BUF.-34 Rogers Kirby (1954) El Muerto Deja Instrucciones
BUF.-34 Rogers Kirby (1954) El Muerto Deja Instrucciones
A mis primos de
Carabaña, Santiago y
Manuel
Cordón,
complaciéndoles en su
petición.
Rogers Kirby
Capítulo Primero
EL INVITADO DE HONOR
Sally Garrighar, rodeada de varias amigas y algunos jóvenes de la
mejor sociedad neoyorquina, no podía disimular su mal humor.
Hacía una semana que su padre, presidente de la Compañía más
poderosa en explotaciones mineras, cuya sede radicaba en Nueva
York, le había anunciado la visita de un joven ingeniero de Montana.
—Es preciso que se lleve buena impresión de nosotros, hijita —le
había dicho—. Se trata de un hombre muy competente, al que me
interesa tener contento. En el Oeste no marchan muy bien las cosas,
y él es el único que puede solucionarlo.
A raíz de aquella conversación, acordaron dar una fiesta, a la que
asistirían todas las amistades íntimas de la muchacha. De esta forma
no sería necesario andar con muchas ceremonias.
Sally Garrighar encontró divertida aquella ocurrencia de su padre.
Durante el resto de la semana no hizo otra cosa que prepararlo, todo.
Pero cuando ya lo tuvo organizado, una curiosidad sin límites se
apoderó de ella.
¿Quién sería aquel hombre al que, no obstante tratarse de un
empleado, demostraba su padre tanto interés por agradarle?
No hallando contestación adecuada a su pregunta, la curiosidad
de la muchacha fue aumentando hasta lo inverosímil. Recordó,
entonces, que el consejo de Administración se reunía aquella misma
mañana. Y súbitamente tomó una resolución: Puesto que su padre le
había notificado que después de la junta saldrían de Nueva York
para no regresar hasta el mismo día de la fiesta, se acercaría a las
oficinas de la Compañía para tratar de conocer a aquel hombre.
Y así lo hizo.
Ocultándose en el despacho de su padre, cuya puerta daba frente
por frente a la sala de juntas donde tendría efecto la reunión, esperó
a que los miembros de la misma fueran llegando.
Desde allí pudo ver cómo iban acudiendo, unos en grupos y otros
solos. Pero su padre y el desconocido que a ella le interesaba, no
daban señales de vida.
Transcurrieron los minutos. El reloj del despacho empezó a tocar
las campanadas de las diez. Y en aquel momento…
Procedente del fondo del pasillo aparecieron dos hombres.
Mirando por la entornada puerta, Sally Garrighar reconoció en uno
de ellos a su padre. El otro debía ser el joven de quien le había
hablado.
Era bajito y aunque joven, casi calvo y vestido de una forma que
no admitía dudas acerca de su condición.
Si Aquel era el minero a quien su padre quería
«Pero, ¿por qué? —se preguntó—. ¿Por qué aquel interés en
agasajar a un hombre tan insignificante?»
Caminaba al lado de su jefe como cohibido. Saltaba a la vista que
nunca había pisado una alfombra.
—No puede ser —se dijo en voz baja—. Mi padre no puede
obligarme a que sea simpática con ese hombre. ¡Qué dirán mis
amigos cuando lo vean!
El pensamiento la puso de mal humor.
—¡Ojalá lo hubiera sabido antes para evitarme un bochorno!
¡Cómo se burlará de mí Jim Ratcliff, cuando me vea bailar con ese
tipejo! ¡Porque tendré que bailar con él; eso es indiscutible!
Rabiosa, esperó a que los dos hombres desaparecieran en la sala de
juntas. Entonces, con un mal sabor de boca por el descubrimiento
j p
que acababa de hacer, abrió la puerta de un tirón, y se precipitó al
pasillo para escapar de allí cuanto antes.
En su apresuramiento no se había detenido a mirar si venia
alguien más por el corredor. El resultado fue que, apenas traspasó el
umbral, y con la sensación de haber tropezado con una pared, su
cuerpo fue despedido hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio.
Pero no llegó a caer al suelo. Unos brazos la cogieron en el aire,
devolviéndole la posición normal, mientras una voz masculina se
excusaba: —¡Oh, perdón, señorita! ¡He sido un estúpido! Iba tan de
prisa que no la vi salir… ¿Se ha hecho usted daño?
De no haber estado tan furiosa, Sally Garrighar hubiera
reaccionado de otra manera. Pero a causa de su mal humor no pudo
contenerse.
—¿Es que no mira por dónde va? —interpeló al hombre—. La
próxima vez procure ir con más cuidado. No me gusta que me
atropellen y…
—Y yo soy el primero en lamentarlo, señorita —la interrumpió el
desconocido. Y añadió, devolviéndole el reproche—: Sin embargo,
tampoco estaría de más que, en lo sucesivo, mirara usted antes de
salir por una puerta. De esa forma evitará que…
Un bofetón en plena mejilla le cortó la frase.
—¡Es usted un insolente! —explotó Sally, indignada—. Supongo
que así aprenderá a comportarse mejor con una señorita.
—Sólo una señorita se atrevería a hacer lo que usted ha hecho —
respondió el hombre, muy serio. Y añadió—: Pero será mejor que no
lo intente de nuevo. Me obligaría a castigarla.
El tono con que fue pronunciada la última frase desconcertó a la
muchacha. Un tanto perpleja contempló, ahora con verdadera
atención, al hombre que tenía delante.
Aparentaba unos treinta años de edad. Alto y musculoso, bajo el
impecable traje que vestía se adivinaba a un verdadero atleta. Tenía
un rostro agradable, de piel curtida por el aire y el sol. La espaciosa
frente denotaba inteligencia; la línea del mentón, energía. Los
grandes y acerados ojos grises se clavaban en ella con extraordinaria
fijeza.
—¿Me ha contemplado ya bien, señorita? —Y al oír el tratamiento,
dicho con la misma burlona entonación de antes, respingó
asombrada —. Le advierto que tengo mucha prisa, y me están
esperando.
Por segunda vez, la reacción de Sally Garrighar fue la de abofetear
a aquel mal educado. Y ya iba a levantar la mano, cuando se le
ocurrió algo que ella consideró mucho más efectivo.
—Además de grosero es usted un engreído —contestó—. Cierto
que le estaba mirando. Pero tan sólo para no olvidar su fisonomía.
No pasará mucho tiempo sin que se arrepienta de haberse cruzado
en mi camino.
—¿Acaso piensa contratar a alguien para que me pegue? —se
burló el hombre.
—Tómelo a broma si quiere —replicó ella, conteniéndose a duras
penas—. Siempre he oído decir que el que ríe el último, ríe mejor.
—Y así es —confirmó él, al parecer divertido—. Pero se da el caso
de que yo acostumbro a ser el primero y el último que se ríe.
Sally Garrighar soltó un bufido.
De buena gana hubiera llamado a su padre para que despidiera a
aquel atrevido en el acto. Pero como no le interesaba que la vieran
allí, optó por dejarlo para otra ocasión.
Aunque eso sí, aquel hombre se quedaría sin empleo como ella se
llamaba Sally.
Refunfuñando se alejó por el pasillo.
A esto y a saber quién era el invitado que aquel día tenía que
recibir, se debía el que la muchacha estuviera de tan mal humor.
Era el día señalado para la fiesta, y la mayoría de sus amistades ya
habían llegado. Y algo debieron notar en ella, porque la abrumaron a
preguntas hasta que no tuvo más remedio que explicarse.
—La culpa de todo la tiene mi padre —declaró, con un mohín de
niña mimada que todos conocían—. Imaginaos que me ha obligado a
dar esta fiesta nada menos que para que uno de sus empleados del
Oeste quede contento de su visita a la capital.
—¿Y qué tiene eso de malo? —indagó Jim Ratcliff. Un muchachote
musculoso y fornido que tenía fama de bromista.
Sally Garrighar estuvo a punto de echarse a llorar de rabia.
Conocía muy bien a Jim Ratcliff. y temía sus chanzas. Hubiera dado
cualquier cosa porque no hubiera asistido a la fiesta.
—No es que tenga algo de malo, Jim — respondió —. Desde luego,
para ti será la mar de divertido. Y para que lo sepáis de una vez:
Nuestro invitado de honor es un minero que no ha visto una
alfombra en su vida. Y por si fuera poco, pequeño, medio calvo y sin
saber alternar en sociedad.
Se dirigió a las lindas muchachas que la rodeaban y añadió, ahora
burlona:
—Tendréis que bailar todas con él. ¡Será la mar de gracioso!
— ¡Estupendo! —exclamó Jim Ratcliff, frotándose las manos con
satisfacción—. Ya no hay duda de que lo vamos a pasar muy bien.
Oídme todos. Se me acaba de ocurrir una idea… Acompañadme
hasta el bar.
Una vez junto al armario repleto de bebidas, Jim Ratcliff prosiguió:
—He oído decir que estos hombres del Oeste son capaces de beber
cualquier clase de licor por fuerte que sea. Vamos a comprobarlo.
Se volvió hacia el encargado del bar, y ordenó:
—Coge una botella vacía de whisky y llénala de alcohol puro, Fitz.
Después, cuando yo te avise, nos sirves de esa botella. Veremos si…
Se interrumpió de pronto al oír, procedente de la calle, el ruido de
una bocina de auto.
— ¡Ya están aquí, muchachos! ¡Ea! Prepararos para recibir a
nuestro hombre… Tú, Sally, alegra esa cara, mujer.
Todas las miradas se dirigieron hacia la puerta. Transcurrieron
unos segundos y, por fin, bajo el dintel, apareció Stanford Garrighar,
el dueño de la casa.
Pero venia solo.
—¡Papá! —gritó Sally, animados sus ojos ante la esperanza de que
la no comparecencia del minero le evitase el ridículo que temía.
—Buenas noches a todos —saludó el financiero. Y agregó,
dirigiéndose a su hija—: Me alegro de que lo hayas organizado tan
bien, Sally. Ahora sí que estoy seguro de que nuestro invitado no se
aburrirá como, campechanamente, acaba de profetizarme.
Las últimas palabras surtieron en la muchacha el efecto de una
ducha fría.
—Quieres decir que vendrá más tarde, ¿no es eso, papá?
—¡Ah, vamos! Piensas así porque no ha entrado conmigo,
¿verdad? —respondió su padre, sin poder sospechar el mal rato que
ella estaba pasando. Y aclaró—: Pues no. Se encuentra ya aquí. Lo
que pasa es que hemos tenido una «panne» en el coche, y se ha
empeñado en ayudar a Jenkis a meterlo en el garaje… Escucha. Esos
pasos que suenan deben de ser de él.
El dueño de la casa y su hija se encontraban casi en la misma
puerta. El resto de los invitados, con Jim Ratcliff a la cabeza, se
aproximaron a ellos.
Y en aquel momento, precedido de un sirviente, apareció el
causante de tanta expectación.
Sally Garrighar soltó un grito de sorpresa. Los demás se miraron
entre sí, tan sorprendidos como ella.
Y el motivo no era para menos. En el umbral, en vez del
estrafalario e insignificante minero que todos esperaban, lo que
veían ahora era un elegante joven de distinguido porte y singular
personalidad: Nada menos que el desconocido con quien Sally
tropezó en el pasillo de las oficinas de la Compañía.
El recién llegado no había visto aún a la muchacha, oculta a sus
ojos por la corpulenta figura del dueño de la casa. En cambio, captó
en seguida la mirada de estupor que se leía en todos los rostros.
«¡Diablos! —exclamó para sus adentros—. ¡Cualquiera diría que
yo soy una cosa rara! ¡Me miran de una manera que…!»
Interrumpióse en sus pensamientos al oír decir al financiero:
—Adelanté, Buck. Quiero que conozcas a la organizadora de esta
fiesta íntima en tu honor… Te presento a mi hija Sally… Este es Buck
Rawson, pequeña. El hombre de quien te he hablado tantas veces.
Pasada la primera impresión de la sorpresa recibida. Sally se había
recuperado por completo. Una picara sonrisa se plasmaba ahora en
su rostro cuando, saliendo de detrás de su padre, avanzó hacia el
que por las apariencias aún no se había dado cuenta de su presencia.
—Encantada de conocerle, señor Rawson. —Y sonriendo con
malicia le tendió la mano.
Estaba más que segura de que en cuanto él la viera lanzaría una
exclamación de asombro. Pero se llevó una decepción. La única señal
de que habla sido reconocida fue un ligero parpadeo en los ojos del
recién llegado, que pasó inadvertido para todos.
Interiormente, Sally Garrigahr no pudo por menos que sentirse
admirada por aquella prueba de serenidad. Admiración que subió
de punto cuando le oyó decir, con la mayor galantería: —El placer es
mío, señorita. Ahora sí que me arrepiento —y recalcó la palabra para
que ella lo notara —de no haber venido antes a Nueva York. ¡Con el
trabajo que le ha costado a su papá de convencerme!
—Así es, pequeña —medió Stanford Garrighar—. Nadie puede
imaginarse el trabajo que me ha costado traerle aquí. Pero no
hablemos de esto ahora… Preséntale a tus amigos, Sally. Entre tanto
yo iré a cambiarme.
Una vez fuera el dueño de la casa, Sally procedió a hacer las
presentaciones. Al tocarle el turno a Jim Ratcliff éste, siempre
bromista, comentó, dirigiéndose a la joven: —Ha sido un éxito
rotundo, Sally. Nunca creí que supieras disimular tan bien. Conque
el señor Rawson era pequeño y medio calvo, ¿eh?
La muchacha no podía decirle que ella había sido la más
sorprendida de todos. Así es que se echó a reír.
—No siempre has de ser tú el que nos gaste bromas —contestó—.
Alguna vez tenía que ser yo.
Pero Jim Ratcliff ro se daba tan pronto por vencido. Se le había
metido una idea en la cabeza, y nada en el mundo era capaz de
hacerle variar de opinión.
—Reconozco que en esta ocasión me has ganado, Sally —dijo—.
Por lo tanto, hay que celebrarlo… Fitz —llamó al encargado del bar
—. Sírvenos un trago. Pero de algo que sea fuerte, ¿eh? En esta ronda
sólo beberemos los hombres.
Por aquellas palabras comprendió Sally que Ratcliff se disponía a
hacer de las suyas. Lo que no podía suponer era que si su amigo se
daba tanta prisa en ello, era porque, secretamente, se sentía celoso de
que no fuera él quien, como siempre, acaparara la atención. Jim
Ratcliff se había dado cuenta de que, empezando por Sally, todas las
jóvenes allí reunidas solo tenían ojos para el desconocido.
j j p
Por un momento, la muchacha estuvo a punto de indicar al
bromista que desistiera de su idea. Pero recordando el incidente en
la oficina de su padre, decidió callar.
«Le estará bien empleado —se dijo a sí misma—. Tanto si le sale
bien como si no, a Ratcliff no se atreverá a tratarlo como a mí.»
Y basaba aquella creencia en la fama de que gozaba el bromista en
la ciudad.
Fitz se acercó al corro llevando en una bandeja una docena de
copas repletas de líquido. Sally comprendió por su mirada que en
todas ellas había alcohol puro.
— ¡Estupendo, Fitz! —exclamó Jim Ratcliff. Y cogiendo una de la
bandeja, se la alargó al invitado de honor—. Tome usted, señor
Rawson. Es posible que no lo encuentre tan fuerte como el que beben
en el Oeste. Sin embargo, espero que le guste.
Todas las miradas se clavaron en el forastero. Este había cogido la
copa, y miraba a Sally fijamente. A continuación, la apuró de un
trago, y no dio la menor señal de que el líquido ingerido le hubiera
molestado.
—Fitz ha debido equivocarse —dijo Jim Ratcliff, al cabo del
segundo de silencio que siguió—. Ha servido un licor tan suave que
ni siquiera quiero probarlo. Iré a buscar algo más fuerte.
Y apartándose de la mesa, inició el movimiento de dirigirse hacia
el bar.
Pero no anduvo dos pasos. Una mano le agarró por el hombro
obligándole a girar sobre sus talones, mientras el dueño de aquella
mano le decía: —Bébase el contenido de su copa, señor Ratcliff. El
alcohol puro es un magnífico estimulante rara los bromistas.
Siguió un murmullo de asombro por parte de todos los reunidos,
mezclado con la voz de Ratcliff, que protestaba:
—No me gustan sus modales, señor Rawson. En Nueva York
acostumbramos a…
—A gastar bromas a los forasteros; ya lo sé —le atajó el ingeniero,
sin dejarle acabar. Y añadió—: Pero en mi tierra acostumbramos a
castigar a los bromistas… ¡Bébase el contenido de su copa!
El tono con que fue pronunciada la última frase electrizó a cuantos
la oyeron. El propio Jim Ratcliff se estremeció al oírla.
y p p
—Supongo que no estará usted amenazándome, ¿verdad? —
pronunció, al cabo de un corto silencio.
—Nada de eso. Me limito a recordarle sus propias palabras de
antes, cuando anunció que en esta ronda sólo beberían los hombres.
Tiene que beber para demostrarme que entre los «hombres» —y
recalcó la palabra —se encontraba usted también.
La indirecta hizo perder los estribos a Jim Ratcliff.
—Es usted un mal educado, señor Rawson —barbotó,
conteniéndose a duras penas—. Si no estuviéramos rodeados de
señoritas…
—Si no estuviéramos rodeados de señoritas —le interrumpió de
nuevo el extraño invitado —le habría tratado de otra manera… ¡He
dicho que se beba lo que tiene su copa!
Los amigos de Jim Ratcliff creyeron oportuno intervenir en la
cuestión. Dos de ellos, avanzando unos pasos abrían ya la boca para
decir algo; pero Buck Rawson no les dio tiempo a ello.
—Ustedes quédense donde están y no se metan en esto. Ya hago
bastante con no obligarles también a beber… ¡Vamos, señor Ratcliff!
Me estoy cansando de esperar.
Jim Ratcliff enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Nadie le había
tratado nunca así. Y mucho menos delante de un grupo de damas.
Y lo que era peor: Si se negaba a obedecer, aquel tosco minero le
obligaría a dar un espectáculo. Y si obedecía, toda su fama se
vendría al suelo. ¿Cómo resolver aquel dilema?
Por su parte, Sally Garrighar seguía sin abrir la boca. Rodeada de
las otras muchachas, contemplaba a los dos protagonistas de aquella
escena.
De pronto, todos los rostros se volvieron hacia la puerta. El dueño
de la casa acababa de entrar en el salón.
—¿Se puede saber qué ocurre? —indagó—. Fitz acaba de avisarme
para que bajara en seguida—. Miró a Ratcliff, y agregó—: ¿No será
alguna de tus bromas, Jim?
Fue Buck Rawson quien contestó:
—Fitz no debió decirle nada, señor Garrighar. Lo único que ocurre
es que el señor Ratcliff va a enseñarnos cómo se bebe su copa al
estilo del Oeste. Como yo lo he hecho, ¿verdad, señor Ratcliff?
y ¿
El aludido no tenía más remedio que hablar. De él dependía que la
cosa siguiera adelante.
—Así es, señor Garrighar —declaró, al fin—. No sé si lo haré bien.
Pero pondré toda mi buena voluntad.
Inclinóse hacia la bandeja y cogió su copa. Luego, sin pensarlo
más, se la llevó a los labios y empezó a beber.
El alcohol le abrasaba la garganta, produciéndole un escozor que
hizo brotar lágrimas de sus ojos. Pero con un esfuerzo de voluntad
apuró todo el contenido.
—¡Diablos! —bufó luego—. ¡Desde este mismo momento me
vuelvo abstemio! ¡Uf! ¡Si parece que me he tragado un horno
encendido!
Pero las tribulaciones de Jim Ratcliff no habían terminado.
Respingó con sobresalto al oír decir al forastero:
—No hay duda de que en el Oeste haría usted un gran papel,
señor Ratcliff. Para celebrarlo beberemos otra copa cada uno.
El mismo cogió dos de la bandeja, y alargó una al desconcertado
bromista.
—Un momento, muchachos —era el dueño de la casa quien
hablaba —. En esa ronda les acompañaré yo.
—¡Papá! —chilló Sally, asustada—. Tú no puedes beber. Ya sabes
que lo tienes prohibido.
—¡Bah! ¡Pamplinas! Por una vez quién lo va a saber.
—Te digo que…
—No insistas, muchacha —la cortó su padre, aunque con extraña
melosidad. Se volvió hacia el invitado de honor, y manifestó,
mientras cogía una copa de la bandeja y se la llevaba a los labios—:
Porque siempre triunfes en la vida, Buck.
—¡No bebas, papá! ¡Es alcohol puro! —gritó Sally, sin captar el
enigmático sentido que su padre había puesto en aquellas palabras.
Pero el aviso llegó tarde. Cuando ya el financiero había apurado la
copa. Casi al mismo tiempo…
Stanford Garrighar se llevó de pronto las manos a la garganta. Una
tos convulsiva se apoderó de él, mientras los ojos parecían querer
saltarle de las órbitas.
Sally se aferró a las piernas de su padre, sollozando sin cesar.
Cuantos estaban allí se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. El
único que no perdió la serenidad fue el ingeniero. De un salto se
acercó al dueño de la casa, y empezó a darle palmadas en la espalda
para aliviarle.
—Es inútil, señor Rawson —oyó que le decía la afligida muchacha
que era ahora Sally Garrighar—. Mi padre no podía probar el licor. Y
mucho menos alcohol puro. En cierta ocasión oí decir al doctor
Madigan que una sola copa bastaría para matarle.
Se volvió para mirar a Jim Ratcliff y añadió:
—¡Mira los resultados de tus bromas, Jim! ¡Mi padre…!
Los sollozos no la dejaron acabar. Por otra parte, la corpulenta
figura del dueño de la casa acababa de desplomarse. Hubiera dado
con su cuerpo en el suelo de no haberlo cogido el joven Rawson,
único que se encontraba a su lado, con su hija.
— ¡Pronto! —ordenó Buck, haciéndose cargo de la situación—.
Avisen a un médico en seguida… Usted, señorita Sally, muéstreme
el camino. Yo mismo le llevaré a su dormitorio.
Buck Rawson transportó hasta su lecho las ciento noventa libras
de peso que constituían la anatomía del corpulento financiero.
Pero cuando llegó, el doctor Madigan confirmó las palabras que
dijera poco antes la muchacha.
—El señor Carrighar —comunicó al ingeniero, en un descuido de
la joven —padece una grave lesión cardiaca. Y teniendo que añadir a
ello su fuerte presión arterial y el desprendimiento de la aorta, no
podía ni oler el alcohol. Así se lo advertí muchas veces y, la verdad,
no me explico cómo se ha atrevido a desobedecerme. Lo siento, pero
nada se puede hacer por él. Será un verdadero milagro si dura hasta
el amanecer.
Y el doctor no se equivocó. Poco después de la media noche, el
financiero dejó de existir sin haber recobrado el conocimiento.
La repentina muerte de Stanford Carrighar causó honda impresión
en Nueva York. Pero mayor que ninguna fue sin duda la que se llevó
Buck Rawson una semana más tarde cuando, después de pagar la
cuenta del hotel donde se hospedaba, el empleado le entregó un
sobre cerrado, diciéndole: —Tome esto, señor Rawson. Lo dejó el
j
señor Garrighar hace quince días, con la orden expresa de que se lo
entregáramos a usted en el momento de marcharse.
Intrigado, el ingeniero cogió el sobre que le alargaban, y fue a
sentarse en una butaca del vestíbulo. Lo abrió, sacó varios papeles, y
apartó en seguida el primero de ellos.
