CALIF.-661 Ralph Barby (1969) La Muerte Galopaba Sin Freno
CALIF.-661 Ralph Barby (1969) La Muerte Galopaba Sin Freno
CAPITULO III
Libby Dawthe no ocultaba el calor que estaba pasando en aquel
viaje por las tierras áridas de Texas, mientras su cuerpo oscilaba a
cada socavón que las ruedas del carromato encontraban.
—Con este trasto no vamos a llegar nunca —se lamentó.
—Sí que llegaremos, y más pronto de lo que crees —le respondió
Ike Burges.
Conducía hábilmente, haciendo avanzar los caballos al trote
siempre que podía.
—Un cabriolé es lo que nos hubiera hecho falta.
—No había más que esto en San Angelo. De todos modos, pudiste
esperar la diligencia.
—Está bien, está bien, no me quejaré. Estoy un poco nerviosa, este
calor es asfixiante.
—Pronto llegaremos a un riachuelo con vegetación en sus
márgenes. Allí descansaremos un par de horas y luego
proseguiremos el viaje.
—Pues estoy deseando llegar a ese lugar.
Ike comprendió a la mujer. El también sentía aquel calor intenso, e
incluso los caballos, y sabía que no debía agotarlos si deseaba llegar
a su destino sin serios tropiezos.
Tres horas más tarde, apenas había cruzado el sol por su cénit,
cuando descubrieron una alameda y cañaverales; el agua estaba
cerca.
—Parece que podremos descansar a gusto —opinó Libby, que
llevaba la ropa justa para escapar del calor, dejando que el generoso
escote fuera más que holgado.
—Descansaremos aquí y después continuaremos la marcha. Esta
noche adelantaremos cuanto podamos para ganar tiempo para
mañana.
—Como quieras.
Ike Burges detuvo el carromato cerca del río y bajo la sombra de
un chopo de tres troncos. Allí cerca había un cañaveral espeso.
—Soltaré los caballos para que beban y descansen, pero los dejaré
sujetos con una cuerda.
Mientras Ike Burges cuidaba de los equinos, Libby desapareció.
Ike no se preocupó por ello, comprendiendo que podría tener algo
que hacer.
Los caballos bebieron hasta saciarse y el hombre los trabó con una
soga al tronco de un árbol sin limitarles la bebida, ya que tendrían
tiempo para descansar. El viaje no habría de reanudarse hasta un par
de horas después, por lo menos, y los animales ya no tendrían sus
vientres llenos de agua.
Se remojó la cara y, al apartarla del río, escuchó la voz de la
fémina;
—¡Ike, Ike!
—¡Ya voy!
Rodeó en parte la cañada y salió a un remanso del riachuelo.
Buscó con la mirada a la mujer, subiéndose sobre una roca cuya
parte baja era lamida por las tranquilas aguas del remanso.
—¡Ike!
Descubrió a la mujer con la cabeza y un brazo fuera del agua.
Libby se estaba bañando, y a juzgar por la ropa que descubrió en el
suelo, lo hacía con sólo el vestido que la madre Naturaleza le había
proporcionado al nacer.
—Debe ser agradable bañarse ahora, ¿eh?
—El agua está estupenda —dijo ella, dejando que su cuerpo se
perfilara levemente, ya que las aguas eran tranquilas, pero no
demasiado claras—. ¿Por qué no te bañas tú también? Para eso te he
llamado.
Ike volvió a mirar la ropa, y dijo;
—Sé aguantarme.
—¡Tonto, si lo haces por la ropa! El agua está buena y descansa los
músculos.
—Lo sé perfectamente, pero si he de pasar por tu futuro marido,
será mejor que no eches mucha leña al fuego; sería peligroso.
Ella rió, sin dejar de moverse dentro del agua, salpicando con sus
pies y acercándose a la roca.
—¿Tienes miedo?
—Yo no tengo miedo de nadie, y menos de una mujer bonita.
—¿Entonces?
—Estoy trabajando, no divirtiéndome. Cuando todo haya
terminado, cuando deje de representar esta farsa y el dinero esté en
mi bolsillo, busca un remanso como éste y haz lo mismo que estás
haciendo ahora. No me llamarás tonto.
—¡Eres un hombre que sabe lo que quiere! —rió ella, que
encontraba placer nadando, arrancando de su cuerpo el polvo y el
calor soportado durante el camino.
—Hay que comer primero un plato y luego otro. No me gustan las
indigestiones, pueden ser muy molestas.
—Eres el hombre de sangre más fría que he conocido.
—Pues si has conocido a muchos, es lógico que mi sangre se
conserve fría.
—¡Ike, no te tolero que...!
No acabó de soltar su réplica, molesta por la agudeza del hombre
que, después de todo, no había hecho más que responder
adecuadamente a sus provocaciones, al descubrir una aparición
desagradable.
—Quieto, amigo, no se mueva —ordenó la voz de un hombre.
Ike se volvió lentamente y descubrió a dos sujetos barbudos, de
ropas raídas. Eran dos ratas del desierto, pero el uno llevaba un rifle
y el otro empuñaba un revólver.
—¡Ike! —llamó la chica, asustada, sumergiéndose , hasta el cuello.
Ya no estaba contenta de su situación. La presencia de aquellos
hombres la habían transformado completamente.
—Mejor harían marchándose, amigos —les sugirió Burges, sin
acercar demasiado su mano a la culata del revólver de plata.
Sabía que en aquellos instantes su vida no valía ni un centavo. En
cualquier momento, uno de aquellos salteadores del desierto podría
tirar del gatillo, enviándolo al infierno, ya que para ellos los
escrúpulos de conciencia no existían y tampoco temían a la ley, pues
rara vez se acercaban a las poblaciones.
—¿Has oído? —le preguntó a su compañero—. ¡Nos dice que nos
vayamos!
—Y nada menos ahora que hemos encontrado el mejor botín que
puede hallar un hombre como nosotros.
—Dales lo que quieran y que se larguen —dijo Libby, nerviosa.
—¿Con cuánto os conformáis? —preguntó Burges, sin demostrar
tenerles miedo.
—Nos conformamos con todo, especialmente con la chica.
¿Verdad, hermano? —masculló el tipo que sostenía el revólver.
—Sí, sobre todo la chica. ¡Cuánto tiempo sin ver una mujer! Aquí
en la llanura, lo que más se anhela es mía buena figura de mujer, y
parece que hemos topado con un precioso ejemplar de hembra.
El del rifle se había acercado hasta la ropa femenina y la empezó a
tocar, tirándola por el aire con estúpida alegría.
—Vamos, sal del agua —ordenó el de la pistola.
—Sí, eso, que salga. Así veremos si la cara es el reflejo de lo demás.
La mujer, temerosa, suplicó:
—Ike, no me dejes en sus manos.
—Si te mueves te agujereamos las tripas, amigo —advirtió el del
revólver, no fiándose de Ike.
—Desármalo, hermano. Yo me encargaré de sacar a la Venus del
río.
—Ya has oído, amigo. Tira tu revólver. No nos gusta que nadie
lleve armas encima, cerca de nosotros.
—Están cometiendo una tontería que van a pagar cara —advirtió
Burges.
—Es Silver-flash; les matará a los dos, si no se van —dijo Libby,
buscando con desesperación una salida al difícil problema que les
había planteado la aparición de semejantes indeseables.
—¿Silver-flash? —repitió el del rifle—. ¿Oye, hermano, no es ése el
nombre de un pistolero de fama?
—Yo he oído contar que es un gun-man que lleva revólver de plata.
¿Es eso cierto?
—Compruébalo tú mismo —replicó Ike.
—Vamos, hermano, mejor será dispararle y dejará de ser
problema. Luego, te quedas su revólver de plata y yo me quedo con
la chica.
Libby se vio perdida. Eran dos contra uno y, previamente,
armados. Por muy rápido que fuera Ike no había salvación.
Por su parte, Burges miró a los dos maleantes. No había
posibilidad de vencerles. Tenían las armas en la mano y el brillo
homicida en los ojos. Para ellos era mejor, mucho mejor, que él
muriera.
Sólo cabía una posibilidad de supervivencia: la de que fallaran sus
disparos, lo cual no era sencillo en tipos que vivían de la caza en el
sentido más amplio de la palabra, incluida la caza del prójimo.
—Vamos, dispara. ¿A qué esperas? —gruñó el del rifle, que miraba
impaciente la cabeza femenina que afloraba en el agua.
En aquel instante sonó una detonación, que partió del carromato,
sorprendiéndoles a todos.
Los dos maleantes, sobresaltados, se volvieron hacia el carromato
sólo un breve instante, acaso una fracción de segundo, pero fue
suficiente para que Ike lo aprovechara.
Su revólver de plata semejó poseer vida y volar a su mano.
Cuando los dos indeseables se dieron cuenta de su vacilación ya era
tarde.
—¡Dispárale! —chilló el del rifle, disparando a su vez. pero sin
tiempo para apuntar.
Del cañón del «Colt» de Silver-flash brotaron dos lenguas
anaranjadas, que debido a la claridad del día no se pudieron apreciar
en toda su intensidad. Dos fogonazos que resultaron suficientes para
resolver la situación.
El del rifle cayó hacia adelante con el corazón perforado y el del
revólver, alcanzado en la cabeza, dio un traspiés y cayó de costado.
Ninguno de los dos se movió una vez tendidos en el suelo.
Sin preocuparse de la aterrada Libby, que continuaba dentro del
agua, Ike comenzó a acercarse al carromato, «Colt» en mano,
protegiéndose con los troncos de los árboles que mediaban entre
ambos.
Los músculos de su cuerpo se hallaban tensos. No le
sorprenderían de nuevo.
Consiguió llegar hasta el carro, sin ver a nadie, y miró suspicaz en
derredor.
No cabía duda, habían disparado desde allí, aún olía a pólvora
quemada. El disparo debía haber sido hecho con un rifle de pequeño
calibre.
Al final, se decidió por mirar dentro del carromato lo hizo tan
sigilosamente que descubrió algo que se movía bajo la lona.
—¡Quieto ahí, o disparo!
—¡No, no dispare! —pidió una voz, amortiguada por la lona.
Ike pasó al interior del carro, sin dejar de encañonar al que se
ocultaba bajo la lona. Tiró de una punta de ésta y descubrió lo que
menos esperaba.
—¡El muchacho de la cantina de San Angelo!
El chico estaba sudando por el calor padecido en su escondite y
estaba rojo por la violencia de la situación.
—Bueno, Ike, tú dijiste que era tu amigo...
—Mi amigo, pero no mi primo —corrigió Burges.
—Es que yo quería seguirte, quería ir contigo.
—¿Por qué?
—Cuando sea mayor quiero ser como tú. No me gustaba estar en
San Angelo con mis tíos.
g
—¿Y tú Sally?
El muchacho, que apenas tendría catorce años, respondió:
—He oído decir que las mujeres no deben cortar el camino de un
hombre. Yo volveré a por ella cuando sea mayor y gane mucho
dinero.
—¿Cómo?, ¿disparando al prójimo?
—A ti te va bien, ¿no?
—Yo no me gano la vida matando a nadie, mequetrefe, y tú
regresarás con tus tíos y con tu Sally cogido de las orejas
Libby, que había salido del agua inmediatamente, cubriéndose con
las ropas, sin entretenerse en secarse, había corrido hacia allí,
sorprendiendo su diálogo.
—¿Quién ha disparado?
—Este muchachito.
—Me llamo Jimmy.
—Gracias, Jimmy. Por tu oportuna intervención, Ike ha podido
terminar con esos maleantes.
Por su parte, Jimmy se apresuró a decir:
—Como he visto que querían atacarles, pues había estado
observando por debajo de la lona con mi rifle...
—¿Tu rifle? —inquirió Ike.
—Sí, esta carabina «Colt» que me regaló mi tío el día que cumplí
catorce años. He cazado ya dieciséis pavos con ella.
—Pues no tienes mala puntería —le dijo Libby, suspirando
tranquila.
—Sí, pero nunca he disparado contra ningún hombre. Antes he
tirado al aire.
—Muy bien, porque el día que dispares contra un ser humano, y si
yo estoy cerca de ti —advirtió Burges solemne y grave—, te
propinaré tal paliza que no vas a poder comer sopas ni sentarte en
una silla en lo que te resta de vida.
Libby, más tranquila, miró al muchacho y preguntó:
—¿Cómo estaba aquí?
—Es que al enterarme de que Silver-flash... —al ver el ceño
fruncido del hombre se apresuró a corregir— que Ike se marchaba,
me dije que tenía que irme con él si deseaba aprender de veras cómo
vive un hombre. Cuando sea mayor, no quiero ser un cobarde.
—Muchacho, si aprendes a vivir con el revólver por delante,
morirás joven —advirtió Ike—, pero vista la situación, me alegro de
que te escondieras dentro de la carreta y pasaras desapercibido.
—¿De veras te alegras? —preguntó el chico con sincera alegría.
—Sí, me alegro. De no ser por ti, Libby y yo lo habríamos pasado
muy mal.
—Si has sido tú quien ha eliminado a esos dos maleantes —objetó
el muchacho.
—Pero si no llegas a distraer la atención, aunque haya sido por
brevísimo tiempo, ahora sería yo quien estuviera muerto y Libby...
Bueno, ella también agradece tu intervención.
—Naturalmente, y hasta te doy un beso.
Libby estampó un sonoro ósculo en la mejilla del muchacho, el
cual se tornó más colorado que el cielo en el crepúsculo del día.
—Bien, creo que después de este premio podrás ayudarme un
poco —le dijo Burges.
—Sí, sí, claro. ¿Qué tengo que hacer?
—Coger una pala y ayudarme. Hay dos muertos que enterrar. Sé
que es un trabajo algo duro para un muchacho como tú, pero si
deseas vivir admirando a los que usamos revólver, bueno será que
veas cómo terminan los que lo emplean mal. Mientras, Libby nos
preparará algo de comer.
—No faltaría más. La verdad es que no sé cocinar, pero hemos
hecho buena provisión de latas. Por cierto, ¿cómo va a regresar
ahora el chico a San Angelo?
—Yo no quiero volver —se apresuró a decir Jimmy.
—No puede volver solo, hay demasiada tierra de por medio. Irá
con nosotros a Kermit City y en la primera diligencia que salga para
San Angelo, lo devolveremos con sus tíos. Ahora, a trabajar. Los
polizones siempre tienen tareas duras que resolver.
Jimmy, al lado del famoso Silver-flash, aprendió la lección... No
había que disparar tan solo, sino hacerlo bien y contra quien lo
mereciese. Luego había que enterrarlo, pues nadie, por indeseable
que fuera, debía correr la suerte de quedar sin sepultar y a merced
de la rapiña.
CAPITULO IV
La tarde, avanzaba, pero el cielo se oscurecía mucho más
rápidamente que se ocultaba el sol.
Densos y negros nubarrones procedentes del sudeste avanzaban
como grandes montañas flotantes sobre el cielo lejano.
—La tierra está seca, pero ya huelo a humedad —observó Libby.
—No tardará en descargar la tormenta agostina.
—Estoy sudando, tengo mucho calor —dijo Jimmy, que iba dentro
del carromato.
El cielo no tardó en estar cubierto y un relámpago brilló a lo lejos,
no tardando en oírse el trueno. De pronto, otro relámpago casi
encima de ellos y el rayo fue a carbonizar un árbol, no muy lejano,
en medio de un gran estruendo.
Los caballos relincharon asustados y se lanzaron a un galope
alocado.
—¡Agárrate bien! —gritó Ike Burges, en medio del fragor de un
nuevo trueno, pues la tormenta se cebaba ahora sobre ellos.
El carromato comenzó a brincar sobre los desniveles del camino,
tirado por la violencia de los caballos que Ike trataba de controlar a
duras penas, pues empezaron a caer gruesas gotas capaces de mojar
a un pájaro por sí solas.
