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Bourdieu Escuelaculturaydominacion

El capítulo analiza cómo la educación, según Bourdieu, actúa como un instrumento de dominación social que perpetúa las desigualdades a través del capital cultural. A pesar de la aparente democratización del acceso a la educación, las diferencias en el éxito escolar están fuertemente ligadas al origen social de los estudiantes, lo que cuestiona la validez de la igualdad de oportunidades. Bourdieu argumenta que la escuela no solo selecciona y forma, sino que también legitima y reproduce las jerarquías sociales existentes.

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El capítulo analiza cómo la educación, según Bourdieu, actúa como un instrumento de dominación social que perpetúa las desigualdades a través del capital cultural. A pesar de la aparente democratización del acceso a la educación, las diferencias en el éxito escolar están fuertemente ligadas al origen social de los estudiantes, lo que cuestiona la validez de la igualdad de oportunidades. Bourdieu argumenta que la escuela no solo selecciona y forma, sino que también legitima y reproduce las jerarquías sociales existentes.

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Bourdieu Escuela cultura y dominacion

Chapter · September 2022

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René Llored
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LLORED René, Capitulo 4, “Escuela, cultura y dominación”, BOURDIEU, Una
revolución sociológica para el siglo XXI, 2021, Silla Vacia, Michoacan, Mexico
Una

IV. Escuela, cultura y dominación

"Instrumento privilegiado de la sociodicea burguesa que confiere a los privilegiados el


privilegio supremo de no aparecer como privilegiados, [la escuela] llega tanto más fácilmente
a convencer a los desheredados que deben su destino escolar a su falta de dones o de méritos
como, en materia de cultura, la desposesión absoluta excluye la conciencia de la desposesión."

BOURDIEU Pierre y PASSERON Jean-Claude, La reproducción (1970/1995: 269).


1. Progreso económico, educación y capital cultural

El interés de Bourdieu para el tema escolar aparece a principios de los años 1960 cuando
el sistema de enseñanza francés, al igual que el de los de otros países desarrollados, experimenta
grandes cambios abriendo sus puertas a un número creciente de alumnos procedentes de clases
sociales que no habían gozado en el pasado de semejante oportunidad. El aumento de la
proporción de diplomados de una generación a otra parece indicar un proceso novedoso y
provechoso de democratización escolar. Resulta pues de las necesidades técnicas y
profesionales impuestas por el rápido crecimiento económico caracterizado por el aumento de
la proporción de cuellos blancos en la población activa. Es también una consecuencia del
incremento de la demanda de educación en una sociedad cuyo nivel de vida conoce un aumento
rápido asociado a una elevación de las aspiraciones individuales.
Empero, en 1966 Bourdieu publicó, con un equipo de investigadores compuesto de sociólogos
y economistas, el colectivo eligió el nombre de Darras, un estudio que tituló Le partage des
bénéfices. Se trataba de una obra a contracorriente que interrogaba las consecuencias ignoradas
o denegadas del progreso económico en vez de celebrar el optimismo tecnológico, mercantil y
tecnocrático de la época. La pregunta alrededor de la cual giraban los distintos artículos era
precisar la medida en que el fuerte crecimiento económico, el aumento de los niveles de vida y
la aparente convergencia de los modos de vida, reducía efectivamente las diferencias entre
clases sociales. Uno de los artículos escritos por Bourdieu enfocaba, tal como lo indica su título,
“La transmisión de la herencia cultural”. En este último, el sociólogo prolongaba los análisis
expuestos dos años anteriores, con Jean-Claude Passeron, en el libro Los Herederos. Los
Estudiantes y la Cultura (1964). Esos estudios se apoyaban en los resultados de varias encuestas
estadísticas que ponían de manifiesto las diferencias de éxito escolar según el origen social. La
pregunta que abría Los Herederos anunciaba entonces una teoría sociológica completa del
funcionamiento de la institución escolar: “¿Alcanza con comprobar y deplorar la desigual
representación de las diferentes clases sociales en la enseñanza superior para cerciorarse, una
vez más, de las desigualdades ante la educación?” (Bourdieu y Passeron, 1964/2003: 13).
La espectacular extensión del sistema de enseñanza responde a una doble necesidad de
racionalización y democratización. Bourdieu se interesa por la escuela en un momento histórico
preciso, caracterizado por la importancia determinante de la educación. Pues una sociedad
democrática debe ofrecer a cada uno de sus miembros la posibilidad de orientar por sí mismo
su vida personal y trayectoria profesional. En cuanto a la sociedad desarrollada ha de formar el
capital humano que su organización necesita. En suma, la escuela cumple tres funciones
esenciales, una función de formación, una función de selección, y también una función de
asignación porque determina en gran medida el destino social de las personas.
Pero en realidad, la institución escolar aparece al mismo tiempo como un instrumento mayor
de conservación social porque se propone de legitimar las desigualdades sociales. En efecto, su
funcionamiento consiste en tratar con igualdad a desiguales y considerar el logro de los unos y
el fracaso de los otros como la consecuencia de cualidades estrictamente individuales, o sea
naturales, de dones y méritos puramente personales. Sin embargo, esa manera de ver, sin ser
necesariamente una falacia, es objetivamente falsa porque se muestra totalmente incapaz de
explicar la distribución social del éxito escolar.
La acción de la escuela y sus veredictos, con pocas posibilidades de recurso de apelación,
ratifican el privilegio cultural de las clases mejor dotadas. El privilegio cultural heredado y
transmitido por la familia consiste en una serie de recursos variados: soltura en el uso de la
lengua, referencias culturales familiares adecuadas a la cultura escolar, conocimiento y
familiaridad con la institución y sus miembros, actitud apropiada ante el trabajo escolar, etc.
Progresivamente, Bourdieu sintetiza la variedad de ventajas culturales bajo el concepto de
capital cultural. Así aparece claramente una relación estrecha entre la trayectoria escolar y el
capital cultural: el éxito depende de las afinidades entre las disposiciones socioculturales de los
estudiantes y las exigencias del sistema escolar. El capital cultural existe bajo tres formas. En
primer lugar, existe de manera incorporada bajo la forma de disposiciones de tal modo que,
confundido con el habitus, se diferencia radicalmente del capital económico. Así, mientras este
último se hereda a través una transmisión material manifiesta, el capital cultural vinculado al
cuerpo de la persona se transmite de una manera principalmente latente y da la impresión de
que las disposiciones de la persona son totalmente innatas, es decir naturales. En segundo lugar,
el capital cultural se presenta en un estado objetivado, materializado por bienes culturales como
libros y bibliotecas, cuadros de pintura, instrumentos de música, etc. Vivir rodeado de esos
bienes participa en la construcción del habitus, caracterizan un entorno valorado en el que la
presencia de los bienes evidencia el valor de ciertas actividades. El conjunto define un sistema
de gustos a través de la afirmación de un estilo de vida. Siguiendo a Marcel Mauss o a Foucault,
podemos decir que, si los objetos están asociados a unas técnicas del cuerpo, estas están
estrechamente relacionadas con unas técnicas de sí. Existe una continuidad entre la acción
corporal y las representaciones: el hexis es parte del habitus y los objetos contribuyen a la
producción de los sujetos. En último lugar, el capital cultural existe bajo una forma
institucionalizada, títulos, diplomas, certificaciones que dan fe con cierta autoridad de las
cualidades, estatuto o honor social de la persona que los posee.
El capital cultural es un determinante de primer rango de la trayectoria escolar y su influencia
sobre ella supera con creces la del capital económico. Los datos conseguidos por las encuestas
estadísticas llevadas a cabo por Bourdieu y varios investigadores a principios de los años
sesenta, confirman el alcance del poder explicativo del capital cultural considerando sus
diferentes facetas. Por ejemplo, los alumnos de diferentes orígenes sociales que consiguen
resultados escolares idénticos, conocen un recorrido desigual en el sistema de educación: cuanto
más modesto es el origen y escaso el capital cultural, más corta resulta la carrera escolar. Resulta
entonces difícil de reconocer la imparcialidad de la institución cuando favorece a los más
favorecidos y desfavorece a los más desfavorecidos. ¿Qué ocurre pues con los principios sobre
los que descansa el sistema educativo en las sociedades democráticas?