Un minuto después, de sus labios se escapó una incontenible
exclamación de asombro. El papel decía:
«Presta atención, Buck. Te he elegido a ti porque eres el único
hombre en quien confío. Por otra parte, siempre te he
considerado como hijo mío, y sólo me apena que no lo seas de
veras. Pero vayamos al grano. No te dejes dominar por la
sorpresa, y signe leyendo. Yo ya habré muerto cuando lo hagas,
y sería perder el tiempo. Atiende…
«Cuando hace un mes te mandé llamar a Butte, lo hice por
varias razones. Una de ellas, la principal, he decidido a última
hora no revelártela. Es posible que lo sepas por otro conducto y,
por lo tanto, desfigurada la verdad en mi perjuicio. Pero no me
importa. Te conozco tan bien, que estoy seguro sabrás
comprender lo qué es cierto y lo qué no lo es. Y como prueba de
la confianza que te tengo, voy a dejar en tus manos lo que más
quiero en este mundo: mi hija Sally.»
»Ella es, precisamente, la otra razón por la que te llamé. Va a
quedarse sola en el mundo si tú no la proteges. Porque yo estoy
muy enfermo, Buck. Aunque no lo aparente, así es en realidad.
Bastaría que tomara una gota de alcohol para que dejara de vivir
Y eso es lo que voy a hacer cuando llegue el momento oportuno,
que ya lo veo muy cercano.
»Y ahora, te expondré mi problema, que por cierto tiene algo
que ver contigo, aunque no quiera especificarte lo que es.
»En Butte hay alguien que, ignoro cómo lo ha sabido, pero el
caso es que está enterado de algo que cometí cuando tú eras un
niño de pocos meses, y que es precisamente lo que te oculto.
»Amenazándome con comunicárselo a mis socios, y ante el
temor, no de perder mi privilegiada posición como presidente
de la Compañía, sino de que saliera a la luz lo que tanto trabajo
me costó mantener secreto, durante estos últimos años he tenido
que transigir con muchas cosas que perjudican a los accionistas.
En una palabra. Por miedo a este hombre, al que ni siquiera
conozco, me convertí en un vulgar estafador. Porque estafador
llamo yo al que abusa de la confianza de sus amigos, como yo lo
he hecho.
»Y habiendo accedido a todas las exigencias del misterioso
individuo que me tiene en sus garras, éste quiere ahora
obligarme a que le entregue la mitad de mis acciones en la
Compañía. Así me lo pide en un escrito que recibí un mes antes
de que tú vinieras a Nueva York, pero he decidido no claudicar.
»Esas acciones, junto con la mina Healy que poseo en Butte, es
cuanto dejo a mi hija Sally. El resto de los valores cuya lista te
adjunto, depositados a tu nombre en el «National Bank» de esta
ciudad, junto con el saldo de mi cuenta en el mismo, los
emplearás en el pago de las cantidades señaladas junto a los
nombres correspondientes en la adjunta lista; se trata de una
restitución, pues tales cifras fueron omitidas en el reparto de
dividendos.
»Y ahora ya puedes suponer lo que deseo de ti, Buck. Estoy
seguro de que sea quien sea mi oculto enemigo, tratará por
todos los medios de despojar a mi hija de lo que legalmente le
pertenece, aunque es posible que te digan a ti, precisamente a ti,
que no es cierto.
»En fin. Tú resolverás según tu conciencia. Si Dios escucha mis
ruegos. Él te premiará como mereces, y yo te bendeciré desde el
otro mundo.
»Con mi eterna gratitud,
»Stanford Garrighar.»
Capítulo II
p
EL PRIMER TROPIEZO
Hoy día, Butte, se extiende en el centro de la región cuprífera más
grande del mundo. Las colinas circundantes están atravesadas por
túneles que forman una inmensa red bajo el corazón de la ciudad.
12.000.000.000 de libras de cobre se han extraído ya de Montana,
procediendo su mayor parte de una región no mayor de seis millas
cuadradas.
En ciertos lugares el cobre se saca directamente de la superficie
por una simple operación de braceaje de la tierra.
Pero, en Butte hay que ir a buscarlo en profundas minas donde las
perforadoras de aire comprimido trepidan como ametralladoras.
Estas máquinas cavan, en la superficie rocosa de la mina, orificios, en
los que se introducen cargas explosivas que hacen saltar secciones
enteras de la capa granítica.
Después de la explosión, los mineros recogen con palas los
fragmentos, reuniéndolos en montones que son expedidos a la
superficie por medio de vagones de un tren en miniatura.
La mayoría de los mineros son hombres de Cornouailles o sus
descendientes.
El primer cobre que se extrajo de Butte fue enviado muy lejos, a
Swansea, en el País de Gales, para ser allí refinado. Pero actualmente,
el mineral se tritura en el sitio en que se saca. Se reduce a un polvo
húmedo, y el cobre se extrae por electrólisis.
Las fábricas de hilo de cobre y de cables, instaladas cerca de las
minas, realizan todas las fases de la producción, dejando los
artículos enteramente acabados.
Esto es Butte, hoy día. Pero medio siglo atrás, exactamente veinte
años después de que el Estado de Montana fuera admitido en la
Unión (ocurrió en 1884, a raíz de la construcción de un ferrocarril
que transformó el territorio), Butte y Livingstone, los dos centros
mineros más importantes eran tan sólo la promesa de dos
florecientes ciudades; el escenario de memorables batallas en el que
los hombres luchaban por conseguir la hegemonía de ese vil metal
que es el cobre y, sin embargo, tan útil y requerido.
Cuatro años antes había muerto el más famoso de los «reyes del
cobre». El legendario Marcus Daly, fundador de la «Anaconda
Copper Company» y verdadero constructor de Butte.
Estamos, pues, en 1904. Exactamente a primeros de abril, fecha en
que Bucle Rawson regresó de Nueva York.
Habla empleado tres semanas justas en su viaje, ya que procuró
hacerlo lo más rápidamente posible para encontrarse allí cuando
llegara Sally Garrighar.
Habla decidido ya lo que iba a hacer. Pero para llevar a cabo su
propósito necesitaba, en primer lugar, el consentimiento de la
muchacha. Él ya había cumplido las instrucciones de su antiguo jefe
por lo que respecta a las devoluciones encomendadas.
Pero desconocía los motivos que indujeron a la joven a salir de
Nueva York para dirigirse al Oeste, y de lo único que estaba seguro
era de que, fuesen los que fuesen, una vez allí necesitaría de su
ayuda.
—Vengo a presentar mi dimisión como ingeniero de la
«Amalgamated Company» — comunicó aquella misma tarde a la
dirección de la Compañía.
Contra lo que esperaba, sus palabras no causaron la menor
sorpresa al alto funcionario. Fue él quien se sorprendió al oír que le
decían:
—Me quita usted un peso de encima, Rawson. Precisamente tenía
orden de despedirle y, la verdad, me resultaba muy violento darle la
noticia. Yo…
—¿Que tenía usted orden de despedirme? —le interrumpió el
ingeniero, extrañado a mas no poder—. ¿Y quién ha dado esa orden?
¿Se puede saber?
—No es costumbre de esta Dirección dar explicaciones a sus
empleados. Pero tratándose de usted voy a hacer una excepción. La
orden proviene del nuevo presidente de la Compañía. El señor
Hawthorne Ratcliff, que es quien ha sustituido al difunto señor
Garrighar.
Buck Rawson no salía de su sorpresa.
—¿Dice usted que el nuevo presidente se llama Ratcliff? —indago.
—Sí. Hawthorne Ratcliff. Creí que viniendo de Nueva York ya lo
sabría.
—Pues, no. Ahora me entero. —Su actitud cambió por completo,
cuando exclamó, hablando para él solo: —¡Vaya, vaya! Conque mi
amigo Jim sigue con ganas de bromear, ¿eh?
Diose cuenta de la mirada de extrañeza con que el otro le
observaba y agrego, cambiando de tono:
—No haga caso de mis exclamaciones, señor Marston. Pero lo que
acaba de decirme me ha traído a la memoria algo que me ocurrió en
Nueva York, y en cierto modo no deja de tener gracia… Dígame:
¿Continúa disminuyendo la veta Heinze?
—Esa veta se ha agotado ya, Rawson. Mas por fortuna, el nuevo
presidente de la Compañía ya ha tomado sus medidas para
solucionar el conflicto que eso suponía para nosotros, todo depende
de que la hija del difunto señor Garrighar nos quiera vender su
mina. Como usted sabe esa mina es la más rica de Butte. Su padre no
quiso deshacerse nunca de ella, pero quizá ahora…
—Ahora mucho menos, señor Marston —le cortó Buck Rawson,
haciendo parpadear al otro. Y añadió con cierto retintín—: Diga al
señor Ratcliff que se olvide de esa mina. Voy a encargarme yo de su
explotación, y no admitiré intrusiones de nadie. ¿Entendidos?
Ahora fue el otro quien le miró desconcertado.
—¿Que va usted a encargarse de su explotación? —pregunto,
reflejando en sus ojos el mayor asombro.
—Exacto. Esa es la causa de que viniera a presentarle mi dimisión,
sin poder sospechar que me habían despedido. Y puesto que ya lo
sabe, no estará de más recordarle que mi nuevo jefe es uno de los
mayores accionistas de la «Amalgamated Company». Lo cual quiere
decir que, además de su mina Healy, también tiene intereses aquí…
Buenas tardes, señor Marston.
Y el ingeniero salió de la oficina, antes de que su asombrado
oyente pudiera recobrarse de la sorpresa.
Anochecía cuando Buck Rawson se apeó de su caballo en las
proximidades de la Mina Healy. A pesar de que pertenecía a la
plantilla de la «Amalgamated Company», el difunto Stanford
Garrighar no había empleado otro ingeniero que él en aquella
g p g q q
propiedad particular. De ahí que el joven conociera palmo a palmo
el terreno que pisaba.
Había cambiado el elegante traje que vistiera en Nueva York por
otro más en consonancia con el nuevo ambiente: Pantalones de
grueso paño, embutidos en afiligranadas botas de montar, y una
camisa a cuadros.
De sus costados pendían ahora dos largos «Colt», al uso del Oeste.
Eran tan indispensables en Butte, que nadie se atrevía a prescindir
de ellos.
Avanzando ahora a pie, bordeó una pequeña colina hasta llegar a
la boca de una galería. A continuación, sin el menor reparo, se
introdujo en ella.
Anduvo cosa de treinta yardas en completa obscuridad. Buscó a
tientas en el suelo, y poco después llameaba una luz. Había
encendido un farol.
A sus pies se abría ahora un profundo pozo, por el que descendía
un cable. Sirviéndose de él, el ingeniero empezó a bajar.
Tardó escasos minutos en llegar al fondo. De allí partía otro túnel
hacia su izquierda.
Alumbrándose con el farol recorrió el largo pasadizo, sin guardar
el menor sigilo. Sabía que aquella parte de la mina no se explotaba
actualmente, y no temía encontrarse con nadie.
Al final de la galería un nuevo cable, esta vez con polea, le sirvió
para ascender a la superficie.
La bóveda celeste era lo único que tenía ahora encima. Pero Buck
Rawson no se entretuvo en contemplar las parpadeantes lucecitas de
las estrellas. Su objetivo se encontraba en tierra firme. A unas
quinientas yardas por delante de él.
Se trataba de la «Mina Heinze», cuya principal vena se había
agotado una semana antes, según había dicho el propio director de
la «Amalgamated Company».
Y el ingeniero quería saber a qué distancia de la «Healy» había
dejado de producir cobre.
Hubiera podido acercarse hasta allí, sirviéndose del tren en
miniatura que la Compañía usaba para evacuar el material. Si no lo
hizo fue porque no le interesaba que nadie se enterara de su visita.
p q q
Cruzando las estrechas vías, alcanzó la colina donde se asentaba la
hasta entonces mejor mina de la «Amalgamated Company». En línea
recta se dirigió hacia un recodo de la mina, donde un túnel abría su
boca. Entró.
Había apagado el farol, pero ahora lo volvió a encender. Así fue
caminando por aquella galería hasta que, al llegar a una especie de
rotonda, de la que partían varios ramales, se detuvo.
Tras observarlo todo a su alrededor, durante unos segundos,
dirigió sus pasos hacia la más reciente de aquellas galerías. Estaba
sólo empezada, y su trazado era diferente al de las otras. En ella, los
ademes del bastimento presentaban una inclinación hacia el suelo que
en seguida le llamó la atención.
Intrigado por aquella anomalía, buscó algo para escarbar en el
suelo. Pero al no encontrar nada útil, no tuvo más remedio que hacer
uso de sus manos.
La parpadeante llama del farol, ahora colocado en el suelo,
proyectaba su sombra en la pared con fantasmagóricos efectos. Y de
pronto, de los labios de Buck Rawson se escapó un grito de asombro.
Durante unos segundos, en la galería no se oyó otra cosa que la
agitada respiración del ingeniero. Pero Buck Rawson se recuperó en
seguida. Febrilmente procedió a dejarlo todo como lo había
encontrado, y se dispuso a salir de allí.
Ahora más que nunca le interesaba que nadie supiera que había
estado en la «Mina Heinze». Y mucho menos que había descubierto
su secreto.
Recorriendo ahora en sentido contrario el mismo camino que
había usado anteriormente, llegó junto a su caballo. De un salto
montó en él, y se alejó de allí tomando la dirección del pueblo.
Era ya bien entrada la noche cuando se apeó a la puerta de un
edificio en cuyo frontispicio campeaba un enorme letrero.
A pesar de lo intempestivo de la hora no se arredró. Estuvo
llamando hasta que le abrieron, y entró.
Cuando media hora más tarde salió de allí, una enigmática sonrisa
florecía en el rostro del ingeniero.
*
— ¡Eh. Stone! Mira lo que baja del tren. ¿No es una preciosidad? Y
parece que viene sola… ¡Diablos! ¡Heady se pondrá muy contento si
se la llevamos a su casa! ¿Lo probamos?
El que había hablado y aquel a quien se dirigía, avanzaron por el
andén hasta acercarse al tren que acababa de llegar.
Una joven, ataviada a la moda del Este, descendía en aquel
momento de uno de los vagones; al mismo tiempo que, como
desconcertada, miraba a su alrededor.
—No hay duda de que es la primera vez que viene usted a Butte
—habló el mismo que lo había hecho antes, dirigiéndose a la
muchacha. Y añadió—: Pero ha tenido usted suerte. Nosotros la
conduciremos a donde desee… Encárgate del equipaje de la señorita,
Stone.
El segundo individuo se dispuso a coger los dos maletines que la
forastera sostenía en sus manos.
—Agradezco su amabilidad, caballeros —dijo ella, retrocediendo
un poco para apartarse del que se le acercaba—. Pero no necesito
ayuda y…
—No hay pero que valga —le interrumpió el que llevaba la voz
cantante—. ¡Sería un crimen dejarla sola y permitir que se
perdiera!… ¡Ea, Stone! No hagamos perder tiempo a la señorita.
—Les digo que no necesito ayuda —repitió la muchacha,
retrocediendo de nuevo hasta sentir a su espalda el estribo del vagón
por donde había descendido.
Saltaba a la vista que estaba asustaba. Sin saber por qué, algo le
decía que no debía fiarse de aquellos hombres.
—Al menos, permítanos acompañarla —insistió el primero de
ellos, tozudo—. Aun de día las calles de Butte son peligrosas para
que una señorita las recorra sola. Nosotros…
—Vosotros —le interrumpió una voz, a su espalda —vais a
largaros de aquí ahora mismo. Ciertas compañías son mucho más
peligrosas para una señorita, que las calles de Butte.
Los dos hombres a la vez, giraron rápidamente sobre sus talones.
Detrás de ellos, la mujer exclamó, con tono que reflejaba gran
alegría:
—¡Señor Rawson!
¡
—Hola, señorita Sally —respondió el recién llegado. Y añadió,
cambiando bruscamente de tono y dirigiéndose al que se encontraba
a su derecha—: ¡Cuidado con esas manos. Stone! ¡Te mataré como a
un perro si sigues moviéndolas!
Pero el otro no hizo caso de la advertencia. A una señal de su
compañero sus manos se movieron, velocísimas, en busca de sus
revólveres.
Sally Garrighar, pues era ella la mujer recién llegada a Butte, cerró
los ojos un segundo antes de que hablaran las armas.
Cuando los abrió, el que había tratado de apoderarse de los dos
maletines que ella llevaba, aparecía muerto en el suelo.
Horrorizada, buscó con la vista la figura del ingeniero, temiendo
que le hubiera ocurrido lo mismo que a su enemigo.
Pero no. Buck Rawson, empuñando los humeantes revólveres que
acababa de disparar, decía en aquel momento al otro:
—¡Eres un cobarde, Crocker! Le incitaste a que «sacara», pero tú
no lo hiciste. Sólo te atreves con mujeres indefensas.
Al ruido de los tiros, varios curiosos se habían acercado. Uno de
ellos exclamó, al reconocer al compañero del caído:
—¡Por todos los diablos! ¡Pero si es Crocker! ¡El hombre que
provee de «carne» el tugurio de Heady!
—El mismo —afirmó Buck Rawson, mientras enfundaba sus
armas. Y comentó—: Pero lo que es hoy le ha salido mal la
combinación—. Se dirigió de nuevo al bandido, y conminó—: ¡Largo
de aquí, Crocker! ¡No te mato ahora, pero la próxima vez que te
cruces en mi camino lo haré sin contemplaciones!… ¡Fuera de mi
presencia!
El miserable no tuvo más remedio que obedecer. Una mirada de
verdadero odio fulgía en sus ojos.
Buck Rawson se abrió camino entre los curiosos que le rodeaban,
para dirigirse al encuentro de la presunta víctima de aquellos
bandidos.
—Venga conmigo, señorita Sally —invitó a la muchacha,
sonriendo cordialmente—. Y no se preocupe por esto. Ha sido su
primer tropiezo, aunque afortunadamente sin consecuencias. ¡Ojalá
podamos decir siempre lo mismo!
p p
—Gra… gracias, señor Rawson — balbució ella, para añadir,
animándose a medida que hablaba—: No puede hacerse una idea de
lo que me alegra haberle encontrado. Si no es por usted…
—Olvide eso ahora, señorita —la atajó el ingeniero. —En cierto
modo, gran parte de lo ocurrido es culpa mía. ¡Llevo casi dos
semanas esperándola, y mira por dónde hoy que llega usted, es
cuando me retraso!
—¿Qué lleva dos semanas esperándome? —se extrañó la joven—.
¿Quién le dijo que venía?
—Hablaremos de eso más tarde. Ahora hemos de salir de aquí
antes de que acuda más gente… Cójase de mi brazo y no se
preocupe. Así. Deme ahora su equipaje.
Sin preocuparse de las miradas con que eran observados salieron
de la estación.
Capítulo III
¡ESTO NO ES LA CIUDAD!
—Olvide a ese hombre, señorita Sally. Era un bandido de la peor
clase. Posiblemente no será el último que tenga que matar. Pero
hablemos de otra cosa. ¿Quiere decirme a qué se debe su precipitada
salida de Nueva York? Me llevé una sorpresa cuando Jenkins me dijo
que se había marchado…
—¡Ah! Conque fue Jenkis quien se lo dijo, ¿eh? Pues verá, señor
Rawson. La explicación es muy sencilla. La noche antes de mi
partida, encontré una carta de mi padre dirigida a mí. Estaba
fechada dos meses atrás, y en ella me decía, entre otras cosas, que si
alguna vez faltaba él, no debía preocuparme por mi porvenir. Le
había dejado a usted encargado de dirigir la explotación de la «Mina
Healy», y confiaba plenamente en sus facultades y honradez. Lo que
no entendí muy bien fue lo que escribía refiriéndose a su cuenta
corriente. Decía algo así como que no debía contar con ella para
nada. Naturalmente, aquello me llamó la atención. Sobre todo,
cuando después de preguntar al director del Banco, la respuesta que
obtuve fue que mi padre había transferido todos sus fondos a
nombre de un tal Buck Rawson.
—¿Fue por eso por lo que decidió usted venir?
—Sí. Quería saber las razones por las que mi padre se interesaba
tanto por usted. Desde hacía cosa de medio año, el nombre de Buck
Rawson no se apartaba de sus labios.
—De modo que usted cree que cuanto hizo su padre, fue
únicamente en interés mío, ¿no es eso? Bien. ¿Y si le dijera que fue al
revés, que se fijó en mi por no creer a otro hombre capaz de proteger
a su hija?
Recostada en el asiento del carruaje que conducía el ingeniero,
Sally Garrighar clavó sus insondables pupilas en las de su
interlocutor.
—Admitamos que sea por lo que usted dice, señor Rawson —
declaró, al fin—. Pero, ¿no lo encuentra muy extraño? Sobre todo,
por lo que respecta a los fondos del Banco. El transferirlos a su
nombre es tanto como decir que desconfiaba de mí.
—O que los destinaba a algún fin con el que quería ahorrarle un
disgusto, ¿no cree?
Esta vez la muchacha no contestó. Las palabras del ingeniero
parecían tener un oculto significado. Y por lo que podía advertir,
algo que él no le aclararía nunca.
—De acuerdo, señor Rawson —habló, después de unos segundos
de silencio—. Si mi padre confió en usted, no quiero ser yo menos
que él. Sus motivos tendría para obrar como lo hizo. Ahora bien.
¿Sería una indiscreción interrogarle sobre sus proyectos?
—Nada de eso, señorita. Pero antes permítame hacerle otra
pregunta: ¿Piensa quedarse en Butte o regresar a Nueva York?
—¿Acaso le estorbo?
—Ni mucho menos. Al contrario.
—Entonces me quedo aquí. Estoy harta de la ciudad.
q q y
—¡Magnifico! Siendo así, no hay por qué darse tanta prisa… Mire.
A la vuelta de aquel recodo esta su nueva casa. Desde luego no
puede compararse a la que dejó en Nueva York. Pero es confortable y
alegre. Espero que le guste.
—Me gustará, señor Rawson. No lo dude.
Cinco minutos después, el ingeniero detuvo el carricoche junto a
una casa de dos plantas desde la que se divisaba, a cosa de media
milla frente a ella, la «Mina Healy», propiedad del difunto Stanford
Carrighar y ahora de su hija.
Al ruido que hacía el carruaje al detenerse, apareció una mujer en
la puerta.
—Acérquese, Marcía —la llamó el ingeniero, mientras se apeaba. Y
añadió, cuando la mujer llegó junto a ellos, señalando a su
acompañante—: Esta señorita es su nueva patrona, Marcía. De usted
depende que no eche de menos el servicio de la ciudad.
La mujer no respondió de momento. Como hipnotizada
permanecía con la vista clavada en el rostro de Sally Carrighar.
—¡Santo Dios! —exclamó, al fin, dirigiéndose a la joven—. ¡Es
usted el vivo retrato de su madre, señorita! Parece que la estoy
viendo a ella la última vez que estuvo aquí. Hace de esto ya unos
veinticinco años.
Sally Garrighar, desde su asiento aún, miró al ingeniero. Luego,
preguntó a la mujer:
—¿De veras conoció usted a mi madre, Marcía?
—¡Ya lo creo, señorita! ¿No sabe que ella era de aquí?
—Sí. Se lo oí mencionar a mi padre varias veces—. Y agregó con
tristeza—: Desgraciadamente, yo no llegué a conocerla. Murió al
traerme a mí al mundo.
—Vamos, vamos —la animó él, al ver que Sally se entristecía—.
Todo eso pasó ya, y no debe pensar usted en ello… ¿Es que no
quiere entrar?
—Sí, claro… Ayúdeme a bajar, ¿quiere?