Después, la lluvia se hizo más densa y semejó un verdadero
diluvio, haciéndose casi imposible ver a escasas yardas.
Cuando Ike consiguió controlar los caballos, asustados aún,
ordenó a la fémina:
—Métete dentro del carro. Aquí te vas a remojar demasiado.
—Sí, eso haré. ¿Falta mucho para salir de esto?
—En una hora, poco más o menos, llegaremos a la ciudad. Allí
pasaremos la noche y mañana proseguiremos el viaje hacia el rancho
de tu tío.
—De acuerdo.
Libby desapareció en el carruaje para quedar junto a Jimmy.
Ike, dejando que el agua cayera sobre su sombrero y el ala de éste
se transformara en una verdadera cascada, condujo a los animales,
ya más apaciguados al aminorar el fragor de los truenos y la
luminosidad breve de los relámpagos.
El viaje se hizo duro, penoso.
Ike mantenía la marcha rápida, temiendo que las ruedas del carro,
al ablandarse la tierra, quedaran hundidas en ella, lo que les
detendría en el camino.
Por otro lado, a cada cruce de torrente o valle, existía el peligro de
los arroyuelos, que no tardarían en desbordarse. Las torrenteras,
arrastrando barro y piedras, podían llevárselos por delante,
acabando con ellos. No quiso asustar a Libby explicándole que la
situación era difícil.
Al fin, su habilidad en sortear los obstáculos y mantener a los
caballos al trote ligero, no importándole que el agua cayera sobre él,
hizo que lograra llegar a Kermit City sin percances.
Llegada ya la noche y bajo aquella lluvia torrencial de verano, que
convertía la calzada en un río, no parecía haber nadie en la ciudad a
excepción de las luces que se veían a través de los cristales.
Detuvo el carromato frente al hotel y, saltando a tierra, gritó:
—¡Jimmy, ayuda a Libby a bajar el equipaje!
Poco después se hallaba en la conserjería, donde un empleado del
hotel le sirvió muy sonriente.
—¿Dos habitaciones?
—Sí —fue la respuesta de Ike.
—¿Una de matrimonio y otra para el muchacho?
—No —cortó Ike, ante el mutismo de Libby, que gozaba en
comprometer a Burges.
—¿Ah, no?
—Dos habitaciones, una para el muchacho y para mí y la otra para
la señorita. Es mi prometida y la sobrina de Nelson Farrymore.
—¿Sobrina del señor Farrymore? En seguida, en seguida. Tendrá
la mejor habitación, y usted, ¿ha dicho que es su prometido?
—Sí, pronto nos casaremos, si es que usted no nos deja morir aquí
de una pulmonía. Vamos empapados hasta los huesos.
—Sí, en seguida.
—Preparen baños calientes, nos irán bien a los tres. Mientras, yo
llevaré el carromato hacia una caballeriza.
—Oh, no se preocupe, señor. Un empleado del hotel se encargará
de poner a buen cuidado sus caballerías. —Alzó la voz, interpelando
—: ¡Martínez!
No tardó en aparecer un mejicano de caminar cansino y acento
muy propio de su raza.
—¿Diga, señor?
—Lleva las caballerías que hay fuera a que las cuiden y den de
comer.
Ike Burges se sintió como nuevo cuando, después de bañado en
agua tibia y jabonosa, se puso ropa seca. Pensó que un par de
whiskies no le irían mal.
—Se está bien aquí —rió Jimmy, dentro del barreño de madera,
lleno de agua caliente.
—Sigue ahí y límpiate bien. No te separes mucho de esta
habitación.
—Estás decidido a enviarme en la próxima diligencia?
—Los mocosos como tú no preguntan tanto, obedecen y en paz.
Ahora, quedas dueño y señor de esta habitación, pero deja mi cama
tranquila para cuando regrese, y que no te encuentre levantado.
—Seré obediente, Ike.
Mientras cerraba la puerta, Burges gruñó:
—¿Quién me metería a mí a niñero?
Pasó ante la puerta de la alcoba de Libby y escuchó la voz de ésta
tarareando una canción, y lo hacía muy bien.
Intuyendo que estaba en el baño, Ike pasó de largo y salió a la
calle. Había cesado de llover y la calzada se había tomado un
auténtico barrizal.
Llegó al saloon sin tropiezos. El local era grande y estaba lleno de
bulliciosos clientes que comentaban la tormenta veraniega y lo que
podía haber afectado al ganado, a la par que beneficiar las pasturas y
llenar algo más los ríos y riachuelos, mermado su cauce en gran
parte por el intenso calor estival.
—Un whisky —pidió.
Cuando el ardiente licor resbaló por su garganta, Ike no se fijó en
la buena calidad del mismo, sino que le estaba sentando bien.
Más que por curiosidad, por hacer algo, miró en derredor y su
vista quedó quieta en una de las cuatro mesas de póker, en la que se
jugaba una partida, y muy animada en aquellos momentos por la
afluencia de clientes que, escapando a la lluvia, se habían refugiado
en el saloon.
Sus pupilas negras se centraron en un hombre que se hallaba casi
de espaldas a él, aunque Ike pudo ver perfectamente su perfil, el
llamativo chaleco de fantasía y el sombrero de ala plana que no se
quitaba ni para jugar.
Sin prisas, se acercó a él, sorteando las mesas que habían de por
medio.
Una de las chicas se le insinuó descaradamente. Ike no le hizo el
menor caso; toda su atención se centraba en el hombre sentado en la
mesa de póker.
Miró por encima del jugador los naipes que éste tenía en la mano
y, tras observar que la apuesta que había en la mesa carecía de
importancia, dijo:
—Buen juego, Willy.
El hombre del sombrero negro, chaleco llamativo y bigote
recortado se volvió hacia el recién llegado. Al reconocerle, sus ojos
expresaron sorpresa y su mano buscó rauda la culata del revólver.
—¡Silver-flash! —exclamó.
Antes de que pudiera notar el contacto gélido de su «Colt» en la
mano, sintió la frialdad del cañón del revólver de plata sobre su sien.
—¿Qué ocurre aquí? —gimió, más que inquirió, un nuevo
personaje ante la curiosidad general, pues a su alrededor se había
hecho un silencio impresionante.
Todos esperaban que de un momento a otro se produjera la
detonación pacífica que volara los sesos del jugador.
Ike miró a quien acababa de interpelarles. Llevaba una placa sobre
el chaleco.
—No ocurre nada, comisario. Sólo he gastado una broma a un
antiguo conocido, como es Willy para mí.
El jugador, que respiraba lentamente, como esperando de un
momento a otro ir a parar a la fosa, se tranquilizó al ver que el recién
llegado apartaba de su sien el arma.
—¿Es conocido suyo, señor Farrymore?
Ike Burges parpadeó al oír aquel nombre.
—Sí, comisario. Nos conocimos hace tiempo, en la frontera de Río
Grande. Fue en una partida de póker, ¿no es eso? —le preguntó a Ike
directamente.
—Sí, una partida que quedó interrumpida. Habían setecientos
dólares sobre la mesa. Era un final de partida entre tú y yo, Willy.
—Sí, pero no me acuerdo muy bien qué ocurrió —respondió
William, cínicamente.
—Yo sí me acuerdo, Willy el Tahúr, como te llamaban en la
frontera.
—No estoy dispuesto a dejarme insultar, aunque tengas el «Colt»
todavía en la mano —advirtió William.
—¿Ah, no? ¿Y cómo vas a impedirlo?
—Yo soy el comisario aquí —gruñó de nuevo el representante de
la ley—. No permitiré que un forastero arme camorra, insultando a
un hombre respetado en esta ciudad.
—Ya lo has oído, Silver-flash. El nombre de Farrymore pesa mucho
en Kermit City. No es saludable buscar pelea.
—Sí, ya veo. —Miró en derredor y sólo descubrió rostros hostiles.
La mayor parte de aquella gente vivía del nombre Farrymore, y
William, según se comentaba, iba a ser uno de los herederos.
—Entonces, ¿vas a dejarnos continuar la partida sin más
interrupciones? —preguntó William, irónico.
—Primero tendrán que oírme. Decía que habían setecientos
dólares sobre la mesa y entonces descubrí que me hacías trampas,
Willy. Lo dije.
y j
—Creo que no recuerdas bien lo que ocurrió, Silver-flash.
—Sí, es cierto, no recuerdo bien a partir de aquel instante, porque
algo muy duro y contundente se abatió sobre mi cabeza. Willy el
Tahúr y quienquiera que le acompañara habían desaparecido, y el
dinero, por supuesto, también.
—¿Pretendes llamarme ladrón y tramposo?
Comprobando que el cinismo de Willy era tan grande como su
historial en las mesas de juego, Ike no se achicó y prosiguió
hablando, pese a saber que el ambiente que le rodeaba le era
adverso.
—Sólo quiero decir que la partida quedó a medias y habrá que
proseguirla, ahora que te he encontrado por casualidades del
destino.
El comisario pasaba la vista de uno a otro. No estaba seguro de si
debía intervenir o no. Por el momento, la querella se limitaba a
palabras más o menos cáusticas.
—Aquello fue agua pasada.
—A mí me parece que no es cosa pasada. Yo no quedé conforme,
de modo que tendremos que seguir el juego. Tú vas a poner
setecientos dólares sobre la mesa.
—¿Y si me niego? —preguntó Willy con soma.
—Entonces... jugaremos de otra forma,
—¿Piensas desafiarme?
—¿Y por qué no?
—No quiero sangre, ¿han entendido? —gruñó de nuevo el
comisarlo.
Ninguno de los dos hombres le hizo caso. Ambos sabían que, a la
hora de la verdad, el representante de la ley contemporizaría para no
salir perjudicado. Una pelea entre dos gun-men resultaba demasiado
peligrosa para un comisario ordinario que no podía alardear de ser
muy rápido.
Willy el Tahúr, o William Farrymore como le llamaban ahora, se
daba cuenta de que el recién llegado le estaba dejando como
tramposo, y ahora que tenía la posibilidad de ser rico con la herencia
que se avecinaba, no deseaba morir de una forma estúpida.
Silver-flash le había demostrado que «sacaba» muy rápido. Estaba
seguro de que podía desenfundar tan aprisa como él, pero, pese a
todo, tenía el cincuenta por ciento de probabilidades de morir.
Era como jugarse la vida a cara o cruz, y no deseaba hacerlo en
aquellos instantes.
—Está bien. Eres mal perdedor, Silver-flash. Voy a darte la
revancha para demostrarte que yo no estafo a nadie y que el dinero
me importa muy poco.
Con sus palabras, William Farrymore se dio cuenta de que,
además de la protección que le brindaba su nombre en Kermit City,
se ganaba-las simpatías de los curiosos que ahora se hallaban en el
local.
—Acepto esa revancha y si los que están en la mesa se retiran,
podemos hacerla ahora mismo.
Aquel singular encuentro resultó interesante para todos, pues
deseaban saber cómo terminaba aquella partida, y dejaron sitio libre
al forastero. Sin embargo, el comisario no estaba seguro de cómo
acabaría la tensa situación. ¿Se conformaría el perdedor con su
suerte?
Ike Burges tomó los naipes haciendo un perfecto mazo con ellos.
Barajó las cartas con habilidad y poniéndolas sobre la mesa para que
su rival cortara, dijo: —Pon los setecientos dólares de aquella ocasión
en la mesa.
—¿Es que no te fías? Si pierdo, pago.
—No, no me fío. Quiero ver el dinero. Suelo ser algo desconfiado.
Willy se maldecía por aquel encuentro. Por miedo a morir en un
rápido desafío, había tenido que admitir, con su postura, que había
hechó trampas a aquel forastero. No obstante, esperaba que la
revancha que ofrecía a su contrincante le granjeara la simpatía de
quienes les rodeaban, por si la situación se ponía fea.
—De acuerdo. No sé si llevaré esa cantidad encima.
—En según qué ocasiones, tengo muy poca paciencia, Willy —le
advirtió Ike Burges, fríamente.
Willy Farrymore sonrió cínicamente, mientras sacaba unos billetes
de sus bolsillos, que fue amontonando sobre el tapete.
—Aquí están los setecientos dólares. La verdad es que hay tipos
que no saben aguantar una broma y tú eres uno de ellos. Mas, ya
verán todos como una partida inconclusa se termina y con ella el
plazo de broma y siguió riendo.
—No habrá puja y a dos pasadas solamente.
—Conforme.
Se jugó la partida de la forma indicada por Ike, creándose un clima
de tensión en torno a ellos.
—Creo que como no hay puja, podemos ya mostrar nuestros
respectivos juegos.
—De acuerdo —aceptó Ike.
Había vigilado atentamente al tahúr para evitar que éste le
preparara una celada.
Lentamente, con expresión de triunfo, el sobrino de Nelson
Farrymore fue volviendo sus naipes.
—Full de reyes —aclaró satisfecho, ante la admiración de cuantos
les rodeaban—. Creo, Silver-flash, que la reanudación del juego, tras
el tiempo transcurrido, no te ha favorecido demasiado.
—Te equivocas, Willy. Yo también sé ligar buenas jugadas.
Mostró sus naipes, y fue el comisario quien anunció en voz alta:
—Póker de reyes.
El rostro de Willy se ensombreció. No era buen perdedor.
Ike Burges no se apresuró a recoger el dinero que había sobre el
tapete verde. Sabía que muchos hombres habían perdido la vida en
un instante similar. Era el momento en que quedaba a merced de su
enemigo por la incomodidad de empuñar el arma, si el que estaba
delante le encañonaba con su revólver.
—Creo, Silver-flash, que tú y yo no vamos a caber en esta misma
ciudad y quizá en todo el territorio.
—Qué lástima, vas a tener que aguantarme —dijo, recogiendo
lentamente el dinero con su zurda, dejando la diestra siempre
dispuesta a empuñar el arma. El nombre Farrymore pesaba
demasiado en Kermit.
—Será preferible que se aleje de la ciudad —advirtió el comisario
con voz bronca y hostil.
—¿Hay alguna ley que me obligue a ello?
¿ y g yq g
—Ya lo ha oído, no es conveniente que se quede. Podría costarle la
soga si matara a un Farrymore.
—¿Acaso los Farrymore tienen el derecho de vida o muerte sobre
el prójimo en esta ciudad?
—Creo que ya has tenido demasiada suerte de sacarme estos
setecientos dólares, Silver-flash. No tientes más a la diosa fortuna —
advirtió Willy.
Por su parte, el comisario añadió:
—Ya ha tomado su revancha. William Farrymore gastó una broma
dejando una partida sin terminar, nada más.
El propio William se apresuró a añadir:
—Una broma que yo no inicié. Fue un tipo que, queriendo
vengarse de él, le golpeó la cabeza por sorpresa.
Lo dejó tendido en el suelo y yo, creyendo que ya no podría
continuarse la partida jamás, la dejé por finalizada.
—Pues ya has visto, ahora sí está terminada, pero habiéndola
ganado yo. En cuanto a marcharme, creo que será difícil que lo haga.
Yo también estoy interesado en Nelson Farrymore y lo que cuentan
de su próxima muerte y, por supuesto, de su herencia, aunque sea
algo que me desagrade decir.
Hubo un murmullo general al oír lo que el forastero decía
públicamente. El comisario se interesó vivamente;
—¿Qué tiene que ver con el señor Farrymore? Le advierto que
aquí lo quiere todo el mundo y si ha venido a molestarlo en su
enfermedad, seré yo quien le moleste a usted.
—Comisario, déjele que se explique —pidió William.
—Sí, será mejor, que se explique. No nos gustan las intrigas.
—Bien, señores —dijo disponiéndose a sorprenderlos a todos—.
Me llamo Ike Burges y mi novia Libby Dawthe.
—¿Libby? —repitió William extrañado.
Los comentarios aumentaron.
—¿Que es usted el futuro esposo de la sobrina del señor Nelson?
