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Lavelle - Conciencia - de - Sí Mismo

En 'La conciencia de sí mismo', Louis Lavelle explora la naturaleza de la conciencia, describiéndola como una luz interna que define nuestra existencia y nos conecta con el mundo. La conciencia es ambigua, ya que simultáneamente nos separa y nos une, permitiendo la comunicación y el autoconocimiento. A través de la reflexión y la interacción con el universo, el yo se forma y se elige, revelando la complejidad de la identidad y la intimidad personal.
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Lavelle - Conciencia - de - Sí Mismo

En 'La conciencia de sí mismo', Louis Lavelle explora la naturaleza de la conciencia, describiéndola como una luz interna que define nuestra existencia y nos conecta con el mundo. La conciencia es ambigua, ya que simultáneamente nos separa y nos une, permitiendo la comunicación y el autoconocimiento. A través de la reflexión y la interacción con el universo, el yo se forma y se elige, revelando la complejidad de la identidad y la intimidad personal.
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LOUIS LAVELLE

MIEMBRO DEL INSTITUTO


PROFESOR EN EL COLLEGE DE FRANCE

LA
CONSCIENCIA
DE SOI
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 2

[1]

LA CONSCIENCIA DE SÍ

Capítulo I
LA CONSCIENCIA DE SÍ

1.–La conciencia es nuestro ser mismo

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La conciencia es una pequeña llama invisible y que tiembla. Nosotros


a menudo pensamos que su papel es iluminarnos, pero que nuestro ser
est ailleurs. Y, sin embargo, es esta claridad la que somos nosotros mismos. Cuando
ella decrece, es nuestra existencia la que cede; cuando ella se apaga, es
nuestra existencia que cesa.
¿Por qué decir que ella nos da de lo que es la imagen más im-
¿perfecta? Esta imagen es para nosotros el verdadero universo: no lo sabemos
conoceremos nunca a otro. ¿Por qué decir que nos encierra en
una soledad donde nunca encontraremos compañía? Es ella
quien da sentido a las palabras sociedad, amistad o amor. Es en ella
que se forme el deseo, pero también el sentimiento de la posesión, que
es la posesión en sí misma.
Cuando la conciencia busca un objeto fuera de sí misma y sufre
de no poder alcanzarla, es que sufre por sus límites y que ella
solo busca crecer. Porque no puede haber un objeto para ella
que la que es capaz de contener. Se puede decir que ella es
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 3

encerrada en sí misma como en una prisión: es una prisión de la que


las paredes retroceden indefinidamente.

Pero ¿quién podría pensar que la conciencia es una prisión, sino


el que cierra todas sus aperturas? Cuando nace la conciencia, el ser
comienza a liberarse de las cadenas de la materia; presiente su indé-
pendiente: una carrera infinita se extiende ante él que siempre supera
sus fuerzas y nunca su esperanza. A medida que la conciencia crece, ella
se vuelve más acogedora; el mundo entero se le revela; ella comu-
única con él y una alegría la llena de encontrar a su alrededor tanto de
manos que se tienden.
No hay estado de la conciencia, incluso el sufrimiento, incluso el
pecado, que no vale más que la insensibilidad o la indiferencia. Porque
son todavía marcas del ser y de la vida que atestiguan de la
potencia con la que se deja conmover. No se debe buscar
les abolir, mais à les convertir. On rejette dans le néant tout ce que
se le quita a la conciencia. La conciencia más grande, la más rica
y la más bella es aquella que unifica la mayor cantidad de impulsos y pu-
rifie el mayor número de manchas.

2. Ambigüedad de la conciencia.

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Lo propio de la conciencia es romper la unidad del mundo y


de oponerse a un ser que dice Yo, al Todo del que forma parte: en este in-
tervalle que les separa, produce la comunicación incesante que los
unidad, ella insinúa tanto el pensamiento, la acción y la vida. Pero la cons-
la ciencia, que produce todos estos movimientos, está condenada a dejarlos
inacabados; también hay siempre en ella una torpeza, un malestar,
una preocupación e incluso un sufrimiento. Tal es el castigo de la
fallo original, es decir, de la separación. Pero la conciencia es
también el principio de toda redención, ya que permite una imitación
de Dios y [4] un regreso a él. Solo los progresos que ella logra,
las alegrías que ella siente no podrían consumirse más que por su des-
partición.
Dondequiera que aparece la conciencia, se observa una ambigüedad que
impide fijarse. Es la conciencia la que nos ata a nosotros-
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 4

mismo, a nuestra carne secreta y separada; y sin embargo, es ella quien rompe
nuestra soledad y nos hace comunicarnos con todo el universo. El hombre
es una parte del mundo por su cuerpo; pero intenta hacer que se mantenga el
mundo entero en su mente: y es esta doble relación entre
este cuerpo que está contenido en el mundo y este espíritu en el cual el
El mundo mismo es el contenido que forma el drama de la existencia. La cons-
La ciencia no consiente identificarse ni con el cuerpo, que para ella es un
compañero ciego e indócil, ni con el espíritu, en relación con el cual ella
es a veces consentidora y a veces rebelde. El yo consiste precisamente
en este movimiento de vaivén que hace que mi sociedad sea alternativamente más
estrecha con uno o con el otro.
La conciencia nos solicita actuar para salir de la inmovilidad,
sino también a [5] actuar solo en función de un fin perfecto capaz de nosotros
combler. La libertad se ejerce en el intervalo de estas dos aspiraciones,
una nos empuja, la otra nos retiene, y ella oscila entre todas
las apariencias que la seducen.
Así hay en la conciencia tanto de la perfección, ya que ella
aumenta lo que somos, que nos permite brillar sobre el
mundo más allá de los límites del cuerpo y que nos da una especie de
posesión espiritual del universo; y de la imperfección, puesto que en
mismo tiempo, está hecha de ignorancia, error y deseo. La cons-
La ciencia es una transición entre la vida del cuerpo y la vida del espíritu.
es un peligro, ya que puede ser puesta al servicio del cuerpo, que para-
tanto que no deja de superar. Ella es una interrogación perpetua,
una hesitación que no cesa de darnos inseguridad en nuestro
vida cotidiana; y sin embargo ella es una luz que nos guía hacia
la seguridad de una vida sobrenatural.

La conciencia es un diálogo.