—Con mucho gusto… Marcía, avise a Skein para que se cuide de
los caballos. De ahora en adelante, usted sólo se encargará de
atender a la patrona… ¿Vamos, señorita Sally?
Una hora después. Sally Garrighar había recorrido toda la casa.
Por cierto, que se llevó una agradable sorpresa.
Contra lo que ella esperaba, se encontró con que todas las
habitaciones estaban amuebladas con el mayor gusto y confort. Se
advertía, eso sí, que no habían sido habitadas desde hacía mucho
tiempo. Sin embargo, saltaba a la vista que habían sido cuidadas de
modo permanente.
—¡Es una preciosidad de casa, Marcía! —no pudo por menos que
exclamar, cuando terminó la inspección. —De haberlo sabido antes,
no habría tardado tanto en venir… ¿Ha sido usted quien se ha
ocupado de ellas?
—Sí, señorita. Esta casa la mandó construir su difunto padre
cuando se concertó la boda con la que más tarde sería la mamá de
usted. Después de casados se fueron a vivir a Nueva York. Pero cada
verano venían a pasarlo aquí. Así transcurrieron seis años sin tener
hijos. Luego nació usted y… bueno, el señor Garrighar ya no vino
más. Aunque eso sí, dio órdenes terminantes para que la casa
estuviera siempre en condiciones de ser habitada.
En aquel momento apareció Buck Rawson en la puerta. Llegaba en
el instante preciso en que era necesario. Sally Garrighar se había
vuelto a entristecer escuchando las palabras de Marcía.
—Perdone esta intromisión, señorita Sally —dijo —. He subido a
decirle que me marcho. Si no estuviera tan cansada del viaje la
invitaría a acompañarme. Pero tenemos tiempo de sobra y…
—¡Qué dice usted, señor Rawson! —le interrumpió ella,
avanzando a su encuentro—. ¡Pero si no estoy cansada! ¿A dónde va
usted ahora?
Sonrió el ingeniero, mientras preguntaba a su vez:
—¿Se olvida usted de la «Mina Healy», señorita? Es allí donde está
mi puesto.
—Muy bien. Entonces iremos los dos. Tengo ganas de saber
prácticamente lo que es una mina… ¿Voy bien así?
Y señaló su atuendo, un vestido amplio de riguroso luto que
resaltaba la blancura de su semblante.
—Me temo que tendrá usted que cambiar de vestido, señorita
Sally. Ese no sólo es inadecuado para estas tierras, sino que… A
y p q
propósito: ¿Sabe usted montar a caballo?
—Pues sí —respondió—. Y me atrevo a decir que bastante bien.
Salía a menudo con Jim Ratcliff y…
—Un momento —la interrumpió él—. Ahora que menciona a Jim
Ratcliff… ¿Sabía usted que el padre de su amigo es ahora el
presidente de la «Amalgamated Company»?
—No. No sabía nada. Pero ya que va de preguntas responda usted
a esta: ¿Sabe usted que Jim Ratcliff piensa venir a Butte?
—¡Diablos! —exclamó el ingeniero, verdaderamente
sorprendido—. Esa sí que es una buena noticia… No. No lo sabía.
Pero me alegro de que me lo haya dicho.
Se volvió hacia la mujer que, en silencio, había escuchado el
diálogo, y ordenó:
—Marcía. Busque en esos armarios a ver si encuentra algo
apropiado para la señorita. Me refiero, claro está, a algún traje con el
que pueda montar a caballo.
Y salió, dejando a las dos mujeres solas.
Poco antes del mediodía, Buck Rawson y su nueva patrona
llegaron a las proximidades de la «Mina Healy».
Sally Garrighar había cambiado su vestido de ciudad por una
falda pantalón y una chaqueta de gamuza verde, con flecos, bajo la
que resaltaba una linda blusita de nívea blancura.
Durante el camino, el ingeniero había podido comprobar, además,
de que el nuevo atavío le sentaba muy bien, que no había exagerado
respecto a sus facultades como jinete.
—Dejaremos los caballos aquí, señorita Sally —habló el joven,
mientras se apeaba del suyo. Y añadió—: De ahora en adelante no
los necesitamos.
—¿Pertenece este terreno a la mina? —preguntó ella, mientras
desmontaba.
—Sí. La «Mina Healy» comprende toda la colina y sus laderas.
Exactamente hasta aquellas vías que se ven al fondo. De allí hacia el
pueblo, todo es propiedad de la «Amalgamated Company».
—No se nota ningún movimiento. ¿Es que no trabajan?
El hecho de que ella estuviera mirando a las vías le impidió ver la
enigmática sonrisa que afloró a los labios del ingeniero.
g q g
En cambio, le oyó decir:
—Hasta hace poco, esa colina que está usted viendo encerraba la
mejor veta de la comarca. Mas, según oí decir al propio director de la
Compañía, se ha agotado. Esa es la explicación de que no trabajen en
ella.
Sally Garrighar se volvió ahora para mirarle.
—¿No atañe eso también a nosotros? — indagó.
—En cierto modo, nada más. Simplemente en que sus acciones de
la sociedad disminuirán de valor dentro de poco.
—¿Y si las vendiéramos antes de que bajaran demasiado? —
sugirió ella.
Buck Rawson pareció escandalizarse
—De ninguna manera —protestó—. No piense en eso ni en broma.
Es más. Si alguien le hace ofertas intentando comprárselas, quiero
que me prometa no escucharlas siquiera. ¿Verdad que no hará nada
sin consultármelo?
—Pierda cuidado, señor Rawson. Le prometo no hacer nada sin
haberle consultado antes.
—Gracias, señorita Sally. Y ahora, ¿qué le parece si entráramos en
la mina?
—No deseo otra cosa. Vamos.
Rodearon la ladera, atravesando un bosquecillo de pinos
amarillos. Poco después, el ajetreo de muchos hombres que se
movían de un lado para otro apareció ante sus ojos.
—¿Qué hacen esos hombres? —preguntó intrigada.
—Transportan el mineral que sacan de las galerías, a las vagonetas
de aquel tren. Antes, toda la producción de la mina la vendía su
difunto padre a la «Amalgamated Company». A partir de ahora lo
refinaremos nosotros. Ya hemos empezado a construir un horno de
reverbero con gas regenerador.
—No sé de qué me habla. Espero que más tarde me lo explique…
¿Seguimos adelante?
Continuaron su camino hasta alcanzar la boca de un túnel que se
introducía en la montaña.
—¡Mac Glothen! — llamó el ingeniero. Y cuando segundos
después se les acercó un hombretón de anchas espaldas y cuello de
toro, añadió, señalando a la joven: — Le presento a la patrona, Mac
Glothen… Este es nuestro capataz, señorita Sally.
—Encantada de conocerle, Mac Glothen —saludó la muchacha,
alargando su linda manita que desapareció entre la enorme manaza
del minero—. Confío en que seremos buenos amigos.
—Por mi parte no quedará, señorita —respondió el gigante,
mirándola como embobado.
—¿Cómo van los trabajos en el horno, Mac Glothen? —preguntó el
ingeniero, —Ya debe estar casi terminado, ¿no es eso?
—Si no lo está poco le falta —respondió el gigante.
Miró hacia la joven, y explicó:
—Representa una innovación en la mina Healy, señorita. Es más.
Me atrevo a asegurar que a la «Amalgamated Company» no le va a
gustar mucho cuando se entere —y agregó, admirativamente: —
¡Sólo un hombre como el señor Rawson se atrevería a enfrentarse
con esa Compañía!
—No le entiendo, Mac Glothen —se extrañó la muchacha—. ¿Qué
ha querido decir con eso de que el señor Rawson se ha enfrentado a
la «Amalgamated Company»?
El capataz guardó silencio. Desconcertado, miró al ingeniero sin
saber qué contestar.
—Lo que Mac Glothen quiere decir —medió Buck Rawson,
acudiendo en su ayuda—, es que la «Amalgamated Company» se
encuentra ahora en un conflicto por mi culpa. Resulta que, aparte de
la «Anaconda Copper Company», hasta hoy era ella la única
compañía que refinaba cobre en Butte. Sin nuestro mineral y con el
agravante de haberse agotado, según dicen, su mina Heinze, las
posibilidades de sobrevivir como potencia productora son muy
escasas. Ahora bien. Para contrarrestar este peligro, tienen, dos
caminos. Uno de ellos, que por cierto será el primero que intenten, es
él de comprar su mina Healy. En cuanto al segundo…
—Continúe, señor Rawson —apremió ella, al advertir que el
ingeniero se detenía—. ¿Cuál es ese segundo camino?
—Pues verá. Es el único inconveniente con que nosotros,
tropezamos. La «Amalgamated Company» tiene contratados en
exclusiva todos los ramales de ferrocarril de la Northern Pacific. Si
usted no les vende su mina, tratarán de bloquearnos aquí con todo el
mineral.
—¿Es muy grave ese inconveniente? —indagó la muchacha,
interesada.
—De momento no. Pasará algún tiempo antes de que
dispongamos de existencias para vender. Y ya entonces…
Sin acabar la frase, el ingeniero cambió bruscamente de
conversación:
—Mire, señorita Sally. Ya hemos llegado. Eso que ve usted ahí es el
horno de reverbero. Con él refinaremos nuestro cobre sin necesidad
de intermediarios. ¡Eh, Pulto! —llamó—. Venga aquí.
Un hombre en mangas de camisa se apartó del grupo que
trabajaba afanosamente junto a la enorme casamata recién
construida. Se acercó a ellos.
—¿Me llamaba, señor Rawson?
—Sí. Quiero presentarle a nuestra patrona. La señorita Sally, hija
del difunto señor Garrighar. Ella es ahora la propietaria de la mina…
Terminaron por fin el horno, ¿eh?
El hombre estrechó la mano que la joven le alargaba. Luego
respondió:
—Sí. Esta tarde podremos probarlo. Mis hombres han empezado
ya a meter mineral.
—¡Estupendo! Confío en usted para que mañana mismo podamos
inaugurar la refinería. Yo me marcho ahora con la señorita; pero
regresaré esta tarde.
—Pulto es mi ayudante —decía poco después el ingeniero a Sally,
durante el camino de regreso—. Trabajaba también para la
«Amalgamated Company». Pero en cuanto le dije si quería venir
conmigo, no lo pensó ni un segundo. ¡Una magnífica adquisición!
Al llegar a la vista de la casa, descubrieron dos caballos a la
puerta. Junto a ellos, Marcía, la vieja sirvienta, parecía estar
esperándolos.
—Tiene usted visita, señorita Sally —anunció la mujer, apenas
desmontaron—. Un amigo suyo de Nueva York. Parece un joven
muy simpático, aunque no me gusta quien le acompaña.
Se dirigió ahora a Buck, añadiendo:
—Se trata de Vence Cutler, señor Rawson. ¿No habré obrado mal
al hacerlos pasar?
El ingeniero arrugó el ceño.
—¡Vence Cutler! —murmuró para sí, extrañado: —¿Qué buscará
aquí ese pistolero? —Luego, en voz alta, prosiguió: —No se
preocupe, Marcía. Hizo usted bien en dejarlos pasar… ¿Vamos,
señorita Sally?
Debido a la curiosidad por enterarse de quién sería aquel amigo
de Nueva York que venía a visitarla, Sally Garrighar no se dio cuenta
de lo que hacía Buck Rawson a su espalda, cuando ella desapareció
en el interior de la casa.
El ingeniero se había quitado la americana, quedándose en
mangas de camisa. Al entregársela a la vieja sirvienta, sonrió al ver
que ésta se santiguaba.
—No se asuste, Marcía —la tranquilizó—. Me la quito porque
tengo calor. ¿Qué se ha figurado?
—Á mí no me engaña usted, señor Rawson —contestó la buena
mujer—. La americana le estorba; pero no es por el calor.
—¡Vamos, vamos! ¡No sea mal pensada!… Ande. Avise a Skein
para que encierre a los caballos. Yo voy a reunirme con la señorita.
Entrando en la casa, Buck Rawson se dirigió en línea recta hacia
una de las salas, de donde salía rumor de conversación. Atravesó el
umbral.
—¡Caramba! —exclamó, apenas puso la vista encima del hombre
que se encontraba junto a Sally Garrighar —. ¡Pero si es el señor
Ratcliff!
Fingió no reparar en la presencia del otro individuo que se hallaba
a su derecha, y prosiguió, deteniéndose a unos pasos de la joven y
sin molestarse en alargar la mano para saludar al visitante: —Sabia
por la señorita Sally que pensaba usted venir a Butte. Pero, la
verdad, no creí que lo hiciera tan pronto. Viaje de negocios, ¿eh?
—Algo hay de eso. Pero estoy aquí precisamente por usted —
respondió Jim Ratcliff, sin la menor amabilidad—. Tenemos una
cuenta pendiente, y he venido a saldarla.
—¿De veras? —el tono del ingeniero rezumaba ironía—. ¡Y yo que
creí que dejaba todos mis asuntos arreglados! ¿Qué cuenta es esa que
tenemos pendiente?
—Lo sabe usted muy bien, Rawson. Aquella tarde en…
—Un momento —le interrumpió Buck—. Cuando se dirija a mi
haga el favor de llamarme señor Rawson. Tengo tanto derecho como
usted a ese tratamiento… Continúe.
Jim Ratcliff se mordió los labios. Saltaba a la vista que no esperaba
aquella reprimenda.
—De acuerdo, señor Rawson —contestó, al fin, para añadir en
seguida: —Le llamaré señor, aunque personalmente esté convencido
de que tiene poco de ello. No me interrumpas, Sally. En tu casa de
Nueva York, por educación, tuve que contenerme. Aquí es distinto.
—¿Por qué es distinto? —preguntó la muchacha, muy seria—.
Aquí también estás en mi casa.
—Ya lo sabe, señorita Sally —dijo el ingeniero—. Pero su amigo
quiere decir que se ha dejado los modales en la capital… Esto no es
la ciudad, ¿verdad, señor Ratcliff?
—Exacto, señor Rawson. Esto no es la ciudad. De ahí que yo me
comporte ahora como usted lo hizo en Nueva York.
—¿Tan mal me porté? —el tono era burlón.
—Peor que eso —respondió Ratcliff, sin inmutarse lo más
mínimo—. Se aprovechó de las circunstancias para dejarme en
ridículo. Y eso no se lo perdono, ¿lo oye?
—Oigo perfectamente. Lo que no entiendo es por qué ha venido a
esta casa, si era conmigo con quien quería usted hablar.
—Todo tiene su explicación. Necesito que Sally…
—La señorita Sally querrá usted decir, ¿no? —corrigió el
ingeniero.
—Sally y yo nos conocemos desde pequeños —replicó Ratcliff, sin
rectificar —. Entre ella y yo no existen los cumplidos.
Buck Rawson miró a la muchacha. Advirtió que se estaba
poniendo nerviosa y manifestó:
—Bien, señor Ratcliff. No discutamos más sobre esto. Diga de una
vez a qué ha venido, y acabemos cuanto antes. Le advierto que tengo
mucha prisa.
Por toda respuesta, Jim Ratcliff procedió a quitarse la americana.
Los poderosos hombros de su cuerpo de atleta resaltaren bajo la
ceñida camisa, cuando se volvió hacia el hombre que había venido
con él.
—Ya conoce mis instrucciones, amigo —le dijo—. Usted no
intervendrá para nada a no ser que el señor Rawson —y recalcó la
palabra «señor»—, intente recurrir a sus revólveres. Sé que en esta
tierra todo lo arreglan a tiros. Pero, aunque sea por una vez, nuestro
asunto lo vamos a arreglar al estilo de la ciudad… Ya puede llenar
esas copas.
El pistolero contratado por Jim Ratcliff saco una botella del bolsillo
del pantalón. De otro sacó dos vasos. Escanció parte del líquido en
ellos, y los colocó sobre una mesita que tenía delante.
Sally Carrighar no pudo contenerse más.
—¡Jim! —gritó—. ¿Se puede saber qué te propones?
—Lo sabrás en seguida, Sally. Al igual que en Nueva York, vas a
hacer de testigo. Pero ahora seré yo quien ordene al señor Rawson
que se beba el contenido de una de esas copas.
—¡Vaya! —exclamó el ingeniero, al parecer divertido—. ¡Y para
invitarme a una copa ha armado todo este tinglado! No debía
haberse molestado, hombre. La beberé con mucho gusto.
Avanzó hacia la mesita donde se encontraban los vasos. Se
encorvó corno si fuera a coger uno de ellos. Pero de pronto…
—¡Levante los brazos, Cutler! —En la mano derecha de Buck
Rawson aparecía ahora un amenazador revólver, con el que
encañonaba al pistolero. Prosiguió, ante la sorpresa de todos: —Bien.
Ahora procure no moverse mientras me apodero de su artillería. Así.
p p
Sin olvidar la vigilancia del desconcertado pistolero, Buck Rawson
se aproximó a la puerta. Tiró lejos de él las armas que había quitado
al bandido, y llamó: —¡Marcía! —Y cuando acudió la mujer, ordeno:
—Diga a Skein que venga en seguida. ¡Rápido!
Lo inesperado de su actuación había cogido a todos de sorpresa.
En especial a Jim Ratcliff que, con la americana que se hacía quitado,
en la mano, no sabía lo que iba a ocurrir ahora.
Ya iba a decir algo, pero en aquel momento apareció un hombre en
la puerta.
—¿Me llamaba, señor Rawson?
—Sí, Skein. Toma este revólver, y vigila a Cutler para que no se
mueva de donde está. Si desobedece, no titubees en disparar. Yo voy
a entendérmelas con el señor Ratcliff. Vino aquí en plan de matón, y
le demostraré que equivocó et camino. ¡Ha sido una lástima que
saliera de Nueva York!
Libre ya de la amenaza que suponía para él tener a su espalda a un
pistolero sin escrúpulos, Buck Rawson atravesó la estancia para
acercarse al que había venido a retarle.
—Bien, señor Ratcliff —habló, mientras se desabrochaba el
cinturón con el revolver que le quedaba, y lo entregaba a Sally
Garrighar—. No quiero que se marche sin darle la oportunidad que
usted buscaba. Vino a darme una paliza, ¿no es eso? Bien. Pues
hágalo… si es que puede.
Jim Ratcliff distendió la boca en amplia sonrisa. Aquel desenlace
no se lo esperaba. Declaró, mientras tiraba la americana al suelo: —
Será un placer para mí, señor Rawson. Aunque advierto que se ha
olvidado de algo. No ha mandado traer el botiquín.
—No se preocupe por eso, señor Ratcliff. Le curaremos antes de
que se le infecten las heridas… Cuando quiera.
Con aires de superioridad, Jim Ratcliff avanzó hacia el centro de la
habitación. Buck Rawson, estudiando su forma de moverse ahora, no
tuvo por menos que reconocer que iba a vérselas con un digno
contrincante.
Desde la puerta, Skein no perdía de vista al pistolero. Marcía se
había reunido con Sally, colocándose las dos en un rincón.
Y en aquel momento, empezó la lucha.
q p
Súbitamente, Jim Ratcliff estiró el brazo izquierdo. Vio cómo el
ingeniero abatía los suyos para detener el golpe y entonces, con
extraordinaria precisión y velocidad, colocó el puño derecho en el
mentón de su enemigo.
El ingeniero salió proyectado hacia atrás, aunque sin llegar a caer.
—Esa es mi tarjeta de presentación, señor Rawson —se burló
Ratcliff—. Ahora le enseñaré cómo se pelea en la ciudad.
—No será necesario, señor Ratcliff —respondió Buck moviendo la
cabeza de un lado a otro para despejarse—. Aquí también sabemos
hacerlo… ¡Fíjese!
Al pronunciar aquella palabra, Buck Rawson, con felina
elasticidad, saltó hacia adelante.
Por la forma de verle tomar impulso Ratcliff creyó que se
precipitaba en busca de su cuello. Pero se equivocó.
En el momento en que él agachaba la cabeza para librarse del
abrazo que esperaba, el ingeniero abatió los dos puños a la vez,
alcanzándole en la nuca.
Cogido de sorpresa, Jim Ratcliff cabeceó peligrosamente. No pudo
guardar el equilibrio, y por fin cayó.
—Levántese, matón de ciudad —le increpó el ingeniero,
esperándole a pie firme—. Ahora que ya hemos cruzado nuestras
tarjetas va a empezar lo bueno. ¡Magnifico! Eso es lo que esperaba.
Jim Ratcliff, apuntalándose en el suelo, acababa de saltar con los
brazos abiertos en busca de su cintura. Estaba seguro de que al
choque rodarían los dos por el suelo. Pero no pudo prever la extraña
maniobra de su antagonista.
Todavía estaba en el aire cuando, Rawson, en vez de apartarse
para evitar el encontronazo, avanzó un poco más. Al mismo tiempo
agitó uno de sus brazos a manera de aspa.
El puño, sin tropezar con ningún obstáculo en su camino, surcó el
aire limpiamente, hasta ir a chocar con demoledora contundencia
contra la boca de Ratcliff.
El golpe hubiera bastado para noquear a cualquiera. No obstante,
aunque acusó el impacto, Ratcliff lo resistió valientemente. Tenía
madera de luchador, y estaba acostumbrado a pelear. Pero el golpe
terminó por enfurecerle.
p
Y esta vez consiguió su propósito. Buck Rawson no esperaba tan
rápida reacción. De ahí que le cogiera desprevenido.
Jim Ratcliff cayó sobre él, y empezó a martillearle los costados. Y
lo hacía con sabia experiencia. Seguro de su resultado.
Durante unos segundos, fueron inútiles todos los esfuerzos del
ingeniero por eludir aquel tremendo castigo. Los puños de su
contrincante parecían dos martillos pilones que le pulverizaban los
costados.
Medio atontado y casi sin aire en los pulmones, Buck Rawson se
jugó el todo por el todo.
Sincronizando el movimiento de sus brazos al que hacía Ratcliff
con los suyos al martillearle, aprovechó el instante en que uno de sus
costados quedaba libre para impulsar el puño hacia arriba.
Inmediatamente después repitió la operación con el otro.
El resultado no fue tan eficaz como esperaba. Pero bastó para
encontrar el alivio que le era preciso a fin de continuar la lucha.
Su puño izquierdo pasó inofensivo rozando el rostro de Ratcliff.
En cambio, el derecho le alcanzó violentamente el oído.
Roto así el cuerpo a cuerpo, la pelea tomó otro carácter.
En la amplia estancia no se oía otra cosa que las jadeantes
respiraciones de los dos luchadores. Pero sus golpes no eran ya tan
contundentes. Se les notaba que sólo por un tremendo esfuerzo de
voluntad conseguían mantenerse de pie.
Y de pronto, el desenlace llegó tal y como era de suponer.
En un último cambio de golpes, los dos contendientes se
separaron. Quisieron mover las piernas para volver a acercarse, pero
éstas ya no les obedecían.
Jim Ratcliff agitó una mano en el aire, como si buscara un
agarradero. Mas, no encontrándolo, después de tambalearse unos
segundos, rodó por el suelo.
Buck Rawson consiguió llegar junto a él. Pero incapaz de
sostenerse por más tiempo, se precipitó de bruces sobre el caído.
—¡Marcía! —gritó Skein, desde la puerta, haciéndose cargo de la
situación—. Traiga un jarro de agua y refresque a los dos. Lo
necesitan… Usted, Cutler, siga ahí hasta que el señor Rawson se
recobre. Espero que no tarde mucho.
p q
Mientras la vieja sirvienta salía a cumplir lo que la habían
ordenado, Sally Garrighar se precipitó hacia donde se encontraban
los dos luchadores, uno encima del otro.
