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Uruguay ha sido un ejemplo de presidencialismo pluralista en América Latina, con un sistema político basado en la competencia entre los dos grandes partidos tradicionales, el Partido Colorado y el Partido Nacional. Desde la década de 1990, ha habido un cambio hacia un presidencialismo mayoritario, impulsado por el ascenso del Frente Amplio y la reforma constitucional de 1996 que modificó el régimen electoral. A pesar de estos cambios, la democracia uruguaya ha mantenido características de pluralismo y coparticipación en su sistema político.

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Uruguay ha sido un ejemplo de presidencialismo pluralista en América Latina, con un sistema político basado en la competencia entre los dos grandes partidos tradicionales, el Partido Colorado y el Partido Nacional. Desde la década de 1990, ha habido un cambio hacia un presidencialismo mayoritario, impulsado por el ascenso del Frente Amplio y la reforma constitucional de 1996 que modificó el régimen electoral. A pesar de estos cambios, la democracia uruguaya ha mantenido características de pluralismo y coparticipación en su sistema político.

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URUGUAY: PRESIDENCIALISMO PLURALISTA Y

ALTERNATIVAS MAYORITARIAS1

Por Jorge Lanzaro


Profesor de Ciencia Politica,
Universidad de la República de Uruguay

A lo largo del siglo XX Uruguay ha sido un ejemplo notable de presidencialismo


pluralista en América Latina, ubicándose de hecho como un leading case en
esta categoría, con modos de gobierno comparables a los que predominan en
los EEUU. Desde la década de 1990 ha habido una inclinación hacia
alternativas del presidencialismo mayoritario, en ancas de las transformaciones
en el sistema de partidos y de los cambios institucionales consiguientes.

La matriz pluralista está asociada a la existencia del sistema que formaron


tempranamente los dos grandes partidos tradicionales – Partido Colorado (PC)
y Partido Nacional (PN) – en una forja originaria que generó una democracia de
partidos consistente y duradera, la más antigua de nuestra región y una de las
más antiguas del mundo. En las gestas fundacionales del país, el balance de
poderes entre los dos partidos históricos genera las bases de una poliarquía y
plasma en la construcción del sistema político, a través de normas
constitucionales que establecen el régimen electoral, la organización del
estado y el modo de gobierno, consagrando el pluralismo en las estructuras
partidarias y en la distribución de la autoridad pública.

1
Seminario Internacional: PRESIDENCIALISMO y PARLAMENTARISMO CARA A CARA.
Comparación del Presidencialismo Latinoamericano con el Parlamentarismo y el Semi
Presidencialismo en Europa Meridional. Casos: Argentina, Brasil, Chile, México, Uruguay,
España, Italia, Portugal
1
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Las alternativas de corte mayoritario aparecen hacia fines del siglo XX y
comienzos del siglo XXI, al producirse una mutación mayúscula del sistema de
partidos: cuando que se acaba el dominio del bipartidismo tradicional y cunde
el desarrollo sostenido de la tercería de la izquierda, reunida en el Frente
Amplio (FA). En una actitud defensiva, los partidos históricos tejen coaliciones
de gobierno, que resultan excluyentes para el FA. Esa alianza de “dos contra
uno” promueve en seguida la reforma constitucional de 1996, que cambia
radicalmente el régimen electoral, pasando a la elección mayoritaria del
presidente, en dos turnos, con ballottage. Estos procesos tienen
consecuencias significativas en los alineamientos electorales y en el modo de
gobierno, pero no consiguen frenar el crecimiento del FA. Este se estrenará
finalmente en la presidencia en 2005, con un gobierno mayoritario, de un solo
partido, que acude también a prácticas excluyentes, la cuales afectan esta vez
a los partidos tradicionales.

Los primeros capítulos de este trabajo repasan las características básicas del
presidencialismo pluralista uruguayo y de la democracia de partidos que lo
sustentó históricamente. Los siguientes reseñan los cambios a nivel
constitucional y en las prácticas de gobierno, que vienen con la transformación
del sistema de partidos.

UNA ANTIGUA DEMOCRACIA DE PARTIDOS.

La democracia uruguaya ha sido históricamente una democracia de partidos


(Lanzaro 2010)2. Como tal, constituye un caso bastante inusual en América
Latina y es de hecho la democracia de partidos más antigua de la región, ya

2
Prefiero la noción noble de democracia de partidos al término “partidocracia”, al que algunos
recurren para identificar el caso uruguayo y que en la política comparada suele encerrar una
valoración crítica, cuando no un tinte despectivo. La expresión se utiliza en algunos países
europeos, notoriamente en el caso de la “partitocrazia” italiana (LaPalombara 1987), como uno
de los rasgos característicos de la época de oro del sistema de partidos de la segunda
postguerra, que ya no existe. En América Latina a más de los casos de Uruguay y de
Colombia, destaca la referencia a la “partiarquía” de Venezuela (partyarchy: Coppedge 1994),
durante el predominio del sistema de partidos salido del Pacto de Punto Fijo (1958), el cual
entró en una fase irremediable de descomposición hacia fines de los 1990.

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que ha podido persistir desde comienzos del siglo XX, con dos interrupciones
autoritarias y a través de una sucesión de cambios significativos.

Este régimen se basa en un sistema de partidos plural y competitivo, de larga


vida, que alcanza un alto grado de institucionalización. El sistema de partidos
nació con el país - en la primera mitad del siglo XIX – y se ubica entre los más
longevos del mundo (Sotelo 1999). Inicialmente fue un sistema bipartidista,
integrado por el Partido Colorado y el Partido Nacional, que dominaron la arena
política desde las guerras civiles originarias hasta fines del siglo XX 3. Desde
sus inicios y antes de que llegara la democracia, los partidos mantuvieron una
relación de fuerzas relativamente balanceada. Primero, a través de una larga
fase de guerras civiles, que no dejaron saldos netos de ganadores y
perdedores, sino que se articularon a una secuencia de pactos constituyentes,
que iban reformulando la institucionalidad pública, para dar entrada a los
representantes de los dos partidos. Posteriormente, a través de la
competencia electoral, cuando se afirma como “the only game in town” (para
usar la conocida expresión de Giuseppe Di Palma), a partir de los dispositivos
establecidos por la ley madre de 19104.