2. Escuela y reproducción social

¿Qué consistencia tienen la igualdad de oportunidades y el reconocimiento del mérito


individual? Al tratar de manera indiferente las diferencias entre individuos, la escuela se
muestra por lo esencial indiferente a las desigualdades sociales que determinan las trayectorias
escolares y las probabilidades de éxito. Entonces, los principios a los que se refiere, tienden a
aparecer como puramente formales y corresponder a un discurso ideológico de legitimación del
orden escolar, y por consiguiente del orden social que sirve.
En efecto, las clasificaciones escolares fundamentan las clasificaciones sociales en las
sociedades democráticas porque estas últimas han de justificar la distribución de las ventajas y
privilegios que autorizan, a partir de principios racionales capaces de cristalizar un consenso
por lo menos relativo. Es este problema que han pretendido solucionar las sociedades modernas
que emergen progresivamente a partir de finales del siglo XVIII, despojándose de los rasgos de
las sociedades tradicionales aristocráticas, y renunciado a principios de clasificación
trascendentes. Así, el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano de 1789, después de proclamar que “los hombres nacen y permanecen libres
e iguales en derechos”, afirma que “las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad
común”. El logro escolar es a la vez un objetivo legítimo de las aspiraciones individuales en
vista de mejorar la situación de cada cual, y un testigo de la potencial utilidad de la actividad
de la persona para la colectividad. De este modo, se conjugan el individualismo y el interés
general.
Empero, hay que admitir la discordancia entre esta construcción política y jurídica y los
hechos documentados a lo largo de las últimas décadas. Incluso una institución internacional
como la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), que privilegia el
consenso y no duda a menudo hacer alardes de optimismo, resume los resultados de su última
encuesta del Programa internacional para la Evaluación de Estudiantes (Informe PISA)
recordando la fuerte correlación que existe entre el origen social y los resultados académicos
de los alumnos.
“In all countries and economies that participated in PISA 2015, and in the three-core
cognitive domains assessed in PISA (science, reading and mathematics), students of
higher socio-economic status scored better than students of lower socio-economic
status. However, in some countries and economies student performance can be
predicted solely by students’ socio-economic status more accurately than in other
countries. There are also large differences among countries in the size of the gap in
achievement between advantaged and disadvantaged students” (OCDE, 2018: 59).
Hay que recordar todo lo que separa la sociología crítica del sistema escolar de Bourdieu y
Passeron, del conformismo de los estudios de la OCDE que, aceptando las reglas del juego en
uso en los países económicamente más avanzados, tratan de las reformas que pudieran generar
una mayor eficiencia, es decir una reducción de la desigualdad académica, pero sobre todo un
rendimiento más alto del sistema educativo. A pesar de la divergencia de enfoques, los dos
análisis hacen hincapié con evidencia en la importancia de las desigualdades sociales sobre la
trayectoria académica de los estudiantes. Hace falta aquí recordar de nuevo y con empeño que
medio siglo separa la publicación de Los Herederos (1964) o La reproducción (1970) de los
últimos Informes PISA de la OCDE (2018). Las desigualdades sociales en la escuela no son
accidentales, ni tampoco disfunciones menores, consisten fundamentalmente en una
característica estructural y endógena, debido a la vinculación esencial entre clasificación social
y clasificación escolar. La posición en la jerarquía social no es neutra, y por lo tanto no puede
dejar de ejercer una influencia fuerte y persistente sobre la carrera escolar considerando el
efecto de esta sobre la trayectoria social. Aunque lo callen, los estudios recientes de la OCDE,
tienden a confirmar gran parte de los análisis que Bourdieu consagró a la escuela. Podemos
también leer con cierto desconcierto el único pasaje del texto de la OCDE que menciona a
Bourdieu.
“However, the extent to which education promotes social mobility varies across
countries. In contexts where success in education remains strongly linked to family
background rather than to students’ own talent and attitudes, education may not
promote socio-economic mobility; rather, it may simply reproduce pre-existing
inequalities across generations, as critical theories of education would predict
(Bourdieu, 2018; Bowles and Gintis, 2002). In contrast, education policies that focus
on equity can be among the most potent levers to reduce income disparities and foster
upward social mobility over the long term” (OCDE, 2018: 23).