Casi a empujones, consiguió separar los dos cuerpos hasta dejarlos
boca arriba. Ninguno de los dos había perdido el conocimiento. Pero
se encontraban tan derrengados que ni siquiera podían moverse.
— ¡Demonios… con el señorito… de ciudad! —masculló el
ingeniero, hablando a trompicones—. ¡En mi vida he tropezado…
con un tipo… tan duro!… ¡Uf!… ¡Esta será… la última vez que… me
peleo con él!
—Lo mismo digo… —pronunció con un poco de trabajo Jim
Ratcliff—. De haber sabido… antes… con quien tenía que…
vérmelas… puede estar seguro… que no me hubiese metido… con
usted… ¡Vaya unos puños!
En aquel momento apareció Marcía llevando en sus manos una
jarra llena de agua y una toalla.
Entre las dos mujeres restañaron la sangre de ambos combatientes.
Poco después, recostados en sendos sillones, los dos hombres
empezaron a recuperarse.
Fue Rawson el primero que habló.
—No sé qué pensamientos tendrá usted, señor Ratcliff —dijo—,
pero opino que debería despedir a su acompañante. Me da en la
nariz que ni usted ni yo podremos movernos de aquí en todo el día.
Los labios de Jim Ratcliff esbozaron una mueca que quiso ser una
sonrisa. Respondió:
—Soy de su misma opinión, señor Rawson —Miró a la dueña de la
casa, sentada frente a ellos y pidió: —Hazme un favor, Sally. En el
bolsillo de la americana encontrarás una cartera. ¿Quieres dármela?
Mejor dicho. Saca tú misma cien dólares.
Se volvió ahora para mirar al todavía vigilado pistolero, y
manifestó:
—De momento no necesito sus servicios, Cutler. La señorita le
pagará lo estipulado, y puede retirarse… Dale esos billetes, Sally.
El pistolero cogió lo que le entregaban. Luego dijo:
—Creo que se olvidan de algo: Mis revólveres.
Jim Ratcliff miró al ingeniero. Comprendió éste el significado de
aquella mirada y se volvió hacia la puerta.
—Acércate, Skein —llamó al hombre que seguía en el umbral,
cumpliendo sus instrucciones. Y cuando el otro se. le acercó, añadió,
señalando el revólver que empuñaba, con un gesto de barbilla: —
Dame ese juguete, Skein. Bien. Ahora ve a la otra habitación, y busca
los de Cutler. Devuélveselos y que se largue.
Capítulo IV
UNA VIEJA HISTORIA
—No me importa que estén refinando cobre, Gerard. De momento
no disponen de líneas de ferrocarril, y no podrán sacarlo. De eso
puedes estar seguro. Lo que sí me interesa, y mucho, es conseguir
que antes que encuentren la solución a su problema, que la chica nos
venda su mina.
—No te entiendo, Red. ¿No acabas de decir que no podrán sacar el
cobre?
—Sí. Eso he dicho. ¿Y qué?
—¡Cómo que qué! Pues muy sencillo. Si no pueden vender cobre,
no tendrán ingresos. Bastará esperar a que la agobien los pagos, y ya
la tienes obligada a deshacerse de la mina.
—Eso es lo que tú crees, Gerard. Pero, ¿olvidas acaso que esa chica
sigue siendo uno de los mayores accionistas de la «Amalgamated
Company»? Si la dejamos que llegue a ese extremo, hará lo que a mí
no me interesa que haga: volver a vender el mineral a la propia
compañía. Eso si antes no consigue, con su influencia, que la
permitan utilizar algún ramal de la Northern Pacific… No.
Decididamente no podemos exponernos a que ocurra eso. Buck
Rawson es el ingeniero que dirige la Healy, y no podemos perder
tiempo.
—Ahora que lo mencionas, diré que precisamente quería hablarte
de él. ¿Estás enterado de que se «cargó» a Stone? Fue el mismo día
que llegó esa Sally Garrighar. Crocker y él estaban en la estación. Al
verla bajar sola del tren, se acercaron a ella con el propósito de
conducirla aquí. Naturalmente no sabían que se trataba de la
propietaria de la mina Healy. Bien. El caso es que intervino ese
ingeniero y «despachó» a Stone. Crocker se salvó por verdadero
milagro.
El hombre hizo una pausa para llenar un vaso, sirviéndose de la
botella que había encima de la mesa, y prosiguió:
—Pero no es eso solo. He sabido por Cutler que aquel mismo día
se peleó con un señorito de ciudad, que por cierto le había
contratado a él como guardaespaldas. Según afirma, con aquella
pelea disfrutó de lo lindo. Los dos contendientes quedaron
deshechos. Sin saberse quién había vencido a quién. Te lo digo
porque, si tan estropeado quedó, ahora sería la ocasión de
eliminarlo.
Los dos hombres que sostenían aquella conversación se
encontraban en un reservado de los muchos que tenía «El Pájaro
Azul» en los pisos superiores. Ahora bien. Aquél nunca se abría a los
clientes. Era para uso particular del dueño del establecimiento, y
cuando él lo ocupaba nadie podía molestarle.
Gerard Heady, propietario de «El Pájaro Azul», era un hombre de
edad indefinida, macizo de cuerpo y fisonomía atrayente. Mirándole
a la cara, nadie hubiera dicho que poseía un alma de negrero
dominada por los peores instintos.
Y, sin embargo, era así. Las personas honradas huían de él como si
se tratase del mismo diablo. Todo Butte sabía que «El Pájaro Azul»
era un antro de perdición. Pero era también el único sitio donde se
expendía buen whisky y de ahí que su clientela, aunque compuesta
de aventureros y mineros con pocos escrúpulos, fuera siempre muy
numerosa.
En su establecimiento, además de todas clases de juegos y licores,
se podía también adquirir, disponiendo de dinero suficiente para
ello, mujeres que vendían sus encantos. Pasajero placer que atraía a
muchos hombres, y que convertido en negocio por Gerard Heady, le
producía una buena parte de sus ingresos.
Y por si fuera poco, Gerard Heady disponía de un grupo de
pistoleros a su servicio mediante el cual, y por una cantidad
estipulada, resultaba la cosa más fácil del mundo deshacerse de la
persona que a uno le estorbase.
p q
Esa era la explicación de que expusiera a su interlocutor, con la
más afable de sus sonrisas, la sugerencia de eliminar al ingeniero de
la mina Healy.
Pero parpadeó al oír la respuesta del otro.
—Te equivocas de nuevo, Gerard. Por lo que veo, tu servicio de
información no es tan bueno como supones. Conque Buck Rawson
está para el arrastre, ¿eh? Pues para que te enteres, lleva ya una
semana trabajando en la mina. Cierto que los dos que se pelearon
recibieron lo suyo. Pero tanto el uno como el otro demostraron ser
hombres de pelo en pecho. A los dos días ni se acordaban de la zurra
que se propinaron. Por cierto. ¿Sabes quién es el «señorito de
ciudad», como le has llamado antes, que se peleó con él? Agárrate no
te caigas. Se trata nada menos que del hijo del Presidente de la
Sociedad en persona… Sorprendido, ¿eh?
Gerard Heady interrumpió en el aire el movimiento de llevarse el
vaso a la boca.
—¡Diablo! —exclamó, verdaderamente asombrado—. ¿Estás
seguro de lo que dices, Red? ¿Qué demonios ha venido a hacer ese
hombre en Butte?
—No hagas tantas preguntas, y deja que termine de explicarme.
Todavía no lo sabes todo.
Red se acercó un poco más a la mesa tras la que se sentaba Gerard
Heady, y prosiguió:
—Voy a contarte algo que ignoras: Una pequeña historia que, o
mucho me equivoco o ahora nos vendrá de perillas para conseguir
nuestros propósitos. Me refiero al interés que demostró siempre el
padre de la actual propietaria de la Healy hacia Buck Rawson. El
ingeniero que no obstante pertenecer a la plantilla de la
«Amalgamated Company», fue el único que empleó Stanford
Garrighar en, sus propiedades particulares. Me explicaré…
Hizo otra pequeña pausa para encender el cigarrillo que el otro le
entregaba, y empezó su relato:
—De esto hace ya casi treinta años. Durante la época aquélla en
que Marcus Daly, William A. Clarck y Augustus Heinze sostenían
sus tremendas luchas. Bien. Cuando Daly consiguió convertirse al fin
en el verdadero Rey del Cobre, repartió entre sus mejores
y p j
colaboradores una porción de terrenos para que los explotasen por
su cuenta. Entre estos colaboradores se encontraba un tal Kerr
Rawson. Precisamente al que le tocó en suertes la mina «Healy»,
aunque desgraciadamente para él no llegó a disfrutarla.
Dio unas chupadas a su cigarrillo y añadió:
—Resulta que por aquellas fechas, Heinze descubrió en la mina de
su nombre aquella famosa veta que más tarde vendió a la
1
«Amalgamated Company» por catorce millones de dólares (1).
Ahora bien. De la mina «Heinze» y a la «Healy» sólo hay unas
cuatrocientas yardas de distancia. Y convencido el entonces director
de la «Amalgamated», Stanford Garrighar por más detalles, de que
aquella fabulosa veta adquirida por su Compañía recientemente, se
internaba en la «Healy» propiedad de Kerr Rawson por donación de
Marcus Daly, ¿qué te figuras que hizo para hacerse con ella?
Gerard Heady era todo oídos.
—Sólo hay en el mundo dos personas que estén enteradas de lo
que te voy a decir. Tú serás la tercera. Pero antes me habrás de
prometer que no harás uso de esta revelación como no sea para lo
que yo te diga… ¿Entendidos?
—Entendidos, hermano. Por esa parte puedes estar tranquilo.
Haré lo que tú digas y nada más.
—Bien. Así lo espero. Pon atención entonces… Kerr Rawson, el
dueño de la «Healy», tenía un hijo de pocos meses que era la ilusión
de su vida. Su mujer murió al dar a luz, y el hombre había cifrado en
el pequeñín todas sus esperanzas. Imagínate cuál no sería sorpresa y
dolor cuando un día, al llegar a casa, se encontró con que su hijito ya
no estaba allí. Tanto él como la mujer que le cuidaba habían
desaparecido. Inútilmente buscó por todas partes, tratando de dar
con el paradero de aquel trocito de su corazón. Así pasaron cuatro
largos días hasta que, cuando más desesperado estaba, se le presentó
un hombre que, sin preámbulos de ninguna clase, se expresó así:
»—Vengo a traerle noticias de su hijo. Mejor dicho, lo que le traigo
es el precio que ha de pagar si quiere volver a verle.
»—¡Hable, hable pronto! —apremió el esperanzado padre—. Daré
cuanto me pidan. Si es preciso hasta mi vida, con tal que a mi hijo no
le ocurra nada.
»—No tema por el pequeño —le respondieron—. Está bien
atendido. Pero de usted depende que no le ocurra nada.
»—¿Cuánto? ¿Cuánto he de pagar por la vida de mi hijo?
»—Menos de lo que se figura —fue la desconcertante respuesta
que obtuvo—. Lo único que tiene que hacer es vender su mina
«Healy».
»—¿Vender mi mina «Healy»? —se extrañó Rawson, que de todo
era aquello lo que menos esperaba—. ¿A quién? Es la primera noticia
que tengo de que a alguien le interesa.
»—Pues ya ve que está equivocado. Hay alguien que la necesita.
¿Está dispuesto a venderla? Naturalmente, ha de prometer por
escrito que no reclamará luego diciendo que lo hizo coaccionado.
»—Firmaré lo que quieran. Todo con tal de que me devuelvan a mi
hijo.
Dichas estas palabras Kerr Rawson sacó papel y pluma, y se puso
a escribir.
—Y aquí es cuando viene lo que a nosotros nos interesa —siguió
diciendo el que relataba aquella historia; atentamente escuchada por
Gerard Heady—. A la hora de poner el nombre del comprador,
resulta que el enviado para hacer aquel trámite, careciendo de
instrucciones en contra, no se le ocurrió otra cosa que dar el nombre
de Stanford Garrighar. Desde luego era Garrighar el inductor de
aquellos manejos. Pero claro, el hombre que contrató para dar aquel
paso, ignoraba que no era él quien pretendía comprar la mina, sino
la compañía de la que era director. Lo cierto fue que Kerr Rawson
firmó la transferencia de su propiedad a nombre de Stanford
Garrighar.
»—Esta misma noche tendrá a su hijo —prometió el que hacía de
mediador en aquel asunto, una vez que tuvo el documento firmado
en su poder. Y añadió: —El propio señor Garrighar vendrá a pagarle
lo estipulado y a traérselo.
—Pero ocurrió que Kerr Rawson, desquiciado por tantas
emociones o quién sabe si debido al ansia de ver cuanto antes a su
hijo, no tuvo paciencia para esperar. Aquella misma tarde se dirigió
a las oficinas de la Compañía. Mas con tan mala fortuna que en el
p q
camino tropezó con el hombre que le había visitado por la mañana.
Y convencido aquél de que Rawson iba con muy distintos
propósitos, sin pensarlo dos veces disparó sobre él, matándole.
Gerard Heady tenía en la punta de la lengua varias preguntas para
hacer. Pero conteniéndose, dejó que el otro continuara:
—Muerto Kerr Rawson, a Stanford Garrighar se le presentaron
dos problemas. El primero de ellos, es decir lo que haría con el
pequeño que tenía en su poder, lo solucionó en seguida. Encargó a la
mujer que le criaba que siguiera haciéndolo, y ésta accedió gustosa,
aunque poniendo la condición de que tenía que ser fuera de Butte. Se
hizo como pedía, y unos días después, ella y el pequeño se
instalaban en Livingstone. Allí vivió Buck Rawson, hasta que murió
la que le había hecho de madre. Stanford Garrighar, que siempre se
había ocupado por él, le entregó entonces el importe de la venta
hecha por su padre de su mina «Healy», y el chico se puso a estudiar
para ingeniero. Conseguido el título, fue Garrighar quien le hizo
ingresar en la «Amalgamated Company», al mismo tiempo que le
empleaba en sus propiedades particulares. Ni por un momento ha
sospechado nunca el muchacho que Stanford Garrighar, el hombre a
quien él cree debe todo lo que es, fue en realidad el verdadero
causante de la tragedia de su padre.
Gerald Heady no pudo contenerse por más tiempo.
—¿Y el segundo problema? — preguntó.
—Ah, sí. Pues verás. Stanford Garrighar organizó todo aquel
tinglado del secuestro con tal de obligar a Kerr Rawson a que
vendiera su mina. Ahora bien. Como lo hizo sin contar con sus
socios, y ya que había muerto el vendedor, explicarles lo sucedido
equivalía, no sólo a perder el puesto, sino a que lo entregaran a la
justicia. Resultado: Decidió no decir nada a nadie y quedarse con la
«Healy», ya que el documento firmado por Kerr Rawson le reconocía
a él como legítimo dueño. Pero para ello tenía antes que conseguir
otra cosa: El silencio del hombre que le habla ayudado.
—¿Y lo consiguió?
—Sí. Durante más de veinticinco años nadie ha sabido una palabra
de esto. Pero tuvo que pagar diez mil dólares a cambio de una
confesión escrita en la que el otro se declaraba como asesino de Kerr
Rawson. Y por verdadera casualidad yo me enteré de ello.
Tras otra ligera pausa, continuó diciendo Red:
—Cierto día, de esto hará cosa de cinco años, se presentó un
hombre en la compañía preguntando por Buck Rawson. Era a mí a
quien se dirigía, y en seguida pude darme cuenta de que el hombre
estaba ciego y muy enfermo. De lo que no había duda es de que
sabía positivamente que Buck Rawson trabajaba allí, y que venía a
decirle algo importante. Entonces se me ocurrió la idea de hacerme
pasar por el que buscaba. Así es que, apenas le dije que era yo Buck
Rawson, se arrojó a mis pies y empezó a contarme su historia.
—¿Te dijo por qué había aguardado tanto a hacer aquella
confesión?
—Si. Reconoció que durante veinticinco años había vivido sin
pensar hacerlo. Pero que al final, sintiéndose próximo a morir, se
decidió a descargar su conciencia.
—¿Qué ocurrió después?
—Conduje al hombre a su domicilio, prometiendo visitarle dos
días más tarde, cuando aclarase ciertos puntos. En realidad, no
necesitaba aclarar nada. Estaba seguro de que viviría muy poco
tiempo, y no me equivoqué. Murió aquella misma noche, dejándome
como único dueño de su secreto.
—¿Y piensas usarlo ahora?
— ¡Ca! Empecé a hacerlo aquel mismo día. Por mi cargo en la
Compañía podía desplazarme de aquí cuando creía necesario. Así es
que me trasladé a Nueva York, y allí me entrevisté con el hombre
que desde hace años es mi jefe. Todo el mundo ignora que este
hombre inteligente, rico y ambicioso, es el que está sacando mayores
beneficios de la Sociedad. Y naturalmente, yo también me llevo mi
parte… Hasta entonces teníamos que andar con mucho tiento.
Después fue distinto. Teníamos en nuestras manos al ya Presidente
de la compañía, y pronto empezamos a sacar provecho. Primero
poco a poco y después en mayor escala, la «Amalgamated
Company» fue mermando sus beneficios. A excepción del propio
Presidente, ni el mismo director de aquí ha sospechado nunca que
gran parte del mineral que se extraía en Butte, va a parar a nuestras
g p q p
manos. Y no es eso sólo, sino que al descubrir yo en una
investigación particular, la fabulosa veta de que te he hablado, que
por cierto empieza en la mina «Healy», siguiendo las instrucciones
de mi jefe de Nueva York me las he arreglado tan bien que he
conseguido que se declare a la «Heinze» oficialmente agotada. Ya
hace un mes que no se trabaja en ella… ¿Comprendes ahora mi
interés por adquirir la «Healy»?
—Desde luego. Lo que no comprendo es cómo no aprovechaste el
poder que tenías sobre su dueño para obligarle a vender. ¿Por qué
has esperado a que muriese?
—Ha sido un contratiempo que no esperaba. En realidad, ya había
empezado a tratar sobre ello. Le había pedido la mitad de las
acciones que tenía en la Compañía, y estaba seguro de conseguirlas.
Después, a cambio de ellas, pensaba pedirle la «Healy».
—Y entonces se murió, ¿no?
—Sí. Fue una verdadera lástima. Pero no importa. Lo
conseguiremos de todas formas. Por eso he venido a verte.
—Bien. Pues ya puedes empezar a exponer tu plan. ¿Qué piensas
hacer?
—Lo primero de todo, quitar de en medio al hombre que me
estorba, para poder ponerlo todo en marcha: Henry Marston.
—¿El director de la «Amalgamated Company»?
—El mismo. Es necesario eliminarle para tener el campo libre. Son
las órdenes que he recibido de Nueva York.
—¿Y después?
—Después empezaremos con Buck Rawson. Ese inusitado interés
que se está tomando por la «Healy», ha llegado a escamar al jefe.
Últimamente han ocurrido varias cosas extrañas en Nueva York, a
raíz de su viaje. De la noche a la mañana se muere Stanford
Garrighar. A continuación, la mayoría de accionistas reciben una
respetable cantidad de dinero sin saber quién es el misterioso
donante ni la causa de tal proceder. Luego hemos sabido que todos
los fondos que tenía Garrighar en el National Bank los transfirió a
nombre de Buck Rawson un mes antes de morir… ¿Te dice eso algo?
Gerard Heady puso cara de sorpresa.
—¡Diablos! — exclamó—. ¿Entonces…?
¡ ¿
—Exacto — le interrumpió el otro, sin dejarle acabar la frase—.
Eso prueba que pudo ser Rawson quien repartió esa lluvia de
dólares. Porque verás. Garrighar estaba muy enfermo. ¿No podía ser
que hubiera confesado todo al muchacho? Por lo pronto tenemos
que fue él quien le hizo llamar a Nueva York. No sería nada extraño
que le hubiera explicado lo que hizo con su padre, y para resarcirle
le entregara todos sus valores.
—Ya. Y el chico, en vez de quedarse con el dinero, se entretiene en
repartirlo entre los accionistas de la «Amalgamated», ¿verdad? —
comentó, en tono irónico, Gerard Heady.
—Nada de eso, Gerard —contestó el otro, sin inmutarse por la
burla—. Mi opinión, al igual que la del jefe, es que Buck Rawson,
sabedor de lo que habían hecho con su padre, decidió vengarle.
Posiblemente no esperaba que Garrighar muriese tan pronto. Pero al
ocurrir así, debió hacerse el propósito de no tocar nada que viniese
de sus manos. Por eso repartió el dinero entre los accionistas.
—Y a reglón seguido se viene a Butte para encargarse de la
dirección de la «Healy» en beneficio de la hija del muerto, ¿no es
eso?
El tono de Gerard Heady seguía siendo burlón, aunque el otro
continuó demostrando no darse cuenta de ello.
—Te diré de una vez lo que yo creo, Gerard. Buck Rawson se
propone reivindicar la mina de su padre, aunque aparentemente
haga el juego a la chica. Si le dejáramos, ya verías como en el
momento oportuno saldría lo que yo digo. Pero vamos a estropearle
el plan.
—¿De veras? ¿Cómo?
—Descubriendo sus intenciones a la muchacha. Ella se pondrá
furiosa al saberlo, y entonces será cosa fácil convencerla para que te
venda su mina.
—¿A mí? —se extrañó Gerard Heady, perdiendo de golpe su
anterior buen humor—. ¿Por qué a mí?
—Por la sencilla razón de que ni el jefe ni yo podemos figurar en
esto. Oficialmente tú serás el dueño de la «Healy», así como de la
«Heinze» que también se va a vender. Luego…, bueno, de eso ya
hablaremos más tarde. Ahora voy a decirte lo que tienes que hacer.
Capítulo V
LA RUPTURA CON SALLY
—Por varios motivos me disgusta que hayan matado al señor
Marston, Pulto. Mucho me temo que con el cambio de director de la
«Amalgamated Company», empiecen los conflictos para nosotros.
—¿Qué le hace suponer eso, señor Rawson?
—Sería largo de contar. Pero tengo mis razones para estar seguro
de lo que digo. Por lo pronto no me extrañaría nada que
recibiéramos alguna visita… ¿Dije visita? ¡Mire! Ya los tenemos
aquí… ¡Diablos! ¡Y que me maten si uno de ellos no es mi digno
contrincante, de hace quince días!… Salgamos a su encuentro, Pulto.
Apartándose del trozo de vía que estaban construyendo, Buck
Rawson y su ayudante dirigieron sus pasos hacia los dos jinetes que
en aquel momento acababan de desmontar junto al horno de
reverbero.
—Buenos días, señor Rawson — saludó Jim Ratcliff, que era uno
de los recién llegados. Señaló a su acompañante, y añadió: —
Supongo que ya conoce al señor Davenport, ¿verdad? Bien. Lo que
quizá no sepa es que ha sido nombrado director de la
«Amalgamated Company» en sustitución del difunto señor Marston.
—No. Eso no lo sabía — respondió el ingeniero. Y agregó,
dirigiéndose al aludido: — Te felicito, Walter. Pero supongo que esta
visita no se deberá exclusivamente a comunicarme tu
nombramiento, ¿verdad?
—Así es, Buck. Mi presencia aquí se debe a otras 54 —causas.
Aunque naturalmente, ligadas a mi nuevo cargo.
—Es lo que me suponía. Y bien. ¿De qué se trata?
—Te lo diré en pocas palabras: Nadie mejor que tú sabe lo mal que
se están poniendo las cosas de un tiempo a esta parte para la
Compañía. Me refiero a la «Amalgamated», claro. Pues bien. He
recibido órdenes de Nueva York para que procure solucionar este
problema cuanto antes.