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Cuando estamos solos, se dice que estamos solos con uno mismo, lo que implica
que no estamos [6] solos, sino que somos dos. El acto por el cual nosotros
nos desdoblamos para tener conciencia de nosotros mismos creado en nosotros
un interlocutor invisible al que le pedimos nuestro propio secreto.
Sin embargo, de estos dos seres que nacen en nosotros tan pronto como la conciencia
Louis Lavelle, La consciencia de sí mismo. (1933) 5

parece del cual uno habla y el otro escucha, del cual uno mira y del que...
el otro es observado, nunca sabemos cuál es aquel que somos
mismo: así, toda conciencia está obligada a representarse una especie de
comedia en la que el yo no deja de buscarse y de huir de sí mismo.
Se ve bien en la memoria, que es el mejor instrumento de
el conocimiento de uno mismo, el más sutil y el más cruel. Nunca se ha
conciencia de lo que se logra, pero solo de lo que se viene
de cumplir. La memoria supone un retiro, un despojo de todo
interés, que nos permiten percibir nuestra propia realidad en una
suerte de transparencia purificada: pero esta realidad ya nos es extraña
gestiona, y reconocerla también es renunciarla.
La conciencia que tenemos del universo es ella misma un dia-
diálogo entre el universo y nosotros donde el universo nos [7] habla tanto como
le hablamos. Al observar su propio cuerpo, los otros hombres y
la naturaleza entera, el yo se observa en testigos fuera de los cuales él
no sabe nada de sí mismo. Nunca logra captar directamente su
verdadera naturaleza; pero el ser más humilde, el objeto más pequeño,
el evento más frívolo son como tantos signos que le en
dando la revelación. Y todo el espacio es un espejo infinito en
el cual discierne el juego de sus diferentes potencias, su eficacia y
sus límites.
El que quiere conocerse mejor se mira en otro.
yo que siempre soy para él un espejo más conmovedor. El descubrimiento
de otra conciencia es similar para nosotros a la de estos lugares
privilegiados donde percibimos los ecos de nuestra propia voz con as-
sez de retraso para que nos parezcan distintos, o de estos pozos pro-
fondos donde se repercuten con una gravedad sonora que nos da una
suerte de asimiento.

4. La conciencia creativa del yo.

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Pensar es tener conciencia de uno mismo, [8] es poseerse a sí mismo.


mismo. Pero no hay diferencia entre el acto por el cual me
conozco y el acto por el cual me creo. Así como la fecundidad de
el acto providencial no deja de producir en el mundo seres nou-
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 6

veaux, no dejo de producir en mí nuevos estados por


el acto de mi atención: así, gracias a la operación de la conciencia, yo
me creé a mí mismo como Dios creó el mundo.
¿Qué es en efecto el yo, sino lo que cada uno conoce de sí mismo?
mismo? No puedo atribuirme nada de lo que ignoro: eso pertenece
a un ser al que estoy unido, pero del que no puedo identificar los movimientos
ments conmigo mientras no se hayan convertido para mí en un objeto de
conocimiento y asentimiento. Así, no hay alma sino para aquel
quien conoce su alma y quien, al conocerla, la hace ser. Y preguntar
de conocerse, no se supone que uno es antes de conocerse
nacer, como las cosas son antes de que la mirada se aplique a ellas: el
propiamente de nuestro conocimiento de nosotros mismos, es precisamente de nosotros
hacer.
Conocerse a sí mismo no es descubrir y describir un objeto
quién es uno, [9] es despertar en uno una vida oculta. La conciencia me
revela poderes que pone en práctica. Para mí, es la
una análisis y una eclosión.
Mi naturaleza, se dice, es múltiple y está hecha de poderes que
me pertenecen antes de que los conozca. Pero conocerlos, es
les ejercer; y, antes de que los ejerza, ¿puedo decir que son míos? En
verdad, no puedo llamar yo a este tesoro oscuro en el que no ceso
de puiser, que siempre me propone nuevas donaciones y que se retira
de mí tan pronto como mi atención flaquea o mi voluntad se niega.

5. El yo se elige.

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¿Qué hablas de mí como si fuera una cosa? No hay nada


en él que el poder de convertirse en algo en cada instante, es-
es decir otra cosa. Porque el espíritu debe ser nada para que pueda
todo acoger, que sea invisible para que sea transparente para todos
rayones, que sea más pequeño que el grano de mostaza para que no pueda
nada obtener que por su propia germinación, que esté despojado de todo
cuerpos y de [10] toda posesión particular para que todo lo que él
puede convertirse en el efecto de su pura operación o de su consentimiento
mente pura.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 7

El yo no puede conocerse de otra manera que expresándose. Pero


al expresarse, se realiza; toma posesión de ciertas disposiciones
tions, que hasta ahora estaban en él sin ser él, pero que no se convierten
sienes que por la elección y el uso que hace de ella. Es este yo expresado
por la acción y por la palabra que da testimonio de nuestra existencia a los ojos
de los demás; él es el objeto de la memoria y que se forma poco a poco
nuestro ser más secreto. Así, el yo no es un ser dado, sino un
ser que no deja de entregarse a sí mismo: y el sentimiento que tiene de
soi es menos la revelación de lo que es que una llamada a la acción por el-
cuál va a ser.
El yo siempre tiene algún modelo al que busca parecerse:
pero ya está comenzando a hacerse realidad elegir un modelo. El
moi es un debate entre varios personajes: pero siempre hay
un del cual se vuelve solidario. Se encuentra en el yo una multiplicidad
d'éléments qui forment la matière [11] de son activité, le corps, les
deseos, los sueños de la imaginación e incluso la razón: pero cada uno
de ellos puede convertirse en el objeto exclusivo de sus cuidados hasta el punto de
fundir al final consigo mismo. O, dado que el yo se convierte en lo que tiene
elige, es importante que decida su elección: porque hay en él la semilla de
todos los vicios, y, para hacerlos crecer, le basta con un poco de com-
plaisance.
Sin embargo, elegir lo mejor no es mutilar su naturaleza, ni des-
tornar la mirada de sus movimientos más bajos, ni buscar hacerlos
sofocar: es utilizar la fuerza que se oculta, es darle otro
curso y la transfigurar. Entonces el yo deja de estar dividido. Pero no está
un que s’il s’unifie. Lo propio de la vida espiritual es producir
la intimidad más perfecta entre los seres múltiples que habitan nuestra
conciencia. Cada uno de ellos, es verdad, muestra a veces una pudor por
la cual él se escapa, a veces un amor propio por el cual busca
triunfar. Pero, como en la sociedad exterior y visible donde todos
los individuos deben aceptar tenderse la mano, entenderse
y para apoyarse, es necesario que cada uno de nuestros poderes interiores
consente a hablar y a escuchar alternativamente, a mantener su papel en
el acordando con el de todos los demás. La paz con uno mismo es sou-
venta más difícil de obtener que la paz con los demás: pero la cons-
La ciencia es un pueblo tumultuoso cuyo yo es el árbitro y el conciliador.
teur.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 8