El estado sólo llegó a consolidarse como centro político monopólico, en la


medida en que se configuró efectivamente como una estructura plural, con una
pauta de corte madisoniano, que dio espacio a las minorías y acotó la “tiranía
de la mayoría”, mediante la ampliación de las bancas parlamentarias y de la
representación proporcional, conjugada con la “coparticipación” de ambos
partidos en los aparatos de la naciente administración pública.

3
Junto al bipartidismo dominante, que recababa usualmente más del 90% de los votos, desde
principios del siglo XX hubo tres partidos ideológicos pequeños - de filiación socialista,
comunista y católica (PS, PC, Unión Cívica) - muy magros en la convocatoria electoral, pero
con representación parlamentaria y cierta incidencia política (de partidos testimoniales “picana”
y a veces de partidos de apoyo). Los socialistas y sobre todo los comunistas se hicieron
fuertes en la órbita sindical y desde allí accedieron a la red de organismos corporativos
encargados de la regulación del salario, las relaciones de trabajo y la seguridad social (Lanzaro
1986).
4
Ley de Elecciones Políticas, No. 3.640 de 11 de Julio de 1910, piedra angular en la fundación
del sistema uruguayo, que estableció el “doble voto simultáneo”: un ingenioso mecanismo de
alta potencialidad democrática, que permitía ventilar al mismo tiempo la competencia entre los
partidos y la competencia interna en cada uno de ellos, en un esquema de pluralidad.
3
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Esta matriz pluralista se concreta en una trayectoria típica de poliarquía
(Barrington Moore 1966, Dahl 1971), que moldea el building originario y la
“democratización fundamental” (Mannheim 1940), de comienzos del siglo XX
(sufragio universal masculino, derechos civiles, garantías electorales, libertad
de asociación, regulación del trabajo asalariado), un proceso que sobreviene
cuando las elites políticas ya habían pactado las reglas básicas de
competencia y oposición.

En Uruguay, la coyuntura crítica de pasaje de la política de elites a la política


de masas no se produce por ruptura, con la participación de actores
desafiantes o de outsiders, sino que se tramita en clave de continuidad y desde
el seno del establishment. La incorporación popular no fue protagonizada por
un solo agente, sino que es de autoría conjunta de las dos colectividades
históricas, que en esta transición se convierten en partidos modernos de
ciudadanos, adoptando nuevas formas de organización, con cambios en las
estructuras de liderazgo y una profesionalidad recreada.

La poliarquía originaria tuvo efectos constitutivos a largo plazo y sirvió para


fundar una democracia pluralista duradera. En virtud de ello, el modelo
uruguayo se distingue de otras configuraciones políticas de la región. Por lo
pronto, del único caso latinoamericano de hegemonía realizada - con un
monopolio estable - que es el que se construye a raíz de la Revolución
Mexicana. Pero asimismo de las situaciones, más comunes, de hegemonía
frustrada o de pluralismo trunco, con desequilibrios de poderes e
inestabilidades congénitas, que se encuentran por ejemplo en biografías que a
su vez son muy distintas entre sí, como la de Argentina o la de Bolivia.

COPARTICIPACIÓN Y RÉGIMEN ELECTORAL.

La gestación poliárquica plasma en una institucionalidad pluralista que una vez


en vigencia moldeará la dinámica política, haciéndose efectiva en la estructura
del estado, en el régimen electoral y en los modos de gobierno presidencial que
predominan hasta la década de 1990.

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En primer lugar, esa pauta tiende a moderar la concentración de poderes en el
estado, a través de normas de descentralización y merced a mecanismos de
“coparticipación” de las fracciones de los dos partidos mayores en los
organismos públicos. Media aquí un principio que extiende las reglas de la
proporcionalidad y las proyecta hacia las entidades de la administración
ejecutiva, más allá de los recintos parlamentarios.

La coparticipación anida en las jefaturas municipales, primero mediante una


división pactada, pero luego y hasta el día de hoy, por el resultado balanceado
de las elecciones departamentales. La coparticipación se instala
posteriormente a nivel nacional, en los grandes cuerpos de contralor, así como
en los servicios públicos y las empresas del estado, que no dependen de los
ministerios, sino que conforman una red abundante de organismos
descentralizados y autónomos, de dirección colegiada. A partir de los pactos
habilitantes de comienzos del siglo XX y por mandato de las disposiciones
constitucionales siguientes, el estado “ampliado” crece con ese formato y
merced a un condicionamiento político, que busca evitar que las sucesivas
ampliaciones del sector público se traduzcan en la extensión de las facultades
de la cabecera del Poder Ejecutivo. Esto supone un reparto regular de los
puestos directivos, que incluye a los núcleos partidarios que quedan en
minoría, independientemente de las posturas políticas que sostengan: sin
requerir para ello una convergencia consensual (apoyos al gobierno, alianzas o
coaliciones), acudiendo por el contrario a una regla de atribución basada en
las cuotas parlamentarias y en las relaciones de partido que comprende a los
sectores de oposición, en cuanto tales5.

Ello se afirma con la exigencia constitucional de mayorías parlamentarias


especiales para la sanción de leyes relevantes y para nombramientos
estratégicos (cuerpos de contralor, altas jerarquías de la administración,
magistratura, servicio diplomática, jefes militares).

5
Este régimen puede compararse con el “proporz” austríaco: una regla de distribución de los
altos puestos de la administración pública, en proporción a la representación parlamentaria,
que los partidos pusieron en obra en la segunda post-guerra. Prácticas similares se
encuentran también en Colombia y en Costa Rica, aunque más tardías que en Uruguay, sin
tanta regularidad y sin el mismo grado de institucionalización.
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La coparticipación se convierte así en un elemento fundamental de
asentamiento del estado y del sistema político, que favorece también la propia
reproducción de los partidos. Se delinea de esta manera una fórmula sui
generis de democracia consociational, que en el caso uruguayo no está
construída a partir de clivajes sociales, sino divisiones de partido,
específicamente políticas (Lanzaro 2004 y 2010)6.