—¿Qué problema?
—El del cobre. Agotada la Heinze y sin poder disponer de mineral
que hasta ahora nos vendía el señor Garrighar, la «Amalgamated
Company» se ve en el tremendo apuro de no poder cumplir con sus
clientes. De durar esto mucho tiempo, no tendríamos otro remedio
que abandonar Butte.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso? ¿Acaso yo puedo
solucionarlo?
Ahora fue Jim Ratcliff quien contestó:
—En cierto modo si, señor Rawson. No es que yo entienda mucho
de estas cosas. Pero, al igual que mi padre, opino que depende de
usted el que esto se solucione.
—¿De veras? Dígame cómo.
—Verá. Se trata de lo siguiente: No hay duda de que Sally, la
actual propietaria de esta mina, tiene plena confianza en usted. Hace
cosa de una hora que he hablado con ella y todo lo que he podido
obtener es la sugerencia de que viniera a verle a usted para cuanto se
relacionara con la «Healy».
—Muy bien respondido. Continúe.
—Estudiando el problema con el señor Davenport, hemos llegado
a la conclusión de que si usted convence a Sally para que deje de
explotar la mina por su cuenta, todos saldríamos ganando.
—Todos no. Ustedes, si acaso.
—Deje que sea yo quien se explique, señor Ratcliff —intervino el
director de la «Amalgamated», entrando de nuevo en la
conversación y dijo al ingeniero:
—Escúchame, Buck. Tú y yo nos conocemos muy bien, y no
podemos engañarnos. Te explicaré el asunto con claridad… La
«Amalgamated» necesita cobre. Y necesita precisamente el que se
saca de esta mina. De no haber dispuesto nunca de él, hoy no
vendríamos a reclamarlo. Además, se da el caso curioso de que la
q
actual propietaria de la «Healy» es a la vez uno de los mayores
accionistas de la Compañía que ahora represento. Lo que quiere
decir que también defiendo sus derechos… ¿Que explotando la mina
por su cuenta obtendría más beneficios que vendiéndonos a nosotros
el mineral? Cierto. Pero esa diferencia le sería compensada por los
dividendos de sus acciones.
—Olvidemos eso por un momento, Walter. ¿Qué pasaría de
negarse ella a seguir vendiéndoles el mineral?
—Que, sintiéndolo mucho, nos veríamos obligados a luchar contra
ella. Bloquearíamos todas las salidas, impidiéndole sacar el cobre de
aquí. Luego…
—No sigas, Walter. Con eso es suficiente… Bien. No es necesario
discutir más. Bloquead todas las salidas que queráis. Sé que la
Northern Pacific os hará caso, y no admitirá que carguemos en sus
ferrocarriles. Lo que falta saber es si la Great Northern hará lo
mismo.
—¡La Great Northen! ¡Pero si el ramal más cercano de esa
Compañía pasa a diez millas de aquí!
—No importa. Tengo ya autorización para enlazar con ella en
Anaconda. Dentro de un mes empezaremos a sacar cobre.
El director de la Amalgamated» permaneció unos segundos
pensativo. Luego advirtió:
—Piénsalo bien, Buck. Si los mineros de la «Amalgamated» se
enteran de que por tu culpa habrá que despedirlos, podría ocurrir
que hicieran alguna de las suyas.
—¿Como por ejemplo?
—¡Yo qué sé! Pero no me extrañaría que se metieran contigo.
—Lo cual quiere decir que estás seguro de que lo intentarán. Bien.
Pues que lo hagan, si quieren. Yo ya he dicho mi última palabra.
¿Alguna cosa más?
—Sólo una pregunta, Buck: ¿Sabe la señorita Garrighar a lo que se
expone si tú fracasas? Enterrará aquí todo el dinero que la dejó su
padre, y por si fuera poco, sus acciones de la Compañía disminuirán
mucho de valor.
El ingeniero sonrió, antes de responder:
—La señorita Garrighar no se preocupa por eso. Sabe muy bien
que no fracasaré.
Davenport cruzó una mirada con su acompañante, y dijo:
—De acuerdo, Buck. Si tan seguro estás de tu victoria, es inútil que
te molestemos más. Aunque eso sí, la culpa será toda tuya, si al final,
te llevas un desengaño… ¿Vamos, señor Ratcliff? Aquí ya no
tenemos nada que hacer.
—¿Qué le decía, Pulto? —comentó poco después el ingeniero
dirigiéndose a su ayudante, cuando los otros dos se hubieron
marchado—. Con Walter Devenport de director de la
«Amalgamated», nuestras posibilidades de éxito son ahora más
escasas. Le conozco muy bien, y estoy seguro de que no se dará por
vencido tan pronto. Lo que siento es haberle comunicado nuestros
proyectos. No me extrañaría nada que buscara la forma de
estropeárnoslos… En fin. El mal ya está hecho, y no tiene remedio. A
no ser que…
Deteniéndose de pronto, prosiguió, al cabo de unos segundos de
meditación:
—Sí. Aún podemos hacer algo. Habrá que trabajar de día y de
noche. Pero de la forma que sea hemos de terminar el trazado de esta
vía antes de lo que habíamos proyectado… ¡Rápido, Pulto! Ordene a
sus hombres que se den toda la prisa que puedan. Entretanto, yo iré
a buscar más obreros.
Capítulo VI
EL CEBO EN LA TRAMPA
Buck Rawson llegó a la «Healy». Apeóse de su caballo junto al
horno de reverbero, y llamó:
—¡Pulto!
Su ayudante acudió corriendo.
—A la orden, señor Rawson… ¡Diablos! ¿Qué le ocurre? ¿A dónde
me lleva?
El ingeniero le había agarrado de un brazo, y tiraba de él hacia un
rincón de la casamata.
—Déjese de hacer preguntas y preste atención, Pulto. Escuche…
Miró a su alrededor para cerciorarse de que no podían oírle, y
prosiguió:
—Acabo de romper con la patrona… Espere. Eso no tiene
importancia. Lo verdaderamente grave es esto: Según acaba de
comunicarme ha vendido la «Healy». Ahora bien. Me da en la nariz
que no lo ha hecho todavía. De ser cierto, el comprador ya se habría
dejado ver, ¿no cree?
—¡Por todos los demonios del infierno, señor Rawson! —exclamó
Pulto, en el colmo del asombro—. ¿Está seguro de lo que dice?
—Completamente. Y lo que es peor. La patrona ha tomado esa
decisión porque alguien le ha dicho que mis intenciones respecto a
su mina no son otras que quedarme con ella.
—¡Demonios! ¿Es posible que la señorita haya creído eso?
—¡Claro que es posible! Se juntan varias cosas en contra mía, y eso
ha bastado para que la convenzan en seguida.
—¿Qué piensa hacer, entonces?
—Lo primero de todo averiguar quién ha sido el que ha hablado
con ella tan bien de mí. Después… ¡Caramba! ¡Mírela! Ahí la
tenemos.
En efecto, Sally Garrighar se acercaba a ellos, a lomos de un
caballo.
—No esperaba encontrarle aquí, señor Rawson —fueron sus
primeras palabras, apenas se les unió. Y añadió, dirigiéndose al otro
ingeniero: — ¿Quiere dejarnos solos, Pulto? El señor Rawson se
marchó tan rápidamente de mi casa, que no pude aclarar ciertos
puntos con él. Había perdido la esperanza de poder hacerlo, pero
quizá ahora…
q
—Ahora podrá aclarar todos los puntos que quiera, señorita —la
interrumpió el joven. Y agregó, mientras sujetaba a su amigo por el
brazo para impedir que se marchara: —Pero Pulto se quedará aquí.
No tengo nada que ocultarle, y puede oír cuanto yo diga… ¿Acaso a
usted no?
Sally Carrighar esbozó una enigmática sonrisa. Observó a los dos
hombres durante unos segundos, y por fin declaró:
—De acuerdo. Por mí no hay ningún inconveniente.
—Me alegro de que así sea. Empiece, pues.
—Bien. Voy a complacerle. En primer lugar, quisiera que
respondiera a esta pregunta: ¿Qué ha hecho de los fondos que dejó
mi padre?
Si pensaba desconcertar al ingeniero, no lo consiguió. La
desconcertada fue ella, cuando le oyó responder:
—Lamento no poder contestar a su pregunta, señorita. Lo único
que puedo decirle es que, los fondos a que se refiere, no eran para
usted. Por lo tanto, olvídese de ellos y hágase la cuenta de que su
padre no dejó nada. Es decir: Le dejó la «Healy», que ya es
bastante… si usted sabe o deja sacar jugo de ella.
El gesto de cabeza que hizo la muchacha fue muy significativo.
—Exactamente la respuesta que esperaba —dijo. —No sólo se
niega a decirme lo que ha hecho con el dinero de mi padre, sino que
aún tiene el cinismo de asegurarme que no era mío. Bien, señor
Rawson. Le haré otra pregunta: Tengo entendido que mi padre
depositaba en usted plena confianza. ¿Por qué, entonces, ha
esperado a que muriese él para sacar a relucir todo ese interés que se
toma ahora por la «Healy»? Si tanto valor tiene, como asegura, ¿por
qué no le convenció a él para que la explotara antes? Mi padre no era
tonto. De ser tan buen negocio como me quiere hacer creer a mí,
¿supone acaso que mi padre no lo habría hecho ya? En una palabra:
¿No será que piensa usted aprovecharse de mi ignorancia en estas
cosas para medrar a mi costa? Más claro no puedo hablarle.
—Ese es el inconveniente con el que yo tropiezo, señorita —
contestó el ingeniero, con la mayor tranquilidad—. Que no puedo
responderla con la claridad que quisiera. Mi contestación es la
misma que la de esta mañana: Mi interés por su mina estriba
únicamente en su provecho.
—¿De veras? —se burló ella, con marcada ironía. —Entonces, ¿por
qué se asustó usted tanto cuando le dije que la había vendido?
—¿Es que no lo ha hecho?
—No empecemos de nuevo. Responda usted primero.
—De acuerdo… Pues para que lo sepa de una vez: Yo no me
asusté. Sólo me sorprendí y mucho, de que hubiera sido usted…
¿por qué no decirlo?, tan imbécil como para cometer una locura
semejante.
—¡Vaya! No es usted muy amable usando adjetivos, señor Rawson
—se quejó Sally, aunque en un tono que seguía siendo burlón—.
Antes me llamó estúpida y ahora imbécil. Pero no se lo tomo en
cuenta… de momento. Es más. Voy a hacer otra de esas locuras,
como usted las llama: Dejarle que siga llevando la dirección de la
«Healy» hasta que…
—…hasta que el nuevo dueño se haga cargo de ella, ¿no es eso? —
la atajó el ingeniero—. De todas formas, me hubiera quedado.
—¿Quiere decir que se quedaría, aunque yo le despidiera?
—Exacto. Mientras la «Healy» pertenezca a los Garrighar, seré yo
quien lleve la batuta en ella. Por lo tanto, si tantas prisas tiene por
perderme de vista, apresure su venta. Por lo que veo, es la única
manera de poder saber quién la «documentó» tan bien sobre mis
intenciones.
—¿Tanto le escuece el haber sido descubierto?
—¡Cah! Lo que me duele es haber aceptado el encargo de prestar
mi ayuda a una niña mimada… No me interrumpa. Voy a decirla
algo más. Su amigo Jim Ratcliff piensa regresar a Nueva York esta
semana. La ocasión es magnífica para irse con él. Allí en la ciudad,
con lo que le rindan sus acciones de la «Amalgamated Company» y
lo que saque de la venta de su mina, podrá vivir… sin necesidad de
verse rodeada de tipos tan «despabilados» como yo.
Sally Garrighar se estremeció al oír el tono con que la hablaban.
Sin embargo, respondió muy tranquila, demasiado tranquila a juicio
de Pulto que no perdía de vista a ninguno de los dos jóvenes.
—Lo que saque de la venta de esta mina tendré que emplearlo en
pagar a los hombres que trabajan, en ella. Y usted entre ellos. Lo
poco que sobre, si sobra algo, será el único beneficio que me habrá
reportado su preciosa ayuda.
Buck Rawson se mordió la lengua para no soltar la respuesta que
se merecía aquella niña tonta. En su lugar contestó:
—Siempre le quedará más de lo que se merece. Al fin y al cabo, es
usted la que se lo busca. En cuanto a mis honorarios, no se preocupe
por ellos. Yo ya cobré por adelantado, según me dijo esta mañana. Y
ahora, excúseme. Tengo que hacer, y no puedo perder el tiempo en
conversaciones sin sentido… Buenas tardes.
Giró sobre sus talones, y se alejó de allí hasta desaparecer en el
edificio que constituía el horno de reverbero. Su ayudante se dispuso
a seguirle, pero la voz de Sally le obligó a quedarse donde estaba.
—Un momento, señor Pulto —y cuando el segundo ingeniero de
la «Healy» se aproximó a ella, prosiguió: —Me he convencido de que
es usted un verdadero amigo del señor Rawson. ¿Me promete no
decirle nada si le confío un secreto?
Pulto parpadeó sorprendido. Pero contestó muy serió
—Prefiero que no me diga nada, señorita Sally. Si lo que quiere
decirme no lo puede saber el señor Rawson, desde luego a mí
tampoco me interesa.
—Sí que le interesa. Se trata de esa presunta venta de la mina.
—¿Presunta? —indagó Pulto, extrañado a más no poder—.
¿Entonces…?
—Exacto. Ni la he vendido ni pienso hacerlo. Lo que si me interesa
es que el señor Rawson siga creyéndolo así.
La sorpresa de Pulto llegó a su límite.
—¿Qué se propone usted, señorita?
—Se lo diré cuando me prometa guardar el secreto —respondió
ella, cada vez más dueña de sí.
—De acuerdo —accedió Pulto, tras unos segundos de
meditación—. Prometo no decirle nada. Pero explíquese. Me tiene
intrigado.
—Verá. Ignoro quién puede ser, pero de lo que no hay duda es de
que existe alguien que está interesado en que yo rompa con su
q g q q y p
amigo. Tampoco sé cómo se han enterado, pero lo cierto es que
conocen algunas cosillas de él que, de no estar yo completamente
segura de su integridad, bastarían para condenarle. Me refiero a esas
preguntas que le he hecho delante de usted, y a las que no ha
querido contestar, como ya habrá visto. Pues bien. He decidido
seguirles el juego a quienes sean para enterarme de sus nombres.
—Un momento, señorita. A ver si nos entendemos —la
interrumpió Pulto, cuyo rostro había adquirido una nueva expresión
—. ¿Debo creer, entonces, que su enfado con mi amigo es solo
ficticio?
—Sí. Me duele un poco la forma en que me ha tratado, pero en su
lugar yo haría lo mismo. ¡Es todo un hombre!
—Puede estar segura de ello, señorita Sally. Y puesto que es
momento de confidencias, le haré yo otra: ¿Recuerda sus palabras de
hace un momento, cuando dijo que con el importe de la venta de
esta mina tendría que pagar a los hombres que hemos contratado?
—Lo recuerdo perfectamente. Por cierto, que si hablé de ello fue
para que no creyeran que me había olvidado de ustedes. Desde
luego, no puedo pagarles ahora. Pero confió en que pronto
venderemos cobre, y entonces…
—Deseche esa preocupación, señorita —la interrumpió de nuevo
Pulto, sonriendo. Y aclaró Todos los hombres de la «Healy» han
cobrado hasta el último jornal… Por favor, no me interrumpa. Se
trata precisamente de mi secreto. Escuche:
Acercándose más a ella, el ingeniero continuó:
—Todos los gastos que se han producido en la «Healy» desde que
el señor Rawson se hizo cargo de ella, han sido satisfechos de su
bolsillo particular… No, no los ha pagado con los fondos que, según
usted le dejó su padre. De eso no sé una palabra. Lo que sí sé es que
el señor Rawson tenía desde hacía mucho tiempo una magnífica
cuenta corriente en el Banco de Livingston, donde se crió, y ahora no
le queda nada. Lo sé porque he sido yo precisamente quien fue a
retirarla de allí.
Ahora le tocó a ella sorprenderse. Intento abrir la boca para decir
algo, pero la lengua no le obedeció. Estrangulada su garganta por
desconocida congoja, sus ojos se anegaron de lágrimas.
g j j g g
—No… debió permitirle… que hiciera eso, Pulto — balbució, al
fin, con voz entrecortada de emoción.
—¡Imposible, señorita! Cuando el señor Rawson ordena una cosa,
no hay más remedio que obedecerle. Lo contrario es muy peligroso.
—¡Cómo me debe odiar! —exclamó la muchacha, casi sin oír lo
que decía Pulto. Y añadió, haciendo verdaderos esfuerzos por
recobrarse—: Pero no importa.
Ahora más que nunca debo continuar en mi papel de… «estúpida
niña mimada». —Y la última frase sonó como un lastimero quejido.
Su interlocutor arqueó las cejas, sin comprender.
—¿Qué ha querido decir con eso, señorita Sally? —preguntó.
—Muy sencillo. Los que buscan mi ruptura con el señor Rawson
no titubearían en quitarle de en medio si no consiguen sus
propósitos. La misma forma en que han empezado a trabajar
demuestra que es él quien les estorba. ¿Comprende ahora mi interés
porque todos crean que nos hemos enemistado?
—¿Insinúa usted que teme por la vida del señor Rawson?
—Estoy segura de ello.
—¡Diablos! ¿De dónde ha sacado esa seguridad?
—Lo siento, Pulto. Pero no puedo decirle nada más. En cambio,
voy a pedirle un favor: Encárguese de que entre los trabajadores
circule la noticia de la ruptura de Rawson y yo. Quizá sea suficiente
para que los otros se den a conocer, y una vez sabiendo quiénes son,
podamos tomar nuestras medidas.
Pulto guardó silencio durante unos segundos.
—Dígame, señorita —preguntó de pronto—. ¿No cree que sería
mejor avisar al señor Rawson? Estoy seguro de él…
—No —le atajó la muchacha, sin dejarle acabar—. Es preciso que
él no sepa nada de esto hasta que yo averigüe algo más. Luego…
¡mire! Por allí viene otra vez. Haga lo que le he dicho, y no se
preocupe de lo demás. Precisamente era lo que yo venía a hacer.
Ahórreme ese trabajo… Hasta la vista.
Buck Rawson llegó junto a su ayudante cuando Sally Carrighar se
alejaba al galope.
—¿Se puede saber qué han estado hablando durante tanto tiempo?
—inquirió. Su rostro esbozó una sonrisa y añadió, ligeramente
q y g
burlón—: Le noto algo extraño, Pulto. Juraría que la señorita le ha
sido simpática.
—Y lo es, señor Rawson —respondió el aludido, muy serio—.
Algún día se convencerá usted de ello, no lo dude.
—¿Quién? ¿Yo? ¿Convencerme yo de que esa?
—Sí. Ya lo sé —le atajó Pulto, sonriente—. Esa «estúpida niña
mimada», ¿no? Pues, bien. Esa «estúpida niña mimada» tiene un
corazón más grande que esta montaña. Se lo aseguro.
—¡Pero Pulto! ¿Así estamos?
—Ríase si quiere, señor Rawson. Alguna vez me tocará a mí el
turno, y entonces…
—¡Vamos, vamos! —le cortó Buck Rawson, palmoteándole en la
espalda—. ¿Y si en vez de discutir nos pusiéramos a trabajar? ¿Sabe
lo que he estado haciendo mientras usted charlaba con…?
—Sí. Con esa «estúpida niña mimada», no lo repita otra vez…
¿Qué ha estado haciendo?
—Preparar la salida del primer tren de cobre refinado. Partirá esta
noche hacia Anaconda.
—¡Magnífico! Eso quiere decir que la «Healy» empieza a rendir
beneficios sólidos. El nuevo propietario lo encontrará todo hecho.
Buen negocio, ¿eh?
Se puso a reír Buck Rawson, mientras echaba a andar.
—No me tome por tonto, Pulto. La «Healy» no se ha vendido ni se
venderá.
Capítulo VIII
CONTRAOFENSIVA
—Disminuya la velocidad, maquinista. Me da en la nariz que
estamos llegando. Muy bien. Continúe así, poco a poco.
Esperó Buck Rawson un par de minutos, durante los cuales atisbo
por delante de la vía. Después se volvió hacia su ayudante.
—Ha llegado el momento, Pulto —dijo—. Reúnase con sus
hombres, y estén preparados… Y usted igual, Mac Glothen. En
cuanto oigan el silbato de la máquina, ya saben lo que tienen que
hacer.
El segundo ingeniero y el capataz saltaron al tándem, y de allí a
los vagones traseros.
—Bien, señor Ratcliff —siguió diciendo Buck, dirigiéndose ahora
al joven que iba a su lado—. Usted y yo seguiremos aquí hasta que
alcancemos a los que nos esperan. Después… ¡Cuidado, maquinista!
¡Frene en seguida o descarrilamos!
Apenas acababa de dar la orden, el pesado tren de carga pareció
estremecerse. Durante unos segundos el chirrido de los frenos se
mezcló con el ruido de los secos topetazos al chocar unos vagones
contra los otros. Finalmente, con un último patinar de ruedas, el
convoy se detuvo. Casi al mismo tiempo, el agudo pitido de la
máquina atronó el espacio.
—Exactamente donde me había figurado —comentó Buck,
refiriéndose al lugar elegido por Howard y sus hombres para
levantar la vía. Y aclaró—: Este trozo es el más llano durante todo el
trayecto. Se ve que su único propósito es dejar interceptada la línea.
De desear provocar una catástrofe, hubieran elegido otro punto más
peligroso… ¡Atención! Ya los tenemos ahí… No se mueva, señor
Ratcliff.
En efecto, varias sombras surgieron de la obscuridad hasta entrar
en el halo de luz que desparramaba el farol colocado en lo alto de la
máquina.
Una voz gritó:
—¡Eh, los del tren! Saltad todos a tierra con los brazos bien altos.
No os ocurrirá nada si obedecéis.
—Hagan lo que dicen —ordenó en voz baja Rawson, al maquinista
y al fogonero.
—¡Magnifico! —exclamó la misma voz de antes, aproximándose a
los dos hombres que acababan de saltar al suelo—. ¡Eh, muchachos!
— llamó, volviendo la cabeza hacia la izquierda—. Venid todos aquí.
Surgieron más hombres, que fueron a reunirse al que había
hablado. Desde la máquina, Buck Rawson contó más de treinta. Sus
voces llegaban claramente hasta él.
—¡Silencio! —ordenó el que parecía llevar la voz cantante. Esperó
a que todos callaran y prosiguió, dirigiéndose al maquinista—:
Vamos a ver, amigo. ¿Quién te avisó de que la línea estaba cortada?
No puedes negar que lo sabias. Hemos visto las precauciones con
que avanzabas, y frenaste en el momento oportuno. ¡Responde!
La respuesta llegó de donde menos esperaba el que había hecho la
pregunta. Procedente de la máquina, una voz gritó:
p g q g
—No te molestes, Howard. Fui yo quien le avisó.
Buce Rawson oyó el murmullo que seguía a sus palabras, De un
salto estuvo en el suelo. Avanzó hacia el grupo.
—¡Por todos los demonios del infierno! —oyó exclamar a Howard
—. Pero, ¡si es Buck Rawson en persona!
—El mismo —respondió el ingeniero, deteniéndose frente a él. Iba
en mangas de camisa, y no parecía sentir el frío que reinaba—. Supe
que querías hablar conmigo y aquí estoy.
Desconcertado, Howard contempló la impotente figura del que
suponía en la «Healy», mientras el ingeniero añadía:
—Y bien, Howard. En principio te has salido con la tuya de
interceptar el paso del tren. ¿Sería mucho pedir me explicases qué
esperas sacar de ello?