6. La intimidad más secreta.

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La conciencia es un mundo íntimo y cerrado que descubrimos


en una especie de temblor. Y la atención que le prestamos a su
la vida oculta nos muestra en ella un juego infinito de matices diferentes,
se convierte en el principio de todas las delicadezas de nuestra sensibilidad y
multiplícanos los pliegues y las heridas. A medida que crece
Nuestro ser invisible, nuestro amor propio también crece.
Hay una forma de vida interior que consiste en no dejar ninguno de
esos escalofríos sin retenerlos para prolongarlos y para deleitarse en ellos.
Pero este regreso del yo sobre sí mismo produce en él una especie de estrechamiento
rement; solo le da una posesión ilusoria que lo agota y
le impide renovarse y crecer.
Hay que descender más en la intimidad [13] para descubrir en
soy otro mundo en el que la autoestima, en lugar de refinarse, se
disolverse; pero cada uno de nosotros siente una emoción incomparable en
poniendo a prueba su riqueza, su profundidad y su infinitud:
es un mundo en el que todos estamos llamados a comulgar.
Delante de él, el mundo aparente retrocede y pierde su realidad: nuestras preocupaciones se desvanecen.
sérables se fondent; nuestra vida se ilumina y se transfigura. ¿Se dirá?
que es un país lejano y desconocido en el que no se puede penetrar
sin una gracia sobrenatural? Es cierto que quien habla de ello parece
tener un lenguaje misterioso, quimérico, despojado de todo interés humano
principal. Pero, al prestar más atención, poco a poco se reconocen todos los
mots. Car ce voyageur vient du paradis, d’un paradis spirituel que
cada uno lleva en sí mismo y solo basta con desearlo para descubrirlo y
vivir.
De todas las formas de verdad que se nos revelan, aquella que es
verdaderamente nuestro y que nos descubre tal como somos es tan
única y tan personal que apenas nos atrevemos a decirla y que no
nunca logramos comunicarla del todo: la intimidad más
profundo es también la intimidad más cercana. Sin embargo, son los mismos
hombres que son incapaces de toda intimidad verdadera con ellos
mismos y con los demás. Porque, en ambos casos, la intimidad no puede ser
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 9

producir solo en el momento en que el amor propio es abolido. Pero entonces él se


forma en la conciencia un santuario interior donde todos los seres tienen
acceso según su grado de sinceridad y donde reconocen la identidad de
su secreto común. Porque la esencia de la conciencia es ser impé-
nétrable y de todo penetrar: y ella penetra todo lo que es sin salir
de sí misma. Así, es la conciencia que se ha retirado lo más lejos en
corazón de ella misma que también es la más acogedora; es ella quien
da lo más y quien recibe lo más e incluso ella ya no hace distinciones
ción entre dar y recibir.

7. La conciencia desinteresada.

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Tan pronto como la conciencia se despierta, el ser que siente y que actúa dirige
su mirada hacia todos esos bienes que le pertenecen, en redoble indé
finiment la [15] presencia por el pensamiento, se complace y se revuelca en
su posesión y en su disfrute.
Pero la misma conciencia que es capaz de someternos es la-
también puede liberarnos; pues nos da el espectáculo de nuestras
estados propios que nos aparecen entonces como los de otro.
Los vemos así en una luz más pura: obtenemos
hacia ellos una especie de desinterés; nos despegamos de esto
que la mirada nos muestra para no hacer más que uno con la mirada que
lo ve; y todo lo que hay en nosotros recibe de esa mirada que lo envuelve
y que lo penetra un rayo invisible.
El conocimiento que tengo de mi propio dolor no es doloroso.
reutilizar, no más que el conocimiento que tengo del color no es ella-
mismo colorido. Esta impasibilidad de la conciencia, es la presencia
en moi del mirada por la cual Dios contempla todas las cosas; pero yo
estoy tan alejado de Dios que la mirada que debería despegarme de mi
el mal a menudo le da más agudeza.
La impasibilidad es la condición misma del conocimiento. Solo-
ment cette impassibilité [16] ne doit pas être confondue avec
la indiferencia ni con la dureza. Sin duda nos hace insensibles
en relación con todos los movimientos del amor propio. Pero es para
hacernos semejantes a una superficie pulida y desnuda, sobre la cual los
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 10

las matices más fugaces de lo real, sus aspectos más frágiles revelan
su presencia por un toque infinitamente delicado. Esta impasibilidad,
es el estado de una sensibilidad pura; ya no se distingue de una con-
nacimiento perfecto.
El ser que se mira como un objeto se rechaza en el universo para
convertirse en el espectador de sí mismo; pero entonces ya está por encima de
este ser que él mira. El ser que conozco en mí ya no es yo desde
que lo conozco: ya es otro. Así la conciencia es un acto
por el cual siempre me vuelvo superior a mí mismo.
Se dijo que cada conciencia es la imagen de lo que está por encima
de ella y el modelo de lo que está debajo de ella; es decir, que sin
salir de sí misma puede conocer todo lo que es. Pero la cons-
la ciencia, al abrir ante nosotros el infinito, nos muestra la miseria de
todas [17] nuestras adquisiciones. ¿Para qué serviría la conciencia, si no...
¿Me lo cerraba en su propia cerca? Pero, al descubriéndola, ella
la invito sin cesar a que la cruce. Y es porque es desinteresada
que nos libere de nuestro apego a nosotros mismos y, por consiguiente,
quebrantando nuestros límites.

8. Descubrirse es superarse.

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Solo se toma conciencia de su ser y de su vida en una emoción.


tion si plena de angustia, de alegría y de esperanza que nos destroza y
que casi nos hace desmayar. Pero esta emoción, que debería ser
permanente, es difícil de sorprender; cuando ocurre, ella
se borra rápidamente para dejarnos libres de disponer de toda nuestra aten-
tion y de toda nuestra voluntad para tareas particulares. Tan pronto como
logramos concentrar nuestra mirada en ella, es decir, a per-
ver con lucidez la presencia del universo y nuestra presencia en el medio
lugar de él, el día que brilla para nosotros brilla con la misma luz milagrosa
leuse que el primer día de la creación.
[18]
Todos aquellos que, en este primer descubrimiento, no sienten más que
placer, no han penetrado aún hasta la raíz del ser y de la
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 11

vie. Pero cuanto más profundo se vuelve el sentimiento que sienten,


más este primer placer les parece frívolo. Es que miden su
responsabilidad ante este destino que se abre ante ellos y que des-
pend de su iniciativa, ante esta poderosa creatividad que se les ha dado
dada y que tiemblan por ejercer.
Bien diferente de aquel que, prisionero en los laberintos de su
amor propio, se ciega en la complacencia dolorosa que tiene
para sí mismo, aquel que busca conocerse ya comienza a
huir. Debe separarse de sí mismo para verse. Lo propio de la
vida interior, es precisamente de permitirnos escapar sin
cesar a lo que somos y dar vida a una idea de nosotros
mismo que nos descubre constantemente nuevos poderes, pero en
nos obliga a implementarlos. Así, al buscar que nos con-
nacer, siempre buscamos lo que debemos ser aún más
lo que somos: siempre buscamos eso [19] que nos
manque y solo podemos encontrarlo en un principio que nos
en constante lucha para renegarnos y superarnos.
La conciencia nos revela la presencia de este ser individual que
se agita en cada uno de nosotros, que tiembla, que desea y que sufre. Pero
en tomar conciencia, es dejar de identificarse con él. El yo no
se da cuenta de que al mantenerse lo más alejado posible de sí mismo,
es decir de lo que ya es y también tan cerca como sea posible de esta idea
incluso de Todo del que solo es una parte, pero con el cual él comu-
único y donde extrae un enriquecimiento perpetuo. El misterio del yo,
se trata de no ser más que deseo, de no cumplirse más que al salir de uno mismo y,
por así decirlo, estar donde no está más aún que donde está. No tiene la
la certidumbre de descubrirse solo cuando se libera de sí mismo; y no hay
punto para él otra vida que separarse sin cesar y refugiarse
sin cesar en otro yo más amplio que siempre está más allá de él-
mismo.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 12

[20]

LA CONSCIENCIA DE SÍ MISMO

Capítulo II
EL CONOCIMIENTO

1.--Sombra y luz.

