,
haciendo al espectador mero observador desensibilizado de la
denigración humana. Era, al mismo tiempo, el comienzo de una
etapa más caracterizada por la pausa, más trascendental, si se
quiere. Quizá más política. Con Casino se demostraba, en definitiva,
que el crimen organizado era «el campo de juegos familiar de
América». Lo cual conducía a Scorsese a formular, a renglón
seguido, una pregunta sobre la ética misma del país en el que había
nacido:
¿Qué dice eso sobre nuestros valores? El final de [Casino] es en el fondo sobre
nosotros y nuestros valores. Eso es lo que pensé. La última palabra sobre ese modo de
vida y ese mundo la tiene el asesinato en el campo de maíz 266 .

América, parecía decir Scorsese, está basada en la violencia.


Viene de la violencia que engendra la muerte; subsiste en ella.
Quizá no estaba muy desencaminado.

***
La expedición que se le ha encomendado comandar debe dirigirse contra las tribus
hostiles de las Seis Naciones de indios, con sus asociados y partidarios. Los objetivos
inmediatos son la destrucción y devastación total de sus asentamientos y la captura del
mayor número posible de prisioneros de todas las edades y sexos. Será esencial
arruinar sus cosechas y evitar que siembren más […].
Recomendaría que algún puesto en el centro del País Indio sea ocupado con toda la
expedición, con una cantidad suficiente de provisiones, desde donde se desprendan
partidas para arrasar todos los asentamientos de los alrededores con instrucciones de
hacerlo de la manera más eficaz, para que el país no sólo sea invadido sino destruido
[…].
Nuestra seguridad futura estará en su incapacidad para hacernos daño en la medida
en la que se ven empujados a ello y en el terror que la severidad del castigo que reciban
les inspirará. La paz sin esto sería falaz y temporal…

Dado en el cuartel general de Middle Brook el 31 de mayo de 1779. George


Washington 267

La violencia forma parte del ADN de los Estados Unidos de


América. Poco lugar dejan a la duda las palabras del padre fundador
al General John Sullivan, encargado de ejecutar la particular
«solución final» contra aquellos nativos cuyas tierras eran
usurpadas contra toda justicia. Sullivan afirmaría victorioso a vuelta
de correo, tras haber ejecutado las órdenes: «No hemos dejado ni
un solo asentamiento o campo de maíz en el país de las Cinco
Naciones [sic], ni hay siquiera la apariencia de un indio a este lado
del Niágara» 268 .
Sin embargo, el que fuera uno de los mayores genocidios de la
historia de la humanidad, la colonización de América del Norte, no
solo no ha conocido las vergüenzas de una leyenda negra sino que,
al contrario, como todo lo innombrable que no se puede asumir, fue
destilado en un mito para mayor gloria de quienes destruyeron
aquellas tierras, masacraron a sus gentes y erradicaron de raíz
—sin la posibilidad real de un mestizaje— la cultura de aquel nuevo
mundo. Y el mito hizo cine, y se llamó wéstern. Un género —el
género— para blanquear una masacre de dimensiones cósmicas; el
cine al servicio de un relato que rescribía la Historia, con los indios
como los malos y los blancos como los buenos. Y el pueblo
americano se lo creyó. Y Washington sigue reinando, impertérrito,
allá en lo alto del Monte Rushmore. Y desde su omnipresencia
impresa en cada dólar. Y desde la capital de la patria arrebatada a
tiros, que por algo lleva su nombre.
Uno de los apóstoles mayores elegidos para crear el nuevo
género fue un señor irlandés, católico y tuerto llamado John Ford.
No sería el primero en dirigir un wéstern, pero sí aquel que otorgaría
al género su dimensión épica, necesaria para convertirlo en uno de
los pilares de la identidad americana. El wéstern surgió con
poquísima distancia histórica respecto de los hechos que retrata: la
conquista del Oeste sucedió entre 1812 y 1912. El que es
considerado el primer film del Oeste, Asalto y robo de un tren (The
Great Train Robbery, Edwin S. Porter, 1902) fue filmado sin que
pudiera darse por concluido aquel momento histórico; uno de los
primeros wésterns de Ford y piedra fundacional del género, El
caballo de hierro (The Iron Horse) data de 1924. La distancia entre
lo sucedido y lo representado, por tanto, debía ser afectiva. Los
hechos históricos, destilados en el alambique de la propaganda
patriótica, debían ser reducidos a la mínima expresión; no
interesaba lo ocurrido, sino la dotación de sentido al nuevo mundo
recientemente hallado. Como afirma José Luis Sánchez Noriega,
«en Estados Unidos el wéstern ha cumplido la misma función que la
leyenda fundacional de la nación que las epopeyas medievales
tuvieron en Europa» 269 .
Al principio, para simplificar la digestión ideológica, el wéstern
estuvo marcado por una axiología profundamente dualista: no había
duda sobre en qué lado se sitúa el bien y dónde el mal. Tras la
Segunda Guerra Mundial, si bien se encumbra al indio como
enemigo natural e incontestable, también comienzan a percibirse las
contradicciones internas de los colonos, que llevan su labor
supuestamente civilizadora y de repoblación de la tierra a expensas
de la limpieza étnica de los nativos norteamericanos. Ford, como la
figura veterotestamentaria que era, tras haber entendido el rumbo
que había tomado su creación, se arrepintió de ella. No fue de
golpe. En Ford Apache (1948) decidiría restablecer la figura del
indio. Ocho años más tarde, con Centauros del desierto (The
Searchers, 1956), un film sin duda influido por los wésterns de
Anthony Mann de los años 50, envenenaba la pureza del mito en la
figura del misterioso, deshumanizado y misántropo Ethan Edwards
(imprescindible John Wayne), sentando las bases de la
desconstrucción del género y de su devenir crepuscular de los años
posteriores.
No sorprende, por tanto, que el primer largometraje de Scorsese
—casi no hace falta repetirlo a estas alturas: todo un manifiesto de
lo que debía ser su cine— hable explícitamente de Centauros del
desierto; es más, que este film sea el quicio del enamoramiento
entre J.R. y la chica. Ella se encuentra leyendo un magacín francés.
A él le sorprende la foto de John Wayne a media página que
aparece en la impar que se apoya en la pierna de ella. Él la mira,
ella se percata y comienza una conversación sobre la película de
Ford que resume tanto el género, como el film en sí, como la
admiración de Marty por ambos, según muestran las líneas de
diálogo del animado debate cinematográfico, que concluyen con la
sentencia en la que J.R. declara que los wésterns «deberían
gustarle a todo el mundo. Los problemas de todos se solucionarían
si les gustasen los wésterns».
Marty había crecido viéndolos; se habían convertido en una parte
fundamental no solo de su imaginario, sino de su experiencia vital;
fueron su primer amor:
La primera imagen que recuerdo haber visto en una pantalla de cine fue un tráiler en
Trucolor de una película de Roy Rogers [un actor famoso por sus papeles de cowboy],
en la que llevaba flecos y saltaba sobre su caballo desde un árbol. Mi padre me
preguntó si sabía quién era Trigger y yo imité el disparo de una pistola. «No», me dijo,
«es el nombre del caballo. Te llevaré a verla la semana que viene». Es por esto que me
siguen encantando los tráileres y que a la edad de tres años soñaba con convertirme en
vaquero. Los wésterns se convirtieron en mis películas favoritas hasta que tenía más o
menos diez años.
De la cita anterior se desprende que, si Marty hubiera querido
rodar un wéstern, siguiendo el consejo de Haig Manoogian, podría
haberlo hecho. Eran parte de su experiencia más temprana, al
menos en lo tocante al imaginario. Quería haberlo hecho, en
realidad. Fue John Cassavetes el que le quitó aquellas ideas de la
cabeza. «A él no le gustaban las películas de Hollywood», afirmaría
Marty, reconociendo la influencia que tuvo en su carrera después de
decirle que El tren de Bertha era un pedazo de mierda. «Pero a mí
me encantaban. Y pensaba que El tren de Bertha era una película
de género. Quería hacerlos todos: películas de gánsteres, y
musicales y wésterns. Y él dijo, “No, no, no, debes hacer películas
como Who’s That Knocking”. Y me obligó» 270 .
Marty acabó haciendo películas de género que no eran películas
de género, que subvertían o revertían los códigos vigentes, o
inventaban los suyos propios. El salto desde Who’s That Knocking
at My Door? a las películas de gánsteres era pequeño y fue exitoso
y arrollador, como se ha demostrado en las páginas precedentes. El
paso por el musical con New York, New York casi se lo lleva por
delante. Y más difícil aún sería rodar un wéstern. Algunos quisieron
ver en Gangs of New York una película del Oeste ambientada en la
costa Este 271 ; la lectura tiene su punto de verdad, al fin y al cabo, se
trata de un relato fundacional de la ciudad de Nueva York. Pero el
de Little Italy tardaría toda una vida en filmar un wéstern. Con indios
de verdad contra los que lucha el hombre blanco. Lo conseguiría al
filo de los ochenta años, con Los asesinos de la luna.
El wéstern siempre se prestó al cruce con otros géneros;
Scorsese aprovecha esta plasticidad para mestizar el suyo —que
contiene todos los elementos y personajes arquetípicos de las
películas del Oeste— con su ciclo de gánsteres. En particular el
personaje de William Hale, interpretado por Robert de Niro, es la
sucesión lógica de los de Jimmy Conway y Sam Rothstein: es un
mafioso al más alto nivel, un capo devenido político; su aterradora
frase «la gente se olvida de todo» resume sintéticamente la agenda
oculta de más de un mandatario contemporáneo.
En el wéstern de Scorsese, el artífice directo de los asesinatos es
Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), que no solo mata a balazos,
como manda la tradición scorsesiana, sino también a plazos, en
particular a su propia mujer, Mollie (soberbia Lily Gladstone). La
india católica que sale a rezar a su Dios todas las mañanas y muere
un poco cada día, con el veneno que su marido le mezcla en la
inyección de insulina, resume en su rostro atormentado la opresión
histórica de las gentes nativas de Norteamérica. El film de Scorsese,
cuyo plano final, cenital, muestra a toda la tribu Osange —a la que
pertenece Mollie— bailando en la actualidad, es su particular
homenaje al pueblo aborigen exterminado; su inserción como
narrador intradiegético 272 * en la secuencia anterior a dicho plano es
la declaración de intenciones de un director que, revirtiendo una vez
más los códigos propios de un género, trata de contribuir a la justa
restitución de la memoria histórica de los oprimidos y olvidados
nativos americanos.
No era la primera vez que aparecía un personaje de wéstern en
el cine de Scorsese. El primero fue, ya se ha dicho, John Wayne, en
fotografía. Después vino Tommy Hyatt (Alfred Lutter), el hijo de la
protagonista de Alicia ya no vive aquí, quien, con flecos y sombrero
de ala ancha, al modo en el que Marty aparece en algunas fotos de
su infancia, se dispara a sí mismo frente a un espejo, robándole la
originalidad al momento posiblemente más célebre de Taxi Driver. El
propio Marty trazaría el eslabón perdido entre Travis Bickle y Ethan
Edwards en alguna que otra ocasión 273 . Años más tarde, en Casino,
Pat Webb (L. Q. Jones), Comisionado del Condado de Clark, con su
sombrero de cowboy y su broche turquesa posiblemente procedente
de alguna de las tribus que habitan en las reservas indias en torno a
Las Vegas y ejercen sobre la ciudad un notable poder, le recuerda a
Sam Rothstein que aquella no es su tierra. Y le amenaza con
echarlo —como un sheriff amenaza con expulsar del pueblo al
forajido que no cumple sus órdenes— si no vuelve a emplear a su
cuñado. ¿El argumento? Los derechos y el dinero adquiridos hace
«muchos, muchos años». El Oeste seguía en manos de los
cowboys, los métodos se habían refinado. «Los amigos votan, la
familia vota y el dinero vota», dirá Webb. Los nuevos revólveres
eran las urnas; la política era la nueva forma de violencia; otra
forma, junto a la brutalidad sin filtros de Nicky Santoro. Y acaso no
tan distinta, como incoa Marty en una profética reflexión: «¿Quién
conoce la realidad de La Vegas ahora, donde hemos pasado de
Nicky Santoro a Michael Milken o a Donald Trump? […] Quizá veas
expuesto en una película dentro de quince años lo que están
haciendo ahora» 274 . Quince años más tarde, aproximadamente, no
había una película sobre Trump, pero los titulares de la prensa
internacional estaban saturados de su nombre. Un «músculo» al
más puro ejemplo de Nicky Santoro se erigía en el cuadragésimo
quinto Presidente de los Estados Unidos. La historia se repetía. Y se
repetirá. God Bless America.

209
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese, Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
216.

210
Linder, Dough (2008): «The Trial of John W. Hickmney, Jr.», law.umkc.edu, School of
Law, University of Missoury Kansas City. Accesible en:
http://law2.umkc.edu/faculty/projects/ftrials/hinckley/hinckleyaccount.html
211
Ibid.

212
Ibid.
213
Ibid.
214
Spiegelman, Ian (2021): «‘Taxi Driver’ Screenwriter Paul Schrader Says John Hinckley
Jr. Wrote to Him Before Shooting Reagan», Los Angeles Magazine, 3 de septiembre.
Accesible en: https://lamag.com/featured/paul-schrader-john-hinckley-jr
215
Biskind, Paul (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes, 7.ª ed., Barcelona: Anagrama,
p. 292.
216
Scott Cooper, Andrew (2014): «Did an Artwork Solve a Decades-Old NYC Crime?»,
Observer, 19 de agosto. Accesible en: https://observer.com/2014/08/did-an-artwork-solve-a-
decades-old-nyc-crime/
217
Cfr. Wertham, Fredic (1954): Seduction of the Innocent, Nueva York: Rinehart & Co.
218
Lev, Peter (1993): The Euro-American Cinema. Austin: University of Texas Press. p. 13.
219
Biskind (2019): Op. cit., pp. 40-41.
220
Grierson, Tim (2015): Martin Scorsese in Ten Scenes, Londres: Ilex, pp. 32-33.
221
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese, Nueva York: Alfred A. Knopf,
pp. 24-25.
222
Schickel (2011): Op. cit., p. 114
223
Ibid.

224
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 63.
225
Grierson (2015): Op. cit., p. 27.
226
Grierson (2015): Op. cit., p. 34.

227
Christie y Thompson (2003): Op. cit., pp. 63-66.
228
Grierson (2015): Op. cit., p. 37.
229
Ibid., p. 35.
230
Christie y Thompson (2003): Op. cit., pp. 80 y 83.
231
* Se conoce como montaje en continuidad la serie de estrategias de montaje destinadas
a garantizar el efecto de continuidad espaciotemporal en una secuencia. Para una
explicación detallada, véase el capítulo 8.
232
* Nos detendremos sobre este recurso formal y sus implicaciones en el capítulo 6.
233
* A propósito del narrador cinemático y de otros tipos de narradores habituales en el
relato cinematográfico, nos explayaremos en el capítulo 8. Baste por ahora decir,
parafraseando al teórico Raymond Bellour, que el instante aquí descrito es uno de esos
momentos en los que Scorsese denota de modo explícito su presencia como enunciador,
es decir, como creador/narrador. Cfr. Bellour, Raymond (1977): «Hitchcock, The
Enunciator», Camera Osbcura, n.º 2 (Otoño), pp. 66-91.
234
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 77.
235
Ibid.

236
Penn, Nathaniel (2010): «Martin Scorsese’s Goodfellas: A Complete Oral History»,
www.gq.com, 20 de septiembre. Disponible en: https://www.gq.com/story/goodfellas-
making-of-behind-the-scenes-interview-scorsese-deniro
237
Grierson (2015): Op. cit., p. 87.
238
Ibid.
239
Schickel (2011): Op. cit., p. 190.
240
Shone (2022): Op. cit., p. 149.
241
Schickel (2011): Op. cit., p. 187.
242
Ibid.
243
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 153.
244
Grierson (2015): Op. cit., p. 83.
245
Shone (2022): Op. cit., pp. 144-147.

246
Schickel (2011): Op. cit., p. 190.
247
* Hasta 1991, el British Film Institute editaba dos revistas de cine: Monthly Film Bulletin
y Sight&Sound. A partir de aquel año, la primera desapareció, al ser integrada en la
segunda. Sight&Sound se sigue publicando actualmente, y constituye una de las revistas
especializadas de cine más prestigiosas del mundo. Cada diez años, publica, tras una
exhaustiva encuesta a críticos, académicos y otros entendidos del mundo del cine, su
«critic’s list», una lista de las 100 mejores películas de la historia; esta es lo más
aproximado que existe a un canon cinematográfico reconocido. Junto a ella, la revista
publica también la «director’s list», en cuya confección solo intervienen cineastas.
248
Milne, Tom (1990): «Goodfellas Review», Monthly Film Bulletin, diciembre, p. 3.
249
Denby, David (1974): «Mean Streets: The Sweetness of Hell», Sight&Sound, invierno
1973-74, p. 48.
250
Grierson (2015): Op. cit., p. 21.
251
Schickel (2011): Op. cit., pp. 104-106.
252
Denby (1974): Op. cit., p. 49.

253
Schickel (2011): Op. cit., p. 210.
254
Shone (2022): Op. cit., p. 279.
255
Bailey, Jason (2023): «From ‘Goodfellas’ to ‘Flower Moon’: How Scorsese Has
Rethought Violence», The New York Times, 22 octubre. Disponible en:
https://www.nytimes.com/2023/10/22/movies/martin-scorsese-killers-of-the-flower-moon-
violence.html
256
Ibid.
257
* Puede ser que la anécdota forme parte de la leyenda de Thema Schoonmaker. He
buscado, sin éxito, la cita original, aunque se menciona la frase por doquier en internet y en
las redes sociales. Se non è vero, è ben trovato, que dicen los italianos…
258
Shone (2022): Op. cit., p. 275.
259
Ibid.
260
Shone (2022): Op. cit., p. 276.

261
Ibid.
262
Schickel (2011): Op. cit., p. 203.
263
Christie y Thompson (2003): Op. cit., 202; cursiva en el original.

264
Shone (2022): Op. cit., p. 177.
265
Schickel (2011): Op. cit., p. 236.
266
Schickel (2011): Op. cit., p. 205.
267
Washington, George (1779): «From George Washington to Major General John
Sullivan, 31 May 1779», Founders Online. Disponible en:
https://founders.archives.gov/documents/Washington/03-20-02-
0661#:~:text=Sir%2C,age%20and%20sex%20as%20possible
268
Foster, John B. (2020): «George Washington and genocide: An excerpt from The
Vulnerable Planet», Monthly Review, 4 de julio. Accesible en:
https://mronline.org/2020/07/04/george-washington-and-genocide/#edn_5
269
Sánchez Noriega, José Luis (2012): Historia del cine. Teoría y géneros
cinematográficos, fotografía y televisión, 2.ª reimpr., p. 146.
270
Schickel (2011): Op. cit., p. 97.
271
Martin Scorsese: Von Little Italy nach Hollywood (2024). Dirigido por: Yal Sadat y
Camille Juza. Arte France Haut et Cort Doc, 43’ 37”.
272
* Hablaremos de esta voz narrativa en el capítulo 8.

273
Véase, por ejemplo, Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 66.
274
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 202.
6
AMARÁS A QUIEN NO DEBES

A Marty las mujeres lo engañaban fácilmente. Él las


quería; más aún, las adoraba 275 .
MARDIK MARTIN

[Ellas] nos aguantan hasta que descubren quiénes


somos; después hay que buscarse otra 276 .
MARTIN SCORSESE

Marty y Sandy se conocieron a comienzos de 1971, en una de las


fiestas que el padre de ella, Fred Weintraub, organizaba en su casa.
Serían pareja hasta que, ya comenzado el rodaje de Taxi Driver, ella
no pudiera más: «La presión era enorme», afirmaría Sandy años
después. «Cuando empezamos Taxi Driver, sentía que la película
me chupaba un montón de energía, y que comenzaba a perderme.
[…] Ese fue, en cierto modo, el principio del fin de nuestra
pareja» 277 . Hasta aquí la versión de Weintraub, que solo se
corresponde a medias con la realidad de los hechos. Una ecuación
más completa añadiría una variable adicional: mientras ella estaba
en Los Ángeles y él filmando en Nueva York, apareció Julia
Cameron. La periodista, pelirroja, sensual y bajita como Marty, se
encontraba en la Gran Manzana redactando un artículo para la
revista erótica francesa Oui. Acaso por ello —o por lo insoportables
que le resultaban las mujeres que rondaban a los cineastas que
apadrinaba, posiblemente por las dos cosas— Pauline Kael la
definiría como una suerte de «Ángela Lansbury pornográfica» 278 .
Julia se instaló en la suite de Marty de la noche a la mañana; se
convirtieron en inseparables, para desquicie del equipo de
producción del film, que la detestaba.
El vampirismo emocional de Marty para con Sandy no había
aparecido con el rodaje de Taxi Driver; venía de lejos. (De hecho,
probablemente por esa y otras razones, como sus hábitos
nocturnos, Scorsese recibió entre sus conocidos el sobrenombre de
«Drácula».) Él la explotaba, y ella se dejaba explotar; constituían
una extraña pareja en la que Weintraub era, a la vez, la madre y la
amante, la compañera que mimaba a Scorsese y la que sufría su
violencia, su menosprecio. Para muestra, un botón: Sandy y su
hermana Barbara aparecerían flanqueando a Johnny Boy (Robert
De Niro) en su entrada triunfal en el bar de Tony (David Proval) en
Malas calles; una en cada brazo. Llegado a la altura de Charlie
(Harvey Keitel), Johhny Boy se las presenta y le pregunta: «¿A cuál
prefieres, a la Weintraub ancha?». A la salida del pase previo del
film con la Warner, que fue un éxito, Marty comentaría en broma que
a John Calley, el jefe de producción, le había gustado el film entre
otras cosas «porque a las chicas Weitraub las trataban como a
sendos pedazos de carne». Marty y Sandy llevaban por entonces
más de dos años juntos.
El productor de aquel film, Jonathan Taplin, afirmaría de ella que
«era muy madraza» 279 ; las palabras de la propia Sandy no dejan
espacio a la duda: «[Marty] necesitaba muchísima atención. Había
que comprarle un coche a Marty. Tenía un Lotus pequeño. Era un
amor, él tan bajito y ese coche tan enano» 280 . A pesar de los
cuidados y el cariño de Sandy, él desataba, de cuando en cuando,
toda su furia en presencia de ella, quien afirma:
Una vez se enfadó y tiró todo lo que había sobre la mesa. Recuerdo que un vaso salió
volando. Yo estaba desnuda y algunos cristales se me incrustaron en la espalda. Nunca
me atacó ni me pegó, pero daba puñetazos en las paredes y tiraba los teléfonos 281 .

Tras el éxito de Malas calles, por otra parte, la popularidad de


Scorsese entre las mujeres creció exponencialmente; según Sandy:
«Pasó de don nadie gordo e inútil a director famoso y rico. Eso tuvo
consecuencias, es innegable. Como si esa hermosa rubia que
deseaste toda la vida se te arrojase a los brazos». Ella se mostraría
comprensiva con sus escarceos. Intentaría dialogar con él sobre el
tema, pero sería imposible. Prosigue Sandy: «Yo solía hablar de eso
con Marty, pero a él le volvía loco. Creo que pensaba que a mí me
daba igual. Con él siempre perdías» 282 .
Estos destellos de la relación entre Scorsese y Weitraub —sobre
la que volveremos, por su carácter metonímico, a lo largo del
capítulo— permiten descifrar que, cuando él hablase en su cine de
los hombres violentos o de las mujeres ensalzadas en un primer
momento para ser maltratadas al momento siguiente, estaría
hablando, una vez más, de lo que conocía muy bien, de su propia
experiencia. La sonrisa amable del Marty octogenario, que a todos
inspira ternura, y su gesto de hombre triunfador bajo los focos,
análogo al de Jake LaMotta (Robert De Niro), Jordan Belfort
(Leonardo DiCaprio), Sam Rothstein (De Niro) o Howard Hughes
(DiCaprio), ocultan, como en el caso de todos ellos, una cara B de
control, machismo y misoginia. No sorprende, por otra parte, que De
Niro encarne a dos de los cuatro, amén de a otros personajes del
canon con esos mismos rasgos negativos; también su interpretación
parte de su propia vida, y por eso resulta a menudo tan
perturbadora. Aquellos seres impresos en celuloide le eran
demasiado familiares, porque, en el fondo, eran él mismo. Solo tenía
que dejarse llevar.

***

Alfred Hitchcock no se andaba con tonterías. Por eso, cuando le fue


denegado el rodaje del antológico final de Con la muerte en los
talones (North by Northwest, 1959) en el Monte Rushmore, el
maestro británico llamó a Robert F. Boyle; quizá pensó que ningún
otro sería capaz de reproducir de modo creíble el famoso
monumento. Boyle lo consiguió, de modo admirable. Tres años más
tarde, Boyle se encargaría asimismo del diseño de producción de
Los pájaros (The Birds, 1962); el mismo año en el que,
curiosamente, también concibió los decorados de El cabo del terror
(Cape Fear, 1962), film que serviría, como ya hemos visto, de punto
de partida para el remake scorsesiano de 1991.
A Robert F. Boyle le está dedicado un libro curiosísimo, en cierto
modo único en su especie, que adorna las estanterías de expertos
en decorados cinematográficos y diseñadores de personajes de
animación. Su autora, Patti Bellantoni, discípula de Boyle, es,
además de una de las color advisors más reconocidas de
Hollywood, profesora de la School of Visual Arts de Nueva York. Su
libro conjuga el análisis de filmes en lo tocante al uso y la semiótica
del color con los resultados de los experimentos que, durante un
cuarto de siglo, realizó junto a sus alumnos en torno al impacto que
los colores tienen en las personas y en sus estados de ánimo. ¿El
título? If it’s Purple, Someone’s Gonna Die. Un libro inolvidable y
necesario. En él, Bellantoni comenta explícitamente dos filmes de
Scorsese: Taxi Driver y La edad de la inocencia. El análisis de este
último en términos de color es particularmente interesante para el
propósito de este capítulo.
A primera vista, La edad de la inocencia podría parecer un verso
suelto dentro del canon. «Una película de época victoriana», «cine
de tacitas», o «un romance asexual»: así —de un modo tan
sorprendentemente fallido— interpretaron algunos críticos la
adaptación scorsesiana del libro de Edith Wharton, escrita a cuatro
manos con Jay Cocks. ¿Cómo podía ser que, de repente, Scorsese
hubiera perdido su visceralidad? ¿Cómo era posible, sin previo
aviso, que todas las pasiones de las que hablaba su cine hubieran
palidecido? No lo hicieron, de hecho. Más bien, todo lo contrario.
Como afirma en su título un interesantísimo artículo de The
Guardian, La edad de la inocencia es toda una «masterclass en
tensión sexual» 283 . El erotismo subyacente de algunos momentos
resulta mucho más profundo, conmovedor y apasionado que una
sudorosa escena de sexo explícito. La represión palpable, cual caja
de resonancia, lo amplifica hasta lo indecible.
El color es, en efecto, uno de los vehículos privilegiados a través
de los que Scorsese, de la mano del diseñador de producción Dante
Ferretti, consigue transmitir esta diabólica pasión que bulle bajo la
apariencia amable del film. En la extensa entrada que Bellantoni le
dedica en su libro, la autora subraya la relevancia de los rojos: del
rojo que tapiza las paredes de la ópera en el reencuentro entre Ellen
Olenska (Michelle Pfeiffer) y Newland Archer (Daniel Day-Lewis); del
rojo que ella viste cuando es invitada, por mediación de él, a la fiesta
de los Van der Leyden; del rojo que inunda el salón de Granny
Mingott (Miriam Margolyes) como símbolo de su poder, o de aquel
otro al cual que se funde la pantalla en dos ocasiones, como
símbolo del estado interior de Newland, de la ira que, como la
pasión sexual, bulle reprimida en su interior. Podría mencionarse,
por extensión, el rosa —un rojo camuflado por una aparente
inocencia— que envuelve a May (Winona Ryder) en su primera
aparición en la película. Más importante, sin embargo, parece el
amarillo. Como afirma Bellantoni, «Newland le envía a Ellen rosas
amarillas, un color que capta un elemento esencial de su carácter.
Es imposible que le envíe rosas rojas. Sería demasiado lujurioso
para él» 284 . Sabemos que a ella le gustan esas flores, uno de los
motivos visuales más poderosos del film; pero, mientras que
Olenska desecha de inmediato las rosas rojas que le hace llegar
Julius Beaufort (Stuart Wilson), conserva el primer ramo de las
amarillas que le envía Newland. Estas presiden el primer encuentro
entre ambos a solas, y cuando comenten la ópera que han
presenciado, ella le preguntará si cree que el amante de la heroína
le enviará un ramo de rosas amarillas. Él no tarda en responder:
«También yo estaba pensando en eso». Una frase que, según
Bellantoni, denota el carácter de Archer y su relación con el amarillo:
Eso es lo que Newland hace. Piensa en ello. Sueña con ello. Sus acciones permanecen
dentro de los confines dorados de su mente. De hecho, el amarillo define el arco de su
relación. Hasta el final, Newland es un soñador. Incluso cuando ve a Ellen por última
vez, un jarrón de rosas amarillas permanece como un centinela a su lado.

Para Newland, la idea está tan por encima de la realidad que le


hace preferir el recuerdo de la condesa a subir a verla a su casa,
una vez que ambos, tras la muerte de May, estén ya libres de las
férreas reglas sociales. En otros momentos del libro, Bellantoni
argumenta de modo convincente cómo el amarillo es una «señal
perfecta de la obsesión», «el color que se recuerda por más tiempo,
y el más despreciado» 285 . Así, Ellen Olenska es para Archer, sobre
todo, una fijación, el arquetipo de mujer idealizada, más que una
persona de carne y hueso.
Desde esta perspectiva, no sorprende que la primera vez que
Sam Rothstein (Robert De Niro) observe en persona a Ginger
(Sharon Stone) en Casino [ 19] —tras advertir su robo a través de
las cámaras del Tangiers— la diva porte un bolso de color dorado, a
juego con sus pendientes y con las franjas que ribetean su vestido
de lentejuelas blancas. Ella nunca querrá a Sam —no se lo ocultará,
ni siquiera cuando él le proponga matrimonio—, pero él jamás
conseguirá exorcizar de su cabeza la imagen de ella, lanzando
enloquecida las fichas del casino, sonriendo bajo su estilizada
cabellera rubia. Para subrayarlo, Scorsese congela la imagen del
momento, la instantánea de la diosa; el tiempo deja de ser un
devenir lineal —chrónos— para convertirse en kairós: el tiempo de
las grandes oportunidades, un tiempo, en cierto modo, fuera del
tiempo.
Justo en ese momento eterno comenzará a sonar, cargada de
significado, como una suerte de coro griego a modo de expresión de
la conciencia de Sam, la canción «Love is Strange», de Mickey &
Sylvia. El tema irrumpe en el preciso instante en el que su letra reza
aquello de «Baby, oh baby / My sweet baby, you’re the one». Y para
que no quepa duda de la alienación de él, la cámara se acerca
lentamente a su rostro en el contraplano en el que lo vemos mirarla,
entre consternado y fascinado. El siguiente plano, subjetivo, desde
el punto de vista de Rothstein, no deja lugar a dudas: Scorsese sube
la apuesta y el zoom de aproximación hacia ella, que mantiene la
cámara lenta, se combina con un sutilísimo trávelin de alejamiento;
una alianza de movimientos de cámara que transmite una sensación
de realidad distorsionada. Ginger le devuelve a Sam la mirada
mientras él la persigue con la suya. Ella sabe que le va a arruinar la
vida; él también lo sabe; sabe que ella lo sabe. Pero no quiere
saberlo. Nada importa. El fantasma de ella ha tomado posesión de
su alma, y él no puede sino adorarla. Cuando la realidad se
imponga, la despreciará.
La combinación referida de trávelin en un sentido y zoom en el
sentido opuesto nos conduce de nuevo a Hitchcock: aunque su
nombre real es trávelin compensado o dolly zoom, se denomina a
menudo zoom de Hitchock o efecto vértigo, debido al memorable
uso que el británico hizo de ella en Vértigo. De entre los muertos
(Vertigo, 1958), a fin de transmitir la sensación que se apodera de
Scottie (James Stewart) cuando cuelga de un canalón al comienzo
del film 286 *.
Algo más tarde en el metraje tiene lugar el momento epifánico en
el que Scottie observa a Madeleine (Kim Novak) y se obsesiona con
ella; un instante que es Historia del Cine y que reverbera en la
secuencia, arriba descrita, en la que Sam Rothstein descubre a
Ginger. Así, Madeleine es mostrada desde la perspectiva de Scottie,
mientras que este abre lentamente la puerta de una floristería,
acompañado en la banda de sonido por la romántica e inquietante
música de Bernard Herrmann. La mirada subjetiva de Scottie, desde
la que el espectador observa a la mujer a la que persigue, se siente
como la de un Adán que viese a su Eva por primera vez, en mitad
del jardín del Edén. Pero se trata de una Eva vestida, rubia,
divinizada, a la que puede adorar, pero no desear. Por eso, será
necesario que muera Madeleine, a fin de que Scottie se encuentre
con Judy Barton (también Kim Novak): morena, sensual, encontrada
en medio de la calle. Comenzará entonces a trabajar su mente
sucia, a razonar de modo enfermizo: si consiguiera transformar a
Judy en Madeleine, vestirla como Madeleine, calzarla como
Madeleine, teñirla como Madeleine, peinarla como Madeleine,
resucitaría literalmente a Madeleine de entre los muertos; entonces
sí, ¡oh sí!, encarnada en el cuerpo de Judy, podría desearla. Así que
se pone manos a la obra, como refiere el propio mago del suspense
en su mítica entrevista con Truffaut, titulada El cine según Hitchcock:
Es la situación fundamental del film. Todos los esfuerzos de James Stewart para recrear
la mujer, cinematográficamente son presentados como si intentara desnudarla en lugar
de vestirla. Y la escena que más me interesa es cuando la muchacha vuelve después
de haberse teñido de rubia. James Stewart no está completamente satisfecho, porque
no se ha peinado el cabello formando un moño. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir
que está casi desnuda ante él, pero todavía se niega a quitarse la braguita. Entonces
James Stewart se muestra suplicante y ella dice «Está bien, de acuerdo», y vuelve al
cuarto de baño. James Stewart espera. Espera que ella vuelva desnuda esta vez,
dispuesta para el amor 287 .

La metamorfosis de Judy en Madeleine resume a la perfección la


perspectiva bipolar desde la que gran parte de los varones
hitchcockianos —y scorsesianos— miran a y se relacionan con las
mujeres. No es casualidad que a Marty se le otorgue un amplio
espacio para su comentario de Vértigo en el documental
Hitchcock/Truffaut (Kent Jones, 2015) 288 , que revela la intrahistoria
del volumen del realizador francés. La película de Hitchcock, largo
tiempo considerada la mejor de la historia del cine por la lista
canónica de Sight&Sound, fue objeto de un singular fetichismo
cinematográfico durante los años 70; Schrader afirma que su amigo
católico tenía una copia, que él se la enseñó. Es una delicia
escuchar al de Little Italy hablar de la cinta, y resulta particularmente
relevante el modo en el que comenta la secuencia del beso posterior
a que Judy, convertida (de nuevo) en Madeleine, emerja del cuarto
de baño: «El beso es extraordinario. Es el único momento en el que
él ve su esfuerzo recompensado. Después, solo le queda irse» 289 .
No solo es legítimo para Scorsese que Scottie someta a Judy a toda
la transformación —ya lo había defendido en un momento anterior
del metraje— sino que, una vez consumado el beso, clara metáfora
del coito según lo descrito por Hitchcock, ya no hay nada que hacer.
El complejo Virgen-prostituta habría vuelto a activarse en el
personaje de Stewart, por lo que, como veremos de inmediato, tras
el deseo, Judy/Madeleine solo podía ser rechazada. Hitchcock la
lleva, de hecho, al rechazo último: la muerte.

***
La sombra del complejo Virgen-prostituta es alargada en el cine de
Scorsese. Ya J.R. (Harvey Keitel), el protagonista de Who’s That
Knocking at My Door?, está aquejado por él, como se apuntaba en
el capítulo 3. Más allá de la definición teórica y precisa de Freud que
allí se aporta, el propio film indaga en el asunto de modo brutal,
inmisericorde. Así, al salir J.R. y su novia (Zina Bethune) de un cine
de ver Río Bravo (Rio Bravo, 1959) de Howard Hawks, ella
manifiesta su gusto por la actuación de la actriz y, sin saberlo, le da
a él la oportunidad de verbalizar el binomio que resume su complejo,
en sus propias palabras: «¿Esa chica en esa película? Déjame que
te diga algo. Esa chica en esa película es una fulana. […] Hay
chicas, y luego están las fulanas». Lo que sigue, a modo de ecuador
del film, es la larga secuencia de softporn que Scorsese se vio
obligado a introducir en el film para obtener su distribución por parte
de Joseph Brenner. El fragmento está concebido a modo de
representación onírica de las fantasías sexuales de J.R. Al contrario
de lo que ha sucedido con su novia —quien aparece también en la
escena dominada por la música de The Doors— en su imaginación
el joven se entrega al placer sexual con varias prostitutas distintas.
Pero esos deseos deben quedar en lo oculto, no pueden ser
manifestados, no pueden encauzarse de manera sana en una
relación romántica con una mujer. Deben ser reprimidos. La culpa es
demasiado grande. Y si su novia se entregase a lo que J.R. desea
en el fondo de su corazón —y rebate ante ella con hipócritas
razonamientos— sería una fulana. En esos términos prosigue, de
hecho, la conversación interrumpida por el interludio sexual. «Una
fulana no es exactamente una virgen, ¿sabes? […] No te casas con
una fulana, ¿sabes?».
En un momento posterior del relato ella le confiesa —con un
pudor conmovedor en su rostro— que fue violada por su anterior
novio. La conciencia deformada de él, los mitos inculcados en torno
a la pureza de las mujeres, que deben llegar castas y vírgenes al
matrimonio, le impide ver a la víctima, asumiendo que fue ella la
culpable. El hecho de que haya sido violada no solo no genera en
J.R. la más natural compasión, sino que, desde entonces, lo único
que le importa es su idea de que es una fulana. La reacción de él es
airada, una revictimización en toda regla. Ella, atónita y triste, se
levanta y se va. Acaso movido por el deseo, quizá por la culpa, él
volverá a buscarla más tarde, y le pedirá perdón en sus propios
términos, como quien hace un favor: «Te perdono, y me voy a casar
contigo de todos modos». Dado que ella no parece dispuesta a ser
el chivo expiatorio de la culpa sexual de J.R. ni de su masculinidad
tóxica, él incrementa el tono bronco de su acusación. «¿Quién te
crees que eres, la Virgen María? […] ¿Quién más se va a casar
contigo?, ¿eh? Dímelo mientras lo piensas, puta. Porque eso es lo
que eres, una puta, por si no lo sabías todavía».
Es imposible, para el espectador atento, ignorar el parecido físico
entre la novia sin nombre de J.R., interpretada por Zina Bethune, y
Vickie LaMotta, a quien da vida Cathy Moriarty. Las dos son rubias y
esbeltas, presentadas de algún modo como bellezas gélidas como
estatuas de mármol, más destinadas a ser contempladas que
abrazadas. Tanto Jake como J.R. se quedan prendados de ellas en
cuanto las ven, pero no podrán soportar tenerlas a su lado en
cuanto ellas muestren sus deseos eróticos. La exploración del
complejo Virgen-prostituta constituye un subtexto fundamental en
sendos filmes y, en cierta manera, vertebra sus enteros argumentos.
A propósito de Toro salvaje, Roger Ebert definirá de modo preciso la
naturaleza de la patología, al afirmar cómo el film trata
como varias otras películas de Scorsese, sobre la incapacidad de un hombre para
comprender a una mujer salvo en términos de los únicos dos roles que sabe cómo
asignarle: virgen o puta. No hay espacio en la cabeza del púgil de este film para
concebir a una mujer como amiga, amante o compañera. Para empezar, ella es una
fantasía sexual inaccesible. Y después, una vez que la ha poseído, ella queda
empañada por el sexo. Inseguro sobre su propia masculinidad, el tipo se vuelve loco de
celos, y libera su locura a través de la violencia 290 .

En efecto, Scorsese asocia en varios momentos la cámara lenta


al punto de vista de Jake para mostrar cómo Vickie se acerca a otro
hombre; desde esa perspectiva, a través de ese recurso, un hecho
objetivamente inocente queda distorsionado por la percepción
subjetiva de LaMotta, enfermiza de modo crónico, progresivo e
incurable, hasta llegar a la agresión física a su mujer y a su hermano
Joey —con quien se supone que ella lo engaña—; solo la implosión
total de la existencia del púgil podrá sanar su paranoia. Volveremos
más abajo sobre el concepto de implosión como modo de redención
posible, dentro del imaginario scorsesiano, para las masculinidades
tóxicas.
El complejo Virgen-prostituta se extiende como una mancha de
aceite sobre la superficie entera del canon: Charlie (Harvey Keitel)
adolece de él en Malas calles, a medio camino entre su relación con
la inocente Teresa (Amy Robinson) y su deseo por la stripper de
color (Berlinda Torbelt) del bar de Tony; New York, New York
naufraga debido a la relación imposible entre Jimmy (De Niro) y
Francine (Liza Minnelli), que oscila entre la adulación y el desprecio
de él por ella; en Uno de los nuestros, Henry Hill (Ray Liotta) adora
en un primer momento a Karen, a pesar transgredir la línea de la
diferencia de credos —ella es judía, él, católico—, hasta que ella
comience a intercambiar sexo por dinero y él se busque a otra; Max
Cady (De Niro) corromperá la inocencia virginal de Danielle Bowden
(Juliette Lewis) para destruir su entera familia en El cabo del miedo;
la devoción unilateral de Sam por Ginger en Casino hará que él
muera de celos cada vez que ella le recuerde que está enamorada
de un paleto maltratador (James Woods), sobre quien el empresario
descargará su ira por manos de terceros; Howard Hughes (Leo
DiCaprio), El aviador, tendrá un enorme éxito entre las mujeres, pero
desconfiará de ellas hasta límites bastante adentrados en el abismo
de la patología; en El lobo de Wall Street —como ya sucedía en
Toro salvaje— Jordan (DiCaprio) abandonará a su primera, pobre
mujer (Cristin Milioti), en el momento en el que vea a Naomi (Margot
Robbie), quien no tardará en usar el sexo como arma de coacción,
mientras que él la engañará de mil modos distintos. En todos los
casos —salvo en el primero, en el que es debido al factor externo de
un accidente de tráfico—, el final de las relaciones está acompañado
de una notable violencia verbal, que llega incluso a desembocar en
el maltrato físico; todas ellas comenzaron con una actitud de
conquista, devoción y reverencia por parte de aquellos mismos
hombres que acaban luego por despreciar a sus mujeres.
Más allá de la lista precedente, dos filmes del canon aciertan a
exponer el complejo Virgen-prostituta de modo particularmente
revelador. Uno es evidente: La última tentación de Cristo incluye no
solo a la Virgen María (Verna Bloom), sino también la inversión de la
parte del binomio asociado a la prostituta, María Magdalena
(Barbara Hershey) a la que Cristo, en lugar de denostar por su
condición de tal, trata con especial cariño, a la altura de los ojos,
reconociendo su dignidad inalienable. El otro es fascinante: en Taxi
Driver, Travis se enamora perdidamente de Betsy (Cybill Shepherd)
responsable de la campaña de un afamado político. Ella es el
epítome de la imagen virginal: bella como una diosa, y
completamente fuera del alcance de Travis. Cuando, no obstante,
en un alarde de audacia, a pesar del abismo socioeconómico y
cultural que les separa, el taxista consiga una cita con ella, la llevará
nada menos que al cine porno donde acostumbra a paliar la soledad
de sus noches. Tratará de hacer, de modo inconsciente, de la virgen
una puta, lógicamente con desastrosas consecuencias. Tras el fallo
de esta primera estrategia, Travis solo puede tratar de resolver la
dicotomía de las imágenes femeninas concebibles en su limitada
cabeza del modo inverso: convirtiendo a una prostituta real, Iris
(Jodie Foster) en una diosa; no solo evitando todo contacto sexual
con ella, sino rescatándola, con la violencia de un ángel
exterminador, de su chulo Sport (Harvey Keitel) … y de todo el que
trate de impedirlo por el camino. Una venganza divina a fin de
devolverla al paraíso. La figura de Travis como epítome de la
masculinidad tóxica llevará a afirmar a Scorsese, contra todo
pronóstico, que solo ha hecho un film feminista en su carrera, y que
ese es Taxi Driver.