—Sí, creo que me he explicado bien claro.
—No puede ser; Libby no está aquí —masculló William
poniéndose en pie al comprender que no sólo había quedado
cobardemente y perdido setecientos dólares para no exponerse a
y p p p
recibir un balazo, sino que ahora aquel hombre sobre el que estaba
volcando todo su rencor le iba a arrebatar parte de la herencia que
tanto codiciaba.
—Libby está en el hotel, yo mismo la he traído aquí.
Mañana iremos a visitar al señor Nelson Farrymore. Creo que se
alegrará de ver un miembro más de su familia al pie de su cama.
—¿Un miembro más de su familia? ¡Libby es bastarda y como tal,
no cobrará un centavo!
Al escuchar aquellas palabras escupidas por William, Ike Burges
empujó la mesa volcándola sobre él.
Luego, saltó por encima de la misma y antes de que pudiera ser
detenido, dio dos puñetazos consecutivos que tumbaron a Willy
dolorosamente por el suelo.
El tahúr, con sangre en la boca, hizo ademán de empuñar, pero Ike
silabeó:
—Vamos, «saca», y ya nunca volverás a insultar a Libby Dawthe.
William se contuvo, por un instante, había estado a punto de
iniciar el duelo que hacía un rato se estaba fraguando entre ambos.
Mas, viendo a su enemigo dispuesto a sacar, con la mano próxima
a aquel revólver de plata, decidió congelar la situación hasta otro
momento en que las circunstancias le fueran más favorables.
Willy escupió sangre al suelo y se levantó penosamente.
Encarándose con Ike silabeó con odio y cinismo a la vez:
—Libby no cobrará nada de la herencia, lo juro. Y tú, tú tendrás el
entierro más perro que se haya visto en Kermit City en muchos años.
El que asista a él, yo me encargaré de que se arrepienta. Pronto seré
dueño de gran parte de todo lo que hay en este territorio y por tanto
tendré mucho poder para hacer lo que me plazca.
—Antes de enviarme a ese entierro como actor principal, tendrás
que matarme.
—No dudes que lo haré.
Secándose la sangre de la boca, humillado y un tanto tambaleante,
Willy se dirigió a la puerta.
El comisario miró de reojo a Ike Burges. No le caía simpático
William Farrymore, pero si llegaba la ocasión, tendría que ponerse
de parte de él pese a que había quedado demostrado que William
p p q q q
era un cínico y cobarde estafador, dispuesto a matar con tal de
vengarse y cobrar más parte de la herencia.
CAPITULO V
El acceso de tos resultó violento.
El rostro de Nelson Farrymore fue enrojeciendo mientras parecía
ahogarse entre los brazos de Vast y Márquez, su más fiel criado de
origen mejicano.
—¡Dejadme, dejadme! —pidió en medio de su violenta tos—. Aún
puedo valerme por mí mismo.
Efectuó un movimiento de cabeza que Márquez captó en seguida
y entre ambos lo recostaron sobre los almohadones.
No había abandonado el lecho en más de seis meses y en aquel
lecho iba a morir en breve. Él lo sabía tan bien como un condenado a
la horca en fecha inmediata.
Se escucharon unos leves golpecitos en la puerta y los tres miraron
hacia ella.
—Adelante —dijo el viejo como pudo.
La puerta se abrió y apareció Libby Dawthe.
La fémina lucía un vestido recatado que no por ello mermaba
atractivo a su figura esbelta.
—Hola tío Nelson, acabo de llegar.
Avanzó rápidamente y besó al anciano en la frente mientras era
observada atentamente por Márquez y el capataz.
—Deja de besuquearme, Libby.
—Como quieras, tío —admitió ella sentándose en el borde de la
cama.
—Vaya con la hermosa Libby... Ya me extrañaba que no
aparecieras por aquí al olor de mi próxima muerte.
—Señor Nelson, creo que todos le quieren y más Libby —terció
Vast.
—Calla, calla —pidió el agudo anciano.
La enfermedad que devoraba su cuerpo habría de dejar, sin
embargo, completamente sana su mente hasta el último instante.
—Yo conozco a los buitres que merodean su presa pero que no se
acercan a picotearla hasta que ha muerto. Libby es el buitre más
bello que he visto, pero no por ello deja de ser un pajarraco.
—Creo, tío Nelson, que mejor será que me marche He venido a
estar a tu lado en tu enfermedad y no a dejar que me insultes —
protestó muy digna, poniéndose en pie.
—Está bien, si ese es tu gusto, márchate; a ver si eres capaz.
—¿Y por qué crees que no voy a serlo? —le preguntó, teniendo
buen cuidado de medir su grado de altivez para no cometer ningún
desliz que luego fuera irremediable.
—Porque he citado aquí al juez Jackson. Si quieres marcharte y
perderte lo que voy a decir sobre mi herencia, puedes hacerlo.
Ella dulcificó su rostro bajo la irónica mirada de anciano que, en su
agonía, se complacía en hacer sobresalir los defectos de sus
herederos.
—Bueno, creo que estamos algo nerviosos. —Tratando de hacerse
simpática añadió—: Los viejos os volvéis muy suspicaces y agresivos
y tú has sido siempre tan luchador, tan belicoso. Claro que, de no ser
por esas cualidades, no habrías conseguido amasar la fortuna que
ahora posees.
—Y a la que tú deseas dar un buen bocado.
—¿Es que siempre estás pensando en lo mismo?
—Sí, por eso he hecho venir al juez Jackson.
—¿Y hablarás a solas con él?
—No, aquí estaremos todos. No voy a andar con secretos ni
misterios. Os diré claramente cuál es mi última voluntad.
Ella se sentó de nuevo en un canto del lecho y con su mano
cuidada acarició el cabello cano del anciano.
—¿Y a tu sobrina Libby no le adelantas un poquito la noticia?
—¿Es que no la olfateas ya?
—¿Cómo habría de olfatearla si no me adelantas nada, aunque sea
a medias para que adivine?
—Qué raro, creí que tu olfato era perfecto. Has olido sin que yo te
lo dijera.
—¿El qué?
—Pues que me estoy muriendo, ya que no creo que ninguno de tus
primos te haya avisado. Serían demasiado estúpidos y creo que, con
respecto al dinero, no lo son nada.
Ella se limitó a sonreír.
De nuevo, golpearon en la puerta.
—¡Adelante!
Tras la autorización del propietario de la mansión, de la montaña
de plata y el grandioso rancho, la puerta se abrió una vez más dando
paso a una figura delgada, de estatura más bien baja y rostro severo,
tan severo como el traje que vestía. En su mano llevaba una cartera.
—Creo que he venido puntual como siempre, señor Nelson.
—Desde luego, juez Jackson, aunque esta vez no vamos a jugar
una de nuestras habituales partidas de ajedrez.
El juez esbozó una leve sonrisa, cosa difícil en un rostro como el
suyo.
—Después de todo, quizá no deje de ser una excelente jugada de
ajedrez lo que usted haga, señor Farrymore.
—Sí, quizá sí. Será mi última gran jugada. —Se volvió hacia su
criado mejicano y ordenó—: Anda, ve a avisar a todos mis sobrinos y
a Helen para que vengan: es muy importante. Luego, cierra la puerta
y que no nos moleste nadie.
—En seguida, patrón.
Cuando el criado hubo abandonado la habitación, Libby preguntó
intrigada:
—¿Quién es Helen? No la recuerdo.
—Es posible que no la conozcas. Además, se nota que acabas de
llegar.
—Sí, es cierto. No estoy al corriente de lo que por aquí acontece.
—Helen es la hija de Abel.
—Ah, ya. Y él, ¿dónde está?
—Murió y por tanto lo que habría de corresponderle a él lo
heredará Helen.
—¿Cómo? Ella no es sobrina tuya, sino nieta-sobrina.
—Libby, creo que es mejor que no hagas distingos, porque
precisamente tú tienes mucho que callar.
Libby Dawthe apretó los labios dominando su orgullo y el afán de
protesta que la invadía.
Sabía de sobras que allí sólo se haría lo que Nelson Farrymore
dijera y que era inútil hacerle objeciones. No era aquel el modo para
luchar contra los demás rivales en la fabulosa herencia. Ella ya tenía
su plan y era mejor ceñirse a él si quería salir beneficiada.
No tardaron en aparecer los hermanos Spencer y Martin, William,
que ocultaba su chaleco bajo la chaqueta y Helen que vestía de
amazona, pues acababa de llegar de un paseo.
Las dos mujeres se observaron mutuamente. Hubo un relámpago
de rivalidad entre ambas del que nadie se percató.
Libby se sabía hermosa, pero comprendió que su sobrina Helen,
además de belleza, poseía algo que a ella se le escapaba lentamente
de entre las manos: juventud.
Libby, más segura de sí misma, se levantó y acercándose a Helen
la abrazó y besó en la mejilla con gran efusión.
—¡Querida sobrinita, tío Nelson me ha hablado de ti! Me ha dicho
que eras hermosa, pero se ha quedado orto.
—Gracias. Tú eres tía Libby, ¿verdad? Me han dicho que acabas de
llegar.
—Pues no te has equivocado.
—No podía —repuso la joven rubia—. Me habían dicho que eras
muy bella y no hay lugar a confusión.
—Muchas gracias. Vaya, vaya con el primo Abel, ha sabido traer al
mundo una criatura maravillosa. —Mirando a los tres primos dijo—:
Creo que nosotros ya nos conocemos por habernos visto en otras
ocasiones. Después de todo, formamos una familia muy unida y creo
que tío Nelson tiene algo que decimos junto con el juez Jackson. ¿No
es eso, tío?
—Sí —asintió el anciano, escrutando con sus pupilas cansadas los
rostros que tenía delante—. Pero, en cuanto a eso de que formáis una
q q
familia muy unida, es el mejor chiste que me han explicado a lo
largo de mi vida.
—No podemos hacer caso del tío Nelson —dijo Libby—. Es muy
bromista pese a su enfermedad.
Spencer, que no podía por menos que admirar la belleza de su
prima Libby, pues si tenía un vicio era el de gustarle las faldas sin
medida, pensó que en aquella ocasión había otras cosas mucho más
importantes para tratar. Luego, habría tiempo para dedicarlo a la
juvenil Helen y a la saludable Libby.
—Es mejor que el tío nos diga lo que hay. Nos ha intrigado la
presencia del juez Jackson en esta casa ¿Ocurre algo malo?
—Sí, y es mejor que lo sepamos si así es —añadió Martin.
—Lo que dice tu hermano siempre lo subrayas, Martin.
—Es que considero que lo que dice Spencer es lo más indicado.
—Martin y yo nos avenimos mucho —carraspeó Spencer,
demostrando así que su hermano y él formaban un bloque
compacto.
—Os quiero hablar sobre mi testamento.
—¿Qué pasa con él? —inquirió Spencer, ceñudo, temiendo algo
malo.
El juez se había situado junto a la mesita de noche Abrió su cartera
y mientras Márquez iba a cerrar la puerta y marcharse, el enfermo le
contuvo:
—Aguarda, Márquez. Tú y Vast actuaréis de testigos Ahora, juez
Jackson, suélteles la noticia.
El magistrado carraspeó antes de comenzar a habla: a los
interesados en la herencia de Nelson Farrymore
—El señor Farrymore, tío de ustedes, con plena lucidez y
facultades mentales, desea redactar nuevo testamento.
—¿Nuevo testamento, por qué? —gruñó Spencer receloso.
William preguntó:
—¿Es que no estaba bien el anterior?
—En vez de preguntar tanto, será mejor que escuchemos lo que
nuestro querido tío nos quiere decir —propuso Libby.
—Es lo más acertado que has dicho desde tu llegada, Libby. Aquí,
el de la última palabra soy yo y los demás a escuchar,
p y y y
¿comprendido?
—Tío Nelson, no te excites —rogó Helen que había permanecido
callada.
—No te preocupes, niña, los que os vais a excitar sois vosotros.
—Yo opino que lo justo es que la herencia Sea dividida en tres
partes —dijo William.
—¿En tres partes? —repitió el enfermo frunciendo el entrecejo.
Spencer corroboró:
—William tiene razón. Los sobrinos somos tres.
—¿Sí, eh? Y las mujeres que están aquí sólo sirven para amenizar
la situación, ¿no?
—Yo opino lo mismo que William. Después de todo, Helen no es
tu sobrina.
—Cierra el pico, Spencer, si no quieres quedar desheredado desde
el principio. Desde mi punto de vista, Helen tiene el mismo derecho
que vosotros y no es necesario que os repita que el único que da
órdenes aquí soy yo.
Sin embargo, Spencer volvió a la carga exponiéndose a recibir
algún ex abrupto.
—Bien con Helen, pero, ¿y Libby? Todos sabemos que Libby...
—¿Qué es lo que sabéis de Libby? —preguntó la propia
interesada.
—Que tu padre no quiso legitimarte aunque lleves su nombre.
Dicen que tu madre fue muy ligera —observó Spencer ácidamente.
—Libby tiene el mismo derecho que los demás —observó de
nuevo Nelson Farrymore—. Si su padre fue o no un infeliz, es lo que
menos importa. Lo que nadie puede dudar es que Libby salió de las
entrañas de Margaret, mi hermana, y si su legitimidad por parte de
padre se pone en duda, no ocurre igual por parte de madre, y es ella
la que lleva la sangre de los Farrymore. ¿Queda esto bien claro?
Libby, muy molesta con Spencer al que no pensaba perdonar por
lo que había dicho públicamente, agradeció en el fondo la defensa de
su tío.
—Queridos primos —dijo Willy cínicamente, notándosele el labio
algo estropeado—, tendremos que aceptar lo que sea.
—Tú lo has dicho, William, lo que sea. —Tras una breve pausa,
Nelson dijo—: Juez Jackson, lea el antiguo testamento o mejor, no lo
lea. Los términos legales resultan largos, haga una síntesis del
mismo en cuatro palabras.
—De acuerdo, señor Farrymore. El testamento que hoy queda
invalidado para dejar paso al que luego formalice el señor Nelson,
aquí presente, dice más o menos. —Jackson tomó a aclararse la
garganta y todos aumentaron su atención—: Que no habiendo más
parientes que puedan heredar que sus cinco sobrinos, Libby, Abel,
William, Spencer y Martin, todos hijos de sus hermanos legítimos y
tras unas cantidades moderadas y rentas vitalicias a empleados
distinguidos de la casa como el capataz Vast y el mejicano Márquez,
que el grueso de la herencia se dividiría en cinco partes iguales que
tocarían respectivamente a cada uno de los sobrinos. De faltar éstos,
la parte correspondiente pasaría a los herederos directos del mismo.
—¿Os dais cuenta ahora por qué a Helen también le corresponde
su parte?
—Yo la acepto, tío —dijo Libby— y creo que lo demás también
están de acuerdo. Lo que no comprendemos es por qué deseas
modificar este testamento.
—Es cierto, Libby tiene razón —aceptó el astuto Spencer—. A mí
me parece muy bien.
—Yo creo que no deberíamos hablar de estas cosas, estando usted
vivo, tío Nelson. Me disgusta esta situación.
—No sé si creerte, Helen —observó el viejo Farrymore—. En la
vida he aprendido a recelar de todo el mundo. Tú me pareces
sincera, pero no puedo confiar en nadie. Sin embargo, quiero que
queden claras las cosas antes de mi muerte, que puede ocurrir en el
momento más inesperado. —Como confirmando sus últimas
palabras, sufrió un nuevo acceso de tos que entre el capataz y
Márquez trataron de sofocar.
Los futuros herederos se miraron entre sí, pensando que la muerte
no se hallaba muy lejos de aquella alcoba. Como había dicho el viejo,
en cualquier momento podía llamar a la puerta.
—¿Podemos proseguir, señor Farrymore? —preguntó el juez
Jackson.