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Solo hay una sola verdad que penetra en todas las mentes, bien
que tome las formas más diferentes, ya que solo hay una
única luz que ilumina todas las miradas, aunque ninguna de ellas lo sea
nunca golpeado por los mismos rayos. Similar a la luz,
la inteligencia nos descubre todo lo que es; sacándolo de la oscuridad,
ella parece crearla. Se presenta ante la mirada como para hacerse
darle a él; pero es necesario que la mirada a su vez se dirija hacia adelante
de ella para recibirla. Como la luz está hecha de un haz de
colores, la inteligencia está hecha de un haz de emociones: y
la inteligencia más pura es aquella que funda en ella el [21] más grande
nombre de emociones sin dejar ninguna a la vista.
La luz es el principio de las cosas y es su sombra la que sirve para
crear todo lo que es. Es solo en su sombra que nosotros
somos capaces de vivir. Contemplamos todos los objetos en un
luz que viene del sol y no de nosotros. Y nosotros la percibimos
en una media claridad como una mezcla de sombra y luz.
La sombra es, por tanto, inseparable de la luz; es íntima, secreta,
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 13

protectrice. Es a través de la sombra que la luz abriga la mirada contra


su esplendor, como es a través de la sensación que la verdad alberga el alma
contra su punta más aguda.
Nos cegamos cuando miramos al sol como cuando miramos
el espíritu puro. Solo se puede ver la infinitud de los cuerpos que reflejan
y captan de diversas maneras la luz, como no se puede pensar que unos
ideas particulares que cada una expresa una de las facetas de la verdad. La
la luz es semejante a Dios: no se ve y es en ella que
ve todo lo demás. Es en ella donde baña todo lo que es: es ella
quien lo hace visible. Así, es necesario que el principio de la [22] conozca-
el sentido escapa a su propio conocimiento: solo puede conocer que
lo que le es opuesto. Porque la luz que ilumina todo es incapaz de
recibir la iluminación. Solo se comprende la lucha de la sombra y de la
clarté, el intervalo que separa las sombras, los límites de la luz y,
por así decirlo, lo que no es en lugar de lo que es. Es el
rol de los cuerpos de absorber la luz y el rol de los espíritus de la propa-
ger. Por eso vemos a los primeros y no a los demás. Y
mismo, lo propio de la verdadera luz es no ser percibida de
los que lo tienen: se convierten en hogares que iluminan
precisamente aquellos que no lo tienen.
Hay espíritus transparentes que dejan pasar toda la luz
que reciban; otros que, similares a espejos, la devuelven
tout entière autour d’eux ; d’autres enfin qui, comme des corps
opacos, los entierran en sus propias tinieblas. Cada espíritu re-
busca, para habitar, la zona de luz que le conviene: de ello se trata
pocos que puedan sostener la luz pura; algunos se complacen
en las oposiciones más violentas de la sombra y de la claridad;
otros prefieren la penumbra o la claridad difusa.

2. La mirada.

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La belleza de las imágenes que vemos en los espejos no proviene de


la belleza de los objetos que reflejan, sino de la perfección y de la pureza
té de leur surface. La moindre inégalité de niveau, la moindre pous-
suficient para deformar la imagen, mutilarla, hacerla irreconocible
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 14

sable. El espejo es similar a una mirada. Las miradas que más


de claridad y de profundidad son aquellos que reciben y que devuelven el
más luz: y ya no se sabe si esta luz viene de su
propiamente fondos o si se limitan a recibirla. Como los espejos, ellos
nos entregan a su vez los aspectos más cambiantes de la realidad a tra-
hacia su presencia invisible; y no están alterados por estas imágenes
pasajeras; no retienen ninguna huella. La mirada pura finalmente no
saisit del real que de frágiles colores que la mano está fuera de estado de
capturar, así como el espejo representa los objetos detrás de él en un
lugar de donde su sustancia se ha escapado.
Hay en el libre movimiento de los párpados una imagen de
la atención voluntaria. Porque nos corresponde abrir los ojos y de los
fermer; pero no nos corresponde crear el espectáculo que les
est offert.
La mirada no produce luz: solo la recibe.
incluso, el acto más perfecto de la inteligencia es un acto de atención
puro. Pero la visión es la alegría de la mirada; cuando ve, la mirada pierde
su independencia y parece abolirse: es que ya no es uno
con su objeto.
Como el ojo, el espíritu tiene su pupila, que debe dejar penetrar la luz.
mierda y que se vuelve más estrecha a medida que la luz es más brillante.
Tan pronto como se le da paso, la luz se infiltra por todas partes como
el agua. Pero nuestro orgullo le opone sin cesar nuevos
pantallas. El rol de la atención es quitar la pantalla. Enseguida, por
la apertura, la luz nos inunda.
Es porque la mirada refleja la luz que aparece él-
incluso como luminoso. También es tan difícil fijar la mirada como de
arreglar el brillo de la luz. [25] Y sin embargo no hay conocimiento-
no tan simple, ni tan penetrante, como la que se realiza por la
encuentro de miradas: los ojos revelan la dirección del deseo, la ardor
por la cual toma posesión de todos los objetos que se le ofrecen;
en un contacto de un instante, entregan el ser o lo rechazan.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 15