¿Desde qué punto de vista se puede calificar como crítica la teoría de la educación de Bourdieu
y presuponerle una orientación partidaria, si abundantes datos de la OCDE la confirman? Hay
que saludar el esfuerzo retórico de los redactores que culmina en tautología: dicen que donde
el peso de la familia sobre los resultados escolares es superior al del proprio talento de los
estudiantes, la influencia del origen social es más fuerte. ¿Puede nacer de la nada ese talento?
Es obvio que la socialización familiar tiene un papel fundamental y actúa de manera decisiva
en los aprendizajes cognitivos, en el lenguaje o sobre la relación con la institución escolar. El
informe de la OCDE separa artificialmente las transmisiones cognitivas de la familia y los
talentos propios de los estudiantes. No es que estos últimos no puedan cultivarlos en ciertas
situaciones con relativa independencia acerca de las herencias familiares, pero de una manera
o de otra han necesitado adquisiciones previas y solo la socialización familiar primaria ha
podido ofrecérselas. En La construcción social de la realidad (1966), Peter Berger y Thomas
Luckmann enfatizaban la importancia de la socialización primaria. Es decisiva en tanto que es
inicial y porque no tiene alternativa, también es determinante porque coloca los elementos
cognoscitivos básicos y se realiza mediante relaciones con fuerte peso emocional.
“La socialización primaria suele ser la más importante para el individuo, y [que] la
estructura básica de toda socialización secundaria debe semejarse a la de la primaria.
Todo individuo nace dentro de una estructura social objetiva en la cual encuentra a los
otros significantes que están encargados de su socialización y que le son impuestos. Las
definiciones que los otros significantes hacen de la situación del individuo le son
presentadas a éste como realidad objetiva. De este modo, él nace no solo dentro de una
estructura social objetiva, sino también dentro de un mundo social objetivo. Los otros
significantes, que mediatizan el mundo para él, lo modifican en el curso de esa
mediatización” (Berger, Luckmann, 1966/2011: 166).
Desde de los años 1960, la sociología ha detallado varios mecanismos sociales fundamentales
explicativos de las trayectorias escolares y sociales de los individuos. Además, mediante sus
encuestas trató de demostrar su alcance basándose en datos empíricos. Suscita cierta perplejidad
ver como en 2020 los estudios de la OCDE retoman los análisis de la sociología sin mencionar
fuentes o autores.
“Long-standing research finds that the most reliable predictor of a child’s future
success at school – and, in many cases, of access to well-paid and high-status
occupations – is his or her family. Children from low-income and low-educated families
usually face many barriers to learning. Less household wealth often translates into
fewer educational resources, such as books, games and interactive learning materials
in the home. From the beginning, parents of higher socio-economic status are more
likely to provide their children with the financial support and home resources for
individual learning. As they are likely to have higher levels of education, they are also
more likely to provide a more stimulating home environment to promote cognitive
development. These parents may be more at ease teaching their child the specific
behaviours and cultural references that are the most valued at school. Advantaged
parents may also provide greater psychological support for their child in environments
that encourage the development of the skills necessary for success at school” (OCDE,
2020: 50).
En suma, la OCDE reconoce sin decirlo la fuerza del concepto de capital cultural. Más aun, el
índice PISA de estatuto económico, social y cultural (PISA index of economic, social and
cultural status, ESCS) utilizado en sus encuestas, recoge las contribuciones teóricas y
metodológicas de la sociología. Por ejemplo, su construcción es muy parecida a la que empleó,
a partir de los años 1940, Paul Lazarsfeld. El índice se compone de tres dimensiones: recoge el
nivel de estudios de los padres, toma en cuenta su posición social y profesional, y considera
diversas variables –como el acceso a internet o el número de libros en casa– para precisar las
condiciones de vida. Mientras la primera remite claramente al capital cultural, y particularmente
al capital cultural incorporado, la tercera se acerca más bien al capital cultural objetivado. En
cuanto a la segunda, hace referencia al capital económico. Aunque los estudios actuales de la
OCDE lo callen o lo escondan, explotan un gran número de aportaciones de Bourdieu,
despojándolas, eso sí, de sus elementos críticos más molestos.
Figura 7. Probabilidad que los hijos alcancen la educación superior según el nivel educativo
de los padres (adultos de 26 años o más, en 33 países).

Fuente: OCDE, 2018.