***
En 1973, año del estreno de Malas calles, la teórica del cine Laura
Mulvey redactaría una pieza destinada a ser el fundamento de la así
llamada teoría feminista del cine; el artículo se publicaría dos años
más tarde en la prestigiosa revista Screen, bajo el título de Visual
Pleasure and Narrative Cinema 291 . El texto era —sigue siendo—
una verdadera bomba de relojería. En líneas muy generales, el
artículo defiende que los códigos estéticos del Hollywood clásico
estaban estructurados de tal manera que garantizaran el placer
visual de los varones; las mujeres aparecían en las películas
meramente como objetos sexuales de la mirada masculina, a fin de
ser deseadas tanto dentro de la pantalla por los protagonistas
masculinos de los filmes, como en la sala, por los hombres que se
identifican con ellos.
A primera vista, el canon scorsesiano contiene una obra que
incorpora de manera perfecta ese flujo de miradas e identificaciones
del que habla Mulvey: se trata de Life Lessons. El mediometraje
forma parte del film episódico Historias de Nueva York (New York
Stories, 1989), junto a otros dos de Woody Allen y Francis Coppola
y constituye una de las poquísimas colaboraciones cinematográficas
de Scorsese con el legendario director de fotografía Néstor
Almendros 292 *, más allá de dos trabajos publicitarios realizados
para Giorgio Armani. Life Lessons presenta la historia de Lionel
Dobie (Nick Nolte), un afamado artista plástico que acoge en su
casa, como su aprendiz, a Paulette (Rosanna Arquette), una mujer
tres décadas más joven que él, de la que está enamorado. Aunque
ella le rechaza, y le asegura querer a otro, Dobie consigue
convencerla de irse a vivir a su estudio de Nueva York: tendrá un
cuarto propio, un salario y «lecciones de vida que no tienen precio»;
no será necesario que se acuesten —le asegura él—: pueden tener
una relación completamente platónica. Son adultos y él ha estado
casado, sabe de qué va la historia.
La llegada de Paulette desata por completo la creatividad de
Lionel, que vuelve a pintar con fuerza, al ritmo, entre otras, de Like a
Rolling Stone, de Bob Dylan. Una vez instalada la joven en su cuarto
—simbólicamente elevado sobre el resto del loft en el que Dobie
vive y pinta—, el dócil patriarca accede sin embargo en varias
ocasiones al sancta sanctorum de su amada. En la segunda de esas
visitas, en la que Dobie entra en el cuarto de ella sin llamar, tras
colar un balón de baloncesto por el ventanuco que da a su estudio,
Scorsese se apoya en la sabiduría de Almendros para apuntalar el
erotismo de este breve y con frecuencia olvidado tesoro
cinematográfico.
Además de su pericia en el manejo de la luz, Almendros conocía
—y rescató, sobre todo a través de Truffaut— técnicas que llevaban
décadas olvidadas. Una de ellas es el iris: ese círculo que rodea un
fragmento del encuadre y deja el resto en negro. Es una técnica
arcaica; si es auténtica, se hace directamente en la cámara. Life
Lessons comienza y termina con sendos iris, varios aparecen en la
presentación de Dobie, y en la llegada de la muchacha al aeropuerto
donde él la espera. Pero estos iris revelan una capa de significado
adicional a partir de la mencionada segunda visita de Dobie a la
habitación de Paulette. En un momento determinado del encuentro,
Almendros encuadra a través de este recurso el pie perfecto de
Paulette; lo hará, de nuevo, en la tercera visita, motivando la
confesión explícita del artista, que no deja lugar a dudas acerca que
el iris corresponde a la percepción subjetiva de Dobie: «Dios mío, es
una locura, acabo de sentir el impulso de besar tu pie». Tras esta
declaración, el pie de Paulette queda de nuevo enmarcado por el
círculo oscuro, pero solo por cortísimo intervalo: ella lo retira y el iris
se abre abruptamente. Paulette toma el control. «Solo quería besar
tu pie. Perdona. No es nada personal», se defenderá Dobie. Será a
continuación, cuando él le pregunte si quiere que le traiga algo,
cuando se desate la fantasía del artista.
El fragmento, rodado con un filtro azul para resaltar el carácter
onírico del momento, hace aparecer a Paulette como lo que es: una
idea en la mente de Lionel, un fantasma encarnado, de proporciones
perfectas; vemos los ojos de ella en primer plano, sus labios, su
cuello, sus manos que acarician sus rodillas, las de él que toman las
suyas y las besan, las caras de ambos la una sobre la otra. Suena
durante la breve escena el tema A Whiter Shade of Pale, de Procol
Harum, que sirve de andamio musical a todo el metraje. En
concreto, cuando el rostro de ella, de presencia fantasmagórica por
el filtro y la luz, se vuelva hacia la cámara, se escuchará la parte de
la letra que da título a la canción: «That her face at first just ghostly /
Turned a whiter shade of pale»; la conjunción perfectísima de
imagen y sonido hace que el tema cobre un nuevo significado. El
color azul del fragmento, por otra parte, subraya la frustración sexual
de Dobie: Bellantoni afirma de él que «es la quintaesencia de la
impotencia» 293 . Paulette tendrá sexo en la casa del artista; pero no
con él. La derrota del patriarca destronado se anticipa,
cromáticamente, en la misma secuencia en la que fantasea con
poseer el cuerpo de su ayudante. No sucederá; Scorsese decide
truncar el resultado del juego de miradas e identificaciones que
denunciaba Mulvey.
En el artículo referido al comienzo de esta sección, la teórica
feminista afirmaba también que una de las vías de escape del varón
para no sentirse amenazado por la presencia de la mujer en la
pantalla era el castigo. En Life Lessons, Paulette invertirá el flujo
tradicional de la penitencia; así, más adelante en el metraje, Lionel,
bajo la lluvia, abrazado a ella, le dice: «Escúchame. Te amo. Te
amo. Haría cualquier cosa por ti». Ella le toma la palabra, y señala
con la cabeza un coche de policía estacionado en la soledad de la
noche. «¿Los ves? Besa al conductor en la boca. Entonces
hablaremos». Dobie obedece. Y ella se va, sin dejar rastro. Afirma
Scorsese que tomó la idea de El jugador, de Dostoyevski 294 ; la
relación entre Lionel y Paulette refleja la que existió entre el escritor
y su joven amante, Polina Suslova, narrada por ella en sus diarios.
En la novela, la mujer de la que está enamorado el protagonista y
narrador Alexis —quien, de modo significativo, también se llama
Polina— le pide a este que insulte a una pomposa baronesa
alemana, humillando de paso a su marido. No obstante, el episodio
también tiene profundas resonancias autobiográficas. En la
primavera del año 1974, la relación entre Marty y Sandy Weintraub
ya había pasado su ecuador; él le pidió que lo acompañara al
Festival de Cannes y ella accedió, con una premisa, dictada por la
experiencia de previas decepciones: «De acuerdo, iré contigo a
Cannes, pero con la condición de que encontremos un tiempo para
estar juntos, solos. Estoy harta de toda esa gente que viene a
vernos». Él se lo prometió, pero en cuanto llegaron a Francia, se
olvidó de su promesa. Un día soleado, sin embargo, amaneció para
Sandy con la esperanza de intimidad; salieron a dar un paseo; iban
a ir a algún restaurante con vistas al mar. Sin embrago, en el zaguán
del Hotel Carlton, epicentro del Festival, Marty le dio a Sandy la
mala noticia: Dustin Hoffman le había invitado a comer, era
imposible negarse. Sandy montó en cólera; harta, amenazó con
marcharse. Él imploró perdón, adelantando la línea de guion que
Dobie parafrasearía años después: «Haré lo que me pidas». Y
Sandy, como Polina, como Paulette, decidió humillarlo: «¿De veras?
Entonces arrodíllate e implórame que me quede» 295 . Deambulaban
en aquel momento, por el vestíbulo del Carlton, cientos de personas;
pocas podrían ignorar los gritos de Sandy. Y quedarían sorprendidas
—y, tal vez, divertidas o ajenamente avergonzadas— cuando Marty,
como Alexis, como Lionel, se hincase de hinojos en el suelo,
suplicando su perdón.
Como la secuencia onírica de Life Lessons, los momentos de
mayor erotismo del cine de Scorsese están saturados de primeros y
primerísimos primeros planos: aquellos, por ejemplo, de J.R.
besando a su novia, de la boca gozosa de ella, de sus ojos
cerrados, de las manos de él que acarician su rostro, su pelo, su
pecho, del índice de ella que recorre la silueta de la nariz de él,
hasta que él lo besa. O aquellos del rostro de Vickie LaMotta, que
ausculta con sus labios el torso desnudo de su marido y lo acaricia
con sus dedos, coronados de uñas que se perciben rojas a través
del blanco y negro. O aquellos otros que recogen el ardor contenido
de la pasión de Newland Archer y la condesa Olenska, y entre los
que sorprende el momento de su primer encuentro a solas en el que
él besa con devoción el pie de ella, así como aquel otro instante,
que acontece durante su paseo en carroza, donde el plano detalle
en el que él le desabrocha un guante resulta de una sensualidad
desesperada.

Martin Scorsese junto a Sandy Weintraub, su pareja durante los años más decisivos de su carrera. Créditos:
Everett Collection Inc / Alamy / Cordon Press.
El encuentro a solas entre Newland y Ellen que corona el
ecuador del metraje concluye, por cierto, con una imagen en la que
se funden erotismo y religiosidad: los amantes se abrazan y se
anudan de modo que él deposita la cabeza sobre el regazo de ella,
derrotado tras su pasión, como en una pietà. Scorsese reproducirá
esta imagen al final de su film más schraderiano, Al límite, cuando
Frank Pierce (Nicolas Cage), agotado por no poder llevar a cabo su
particular imitación de Cristo y resucitar a los moribundos de Nueva
York, se quede dormido sobre el pecho de su amor inesperado, a
quien da vida Patricia Arquette y que, de modo poco sorprendente,
se llama Mary. Como en el caso de Newland, Frank nunca
completará el binomio Virgen-prostituta, como nunca consumarán, ni
el uno ni el otro, el coito con las mujeres que aman. A fin de resaltar
el triunfo en Frank de la virgen sobre la puta, Scorsese mostrará el
momento del enamoramiento de él con varios primeros planos del
rostro de ella, tomados desde diversos ángulos y unidos por un uso
atípico del fundido encadenado. Un momento que plagia aquel otro
en el que Jules (Oskar Werner) ve a Catherine (Jeanne Moreau) por
primera vez en Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), el film sin duda más
relevante de François Truffaut junto con Los 400 golpes (Les quatre
cents coups, 1959).

***

Newland Archer y Frank Pierce son excepciones dentro del canon;


son ejemplos de hombres que aman a las mujeres y las admiran
profundamente; que sienten un verdadero afecto por ellas y las
dejan libres, aunque harían —y de hecho hacen— cualquier cosa
por ellas. Lionel se les parece, aunque se trata de un personaje más
ambivalente. Paul Hackett (Griffin Dunne), por su parte, es un
completo verso suelto, un tipo corriente, por una vez, que solo
quiere una cita con una mujer que le ha atraído; no obstante, como
vimos en el capítulo 3, cualquier intento de amarla acabará en la
frustración más surrealista. Acaso solo Amsterdam Vallon (Leonardo
DiCaprio), el protagonista de Gangs of New York, tendrá una
relación completamente normal con la mujer a la que ama, Jenny
Everdeane (Cameron Diaz), tras un comienzo ciertamente
turbulento. Y, al margen de todos, está ese personaje
completamente asexual que es el Rupert Pupkin de El rey de la
comedia, mucho más autobiográfico de lo que Scorsese querría
reconocer… pero acabaría reconociendo.
Para la inmensa mayoría de los varones scorsesianos, sin
embargo, aunque la fase inicial pasa siempre por la rendición
incondicional ante esas mujeres que los subyugan, el descenso de
la idealización al castigo es inevitable. Las mujeres que son víctimas
de sus malos tratos suelen escapar despavoridas cuando la
situación deviene insostenible. Es raro el caso de mujeres que,
como Paulette, concluyen la relación con un hombre porque
perciben que no lo aman o que el amor se ha agotado. Otra de ellas
es la Katherine Hepburn a quien da vida Cate Blanchett en El
aviador, que abandona con calculada asertividad a Howard Hughes
cuando se enamora de Spencer Tracy. Quizá sea precisamente el
empoderamiento de ella lo que hace posible que se mantenga la
relación entre los dos, en la forma de una amistad que llevará a
Hughes a comprar las fotos que delataban el romance
extramatrimonial que la actriz mantuvo con el católico Tracy 296 *.
Un punto intermedio entre ambos polos femeninos lo constituye
el personaje de Ellen Burstyn en Alicia ya no vive aquí. El viaje de
Alicia es, precisamente, el de una heroína que transita de la
sumisión al empoderamiento; de dócil ama de casa que se esconde
aterrada cuando su colérico marido rechaza la cena que le ha
preparado y llora cuando él muere, a mujer libre que persigue su
sueño de ser cantante. Tan libre que es capaz de abandonar al
hombre que supuestamente la ama, David (Kris Kristofferson)
después de una discusión en la que él, tras golpear a su hijo, la
insta a que escoja entre él y sus sueños. Ella escoge, y se marcha.
Él volverá a buscarla a la cafetería en la que trabaja, dando lugar a
la reconciliación más imposible y artificial de todo el canon. Alicia
quiere creer en el amor con David, quien se pliega a los planes de
ella. Los testigos presenciales del momento aplauden
entusiasmados. El espectador sabe que no funcionará. Scorsese
también. Aquel aplauso fue la única vía de escape de un final que el
director nunca quiso, que le dio tantos problemas con la Warner
como el comienzo, según se vio en el capítulo 1; era un punto de
llegada tan irreal como el de partida, aunque se notaba menos. Si
por Marty hubiera sido, Alicia hubiera acabado con ella rechazando
a David. Un final manifiestamente desgraciado, más aún que el de
New York, New York, film que incide en la misma temática de una
mujer que quiere perseguir junto a su hijo su sueño de ser cantante
y es resuelto de un modo abierto y compungido. La Warner quería
un final melodramático. Scorsese lo rodó, pero acabó por cortarlo,
en contra de la opinión de Sandy Weintraub y de la montadora del
film, Marcia Lucas, por miedo a que Jay Cocks se riera de él. El
punto medio fue el reencuentro teatralizado entre Alicia y David,
aplauso incluido.
Muchos vieron en Alicia una historia de empoderamiento
femenino. La recepción comercial del film fue extraordinaria; en
términos críticos y desde el frente feminista, su acogida fue
ambivalente. Roger Ebert interrogaría al director al respecto en una
entrevista realizada en 1976:

EBERT: […]. Mucha gente abrazó Alicia ya no vive aquí como


feminista.
SCORSESE: […]. En realidad, mi película feminista no es Alicia,
sino Taxi Driver. ¿Quién dice que una película feminista
tiene que ser sobre mujeres? Alicia nunca pretendió ser un
panfleto feminista. Al final, ella está cometiendo los mismos
errores. El primer encuadre en el que se la ve en casa de
Kris Kristofferson la muestra fregando los platos. Un
primerísimo primer plano.
EBERT: Y Taxi Driver, donde el héroe no puede relacionarse con
las mujeres en absoluto, es . . .
SCORSESE: Feminista. Porque lleva el machismo a su conclusión
lógica: el mejor hombre es aquel que puede matarte.
Muestra ese tipo de pensamiento, el tipo de problemas que
tienen algunos hombres, yendo y viniendo entre las diosas
y las putas. Toda la película se basa, visualmente, en un
plano [ 20] en el que [Travis] está siendo rechazado por
teléfono por la chica, y la cámara se desplaza para dejar de
encuadrarlo. Es demasiado doloroso ver ese rechazo 297 .

El rechazo, al parecer, existió también al otro lado de la pantalla.


Shepherd y De Niro, más que interpretar determinados personajes,
hacen de ellos mismos, y eso quema en algunos planos, como el
que refiere Scorsese. Cuenta Bogdanovich, que vivió de cerca el
rodaje del film, que De Niro pretendió a Shepherd y ella lo rechazó,
motivo que el actor tomó como pretexto para desatar su ira: «Bobby
[De Niro] trataba a Jodie Foster como a una reina. Y a Cybill la
trataba como un trapo. Fue muy violento […]. La verdad es que
Bobby trataba a la gente muy mal si decidía que no la
soportaba» 298 . No sorprende, tras leer el relato de Bogdanovich,
que Scorsese escogiera a De Niro para hacer de Johnny Boy, de
Travis Bickle, de Jimmy Doyle, de Jake LaMotta: hombres
acomplejados, peligrosos, violentos, en un crescendo que va del
desprecio a la mujer del primero a la brutal violencia física del
último, pasando por los gruesos insultos de Doyle o por la
ignorancia afectiva de Bickle, consecuencia última del machismo,
como afirma el propio Marty.
Otra expresión de ese machismo que Scorsese afirma querer
censurar en Taxi Driver, acaso menos crítica y más connivente con
su propia visión distorsionada, vendría dada en su cine por aquellas
mujeres que se sienten atraídas en un principio por hombres
peligrosos. Según revela el propio director en una entrevista, un par
de amigas suyas le habrían reconocido enamoramientos de tal
tipo 299 . Es posible, sin embargo, con una probabilidad rayana en la
certeza, que su perspectiva parta más bien de la experiencia propia,
contaminada por los roles y arquetipos heredados de Little Italy.
Karen (Lorraine Bracco), antes de apellidarse Hill, es una de esas
mujeres. Ella misma lo confiesa, convertida en portavoz de todas
aquellas que, a lo largo del canon, de modo más o menos
consciente, de manera más o menos explícita, sienten atracción
hacia los hombres brutales y salvajes como Henry Hill. Sucede
cuando el metraje de Uno de los nuestros se aproxima a su primer
tercio. Atrás queda el relato de cómo Henry se unió a la mafia, de
cómo conquistó a Karen con una mezcla de love bombing y
menosprecio. No obstante, incluso en los momentos —como el
mismo arranque del film— en los que Henry se ha visto envuelto en
crímenes, no ha dejado de estar envuelto en un cierto halo de
simpatía, de contención, de señorío. Hasta que ella le llama,
sollozante, desde una cabina. Aquel tipo del otro lado de la calle, al
que conoce desde siempre, la ha agredido sexualmente. Henry la
monta en su coche, la deja en casa. Cruza la calzada y, en uno de
esos momentos de explícita y rugosa violencia que contiene el
canon, desfigura el rostro del abusador a base de golpes con la
culata de su pistola. Cuando, acabado el trabajo, vuelva a casa de
Karen, la cámara seguirá su rostro durante unos metros. Nunca le
habíamos visto así: los dientes apretados, tensos todos los
músculos de la cara. El montaje corta entonces a Karen, que lo ha
visto todo desde la puerta de su casa. Sus facciones contienen una
mezcla de asombro y temor; la víctima vengada sale a cámara lenta
a recibir al sanguinario justiciero. La diestra ensangrentada de él
pone sobre la zurda de ella la pistola. Le pide que la esconda; luego
le pregunta si está bien. Lo está. Más aún, su voz over —
superpuesta al montaje que alterna planos subjetivos de sus manos
acariciando el arma con otros de su rostro sobrecogido— ilustra sus
sentimientos en aquel momento, al afirmar:
Sé que hay mujeres, como mis mejores amigas, que hubieran cortado la relación en el
momento en el que su novio les hubiera dado pistola para esconderla. Pero yo no.
Tengo que admitir la verdad. Me puso cachonda.
***

«¿Qué es un hombre, y qué es un héroe?», se pregunta a sí mismo


Scorsese en una de sus entrevistas, introduciéndola con la
afirmación: «Es la pregunta que me hago en la mayor parte de mis
películas» 300 .
¿Qué es un hombre? Cuántas respuestas a esa pregunta no
habría escuchado de labios de su padre, bien dirigidas directamente
a él, bien en forma de bronca a su hermano Frank. Como también
se apuntaba en el capítulo 4, uno de los rasgos que, contra todo
pronóstico, ligan el cine de Martin Scorsese con el de Wes Anderson
lo constituyen los malos padres. Un estudioso de la obra del
realizador tejano, Chris Robé, explica el fracaso de los padres
andersonianos a partir de lo que denomina «masculinidad
intitulada», es decir, la incapacidad para mantener las prerrogativas
del patriarcado en términos de clase, raza y género 301 . La tríada,
con ciertas precisiones, vale también para describir la frustración
inherente a los varones scorsesianos. El espécimen medio del cine
de Scorsese es hombre, blanco, heterosexual y, en general,
terriblemente traumado. La imposibilidad de hacer frente a los
estándares que se le imponen en los tres aspectos indicados genera
en él una presión psicológica que, sumada a la incapacidad para
hacer el trabajo de duelo necesario a fin de superar aquellos
traumas, le conduce a una violencia cuasi ontológica que le lleva
con frecuencia a implosionar, a fracasar estrepitosamente, cuando
no a la misma muerte.
Implosionar es, de hecho, el término que usa Mark Hanna
(Matthew McConaughey) en su arenga inicial al joven Jordan
Belfort, para definir la amenaza latente de cualquier bróker de Wall
Street. ¿Su recomendación? Masturbarse dos veces al día y, por
supuesto, proveerse varios chutes de cocaína. La comunicación de
la receta mágica de Hanna está enmarcada por la interpretación, en
medio del refinado restaurante en el que ambos se encuentran, de
una especie de ritual consistente emitir sonidos guturales mientras
se propina golpes de pecho. En la segunda de las ocasiones,
Jordan le seguirá, y transmitirá luego ese ritual a su propia empresa,
Stratton Oakmont, que, como afirma Belfort en over mientras uno de
sus trabajadores rompe brutalmente un bate de béisbol contra el
suelo, «era un manicomio. Una fiesta de la avaricia, con cocaína,
testosterona y fluidos corporales a partes iguales». Sin embargo, el
devenir del propio Belfort, la estrella de Wall Street que se expande
hasta el infinito antes de implosionar arrastrando todo lo que tenía
—una mujer, una segunda mujer, la mansión, la empresa, los
amigos y, al fin, la libertad— da cuenta evidente de la invalidez del
método. El esquema se repite en no pocos protagonistas
scorsesianos: Henry Hill, Jake LaMotta, Howard Hughes o Ace
Rothstein, tras haber rozado la gloria por un período habitualmente
exiguo, implosionan, lo pierden todo, a nivel material y afectivo. Tras
haber amasado fortunas, tras haber conocido la fama y los honores,
acaban ocultos en un barrio de los suburbios, en un antro de mala
muerte, en una pequeña sala de apuestas, en un teatro reducido
que acoge charlas motivacionales o entre las paredes de quién sabe
qué agobiante psiquiátrico.
A nivel de clase, sus intentos de abandonar los orígenes
humildes de los que proceden, o bien de no descender de la
aristocracia si, como a Hughes, ya les pertenece, se vuelven tan
obsesivos, tan insoportablemente insaciables, que acaban en
bancarrota. A nivel de género, su machismo trasnochado,
exponente en muchos casos de un patriarcado casposo, que ve en
las mujeres no un igual, sino un trofeo decorativo, los lleva a
perderlas. Y, por último, sus desesperados intentos por pertenecer
más que a una raza o a una etnia —como la irlandesa o la
italoamericana—, a una tribu, es decir, sus ímprobos esfuerzos por
ser uno de los nuestros, les conducen a la expulsión del mismo
grupo. La desproporción de sus desesperados intentos por no
perder ninguno de sus privilegios los lleva a perderlos todos. ¿Y qué
decir de los personajes interpretados por Joe Pesci en Uno de los
nuestros y Casino, Tommy DeVito y Nicky Santoro? Su caso es aún
más desesperado, porque carecen en todo punto de la posibilidad
de redimirse, y solo les queda la fuerza bruta y una soberbia
descomunal. Dos atributos que son también irrenunciables en Bill
the Butcher, aunque lata en él un rescoldo de nobleza que le lleva a
aferrar con fuerza la mano de su enemigo, en el momento de su
agonía. Para este tipo de hombres, que no podrían vivir con la
humillación de la implosión, la muerte se convierte en un camino
menos doloroso, en el único posible.

***

Afirmábamos en el capítulo 2, como de pasada, que El rey de la


comedia es una suerte de remake diurno de Taxi Driver. No se trata
de una sentencia gratuita; el nexo entre ambos filmes es profundo, y
se antoja en gran medida inexplorado. Por ahora, baste decir que si
la clave de Taxi Driver era, para Scorsese, el momento en el que
Travis es rechazado por teléfono por Betsy y la cámara hace un
trávelin lateral para no mostrar la amargura infinita del rechazo, el
motor de todo El rey de la comedia será el menosprecio que recibe
Rupert, no ya de las mujeres, sino del mundo entero. Scorsese
llegaría a afirmar, tras el estreno del film, ser incapaz de volver a
verlo, por la terrible cantidad de rechazo que contiene. Su
matrimonio con Isabella Rosellini, con la que parece que fue
especialmente feliz por temporadas, acababa de desintegrarse;
pronto abortó también un intento de relación tras el divorcio. Marty
se pasaba los días encerrado en casa, lamiéndose las heridas,
viendo películas por televisión.
Scorsese junto a su adorada tercera esposa, Isabella Rossellini. Créditos: Edoardo Fornaciari / Hulton
Archive / Getty Images.

Comentando el film en una entrevista de carácter profundamente


personal, Roger Ebert se atrevió a poner el dedo en la llaga sobre el
tema del rechazo, habitual en los hombres que sufren del complejo
Virgen-prostituta. Tras confirmarle Scorsese que la historia de
Pupkin emana de su propio dolor a este respecto, Ebert resume el
desprecio de la chica a manos de J.R. en Who’s That Knocking at
My Door? Tan audaz como educado, el crítico se adentra en las
tinieblas del alma del director: «Sin entrar en tu psicología personal,
le dije a Scorsese, ¿estás aún reproduciendo el mismo patrón?». El
cineasta respondería interpretando su propia vida en términos
cinematográficos: «Aún estoy atrapado en la etapa Who’s That
Knocking. No es tanto que yo rechace, como que algo se tuerce.
Quizás», sentenciaría Scorsese, acaso como portavoz de la
inmensa multitud de los varones inseguros de su cine, «es imposible
estar conmigo» 302 . Afortunadamente, Helen Morris logró hacerle
cambiar de parecer; en el año en el que se publican estas páginas,
celebrarán ambos sus bodas de plata.

275
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes, 7.ª ed., Barcelona: Anagrama,
p. 389.
276
Ibid., p. 390.
277
Ibid., p. 388.

278
Ibid., p. 389.
279
Ibid., p. 307.
280
Ibid., p. 306.

281
Ibid., p. 307.
282
Ibid., p. 307.
283
Jordison, Sam (2020): «The age of Innocence is a Masterclass in Sexual Tension», The
Guardian, 8 de septiembre.
284
Bellantoni, Patti (2005): If It’s Purple, Someone’s Gonna Die. The Power of Color in
Visual Storytelling, Burlington: Focal Press, p. 35.
285
Ibid., p. 42.
286
* Hitchcock no fue, sin embargo, el primero en usar este recurso: el director de
fotografía Sergiu Huzum o incluso Frank Capra en ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life,
1939) ya lo habían empleado antes de que el mago del suspense lo hiciera propio y
célebre. Véase al respecto el interesante vídeo del divulgador Javier G. Godoy: Gómez
Godoy, Javier [@redrumcine] (2023, 13 de diciembre): El dolly zoom. Instagram.
287
Truffaut, François (2016): El cine según Hitchcok, 5.ª reimpr., Madrid: Alianza, pp. 254-
255.
288
Hitchcock/Truffaut. (2015): Dirigido por Kent Jones. Estados Unidos, Francia: Cohen
Media Group, Arte, Artline Films.
289
Ibid., 53’ 55’’.
290
Ebert (2008): Op. cit, p. 65.
291
Este y otros artículos clave de Laura Mulvey se pueden leer en Mulvey, Laura (2009):
Visual and Other Pleasures, 2.ª ed., Nueva York: Palgrave Macmillan.
292
* Néstor Almendros fue uno de los directores de fotografía clave en torno a la Nouvelle
Vague. Trabajó para Éric Rohmer y acompañó a Truffaut en algunos de sus filmes más
representativos. Una de sus colaboraciones más recordadas es aquella con Terrence
Malick en Días de cielo (Days of Heaven, 1978), la película que catapultó a la gloria al
esquivo norteamericano, y en la que el barcelonés doma la luz y el color hasta límites
insospechados; el film se considera uno de los mejor fotografiados de la Historia del Cine.
293
Bellantoni (2005): Op. cit., p. 82.
294
Cfr. Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese. Londres: Faber
and Faber, p. 147.
295
Biskind (2019): Op. cit., p. 381.
296
* A propósito de la relación amorosa entre Katherine Hepburn y Spencer Tracy, vale la
pena recuperar Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming To Dinner, Stanley
Kramer, 1967), film en el que ambos dan vida a los padres de Joey (Katharine Houghton),
quien les presenta a su novio de raza negra (Sidney Poitier). Hepburn y Tracy nunca serían
un matrimonio en la vida real, pues él estaba casado y era católico practicante, pero el
modo en el que ambos se miran en el film —especialmente la manera en la que ella le mira
a él, gravemente enfermo en aquellos días—, evidencia que fueron, el uno para el otro, el
amor de sus vidas. Sería la última película interpretada por Tracy, quien falleció 17 días
después del fin del rodaje, en casa de Hepburn.
297
Ebert (2008): Op. cit., p. 46.
298
Biskind (2019): Op. cit., p. 388.
299
Christe y Thompson (2003): Op. cit., p. 166.
300
Grierson, Tim (2015): Martin Scorsese in Ten Scenes, Londres: Ilex, p. 33.

301
Robé, Chris (2012): «’Because I Hate Fathers, and I Never Wanted to Be One’: Wes
Anderson, entitled masculinity, and the ‘Crisis’ of the patriarch», en Shary, T. (ed.) Millennial
Masculinity: Men in Contemporary American Cinema. Detroit: Wayne State University
Press, pp. 101-121.
302
Ebert (2008): Op. cit., p. 75.
Ladrón que roba a ladrón: Wes Anderson posa junto a su idolatrado amigo Marty, quien lo
cali có como «el próximo Scorsese». Créditos: Brad Barket / Getty Images Entertainment.
7
ROBARÁS

No one gives it to you. You have to take it.


FRANK COSTELLO EN INFILTRADOS

El mayor robo de la Historia se llama Historia del Arte.


La Historia del Arte ha sido un robo constante, una sustracción a
lo grande, un hurto de dimensiones cósmicas. El arte, sin embargo,
no consiste en robar solamente, sino en robar con estilo e
inteligencia. Banksy, el artista que ha sabido recordar como ningún
otro que el misterio es un atributo divino, inmortalizó este principio
esculpiendo en piedra la frase: «Los malos artistas imitan, los
grandes artistas roban». Bajo la cita, aparece tachada la rúbrica de
Pablo Picasso; debajo de ella, firma Banksy; el genio de la obra
reside precisamente en la autoconsciencia de que, en el gran artista,
toda originalidad consiste en la habilidad única e intransferible para
presentar como propio aquello que se roba de otros.
Parece ser, no obstante, que Picasso jamás dijo esa frase, por
mucho que a Steve Jobs le gustase citarla y atribuírsela. (Si el lector
o la lectora posee alguna información distinta, tenga la caridad de
sacarme de mi ignorancia). Sí la debió decir, si nos fiamos del crítico
y académico musical Peter Yates, Igor Stravinsky. Yates asegura
que el maestro ruso le comentó, a propósito de sus Three Songs
From William Shakespeare, en las que sumariaba la obra del
compositor austriaco Anton Webern: «Un gran compositor no imita,
roba» 303 . Si se quisiera afinar más el tiro, ir directamente a una
fuente primaria sin fiarse del relato oral de un tercero, podría
recurrirse al poeta T. S. Eliot, quien sí escribió, en sus ensayos
sobre poesía y crítica bajo el título The Sacred Wood:
Los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban; los malos poetas desfiguran lo
que toman, y los buenos poetas lo convierten en algo mejor o, al menos, en algo
distinto. El buen poeta suelda su robo en un todo de sentimiento que es único,
sustancialmente distinto de aquello de lo que fue arrancado; el mal poeta lo echa en
algo que carece de cohesión 304 .

El cine independiente americano, bajo el signo de la


posmodernidad y de Sundance, pareció querer cumplir a toda costa
el teorema de Eliot. Jim Jarmusch, uno de sus padres fundadores y
uno de sus más aventajados exponentes, anima a «robar de
cualquier sitio en el que resuene la inspiración o que alimente tu
imaginación. Devora películas antiguas, películas nuevas, música,
libros, cuadros, fotografías, poemas, sueños, conversaciones
aleatorias, arquitectura, puentes, señales de tráfico, árboles, nubes,
masas de agua, luz y sombras» 305 . Se dice que los hermanos Coen
calcaron con pertinacia antiguos wésterns, una y otra vez, hasta que
se vieron lo suficientemente sueltos como para alumbrar Blood
Simple (1984). Y si hay un cineasta —norteamericano o de la
nacionalidad que sea— que ha convertido el plagio en una de las
bellas artes, ese es, sin duda, Quentin Tarantino, el autor
posmoderno por antonomasia. Volveremos pronto sobre él, pero
detengámonos antes, siquiera por un momento, sobre ese extraño
momento cultural en el que aún estamos inmersos, llamado
posmodernidad.
De todas las etapas de la Historia del Arte, la posmodernidad es
posiblemente no solo aquella en la que más se roba, sino también
aquella en la que se roba con menos respeto, en la que se ha dado
en llamar arte lo que en términos de Eliot no sería más que mala
poesía: la mera yuxtaposición de elementos sustraídos de mil sitios
distintos en un pastiche informe; una imitación burda y carente de
carácter. Es en este sentido que la escritora neoyorquina Fran
Lebowitz denuncia al principio de Public Speaking, el documental
dirigido por Scorsese que ella protagoniza: «No existe una imagen o
un símbolo más adecuado o potente de nuestra época que la
imagen del coleccionista de arte ciego». El discurso de Lebowitz
está trufado de la crítica del posmodernismo y de uno de sus rasgos
definitorios: esa democratización del arte, heredada del proyecto de
la cultura pop, y cuyas profundas raíces alcanzan el urinario
invertido de Duchamp. En este contexto, se pueden entender las
imágenes de Taxi Driver que Scorsese inserta en el metraje del
documental, además de como un guiño autorreferencial, como una
inteligente provocación solapada; una especie de contrarréplica
visual a la escritora, mediante la autoconsciencia de Scorsese y de
su obra como referente cultural. Así, mientras que la escritora
quisiera abolir el posmodernismo, su retratista responde con aquella
obra suya que, acaso más que ninguna otra, contribuyó a cimentarlo
en el séptimo arte. Taxi Driver 306 *, en efecto, implicaba una ruptura
última con la modernidad de la que provenía; un salto mutacional
hacia una posmodernidad que es, en palabras del filósofo Zygmunt
Bauman, «la modernidad que llegó a su mayoría de edad» 307 .
Scorsese no es, sin embargo, ese coleccionista ciego que
vitupera Lebowitz. Colecciona robando de otros, extrayendo material
de las simas profundísimas de su cinefilia y de su melomanía, pero
su recombinación no es un pastiche sin vida, sino la generación de
algo nuevo, inteligente y personalísimo. De hecho, también respecto
de la posmodernidad —como respecto de su relación con Hollywood
o con su fe católica— Scorsese puede ser calificado de nuevo como
figura liminal, como insider-outsider. Parece razonable afirmar
—aunque se trata de un debate más allá de los márgenes de este
libro— que películas como Malas calles, Taxi Driver, Jo, ¡qué
noche!, La última tentación de Cristo, La edad de la inocencia o
Shutter Island, si bien con acentos e intensidad distintos, llevan
inscrito en su ADN los rasgos característicos del cine posmoderno.
El posmodernismo resulta, sin embargo, un paradigma inadecuado
para acercarse a obras como El color del dinero, El aviador, El cabo
del miedo, Gangs of New York o La invención de Hugo. En este
sentido, resulta sugerente la reflexión del profesor Marc Raymond a
propósito del estatus posmoderno de Scorsese y, en particular, de
Taxi Driver:
La distinción entre high art y cultura de masas comenzó a desmoronarse en los años 60,
con el resultado de que las películas (y en particular las películas de Hollywood)
empezaron a tomarse más en serio que antes. El auge del posmodernismo en los años
70 supuso un reto para la idea modernista de que el high art debe estar separado de la
contaminación de la cultura de masas […]. Así, mientras que Scorsese […] se ha
beneficiado de la aceptación del cine popular como forma de arte legítima, la división
permanece. Más aún, Scorsese ha llegado a representar la última Edad Dorada del cine
americano (de la que procede Taxi Driver), la cual ha sido ligada, de manera implícita y
a veces explícita, con el high art modernista. […] La labor de Scorsese fuera de sus
trabajos como director ha contribuido sin duda a su reputación como una alternativa
modernista y seria entre los críticos que ven la cultura posmoderna como una fuerza
negativa y «contaminante».
Sin embargo, lo que convierte a Scorsese en una figura intrigante es que continúa
circulando por esta cultura y, por ello, no puede evitar ser «contaminado» de alguna
manera. Taxi Driver puede ser, de algún modo, una pieza de museo canonizada, pero
también es parte de la cultura popular […]. Muchos críticos continúan tratando a Taxi
Driver simplemente como un objeto de arte autónomo y se ocupan de sus propiedades
internas, pero su significado textual está constantemente afectado por su estatus como
película icónica […]. De manera análoga, el propio Scorsese debe ser visto no solo
como persona, sino también como texto, continuamente evaluado y reevaluado tanto
por la crítica cinematográfica como dentro del todo de la cultura posmoderna
contemporánea 308 .

Como explica Raymond, uno de los rasgos definitorios del


posmodernismo es su empeño en dinamitar el muro que separa lo
que los anglosajones llaman high art del low art. Lo cual implica, al
menos en parte, una rebelión contra el canon establecido, aunque
ello, lógicamente, suponga la creación de otro alternativo. El derribo
de esta pared divisoria por parte de Scorsese se puede percibir con
especial nitidez —paradójicamente— a través de esa actividad que,
según Raymond, ha contribuido más a su estatus de autor
«modernista», es decir, su labor como historiador del cine,
intrínsecamente relacionada con la de conservador y archivista de
películas. Así, Marty acompañaría la cesión de su archivo personal
al MoMA de un manifiesto bajo el título de Outine for a Preservation
Strategy, en el que suscribiría el director devenido archivista
devenido historiador de cine:
No a los juicios de valor: todo film debe ser salvado. Ningún comité debe decidir qué film
vive o muere, si los anuncios televisivos son o no menos importantes que los tráileres de
películas. Preservar solo los filmes de éxito comercial, o los nominados o ganadores de
los Premios de la Academia o los ganadores de festivales es un paso en la dirección
correcta, pero lejos de ser suficiente. Con mucha frecuencia, como en el caso de El
cuarto mandamiento o Centauros del desierto, es tan solo el tiempo el que hace que el
verdadero valor de un film salga a la luz 309 .

En esta línea del mestizaje entre películas reconocidas e


ignoradas, el propio Scorsese, autor de obras de innegable calado e
influencia cultural, es bien consciente de que su público está más en
las calles que en los museos. Si puede ser calificado, según Michael
Powell, como «el Goya de Tenth Street» 310 por su innegable estatus
como artista innovador e influyente, se trata sin duda de un Goya
más de los Caprichos que de los retratos de la corte:
Después de New York, New York, pensé que nunca tendría el público de Spielberg, ni
siquiera el de Francis. Mi público son los tipos con los que me crie, listillos, gente de
Queens, camioneros, tipos que cargan muebles. Si a ellos mi película les parece buena,
me siento bien 311 .

La voladura del canon que propone Scorsese no es, sin embargo,


en absoluto, un acto de destrucción; es, más bien, un intento de que
los dos tipos de historia estética —la popular y la académica— en
lugar de darse la espalda, se miren a los ojos. Scorsese, sin duda,
era perfecto para la tarea. Su esencia como artista, ya lo hemos
visto, reside en la persistencia en los márgenes: entre el cine
europeo y el cine americano; entre dentro y fuera de Hollywood;
entre la modernidad y la posmodernidad; entre el ámbito
universitario, que fue decisivo para el establecimiento de su carrera,
y las calles de las que provenía y en las que su cine tiene no solo su
punto de partida sino su meta natural. El esfuerzo por mezclar
ambos mundos se percibe con especial claridad en uno de los
puntos clave de su faceta como historiador, la serie documental A
Personal Journey With Martin Scorsese Through American Movies.
Allí, el cineasta pone unas junto a otras obras de reconocido
prestigio, pertenecientes al canon académico, y filmes de serie B,
desechos del sistema de estudios, a los que salva de la quema, en
no pocas ocasiones, por su capacidad de subversión de las reglas
de aquel mismo sistema en el que fueron creados. Su canon es, en
esencia, de carácter afectivo en lo personal y genealógico en lo
cinematográfico:
No puedo ser realmente objetivo. Solo puedo revisitar lo que me ha movido o intrigado.
Este es un viaje al interior de un museo imaginario, desgraciadamente demasiado
grande para nosotros como para entrar en cada una de sus salas. ¡Hay tanto que ver,
tanto que recordar! Así que he escogido subrayar algunas de las películas que
colorearon mis sueños, que cambiaron mis percepciones, a veces incluso mi vida.
Películas que me impulsaron a convertirme yo mismo en cineasta 312 .

Tanto en ese documental como en múltiples entrevistas, Marty


afirma que roba y revela de dónde roba, en una suerte de apología
de sí mismo; una de ellas aconteció en otoño de 2019, mientras se
afanaba en la posproducción de El irlandés. En aquel momento al
borde de la pandemia de la COVID-19, el Directors Guild of America
lo invitó a una conversación con su amigo Quentin Tarantino —el
ladrón de guante blanco por excelencia, el rey del plagio— quien
había presentado en Cannes, unos meses antes, la que hasta ahora
es su última película, Érase una vez en Hollywood (Once Upon a
Time in… Hollywood, 2019). Llegados a un punto, ambos
comenzaron a revelar, sin el más mínimo reparo, algunos de sus
hurtos cinéfilos:

TARANTINO: Estaba en París para el fin de semana de rodaje en


Francia de Malditos bastardos [(Inglorious Basterds, 2009)];
tienen allí esa maravillosa tienda de libros de cine junto a la
Rue Champollion, donde están todos esos pequeños cines,
y no había visto muchas películas de Josef von Sternberg.
De modo que me hice con un libro sobre él y me gustó
mucho. […] [C]omencé a ver algunas de sus películas, y
me inspiró de algún modo su dirección de arte.
SCORSESE: Sí.
TARANTINO: Ahora lo hago un par de veces por película, pero en
Malditos bastardos preparé por primera vez un plano a lo
Josef von Sternberg, en el que coges todo lo que tenga que
ver la dirección de arte y lo pones delante de la cámara. Y
haces un trávelin a través de todo eso mientras sigues a tu
protagonista: todas las velas y los vasos y los relojes y las
luces y sencillamente creas una gran línea y pones encima
los raíles y dejas que tu personaje pase por ahí. Eso es,
oficialmente, un plano Josef von Sternberg.
SCORSESE: A mí me gustan los trávelin en paralelo a la acción
[…] y pienso que vienen de […] una escena en Vivir su vida
[(Vivre sa vie, Jean-Luc Godard, 1962)], donde el chico
dice, «quiero un disco de Judy Garland» y ella atraviesa la
tienda hasta encontrar el disco, y luego la cámara vuelve
con ella. Tiene una objetividad que es como una pieza de
música, o como una coreografía, pero [transmite] también
de algún modo la objetividad, podríamos decir, de los
estados de sus almas; no se quiere acercar demasiado.
TARANTINO: Sí.
SCORSESE: Pero hay algo que he intentado de veras… que he
tratado de capturar en muchas películas. No sé hacerlo,
pero no pasa nada. La cosa es que es divertido hacerlo.
Hay un plano en Marnie la ladrona [(Marnie, Alfred
Hitchcock, 1964)] en el que ella está a punto de pegarle un
tiro a su caballo. Es un inserto. Es su mano con una pistola
y la cámara está sobre su hombro, mientras corre. La
cámara se mueve con ella y el suelo se mueve así [sería
interesante ver lo que Scorsese estaba haciendo con las
manos en este momento] y lo he hecho prácticamente en
cada película. […] La cámara está como flotando. Nunca lo
haré bien porque Hitchcock sí lo hizo. Pero es muy
divertido hacerlo.
TARANTINO: A mí me pasó algo parecido, que he hecho como en
las tres últimas películas. Y creo que solo en esta he
conseguido hacerlo bien. Y eso que no viene de una
película en sí; era del tráiler de Pat Garrett y Billy the Kid
[(Pat Garrett and Billy the Kid, Sam Peckinpah, 1973)].
Montaron el tráiler de tal manera que ves a Kris
Kristofferson como a 24 fotogramas [por segundo]
revolviéndose mientras dispara, y luego a James [Coburn]
en su escondite rodeado de balas y corriendo a 24
fotogramas por segundo, haciendo un salto mortal y
pegando tiros, y luego [el montaje] corta a gente siendo
disparada a cámara lenta.
SCORSESE: Sí.
TARANTINO: Y entonces [el montaje] corta de nuevo a
Kristofferson; 24 fotogramas, bam, bam, bam. Y luego corta
al momento en el que cae al suelo a 120 fotogramas [por
segundo].
SCORSESE: Guau.
TARANTINO: He intentado hacer así esa yuxtaposición. Lo intenté
en Django [desencadenado (Django Unchained, 2012)],
pero no lo logré. Lo intenté en Los odiosos ocho [(The
Hateful Eight, 2015)] y funcionó, solo que no de esa
manera.
SCORSESE: [Ríe].
TARANTINO: Pero lo he conseguido al fin, cuando Bratt Pitt le da
una puta paliza al Manson este [en Érase una vez…]. Sus
puñetazos son a 24 fotogramas [por segundo], el impacto
del tío en la arena sucia es a 120 fotogramas […].
SCORSESE: Siempre pienso en la arena sucia.
TARANTINO: Y esa sangre en el rostro sudoroso…
SCORESESE: Es maravillosa. Nunca consigo hacerlo, pero el
chaval mejicano en Hasta que llegó su hora [(Once Upon a
Time in the West, Sergio Leone, 1968)], cuando se revela
que su hermano va a ser ahorcado…
TARANTINO: Oh, sí, sí.
SCORSESE: Y está sobre sus hombros y cae sobre sus rodillas
cuando le disparan en la arena, lo he intentado.
TARANTINO: Oh sí… imposible.
SCORSESE: Lo intenté incluso en La última tentación de Cristo;
no funcionó. Llegan María y Marta. Jesús ha venido a
resucitar a Lázaro. No funcionó. Estábamos en Marruecos.
Harvey [Keitel] estaba conmigo. No lo conseguimos.
Imposible. Quizás sea la arena. No sé lo que es.
TARANTINO: Sí. Es esa arena dura, ¿no? Necesitas la de
España. Arena de Almería.
SCORSESE: España. Oh, Dios... 313 .

Lógicamente, ni Marty ni Quentin son los únicos ladrones


confesos: el robo de otros, y la licencia, más o menos implícita para
ser robado, es un signo definitorio del autor posmoderno. Se pueden
añadir, a los ejemplos ya citados, declaraciones como la de Francis
Ford Coppola —«Queremos, al principio, que robes de nosotros,
porque no sabes robar. […] Y es así como se empieza» 314 — o
David Bowie —«El único arte que estudiaré jamás es aquel material
del que pueda robar» 315 —. Podemos, incluso, retrotraernos a la
prehistoria de la posmodernidad y escuchar a Mark Twain —«Mejor
tomar lo que no te pertenece que dejarlo ignorado por ahí» 316 — o a
su antesala, y citar a Raymond Chandler, el creador del detective
Philipp Marlowe, que Robert Altman retratase de manera tan
inolvidable en su imprescindible El largo adiós (The Long Goodbye,
1973). Reconocía Chandler, bromeando, en una entrevista en el año
1951:
Sí, soy exactamente como los personajes de mis libros […]. Obtengo mi material de
maneras diversas, pero mi procedimiento favorito […] consiste en recorrer a deshoras
las mesas de otros escritores. Tengo treinta y ocho años y los he tenido durante los
últimos veinte. No me considero un tiro letal, pero soy un hombre bastante peligroso con
una toalla mojada. Pero en general creo que mi arma favorita es un billete de veinte
dólares.

La cita de Chandler aúna de modo involuntario las dos


variaciones del robo que se diseccionan en las páginas de este
capítulo: aquella definitoria de la cleptomanía artística y aquella otra
que se deriva de la reverencia al poder del dinero, y que constituye
el atajo más rápido para rendirle culto. Bastante hemos hablado por
ahora de la primera, sigamos con la segunda.