En segundo lugar y como pieza fundamental del sistema, la pauta pluralista se


asienta en el régimen electoral. En atadura con la coparticipación, se compone
un conjunto ingenioso de normas electorales (conocido como “ley de lemas”),
que ha sido en buena medida derogado por la Reforma Constitucional de 1996,
pero que sirvió durante muchas décadas para asegurar una representatividad
amplia y ventilar la competencia entre las elites, cumpliendo en clave
poliárquica con la exigencia básica de una construcción democrática:
reconocimiento de las identidades y de la diversidad política por un lado,
producción de gobierno por el otro, pasando siempre por los asientos de
partido.

Este régimen llega a ensanchar al máximo la representación proporcional en el


parlamento, manteniendo un principio de mayoría simple, a pluralidad, para la
elección presidencial directa. Su peculiaridad más sobresaliente es el sistema
de “doble voto simultáneo” (por partido y por distintas candidaturas dentro del
partido), con una ingeniería gracias a la cual la competencia interna de cada
colectividad política se ventila públicamente en las elecciones nacionales,
permitiendo que las fracciones de un partido midan sus fuerzas abiertamente,

6
Según la noción acuñada por Lijphart (1969), las experiencias de tipo consociational surgen
como modalidades de resolución del conflicto, como principio de unificación y como formato de
democracia, frente a clivajes sociales de distinto tipo (religiosos, étnicos, de nacionalidad) que
afectan la construcción del estado nacional. Sostengo que tal caracterización puede aplicarse
igualmente a los clivajes de orden político generados por los partidos cuando ellos han sido,
como en el Uruguay, “patrias subjetivas” que concurren a la unificación nacional. Es más,
sospecho que la consociationalidad de componentes sociales sólo hace efectiva en la medida
que los clivajes son articulados por partidos y gracias a la mediación política (esto puede valer
para los casos clásicos evocados por Lijphart y para situaciones que apelan a un arreglo de
esa índole, como la de Bolivia en la fase actual. En América Latina hay que tener en cuenta la
variante de Colombia (Hartlyn 1988), en donde se llega a una fórmula consociational más
tardía y menos consistente, labrada por los dos grandes partidos tradicionales a mediados del
siglo XX, con acuerdos de reparto público y un pacto de alternancia que al principio no se
combinó, como sí se hizo en el caso uruguayo, con la competencia política efectiva.
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pero a la vez acumulen votos, compitiendo entre sí y con los adversarios, en el
mismo acto.

Este régimen electoral favorece la reproducción de las fracciones de los


partidos, que mantienen sus diferencias y devienen en buena medida los
actores básicos de la arena política. Con esas trazas, el sistema uruguayo –
que para algunos venía a ser un multipartidismo disfrazado o un bipartidismo
“dudoso”, como diría Sartori – operaba en rigor como un bipartidismo
fragmentario (Aguiar 1984).

Los libretos de la coparticipación y las reglas electorales dibujan una dualidad


interesante: de poderes relativamente compartidos, con acceso plural a los
recursos del estado, sin que los ganadores se lleven todo y sin que las
minorías tengan que renunciar a su condición opositora para tener puestos en
los organismos públicos. Hay de por medio una competitividad abierta –
atemperada pero efectiva – que da cabida a la disputa democrática entre los
partidos rivales y al interior de ellos. Esos mecanismos abren los canales de
competencia, a la vez que reducen los juegos de suma-cero, acotan la regencia
de mayoría y dan entrada a las minorías partido a partido y sector a sector
dentro de cada partido.

PRESIDENCIALISMO DE COMPROMISO.

A lo largo del siglo XX, el régimen de gobierno se ajustará también a un patrón


pluralista. Esto responde en primer término a la separación y al equilibrio de los
poderes característicos del presidencialismo, que en el Uruguay tienen vigencia
efectiva. La tendencia universal a reforzar los poderes del presidente, asoma
en la Constitución de 1934, pero recién ganará terreno con las reformas
constitucionales de 1966 y de 1996.

El parlamento tuvo un desempeño activo en los procesos de gobierno, como


órgano legislativo y sede del control político, con facultades de autorización en
numerosos actos administrativos y una participación significativa en la provisión
de cargos estratégicos (corte electoral, tribunales superiores de justicia y alta

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magistratura, cuerpos de contralor financiero, directorios de servicios públicos,
jerarquías militares y diplomáticas). Afirmando las pautas pluralistas, para
buena parte de estas materias y para la sanción de leyes relevantes, se exigen
además tablas de quórum y mayorías parlamentarias especiales, en el Senado
o en ambas cámaras.

Más allá de las normas jurídicas, el juego institucional de checks and balances
se hace efectivo gracias a la pluralidad de poderes partidarios, que se
manifiesta en el conjunto del sistema de partidos y dentro de los dos partidos
mayores. En el correr del siglo, el Partido Colorado logró retener su cetro en
las elecciones nacionales y gobernó durante muchas décadas, sin que hubiera
alternancia hasta 1958. No obstante, el Partido Nacional mantuvo en alto su
competitividad y su representación parlamentaria, con marcas electorales que
generaban un equilibrio político apreciable. A eso se agrega el fraccionamiento
interno, autorizado por el régimen electoral, que en el Partido Nacional llevó a
divisiones radicales, que le impidieron por años la llegada a la presidencia; pero
que también obraba en el Partido Colorado, complicando sus ejercicios de
gobierno.

Con esos esquemas partidarios, estos ejercicios de gobierno resultaron en


modalidades mayoritarias y en algún tramo, acudieron también a fórmulas de
coalición. Pero también dieron pie al presidencialismo de compromiso, gracias
a una dinámica de transacciones transversales, entre sectores de los dos
partidos tradicionales.

El período histórico del “segundo batllismo”, que se despliega desde los inicios
de la década de 1940 hasta la alternancia de 1958, es rico en estas
experiencias, haciendo del presidencialismo de compromiso un patrón habitual
y distintivo del modo de gobierno en el Uruguay (Lanzaro 2000).

En esa etapa el Partido Colorado siguió siendo la fuerza mayoritaria, en base a la


asociación electoral de sus distintos grupos. Los batllistas renuevan su primacía,
obran como una especie de "minoría sustantiva" y tendrán desde ese campo una
proyección hegemónica, a pesar de la rivalidad que crece en el seno de su propia
familia. La división entre los blancos es más marcada, al punto que llegan a votar
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por varios años en forma separada, cada sector bajo un lema propio, con una
escisión que viene de hecho a coadyuvar con el predominio batllista.