La figura presentada por la OCDE indica que la disparidad de oportunidades para alcanzar el
nivel superior de estudios para los hijos en función del nivel educativo de los padres, desde un
punto de vista longitudinal, no ha variado a lo largo de cuatro generaciones. Desde un punto de
vista transversal, la desigualdad ha ligeramente aumentado entre la generación más anciana (los
56-65 años) y más joven (los 26-35 años). Si el desarrollo de los sistemas educativos ha
obviamente aumentado la suerte de alargar las carreras escolares y de conseguir diplomas más
altos para todos los alumnos, no ha, sin embargo, modificado la estructura de la desigualdad.
Por decirlo de otra manera, ha simplemente operado una translación. Medio siglo después, los
estudios de la OCDE confirman la teoría de la reproducción de Bourdieu y Passeron…

3. Arbitrariedad cultural, violencia simbólica e igualdad de oportunidades

En La Reproducción (1970), Bourdieu y Passeron demuestran no sólo como el sistema


educativo diferencia los destinos sociales, sino también cómo la institución escolar legitima las
desigualdades sociales.
El contenido de la enseñanza y sus métodos, el currículo, responden a una doble necesidad
técnica y social impuesta por el orden social y las clases dominantes que velan por él porque de
él dependen. Así pues, no se desparte de la arbitrariedad cultural. Cualquier institución descansa
sobre una autoridad, y el acto de institución no puede ser otra cosa que un acto de poder
impregnado de contingencia. En efecto, en una sociedad diferenciada, transformada por el
proceso de división del trabajo y asentada sobre una estructuración social particular, es con toda
lógica, la cultura de los grupos dominantes que prima y se difunde hacia el resto de la sociedad.
De este modo, Bourdieu y Passeron definen “arbitrarias cuando, por el método comparativo
se las refiere al conjunto de culturas presentes o pasadas o, por una narración imaginaria, al
universo de las culturas posibles, las “opciones” constitutivas de una cultura (“opciones” que
no hace nadie) revelan su necesidad en el momento en que se las refiere a las condiciones
sociales de su aparición y de su perpetuación” (Bourdieu, Passeron, 1970).
La cultura escolar es principalmente la cultura de la clase dominante y es la que expresa de
forma más completa sus intereses objetivos, materiales y simbólicos. Por consiguiente,
amalgama elementos de fuerza y de razón. Cuanto más presentes y valiosos son estos últimos,
menos problemáticos son los primeros. Así, la transmisión intergeneracional de la cultura puede
combinarse eficazmente con la función de reproducción social sin alterarla.
Empero, si el funcionamiento del sistema escolar consigue reproducir la estructura de la
distribución del capital, contribuyendo a la reproducción de la estructura social –sea las
relaciones de fuerza entre grupos sociales– es gracias a la fuerza simbólica que ejerce. Esta
última consigue legitimar el sistema de relaciones sociales de tal modo que la arbitrariedad
cultural y el poder de la fuerza no aparezcan nunca en su completa verdad. Dos condiciones
principales son aquí indispensables: primero la autonomía relativa que necesita el sistema de
enseñanza para dar garantía de la independencia de sus juicios, segundo una adhesión y/o un
desconocimiento por lo menos relativo de parte de los agentes sociales.
La violencia simbólica es un tipo de poder que permite imponer significados ocultando
las relaciones de fuerza sobre las que se fundamentan. En el mundo social, la eficiencia del
poder radica en la acción que lo concretiza cuando su causa y su fin se dan por sentadas. Los
agentes actúan entonces reconociendo la legitimidad del orden social y la conformidad de su
acción a este. El reconocimiento puede ser consciente o no, y en este caso corresponder a un
vago sentimiento, aunque poco perceptible, de una convicción muy presente pero cuyas razones
son confusas, o simplemente proceder de una inclinación o disposición interiorizadas. La fuerza
simbólica sale a la luz con las proposiciones performativas que provocan de manera casi
automática la acción. En todo caso, la llave del reconocimiento del poder y de su legitimidad
reside en el habitus. A la necesidad que el mundo exterior impone, corresponde una necesidad
interior: el conocimiento de la primera desemboca en el reconocimiento de su necesidad. El
habitus integra la estructura de la relación de dominación y adhiere a sus principios tal como
los dominantes los piensan. A partir de ahí, el orden social se confunde con el orden natural y
las clasificaciones que lo ordenan (alto/bajo, derecho/torcido, bueno/malo, justo/injusto, etc.)
son interiorizadas de modo que resulta imposible o muy improbable pensar la relación de
dominación como tal. La violencia simbólica es una coerción que se ejerce con la complicidad
de los que la padecen. No se trata, como Bourdieu lo ha recordado a menudo, de una cualquiera
sumisión voluntaria. Esa aceptación es la consecuencia de la incorporación de esquemas de
percepción y de disposiciones que inclinan los individuos a creer, a apreciar, a adherir, etc. A
la diferencia de las sociedades tradicionales cuyos principios de organización son inmanentes a
la tradición, al mito o a la religión, las sociedades modernas tienen en sí mismas el origen de
los principios sobre los que se construye la realidad social. El papel de las grandes instituciones
como la escuela es aquí central, y sobre todo el del Estado.
Si los usos sociales de la institución escolar exhiben claramente su función de
reproducción de la estructura de las posiciones sociales, esta no puede cumplirse en su cruda