***

El mayor robo de la historia de los Estados Unidos de América se


produjo a las tres en punto de la mañana del once de diciembre de
1978 en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, ubicado en el barrio
de Queens, Nueva York, allá donde Scorsese había pasado su más
tierna infancia. Para su crédito, se le debe reconocer a Louis
Werner, supervisor de la terminal de mercancías de la Lufthansa en
aquel aeropuerto, la idea original del golpe. Aquel era un trabajo de
alto riesgo para un hombre como Werner, aficionado al dinero: al
propio, pero sobre todo al ajeno; a ganarlo, pero más que nada a
perderlo. Le encantaba el juego, pero era un pésimo tahúr; tenía
acumuladas deudas por valor de varias decenas de miles dólares.
Ver a diario el trasiego de joyas, oro y billetes que tenía lugar en la
así llamada «sala de alto valor» de la terminal que estaba a su cargo
debía ser lo que los teólogos morales del diecinueve calificaban
como ocasión próxima de pecado. Algo así como un alcohólico que
vigilase el almacén botellas de una gran destilería. Werner sabía
perfectamente cuándo llegaban los cargamentos de dinero
procedentes de la República Federal Alemana, los cuales, para
colmo de males, tenían por aquel entonces un importante aliciente
para el hurto, a saber: que los bancos alemanes convertían sus
marcos en dólares americanos sin numeración, con lo que aquellos
billetes eran virtualmente imposibles de trazar; no se les podía
seguir la pista, y por tanto tampoco la de quienes los habían
obtenido, fuese del modo que fuese. El dinero en metálico pasaba
unas horas en aquel sancta sanctorum de alto valor, y era luego
distribuido a los bancos de Nueva York.
La idea de un gran robo no se le ocurrió a Werner de la noche a
la mañana: él y su amigo y compañero Peter Grünwald ya habían
conseguido, un par de años antes, birlar unos 22.000 dólares de
moneda extranjera de aquella terminal sin que nadie se diese
cuenta. Y, algún día, quizás por el agobio de sus deudas, quizás por
la tentadora idea de huir del despertador de las cinco de la mañana
—seguramente también por otras muchas otras razones que jamás
conoceremos—, Werner decidió convertirse en uno de los mayores
ladrones de la historia. Pero no podría hacerlo solo.
Lógicamente, Grünwald era la primera instancia a la que acudir.
Lo que proponía su amigo era, no obstante, un robo millonario; le
dijo que estaba completamente loco. No fue el único. Sus posibles
cómplices meneaban la cabeza ante lo que les parecía un auténtico
despropósito. Lo despachaban como se despacha a un lunático, con
una mezcla de compasión y firmeza: «Quizás un reloj, Louis. O una
maleta, vale. Pero no cuentes conmigo para eso». No tardó mucho
en llegar aquel hombre a uno de sus acreedores, el corredor de
apuestas Martin Krugman, que además de una inteligencia cegada
por el ego y el cortoplacismo, tenía un negocio de pelucas llamado
«For Men Only» ubicado en Queens. Krugman vio el cielo abierto:
Werner le debía 20.000 dólares por deudas de juego, pero lo mejor
es que podría multiplicar aquella cantidad por diez. O por veinte.
Adiós a las pelucas. Adiós a ganar un ínfimo margen con cada
carrera. Por una vez, iba a apostar a un auténtico caballo ganador,
llamado Lufthansa. Y sabía, perfectamente, quién podría ser su
jinete.
Martin Krugman tenía contactos con la mafia. Se llevaba
especialmente bien con Henry Hill, hombre de confianza de Jimmy
Burke, de sobrenombre «Jimmy el caballero» o «el gran irlandés»,
que a su vez era la mano derecha del capo Paul Vario. El trasunto
fílmico de Jimmy Burke es, lógicamente, Jimmy Conway, a quien da
vida Robert De Niro. El cambio de nombre fue uno de los pocos
detalles históricos de la vida de aquel grupo mafioso, incluido el
Lufthansa heist, como se conoce el crimen detallado en estos
párrafos, que Scorsese no respetase con religiosa observancia. En
este caso concreto, por un puro tema de derechos de autor:
Catherine Burke, la hija del mafioso, pidió a la Universal 100.000
dólares por usar en el film el apellido de su padre. Era más fácil,
más económico, tomarse una licencia poética que no afecta, sin
embargo, a la veracidad de los hechos referidos. De paso,
cambiaron algunos nombres más, y Martin Krugman pasó a ser
Morris Kessler (Chuck Low), Paul Vario devino Paul Cicero (Paul
Sorvino), etc. Henry Hill, sin embargo, siguió siendo Henry Hill (Ray
Liotta). Si bien la reproducción del tiempo histórico que representa
en sus filmes no es siempre precisa, y carece no pocas veces del
más mínimo sustento documental —Scorsese bromearía al respecto
en una entrevista, a propósito de los túneles que inauguran Gangs
of New York— sus películas en torno a la mafia suelen presentar
una fidelidad exquisita a los hechos narrados. Lo cual nos lleva, por
simple deducción lógica, a la conclusión de que es posible que el
relato de la muerte de Kennedy que se aporta en El irlandés —a
saber, que JFK fue quitado de en medio por la sucursal mafiosa
dependiente del todopoderoso sindicalista Jimmy Hoffa (Al
Pacino)— sea algo más que una conjetura. Hasta aquí la brevísima
reflexión sobre el valor histórico del canon; volvamos a otro JFK, al
aeropuerto.
A Hill le gustó la idea y se la comunicó de inmediato a Burke,
quien, tras la aprobación de Vario, ideó el plan. Aunque Krugman
intentó hacerse pasar por el cabecilla de la operación, el cerebro
indudable del plan fue Burke, a través de la información recabada de
Louis Werner, quien era crucial como lo que los grandes ladrones
llaman inside man. Se conocía los protocolos, sabía dónde estaban
las llaves de qué puertas, cuáles no había que abrir so pena de que
saltasen las alarmas, el tiempo que se tardaba en hacer los
recorridos a pie, o cuándo los vigilantes tenían su pausa de
descanso. No era una misión imposible, pero requería de una
precisión quirúrgica.
Al fin, Louis propuso la fecha del golpe. El viernes 8 de diciembre
un avión procedente de la República Federal Alemana aterrizaría en
su terminal cargado con altas sumas de dinero y abundantes joyas,
que reposarían en la sala de alto valor hasta el lunes 11, en el que
los camiones blindados depositarían la mercancía en diversos
bancos de la ciudad. Fue en la madrugada del domingo a aquel
lunes terrible y glorioso en la que seis hombres armados, ataviados
con pasamontañas, montados en una furgoneta Ford de color negro,
accedieron a la terminal bajo el dominio de Louis. Era importante
hacerlo a las tres en punto de la mañana, cuando comenzaba la
pausa de los vigilantes. No estaba entre ellos el jefe de seguridad,
que debió ser maniatado de inmediato. El resto de sus compañeros
fueron después asimismo inmovilizados. A las 4:21, aquella
furgoneta estaba cargada con cinco millones de dólares en billetes
imposibles de trazar, además de 800.000 dólares en joyas. Los
atracadores avisaron a los guardias de que no diesen ningún aviso
hasta las 4:30 de la mañana, orden que estos siguieron fielmente,
entre otros motivos por la dificultad para zafarse de sus ataduras.
Nadie resultó herido ni muerto. Al menos durante el golpe 317 .
Muchos murieron después, empezando por Steven «Stacks»
Edwards, el guitarrista de blues que condujo la Ford negra y que
debía deshacerse de ella. No solo olvidó hacerlo, sino que recibió
una multa por dejarla apartada delante de un hidrante. El resto, ya lo
conocen: basta con recuperar el magnífico montaje de Uno de los
nuestros en el que, al ritmo del tema Layla de Derek and The
Dominos, empiezan a aparecer cadáveres por doquier: uno en un
camión de la basura, otro entre las carnes de un transporte
frigorífico, el de más allá junto a los restos mortales de su esposa,
en el Cadillac rosa que le había comprado como regalado de bodas
con el dinero del botín. Y es que… ¿a quién se le ocurre? La idea,
martilleada por Burke/Conway, era mantener el perfil bajo; sentarse
encima del dinero e irlo gastando poco a poco. Unas joyas
ostentosas, un abrigo de pieles, un Cadillac kitsch… No eran parte
del plan. Hacían ruido. Demasiado ruido. Así que había que
silenciarlos. Así funcionan las cosas. Es una ley básica. El propio
Scorsese sentencia, a propósito del asesinato de Tommy DeVito que
sucede, sin solución de continuidad, a la secuencia referida:
La gente piensa que los gánsteres matan a la gente. Sí, claro que lo hacen. Pero el
propósito fundamental del gánster, especialmente en Uno de los nuestros, es hacer
dinero. Es por ello que, en Uno de los nuestros, Tommy es asesinado. Pasado un
tiempo, estaba haciendo más ruido que dinero 318 .

Por hacer solo dinero se va, como mucho, a la cárcel. Para morir
hay hacer ruido. O deber dinero. O, peor aún, deber dinero haciendo
ruido, que es como el colmo de la transgresión del código de honor
mafioso (si es que tal código existe, algo que Scorsese no duda en
poner en duda). La liquidación por este motivo no es exclusiva de
Uno de los nuestros. En cierto modo, el delgado argumento de
Malas calles tiene como principal mcguffin las deudas de Johnny
Boy (Robert De Niro), en especial las contraídas con Michael
(Richard Romanus). La primera vez que Michael encuentra a Charlie
(Harvey Keitel), en cierto modo erigido en guardián protector del
irresponsable personaje al que da vida De Niro, le recuerda que este
no solo le debe dinero, sino que parece estar tratando de burlarse
de él. Poco después en el metraje, hace Johnny Boy su entrada
triunfal en el bar de Tony (David Proval), acompañado de dos chicas
a las que invita a una copa, extendiéndole a Tony un billete de diez
dólares. Charlie le pregunta que de dónde lo ha sacado y, para
evitar montar un espectáculo, se lo lleva a la trastienda. Lo que
sigue [ 21] es una secuencia deliciosa e improvisada; un mano a
mano entre dos actores jovencísimos y desatados que demuestran,
además de una extraordinaria sintonía, de lo que eran capaces a
nivel interpretativo. Se trata de una discusión sobre dinero,
arrebatada e inconexa, en la que averiguamos, sin embargo, que
Johnny Boy es deudor de medio barrio. Michael es tan solo uno de
sus acreedores; a él no le paga, no obstante, porque no lo respeta;
así se lo confesará con sorna el moroso pocos minutos antes del
desenlace final, devenido trágico por su descaro. Johnny Boy había
hecho ruido, mucho ruido. Demasiado para los oídos de Michael.
Scorsese bromea con Paul Newman durante el rodaje de El color del dinero. Créditos: Touchstone Pictures /
Album.

La secuencia de la discusión en la trastienda estuvo a punto de


ser eliminada del metraje. Quizás con motivaciones honestas,
quizás envidioso por la eléctrica rugosidad que desprendía el
momento, acaso creyéndose el gurú que se daba ínfulas de saber lo
que funcionaba en el mercado, Brian De Palma le recomendó a
Scorsese que retirase del montaje final aquella concesión totalmente
gratuita. «Es puro relleno. Quítala» 319 . De Palma estaba en lo cierto:
era puro relleno, es decir, arte en estado puro. Marty dudó, pero
quiso pedir una segunda opinión a su amigo Jay Cocks, quien le
insistió en que volviera a ponerla, como finalmente hizo. Cocks,
quien guionizaría a cuatro manos con el italoamericano algunas de
sus películas más íntimas, como La edad de la inocencia o Silencio,
entendió que aquel fragmento que parecía no venir a cuento
escondía algo programático. Que, como aquí, en gran parte del
canon, el dinero —el dinero robado, por supuesto, y sus
consecuencias— iba a ser un elemento nuclear, inscrito en su
mismo ADN. Casi se le puede imaginar como a «Fast» Eddie Felson
(Paul Newman), diciéndole a Vincent Lauria (Tom Cruise) en El color
del dinero: «¿Puedes oler lo que yo huelo?». «¿Humo?».
«¡Dinero!».

***

El robo de la Lufthansa referenciado en Uno de los nuestros fue


posible por un encuentro necesario, unas dos décadas antes, entre
Henry Hill y Jimmy Conway. La descripción de Hill, tras la entrada en
escena de Conway, no deja espacio para la duda; Hill subraya de
inmediato la mayor de las pasiones de su maestro:

HENRY: Jimmy era uno de los tipos más temidos de la ciudad. Lo


habían encerrado por primera vez con once años y cuando
tenía dieciséis ya estaba dando golpes para los capos de la
mafia. Los golpes no le molestaban. Eran negocios. Pero lo
que de verdad le encantaba era robar. Quiero decir, lo
disfrutaba de veras.

La semblanza de Conway que hace en over la voz de Henry Hill


sigue a la reproducción visual de su primer encuentro, en el que un
plano detalle muestra cómo la mano de Jimmy inserta en el bolsillo
de la camisa del joven Henry (Christopher Serrone) el arma favorita
de Raymond Chandler. Aquel billete de veinte dólares y la mirada de
Conway a los ojos de Hill que acompañó a su depósito cambiaron la
vida del muchacho. Ese primer encuentro selló la vocación de Hill al
igual que, en Infiltrados, quedaba sancionada la de Colin Sullivan
(Matt Damon) en el momento análogo en el que Jack Costello (Jack
Nicholson) toma su mano de niño, pone sobre ella un puñado de
calderilla y le invita a ir a verlo a la calle L [ 11]; la inclinación de
Sullivan por el sacerdocio queda definitivamente truncada al asumir
el chico el lema vital de Costello: «Un hombre hace su propio
camino. Nadie te lo da. Tienes que tomarlo». El dinero era poder. Y
el camino hacia el dinero era el robo.
Los planos detalle de manos referidos subrayan la importancia
emocional de los momentos que acontecen; en el cine de Scorsese,
esta clase de planos suele obedecer a una de las cuatro situaciones
predilectas: manos que preparan comida, manos que acarician
cuerpos, manos que sostienen armas o manos que mueven dinero,
con frecuencia a las manos de otros. Los dos primeros tipos
aparecen ya en Who’s That Knocking at My Door? Respecto de los
dos últimos se puede afirmar que en la ética de Scorsese —como
en la de Chandler—, no hay tanta diferencia entre el dinero y las
armas; el dinero es solo un arma más, el arma más poderosa de
todas.
Así, poco sorprende —también a propósito de lo afirmado más
arriba respecto del robo cinéfilo— que aquellos momentos en los
que la cámara fija su atención en las manos de Travis Bickle (Robert
De Niro) manejando su pistola estén sustraídos de la hagiografía de
un carterista ateo a cargo de Robert Bresson, aquel gran fetichista
de las manos. Hablamos, por supuesto, de Pickpocket (1959), como
explica el propio Marty:
Paul [Schrader] 320 estaba también muy influenciado por Pickpocket, de Robert Bresson.
Admiro mucho sus películas, pero me parecen arduas de ver. En Pickpocket hay una
secuencia formidable de carteristas robando carteras con sus manos, haciendo toda
suerte de movimientos de un lado a otro, y es lo mismo con Travis, solo en su habitación
practicando con sus pistolas 321 .

La secuencia acaso más parecida de todo el canon a la referida


de Pickpocket bien podría ser, sin embargo, aquella otra de Casino
que comienza con el beso apasionado entre Ace Rothstein (Robert
De Niro) y Ginger (Sharon Stone) [ 22]. Ella interrumpe el
momento para ir a «empolvarse la nariz». Él entiende, y el montaje
corta a sus manos; su izquierda sostiene un fajo de billetes de
cincuenta dólares, y su derecha le alarga a Ginger uno de ellos. La
cámara se desplaza hasta detenerse, por un imperceptible instante,
sobre el rostro de ella, que sonríe, entre seductora y suplicante, a su
sugar daddy. El movimiento continúa hasta mostrar el rostro grave
de este, solo antes de que la cámara concluya el primer círculo y
encuadre de nuevo en primer plano las cuatro manos: las dos,
nervudas, que dan; las dos, coronadas por largas uñas de color
rosa, que toman. La cámara asciende de nuevo hasta el rostro de
Ginger, que le regala a Ace —ahora sí— la mejor de sus sonrisas. Él
confiesa en over: «La visión de la vida de Ginger era el dinero. Ella
era la reina del casino». Y era la reina porque sabía plegar billetes
de cien dólares para albergarlos en la palma de su mano y
depositarlos en las de los responsables, los supervisores y, sobre
todo, de los aparcacoches, de quienes en el fondo dependía todo,
porque podían conseguir cualquier cosa. En efecto, Bresson hubiera
estado orgulloso de la habilidad, mostrada una vez más en plano
detalle, de las manos de Ginger deslizando dinero de modo
imperceptible en las de los hombres bajo su imperio.
Desde el comienzo arriba descrito de la secuencia, la cámara de
Scorsese, sigue el dinero como hipnotizada por él. No se trata de un
recurso aislado: en muchos otros momentos del film, la lente se deja
llevar por el flujo del metálico, de las maletas que lo portan, de las
monedas en las cintas transportadoras. Tampoco serán los planos
detalle descritos los primeros ni los últimos dedicados a manos que
esconden billetes. Puede mencionarse entre ellos aquel que, hacia
el final del metraje, muestra la mano de un anónimo contador de
dinero que guarda un billete en su bolsillo. Se trata de un plano a
modo de metonimia de la segunda (y destructiva) derivada de una
estructura concebida a modo de robo a gran escala, como reconoce
en over Ace al comienzo del metraje: «Todo está preparado
sencillamente para que nosotros nos quedemos con tu dinero. Esa
es la verdad sobre Las Vegas».
La confesión es bien similar a la que hace le hace Mark Hanna
(Matthew McConaughey) a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) en El
lobo de Wall Street a propósito del diseño de todo un sistema
económico, con capital en la misma Wall Street, ideado para
quedarse con el dinero de otros clientes —posiblemente usted o
yo— que no sienten la pulsión de peregrinar a Las Vegas, sino que
solo ceden esa curiosa manía de nuestro tiempo consistente en
invertir los propios ahorros. «El nombre del juego», afirma Hannah,
es bien sencillo: «Mueve el dinero del bolsillo del cliente a tu
bolsillo». Así de fácil. No extraña que, en otro momento del metraje,
Jordan, ya iniciado en ese credo ladrón y materialista, lo exalte
mirando directamente a cámara, a las potenciales víctimas de su
robo institucionalizado:

JORDAN: Pero de todas las drogas bajo el cielo azul de Dios, hay
una que es mi absoluta favorita […]. Estoy hablando de
esto [un plano detalle muestra las manos de Belfort
tensando un billete de cien dólares]. Mira, el dinero no solo
te compra una vida mejor —mejor comida, mejores coches,
mejores coños— también te hace una persona mejor.
Puedes donarlo generosamente a la iglesia o al partido
político de tu elección. Puedes salvar al puto búho moteado
con dinero. Pero, sobre todo, en cualquier país del mundo,
el dinero te puede comprar el amor. Que les jodan a los
Beatles.

En efecto, para individuos como Belfort y Rothstein, el dinero


podía también ser sinónimo de sex appeal; que se lo digan a Ginger,
de la que Ace afirma: «Pero en Las Vegas, para una chica como
Ginger, el amor cuesta dinero». El devenir de las relaciones de
ambos acabará por demostrar lo equivocados que estaban: las
caricias se compran; el afecto auténtico, sin embargo, es ajeno a la
lógica de la mera transacción. No obstante, el robo en sí mismo sí
puede ser, en la lógica scorsesiana, el origen de un enamoramiento
sincero. Ace se fija por primera vez en Ginger siguiendo la pista del
dinero; sus ojos se detienen en ella porque la ve robar; la observa
fascinado mientras que otro jugador, justamente, la acusa de hurto.
También Amsterdan Vallon (Leonardo DiCaprio) se fijará por primera
vez en Jenny (Cameron Diaz) al verla desvalijar a su compañero al
comienzo de Gangs of New York. Cuando Amsterdam encontró a
Jenny, supo que estaba ante la mejor ladrona de todo Five Points.
Poco después, ella le robará la medalla de San Miguel que le había
regalado su padre, el cura. Pero para entonces ya le había robado el
corazón.

***

Cuando Marty encontró a Liza, ella ya era una estrella. Había nacido
estrella. Estaba hecha para los focos; un verdadero animal
interpretativo y musical, como no podía ser de otra manera en tanto
que hija única del breve matrimonio entre Vincente Minnelli y Judy
Garland. Le costó, no obstante, encontrar su hueco en la industria.
Entró por la puerta grande —Óscar de la Academia incluido— en
Cabaret (Bob Fosse, 1972), aquella película inolvidable que iba de
la frivolidad del berlín nocturno de los años 30, pero hablaba del
terrorífico ascenso del partido nazi.
El milagro que supuso Cabaret no fue mérito único de Fosse; fue,
como sucede con toda obra maestra, consecuencia de un cúmulo
de factores, dado cada uno en la proporción exacta. Destacaba
entre ellos la extraordinaria partitura de John Kander, con letra de
Fred Ebb. No es, por supuesto, casualidad que Kander y Ebb
alumbrasen también el tema final que daba título a New York, New
York. No pasó a la historia, sin embargo, la versión interpretada por
Minnelli, pese a la majestuosidad de la secuencia con la que
Scorsese quiso engrandecer a la que era, por aquel entonces, su
musa y la mánager de su alma (por parafrasear la mítica frase de un
personaje de Aki Kaurismäki). El éxito del tema en labios de Liza,
como el del film o el de su relación con Marty, resultó efímero en el
mejor de los casos. Le faltaba ese no sé qué que dota al cine de
alma, aunque la parte referida sea sin duda una de las más
disfrutables de una cinta que el propio Marty definiría como «una
película casera de diez millones de dólares» 322 . Pero basta una
búsqueda básica en el recuerdo musical —o en cualquiera de esas
memorias externas digitales bajo el nombre de Google o Spotify—
para verificar que la versión de New York, New York que ha pasado
a la posteridad ha sido la de Frank Sinatra. Incluso bajo la etiqueta
de «Theme from New York, New York». Aunque Sinatra nunca
estuvo allí, sería él quien rescatase el recuerdo de un film sobre
cuyo metraje, incluido su grande finale interpretado por Minnelli,
pronto crecerían las hierbas amargas del olvido.
Sí estaría Sinatra en otros filmes de Scorsese. Parece, en el
momento de escribir estas líneas, que el italoamericano se
encuentra en la frase de preproducción de un biopic sobre el artista,
que será interpretado —cómo no— por el inevitable DiCaprio 323 *.
En Al límite, Frank Pierce (Nic Cage), bajo un retrato del Sagrado
Corazón de Jesús, resucita temporalmente a su Lázaro particular, el
padre de Mary (Patricia Arquette) usando como parte de la
reanimación la que fuera acaso la canción de Sinatra favorita del
moribundo, September of My Years. Sinatra es mencionado también
mucho antes, en El último vals, cuando Robbie Robertson reflexiona
sobre los comienzos del grupo The Band, cuya desintegración capta
en tiempo real la lente de Scorsese. El propietario de un club de
Texas, Jack Ruby, llamó al músico y le preguntó si quería trabajar
para él. «Claro que quiero un trabajo», respondió Robertson. «¿Qué
significa eso? ¿Qué debo hacer? Él dijo “No harás mucho dinero,
pero tendrás más coños que Frank Sinatra”». Marty robó a Sinatra,
sin embargo, el protagonismo conclusivo de Uno de los nuestros,
que no usa la versión de My Way que inmortalizase aquel conocido
como «la Voz», sino la de Sid Vicious.
Parece un enigma, toda vez que la interpretación primigenia de
Sinatra hubiese encajado a la perfección, por tiempo y por estilo,
con el From Rags to Riches de Tony Bennett que abre la cinta. Bien
puede ser que Marty no tuviera en Uno de los nuestros la obsesión
que le poseyó en Casino porque cuadrasen el tema inicial y el
conclusivo. En lo que respecta a esta última, parece que fue un reto
encontrar una melodía que estuviese a la altura de lo que transmitía
La Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, que
inundaba los antológicos títulos de crédito de Saul y Elaine Bass,
toda una apoteosis justo al comienzo de su explosivo metraje. Sería
el citado Robertson —que además de componer la música de
algunos de los filmes de Scorsese no basados en canciones
preexistentes, como por ejemplo El color del dinero, sería el
supervisor musical de otros, como, precisamente, Casino— quien le
recomendaría usar Le thème de Camille, aquella melodía del gran
Georges Deleure que acabó por articular El desprecio (Le mépris,
1963), de Jean-Luc Godard. A Scorsese le faltó tiempo para usar el
tema; no solo al final del film, sino en repetidas ocasiones a lo largo
del metraje; no solo porque confiaba a pies juntillas en su amigo
Richardson, sino porque admiraba a Godard y, de entre toda la
filmografía del galo, adoraba El desprecio. Cuando el prestigioso
sello Criterion, cuya colección de filmes trata de ser algo así como
un conjunto de los títulos nobiliarios del séptimo arte, le pidiera su
top 10 de películas, Scorsese situaría El desprecio en noveno lugar;
en el texto que debía acompañar a la elección, Marty dejaría
vislumbrar su devoción no solo por el film, sino también por el autor
tras él:
Solía pensar en Godard y Antonioni como en los grandes artistas visuales modernos del
cine; grandes coloristas que componían sus encuadres a la manera en la que los
pintores componen sus lienzos. […] [A] lo largo de los años, El desprecio ha devenido
cada vez más conmovedora para mí, casi hasta extremos insoportables. Es un retrato
devastador sobre el descarrilo de un matrimonio, lo es a un nivel muy profundo: aunque
no supieras que el propio [matrimonio] de Godard con Anna Karina se estaba
desintegrando en aquel momento, puedes sentirlo en la acción, en el movimiento de las
escenas, en las interacciones que se expanden de un modo tan doloroso y tan
majestuoso al mismo tiempo, como una pieza de música trágica 324 .

Una pieza que se materializaba, en efecto, en el tema de Deleure


y que le sirvió a Scorsese no solo para retratar el odio creciente
entre Ace y Ginger sino, también, la descomposición de aquella
versión materialista del Paraíso que un día fue Las Vegas. Huelga
decir que Godard nunca reciprocó a Marty la admiración; antes bien,
desde su sempiterna atalaya de arrogancia, llegó a afirmar que el
cine le había hecho «mucho bien a Scorsese: es un cineasta
bastante mediocre que pasa por una gran mente. Bien por él» 325 .
Hasta aquí el desprecio, volvemos a Sinatra.
¿Por qué decidiría Scorsese usar la versión de My Way del
bajista de Sex Pistols y no la de su compadre italoamericano?
Parece ser que este interrogante tiene que ver con otro: el que
despierta el misterioso plano del difunto Tommy DeVito disparando a
cámara: un hurto evidente de aquel mítico final del wéstern que
llevaba la palabra robo en su mismo título original, Asalto y robo de
un tren (The Great Train Robbery, Edwin S. Porter, 1903). El
homenaje estaba claro; el paralelismo entre los dos pistoleros
ladrones, también; Scorsese mismo lo corroboraría en una
entrevista con el American Film Institute: «Básicamente, en Uno de
los nuestros, hay un grupo de forajidos que cometen un robo
increíble y se matan entre ellos. Al final, la policía los atrapa. Es
exactamente la misma historia» 326 .
De modo prácticamente simultáneo con la transición al plano
inesperado de Pesci despega en la banda sonora el tema de
Vicious. Además de que la letra de esta versión de My Way —si se
tiene en cuenta el carácter de coro griego que con frecuencia
poseen las canciones preexistentes en el cine de Scorsese—
corresponde mucho mejor a la vida y al devenir de Henry Hill que la
de Sinatra, algún estudioso de la obra de Scorsese ha sugerido una
conexión quizás algo forzada, pero sin duda interesante 327 . Hacia el
final del videoclip de la versión de Sid Vicious, el artista vacía su
pistola sobre el público que lo contempla; en uno de los planos,
brevísimo, dispara a la cámara. Es poco probable que el autor del
videoclip o su propio protagonista pensasen en Asalto y robo de un
tren cuando lo rodaron. No obstante, al igual que el film de Porter, el
documental The Great Rock & Roll Swindle (Julian Temple, 1979)
concluye precisamente con ese plano de Vicious. Aunque es pura
especulación, no es del todo descabellado que la coalescencia en
Uno de los nuestros entre el plagio visual a Porter y la cita a Vicious
en la banda de sonido esté mediada por un guiño al documental de
Temple.
Plagio, cita, guiño. El célebre narratólogo Gérard Genette 328
distingue con esos términos entre tres posibles categorías de la
apropiación de la obra ajena en la propia. La alusión o guiño sería
algún elemento en la banda de imagen o de sonido que apunta
hacia algún texto ajeno que viene a cuento en el propio relato;
puede ser solapado o explícito, pero se trata de un codazo en el
costado de otro autor al que, en general, se admira. El plagio
consiste copiar la obra de otro al estilo propio; es, en efecto, lo más
parecido al robo, si no se mencionan las fuentes; supone apropiarse
de la idea de otro sin decir de dónde se saca; puede constituir, como
en el caso de Scorsese, un juego de referencias para el espectador
cinéfilo, al que se sonríe desde dentro del texto fílmico. Fuera de
estos casos, el plagio suele ser bastante mal visto por el común de
los mortales; si no se hace con elegancia, dando alguna pista para
descubrir a su autor verdadero, se convierte en un robo casposo,
que tanto la academia como el ciudadano medio suelen perdonar de
mala manera, si es que lo hacen. Si se realiza con garbo, sin
embargo, puede ser objeto de reconocimiento. La cita, por último,
consiste en colocar, tal cual, un pasaje de una obra ajena en la
propia. En el cine de Scorsese abundan los fragmentos de películas
de otros, reproducidas sobre todo en las salas de cine o por medio
de los televisores; una relación extensa, aunque no exhaustiva, de
los mismos se puede encontrar bajo la etiqueta «Scorsese» en la
página Films in Films 329 , por lo que, más allá de los insertos que
son explícitamente comentados a lo largo de estas páginas,
remitimos a ella para abundar en este asunto.
En el cine, como en la literatura, la cita presupone que se aportan
las referencias del lugar del que se cita. En una película, las
canciones preexistentes utilizadas y los fragmentos de películas se
incluyen al final de los títulos de crédito; si alguna vez se ha
preguntado el lector por qué existen aquellos raros espectadores
—entre los que se cuenta el firmante de este libro— que se quedan
sentados cuando ya se han encendido las luces de la sala, ya tiene
la respuesta. En el canon se produce esa inclusión de títulos de
canciones preexistentes desde Malas calles; antes de este film, por
primera vez desde que existían las películas, hubo otro largometraje
que también usaba música preexistente de principio a fin, pero no
nombraba sus fuentes: se titula Who’s That Knocking at My Door? Y
su autor, Martin Scorsese, sabía que aquello era robar, pero no le
importó; a través de aquel innovador impulso cleptómano, estaba
escribiendo Historia del Cine:
[En Malas calles,] muchas de las escenas surgieron al escuchar la música. Algunas
canciones estaban aferradas a ciertas escenas de mi pasado. Recuerdo escuchar
determinadas canciones en el coche de mi hermano cuando pasábamos por el Bowery,
viendo a los alcohólicos en la calle. Esa música suena junto con las imágenes
apropiadas en el film. La música producía una suerte de energía visceral de la que me
alimenté cuando era joven —el tipo de música agresiva que se usa en Malas calles—
por ejemplo, la canción de The Ronettes Be My Baby.
Las películas de aquella época tenían partituras de Miklós Rózsa, Dimitri Tiomkin,
Bernard Herrmann. Las coleccionaba todas. Mis bandas sonoras debían de proceder de
otro lugar, porque reflejaban otro mundo, otro tiempo […]. Lo único que nos impedía
hacerlo era el no ser capaces de pagar por las licencias de la música. Y es por eso que
en Who’s That Knocking la música no es muy buena 330 .

No es muy buena porque, en efecto, Scorsese nunca pagó por


ella. Era por una buena causa. Para Scorsese, en la vida como en el
cine, la pasión justifica el hurto.

***

«Pues al que tiene se le dará y le sobrará, y al que no tiene se le


quitará aun lo que tiene» (Mt 25,29). Cuando Paul Hackett (Griffin
Dunne) eleva sus manos al cielo —los americanos llaman a los
planos cenitales God’s eye view shots, aunque nunca fueron tan
divinos como el picado extremo que inmortaliza el momento—
parece querer preguntar al mismo Cristo por qué aquella sentencia
pronunciada en Galilea se cumplía con tanta fidelidad en su horrible
noche en el SoHo. Como los demonios de los posesos evangélicos,
grita Paul a su Dios desconocido: «¡Qué quieres de mí? ¡Qué he
hecho? ¡Soy tan solo un procesador de texto, por el amor de Dios!».
Se le escapan a Hackett los resortes de la justicia divina que le
llevaron a perder, en su acelerada carrera en taxi al SoHo en busca
de Marcy (Rosanna Arquette), su billete de 20 dólares, que sale
volando en un volantazo; todo su haber y su poseer, dando vueltas a
cámara lenta, suspendido al ritmo de sevillanas de «Manitas de
plata» [ 23]. Un momento antológico del canon, no comentado,
inexplicablemente, en ningún sitio; un fragmento cómico como
pocos, patrocinado por el sufrimiento de Hackett. El joven trata de
explicarle al taxista la situación cuando llega a su destino; el
conductor arranca sin mediar palabra y se va. Sin comerlo ni
beberlo, por puro azar, Paul ha sido iniciado en su destino de
aquella noche: el de ser ladrón contra su voluntad. No atisba aún,
sin embargo, la magnitud de la catástrofe; que los vecinos —por la
difamación de una camarera despechada— saldrán en tromba a
perseguirlo, con palos, linternas e incluso una furgoneta para la
venta de helados, asumiendo que es él uno de los ladrones que
llevan asediando al barrio desde hace días. La burla del destino de
la que es víctima Paul —destino cruel que le hará recuperar
mágicamente los veinte dólares perdidos, solo para acabar siéndole
robados de nuevo por el taxista— le llevará a buscar ser reafirmado
por el propietario de un bar que, también de modo involuntario, se
convierte en el nudo gordiano de todos los desastrosos caminos que
recorre Hackett aquella noche: «Tenía las llaves de tu casa. Pero no
te robé. Podría haberte robado a ciegas, pero no lo hice. No soy un
ladrón. No soy un ladrón, ¿verdad?».
Su redención pasará por transformarse en estatua inmóvil y ser
sustraído por los ladrones, por los de verdad. Si ladrón que roba a
ladrón tiene cien años de perdón, el ladrón que no lo es solo puede
ser absuelto siendo robado él mismo. La falta de intención en el
robo no exime de su penitencia. Tampoco el hecho de que se trate
de una cantidad en sí irrelevante: recuérdese que Travis Bickle
arranca su venganza contra el mundo hiriendo gravemente a un
ratero de color que —pistola en mano, por un puñado de dólares—
estaba atracando al propietario de un pequeño comercio nocturno.
Para Scorsese, solo la pasión absuelve del latrocinio, sea o no
intencionado.
Es por ello que Georges (léase, Méliès, léase Ben Kingsley)
acabará no solo por perdonar, sino por acoger paternalmente a
Hugo (Asa Butterfield), a quien conoció mientras le robaba en su
puesto de curiosos artilugios. Tres cosas fascinaban al pequeño
huérfano cleptómano: Robin Hood —su santo ladrón, cuya
hagiografía leía por las noches con su padre (Jude Law)— los
mecanismos y el cine. No adivinaría que, cuando iba a hurtarle a
Papa Georges un ratón para destriparlo de resortes que pudiera
usar en la reparación del autómata heredado de su difunto
progenitor, estaría anudando los tres vectores de su vida. Hugo no
robó Viaje a la luna (Le Voyage dans la Lune, Georges Méliès,
1902), porque se creía desaparecida; de haber podido, lo hubiera
hecho; también aquel film alucinante, aquella película que era pura
magia, pertenecía, como Robin Hood y el autómata, a la herencia
cultural y afectiva legada por su padre.
El personaje de Hugo, también en su sustracción, aúna ecos
autobiográficos y cinematográficos relativos al propio Marty y
algunos de sus filmes favoritos. Más allá de la explícita referencia a
Harold Lloyd colgando de un antológico minutero en El hombre
mosca (Safety Last!, 1923), situación que repite Hugo cuando pende
de las manecillas del inmenso reloj que mantiene, existe otra algo
más velada, pero que resulta evidente para el cinéfilo. Era casi
inevitable que, en una película ambientada en París y protagonizada
por un chaval preadolescente, Scorsese no homenajease a una de
las mayores y más revolucionarias perlas cinematográficas del cine
francés y universal: Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959),
del maestro François Truffaut, obra fundacional de la Nouvelle
Vague. El paralelismo entre el personaje protagonista de aquella
cinta, Antoine Doinel (mítico Jean-Pierre Léaud) y Hugo no solo es
sugerente por el abandono paterno de ambos chicos o por su
condición de buscavidas menores de edad: se hace evidente
cuando Hugo roba una botella de leche, emulando, descargado de
compasión, uno de los momentos más emotivos del film de Truffaut.
O en esa otra escena en la que el inspector de policía (Sacha Baron
Cohen) encarcela por robo a Hugo en una celda calcada de aquella
en la que Antoine es encerrado por haber hurtado máquinas de
escribir.
Más importante aún resulta el hecho de que la obsesión de Hugo
—una de ellas, al menos; aquella que acabará ocupándolo todo—
sea idéntica a la obsesión de Marty; no es casualidad que el
muchacho descubra que Papa Georges es Méliès a través de la
historia del cine de carácter gráfico de René Tabard (Michael
Stuhlbarg), que Hugo y su inseparable Isabelle (Chloë Grace
Moretz), ahijada de Georges y gran lectora, encuentran en la
biblioteca de la Academia de Cine de París por indicación del librero
Labisse (Christopher Lee). Se trata de uno de los escasos
momentos por los que esta película se hace merecedora de su
pertenencia al canon [ 24]; incluye, curiosamente, la cita del plano
final del wéstern primigenio de Porter comentado más arriba. Los
tintes autobiográficos remiten a la primera vez —que se sepa— que
Marty cumpliera fielmente el mandamiento de su cine que da título al
presente capítulo. Cuenta el suceso el propio Scorsese, al comienzo
de su Personal Journey, con una sonrisa entre tímida y nerviosa,
como quien reconociese la autoría de un crimen menor, pero
vergonzante. Aquello era tan solo el inocente preludio de lo que
estaba por venir; de ese sinfín de robos que, paradójicamente o no
tanto, convierten a Martin Scorsese en una de las presencias más
originales del cine del último medio siglo:
De niño, en los años 40 y 50, pasaba mucho tiempo en los cines. Me obsesioné con las
películas. En aquella época, no había nada escrito sobre el tema que estuviese a mi
alcance, salvo un libro. Fue mi primer libro de cine. Aunque realmente no podía
permitírmelo. No encontré ninguna copia, salvo la única disponible en la Biblioteca
Pública de Nueva York. Lo pedí en préstamo una y otra vez. Se titulaba A Pictorial
History of the Movies, de Deems Taylor. Era una historia del cine gráfica, con fotografías
en blanco y negro, de cada año hasta 1949. El libro me hechizó. Porque, por aquel
entonces, no había visto muchas de las películas que aparecían en él. Así que lo único
de lo que disponía para vivir estas películas eran aquellas fotografías en blanco y negro.
Fantaseaba con ellas y se colaron en mis sueños. Estuve tan tentado de robar algunas
[…]. Sentía un impulso terrible de hacerlo. Después de todo, era un libro de la biblioteca
pública. Bueno, confieso que cedí ante ese impulso una o dos veces 331 .

Como colofón de la última frase, Marty asiente, mientras aprieta


los labios con gesto culpable. Pronto, muy pronto, Marty perdió la
cuenta de sus hurtos cinéfilos. Nunca se lo agradeceremos
bastante.

303
Yates, Peter (1967): Twentieth Century Music; Its Evolution from the End of the
Harmonic Era into the Present Era of Sound. Nueva York: Pantheon Books, p. 41.
304
Eliot, Thomas Stearns (1920): The Sacred Wood: Essays On Poetry and Criticism.
Londres: Methuen & Company Ltd., p. 114.
305
Kleon, Austin (2012): Steal Like an Artist. 10 Things Nobody Told You About Being
Creative. Nueva York: Workman Publishing Group, p. 9.
306
* Recomiendo al lector erudito la lectura del libro del profesor Gérard Imbert (2019):
Crisis de valores en el cine posmoderno. Más allá de los límites. Madrid: Cátedra. En sus
páginas 12 y 13, Imbert hace una definición extensa de los presupuestos del cine
posmoderno. Sería llevar muy lejos las intenciones de este libro detenerse en ella, pero es
sorprendente ver la fidelidad con la que Taxi Driver cumple cada uno de los artículos de los
que se compone.
307
Bauman, Zygmunt (2005): Ambivalencia y modernidad. Barcelona: Anthropos.
308
Raymond, Marc (2013): Hollywood’s New Yorker. The Making of Martin Scorsese.
Nueva York: State University of New York, pp. 166-167.
309
Scorsese, Martin (1980): Outline for a Preservation Strategy. Scorsese File, Museum of
Modern Art, Nueva York.
310
Powell, Michael (1980): «Introduction», en Kelly, Mary Pat, Martin Scorsese: The First
Decade. Pleasantville: Redgrave, p. 3.
311
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes. 7.ª edición. Barcelona:
Anagrama, p. 511.
312
A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995). Dirigido
por Martin Scorsese y Michael Henry Wilson. British Film Institute, Miramax, 09’ 28”.
313
Challogan, Steve (2019): «Conversations. Wise Guys», DGA Quarterly, otoño.
Disponible en: https://www.dga.org/Craft/DGAQ/All-Articles/1904-Fall-2019/Conversation-
Scorsese-Tarantino.aspx
314
Kleon (2012): Op. cit., p. 14
315
Ibid., p. 8.
316
Ibid., p. 11.
317
Un relato bastante ameno de los hechos aquí resumidos se puede escuchar en el
pódcast: Bova, Dan y Small, Jon (11 de mayo de 2023): «The Crazy True Story of the
“Goodfellas” Lufthansa Heist». [Episodio de pódcast de audio]. En Dirty Money.
Entrepreneur Media LLC. https://www.entrepreneur.com/living/true-story-of-the-goodfellas-
lufthansa-heist/450855#:~:text=On%20December%2011%2C%201978%2C%20six,
(worth%20%243.6%20million%20today.)
318
Shone, Tom (2022): Martin Scorsese. A Retrospective. Londres: Thames & Hudson, p.
151.

319
Biskind (2019): Op. cit., p. 312.
320
Paul Schrader, como se recordará guionista de Taxi Driver, había dedicado su
maravillosa tesis doctoral publicada en forma de libro bajo el título El estilo trascendental en
el cine, a tres autores, uno de los cuales era Bresson. Cfr. Schrader, Paul (1972):
Trascendental Style in Cinema: Ozu, Bresson, Dreyer. Berkeley: University of California
Press. En español está publicada por J.C. Ediciones una excelente traducción del texto a
cargo de Breixo Viejo Viñas.

321
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese. Londres: Faber and
Faber, p. 66.
322
Biskind (2019): Op. cit., p. 422.
323
* En paralelo con este film, prepara Scorsese también Una vida de Jesús, en base al
libro homónimo de Shūsaku Endō. Al borde de los ochenta y dos años…
324
Scorsese, Martin (2104): Martin Scorsese’s Top 10. www.criterion.com, 29 de enero.
Disponible en: https://www.criterion.com/current/top-10-lists/214-martin-scorsese-s-top-10
325
Bergala, Alain y Toubiana, Serge (1988): «L’art de (dé)montrer. Entretien avec Jean-Luc
Godard», en Cahiers du cinéma, n. 403, enero, pp. 50-57.
326
American Film Institute (2011, 17 de noviembre): Martin Scorsese on GOODFELLAS.
[Vídeo]. YouTube: https://youtu.be/qV7btRCs3Wc?si=aVTO0d_SMi6uo5iw
327
Cfr. Monterde, José Enrique (2000): Martin Scorsese. Madrid: Cátedra, p. 405.

328
Cfr. Genette, G. (1982): Palimpsestes: La Littérature au Second Degré. París: Seuil.
329
Cfr. http://www.filmsinfilms.com/tag/martin-scorsese/
330
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese. Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
348.
331
A Personal Journey With Martin Scorsese Through American Movies (1995): Op. cit., 2’
59’’.
Martin Scorsese, pletórico junto a su amiga de toda la vida y montadora habitual de sus lmes,
Thelma Schoonmaker. Créditos: Todd Williamson / Getty Images Entertainment.
8
DARÁS FALSO TESTIMONIO Y MENTIRÁS

Supongo que, si analizas lo que es un amigo, se trata


sencillamente de alguien de quien te puedes fiar 332 .
MARTIN SCORSESE, A PROPÓSITO DE
HARVEY KEITEL

When you love someone, you’ve gotta trust them.


There’s no other way.
SAM «ACE» ROTHSTEIN, EN OVER,
ANTES DE SALTAR POR LOS AIRES AL
COMIENZO DE CASINO

«La fotografía es la verdad. Y el cine son 24 verdades por


segundo» 333 . La cita, atribuida a Godard, cacareada por doquier en
las redes sin mencionar la fuente ni el contexto, no la dijo Godard.
La dijo un personaje suyo, Bruno Forestier (Michel Subor), el
asesino a sueldo protagonista de su segundo film, El soldadito (Le
petit soldat, 1963), mientras retrata con su cámara a Verónica
Dreyer, interpretada por la inevitable Anna Karina. Antes de que
Michael Haneke o Brian De Palma parafraseasen la sentencia de
Godard para invertirla, ya lo había hecho Rainer Werner Fassbinder,
dando su réplica desde el interior de otro film, La tercera generación
(Die dritte Generation, 1979). Eddie Constantine —quien había
protagonizado el célebre film de Godard Lemmy contra Aphaville
(Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1956)—
interpreta en la cinta de Fassbinder al personaje de Peter Lurz. A
propósito de Solaris (Andréi Tarkovski, 1972), Lurz afirma:
El cine es una mentira 24 veces por segundo. Y dado que todo es mentira, es también
verdad. Y que la verdad es la mentira, nos lo revela cada película. Lo que pasa es que,
en el cine, los conceptos camuflan la mentira, y la declaran verdad. Y esa es, para mí, la
única y minúscula utopía 334 .
André Bazin, aquel católico que, como Scorsese —aunque con
acentos bien distintos— atribuía al cine propiedades salvíficas,
habría suscrito la frase de Forestier con la que abre este capítulo.
Quizás se inspiró Godard en aquel para escribirla; ambos fueron
compañeros de fatigas en las páginas de Cahiers du cinéma. Para
Bazin, padre fundador de esta revista de cine, la más influyente de
todos los tiempos, la imagen no miente nunca. Él, que no conoció
los trampantojos digitales que cambiarían la Historia del Cine, a más
tardar, con Parque jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993),
Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) y Toy Story (John Lasseter,
1995) sabía que el fotograma en sí no puede engañar, al ser la mera
impresión de los rayos de luz sobre una película de celuloide. En
este sentido hablaría Bazin de la «ontología de la imagen
fotográfica», titulando así uno de sus más célebres artículos 335 .
La imagen fotográfica es, por tanto, pura. El montaje es otra
cosa; este es —siempre en términos bazinianos— la gran mentira,
la manipulación por antonomasia; él ofrece la posibilidad de
construir un mundo paralelo, al margen de la realidad; a través de él
se podía llegar a la subyugación de las masas, a la propaganda
infame, al relato totalitario. Serguéi Eisenstein, el gran arquitecto
soviético del montaje cinematográfico, lo sabía; para él, el objetivo
del film residía en «influenciar [al] espectador en la dirección
deseada a través de una serie de calculados ejercicios de presión
sobre su psique» 336 . También lo sabía Leni Riefenstahl, la lacaya de
Hitler que puso su innegable talento al servicio de la infamia nazi. La
estética refinada con que Riefenstahl consiguió mostrar al monstruo
hizo que el pueblo alemán tuviera más fácil tragar el vómito
nacionalsocialista. El teórico Sigfried Kracauer, ya desde su exilio en
Nueva York, adonde debió emigrar de su Alemania natal en 1933,
logró demostrar cómo la generación de mundos a través del cine,
que permitía al espectador entrar en y dejarse subyugar por mentes
enfermas como la del Dr. Caligari —prefiguración de Hitler y
protagonista de El gabinete del Dr. Caligari (Das Kabinett des Dr.
Caligari, Robert Wiene, 1920)—, habría favorecido la expresión del
inconsciente colectivo del pueblo alemán, reforzándolo, al mismo
tiempo, en la dirección equivocada. Para Kracauer —como para
Bazin— el Neorrealismo italiano, surgido después de la Segunda
Guerra Mundial y en el que la mediación del montaje era mínima,
era la justa redención del cine como debía ser; del cine huella de lo
real.
Así, el cine podía ser una ventana a través de la que mirar la
realidad sin apenas distorsión, pero podía ser, también, un marco
sobre el que disponer a placer las imágenes. En una de sus más
célebres frases, Bazin hace explícita esta dicotomía fundamental
que, a modo de brecha, atraviesa la Historia del Cine desde sus
comienzos hasta nuestros días:
Sin ignorar la relatividad de la simplificación crítica que me imponen las dimensiones de
este estudio y manteniéndola menos como realidad objetiva que como hipótesis de
trabajo, distinguiría en el cine […] dos grandes tendencias opuestas: los directores que
creen en la imagen y los que creen en la realidad 337 .