Dentro de los cauces bipartidistas, tenemos pues una pluralidad tangible y las
fracciones triunfantes del Partido Colorado operaban en clave de minoría mayor.
Al amparo del régimen del doble voto simultáneo, el presidente pertenecía al
sector más votado del partido más votado y de hecho, encabezaba una suerte de
gobierno de minoría, sustentable y sustentado, gracias a una dinámica de
compromisos muy nutrida, al interior del Partido Colorado y en acuerdos con
núcleos del Partido Nacional.

En efecto, el Partido Colorado ganó todas las elecciones del período indicado,
pero sólo en dos de ellas obtuvo la mayoría absoluta de los votos (1950 y 1954).
La fracción batllista que queda en el primer puesto no llega nunca por sí sola al
30% de los votos nacionales. En tale términos, si puede funcionar como "minoría
sustantiva" (Kaare Strom), no será tanto por logros cuantitativos netos, si no más
bien por su condición de ganadora dentro de un partido ganador consistente, por
su energía política y por su capacidad de desplazamiento en el contexto del
bipartidismo fragmentario.

Las características de esa fase política, la configuración concreta del sistema de


partidos y las reglas institucionales que modulan la competencia y la
participación, contribuyen a afirmar un régimen de gobierno de compromiso, con
una "pauta de alianza", específica y predominante.

EL REALINEAMIENTO DEL SISTEMA DE PARTIDOS.

En el correr de la década de 1960 y a la entrada de los años 1970, el sistema


de partidos entra en una crisis grave, que desemboca en una dictadura,
prolongada y muy severa, de la que el país recién logra salir en 1984.

A partir de la transición democrática el sistema de partidos recupera sus


energías y su centralidad, sobrellevando una mutación mayúscula (Lanzaro
2007). Se produce un realineamiento político de gran envergadura, que

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redunda en el fin del bipartidismo tradicional y da paso al crecimiento sostenido
de la izquierda, congregada en el Frente Amplio.

El realineamiento del sistema de partidos acarrea cambios importantes en el


modo de gobierno presidencial y motiva una reforma constitucional, que altera
sustancialmente el régimen electoral. Este conjunto de cambios pone a prueba
el pluralismo y va a incidir en la configuración política de las dos fases
históricas por las que atraviesa Uruguay en las últimas décadas: la transición
liberal y el estreno de un gobierno de izquierda.

En las coyunturas críticas precedentes, al transitar por los otros cortes de


transición política y reconversión del modelo de desarrollo que hubo en el siglo
XX, el proceso se ventiló – repetidamente – dentro de los carriles seculares del
bipartidismo tradicional y a través del juego de sus distintas fracciones. Esta
constante resalta en la comparación del Uruguay con otros países, en los
cuales los sistemas de partidos, o algunos de sus integrantes, no han logrado
capear los ciclos de mutación histórica. Difiere también de lo que ocurrió en el
último cuarto de siglo.

Se ha producido en efecto un realineamiento duradero, que despuntó en los


años previos a la dictadura –con la crisis de las ecuaciones del “segundo
batllismo”– y que se despliega en términos sostenidos desde la salida
democrática, dando lugar a un esquema de pluralismo “moderado”, tanto por el
número de partidos, como por sus posiciones ideológicas.

En el año de su fundación (1971), el Frente Amplio obtuvo algo más del 18%
de los votos, abriendo la primera brecha en el bipartidismo. Al retorno de la
democracia, la izquierda, que experimenta una transformación de envergadura
y se consolida como partido catch-all, aumentando sistemáticamente sus
caudales electorales (Lanzaro 2004b). En las elecciones nacionales de 1984,
que marcan el inicio de la nueva fase democrática, los dos partidos
tradicionales todavía retenían en conjunto el 76% de los votos. En 2004 y en
2009 suman entre los dos 46% de los votos. En 1999 – al estrenarse el
régimen electoral establecido por la Reforma de 1996 – el FA gana la primera
vuelta con el 40% de los votos y se asegura con ello la bancada parlamentaria
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mayor. En el 2004, Tabaré Vázquez gana la presidencia en la primera vuelta y
el FA se estrena con un gobierno mayoritario (52%). En 2009, José Mujica
consigue la presidencia en segunda vuelta y el FA mantiene la mayoría
parlamentaria (48%)7.

En el trayecto, el FA se fue afirmando como un gran partido popular y pasa a


ocupar el primer lugar en el firmamento político uruguayo, con una posición de
poder y un lugar sistémico comparable al que tuvo en los años 1940 y 1950, el
Partido Colorado.

Tabla I

Evolución Electoral por Bloques (%) 1971-2009

PC + PN Frente Amplio

1971 81,2% 18,3%

1984 76,3% 21,2%

1989 69,2% 21,3%

1994 63,6% 30,6%

1999 55,1% 40,1%

2004 45.7% 51.7%

2009 46% 47.9%


Fuente: Instituto de Ciencia Política - Banco de Datos FCS.

7
En Montevideo, donde tiene la mayor audiencia, el FA gana por primera vez las elecciones en
1989 y desde entonces se mantiene en el gobierno municipal (cuatro períodos consecutivos
1990-2010), sin que ningún otro partido logre hasta el momento desafiar su predominio. En
1971, al comparecer por primera vez, obtuvo el 30% de los votos. En las elecciones
municipales siguientes – que a partir del 2000 se separan de las nacionales – sigue subiendo,
hasta llegar al 60% de los votos. Al mismo tiempo, el FA ha ido extendiendo su presencia en el
interior del país, con un salto significativo en 2005, cuando pasa a administrar ocho
departamentos, incluyendo los más importantes del país, que cubren el 73% de la población y
más de tres cuartos del PBI.
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MULTIPARTIDISMO Y PRESIDENCIALISMO DE COALICIÓN.

El pasaje al multipartidismo, sobre la base de tres conjuntos y sus fracciones


internas, establece nuevos parámetros para el ejercicio del gobierno
presidencial.

En el período siguiente al retorno de la democracia, a partir de 1984, puede


distinguirse una primera fase en la que se va pasando de una política de
triángulo a una política de bloques, dando lugar a flamantes experiencias de
coalición entre el Partido Colorado y el Partido Nacional, ante las cuales el FA
queda como tercero excluido y desafiante. En 2005 el FA llega a la
presidencia, estrenándose con un gobierno mayoritario, que también pone en
prácticas políticas excluyentes, las cuales afectan esta vez a los viejos partidos
tradicionales.