verdad sin socavar sus propios fundamentos. Por consiguiente, su acción tiene que revestir un
discurso que permita concordar su función con los valores que defiende una sociedad
democrática. ¿Cómo conciliar el valor de igualdad con una selección escolar ampliamente
determinada por el capital cultural, y en menor medida por el capital económico?
Dos ideologías justificadoras operan: la ideología del don y la ideología de la escuela liberadora.
La primera pretende separar –como el texto de la OCDE mencionado más arriba lo estipulaba–
los alumnos talentosos y bien dotados de los demás. El éxito escolar es entonces exclusivamente
asunto de cualidades únicamente personales. Así, el fenómeno se encuentra expurgado de todo
contenido social y queda naturalizado, individualizado o psicologizado. El don corresponde en
este caso a lo que en tiempos más religiosos era la gracia. Se consigue así une verdadera ceguera
ante el efecto de las desigualdades sociales sobre las carreras escolares. Una versión más suave
de esta ideología hace referencia a la meritocracia. El éxito escolar aparece entonces como la
consecuencia del trabajo y de los esfuerzos de los alumnos, lo que es evidentemente, pero se
olvida que las capacidades, las condiciones y disposiciones para desarrollar el trabajo escolar
con asiduidad, el sentido y eficacia están relacionados con los recursos disponibles, la herencia
cultural, la socialización familiar, etc. ¿Acaso la confianza en sí mismo no depende también de
ellos?
Pasamos de este modo de la ideología del don a la ideología de la escuela liberadora. En
este sentido, la institución escolar es el principal vector de emancipación de los individuos
respeto a las asignaciones sociales o profesionales que pesan sobre ellos. La escuela ofrece
entonces al individuo dispuesto a esforzarse con su trabajo y haciendo méritos, los medios para
encontrar remedio a su condición social por poco que lo desee. En La reproducción (1970),
Bourdieu y Passeron recalcan el interés que tienen las clases dominantes en conservar la
estructura de las relaciones de clase, por consiguiente se restringen fuertemente las
posibilidades para las otras clases de alcanzar las posiciones más favorecidas. Sin embargo, está
claro, que una sociedad democrática en crecimiento económico conoce un nivel de movilidad
social nada desdeñable y valora la movilidad intergeneracional ascendente como prueba de su
dinamismo y testigo de la igualdad de oportunidades. Pero, los sociólogos explican que una
cierta movilidad social puede perfectamente encajar con una persistencia de las distancias entre
grupos sociales.
“Lejos de ser incompatible con la reproducción de la estructura de las relaciones de
clase, la movilidad de los individuos puede concurrir a la conservación de estas
relaciones, garantizando, la estabilidad social mediante la selección controlada de un
número limitado de individuos, por otra parte modificados por y para la ascensión
individual, y dando así su credibilidad a la ideología de la movilidad social que
encuentra su forma más perfeccionada en la ideología escolar de la Escuela
liberadora” (Bourdieu, Passeron, 1970/1995: 225).
De nuevo, los datos no concuerdan con el discurso de la institución. La educación puede abrirse
a un número creciente de estudiantes, darles la oportunidad de alcanzar niveles de formación
más altos, conseguir diplomas reconocidos, sin que, a pesar de eso, la rigidez de la estructura
social disminuye o la probabilidad de movilidad social hacia las posiciones más altas se iguale
de una clase social a otra. En otras palabras, los que la escuela liberadora ha liberado de su
condición social pueden obrar con convicción a favor de la escuela conservadora. Los
individuos de origen modesto que han conseguido superar todos los obstáculos a lo largo de la
trayectoria escolar y conseguir el éxito, rehúyen aceptar las determinaciones sociales que
operan en el sistema escolar porque estas le quitan mérito a lo que han realizado. Consideran
solamente los resortes estrictamente personales de su trayectoria exitosa, que toma así forma de
sociodicea.
A pesar de que estas reflexiones tienen medio siglo, no han perdido nada de su validez.
Los estudios más recientes de los especialistas de la movilidad social en ningún caso las
desmienten. El sociólogo británico John Goldthorpe, especialista de sociología cuantitativa y
de movilidad social, resume los estudios sobre este tema en un libro reciente titulado La
sociología como ciencia de la población (2017), donde resalta los resultados que la comunidad
científica admite.
“Pero si bien estos desacuerdos pueden ocupar una posición destacada en la literatura
actual de la investigación, no hay que permitir que le resten valor al importante grado
de consenso que se ha establecido respecto de otros aspectos: por ejemplo, en el caso
de la investigación sobre la movilidad, sobre el hecho de que el cambio en las tasas
absolutas se debe principalmente a efectos estructurales más que al cambio en las tasas
relativas” (Goldthorpe, 2017: 24).
La conclusión de Goldthorpe es complementaria a los análisis de Bourdieu, no contraria. En
efecto, las tasas absolutas de movilidad social se explican por un fenómeno de “up grading”
característico de las sociedades en expansión: la estructura de las posiciones profesionales
tiende a elevarse, en particular por el aumento de la productividad. La causa principal reside en
la movilidad estructural que concierne la distribución de los empleos y el crecimiento más fuerte
de los más cualificados. Empero, las tasas de movilidad relativa siguen más bien estables, es
decir que la estructura de las oportunidades de ascensión o de accesión a las posiciones
favorecidas se mantienen entre clases.