Más tranquilizado, el enfermo asintió:
—Sí, sí. ¿Ha traído usted lo que le pedí?
—Por supuesto.
—Quiero que se haga todo en regla. Me disgustaría que lo que
tanto me ha costado de ganar fuera a parar a manos de esos cuatro
politiqueros del Estado que sólo han hecho que sacarme impuestos.
—También he traído los cuatro dados que me pidió, dados de la
mejor calidad que se pueden encontrar en el territorio.
—¿Unos dados? —preguntó Williams con cierta sorna.
—A mí el juego de azar no me gusta mucho. Espero, tío Nelson,
que no se te haya ocurrido una broma pesada.
—Deja que me explique, Spencer. Ya he dicho que me revienta que
el Estado herede mi fortuna.
—Para eso estamos nosotros también aquí —observó William—.
Así no te sentirás disgustado, en el otro mundo, pensando que el
Estado se ha quedado tu rancho, tu montaña de plata y los dólares
que tienes en los Bancos.
—Sí, eso es cierto, para eso estáis, pero si me molesta el Estado,
más os aborrezco a vosotros.
—Creo que tendremos que aguantar unos cuantos insultos —
observó Libby con cierta risita para tratar de suavizar un tanto la
situación. Sabiéndose fuerte, Nelson Farrymore utilizaba la
demagogia para humillarlos cuanto podía. Sabía de su próxima
muerte, pero se enfrentaba a ella con rebeldía.
—Por vuestras venas corre sangre como la mía, pero me
disgustáis. Sois como buitres que sólo vais tras mi dinero y es inútil
que queráis objetar algo, no os creería. Prefiero veros ansiosos,
convertidos en verdaderos buitres, que haciéndoos los hipócritas
para ganar mi favor, porque no pienso distinguir a ninguno en
particular.
—Puestos a hablar claro, lo que acabamos de oír es un alivio —dijo
William.
—Magnífico qué penséis así y para que veáis que en esto del
favoritismo sí soy justo, expondré cuál es mi nuevo testamento. El
juez Jackson lo redactará en la forma adecuada para que yo lo firme
y Vast y Márquez serán testigos. '
y y q g
—Estamos sobre ascuas por conocer tus nuevas voluntades, tío
Nelson —objetó Martin.
—Pues serán muy fáciles de comprender. Ante todo, quiero dejar
bien claro las cantidades en metálico que lego a mi fiel capataz Vast,
que tantos años me ha servido...
—Por favor, señor Nelson, yo no...
—Calla, Vast. A mi capataz le dejo dinero en metálico para que se
compre un rancho propio y a Márquez, una renta vitalicia para que
después de mi muerte no tenga que servir a nadie más.
—Gracias, patrón.
—Usted ya sabe todos los detalles, juez. Sólo voy a modificar lo
importante, lo que se refiere al grueso de la herencia y que debe
pertenecer a los aquí presentes.
—Bien, señor Farrymore. ¿Tienen algo que ver los dados que usted
me ha ordenado que traiga?
Los cinco estaban inquietos, comprendían que a partir de aquel
instante se decidiría su futuro. Sin embargo, Helen estaba más
nerviosa por la situación que por lo que a la herencia se refería. Se
sentía violenta dentro de aquel ambiente tan materialista.
—Suéltalo de una vez —masculló Spencer.
—Impacientes, ¿eh? —rió el viejo. Comenzaba a disfrutar con
aquella situación. Había pensado mucho en aquel instante y deseaba
gozarlo a placer.
—En vista que todos sois unos materialistas que sólo anheláis mi
dinero, dejaré que sea la diosa fortuna quien resuelva vuestra
situación.
—No irás a proponernos que nos juguemos la herencia a los
dados, ¿verdad? —preguntó Spencer muy molesto.
—No andas desencaminado, pero debo concretar algo más. Los
dados que veis irán dentro del sobre del testamento donde se
guardarán todos los detalles. Dicho sobre sólo podrá abrirlo el juez y
en su presencia se jugará la gran partida.
—¿De modo que sí tendremos que jugamos la herencia? —
preguntó Libby sorprendida.
—Sí, pero después de mi muerte y en el momento que se abra el
testamento. El que gane se quedará con toda mi herencia.
q g q
—Se hará como usted dice, señor Farrymore —aceptó el juez
Jackson. —Es una forma original de hacer un testamento, pero así
será.
—Eso espero, porque en caso contrario, todo pasaría al Estado.
¿Comprendido?
—Bien, primitos —suspiró Libby—. El que tenga más suerte se
quedará con todo y los demás, nada.
—Déjame terminar —pidió Nelson, ante los ceños fruncidos de sus
sobrinos. Libby se lo había tomado a broma y Helen se sentía
molesta, a disgusto.
—¿Has de añadir algo? —inquirió Spencer desdeñoso, pues no
confiaba demasiado en la fortuna.
—Sí, falta lo más importante, algo que quedará bien claro en el
testamento.
—Le escucho, señor Farrymore —dijo el juez que iba tomando
nota de cuanto el poderoso Farrymore le decía.
—Esta partida, en la que se juega prácticamente la totalidad de la
herencia, se realizará única y exclusivamente entre quienes me
sobrevivan, es decir, entre los que estén vivos en el momento de mi
muerte. En el caso de haber un sólo sobreviviente no se realizará la
partida de dados, pues éste se quedaría con todo. Por supuesto, el
que obtenga más puntos en dos tiradas consecutivas, será el dueño
de la herencia y si hay empate entre dos o más, se seguirá tirando
hasta que uno logre mayor puntuación.
—Tío Nelson, hay algo que no comprendo.
—¿El qué, Libby, acaso la forma de jugar? Creo que lo he
explicado bien claro, aunque el juez Jackson lo expondrá mejor si es
necesario.
—No, no se trata de eso.
—¿Entonces?
—¿Por qué eso de «los que te sobrevivan»?
—Muy sencillo. Los muertos no podrán jugar la partida.
—Eso es lógico —gruñó Spencer—. Nadie más que los que estén
vivos podrán jugar y por tanto, ganar la herencia.
—Es cierto. No haría falta recordar esto, pero yo quiero hacerlo
porque no quiero que se os olvide que si uno de vosotros muere, es
p q q q q
una posibilidad más de ganar para los que queden.
—Pero tío, ¿es que tratas de decimos que nos matemos entre
nosotros? —preguntó Helen indignada.
—Exacto. Os odio porque yo muero y vosotros quedáis vivos,
porque me sepultaréis bajo la tierra y vosotros viviréis a expensas de
lo que tanto me ha costado ganar. Os detesto y la única forma de
irme acompañado al otro mundo es la de que os matéis unos a otros.
Comenzó una carcajada demoníaca que luego se transformó en un
acceso de tos más violento que los anteriores.
Los primos se miraron entre sí. A partir de aquel instante, la
decisión de Nelson Farrymore dejaba de constituir una broma para
convertirse en una tragedia. Los futuros herederos se contemplaron
con odio, excepto Helen, que bajó sus pupilas.
—El viejo tiene razón —observó William—. Uno de nosotros
menos equivale a una posibilidad más para los que queden. ¿Quién
será el primero que acompañe a nuestro querido tío al infierno?
—Quizá tú mismo —silabeó Spencer desafiante.
—¡Fuera, fuera de mi habitación! —chilló el viejo en medio de su
tos.
Ya estaba dicho todo.
CAPITULO VI
Helen, presa de los nervios tras la violenta y desagradable reunión
familiar, se refugió en la biblioteca medio sumida en la oscuridad. La
única luz penetraba por una ventana cubierta por una cortina espesa.
La regia estancia olía a tabaco, pero Helen no reparó en ello.
Sentándose en una de las butacas, dio rienda suelta a sus sollozos.
—¿Cuál es el dolor que desborda el manantial de esos ojos tan
lindos?
Aquella voz varonil la obligó a contener la respiración,
sorprendiéndola cuando creía estar sola.
Una de las butacas con base giratoria se dio la vuelta y Helen pudo
ver a un hombre vestido de negro, de rostro agradable y facciones
acusadas, con aire seguro y manos cuidadas. Aquel hombre no podía
ser un vaquero.
—¿Quién es usted?
—Sólo un invitado de los Farrymore —repuso poniéndose en pie.
Su elevada estatura quedó en evidencia, imponiéndose a la
muchacha.
—No le conozco.
—Mi nombre es Ike Burges, Ike para los amigos, aunque hay a
quienes les gusta aplicarme apodos.
Ella, ante la influyente presencia de Ike, contuvo y cortó sus
sollozos, aunque mantuvo sus mejillas surcadas por las lágrimas.
—Yo me llamo Helen, Helen Barrymore y creo que estoy en una
posición ridícula.
—Cuando una mujer llora, nunca es una situación ridícula, es
porque algo o alguien le causa dolor.
Ike le entregó un pañuelo y ella lo tomó con confianza,
enjugándose las lágrimas. Luego trató de sonreír.
—Es cierto.
—¿Ha sido Nelson Farrymore o alguno de los restantes parientes?
—No sé si usted sabrá lo que en esta casa ocurre.
—De tú, por favor. En cuanto a la familia Farrymore, creo que
conozco bastante de ella, aunque de ti no habla oído hablar.
—Soy hija de Abel, uno de los sobrinos de tío Nelson y como mi
padre murió, tío Nelson ha dicho que lo que le correspondería a él es
mío.
—Entonces, estás de enhorabuena.
—No lo creas, Ike —dijo con confianza. Sin saber por qué, se sentía
a gusto junto a aquel desconocido.
—¿Ah, no?
—Esta herencia es inhumana, tío Nelson me ha decepcionado y los
demás, nosotros, sí parecemos buitres como él nos llama.
Ike comprendió que al decir aquellas palabras la joven y hermosa
rubia iba a desatar de nuevo sus sollozos y trató de contenerla.
—Vale más que no llores, una situación de dinero no es motivo
para ello. El dinero, tal como viene se va. Es como la lluvia que nos
cae encima y nos moja, pero luego se evapora dejándonos secos otra
vez. Intentar retener esos miles de gotas de agua encima no nos
beneficia, todo lo contrario. Nos proporcionarían una pulmonía y
eso mismo creo que le ha ocurrido a tu tío Nelson.
—No acabo de comprender tu metáfora —dijo Helen comenzando
a admirar a aquel hombre subyugante.
—Digamos que las gotas de agua son los dólares, la lluvia es la
fortuna misma. Tu tío, inmensamente rico, está agonizando sin paz.
Ha contraído una pulmonía del alma perdiéndose probablemente
tres cosas muy bonitas que hay en la vida, desde mi punto de vista,
claro. —Dímelas, me agradaría conocerlas.
—Puedes considerarme ridículo. Quizá no vayan con la
personalidad de un hombre que lleva revólver.
—Y que puede haber matado a algún semejante.
—Siempre hay quienes se merecen o se buscan la muerte —
respondió evasivo.
—Pese a todo, me agradaría escuchar esas tres cosas a las que
aludes.
—La primera, es nacer de una buena y honrada madre.
—Muy bonito.
—La segunda, tener hijos de una buena y honrada esposa.
—Siguen siendo bonitas tus palabras, Ike. ¿Y la tercera?
—Enfrentarse a la muerte con tranquilidad, que es lo mismo que
decir estar en paz con Dios, con el prójimo y la propia conciencia.
Helen suspiró.
—Tienes unas máximas excelentes, son dignas del mejor escritor.
—Bueno, no es que quiera alardear, pero soy abogado, aunque te
sorprenda verme con revólver. La verdad es que hace tiempo que no
ejerzo.
Ella parpadeó. Cada vez se sentía más atraída por la brillante
personalidad de Ike Burges.
—¿Y por qué no ejerces?
¿ p q j
—Por lo mismo que tú lloras.
—Tus palabras están siendo más profundas que mi comprensión,
Ike.
—Tú lloras por la injusticia, por la forma de ser de quienes
deberían quererse y yo no ejerzo por la falta de justicia en quienes
están obligados a respetarla. Es casi lo mismo. En fin, me temo que
no debo ser muy claro al expresarme y eso es malo para un abogado.
Empiezo a pensar que hice bien en dejar el bufete.
—No, no, si a mí me pareces excelente, bueno, me refiero a tu
forma de hablar —se apresuró a concretar, sintiendo que sus mejillas
se arrebolaban—. Es que yo debo ser algo tonta.
—No, lo que sucede es que estás consternada por la situación que
acabas de vivir. Sé que habéis tenido reunión de familia en la
habitación del señor Farrymore.
Volcada ya completamente su confianza en Burges, Helen le
explicó lo ocurrido y cuáles habían sido las disposiciones de Nelson,
incluyendo en el relato las palabras finales del moribundo.
—Pobre hombre, es tan inmensamente rico en dinero como en
odios y rencores. —Ike dio un ligero vistazo al atuendo de Helen y al
observar su traje de amazona agregó—: Creo que un paseo a caballo
te despejaría y haría bien. No hay nada mejor que la Naturaleza,
sentir el viento en el rostro y galopar a través de la pradera para
evadimos de la sensación de injusticias y descansar el alma.
—Si me acompañas, acepto.
—Entonces, vamos. A mí también me agradará este paseo y creo
que puedo ausentarme de aquí por un rato —dijo pensando en
Libby y que después de todo estaba decidido a hacer las cosas a su
manera, no a la de ella.
Sin ser vistos por el resto de la familia, se dirigieron a la
caballeriza. Allí estaba la yegua que Helen montara con anterioridad
y también el musculado y soberbio garañón bayo de Ike Burges.
Junto a la silla de montar de éste pendía la guitarra y Helen reparó
en ella mientras tiraba de las bridas de su yegua.
—¿Sabes tocar la guitarra?
—Algo. Sólo toco lo que llaman lamentos.
—¿Lamentos? ¿Y por qué?
¿ ¿ p q
—No sé, quizá porque me siento triste.
—¿Triste? —repitió mientras caminaban hacia el exterior, seguidos
por sus respectivos caballos.
—¿Por qué crees que gorjea un gorrión?
—Porque se siente alegre.
—Hum, opino que eso es una equivocación. Para mí, el gorrión
gorjea porque está triste. Cuando la hembra le oye, se le acerca en un
vuelo y el gorrión se pone contento y se va con su pareja.
—Un cuento muy bonito y quizá sea cierto. Por eso algunas
personas sin sentimientos son capaces de pincharle los ojos a los
pajarillos y éstos, al quedar ciegos, cantan y cantan sin parar.
Corroboran lo que tú has dicho sobre la tristeza, sin embargo, no
comprendo por qué la sientes tú. Me está mal decirlo, pero considero
que cualquier chica sería feliz junto a ti. No es fácil encontrar a
hombres que piensen y se expresen como tú.
Ike sonrió.
—Será mejor que montemos sobre los caballos.
Ayudó a la chica a colocarse sobre su silla y después él hizo lo
propio.
La pareja se alejó a trote ligero hacia la pradera. La Naturaleza les
aguardaba con su embrujo y quizá con la muerte agazapada tras
cualquier peñasco.
Al galopar por la pradera, internándose entre el boscaje espeso y
subir a lo alto de una colina, Helen Farrymore se dijo que aquel
hombre tenía toda la razón.
Aspirar el aire ferozmente, sentir frío en los ojos al ser lavados por
el viento, notar la caricia cálida del sol y semejar estar más cerca del
cielo, brincar por encima de los peñascos y cruzar bajo los árboles,
teniendo la sensación de ingravidez, hacía olvidar otras
preocupaciones.
Ike la seguía con su poderoso bayo. Sabía que podía rebasarla,
pero prefirió que ella se desahogara a placer. La siguió a muy corta
distancia mientras la rubia cabellera que flotaba en el aire como un
espléndido gallardete, símbolo de belleza, atraía su mirada con
fuerza.
Descendieron por una loma y entonces, Ike frunció el ceño,
picando espuelas a su garañón.