En el cuadro resultante de los comicios de 1984, 1989 y 1994, todavía dentro


de las normas del antiguo régimen electoral (elección presidencial en una sola
vuelta y a pluralidad, con representación proporcional a nivel parlamentario), el
partido ganador queda en una situación de minoría mayor, con saldos cada vez
más justos. A su vez, la escala de fraccionamientos internos adquiere en ese
marco nuevas significaciones, dado que merced al doble voto simultáneo, el
presidente electo es el candidato más votado del partido más votado, pero su
sector consigue una suma de votos propios y una bancada parlamentaria
menor a la que alcanza su partido.

Tenemos de hecho un gobierno “dividido”. El presidente gana por la


acumulación de votos de distintos sectores de su colectividad, pero no dispone
de mayoría parlamentaria propia, constituida por la elección, debe lidiar con un
abanico de partidos relativamente amplio y fraccionado, en un incremento de la
pluralidad política que dificulta el manejo del pluralismo social y complica la
tarea de gobierno. El cuadro presenta así las facetas que suelen subrayarse
como problemáticas en las críticas usuales al presidencialismo, agravadas por
la “difícil combinación” con el multipartidismo.

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No obstante, a pesar de las dificultades, el presidencialismo realmente
existente no cayó en la parálisis, ni dio paso a una conflictividad disruptiva. Al
contrario, antes de llegar a la Reforma de 1996 y con todas las limitaciones del
caso, fue capaz de avanzar en la consolidación democrática y de encarar la
agenda de reformas de corte liberal, que se plantea a continuación.

La competencia triangular entre partidos y la competencia al interior de cada


agrupamiento ante un índice de cambios mayúsculos y desafiantes generan
disensos y entorpecen la cooperación, obstaculizando las resoluciones rápidas
e interponiendo acciones de veto. Sin embargo, este procesamiento no se
traduce en el inmovilismo, sino que viene en los hechos a delinear un
determinado patrón de reformas, que distingue la peripecia uruguaya en el
contexto de América Latina. La liberalización prospera, pero es moderada. Las
privatizaciones se frenan, de modo que buena parte de las empresas y los
servicios públicos permanece en manos del estado8. Habrá entonces un giro
en el reformismo y los empeños se dirigen hacia la modernización de la
gestión, manteniendo los servicios en la esfera pública. Con éxitos palpables,
se puso así en obra una forma de reformar, que suma la eficiencia política –
estabilidad, márgenes de consenso – con buenos estandards de calidad y de
consistencia institucional.

Tendremos entonces una suerte de “neo-presidencialismo”, que recupera


elementos de la tradición política previa a la dictadura, pero incorpora
novedades importantes. Marcado por la nueva ecuación del sistema de
partidos y por las incidencias propias del ciclo de reforma, el presidencialismo
uruguayo retoma las prácticas de compromiso y entra en experiencias inéditas
de coalición.

En efecto, a medida que la izquierda crece, en una competencia desafiante


para el establishment, los partidos tradicionales – cuyo caudal de votos
disminuye, encogiendo los apoyos propios del presidente - pronuncian sus
8
En el Índice de Privatizaciones de Lora (2001), para el período 1985-1999 – que es la fase de
alza de las políticas de liberalización - Uruguay ocupa el lugar más bajo entre 18 países de
América Latina: con el menor valor de activos públicos privatizados en proporción al PIB (no
alcanza al 0.1%). Brasil se ubica en tercer lugar (más del 10% del PIB), seguido de Argentina
(algo menos del 9%), en una lista encabezada por Bolivia (casi 20%) y Perú (cerca del 15%).
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estrategias de cooperación y muestran una mayor convergencia ideológica,
dando paso a una política de bloques, que tuvo efectos restrictivos para el
pluralismo.

Tabla II
Partido y Fracción del Presidente sobre Total de Votos Válidos (%):
1984-2004
Partido Fracción
ELECCION
1984 41 31
1989 39 23
1994 32 25
1999 33 16
Fuente: Instituto de Ciencia Política - Banco de Datos FCS.

El primer gobierno que se constituyó al regreso de la democracia (1985-1990)


tuvo un temperamento de “entonación nacional” y practicó una política
incluyente, destinada a afirmar la consolidación de la democracia recuperada.
En ese marco, el FA accedió a puestos en los directorios de los servicios
públicos y la vieja coparticipación bipartidista se extendió para dar cabida a su
tercería. De 1990 en adelante, en los tres gobiernos siguientes, esta práctica
se abandonó y el FA quedó marginado, a pesar de su crecimiento electoral
(con subas de 10 puntos en cada elección) y de la expansión consiguiente de
sus bancadas parlamentarias. La proporcionalidad dejó de estar presente en
las sedes de la administración descentralizada y la tuvimos una coparticipación
de orden coalicional, que pasó a beneficiar solamente a los socios de las
coaliciones sucesivas, sin comprender a los sectores de oposición. Al
estrenarse en el gobierno en 2005, el FA pagó con la misma moneda y no
accedió a incluir en los directorios públicos a los representantes de los partidos
tradicionales. El dispositivo secular de la coparticipación, que ayudó a la
construcción del sistema político y obró como una de la piezas claves para
afirmar una civilización pluralista

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El pluripartidismo emergente opera en clave bipolar – como en otros países de
América Latina – dando paso a acuerdos de gobernabilidad y a una tanda de
coaliciones de gobierno (Lanzaro 2000). La primera experiencia, iniciada en
1990, será relativamente débil y de corta vida, con escasa afectio societatis y
una competencia inter e intra partidaria, que tuvo tirajes centrífugos. Las dos
siguientes tendrán mayor consistencia y mayor duración, cubriendo en todo o
en parte los respectivos mandatos presidenciales (1995-2000, 2000-2005).

La elección de 1994 marca un punto de inflexión en ese trayecto, puesto que


deja un saldo netamente terciado (PC 32.2%, PN 31.2%, FA 30.6%.) y lleva a
que el presidente conforme una coalición de gobierno robusta, que reúne a
todos los sectores de ambos partidos tradicionales.