Algunos de los más influyentes teóricos tempranos del cine,


como el propio Eisenstein o el psicólogo proveniente de la Gestalt
Rudolf Arnheim se decantaron por la interpretación del cine como
marco. Sobre un marco se pueden componer a voluntad los
elementos, se puede construir un universo alternativo, quizás
reminiscente de la realidad, pero al margen de ella. Figuras como
Aki Kaurismäki, con sus coloridos universos llenos de nostalgia
materialista, o como aquel gran explorador del subconsciente
llamado Alfred Hitchcock —especialista en hacer pasar por natural
lo onírico y lo imposible— estarían próximas a esta concepción. Se
sitúa frente a aquellos el bando de Bazin y Kracauer, quienes
defenderían la necesidad de un cine transparente como el vidrio,
que sirviera para contemplar la realidad. El Neorrealismo italiano,
con su desnudez de posguerra, o la Nueva Ola iraní, con el excelso
Abbas Kiarostami a la cabeza, serían buenos exponentes de un cine
que busca transmitir la experiencia humana y la realidad de las
cosas con una mínima adulteración por parte del cineasta. A medio
camino entre ambos, quizá trascendiéndolos, se encontrarían
figuras como Béla Balázs o Christian Metz, que sugerirían una
tercera vía: la del cine como espejo. No se acaban aquí las teorías
del cine: se podría seguir con los más recientes enfoques hápticos
de Vivian Sobchack, o con los jugosos postulados de Lev Manovich
a propósito de la imagen digital.
No obstante, la dicotomía marco-ventana, enriquecida por el
tercer vértice del espejo, resulta suficiente (y necesaria) para
intentar ubicar a Scorsese y trazar consecuencias sobre su propia
creación artística. No resulta trivial encasillar en estas categorías,
sin embargo, a un autor que puede reflejar la realidad con fidelidad
documental y, al mismo tiempo, construir —casi siempre apoyado en
esa montadora extraordinaria llamada Thelma Schoonmaker— una
atmósfera irreal, onírica, lisérgica. Es difícil situar al de Little Italy a
un lado u otro de la frontera baziniana: la mayor parte de sus filmes,
especialmente los más personales —esos «para ti» del principio de
Marty que veíamos en el capítulo 1— oscilan alrededor de ella,
como sinusoides incapaces de decantarse por una postura u otra.
Así como él mismo es un director mestizo, un insider-ousider con un
pie en Hollywood y otro fuera de él, sus filmes —al menos los
mejores del canon y los más célebres, aunque no solo ellos— son
híbridos bastardos entre la realidad y la imagen, amalgamas
imposibles entre la ventana y el marco. No llama, por ello, la
atención que la presencia de los espejos en su cine sea tan
prominente y llena de implicaciones. Ellos son, a menudo, lugar de
encuentro entre la verdad y la mentira; funcionan con frecuencia
como trasunto de los propios filmes que los contienen; exponen las
obsesiones más inconfesables del propio Scorsese. Y reflejan
acaso, también, las de sus espectadores.

***

Los años ochenta comenzaron mal para los poderosos patriarcas de


Hollywood. Parecía como si todo el mundo quisiese organizar su
propia huelga. En 1980, los actores protestaron en masa, durante
noventa y cinco días ininterrumpidos entre julio y octubre, a fin de
obtener un margen de los beneficios de las películas que se
pasaban por televisión o que se vendían en los recién llegados VHS.
En 1981 fueron los guionistas del Writers Guild of America, unos
ocho mil quinientos, quienes, por razones similares, dejaron
empolvar sus máquinas de escribir durante noventa y dos días entre
abril y julio, a fin de reclamar la parte del pastel que no les estaba
llegando. En 1982, serían los miembros del Directors Guild of
America quienes afilaran sus hachas de guerra de cara al verano. El
rey de la comedia se encontraba en plena preproducción en el
momento del anuncio de los paros. Y Scorsese, por aquel entonces,
estaba hecho unos zorros. Había accedido al proyecto de Toro
salvaje medio muerto, pensando en echar el resto, en que sería su
última película. Había salido del trance vivo, pero exhausto;
necesitaba tiempo para recuperarse de la neumonía que se le había
agarrado al pecho durante el épico montaje del film. El comienzo de
los trabajos de rodaje de El rey de la comedia estaba previsto para
el mes de julio. De repente, la huelga obligaba a adelantar el
calendario de rodaje de modo inexorable. Era demasiado. Marty lo
recuerda con doliente exageración:
Si no empezabas a rodar en una determinada fecha y tenías cuatro semanas para
[rodar] las escenas importantes […] te podían parar la película mientras estabas
rodando. En esta película teníamos un productor primerizo, Arnon Milchan, que era un
tío verdaderamente estupendo, pero insistió en que teníamos que empezar a rodar el
primero de junio. O sea, cuatro semanas antes de lo previsto […]. Yo no debería haberlo
hecho y pronto estuvo claro que no estaba a la altura. En la segunda semana de rodaje
estaba suplicándoles que no me dejasen continuar. Iba tosiendo por los suelos,
gimiendo como un personaje de La montaña mágica 338 .

El rodaje fue verdaderamente traumático; una auténtica tortura.


No solo por la larga sombra de la huelga, que les obligó a trabajar
en condiciones infames («[f]ue como hacer una película con un
dinosaurio» 339 , afirmaría Marty), sino también por la cercanía
emocional del tema que retrataba. «Miro para atrás», le confesaría
Scorsese a Richard Schickel, «y me doy cuenta de por qué no
hubiera podido hacer El rey de la comedia en 1975, cuando De Niro
me dio [el guion] por primera vez. Estaba demasiado cerca» 340 .
Cerca, ¿de qué? De la propia historia de Rupert Pupkin, el
protagonista del film. De los sueños de grandeza que llevaba en la
maleta cuando llegó por primera vez a Los Ángeles a comienzos de
los setenta. De los famosos a los que acosaba, como Rupert, a fin
de ser uno de ellos. De aquellos guateques de Hollywood en los que
era ignorado por todos, pero a todos perseguía; en los que iba
dando tumbos cual hazmerreír rechazado e infatigable, cual
insistente perro faldero de los ricos y los famosos. «Yo era», llegaría
a afirmar nuestro héroe,
un oportunista. Iba a todas las fiestas, hablaba con todo el que podía con tal de
conseguir una película. Miraba a alguien y lo único que me preguntaba era si podría
ayudarme o no. Averiguaba cosas, maneras de poder verlas y encontrar tolerables sus
ideas aunque no fueran muy simpáticas. Tenía mi propia agenda. Era obsesivo,
implacable, falto de escrúpulos 341 .

Era, dicho de otra, manera, la viva imagen de Pupkin. Dio vida al


personaje, cómo no, su amigo De Niro, que entregaría en este film,
según Marty, la mejor interpretación de su carrera 342 . La película, en
el fondo, trataba de ellos. «Es tan sombría […]. Para mí va de cómo
surgieron mis fantasías y las de De Niro. Éramos como el tío de la
película. Queríamos entrar en el negocio del entretenimiento […].
Ahora somos parte de él. Es muy extraño» 343 . Pupkin sufriría otra
suerte que ellos, pero quizá no tanta, en el fondo; se trata, así, de un
film en el que Scorsese, en sus propias palabras, trata de «llegar a
un acuerdo con la decepción, la decepción con el hecho de que la
realidad es diferente del sueño» 344 . Acaso por ello, decidió «no
crear ninguna diferencia entre las fantasías y la realidad» 345 . El
modo de mezclarlas fue magistral, como se analizará de inmediato.
La película está rodada, más que ninguna otra del canon hasta
aquel momento, al modo del Hollywood clásico. El crítico Terrence
Rafferty afirmaría de ella que «en cierto sentido, El rey de la
comedia es un experimento para Scorsese, un experimento en el
ejercicio clásico de los directores americanos que le encantan, como
John Ford» 346 . El propio Scorsese le da la razón: tras la estilización
extrema de Toro salvaje, la biografía impura de Rupert Pupkin debía
ser un retorno a unos orígenes cinematográficos que su propia
filmografía no había conocido aún:
La gente había reaccionado a Toro salvaje de tal manera diciendo que era una película
hermosa —como con Días de cielo, podrías coger cada encuadre y colgarlo de la
pared— que decidí que mi próxima película tendría un estilo a lo 1903, más como The
Life of an American Fireman, de Edwin S. Porter, sin primeros planos. Es lo que intenté
hacer en El rey de la comedia347.

A pesar de todo, y de que Marty sigue afirmando de ella que no la


ha vuelto a ver, porque «es demasiado embarazosa» 348 , la cinta se
puede calificar como una de las más amargas y viscerales de toda
su carrera. Su empeño por realizar un film al estilo clásico —quizá
también catalizado por la necesidad de tomar una sana distancia del
personaje— quedó no obstante truncado. No solo porque, de vez en
cuando, se cuela algún movimiento de cámara demasiado
scorsesiano —como por ejemplo ese barrido horizontal en el que el
encuadre pasa, autoconsciente, de perseguir a Jerry Langford (Jerry
Lewis), a centrarse en su acosadora Masha (Sandra Bernhard)—
sino porque acabó invirtiendo los propios principios del clasicismo
cinematográfico.
En las primeras décadas del cine, pioneros como el mencionado
Edwin S. Porter o D. W. Griffith habían ido codificando el modo de
contar las historias. Pronto, de la mano sobre todo del segundo,
emergió una serie de reglas, que Hollywood esculpiría en piedra y
requeriría para sus producciones, porque tenían la facultad de
facilitar la legibilidad de la película, haciendo las historias accesibles
para el gran público. El teórico Noël Burch acertó al llamar Modo de
Representación Institucional (MRI para los eruditos) a este conjunto
de principios que, en su esencia, se apoya sobre el montaje; en
particular sobre una modalidad de puesta en serie que se denominó
montaje continuo.
Nos gusta el montaje continuo porque facilita nuestra percepción
de continuidad espaciotemporal; a fin de garantizarla, se apoya,
como en su primer y principal mandamiento, sobre la regla de los
180º. La norma se entiende fácilmente con un ejemplo: si dos
personas se miran mientras dialogan (o mientras se desprecian con
la mirada, eso es lo de menos) se establece entre sus ojos una línea
ficticia llamada eje de acción; este también puede ser descrito, por
ejemplo, por el movimiento de un personaje o de un vehículo. La
regla de los 180º afirma que, una vez establecido el eje de acción
—también llamado línea de los 180º— y mientras no se defina otro
distinto, la continuidad espaciotemporal de la secuencia se garantiza
cuando la cámara se mueve siempre de un único lado del mismo; se
evita, no obstante, posicionar la cámara sobre el propio eje. Un
corolario de esta regla más aquella del emparejamiento del eje de
miradas, que regula de manera fundamental las relaciones entre el
campo y el fuera de campo, es el esquema plano-contraplano. Dicho
esquema se puede visualizar a propósito del montaje de un diálogo,
en el que un plano mostrará a uno de los personajes hablando y el
siguiente, denominado contraplano, a su interlocutor. Plano y
contraplano están filmados desde extremos opuestos del eje de
acción y, por norma general, en ángulo oblicuo tanto respecto del
eje como del sujeto. Con frecuencia, este esquema presenta un
cierto grado de equilibrado gráfico, según el cual cada personaje
ocupa, al menos en parte, la región del encuadre que el otro deja
vacía. Fin de la teoría; compruébenla experimentalmente la próxima
vez que vean su serie predilecta.
Si uno quisiera salirse del sistema continuo, sería fácil: solo
habría que dejar que la cámara saltase del otro lado del eje de
acción. Se podría, también, montar una conversación directamente
sobre la línea de los 180º, con los personajes centrados en el plano
y mirando directamente a la cámara (uno de los pecados capitales
del MRI). Yasujirō Ozu o Wes Anderson son famosos por
sistematizar estas transgresiones, a las que también cede Scorsese
de vez en cuando; recuérdese, por ejemplo, el retrato del Cristo
coronado de espinas en La última tentación. En El rey de la
comedia, sin embargo, Marty escoge otra vía, más retorcida. A fin
de mostrar cómo, para Rupert Pupkin, no existe la diferencia entre
realidad y ficción, el cineasta recurre a una genuina prostitución del
esquema plano/contraplano. Sucede en la cuarta secuencia del film,
bien al comienzo, como para definir la lógica del mismo [ 25].
Como colofón de la introducción del relato, hemos visto a Rupert
Pupkin acompañar (en la realidad) a Jerry Langford en su trayecto
desde el plató en el que rueda su exitoso programa hasta su
apartamento. Para Pupkin, se trata un momento largamente soñado;
para Langford, el oneroso final de un largo día de trabajo. La
siguiente secuencia los presenta en un restaurante, cenando juntos.
El diálogo está rodado en plano/contraplano, con la cámara cercana
a los personajes, a distancia de plano medio corto. Jerry se queja de
lo agotador de su show en prime time, y le pide a Rupert un favor
desconocido, rogándole que lo vuelva a pensar. El espectador se
extraña, pero asume, siguiendo la lógica del cine clásico que, tras
un primer encuentro enrarecido y una elipsis de varios años, los dos
hombres han devenido amigos. Habrá triunfado Pupkin como
comediante televisivo. El personaje de De Niro se muestra
comprensivo con su amigo, pero condescendiente, casi molesto por
su petición. Un plano medio de resituación que muestra a ambos
comensales restablece el espacio global en el que (supuestamente)
sucede la acción; tras ellos, un dibujante los retrata. El siguiente
plano de Rupert retoma la distancia de la cámara durante el diálogo,
pero cambia su angulación, que deviene más divergente: Rupert
está ahora desplazado contra el margen derecho del plano, como
acorralado. Más importante aún: está en su casa. El siguiente plano
corta de nuevo a Jerry, mostrado como hasta ahora: misma posición
de cámara, mismo restaurante. En un nuevo contraplano desde su
casa, Rupert le da la réplica, en la que se hace de rogar, hasta que
la voz en off de su madre —cómo no, interpretada por Catherine
Scorsese— le saca solo por un instante de su fantasía de
omnipotencia narcisista. Prosigue la secuencia. No sabemos si el
siguiente contraplano de Rupert será en el restaurante o en su
cuarto.
El propio esquema del montaje continuo, elegido para garantizar
la continuidad espaciotemporal, muestra aquí su más perversa
ruptura. La continuidad solo reside, de hecho, en la cabeza de
Rupert. Como solo suele existir en la del espectador. Y así, sin
acaso pretenderlo, Marty revela la falsedad de uno de los
mecanismos básicos del cine. Toda película es una ensoñación.
Rupert se monta la película en su propia cabeza. Y se la cree. Ese
es su drama constitutivo. Por cierto que la secuencia concluye con
Rupert haciendo el plano y el contraplano sin corte de montaje:
ocupando, alternativamente, dentro del mismo encuadre, su
posición y la de Jerry, que son soldadas por medio de una breve
panorámica horizontal. La forzada carcajada de Pupkin, mientras
señala al vacío que va a ocupar de inmediato, acaba por poner el
broche a la descripción de su patología mental, cifrada en una falta
de fronteras tan necesaria en el cine como destructiva en la
realidad. Solo como apunte: el siguiente plano, que abre una nueva
secuencia, muestra a Jerry saliendo de una puerta espejada y
rodeada de espejos; una imagen como metonimia del borrado de los
límites entre realidad y ficción. Volveremos sobre ello más abajo.
El tema clave de la secuencia descrita ya era conocido para
Marty; ya lo había explorado antes. En una entrevista a propósito de
Taxi Driver, el cineasta afirmaría: «No pienso que haya ninguna
diferencia entre la fantasía y la realidad en el modo en el que deben
ser abordadas en una película. Por supuesto, si vives así, estás
clínicamente enfermo. Pero puedo ignorar la frontera en una
película». 349 La cita define el modo en el que vive Travis Bickle
(Robert De Niro), como arquetipo scorsesiano de tantos personajes
obsesivos y alienados después de él… y alguno antes. La
difuminación de los límites entre realidad y ficción es una constante
de la estética del canon, uno de sus rasgos más poderosos y que
opera a un nivel más profundo, con ramificaciones tanto temáticas
como formales. El primer borrado de esos límites, la confusión
primigenia en el cine de Scorsese, se da a propósito del montaje. O
adulterando su quintaesencia, como sucede en la secuencia
descrita. No podía ser de otra manera en un cineasta de quien su
montadora habitual, Thelma Schoonmaker, afirma que es «un gran
admirador de Eisenstein», aquel manipulador por excelencia de la
puesta en serie.
El montaje, sin embargo, no es el único mecanismo trapacero del
cine. También los decorados, por ejemplo, pueden mentir, o la
banda de sonido, por supuesto; El rey de la comedia ofrece jugosos
ejemplos del embuste ambos. Así, pocos minutos después de la
secuencia arriba analizada, al borde de la primera media hora del
metraje, la historia se traslada de nuevo al sótano que Rupert ha
llenado, como un santuario, de figuras de cartón-piedra de tamaño
natural de sus ídolos predilectos: Jerry Langford, Liza Minnelli,
Marilyn Monroe. Se sienta entre ellos. Dialoga con ellos antes de
irse a trabajar. Les saluda con un beso. Son su familia, su vida, su
todo. Allí prepara el casete que ha de entregar a la asistente de
Langford, Miss Lang (Shelley Hack) para que el cómico pueda
evaluar sus capacidades. El plano que sigue a esta escena es
interesantísimo [ 26]; es como el núcleo de la película, resume
toda su esencia. Se trata de una curiosidad, tanto en el film como en
el canon, en cierto modo de un hápax. Es un perfecto ejemplo de lo
que los algunos analistas denominan «encuadre nómada», a saber,
aquel «que aun remitiendo intensamente a un contracampo que lo
integre, se mantiene inseguro, aislado del conjunto» 350 . Aparece en
el encuadre una foto en blanco y negro. En ella, hombres y mujeres
de diversas nacionalidades y edades ríen y aplauden de modo
entusiasmado. En la banda de sonido se escucha aún la voz de
Pupkin, que da instrucciones en su cinta a Jerry Langford:
«¡Démosle una calurosa bienvenida al recién llegado rey de la
comedia, Rupert Pupkin!». En el momento en el que se nombra a sí
mismo, aparece de espaldas por la parte derecha del encuadre, muy
próximo a la cámara que comienza a retroceder, en un lentísimo y
ligeramente inestable trávelin de alejamiento de casi un minuto.
Nunca tanto como aquí fue el trávelin «una cuestión moral», que
diría (esta vez sí) Godard. A medida que la cámara se aleja, se
desvela el no-lugar en el que Rupert recita su monólogo, el mismo
discurso que se escuchará íntegro al final del film. Se trata de una
especie de cubo de paredes blancas, algo grisáceas; la reluciente
tarima, del mismo color, refleja de manera borrosa la imagen de
Rupert y de la multitud. Cuanto más dista la cámara del cómico que
no será, tanto más se acentúa la increíble sensación de
claustrofobia. La edición de sonido hace que las palabras de Pupkin
se ahoguen en un perturbador eco de risas enlatadas a través de las
cuales, como afirma acertadamente el crítico Tim Grierson,
«Scorsese crea una distorsionada realidad a modo de juego de
espejos […] un perfecto equivalente sónico de las retorcidas
fantasías que rebotan en la cabeza de Rupert» 351 .
El autor del decorado fue el mítico diseñador de producción Boris
Leven. El artista moscovita, nueve veces nominado al Oscar, acabó
por obtener la estatuilla por su trabajo a cuatro manos junto con
Victor A. Gangelin en West Side Story (Robert Wise y Jerome
Robbins, 1961). Hacia el final de su carrera, Leven confesaría su
principio profesional fundamental: «En mi trabajo siempre he
intentado alcanzar la mayor simplicidad, tanto en fondo como en
forma» 352 . El habitáculo que alberga el ensayo de Rupert es un
ejemplo de esta aspiración, llevada hasta el extremo; sus asépticas
paredes, que no conectan con ningún otro lugar del film, son un
modo de reducción al absurdo. El momento no forma en sí mismo
parte de la realidad de la historia; se sitúa al margen de ella,
llamando la atención sobre el propio discurso. Como un inmenso
signo de admiración que hubiese pintado Marty a hombros de Boris;
como una metáfora incómoda de la estrechez de una mente
perturbada. No fue la primera vez, ni la última, que Leven y
Scorsese colaboraron. El último film de la carrera del ruso sería, de
hecho, El color del dinero. Marty había entablado contacto con él
una década antes, para encargarle el diseño de producción de New
York, New York: «Dado que los sets del viejo Hollywood ya no
existían, hice que Boris Leven […] los construyese» 353 . Una
construcción que, por otra parte, resume bien el carácter irreal de
los relatos hollywoodienses, que no solo engañaban a través del
montaje, sino también por medio de la escenografía, según queda
apuntado y se desprende de las palabras del cineasta:
En las calles de la ciudad que había visto en los musicales de la Metro y la Warner
Bros., las aceras de Nueva York siempre se mostraban altas y limpias. Cuando era niño,
me di cuenta de que aquello no era cierto, sino parte de una realidad que habían
creado. Ahora, yo quería recrear aquella ciudad mítica… 354

El niño adulto que era Scorsese quería contestar en su musical a


la realidad oscura de las calles de Nueva York, tal y como la muestra
en el resto de sus filmes. Quería mentir a lo grande, como en el
Hollywood clásico, para dar la apariencia de verdad. Contrató a uno
de los más célebres diseñadores de producción, que había
construido los decorados de algunos de los filmes que lo habían
fascinado en su infancia y adolescencia, como Gigante (Giant,
George Stevens, 1956), El cáliz de plata (The Silver Chalice, Victor
Saville, 1954) o Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder,
Otto Preminger, 1959). Leven hizo un trabajo impecable en New
York, New York. Pero aquel, en efecto, era un mundo demasiado
hiperrealista para Scorsese, demasiado perfecto. Otro motivo más
por el que el film no funcionó.

***

Hacia el final de El rey de la comedia, Pupkin usurpa el show de


Langford antes de ser detenido por su secuestro. El larguísimo
plano es una suerte de contraplano retardado de aquel cuadro
nómada definido arriba; ahora vemos al héroe de frente,
declamando su discurso ante nosotros y ante la nación entera que lo
ve en prime time, acompañado de nuevo por las risas enlatadas.
Después, Rupert irá a la cárcel. El film concluye con una secuencia
de carácter documental, como tomada de un noticiero televisivo, en
la que se muestran ejemplares de las revistas Time, Newsweek y
People en cuyas portadas aparece Pupkin. Su autobiografía, escrita
en la cárcel, se convierte en un fenómeno de masas; los derechos
son vendidos por un millón de dólares; se prepara su adaptación al
cine. El último plano presenta el comienzo de su show, en el que es
alabado incesantemente. Como la versión soft de Travis Bickle que
es, Pupkin acaba también loado por su asombroso logro antisocial.
Si ese devenir es real o es la constatación definitiva de su locura,
poco importa. El final de El rey de la comedia es, en cualquier caso,
o precisamente por su ambigüedad, como un grito que pareciera
decir: importa más el relato, la ficción. El relato es lo más real que
existe, y el cine es su vehículo privilegiado. En términos bazinianos,
no cabe duda: Scorsese, que partía de la realidad que conocía y
que acaso intentó que su cine fuera una huella de la experiencia,
acabó por santificar la imagen. Y, quizás por eso mismo, esta acaba
por representar aquella con una fidelidad pocas veces alcanzada,
como se puede verificar en su ciclo de la mafia, según se ha visto en
el capítulo 5.
El rey de la comedia no fue, por supuesto, la primera vez que
Scorsese jugó a confundir al público mezclando la realidad objetiva
y la percepción subjetiva de un personaje; tampoco sería la última.
Normalmente, sin embargo, a diferencia de su estrategia en ese
film, lo hace sin previo aviso, sin dar la clave, a fin de extrañar y de
magnificar la respuesta emocional del espectador. Lo había hecho
en Malas calles, especialmente en aquella antológica secuencia en
la que amarró al pecho de Harvey Keitel una snorricam, para hacer
al público partícipe de la borrachera de Charlie (Harvey Keitel) al
son de Rubber Biscuit [ 27]. Lo había hecho en Taxi Driver, como
subraya la cita reproducida más arriba. Lo había llevado al extremo
en Toro salvaje, donde, según afirma, «quería hacer las escenas de
lucha como si los espectadores fueran el luchador, y sus
impresiones fueran las del luchador: lo que él pensaría o sentiría, o
lo que él oiría. Como ser golpeado todo el tiempo» 355 . Pero no solo
en esos momentos; también para lograr la inmersión del público en
los celos rabiosos de LaMotta (Robert De Niro), Scorsese estilizó la
mirada subjetiva y enfermiza del boxeador, a menudo a través de la
cámara lenta y un hábil uso de las escalas de plano. «Puedes
alucinar, y parece muy real», afirmaría Scorsese en otro lugar.
«Nunca tomé alucinógenos, pero más de un par de veces durante
los años setenta, podría jurar que vi algo que no estaba allí. La
paranoia alcanza su verdadera cumbre en Toro salvaje» 356 . ¿Besa
realmente Vicky LaMotta en la boca al mafioso Tommy Como
(Nicholas Colasanto) al despedirse de ella, o representa ese
momento el modo en el que lo ve la mente enferma de Jake, en un
ralentizado primerísimo primer plano? Seguramente ambas cosas,
pero no cabe duda de la segunda: a fin de transmitir la perturbación
de Jake, a propósito tanto de los celos derivados de su impotencia
como del modo que tiene de descargarlos —a golpes, en el ring,
como se desprende de modo especialmente patente de su combate
contra Tony Janiro (Kevin Mahon)— Scorsese manipulará tanto la
banda de imagen, con detalles como los que se han descrito, como
la banda de sonido, a través del excelente trabajo de Frank Warner,
aquel grandísimo creador de efectos sonoros.
Más allá de la experiencia alucinógena que constituye Jo, ¡qué
noche!, en la que todo es, sencillamente, surrealista y esperpéntico;
más allá de las secuelas de la culpa y la falta de sueño, que hacen
que el enfermero protagonista de Al límite, Frank Pierce (Nicolas
Cage), vea por doquier el rostro de Rose (Cynthia Roman), la niña a
la que no consiguió salvar de la muerte y cuyo fantasma le persigue;
más allá de los efectos de las drogas sobre el propio Pierce, por
ejemplo, o sobre Jordan Belfort, dos películas del canon aparte de
El rey de la comedia, Taxi Driver y Toro salvaje se asientan como
sobre sus cimientos en la confusión entre la realidad y la percepción
distorsionada del protagonista. Una es, lógicamente, La última
tentación de Cristo, en la que solo la breve secuencia final recuerda
al espectador que todo lo que ha sucedido desde la bajada de Jesús
de la cruz no es más que una tremenda paranoia inducida en el
momento de mayor debilidad por Satanás, a quien el mismo Cristo
define en el Evangelio como «mentiroso desde el principio y padre
de la mentira» (Jn 8, 44). La otra es Shutter Island, en la que el
protagonista, Teddy Daniels (Leo DiCaprio), acepta asimismo su
sacrificio personal —la lobotomía en el faro— a fin de volver a la
realidad, permitiendo que le extirpen las memorias falsas. La
temática y los finales de ambos filmes están directamente
relacionados entre sí, resumidos en la frase con la que Daniels
accede a la cirugía: «¿Qué sería peor? ¿Vivir como un monstruo, o
morir como un hombre bueno?». Y quien dice monstruo dice traidor;
para Scorsese no deja de ser lo mismo, como veremos más abajo.
Con Shutter Island sucedió un poco como con Jo, ¡qué noche!
Marty estaba en conversaciones con la Warner para hacer El lobo
de Wall Street. Aunque parecía que todos querían avanzar, los
ejecutivos de la major albergaban serias dudas con respecto al
proyecto. Sin llegar a los extremos de lo que sucedió con la
Paramount durante la preproducción de La última tentación de
Cristo, pasaban los meses y la confirmación por parte de la
productora se hacía esperar. En este ínterin, llegó a las manos del
maestro un guion de Laeta Kalogridis basado en la novela de
Dennis Lehane Shutter Island. Marty lo comenzó una noche
después de cenar; no pudo parar de leerlo; le conmovió
profundamente la cita del film que se reproduce en el párrafo
anterior, la decisión de Daniels. Logró conectar profundamente con
el argumento:
Siempre me he sentido atraído hacia ese tipo de historias. Lo que me interesa es cómo
la historia cambia sin cesar, y la realidad de lo que sucede cambia sin cesar y cómo
hasta la mismísima última escena, todo gira en torno a cómo la verdad es percibida 357 .

Más que en ninguna otra película de su carrera, el realizador


neoyorkino juega aquí confundir al espectador, a la construcción de
un mundo que obedece a la psique enferma del protagonista. Más
aún, como sintetiza Richard Schickel de modo formidable: «Aunque
está filmada de modo realista, se revela como pura irrealidad, como
las fantasías descabelladas del personaje psicópata de
DiCaprio» 358 . En el clímax del film, la identificación entre el
protagonista y el espectador llega también a su cénit [ 28]. Los
planos subjetivos de Daniels, pistola en mano, que se asemejan a
los de un videojuego de disparos en primera persona, amalgaman la
mirada del público con la del perturbado personaje; su grito en ese
momento, «¡Todo es mentira!» hace de altavoz del hartazgo del
respetable. Es en esa misma secuencia en la que vemos a Daniels
disparar al Doctor John Cawley (Ben Kingsley), de tal modo que se
proyectan detrás de él los disparos de bala ensangrentados; tras un
contraplano de Daniels, veremos al psiquiatra intacto de nuevo. En
ese momento, se hace patente el juego de prestidigitador al que
Scorsese nos ha sometido: el narrador cinemático 359 * se revela
como narrador no fiable. No podemos creer nada de lo que han visto
nuestros ojos, porque el narrador externo había asumido la
percepción interna del personaje. Y el personaje estaba
confundiendo, en su mente perturbada, la realidad y la ficción.
De hecho, el propio Scorsese explica cómo solo ese momento en
el que se desvela el truco y el metraje sucesivo con el que concluye
la película, se corresponden con la realidad. Y cómo todo lo anterior,
incluso la secuencia del viaje en barco a la isla con la que arranca el
film, es mentira. Parece real, pero «jamás sucede» 360 . Algo que
parece casi imposible de averiguar si el propio autor no lo desvelase
y que explica la frustración de tantos espectadores que criticaron el
film. Mirada con detalle esa secuencia primigenia, sin embargo, se
descubre una pista, sutil pero elocuente a la vista del resto de la
filmografía scorsesiana, aunque quizá no tanto en el interior del
propio relato. Tras el gran plano general de un acorazado que
inaugura el film, vemos a Daniels en un baño. Se mira al espejo y se
infunde ánimos. Poco después, DiCaprio habla directamente a la
lente, en un primer plano frontal. La cámara toma así la perspectiva
del espejo mismo, el cual «cuestiona la verdad aparente o pone de
relieve el engaño» 361 , como recuerda el profesor Sánchez Noriega
en su magnífico tratado a propósito de los espejos en el cine. El
aviso estaba ahí, aunque resultaría más opaco que en otros casos
del resto del canon, en el que dichos espejos, en cualquier caso,
ostentan un lugar privilegiado.
***
El duplicado con el espejo proporciona al relato audiovisual un fantasma, un personaje
que siendo el mismo es, en realidad, necesariamente otro. Otro yo, un yo interior, una
conciencia moral, doble personalidad, máscara, simulacro o un rol construido para la
ocasión. Hay que recordar que el espejo no es objetivo y el mero hecho de mirar, el
deseo de mirar, proporciona una imagen asimétrica; […] la existencia de un espejo en el
espacio dramático donde se miran los personajes provoca alteraciones en el diseño de
estos, en la narración y en el propio estatuto del relato 362 .

A numerosos pasajes del canon podría aplicarse esta cita del


citado ensayo de Sánchez Noriega, pero hay uno que destaca sobre
todos ellos; aunque el autor no se refiere a él en su libro —solo
menciona un film de Scorsese en la obra— parece escrita para
definir aquel momento, que acontece en Silencio. El joven e idealista
jesuita Rodrigues (Andrew Garfield) ha regresado a la aldea de
Goto, aquella que, tras la de Tomogi, lo acogió junto al padre
Garrupe (Adam Driver) al llegar al Japón. Rodrigues está solo tras
haberse separado de su compañero, quien seguirá en busca del
Padre Ferreira. El misionero llega a la aldea y se la encuentra
solamente habitada por los gatos. El abandono del lugar es una
mala señal, muy posiblemente la fe en Cristo les ha valido a sus
vecinos el exilio, la cárcel, el martirio o la muerte. Rodrigues está
desolado. El silencio de Dios pesa como una losa infinita. De
repente, aparece de nuevo Kichijiro (Yōsuke Kubozuka), el apóstata
alcohólico; el traidor maloliente que, sin embargo, da de comer al
padre, lo acompaña y le señala un arroyo de aguas claras donde
paliar su agotamiento. El hambre, la sed, el cansancio y la
pesadumbre que aquejan a Rodrigues lo llevan a alucinar: al mirarse
sobre la superficie del agua, ve su rostro transfigurarse en el del
Cristo Salvador de El Greco. (Marty escogió el retrato de El Greco,
en lugar del de Piero della Francesca al que se refiere el personaje
cuasi homónimo —Sebastián Rodrigo— en la novela de Shūsaku
Endō, por ser «más compasivo» 363 ). La deformación de las
facciones propia de El Greco añade una capa de distorsión a la
percepción subjetiva del religioso, compartida con el espectador a
través de la imagen especular que le devuelve el remanso. En
efecto, la asimilación tiene sentido existencial: Rodrigues imita a
Cristo en el vía crucis que comienza; como a Cristo en el huerto de
los Olivos, vienen ahora a prenderle los soldados, avisados por la
delación Kichijiro, su Judas particular. El reflejo imposible del rostro
de Jesucristo superpuesto al suyo propio es también el sello de su
alienación. Rodrigues, de hecho, al ver así transformada su imagen
sobre las aguas, empieza a carcajearse como un loco, a moverse
con grandes aspavientos, como fuera de sí. Es su primer punto de
inflexión, el cénit de su idealismo, mediado por un espejo de aguas
tranquilas, que marca un cambio evidente en el tono del relato; el
segundo y definitivo será aquel en el que vea oscurecerse en su
mente el mismo rostro que ahora contempla, en el momento
decisivo de la ausencia de Dios.
De manera análoga, también la famosa secuencia You Talkin’ to
Me? [ 29] de Taxi Driver jalona el punto de no retorno de Travis
Bickle. Su discurso ante el espejo, improvisado por De Niro, no deja
lugar a dudas. La imagen especular que proyecta Travis es,
precisamente, la que rueda Scorsese en su inquietante arenga; el
lunar que ostenta la mejilla derecha de De Niro, y que aquí aparece
sobre la izquierda, lo delata. Literalmente la proyección del
personaje, de sus fantasías destructoras hechas realidad, es la que
intimida al Travis de carne y hueso; su reflejo lo amenaza porque ve
en él precisamente todo aquello contra lo que se quiere alzar: «la
escoria, las putas, los perros, la suciedad y la mierda», como nos
dirá su voz over cuando lo veamos, poco después, postrado en su
lecho, maquinando su venganza. La secuencia del espejo lo deja
claro: nunca se trató de Travis contra el mundo. Siempre fue una
guerra de Travis contra Travis, contra la imagen despreciada de sí
mismo que proyecta sobre todos los demás.
Como en estos casos, los espejos en el cine de Scorsese suelen
ser un punto de inflexión, que sella una mutación en el relato o
incluso abre una insospechada dimensión de mise-en-abyme —de
representación dentro de la representación—; pero no tienen por
qué serlo. También pueden constituir un punto de llegada, como la
secuencia [ 15] en la que Jake LaMotta, con las palabras de Terry
Malloy, reflexiona frente al espejo de su camerino sobre el fracaso
de su vida, de su carrera como boxeador y de la relación con su
hermano. Pueden marcar, asimismo, un punto de partida, como ya
se comentó a propósito de Shutter Island; este es el caso, también,
de Malas calles [ 6]. Sobresaltado por alguna pesadilla, Charlie se
levanta de la cama. Sobre la pared un crucifijo, de fondo los ruidos
del tráfico y las sirenas de la policía. Su imagen preocupada ante el
espejo es metonimia de ese desgarro fundamental del canon en
general y de este film en particular entre la ley de Dios y la ley de la
calle, explorado en profundidad en el capítulo 3. Una dicotomía,
como la de Travis Bickle, a modo de esquizofrenia, resumida en el
desdoblamiento de un personaje que ve en el cristal azogado una
suerte de Doppelgänger delirante.
Como punto de partida, los espejos tienen una relevancia nuclear
no solo en algunos filmes, sino en el canon en sí mismo. No solo
porque, como ya se ha comentado, el plano inaugural de Who’s
That Knocking at My Door? presente ya un espejo o porque la
primera secuencia erótica del film despliega, a través de otro, todo
su psicoanalítico simbolismo, sino porque, antes incluso de este
primer largometraje, ellos ya estaban ahí, como en el corto The Big
Shave, que transcurre de manera íntegra en un cuarto de baño
frente a cuyo espejo se afeita el protagonista Peter Bernuth,
hiriéndose de modo cruento en el proceso. Desde entonces, desde
aquellos mismos albores, la obsesión por los espejos se antoja en
Scorsese crónica, progresiva e incurable.
Los espejos suelen mostrar a los personajes scorsesianos su
realidad menos accesible, más honesta por más profunda; ellos
constituyen, a menudo, un mecanismo revelador, tal y como acierta
de nuevo a describir con precisión el profesor Sánchez Noriega:
El espejo facilita la toma de conciencia, el reflejo del rostro devuelve a quien se mira la
imagen precisa de su verdadera situación o sirve para el desnudamiento, para eliminar
la máscara que oculta la verdadera identidad, voluntad o posición moral 364 .
Esto es, precisamente, lo que sucede en el momento climático de
El color del dinero. Por obra y gracia de la maestría de Michael
Ballhaus, director de fotografía del film, Eddie Felson (Paul
Newman) ve su rostro reflejado en la oscura bola de billar que está a
punto de golpear. Es indudable que ganará la partida y que el triunfo
le conducirá a la final del torneo de billar que está jugando; es
presumible que vencerá también en esa final. Eddie se observa en
su imagen catóptrica de distorsión esférica; el momento se
reproduce a cámara lenta, a fin de subrayar su relevancia. Para
sorpresa del público, el buscavidas desatornilla las dos mitades de
su mítico taco Balabushka y abandona la partida. Su contrincante,
vencedor técnico, está frustrado. El público no sale de su asombro.
La imagen de la bola le ha devuelto su sentido y su identidad: no
está ahí para ganar un torneo. Quería vencer a Vincent Lauria (Tom
Cruise), creía que lo había hecho en el duelo anterior, el que le abrió
las puertas de las semifinales. Pero el muchacho, junto a su
inseparable Carmen (Mary Elizabeth Mastrantonio) va a visitarle a la
habitación de su hotel tras perder aquella partida y le entrega un
sobre con ocho mil dólares. Apostó por Eddie, y se dejó ganar para
ganar la apuesta. Siente que el dinero corresponde a su maestro; al
menos, siente que con ese dinero puede humillarlo. Así, al mirarse
en la especular esfera, se actualiza el recuerdo de la humillación. El
contrincante que él quiere está sentado en la grada. El único público
que desea, las dos mujeres que los aman. Quiere demostrarse que
puede ganar al chico. Exclamar, como de hecho hace en el último
plano del film: «I’m back». Y solo puede hacerlo en privado. Y, por
cierto, en una sala llena de espejos.
El intento de toma de conciencia ante el espejo se repite en otros
lugares del canon, en el que los personajes, alienados, buscan en
su imagen especular el último nexo con la realidad objetiva. Así, al
igual que Teddy Daniels se mira al espejo tras lavarse la cara al
comienzo de Shutter Island para intentar no perder la cordura, Frank
Pierce, desde un ángulo muy parecido, hace lo propio en Al límite en
el cuarto de baño del piso de Mary (Patricia Arquette), en un
momento de sosiego que lo rescata por un instante de su
percepción alucinada. En El aviador, por otra parte, resulta
indiscutible la relevancia de los espejos en varios momentos a lo
largo del metraje en los que la cámara asume la posición del vidrio
azogado sobre el que se mira Hughes tratando de adherirse a su
imagen catóptrica como al último clavo ardiendo contra su galopante
locura, de la que su reflejo es, por otra parte, un doloroso acuse de
recibo. Los espejos adquieren un particular protagonismo en la
secuencia final del film [ 30] —que rima de nuevo en fondo y
forma con la inicial de Shutter Island, y la trasciende—, al albergar el
vidrio azogado la proyección del origen de los miedos más
profundos de Howard Hughes, de su trastorno mismo. Más cómico
es el momento en el que Paul Hackett (Griffin Dunne) se observa en
el espejo del bar que sirve de quicio a su noche neoyorkina, como
quien se pellizca tratando de averiguar si está despierto; lo hará
varias veces, en diversos lugares, a lo largo del metraje. En esa
ocasión, sin embargo, un trávelin lateral descubre algo que atrae la
mirada de Hackett más aún que su propia imagen desesperada:
junto al marco izquierdo del espejo, un garabato en la pared muestra
a un tiburón que muerde el pene del monigote representado. Una
visión que es como la guinda surrealista y freudiana de la absurda
situación de Hackett, quien se mira al espejo de nuevo, como
intentado convencerse de que lo que ha visto, de que todo lo que
está viendo, salvo su imagen especular que busca incansable, no es
real.
Se podrían mencionar muchos otros momentos del canon en los
que los espejos asumen un indiscutible protagonismo formal y
narrativo. Podría hablarse, por ejemplo, de aquel mítico plano de
Casino que capta el reflejo del coche de Nicky Santoro (Joe Pesci)
atravesando de lado a lado las gafas de Ace Rothstein (Robert De
Niro), que lo espera en el desierto, o del espejo de tocador a través
del cual Jenny (Cameron Díaz) observa a sus pretendientes en
Gangs of New York, deteniendo la búsqueda cuando sobre él
aparece la imagen de Amsterdam Vallon (Leo DiCaprio). Para no
aburrir al lector, sin embargo, detenemos aquí el recuento, no sin
antes mencionar, como colofón y en virtud de su marcado
simbolismo, su relevancia narrativa y su complejidad técnica, los dos
planos de Infiltrados protagonizados por un juego de tintineantes
espejuelos. Agazapado entre las sombras del patio de butacas de
un cine porno propiedad de Frank Costello (Jack Nicholson), Billy
Costigan (Leonardo DiCaprio) observa el encuentro entre el mafioso
y Colin Sullivan (Matt Damon). La tensión de Frank y su entorno
comienza a hacerse insoportable porque Colin —infiltrado de
Costello en la policía de Boston— no consigue dar con su homólogo
inverso, es decir, con la rata; o sea, el propio Costigan, el infiltrado
de la policía en el círculo de Frank. Costigan persigue a Sullivan tras
abandonar la sala; este parece haberse perdido entre la multitud y el
humo del barrio chino. De pronto, Costigan detiene su mirada sobre
el juego de espejuelos. Sus ojos se reflejan en múltiples de ellos:
una perfecta metáfora de la hipervigilancia a la que están sometidos
tanto él como el hombre al que persigue. El contraplano muestra al
agente afinando la vista. Se repite, entonces, el plano de los
espejuelos, y los ojos de Costigan son sustituidos por múltiples
imágenes de la espalda de Sullivan. El encuadre sintetiza a la
perfección el juego de espejos sobre el que se construye un film
que, más que ningún otro del canon, gira en torno a la mentira como
el único pecado verdaderamente imperdonable de la ética
scorsesiana. Como el único que, realmente, merece ser castigado
con la mayor dureza posible. Es decir, con la muerte.