Comenzó a ganar terreno, mientras Helen galopaba casi
desenfrenadamente hacia el sudeste, con el sol de cara, recta a un
grupo de rocas y setos de bosque silvestre.
—¡¡Helen!! —llamó—. ¡¡Detente!!
La mujer no le escuchaba, pues avanzaba contra el viento y aún se
hallaba distanciada del hombre.
—Va recta al abismo —gruñó Ike preocupado—. Se despeñará de
un momento a otro.
Llegaba ya al grupo rocoso cuando consiguió ponerse a su lado.
Estiró la diestra y arrebató violentamente las bridas de las manos
femeninas, propinando un fuerte tirón al bocado de la yegua. Esta
relinchó dolorida al tiempo que doblaba sus patas.
Todo ocurrió rápidamente y Helen observó asustada a Ike.
Este, tras detener su garañón, saltó al suelo y dominando a la
nerviosa yegua, asió con su brazo la cintura femenina y tiró de ella.
Helen se sintió como arrastrada por un tornado, siendo incapaz
para resistirse a aquella fuerza. Poco después era depositada en
tierra con suavidad.
—Pero, Ike, ¿qué significa esto?
—¿Sabes lo que hay tras esas matas y peñascos que te disponías a
saltar?
—No.
—Pues averígualo con tus propios ojos.
Ike la tomó por el brazo ayudándola a subir sobre una de las rocas.
Helen sintió un estremecimiento al contemplar el profundo
barranco que se abría a sus pies. Abajo, una extensa llanura y a lo
lejos, un mar ondulante formado por millares de cabezas de ganado
pertenecientes al extensísimo rancho Farrymore.
—Creo que cabalgo por el monte igual que por la vida, sin advertir
el peligro, y aun en los lugares más bellos se agazapa la muerte.
—Porque eres un ser puro, Helen.
El abismo a sus pies, el silbante y cálido aire envolviéndoles, la
sensación de estar cerca del cielo y en soledad, Ike no supo el qué,
pero besó con suavidad los labios de Helen, apenas rozándolos.
p p
Ella no se apartó, sino que se le abrazó ligeramente temblorosa.
Él le alzó la cabeza y volvió a besarla, pero poniendo más pasión
en la caricia, caricia a la que ella correspondió sin saber por qué. Lo
mismo la salvaje Naturaleza que les rodeaba que la virilidad y la
atracción de aquel hombre, casi un desconocido, la subyugaban.
Concluido el beso, al recobrar el dominio de sí misma, Helen se
separó sin brusquedad. Saltó del peñasco y pasó a otro.
—Hace viento aquí arriba.
—Y también cantan los pájaros, escucha —dijo Burges. A
continuación, silbó como lo hubiera hecho un sinsonte.
—Magnífico, Ike, lo haces perfecto.
—Espera.
El hombre se acercó a su garañón que mordisqueaba unas matas
junto a la yegua que también parecía buscar la protección del
poderoso macho de su especie.
—¿Vas a tocar la guitarra?
—Sí, y confío que no me silbes tú a mí de otra forma —arguyó
sonriente.
Ike Burges se sentó en el suelo apoyando la espalda en una roca.
Helen lo imitó cerca de él, medio arrodillada.
Las manos ágiles del hombre hicieron vibrar las cuerdas afinadas.
Helen tomó a estremecerse. Luego, un silbido largo, que semejaba
llamar al viento, se acopló al instrumento en una melodía suave que
la mujer escuchó sin pestañear.
—¿Te ha gustado? —inquirió él al terminar.
—Lo haces muy bien, Ike, pero tu música no es triste, sino
esperanzadora.
—Quizá es que he hallado lo que buscaba.
—¡Tonto! —repuso sonriendo mientras su mano,
inconscientemente, arrancaba unas hierbas del suelo y con ellas
empujaba una hormiga que daba vueltas enfurruñada.
—Me parece, Helen, que se acabaron para mí los lamentos de
guitarra.
Iniciaba una nueva canción que fue interrumpida bruscamente por
un disparo.
Helen chilló aterrada, pero quedó estática. Ike soltó la guitarra y la
empujó al suelo parapetándola tras una roca cuando una nueva
detonación fue en busca de ellos.
—¿Te han dado? —preguntó preocupado.
—He notado un fuerte tirón en el cabello.
Ike comprendió mientras empuñaba su «Colt» de plata y un nuevo
disparo le obligaba a refugiarse mejor tras la roca.
—Por una pulgada no te matan, cariño. La bala ha pasado por
entre tus cabellos.
—Pero, ¿por qué han pretendido matarme?
—¿Acaso olvidas el asunto de la herencia?
—No es posible...
—Sí lo es y mejor que te agaches bien, de lo contrario el tipo que
nos está disparando se saldrá con la suya.
Ike apretó el gatillo dos veces, obligando a su atacante a
esconderse.
Luego, reptó separándose de la chica y buscando nueva posición.
Intercambió varios disparos afinando la puntería, pero el asesino
también se parapetaba tras un peñasco detrás del cual ya doblaba la
colina, perdiéndose la visibilidad.
Ike siguió avanzando y se extrañó de que su enemigo no disparara
más contra ellos. Sin embargo, no abandonó su cautela por si le
habían preparado una trampa.
Escuchó el galope lejano de un caballo.
Deduciendo lo que había sucedido, corrió a pecho descubierto
hacia el peñasco tras el cual se ocultara el atacante. Al llegar a él, lo
vio alejarse, imposible de ser distinguido.
—¡Ike! —llamó Helen abandonando su refugio y corriendo hacia
él.
—Ha huido sin conseguir sus propósitos —le dijo cuando ella
llegó a su lado.
—¿Quién era?
—Lo ignoro, no he llegado a verlo, pero quizá encontremos por
aquí algo que pueda identificarlo.
—¿Cómo qué?
—Mira eso que brilla en el suelo.
q
—Parece un cartucho vacío.
—Sí, es una vaina. —Recogiéndola agregó—: Ahora ya sabemos
que utilizaba una carabina del «44». No es mucho, pero se le puede
identificar por este detalle tan simple.
—Ike...
—¿Qué ocurre?
—Sangre.
La joven señaló una piedra plana del suelo. Ike tocó la sangre para
saber si podía pertenecer a un hombre o a un animal herido.
—Muy bien, Helen, le hemos dado.
—¿No morirá?
—No, no creo. Si ha huido como lo ha hecho, es que sólo está
herido y eso sí es un detalle importante para identificarlo. Sólo
tenemos que buscar a un hombre herido y que utilizaba carabina del
«44».
—¿Y cuándo lo encontremos?
—Le pediremos explicaciones y se le puede entregar al comisario
por intento de homicidio. Ahora, será mejor que regresemos al
rancho. Por lo visto, en estas tierras la muerte acecha hasta en los
momentos de más calma.
—Sí, volvamos.
Efectuaron el viaje de regreso en silencio y sin prisas.
Al llegar a la lujosa casa, vieron a Libby que les aguardaba bajo la
pérgola.
A Ike no le gustó que Libby les esperara, mas no vio nada extraño
en sus ojos salvo una mueca de ironía en su expresivo rostro
moreno.
—¿Os habéis divertido?
—Hemos salido a dar un paseo.
Helen iba a contar la ocurrido, más un gesto de Ike le hizo
comprender que era mejor silenciar el incidente.
—Ike ha sido muy gentil acompañándome. Me hacía falta respirar
aire puro.
—Sí, la situación con el viejo ha sido muy desagradable, pero lo
que me sorprende es que ya os tuteéis.
—Le he explicado que soy invitado de la casa —dijo Ike saltando
al suelo y ayudando a Helen a apearse.
—Sí, claro, invitado. ¿Sabes, Helen?
—¿El qué?
—¿Qué Ike es mi futuro esposo?
Ike oprimió los labios. Hubiera deseado abofetear a la insidiosa
Libby, pero debía callar en bien del contrato que habían sellado entre
ambos.
Helen miró al hombre, sorprendida y con amargura. Hizo un
esfuerzo para sonreír.
—Creo que se habrá divertido suficiente con una chica tan tonta
como yo, ¿verdad, señor Burges?
Antes de que Ike pudiera contestar, ella se alejó casi corriendo
hacia el interior de la casa. Ike y Libby quedaron solos.
—¿Por qué lo has hecho? No hacía falta decírselo.
—Vaya, parece que la chica te gusta y que ella a ti no te es
indiferente.
—Es algo que a ti no te importa.
—Te equivocas; sí me importa —replicó tajante—. Me temo que
olvidas para qué has venido aquí.
—Será mejor dejarnos de disputas tontas y pensar en lo que nos
une. Tú vas a tener que extremar tu vigilancia. Conozco lo
especificado en el nuevo testamento.
—Si ya te lo ha contado Helen, abreviaremos. Lo que importa
ahora es que en cualquier instante pueden asesinarme. Sé que mis
primos son capaces de eso y de mucho más.
—No te preocupes, protegeré tu vida.
—Olvidándote de mí no vas a protegerla. Quiero que, si ocurre
algo, que, si alguien me ataca, dispares a matar y rápido. Por un
descuido no quisiera morir.
—No temas, tendré en cuenta tus deseos. En cuanto a los asesinos
que viven en esta casa, ya he marcado a uno.
—¿Cómo?
—Uno va herido, yo mismo lo he baleado. Por otra parte, tu primo
William desea matarme.
—No entiendo todo este embrollo.
—Ya te lo aclararé mejor en otro momento. Mi vida también
peligra, preciosa. Me he metido en un nido de víboras donde todos
están dispuestos y preparados para inocularme su veneno mortal. —
Hizo una mueca despectiva—. Vaya con los Farrymore, sangre de
víboras... ¿Cuántas tumbas habrán cuando entierren al viejo Nelson
Farrymore?
—Mientras no haya una Dawthe me daré por satisfecha —repuso,
molesta por la actitud del hombre.
Luego, se alejó hacia el interior de la suntuosa casa de su tío.
CAPITULO VII
Ike Burges subió con rapidez a la habitación del hotel que tenía
reservada.
Abrió con su llave y penetró en ella.
—¡Jimmy!
—Hum —respondió el muchacho.
Sin contemplaciones, Ike abrió la ventana y el sol penetró a
raudales en la estancia.
—¡Vamos, fuera de la cama, ya sé para qué querías huir de casa de
tus tíos, para dormir a pierna suelta!
El muchacho se hizo el remolón dentro de la cama.
—Es muy temprano —protestó.
—Levántate, hay una diligencia abajo, a punto de partir hacia la
frontera del sur.
—¿Y qué tengo yo que ver con esa diligencia? —preguntó, tirando
de la sábana para continuar dentro de la cama cuanto pudiera.
—Que te vas a ir en ella. Te he comprado un billete para San
Angelo, pues me han dicho que esa diligencia pasará
excepcionalmente por allí para dejar un envío al Banco local.
—¡Yo no quiero volver a San Angelo!
—Pero, ¿qué te has creído, que vas a vivir durmiendo cuanto
quieras y aprendiendo a disparar para ganar dinero con facilidad?
—Hay muchos que viven así.
—Y mueren muy jóvenes.
—Tú estás vivo todavía.
—Es que yo no vivo como tú dices. Además, no tengo porqué dar
explicaciones a un mocoso como tú. Vamos, arriba.
—Me levantaré, pero no quiero volver.
—Haremos un pacto, pero primero vístete, y de prisa.
—¿Un pacto?, ¿qué pacto?
—Primero vístete y luego hablaremos de hombre a hombre. ¿No
es eso lo que deseas?
Jimmy se convirtió en un verdadero relámpago vistiéndose y
cuando apenas había terminado se enfrentó con Ike Burges.
—Ahora, ¿qué vas a decirme?
—Jimmy, quiero darte una lección que aprenderás con facilidad.
—¿Y qué lección es esa? ¿Vas a enseñarme a disparar como tú?
—Me has dicho que te trate como a un hombre, no como a un
muchacho, ¿verdad?
—Sí, ya no soy un niño.
—Bien, ante todo te diré que resulta algo más duro de lo que
piensas el vivir como un hombre. Está uno expuesto a que lo
engañen, a que empleen la astucia.
—¿Como los coyotes?
—Algo así.
—¿Y qué más?
—También estás expuesto a que te maten.
—Estoy dispuesto a morir, pero sabré defenderme.
—Me temo, Jimmy, que no has calibrado bien lo que es morir.
—Morir es que le entierren a uno.
—Jimmy, morir es algo que se comprende cuando uno ha
alcanzado la madurez y ya ha valorado la vida. Es algo que
aprenderás más adelante, cuando vivas más intensamente, como un
hombre, claro que hay. otras cosas de las que quizá ya sepas algo.
—¿Qué cosas?
¿
—Un hombre debe estar dispuesto a que le zurren y saber
defenderse, pero también aguantar firme los golpes.
—Yo sabré aguantarlos.
—Me alegro. Yo voy a tratarte como tú quieres, como a un hombre
terco al que tengo que hacer obedecer como pueda.
—¿Y qué harás?
—Darte la primera lección de tu vida, y lo siento...
El puño de Ike Burges, con velocidad y posición calculada, gracias
a la experiencia acumulada a lo largo de su vida, se estrelló contra el
mentón del muchacho.
Jimmy cerró los ojos y no los volvió a abrir. No cayó al suelo,
porque antes de que sucediera, Ike lo recogió en sus brazos con un
largo suspiro. Después, se lo cargó al hombro.
—No tenía otro medio para convencerte por el momento, y hay
prisa, muchacho. La diligencia parte dentro de unos minutos.
Bajó al hall del hotel y el conserje lo vio con su carga, mas no
preguntó nada.
Ike salió a la calle.
La diligencia, con su tronco de seis caballos, estaba allí parada, a
punto de partir, ya que el mayoral y su ayudante estaban
acomodados en lo alto del pescante.
—¿Ese es nuestro pasajero para San Angelo? —preguntó el
mayoral.
—Sí, tiene un poco de sueño. No lo despierten hasta que lo haga
por sí solo.
—De acuerdo. Acomódelo dentro del carruaje. Será el único
pasajero en este viaje, nadie quiere ir a San Angelo.
—Y yo lo comprendo —admitió Ike, mientras instalaba al
muchacho lo mejor posible en el interior de la diligencia. Luego,
cerró la puerta y, acercándose al pescante tendió un sobre al mayoral
—. Entregue esta carta al comisario de San Angelo, es amigo mío.
—No será para que encierre al muchacho en una celda, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. Debe devolverlo a sus tíos
simplemente.
—Ah, ya comprendo. Un muchachito con ganas de correr mundo
que se ha escapado de su casa.
q p
—Algo así... Y gracias por todo.
—Gracias de nada, amigo. Usted ya ha pagado el billete del chico.
—Hizo serpentear en el aire el largo látigo de tripa de búfalo, y gritó
—: ¡Ieeeeaaaa!
Los equinos arrancaron con brío y el carruaje comenzó a alejarse
muy rápidamente, ya desde el principio del viaje.
«Adiós, Jimmy; que tengas suerte en la vida», dijo mentalmente,
como despedida.
Dirigió sus pasos hacia el saloon, pero a mitad de camino se
detuvo, curioso como los demás transeúntes que habían en aquellos
instantes en la calle.
Un ayudante del comisario llegaba frente a la oficina, tirando de
las bridas de una montura sobre la que había cruzado un cadáver,
sujeto a la silla para que, a los movimientos del animal, no se
deslizara al suelo.
—Lo han liquidado —comentó alguien, cerca de Ike.
—Esos Farrymore, por la herencia, se matarán entre ellos —gruñó
otro.
—El viejo no se irá solo al infierno —murmuró un tercero—.
Ahora ya va con él su sobrino Martin.
Ike se interesó vivamente por lo ocurrido y olvidándose del saloon
cruzó la calzada, encaminándose a la oficina del comisario.