Esa coalición de gobierno se constituye como una coalición de reforma, que


apura varios de los cambios estructurales pendientes y dará impulso a la
reforma constitucional de 1996. Por su perfil, es de manera nítida "una
estrategia común frente a otros sujetos pertenecientes al mismo sistema", que en
un cuadro de partidos en “tríada”, configura una coalición de "dos contra uno"
(Caplow 1974).

Sin embargo - por su vocación política y como efecto de los balances que genera
el pluripartidismo - este gobierno de coalición se apegó en general a una
estrategia de centro, que siguió siendo relativamente gradualista y mantuvo un
margen efectivo de contemplación con respecto a los adversarios. Hubo una
preocupación por ensanchar el consenso y acotar el disenso, tratando de
neutralizar a los actores de veto partidarios y sindicales, que anteriormente
habían logrado trancar las iniciativas de reforma más radicales. Estas pautas
incrementales se ponen de manifiesto en el carácter moderado y en la
procesalidad de las iniciativas de más centralidad en la agenda del gobierno,
como la reforma de la seguridad social y la propia reforma de la Constitución.

Dentro de la tipología de reformas constitucionales que se sancionan en


América Latina desde mediados de los 1980, el proceso uruguayo presenta
una clara característica “defensiva” (Lanzaro 2007b). No fue producto de una
ofensiva de actores que aprovechan su posición de superioridad o que buscan
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promover un determinado proyecto político-ideológico, sino que pretendió
contener el ascenso de la izquierda, tratando de asegurar las posiciones de los
partidos tradicionales. Los socios de la coalición modifican el sistema,
incluyendo normas que según sus cálculos podían favorecer su permanencia
política y que estaban destinadas a dificultar el acceso del FA al gobierno,
imponiendo una barrera de llegada más alta, que requiere un consenso
extendido9. El nuevo diseño "mixto" perseguía estas dos finalidades
conjugadas, mediante el establecimiento de la elección presidencial
mayoritaria, que en la primera vuelta puede preservar a su vez la presencia
plural de los partidos, en clave de representación proporcional.

En las intenciones de la alianza reformista – aunque no necesariamente en la


aplicación del nuevo sistema - al eliminar la alternativa de una presidencia a
simple pluralidad, en un horizonte de tres partidos, las normas adoptadas
podrían asimismo descartar la eventualidad de un presidente minoritario,
remontando la tendencia reductiva que se venía registrando. Se asumió que la
elección mayoritaria del presidente actuaría en ese sentido, por la propia
acumulación de votos y a través de las coaliciones que podía estimular,
procurando mejores condiciones de legitimidad, eficiencia y gobernabilidad.
Pero estos propósitos se combinan con una respuesta al desafío que
representaba el FA10.

Aumentar los márgenes de consenso y evitar el “síndrome de Allende”, es


decir, la circunstancia de llegar al estreno en gobierno de minoría - con un
presidente respaldado por un “mal tercio” - fue también un motivo para que
dirigentes y votantes de la izquierda acompañaran esta iniciativa, que como
veremos, no necesariamente tiene tales derivaciones.

9
Hubo otras reformas constitucionales (especialmente 1917 y 1951) que intercalaron el
propósito de limitar la potencialidad de actores políticos “amenazantes”, de orientación
progresista, como fueron en su momento los líderes históricos del batllismo.
10
Un intelectual allegado al Partido Nacional dio testimonio de estos móviles: "Lo que está en el
espíritu de la gente que participó intensamente en dicha reforma constitucional ... es restaurar las
condiciones de un consenso nacional. Si el tercer hombre ganaba con un tercio más uno,
volvíamos a romper el consenso. ... para muchos eso era como un allendismo póstumo. ... Ese
presidente, con consenso mayoritario y no de un tercio más uno, va a tener que arreglarse con el
Parlamento, no electo en la segunda vuelta, sino por un mecanismo distinto."
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En estas coordenadas, el procesamiento de la reforma y sus propios contenidos
muestran el designio de obtener la mayor dosis posible de consensos y de acotar
el disenso. Aquí juega la necesidad de obtener las mayorías especiales exigidas
constitucionalmente para la sanción de la reforma. Y asimismo, la voluntad de
limitar el agravio de aquellos contra los cuales esta reforma se impulsaba,
alentando la diferenciación política en el propio seno de la izquierda.

Atento a ello, la reforma se prepara por una comisión integrada por todos los
partidos con representación parlamentaria. En su redacción participaron
activamente los delegados del FA y la elaboración se hizo hasta el final en
términos compartidos, mediante una negociación a través de la cual, en el afán
de que el FA transara con la elección presidencial mayoritaria – los partidos
tradicionales contemplaron casi todas sus propuestas.

LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1996.

La reforma no cambia el régimen de gobierno. Las pocas innovaciones que se


introducen a este respecto tienden a reforzar el predominio del Poder Ejecutivo
en el proceso legislativo, aumentando las mayorías parlamentarias exigidas para
levantar los vetos presidenciales y abreviando el trámite de las leyes de urgencia.
El realce del centro presidencial se busca en todo caso a través de la elección
mayoritaria, con la pretensión de que esa fórmula pueda brindar más apoyo a las
candidaturas y consecutivamente a las gestiones gubernamentales, mediante
votos propios o armando coaliciones políticas.

La representación proporcional en el parlamento no se toca. El doble voto


simultáneo desaparece para la elección presidencial, se limita para la elección de
intendentes municipales y queda también recortado en la Cámara de
Representantes, al prohibirse la acumulación por sub-lemas para la elección de
diputados.

En lo fundamental, la reforma está focalizada en la elección del presidente, se


aparta del viejo principio de pluralidad y pone en obra un sistema mayoritario, que
alinea al Uruguay con las pautas dominantes en América Latina, adoptadas por la

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tanda de constituciones recientes, en casi todos los países de la región. La
nueva normativa instaura un régimen de ballottage “puro”: con exigencia de
mayoría absoluta en la primera vuelta - sin umbral reducido - y con segunda
vuelta entre las dos fórmulas más votadas, para el caso de que ninguna alcance
en la cita inicial el 50% de los votos emitidos.