***
Había un contraste entre las películas y el lugar en el que vivía. Crecí en un pueblo de
Sicilia recreado en el Lower East Side. Ya sabes, en Sicilia no te fías de nadie. No es
que sea muy avanzado, pero la realidad es que, en cierto modo, creces lleno de
desconfianza. […] Habiendo crecido en ese mundo, la peor cosa que podías hacer era
la traición […]. Bueno, ella tiene que ver con el amor. […]. Porque hay un vínculo entre
esas personas. Si no fuera así, no les afectaría tanto 365 .
Al igual que la pertenencia a la mafia es, para Martin Scorsese,
un asunto ante todo afectivo, también lo es la traición. La traición
presupone una relación complicada con la verdad; la comisión de un
pecado que revela otro anterior. La traición implica el descubrimiento
de una verdad que expone un sistema de mentiras, o bien de una
mentira insertada en la confianza que da el afecto y que, por ello,
mismo dinamita ese mismo afecto sin posibilidad de restaurarlo.
A veces, tal imposible emana del hecho de que los traidores y los
traicionados mueren los unos a manos de los otros. Es lo que
sucede, por ejemplo, en la ya comentada secuencia del asesinato
de Nicky Santoro en el campo de maíz en Casino. La ínfima ralea
moral de Nicky se presenta a lo largo del film por activa y por pasiva:
es machista, extorsionador, ladrón y asesino. «Pero ese es el
mundo en el que está», dice Scorsese. «No hay otro mundo. Y hay
que hacer que deje de respirar […]. Hay que tenderle una trampa
[…]. ¿Y merecía eso, como ser humano, de sus amigos más
íntimos?». Ya conocemos la respuesta, se vio en el capítulo 5.
Según la ética scorsesiana, alguien como Nicky puede merecer la
muerte, pero nunca el engaño de los suyos; la primera puede ser
justa, el segundo es imperdonable. Desde esta perspectiva, por
tanto, se entiende bien el drama profundo que representa Silencio
dentro del canon, al girar en torno a las implicaciones existenciales
que conlleva el acto de apostasía, que sus protagonistas
experimentan como una traición a Dios mismo.
Scorsese acaba por conceder la redención —no sin castigo, por
supuesto— a maltratadores celosos como Jake LaMotta, mafiosos
como Henry Hill (Ray Liotta), ladrones como Sam Rothstein,
adúlteros en serie como Jordan Belfort (Leo DiCaprio), drogadictos
como lo son casi todos ellos; el autor considera sus fechorías como
meros pecados veniales. La mentira directa, descarada y
manipuladora, sin embargo, la hipocresía en su estado más puro, no
suele obtener misericordia y constituye para Scorsese —junto con
un cierto tipo de soberbia ambición que no es más que otra variante
de la mentira— la transgresión imperdonable. Acaso el ejemplo más
explícito de ello se da en Los asesinos de la luna. Durante buena
parte del metraje de la película, el necio Ernest Burkhart (DiCaprio),
arteramente manipulado por el cacique —todo un político de pura
cepa— William Hale (De Niro), mata a su mujer lentamente, so
pretexto de inyectarle insulina. Mezclada con la hormona, una
solución letal le es inoculada a Mollie cada vez que le pincha su
marido. Ella —mucho más astuta que él, mucho más inteligente— lo
intuye todo el tiempo, pero ¿cómo podría demostrarlo? Más aún,
¿cómo poder asumir que su marido, que la ama de veras, le está
quitando la vida poco a poco, a fin de heredar su pingüe crédito?
Mollie lo sabe, pero no lo quiere saber; Ernest también lo sabe, pero
querría no saberlo; desearía tener algo de fortaleza que apuntalase
su conciencia. Llega a pincharse a sí mismo el veneno, acaso como
una forma de empatía o de estéril penitencia. Al fin, en un arrebato
de coraje, sepultado por la losa de una conciencia machacada, y en
contra de los consejos de su tío William, Ernest decide declarar en
juicio toda la verdad, la amplia retahíla de todos sus crímenes.
¿Todos? No. Después de proclamada la sentencia —benévola para
él, en virtud de su confesión— su mujer le pregunta si sabía que le
inyectaba algo con la insulina [ 31]. Podría dormir con su asesino
arrepentido, con un ladrón contrito y humillado, pero no con un
hombre mentiroso. Lo primero tiene cura, lo segundo, difícilmente.
Ernest miente de manera flagrante, incapaz de hacer frente al juicio
de su mujer, carcomido por la vergüenza. Ella, sin decir nada, se
levanta y se va. En la siguiente secuencia, que sustituye, en forma
de programa de radio filmado, a los títulos con los que suelen
concluir las películas basadas en hechos reales, aprendemos que
Mollie decide divorciarse de Ernest. La traición, a gran o pequeña
escala, es indeleble, marca para siempre a una persona.
En el menos trágico de los casos, pero no por ello menos dañino,
la traición asesina un vínculo, como el de Mollie y Ernest o el de
Newland Archer (Daniel Day-Lewis) y su esposa May (Winona
Ryder) en La edad de la inocencia. Este film embebe a sus
personajes en un pacto de silencio social en el fondo no tan distinto
de la omertà de la mafia. El moralismo victoriano no es más que otro
sistema de mentiras. Se puede hacer, pero sin que se note. Archer
puede ser el amante de la Condesa Elena Olenska (Michelle
Pfeiffer) o estar enamorado de ella, pero nadie debe saberlo. Por
ello, es de una insospechada relevancia el momento en el que May
descubre la mentira de su marido. Él iba a ir a Washington a ver a
Olenska. La versión que la da a May es que tiene un viaje de
trabajo; es abogado y lleva allí una causa. Al final, la condesa
decide ir a Nueva York, donde vive el matrimonio, por lo que Archer
suspende su viaje. Su mujer, sin embargo, está al tanto de todos los
movimientos, y destapa sutilmente la mentira. Podría parecer una
escena marginal del film, pero se trata realmente de su verdadero
punto de inflexión y, según Scorsese «una de las razones por las
que quise hacer la película […] ambos saben que él ha mentido,
pero ninguno lo dice de hecho. Me pareció fascinante filmar eso con
un toque ligero […]. Fue divertido; como pintar una miniatura 366 ». El
fragmento, en efecto, es de una delicadeza casi insoportable;
resultaría cursi en manos de cualquier otro, pero Scorsese le ofrece
el contrapeso emocional que tiene en su cine la mentira, que es
para él la peor de las violencias. Los protagonistas del fragmento
nunca volverán a ser los mismos, ni lo será su matrimonio.
Habitualmente, no obstante, la traición acaba en la muerte. El
mejor ejemplo es Inflitrados. Todos los conocedores e integrantes de
la trama de doble traición entre la banda de Costello y la policía de
Boston acaban aniquilándose los unos a los otros. Un matón del
mafioso ejecuta a Oliver Queenan (Martin Sheen), jefe de la Unidad
de Investigaciones Espaciales y, por tanto, también de Costigan;
este, por su parte, muere después también a manos de los
mercenarios de Costello, en el mismo edificio que su superior; había
capturado allí a Sullivan, quien acabará con la vida de Costello, tras
confesar este que, en efecto, era un informante del FBI. Solo existe
un personaje verdaderamente leal dentro de la red de traidores,
cuya malhablada boca nunca conoce la mentira. Se trata de Dignam
(Mark Wahlberg). Su veracidad le lleva a ser retirado tras la muerte
de Queenan, y le capacita, también, para ejercer su venganza como
un ángel de la muerte en el último plano del film, en el que elimina a
Sullivan.
En los casos en los que, a diferencia del anterior, la traición no
acaba en la muerte, sino que la pasa rozando, la única manera de
sobrevivir es con una traición aún mayor. Cuando Henry Hill va a
visitar a Paulie (Paul Sorvino), su protector, tras haberle engañado
por traficar con cocaína, se masca la tragedia. Henry sabe que ha
roto una confianza sagrada. Paulie no deja lugar a dudas: «Me
miraste a los ojos y me mentiste. Me trataste como a un jodido
imbécil. Como si nunca hubiera significado nada para ti. […] Ahora
debo darte la espalda». Le da también 3.200 dólares, todo lo que
lleva en el bolsillo. Henry sabe que no acabará ahí la cosa. Una vez
expelido de la protección de la mafia, es más probable que rompa el
pacto de silencio. No es de fiar. Hay que eliminar a su mujer y
eliminarlo a él. Jimmy Conway lo intenta con ambos [ 32]. A ella
trata de tenderle una trampa con buenas palabras y bajo pretexto de
regalarle, en un local donde la esperan unos matones, unos vestidos
de Dior. Pero Karen, en un instante de lucidez, sospecha, arranca el
coche y se va. Con la misma faz inocente que ha puesto ante ella,
Jimmy le pedirá a Henry en la secuencia siguiente que vaya a
Florida a neutralizar a un traidor, acompañado de Anthony. El uso
del dolly zoom en ese momento avisa a nivel visual de las alarmas
que se despiertan en el interior de Hill; lo confirma su voz en over,
que ha guiado, junto con la de su mujer, todo el relato. «Jimmy
nunca me había pedido antes que le diese una paliza a nadie. […]
Es entonces cuando supe que jamás hubiera regresado vivo de
Florida». La muerte se asoma en el horizonte y Henry lo sabe. Se lo
dice a su mujer, entre gritos. El único modo de seguir con vida es
traicionar a lo grande a Paulie y a Jimmy. Así que Hill decide pasar
junto con su mujer y sus hijos al programa de protección de testigos,
y delatar en juicio a ambos. Él se salvará en el programa, aunque
tendrá que pagar el peaje del divorcio de Karen y el de convertirse
en un «average nobody», en un don nadie cualquiera; los créditos
finales afirman que Cicero y Conway, sin embargo, morirán entre
rejas.
El momento de verdad suprema de Henry Hill confesando en
contra de las manos que le dieron de comer supone una violación
de las reglas de la omertà tal que Scorsese le permite, incluso,
transgredir las leyes constitutivas del relato cinematográfico clásico.
Henry Hill, desde el estrado de los testigos, habla directamente a la
cámara, no en over, como ha hecho todo el tiempo, sino desde
dentro de la diégesis. Los teóricos llaman metalepsis a estas
transgresiones narrativas que confunden lo que está dentro del
relato con lo que está fuera, o bien aquello que pertenece a un nivel
narrativo con lo propio de otro distinto. Una metalepsis corona, por
tanto, el final de Uno de los nuestros, y con otra —como para
mostrar la continuidad entre ambos filmes— arranca la película del
canon más parecida a un remake de la anterior. Que no es Casino,
como muchos quisieron ver, sino El lobo de Wall Street. A su
protagonista, Jordan Belfort, se le otorga, incluso, ir más allá en la
transgresión. Scorsese revierte, de hecho, desde el principio, otra de
las reglas fundamentales de la narración clásica, a saber: que el
narrador cinemático, el principio ordenador de las imágenes y los
sonidos, sabe más que los personajes. En El lobo de Wall Street,
Belfort se las sabe todas, sabe más que nadie; más, incluso, que el
narrador, a quien contradice cuando afirma, al principio del film, que
su Ferrari no era rojo, sino blanco, de modo que se opera en las
imágenes el cambio de color del bólido. Estos pecados narrativos
jalonan todo el metraje. Como cuando, de modo análogo a Hill,
Belfort mira al espectador y le explica conceptos económicos, o bien
cuando su voz over presenta a los personajes o se convierte en el
principio ordenador del montaje o las paradas de cámara. Más aún,
en la secuencia conclusiva de la película se nos muestra no solo la
nueva vida de Belfort como «average nobody», dando charlas
motivacionales, sino que el presentador que da la bienvenida al
personaje Jordan Belfort, interpretado por DiCaprio es… el propio
Jordan Belfort. El de verdad. La confusión entre realidad y ficción
alcanza, de esta manera y aunque de modo implícito, un nuevo
nivel. Se trata de la metalepsis elevada a su máxima potencia, en la
difuminación entre lo que pertenece a la historia y la realidad fuera
de ella, que encuentran en Belfort su punto de tangencia.
No obstante, todas esas mentiras narrativas parecen un juego de
niños al lado de las que estructuran el relato de Casino. El film
comienza cuando Sam «Ace» Rothstein, ataviado de su americana
roja, camina hacia su coche [ 33]. La cámara le acompaña en un
trávelin a la vez que se aleja de él, conocedora de lo que va a
suceder. Sam gira la llave del vehículo. Se produce un sutilísimo
corte de montaje: el espectador atento puede descubrir, ahora, que
en el asiento del conductor hay un muñeco rígido; un detalle solo
perceptible bajo la lupa del analista obsesivo. El coche explota, y los
títulos de Saul y Elaine Bass muestran una figura humana
encorbatada volando por los aires, entre tonalidades de rojo infernal.
Cuando se oye, por tanto, a Rothstein narrar su propia historia en
over, el espectador cinéfilo no puede sino entenderlo como un guiño
a la originalidad de Billy Wilder, que dejó que el protagonista
asesinado al principio de su maravillosa El crepúsculo de los dioses
(Sunset Boulevard, 1950) fuese el mismo narrador en over del film.
Solo al final de Casino entenderá el público que ha sido engañado,
que Scorsese le tendió una trampa en el minuto uno. A través de un
uso inusualmente hábil de la frecuencia repetitiva —aquella que
representa varias veces lo que ha sucedido una sola vez— somos
testigos de que Sam consigue zafarse de la explosión. Con su
muñeco inicial y su corte de montaje, Scorsese había entregado un
embuste estructural, haciendo creer al respetable que quien narraba
estaba muerto. El engaño, por otra parte, es doble. O, según se
mire, se puede considerar solo como medio engaño. El relato
múltiple del intento de asesinato de Rothstein enmarca la secuencia
de la liquidación de Nicky y su hermano en el campo de maíz [
18]. Nicky, otro de los narradores over, capaz además de
interaccionar con las imágenes y de leerlas —como Jordan Belfort—
para el espectador en la sala, sí habla, en efecto, desde ultratumba.
Pero, cuando nos damos cuenta, ya nada nos sorprende: después
de casi tres horas asumiéndolo, nos parece lo más normal del
mundo.
La metalepsis trascendental de que es depositario Nicky releva,
en efecto, que el cine posee, para Scorsese, un carácter salvífico,
que lo hace capaz de obrar el más divino de todos los milagros: la
resurrección de los muertos. Su creencia en el poder del relato se
asemeja a la de la versión de San Pablo que ofrece —triangulada
junto con el guion Schrader y la interpretación formidable de Harry
Dean Stanton— en La última tentación de Cristo. Hacia el final de la
larga secuencia del universo alternativo que Satanás ofrece al Jesús
apeado de la cruz, Pablo establece con este un delicioso forcejeo
dialéctico en torno a la capacidad de los relatos para hablar de
verdades más profundas [ 34]. Marty confió, como el apóstol, en
esa capacidad, aunque, a diferencia de él, nunca pudo ser
sacerdote ni construyó sus relatos por medio de la palabra; lo hizo a
través del cine, su otro dios. Entendió que él era el vehículo
privilegiado para crear mentiras capaces de expresar verdades,
desde las más banales hasta aquellas, tejidas de un par de certezas
e infinidad de interrogantes, que anidan en el fondo del alma
humana.

332
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese. Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
69.
333
Le petit soldat (1963): Dirigido por Jean-Luc Godard. Francia: Les Productions Georges
de Beauregard. 24’ 37’’.
334
Die dritte generation (1979): Dirigido por Rainer Werner Fassbinder. Alemania:
Filmverlag der Autoren, Tango Film, Pro-jekt Filmproduktion. 14’ 35”.
335
Bazin, André (2014): ¿Qué es el cine? 10.ª ed. Madrid: Rialp, pp. 23 ss.
336
Eisenstein, Sergei M. (1988): «The Montage of Film Attractions», Selected Works, Vol.
1: Writings, 1922-1934. Londres: BFI Publishing, p. 39.
337
Bazin (2014): Op. cit., p. 82.
338
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese. Londres: Faber and
Faber, p. 87.
339
Ibid.
340
Schickel (2011): Op. cit., p. 153.
341
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes. 7.ª ed. Barcelona: Anagrama,
p. 306.
342
Cfr. Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 92.
343
Grierson, Tim (2015): Martin Scorsese in Ten Scenes. Londres: Ilex, p. 68.
344
Schickel (2011): Op. cit., p. 155.
345
Ibid., p. 154.

346
Rafferty, Terrence (1983): «Martin Scorsese’s Still Life», Sight & Sound, 52:3 (verano),
p. 188.

347
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 88.
348
Schickel (2011): Op. cit., p. 153.
349
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 60.

350
Casetti, Francesco y Di Chio, Federico (1994): Cómo analizar un film. 1.ª reimpr.
Barcelona: Paidós, p. 148.
351
Grierson (2015): Op. cit., p. 75.
352
Ibid., p. 70.
353
Ibid.
354
Ibid.
355
Shone, Tom (2022): Martin Scorsese. A Retrospective. Londres: Thames & Hudson, p.
105.
356
Schickel (2015): Op. cit., p. 286.
357
Shone (2022): Op. cit., p. 234.
358
Schickel (2015): Op. cit., p. 282.
359
* La cuestión de los narradores fílmicos es de una complejidad notable; aún hoy se
sigue debatiendo, por ejemplo, en torno a la figura y las implicaciones del narrador
cinemático. Este coincide, en opinión de los teóricos Stam, Burgoyne y Flitterman-Lewis,
con la narración extradiegética, la cual «puede ser definida como la actividad discursiva o
narrativa primaria que fluye del mismo medio del cine […]. Puesto que la narración
extradiegética es la agencia primaria responsable de relatar los hechos, es siempre exterior
y lógicamente anterior al mismo mundo ficcional, al cual circunscribe» (Stam, R., Burgoyne,
R. y Flitterman-Lewis, S. (1999): Nuevos conceptos de la teoría del cine. Barcelona:
Paidós, p. 127). El narrador cinemático es esencialmente distinto de los personajes-
narradores que pueden aparecer en el interior del relato cinematográfico, llamados
narradores intradiegéticos, y de esa instancia narrativa propia del cine, tan ambigua y
compleja, que es el narrador en over, la cual puede corresponder o no a uno de los
personajes del relato. Los personajes-narradores pueden tener distintos niveles de
fiabilidad: en aquellos casos en los que las imágenes que provee el narrador cinemático no
se corresponden con lo que ellos cuentan, hablamos de narradores no fiables. El caso de
Shutter Island es particular en tanto que el narrador cinemático asume durante la práctica
totalidad del metraje el punto de vista cognitivo —a menudo también el literal o visual— de
Teddy Daniels. Solo al final, cuando el personaje y el espectador sean conscientes de la
ruptura lógica de lo que han visto, se desliga el narrador cinemático de la percepción del
personaje.
360
Ibid., p. 283.

361
Sánchez Noriega, J. L. (2022): La pantalla plateada. Ensayo sobre los espejos en el
cine. León: Eolas & menoslobos, p. 32.

362
Ibid., p. 61.
363
Spadaro, Antonio, S. J. (2016): «’Silence’. Interview with Martin Scorsese», La Civiltá
Cattolica, 3996, p. 15.
364
Sánchez Noriega, J. L. (2022): Op. cit., p. 85
365
Schickel (2015): Op. cit., pp. 9-11.
366
Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert. Chicago: The University of Chicago Press, p.
137.
9
CODICIARÁS LOS CIELOS Y LA TIERRA

Lo que me interesaba es la idea del exceso, la


ausencia de límites […]. Ganar el Paraíso y perderlo;
la vieja historia del Antiguo Testamento 367 .
MARTIN SCORSESE, SOBRE CASINO

A los pocos minutos del comienzo de Italianamerican, Catherine


Scorsese revela que su marido y ella, nacidos en Little Italy, nunca
pudieron irse de viaje de novios. Charlie afirma que, de haber sido
por él, hubieran visitado las Cataratas del Niágara, pero que ella
tenía pánico a montar en tren. Bordeando el rifirrafe con su esposo,
Catherine se concentra en relatar las impresiones de la tournée que,
después de treinta y nueve años de casados, ambos emprendieron
a Italia, la patria que no los vio nacer. La matriarca expone ante la
lente de su hijo fotografías y recuerdos de aquel periplo. Milán,
Palermo, Venecia. Mientras sus dedos desgranan las instantáneas
tomadas en la tierra de sus ancestros, su boca confiesa sin filtros
una de sus creencias fundamentales:
Si lo vieras, es un país tan hermoso. Pero no hay trabajo allí. La gente allá no tiene
trabajo. No hay industrias. Por eso vinimos a América. […] Si hablas con los niños
pequeños, de ocho, nueve años, lo primero que te dicen es: «En cuanto tenga dieciocho
años, voy a irme a América […]». Tuvimos un camarero que no dejaba de perseguirme
[…]. Fue en Nápoles. En Nápoles. No dejaba de perseguirme. Va y dice: «Por favor,
llévame a América contigo. Trabajaré. Haré lo que sea. Pero llévame a América». Él
[señala a su marido Charlie] me dijo: «Aléjate de él, porque va en serio». Me dio tanta
pena. Me lo hubiera traído en el barco, en el avión, pero… Me dio mucha pena, porque
no hay nada allí.

En el mismo 1974 en el que mamá Scorsese exponía satisfecha


su particular visión del sueño americano mientras se aferraba a sus
raíces sicilianas cocinando unas albóndigas con tomate, el tercero
de abril de aquel año, a poco menos de mil kilómetros de distancia
de su amable piso de Manhattan, la ciudad de Xenia (Ohio) era
arrasada por un tornado de intensidad F5, la más alta en la escala
Fujita. Treinta y cuatro personas fallecieron durante la catástrofe,
más de mil resultaron heridas, diez mil perdieron sus hogares. La
devastación alcanzó las proporciones bíblicas de un castigo divino;
no en vano, los nativos de la zona, los Shawnee, conocían aquella
zona como el «lugar del viento del diablo». En 1997, el director
Harmony Korine decidió ambientar allí su ópera prima, Gummo.
Nunca se está preparado para el primer visionado de Gummo; no
lo estaban, en el momento de su estreno, las hordas de
espectadores que abandonaron las salas, entre sentimientos de
asco y disociación. La disociación se entiende fácilmente: es el
mecanismo de protección del cerebro ante las experiencias
traumáticas, que nos convence de que lo que estamos viendo o
viviendo no puede ser, no puede estar sucediendo. El espejo
mugriento que Korine le sostuvo a la América anterior a la caída de
las Torres Gemelas era demasiado oscuro; aquella sociedad no
supo devolverle la mirada. El asco se explica también por sí mismo.
Los protagonistas de la cinta son dos adolescentes, Solomon (Jakob
Reynolds) y Tummler (Nick Sutton), que deambulan como almas en
pena por aquella tierra maldita, en búsqueda del próximo gato que
cazar para entregárselo al carnicero que provee al restaurante chino
de la localidad. Los momentos en los que los animales son
perseguidos, disparados o recogidos podrían recordar, entre otras, a
las míticas secuencias de caza de La regla del juego (La Règle du
jeu, 1939), quizás alojen incluso algún guiño intencionado. Pero,
mientras que los personajes de Jean Renoir se caracterizan —en
este y sus otros filmes— por un estado de inocencia cuasi
preternatural, los de Korine aparecen como su justo reverso. Los
jovencísimos protagonistas de Gummo y el resto de los secundarios
—en su mayoría actores no profesionales— han perdido la
inocencia de todo tipo a bien temprana edad si es que alguna vez la
tuvieron; su juventud no les impide beber, fumar, maltratarse,
prostituirse. Las reglas no existen en Xenia. Nadie juega.
De entre todas las espeluznantes imágenes en el limbo entre lo
documental y lo ficticio con las que Korine castiga las retinas de sus
espectadores, hay una que sirve de metonimia a todo el metraje.
Solo por verla, valdría la pena exponerse al visionado; su recuerdo
lleva a reconsiderar la tentación de repetir la experiencia. Un
pequeño, de unos cinco años de edad, se pone de puntillas para
recolocar los cuadros del salón de su casa; un lugar cuya apariencia
manifiesta un síndrome de Diógenes elevado a la enésima potencia.
Cuando retira un retrato en el que posan sonrientes él y sus tres
hermanas, un ejército de cucarachas sale de su escondrijo y se
dispersa por la pared. El niño trata de devolver ansioso el cuadro a
su lugar y vuelve junto a su hermana, que dormita en el sofá al lado
de Solomon y Tummler. El primer plano del chico que se ofrece a
continuación no puede más que mover al espectador a una infinita
compasión, pese a todo el nihilismo, brutalidad y podredumbre
observados en los sesenta minutos previos. Suena durante el
fragmento la Suite de chelo no. 1 (BWV 1007) de Bach, interpretada
por Mischa Maisky. El momento —y, por extensión, el film entero—
es una cruda exposición del reverso del sueño americano y de los
muertos vivientes sobre los que se sustenta, sepultados desde su
más tierna infancia en una existencia ajena a toda esperanza.
Quince años y tres películas más tarde, Korine entregaría Spring
Breakers. En una escena del film, el protagonista Alien (James
Franco) declama ante dos de sus amantes admiradoras:
Es el puto sueño americano, chicas. Es mi puto sueño. Todas estas mierdas; miradlas.
Tengo gayumbos de todos los colores. Tengo camisetas de marca. Tengo balas de oro.
Tengo putos vampiros. Tengo Scarface todo el puto día puesto. El puto precio del poder,
todo el día. Tengo Escape, de Calvin Klein. Lo mezclo con Be Calvin Klein. Huelo que te
cagas. Y tengo una cama que es una puta obra de arte. Mi puta nave espacial. La
U.S.S. Enterprise. Voy a muchos planetas con esta nave. Yo y mis putos billetes salimos
volando. Despegamos. Mirad mis juguetes. […] Ametralladoras. Mirad qué putas
ametralladoras. Miradlas bien. Tengo un puto arsenal aquí dentro.
De no ser tan zafio, tan falto de gusto, de un mínimo de elegancia
de la que no prescinde Scorsese bajo ningún concepto, Alien podría
haber sido el protagonista de una de sus películas. Como buen
italiano de espíritu, Marty nunca renuncia —ni en los momentos más
duros, más violentos, más desagradables— a una cierta belleza, a
un rescoldo de estética visual, que salva, por ende, los mínimos
éticos de sus personajes, incluso de los más abyectos. La sentencia
nulla aesthetica sine ethica, que decían los clásicos, marca una de
las muchas líneas fronterizas entre Korine y Scorsese, acaso la más
fundamental: el primero renuncia a ambas, para el segundo resultan
innegociables, no obstante el interesantísimo punto de tangencia
entre ambos como cronistas de la sepultura del sueño americano.
Marty, como buen hijo de Catherine, es también hijo de ese
sueño; pero es tan solo un hijo bastardo. Su mirada de cineasta
rebelde se resiste a arrodillarse ante el ídolo del triunfo improbable
del underdog. Y, sin embargo, cual oxímoron andante, precisamente
él encarna la promesa de que cualquiera, ya sea bajito, miope,
asmático o todo al mismo tiempo, puede alcanzar en América, la
nueva Tierra Prometida, el éxito inopinado y rozar el cielo con la
punta de los dedos. Siquiera por un tiempo, cuanto menos de modo
imperfecto; acaso pagando como peaje el exilio, la derrota o el
maltrato. Para ello, solo hace falta un rasgo, tan solo una de las
cualidades fundacionales de los Estados Unidos de América: la
ambición desmedida.
Una ambición que exhiben los personajes scorsesianos desde el
comienzo del canon y que, a menudo, les conduce a la intoxicación
por exceso de sueño. Ya al comienzo del corto It’s Not Just You,
Murray!, Murray (Ira Rubin) adelantándose en varias décadas a
Henry Hill (Ray Liotta) al final de Uno de los nuestros, se dirige
directamente al público y va desgranando su versión deslucida y en
miniatura del sueño, cifrando su éxito personal en el precio de cada
uno de los artículos de ropa que viste: «¿Ven esta corbata? 20
dólares. ¿Ven estos zapatos? 50 dólares. ¿Ven este traje? 200
dólares». Antes aún de Malas calles, la protagonista de El tren de
Bertha (Barbara Hershey) se ve abocada al robo y la prostitución
como medios de un lucro bien lejano del éxito al que aspira,
mientras que Alice Hyatt (Ellen Burstyn) parece la única protagonista
en la que se cumplen los presupuestos del sueño americano, del
que su lucha feminista solo sería, al fin y al cabo, una ramificación.
El irreal final fabulesco de Alicia ya no vive aquí no es, por ello, más
que una cínica vuelta de tuerca sobre la visión fatalista y
omnipresente aquel ideal y sus devastadoras consecuencias que
impera en el resto de la filmografía. «Malas calles», por otra parte,
iba, según Scorsese,
del sueño americano, según el cual todo el mundo piensa que se puede hacer rico
rápidamente, y si no lo pueden hacer con medios legales lo harán con medios ilegales.
Esa disrupción de los valores no es distinta hoy, y me interesa hacer un par de películas
más sobre el mismo tema 368 .

Las hizo, por supuesto: son sus otras películas sobre la mafia,
con Uno de los nuestros a la cabeza, de la que el director afirmaría
que era «especialmente interesante para los americanos, porque de
alguna manera es el sueño americano vuelto loco y retorcido» 369 .
También Casino (véase la cita introductoria a este capítulo), El
irlandés y, por extensión, Infiltrados, son, en el fondo, variaciones
sobre los efectos secundarios de aquel destructor ideal onírico. El
color del dinero, por otra parte, expondría el principio moral de los
protagonistas de todas ellas, el mismo que Eddie Felson (Paul
Newman) inculca a Vincent Lauria (Tom Cruise) en una frase de
difícil traducción al castellano: «Money won is twice as sweet as
money earnt». En inglés, los verbos win y earn significan ganar. Sin
embargo, solo earn implica ganar uno dinero con el sudor de su
frente; es la otra manera, por tanto —léase: ganar jugando, robando,
o como sea, mientras que no sea trabajando— la que es el doble de
dulce. Travis Bickle, por su parte, constituye el genuino producto de
desecho de aquel sueño devenido pesadilla, un eunuco en el altar
de la épica estadounidense, mientras que Rupert Pupkin y, en cierto
modo, Jake LaMotta —interpretados ambos, como Bickle, por
Robert De Niro—, representan dos ejemplos de feligreses devotos
hasta el fanatismo de la religión fundacional de Norteamérica, la del
éxito a cualquier precio.
Destacan, no obstante, dos figuras a lo largo de la filmografía que
encarnan en modo sumo el exceso y la autodestrucción sobre las
que se construye el sueño americano. Una es la de Howard Hughes,
el hombre que codició los cielos y la tierra y se perdió a sí mismo,
como todos los demás, pero más que todos ellos. La historia de
Hughes, el mayor ambicioso de todo el canon, parece la respuesta
perfecta a una evangélica pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre
ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mc 8,36). Frase con la
que, por cierto, abre uno de los mayores escándalos
cinematográficos de la historia, Calígula (1979), que ostentó, antes
de El lobo de Wall Street, el raro privilegio de ser el film
independiente más caro de la historia. No es la única relación entre
ambas cintas; cuando Leo DiCaprio leyó las memorias de Jordan
Belfort —la otra figura a la que nos referimos— quiso ser él, y pensó
en aquella película. En que se podía rodar algo así como su
actualización en el presente; una historia de poder, ascenso y caída,
no en la antigua Roma, sino en el asfalto de Manhattan. Y en que
solo podía hacerlo Martin Scorsese.

***
—Jordan también mencionó que tenía un chimpancé en patines con pañales que
repartía billetes a todos los corredores de bolsa.
—Es genial. ¿Cómo conseguimos un chimpancé?
—No lo sé.
—No importa, haré que alguien lo consiga.

Como una paradoja sarcástica, o una extensión del humor negro


que destila todo el metraje de El lobo de Wall Street, el diálogo
precedente entre Scorsese y DiCaprio, rememorado por este último,
fue reproducido en el Wall Street Journal. La conversación tuvo
lugar pocos días antes del comienzo del rodaje; una vez concluida,
Marty, sin dilación, llamó a Emma Tillinger, productora de cada uno
de sus largometrajes de ficción desde Infiltrados, quien soltó una
sonora carcajada al otro lado del auricular. «Habíamos
coreografiado la escena de la fiesta hasta el último detalle»,
recuerda ella. «Habíamos ensayado con las bandas de música,
habíamos contratado a los animales» 370 *. Tillinger, quien, en virtud
de la anécdota podría haber sido un personaje del film, prosigue:
«Entonces llama Marty. Le digo, “hay un chimpancé que sabe
patinar, pero está en Florida”». «Lo siguiente que sé», concluiría
DiCaprio, entre risas, «es que hay un chimpancé, y lo estoy
paseando por la oficina» 371 .
El simio, en efecto, es uno de los recuerdos que el film deja
incrustados en la memoria, a pesar de su extrema saturación de
estímulos; es como su misma síntesis: lo improbable, de puro
grotesco, convertido en el pan nuestro de cada día. El chimpancé no
solo era lo más. Era, sencillamente, más. La guinda de un exceso
sin límites. «More. More. More. More. More. More. Is never
enough.» Montada al ritmo de la frenética música, la palabra «más»
aparecía, amarillo sobre negro, seis veces a lo largo del tráiler del
film que se exhibió en cines, inundando la pantalla. Amarillo,
recuerden, el color de la obsesión. Si, en palabras de Marty, con
Uno de los nuestros, había querido hacer «un tráiler de dos horas»,
con El Lobo de Wall Street había generado uno de tres, pero a doble
velocidad. Todo el exceso no era suficiente. Faltaba el mono. ¿Lo
quieres? Lo tienes. El eslogan implícito inscrito en el corazón del
capitalismo, un sistema que no conoce los personajes heroicos. ¿O
sí? El propio Scorsese se lo preguntaba: «Dada la naturaleza del
capitalismo de libre mercado, donde la norma es ascender cueste lo
que cueste, ¿es posible tener un héroe de la industria financiera?
[…] No hay muchos héroes de las finanzas en la literatura, el teatro,
o el cine» 372 .
Siempre mirando hacia arriba: Martin Scorsese, retrato y retratista del sueño americano. Créditos: Handout
/ Archive Photos / Getty Images.

La respuesta indirecta se la daría él mismo en otra entrevista:


«Nosotros somos las víctimas, los que estamos viendo la
pantalla» 373 . Y, sin embargo, es posible que el espectador medio no
se sienta como tal; antes bien, que se lo pase tan en grande como
Jordan Belfort y su banda de neandertales. De ser así es como para
hacérselo mirar, según sugiere Marty:
[…] en el caso de El lobo de Wall Street, el humor viene del gozo de [los personajes].
Están portándose mal, y espero generar en los espectadores una tensión por la que se
encuentren disfrutando quizá algunas de las cosas que estos tíos están haciendo y
preguntándose […]. ¿Qué hay en nosotros que nos hace disfrutar de esto? 374

La respuesta, sin duda, es: el Pecado. Así, con mayúsculas. El


lobo de Wall Street es, en el fondo, el púlpito más moralizante del
cura que no lo fue; alcanza, de un modo que los otros filmes
esquivan, la conciencia del espectador, porque apela directamente a
sus vísceras. «El sentido del pecado de Scorsese», reflexiona
acertadamente el crítico Tom Shone,
siempre ha sido táctil, sensitivo. No es suficiente con enseñarnos el pecado. Ni es
suficiente decirle al público que el pecado es pecaminoso. Scorsese quiere que nos
sintamos como si hubiéramos pecado; quiere que nos sintamos avergonzados de
nuestro gozo, de modo que en [El lobo de Wall Street] hace una descarga frontal de
placer culpable tras otra, una secuencia tras otra de exceso escandaloso y rapaz. La
avaricia no solo es buena. La avaricia es sinónimo de diversión 375 .

La avaricia no es, ciertamente, el peor pecado de la ética


scorsesiana; ese es, como vimos en el capítulo 8, la mentira. Pero el
origen de la mentira, y del robo, y de la infidelidad, y del asesinato
es, casi siempre, la avaricia. Como sucede en Avaricia (Greed, Erich
von Stroheim, 1924), obra maestra incontestable del cine mudo y
película de cabecera del maestro italoamericano, donde los
personajes, en virtud de su obsesión contagiosa por un puñado de
dólares, se precipitan hacia su lado siniestro hasta destruir todo lo
que amaban, incluidos ellos mismos.
La avaricia, por su propia naturaleza, desconoce la existencia de
límites. Es en sí misma excesiva. Marcados por ella, y por un
optimismo al margen de toda realidad, los años veinte consistieron,
en los Estados Unidos, en una sucesión de excesos. Damien
Chazelle, grandemente influenciado por Scorsese en general y por
El aviador en particular, pintó en Babylon (2022) un fresco del
desenfreno que se vivió, particularmente en Hollywood, durante
aquellos roaring twenties. La resaca llegó de bruces un martes 29
de octubre de 1929; se le llamó Black Tuesday. El terremoto de
devastación económica y social conocido como Gran Depresión
tuvo su epicentro, cómo no, en Wall Street. Fue en este contexto de
destrucción y pobreza en el que, curiosamente, la expresión «sueño
americano» fue acuñada; lo hizo el escritor James Truslow Adams
en su ensayo The Epic of America, publicado por primera vez en
1931; en el epílogo a su relevante obra, afirma Adams que el sueño
americano no es sino
ese sueño de una tierra en la que la vida debería ser mejor, más rica y más plena para
todos los hombres, con oportunidades para cada uno según su capacidad o sus logros
[…] independientemente de las circunstancias fortuitas de su nacimiento o posición […].
El sueño americano […] no ha sido un sueño de mera abundancia material, aunque sin
duda ella haya tenido mucho que ver. Ha sido mucho más que eso 376 .

Sobre ese sueño han apuntalado sus ideas líderes espirituales y


políticos de diversísima ralea moral, desde Martin Luther King hasta
Donald Trump; él es, por tanto, un sueño de plenitud y de felicidad,
no definidas por la «mera abundancia material», pero sin duda
sustentadas sobre ella; su vehículo necesario debe ser el de un
capitalismo en principio meritocrático, mas en realidad voraz hasta
el canibalismo. El problema del sueño, sin embargo, resultó ser el
mismo que el de cualquier otra ideología que propugne el paraíso
terrenal, a saber: que acaba por devenir una sucursal del infierno.
Por si el lector no hubiera visto ya el gran agujero de guion en su
narrativa, otro sociólogo, Robert K. Merton, lo explicaría pocos años
después de Adams, en 1938, de modo bien simple:
La cultura americana contemporánea parece aproximarse al polo en el cual se pone un
gran énfasis sobre determinados fines de éxito sin un énfasis equivalente en los medios
institucionales. Sería, por supuesto, poco realista asegurar que la riqueza acumulada es
el único símbolo de éxito, al igual que sería poco realista negar que los americanos le
asignan un elevado puesto en su escala de valores. En gran medida, el dinero ha sido
consagrado como valor en sí mismo, más allá de su inversión en artículos de consumo o
como medio para reforzar el poder […]. Adquirido del modo que sea, de manera
institucional o fraudulenta, […] permite a la riqueza […] servir como símbolo de alto
estatus. Además, el sueño americano no conoce el punto final 377 .

No miente, por tanto, Belfort, a quien volvemos, cuando afirma


que su empresa, que ha vertido ganancias millonarias gracias a la
estafa de millones de personas, se identifica con esos principios a
los que se debe. «Stratton Oakmont es América», reza el eslogan.
El punto final es inexistente. No está ni se lo espera. Solo pueden
imponerlo el fracaso que expulsa hacia los límites del sistema o más
allá de ellos, o bien la amenaza de la muerte. Así sucede en el caso
del propio Belfort, que solo consigue recapacitar —lo llama «un
gesto de Dios»— cuando tres personas mueren al explotar el avión
que iba a salvarlos de un naufragio seguro, o en el de Henry Hill
(Ray Liotta), quien se baja voluntariamente del relato de codicia
triunfalista que ha configurado su vida desde la adolescencia ante la
intuición más que cierta de que, expulsado de la mafia por haber
llevado dicho relato hasta sus últimas consecuencias, va a ser
quitado de en medio más pronto que tarde. Ambos hombres
añorarán su vida pasada; sobre todo lo divertido que fue aquel
delicioso exceso, cifrado, según Hill, en «bolsas de papel llenas de
joyas escondidas en la cocina y un azucarero lleno de coca al lado
de la cama. Todo lo que quería estaba a una llamada de distancia.
Coches gratis y las llaves de una docena de pisos escondidos por
toda la ciudad». Es razonable, por tanto, que el sentimiento de
autoconsciencia de Hill o de Belfort fuese algo así como «el mundo
en tus manos». La frase no aparece en Uno de los nuestros, ni en El
lobo de Wall Street, aunque hubiera encajado en esos mundos. Sí
figura la sentencia, sin embargo, en el dirigible y en el luminoso que
aparecen, respectivamente, en las versiones de Scarface de Brian
de Palma (1983) y de Howard Hawks (1932). Produjo esta última
aquel hombre que haría también realidad y encarnaría a pies
juntillas, aunque de otro modo bien distinto, el eslogan de ambos
filmes: Howard Hughes.

***
De niña e incluso de mayor solía leer cuentos de hadas porque me parecía tan
emocionante que al final siempre fueran felices y comieran perdices. Luego creí y salí al
mundo y comencé a darme cuenta de que con los hombres que conocía sería imposible
ser feliz. De hecho, sentía como si fuesen de papel de seda y pudiera ver a través de
ellos y comencé a pensar que no quedaban héroes […]. Entonces llegaste tú y pensé:
he aquí un hombre que podría hacerme muy infeliz, porque es insondable. Le miro a los
ojos y, en lugar de ver solo el presente, puedo ver el pasado y el futuro. Puedo ver
América y las cualidades que contribuyeron a crearla. Puedo ver al varón y su diferencia
con la mujer. Puedo ver el futuro de la humanidad construido sobre la bondad y la
honestidad. Puedo ver a un niño pequeño y a un anciano. Entonces me asusté. Parecía
demasiado para una persona…

Extracto de una carta de Katherine Hepburn a Howard Hughes 378

La misiva, escrita a lápiz por la diva (interpretada en el film por


Cate Blanchett) para el magnate (de nuevo, DiCaprio), está datada
en una fecha imprecisa entre el 15 de agosto de 1937 y el 5 de
diciembre de 1938. No sabemos si el guionista de El aviador, John
Logan, se inspiró en esta carta para escribir el grande finale del
hundimiento de Hughes, aún relativamente joven, con el que
concluye el film. Es tentador pensarlo. Sí sabemos que, para
Scorsese, fue precisamente ese final la razón para embarcarse en
un proyecto que le generó sentimientos encontrados desde el primer
momento. Howard Hughes representaba como nadie el hecho de
que «el Sueño Americano, si lo sueñas con suficiente intensidad, te
volverá tarumba», según plantea Richard Schickel a Scorsese en
una de sus entrevistas; la respuesta del cineasta enlaza con la carta
de Hepburn:
Esa es la belleza de El aviador. La tierra no era suficiente para Hughes. Tenía que
poseer también el cielo. Pero el punto decisivo es el final de la película, cuando él se
queda encerrado en su mente de nuevo y no encuentra la salida, y no para de repetir
«el camino del futuro, el camino del futuro». Para mí, concluirla con el rostro de Leo en
el espejo diciendo esa línea, fue la razón para hacer la película. Trabajamos en ello
durante los nueve meses que duró el rodaje. Aceptar el futuro, sabiendo bien que para
él solo significaría aquellos hombres de los guantes blancos. Para mí, debo decir, el
camino del futuro solo tiene que ver con la avaricia sin límites 379 .

No deja de ser paradójico que Scorsese construyera su


«epopeya americana» (Schickel dixit) sobre la historia de un hombre
completamente obsesionado con volar; o sea, como él, pero al
revés. Hughes logró suspender en el aire, durante unos minutos, el
Hércules H-4 que él mismo ideó y pagó y que, hasta hoy, constituye
el hidroavión más grande jamás construido y el avión con la
segunda mayor envergadura de la historia. Marty aborrece volar; ha
ido dominando su fobia con el paso de los años, domándola con la
ataraxia que aporta la proximidad de la muerte. Pero al principio no
fue así; al principio, se cargaba con los rosarios y crucifijos de su
madre, como amuletos que le proporcionasen algo de seguridad
durante un viaje que —según temía él— podría ser el último. A
veces no logró sobreponerse a su pánico: no recogió el premio al
mejor director que le otorgó el Festival de Cannes en 1986 por Jo,
¡qué noche! porque fue incapaz de subirse al avión 380 . Así de
sencillo. Por cierto que durante el rodaje de El aviador transmitió a
su hija Francesca el pánico por las aeronaves. La pequeña contaba
entonces con tan solo tres añitos de edad; su sexagenario padre la
subió a la maqueta de un avión, y les dijo a los técnicos que la
pusieran en marcha. La niña comenzó a llorar aterrada por el ruido y
las vibraciones del cacharro. Y hasta hoy. Francesca, ahora una
adulta y famosa TikToker, padece de aerofobia galopante.
Al repasar la historia del rodaje de El aviador, uno podría llegar a
la conclusión de que el espíritu de Howard Hughes y su ambición
ilimitada poseyeron a Scorsese de algún modo. La película costó
115 millones de dólares; fue la más cara de toda la filmografía hasta
aquel momento, y solo ha sido superada después por El irlandés y
Los asesinos de la luna. Marty lo quiso todo a lo grande. Quiso que
su homenaje a Howard Hughes lo fuese también al gran cine que el
magnate adoraba; quiso, de algún modo, hacer lo que aquel hubiera
deseado hacer, de haber dispuesto de los medios actuales: «Él
estaba ahí en el momento en el que las películas hicieron la
transición al sonido y al color», recordaría el de Little Italy, apelando
a su faceta de historiador del cine, acaso en virtud de la cual pensó
en dar con su film una clase práctica, en «que sería bonito hacer
una pequeña historia de las películas, mostrar la textura del color
cambiando según avanzaba el film» 381 . Dicho y hecho. Durante los
primeros cincuenta primeros minutos del metraje, imitó el viejo
Cinecolor, también conocido como Tecnicolor de dos colores y
primera versión de este sistema usado en el viejo Hollywood, que
aportó una saturación cromática característica a los grandes
musicales de su época dorada, como El mago de Oz (The Wizard of
Oz, Victor Fleming, 1939) o Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the
Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952).
El experimento con Cinecolor abarcó el diseño de producción y
de vestuario, así como el proceso de etalonaje digital durante la
postproducción, y alcanza su punto álgido en la secuencia en la que
Howard se lleva a Catherine a jugar al golf. «Solo teníamos rojo y
verde. Y los labios de ella son prácticamente de color naranja» 382 ,
recuerda Scorsese. Después, en la secuencia en la que ambos
participan en una gala hollywoodiense —aquella en la que Catherine
saluda al todopoderoso Louis B. Mayer, patriarca de la Metro
interpretado por Stanley DeSantis— «él va al baño y no puede tocar
el pomo de la puerta. Es ahí cuando nos deslizamos hacia el
Tecnicolor de tres tiras» 383 . «Y luego» —hacia el final de la película,
podría haber añadido el director—, «la escena del juicio en el
Senado tiene un color algo más neutro, lo que ayuda a la transición
del film al mundo moderno» 384 . Todo eso sin contar la breve escena
de carácter cuasi documental —intercalada con las imágenes que
muestran cómo Hughes se encierra en su sala de cine— en la que
el senador Brewster (Alan Alda) improvisa una rueda de prensa a fin
de posicionar a la opinión pública en contra del magnate; un
segmento rodado en perfecto blanco y negro y, por cierto, en una
relación de aspecto 1,85:1, distinta de la del resto de un metraje que
iba a rodarse en 1,33:1 —el formato usual en la época narrada, el
del Hollywood clásico— y que acabó por usar el 2,39:1 propio del
anamórfico.
El componente obsesivo de Hughes atrajo, así, el del propio
Scorsese, y no solo a propósito del color. El cineasta volvería a todo
el equipo loco con sus exigencias; el genial Dante Ferretti, director
artístico del film, acabaría por explotar, reprochándole: «¡Todo esto
gira en torno a ti!» También Marty perdería por completo el juicio
hacia el final del rodaje, acabaría por transmutarse en el Hughes
que él mismo retrata. Así, por un plano que a simple vista pudiera
parecer intrascendente —aquel en el que Hughes se sube al XF-11
que acabará por estrellarse— rompió a gritar, hecho un basilisco, a
todo el equipo que había comenzado a rodarlo de modo distinto a
como él se había imaginado (aunque no le había dicho a nadie
cómo se lo había imaginado). «¡Parad! ¡Esto tiene que parar»,
chillaba dando saltos de un lado a otro, según su propio relato,
«¡Esto no es digno de Howard Hughes!» 385 . «Tenía el tipo de
sentimiento que se construye en tu cabeza, como una paranoia» 386 ,
reconocería Marty después. Y, como el buen supersticioso que es,
asociaría aquel estado a las circunstancias que rodearon el rodaje:
«Tenía una sensación rara aquel día. Quizás tenía algo que ver con
el hotel en el que estábamos. Era una antigua misión española,
estaba encantada. No podía dormir. Y no era el único. Todo el
mundo lo sentía… 387 ».
Toda aquella obsesión, sin embargo, le hizo bien a una obra
«intrínsecamente americana», como la definiría su hacedor, que
vería precisamente en ese carácter estadounidense una parte
importante de la fascinación que la historia ejerció sobre él:
Eso es justo lo que me atrae y me repele de toda la historia, que solo podía pasar aquí.
[…] [Es] una epopeya americana, justo después de otra, Gangs of New York. Me daba
miedo hacer una película sobre Howard Hughes […]. Él representa ciertas cosas que no
son las mejores del mundo, ni de nuestro país, ni de lo que significa ser humano. Pero
pensé que todo ello era fascinante por la relación que Hughes tenía en mi mente con el
propio país: a través del poder y la corrupción del poder. Ese es también el sueño de la
nación, como ya he dicho 388 .
La obsesión, en el caso de Hughes, es demasiado evidente; es
parte constitutiva de su carácter, desde que, de pequeño, su madre
frotase su cuerpo a conciencia para librarle de todos los gérmenes,
y le hiciese deletrear la palabra «q-u-a-r-a-n-t-i-n-e». Dominado por
su patología, el magnate se recluye hacia el final del film en su sala
privada de cine —en la que se reproduce sin fin su The Outlaw
(1943)— sin ducharse, afeitarse o cortarse las uñas durante
semanas, almacenando su pis en botellas de leche
escrupulosamente ordenadas, hasta que es rescatado por una
socarrona Ava Gardner (Kate Beckinsale). Su caso demuestra que
la obsesión por alguna cosa suele generar justo lo contrario de lo
que se pretende. Y ello vale tanto para el sueño americano a gran
escala como para el individuo. Dado que el fin del sueño es la
ausencia de todo fin, solo hay un modo de perseguirlo. Recuérdese
el tráiler de El lobo de Wall Street: Más. Más. Más. Más. Y Más. Una
repetición obsesiva que no solo no sacia, sino que destruye. O, lo
que es lo mismo: una adicción.
Así, Hughes es adicto a los aviones, a las mujeres y a lavarse las
manos. Kichijiro (Yōsuke Kubozuka), además de borracho, es adicto
a la confesión, compulsión necesaria de su ciclo de culpa obsesiva.
Travis Bickle es adicto a la pornografía y al odio reaccionario. Paul
Hackett (Griffin Dunne) es adicto a la frustración sexual. Lionel
Dobie (Nick Nolte) es adicto a Paulette (Rosanna Arquette) y a sí
mismo. Pero, además de este narcisismo que Dobie comparte con
buena parte de los protagonistas varones de Scorsese —el gran
adicto al cine— brillan con luz propia, bien oscura, dos adicciones
particulares a lo largo del canon. Una es el dinero, hablamos de ella
en el capítulo 7. La otra, como no podía ser de otra manera, son las
drogas.