Este acababa de salir a la calle y examinaba el cadáver. Luego dio
unas órdenes a su ayudante y éste se alejó, caminando rápidamente
bajo los porches.
—Buenos días, comisario.
—Ah, usted es el forastero.
—Me llamo Ike Burges.
—Algunos le llaman Silver-flash.
—Olvídelo, no me agrada. —Hizo una breve pausa, mientras el
comisario comenzaba a quitar las ataduras que sujetaban el cadáver,
y preguntó—: ¿Qué le ha ocurrido a Martin Farrymore?
—¿No lo ve? Está muerto.
—¿Saben quién ha cometido el crimen?
—No, pero no andaríamos desencaminados si dijéramos que se
apellida Farrymore.
p y
—Pero, hay muchos Farrymore —objetó Ike.
—Eso es lo malo. —Tirando del cadáver, pidió—: ¿Puede
ayudarme a entrarlo en la oficina? Mi ayudante ha ido a buscar al
doc.
—Sí, claro; cómo no...
Entre los dos entraron el cadáver y lo depositaron sobre un catre
que había en una de las celdas.
Por haberlo cogido por la parte superior del tronco, Ike se manchó
las manos de sangre.
—¿Dónde puedo limpiarme? —inquirió.
—Al fondo del corredor hay agua, y espero que usted no tenga las
manos realmente manchadas de sangre.
—Es inútil que piense en mí como en el asesino de Martin. Le han
pegado un tiro en la nuca, y yo jamás haría eso. Suelo disparar cara a
cara y un hombre como Martin, en simple desafío, no sería un
temible rival para mí, y usted lo sabe.
—Sí, eso es cierto. Podía haberlo matado cara a cara, y no conozco
bien a los gun-man si no es usted uno de ellos.
—Comisario, no me agrada que me tomen por un gun-man, pero
en ciertas ocasiones me satisface. Yo jamás mataría a nadie
asestándole un tiro en la nuca y creo que el que lo ha hecho ha
abusado de la confianza del muerto para poder acercársele y
dispararle por sorpresa.
—Sí, eso es lo que yo creo también.
Ike se lavó las manos de la sangre de Martin. Un miembro menos a
jugar la partida fatídica de la herencia de Nelson Farrymore.
No tardó en presentarse el doctor Sullivan, que traía consigo el
maletín. Encarándose con el comisario, dijo a guisa de saludo:
—Me ha dicho tu ayudante que ya no hay nada que hacer, que el
sobrino del señor Farrymore está muerto.
—Sí, pero debe certificar su defunción y sacarle la bala del cuerpo.
Será interesante conocer el calibre del arma utilizada por el asesino.
—Bien. ¿Dónde está el cadáver?
—En la celda primera.
Iba ya hacia el calabozo con su maletín y semblante molesto,
cuando Ike le interpeló;
p
—Doc...
—¿Qué sucede?
—Le agradecería nos informara si, además del balazo que tiene en
la nuca el cadáver, muestra alguna otra herida de bala en su cuerpo.
—Ya lo revisaré. —A continuación, pasó a la celda donde yacía el
cuerpo sin vida de Martin Farrymore.
El comisario observó a Ike con el ceño fruncido y acabó
inquiriendo:
—¿Por qué pregunta si lleva algún otro balazo en el cuerpo?
—Puede ser un dato importante.
—¿Por qué?
—Porque alguien atacó a Helen Farrymore.
—¿La sobrina-nieta del viejo Nelson?
—Sí. Estaba conmigo en el monte y le dispararon.
—¿Para asustarla?
—No, dispararon a matar. Cruzaron sus cabellos con una bala,
pero tuvo suerte de que yo estuviera con ella y repelí la agresión.
—¿Es el agujero causado por una de sus balas lo que busca?
—Sí.
—¿Quiere eso decir que le dio al atacante?
—Sí. Logró huir, pero hallamos sangre en el suelo.
—Podría ser algún otro Farrymore.
—La verdad es que los he visto a todos y ninguno parece herido,
eso es lo que más me extraña. En fin, es un misterio que no tardará
en aclararse. La masacre entre los Farrymore sólo acaba de empezar.
—Opino igual, pero es un asunto peliagudo en Kermit City tocar
el nombre de Farrymore. Antes tendré que pedir...
—¿Aprobación al viejo Nelson?
—Sí, y no se burle. Nelson Farrymore es la ley aquí prácticamente.
Ya sé que no es el Estado ni siquiera un jurista, pero sí el que posee el
dinero en Kermit City y el que da trabajo al ochenta por ciento de los
que vivimos en el territorio.
—E incluso mantiene su paga.
—No sea ácido Burges, no me agrada. Después de todo, cumplo
con la ley.
—Eso esperamos todos. Ah, se me olvidaba. Todo este caso me
interesa en dos partes.
—¿Puedo saberlas? Como lo tengo metido en la oficina, fisgando,
me gustaría conocer sus intereses.
—Uno ya lo conoce, soy el futuro esposo de Libby Dawthe, quizá
la posible y única heredera de la fortuna Farrymore.
—¿Insinúa que puede ser usted el amo absoluto de todo?
—Posiblemente.
—Si lo que pretende es que me congracie con usted, haré un
esfuerzo, pero no se extralimite. Todavía no es el dueño de la
fortuna, hay otros que la ansían tanto como usted.
—Aceptado. Y ahora escúcheme la otra razón.
—Suéltela.
—Soy abogado. Tengo derecho para ejercer mis funciones.
—¿Abogado? —repitió, enarcando las cejas.
—En efecto. Aunque lleve revólver al cinto, soy abogado y puede
que me interese jurídicamente por cuanto suceda.
—De acuerdo. Si detengo a alguien que usted crea conveniente
defender, podrá hacerlo sin ninguna dificultad. Mi interés en este
asunto no es más que salvaguardar la ley, no tengo ningún deseo
personal y menos estando el nombre Farrymore de por medio.
—Magnifico. Comisario, creo que podremos colaborar juntos.
En aquel instante apareció el doc enjugándose las manos.
—¿Ha terminado, doctor? —preguntó el comisario.
—Sí. De tenerlo que curar, habría tardado horas, pero un muerto
no se queja cuando le sacan una bala sin miramientos, a golpe de
bisturí y tirón de pinzas.
—¿Ha encontrado alguna herida más en su cuerpo?
El médico miró a Ike y respondió:
—No, me ha hecho desnudarlo en vano. Está más blanco y limpio
que una chica antes de casarse. Sólo tiene el ojal de la nuca, que, por
cierto, ha sido perfecto, para el asesino, claro, porque el occiso ha
muerto instantáneamente.
—¿Y la bala? —inquirió el comisario.
—Aquí la tiene. Pequeña, pero mortífera, lo mismo que la que
asesinó a Abraham Lincoln.
El proyectil fue puesto en la mano del comisario. Los tres hombres
la contemplaron.
—Un calibre muy pequeño —masculló el comisario. El galeno
sugirió:
—Parece de una pistola para mujer.
CAPITULO VIII
—Yo diría que es de una «Derringer» de un sólo disparo.
—Sí, es muy posible, Burges. Si encontramos una «Derringer»
podemos pesar las balas y veremos si tiene usted razón.
—Una «Derringer» es la pistola que utilizan muchos tahúres para
defenderse o sorprender a sus víctimas.
—Si se refiere a William —observó el comisario—, él lleva un
revólver al cinto.
—Sí, pero yo le mostraría a muchos tahúres que nunca llevan una
sola arma. La del cinto centra la atención del contrincante y,
mientras, con la izquierda empuñan una «Derringer», sorprendiendo
a la víctima. La «Derringer» es pequeña, un solo disparo; pero, como
ha dicho el doc, mortífera.
El comisario suspiró.
—Sí, creo que será mejor interrogar a William, aunque primero
habrá que hablar con el viejo y llevarle el cadáver. El sepelio partirá
de su rancho, si es que no quiere enterrarlo en su cementerio
particular. Además, allí se encargarán de las pompas fúnebres. Por
un Farrymore no se puede avisar al sepulturero para que se lleve sus
restos.
—Bien, comisario, yo le acompaño al rancho. Cuando guste
podemos partir hacia allá.
El médico, tomando su maletín, indicó:
—Yo ya he terminado mi trabajo, pueden enterrar a ese Martin
cuando lo deseen.
—De acuerdo, no perdamos más tiempo. Así hablaré con el viejo
Nelson para ver qué opina de este crimen.
No tardaron en ponerse en marcha hacia el rancho.
Ike cabalgaba sobre su bayo junto a la carreta tirada por un
percherón y guiada por el propio comisario. Tendido en ella, el
cadáver de Martin cubierto por una manta.
Arribaron a la casa madre del rancho, siendo escrutados lo mismo
por los peones que por los vaqueros que merodeaban por allá. Sin
embargo, nadie se les acercó. Parecía que todo el mundo conocía la
tragedia que se cernía sobre el nombre Farrymore.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Libby, saliendo a recibirles.
Spencer y William no se veían por allí.
—Han asesinado a Martin.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó ella.
—Eso es lo que yo trataré de averiguar —respondió el comisario
—. Con su permiso, voy a ver al señor Nelson.
—Le acompañamos, comisario —indicó Ike.
—Sí, sí, le acompañamos —corroboró la mujer.
Nelson Farrymore les recibió junto a su capataz Vast, quien no
parecía tener otra misión que cuidar al enfermo, olvidándose de las
reses.
El moribundo tenía una mirada intensa que traslucía su fertilidad
cerebral. Sin embargo, el apergaminamiento de su piel y la lividez de
la misma, delataban que su físico no estaba en paridad con su mente.
Aquel cuerpo yacente en el lecho se acababa por momentos.
—¿Qué le ocurre a la ley en Kermit City para que me visite el
comisario? —preguntó el anciano, tratando de no mover ni su rostro
para no gastar energías, pues la fatiga venía a él con excesiva
rapidez.
—Señor Nelson, traigo una noticia desagradable y no sé si estando
usted en sus circunstancias...
—Vamos, comisario, no se haga de rogar. La enfermedad devorará
mi cuerpo, pero nunca una noticia ha afectado mi corazón.
—Puede decírselo —sugirió Libby, mientras Ike se situaba junto a
la puerta, observando la reacción del anciano ante la noticia.
—En ese caso, creo que será mejor hablar sin tapujos.
—Eso espero. Siempre me ha gustado que me hablaran claro —
gruñó el anciano.
—Su sobrino Martin ha sido asesinado. Su cuerpo está en una
carreta que tengo abajo. Lo he traído para que sea enterrado donde y
como usted indique.
—Vaya, el más estúpido ha sido el primero en caer —fue la
respuesta del viejo, que en lugar de expresar pena sonrió
malévolamente.
—Parece que esperaba usted que fuera asesinado —gruñó el
comisario.
—Lo que ocurra en adelante con mi familia, no me sorprenderá.
Son buitres que han de devorarse los unos a los otros, los conozco
bien.
—No haga caso de mi tío, está excitado —trató de paliar Libby.
A Ike, observador de la escena, no le agradó Nelson Farrymore. Él
tenía en su mano el poder y jugaba con la vida de sus sobrinos sin
mancharse las manos directamente.
La única forma de quedar tranquilo, de escapar a la muerte, era
renunciando a la herencia; pero nadie iba a cometer semejante
tontería.
—Deduzco, señor Nelson —comenzó a hablar el representante de
la ley—, que usted también sospecha de algún miembro de su
familia.
—No, no sospecho, estoy seguro de que ha sido alguien de mi
familia.
—Entonces, comprenderá que la ley intervenga.
—¿Que si comprenderé? No comprenderé, lo exijo.
El comisario respiró tranquilo. La situación comenzaba a
satisfacerle, pues podría llevar adelante la investigación sin
excesivos problemas.
Si Nelson Farrymore le hubiera puesto el veto, habría tenido que
obedecerle y su conciencia quedaría desasosegada.
—Se lo agradezco, señor Nelson. Investigaré a fondo y
aprehenderé al culpable del asesinato de Martin.
—¿Cómo lo han matado?
—De un tiro en la nuca.
—Comisario, mi casa está a su disposición. Investigue lo que
quiera... —dijo Nelson, carraspeando fuertemente—. Vast...
—¿Diga, señor Nelson?
—Un vaso de agua, me ahogo...
El capataz se dirigió a una mesa cercana donde había un jarro y un
vaso que llenó con cuidado.
—¿Le ha ocurrido algo, Vast? —preguntó el comisario.
—¿A mí, por qué? —inquirió con el vaso ya en la mano.
—Cojea.
—Ah, sí, me caí del caballo al cortarle el camino a un ternero, pero
no es nada. He sufrido caídas como ésta en multitud de ocasiones. —
Cojeando levemente se acercó al lecho de su patrón y le entregó el
vaso.
Tras beber el agua, el anciano semejó recuperarse algo y
encarándose con el comisario, exigió más que pidió:
—Martin será enterrado en el rancho, en el cementerio que él
inaugurará con su tumba y a la que seguirá la mía. También será
sepultado aquí el asesino, porque usted, comisario, lo, ahorcará. De
lo contrario, yo me encargaré de que lo destituyan por inepto.
El comisario tragó hiel junto con las palabras del anciano. Logró
contenerse y dijo:
—Descuide, señor Nelson. Sea o no un Farrymore el asesino,
pagará con la horca. Ahora, no molesto más.
El comisario, Libby e Ike abandonaron la alcoba.
—Estará satisfecho, comisario.
—Pues sí. Burges, lo estoy. Temía que el señor Nelson me dijera
que en los asuntos de familia no metiera las narices.
—Parece que el señor Nelson tiene especial interés en que en el
cementerio del rancho Farrymore no hayan sólo dos tumbas, sino
tres como mínimo.
—¿Tres como mínimo? —repitió el comisario.
—Sí. La suya, la de Martin, la del asesino y las que vengan. Me
temo, comisario, que habrá mucho trabajo en este rancho.
—Sí, pero empezaremos por investigar a William o Willy el Tahúr,
como usted le llama.
—Si desea interrogar a William, está en su habitación, lo he visto
hace poco.
—Parece que a usted no le simpatiza su primo, ¿verdad, señorita
Libby?
—Pues no, francamente —respondió ella—. Ya ve que no me tapo
la boca para decir la verdad.
Ike opinó con una sonrisa:
—Si todos dicen la verdad a las primeras de cambio, el comisario
pronto tendrá al hombre que busca en una de sus celdas.
—Eso espero. Señorita Libby, ¿podría conducirme a la habitación
de su primo William?
—Desde luego, acompáñenme.
La alcoba de William se hallaba en el piso alto, lugar donde se
ubicaban los dormitorios de todos los miembros de la familia
Farrymore.
—Es esta —señaló, deteniéndose frente a la puerta.
—Entonces, llamaremos. Espero que no se haya marchado.
El comisario golpeó con los nudillos sobre la puerta. Esta no tardó
en abrirse, apareciendo en el umbral de la misma la figura de
William Farrymore. Al ver a Ike junto al comisario, no disimuló un
gesto de mal humor.
—Disculpe, William, pero tengo que hablarle.
—¿Sobre qué? Porque me parece que estando cerca Silver-flash no
nos vamos a entender.
—¿Utiliza Willy el Tahúr una «Derringer»? —inquirió el propio
Ike como un disparo a boca de jarro.
—¿Y a ti qué te importa?
—Al comisario puede que le interese —insinuó Libby.
—Tú no te metas en nada y lárgate, Libby. Será lo mejor que
puedes hacer.
—Ella puede marcharse, yo no me inmiscuyo en líos de familia,
pero sí quiero que me diga si tiene una «Derringer», aparte del
p q q g g p
«Colt» que lleva en la funda.
—No tengo por qué responderle.
—Creo que te equivocas, Willy. Lo mismo que tuviste que jugar
conmigo una partida largo tiempo inacabada, vas a tener que
responder al comisario.
—¿Y por qué?
—¿Es que acaso ignora lo ocurrido?