4. La causalidad de lo probable

A lo largo de los años 1970 y 1980, Bourdieu sigue explorando el funcionamiento de la


institución escolar mientras la centralidad de esta última se refuerza particularmente en las
sociedades democráticas. Empero, los datos y los hechos desmienten la visión encantada de la
escuela democrática como palanca de movilidad social y de igualdad. Entre 1974 y 1978,
Bourdieu firma tres artículos fundamentales –el segundo con Luc Boltanski– que precisan las
relaciones entre educación, empleo y trayectoria social: “Avenir de classe et causalité du
probable” (1974), “Le titre et le poste” (1975), “Classement, déclassement, reclassement”
(1978).
En el primero, Bourdieu recuerda que la teoría del habitus permite eludir las aporías de las
principales teorías de la acción que se polarizan entre finalismo y mecanismo, o entre
subjetivismo y objetivismo. Esas concepciones erigen arquetipos cuya confrontación con las
prácticas de los agentes se revela antropológicamente decepcionante. Ni puro calculador, ni
simple autómata, ni tampoco sujeto plenamente consciente, ni pura voluntad que se proyecta
en el futuro, el agente produce su práctica a partir del habitus. El habitus, según una de las
definiciones avanzadas por Bourdieu, es el principio generador de esquemas de percepción y
de apreciación necesarios para la acción. Disposiciones y condiciones están imbricadas. Las
disposiciones se forman bajo condiciones precisas y orientan la acción, siempre situada y
caracterizada a su vez por condiciones particulares. De este modo, las probabilidades objetivas
de actuar de tal manera o de perseguir y alcanzar tal meta, tienden a ajustarse a las aspiraciones
subjetivas. Aquí procede la casualidad de lo probable. La estructura de las probabilidades de
consecución características de una situación social concreta y de una clase de agentes están
estrechamente relacionadas con la estructura de la distribución de las diferentes especies de
capital que determinan las posibilidades de conseguir los objetivos. El habitus produce una
anticipación práctica, por un lado, a partir de las condiciones en las que se ha formado y, por
otro lado, a partir de los indicios de las condiciones presentes que es capaz de descifrar para
definir la acción. Como lo explica Bourdieu en “Avenir de classe et causalité du probable”, el
éxito escolar no solo depende de las oportunidades objetivas sino también de la anticipación
práctica que generan las disposiciones. Si estas últimas tienden, por ejemplo, a mantener una
relación de confianza con la institución escolar, la implicación y la tenacidad serán más fuertes,
y el logro escolar seguramente más probable. El habitus como matriz de la acción no puede ser
otra cosa que el producto de las condiciones objetivas en las que se ha forjado. En este sentido,
existe una histéresis del habitus. Aunque recoja, eso sí, todos los matices de la experiencia
social y pueda reaccionar frente a las transformaciones de las condiciones, el habitus funciona
como predisposición, y consecuentemente, como fuerza de predestinación. De ahí, la
posibilidad de entender simultáneamente como el individuo puede tomar decisiones disfrutando
de un gran margen de acción y las regularidades que desvela la observación del mundo social.
Por decirlo de otra manera, las estrategias que engendra el habitus son objetivamente
orquestadas por las condiciones objetivas en las que se elaboran, y tienden a adaptarse a las
probabilidades objetivas de éxito.
El fenómeno general de homogamia social es una buena ilustración. En las sociedades
contemporáneas, las parejas de conyugues tienden todavía mayoritariamente a emparejar
individuos que comparten orígenes sociales o posiciones, idénticas o cercanas. Aunque resulte
poco dudoso que la elección de la pareja haya sido principalmente guiada por inclinaciones
afectivas y sentimientos de atracción, no hay tampoco ningún reparo en aceptar las
regularidades sociales que exhibe la homogamia social.
Mientras las anticipaciones prácticas están más o menos en adecuación con las
condiciones objetivas dentro de las cuales la acción se desempeña, las estrategias de
reproducción pueden seguir iguales. ¿Qué pasa cuando existen situaciones de desajuste? El
problema estriba entonces en el desfase que existe con frecuencia entre las condiciones
particulares en las que se han formado las disposiciones y las condiciones actuales en las que
las disposiciones han de desarrollar la acción. El caso de las decisiones escolares es interesante.
Las estrategias de inversión educativa de las fracciones inferiores de las clases medias y de las
clases populares se elaboran a partir de disposiciones y de aspiraciones que corresponden a un
estado anterior del sistema educativo. Por consiguiente, la orientación en el mercado escolar o
el mercado del trabajo se hace más incierta y dificultosa.
El artículo “Le titre et le poste” firmado en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, por
Pierre Bourdieu y Luc Boltanski en 1975, fue subtitulado, “Relaciones entre el sistema de
producción y el sistema de reproducción”. Los autores interrogaban la pertinencia de la
identidad entre las palabras y las cosas, o sea la relación entre un título académico y el empleo
al que solía corresponder. Se trataba pues de cuestionar el vínculo entre el valor nominal –la
certificación– y el valor real –la profesión ejercida, el salario y el estatuto.
A medida que los sistemas de producción, el capital y el trabajo, han ido recurriendo, en las
sociedades modernas, a un volumen creciente de capital cultural, la plaza y la función de la
institución escolar se ha reforzado. Le incumbe una función de reproducción técnica necesaria
a la economía, pero también una función de reproducción de la posición de los agentes y de los
grupos en la estructura social. El sistema de enseñanza disfruta sin embargo de una autonomía
relativa y del poder de definir el valor de las certificaciones académicas que distribuye. Ese
valor vale para toda la sociedad y es intemporal. El titular de un master lo es durante toda su
vida. No obstante, se trata de un valor nominal que puede diferir del valor real que define el