***

Del fiasco que supuso New York, New York para Scorsese, tanto
respecto de la taquilla como a propósito de su devenir
cinematográfico o de su vida profesional, ya se ha hablado varias
veces a lo largo de estas páginas. Como si fuera un personaje de sí
mismo, como escribiendo con los días de su vida una historia de
ascenso y caída digna de su propia filmografía, como Ícaro, de
quien luego hablaremos, Marty quedó cegado en lo que parecía el
cénit de su carrera. Se lanzó a New York, New York creyéndose
omnipotente:
Se te suben los humos a la cabeza y te crees que no te hace falta terminar el guion, que
podrás arreglarlo en el estudio, cuando empieces. Seguro; hay muchos que trabajan así,
pero es evidente que yo no podría hacerlo de esa manera. […] Fue una pesadilla.
Estuve escribiendo hasta el momento de filmar el último fotograma. Es imposible hacer
una película así 389 .

Sandy Weintraub afirmaría que, después de Malas calles,


algunos críticos apodaron a Marty «el Rey de la Improvisación» 390 .
Y era incluso gracioso. Hasta que llegó New York, New York: «ahí
se le escapó de las manos» 391 , sentencia Sandy. En su borrachera
de éxito, cualquier cosa le era posible, menos estar sobrio. Eran los
años setenta. Poco antes, los hippies habían descubierto la piedra
filosofal de la felicidad humana, basada en no dar un palo al agua, el
amor libre y las drogas a cascoporro. Poco les duró el
descubrimiento, que acabó por revelarse insufrible, pero el
espejismo fue arrebatador durante un tiempo. Peter Guber, quien
llegaría a ser director de Sony Pictures, describiría aquel momento
histórico con brillante sarcasmo: «Parecía que la tierra estaba en
llamas y que, al mismo tiempo, de ella brotaran tulipanes» 392 .
Las drogas, en particular, parecían ser la misma llave del paraíso,
el vehículo con el que descubrir regiones hasta entonces ignotas de
la conciencia creativa. Los Beatles les dedicaron su Lucy in the Sky
With Diamonds; Robert Crumb entregó bajo su influjo algunas de las
páginas más desquiciadas e indescriptibles del cómic underground;
Andy Warhol, paradigma del artista obsesivo, reflejó sus efectos en
las latas de sopa Campbell y en los retratos de Marilyn; Martin
Scorsese, al borde de la desesperación con su proyecto
megalómano de musical fallido, se sumergió bajo sus efectos de
puro no saber: «No sabía cómo conseguir esas sensaciones. Yo
estaba alteradísimo, y empecé a toma drogas para explorar; la
mayor parte del tiempo estaba distraído. Fue un tormento. […] Todo
fue culpa de la coca 393 ». La recepción de New York, New York
conllevó un palo en taquilla y otro mayor por parte de la crítica, que
lo vapuleó en general de modo inmisericorde. Marty estalló: «Eso no
era crítica; era falta de respeto, así que lo que hice fue comportarme
de una manera tal que hiciera imposible que me respetasen» 394 . Su
reacción pueril, lógicamente, no le trajo nada bueno; solo años más
tarde conseguiría reconocer que «estaba demasiado drogado para
solucionar el problema de fondo» 395 .

Roberto Benigni se arrodilla frente Scorsese antes de besarle los pies, en el Festival de Cannes de 1998.
Créditos: Pool Benainous / Duclos / Gamma-Rapho / Getty Images.

Es imposible no asociar la expresión «demasiado drogado» y el


nombre Scorsese, de nuevo, con El lobo de Wall Street. Por
supuesto que su protagonista no era el primero del canon en probar
las drogas: Travis Bickle ya se había puesto hasta arriba de pastillas
en Taxi Driver, en aquellos inquietantes planos en los que carga su
boca de comprimidos y agua, agitando luego su cabeza de manera
espasmódica a fin de tragarlas; Paul Hackett rechaza primero el
porro que lo ofrece Marcy (Rosanna Arquette) y lo reclama después,
como único medio de exorcizar los terribles demonios de su noche
surrealista; Henry Hill rompe en Uno de los nuestros el doble tabú
del comercio y el consumo de coca, dos líneas rojas para la mafia
setentera a la que pertenecía, y la parte final del film, hasta que
Paulie lo expulsa del grupo, imita la aceleración de su trance; en
Casino, Ginger (Sharon Stone) ingiere asimismo coca como un
modo de soportar un matrimonio que nunca quiso y como un vínculo
con el camello del que en realidad está enamorada; Jack Costello
(Jack Nicholson) la usa como afrodisíaco y moneda de cambio en
Infiltrados; Frank Pierce (Nicolas Cage) encuentra en las drogas un
mínimo de consuelo en Al límite, teniendo un viaje en el que alucina
con rescatar del inframundo a aquellos a quienes no pudo ahorrar
morir ante sus ojos, y Teddy Daniels, por último, es drogado de
modo semiconsciente como parte de su «tratamiento» en Shutter
Island, permitiendo aquí Scorsese que el espectador perciba junto
con él la realidad de manera distorsionada.
Pero ni el ritmo acelerado de Hill, ni el sueño lisérgico de Pierce
ni las alucinaciones de Daniels son comparables con el modo en el
que representa Scorsese sus efectos sobre Jordan Belfort. Y es
que, en el caso del lobo de Wall Street, aquello fue una fiesta, como
él mismo describe mirando a cámara en la presentación que hace
mientras baja las escaleras de su mansión, zumo de naranja en
mano:
A diario consumo suficientes drogas como para sedar Manhattan, Long Island y Queens
durante un mes. Tomo Quaaludes entre diez y quince veces al día para mi «dolor de
espalda», Adderal para permanecer concentrado, Xanax para quitarle hierro al asunto,
maría para relajarme, cocaína para despertarme de nuevo y morfina, bueno, porque es
increíble.
Los Quaaludes, en concreto, dan lugar a dos de las secuencias
más oscuramente hilarantes del film. La primera sucede durante la
fiesta en la mansión de Jordan, inmediatamente antes de la
presentación, entre majestuosa y esperpéntica, de Naomi (Margot
Robbie), mientras Donnie Azoff (Jonah Hill) pierde el control, a
cámara lenta, al ritmo majestuoso del tercer acto de King Arthur, de
Henry Purcell; la escena deviene una celebración visual de la droga,
mientras que la voz over de DiCaprio explica su génesis y sus
efectos. Más interesante es la segunda [ 35], completamente
mítica, que acontece después de ingerir Belfort y Azoff esa misma
droga en su variante más poderosa, la Lemmon 714. Tras no
percibir los efectos tras un tiempo razonable, Belfort abandona su
mansión, dejando allí a su amigo, y conduce su Lamborghini blanco
hasta el Brookville Country Club, a fin de realizar una llamada desde
un teléfono público. En mitad de la conferencia, su habla se
convierte en balbuceo.
Scorsese sabía a qué sabían los Quaaludes, y cómo se sentían
los efectos, así que el mismo instruyó a Leo DiCaprio y Jonah Hill.
«Intentas formar la palabra», les enseñó, «pero no está ahí» 396 .
Finalmente, Belfort se arrastra hacia su coche. El trayecto desde la
puerta del club de campo a su vehículo, separados tan solo por una
corta escalera y un par de metros adicionales, es mítico; ocupa tres
minutos del metraje. El plano subjetivo del corredor de bolsa
mirando escaleras abajo permite contar veinticuatro escalones
donde solo hay seis. Más interesante aún en este fragmento que los
juegos narratológicos —una vez más, el narrador cinemático queda
contagiado por la visión subjetiva y distorsionada del protagonista—
es la interpretación de DiCaprio, destilada del más puro y físico
humor slapstick. El actor se pasó varios días reptando por el set a
fin interpretar el momento, para deleite de un Scorsese que
disfrutaba tanto de observarlo como si estuviera viendo gatear por
primera vez a su propio bebé. «Lo que hizo [Leo] era digno de
Jacques Tati o Jerry Lewis» 397 , afirmaría en una entrevista el
realizador, como quien elogia la proeza de su hijo más listo. El
fragmento obtuvo el premio MTV al mejor momento «What The
Fuck» del año 2014. No era para menos.
Más allá de los Quaaludes, la cocaína ocupa en la dieta del
economista un lugar especial; se menciona tanto a nivel sonoro
como visual en varias ocasiones. Una de ellas, especialmente
llamativa, es aquella en la que Jordan se mete una raya colocada
sobre los pechos de Naomi, tras serle con ella infiel a su mujer,
Teresa (Cristin Milioti). Esta le estará esperando a la puerta del
edificio cuyo piso 28 habitan; será testigo de excepción de la traición
de su marido. Para subrayar el dramatismo del momento, Scorsese
entrega un plano general en el que se ve a Jordan y a Teresa
distantes y aislados, fotografiado con las lentes anamórficas con las
que está rodado buena parte del metraje y que, con su distorsión
característica, transmiten la de los propios personajes. Pero no solo
en la banda de imagen: en este plano, el director ahoga la música,
las carcajadas y los gritos de los instantes inmediatamente
precedentes, hasta reducir la banda de sonido a la mínima
expresión, dejando solamente en ella los sollozos de Teresa, apenas
audibles, a un paso del silencio más absoluto.

***
[Howard Hughes] fue como un antiguo rey griego, como Cresos o Midas, de algún
modo. En mi cabeza, su trastorno obsesivo-compulsivo es como el laberinto en el que
queda atrapado, de modo similar al Minotauro. Tiene alas, como las que Dédalo hace
para su hijo Ícaro, las alas para salir de ese laberinto, pero vuela demasiado cerca del
sol, y cae. Hay una metáfora de Hughes aquí 398 .

Dice la leyenda que Dédalo construyó al llegar a Sicilia un templo


al dios Apolo, en el que le ofreció las alas con las que él sí logró
escapar de su encierro cretense. Quizás su impronta en aquella isla
traspasase los siglos, e hiciera a los sicilianos especialmente
propensos a las narrativas de ascenso y caída. En el caso que nos
ocupa, el de Scorsese, la inclinación se cumple sin duda alguna, no
solo a propósito de Hughes; les otorga a sus personajes
—habitualmente suspendidos de alas hechas de poder y billetes de
cien dólares, aunque no solo— la posibilidad de volar alto, tan alto.
Pero el trayecto suele durar poco. «Quizá ocho o nueve años, diez
como máximo» 399 , afirmaría Marty citando a Joe Pesci. En algún
momento de su vertiginoso ascenso, antes de que quieran darse
cuenta, sus alas han dejado de funcionar. Y la caída se hace
inevitable. Así, muchos protagonistas scorsesianos se construyen
sobre variaciones del mito de Ícaro. No suelen perecer al estrellarse
contra aquella realidad tan prosaica, que esquivaban en su aleteo.
Pero jamás volverán a ser los mismos.
A menudo, para subrayar el punto de inflexión, el brevísimo
instante que separa la elevación del desplome inevitable, aquel
momento en el que los personajes son conscientes del batacazo
que les espera, o, cuanto menos, de que aquel que vuela solo es
una versión obsesionada de su verdadero yo, Scorsese hace uso
del silencio. El silencio total, la ausencia completa de sonido alguno
—eso que los estudiosos llaman silencio dramático, por sus
necesarias implicaciones narrativas— es en cine realmente
escandaloso. Es, a la banda de sonido, lo que un plano
absolutamente negro a la banda de imagen; es el vacío, la nada. El
silencio scorsesiano es, a menudo, el acuse de recibo aural de un
cambio irreversible en los personajes, dominados y vencidos por
aquello que más les obsesiona, por aquello mismo en lo que han
cifrado el sentido de sus vidas. El silencio representa con frecuencia
una suerte de freno a los excesos de años, acaso de toda una vida.
Una ausencia que desnuda las identidades de los personajes que,
en el clímax de su éxito, pierden aquello que más amaban, se
reconocen contritos esclavos de aquellas fuerzas que los traccionan
y, a la vez, les superan.
Cuando Katherine Hepburn regresa a la mansión de Howard
Hughes para agradecerle la compra íntegra de las instantáneas que
delataban su adulterio con el católico Spencer Tracy, el magnate
lleva semanas recluido en su sala de cine. La conversación a través
de la puerta, rodada en plano/contraplano y saturada de luz roja,
constituye uno de los momentos más genuinamente emotivos de la
cinta. Ella insiste en verle; él se resiste a salir. Finalmente, ella lo
llama, pronunciando su nombre con cariño: «¡Howard! Howard,
¿estás ahí?». Sus palabras son ahogadas poco a poco, hasta el
silencio total; la acción se muda entonces por completo al interior de
la sala. Pocos segundos más tarde, el silencio reaparece de nuevo
de modo estelar: un plano general de DiCaprio desnudo y
completamente desaliñado, sentado en su butaca, bajo las luces del
proyector que iteran una y otra vez la misma bobina de Hell’s Angels
(1930), una de sus más flagrantes obsesiones, está entregado
desprovisto de cualquier sonido. El silencio transmite así la
alienación mental de un Hughes aislado en las profundidades de sus
obsesiones aeronáuticas y de limpieza, tras ser amenazado por el
senador Brewster por haber volado demasiado alto con su empresa,
la TWA, y haber puesto en jaque a la todopoderosa Pan Am de Juan
Trippe (Alec Baldwin). Poco después, no sin que la piel desnuda de
Hughes sirva de pantalla de proyección a los aviones de Hell’s
Angels, que, como Ícaro, se precipitan ardientes desde lo alto del
firmamento sobre la superficie de las aguas, el Minotauro decidirá
salir de su escondite y hacer frente a Brewster y Trippe, en el
proceso judicial organizado en su contra. Ganará, y volverá a ganar
al conseguir despegar su Hércules H-4. Su cambio en la actitud y su
nuevo peinado, sin embargo, serán indicios de su declive. Sus
victorias no podrán devolverle a ser más que la sombra del magnate
y el playboy del que hablaban las revistas del corazón de Los
Ángeles y el Wall Street Journal; su evolución ulterior será solo
parcial. El trauma materno devenido TOC de limpieza, germen de la
enfermedad de su mente, lo mantendrá recluso en su laberinto.
Scorsese extiende el metraje —en contra de las opiniones de los
productores y del mismo DiCaprio, que querían mostrar a Hughes
de viejo— solo hasta mostrarnos las fronteras del abismo, hasta ser
testigos de los primeros compases de la implosión de la estrella
llamada Hughes.
Un estado similar de desaliño, descuido y reclusión al de Hughes
en el momento de la visita de Hepburn se ha apoderado del jesuita
Rodrigues en el momento en el que lo llevan a apostatar [ 8].
Hasta aquel mismo instante, el joven padre, fiel a la multisecular
doctrina de Roma y a su propia conciencia conformada por el amor
y el idealismo, ha rechazado pisar el fumi-e, la lámina de bronce que
presenta alguna imagen de Cristo o de la Virgen María; en su caso,
le ofrecen un Cristo preso, un Cristo de Viernes Santo, maniatado y
con una caña por cetro reposando sobre su antebrazo. La robusta fe
de Rodrigues, al fin, se encuentra con el muro infranqueable del
silencio de Dios. Los alaridos de sus correligionarios torturados, que
han apostatado una y otra vez para escapar de su lento martirio,
laceran sus oídos, aquellos mismos que escucharon las confesiones
de ellos. Solo la apostasía del apóstol portugués puede salvar sus
cuerpos; solo el Dios silente juzgará sus almas. Rodrigues observa
el fumi-e, y reza con él. Entiende que es el momento de su propia
Pasión, idéntica a la ausencia divina. Y, para que nadie se despiste,
Scorsese subraya el momento de su traición con un atronador
silencio, en un fragmento de sorda expresividad que resume el
sentido del film y su título. Solo Dios, que le habla desde aquella
imagen, interrumpe con su voz grave el vacío sónico, para animarle
pisarla; una vez dado aquel paso terrible, nunca más volverá a
escucharla el misionero en su conciencia. El sonido volverá a
restablecerse cuando —al igual que le sucedió a San Pedro—, el
doble canto de un gallo selle su dulce traición inevitable, el punto de
inflexión de su persona, su caída de los Cielos al barro del Japón.
Como no podía ser de otra manera —o sí que podía, pero
Scorsese es demasiado Scorsese como para permitirlo— el
momento dialoga con su homólogo de la primera hoja del díptico
cristiano del autor, a saber, La última tentación de Cristo. Después
de gritar Jesús a su Padre, que hasta para él parece sordo, aquella
frase del salmo 21 que dice «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Ps 21,1; Mt 27,46; Mc 15,34), se hace el silencio
absoluto; es el momento álgido del sacrificio de Cristo en la cruz.
Para el cristiano, significa el clímax de la Historia de la Salvación.
Para el ateo, sin embargo, representa el culmen de la obsesión
religiosa de un hombre que ha llevado su fe hasta absurdos
extremos de coherencia. Esta segunda perspectiva es la que asume
el film en su penúltima secuencia. Se hace el silencio absoluto,
decíamos, y Cristo mira al cielo, a Dimas y a Gesnas, a los
habitantes de Jerusalén que lo increpan, ahogados por completo
sus gritos: «A otros ha salvado y él no se puede salvar ¡Es el Rey de
Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27, 42). Y
entonces, contra todo pronóstico, Cristo baja. Lo que es lo mismo
que decir que aquel idealista, que albergó en su corazón la mayor
ambición de todos los tiempos —la redención del género humano—
asume, al fin, su derrota. Se le otorga, a él también, vivir como un
«average nobody», por usar la expresión de Henry Hill. Pero, como
a todos los demás, esa vida se le antoja demasiado poco,
demasiado estrecha para sus sueños eternos. Él, como único
protagonista del canon, puede volver, tras su paso —ilusorio— por
la mediocridad, al éxtasis de su crucifixión, a la que retorna
voluntario a fin de consumar el desproporcionado exceso de salvar a
la humanidad. LaMotta, Hill, Hughes, Belfort… acabarán sus días
como muertos vivientes, pero reales, la sombra de los titanes que
creyeron ser, y que fueron por un momento. Jesús conservará su fe
hasta el último instante de su vida, hasta exclamar, con una ancha
sonrisa que se cuenta entre las poquísimas de su especie que nos
ha legado la Historia del Arte a través de los siglos: «Todo se ha
cumplido» (Jn 19,30).
Ciertamente, no siempre el recurso al silencio dramático en el
cine de Scorsese sostiene un giro de guion o alimenta un
desbarajuste irreversible en la entropía existencial de sus
personajes. Aunque ya se había servido de la estrategia silente en
It’s Not Just You Murray! —cuando Murray le pide al operador de
sonido tras la cámara que deje de grabar lo que se adivina una
confesión sobre la infidelidad con su mujer—, su obsesión por el
silencio comenzó con Toro salvaje, cinta en la que es usado, a
veces, como un mero recurso de refuerzo emocional. Afirmará el
cineasta, hablando de las bambalinas del complejísimo montaje de
sonido de aquel film: «Una de las mejores decisiones que tomamos,
no obstante, fue ahogar el sonido por completo en ciertos
momentos. Silencio, y entonces vuela el puñetazo: ¡pum!» 400 . No
obstante, también en esa cinta, en el momento antológico del
combate final entre LaMotta y Sugar Ray [ 14], cuando el
campeón LaMotta dé paso al LaMotta fracasado, el silencio casi
total se hará presente para señalar el salto mutacional del
personaje.
En efecto, como se puede verificar precisamente a propósito de
ese pasaje, Scorsese amortigua en ocasiones los sonidos en lugar
de suspenderlos por completo, pero de tal modo que, en contraste
con los planos precedentes y siguientes, aquellos en los que eso
sucede se perciben como casi mudos. Sus implicaciones son
similares a las definidas más arriba en el caso del silencio
dramático, aunque no tan drásticas; se trata, en cualquier caso, aquí
como allí, de momentos de singular autoconsciencia. Momentos
epifánicos, si se quiere, en los que los protagonistas perciben, en
sus vidas o en su entorno, cambios irreversibles. Se trata también,
al igual que en los casos definidos anteriormente —recuérdese el
dolly zoom de Sugar Ray del que hablábamos en el capítulo 5— de
momentos en los que la banda de imagen suele recurrir a
soluciones especialmente vistosas, que reflejan de manera
particularmente artística y fiel el mundo interior de los personajes.
Así, en el antológico plano hacia el final de El color del dinero en el
que Eddie Felson se ve reflejado en la bola de billar, apenas
resultan audibles los sonidos de su entorno, a fin de subrayar no
solo la trascendencia del momento, sino también su determinación.
Algo similar sucede en el instante, descrito más arriba, en el que
Teresa, la mujer de Jordan Belfort, descubre su affaire con Naomi.
Se puede concluir esta reflexión sobre los silencios scorsesianos
entendidos como correctivo al exceso de sus personajes con el
único film del canon que concluye en absoluto silencio: El irlandés.
Allí, en efecto, el vacío sónico transmite la soledad última de un
personaje que encara su punto de inflexión definitivo tras una vida
llena de mentiras. Un paso al otro mundo al que irá montado, sin
embargo, en un lujoso ataúd lacado de verde brillante; un vehículo
casi tan extravagante como el Cadillac rosa de Johnny Roastbeef
(Johnny Williams) en Uno de los nuestros o el Lamborghini blanco
de Belfort. Pero ya no hay riesgo de escándalo, ni afán de presumir,
ni nada que ocultar. Se puede ser ostentoso con el vehículo con el
que hacer el último viaje. «Es ahí donde quieres irte a casa, ¿no?»,
le pregunta el vendedor de la caja a Frank Sheeran (Robert De
Niro). Una casa que será para él el silencio y la nada; más que
porque sea la muerte, porque así fue su propia vida. La nada y el
silencio, eso sí, recubiertos de lujo y absurdo exceso. Para que no
se diga. Genio y figura, ya saben hasta dónde.

367
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese by Scorsese. Londres: Faber and
Faber p. 200.

368
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 47.
369
Ibid., p. 155.
370
* Los animales, al parecer, eran caballos amaestrados que debieron perecer víctimas de
los recortes del montaje final, que redujo el metraje de cuatro a tres horas, dando lugar, a
pesar de la tijera, a la película más larga del canon hasta aquel momento, antes de que El
irlandés y Los asesinos de la luna cruzaran, de la mano de Netflix y Amazon
respectivamente, el Rubicón de los 180 minutos.
371
Hill, Logan (2013): «Martin Scorsese, Leonardo DiCaprio and Jonah Hill Discuss ‘The
Wolf of Wall Street’», The Wall Street Journal, www.wsj.com, 13 de octubre. Disponible en:
https://www.wsj.com/articles/SB10001424052702304213904579095221019867200
372
Shone, Tom (2022): Martin Scorsese. A Retrospective. Londres: Thames & Hudson, p.
258.
373
Ibid., p. 260.
374
Ibid., p. 254.
375
Ibid., p. 257.
376
Adams, James Truslow (1931): The Epic of America. Boston: Little, Brown and
Company, p. 404.
377
Merton, Robert K. (1996): On Social Structure and Science, edición de Piotr Sztompka.
Chicago y Londres: The University of Chicago Press, pp. 136 y 143.
378
https://entertainment.ha.com/itm/movie-tv-memorabilia/howard-hughes-55-personal-
handwritten-love-letters-notes-and-postcards-from-katharine-hepburn/a/997065-1030.
379
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese. Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
327
380
Shone (2022), Op. cit., p. 111.
381
Schickel (2011), Op. cit., p. 246
382
Ibid., p. 244

383
Ibid.
384
Ibid.
385
Ibid., p. 248
386
Ibid.
387
Ibid., p. 249
388
Ibid., p. 250
389
Biskind, Peter (2019): Moteros tranquilos, toros salvajes, 7.ª ed., Barcelona: Anagrama,
p. 421.
390
Ibid.
391
Ibid.
392
Ibid., p. 13.
393
Ibid., p. 421.
394
Ibid., p. 439.

395
Ibid., pp. 439-440.
396
Shone (2022): Op. cit., p. 256.
397
Ibid.
398
Schickel (2011), Op. cit., p. 243
399
De Curtis, Anthony (1990): «What the Streets Mean», en Ribera, Robert (ed.) (2017):
Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, p. 116.
400
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 83.
El maestro Scorsese saluda sobre la alfombra roja, con ademán profesoral, al público al que ama.
10
AMARÁS A TU PÚBLICO COMO A TI MISMO

Tu amor por el cine es tan contagioso… 401 .


JIM JARMUSCH, A MARTIN SCORSESE

Ralf no suele llamar ni escribir WhatsApps, mucho menos correos


electrónicos. Aunque es tremendamente extrovertido en las
distancias cortas —todo un hispano de corazón— sabe utilizar con
la precisión germánica que lleva en los genes cada canal de
comunicación. Al contrario que la mayoría de la gente, si habla es
porque tiene algo que decir. Por eso, me desconcertó tanto su
correo de aquella mañana de dos de febrero. No lo esperaba;
menos aún su contenido; rezaba el asunto del correo: «Wg: [EXT]
Martin Scorsese visita la Academia de Cine». Lo leí de inmediato.
Scorsese estaría, a lo largo de aquel día —no decía cuándo la
misiva— en la Academia de Cine española, ubicada a escasos
minutos de mi casa. Le esperaba un encuentro con todos los
académicos, en forma de diálogo con el director Rodrigo Cortés.
Acababa de entregarle a la editorial el capítulo sexto de este
volumen que tiene usted en sus manos, me había desprendido ya
de las primeras frases del quinto. La foto que venía adjunta al
mensaje mostraba a Lily Gladstone sentada en el banco de una
iglesia, con Marty a su derecha sosteniendo entre sus manos un
rosario blanco; acaso le estaba enseñando —con ese liderazgo
natural para la dirección de actores— cómo se reza, a fin de hacer
creíble su interpretación en Los asesinos de la luna, último film
estrenado antes de la publicación de este libro.
Aquella mañana, que estaba siendo, por lo demás, tranquila y
anodina, se volvió en un momento terrible y gloriosa. Apareció en el
horizonte una idea obsesiva, como la de un protagonista
scorsesiano cualquiera. Llamé de inmediato a la Academia. Al otro
lado del teléfono, me contestó una voz femenina de dialecto
almodovariano:
—Buenos días.
—Buenos días.
—Mire, verá, es que estoy escribiendo un libro sobre Scorsese para Alianza Editorial y
me gustaría saludar al maestro, aunque fuera con la mirada. [Era mentira, quería, no sé
cómo, hacerle dos o tres preguntas].
—Lo siento, pero está tó lleno y es solo pa académicos.
—No se preocupe usted, que yo le espero en la puerta. O le llevo el café, o el micrófono.
—Mire, que no pué ser. Taluego, buenos días.

Se materializó entonces en mi mente el rostro de Rupert Pupkin.


Pensé que igual conseguiría, como él, meterme en el coche de
Marty, manifestarle mi admiración, venderle mi proyecto; que tal vez
Scorsese, como Jerry Langford, solo por librarse de mí, respondería
a un par de preguntas. (Recuerden cómo acaba El rey de la
comedia: con los estantes de las librerías saturados del libro de su
protagonista. ¿Qué escritor no sueña con ello?). Quizá podría
secuestrarlo incluso; más vale ser rey por un día… ya saben. La
reina, sin embargo, la de verdad, me sacó de mis ensoñaciones. Un
segundo correo de Ralf contenía una imagen de Letizia Ortiz
saludando a Marty. El encuentro se había acabado; en aquel
momento, lo sentí: definitivamente, no era uno de los nuestros.
Pensé también en ese preciso instante que tampoco lo vería en
Berlín, festival al que siempre iba y cuya septuagésimo cuarta
edición había renunciado a visitar por estar escribiendo un libro
sobre Scorsese. Y, ¿a quién le darían el Oso de Oro honorífico ese
año? En efecto, a Scorsese. Lo cual me convertía, de nuevo, casi en
un personaje suyo, en uno de esos seres paradójicos que, de puro
obsesionarse con algo, pierden justo eso que van persiguiendo.
Digamos, por ejemplo, en Paul Hackett; no me negarán el
surrealismo de toda la historia. Jo, ¡qué día!
Decidí, entonces, en efecto, emular a Rupert Pupkin; imaginarme
la batería de preguntas que le hubiera hecho a Scorsese de tenerle
a mano, multiplicarla por cuatro o por cinco, y dejar que el
contraplano lo ofreciesen respuestas de Marty a entrevistas reales,
acontecidas entre 1970 y 2023, es decir, durante más de medio
siglo. Espero que el experimento satisfaga al lector; que encuentre
así, en las páginas que cierran este libro, una síntesis del
pensamiento de Martin Scorsese.

***

Esta entrevista (imaginaria) tiene lugar en el zaguán del Cine Doré,


tomando un café y una de las deliciosas tartas de pequeño obrador
que ofrece tras la barra Clara, toda una institución. Es un día
soleado, según acostumbramos a tenerlos en Madrid, y hace calor,
pero nuestro invitado entra vestido de chaqueta, como el dandi que
es y siempre fue. Marty es menudo, parece algo encogido, como sin
cuello. Sus cejas le preceden; su sonrisa auténtica, bajo la que late
una vida entera de alegrías y dolores, de éxitos y fracasos, le delata
como un hombre que ha tenido una existencia plena. No se mueve
conforme a su edad; tampoco sus ideas lo hacen. Su cerebro
funciona a una velocidad desconocida para el funcionario medio que
cuenta la mitad de los años que él. Más que pronunciar las palabras,
las dispara; consigue meter —como un articulista del Washington
Post describió una vez de manera legendaria— «cuatro palabras en
el espacio que Dios creó para una» 402 . Es un narrador nato,
también en los dominios del verbo; dice que adquirió de su madre
esa habilidad para contar. Como ella, haciendo gala de la sangre
italiana que corre por sus venas, gesticula sin parar; si se le quisiera
hacer callar, bastaría con atarle las manos, que expresan tanto o
más que sus labios. Tras el primer sorbo de café, le doy la
bienvenida.

Marty, bienvenido a este libro.


[Sonríe tímidamente]. Gracias 403 .
Antes de nada, una curiosidad: ¿cómo se pronuncia tu nombre
en inglés, realmente?
Scorsesi.

Scorse-si. Como con i al final. Scorsesi.


Eso es. Así es como lo decimos en la familia. Se ha dicho de tantas
maneras distintas… 404 .

Amar al prójimo, amar al público, ¿sabes cómo funciona eso?


Puede ser que no sea muy elegante decir hoy en día que eres
creyente, especialmente si es de manera tan frecuente como yo lo
he dicho en los periódicos. Pero de verdad pienso que Jesús tuvo
una buena idea. No sé cómo se hace. Tienes que empezar contigo,
y luego con tus hijos, tu mujer, tus padres, amigos, socios…
comienzas a expandirte un poco, comienzas a abrirte, hasta que
creas un conglomerado de amor. Es por eso que la gente se suele
reír con la línea de diálogo [de La última tentación de Cristo] en la
que Judas dice: «El otro día dijiste, “si uno te golpea en una mejilla,
ofrécele la otra”. ¡No me gusta!». ¿A quién le gusta? Estamos
contigo, Judas. ¿Cómo se hace? 405 Pienso que en lo que la Iglesia
ha fallado a lo largo de los años ha sido en no conseguir transmitir a
la gente cómo vivir las enseñanzas de Jesús en la vida diaria 406 .

Veo que tu condición de católico sigue siendo para ti un rasgo


identitario.
Mi vida no ha sido otra cosa que películas y religión. Ya está. Nada
más 407 .

¿Amas realmente a tu público como a ti mismo? Tu admirado


Michael Powell afirmó en alguna ocasión que tus películas
conectan directamente con los espectadores, y que pocos
directores tienen ese don. ¿Crees que diría lo mismo hoy en
día? ¿O ha perdido el cine de Martin Scorsese el contacto
directo con la gente?
No. Quiero decir que uno procede de un tiempo y un lugar
determinados. No puedo cambiar y decir, «venga, ahora solo voy a
escuchar rap». No puedo. Quiero decir, aún escucho rocanrol del
viejo; escucho la música que me gusta. Vienes de un tiempo y un
lugar determinados y no puedes… O sea, quizá hay gente que
puede, algunos artistas —digamos un pintor o un novelista o
algunos cineastas— consiguen mantenerse al día y avanzar con
aquello que el público espera hoy. Pienso que sencillamente somos
hijos de un tiempo, y las generaciones venideras se sentirán
apeladas por nosotros o quizá no. Quizá perdamos dos o tres
generaciones, y luego una tercera o cuarta generación recogerá lo
que hicimos y significará algo para ellos. […] [El problema es que]
ahora, cuanto más dinero se gasta en una película, mayor debe ser
el número de espectadores. Lo que significa que debe hacer más
dinero. Así que debes rebajar el común denominador tanto como
puedas —probablemente al mínimo— para que alcance a más
gente. […] Y ahora —lo que voy a decir es viejuno, de verdad,
realmente ni siquiera es muy bueno—[…] la capacidad de
concentración del público representa un pequeño problema. Las
cosas deben moverse rápidamente 408 .

¿Te refieres a las películas de Marvel?


[Iracundo y apasionado]. No las veo. Lo he intentado, ¿eh? Pero eso
no es cine. Sinceramente, lo más parecido a ellas que se me ocurre,
por bien hechas que estén, con los actores haciendo lo que pueden
en esas circunstancias, son los parques de atracciones. No es el
cine de seres humanos intentando transmitir experiencias
emocionales, psicológicas, a otro ser humano 409 .

Decir que las películas de superhéroes no son cine me parecen


palabras mayores…. ¿Qué es el cine entonces, para Martin
Scorsese?
Para mí, para los cineastas que he llegado a amar y a respetar, para
mis amigos que empezaron a hacer películas más o menos a la vez
que yo, el cine era una revelación; una revelación estética,
emocional y espiritual. […] Era enfrentarse a lo inesperado en la
pantalla y en la vida que dramatizaba e interpretaba, y extender el
sentido de lo que es posible en la forma artística. Y esa era la clave
para nosotros: era una forma artística410.

¿Me puedes nombrar un puñado de películas o autores que


representen lo que significa para ti el cine como arte?
[…] Se podría encontrar el arte [cinematográfico] en tantos lugares
distintos, bajo tantas formas: en Casco de acero de Sam Fuller y en
Persona de Ingmar Bergman, en Siempre hace buen tiempo, de
Gene Kelly y Stanley Donen y en Scorpio Rising de Kenneth Anger,
en Vivir su vida de Jean-Luc Godard y en Código del hampa de Don
Siegel.
O en las películas de Alfred Hitchcock. […] [L]os filmes de
Hitchcock eran también como parques de atracciones. Pienso en
Extraños en un tren, cuyo clímax tiene lugar en un tiovivo en un
parque de atracciones de verdad, y en Psicosis, que vi en un pase
de medianoche el día de su estreno, una experiencia que jamás
olvidaré. […] Algunos dicen que las películas de Hitchcock se
parecen las unas a las otras, y quizás sea verdad; el propio
Hitchcock se maravillaba de ello. Pero el parecido de las franquicias
cinematográficas de hoy es otra cosa […]. Muchos de los elementos
que definen el cine tal y como lo conozco están presentes en las
películas de Marvel. Lo que no hay es revelación, misterio o peligro
emocional genuino. No hay riesgo alguno 411 .

Tus comienzos fueron verdaderamente arriesgados. El mundo,


sin embargo, ha cambiado mucho desde entonces;
posiblemente sería difícil estrenar ahora en salas algunas de
tus películas de la primera etapa. Pienso, por ejemplo, en Toro
salvaje, en Taxi Driver; en Who’s That Knocking at My Door?,
incluso. Eran provocadoras entonces y lo siguen siendo hoy,
acaso más aún. Son muy políticamente incorrectas…
No me puedo sentir mal por algunos de los sentimientos y algunas
de las cosas que dicen las películas. Porque hay una tendencia a
ser… […]. Ya sabes, aún me dicen cosas del tipo: «¡No podemos
usar esa palabra! ¡Oh, no enseñes esa escena, que salen ahí
hablando fatal […]!» 412 .

Pero, ¿no crees que en la actualidad hay una cierta dificultad


para separar al autor de su obra? Si muestras en tus películas
aquello que va contra la opinión mayoritaria, comportamientos
que se consideran inaceptables, puedes ser cancelado. Tus
películas están llenas de personajes indeseables haciendo
cosas indeseables...
Sobre que las películas son yo mismo […] no hay manera de
escapar 413 .
A ver, la idea de decir que las películas son yo, quiero decir,
somos buenos y malos. Así es. [Con los años] me he ido sintiendo
cada vez más a gusto conmigo mismo, y más o menos tolero partes
de mí mismo que no me gustaban […]. En realidad no me gusta que
me pregunten sobre ello, […] ¿realmente te sentiste así? ¿Eso es lo
que hiciste? ¿Esto te sucedió? Y yo digo, «no es asunto tuyo, es la
película», ¿sabes? […] [A]hora, en la era de la corrección política,
[mis] películas tienden a ser ofensivas a ratos y cosas por el estilo,
pero realmente lo único que intento es mostrar tanto como puedo en
muchos de los filmes, no en todos, por supuesto, pero en mucho de
ellos, aquello que conocía; aquello que conozco de un modo tan
realista como sea posible, a nivel emocional […]. 414
Esa es la gente que conozco y yo mismo he hecho esas cosas.
Yo mismo, así que me puedes condenar, ¿qué quieres que te diga?
A esto me refería […]; en cualquier caso, si tienes un problema con
la película, entiendo que es un problema conmigo en cierto sentido.
Y tengo que asumirlo y saber que no le podemos gustar a todo el
mundo, aunque los niños quieren gustarle a todo el mundo; es algo
que no puede ser 415 .
Volvamos por un momento a Hitchcock. El maestro del
suspense, que era ingeniero de profesión y dominaba como
nadie la expresión gráfica, decía que la parte más interesante
de su trabajo consistía en imaginar la película y plasmarla en
un storyboard; consideraba aburrido el rodaje en sí. Tú también
sueles dibujar los storyboards de tus películas. ¿Cuándo
empezaste a hacerlo?
Cuando era un niño pequeño 416 .

¿Pintabas storyboards ya de pequeño?


Recuerdo que los hacía cuando estábamos en Corona. Para mí, era
como [hacer] una película. Debía de tener cinco o seis años. Y
luego, ya en Manhattan, en 1950, con ocho o nueve años, veía los
programas de la tele y trataba de hacer mi propia versión de
película, con dibujos. […] Los primeros eran en blanco y negro y en
formato 1,33[:1], el tamaño de película estándar. […] Tenía un
montón de ellos. Y los terminé, incluso. Pero luego mi padre me vio
un día jugando con ellos y los escondí. No le gustaba la idea. No le
gustaba lo que estaba haciendo, ¿sabes? […] Así que me
avergoncé y los tiré. […] [U]n año o dos después, me dije, ¿sabes
qué? Que les den, voy a volver a hacerlos.
Pero nunca los acabé. En aquel momento estaba entrando en la
adolescencia […]. En aquel momento, también, hice el cambio al
formato panorámico. Eran como grandes epopeyas romanas, a una
la llamé La Ciudad Eterna. Empecé con los combates de
gladiadores. Me imagino que acabaron por ser bastante decadentes;
mi propio formato se convirtió en panorámico de 75 mm; 70 mm no
eran suficientes. […] Solo se los enseñé a un amigo; a nadie más.
[…] Pero se los enseñé a este amigo porque era un chico muy majo.
Era como el intelectual del grupo. Y él insistía: «Marty, estos no se
mueven». Y yo le decía: «Se mueven todos. Mira, de una viñeta a
otra». «Vale, pero los dibujos no se mueven». Y yo: «¿Por qué te lo
tomas tan al pie de la letra?» 417 .
¿En qué medida guardan relación aquellas viñetas que hacías
de niño con tu trabajo actual?
Eran intentos de visualizar una historia, usando dibujos en cierto
sentido de manera cinemática. En este momento de mi vida, cuando
soy en cierto modo más feliz es cuando estoy en un hotel haciendo
esos dibujos. No los usamos todos, pero es el primer intento de
contar una historia con imágenes. Así que es emocionante 418 .

¿Dibujas todas las películas, de principio a fin?


Un amigo mío me preguntó: «Marty, ¿cuántos lápices hacen falta
para hacer una película?». Le respondí: «uno o dos». [Ríe].
[…] Solía hacer storyboards de todo, literalmente. Taxi Driver fue
dibujada de principio a fin. Toro salvaje, lo mismo. […] Me satisface
hacer esos dibujos, que luego incluso también me ayudan a diseñar
el montaje de las secuencias. Dibujo los planos, rodamos esos
planos, los monto. Thelma sabe cómo hacerlo, porque lleva mucho
tiempo trabajando conmigo. Es algo como, «¿te acuerdas? Hicimos
esto en La última tentación, el martillo subía y tú hacías tres cortes».
Y ella dice, «sí, pero fue una putada montarlo». Y yo le digo, «lo sé,
pero hagámoslo de nuevo» 419 .

Ya que la mencionas: háblame de Thelma Schoonmaker. De tu


amistad con ella, de vuestra colaboración. Thelma ha montado
todos tus largometrajes desde Toro salvaje, y, antes de él,
Who’s That Knocking at My Door? Curiosamente, no trabajó en
Malas calles, que fue montada por Sid Levin…
Sid no la montó; yo la monté. Sid llegó y me ayudó e hizo un
montaje inicial de la última parte, donde cantan «O Marienello» al
final, que es la canción tradicional italiana con la que concluyen
todos los festivales callejeros. […] [H]izo un primer montaje de los
compases iniciales de la música de ese segmento, porque yo me
había atascado. […] Llevaba cinco meses montando y estaba
trastornado. El resto lo monté yo. Brian De Palma vino y me ayudó y
también me ayudó Sandy Weintraub. Pero […] pertenezco al
Directors Guild of America, y no podía aparecer como montador en
los créditos 420 .

Interesante. Thelma tampoco trabajó en Taxi Driver, aunque hay


que reconocer que el film es portentoso a nivel de montaje, en
especial la antológica escena de De Niro mirándose al espejo,
recitando aquello de «You talking to me?».
Pienso que es la única escena que he dado nunca a un montador en
forma rushes 421 * […]. Aquello era Hollywood, el montador era Tom
Rolf. Le dije, «mira a ver si me puedes seleccionar las mejores
partes». [Tom] [e]ra una auténtica perla […] pero no conectábamos,
porque para los montadores de Hollywood el objetivo fundamental
era mantener al director fuera de la sala de montaje. Y yo quería
estar allí también, por supuesto, era parte del trabajo. En aquella
ocasión yo estaba trabajando con Marcia Lucas en la película, pero
él vino a montar un poco. Y le dije, «[…] tengo este metraje […].
Mira a ver si le puedes dar forma». Se lo di sobre las nueve o las
diez de la mañana y como a la una de la tarde, regresó y me dijo,
«quiero enseñarte algo». Lo vi y le dije, «no lo toques». Era
maravilloso. «Lo has construido de una manera preciosa […]. Déjalo
tan cual. Sencillamente, déjalo».
Desde Toro salvaje, he trabajado con Thelma Schoonmaker. Con
ella es diferente, porque empezamos montando documentales
juntos [véase Woodstock (Michael Wadleigh, 1970)]. Con Thelma, lo
maravilloso es que no sabe de teoría del cine. No mete nada de eso.
Ella pone la pasión, o más bien, diría, la filosofía del montaje.
Realmente no tiene ideas preconcebidas sobre qué directores son
más importantes, ni cosas por el estilo. Ni sobre teorías de ningún
tipo, ya sea la teoría de los autores o lo que sea. O, no sé, las
teorías más recientes de lo posmoderno, lo que quiera que sea eso.
En absoluto: ella solo mira el metraje, y así podemos trabajar juntos
como solíamos hacerlo en los documentales en los sesenta, y por
eso [trabajo con ella] 422 .
¿Cómo es un rodaje típicamente scorsesiano?
Para mí, hacer cine es literalmente subirse al ring y pelear. Estoy ahí
en medio y hay humo y pistolas y fuego sobre mí, y gente lanzando
granadas. Y luego salgo de la trinchera a presentar una pequeña
ofrenda y me pegan un tiro o me alaban, no lo sé. […] Miro para
atrás y es como si hubiera un campo de batalla ahí fuera 423 .

Hacer una película consiste, sobre todo, en saber narrar con


imágenes. Y eso implica elegir lo que se ve en un encuadre y
descartar el resto…
El cine es una cuestión de lo que está en el encuadre y lo que está
fuera de él 424 .

En otras palabras, el cine según Martin Scorsese se basa en la


relación entre el campo y el fuera de campo. Entiendo que, si
toda película es un conjunto de decisiones, la decisión de
dónde poner la cámara debe de ser la más difícil de tomar…
Sí. Creo que es indudable que cómo pones la lente y el tamaño de
la lente, cuánto dejas dentro del encuadre y cuánto dejas fuera,
conforma la historia. Uno de los mayores gozos es encuadrar una
escena, y es también, posiblemente, una de las cosas más difíciles
de hacer. A veces es muy difícil decidir qué dejar fuera 425 .

Y el qué dejar fuera también afecta al montaje, que es otra


elección. Tarkovski definía el proceso de montaje como
«esculpir en el tiempo»426…
Es esculpir en el espacio. Un escultor mira un bloque de mármol. Me
imagino que realmente debe aprender a ver las fisuras en el
mármol, dónde hay vida ahí dentro. Hay que picar este trozo de
aquí, y a veces arrancarlo de cuajo. Otras veces tienes que refinarlo
y suavizarlo y, qué sé yo, pulirlo de algún modo. Que es lo que
hacemos Thelma Schoonmaker y yo en el montaje. Para mí,
realmente el montaje lo es todo 427 .
¿Cómo aprende a tallar el espacio un cineasta? O, como decía
Alexandre Astruc en su manifiesto precursor de la teoría de los
autores, La càmara stylo, ¿«a escribir con la cámara como el
escritor escribe con su pluma»428?
He oído que el plano inaugural de Boogie Nights es como el plano
de Uno de los nuestros en el que la cámara se mueve por todo el
club nocturno. Bueno, ¿por qué no? Quiero decir, todos hicimos
toneladas de eso. Yo y De Palma y Spielberg y Coppola; en tantas
películas hicimos cosas que conectan con películas anteriores. Hay
varios planos en Taxi Driver que se inspiran en Raíces profundas.
Es un homenaje; la autoconsciencia de decir, hey, aquí hay un guiño
a Truffaut; eso es un guiño a Fellini; este a George Stevens; este a
John Ford. Te encuentras todo el rato viendo películas antiguas. Me
gusta ver los filmes de Hitchcock una y otra vez, una y otra vez, una
y otra vez. A menudo sin el sonido. Los filmes de Powell y
Pressburger, de John Ford, de Welles, por supuesto.
Lo que pasa es que, a través de esas imágenes, encuentras un
modo de escribir con la cámara que permanece en tu mente. Falso
culpable de Hitchcock tiene más que ver con los movimientos de
cámara de Taxi Driver que ninguna otra película en la que pueda
pensar. Es una influencia tan grande por el sentido de la culpa y la
paranoia. […] O el uso del color en Las zapatillas rojas de Michael
Powell y Emeric Pressburger. Pienso que es algo tan… influyente.
No es necesariamente robar. Cada película está entrelazada con
tantas otras. No puedes escapar. Cualquier cosa que hagas ahora
que pienses que es nueva ya se había hecho en 1913 429 .