—Vas a saberlo en seguida —contestó Howard, que ya se había
repuesto—. Desde luego hubiera preferido que nuestro encuentro se
celebrara en la mina, para que todo el mundo pudiera oírme y saber
así quién es Buck Rawson: El hombre que además de dejar sin
trabajo a medio centenar de obreros, ha ordenado asesinar a su
patrona para adueñarse él de lo que, si alguna vez pudo
pertenecerle, hoy en día le está vedado enteramente… ¿Sorprendido,
eh?
La última pregunta no podía ser más cierta. Buck Rawson
mostraba en sus ojos la mayor de las sorpresas. Las palabras que
acababa de oír le habían traído a la memoria lo que Stanford
Garrighar le decía en el enigmático escrito que le entregaran en
Nueva York.
La luz del farol que desde la máquina alumbraba la escena,
permitía ver su rostro, que reflejaba incontenible asombro.
Durante unos segundos, el silencio más absoluto reinó a su
alrededor. Finalmente, después de tragar saliva varias veces, el
ingeniero recobró la serenidad.
—¡Repite eso otra vez, Howard! —el tono de su voz era tan
cortante como el filo de un cuchillo—. ¡Y procura medir bien tus
palabras!
—No me asustan tus amenazas, Rawson —replicó Howard, con la
seguridad que le daba el suponer a su odiado enemigo entre sus
g q p g
manos—. He descubierto tu juego, y sólo me pesa, que tus hombres
no lo puedan oír. Pero no importa. Mañana sabrán todos quien eres
realmente.
Pasada la primera impresión que le produjo r: ataque verbal, Buck
ya no se inmutó por lo que oyó a continuación. Completamente
sereno replicó:
—Quiero creer que no estás borracho, Howard —giró la cabeza
hacia atrás, y gritó —¡Señor Ratcliff, Pulto Mac Glothen! Acérquense
aquí.
Del ancho corro que rodeaba al ingeniero brotó una serie de
exclamaciones al descubrir a dos numerosos grupos de hombres que
iban entrando en la zona de luz. Parecían salir de debajo del tren,
aunque en realidad, bajaban de los vagones, cada grupo por un lado
del convoy.
Esperó el ingeniero a que todos se le hubieran aproximado.
—Ni el lugar ni la temperatura son adecuados para celebrar una
conferencia, Howard —se dirigió de nuevo al minero—. Pero ya que
así lo has querido, voy a complacerte… Te lamentabas antes de que
no te pudieran oír mis hombres. Bien. Ahora ya te oyen. ¡Empieza a
escupir veneno!
En la aplastada faz de Howard se plasmó una siniestra sonrisa.
Durante varios años había esperado pacientemente aquel momento.
Nunca había olvidado la paliza que recibió en cierta ocasión a manos
del ingeniero, y vengarse de él constituía su mayor deseo.
—De acuerdo, Rawson —respondió, gozando interiormente de su
triunfo—. Cuantos están aquí van a tener ocasión de conocerte.
Oídme todos… Este hombre que veis aquí —y señaló al ingeniero —
se llama Buck Rawson… Un momento. El que recita un nombre que
todos sabéis tiene su importancia. Todos vosotros, unos por trabajar
en la «Healy» y otros por pertenecer hasta hoy a la «Amalgamated»,
sabéis que Buck Rawson prestaba sus servicios como ingeniero en
ambas minas. Lo que ya no sabéis es por qué, a raíz de la muerte de
Stanford Garrighar, demuestra tanto interés por la «Healy».
Siguió un segundo de silencio y súbitamente, como el que deja
caer una bomba, Howard empezó a formular preguntas:
—¿Sabíais que la «Healy» perteneció años atrás al padre de
Rawson? ¿Sabíais que Stanford Garrighar fue involuntariamente, el
culpable de la muerte del padre de Buck? ¿Sabíais que éste se
propone ahora, precisamente esta misma noche, asesinar a la dueña
de la «Healy» para vengar a su padre y quedarse con la mina que
cree suya? ¡Contestad!
El silencio más impresionante acogió aquellas palabras. Todas las
miradas se clavaban ahora en Buck Rawson que, tan aturdido como
ellos, mostraba unos ojos desmesuradamente abiertos.
De todos, fue Jim Ratcliff el que se recobró primero de su sorpresa.
Avanzó unos pasos hacia Howard.
—Lo que acaba de decir es muy serio, amigo. ¿Puede usted
demostrarlo? —preguntó.
—¡Diablos! —exclamó Howard, al reconocer al que le hablaba—.
Ahora me explico que el maquinista supiera que la vía estaba
interceptada… Logró usted escapar, ¿eh? No hace falta que
responda. Será mejor que lo haga yo a sus preguntas.
Hizo una pausa para mirar a su alrededor y añadió, dirigiéndose a
Jim Ratcliff:
—Conque quiere saber si puedo demostrar lo que dije antes, ¿no
es eso? Bien. Pues sí, señor —la voz de Howard rezumaba alegría—.
Para lo primero pregunte en la «Anaconda Copper Company» a
quién dio Marcuy Daly la «Mina Healy» hace treinta años. Le dirán
que fue a un tal Kerr Rawson. El mejor colaborador del «Rey del
Cobre», que así premió sus servicios durante sus luchas contra
William A. Clark y Augustus Heinze, aunque no llegó a disfrutarla.
Stanford Garrighar le jugó una treta para apropiársela. Uno de esos
manejos de los hombres de negocios, pero que la fatalidad hizo que
costara la vida al vendedor. Stanford Garrighar se hizo entonces
cargo del hijo de Rawson, entregándolo a una mujer para que lo
criase. La mujer se lo llevó a Livingstone. Después, cuando fue
mayor, Stanford le hizo entrega de una respetable cantidad de
dinero, precisamente la suma que hubiera tenido que pagar a su
padre por la mina. Con ello, Garrighar consideró saldado lo que
había hecho con Kerr Rawson, sin sospechar que su hijo se enteraría
años más tarde de todo, decidiendo vengarse.
g
Tras otra pequeña pusa que nadie se atrevió a interrumpir,
prosiguió:
—Y ahora viene lo más importante. La muerte de Stanford
Garrighar no varió en nada los propósitos de Buck Rawson. Puesto
que no podía vengarse del verdadero culpable, según él, lo haría con
su hija. Por eso dejó a la «Amalgamated», y se encargó de la
«Healy». Construyó este ramal de ferrocarril y un horno para refinar.
Nadie sabe de dónde ha sacado el dinero, aunque bien podría ser
que haya empleado el suyo propio. Lo cierto es que todos sus
hombres han cobrado sus sueldos. Y, para terminar: Mañana
aparecerá en algún sitio el cadáver de la hija de Garrighar a la que
esta noche, alguien que desconocemos, ha de asesinar por orden
suya. Precisamente cuando me enteré de esto se me ocurrió lo de
hacer descarrilar el tren. Quería con ello atraer su atención hacia este
sitio, impidiéndole disponer de tiempo para sus siniestros planes de
esta noche. Ahora bien. Tengo que reconocer que no esperaba
encontrarle aquí. Pensaba ir a la «Healy» en su busca.
Se detuvo un segundo, y de pronto añadió:
—Aunque también podría ser que hayan matado ya a la señorita
Garrighar, y al venir él en el tren quisiera procurarse una coartada.
Usted mismo, al avisarle —se dirigió a Ratcliff —le ofreció una
magnífica oportunidad.
En el silencio de la noche, las palabras de Howard semejaban
trallazos. Nadie notaba el frío que reinaba en el ambiente. Cuantos
estaban allí tenían concentrados sus sentidos en él afán de no perder
una sola sílaba de lo que se hablaba.
Buck Rawson, sin despegar los labios, era el blanco de todas las
miradas. Pero él no parecía darse cuenta de ello. Su mente era un
caos, en el que las acusaciones de Howard se entremezclaban con las
palabras escritas por su antiguo jefe, en aquel extraño comunicado
que le dejara.
Una frase de las de su acusador resaltaba sobre las demás.
«¿Sabéis que la «Healy» perteneció, años atrás, al padre de
Rawson?»
La contestación que Howard dio a Jim Ratcliff demostraba
claramente que era cierto. ¿No sería aquello lo que Stanford
q ¿ q q
Garrighar no quiso revelarle?
Ahora comprendía muchas cosas a las que hasta entonces no había
dado la menor importancia: El interés que siempre demostró por él
su jefe, tenía que ser por lo que Howard decía. Luego estaban las
enigmáticas palabras que le dejó escritas.
Ignoraba cómo Howard pudo enterarse de todo aquello, que él no
pudo saber nunca. Pero no había duda de que basaba su acusación
en hechos reales.
Lo que no podía explicarse era lo concerniente a Sally Garrighar.
¿Cómo era posible que aquel hombre se atreviera a acusarle delante
de todos de que él pensaba asesinarla para apropiarse de la «Healy»?
Porque saltaba a la vista que Howard estaba completamente
seguro de que Sally Garrighar moriría aquella misma noche. ¿No
sería todo un complot para hundirle?
Desde luego, si la afirmación del minero se cumplía, nadie se
atrevería a creer en su inocencia.
La voz de Jim Ratcliff quebró sus pensamientos.
—Aquí hay algo que no entiendo, Howard —oyó decir al joven
neoyorquino—. Esta tarde, cuando les sorprendí en el comedor de la
«Amalgamated» organizando todo este lio, sólo hablaron de
«entendérselas» con el señor Rawson, a quien le achacaban la culpa
de haberse quedado sin. trabajo. ¿Quiere decir que no provecha
usted ahora esa historia de la que se ha enterado tan oportunamente,
para emplearla en una venganza particular?
—Algo hay de eso —reconoció Howard, muy tranquilo. Se creía
dueño de la situación, y gozaba en lo que él creía la derrota de su
enemigo—. Queríamos «entendérnoslas» con el señor Rawson —y
recalcó la palabra señor, con verdadera burla —precisamente por
habernos dejado sin trabajo. Ahora bien. Por casualidad me enteré
de sus planes, y decidí aprovechar la ocasión para vengarme de él.
Ni siquiera se lo dije a mis compañeros. Pensaba hacerlo en la
«Healy», después de haber detenido el tren que sabíamos iba a
enviar fuera. Pero usted lo estropeó todo. Si no se hubiera escapado,
puede estar seguro de que a Rawson le hubiéramos cogido con las
manos en la masa. Ahora, quizá sea tarde para remediarlo. No me
extrañaría nada que a la señorita Garrighar ya no la encontremos
viva.
Buck Rawson inició el gesto de entrar en la conversación. Pero Jim
Ratcliff se le adelantó.
—Por lo que se ve, está usted muy seguro de lo que dice,
—manifestó—. Sin embargo, a mí me cuesta trabajo creerlo. Aun
admitiendo que este hombre —y señaló a Buck —pretendiera
quedarse con la «Healy», no hay duda de que ciertos detalles le
acusan, ¿cree que con matar a la señorita Garrighar ya iba a quedarse
con ella?
Sonrió Howard ladinamente, y respondió:
—Desde luego que no. Si se decidió a quitarla de en medio fue
para que no pudiera vender. Desde ayer corre un rumor por el
pueblo: Unos dices que la dueña de la «Healy» ha vendido su mina,
mientras otros aseguran que piensa venderla. Buck Rawson se
enteró de ello, y para evitar que ella hiciera lo que pretendía, ha
ordenado asesinarla. Todo el mundo sabe que desde que ella
anunció su propósito, los dos han roto sus relaciones amistosas.
¿Está o no está bien clara la razón?
Como si una luz resplandeciera en su cerebro, en aquel instante
Bucle Rawson lo vio todo claro. Las últimas palabras de Howard y el
recuerdo de su descubrimiento en la «Heinze», acababa de
descifrarle todo aquel misterio.
Ya no había duda de cuáles eran las intenciones del que había
organizado aquel maquiavélico plan. Stanford Garrighar no se
equivocó cuando le advirtió que había alguien interesado en
apropiarse de la «Healy», y que probablemente se valdría de él para
conseguirlo.
Quienquiera que fuese, estaba muy bien enterado de cuanto se
relacionaba con él y su antiguo jefe. Y la propia Sally había facilitado
sus planes con aquella estúpida declaración de que iba a vender o
había vendido su mina.
A excepción de Pulto, la expresión que se reflejaba en todos los
rostros le convenció de que no había nadie que no le creyera
culpable.
Si como Howard aseguraba, Sally Garrighar era encontrada
muerta, él estaba irremisiblemente perdido. Pero, ¿cómo y dónde ir a
buscarla? Y lo que era peor: ¿Cómo escapar de aquella ratonera? Al
menor intento de alejarse de allí, Howard y sus hombres dispararían
sobre él, seguros de que nadie le defendería.
¿No sería aquello lo que buscaban? Muerto él y eliminada la
muchacha, el oculto personaje que se escondía en la sombra,
dispondría ya de un camino libre de obstáculos para adueñarse de la
«Healy». Sí. No podía ser otra cosa. Quitarle a él de en medio, y
encima cargarle con toda la culpa.
«A pesar de todo, tengo que intentar salir de aquí», se dijo a sí
mismo.
Rebuscó en su memoria algo que pudiera sacarle, aunque fuera
momentáneamente, de aquel mal paso, y de pronto…
—Te he dejado hablar demasiado, Howard —se encaró con el
minero, mientras apartaba a un lado al joven Ratcliff—. Desde luego,
no hay duda de que traes bien aprendido tu papel. Oyéndote me he
enterado de muchas cosas que no sabía. Pero ahora me toca a mí
hablar. Dime: El que te contó toda esa historia entre mi padre y
Stanford Garrighar para utilizarla contra mí, ¿te dijo también que es
él quien quiere apropiarse de la «Healy», porque en sus entrañas
encierra una fabulosa vena de plata?… Espera. Aún no he
terminado. Tú que tan enterado estás de todo, ¿sabes por qué os
apartaron de la «Heinze», asegurándoos que estaba agotada? No. Es
inútil que te esfuerces. Pensando tan sólo en vengarte de mí por la
paliza que te propiné en cierta ocasión, lo demás no te importaba.
Pero ahora vas a saberlo. Tú y todos. Os echaron de la «Heinze»
porque la vena de plata que empieza en la «Healy» llega hasta allí, y
no interesaba que la vierais vosotros. No quería hablar de esto hasta
el momento oportuno. Pero tú me obligas a ello, ya que es la única
forma que tengo de defenderme de tus acusaciones. Conque yo
pretendo vengarme en la señorita Sally asesinándola para luego
apropiarme de su mina, ¿eh? Bien. ¿Crees, entonces, que de ser así
ese mi propósito, hubiera declarado a su nombre el filón que
descubrí?
Casi sin respirar, el ingeniero siguió diciendo:
—Hace ya más de un mes que en la oficina de registros del pueblo
yo mismo declaré, a nombre de Sally Garrighar, una vena de plata
que nace en la «Healy» y llega hasta la «Heinze». Lo hice la misma
noche que descubrí el secreto de esas dos minas. Como ingeniero me
extrañaba mucho esa rapidez con que, según decían, se agotaba la
«Heinze», y decidí investigar por mi cuenta… Sorprendido, ¿eh,
Howard? un momento. Ahora viene lo bueno. ¿Te atreves a negar
que ese oculto personaje que sabe tantas cosas de mí, convencido de
que todo está en contra mía, es precisamente el que quiere matar a la
señorita Sally?… Se han cambiado las tornas, Howard. Me gustaría
aclarar algunos puntos más de esos que has dejado en el aire, pero
hemos perdido mucho tiempo y vamos a limitarnos a lo que
interesa… ¿Dónde habéis llevado a la señorita? Estoy seguro de que
la tenéis en vuestro poder para…
Se detuvo un segundo y de pronto, como si una idea repentina le
hubiera acudido a la imaginación, indagó:
—¿No será, acaso, que antes de matarla queráis hacerla firmar un
documento de venta?… ¡Diablos! Ahora lo comprendo todo. Fuisteis
vosotros los que la incitasteis a que dijera que había vendido su
mina. De esta forma, una vez muertos ella y yo…
—Señor Rawson. —La vez de Pulto, al interrumpirle, sonó
extrañamente aguda en el silencio de la noche—. Tiene usted razón.
La propia señorita me habló a mí de eso. Incluso me rogó que hiciera
correr la voz entre nuestros hombres de que ustedes dos habían
discutido por esa presunta venta de la mina. La única explicación
que me dio fue la de que había alguien interesado en enemistarles.
Siguiéndoles la corriente, esperaba ella descubrirles.
Las palabras de Pulto surtieron el efecto de una bomba. Todas las
miradas se posaron ahora en Howard que, ante aquel inesperado
contraataque, había empezado a palidecer.
Buck Rawson no necesitó más para comprender que no se había
equivocado en sus sospechas. Sin embargo, tenía que darse prisa o
no conseguiría nada.
—¡Pulto, Mac Glothen! —ordenó—. ¡A los vagones! —se volvió
hacia los hombres que acompañaban a Howard, y añadió—: Ya
habéis visto que querían aprovecharse de vosotros para solucionar
una simple rencilla particular. Voy a haceros una proposición: El que
quiera trabajar en la «Healy», no tiene más que subir a ese tren.
¡Rápido! No podemos entretenernos.
La respuesta a aquellas palabras no pudo ser más significativa. Los
dos que estaban más próximos a Howard se abalanzaron sobre él. y
le desarmaron. Luego, sin decir palabra, todos corrieron hacia los
vagones.
Aquel brusco cambio de papeles, donde el acusado se había
convertido en acusador, dejó a Howard aplastado. La seguridad que
le dieron de que con aquella historia conseguiría vencer a su
enemigo y colocarle en una situación desesperada, había fracasado.
Su mayor sorpresa, se la llevó cuando el ingeniero reveló el secreto
de la «Heinze». El descubrimiento de una vena de plata en las dos
minas contiguas, declarado en la oficina de registros a nombre de
Sally Garrighar, bastaba por si solo para rehabilitar al ingeniero. Es
más. Ahora él y cuantos habían oído sus manifestaciones,
sospecharían que era alguien de la «Amalgamated» el verdadero
autor de aquella intriga.
Ensimismado en sus pensamientos ni se dio cuenta de que a
empujones le hacían subir a la máquina. Jim Ratcliff, el maquinista y
su ayudante habían subido ya. Lo hizo en último lugar Buck
Rawson, y segundos después el pesado tren de carga se ponía de
nuevo en movimiento, esta vez en sentido contrario al que había
traído.
Tardaron media hora escasa en llegar a la «Healy». Durante el
trayecto, Buck Rawson logró sacar algunas cosas más a Howard que,
por alguna razón desconocida, parecía estar menos abatido que al
principio.
—¡Pulto! —llamó el ingeniero, mientras saltaba al andén, una vez
el tren se detuvo. Y añadió, cuando su ayudante estuvo a su lado—:
y
Usted y sus hombres buscarán a la señorita Sally recorriendo todo el
terreno que ocupa la «Healy» por la izquierda. Mac Glothen y el
nuevo personal, que hagan lo mismo en dirección a la «Heinze». El
interés que demuestra Howard por alejarnos de aquí me escama
mucho. Pero, por si acaso…, en fin. Hagan lo que les digo, ¡Rápido!
Regresó junto a la máquina, al pie de la cual se encontraba
Howard custodiado por el joven Ratcliff, y agregó, dirigiéndose al
primero:
—Bueno, Howard. Voy a darte la oportunidad de que nos
demuestres que no has metido en tus últimas declaraciones. Si como
has dicho durante el camino, con tus acusaciones sólo buscabas
vengarte de mí, la señorita Sally ha de estar forzosamente en su casa:
Vas a venir con nosotros hasta allí. Ahora bien. ¡Despídete de este
mundo si me has engañado!
¿Fue ilusión suya o el rostro de Howard reflejó más alegría que
temor al oír aquella amenaza? ¿Significaba aquello que Howard se
consideraba ya libre de aquel mal paso o…?
Buck no pudo seguir pensando. Uno de sus hombres acababa de
llegar conduciendo tres caballos de las riendas.
Cinco minutos después, tres jinetes cabalgaban a la luz de la luna
en dirección a la casa donde vivía Sally Garrighar. Todo era silencio
a su alrededor.
—Bien —habló el ingeniero, mientras se apeaba en las
proximidades de la casa—.Ya estamos aquí Dentro de poco
saldremos de dudas… Adelante. Howard.
El aludido obedeció sin rechistar. Caminando en medio de los dos
empezó a andar hacia la casa.
Y, de pronto…
De los labios de Howard brotó un silbido, al mismo tiempo que se
dejaba caer al suelo. Un segundo después, la tranquila noche se llenó
de ruido de disparos procedentes del cobertizo que hacía las veces
de cuadra.
Buck Rawson se dobló por la cintura. En su caída arrastró a Jim
Ratcliff, mientras las balas seguían silbando a su alrededor…
Capítulo IX
LA ULTIMA SORPRESA
—¡Estupenda faena, Marcía! Si los demás han cumplido como tú,
nuestro asunto quedará solucionado esta misma noche… Adelante,
señorita. No se detenga ahí en la puerta.
Mientras hablaba, Gerard Heady alargó el brazo con la intención
de coger a la asustada muchacha que era ahora Sally Garrighar que,
demasiado tarde, acababa de comprender que había caído en una
trampa.
Intentó retroceder, pero la mujer que la acompañaba se cuidó de
impedírselo. De un empujón la obligó a atravesar la puerta y entrar
en la habitación.
—No se asuste, señorita —agregó Gerard Heady, esta vez asiendo
el brazo de ella y llevándola hacia la mesa—. Si es usted buena chica,
en seguida terminaremos.
—¿Dónde está el señor Rawson? —preguntó con voz temblorosa
Sally Garrighar, dirigiéndose a la mujer que la había conducido
hasta allí—. ¿No me aseguró usted que…?
—¡Cómo! —exclamó Heady, interrumpiéndola. Y su voz
rezumaba ironía cuando se encaró con la otra mujer—. ¿Pero es que
dijiste a la señorita que el señor Rawson se encontraba aquí?…
Vamos, vamos, Marcía. No debías haberla engañado de esa manera.
Miró a la cada vez más asustada Sally, y prosiguió:
—Lo siento, joven. Pero el señor Rawson no sólo no está aquí, sino
que maldita la falta que hace… Pero, siéntese, ¿quiere? Cuando antes
terminemos, mejor para todos… ¡Ya puedes salir, Red!
La última frase la pronunció Gerard Heady mirando hacia su
izquierda. Al momento se corrió la cortina que ocultaba un trozo de
pared, y apareció el director de la «Amalgamated».
—¡Señor Davenport! —exclamó Sally Garrighar en el colmo del
asombro, al reconocer al hombre que avanzaba hacia ella. Y
preguntó, completamente desconcertada—: ¿Se puede saber qué
significa esta farsa? ¿Por qué le han llamado Red?
—Por la sencilla razón de que ese es mi verdadero nombre, linda
jovencita —respondió el aludido. Y sin volver la cabeza, añadió, al
notar un ligero movimiento a su espalda—: Quédate donde estás,
Marcía. Comprendo que te haya sorprendido la noticia, pero eso no
explica que te pongas nerviosa—. Se dirigió de nuevo a Sally, y
prosiguió—: Pues sí, señorita. Mi verdadero nombre es Red. Red
Heady, y por lo tanto, hermano de nuestro anfitrión. Ya ve que no
tengo inconveniente en responder a sus preguntas. Ahora bien.