3. La vista y el oído.

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Si el conocimiento se distingue de lo real y, sin embargo, lo supone y


el límite, se puede comparar justamente con la imagen que refleja el espejo
o al sonido que el eco repercute. Un objeto visible no es más que una masa
oscuro hasta el momento en que el rayo que lo ha tocado toca un ojo
vivant que lo envuelve en el círculo de su horizonte. Un sonido no es
una vibración del aire hasta el momento en que encuentra un oído
quien lo capta y lo reproduce en su concha misteriosa. La vista y
el oído son los sentidos del conocimiento: están orientados hacia el universo
que nos rodea y lo llena de imágenes y ecos; uno hace el
mundo visible, pero por un espectáculo tan secreto que solo un ser es ca-
pable de le voir ;l’autre [26] rendle monde sonore, mais par une
tocado tan profundamente que un solo ser es capaz de oírlo.
El tacto nos da del mundo una posesión carnal: se extiende
hasta el objeto la posesión que tenemos de nuestro propio cuerpo.
Pero la posesión del mundo por la vista es más intelectual, más
desinteresada y más perfecta. El objeto debe alejarse de mí para
que emerja de las tinieblas y que aparezca en la luz; entonces,
en lugar de sentir solo su presencia, lo beso como un ta-
bleu: percibo su contorno y su color; distingo las relaciones de-
licates de sus elementos y el lugar que ocupa en medio del mundo.
Mi mano pudo recorrerlo a placer en la oscuridad; la vista, en
momento en que ella me lo descubre, me da la revelación. Se convierte en
entonces un puro objeto de contemplación. Porque la vista se aplica al mundo
material, pero le da un rostro espiritual. Solo capta una
imagen, que parece una ilusión si el tacto no la confirma; pero
ella nos entrega todas a la vez estas partes del mundo que el movimiento
no nos permite encontrarnos más que alternativamente. Es [27] por ella que el
el mundo es grande: solo ella nos descubre el Cielo. El universo visible
posee una majestuosidad inmóvil y silenciosa; y los movimientos que él
nos muestra, cuando el sonido se retira, parecen actos de la
pensamiento.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 16

El oído, por el contrario, registra todos los temblores que los cuerpos
subissent : son mensajes que nos envían. El objeto iluminado
recibe del exterior la acción de la luz; pero el sonido parece obedecer a una
impulsión interior, como lo muestra la voz. Al pronunciar la palabra,
damos un alma a la cosa. La luz nos revela el mundo:
es el Verbo que lo ha creado. La vista nos hace comunicarnos más.
con la naturaleza, el oído con el hombre: y el timbre de la voz es menos
rico que la fisonomía, pero nos conmueve más profundamente. Ver,
es descubrir la obra de la creación; oír es tener con el
crear una especie de complicidad.

4. La ardidez de la inteligencia.

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El ardor de la inteligencia es un ardor de todo el ser; ella sup-


pose la ardor [28] de los sentidos. Esta, es cierto, corre el riesgo de distraer
la inteligencia y la ceguera: a veces logra hacerla sucumbir.
Pero sin el ardor de los sentidos, la inteligencia languidece: necesita de esto.
fuego que la reanima y que no cesa de mantener. Hay en ellos una
potencia de penetración cuya punta extrema afila. No se trata
así que no se trata de vencer lecciones, sino de hacer que sirvan para el temblor
de la inteligencia que solo puede darles un verdadero alivio.
Todo conocimiento afina y purifica la acción de algún sentido; y
la inteligencia no anula la sensación, sino que la perfecciona y
la acaba. La llama que se ha alimentado de los materiales más impuros
puede terminar en un pincel de luz pura. La vida es un gran
movimiento de deseos cumplidos y renacientes: deben apoyarse
en lugar de combatirse; y los más imperfectos, que a menudo son
los más violentos, nos confieren una potencia de la que nos corresponde
de reactivar el empleo.
Gœthe decía: «Cuando no se habla de las cosas con una emoción-
tion plena de amor, lo que se dice no vale la pena ser
porté. » Y Madame du Deffand, con más viveza: «Vayan, vayan,
« Solo hay pasiones que hacen pensar. »
El que nunca ha sentido en sí mismo la punzada del deseo sensible de-
siempre muere fuera de lo que conoce: ignora las delicadezas,
Louis Lavelle, La consciencia de sí mismo. (1933) 17

las modestias, las defensas de aquel que busca el conocimiento porque


que pone la alegría superior de la soledad en la espera ansiosa de que
esta soledad misma se rompe. Y la inteligencia no le proporciona más que
de ingeniosos artificios: porque la inteligencia no puede ver la verdad sin
que el alma sea tocada.
El contacto con lo real siempre conmueve la parte más íntima de
nuestro ser: basta con que esta permanezca sorda para que la naturaleza pa-
raisse sin voz. Hay que ir al encuentro de las cosas con toda la actividad
del pensamiento y del amor: pensar y amar, es descubrir nuestra pre-
sentido en el mundo, es sentir y realizar entre el mundo y nosotros una
unidad sobrenatural. El conocimiento no puede, por lo tanto, ser separado de
deseo: es un deseo de unión con la totalidad misma del Ser. Pero él
y entre la inteligencia [30] y su objeto una especie de llamada recíproca.
Además, el objeto parece inclinarse hacia la inteligencia a través de un movimiento
del amor: hay en él una necesidad de fecundar la inteligencia que lo recibe
en ella y el entorno de luz. No deja de entregarse a sí mismo.
mismo, siempre que a su vez sea deseado.

5. Volupté de razonar.

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Hay en la prontitud para razonar una especie de voluptuosidad que es


otra voluptuosidad del amor propio, de la carne y del mundo. No se
voit point d’homme, s’il est capable d’y réussir, qui n’éprouve de la
complacencia para los juegos sutiles de la dialéctica: es que ellos des-
muestran su habilidad y le prometen una victoria. Tiene menos gusto
por la verdad, cuya evidencia lo humilla, que por el argumento, del cual
la invención lo halaga. Son argumentos sin materia, o que siem-
arruinar una verdad común, que le brindan los placeres más
vifs. A menudo busca justificar por juego aquello de lo que no está seguro. Él
llegar incluso a deleitarse en enajenarse [31] a sí mismo tanto como a
engañar a otros.
Sin embargo, no se puede vislumbrar claramente la verdad de una cosa
sin percibir las razones. Las razones ponen la verdad al alcance
de nuestro espíritu y nos dan la ilusión de crearla y asistir a su
genética. El razonamiento se asemeja al tacto: como la mano de
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 18

el ciego que recorre sin interrupción una superficie lisa de la que ella
nunca abraza la totalidad, tiene que entregarnos una tras otra
una serie de razones de las que debe hacernos sentir la continuidad. Pero la
vue nos descubre el objeto de un solo vistazo. Así, quien percibe
la verdad a través de un acto de contemplación se encuentra situada de inmediato en-
sobre todas las razones. Ni el conocimiento de lo que llena el
mundo en el presente, ni el conocimiento de mí mismo o de Dios,
no son conocimientos por razones.
Pero, al obligarme a conceder todo mi conocimiento particular
lières, la dialéctica puede romper el contacto con la realidad y engendrar
todos los artificios. Mil contradicciones nacen sin cesar de las limita-
tions y las refracciones que sufre necesariamente la verdad en la [32]
conciencia de un ser limitado. No se debe permanecer en el terreno donde
nacieron para buscar entre ellas un laborioso arreglo;
hay que elevarse hacia una cumbre más alta desde donde se puede abrazar un
horizonte más vasto en el que, por sí mismas, se concilian.
Así, hay un cierto gusto por el razonamiento, que es un gusto
de la habilidad y caminos llenos de desvíos: lleva la marca de
el amor propio. Nos liberamos a través de una purificación interior que
deja al razonamiento su papel de auxiliar y le pide que nos
conducir por grados hasta un acto de simple vista; es solo
cuando lo cumple, que el individuo se olvida, que su inteligencia
se ejercita y la verdad le se hace presente.