Junto a Paul Thomas Anderson, a quien acabas de mencionar


indirectamente a través de su Boogie Nights, otro Anderson,
Wes, también se reconoce influenciado por ti en gran manera.
Afirma que le debe a tu comentario de audio de la edición de
Criterion de Toro salvaje el haber conocido a Powell y
Pressburger, una de sus mayores influencias, sobre todo a
propósito, precisamente, de Las zapatillas rojas. Wes también
ha contado —como tú mismo lo has hecho— que el visionado
de El río (The River, 1951) de Jean Renoir, en una de las
proyecciones que organizas para tus amigos, le movió a
realizar Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), film
también influido por Narciso Negro (Black Narcissus, 1947),
otra película de Powell y Pressburger. Antes incluso que
cineasta, eres un gran cinéfilo, que transmite su pasión por el
cine de mil maneras posibles, desde tus dos grandes
documentales, A Personal Journey With Martin Scorsese
Through American Movies y El cine italiano según Scorsese
hasta entrevistas como esta, pasando por infinitas clases
magistrales, conferencias o todo el maravilloso trabajo que
haces desde The Film Foundation. ¿Qué faceta es más
importante para ti? ¿La de cineasta o la de divulgador de cine?
Bueno, creo que en mi caso me entusiasma naturalmente el querer
compartir experiencias con otra gente. Ya sea una interpretación
que ves en un teatro, o… Para mí no era necesariamente el teatro,
porque vengo de unos orígenes en los que no nos podíamos
permitir ir al teatro, así que eran los cines de aquel tiempo, en los
años cuarenta, cincuenta y hasta principios de los sesenta. Tenía un
entusiasmo auténtico, y quería compartirlo con alguien y disfrutarlo
con él o ella, ¿sabes? [Fue] sobre todo en torno al rodaje de Malas
calles y otros filmes que comencé a encontrar muy, muy
apasionante el hecho de compartir tanto como fuera posible mi
experiencia con cineastas más jóvenes. Y cuando luego volvían y
me enseñaban sus películas y las veía, […] sentía casi como un
ligero sentimiento de soberbia, al haber influenciado a un par de
personas, no necesariamente a través de mis películas, sino
recomendándoles las películas de otros. Y entonces me volvía a
inspirar a través de sus filmes. Como ves, abre todo un universo
[…]. Siempre pensé en mí más como profesor que como
cineasta 430 .
¿No están ambas facetas relacionadas? Cuando impartes tus
clases magistrales, tus conferencias… ¿no estás también
enseñando a dirigir, en cierto modo?
No existe algo así como una clase de dirección de películas.
Sencillamente, no es posible. La única clase de dirección que hay
consiste en coger una cámara e irte por ahí con alguien que sepa
más que tú y que sea literalmente capaz de guiarte 431 .

***

De repente, suena el móvil de Marty. Se disculpa; como estábamos


los dos solos, no ha reparado en apagarlo. Su rostro se sorprende
ante el nombre en la pantalla. Es Paul Schrader; dice que le llama
luego, pero me resisto a perder esta ocasión, así que le pregunto si
no le importaría poner durante un momento el manos libres. Se ríe y
pregunta a Paul, ambos están de acuerdo. Saludo a Schrader, le
pongo en contexto, y disparo mi primera pregunta.

Marty, de entre todas tus películas, Roger Ebert, tu crítico más


favorable, reconocería cinco obras maestras: Malas calles, Taxi
Driver, Toro salvaje, Uno de los nuestros y La edad de la
inocencia. En dos de ellas, el guion es de Paul; no parece
casualidad. Colaborasteis también en La última tentación de
Cristo y en Al límite. Dejando a un lado esta última —creo que
no os dolerá reconocer su carácter de obra menor—, incluiría
en la lista de Ebert La última tentación… Habladme de vuestra
simbiosis en estas tres películas.

PAUL: Antes que nada, te contaré cómo veo mi papel. Hay siete
u ocho directores para los que trabajaría.
MARTY: Eso es mucho.
PAUL: Desgraciadamente, la mayor parte de estos siete u ocho
directores no respetan mi libertad como guionista porque
quieren escribir ellos mismos. […] [Marty,] tú eres uno de
los pocos, si no el único director con el que he trabajado
que me respeta como guionista. Por un lado, soy lo
suficientemente listo como para respetarte como director.
Y [por otro,] pienso que yo aporto tres cosas: tema,
carácter, estructura. Bam, bam, bam. Es mi trabajo. Te doy
eso y luego me voy.
MARTY: Sí, pero también escribes diálogos. Líneas como «Suck
on this» [de Taxi Driver], que me tomo muy en serio…
PAUL: Me parece —quizás esté paranoico— que a la mayor
parte de los directores les cuesta aceptar el tema, el
carácter y la estructura del guionista.
MARTY: En el caso de Toro salvaje, te invitamos a venir. Odio
hablar de esto, porque Mardik Martin [el autor del primer
guion de Toro salvaje] es como un hermano para mí. […]
Ha estado conmigo en todas mis crisis, en días buenos y
malos. Comenzamos a escribir el guion de Toro salvaje
durante [el rodaje de] New York, New York. Quiero decirlo
para que conste en acta, que nunca le di directriz alguna,
al pobre. […] No quería que volviera a suceder, pero
cuando Mardik llegó con Toro salvaje, era como
Rashomon. Tenía veinticinco versiones distintas de la
historia porque todos los personajes estaban vivos. Bob
[De Niro] y yo pensamos que era importante que entraras
en escena durante seis semanas, sin importar el precio
[…].
PAUL: Pero Toro salvaje no es la película que escribí…
MARTY: Oh, sí que lo es, querido.
PAUL: [Ríe]. Ok.
MARTY: Lo he dicho un montón de veces. […] Espero que no te
ofenda, pero cuando Brian De Palma me dio una copia de
Taxi Driver y nos presentó, casi sentí como si lo hubiera
escrito yo. No es que yo pueda escribir así, pero lo sentía
todo. Me estaba quemando bajo la puta piel; tenía que
hacerlo. Y eso es todo, Paul, ¿me entiendes?
PAUL: Lo sé, y lo siento de un modo incluso más intenso. […]
Siento casi la misma intensidad a propósito de La última
tentación de Cristo. Es el panel final de un tríptico. Ya no
hay pesos medios; en este caso es un peso pesado del
sufrimiento.
MARTY: […] Da lo mismo un peso medio que un peso pesado.
En el contexto del cristianismo nadie es de una liga menor.
Como con Jake LaMotta. Muchos críticos dijeron, «es un
animal, este Jake LaMotta». ¡Juzgando al hombre a partir
de la película! En primer lugar, no tienen derecho a juzgar
a la persona. En segundo lugar, están tratando con una
esencia; como si destilas todo un árbol en una gota. Y a
veces viene de mí, de ti —es tan obvio que es ridículo— y
de Bob. Pero Bob nunca pudo ponerse en una situación
como esta, en una discusión filosófica. Nunca. Él se
revelaba a su propio modo. Y es por ello que me gusta
trabajar con él.
PAUL: Voy a hacer una generalización. Dime qué piensas. La
generalización es la siguiente: de las tres películas, pienso
que Taxi Driver es más mía, Toro salvaje más de Bobby, y
La última tentación más tuya.
MARTY: Es una generalización; no es verdad. Las
generalizaciones no son verdad. Es como mirar a un
matrimonio y decir que él tiene razón y ella está
equivocada. Ella siempre tiene razón, ella siempre está
equivocada, él siempre tiene razón. No te puedes meter en
el matrimonio de nadie. Y estamos hablando de un
matrimonio. […] La gente de fuera no entiende el proceso
colaborativo 432 .

En este punto, interrumpo el diálogo entre ambos, para preguntarle


a Schrader si me puede describir más en detalle cómo es para un
guionista colaborar con Marty; él no suele aparecer en los créditos
por el guion, pero, como el auteur que es, trabaja siempre codo con
codo con sus guionistas, discute con ellos, filosofa con ellos, los
reta. La respuesta-metáfora de Paul es tan breve como elocuente; lo
define como «un rival de ajedrez al que no le importa perder una
pieza para hacer un buen movimiento»433. Le gusta el juego. Era
de esperar. Me retiro de nuevo, y los dos viejos contrincantes
prosiguen su partida.

PAUL: [A Marty] Si pudieras escoger entre ser recordado o


sentirte realizado, ¿qué elegirías?
MARTY: Escogería sentirme realizado. Tienes que estar contento
contigo mismo. No necesariamente feliz, se puede ser
desgraciado, pero sentirse realizado.
PAUL: O sea, ¿que le den a la Historia cuando se trata de
realización personal?
MARTY: Es difícil reemplazar aquello en lo que realmente crees.
[…] Si no crees en ello ahora, estás muerto 434 .

Asombrado por la profundidad del diálogo que se acaba de


desplegar ante mis oídos entre estos dos titanes, a medio camino
entre la comunión profunda y la dificultad para soportarse el uno al
otro, asisto a su despedida. Marty invita a Paul a venir a Madrid; es
una ciudad increíble, le dice. Quedan emplazados para luego.
Prosigo.

Tras este interludio con uno de tus colaboradores más


célebres, me gustaría preguntarte acerca de otros miembros
regulares de la que podríamos llamar tu familia cinemática. Ya
hemos hablado de la mítica Thelma Schoonmaker, de vuestra
colaboración como montadores desde finales de los sesenta.
Te gusta montar y, aunque no aparezcas de ordinario como
guionista en tus películas, no hay una línea de guion que no
hayas aprobado. Pero la fotografía ya es otra cosa…
Sé que mi puerta de entrada al cine fue a través de la escritura y del
montaje, más que a través de la fotografía. […] Michael Powell, el
gran director, era capaz de decir la hora con solo mirar al sol en el
cielo, y [mira] Steven Spielberg […] 435 . Siempre cuento la historia de
cuando Spielberg hizo El imperio del sol, de ese plano increíble del
amanecer, con los últimos kamikazes a contraluz. Le pregunté:
«¿Cómo lo hiciste? Es precioso» 436 . Me dijo: «Bueno, llegué pronto
[ese día], y vi la niebla a ras de suelo y supe que iba a amanecer de
aquella manera». Así que cogió al cámara y filmaron el plano. Le
dije: «¿Sabes? Soy de Nueva York, así que, si veo niebla a ras de
suelo como aquella, es que algo se está quemado». [Ríe]. Pero él
creció en Phoenix, Arizona; es otra cosa.
En mi caso, […] la iluminación consiste en encender la luz del
pasillo, y poco más. […] No podría decir dónde estaba el sol, ni un
día nublado ni uno despejado, porque la naturaleza de los edificios
que habitábamos estaba hecha de sombras, callejones y pasillos.
En 1965 hubo una ordenanza municipal para que todo edificio
tuviera dos luces en la entrada, y entonces comenzamos a ver el
vecindario un poco por la noche. [Ríe]. […] Y todo comenzó a
iluminarse un poco. Pero hasta aquel momento nunca entendí
realmente dónde poner las luces 437 .
No tiendo a pensar en [la fotografía], a no ser que vaya a una
localización y tenga una relación bastante buena con el director de
fotografía. En ese caso se convierte en algo en lo que me concentro.
Tuve que ser muy específico en Malas calles y en Alicia. Y con
Michael Chapman en Taxi Driver.

Michael Chapman dijo en 1998, cuando se acercaba el cuarto de


siglo del rodaje de Taxi Driver: «Es bastante deprimente que la
mejor cosa que he hecho fuera hace 25 años; y, a no ser que
tenga mucha suerte, probablemente no volveré a hacer algo tan
poderoso nunca más» 438 *. También colaborasteis en los
documentales El último vals, y American Boy, en el videoclip
Bad, de Michael Jackson, y, por supuesto, en Toro salvaje, que
es prodigiosa a nivel de fotografía, y por la que fue nominado al
Oscar.
Irwin Winkler me dijo en 1994 que a Michael Chapman no le gustaba
Toro salvaje. […] No le gustaba cómo había quedado. Así de
sencillo. Creo que [él mismo] nunca me lo dijo 439 .

En tu primera etapa, también trabajaste con Lázsló Kovács en


New York, New York y en El último vals; El rey de la comedia
fue fotografiada por Fred Schuler…
[Q]uien fue el operador de cámara de Michal Chapman durante
años. Freddie fue capaz de darme la apariencia que quería, como
de telefilme 440 .

Y luego llegó Michael Ballhaus. Durante los más de veinte años


que duró la colaboración con él, entre 1985 y 2006, trabajarías
de manera eventual con otros directores de fotografía, como el
legendario Néstor Almendros en Life Lessons, con Freddie
Francis en El cabo del miedo, o con Roger Deakins en Kundun.
A partir de 1995, con Casino, alternarías el trabajo con Ballhaus
con el de otro de los grandes: Robert Richardson, conocido por
su colaboración con Quentin Tarantino. Y tus cuatro últimos
largometrajes han sido fotografiados por Rodrigo Prieto. Pero
centrémonos en Ballhaus, quien fotografió hasta siete películas
tuyas desde Jo, ¡qué noche! hasta Infiltrados, su penúltima
producción antes de retirarse. ¿Qué destacarías de él?
[Todo] cambió con Michael Ballhaus […], me interesaba mucho su
iluminación de los filmes de Fassbinder. […] Tenían un aspecto casi
neorrealista, aunque estaban encuadrados de manera muy
cuidadosa. Pero la iluminación era de tono alto 441 *. A pesar de ello,
eran muy dramáticos. No sé si entiendo muchas de las películas de
Fassbinder. No soy del todo ese tipo de persona. Pero El mercader
de las cuatro estaciones me influenció mucho […]. La iluminación
era muy honesta. Aunque hay momentos en los que la iluminación
era casi como de Douglas Sirk. Me encantaba trabajar con
Ballhaus 442 .
He oído que fue un gran apoyo durante el caótico rodaje de La
última tentación de Cristo…
[Hacer] una película de este tipo, con un presupuesto de 6 millones
de dólares, es un castigo. Estás en Marruecos, y está
anocheciendo, y se rompe el generador, y al actor se le cae la
peluca, y, mira, pues no tienes 26 millones de dólares y diez mil
extras como Bertolucci; eso es un castigo. […] Michael Ballhaus me
decía cada vez que me deprimía: «Esta película tiene que ser hecha
de esta manera» 443 .

Pasemos a los actores. Un director es, antes que nada, director


de actores. Has trabajado con intérpretes verdaderamente
antológicos; algunos de ellos —es, precisamente, el caso de
DiCaprio y De Niro— deben a la simbiosis contigo el haber
llegado a ser quienes son. Otros, como Harvey Keitel, fueron
descubiertos por ti; dieron de tus manos sus primeros pasos.
Talentos como Newman o Nicholson, por otra parte, llegaron
tras una larga trayectoria por su cuenta y colaboraron contigo
una sola vez. Y luego están esos actores a los que admiras,
como Tom Hanks, pero a quienes nunca lograste dirigir. De
entre aquellos con quienes sí has trabajado, me llama la
atención que algunos de ellos son grandes actores de El
Método, o están al menos influenciados por él en gran manera;
pienso en Harvey Keitel, Robert De Niro, Daniel Day-Lewis…
Ellen Burstyn, también, iba mucho al Actors Studio 444 .

Cierto, también Ellen Burstyn. Y Paul Newman. Y Jack


Nicholson… No parece una coincidencia.
El Método tiene que ver con la ruptura del estilo de actuación a
mediados de siglo, y eso tiene que ver con Kazan y tiene que ver
con Brando. […] La ley del silencio. Era como si alguien hubiera
cogido una cámara y la hubiera llevado a mi barrio, o al apartamento
en el que estaba viviendo con mis padres. En la película salen
irlandeses americanos, pero en realidad da igual. Las caras son de
verdad. Las caras se parecen a las de la gente de mi familia. Y, de
pronto, nos vi a nosotros ahí en la pantalla.
Todo se dividió después de aquello. Estaba, por un lado, el
hermoso arte de la actuación, del que disfrutábamos enormemente,
en todo el espectro desde Cary Grant, Spencer Tracy, hasta Alec
Guiness […]. Y luego estaba lo que yo sabía que era la verdad,
como si no hubiera una cámara ahí. [...] Eso condujo al desarrollo
del cine independiente aquí en Nueva York y a John Cassavetes.
Mira Shadows y Faces. No parece que haya una cámara en la
habitación. Este era el camino que yo debía tomar, el de intentar
capturar algo que solo podía suceder una vez en cine, algo natural.
[…] Y esto procede del actor. Así que debes tener paciencia, y
debes tener amor. Tienes que amar a los actores 445 .

Pero no debe ser siempre fácil… Jerry Lewis refiere cómo


Robert De Niro le provocó durante el rodaje de El rey de la
comedia; el mítico humorista afirma que trabajar con él fue
como «intentar negociar con el diablo»446. Durante el rodaje de
Toro salvaje, Bob quiso ser tanto Jake LaMotta, que aprendió a
boxear de él, y un día le rompió al excampeón los dientes de un
puñetazo447. Aunque parece ser que De Niro tuvo que hacer
penitencia por todos aquellos excesos de juventud durante el
rodaje de Los asesinos de la luna, porque las improvisaciones
de DiCaprio lo volvieron loco por completo. He oído que las
discusiones fueron…
[Ríe]. ¡Oh, infinitas, infinitas, infinitas! […] Después, Bob no quería
hablar. De vez en cuando, Bob y yo nos mirábamos y poníamos un
poco los ojos en blanco. Y le decíamos [a Leo]: «No te hace falta
esa línea de diálogo» 448 .

Me sorprende, en especial, tu colaboración con Daniel Day-


Lewis. Tan solo habéis trabajado en dos películas juntos, en La
edad de la inocencia y en Gangs of New York, en las que da
vida, respectivamente, al idealista romántico Newland Archer y
al brutal y descarnado Bill the Butcher. Y sale ileso de ambos
retos. ¿Cómo se te ocurrió que el mismo actor podía interpretar
dos roles tan diametralmente opuestos?
Mira Mi pie izquierdo, cómo controla su cuerpo; la energía que
conlleva interpretar a ese personaje, la energía que necesitó para
pintar un cuadro con su pie. Realmente lo hizo. […] Está colgado en
la casa de Jim Sheridan, el director, en Dublín. Hay un cierto tipo de
determinación en ese trabajo. Más que eso, hay una ira que podrías
palpar; una ira buena, sana, no una ira autodestructiva como la del
Rey Lear; también la hay en Pozos de ambición […].
Definitivamente, lo lleva dentro. Lo vi en Mi pie izquierdo y lo vi en El
último mohicano. Y el gran sentido del humor en Una habitación con
vistas. Entonces me dije: «Bueno, el chico puede hacer cualquier
cosa» 449 .

Háblame del estilo.


El estilo lo es todo 450 .

Es una frase muy categórica… Casi filosófica y algo dramática.


Shakesperiana, si quieres.
No, pero [es que] el estilo es exactamente la cuestión. Puedes
sostener la cámara con dos personas hablando. Dos cabalgan
juntos, con Jimmy Stewart y Richard Windmark, hablando a la orilla
del río. Siempre hablo de esa escena. La cámara está sencillamente
inmóvil y, de pronto, es como un documental de 1870. Conoces a
esos dos tipos y lo que estaban pensando en realidad, y cómo se
sentían. Eso lo aprendí, de nuevo, viendo mucho cine italiano, me
conmovía ese estilo, me conmovía a nivel emocional, y pienso que
todo ello de alguna manera se filtró […] cuando vi a Cassavetes, y
en cierto modo ha generado en mí una pelea entre quizás tres
estilos diferentes. Es más o menos como ser americano europeo,
con un grupo tirando de mí, y otro grupo tirando de mí. […] Es una
batalla constante en mi cabeza, este tipo de cosa. Y se debe a las
películas que ves, a las películas que admiras. […] [Como las
películas de] Naruse, o […] Close-Up de Kiarostami, ¿la has visto?
451 .

Sí, me encanta esa película; adoro a Kiarostami.


Ver esa película, Close-Up, reenfocó toda mi manera de pensar. […]
Me golpeó con la fuerza de la primera vez… No puedo decir que
fuera la primera vez porque tenía cinco años la primera vez que vi
películas neorrealistas, pero sentí que tenía ese tipo de impacto
emocional. Intento ver tan pocas películas modernas como sea
posible y, si veo películas modernas, suelen ser independientes, o
del sudeste asiático, o iraníes, ese tipo de cosas. Intento centrarme
y no obsesionarme. Porque pienso que el estilo hoy en día es… ya
no sé lo que es el estilo en un mundo en el que existe la capacidad
de poder manipular la imagen de vídeo digital hasta límites
insospechados. […] Cuando hablas de estilo pienso en Visconti, en
Senso, y, muy especialmente, en El gatopardo. O en los
movimientos de cámara de Minnelli, los movimientos de grúa, este
tipo de cosas. He tenido esa pelea constantemente. Entre la
simplicidad y la complejidad 452 .

Puedo ver en tu propio estilo esa conexión, como si fuera una


combinación del de Cassavetes con el de Visconti453.
¡Lo intento! [Ríe] 454 .

Una de las muchas cosas por las que serás recordado es por tu
uso de la música…. Y del silencio. ¿Qué lugar tiene en tu estilo
la banda de sonido? ¿Cómo debe ser en tu opinión la música,
en conjunción con las imágenes?
En mi caso, de alguna manera, las consolida; se remonta a cuando
era niño y escuchaba discos. Mi padre tenía una colección […]
básicamente música de estilo Big Band y ese tipo de cosas. Mis tíos
también me ponían a escuchar música, Benny Goodman, Tommy
Dorsey, o Stephen Forster, o el intermezzo de Mascagni de
Cavalleria rusticana, que acabé usando en Toro salvaje. Odiaban el
rocanrol cuando apareció. Yo tenía por entonces doce o trece años,
así que me impactó en el momento preciso. La música creaba de
algún modo un estado mental en el que yo me imaginaba imágenes
abstractas y movimiento, mucho movimiento. Esa es la clave.
Incluso las angulaciones de la cámara. Ya sabes, las
angulaciones son de algún modo emocionantes y desalentadoras en
el momento en el que vas y tienes que inventártelas en el acto. Es
una prueba. Todo es una prueba, que consume energía. Hablando
[una vez] con Roman Polanski […], [m]e dijo: «Empiezo siempre con
el último plano. Te cuenta la historia visualmente. Entonces sé
adónde ir». Es su estilo.
Adonde la cámara decide hacerte mirar es la filosofía de la
narración, de la narración visual. John Ford sería más bien como
¡Qué verde era mi valle!, o Las uvas de la ira, o Centauros del
desierto. Centauros del desierto, el gran wéstern. […] [N]o le hace
falta mover mucho la cámara. Cuando lo hace, se trata de una
declaración definitiva. Pero la declaración ya está ahí en el estilo.
[…] A Welles le encantaba mover la cámara. Le encantaba el gran
angular de 18mm. Te introduce en una suerte de parque de
atracciones con el movimiento y el impacto psicológico, como en
Ciudadano Kane o en El cuarto mandamiento o en La dama de
Shanghái. La secuencia que hace en el salón de espejos al final de
esa película es extraordinaria.
Pero, para mí, todo ello debe provenir de la música y de la
ausencia de la misma. En otras palabras, el silencio es importante.
En Toro salvaje, no habíamos pensado realmente demasiado en los
efectos de sonido hasta que Frank Warner y yo trabajamos en ellos
con Thelma Schoonmaker. […] Probamos un montón de cosas
diferentes. Entonces, llegados a un determinado punto, Frank nos
mira y dice: «Sin sonido». Y yo le digo: «Tienes razón. Quítalo del
todo. Quítalo». […] El silencio es tan importante. Marca una gran
diferencia. Y me temo que el público en América
desafortunadamente espera sonido del primer plano al último, y creo
que también esperan música. Y la música en los últimos veinte años
ha sido utilizada para decirle a la gente cómo se debe sentir 455 .
[Pero, por ejemplo,] [u]na escena de amor con música romántica es,
sencillamente, mediocre 456 .

Imagino que, si la música afecta a tu estilo de un modo tan


fundamental en tu obra de ficción, en el caso de los
documentales musicales su papel debe ser incluso más
determinante.
[Ahí] es la música la que realmente me dirige. La música me lleva.
En el caso de El último vals, o de modo particular en la película de
Dylan, se trata en realidad de la obsesión con la música. Y la música
empieza a contar la historia. […] En el caso de Dylan […] teníamos
años de metraje. Nos llevó cuatro años montarlo […] teníamos que
encontrar la historia en [ese] metraje. Pero la música nos guio, y nos
llevó luego al artista, y a la pregunta de con quién debe estar
comprometido el artista. ¿Consigo mismo o con los demás? 457

Desde El lobo de Wall Street, quizás incluso antes, los estudios


te están dando una gran libertad para hacer lo que te dé la
gana. Curiosamente, tus dos últimas películas, las más largas
de todo el canon, han sido producidas por plataformas, pero
eso es otra historia… ¿Ya no es necesario el compromiso de
hacer «una para ellos»? ¿Son todas tus películas ahora «una
para ti»?
Ya no quiero hacer películas como El cabo del miedo, que se
ajusten a un argumento convencional. Me aburre cada vez más. No
me gusta trabajar para otros. Hacer la película de otros es un trabajo
duro 458 .

¿Qué se siente al ser uno de los grandes directores de cine de


todos los tiempos? Quiero decir, ¿eres consciente de que lo
eres?
En realidad, no. Supongo que me gustaría tener un ego lo
suficientemente grande como para querer estar en el firmamento del
cine. No lo sé. Incluso si digo que no, es como si estuviera
suplicándolo, persiguiéndolo, buscando un piropo. Lo cierto es que
sé tanto de, o quizá debería decir que he vivido tanto el cine y ha
significado tanto para mí. Ha sido una conexión realmente tan, tan
fuerte toda mi vida. Ha sido la motivación. Ha sido el modo en el que
he experimentado determinadas emociones e ideas que no podría
expresar de otra manera, o no podrían serme expresadas de otra
manera por el lugar del que procedía. Por muchos motivos distintos,
acabé haciendo películas, pero no hay manera alguna de que pueda
comparar un film mío con los filmes que me formaron. Sencillamente
no hay manera. No hay manera de decir que es como Kazan o
como Renoir o como… no se puede decir… la gente me dice a
veces «eres un maestro», bueno, vale, porque te haces lo
suficientemente viejo como para creer que sabes lo que estás
haciendo. No pretendo ser, créeme, falsamente modesto, es tan
solo la belleza de que nunca lo sabes de verdad. […] Ves los filmes
de Powell y Pressburger, Kazan, Hitchcock, Ford y Welles, Fellini,
Antonioni, Kalatózov, Tarkovski, Imamura y Ōshima, y […] ¿dónde
demonios estás tú? Haces lo que puedes. No tengo elección. No
puedo hacer algo distinto de lo que estoy haciendo 459 .

Para ti, entonces, hacer cine es un modo de conocimiento. Un


modo de hacer filosofía con imágenes, si lo expresamos en
términos de Gilles Deleuze460.
Así es. […] ¿Quiénes somos? Ya sabes, ¿quién soy yo? Qué somos
y qué es la naturaleza humana. ¿Sabes? Y explorar eso. Pienso que
muchas de las películas que he hecho tratan de eso. De las
decisiones, las decisiones morales. O las decisiones amorales. El
panorama moral ya no existe. El panorama moral ha
desaparecido… 461 .

¿Oigo un cierto pesimismo de fondo? ¿Cómo ve Martin


Scorsese el mundo de hoy?
[E]n nuestra sociedad, cuando escuchas una sirena miras para otro
lado, especialmente en Manhattan, y no piensas en la gente de la
calle. Pero crecí junto al Bowery, viendo de cerca a los sintecho y a
los borrachos, y me daban miedo. Siempre tenía un conflicto con la
doctrina del cristianismo sobre el amor y la compasión, y que luego
mi familia me dijese que no me acercara a ellos porque me podrían
matar. Era muy peligroso, y aun cuando algunos de ellos
permanecían sobrios por un tiempo, luego volvían a beber. Pero hay
una tendencia en nuestra sociedad […] de apartar cualquier
sufrimiento y hacer como si no nos afectase. […] Por supuesto,
están aquellos que no siguen esta línea, incluso ricos y famosos que
tratan de ayudar […]. Pero el mayor de mis miedos es que la gente
cada vez está más obsesionada con el yo, y no contempla el
sufrimiento de los demás; ni si quiera se dan cuenta de que existe,
así que mucho menos quieren hacer algo al respecto 462 .

Kubrick decía que siempre adaptaba libros mediocres para que


nadie pudiera decir que el libro era mejor que la película. La
mayoría de tus películas de ficción a partir de Toro salvaje son
adaptaciones de libros, algunos de ellos verdaderamente
excelentes y complejos, como La edad de la inocencia, de Edith
Wharton, o Silencio, de Shūsaku Endō. ¿No te da miedo que la
gente diga que el libro era mejor?
Supongo que aún me da un poco de miedo la tiranía del Arte con
mayúscula. Y siempre ha existido la tiranía de la palabra sobre la
imagen; cualquier cosa escrita tiene que ser mejor. La mayor parte
de la gente piensa que es más auténtico si te expresas en palabras
que en imágenes. Y me parece que es un problema en nuestra
sociedad. Y —lo he dicho muchas veces en las entrevistas— vengo
de un hogar donde lo único que se leía era el Daily News y el Daily
Mirror. Dos periódicos; yo introduje el primer libro en casa. Y hubo
discusiones sobre si debía llevar un libro a casa o no 463 .

¿En serio?
Estaban preocupados 464 .

¿Por si te echabas a perder?


Dios sabe […]. Cuando empecé a meter libros en casa e ir a la
Universidad de Nueva York, que es una institución secular, no
parroquial, no es un lugar dependiente de la Iglesia, obviamente…
fue en los sesenta, ¿sabes? [Mis padres] no son gente formada.
Decían que la universidad era demasiado liberal. Comunista. Ese
tipo de cosas. […] No soy un lector rápido, aunque ahora me fuerzo
a leer tanto como sea posible. Estoy poniéndome al día de libros
que debía haber leído hace veinte años, forzándome a leer
mucho 465 .

¿De qué manera se despertó tu afición por la lectura? ¿Podrías


destacar dos o tres autores favoritos?
Bertolucci me dijo que debía leer los escritos de Pasolini al igual que
admiraba sus películas. Mi respuesta fue: estoy leyendo y hago lo
que puedo. Allá por los años sesenta, la literatura a la que estaba
expuesto era fundamentalmente americana e inglesa, e incluso no
sabía cómo leer bien aquello, aunque por alguna razón Melville me
gustó lo suficiente como para vencer a Moby Dick, y lo disfruté
mucho. Entonces descubrí el Retrato del artista de James Joyce y,
después, el Ulysses. No entendí el Ulysses la primera vez, pero
conseguí superarlo a trozos; hace poco lo releí, y fue maravilloso.
Leí el Quijote justo antes de empezar con Gangs of New York, y
descubrí que lo que fuera que quisieras hacer a nivel de estilo,
Cervantes lo había hecho primero: saltos temporales, responder a
los críticos del primer volumen en el segundo, todos los trucos de
las nuevas olas. Es a un tiempo terriblemente divertido y
enloquecedor, porque al final no sabes de dónde procede el punto
de vista, ni quién es don Quijote, o si sabía realmente lo que estaba
haciendo. Y la relación con Sancho Panza es magnífica. […]
Cervantes ya lo hizo todo, antes incluso que Joyce y Melville 466 .
El elogio de nuestro escritor más universal me parece un broche
inmejorable a estos párrafos, y dejo en el tintero alguna otra
pregunta que tenía preparada; le digo a Marty que la calle que le
está dedicada está a tan solo unos metros de nosotros, en el Barrio
de las letras; que Cervantes vivió allí. Alza, sorprendido, sus cejas
de inconfundible geometría y sonríe como un niño travieso, de modo
que me ofrezco a darle una vuelta por Madrid. Así tengo excusa
para preguntarle un par de cosas más off the record; para seguir
hablando un rato con esta leyenda viva del cine cuyo legado y
figura, sospecho y espero, no harán más que continuar creciendo
con el paso del tiempo.

401
Jarmusch, Jim (2006): «2006 Charles Guggenheim Symposium Honoring Martin
Scorsese», en Ribera, Robert (ed.) (2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and
Updated. Jackson: University Press of Mississippi, p. 198.
402
Occhiogrosso, Peter (1987): «Martin Scorsese: In the Streets», en Ribera, Robert (ed.)
(2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, p. 86.
403
Rose, Charlie (1999): «Interview with Martin Scorsese», The Charlie Rose Show, 15 de
octubre, 0’41”. Disponible en: https://charlierose.com/videos/9622
404
Rose, Charlie (1993): «Interview with Martin Scorsese», The Charlie Rose Show, 8 de
octubre, 1’01”. Disponible en: https://charlierose.com/videos/4750
405
Corliss, Richard (1988): «…And Blood», en Ribera, Robert (ed.) (2017): Martin
Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of Mississippi, p.
102.
406
Occhiogrosso (1987): Op. cit., p. 92.
407
Geoff, Andrew (ed.) (2021): «Last Words. The Wisdom of Martin Scorsese»,
Sight&Sound Special: Martin Scorsese. A Life of Movies, p. 146.
408
De Curtis, Anthony (1990): «What the Streets Mean», en Ribera, Robert (ed.) (2017):
Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, pp. 123-125. Nótese que Powell murió en 1990, el mismo año de la entrevista
de la que está extraída este fragmento…
409
De Semlyen, Nick (2019): «The Irishman Week: Empire’s Martin Scorsese Interview»,
Empire, 7 de noviembre. Disponible en:
https://www.empireonline.com/movies/features/irishman-week-martin-scorsese-interview/
410
Scorsese, Martin (2019): «Martin Scorsese: I Said Marvel Movies Aren’t Cinema. Let
Me Explain», The New York Times, 4 de noviembre. Disponible en:
https://www.nytimes.com/2019/11/04/opinion/martin-scorsese-marvel.html
411
Ibid.
412
Ebert, Roger (2008): Scorsese by Ebert, The University of Chicago Press, p. 159
413
Ibid., p. 159
414
Ibid., pp. 159-160.

415
Ibid, p. 160
416
Schickel, Richard (2011): Conversations with Scorsese, Nueva York: Alfred A. Knopf, p.
16
417
Ibid., pp. 16-17.
418
Ibid., p. 293.

419
Ibid., p. 296
420
American Film Institute (1975): «Dialogue on Film: Martin Scorsese», en Ribera, Robert
(ed.) (2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press
of Mississippi, pp. 21-22.
421
* Se denominan rushes a las tomas en bruto, sin editar ni montar en manera alguna,
que se visualizan inmediatamente tras su rodaje a fin de verificar su validez; si se filma en
celuloide, los rushes implican el positivado provisional de la parte del metraje que se quiere
visualizar.
422
Wright, Edgar (2023): Martin Scorsese interviewed by Edgar Wright. BFI London Film
Festival 2023 Screen Talk, YouTube, 49’10’’. Disponible en: https://youtu.be/l-4ULfDDySU?
si=56zY6JJRJaLH0TQm
423
Shone, Tom (2022): Martin Scorsese. A Retrospective, Londres: Thames & Hudson, p.
207.
424
Geoff, (2021): Op. cit., p. 146.
425
Leach (2013): Op. cit.
426
Tarkovski, Andrei (2023): Esculpir en el tiempo. Vigésima edición. Madrid: Rialp, pp.
146 ss.
427
Leach (2013): Op. cit.
428
Astruc, A. (1948): «Naissance d’une nouvelle avant-garde: la caméra-stylo», L’Écran
français, 144(Marzo), pp. 5–6. Traducción al inglés disponible en:
http://www.newwavefilm.com/about/camera-stylo-astruc.shtml.
429
Ebert (2008): Op. cit., p. 219.
430
Wright (2023): Op. cit., 4’43’’.
431
Freeman, Doris (1970): «Martin Scorsese and the American Underground», en Ribera,
Robert (ed.) (2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University
Press of Mississippi, p. 3.
432
Schrader, Paul (1982): «Interview with Paul Schrader», en Ribera, Robert (ed.) (2017):
Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, pp. 74-76

433
Ebert (2008): Op. cit., p. 6.
434
Schrader (1982): Op. cit., pp. 69-70
435
Rose (1999): Op. cit., 6’06’’.

436
Schickel (2011): Op. cit., p. 313.
437
Rose (1999): Op. cit., 6’40’’.
438
* Se debe recordar que Chapman fue el operador de cámara de Gordon Willis en El
Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972) y de Bill Butler en Tiburón (Jaws,
Steven Spielberg, 1975). No se trata, sin duda, de trabajos menores, aunque no ostentase
allí el cargo de director de fotografía.
439
Schickel (2011): Op. cit., p. 310
440
Ibid., p. 314
441
* Se llama iluminación de tono alto aquella de carácter suave, que evita el contraste
pronunciado entre luz y sombra y el realce de los volúmenes, por lo que suele ofrecer un
mayor protagonismo al color.
442
Schickel (2011): Op. cit., pp. 313, 314

443
Corliss (1988): Op. cit., p. 190.
444
Leach (2013): Op. cit.
445
Ibid.

446
Butler, Isaac (2023): El Método. Cómo aprendió el siglo XX el arte de la actuación.
Madrid: Alianza Editorial, p. 353.
447
Ibid.
448
Jurgensen, John (2023): «How Martin Scorsese Made His Most Challenging Movie
Yet», The Wall Street Journal, 18 de octubre. Disponible en:
https://www.wsj.com/style/martin-scorsese-killers-flower-moon-b4989f0c
449
Schickel (2011): Op. cit., p. 233.
450
Jarmusch (2006): Op. cit., p. 189.
451
Ibid., p. 190
452
Ibid., pp. 190-191
453
Ibid., p. 191. Esta pregunta está parafraseada de la que le hace Jim Jarmusch en esta
entrevista.
454
Ibid.

455
Leach (2013): Op. cit.
456
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 28.
457
Jarmusch (2006): Op. cit., pp. 191-192
458
Taubin, Amy (1998): «Everything is form», en Ribera, Robert (ed.) (2017): Martin
Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of Mississippi, p.
168.
459
Poland, David (2014): «Scorsese on The Wolf of Wall Street», en Ribera, Robert (ed.)
(2017): Martin Scorsese: Interviews, Revised and Updated. Jackson: University Press of
Mississippi, pp. 234-235.
460
Cfr. Deleuze, Gilles (1983): L’image-mouvement. Cinéma 1. París: Les Éditions de
Minuit.
461
Ibid., p. 244.
462
Christie, Ian y Thompson, David (2003): Scorsese on Scorsese, Londres: Faber and
Faber, pp. 231-233.
463
Ibid., p. 127.
464
Ibid.
465
Ibid.

466
Christie y Thompson (2003): Op. cit., p. 248.
EPÍLOGO

Uno de los aspectos más atractivos de la escritura creativa reside en


su naturaleza anárquica. Con frecuencia, en el proceso de escribir,
se desechan conceptos que uno consideraba a priori
fundamentales, al descubrir de pronto otros que encierran más
enjundia; se abandona de repente el camino principal en favor de un
sendero poco trillado, quizá incluso angosto y fatigoso, pero en el
que uno se aventura atraído por la fragancia de ideas originales,
provocadoras, estimulantes. Puede pasar, incluso —pasa, de hecho,
a menudo— que el texto parece tomar el control, como si estuviera
dotado de voluntad propia; que se llega a conclusiones
completamente insospechadas, inimaginables antes de emprender
el trabajo de escritura.
Cuando uno escribe sobre cine, esta propiedad de la creación a
través de las palabras tiene el aliciente de que se descubren, en las
películas analizadas, aspectos ocultos, significados profundos,
pasadizos secretos que ponen en cuestión la experiencia misma del
visionado o que, por lo menos, amplían la percepción de lo que se
ha visto. En este sentido, se puede afirmar —parafraseando al
profesor Sánchez Noriega— que escribir sobre una película equivale
a verla de nuevo. Un texto que está destinado a su publicación, sin
embargo, nunca se escribe solo para uno mismo; uno lo escribe
para sí y para los demás; en el caso del analista de cine, con la
intención de hacer a otros partícipes de sus hallazgos, de tender un
puente que ayude al lector a ver mejor la obra que se analiza; a ver
más claro. A conocer mejor el cine, como premisa para poder
amarlo más.
Dada esta anarquía intrínseca del arte de escribir, que hace que
a veces salgan de golpe párrafos atascados durante largo tiempo, o
bien que las páginas que uno se esperaba más ilusionantes acaban
por ser las más arduas, sucede que películas o personajes que uno
había considerado como menos relevantes —pienso, por ejemplo,
en Al límite y en su protagonista Frank Pierce— aparecen con
mayor frecuencia de lo esperado. Otros filmes, sin embargo,
profundamente admirados y revisitados con frecuencia, que forman
parte incluso de aquel puñado de obras que suscitaron el deseo de
escribir este libro —léase, por ejemplo, Silencio o La edad de la
inocencia— se resisten a figurar; es como si no se dejasen, como si,
demasiado autoconscientes de su misterio, se resistiesen a
desvelarlo. Por otra parte, el visionado repetitivo de los filmes al que
obliga la redacción de un libro de estas características se revela
como el único camino para poder apreciar algunos de ellos en su
verdadera magnitud. Así, después de cada uno de los exámenes de
Taxi Driver que acompañaron a la escritura de estas páginas, tenía
la impresión de haberla visto por primera vez; de que se trata de una
obra eterna, ajena al paso del tiempo, inaccesible al marchitamiento.
Con Toro salvaje, por otra parte, era como si cada vez que la veía
lograse acceder a una capa más profunda; ella me hizo sentir una y
otra vez como un arqueólogo que, cuanto más hondo cava, mayores
tesoros descubre. En sus antípodas se sitúan esas otras obras que,
en un alarde de fidelidad a sí mismas, parecía como si no quisiesen
que se alterase la mirada sobre ellas. Pienso en El rey de la
comedia, que sigo defendiendo —ahora más aún— como una de las
películas más estimulantes de Scorsese; tal vez incluso una de las
más actuales, aunque pudiera no parecerlo. O en Malas calles, una
de las obras que me llevaron a enamorarme (una vez más) del cine.
O en Jo, ¡qué noche!, que era como el puerto el que siempre podía
descansar y recobrar las fuerzas cuando alguna vez, a lo largo del
proceso de escritura, la fatiga o la frustración se convertían en
compañeras de camino.
Escribir, sin embargo, no es solo anarquía, lógicamente. Todo
aquello que va brotando de la razón poética debe ser luego
ordenado por la razón práctica. Por momentos, escribir es como
armar un rompecabezas; aquella idea que acabó en las páginas de
desechos se rescata para abrir una nueva vía de pensamiento; lo
que se escribió para el capítulo tercero pasa a formar parte del
sexto; se descubre que dos piezas que parecían completamente
distantes encajan a la perfección, mientras que otros elementos, que
se sospechaban fundamentales o, cuanto menos, atractivos, no
encuentran su camino hacia la versión definitiva del texto o bien se
revelan como superfluos. Así, este libro, como todos, como un film,
no deja de ser un conjunto de decisiones, algunas de las cuales
implican dejar cosas fuera. A las puertas se han quedado, por
ejemplo —o, más bien, reducidos a dos exiguas menciones— Saul y
Elaine Bass, inventores de una sucursal irrepetible del arte de las
secuencias de créditos; ellos hicieron, por ejemplo, las de Uno de
los nuestros, La edad de la inocencia o de Casino, esta última al
ritmo barroco de la Matthäuspassion. Lo cual me recuerda que
también Bach se quedó fuera, o casi. Como Irwin Winkler; como las
explicaciones detalladas sobre el fascinante uso de los fundidos
encadenados; o la legión de proyectos que nunca llegaron a ver la
luz, o los errores presentes en las películas del canon, que podrían
reunir materia suficiente como un capítulo entero… La lista sería
interminable.
Espero que el lector haya disfrutado la lectura de este libro al
menos tanto como yo disfruté creándolo. Escribir sobre un autor
cinematográfico, sobre las películas de un cineasta, tiene la ventaja
de que, durante la redacción, uno se muda a otro lugar con el alma,
se aposenta con el espíritu en el país construido por otro. La
cotidianeidad sigue ahí, pero uno reposa donde habita el objeto de
su estudio. Espero haber dado al lector unas pinceladas de aquella
patria scorsesiana a la que, con el afecto y la inteligencia, me mudé
durante un año. Ojalá que estas páginas se hayan sentido como
aquello que aspiraban a ser: como una reflexión sobre la obra de
Martin Scorsese. Pero también como una celebración de su
aportación al séptimo arte. Como una suerte de homenaje, si se
quiere. Es de justicia. El cine de Scorsese nos enseñó que la culpa
es el más torcido de los renglones de Dios, que el sexo mejor es el
que bulle por dentro, que la mentira es la mayor de las violencias, y
el dinero la más dura de las drogas; nos enseñó que el buen cine
depende acaso más del oído que de la vista, que explorar vínculos
humanos es más importante que narrar de modo impoluto, que
fundar un nuevo camino conlleva equivocarse, que amar las
películas, y hacerlas o analizarlas puede ser sinónimo de un
corazón roto y causa de su cura; nos enseñó que el cine da vidas
extra, que extiende, como un cheque en blanco, la posibilidad de
vivir aquello que pudimos haber sido. Nos enseñó, en definitiva, que
el cine es grande. Y Marty su profeta. Y ello a pesar de sus aspectos
menos amables, que también han desfilado por estas páginas. Y de
Kundun.
Este libro se escribió, como dicen los alemanes, nach bestem
Wissen und Gewissen, con el mejor conocimiento y la mejor
conciencia de los que fui capaz. El editor del mismo, Diego Blasco,
supo sin embargo descubrir —y desarmar, por fortuna— no pocos
pasajes oscuros, ideas rebatibles, tesis que reclamaban ser
pensadas en mayor profundidad o expresadas con mayor exactitud.
Precisamente este intercambio sobre las partes, por así decir,
erróneas de esta obra, constituyó una de las etapas más
estimulantes de su creación. Estoy seguro de que, como él, lectoras
más sabias que yo, lectores más sensibles, analistas más agudos o
estudiantes más apasionadas sabrán descubrir en ella las
imprecisiones que aún persistan, los postulados más cuestionables,
las afirmaciones más arriesgadas. A ellas, a ellos, les invito a buscar
el diálogo —ese del que hablaba en la introducción a este libro
como su vocación primigenia—a nivel personal, divulgativo o
académico. Aunque solo sea para volver acompañado, por un rato,
a aquel universo fascinante que es el cine de Martin Scorsese. Para
constatar, a nivel práctico, que vemos las películas como las hace
Marty, como se hace o se lee un libro, en definitiva: para compartir
una experiencia. Para constatar y recordarnos que no estamos
solos.
Torrejoncillo del Rey,
19 de mayo de 2024.
Anexo I
FICHAS FILMOGRÁFICAS

LARGOMETRAJES DE FICCIÓN

1969. WHO’S THAT KNOCKING AT MY DOOR?


Director/Guion: Martin Scorsese. Productores: Joseph Weill, Betzi
Manoogian, Haig Manoogian. Fotografía: Michael Wadleigh (16
mm), Richard H. Coll (35 mm), Max Fischer (secuencia erótica)
(blanco y negro). Dirección artística: Victor Magnotta. Montaje:
Thelma Schoonmaker. Reparto: Zina Bethune (chica), Harvey Keitel
(J.R.), Lennard Kuras (Joey), Michael Scala (Sally Gaga), Harry
Northrup (Harry), Bill Minkin (Iggy), Catherine Scorsese (madre de
J.R.), Martin Scorsese (gánster). (Primera versión, 1965, Bring On
the Dancing Girls; segunda versión, 1967, I Call First; en 1970,
también estrenada con el título J.R.). Formato: 16 mm y 35mm
(1,85:1). Duración: 90 minutos.

