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Apuntes Del Tema 4 (Parte 1 ) - 2

El documento explora la relación entre ficción, realidad y literatura, destacando que la ficción no es simplemente una imitación de la realidad, sino una regeneración creativa que se basa en ella. Se introduce el concepto de verosimilitud como clave para entender la ficción literaria, sugiriendo que incluso las narrativas fantásticas pueden ser creíbles si son bien construidas. Además, se discute el pacto narrativo entre autor y lector, donde se acepta la ficción como una realidad temporal durante la lectura.

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Apuntes Del Tema 4 (Parte 1 ) - 2

El documento explora la relación entre ficción, realidad y literatura, destacando que la ficción no es simplemente una imitación de la realidad, sino una regeneración creativa que se basa en ella. Se introduce el concepto de verosimilitud como clave para entender la ficción literaria, sugiriendo que incluso las narrativas fantásticas pueden ser creíbles si son bien construidas. Además, se discute el pacto narrativo entre autor y lector, donde se acepta la ficción como una realidad temporal durante la lectura.

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TEMA 4

LA FICCIÓN LITERARIA. TEORÍAS PRAGMÁTICA Y SEMÁNTICO-


REFERENCIAL. LA LITERATURA COMO REPRESENTACIÓN DE MUNDOS.
EL GÉNERO FANTÁSTICO.

1. LA FICCIÓN LITERARIA

1.1. Realidad, ficción y literatura

En general y por causalidad metonímica, al ser la ficcionalidad característica


ontológica de la literatura, se utiliza el término de ficción –particularmente en el ámbito
anglosajón– en un sentido homosémico de «literatura». Según Barthes, se denomina
generalmente ficción al discurso imaginativo, «caracterizado por la distancia que mantiene
con la verdad del mundo referencial: serían ficcionales los discursos que no corresponden a
un estado de cosas en el mundo empírico, los discursos no-referenciales o auto-
referenciales». De hecho, el término ficción procede del latín fictus ("fingido" o
"inventado").

No obstante, esto no quiere decir que el mundo de la ficción no guarde vínculos con
la realidad porque la ficción, de una u otra manera, está basada en la realidad. Por tanto,
ficción y realidad no solo no constituyen compartimentos estancos, sino que están
fuertemente interconectadas. De hecho, se denomina ficción a la simulación de la realidad
que realizan las obras literarias cuando presentan un mundo imaginario al receptor.

Por tanto, la cuestión de la ficción literaria puede comenzar a entenderse cuando nos
resistimos a la tradicional e ingenua contraposición literatura/realidad como dos esferas
independientes y en la que la literatura supusiera una “versión” más o menos cercana a los
hechos reales o a la historia. En otras palabras, la ficción literaria puede ser comprendida
cuando sospechamos o dudamos de cualquier teoría que presenta lo real opuesto a lo
ficcional. Ya desde Aristóteles en su Poética, el concepto de mimesis o imitación del mundo
por la poesía implicaba la doble consideración de la referencialidad y de la ficcionalidad del
texto literario: en el primer caso, porque este plantea una alusión a la realidad (establecida a
través de la mediación sígnica), aunque esta sea de carácter imaginativo e indirecto; en el
segundo, porque, en la medida en que la literatura se constituye como tal imitación del
mundo, se plantea a la vez como algo distinto a la propia realidad y construido desde la
actividad creativa –poietica –del autor.

1
En este sentido, en el siglo XX, el filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur,
desde una posición que resalta el papel de la interpretación y busca la intersección entre
el mundo del texto narrativo y el mundo del lector, reorienta la noción aristotélica de
mimesis en su libro Tiempo y narración (1983-1984). Ricoeur concibe la mimesis, dada
en la ficción literaria, no como reproducción de la realidad, sino como regeneración y
figuración de la misma, como «invención creadora», cercana a las nociones de poiesis y
praxis, tanto en la actividad autoral como lectorial. Ricoeur distingue así tres etapas en la
mimesis: la de prefiguración (I), que contempla el mundo real como comprensión del
actuar humano o del mundo de la acción, fase necesaria para la construcción del mythos
(«relato»); la de configuración (II) o representación como creación de una nueva
realidad, como «actividad creado creadora» dada en la poiesis, y, como último momento
de la operación mimética; y la de la refiguración (III) o la vinculación del mundo de la
obra y el mundo del receptor como momento de producción del sentido en la
interpretación del texto por el lector.