mercado del trabajo. Así pues, todo depende de la correspondencia entre el valor que el sistema
de enseñanza asigna al título escolar y el valor que le atribuye el mercado del trabajo.
Aquí, intervienen de nuevo el volumen y la estructura del capital de los agentes, puesto que
determinan, no solo la consecución del título, sino también su rendimiento. Si para las empresas
que atribuyen los empleos, la utilidad del diploma reside en las garantías que ofrece sobre las
cualidades de los agentes que contratan, no por ello están dispuestas a garantizar ningún valor
económico o profesional correspondiente a la certificación. Está claro que solo los diplomados
que disponen de un capital valorado, pueden exigir e imponer en el mercado del trabajo una
serie de garantías. Pero esto supone que se mantenga un control sobre la circulación de sus
diplomas y el número de titulares. El caso francés es emblemático. Si los sistemas nacionales
de enseñanza superior están todos organizados jerárquicamente, el sistema superior de
enseñanza francés tiene una estructura explícitamente dual. Por un lado, se sitúan las grandes
escuelas, por el otro las universidades. Las primeras se diferencian por una selección en la
entrada y una relación generalmente mucho más estrecha con el mundo económico como en el
caso de las escuelas de management (HEC, Haut Enseignement Comercial, ESSEC, Escuela
Superior de Comercio de París, etc.) y de ingeniería (Polytechnique, Centrale, Mines, etc.).
Mientras las necesidades económicas y las aspiraciones democráticas contribuían al
espectacular aumento de la demografía de los diplomados superiores, solo los títulos atribuidos
por las universidades se multiplicaban. Las grandes escuelas se aferraban a un maltusianismo
inflexible, expresión de su poder, que les permitía conservar a sus diplomas un fuerte carácter
distintivo, es decir la garantía de su valor económico y social, y por supuesto simbólico.
Entendemos entonces porque Bourdieu ha enfatizado una mutación fundamental de las
sociedades modernas en las que, a medida que la lucha de clases va perdiendo visibilidad, la
lucha de las clasificaciones va ganando consistencia.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, las sociedades experimentan una expansión
escolar inédita que parece alzar la promesa de una amplia difusión de las oportunidades de
ascensión social. Empero, si año tras año, un número creciente de diplomados entra en el
mercado del trabajo, el valor económico de los diplomas depende del ajuste entre el ritmo de
crecimiento de los diplomados y el de los empleos que les corresponden. En este contexto, el
mayor acceso al capital cultural desencadena una competición escolar sin precedente. Ahora
bien, individuos y grupos sociales se encuentran en situaciones muy desiguales para competir.
No solo el éxito de las estrategias de ascensión, de reproducción y de reconversión es función
del volumen y de la estructura del capital disponible, sino que los grupos que estaban ya
familiarizados con la institución escolar disfrutan de una ventaja significativa. En el artículo
“Classement, déclassement, reclassement” (1978), Bourdieu documenta estadísticamente cómo
a lo largo de los años 1960 y 1970, para cada nivel de diploma, el riesgo de conseguir empleos
de nivel más bajo con relación al de los que se podía acceder anteriormente, aumenta.
Consecuentemente, la gran mayoría de los títulos escolares padece una devaluación sensible y,
correlativamente, para los individuos sin diploma, la probabilidad de acceder al empleo
empeora. Esta situación afecta principalmente a las clases populares quienes además encuentran
dificultades más importantes para orientarse en el sistema de educación por culpa de la
histéresis del habitus. Su conocimiento del sistema escolar es relativo a un estado anterior de
las estructuras sociales y educativas. Por lo tanto, sus decisiones educativas y sus aspiraciones
profesionales están desajustadas respeto a las evoluciones del mercado escolar y del mercado
del trabajo. Les asocian a los títulos escolares a los que pueden ahora pretender con más acierto,
un valor real, salarial y profesional, que con frecuencia ya no tienen. La democratización escolar
aparece finalmente como un mero espejismo.
Si en ambos mercados la competencia se acentúa, los grupos e individuos más
desprovistos de capital acaban enfrentándose cada vez más con situaciones de desclasificación
social. Mientras que, los grupos bien dotados en capital cultural se aprovechan de la
valorización del capital escolar, los que son bien provistos en capital económico llevan a cabo
con eficacia sus estrategias de reconversión para acumular capital escolar.
Si el empleo sigue abundante y el crecimiento económico suficiente para sostener el aumento
del nivel de vida, las consecuencias de estos procesos no son claramente percibidas. Pero el
contraste entre las aspiraciones que produce el sistema escolar y las oportunidades que
realmente ofrece acaba tomando cuerpo con el tiempo, concretizándose con la desclasificación
social o el miedo que inspira. De ahí, la movilización de recursos más importantes para hacerles
frente, pero resultan muy desiguales según los diferentes grupos sociales. Cuando las clases
populares despliegan estrategias escolares más ambiciosas, las diferentes fracciones de las
clases medias ajustan las suyas al alza. En cuanto, a las clases superiores, disponen de los
recursos adecuados para lograr con éxito estrategias de reproducción. Se trata pues de un
proceso que se realiza principalmente a expensas de las clases populares.
Finalmente, esos mecanismos explican porque el cambio de la estructura social consiste
fundamentalmente en una translación: la transformación es conservación. Bourdieu puede
entonces escribir que lo que la competencia entre grupos sociales eterniza no son condiciones
diferentes, sino la diferencia de las condiciones, o sea la reproducción de la estructura social.
La participación de todos los grupos sociales al proceso de masificación escolar sella
definitivamente la legitimidad de la institución de enseñanza como factor de democratización
y consagra, incluso para las clases populares, la adhesión a su promesa de éxito y ascensión
social.