Estamos reunidos aquí para algo más importante. ¿Adivina para
qué? ¿No? No importa. Con mucho gusto se lo diré también. Resulta
que mi hermano necesita su mina, y usted va a vendérsela… Por
favor, no ponga esa cara de asustada. Después de todo, usted misma
ha ido diciendo por ahí que ya la había vendido.
Su voz cambió bruscamente de tono cuando se volvió hacia su
hermano.
—Saca esos papeles para que los firme la señorita, Gerard
—ordenó—. Estoy viendo que si esperamos más tiempo, terminará
por desmayarse.
La última observación no era cierta. Al contrario.
La descarada declaración del director de la «Amalgamated»
devolvió a Sally Garrighar la entereza que había perdido al entrar.
Los dos hombres se llevaron una sorpresa cuando la oyeron decir:
—Se equivocan si creen que voy a desmayarme. Acabo de
descubrir que son ustedes unos miserables, pero, así y todo, no se
saldrán con la suya. Conque es mi mina lo que buscaban al
inducirme a sospechar del señor Rawson, ¿eh? Pues bien. No lo
conseguirán. Pueden matarme si quieren. Pero lo que es firmar algún
papel, eso no lo haré nunca.
—¿De veras? —se burló Red Heady, rodeando la mesa y
avanzando hacia ella—. Eso lo vamos a ver en seguida.
Llegó a su lado y de pronto, antes de que ella pudiera adivinar sus
intenciones, levantó su mano derecha y abofeteó con saña la mejilla
de la muchacha.
Sally Garrighar lanzó un grito de dolor. Intentó huir del bandido,
pero éste la había agarrado por la cintura, y no la soltó.
Por su parte, Gerard Heady se limitó a contemplar la escena con
marcada indiferencia. Sobre la mesa había colocado un papel.
Parsimoniosamente mojó en un tintero la pluma que también había
sacado, y se la alargó a la impotente Sally, que no cesaba de
debatirse entre los brazos del otro.
—Es inútil que te resistas, fierecilla —habló de nuevo el director de
la «Amalgamated», empujándola hacia la mesa y tuteándola—.
Firmarás este papel quieras que no. Me ha costado mucho
organizarlo todo, y no voy a consentir que una mocosa me lo
estropee.
—¡No lo haré! —chilló Sally, resistiéndose a coger la pluma—. ¡No
lo haré, aunque me maten!
—¡Ya lo creo que lo harás! —respondió el que la sujetaba,
aumentando la presión del abrazo. Y añadió, con intencionada
ferocidad—: Será lo último que hagas en esta vida. Aunque no te
preocupes. No serás tú sola la que caiga. Te acompañarán otros a
estas horas sólo me sirven de estorbo… ¡Atención, Gerard! ¡Marcía
quiere escapar!
El grito de aviso que el bandido dio a su hermano se debía a que la
otra mujer, al captar el oculto significado de las palabras que
acababa de oír, se había precipitado hacia la puerta, con la
desesperada intención de huir de allí.
Sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pero hacía visto que
se encontraba en la cerradura, y creyó poder abrir antes de que fuera
demasiado tarde.
Enloquecida por la inesperada revelación, Marcía Sharon, el
instrumento de que se habían valido aquellos dos miserables para
apoderarse de Sally Garrighar, alcanzó la puerta por la que intentaba
escapar.
Consiguió hacer girar la llave y todo. Pero cuando ya creía sentirse
a salvo. Gerard Heady cayó sobre ella.
Y el bandido ni siquiera se entretuvo en intentar apartarla de allí.
Con la mayor sangre fría, el cuchillo que había empuñado hendió el
aire. Se oyó un grito de agonía, y Marcía Sharon, con la yugular
seccionada de un tajo, rodó por el suelo bañada en su propia sangre.
Aterrorizada por lo que acababa de ver, Sally Garrighar observó
ahora cómo el bandido se dirigía hacia ella.
—Ya has visto con qué facilidad se elimina a un estorbo —
pronunció el miserable, mostrando ante sus ojos el ensangrentado
cuchillo que acababa de usar. Y añadió, persuasivo—: No seas tonta,
y firma. Conozco muchos procedimientos para obligarte, pero no me
gustaría tener que recurrir a ellos. Coge la pluma y…
Se interrumpió. En la puerta acababan de sonar unos golpecitos.
Los dos hombres cruzaron una mirada. Sally Garrighar respiró
esperanzada.
—Deben ser Howard y los otros —oyó decir a Gerard Heady,
mientras se dirigía a la puerta. Y una vez allí, después de apartar con
los pies el cadáver de Marcía Sharon. masculló—: ¿Quién es? Sabéis
muy bien que cuando estoy aquí no quiero que me molesten.
—Soy yo, jefe — contestó una voz desde el otro lado. —Howard y
Crocker…
—Es Freedan — comentó Gerard Heady, volviéndose hacia su
hermano y sin esperar a oír más. Giró la llave en la cerradura y…
Como impulsada por una catapulta, la puerta giró t sobre sus
goznes violentamente. Se abría hacia adentro. Y Gerard Heady, al no
esperárselo. recibió un golpe con ella que le hizo rodar por el suelo.
La maldición que soltó el bandido se convirtió de pronto en una
exclamación de increíble sorpresa.
Tres hombres acababan de irrumpir en tromba en el reservado. A
los dos primeros los reconoció en seguida. Uno era su propio
compinche Freedan y el otro Buck Rawson. En cuanto al último,
aunque desconocido para él, debía ser el hijo del presidente de la
«Amalgamated».
La voz de Sally Garrighar a su espalda:
—¡Buck! Jim! ¡A mí, por favor!
Pero aquellas palabras eran innecesarias. Buck Rawson había
entrado ya en acción, y era imposible detenerle.
— ¡Cuide de ése, Ratcliff! —gritó el ingeniero, refiriéndose al que
estaba en el suelo—. Yo me encargo del otro.
g
El que habla entrado con ellos no podía hacer nada por sus
amigos. Previendo lo que podía ocurrir. Buck Rawson había tenido
buen cuidado de atarle las manos antes de entrar. Y por si fuera poco
coincidiendo con el salto que daba hacia la mesa, el ingeniero le
largó un puñetazo que le puso fuera de combate.
Jim Ratcliff tampoco tuvo mucho trabajo para acabar con Gerard
Heady. Un puntapié en la mano que se dirigía en busca del revólver,
y asestar un puñetazo a la barbilla del miserable, bastó para ello.
Pero Buck Rawson tenía peor enemigo. No precisamente en
calidad, sino por las circunstancias que le favorecían.
Comprendiendo en el acto lo que aquella súbita intervención
significaba, Red Heady había tratado de utilizar el cuerpo de Sally
Garrighar para, resguardarse. Teniéndola sujeta, le bastó acentuar su
presión para colocarla delante de él. Si no consiguió del todo su
propósito fue porque, a pesar de haberle salido bien aquella
maniobra, no le dieron tiempo a sacar sus armas.
Buck Rawson había saltado sobre él, y adivinando sus intenciones,
las dos tenazas que constituían sus manos se engaritaron a las dos
muñecas del bandido.
Sally Garrighan, medio muerta de terror, percibió el crujido de
huesos que se rompen. El rostro de Buck estaba ahora a la altura del
suyo. Pero tuvo que apartar la vista de él, mientras un escalofrío
recorría todo su cuerpo.
Y, desde luego, la cosa no era para menos. Buck Rawson parecía
realmente el espíritu de la venganza. Con los dientes apretados y
una mirada homicida en sus ojos, concentraba todas sus fuerzas en
apretar las muñecas que aprisionaba.
De los labios de Red Heady se escapó un grito de fiera herida, al
mismo tiempo que soltaba su presa. Sally no tuvo más que agacharse
para quedar completamente libre.
—¡Apártese de nosotros, señorita! —oyó que le ordenaba el
ingeniero—. Este tipo va a saber ahora lo que es bueno.
Apenas había obedecido, cuando súbitamente Buck Rawson
arqueó el busto hasta apoyar la cabeza en el pecho del otro. Siguió a
continuación un movimiento en sentido contrario, y el criminal
director de la «Amalgamated» voló por los aires.
g p
El ruido que hacía su cuerpo al estrellarse contra la mesa se
mezcló con la voz del ingeniero que decía, dirigiéndose al
neoyorquino:
—Cierre esa puerta, Ratcliff. ¡Pronto!
Tan rápidamente había ocurrido todo que ni siquiera se habían
dado cuenta de que habían dejado la puerta abierta. Menos mal que
aquel reservado era «tabú» para todos, y de ahí que nadie acudiera a
molestarles.
Dueños ya de la situación, Buck Rawson se dirigió a Sally
Garrighan.
—Parece que hemos llegado a tiempo, ¿eh? —Su voz era
ligeramente mordaz—. Confío en que esto le servirá de experiencia
para que otra vez no quiera hacer de detective usted sola… ¿Por qué
no me dijo que era Walter Davenport el que la instigaba contra mí?
¿No veía que lo que él buscaba era…?
—Se equivoca…, señor Rawson — le interrumpió ella, mientras le
venía a la memoria que al entrar le había llamado Buck a secas. Y
añadió, recuperando poco a poco la serenidad—: Hasta hace un
momento no he sabido que era él quien había organizado todo este
lío.
Señaló hacia el cadáver de Marcía Sharon, y prosiguió:
—Yo sólo hablé con esa mujer. La encontré durante mi paseo, el
mismo día que Jim vino a decirme si quería regresar con él a Nueva
York. Por lo que me contó, comprendí que sabía muchas cosas de
usted. De ahí que le hiciera aquellas preguntas a las que no quiso
contestarme. Entonces, acuciada por la curiosidad, decidí llevarle la
corriente, con lo que esperaba enterarme de todo, dando por
descontado que detrás de ella, había alguien interesado en
separarnos. Lo que no podía imaginarme es que fuese precisamente
la «Healy» lo que ellos buscaban. Estaba convencida de que era con
usted solo con quien querían meterse. Y lo que es peor, ¿cómo iba a
suponer que quien llevaba la batuta en todo esto era nada menos que
el nuevo director de la «Amalgamated»? Por cierto. Hace un
momento he sabido que su verdadero nombre es Red Heady.
Hermano de ése —y señaló a Gerard, que seguía en el suelo sin
conocimiento —que ha sido quien ha matado a la mujer que tan bien
les ayudó.
El ingeniero se acercó al cadáver de Marcía Sharon. Un gesto de
repugnancia se plasmó en su cerebro al descubrir la clase de muerte
que le habían dado.
—A propósito de esta mujer. ¿Qué hizo para convencerla de que
viniera usted aquí?
Sally Garrighar esperaba aquella pregunta. Pero así y todo tardó
unos segundos en contestar.
—Verá —dijo, por fin—. Anochecía ya cuando esa mujer se
presentó en mi casa. Casi con lágrimas en los ojos me comunicó que
se había equivocado respecto a usted. Según ella, contra lo que había
creído hasta entonces, todo lo que me había dicho de usted era una
trampa para perderle. Se mostró verdaderamente desesperada per la
inicua manera en que la habían engañado. Lo que en realidad
pretendían al enfrentarse con usted era comprometerle para
obligarle a dejar la «Healy». Esperaban que, una vez yo sola, les sería
más fácil convencerme para que se la vendiera.
—Sigo sin comprender por qué vino usted aquí, señorita —insistió
el ingeniero, después de haberla escuchado—. El que esta
desgraciada le dijera todas esas cosas de mí no…
—¡Pero hombre de Dios! —interrumpió ella, muy excitada. Y Buck
Rawson hubiera jurado que se coloreaban sus mejillas—. Vine aquí
para acabar de una vez con todo este lio. Me proponía venderles la
«Healy», a ver si le dejaban a usted en paz. ¿Lo quiere aún más
claro? Tenga en cuenta que, además, me habían dicho que le
encontraría a usted aquí.
El oculto sentido de aquella declaración dejó al ingeniero sin
habla. Instintivamente avanzó unos pasos hacia ella. Pero de
pronto…
—¡Eh, señor Rawson! —oyó decir a Jim Ratcliff—. Venga aquí.
Estos tipos empiezan a dar señales de vida.
El neoyorquino se refería a Gerard Heady y a su compinche
Freedan. Acababan de abrir los ojos, y miraban de un lado a otro
como si no recordaran lo que les había ocurrido.
Buck Rawson casi rozaba ya a Sally Garrighar. Pero al oír la
llamada, volvió sobre sus pasos hasta encararse con el dueño del
local.
—No nos esperabas ver aquí, ¿verdad, Gerard? —Y añadió,
inclinándose hacia él y tirando de la americana hasta colocarle de pie
—: Tan seguro estabas que tus pistoleros nos liquidarían, que no
pensaste que algo podía fallar. ¿Adivinas qué fue? No te esfuerces.
Yo te lo diré… Fue Howard el que te estropeó todo el plan.
Demostró tanta alegría cuando anuncié que el señor Ratcliff y yo
íbamos a ir a casa de la señorita Sally, que no necesité más para estar
seguro de que era allí donde él quería que fuéramos. Si hubiera sido
más listo, le habría llamado la atención que, en vez de apearnos a la
puerta de la casa, lo hiciéramos bastante retirados de ella. Pero ni se
fijó en ello. Como tampoco en que al echar a andar, aunque
momentáneamente nos colocamos uno a cada lado de él, apenas le vi
mover los labios para lanzar el silbido de aviso, me dejé caer al
suelo, al mismo tiempo que cogía al señor Ratcliff por las piernas,
arrastrándole conmigo.
Tras una pausa para acercarse más al bandido, prosiguió:
—Howard también se había tirado al suelo. Pero como no llevaba
armas no podía ayudar a los que disparaban desde la cuadra. Fue
muy sencillo servirme de él como parapeto, y atrapar a ese imbécil
de Freedan sin necesidad de matarle. Pude advertir que sólo
teníamos que vérnoslas con dos, y me interesaba coger a alguno
vivo. A Crocker lo liquidó mi amigo el señor Ratcliff. Y como
Howard ya estaba muerto al recibir él los tiros que Freedman hizo
contra mí, a éste fue al que le tocó hacer de gallo. Cantó de plano
cuanto sabía, y eso es todo. La lástima fue que no llegáramos a
tiempo de poder salvar a la vieja Marcía y a Skein. Como ves te he
explicado lo que ocurrió en la casa de la señorita Sally, que era
donde tú creías atraparnos a nosotros. Ahora te toca a ti continuar.
Si con la vista hubiera podido matar, a buen seguro que Freedan
habría caído aniquilado en aquel instante. Tan fulminante fue la
mirada con que su jefe le asaeteó.
Por fortuna para el pequeñajo, Gerard Heady se encontraba en
una situación tan pésima como la suya. Difícilmente escaparía con
p y p
bien de ella.
—Cualquiera diría que te has quedado mudo, Gerald —se burló el
ingeniero, zarandeando al forajido—. ¿A qué esperas para hablar?
¿Acaso a…? ¡Diablos! Se me había olvidado que mi antiguo amigo
Walter es nada menos que hermano tuyo.
Se volvió hacia Sally Garrighar, que desde un rincón contemplaba
la escena como fascinada, y ordenó:
—Vuélvase de cara a la pared, señorita. La función que va a
comenzar no es apta para damas… ¡Magnífico! Se levanta el telón.
En dos zancadas llegó junto a la mesa. Cogió de los pies al
inconsciente Red Heady, y lo arrastró sin contemplaciones hasta
donde Jim Ratcliff sostenía al otro bandido.
De Freedan no hizo el menor caso. Le sabía impotente en absoluto.
Vuelta ahora de espaldas, Sally Garrighar no podía ver lo que
ocurría detrás de ella. Pero oía perfectamente.
—¡Despierta de una vez, maldito intrigante! —oyó decir al
ingeniero. Siguió el característico ruido de la mano que abofetea un
rostro, y de nuevo la voz de Buck—: Bien. Eso ya está mejor. ¡Vaya,
vaya! Conque el señor Davenport, el flamante director de la
«Amalgamated», es nada menos que el misterioso personaje que
tantos quebraderos de cabeza me ha dado, ¿eh? Ha llegado el
momento de que aclares ciertas cosillas que me interesan, Walter
Davenport. ¿O prefieres que te llame Red Heady? En fin.
Empecemos. En primer lugar: ¿Me equivoco o eras tú el que durante
estos últimos años estuviste coaccionando al difunto señor
Garrighar, valiéndote para ello de la historia que tan bien se
aprendió Howard? ¡Contesta!
Siguieron unos segundos de silencio, durante los cuales sólo se
oyó la jadeante respiración de los dos hermanos. Después, sin caer
en la cuenta de que el ingeniero no los perdía de vista, los dos a la
vez volvieron la cabeza para mirar a Jim Ratcliff, mientras una
enigmática sonrisa. afloraba a sus labios.
Aquello intrigó al ingeniero. Ya iba a preguntar la causa de aquel
proceder cuando…
—¿Qué piensas hacer con nosotros, Buck? —indagó, de pronto,
Red Heady.
y
La pregunta cogió desprevenido a Rawson. No obstante, su
respuesta no se hizo esperar.
—Voy a serte sincero, Walter. Ya ves que, de momento, sigo
empleando el mismo nombre con que te conocí. Pienso hacer con
vosotros lo mismo que intentabais hacer conmigo… Bueno, no me he
explicado bien. He debido decir que pienso mataros, aunque
permitiendo que os defendáis. ¿Más preguntas?
—Sí. Otra. ¿Es este joven verdadero amigo tuyo? —Y con la
barbilla señaló a Jim Ratcliff.
—¿A qué viene esa pregunta, Walter? —se extrañó el ingeniero.
—Responde tú primero. Es amigo tuyo, ¿sí o no? Para ser más
claro: ¿Te apenaría darle un disgusto?
Buck Rawson parpadeó desconcertado. Y como él, Jim Ratcliff. La
propia Sally Carrighar, olvidándose de la orden del ingeniero, se
volvió para mirar hacia el grupo.
—Responde, Buck —insistió Red Heady—. Mi pregunta tiene más
importancia de la que supones.
—De acuerdo, Walter. No entiendo una palabra; pero reconozco
que, efectivamente, me apenaría dar un disgusto a este joven.
— ¡Magnifico! —Red Heady hablaba cada vez con mayor
tranquilidad—. Entonces será mejor que hagamos un trato:
Permítenos a mi hermano y a mí que nos marchemos de Butte, y así
todos saldremos ganando.
La profunda arruga que se formó en la frente del ingeniero no
pasó inadvertida al miserable. En cambio, no se percató de que, con
sus palabras, había tocado el punto flaco de la persona interesada en
aquella cuestión: el amor propio de Jim Ratcliff.
—Un momento, señor Rawson —intervino, de súbito, el joven
neoyorquino—. Me importa un bledo lo que piense usted hacer con
estos hombres. Lo que no puedo consentir es que se aluda a mi
persona con oculto significado. Agradezco sus buenas intenciones;
pero ahora soy yo el que exige que se expliquen.
Enfrentóse con el director de la «Amalgamated», y conminó:
—Hable claro, Davenport, o como se llame. ¿Qué demonios ha
querido insinuar con eso de darme a mí un disgusto?
El aludido miró al ingeniero.
g
—¿Qué decides, Buck? Tú tienes la palabra. Si accedes a dejarnos
marchar…
No acabó la frase. Retrocediendo unos pasos, Jim Ratcliff
desenfundó sus revólveres. Luego, encañonando a los dos hermanos,
exclamó, interrumpiendo a Red:
—Se ha equivocado, Davenport. Soy yo el que ahora tiene la
palabra. ¡Y por todos los demonios! ¡Le llenaré el cuerpo de plomo si
no se explica! ¡Empiece ya!
El rostro del bandido se cubrió de mortal palidez. Demasiado
tarde acababa de darse cuenta de que él mismo se había perdido.
Lo que hasta aquel momento suponía una levísima esperanza de
salvación, se convertía de pronto en lo que más le perjudicaba. Y
todo por culpa de aquel maldito joven que le estropeaba sus
proyectos. ¡Si al menos pudiera llevárselo por delante! Aunque le
habían quitado los revólveres de sus fundas, y llevaba otro
escondido debajo del sobaco. ¡Un segundo sólo de tiempo y…!
—Estoy esperando, Davenport. Si dentro de un minuto no ha
empezado a hablar, no podrá hacerlo nunca.
Era Ratcliff quien hablaba. Buck Rawson creyó llegado el
momento de intervenir.
—Ya lo has oído, Walter. El señor Ratcliff no teme a los disgustos
que puedas darle. Y eso quiere decir que vas a morir.
El ingeniero retrocedió unos pasos, engarfiando las manos. Y.
entonces. Gerard Heady, saliendo del mutismo en que hasta
entonces se había encerrado, gritó:
— ¡Espere, Rawson! Si mi hermano no habla lo haré yo. Pero
prométame antes que me dará una oportunidad.
—Prometido —respondió el ingeniero, fríamente—. Desembucha
de una vez.
Gerard Heady se pasó la lengua por los resecos labios.
Mentalmente se estaba maldiciendo desde hacía rato por su
estupidez. Tantas veces había repetido a sus hombres que mientras
él estuviera en aquel, reservado no debían molestarles, que ahora no
podía esperar ayuda.
Su única esperanza era aquella oportunidad que habían prometido
darle. Pero si al final tenía que caer, por lo menos no lo haría solo.
q p
Aquel maldito Jim Ratcliff se arrepentiría toda su vida de haberle
obligado a hablar.
—Esto es para usted, joven —empezó, dirigiéndose al
neoyorquino—. No ha querido aceptar la proposición de mi
hermano, pues allá usted—. Se volvió hacia el ingeniero, y prosiguió
—: Voy a responder a la pregunta que hizo antes, Rawson. Me
refiero a cuando preguntó si había sido Red quien durante estos
últimos años había estado aprovechándose de cierta historia para
coaccionar al señor Garrighar. Bien. Pues sí. Era él, pero dirigido y
asesorado por alguien mucho más importante. Y para no intrigarles
más: El verdadero cerebro de la organización vive normalmente en
Nueva York. Se llama… Hawthorne Ratcliff.
Al oír aquel nombre, Sally Carrighar no pudo reprimir un grito de
asombro que se mezcló con el ruido que hacían los revólveres de su
amigo Jim al chocar contra el suelo.
La sorpresa del joven neoyorquino había sido tan grande, que
inconscientemente había abierto las manos soltando las armas.
Pero aquello fue el primer segundo de desconcierto. Reaccionando
en seguida, lleno de furia, se precipitó contra el que acababa de
hablar.
Las venas de su frente parecían a punto de estallar cuando abarcó
con sus manos el cuello de Gerard.
—¡Maldito embustero! —rugió—. ¡Antes de matarte vas a decir
que eso no es cierto! ¿Verdad que no?
El rostro de Gerard Heady empezó a amoratarse. La presión que le
asfixiaba le impedía mover la lengua para hablar.
Y Jim Ratcliff continuaba apretando, apretando…
No tuvo en cuenta que con su furiosa acometida descuidaba la
vigilancia de Red. Lo único que parecía preocuparle era estrangular
al que había calumniado a su padre.
El caso fue que Red Heady vio en aquello la oportunidad que
necesitaba. Sobre todo cuando vio que Buck Rawson se acercaba a
los dos contendientes con intención de separarlos..
Red Heady se consideró casi salvado al advertir que el ingeniero le
daba la espalda. Entonces no esperó más.
Con toda la rapidez de que era capaz, se llevó la mano derecha al
sobaco izquierdo. Sacó el revólver que allí escondía, y casi sin
apuntar empezó a hacer fuego.
— ¡Cuidado, Buck! —gritó Sally, aterrorizada, una décima de
segundo antes de que el traidor apretara el gatillo.