1972. EL TREN DE BERTHA


(Boxcar Bertha)
Producción: American International Pictures. Productor: Roger
Corman. Director: Martin Scorsese. Guion: Joyce H. Corrington,
John William Corrington, a partir de los personajes de Sister of the
Road de Boxcar Bertha Thompson según el relato del Dr. Ben L.
Reitman. Fotografía: John Stephens y Gayne Rescher (no
acreditado) (color DeLuxe). Diseño de producción: David Nichols.
Música original: Gib Builbeau, Thad Maxwell. Montaje: Buzz
Feitshans (Martin Scorsese, no acreditado). Reparto: Barbara
Hershey (Bertha), David Carradine (Bill Shelley), Barry Primus (Rake
Brown), Bernie Casey (Von Morton), John Carradine (H. Buckram
Sartoris), Martin Scorsese (cliente del burdel). Formato: 35mm
(1,85:1). Duración: 93 minutos.
1973. MALAS CALLES
(Mean Streets)
Producción: Warner Bros. Productor ejecutivo: E. Lee Perry.
Productor: Jonathan T. Taplin. Director: Martin Scorsese. Guion:
Martin Scorsese y Mardik Martin, a partir de una historia de Martin
Scorsese. Fotografía: Kent Wakeford (Technicolor). Montaje: Sid
Levin (Martin Scorsese, no acreditado). Reparto: Robert De Niro
(Johnny Boy), Harvey Keitel (Charlie), David Proval (Tony), Amy
Robinson (Teresa), Richard Romanus (Michael), Cesare Danova
(Giovanni), Victor Argo (Mario), George Memmoli (Joey Catucci),
Lenny Scaletta (Jimmy), Jeannie Bell (Diane), David Robert
Carradine (joven asesino), Sandy Weintraub (chica), Catherine
Scorsese (mujer en la escalera), Martin Scorsese (Shorty, el asesino
del coche). Formato: 35mm (1,85:1). Duración: 110 minutos.

1974. ALICIA YA NO VIVE AQUÍ


(Alice Doesn’t Live Here Anymore)
Producción: Warner Bros. Productores: David Susskind, Audrey
Maas. Director: Martin Scorsese. Guion: Robert Getchell. Fotografía:
Kent Wakeford (Technicolor, Panavision). Diseño de producción:
Toby Carr Rafelson. Montaje: Marcia Lucas. Música original: Richard
LaSalle. Reparto: Ellen Burstyn (Alice Hyatt), Kris Kristofferson
(David), Harvey Keitel (Ben), Alfred Lutter (Tommy), Jodie Foster
(Audrey), Billy Green Bush (Donald), Lane Bradbury (Rita), Mia
Bendixsen (Alice a la edad de 8 años), Martin Scorsese (cliente de
Mel and Ruby’s), Mardik Martin (cliente en el club durante la
prueba). Formato: 35mm (1,85:1). Duración: 111 minutos.

1976. TAXI DRIVER


Producción: Columbia Pictures. Productores: Michael Phillips, Julia
Phillips. Director: Martin Scorsese. Guion: Paul Schrader. Fotografía:
Michael Chapman (Metrocolor, Panavisión). Dirección artística:
Charles Rosen. Montaje: Marcia Lucas, Tom Rolf, Melvin Shapiro.
Música original: Bernard Herrmann. Reparto: Robert De Niro (Travis
Bickle), Cybill Shepherd (Betsy), Jodie Foster (Iris), Harvey Keitel
(Sport), Peter Boyle (Wizard), Albert Brooks (Tom), Leonard Harris
(Charles Palantine), Martin Scorsese (cliente del taxi). Formato:
16mm y 35mm (1,85:1). Duración: 112 minutos.

1977. NEW YORK, NEW YORK


Producción: United Artists. Productores: Irwin Winkler, Robert
Chartoff. Director: Martin Scorsese. Guion: Earl Mac Rauch, Mardik
Martin, a partir de una historia de Rauch. Fotografía: László Kovács
(Technicolor, Panavision). Diseño de producción: Boris Leven.
Montaje: Irving Lerner, Marcia Lucas, Tom Rolf, B. Lovitt. Canciones
originales: John Kander, Fred Ebb. Solos de saxofón y consultor:
Georgie Auld. Supervisor musical: Ralph Burns. Coreografía: Ron
Field. Diseño de vestuario: Theadora van Runkle. Reparto: Liza
Minnelli (Francine Evans), Robert De Niro (Jimmy Doyle), Lionel
Stander (Tony Harwell), Barry Primus (Paul Wilson), Mary Kay Place
(Bernice), Georgie Auld (Frankie Harte), George Memmoli (Nicky).
Formato: 35mm (1,66:1). Duración: 137 minutos.

1980. TORO SALVAJE


(Raging Bull)
Producción: United Artists. Productores: Robert Chartoff, Irwin
Winkler. Director: Martin Scorsese. Guion: Paul Schrader, Mardik
Martin, a partir de Raging Bull de Jake LaMotta, con Joseph Carter y
Peter Savage. Fotografía: Michael Chapman (blanco y negro y
Technicolor). Diseño de producción: Gene Rudolph. Montaje:
Thelma Schoonmaker. Edición de sonido: Frank Warner. Maquillaje:
Michael Westmore. Reparto: Robert De Niro (Jake LaMotta), Joe
Pesci (Joey), Cathy Moriarity (Vickie), Frank Vincent (Salvy),
Nicholas Colosanto (Tommy Como), Mario Gallo (Mario), Frank
Adonis (Patsy), Joseph Bono (Guido), Frank Topham (Toppy), Martin
Scorsese (hombre en el vestuario). Formato: 35mm (1,85:1).
Duración: 128 minutos.

1982. EL REY DE LA COMEDIA


(The King of Comedy)
Producción: Twentieth-Century Fox, Embassy International Pictures.
Productor: Arnon Milchan. Director: Martin Scorsese. Fotografía:
Fred Schuler (color DeLuxe). Diseño de producción: Boris Leven.
Montaje: Thelma Schoonmaker. Música original: Robbie Robertson.
Reparto: Robert De Niro (Rupert Pupkin), Jerry Lewis (Jerry
Langford), Sandra Bernhard (Masha), Diahnne Abbott (Rita), Shelley
Hack (Cathy Long), Catherine Scorsese (voz over de la madre de
Rupert), Cathy Scorsese (Dolores). Formato: 35mm (1,85:1).
Duración: 109 minutos.

1985. JO, ¡QUÉ NOCHE!


(After Hours)
Producción: Warner Bros, Geffen Company. Productores: Amy
Robinson, Griffin Dunne, Robert F. Colesberry. Director: Martin
Scorsese. Guion: Joseph Minton. Fotografía: Michael Ballhaus (color
DuArt). Diseño de producción: Jeffrey Townsend. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Música original: Howard Shore. Reparto: Griffin
Dunne (Paul Hackett), Rosanna Arquette (Marcy), Verna Bloom
(June), Teri Garr (Julie), John Heard (Tom), Linda Fiorentino (Kiki),
Martin Scorsese (iluminador en la discoteca). Formato: 35mm
(1,85:1). Duración: 97 minutos.

1986. EL COLOR DEL DINERO


(The Color of Money)
Producción: Touchstone Pictures. Productores: Irving Axelrad,
Barbara De Fina. Director: Martin Scorsese. Guion: Richard Price,
basado en la novela homónima de Walter Tevis. Fotografía: Michael
Ballhaus (color DeLuxe). Diseño de producción: Boris Leven.
Montaje: Thelma Schoonmaker. Música original: Robbie Robertson.
Reparto: Paul Newman (Eddie), Tom Cruise (Vincent), Mary
Elizabeth Mastrantonio (Carmen), Helen Shaver (Janelle), John
Turturro (Julien), Forest Whitaker (Amos). Formato: 35mm (1,85:1).
Duración: 117 minutos.

1988. LA ÚLTIMA TENTACIÓN DE CRISTO


(The Last Temptation of Christ)
Producción: Universal Pictures. Productores: Barbara De Fina, Harry
J. Ufland. Director: Martin Scorsese. Guion: Paul Schrader, a partir
de la novela homónima de Nikos Kazantzakis; Jay Cocks (dos
secuencias, no acreditado); Martin Scorsese (dos secuencias, no
acreditado). Fotografía: Michael Ballhaus (Technicolor). Diseño de
producción: John Beard. Diseño de vestuario: Jean-Pierre Delifer.
Montaje: Thelma Schoonmaker. Música original: Peter Gabriel.
Reparto: Willem Dafoe (Jesús), Harvey Keitel (Judas), Verna Bloom
(Virgen María), Barbara Hershey (María Magdalena), Gary Basaraba
(Andrés), Victor Argo (Pedro), Michael Been (Juan), Paul Herman
(Felipe), John Lurie (Santiago), Leo Burmester (Natanael), Andre
Gregory (Juan el Bautista), Peggy Gormley (Marta), Randy Danson
(María), Harry Dean Stanton (Saulo/Pablo). Formato: 35mm
(1.85:1). Duración: 164 minutos.

1989. HISTORIAS DE NUEVA YORK, EPISODIO: APUNTES DEL NATURAL (LIFE


LESSONS)
(New York Stories—Segment: Life Lessons)
Producción: Touchstone Pictures. Productora: Barbara De Fina.
Directores: Martin Scorsese; los otros dos episodios están dirigidos
por Woody Allen (Oedipus Wrecks) y Francis Ford Coppola (Life
without Zoe). Guion: Richard Price. Fotografía: Nestor Almendros
(Technicolor, Panavision). Diseño de producción: Kristi Zea. Diseño
de vestuario: John A. Dunn. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Reparto: Nick Nolte (Lionel Dobie), Rosanna Arquette (Paulette),
Gregory Stark (Steve Buscemi), Richard Price (artista), Martin
Scorsese (hombre que se hace una foto con Lionel Dobie). Formato:
35mm, (1,85:1). Duración: 120 minutos (film completo).

1990. UNO DE LOS NUESTROS


(Goodfellas)
Producción: Warner Bros. Productores: Barbara De Fina, Bruce S.
Pustin, Irwin Winkler. Director: Martin Scorsese. Guion: Nicholas
Pileggi, Martin Scorsese, a partir del libro Wiseguy, de Pileggi.
Fotografía: Michael Ballhaus (Technicolor). Diseño de producción:
Kristi Zea. Diseño de vestuario: Richard Bruno. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Reparto: Ray Liotta (Henry Hill), Robert De Niro
(James Conway), Joe Pesci (Tommy DeVito), Lorraine Bracco
(Karen Hill), Paul Sorvino (Paul Cicero), Frank Sivero (Frankie
Carbone), Tony Darrow (Sonny Bunz), Catherine Scorsese (madre
de Tommy). Formato: 35mm (1,85:1). Duración: 146 minutos.

1991. EL CABO DEL MIEDO


(Cape Fear)
Producción: Tribeca Productions, Cappa Films, Amblin
Entertainment, Universal Pictures. Productores: Barbara De Fina,
Kathleen Kennedy, Frank Marshall, Steven Spielberg (no
acreditado). Director: Martin Scorsese. Guion: Wesley Strick, a partir
de la novela de John D. MacDonald y del guion de James R. Webb
de 1962. Fotografía: Freddie Francis (Technicolor, Panavision,
anamórfico). Diseño de producción: Henry Bumstead. Diseño de
vestuario: Rita Ryack. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música
original: Elmer Bernstein, adaptada y arreglada a partir de la música
original de El cabo del terror (Cape Fear, J. Lee Thompson, 1962)
compuesta por Bernard Herrmann. Reparto: Robert De Niro (Max
Cady), Nick Nolte (Sam Bowden), Jessica Lange (Leigh Bowden),
Juliette Lewis (Danielle Bowden), Joe Don Baker (Claude Kersek),
Robert Mitchum (Lieutenant Elgart), Gregory Peck (Lee Heller),
Illeana Douglas (Lori Davis). Formato: 35mm (2,35:1). Duración: 128
minutos.

1993. LA EDAD DE LA INOCENCIA


(The Age of Innocence)
Producción: Columbia Pictures. Productores: Barbara De Fina,
Bruce S. Pustin, Joseph P. Reidy. Director: Martin Scorsese. Guion:
Jay Cocks, Martin Scorsese, a partir de la novela homónima de
Edith Wharton. Fotografía: Michael Ballhaus (Technicolor, Super 35
Widescreen). Diseño de producción: Dante Ferretti. Diseño de
vestuario: Gabriella Pescucci. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Música original: Elmer Bernstein. Reparto: Daniel Day-Lewis
(Newland Archer), Michelle Pfeiffer (Ellen Olenska), Winona Ryder
(May Welland), Richard E. Grant (Larry Lefferts), Alec McCowen
(Sillerton Jackson), Geraldine Chaplin (Mrs. Welland), Mary Beth
Hurt (Regina Beaufort), Stuart Wilson (Julius Beaufort), Joanne
Woodward (narradora en over), Martin Scorsese (fotógrafo).
Formato: 35mm (2,39:1). Duración: 139 minutos.

1995. CASINO
Producción: De Fina-Cappa, Syalis D.A. & Legende Enterprises,
Universal Pictures. Productores: Barbara De Fina, Joseph P. Reidy.
Director: Martin Scorsese. Guion: Nicholas Pileggi, Martin Scorsese,
a partir del libro de Pileggi: Casino: Love and Honor in Las Vegas.
Fotografía: Robert Richardson (Technicolor, Super 35 Widescreen).
Diseño de producción: Dante Ferretti. Diseño de vestuario: John A.
Dunn, Rita Ryack. Montaje: Thelma Schoonmaker. Reparto: Robert
De Niro (Sam «Ace» Rothstein), Sharon Stone (Ginger McKenna),
Joe Pesci (Nicky Santoro), James Woods (Lester Diamond), Don
Rickles (Billy Sherbert), Alan King (Andy Stone), Kevin Pollak (Phillip
Green). Formato: 35mm (2,39:1; 1,33:1). Duración: 177 minutos.

1998. KUNDUN
Producción: Walt Disney Productions, Refuge Productions, De Fina-
Cappa, Touchstone Pictures. Productores: Barbara De Fina, Laura
Fattori, Scott Harris, Melissa Mathison. Director: Martin Scorsese.
Guion: Melissa Mathison. Fotografía: Roger Deakins (Technicolor,
Super 35 Widescreen). Diseño de producción y de vestuario: Dante
Ferretti. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música original: Philip
Glass. Reparto: Tenzin Thuthob Tsarong (Dalai Lama, adulto),
Gyurme Tethong (Dalai Lama a la edad de 10 años), Tulku Jamyang
Kunga Tenzin (Dalai Lama a la edad de 5 años), Tenzin Yeshi
Paichang (Dalai Lama a la edad de 2 años), Tencho Gyalpo (madre
del Dalai Lama), Tsewang Migyur Khangsar (padre del Dalai Lama),
Geshi Yeshi Gyatso (Lama de Sera), Sonam Phuntsok (Reting
Rimpoche), Gyatso Lukhang (Lord Chamberlain), Jigme Tsarong
(Taktra Rimpoche), Tenzin Trinley (Ling Rimpoche), Robert Lin (Mao
Zedong). Formato: 35mm (2,35:1). Duración: 134 minutos.

1999. AL LÍMITE (BRINGING OUT THE DEAD)


(Bringing Out the Dead)
Producción: De Fina-Cappa, Touchstone Pictures, Paramount
Pictures. Productores: Barbara De Fina, Scott Rudin, Bruce S.
Pustin, Adam Schroeder. Director: Martin Scorsese. Guion: Paul
Schrader, a partir de la novela homónima de Joe Connelly.
Fotografía: Robert Richardson (color DeLuxe, Panavision). Diseño
de producción: Dante Ferretti. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Música original: Elmer Bernstein. Reparto: Nicolas Cage (Frank
Pierce), Patricia Arquette (Mary Burke), John Goodman (Larry), Ving
Rhames (Marcus), Tom Sizemore (Tom Wolls), Marc Anthony (Noel),
Mary Beth Hurt (enfermera Constance), Martin Scorsese (voz en la
radio de la ambulancia). Formato: 35mm (2,39:1). Duración: 121
minutos.

2002. GANGS OF NEW YORK


Producción: Miramax, Initial Entertainment Group, Alberto Grimaldi
Productions. Productores: Alberto Grimaldi, Harvey Weinstein.
Director: Martin Scorsese. Guion: Jay Cocks, Steven Zallian,
Kenneth Lonergan. Fotografía: Michael Ballhaus (Technicolor, Super
35 Widescreen). Diseño de producción: Dante Ferretti. Montaje:
Thelma Schoonmaker. Música original: Howard Shore. Reparto:
Leonardo DiCaprio (Amsterdam Vallon), Daniel Day-Lewis (Bill «The
Butcher» Cutting), Cameron Diaz (Jenny Everdeane), Jim Broadbent
(William «Boss» Tweed), John C. Reilly (Happy Jack Mulraney),
Henry Thomas (Johnny Sirocco), Liam Neeson («Priest» Vallon),
Brendan Gleeson (Walter «Monk» McGinn), Cara Seymour (Hell-Cat
Maggie). Formato: 35mm (2,35:1). Duración: 167 minutos.

2004. EL AVIADOR
(Aviator)
Producción: Forward Pass, Appian Way, IMF, Initial Entertainment
Group, Warner Bros., Miramax, Cappa Productions. Productores:
Chris Brigham, Sandy Climan, Colin Cotter, Matthias Deyle,
Leonardo DiCaprio, Charles Evans Jr., Graham King, Michael Mann,
Aslan Nadery, Volker Schauz, Rick Schwartz, Bob Weinstein, Harvey
Weinstein, Rick York, Martin Scorsese (no acreditado). Director:
Martin Scorsese. Guion: John Logan. Fotografía: Robert Richardson
(Technicolor, blanco y negro, Panavisión, Super 35 widescreen).
Diseño de producción: Dante Ferretti. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Música original: Howard Shore. Reparto: Leonardo
DiCaprio (Howard Hughes), Cate Blanchett (Katharine Hepburn),
Kate Beckinsale (Ava Gardner), John C. Reilly (Noah Dietrich), Alec
Baldwin (Juan Trippe), Alan Alda (Ralph Owen Brewster), Danny
Huston (Jack Frye), Gwen Stefani (Jean Harlow), Jude Law (Errol
Flynn), Adam Scott (Johnny Meyer). Formato: 35mm (2,39:1;
1,85:1). Duración: 170 minutos.

2006. INFILTRADOS
(The Departed)
Producción: Warner Bros., Plan B Entertainment, Initial
Entertainment Group, Vertigo Entertainment, Media Asia Films.
Productores: G. Mac Brown, Doug Davison, Brad Grey, Kristin Hahn,
Graham King, Roy Lee, Gianni Nunnari, Brad Pitt. Director: Martin
Scorsese. Guion: William Monahan, a partir del guion de Mou gaan
dou de Alan Mak and Felix Chong. Fotografía: Michael Ballhaus
(Technicolor, Super 25 widescreen). Diseño de producción: Kristi
Zea. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música original: Howard
Shore. Reparto: Leonardo DiCaprio (Billy Costigan), Matt Damon
(Colin Sullivan), Jack Nicholson (Frank Costello), Mark Wahlberg
(Dignam), Martin Sheen (Oliver Queenan), Ray Winstone. (Mr.
French), Vera Farmiga (Madolyn), Anthony Anderson (Trooper
Brown), Alec Baldwin (Ellerby). Formato: 35mm (2,39:1). Duración:
151 minutos.

2010. SHUTTER ISLAND


Producción: Paramount Pictures, Phoenix Pictures, Sikelia
Productions, Appian Way Productores: Chris Brigham, Bradley J.
Fischer, Laeta Kalogridis, Dennis Lehane, Mike Medavoy, Arnold W.
Messer, Gianni Nunnari, Louis Phillips, Martin Scorsese. Director:
Martin Scorsese. Guion: Laeta Kalogridis, a partir de la novela
homónima de Dennis Lehane. Fotografía: Robert Richardson (color).
Diseño de producción: Dante Ferretti. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Reparto: Leonardo DiCaprio (Teddy Daniels), Mark
Ruffalo (Chuck Aule), Ben Kingsley (Dr. Cawley), Max von Sydow
(Dr. Naehring), Michelle Williams (Dolores), Emily Mortimer (Rachel
1), Patricia Clarkson (Rachel 2), Jackie Earle Haley (George Noyce),
Ted Levine (Warden), John Carroll Lynch (Deputy Warden
McPherson), Elias Koteas (Laeddis). Formato: 35mm y digital
(2,39:1). Duración: 138 minutos.

2011. LA INVENCIÓN DE HUGO


(Hugo)
Producción: Paramount Pictures. Productores: Martin Scorsese,
Johnny Depp, Tim Headington, Graham King. Director: Martin
Scorsese. Guion: John Logan, a partir del libro The Invention of
Hugo Cabret de Brian Selznick. Fotografía: Robert Richardson
(color). Diseño de producción: Dante Ferretti. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Música original: Howard Shore. Reparto: Ben
Kingsley (Georges Méliès), Sacha Baron Cohen (inspector de la
estación), Asa Butterfield (Hugo Cabret), Chloë Grace Moretz
(Isabelle), Ray Winstone (Uncle Claude), Emily Mortimer (Lisette),
Christopher Lee (Monsieur Labisse), Helen McCrory (Mama
Jeanne), Michael Stuhlbarg (Rene Tabard), Frances de la Tour
(Madame Emile), Richard Griffiths (Monsiuer Frick), Jude Law
(padre de Hugo), Martin Scorsese (fotógrafo). Formato: Digital
(1,85:1). Duración: 126 minutos.

2013. EL LOBO DE WALL STREET


(The Wolf of Wall Street)
Producción: Paramount Pictures, Red Granite Pictures, Appian Way,
Sikelia Productions, EMJAG Productions. Productores: Martin
Scorsese, Leonardo DiCaprio, Riza Aziz, Joey McFarland, Emma
Tillinger Koskoff. Director: Martin Scorsese. Guion: Terence Winter, a
partir del libro homónimo de Jordan Belfort. Fotografía: Rodrigo
Prieto (color DeLuxe). Diseño de producción: Bob Shaw. Montaje:
Thelma Schoonmaker. Música original: Howard Shore. Reparto:
Leonardo DiCaprio (Jordan Belfort), Jonah Hill (Donnie Azoff),
Margot Robbie (Naomi Lapaglia), Matthew McConaughey (Mark
Hanna), Kyle Chandler (Agente Patrick Denham), Rob Reiner (Max
Belfort), Jon Bernthal (Brad), Jon Favreau (Manny Riskin), Jean
Dujardin (Jean Jacques Saurel), Joanna Lumley (Aunt Emma),
Cristin Milioti (Teresa Petrillo), Christine Ebersole (Leah Belfort),
Kenneth Choi (Chester Ming), Henry Zebrowski (Alden Kupferberg).
Formato: 35mm y digital (2,39:1; 1,85:1; 1,33:1). Duración: 180
minutos.

2016. SILENCIO
(Silence)
Producción: Cappa Defina Productions, Cecchi Gori Pictures, Sikelia
Productions, Fábrica de Cine, SharpSword Films, Verdi Productions,
Waypoint Entertainment Productores: Martin Scorsese, Irwin
Winkler, Emma Tillinger Koskoff, Vittorio Cecchi Gori, Barbara De
Fina, Randall Emmett, Gaston Pavlovich. Director: Martin Scorsese.
Guion: Jay Cocks, a partir de la novela homónima de Shūsaku
Endō. Fotografía: Rodrigo Prieto (color). Diseño de producción:
Dante Ferretti. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música original:
Kathryn Kluge, Kim Allen Kluge. Reparto: Liam Neeson (Cristóvão
Ferreira), Andrew Garfield (Sebastião Rodrigues), Adam Driver
(Francisco Garrupe), Kichijiro (Yōsuke Kubozuka), Ciaran Hinds
(Alessandro Valignano), Tadanobu Asano (intérprete), Shin’ya
Tsukamoto (Mokichi), Issei Ogata (inquisidor Inoue). Formato: 35mm
y digital (2,35:1). Duración: 159 minutos.

2019. EL IRLANDÉS
(The Irishman)
Producción: Netflix, Sikelia Productions, TriBeCa Productions.
Productores: Martin Scorsese, Robert De Niro, Jane Rosenthal,
Emma Tillinger Koskoff, Irwin Winkler, Gerald Chamales, Gastón
Pavlovich, Randall Emmett, Gabriele Israilovici. Director: Martin
Scorsese. Guion: Steven Zailian, a partir del libro I Heard You Paint
Houses de Charles Brandt. Fotografía: Rodrigo Prieto (color).
Diseño de producción: Bob Shaw. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Música original: Robbie Robertson. Reparto: Robert De Niro (Frank
Sheeran), Al Pacino (Jimmy Hoffa), Joe Pesci (Russell Bufalino),
Ray Romano (Bill Bufalino), Bobby Cannavale (Skinny Razor), Anna
Paquin (Peggy Sheeran), Lucy Gallina (Peggy Sheeran niña), Marin
Ireland (Dolores Sheeran), Stephen Graham (Anthony «Tony Pro»
Provenzano), Harvey Keitel (Angelo Bruno), Jesse Plemons
(Chuckie O’Brien). Formato: Digital y 35mm (1,85:1; 1,66:1; 1,37:1).
Duración: 209 minutos.

2023. LOS ASESINOS DE LA LUNA


(Killers of the Flower Moon)
Producción: Apple Studios, Imperative Entertainment, Sikelia
Productions, Appian Way Productions. Productores: Dan Friedkin,
Bradley Thomas, Martin Scorsese, Daniel Lupi. Director: Martin
Scorsese. Guion: Eric Roth y martin Scorsese, a partir del libro
homónimo de David Grann. Fotografía: Rodrigo Prieto (color).
Diseño de producción: Jack Fisk. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Música original: Robbie Robertson. Reparto: Leonardo DiCaprio
(Ernest Burkhart), Robert De Niro (William King Hale), Lily Gladstone
(Mollie Burkhart), Jesse Plemons (Thomas Bruce White Sr.), Tantoo
Cardinal (Lizzie Q), John Lithgow (Peter Leaward), Brendan Fraser
(W. S. Hamilton), Cara Jade Myers (Anna), Martin Scorsese
(narrador del programa de radio). Formato: Digital y 35mm (2,39:1;
1,33:1). Duración: 206 minutos.

***

CORTOS DE FICCIÓN
1963. WHAT’S A NICE GIRL LIKE YOU DOING IN A PLACE LIKE THIS
Director/Guion: Martin Scorsese. Música original: Richard H. Coll.
Fotografía: James Newman (blanco y negro). Reparto: Zeph
Michaelis (Harry), Mimi Stark (esposa), Sarah Braveman (analista),
Fred Sica (amigo), Robert Uricola (cantante). Formato: 16mm
(1,37:1). Duración: 9 minutos.

1964. IT’S NOT JUST YOU, MURRAY!


Director: Martin Scorsese. Guion: Martin Scorsese, Mardik Martin.
Fotografía: Richard H. Coll (blanco y negro). Diseño de producción:
Lancelot Braithwaite. Música original: Richard H. Coll. Montaje: Eli F.
Bleich. Reparto: Ira Rubin (Murray), Sam DeFazio (Joe), Andrea
Martin (esposa), Catherine Scorsese (madre), Robert Uricola
(cantante). Formato: 16mm, hinchado a 35mm (1,37:1). Duración:
16 minutos.

1967. THE BIG SHAVE


Director/Guion: Martin Scorsese. Fotografía: Ares Demertzis (color).
Efectos especiales: Eli F. Bleich. Reparto: Peter Bernuth. Formato:
16mm (1,37:1). Duración: 6 minutos.

***

DOCUMENTALES

1974. ITALIANAMERICAN
Producción: National Communications Foundation. Productores:
Elaine Attias, Saul Rubin. Director: Martin Scorsese. Guion:
Lawrence D. Cohen, Mardik Martin, Martin Scorsese. Fotografía:
Alec Hirschfeld (color). Montaje: Bert Lovitt. Formato: 35mm
(1,33:1). Duración: 48 minutos.

1978. EL ÚLTIMO VALS


(The Last Waltz)
Producción: United Artists. Productor: Robbie Robertson. Productor
ejecutivo: Jonathan Taplin Director/entrevistador: Martin Scorsese.
Fotografía: Michael Chapman, László Kovács, Vilmos Zsigmond,
David Myers, Bobby Byrne, Michael Watkins, Hiro Narita (color
DeLuxe). Diseño de producción: Boris Leven. Montaje: Yeu-Bun
Yee, Jan Roblee. Productor del concierto: Bill Graham. Música
original: Ken Wannberg. Tratamiento y consultoría creativa: Mardik
Martin. Artistas (en orden de aparición): Ronnie Hawkins, Dr. John,
Neil Young, The Staples, Neil Diamond, Joni Mitchell, Paul
Butterfield, Muddy Waters, Eric Clapton, Emmylou Harris, Van
Morrison, Bob Dylan, Ringo Starr, Ron Wood, The Band: Rick Danko
(bajo, violín, voz), Levon Helm (batería, mandolina, voz), Garth
Hudson (órgano, acordeón, saxofón, sintetizador), Richard Manuel
(piano, teclados, batería, voz), Robbie Robertson (guitarra, voz).
Formato: 35mm (1,85:1). Duración: 119 minutos.

1978. AMERICAN BOY:A PROFILE OF STEVEN PRINCE


Productores: Bert Lovitt, Jim Wheat, Ken Wheat. Director: Martin
Scorsese. Fotografía: Michael Chapman. Montaje: Amy Jones, Bert
Lovitt. Música original: Neil Young. Reparto (en orden de aparición):
Julia Cameron, Mardik Martin, Kathi McGinnis, George Memmoli,
Steven Prince, Martin Scorsese. Duración: 55 minutos.

1995. A PERSONAL JOURNEY WITH MARTIN SCORSESE THROUGH


AMERICAN MOVIES
Producción: British Film Institute TV. Productores: Florence Dauman,
Martin Scorsese (no acreditado). Directores: Martin Scorsese,
Michael Henry Wilson. Guion: Martin Scorsese, Michael Henry
Wilson. Fotografía: Jean Yves Escoffier. Supervisora de montaje:
Thelma Schoonmaker. Montaje: Kenneth Levis, David Lindblom.
Música original: Elmer Bernstein. Con: Martin Scorsese, Allison
Anders, Kathryn Bigelow, Francis Ford Coppola, Brian De Palma,
André De Toth, Clint Eastwood, Jodie Foster, Carl Franklin, George
Lucas, Gregory Peck, Arthur Penn, Quentin Tarantino, Billy Wilder.
Duración: 225 minutos.

1999. EL CINE ITALIANO SEGÚN SCORSESE


(My Voyage to Italy)
Producción: MediaTrade, Cappa Production, Paso Doble Film S.r.l.
Productores: Giorgio Armani, Marco Chimenz, Barbara De Fina,
Giuliana Del Punta, Bruno Restuccia, Riccardo Tozzi. Director:
Martin Scorsese. Guion: Suso Cecchi D’Amico, Raffaele Donato,
Kent Jones, Martin Scorsese. Fotografía: Phil Abraham, William
Rexer. Diseño de producción: Wing Lee. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Duración: 246 minutos.

2001. THE NEIGHBORHOOD


Producción: Miramax, Double A Films. Director: Martin Scorsese.
Productora: Nancy Lefkowitz. Guion: Martin Scorsese, Kent Jones.
Fotografía: Antonio Ferrara (color). Montaje: Jimmy Kwei. Reparto:
Derrick Williams, Martin Scorsese, Francesca Scorsese. Duración: 7
minutos.

2004. LADY BY THE SEA: THE STATUE OF LIBERTY


Producción: The History Channel. Productor: Martin Scorsese.
Directores: Kent Jones, Martin Scorsese. Guion: Kent Jones, Martin
Scorsese. Fotografía: Robert Shepard. Montaje: Rachel Reichman.
Duración: 55 minutos.

2008. SHINE A LIGHT


Producción: Paramount Classics. Productores: Steve Bing, Michael
Cohl, Victoria Pearman, Zane Weiner. Director: Martin Scorsese.
Fotografía: Robert Richardson (Color DeLuxe, Technicolor, blanco y
negro). Dirección artística: Star Theodos. Montaje: David Tedeschi.
Artistas: Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts, Christina
Aguilera, Buddy Guy, Jack White, Lisa Fisher. Con: Martin Scorsese,
Bill Clinton, Hillary Clinton. Formato: 16mm, 35mm y digital (1,85:1).
Duración: 122 minutos.

2010. PUBLIC SPEAKING


Producción: HBO Documentary Films, American Express,
Consolidated Documentaries, Sikelia Productions. Productores:
Margaret Bodde, Graydon Carter, Fran Lebowitz, Martin Scorsese.
Director: Martin Scorsese. Fotografía: Ellen Kuras. Montaje: Damian
Rodriguez, David Tedeschi. Reparto: Fran Lebowitz. Duración: 84
minutos.

2010. A LETTER TO ELIA


Producción: Far Hills Pictures, Sikelia Productions. Productores:
Martin Scorsese, Emma Tillinger. Directors: Martin Scorsese, Kent
Jones. Guion: Martin Scorsese, Kent Jones. Fotografía: Mark Raker.
Montaje: Rachel Reichman. Reparto: Elia Kazan, Martin Scorsese
(narrador), Elias Koteas (voz de Elia Kazan). Duración: 60 minutos.

2011. GEORGE HARRISON: LIVING IN THE MATERIAL WORLD


Producción: Grove Street Pictures, Spitfire Pictures, Sikelia
Productions. Productores: Martin Scorsese, Nigel Sinclair, Olivia
Harrison. Director: Martin Scorsese. Fotografía: Martin Kenzie,
Robert Richardson. Montaje: David Tedeschi. Reparto: George
Harrison, Paul McCartney, John Lennon, Ringo Starr, Yoko Ono,
Olivia Harrison, Dhani Harrison, Eric Clapton, Terry Gilliam, Eric Idle,
Jeff Lynne, Tom Petty, Phil Spector. Duración: 208 minutos.

2014. THE 50 YEAR ARGUMENT


Producción: HBO Documentary Films, Magna Entertainment, BBC
Arena, Sikelia Productions. Productores: Martin Scorsese, Margaret
Bodde, David Tedeschi. Directores: Martin Scorsese, David
Tedeschi. Fotografía: Ellen Kuras, Lisa Rinzler. Montaje: Paul
Marchand, Michael J. Palmer. Reparto: Robert Silvers, Barbara
Epstein, W. H. Auden, Isaiah Berlin, Stephen Jay Gould, Elizabeth
Hardwick, Vaclav Havel, Robert Lowell, Mary McCarthy, Andrei
Sakharov, Gore Vidal, Joan Didion, Michael Chabon, Mark Danner,
Patricia Clarkson (voz de Mary McCarthy), Richard Easton (voz de
Gore Vidal), Michael Stuhlbarg (narrador). Duración: 118 minutos.

2019. ROLLING THUNDER REVUE:A BOB DYLAN STORY


Producción: Grey Water Park productions, Sikelia Productions.
Productores: Margaret Bodde, Jeff Rosen. Director/guion: Martin
Scorsese. Fotografía: Paul Goldsmith, Ellen Kuras. Montaje: Damian
Rodríguez, David Tedeschi. Con: Bob Dylan, Patti Smith, Allen
Ginsberg, Joan Baez y Sharon Stone. Duración: 142 minutos.

2022. Personality Crisis: One Night Only


Producción: Imagine Documentaries, Sikelia Productions.
Directores: Martin Scorsese, David Tedeschi. Guion: Martin
Tedeschi. Fotografía: Ellen Kuras. Montaje: David Tedeschi. Con:
Debbie Harry, David Johansen, Morrissey, Keith Cotton, Brian
Koonin. Duración: 120 minutos.

***

CAPÍTULOS DE SERIES DE TELEVISIÓN

1986. MIRROR, MIRROR (DE LA SERIE: AMAZING STORIES)


Producción: Amblin Entertainment y Universal Television. Productor:
David E. Vogel. Director: Martin Scorsese. Guion: Joseph Minion a
partir de una historia de Steven Spielberg. Fotografía: Robert
Stevens. Diseño de producción: Rick Carter. Montaje: Jo Ann Fogle.
Música original: Michael Kamen. Reparto: Sam Waterston (Jordan
Manmouth), Helen Shaver (Karen), Dick Cavett (él mismo), Tim
Robbins (fantasma de Jordan). Duración: 24 minutos.

2003. FEEL LIKE GOING HOME (DE LA SERIE: THE BLUES)


Producción: BBC, Cappa Productions. Productor: Samuel D. Pollard.
Director: Martin Scorsese. Guion: Peter Guralnick. Fotografía: Arthur
Jafa. Montaje: Thelma Schoonmaker. Artistas: Corey Harris, Taj
Mahal, Otha Turner, Ali Farka Toure, Habib Koite, Salif Keita, Willie
King, Keb’ Mo’. Duración: 110 minutos.

2005. NO DIRECTION HOME: BOB DYLAN (DE LA SERIE: AMERICAN


MASTERS)
Producción: Spitfire Pictures, Grey Water Park Productions,
Thirteen/WNET New York, Sikelia Productions. Productores: Jeff
Rosen, Nigel Sinclair, Anthony Wall, Susan Lacy, Martin Scorsese.
Director: Martin Scorsese. Fotografía: Mustapha Barat. Montaje:
David Tedeschi. Reparto: Bob Dylan, Joan Baez, Pete Seeger, Liam
Clancy, Dave Van Ronk, Maria Muldaur, Peter Yarrow, Mickey Jones,
Suze Rotolo, Mavis Staples, Martin Scorsese (voz). Duración: 208
minutos.

2010. BOARDWALK EMPIRE (EPISODIO PILOTO)


Producción: Home Box Office. Productores: David Coatsworth, Rick
Yorn. Director: Martin Scorsese. Guion: Terence Winter (basado en
el libro homónimo de Nelson Johnson). Fotografía: Stuart Dryburgh.
Montaje: Sidney Wolinsky. Diseño de producción: Bob Shaw. Diseño
de vestuario: John Dunn. Reparto: Steve Buscemi (Enoch «Nucky»
Thompson), Michael Pitt (James «Jimmy» Darmody), Kelly
Macdonald (Margaret Schroeder), Michael Shannon (Nelson Van
Alden), Shea Whigham (Elias «Eli» Thompson), Aleksa Palladino
(Angela Darmody), Michael Stuhlbarg (Arnold Rothstein), Stephen
Graham (Al Capone), Vincent Piazza (Lucky Luciano), Paz de la
Huerta (Lucy Danziger), Michael Kenneth Williams (Chalky White),
Anthony Laciura (Eddie Kessler), Paul Sparks (Mickey Doyle),
Dabney Coleman (Louis Kaestner), Grag Antonacci (Johnny Torrio).
Duración: 72 minutos.

2016. VINYL (EPISODIO PILOTO)


Producción: Home Box Office, Jagged Films, Paramount Television,
Sikelia Productions, Cold Front Productions. Productores: Martin
Scorsese, Mick Jagger, Terence Winter, Victoria Pearman, Rick
Yorn, Emma Tillinger Koskoff, John Melfi, Allen Coulter, George
Mastras. Director: Martin Scorsese. Guion: Terence Winter, George
Mastras. Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: David Tedeschi.
Diseño de producción: Bob Shaw. Diseño de vestuario: Mark
Bridges. Reparto: Bobby Cannavale (Richie Finestra), Paul Ben-
Victor (Maury Gold), P. J. Byrne (Scott Levitt), Max Casella (Julie
Silver), Ato Essandoh (Lester Grimes), James Jagger (Kip Stevens),
J. C. MacKenzie (Skip Fontaine), Jack Quaid (Clark Morelle), Ray
Romano (Zak Yankovich), Birgitte Hjort Sorensen (Ingrid), Juno
Temple (Jamie Vine), Olivia Wilde (Devon Finestra). Duración: 113
minutos.

***

TRABAJOS PARA LA PUBLICIDAD Y VIDEOCLIPS

1986. ANUNCIO PARA ARMANI (I)


Producción: Emporio Armani. Productora: Barbara De Fina.
Director/guion: Martin Scorsese. Fotografía: Néstor Almendros.
Reparto: Christophe Bouquin y Cristina Marsillach. Duración: 30
segundos.

1987. BAD (VIDEOCLIP PARA MICHAEL JACKSON)


Producción: Optimum Production. Productores: Quincy Jones y
Barbara De Fina. Director: Martin Scorsese. Fotografía: Michael
Chapman. Guion: Richard Price. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Coreografía: Michael Jackson, Gregg Burge y Jeffrey Daniel.
Intérpretes: Michael Jackson (Daryl), Adam Nathan (Tip), Pedro
Sánchez (Nelson), Webley Sniper (Mini Max). Duración: 16 minutos.

1987. SOMEWHERE DOWN THE CRAZY RIVER (VÍDEO PROMOCIONAL PARA UN


SINGLE DE ROBBIE ROBERTSON)
Producción: Limelight. Productores: Amanda Pirie y Tim Clawson.
Director/guion: Martin Scorsese. Fotografía: Mark Plummer. Diseño
de producción: Marina Levikova. Reparto: Robbie Robertson,
Sammy Bo Dean y Maria McKee. Duración: 4 minutos y 30
segundos.

1988. ANUNCIO PARA ARMANI (II)


Producción: Emporio Armani. Productora: Barbara De Fina.
Director/guion: Martin Scorsese. Fotografía: Michael Ballhaus
(color). Reparto: Jens Peter y Elisabetta Ranella. Duración: 20
segundos.

1990. MADE IN MILAN


Producción: Emporio Armani, Mercurio Cinematografica. Productora:
Barbara De Fina. Director: Martin Scorsese. Guion: Jay Cocks.
Fotografía: Néstor Almendros. Montaje: Thelma Schoonmaker.
Música original: Howard Shore. Reparto: Giorgio Armani, Rosanna
Armani y Martin Scorsese. Duración: 27 minutos.

2007. LA CLAVE RESERVA (ANUNCIO DE FREIXENET)


(The Key to Reserva)
Producción: JWT, Ovideo TV, Freixenet. Director: Martin Scorsese.
Guion: Ted Griffin. Fotografía: Harris Savides. Reparto: Simon Baker
(Roger Thornberry), Kelli O’Hara (Grace Thornberry), Michael
Stuhlbarg (Louis Bernard). Duración: 9 minutos.

2010. ANUNCIO PARA BLEU DE CHANEL (I)


Producción: Chanel. Director/guion: Martin Scorsese. Fotografía:
Stuart Drybrurgh. Reparto: Gaspard Ulliel, Ingrid Schram, Amalie
Bruun. Duración: 1 minuto.

2015. THE AUDITION (ANUNCIO PARA STUDIO CITY MACAU RESORT AND
CASINO)
Producción: Studio City Macau Resort and Casino. Productor: Jules
Daly. Director: Martin Scorsese. Guion: Terence Winter. Fotografía:
Rodrigo Prieto. Reparto: Robert De Niro, Leonardo DiCaprio, Brad
Pitt, Martin Scorsese, Rodrigo Prieto. Duración: 16 minutos.

2024. ANUNCIO PARA BLEU DE CHANEL (II)


Producción: Chanel. Director/guion: Martin Scorsese. Fotografía:
Chung-hoon Chung. Reparto: Thimothée Chalamet. Duración: 90
segundos.
Anexo 2
VÍDEOS COMENTADOS

1 Comienzo de Alicia ya no vive aquí: un canto de amor al Hollywood clásico, en clave posmoderna.

2 Entrada de Johnny Boy en el bar de Tony en Malas calles, al ritmo de Jumpin’ Jack Flash.

3 Jake LaMotta golpea desesperadamente —con su cabeza y sus puños desnudos— las paredes de la cárcel en Toro salvaje.
4 Comienzo de Who’s That Knocking at My Door?, que muestra el contraste entre los hogares y las calles de Little Italy.

5 Encuentro sexual entre Jake LaMotta y Vickie en Toro salvaje, rodeados de símbolos del imaginario católico.

6 Comienzo de Malas calles, que sintetiza el conflicto scorsesiano fundamental entre la ley de la calle y la ley de Dios.

7 Trágico final de Malas calles, en el que Charlie es bautizado simbólicamente en la ley de la calle.
8 Apostasía de Rodrigues en Silencio, que trasciende el conflicto entre Dios y el mundo por la vía de la gracia.

9 Cena en la casa de la madre de Tommy DeVito en Uno de los nuestros, a quien da vida la inolvidable Catherine Scorsese.

 10 Jake LaMotta propina una paliza a su hermano Joey ante los ojos de los hijos de este en Toro salvaje (a partir de 1’ 55”).
 11 Comienzo de Infiltrados, que incluye el primer encuentro entre Frank Costello y Colin Sullivan (a partir de 1’ 12”).

 12 El perverso Max Cady seduce a la inocente Danielle Bowden en el sótano del instituto en El cabo del miedo.

 13 Clímax violento de Taxi Driver, que Scorsese logró mantener frente a la oposición inicial de los directivos de Columbia.
 Último combate entre Jake LaMotta y Sugar Ray en Toro salvaje, inspirado en la secuencia de la ducha de Psicosis (Psycho,
14 Alfred Hitchcock, 1960).

 Secuencia conclusiva de Toro salvaje, con el monólogo de Jake ante el espejo basado en La ley del silencio (On the Waterfront,
15 Elia Kazan, 1954).

 16 «As far back as I can remember, I always wanted to be a gangster»: antológico comienzo de Uno de los nuestros.
 Extracto de la secuencia «Do You Think I’m Funny?», en Uno de los nuestros, basada en una anécdota que le sucedió a Joe
17 Pesci en la vida real.

 Secuencia de la liquidación de Nicky Santoro y su hermano en Casino, enmarcada entre las repeticiones del intento de
18 asesinato de Sam Rothstein.

 19 Sam observa fascinado por primera vez a Ginger en Casino, tras verla robar, y se enamora de ella de modo inevitable.
 20 Doloroso plano fundamental de Taxi Driver, en el que Travis es rechazado por Betsy y la cámara se aleja de él.

 21 Diálogo improvisado entre Charlie y Johnny Boy sobre dinero en la trastienda del bar de Tony en Malas calles.

 22 Los planos detalle de las manos de Ginger que mueven el dinero en Casino (a partir de 2’ 35”).
 Secuencia de la carrera en taxi en Jo, ¡qué noche!, que sintetiza el carácter surrealista del film al ritmo de un tema
23 flamenco.

 24 Secuencia de la biblioteca de la Academia de Cine en La invención de Hugo, de tintes claramente autobiográficos.

 Perversión del esquema plano/contraplano en la secuencia del no-diálogo entre Rupert Pupkin y Jerry Langford en El rey de
25 la comedia.
 Rupert graba la cinta para Langford y prepara su monólogo en un plano (a partir de 1’ 48”) que resume la esencia de El rey
26 de la comedia.

 Secuencia «Rubber Biscuit» en Malas calles, en la que un uso innovador de la snorricam acerca al público a la percepción de
27 Charlie borracho.

 28 Teddy Daniels descubre la verdad en la secuencia de Shutter Island en la que se certifica el engaño narrativo del film.
 Antológica secuencia «You Talkin’ to Me?» de Taxi Driver, en la que el diálogo de Travis Bickle con su imagen especular marca
29 su punto de no retorno.

 30 Secuencia final de El aviador, en la que el espejo devuelve a Howard Hughes la imagen del origen de su locura.

 31 Ernest Burkhart es abandonado por su esposa Mollie tras mentirle a la cara hacia el final de Los asesinos de la luna.
 32 Tramo final de Uno de los nuestros, que incluye los intentos de Jimmy Conway por eliminar a Karen y a Henry Hill.

 33 Comienzo engañoso de Casino, donde se nos hace creer que Sam «Ace» Rothstein ha volado por los aires.

 Encuentro entre Pablo y Jesús al final de La última tentación de Cristo, en el que maestro y discípulo discuten acerca de los
34 límites del relato.
 Secuencia que reproduce la realidad distorsionada de Jordan Belfort bajo los efectos de los Quaaludes en El lobo de Wall
35 Street.
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Edición en formato digital: 2024

© Rubén de la Prida Caballero, 2024


© del prólogo: José Luis Sánchez Noriega, 2024
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2024
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN ebook: 978-84-1148-836-5

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