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó William con rostro perplejo, pero
sin abandonar su cinismo.
—¿No ha visto la carreta que he traído?
—No. Mi habitación da a la parte posterior del edificio.
—Entonces, se lo diré yo. Su primo Martin ha muerto.
—¿Asesinado?
—Sí, y se supone que por una «Derringer» —advirtió Ike.
La mirada del jugador se hizo hostil.
—¿Y creen que lo he matado yo?
—Sólo estoy investigando como es mi obligación —gruñó el
representante de la ley.
—Sin embargo, parece que no le caigo muy simpático, ¿eh?
—Sólo quiero saber, por el momento, si tiene una «Derringer» en
su poder.
—No. Suelo utilizar el «Colt».
—Entonces, lo comprobaré por mí mismo. Espero que comprenda
cuál es mi deber.
—Oiga, comisario, usted no registrará nada aquí dentro.
—Me temo Willy que no podrás cortarle el paso —silabeó Ike—.
Tiene el permiso de tu tío Nelson.
—¿Es que esto es una acusación formal? —gruñó Willy—. ¡Es
completamente absurdo!
—No tan absurdo. Alguien ha matado a Martin y tú puedes ser su
asesino. Tenías motivos para hacerlo.
—¿Y acaso tú no tienes motivos para liquidarlo?
—No digas estupideces, Willy.
El comisario pasó al interior de la estancia y comenzó a registrarla.
Mientras lo hacía, preguntó:
—¿Dónde ha estado esta mañana, William?
¿
—Durmiendo.
—¿Aquí? —preguntó Ike esta vez.
El jugador masculló:
—A ti no tengo porqué responderte.
—Pero a mí sí tiene que responderme y le hago la misma
pregunta. ¿Ha dormido aquí?
—Sí —asintió Willy, situándose fuera de la alcoba, en el centro del
pasillo.
—La cama está intacta.
—Es que la han hecho hace poco, y deje de registrar mi dormitorio
como si yo fuera un criminal. Pierde el tiempo, no utilizo una
«Derringer».
—Cuando termine el registro lo aceptaré, aunque siempre me
quedarán dudas. Una pequeña pistola se puede esconder en
cualquier parte fuera de esta habitación, e incluso arrojarla en el
monte, después del crimen.
—Sí, después de asesinar traidoramente a Martin pudiste tirar en
el monte el arma del crimen —acusó la propia Libby.
Mientras el comisario proseguía con su registro, Ike preguntó:
—¿No te duele nada en el cuerpo?
—A mí, ¿qué va a dolerme?
—Lo decía por si te hubieras hecho alguna herida.
—Ignoro de qué me hablas y no tengo ninguna herida.
—Pero sí una «Derringer» escondida debajo del colchón, William.
El comisario mostró su hallazgo satisfecho.
—¿Eh? —exclamó, sorprendido. Luego agregó rápidamente—: Esa
pistola no es mía.
—Eso ya lo explicará delante de un jurado, William Farrymore.
Queda arrestado en nombre de la ley.
—No me diga que va a colgarme por la muerte de Martin.
—Yo no cuelgo a nadie, pero si el jurado lo decide, no habrá quien
le salve la piel. Incluso, su tío Nelson, en cuanto se entere de que
usted es el asesino de su primo Martin, le negará toda protección.
Así lo ha expuesto antes. Ha dicho que el asesino, debía ser
ahorcado.
—Yo no soy el asesino y no permitiré que me arreste.
y y p q
—Entregue su arma, William, no me obligue a emplear la fuerza
en nombre de la ley.
Willy dio un salto hacia atrás, quedando centrado en el corredor y
con la mano muy cerca del «Colt».
—No voy a dejar que me ahorquen, comisario. Yo no he matado a
Martin.
—Eso lo tendrá que demostrar a un jurado, no a mí. Entregue su
arma o tendré que utilizar la mía.
—Vamos, comisario, «saque», «saque» si se atreve. Sabe que soy
más rápido que usted.
—Me pone en una situación difícil, William.
—Espero que lo comprenda bien.
—Se va a convertir en un fugitivo si no se entrega.
—No se convertirá en ningún fugitivo —puntualizó Ike—, porque
va a entregarse.
—¿Acaso vas a ser tú quien me detenga?
—Sí. —Mirando de reojo al comisario para no dar ventaja a su
enemigo, al que sabía muy rápido, dijo—: Comisario, no exponga la
vida por un simple orgullo. Nómbreme su ayudante ahora mismo y
le doy el juramento.
—Pareceré un cobarde, pero haré lo que usted me pide. Sé que
William me mataría. Le nombro comisario, Ike Burges.
—Y yo juro cumplir con la ley sin que intervengan en ella mis
sentimientos personales.
—¡A ti también te mataré!
—Vamos, William, entrega tu «Colt».
—No, y este será el momento para arreglar cuentas contigo, Silver-
flash. Estaba harto de verte, sabía que llegaría este momento, pero
antes de seguir adelante, antes de que te mate, quiero que sepas con
quién te ibas a casar.
—¡No digas estupideces, Willy? —gritó Libby, mirándolo con
odio.
—¿Te acuerdas de una partida inconclusa, la partida que me
hiciste terminar la otra noche?
—Sí. ¿Qué ocurre con ella?
—¿Sabes quién te dejó inconsciente con un golpe contundente y
utilizando una botella para que yo me llevara tu dinero?
—¡Estúpido! —increpó Libby.
—Veo que no hace falta que me reveles el nombre de quien me
golpeó. Ahora sé de qué me conocía Libby con anterioridad, cuando
yo no sabía quién era ella.
—Pues ya conoces parte de lo que es Libby, tu dulce y gentil
futura esposa, la mujer que iba de un saloon a otro y de unos brazos a
otros, igual que su madre.
—¡Yo misma te mataré! —gritó Libby, avanzando hacia él.
William aprovechó para desenfundar y disparar, mientras trataba
de protegerse con la figura de Libby.
El relámpago de plata brotó al empuñar Ike su «Colt». Un breve
fogonazo y William fue despedido hacia atrás dando media vuelta y
quedando tendido en el suelo.
Demasiado tarde, William Farrymore había comprobado que su
rapidez no era tanta como suponía y un hombre, Ike Burges, lo había
mandado al infierno en un brevísimo espacio de tiempo y tan
limpiamente que no se le podían poner objeciones.
—Bien, creo que este asunto ha terminado —dijo el comisario—.
Me llevaré el arma del crimen y pondré en antecedentes al juez
Jackson de lo ocurrido aquí para que levante el atestado
correspondiente, y mil gracias, Burges.
—No tiene por qué dármelas, he actuado en nombre de la ley, sin
llegar a tener tiempo de colgarme la placa en el pecho. Ahora le
devuelvo su cargo, y agradezcamos que William, con su disparo,
sólo haya herido la madera de la puerta.
—Sí, después de todo ha sido un balance positivo, mejor así.
Prefiero que los asesinos mueran a tiros, que colgados de la horca; el
cáñamo me repugna.
—Ike, no le habrás hecho caso, ¿verdad? —preguntó Libby, con
lágrimas en los ojos.
—Libby, tú conoces el trato que hay entre los dos.
—Sí, pero después de lo que ha dicho William antes de morir... La
verdad es que él me arrastró a los saloons. Dijo que ganaríamos
mucho dinero, e íbamos juntos de un lado a otro, por eso supe de ti.
j p p
Yo no quería, pero tenía orden de intervenir si perdía. Me odié a mí
misma por lo que hice, pero no me quedó otro remedio que huir con
Willy aquella noche, después de robar tu dinero.
—Por ese dinero no hay que preocuparse, Libby, ya lo he
recuperado. En cuanto a ti, si de veras has dejado de deambular por
los saloons, te felicitaré.
—Gracias, Ike, gracias.
Le rodeó el cuello con sus brazos, mojándole el rostro con las
lágrimas brotadas de sus hermosos ojos, lo besó en la boca
salvajemente.
El comisario, con la «Derringer» en la mano, se alejó por el
corredor. Pensativo, se dijo:
«Ya dos muertos y el viejo en agonía. ¿Habrán más cadáveres que
enterrar en esta maldita familia? Me imagino que esto no acabará
aquí.»
CAPITULO IX
Helen se sintió de pronto desasosegada.
Sus nervios estaban alterados desde que se enterara de que Ike
Burges, el desconocido que en poquísimo tiempo le había arrebatado
el corazón y la paz espiritual, estaba prometido con su tía Libby.
Era cierto que Libby era muy hermosa y, además, sabía acentuar
sus atractivos físicos mejor que ella, gracias a la experiencia
acumulada.
«Es una vieja», se dijo, aunque sabía perfectamente que Libby
Dawthe era todavía relativamente joven y que cualquier hombre
estaría más que satisfecho con que ella se le acercara.
Abrió los ojos.
Hacía calor y estaba rodeada por una oscuridad casi completa.
¿Por qué se había despertado? ¿Nervios, alguna tormenta
canicular que se preparaba?
Cuando escuchó unos ruidos tenues, no muy lejos ella,
comprendió que su súbito despertar tenía un motivo justificado.
Miró en dirección a la puerta y descubrió una luz la ranura que
quedaba entre el suelo y la madera la hoja.
«¿Quién será, qué querrá?»
Aún no podía hallar respuesta a sus preguntas, mas,
instintivamente, se sentó sobre el lecho, que conservaba la tibieza de
su cuerpo joven.
Echó la espalda hacia atrás, como buscando protección, y acabó
apoyándola contra el dosel de regia madera. Todo en casa de Nelson
Farrymore era lujoso y caro.
Al fin se abrió la puerta.
Helen estrujó con su mano nerviosa el embozo de la sábana,
disponiéndose a taparse cuanto pudiera, pese a que el largo y
vaporoso camisón la cubría por entero.
Un hombre, al que en principio no reconoció, quedó en el umbral
de la puerta. En su mano llevaba un quinqué encendido.
—¡Helen! —interpeló.
Antes de que ella pudiera responder, el hombre alzó el quinqué y
apareció el rostro anguloso y grave del banquero Farrymore.
—¡Tío Spencer!
—No temas, Helen, sólo he venido a charlar contigo —dijo,
cerrando la puerta y acercándose pausadamente al lecho, como una
fiera cercando a su presa.
—¿Qué ocurre?
—Nada malo, pequeña, no te asustes —susurró.
Helen lo miró inquieta. No le agradaba la expresión de su tío.
El hombre terminó por sentarse sobre el lecho mismo y colocó el
quinqué sobre la mesita de noche.
—Así está mejor. Te puedo ver bien esa cara tan linda que Dios te
ha dado, Helen.
—Pero, ¿qué pasa, tío Spencer?
—No me llames tío Spencer, sino Spencer a secas, y puedes
tutearme. Después de todo, no nos llevamos tantos años. Abel fue el
p
primo más viejo y tuvo la gracia de hacer pronto una mujer como tú.
A Helen no le agradó que el hombre, para estar más cómodo,
pasara el brazo por encima de sus piernas. Tuvo la impresión de
estar atrapada por un animal mucho mayor y poderoso que ella.
Experimentó angustia e impaciencia. Se sentía insegura y hubiera
deseado que Ike Burges estuviera cerca, pero, ¿por qué Ike Burges,
aquel hombre que en pocas horas se había repetido hasta la saciedad
que le odiaba?
—Bien, Spencer, ¿qué sucede? ¿Por qué esta visita nocturna?
—Ya te he dicho que quería hablar contigo —repitió sonriendo, sin
lograr disimular su fealdad que, a la luz del quinqué, se hacía más
siniestra.
—¿Sobre qué? ¿No podemos esperar a mañana?
—Sí, claro que podríamos esperar, pero la noche es más propicia
para tratar ciertos asuntos.
—¿Qué asuntos?
Helen trataba de dominar la situación con sus preguntas, pero se
daba cuenta de que no lo conseguía. El primo de su padre resultaba
demasiado astuto para ella.
—Helen, ¿te he dicho ya que eres muy hermosa?
Ella respiró hondo. Trató de encoger sus piernas bajo la colcha y la
sábana que las cubrían, pero el hombre las sujetó sin violencia.
—Creo que será mejor que se marche y nos veamos —mañana,
tengo sueño.
—Antes de dormir tendrás que escucharme, pequeña. Deseo
hablarte de la herencia.
—¿De la herencia de tío Nelson?
—¿De qué otra, si no?
—No sé, pero opino que tío Nelson ya lo ha dicho todo.
—Sí, ha dicho que los que quedáramos nos jugaríamos a los dados
su fortuna. Martin y William han mueran sólo quedamos Libby, tú y
yo.
—Es una posibilidad contra dos.
—Pero si tú quieres, podemos reducirlas aún más
—¿Cómo? No acabo de comprender.
—Es muy fácil. Tú y yo podríamos casarnos y lo que es del uno
sería del otro.
—¿Casarnos? —repitió, más que sorprendida, estupefacta.
—Sí, casarnos, así haríamos dos tiradas con los dados. Es casi
seguro que sería para nosotros.
—Tío Spencer —habló, olvidándose por completo del tuteo—, creo
que mejor se lo propone a tía Libby, aunque temo que siendo primos
carnales no les sea posible realizar tal boda.
—Es que Libby no me interesa, en cambio, tú sí.
—¿Por qué?
—Eres más joven. Serías una esposa perfecta.
—Es que yo no quiero ser su esposa.
—Tú serás mi mujer, Helen, tú te casarás conmigo. Formaremos
un matrimonio feliz. Me darás hijos y yo seré comprensivo en todo.
Además, disfrutaremos de la completa fortuna de tío Nelson, ¿no te
sugestiona eso?
—No.
—¿Por qué?
—Prefiero quedarme sin un centavo a casarme con usted. Ahora,
salga de mi habitación y déjeme tranquila; quiero dormir.
Spencer, humillado, aunque había intuido aquella reacción por
parte de la muchacha, se molestó.
Hizo desaparecer la sonrisa de su boca y su rostro semejó más
siniestro bajo la luz tenue del quinqué que tenía la mecha baja.
—Bien, Helen, considero que eres un poco terca.
—Jamás pensé que se atreviera a pedirme en matrimonio, y menos
por interés.
—¿Es que por amor me hubieras aceptado, pequeña?
—Tampoco.
—Pero sí aceptarías a ese tipo con el cual saliste de paseo el otro
día, ¿verdad?
—No sería usted el que...
—¿Qué?
—Me disparó.
—¿Dispararte? Oh, no, yo no he disparado contra ti ni contra
nadie. Me gustas mucho y jamás dispararía contra una mujer
g y j p j
hermosa. Los que me conocen bien dicen que sólo tengo una
flaqueza. ¿Supones cuál es? —silabeó, acercándose más a Helen, que
se veía imposibilitada para escapar.
—¡Márchese o grito!
—Mi debilidad son las mujeres y tú eres de lo mejor que he
conocido en mi vida.
—Me está haciendo sentir incómoda. ¿Es que no se da cuenta?
—Sólo me doy cuenta de que me gustas. Yo te propongo hacer las
cosas bien. Nos casamos y nos quedamos con todo, porque Libby no
conseguiría arrebatarnos la herencia.
—Yo no voy a casarme con usted, tío Spencer. ¿Cuántas veces he
de repetírselo?
—Si tu negativa se debe a que somos de la familia, no tienes que
preocuparte. No soy tío carnal tuyo, sino un tío lejano. No temas, no
nacerían hijos estúpidos.
—Ni de una forma ni de otra. ¡Fuera!
El estiró una mano y sujetó la cabeza femenina por la nuca. Se
encontró con que Helen reaccionó vivamente, abofeteándolo en el
rostro.
—Mal, muy mal, pequeña. Has hecho muy mal levantando tu
mano contra mí.
—¡Debería darle vergüenza!
—Voy a obrar de una forma que no te gustará, Helen. Luego, tú
misma me suplicarás que me case contigo.