Pero los mensajeros de la muerte surcaban ya el aire cuando el
ingeniero se volvió. Sally percibió el estremecimiento que recorría
aquel cuerpo de atleta al recibir los impactos.
Nublada la vista por un velo intangible, la muchacha vio a
continuación una borrosa figura de la que brotaban rápidos y
atronadores fogonazos.
De les labios de Red Heady se escapó un grito de agonía, al mismo
tiempo que se doblaba por la cintura. Después, arañando varias
veces el aire como si buscara un asidero donde agarrarse, el traidor
soltó el revólver que acataba de disparar, y se desplomó de bruces
contra el suelo.
Sally Garrighar corrió hacia la tambaleante figura del ingeniero,
que a duras penas se mantenía aún de pie. De sus poderosas
espaldas la sangre manaba abundantemente, manchándole la
camisa.
Al ruido de los disparos, Jim Ratcliff había soltado a su enemigo
para acercarse al ingeniero.
—Recuéstenme contra la pared —pidió Buck Rawson, con voz
más firme de la que ellos se esperaban—. Así. Muy bien. Ahora
traigan aquí a ese otro. —Y con un gesto indicó a Gerard Heady.
El bandido, con el rostro congestionado, se afanaba en aspirar el
aire que tanta falta hacía a sus pulmones. Ni siquiera notó que era
arrastrado de cualquier manera y llevado junto al ingeniero.
—Bien, Gerard—habló Buck Rawson. Seguía empuñando los
revólveres con los que había matado al director de la
«Amalgamated»—. Aclara mejor eso que has dicho antes. No puedes
hacerte una idea de lo que te ocurrirá si no dices la verdad.
¡Desembucha!
El miserable ya no tuvo duda alguna de que su suerte estaba
echada. Minuto más o menos, el tiempo que le quedaba de vida era
muy corto. Ahora bien. Como se prometiera al principio, no caería
solo.
El misterioso jefe de su hermano seguiría su misma suerte.
Oyó las protestas del ingeniero negándose a los deseos de los otros
dos jóvenes que querían, sacarle de allí para curarle, pero aquello no
le importaba.
Lo interesante para él era vivir lo suficiente para descubrir al
padre del que había querido ahogarle. ¡Todavía parecía sentir en el
cuello la presión de sus dedos!
—Desembucha, Gerard —apremió el ingeniero.
El bandido aspiró un poco más de aire. Luego, sentado como le
habían colocado frente a los revólveres que le apuntaban, comenzó a
hablar.
Antes de empezar, Buck Rawson había rogado al neoyorquino que
oyese lo que oyese no interrumpiera el relato.
Y abusando de aquella relativa seguridad por lo que se refería a
disponer del tiempo que necesitaba. Gerard Heady fue desgranando,
una a una, las innumerables fechorías que el actual Presidente de la
«Amalgamated» había cometido en combinación con su hermano
Red.
El miserable sonreía ahora, al observar que sus oyentes habían
acabado por convencerse de que todas sus palabras eran ciertas.
Estaba dándoles demasiados datos y referencias para que no les
quedara la menor duda.
Lo veía claramente al observar el gesto de abatimiento que
presentaba ahora el hijo del acusado.
Terminó diciendo:
—Ahora ya puedes matarme, Rawson, Reconozco que he perdido,
y siempre fui buen jugador.
Buck Rawson se sentía cada vez más débil. Pero comprendía que
era necesario resistir un poco más, para aclarar algunos puntos
todavía obscuros.
—Tienes razón, Gerard —respondió al bandido—. En esta baza
soy yo quien tiene todos los triunfos en la mano. Por eso quiero
aprovecharlos—. Se mordió los labios para ahogar un gemido, y
prosiguió—: Hay un punto que no acabo de entender. Encuentro
p g y p q
natural que matarais al señor Marstson para haceros con la dirección
de la «Amalgamated». Ahora bien. ¿Cómo me explicas lo de querer
eliminar también al propio hijo de vuestro jefe?
La pregunta hizo levantar a Jim Ratcliff la cabeza. Aquello no se le
había ocurrido a él. La esperanza brilló en sus ojos. Pero no le duró
mucho.
—Es muy fácil de explicar —acababa de decir Heady—. Se lo
buscó él mismo, al querer meter las narices en nuestros asuntos—. Y
añadió, cínicamente—: Claro que como es natural, pensábamos decir
que había sido usted quien lo había matado. Sabiendo como sabía el
jefe que su hijo había venido a Butte para pelearse con usted,
resultaba muy sencillo convencerle de…
La última palabra la apagó el estampido de varios disparos. Jim
Ratcliff no había podido resistir más. Arrancando de las manos del
ingeniero uno de los revólveres que empuñaba, lo había dirigido
hacia Heady, descargando sobre él todo el tambor.
En el otro rincón, Freedan, el desmirriado pistolero que hasta
entonces no había abierto la boca, lanzó un chillido de espanto al ver
que Jim Ratcliff se dirigía en línea recta hacia él.
— ¡Jim! —gritó de pronto Sally—. ¡Jim! Ven aquí El señor Rawson
ha perdido el conocimiento.
Y así era, efectivamente. Agotada su resistencia, el ingeniero
acataba de desplomarse sin sentido.
Capítulo X
EL ULTIMO CARTUCHO
Transcurrieron tres meses. La «Healy» era ya la mina más
próspera de Butte. No sólo producía cobre en abundancia, sino
también plata en gran cantidad.
La «Heinze», a su vez, era nuevamente explotada por la
«Amalgamated».
El garito de Heady había sido cerrado, y sus pistoleros expulsados
del pueblo.
Buck Rawson continuaba en su puesto de ingeniero jefe en la
«Healy. Necesitó un mes para curar de sus heridas y, así y todo,
podía darse por contento. De haber sido un «Colt» corriente en vez
de un «Derringer» de cañón corto, lo que usara Red Heady para
disparar contra él, a buen seguro que hubiera muerto sin remedio.
Por fortuna, el poco calibre de las balas, aunque le hirieron de
gravedad, no hicieron mella suficiente para acabar con él.
A Jim Ratcliff, desde el mismo día que los hermanos Heady
pagaron con su vida los crímenes que hablan cometido, nadie le
había vuelto a ver. Las noticias que se tenían de Nueva York eran las
de que, tanto su padre como él, habían desaparecido de la ciudad.
Sally Garrighar vivía ahora tranquila en la confortable casita al pie
de la ladera frente a la «Healy». Su belleza resplandecía, pero en sus
ojos había ahora una mirada de tristeza que nadie sabía a qué
achacar.
Ya no estaban allí la vieja Marcía y el fiel Skein para cuidarla. Sus
cuerpos, vilmente asesinados por Crocker y Freedan —este último,
el único que quedaba ya, pagó en la horca su crimen —descansaban
en el cementerio del pueblo.
Ahora la atendía otra mujer, de la que estaba muy contenta. Cada
mañana se dirigía a la «Healy» con el pretexto de ponerse al
corriente de cómo marchaban las cosas. Pero la verdad sólo la sabía
ella. Si iba allí no era por otra cosa que por poder hablar con el
hombre que se había adueñado de su corazón.
Aquella mañana, como las anteriores, dejó su caballo junto al
horno de reverbero.
—Buenos días, Pulto saludó al ayudante del ingeniero principal,
que salió a recibirla—. ¿Y el señor Rawson?
—Estaba aquí hace un momento, señorita. Por cierto. Parecía
distraído y como si algo le preocupara… ¡Mírele! Por allí viene.
En efecto. Buck Rawson había visto llegar a la joven.
—¡Qué raro! —se extrañó Sally, al fijarse en cómo iba él vestido—.
A excepción del día en que le conocí, nunca le he visto tan elegante.
—Buenos días, señorita Sally —saludó el ingeniero, al llegar junto
a ella—. Precisamente la estaba esperando. He de hablar con usted
y…
—¿Ocurre algo, señor Rawson? —le interrumpió ella, disimulando
a duras penas el temblor de su voz por lo que presentía—. Le
encuentro algo raro esta mañana.
—¡Claro! Hoy voy vestido de tiros largos.
—No. No es eso. Pero dejémoslo. ¿Sobre qué quería hablarme?
Buck Rawson titubeó unos segundos antes de responder. A pesar
de la determinación que había tomado la noche anterior, ahora le
costaba trabajo decidirse.
Pero pronto se rehízo. Mirándola fijamente, declaró de un tirón:
—La esperaba para decirle que me marcho de Butte. La «Healy»
funciona cada vez mejor, y ya no me necesitan. Por lo tanto…
— ¡Señor Rawson! —le atajó ella de nuevo, con voz temblorosa y
los ojos desmesuradamente abiertos—. ¿Habla usted en serio?
—Completamente. Nunca en mi vida he tenido menos ganas de
bromear que en esta ocasión. Reconozco que debía haberla avisado
con más tiempo. Pero si no lo he hecho así, ha sido por tener la plena
seguridad de que mi ausencia no se notará demasiado. Pulto se
queda aquí y él sabe cómo marcha todo.
—No pretendo quitar méritos a Pulto, señor Rawson —repuso
ella, sintiendo que un nudo se le formaba en la garganta—. Pero la
«Healy» le necesita a usted.
—Ahora ya no. Por eso me voy.
La respuesta del ingeniero hubiera sido otra. Algo así como:
«Puede que la «Healy» me necesite, pero yo te necesito a ti, y como
sé que no podré tenerte nunca, la única solución que me queda es la
de irme.»
Por su parte, ella pensaba algo parecido. Mas respondió:
—De acuerdo. ¿Y para cuándo ha decidido dejarnos? El que haya
prescindido de su traje de faena, no significará que es hoy mismo
cuando quiere marcharse, ¿verdad?
Algo en el tono de aquellas palabras intrigó al ingeniero.
—Pues sí —respondió—. Hoy mismo pienso irme. Tengo ya
reservado billete para Livingstone
—Entonces, lo siento, señor Rawson —contestó ella, con el mismo
tono enigmático de antes—. No tendrá más remedio que anularlo
antes de irse tendrá que dejar arreglados sus asuntos.
—¿Mis asuntos? —se extrañó él—. No la comprendo.
—Es natural. La culpa es mía por no habérselo dicho antes. En una
palabra: Siendo usted el dueño de la «Healy», no puede abandonarla
así corno así.
La inesperada declaración dejó al ingeniero sin habla. Pero su
sorpresa llegó al límite cuando, al volverse para mirar a Pulto, le vio
sonreír.
—La señorita tiene razón, señor Rawson —habló por vez primera
su ayudante, como respondiendo a la muda pregunta de él—. Desde
hace tres meses, el verdadero propietario de la «Healy» es usted. Yo
fui uno de los testigos, cuando ella la transfirió a su nombre.
— ¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el ingeniero, en el colmo
del asombro—. ¿Será posible que todos ustedes se hayan vuelto
locos? ¿A quién se le ocurrió semejante tontería?
—A mí —respondió Sally, valientemente—. ¿acaso esperaba usted
que después de enterarme de la forma que vino a mis manos, iba a
q p q
quedarme con ella? La mina se la ganó su padre a pulso. Nunca la
hubiese vendido de no haberle obligado. ¿Quién, pues, tiene derecho
a ella mejor que usted?
—Discutiremos sobre eso más tarde, señorita —respondió él,
recobrada ya su habitual serenidad—. De momento me va a entregar
esa escritura de concesión, y luego vendrá conmigo a casa del juez…
Usted también nos acompañará, Pulto.
—¿Qué es lo que pretende? —indagó Sally. aunque no hacía falta
ser muy lista para adivinarlo.
—Déjese de hacer preguntas, y no perdamos más tiempo… ¡Pulto!
Vaya a buscar dos caballos.
—Pero… — empezó ella, cuando Pulto se hubo marchado.
—No hay pero que valga —la atajó él, sin dejarla continuar—. Lo
que tiene que hacer es subir a caballo y seguirme. ¡Andando!
Poco después, los tres se apeaban a la puerta de la casa donde
vivía Sally.
—Entraré con usted para que no se entretenga —habló el
ingeniero, dirigiéndose a la muchacha—. En. cuanto coja ese
documento nos pondremos en camino hacia el pueblo. Pulto nos
esperará aquí… ¿Vamos?
A regañadientes, tuvo ella que obedecer. Entraron en la casa.
Pero aún no habían atravesado la puerta, cuando algo duro se
apoyó en los riñones del ingeniero, al mismo tiempo que una voz
extraordinariamente fría, ordenaba: —¡Levante las manos, Rawson!
¡Y no haga un solo movimiento mientras me apodero de sus armas,
o le lleno el cuerpo de plomo antes de tiempo!… Tú, Sally —siguió
diciendo la voz—, apártate de nosotros. Así. Muy bien.
El ingeniero no podía ver quién tenía a su espalda. Pero supo en
seguida quién era, al oír exclamar a la muchacha: —¡Señor Ratcliff!
—¡Vaya! Por lo visto continúo siendo «señor» —comentó el
hombre, burlón. Y añadió, presionando en los riñones del que
encañonaba: —Avance hasta el centro de la habitación,
jovencito… ¡Estupendo! Ahora ya puede volverse.
Buck obedeció. Como ya había adivinado, el hombre que tenía
enfrente era el padre de Jim Ratcliff.
—¿Me recuerda, verdad? — siguió diciendo el inesperado
visitante. Y aclaró, para que no le quedara ninguna duda: — Estaba a
su lado durante la reunión, del Consejo de Administración a la que
asistió usted invitado por el padre de Sally. Mi nombre es…
—Hawthorne Ratcliff —le cortó el ingeniero, sin dejarlo acabar—.
Confieso que no esperaba su visita. Y mucho menos aquí. A decir
verdad, por un poco ni me encuentra usted en Butte.
—Entonces puede sentirlo. El único viaje que hará ya, será de aquí
al cementerio.
—¡Diablos! —exclamó Buck, sin demostrar el menor temor—.
¡Menos mal que se me ocurrió cambiarme de traje! ¿Y ha venido a
Butte nada más que por eso?
—Si Estoy aquí con el único propósito de matarle. Naturalmente
no creía poder hacerlo tan pronto.
—¿Y cómo se le ocurrió venir a esta casa en mi busca?
Buck Rawson hablaba con naturalidad. Nadie hubiera dicho que
se estaba jugando la vida a cada palabra que pronunciaba.
El propio Ratcliff parpadeó sorprendido ante aquella tranquilidad
del joven.
—No se puede negar que es usted un hombre valiente —tuvo que
reconocer—. ¡Estoy seguro de que los dos juntos hubiéramos hecho
muchas cosas!
—Por ejemplo, robar a sus mejores amigos, ¿verdad?
—¡Hombre! Ahora que dice usted eso. Poco después de su salida
de Nueva York recibí un sobre con una respetable cantidad de
dinero. ¿No sería usted quien me lo envió?
Buck miró a Sally Garrighar, antes de responder. La muchacha
estaba pálida como una muerta. Casi no podía tenerse de pie.
—Pues sí —respondió al fin, encarándose de nuevo con el
hombre—. Efectivamente fui yo, aunque lo hice cumpliendo las
instrucciones que me dejó el señor Garrighar. Todos los valores que
tenía, así como la cuenta corriente en el Banco, fueron empleados en
restituir a los accionistas de la «Amalgamated» lo que él creía habían
perdido por su culpa. Y entre ellos estaba usted, Ratcliff, ya ve que
no le llamo «señor». Usted, que era precisamente el verdadero
culpable de todo.
p
—En efecto —admitió el malvado financiero, con gran cinismo—.
Yo soy el culpable de todas esas pérdidas que mis compañeros han
tenido durante estos últimos años. Es más. Davenport y yo
hubiéramos conseguido que aún fueran mayores de no haberse
interpuesto usted. Por eso voy a matarle. ¡Y va a ser ahora mismo!
Sally Garrighar se encontraba a unas tres yardas de distancia, a la
derecha de ambos hombres. Observó el gesto que hacía. Ratcliff al
apretar con más fuerza el revólver, y entonces, venciendo la extraña
debilidad que la había tenido como clavada en su sitio, se precipitó
entre los dos, protegiendo con su cuerpo el del ingeniero.
—¡Sally!
La entonación que dio Buck Rawson a su nombre, hizo latir con
fuerza el corazón de la muchacha.
Estremecióse al sentir en sus hombros las manos de él, que
intentaban apartarla.
—Es inútil, Sally —se burló Hawthorne Ratcliff, sin al parecer dar
importancia al gesto de ella—. Aunque tenga que matarte a ti
también, lo qué es él no saldrá de aquí vivo.
—Ni tú tampoco, si no sueltas ese revólver —respondió una voz,
desde la puerta de la habitación contigua.
De los labios del financiero se escapó un grito de asombrosa
incredulidad. Acataba de reconocer la voz de su hijo.
—¡Jim! —exclamo, girando sobre sus talones y olvidándose en un
instante del ingeniero y de lo que le había llevado allí —¿Es posible
lo que oigo? ¿De veras serias capaz de matar a tu padre?
—Mi padre murió para mi hace tres meses —contestó el joven, con
gravedad—. Lo mató cierta historia que oí de labios de un malvado.
Apuntándose el uno al otro, padre e hijo se contemplaron sin decir
ahora nada. Hasta que el segundo rompió el silencio para añadir: —
Posiblemente te estarás preguntando cómo es que me presento en el
momento oportuno, ¿verdad? Bien. Pues yo te lo diré… He venido
siguiéndote desde Nueva York. Durante estos dos últimos meses no
has dado un solo paso que yo no supiera. En un principio creí que
sólo tratabas de esquivar a la justicia, huyendo de un Estado a otro.
De haber sido así, lo más probable es que no me hubiera dejado ver.
Pero no. Pronto tuve que cambiar de parecer, al descubrir cuáles
q p
eran tus verdaderas intenciones. Lo adiviné al comprobar que el
itinerario que seguías conducía a Butte. Te dirigías aquí, y como he
podido comprobar desde la otra habitación, donde me escondí
cuando hace cosa de una hora entraste en esta casa, has venido para
causar nuevas víctimas. ¡Como si fueran pocas las que pesan sobre
tu conciencia!
La voz de Jim Ratcliff rezumaba amargura.
—Cuando salí de Nueva York detrás de ti, después de decir quién
eras a los accionistas que estabas engañando, casi me remordía la
conciencia por lo que había hecho. «Has denunciado a tu propio
padre» —me reprochaba—. Por eso decidí seguirte; según cómo
reaccionaras, purgaría contigo mi parte de culpa. Pero no. Ni
siquiera pensaste una sola vez en tu hijo. Lo único que te interesaba
era vengarte del hombre que te había derrotado… Bien. ¿A qué
esperas para soltar ese revólver?
Hawthorne Ratcliff había escuchado a su hijo con más extrañeza
que interés. Pero al oír la última pregunta que le recordaba las
palabras con que hizo su aparición, su cuerpo pareció sufrir los
efectos de una descarga eléctrica.
—¡Por Satanás! —barbotó, furioso—. ¿Olvidas que yo también te
estoy apuntando?
—¡Suelta ese revólver! —conminó Jim, con voz firme, pasando por
alto la pregunta de su padre.
Detrás del financiero, Buck Rawson y Sally Garrighar, muy juntos
ahora el uno del otro, contemplaban la escena sin atreverse a
intervenir.
Pero el ingeniero estaba intrigado. Con su profundo conocimiento
de los hombres, podía adivinar sus intenciones por el matiz de su
voz, y ahora tenía la seguridad de que Jim Ratcliff tramaba algo.
Seguridad que se vio confirmada al oírle repetir, dirigiéndose,
como siempre, a su padre:
—¡Suelta ese revólver! Contaré hasta tres, y si no lo has hecho
todavía…
El final de la frase se confundió con el atronador estruendo de
varios disparos.
Buck Rawson observó, a través del humo que flotaba en el
ambiente, cómo Jim Ratcliff se estremecía al recibir en su cuerpo los
impactos.
Pero no cayó. Aunque tambaleándose, seguía empuñando el
revólver. En sus labios florecía ahora una enigmática sonrisa.
—Eso era lo que… quería —le oyó decir a continuación, con voz
entrecortada—. Que dispararas… hasta el último cartucho… contra
tu propio hijo… ¡Ese será… tu… cas…ti…go!
Pronunciada la últ.ma palabra se desplomó en el suelo sin vida, en
el preciso instante en que Hawthorne Ratcliff lanzaba un grito de
demente.
—¡He matado a mi hijo! ¡He matado a mi hijo! —repetía una y otra
vez, vociferando como un loco y blandiendo en el aire el ya
inservible revólver que acababa de usar.
De pronto, Buck Rawson giró sobre sí mismo para cubrir con su
cuerpo el de Sally Garrighar.
Acababa de ver cómo el financiero se apoderaba del arma que aún
sostenía su hijo en la mano y, con los ojos fuera de las órbitas, la
dirigía hacia ellos.
Tan rápidamente se había movido, que el ingeniero no pudo
defenderse. Lo único que consiguió fue amparar con su cuerpo el de
la aterrorizada muchacha, que se había abrazado a él.
En la habitación sonó de nuevo el estrépito de los disparos. Y ya
esperaba Buck sentir en su cuerpo la mordedura mortal del plomo,
cuando pestañeó sorprendido.
En vez de él, era Hawthorne Ratcliff quien se tambaleaba. El grito
que se escapó de los labios de Sally se mezcló con el que lanzaba el
financiero, un segundo antes de empezar a caer. Luego…
—¡Diablos! —oyeron exclamar a, Pulto desde la puerta de entrada,
empuñando dos humeantes revólveres—. No se puede negar que he
llegado a tiempo. Pero, ¿qué demonios ha ocurrido aquí?
El ingeniero no respondió de momento. Sally se había desmayado,
y atenderla era para él lo más importante de todo.
—Busque a la sirvienta de la casa, Pulto —ordenó, mientras cogía
en sus brazos a la muchacha y la conducía hasta un sillón—. Si
Ratcliff no la ha matado también, no debe andar muy lejos.
y j
Desapareció su ayudante escaleras arriba, y Buck Rawson se
arrodilló junto al cuerpo inconsciente de Sally.
—Despierta, chiquilla —susurró al oído de ella, conteniendo a
duras penas el ansia de abrazarla —. Ya no debes temer nada. Todo
ha pasado. ¿Es que no me oyes?
Durante unos minutos que le parecieron una eternidad, la
muchacha continuó sin dar señales de vida. Pero de pronto…
—¡Buck! —y al oír su nombre, así como al contemplar la dulce
mirada de aquellos ojos que buscaban los suyos, el ingeniero creyó
morir de felicidad—. ¡Buck! —repitió ella, tendiéndole ahora los
brazos—. ¿Verdad que no me abandonarás?
—¿Abandonarte? ¡Pero si ese era mi mayor suplicio, muñeca! ¡Te
tenía tan cerca y a la vez tan lejos que…! ¡Pero, muchacha! ¿Qué
haces ahora?
Sally Garrighar, dejándose resbalar del sillón, se había arrodillado
ante él.
—Hago lo que me dijiste en cierta ocasión, querido —respondió a
continuación. Y aclaró: —Pedirte perdón de rodillas por…
No pudo terminar. Sin poder resistir por más tiempo la tentación
de aquellos labios tan próximos a los suyos, Buck Rawson la atrajo
hacia sí, cerrándola la boca con un beso apasionado.
—Ese es el premio que debió desearme tu padre por cumplir sus
instrucciones —le oyó decir Pulto, que en aquel momento regresaba
con la mujer que había ido a buscar —. ¡Si él pudiera vernos!…
FIN
Notes
[←1]
(1) Histórico.
[←2]
(1, Chinooks. Vientos secos y calientes que,
procedentes de las cordilleras, soplan en
dirección N. E. y absorben una gran cantidad de
humedad.