6. Humildad del conocimiento.

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El verdadero conocimiento consiste en desvanecerse ante el objeto. Este


son aquellos que son los mejor capacitados para desvanecerse los que reciben del
fuera y dentro las teclas más numerosas y más [33] des-
licates. El respeto por la experiencia externa e interna expresa una par-
haz modestia hacia el universo y una perfecta piedad hacia
Dios.
Muchos hombres sienten un placer maligno al descubrir
los secretos de la naturaleza y un placer conquistador al dominarla en la
sometiendo a sus designios: pero se siente una alegría más serena y
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 19

más brillante al limitarse a percibirla. No se juzga de


cosas con rectitud que si renunciamos a esta soberanía que el
me arrogo demasiado a menudo sobre ellas; entonces, en el espejo liso y claro
de la inteligencia, uno se vuelve apto para recibir su forma pura. La verídica
la mesa del conocimiento no es una exaltación del amor propio que
busca reinar sobre el mundo para someterlo, pero una abdicación
del amor propio que se inclina ante él con admiración y docilidad;
ella es suficiente cuando nos permite reconocer en él nuestro
lugar, y llenar nuestro papel con simplicidad y discreción.
Es necesario que el hombre no rechace ninguno de los conocimientos que
se le ofrecen por encuentro o por vocación. Debe que no lo...
no busques ninguna. La mayoría de los [34] conocimientos nos son también
exteriores que los bienes materiales; son inútiles y se inflan
el espíritu, en lugar de iluminarlo. El número de conocimientos que es suficiente
el conocimiento para producir la sabiduría es muy pequeño; y estas son las conocimientos
muy simples acompañadas de una evidencia a la vez muy profunda y
muy dulce. Pero son ellas las que se tiende a olvidar o a despreciar
ser en beneficio de ciertos conocimientos curiosos y lejanos, que
son sin relación con nuestra vida y que pensamos que deben
sorprender a los demás y darnos renombre.
Es que el amor propio presta menos interés al conocimiento
ella misma que al orgullo que puede sacar de ello; lo menosprecia si cree
encontrar en este desprecio el más mínimo beneficio; le gusta girar en
desprecio a todos aquellos que se dejan vencer demasiado rápido; a menudo piensa que se
relevar al inventar razones sutiles para dudar de las verdades las
mejor establecidas. Pero el conocimiento es una comunión con lo real
y no una derrota ni una victoria: es un enfrentamiento del universo
y de mí; el universo se mira en mí como yo me miro en él. Y
[35] cuando estas dos miradas se cruzan, una luz brota que el
El más mínimo movimiento del amor propio es suficiente para empañar.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 20

7. Juventud del conocimiento.

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Todo conocimiento debe poseer una frescura y una novedad


perpetuas, una inocencia siempre renaciente; de lo contrario el contacto
de nuestro espíritu con la realidad deja de ser sentido. Ella debe descubrirnos
el universo a cada instante como si nos hiciera asistir a su ge-
nèse. Aquel que se encuentra con la verdad, en lugar de seguir moviéndose
en el círculo cerrado de sus sueños, de repente mira lo que está delante
él cree verlo por primera vez. El mundo ya no le trae más
que conocimientos familiares que le parece haber tenido siempre
y que sin embargo no dejan de florecer.
A menudo los recuerdos nublan y oscurecen nuestro conocimiento,
en lugar de servirla. Le quitan a la vista su claridad y su penetración: ellos
son similares a imágenes que ya cubrirían la retina en el mo-
ment donde acoge la luz del día. Pero las cosas recuperan
su desnudez perfecta en el espíritu puro: es su espiritualización
quienes las hace nacer sin cesar; es ella quien nos da
la incomparable emoción de ya conocerlos y, sin embargo, descubrirlos
vrir.
Es que no hay conocimiento si no hay inteligencia.
se ejerce; o la inteligencia está en nosotros, pero viene de más arriba que
nosotros: siempre produce en nosotros una nueva revelación. Nosotros
podemos abrir más o menos a su acción, pero esta acción es
siempre por la conciencia que sorprende tan joven como el pre-
mier jour, como la luz para la vista.
A veces se dice que se sabe algo bien cuando no se sabe.
suficientemente bien para poder expresarlo. Es que entonces ella está en-
núcleo si viviente que no puede desprenderse de nosotros, que no es
punto aún un objeto que va de mano en mano y que todo el mundo es
capaz de tomar o dejar.
Ningún conocimiento se obtiene aprendiendo un saber ya establecido.
mé; esta no es más que la sombra del verdadero conocimiento. Es un
Caillou en el camino: lo encontramos y lo ponemos en la colección;
pero también es el obstáculo contra el que tropezamos. El conocimiento
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 21

ella misma es el camino: y los más modestos aún tienen que seguirlo,
los más grandes a trazar.

8. Espectáculo o comunión.

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En el conocimiento hay esta contradicción secreta: es


que siempre exige entre el conocedor y el conocido una diferencia,
sin lo cual no sería un acto del pensamiento, y sin embargo una
identidad, sin lo cual no podría pretender a ninguna verdad. Ella es
la obligación de separarse de su objeto, para nacer, y reunirse a
él, con el fin de llegar a un resultado; pero en esta reunión el espectador desaparece y la
el conocimiento se abolía al consumirse.
¿Se dirá que ella no busca resolverse en su objeto?
más a resolver, por así decirlo, el objeto en ella? Sin embargo, como se
no percibe más que lo que es opaco a la luz, solo concebimos lo que
resiste a la inteligencia. Supongamos que la luz se expande en un
milieu perfectamente transparente, aire o vidrio, sin que ella encuentre
[38] ningún obstáculo que lo detenga, la brisa o lo disperse, es evidente
que, en la perfección de su esencia revelada, el mundo, del cual ella se ...
nétrerait tous les replis, s’évanouirait comme une impureté.
La contradicción del conocimiento adquiere una potencia
de emoción infinita cuando se trata del conocimiento que podemos
tener de nosotros mismos: porque todo este conocimiento reside en el
doble movimiento por el cual hay que alejarse de uno mismo para ser ca-
pudiera darse cuenta como un espectáculo, y regresar casi igualmente-
pronto hacia uno mismo para realizar esta exacta sinceridad que parece ilusoria
este espectáculo que acaba de nacer.
En Dieu, el acto del conocimiento es perfecto porque no se dis-
tingue pas de l’acte même de la création. Quant à nous, nous ne
somos solo espectadores del mundo creado y no podemos hacer más que
contemplar su existencia y su naturaleza. Sin embargo, a medida que la
el conocimiento se profundiza, el mundo nos vuelve más presente; pero
no es por su imagen, que se borra poco a poco, es por su ac-
tion que nos penetra más. ¿Se dirá entonces que la [39] cons-
¿La ciencia está destruida? Parece más bien que cambia de naturaleza. Ella
Louis Lavelle, La conciencia de uno mismo. (1933) 22

obtiene una especie de excedente; está menos iluminada, pero más clara
rante ya que tiende a unirse al principio mismo que dispensa la lu-
mierda. La distinción entre lo real y ella se abole, ya no en una
identidad inmóvil, pero en una comunión viva. Ella participa en
la potencia creativa; la actividad que ejerce imita la que reina
en el universo, responde y lo prolonga.