Comprobamos, pues, que la teoría literaria desde sus inicios, en la Poética de


Aristóteles, ha marcado la importancia de una distinción que supera la confrontación
ficción/realidad por un lado, y falso/verdadero por otro, al ejecutar el elemento principal
de la teoría en torno a la categoría de lo verosímil. La verosimilitud, concepto que
encontramos en el capítulo XI de la Poética, se traduce en la credibilidad de la obra, en
el hecho de que los elementos que la componen han de ser creíbles para los lectores o
para la opinión común. Para Aristóteles, las artes son mímesis, imitación, pero no se trata
de una simple imitación, una copia fotográfica de la realidad, sino que expone algo que
podría suceder y que es, por tanto, verosímil. Por consiguiente, la imitación, dada en la
obra literaria, ha de ser verosímil, lo cual se consigue gracias a la actividad creadora del
autor –la poiesis–. De este modo, la literatura nos ha enseñado que los hechos más
increíbles pueden ser verosímiles (una novela fantástica, de ciencia ficción), y los más
ciertos, sin embargo, inverosímiles, porque todo depende de la destreza creadora autoral.

De esta manera, el concepto de verosimilitud se propone como categoría


imprescindible en aras de superar el tradicional conflicto entre ficción, literatura y
realidad. Asimismo, la categoría de la verosimilitud no va ligada indisolublemente a la
novela realista, sino que los sucesos más fantásticos y maravillosos o pertenecientes, por
ejemplo, a la ciencia ficción, como ocurre en la película Matrix (Wachowski, 1999 y

2
2003), pueden resultar verosímiles, creíbles, a ojos del lector o espectador
respectivamente.

Esta consideración se enfrenta al hecho de que nuestra mirada de lectores actuales


ha sido educada en los principios de la estética realista. Esta ha dejado en herencia una
vasta tradición literaria que culmina en el siglo XIX con la novela realista y en el éxito de
las formas de estilización de lo familiar cotidiano, que tiende a hacer próximos dos
conceptos que la literatura durante siglos se esforzó por distinguir: el concepto de
realismo y el concepto de verosimilitud. Estamos instaurados en el erróneo postulado de
que solo la narrativa que supone una copia de la realidad extratextual es verosímil, creíble
y factible.

Así pues, la categoría de lo verosímil, la mejor que explica la ficción literaria, no


está referida a una corriente estética concreta como la novela realista decimonónica, sino
que es compartida por muchas formas de literatura, incluyendo la más fantástica o
antirrealista, aunque esta pueda presentar una realidad distorsionada. La literatura, por
muy fantástica y maravillosa que sea, crea simulacros de realidad, representa acciones
humanas, de manera que los hechos expuestos se asemejan a los ocurridos a personas que
se mueven realmente en el escenario de nuestras existencias. Por muy inventados que
sean personajes y escenarios, por maravillosas que sean sus cualidades e incluso su
representación, acaban refiriéndose directa o simbólicamente a los conocidos o
imaginados por la experiencia del receptor. Si no fuese así, la fuerza de la literatura y su
perdurabilidad, así como su sentido serían mucho menos.

La verosimilitud no es, pues, ni la veracidad, ni tampoco algo nacido


esencialmente de la relación dual y equivalente realidad/obra, sino la citada imagen
poética de veracidad (que parezca real o tenga visos de realidad a vista del lector). Como
señala Pozuelo (1993), la cuestión de la ficcionalidad, como cualidad específica de la
ficción literaria, afecta a la vez a la ontología (qué es), la pragmática (cómo se emite y
recibe) y la retórica (cómo se organiza) del texto literario. Por ello, el concepto de la
ficcionalidad ha sido abordado por numerosos teóricos como Pratt, Dolezel, Martínez
Bonati, Genette, Eco, Mignolo, Hamburger, Pozuelo o Albaladejo, entre muchos otros.