Para la elección de presidente y vicepresidente se requieren candidaturas


únicas por partido, eliminando a este nivel el viejo expediente del doble voto
simultáneo. La nominación de candidatos únicos se hace por medio de
elecciones primarias, simultáneas y obligatorias para todos los partidos. Esta
primera instancia - de lo que puede ser una elección presidencial a tres vueltas
- se realiza en junio del año de los comicios nacionales. Pueden participar
todos los ciudadanos inscriptos en el Registro Cívico, a padrón abierto. Pero a
diferencia de las elecciones nacionales y departamentales, aunque las
primarias sean preceptivas para todos los partidos, el voto no es obligatorio
para los ciudadanos. Una vez que entran en esta instancia, para evitar el
transfuguismo de los perdedores, en la misma temporada electoral los
candidatos no están autorizados a cambiar de partido. En las primarias obra un
ballottage de umbral reducido11.

Con las nuevas reglas, la carrera presidencial transcurre sobre bases


mayoritarias y en términos más concentrados. Dentro de cada partido y en la
primera ronda, con el régimen de candidaturas únicas. Entre los dos
candidatos en punta, cuando hay ballottage. Se reduce la diversificación y
supuestamente el fraccionamiento (del lado de la oferta y del lado del voto),
procurando que las alternativas sean más cerradas, ajustándose a saldos de
mayoría absoluta y con la posibilidad de una "personalización" de las opciones,
en la medida que los candidatos pesen más que los partidos.

Gracias a la unidad de las elecciones y al doble voto simultáneo, en el régimen


anterior todos los participantes jugaban en la final y medían sus fuerzas a la vez
11
Triunfan los precandidatos que obtienen mayoría absoluta o superan el 40% de los votos de su
partido, aventajando a los que siguen por no menos del 10%. Si no se alcanzan tales marcas, la
investidura se hará por la convención del partido (surgida de las propias internas), mediante
votación nominal y pública, eligiendo entre los dos precandidatos más votados.

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que las acumulaban, en una lógica que admitía un número relativamente amplio
de ganadores y postergaba la definición del resultado, acotando las divisiones.
Ahora hay un sistema de eliminatorias, que exige una concentración de las
energías electorales en torno a los ganadores, pero puede eventualmente restar
incentivos para que esto ocurra.

El diseño propone la concurrencia en torno a un menor número de figuras y de


opciones políticas, queriendo promover la hechura de coaliciones electorales,
que podrían a su vez proyectarse como coaliciones de gobierno: en las internas
de cada partido, en el apronte de la primera vuelta y llegado el caso, para
enfrentar el ballottage.

Durante el ejercicio de gobierno, en tren de facilitar el armado de coaliciones,


se abre la posibilidad de que el Presidente de la República remueva a los
directores de los entes públicos y proceda a nuevos nombramientos - sujetos
siempre a la venia del Senado con mayoría especial - en base a la
recomposición de los acuerdos políticos. Esta norma modifica el perfil que la
coparticipación había tenido secularmente, desde los diseños fundacionales,
dado que el acceso a los directorios de los entes públicos ya no sería, como
antes, una opción independiente del compromiso con el gobierno. Pasamos a
una suerte de coparticipación condicionada, que puede desprenderse de las
opciones "consociativas", para obrar como factor coalicional. Su efectividad
queda eventualmente ligada al tejido de mayorías de gobierno y a la
composición o recomposición del gabinete, en una apoyatura de la gestión
presidencial que tiene un sesgo de "parlamentarización"12.

12
Si se logra el quorum requerido para la venia de designación, el procedimiento permite dejar
afuera de los directorios de los entes a los conjuntos que no entren en tales acuerdos. Esta
posibilidad efectivamente se concretó en los últimos gobiernos de los partidos tradicionales y en el
estreno del FA.

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EL ESTRENO DE LA IZQUIERDA: PRESIDENCIALISMO MAYORITARIO,
GOBIERNO DE GABINETE, PARTIDO DE COALICIÓN.

El debut de la izquierda uruguaya (2005-2010) da lugar a un presidencialismo


mayoritario, con un fuerte liderazgo de Tabaré Vázquez, que opera como una
suerte de gobierno de gabinete, a raíz de la naturaleza de “partido de coalición”
que tiene el FA.

El hecho de la izquierda obre en un sistema de partidos de alta grado de


institucionalización, que mantiene su consistencia y su fibra competitiva, hace
que Uruguay se ubique como un ejemplo de punta entre las experiencias social
democráticas que surgen en América Latina en los albores del siglo XXI
(Lanzaro 2008). Por lo demás, en comparación con los otros dos casos de
este género – Brasil y Chile – el estreno uruguayo presenta un buen potencial
social democrático, puesto que la izquierda se estrenó con un gobierno
mayoritario, con un alto coeficiente de poder y una suma considerable de
recursos políticos (Lanzaro forthcoming).

El FA ganó en primera vuelta las elecciones de 2004 y logró un triunfo


significativo en las elecciones municipales 2005. Dados estos resultados, el FA
tiene un lugar predominante, logrando mayoría absoluta en ambas cámaras
(52%), en una posición que ningún partido había tenido en el país desde 1966
y que tampoco ha sido frecuente en América Latina, durante los últimos 25
años. Habrá entonces un gobierno de partido, con respaldo parlamentario
para sancionar leyes ordinarias y especiales, aprobar el presupuesto nacional,
mantener los eventuales vetos presidenciales y designar a los jerarcas de los
servicios públicos, del cuerpo diplomático y de las fuerzas armadas13. Los dos
partidos tradicionales quedan relegados a una oposición relativamente inocua y
al no hacer pie en las instituciones representativas, han impulsado cierta
judicialización de la política, notoriamente para recusar algunas aplicaciones
del flamante impuesto a la renta.

13
Al no haber compromisos con los otros partidos, no se resuelven los asuntos que requieren
mayorías especiales y los márgenes de consenso de las reformas estratégicas son ajustados.
En particular, la Corte Electoral y el Tribunal de Cuentas no se renuevan y quedan con la
integración acordada en 1995.