9. Conocimiento y creación.

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El conocimiento es una especie de complicidad entre lo real y nosotros.


No se puede conocer un objeto más que intentando imitarlo, repro...
deducir por el gesto, hasta el momento en que el gesto completado se encuentra para
así decir suspendido en una especie de inmovilidad susceptible de ser
contemplé. Todo conocimiento es un comienzo de metamorfosis
foso. Solo conocemos la verdad si nos volvemos verídicos y la jus-
diga que si uno se vuelve justo, el crimen que si uno se vuelve criminal, al
menos por la imaginación. El conocimiento no solo imita [40]
la obra de la creación, pero colabora con ella. Solo es fiel que
si es eficaz. Siempre se distingue de la realidad por su imperfección
pero lo real no es más que el último estado del conocimiento
sance.
Así, la verdad nunca es contemplación pura. La única evidencia
que pueda tocar nuestra inteligencia, también toca nuestra voluntad: ella
exprime una orden que debe ser percibida y amada. Nos invita a
agir; y solo hace falta descubrirlo para que nos parezca que lo hemos creado y
estar interesado en mantenerlo. De lo contrario, el conocimiento está separado de
la vida, le da al hombre una verdad separada que la vida convierte en
dérision desde el primer encuentro.
Hay un conocimiento que es una servidumbre del espíritu respecto a
del objeto. Hay otra que libera al objeto de su inercia y el
aumento hasta la dignidad del espíritu: en lugar de ser un peso para
el espíritu, le da un movimiento más sutil; pone en juego
todas las potencias de la conciencia y realiza su unidad. En esto
cumbre donde nos establece, no es solo la diferencia entre
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 23

el espíritu de la fineza y el espíritu de la geometría que se encuentra abolido y


superada, pero también la diferencia entre el pensamiento y el querer.
La verdadera ambición del conocimiento no puede ser dominar
ner la materia: el conocimiento no está al servicio del cuerpo. Hay en
ella una forma de acción infinitamente más sutil: por ella el espíritu actúa
sobre sí mismo y sobre todos los espíritus. Porque todos los hombres contemplan
la misma verdad; todos reciben la misma luz, que los hace así
pables de entrar en comunicación unos con otros y de crear
entre eux un accord spirituel dont le monde est l’instrument et Dieu le
testigo. Solo podemos amar la verdad porque amamos
todos los seres y que es ella quien los une.
fantasmas que el deseo y el arrepentimiento no dejan de presentarle, de
discernir el ritmo del tiempo y obedecerle con un [246] consenso-
alegre y tranquilo, de captar con gratitud todo lo que el
el tiempo le aporta y a responder a todas las llamadas de la ocasión y a
todas las toques de la inspiración con una perfecta docilidad.

9. Evasión fuera del presente.

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Nos aburrimos del presente, deseamos languidamente una situación donde


uno no es y de quien se aburre, cuando se está, como del otro.
Esta a su vez es objeto de lamento, tanto es cierto que
la imaginación se alimenta de lo irreal, del pasado o del futuro, en lugar de que
el presente es el austero bastión de un fuerte pensamiento, la columna de
el espíritu.
Siempre buscamos escapar del presente porque nosotros
somos sin valor para apoyarlo. Es porque está bajo nuestro
ojos que desviamos de él la mirada. Es porque él solicita
nuestra acción a la que hacemos un llamado para que nos libere de todas las
potencias del sueño. Solo comienza a interesarnos a partir de
momento en el que presenciamos que encontraremos placer en ello
souvenir. Y los [247] eventos más familiares, aquellos de los que nosotros
no hemos podido sacar nada en el pasado y que no producían en nosotros más que
la indiferencia y el aburrimiento en el momento en que ocurrían, adquieren
un encanto misterioso cuando ya no son para nosotros más que unos
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 24

imágenes; nos dan entonces un medio para escapar de


presente y que ya no nos sentimos amenazados de revivirlos.
El pasado a veces nos sirve para consolarnos de la imperfección de nuestro
conducción actual al representarnos antiguos éxitos que nos ras-
sur, sobre lo que valemos: pero esta comparación no es suficiente para
nos hace ilusiones y nos deja mucha amargura. Sucede
una vez más, cuando los recuerdos de mi pasado me muestran un espectáculo
tan lejos de mi vida presente, que dudo en reconocerlos como
miens: en ellos me busco y en ellos, sin embargo, también me dejo ir. Él
lleguen finalmente, cuando tienen demasiada fuerza y dulzura, que es la pre-
sent incluso que considero como un sueño.
Pero también me escapo del presente a través de la espera del futuro. Hay
gente que espera toda su vida un futuro donde ellos
podrán finalmente comenzar a vivir: pero este futuro nunca se producirá
más. Así, su pensamiento siempre va por delante de lo que no es,
pero ella es impotente ante lo que es. Son similares al pri-
soñador que solo vive de la esperanza de una libertad que tal vez no le será
jamás dada o que tal vez no sabrá emplear. Pero para
la muerte siempre ocurre durante el periodo de espera; y ellos no han
más detrás de ellos que una existencia vacía. Es que mientras esperan de
vivir, solo esperaban morir. Entre la miseria que tal momento
el tiempo nos trae y la felicidad que otro momento nos pro-
met, hay una diferencia de grado que a menudo es ilusoria. Pero entre
el presente del ser y el nada de la espera, hay el infinito.
Ciertas personas, en cambio, tienen una prisa febril por vivir, por encerrar
de un solo golpe en el presente todo el futuro que les está reservado: su
el corazón es tan ardiente como el de los primeros era languideciente. Pero el
el presente debe ser suficiente para nosotros y llenarnos, porque todo el Ser se encuentra allí.
El futuro no nos traerá nada nuevo que el presente ya no.
contiene [249] si somos capaces de descubrirlo: por lo tanto
vain de chercher à le deviner, de s’y complaire par le rêve, de faire
esfuerzo por correr hacia ello. Aquél que está unido a Dios no conoce la impaciencia
ni hâte: cualesquiera que sean las tristezas que el instante le traiga, él
sait rester à la place qui lui est assignée par l’ordre de la nature. Il me-
seguro la extensión de su tarea actual, le ama la humildad, la aplica
su voluntad y, en sus límites, hace contener lo ilimitado. Es en ellas
que experimente las fuertes alegrías de ser, de ver, de actuar y de amar.
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 25