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1.2. Hacia una poética de la comunicación literaria

Como explica Pozuelo en Poética de la Ficción (1993), el interés de la teoría


literaria actual por la ficción nace de un cambio de paradigma, que sustituye una poética
del mensaje texto por una poética de la comunicación literaria. Lo literario se indaga, tras
la crisis de los modelos estructuralistas, no en el conjunto de rasgos verbales o
propiedades de la estructura textual, sino en el ámbito de ser una modalidad de producción
y recepción comunicativa. Y en esa modalidad ocupa un lugar preeminente la
ficcionalidad. Así pues, lo esencialmente literario no sería tanto una estructura
diferenciada como una forma de comunicación socialmente diferenciada, una modalidad
de producción y recepción comunicativa particular, donde ocupa un lugar preminente la
ficción.

Como cualquier otro escrito, la obra literaria supone una comunicación cuya
estructura presenta el mismo esquema básico de todo uso del lenguaje. La diferencia entre
la comunicación literaria y no literaria radica en el carácter ficcional del mensaje: arranca
de un hablante que comunica un contenido específico, el texto, a un destinatario. La
diferencia de este lenguaje reside en el carácter imaginario del mensaje, que lo aparta de
las relaciones prácticas de la vida cotidiana. Del mismo modo que las obras de arte, la
literatura en general y la novela en particular, constituyen un espacio donde se funcionaría
dentro de la ficción.

Así pues, abordar el estudio del texto literario como un hecho de comunicación,
esto es, desde una perspectiva pragmática, es enfrentarse a las relaciones que se establecen
entre emisores, receptores y texto, unas relaciones que están presentes tanto dentro del
texto como fuera de él. En este sentido, el objeto de estudio de la obra literaria se ha
deslizado por una parte hacia la búsqueda de los rastros de la enunciación dentro el texto
(relaciones intratextuales), es decir, quién cuenta la historia (narrador), a quién se la
cuenta (narratario) y cómo se la cuenta, y por otra parte interesan las relaciones
supratextuales que implican al emisor y a los receptores reales y que tienen que ver en la
mayoría de los casos con la lectura ideológica de los textos.

Por tanto, el problema de la ficción en literatura es de naturaleza pragmática, y


afecta, como señala el profesor Pozuelo, al espacio enunciativo. Ello supone que el
sistema de referencia es creado en el propio acto comunicativo, y viene dado por el
conjunto de presupuestos compartidos por los interlocutores. Además, ese espacio

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compartido necesita de la condición de la poeticidad, esto es, es creíble si resulta
estéticamente convincente. A esto, la teoría pragmática lo llamó pacto ficcional, que
consiste en la “voluntaria suspensión del descreimiento”, mediante la cual, en tanto
receptores de una obra, dejamos en suspenso nuestras cautelas racionales y de
contrastación empírica; aceptamos mediante este pacto que el autor cree un mundo que
durante el proceso de recepción vivimos transitoriamente como verdadero, aunque
tengamos conciencia de su carácter ficticio. Por tanto, el pacto ficcional es el acuerdo
tácito (implícito o sobreentendido) que existe en todo texto de ficción entre autor y lector
por el que este acepta el mundo ficcional como verdadero, siempre que el autor respete
su creación y mantenga la coherencia en la narración.

Vemos pues que la estructura ficcional no es mimética, sino poiética, es decir,


creadora de mundos, y es percibida por el lector no como un lenguaje, sino como un
mundo. Ese mundo ilusorio adquiere una poderosa presencia en el espíritu humano, y no
es un mero entretenimiento intrascendente, sino una experiencia sumamente valiosa. A
través de este fenómeno, el lector se apropia psíquicamente de un universo ficcional
ideado por el autor para luego volver con esa experiencia adquirida en la lectura a su
mundo real, que enriquece y llena con otra clase de vida. De esto se deducen dos
consecuencias:

1. La ficción es una realidad esencial en la existencia humana desde edades muy


tempranas y que deja una huella en nosotros. En el proceso de lectura activamos la
creación de imágenes mentales, y construimos nuestro personal mundo imaginario.