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El centro de gravedad de la gestión política está en el Presidente y el Consejo
de Ministros. Vázquez conjuga la autoridad presidencial con una condición de
jefe de partido consolidada a lo largo de varios años, ubicándose como
dirigente unitario, por encima de las fracciones que componen el FA. Es una
presidencia preponderantemente arbitral, que marca el rumbo general y se
reserva ciertas materias prioritarias (derechos humanos, Fuerzas Armadas,
asuntos internacionales sensibles), pero deja la iniciativa política en manos de
sus ministros, autorizando el mayorazgo del Ministro de Economía y la gestión
especializada de las distintas carteras, sin perjuicio de mantener el resorte de
decisión en última instancia, cuando brotan discrepancias o conflictos en los
círculos de gobierno.

El gabinete ha sido el núcleo central del Poder Ejecutivo y funcionó


semanalmente como organismo colegiado efectivo, con una periodicidad que
nunca tuvo antes. Hasta la reestructura del 2008, la cuota personal del
presidente cubría prácticamente la mitad de las carteras y el gabinete se
integraba además con casi todos los jefes de los sectores del FA, en un reparto
relativamente congruente con la representación parlamentaria respectiva.
Esta composición responde al designio de Vázquez de asegurarse un apoyo
sólido entre sus huestes, sin dejar a nadie fuera del compromiso con el
gobierno, logrando cierta obediencia partidaria y una disciplina parlamentaria
que será casi perfecta (Chasquetti 2007).

Esta configuración da lugar a una suerte de gobierno de gabinete en régimen


presidencial, que responde a la estructura peculiar del partido de gobierno. En
efecto, el FA nació en 1971 como una coalición de partidos, pero se ha
convertido en un partido de coalición (Lanzaro 2000b), forjando una unidad que
plasma en la organización partidaria, en la estructura de liderazgo y en las
reglas de decisión por mayoría (que sustituyeron al principio originario de
resolución por consenso y derecho de veto). Se formó así un partido de nuevo
tipo, con su propia tradición y una identidad duradera, en el que figuran los
partidos fundadores y varios grupos más recientes. Unos y otros ya no son
organizaciones sino que han pasado a ser fracciones del conglomerado que
congrega a toda la izquierda.

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No obstante, el FA muestra los trazos de su modelo genético y es por lejos el
conjunto más fraccionalizado del sistema uruguayo, con más de cinco sectores
en el Senado y una diversificación ideológica considerable. Esta estructura
suministra un buen rastrillo electoral, se traduce en la distribución de cargos de
gobierno y anima la competencia en las “tres caras” del prisma de gobierno:
Poder Ejecutivo, representación parlamentaria y partido oficial. Varios nudos
de conflicto se han ventilado al interior de ese triángulo, que dibuja un cerco
excluyente respecto a los demás partidos.

CONTINUIDAD Y CAMBIOS EN LA VIEJA DEMOCRACIA DE PARTIDOS:


EL PLURALISMO PUESTO A PRUEBA.

Desde los lances fundacionales de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX,
Uruguay se caracterizó por cultivar un presidencialismo de tipo pluralista, que
destacaba como tal en el concierto latinoamericano. Esa textura pluralista
estuvo asociada a la existencia de una democracia de partidos, consistente y
duradera, que en su matriz originaria reposó en un sistema bipartidista - sólido,
competitivo y de poderes equilibrados - que figura entre los más antiguos del
mundo. La coparticipación en la cúpula de la administración pública y el
régimen electoral, con representación proporcional “integral”, elección
presidencial a pluralidad y un singular sistema de de doble voto simultáneo,
sumado al establecimiento de mayorías especiales para la sanción de leyes
estratégicas y para nombramientos importantes, fueron los pilares del
pluralismo generado por ese sistema bipartidista. Sin poder evitar un
paréntesis autoritario en los años 1930, esta civilización política dio lugar a
algunas experiencias de coalición y acudió sobre todo a prácticas del
presidencialismo de compromiso, que en contrapunto con las fórmulas que han
predominado en los EEUU, no responde a tratativas individuales, sino que se
asienta en acuerdos entre diferentes sectores de los dos grandes partidos
tradicionales, delineando a veces una pauta de alianza, pero operando
usualmente caso a caso.

Este complejo experimenta cambios significativos al influjo de la transformación


del sistema de partidos, que comienza en los 1960 y 1970, pero se afirma

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después de la dictadura, a partir de 1984. En esta nueva etapa, vuelve a regir
la democracia de partidos, pero asistimos al fin del bipartidismo tradicional y al
desarrollo sostenido del FA, un conglomerado de izquierda fundado en 1971,
que se convierte en el partido mayor del elenco uruguayo y se estrena en la
presidencia en 2005, repitiendo este logro en 2010.

Las reacciones defensivas de los viejos partidos ante el ascenso de la


izquierda y en vista de la consiguiente disminución de sus caudales electorales,
origina en primer lugar una serie de experiencias de presidencialismo de
coalición, que asocian prácticamente a todos los sectores de ambos partidos y
dejan al FA como tercero excluido, fuera de la coparticipación y al margen de
las resoluciones legislativas. En 1996, la coalición de gobierno ampara una
coalición de reforma constitucional que altera en mucho el antiguo régimen
electoral, derogando el dispositivo del doble voto simultáneo y estableciendo la
elección mayoritaria del presidente, en dos vueltas con ballottage. Esta
reforma no impide que el FA llegue finalmente a la presidencia en 2005,
poniendo en obra un gobierno mayoritario, de un solo partido, que sigue a su
vez una política excluyente con respecto a los partidos tradicionales, sin
habilitar la coparticipación, ni acudir a compromisos parlamentarios.

El presidencialismo pluralista uruguayo que se constituyó en base al formato


bipartidista fundacional – Partido Colorado y Partido Nacional - pierde algunas
de las características que hicieron su fama y pasa a tener visos de corte
mayoritario, una vez que el sistema de partidos se transforma y la izquierda
nucleada en el FA consolida su tercería. Las alternativas mayoritarias se
hacen presentes en el nuevo régimen electoral y particularmente en la elección
mayoritaria del presidente. Llevan asimismo a cambiar las prácticas
ancestrales de la coparticipación y hacen que los modos de gobierno adquieran
perfiles excluyentes con respecto a los partidos alineados en la oposición, sea
mediante las nuevas prácticas del presidencialismo de coalición, sea en el
gobierno mayoritario con el que debuta la izquierda. La democracia de
partidos uruguaya recupera su vigencia, pero adquiere características
diferentes a las que la distinguieron a lo largo del siglo XX.

Zaragoza, Marzo 17-18 2010


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