Helen tuvo la impresión de que, de haber estado en pie, se habría
desplomado por no sostenerla sus piernas, tal era la flojedad que
sentía en ellas.
—Tú me obligas, preciosa. Tomaré ahora lo que debiera tomar en
otra ocasión, pero sólo será un adelanto. Después de todo, te guste o
no te guste, serás la mujer de Spencer Farrymore.
Helen trató de defenderse, pero él le sujetó las manos. No
pudiendo resistir más la tensión de sus nervios, sabiendo que
acabaría por ser dominada físicamente por el hombre, la muchacha
gritó con todas sus fuerzas.
—¡Maldita sea, cállate!
Apenas había iniciado el grito, Spencer le golpeó el rostro sin
piedad, una y otra vez.
Helen ahogó su grito, mientras su cabeza iba de un lado a otro,
impulsada por los golpes del violento Spencer, que había perdido el
dominio de sí mismo.
—¡Te domaré como a una potranca!
Aún tenía la mano alzada, después de golpear a Helen por última
vez, cuando la puerta se abrió de repente. En el umbral apareció una
figura alta, varonil, a la que apenas se podía reconocer por estar lejos
la luz que escapaba del quinqué.
—Eh, ¿quién es usted? ¡Largo!
—¡Maldito indeseable! —gruñó Ike Burges, que era quien había
entrado en la alcoba, atraído por el grito, ya que después del disparo
que hicieran contra ella, había permanecido atento y vigilante.
Al ver que el recién llegado se le venía encima, Spencer brincó en
la cama, dejando a Helen dolorida y presa de violentos sollozos.
Spencer no pudo escapar al fortísimo puñetazo que le alcanzó de
lleno en la oreja, tumbándolo.
En su caída derribó la mesita de noche con el quinqué y éste, al
estrellarse contra el suelo, se inflamó.
Spencer sacó del interior de su chaqueta un cuchillo que, si bien no
era muy grande, sí resultaba lo suficiente largo y afilado para ser
mortífero.
Ike podía haberle disparado, pero jamás lo había hecho sin
igualdad de condiciones.
Empleó sus manos limpiamente para contrarrestar las embestidas
del afilado acero. Consiguió sujetar la mano armada y ambos
rodaron por el suelo, mientras las llamas se propagaban dentro de la
habitación y Helen se hallaba presa del pánico, trastornada por lo
sucedido.
Spencer resultó tener más fuerza de lo que parecía y trató de
hundir el cuchillo en el cuerpo de Burges.
Este flexionó sus piernas, apoyando su espalda contra el suelo, y
las disparó de súbito, lanzando a Spencer por el aire.
Este fue a caer sobre el lugar donde el petróleo se hallaba
incendiado, quedando envuelto en llamas.
q
Spencer se puso en pie, rodeado de fuego. Profiriendo un alarido
corrió, precipitándose contra la ventana. Cayó al exterior
estrepitosamente en medio de los cristales.
Ike no se entretuvo en ver lo que le había ocurrido. Tomó a Helen
entre sus brazos y abandonó la habitación corriendo.
—¿Qué ha pasado? Hay mucho humo —gritó Libby, apareciendo
en el pasillo envuelta en su bata.
—Hay un incendio en el cuarto de Helen y Spencer ha saltado por
la ventana envuelto en llamas. Vamos, Libby, preocúpate de llamar a
la gente para que sofoquen el incendio.
—¿A qué gente? La ciudad está lejos, demasiado lejos para que
lleguen a tiempo de impedir que esta casa se convierta en cenizas.
—Llama al capataz y que reúna a los hombres del rancho.
—Me temo que no va a poder ser, están lejos con el ganado. Sin
embargo, veré lo que puedo hacer con el capataz. Pero a Helen, ¿qué
le sucede?
—Está aterrada, se ha visto rodeada de fuego —dijo Ike, para no
dar demasiadas explicaciones—. La llevaré afuera para que le dé el
aire y se recupere.
Ike, con su delicada carga, bajó la escalera rápidamente y salió al
exterior.
Dejó a Helen tendida en el suelo, al pie de un viejo roble. La chica
abrió los ojos. Al reconocer al hombre, exclamó:
—¡Ike!
Él le acarició los cabellos.
—No temas, Helen, todo ha pasado.
Ella desvió su mirada hacia la casa y vio las llamas brotando por
una de las ventanas.
—¡Ike, fuego!
—Sí, se ha volcado un quinqué.
—La casa, todo arderá... Todo aquí está maldito, Ike, todo
maldito...
Incorporándose se abrazó al hombre angustiosamente, mientras
era incapaz de contener los convulsivos sollozos.
—Vamos, vamos, calma. Debes quedarte aquí. He de ir a ayudar
en lo que pueda para sofocar el incendio.
q p p
—Ike, no me dejes. Tengo miedo.
—No temas, no creo que Spencer te haga nada.
—Pero él no fue quien me disparó. Todos aquí me quieren mal,
Ike, tengo miedo.
Burges comprendió que a la muchacha no le faltaba razón para
sospechar de todo y de todos. La maldita herencia del maquiavélico
Farrymore había convertido aquella casa en una trampa letal para
los que habitaban en ella.
Desenfundó su «Colt» de plata y se lo puso en la mano, cerrando
los dedos femeninos en tomo a la calata.
—Esto te defenderá. Si alguien te ataca, dispara sin pensarlo o será
tarde para ti. Sin embargo, no temas, que nada sucederá. Si me
llamas, te oiré y vendré hacia ti.
Ya más calmada con el pesado revólver en la mano, Helen asintió;
—Te esperaré aquí.
Burges se puso en pie y no muy lejos descubrió el cuerpo de
Spencer. Corrió hacia él, inclinándose al llegar a su altura.
La ropa estaba chamuscada y olía mal, pero Spencer había tenido
muy mala suerte al precipitarse por el ventanal. A la par que
multitud de contusiones, en la caída se había hundido su propio
cuchillo en el abdomen.
Lo volvió boca arriba y le tomó el pulso. Luego, dejó caer su mano.
—Un Farrymore más en el infierno —masculló.
CAPITULO X
Libby se asomó a la habitación incendiada, notando una oleada de
intenso calor.
Las llamas, que crecían por segundos, la obligaron a retroceder un
par de pasos.
—Esto es el infierno mismo. Pronto toda la casa será una tea.
Venciendo su propio temor al fuego, tomó un escabel cuyo
tapizado ardía vivamente. Asiéndolo por una pata, abandonó la
estancia dejándola abierta.
Con su improvisada antorcha recorrió el pasillo. Abrió la puerta
de la habitación del dueño de la casa y se introdujo en ella.
—Eh, ¿qué ocurre, qué ocurre? —inquirió, asustado, el enfermo.
—Hola, tío Nelson.
—Libby, ¿qué haces aquí? Hay demasiado humo, apenas puedo
respirar...
—Has convertido a tu familia en una cadena de cadáveres. Ya son
varios los que han muerto.
—¿Qué quieres decir? —inquirió, tratando de incorporarse.
Las fuerzas del enfermo flaqueaban.
—Tú has conseguido que nos matemos entre nosotros, pero por lo
menos tú no morirás tranquilamente de enfermedad.
—¿Qué estás insinuando, Libby?
—Qué vas a morir de una vez, tío Nelson. Es una lástima, pero ni
siquiera van a poder enterrarte. Tu casa quedará destruida, ya ha
comenzado a arder y los empleados del rancho están lejos,
demasiado lejos.
—¡Estás loca, loca!
—Nada quedará de ti ni de tu casa. Sólo quedará tu fortuna, tu
montaña de plata, las tierras y el ganado que cambiará de nombre y
a ti no se te recordará.
—¡Estás loca, te desheredaré, te desheredaré! —chilló, sufriendo
un nuevo acceso de tos.
—Adiós, tío Nelson. Nos veremos en el infierno.
Libby arrojó el taburete ardiente debajo de la cama. No tardó en
salir humo de ésta y las llamas comenzaron a prender en las ropas
de primera calidad.
Nelson Farrymore, sacando fuerzas de donde ya no las había,
empujado por un terror infrahumano, pese a saber que la muerte,
por naturaleza, no estaba lejos, se sentó en la cama y se ladeó,
tratando de escapar de ella.
Libby lanzó una carcajada sardónica y tomando la llave de la
puerta la cerró por fuera, dejando al viejo incomunicado en su
interior, mientras gritaba aterrado como una rata en sus mismas
circunstancias.
Al querer huir por el corredor, Libby se encontró con la figura de
Márquez, el criado mejicano, que le cerró el paso.
La mujer quedó desagradablemente sorprendida al verlo, pues
ignoraba lo que aquel hombre podía haber oído de sus últimas
palabras. Se sobrepuso ligeramente y, tratando de dominarlo,
increpó más que preguntó:
—¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que hay fuego en la casa?
—Deme la llave, señorita —dijo él, avanzando paso a paso hacia
ella con actitud resuelta y la mano tendida.
—¿Qué llave?
Libby se hizo la desentendida, pero el mejicano insistió, seguro de
lo que quería y de la línea que debía seguir.
—Deme la llave.
—¿Qué llave? —repitió.
—La de la habitación de su tío. La llave con la que lo ha encerrado
para que se abrase.
—¡Estás loco, Márquez!
—Deme la llave, o se la quitaré yo mismo —advirtió con su
peculiar acento azteca.
—Aparta de una vez y déjame paso, si no quieres que te haga
azotar.
El mejicano, fiel a su amo hasta el fin, no se dejó achicar y puso sus
manos sobre Libby, forcejeando con ella hasta que la mujer cayó al
suelo.
Los puños de la fémina golpearon una y otra vez el torso del
mejicano, pero él consiguió lo que quería y obtuvo la llave a viva
fuerza.
Ya comenzaba a incorporarse, cuando apareció en la escalera, al
final del corredor, Ike Burges.
—¡Ike, mátalo, mátalo; me ha pegado, ha tratado de abusar de mí!
—Por Dios, señor, que eso no es verdad —replicó Márquez
vivamente—. Por Dios y la Virgen que sólo quería la llave para sacar
y g q q p
al señor Nelson. Lo ha encerrado en su alcoba para que se abrase.
Ike Burges frunció el entrecejo.
—Si a la habitación del señor Nelson aún no había llegado el
fuego...
—Ella la habrá incendiado, pues fíjese el humo que sale por debajo
de la puerta. Yo sacaré al amo, aunque me cueste la vida.
Márquez corrió a introducir la llave en la cerradura.
Al abrir la puerta salió una densa humareda y tras ella pudieron
verse las llamas.
El fiel criado se introdujo en la habitación e Ike pensó que era más
importante encararse con Libby que ayudar a Márquez, pues éste
podía valerse por si solo.
—Vaya, vaya con Libby, la aventurera de saloon...
—¿Vas a insultarme ahora? —inquirió aun en el suelo, a los pies
del hombre.
—Tú no contrataste a un protector disimulado como futuro
esposo, Libby.
—¿Ah, no? Entonces, ¿qué contraté, un pistolero?
—Si. Sin que yo lo supiera, me trajiste aquí no para evitar que te
mataran a ti, sino para que yo los fuera eliminando a ellos.
—¡Mientes!
—No, no miento, y tú lo sabes bien.
—¡Sí, mientes, mientes! —rugió Libby.
—Tú me trajiste aquí para que liquidara a tus primos y así poder
quedarte con la mayor parte de la herencia.
—¡No!
—Tú ibas provocándolos para que ellos te atacaran y de este modo
yo me viera obligado a defenderte. Yo mataba por ti, innatamente, y
tú te quedabas con las manos limpias.
—Está bien, sí, así ha sido, ¿y qué? Nadie puede acusarme de
nada. Yo me quedaré con la herencia, ya no me haces falta para nada.
Ya tengo quien me ayude.
—¿Vast, por ejemplo?
Ella palideció.
—¿Cómo lo has sabido?
—Vast, el fiel capataz del rancho, el hombre que tantos años lleva
trabajando aquí, cojea y no por una simple caída de caballo, sino
porque yo mismo le agujereé la pierna.
—Él no me ha dicho nada —replicó la chica.
—No, claro que no. Él ha tratado de ayudarte desde el principio.
Él fue quien te avisó de la agonía de tu tío Nelson y de que era
conveniente que vinieras pronto para poder heredar. Tenía que ser él
y no otro.
—¿Y por qué él? —preguntó Libby, desafiante.
—Porque Vast es tu verdadero padre y tú no lo ignoras, ¿verdad?
—Sí, es mi padre, por eso me ayuda sin pedirme nada a cambio.
—Tu madre debió ser tan execrable como tú. Sólo un ser maléfico
podía nacer de un hombre sin escrúpulos como Vast y una mujer
adúltera.
—¡Maldito seas tú y tus muertos! —gritaba Libby, fuera de sí.
—No te saldrás con la tuya, Libby.
—¿Ah, no? ¿Es que tú vas a impedirlo?
—El comisario va a investigar mejor la muerte de Martin. Estoy
seguro de que no fue William, sino tú, quien se acercó a Martin en el
camino. El, no recelando de ti, te dio la espalda y pudiste dispararle
a placer, una mujer de saloon sabe manejar una pequeña «Derringer»,
y tú sabrías muy bien dónde podía guardar una pistola semejante tu
primo William, con el que tanto tiempo habías vivido de tugurio en
tugurio, hundidos hasta el cuello en el barro del delito.
—¡No podrás probar nada, nada! ¡Willy ha muerto y el comisario
ha quedado satisfecho, todos han quedado satisfechos! ¡Nada podrás
probar, nada!
—Yo sí lo sé —advirtió de pronto la voz del azteca, apareciendo en
el marco de la puerta, apenas pudiendo contener la tos.
—¡Márquez! —exclamó Libby, asustada al ver que el mejicano
tenía un revólver en la mano que, probablemente, había cogido de la
habitación del moribundo.
—Sí, ella fue al camino, yo la vi regresar. También la vi entrar en el
cuarto del señorito Willy, pero Márquez es silencioso y nada dice,
porque nunca ha metido sus manos en los líos del amo, pero ahora...
—¿Ahora qué?
¿ q
Tras la pregunta de Ike, el mejicano silabeó:
—El amo ha muerto y ella ha sido quien lo ha matado. No lo ha
dejado morir en paz. Ella es una asesina. Mató al señorito Martin,
hizo matar al señorito William y ahora ha asesinado al amo.
—¡Ike, Ike, ayúdame! —suplicó, olvidándose de todas sus palabras
anteriores.
Burges la apartó de un empujón. Luego se encaró con el mejicano.
—Dame el revólver.
—Apártese, amigo, o lo mato a usted también. Voy a hacer justicia.
Si el amo ha muerto, ella también morirá y ahora mismo. Se reducirá
a cenizas como el amo.
—¡No, no dejes que me mate!
Ike comprendió que no llevaba armas, que el revólver se lo había
dejado a Helen para salvaguardar su integridad personal. Sin
embargo, avanzó hacia Márquez.
—Apártese o lo mato.
—Es la ley quien debe hacer justicia y no nosotros.
—Yo no me fío de la justicia de los hombres —dijo Márquez,
tosiendo.
Libby, asustada, corrió a lo largo del pasillo, tratando de escapar.
Lo que hizo fue salir de la protección que le brindaba Ike con su
propio cuerpo y Márquez disparó sin dilación por tres veces
consecutivas.
Libby se detuvo y dio media vuelta. Abrió la boca y la sangre
afluyó a ella. Se derrumbó sin vida, Márquez había hecho justicia.
Apenas había acabado de disparar, Márquez se encontró con dos
puñetazos que lo dejaron sin sentido.
—Lo siento, Márquez, pero no debiste hacerlo, aunque tuvieras
razón —recogió el revólver y, cargándose al mejicano sobre el
hombro, bajó las escaleras rápidamente. Allí arriba no había nada
que salvar.
FIN