2. Ese pacto de lectura es a la vez un horizonte de mundo, de lo que se concluye


que la ficción no es solo un juego interpretativo con vocación de realidad, sino que, a
través de ella, la ficción contribuye a ensanchar mi mundo. Entre el horizonte de lectura
del receptor y el horizonte que plantea la obra media una distancia que en el proceso de
lectura se acorta hasta llegar a la fusión de horizontes. Eso no significa que tras la lectura
estemos completamente de acuerdo con lo que nos digan, sino que hemos llegado a la
plena compresión de la obra.

El pacto narrativo

W. Booth dijo en su importante libro La retórica de la ficción (1961) que el autor


de narraciones no puede escoger el evitar la retórica; solamente le es dado elegir la clase
de retórica (recursos narrativos) que empleará. En efecto, el discurso de un relato es

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siempre una organización convencional que se propone como verdadera. En el mundo de
la ficción —y ese es uno de los datos de definición pragmática más atraídos—
permanecen en suspenso las condiciones de «verdad» referidas al mundo real en que se
encuentra el lector antes de abrir el libro. De entre las muchas aproximaciones y
consecuencias que cabe hacer y deducir de esta suspensión de la realidad, nos vamos a
interesar ahora por lo que el profesor Pozuelo Yvancos llamó pacto narrativo en el año
1978. Este pacto es el que define el objeto —la novela, cuento, etc.— como verdad y en
virtud del mismo el lector aprehende y respeta las condiciones de Enunciación-Recepción
que se dan en la misma. No hay novela que no invite al lector a aceptar una retórica, una
ordenación convencional por la que el autor, que nunca está propiamente como persona
—quien escribe no es quien existe, decía R. Barthes—, acaba disfrazándose
constantemente, cediendo su papel a personajes que a veces son muy distintos de sí.

Entrar en el pacto narrativo es aceptar una retórica por la que la situación


enunciación- recepción que se ofrece dentro de la novela es distinguible de la situación
fuera de la novela. Ello es posible en virtud de unos signos de la narración, inmanentes al
texto, por los cuales es necesario separar y no confundir, en el plano de la enunciación, al
autor real (quien da el libro) del narrador y del autor ficticio (actúan dentro del texto como
tales). Igual ocurre en el plano de la recepción, donde es posible separar mi papel como
receptor real del papel de los receptores que actúen dentro del texto como tales (lector
ficticio y narratario).

Hay acuerdo en todos los tratadistas acerca de la distinción entre autor/narrador y


lector/narratario. Tanto el autor real como el lector real no son identificables en ningún
caso con el narrador y el narratario, que son quienes en el relato actúan respectivamente
de emisor-receptor y cuya identidad textual no es extrapolable a su identidad real-vital
fuera del texto. No obstante, hay que decir que, en el desarrollo de la teoría retórica
narrativa de los últimos años, se ha introducido otras categorías no siempre aceptadas por
la generalidad de los tratadistas y que ahora no vamos a tratar (por ejemplo, el concepto
de lector modelo de U. Eco).

A continuación, vamos a explicar un cuadro de los posibles pactos narrativos a


partir del ofrecido por Darío Villanueva (1984) y Pozuelo Yvancos (1994) en aras de
distinguir las distintas categorías:

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Como se puede ver en la imagen, se ha distinguido varios tipos de instancias
marcadas por la frontera de otro cuadro más pequeño. Las instancias (autor real y lector
real) que están fuera del cuadro más pequeño son completamente ajenas a la inmanencia
textual y lo que están dentro (autor y lector ficticios y narrador y narratario) son instancias
del texto mismo, vienen determinados por marcas formales y no son susceptibles de
modificación histórica una vez que el texto ha sido codificado. Veamos cada una con su
pareja correspondiente:

1. Autor real-lector real. Con independencia de las determinaciones textuales


hay una realidad empírica con nombre y apellidos que es el autor real del texto, por
ejemplo, Cervantes. Tal autor es “quien existe”, y su relación es la de producir una obra
que da a leer a otra instancia empírica, que es el lector real (cualquiera de nosotros que
leemos El Quijote). El análisis de las relaciones en este nivel es de carácter sociológico
entre productor y consumidor.