5. Miseria del mundo y racismo de la inteligencia

Durante la década de los 70 y parte de los 80, el ritmo del crecimiento económico se
desacelera en Francia, y en buena parte de Europa, pero se mantiene a un nivel suficiente para
frenar el aumento del paro. Sin embargo, durante los años siguientes este alcanza los niveles
más altos desde principios de siglo mientras que la precariedad se extiende y el mercado del
trabajo se flexibiliza. Son estas mutaciones sociales profundas que, aceleradas por las políticas
neoliberales, dislocan la sociedad y afectan con gran violencia sobre todo a las fracciones de
las clases populares más frágiles. El libro colectivo La miseria del mundo dirigido por Bourdieu
y publicado en 1993, tiene como propósito principal dar, o devolver, la palabra a los que no se
les oye en el espacio público. Para hacer oír su voz incautada, inaudible y confiscada por los
medios de comunicación o el personal político, el método seguido es el de una encuesta
sociológica cualitativa que busca ante todo restituir una serie de experiencias de declive social,
privación económica o dominación política. Bourdieu presenta una distinción interesante entre
miseria de condición y miseria de posición. En efecto, en las sociedades ricas la gran miseria
ha prácticamente desaparecido, solo persisten algunos focos de pobreza contenidos por las
políticas sociales. Pero si la pobreza de condición aparece limitada, el paro, la inestabilidad
profesional, la flexibilidad del empleo, la precariedad social y la desigualdad creciente, se
extienden en una sociedad que sigue enriqueciéndose, generando así una pobreza de posición.
Si esta última es probablemente menos visible, el sufrimiento que produce no es necesariamente
menor y aún más cuando da lugar a formas exacerbadas de desprecio.
Cuando las condiciones sociales se vuelven más desiguales, las distancias entre grupos,
ya sean económicas, culturales o espaciales, aumentan. Entonces, un desprecio de clase
impregna progresivamente las relaciones sociales. Las diferencias se hacen más visibles y sus
efectos más sensibles. Las interacciones entre personas de condición dispar se transforman en
pruebas de alteridad. Si bien pueden revestir una forma de menosprecio, este resulta de un juicio
moral formulado por los superiores e impuesto a los inferiores. Los primeros tratan así
responsabilizar, o más bien culpar, a los segundos de su desdicha, o sea de su inferioridad. A
priori, el menosprecio puede ser reciproco, pero releva en el caso presente de una relación
radicalmente asimétrica. En efecto, el que produce el juicio moral deber disponer de recursos
materiales y simbólicos para dar consistencia a su representación y protegerse de sus
consecuencias. Si los dominados dependen en gran parte de los dominantes, por ejemplo, para
conseguir una contratación, o seguir ocupando un empleo, está claro que no pueden expresar
cualquier sentimiento de aversión o de repugnancia sin correr algún riesgo.
Cuando en una sociedad las estructuras de clase se combinan con el sentimiento de pertenencia
y una conciencia de clase, la solidaridad del grupo resulta ser para los dominados, tal como lo
fue históricamente para la clase obrera, un recurso de primera importancia para darles los
medios de remediar colectiva e individualmente, al menos relativamente, a su dominación.
Cuando en una sociedad las estructuras de clase se combinan con un individualismo marcado,
o bien los dominados aceptan la subordinación, o bien se marginalizan. Así pues, el desprecio
de clase tiene efectos terribles en una sociedad dividida en clases, pero carente de la menor
conciencia social acerca de ellas. Afecta la dignidad de las personas y pone en peligro la frágil
conquista del reconocimiento de una igualdad de dignidad. Se ejerce entonces una violencia
simbólica porque en cuanto los dominados interiorizan la degradación que se les impone, les
resulta más difícil hacer frente a la dominación y rechazar sus motivos.
El desprecio de clase es una variante, quizá más suave, del etnocentrismo de clase o del
racismo de clase. La formulación permite hacer hincapié en la afectividad y las emociones. Por
esta razón, considera Bourdieu que la metodología de la encuesta tiene en La miseria del mundo
una importancia crucial.
“Así, a riesgo de ser chocante tanto para los metodólogos rigurosos como para los
hermeneutas inspirados, yo diría de buen grado que la entrevista puede considerarse
como un ejercicio espiritual que apunta a obtener, mediante el olvido de sí mismo, una
verdadera conversión de la mirada que dirigimos a los otros en las circunstancias
corrientes de la vida” (Bourdieu, 1993/1999: 533).
El sociólogo investigador tiene que refrenar el exceso de objetivación para no caer en la trampa
escolástica y restituir una experiencia individual de manera artificial, es decir puramente teórica
cuando esta tiene ontológicamente un fundamento práctico. Objetivar la objetivación consiste
pues en razonar el punto de vista objetivo para devolver al conocimiento de la acción la lógica
práctica que lo guía. En vez de distorsionar la realidad de la práctica al fin de someterla al
modelo teórico, como Bourdieu se lo reprochó al estructuralismo, se trata aquí de arraigar en el
corazón de la teoría el sentido práctico que usan los agentes. Bourdieu lo recordó con fuerza en
Meditaciones pascalianas (1997): aunque el habitus suele ser durable no es ni inmutable, ni
irremediable, ni tampoco exclusivo, depende de sus condiciones de formación y de acción. Por
consiguiente, si nada obstaculiza el desprecio de clase, que puede obviamente coincidir con un
desprecio de raza o de género, las estructuras mentales acaban finalmente por incorporar la
depreciación. A partir de ahí, poco pueden hacer los dominados para rechazar las razones que
los dominantes atribuyen a su inferioridad.
Existe una variedad de racismos entre los cuales el más desapercibido es el racismo de la
inteligencia. Es un racismo de clases superiores que justifican su superioridad social gracias a
una especie de acaparamiento de la razón, porque al disponer del mayor capital cultural,
consiguen dar una base simbólica al orden social y de este modo justifican su dominación.
Como cualquier racismo, el racismo de la inteligencia es un esencialismo. En las sociedades
democráticas se usan medios eufemísticos para afirmar la superioridad de los dominantes. La
concentración del capital cultural, y en menor medida también la del capital económico, son
imputadas a las cualidades estrictamente personales de los dominantes. Se cultiva así una
especie de ceguera que permite naturalizar las diferencias sociales y desviar la mirada de los
mecanismos que obran a la eternización de las formas de dominación.
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Con La miseria del mundo (1993), Bourdieu y sus colaboradores han claramente llamado la
atención de los dirigentes políticos cuando estos se sometían a una doxa política destructora.
“Lo que el mundo social ha hecho, el mundo social, armado de este saber, puede
deshacerlo. Lo seguro, en todo caso, es que nada es menos inocente que el laisser-faire:
si es verdad que la mayoría de los mecanismos económicos y sociales que están en el
origen de los sufrimientos más crueles, en especial los que regulan el mercado laboral
y el mercado escolar, son difíciles de frenar o modificar, lo cierto es que toda política
que no aproveche plenamente las posibilidades, por reducidas que sean, que se ofrecen
a la acción, y que la ciencia puede ayudar a descubrir, puede considerarse culpable de
no asistencia a persona en peligro” (Bourdieu, 1993/1999: 559).

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