2. Autor ficticio-lector ficticio. El autor ficticio puede ser definido como la figura
que en el texto aparece como responsable de su escritura. Puede ser un personaje dentro
de la historia o no. Es, por ejemplo, Cide Hamete Benengeli, el supuesto autor arábigo de
El Quijote. Al empezar el capítulo IX, Cervantes se introduce en la narración para indicar
que encontró unos papeles escritos en árabe por el erudito Cide Hamete Benegeli y que,
al hacerlos traducir, vio que era la historia de don Quijote. Esto no deja de ser una parodia

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de los libros de caballería en las que los autores a veces fingen que las traducen de otras
lenguas o que han encontrado un original en misteriosas circunstancias.

Esta instancia, la del autor ficticio, representa al autor codificado o representado


en el texto como tal autor, son de su responsabilidad los comentarios, justificaciones y
todas aquellas ocurrencias de la voz del texto que revelan la presencia de una instancia
diferente de la del narrador. En la mayor parte de los relatos esta figura no aparece o está
neutralizada por la del narrador. En el plano de la recepción, el lector ficticio es el lector
inmanente que en el texto aparece como tal, el que lee el texto del autor ficticio. Como
en el caso anterior, la instancia del lector ficticio no siempre aparece o se neutraliza en
muchas ocasiones con la del narratario.

3. Narrador-narratario. El narrador es la categoría textual responsable de la


enunciación del texto tal y como lo leemos. Puede estar implícito (no notamos su
presencia, por ejemplo, cuando se encarga de transcribir literalmente las palabras
pronunciadas por los personajes a modo de diálogo) o explícito.
El narrador responde a la pregunta ¿quién cuenta? ¿Quién habla en el relato?; y
no debe confundirse con quién escribe el relato –el autor real–. El narratario designa
exclusivamente al receptor inmanente y simultáneo de la emisión del discurso del
narrador y asiste dentro del relato a su emisión en el instante mismo en que esta se origina.
Podemos encontrar un narratario ausente o no marcado (narratario implícito), es decir, el
narrador no hace explícito quién es su interlocutor o no apela a él, pero se sobreentiende ;
y un narratario explícito cuando es referido por el narrador como interlocutor o cuando la
situación comunicativa está explícitamente representada.

Debemos subrayar que lo que está fuera del cuadro pequeño es lo que pertenece a
la realidad. Lo que está dentro de aquel, forma parte de la ficción, y en ningún caso se
rompe esto. Por tanto, no hay comunicación entre lo que hay dentro y lo que está fuera.
El autor real siempre se dirige al lector real al igual que el narrador se dirige al narratario
y el autor ficticio al lector ficticio.

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BIBLIOFRAFÍA

GARRIDO DOMÍNGUEZ, A. (2011). Narrativa y ficción: literatura e invención


de mundos. Madrid, Iberoamericana.
MARTÍNEZ BONATI, F. (1992). La ficción narrativa. (Su lógica y ontología).
Murcia: Servicio de publicaciones de la Universidad de Murcia
MARTÍN JIMÉNEZ, A. (2015). Literatura y Ficción. La ruptura de la lógica
ficcional. Suiza: Peter Lang.
POZUELO YVANCOS, J. Mª. (1993). Poética de la ficción. Madrid: Síntesis.
VALLES CALATRAVA, J.R. (2002) (dir.). Diccionario de teoría de la
narrativa, Granada: Alhulia.
VALLES CALATRAVA, J. R. (2008). Teoría de la narrativa. Una perspectiva
sistemática. Madrid: Iberoamericana.
VILLANUEVA, D. (1994) (coord.). Curso de teoría de la literatura. Madrid:
Taurus.

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