10. El acto de presencia.

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Nuestra actividad adquiere poder y alegría tan pronto como se aferra


en el presente y ya no se deja retener por ningún arrepentimiento ni por ningún
intención oculta, por ningún interés ni por ninguna preocupación por el éxito. Y si el
el pasado es la atmósfera que ilumina toda nuestra vida, si el futuro le
porte todas las promesas de la esperanza, es en la gracia del pre-
siente que uno debe hacernos sentir su luz y el otro su impulso.
Pero el apego al presente no puede [250] ser mantenido más que por
un acto constante de la inteligencia y de la voluntad. Porque hay que convertirse
presente a las cosas para que nos se vuelvan presentes: sola-
nuestra actividad a menudo es deficiente, de tal manera que, si el ser
nos es presente de una manera perpetua, no le somos pre-
sent que de una manera intermitente. Toda presencia es presencia
del espíritu. O, lo propio del espíritu es, ante todo, estar presente a sí mismo
mismo, es decir, a la luz que recibe: puede faltar a esa-
sí, pero esta nunca le falta.
El hombre más perfecto es aquel que es el más simplemente pre-
sent a todo lo que hace y a todo lo que es. Y la acción que ejerce, él
lo ejerce por su sola presencia y sin buscar producirlo: así
es a través de una simple acción de presencia que el alma se une al cuerpo y
que Dios está unido al alma.
La juventud siempre permanece en el presente: y al permanecer en
taché al presente mantenemos una soberana juventud. El inmoralista
díselo con mucha delicadeza: «No me gusta mirar hacia atrás
rière y abandono lejos mi pasado como el pájaro para
s'envoler dejando su sombra.
donde debemos dejar todo nuestro pasado todavía se encuentra en la
homme de l'Israélite qui se corrompait quand il essayait de la garder.
Nada separa más a dos seres que se encuentran por primera vez.
primera vez que el abismo misterioso de su doble pasado. Llega
mismo, cuando mi amigo me cuenta su pasado que ignoro, que me
me siento tanto más lejos de él que piensa acercarse a mí ahora
tage. No puedo sentirme unido a otro ser más que por un acto de pre-
Louis Lavelle, La conciencia de sí mismo. (1933) 26

sence totale de lui à moi et de moi à lui dans lequel notre double passé
est a la vez superado y renegado.
Pero, si la presencia corporal es un signo de la presencia espiritual
tuelle, esta es la presencia real: siempre depende de nosotros
la producir. La ausencia a veces puede favorecerla: no apaga los sen-
sentimientos que cuando no son lo suficientemente fuertes para prescindir de todo
apoya lo sensato. De lo contrario, los agudiza y los espiritualiza; los
desata los lazos que los sujetaban; nos revela su fuerza y
su pureza.
Car la présence spirituelle oblige notre [252] esprit à mettre en jeu
para crearla, todas sus potencias de atención y amor, mientras que
la presencia corporal los reprime porque nos tranquiliza sobre su realidad
lité. Así, esta presencia dada parece eximirnos de darnos
al otro.

11. Abolición del tiempo.

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La alegría, un gran pensamiento, un interés exclusivo, todo lo que en la


la puerta lleva el carácter de lo absoluto, suspende el curso del tiempo. Aquel que
realiza su destino y quien se siente a la altura del ser y de la vida es
siempre satisfecho por el presente. El tiempo solo trae cosas im-
parfaites et inachevées qui sont incapables de subsister et de se suffire,
como el deseo, el esfuerzo y la tristeza. Y nuestro pensamiento no abandona el
presente solo para mostrar su debilidad y su impotencia.
Mientras me dedique por completo al objeto que me ocupa, mientras que
no me separo de ello, todo lo demás a mi alrededor puede bien transcurrir
En el tiempo, mi conciencia se encuentra sin embargo sustraída. Y si uno
pretendía que [253] debe ejercitarse en el tiempo y que el
el espectáculo al que asiste también se desarrolla en el tiempo, desde
menos mientras ella se apega a él, la distancia debe abolirse entre el
ritmo de su propia duración y el ritmo del evento. Desde entonces,
¿Cómo podría ella tener la sensación del tiempo en el que incluso?
¿ella vive? Porque el tiempo es una creación de la conciencia y si tú
qué vivo en el tiempo, cuando yo mismo dejo de saberlo,
el tiempo en el que vivo es el suyo y no el mío.
Louis Lavelle, La conciencia de uno mismo. (1933) 27

La velocidad material es un esfuerzo hacia la eliminación del tiempo; si


ella nos seduce hasta tal punto, no es solo porque nos
permite hacer que quepan más cosas en el mismo tiempo, pero porque
que nos acerca a este estado, que es el de la contemplación
perfecta, en la que podríamos abrazar en un solo instante la
totalidad de las cosas. Tal es el punto de Pascal, que llena todo, porque
que tiene una velocidad infinita.
Hemos inventado métodos sutiles para ir más rápido.
ment de un lugar a otro, para ver desfilar delante [254] de nuestros ojos
en un tiempo cada vez más corto un número cada vez más grande
de imágenes. Solo que el pensamiento no ha seguido el mismo ritmo: puede-
estar incluso se ha desacelerado. Ella confía en este ritmo apresurado
con el cual las cosas se desarrollan ahora delante de ella; y, en
esta especie de sumisión, los sentidos aún pueden ser sacudidos,
pero ella se vuelve indiferente e inerte.
La característica de una actividad perfecta es abolir el tiempo en lugar de
apresarse en su curso. Vivir siempre en el presente es permanecer en con-
táctica con la misma realidad eterna, es negarse a detenerse, ya sea para
anticipar lo que está frente a nosotros, ya sea para retener lo que está detrás
nosotros. Porque es necesario interrumpir la acción para que el pasado y el futuro se...
gissent tout à coup en s’opposant; ils ne font que nous arracher au
presente; transforman toda nuestra vida en una huida ávida y
desesperada en la que nos reconocemos a nosotros mismos inca-
pable de rien poseer. Y este movimiento tan rápido por el cual nosotros
quitemos todos los objetos que se nos ofrecen uno tras otro nos da una
suerte [255] de fiebre que nos sirve de posesión.
El amor por la novedad es un signo de frivolidad, el amor por la
la permanencia es un signo de profundidad. Pero hay que tener la mente sin-
gulièrement fuerte para mantenerse aferrado a una realidad que siempre es iden-
tiquete a ella misma y para poder reconocerla y amarla
detrás de todas las formas transitorias que no deja de mostrarnos
trer, sin dejarse llevar y seducir por ellas. Aquel que vive en el
el cambio siempre está dividido consigo mismo, siempre lleno de
miedo y de arrepentimiento; quien vive en un presente inmóvil está todo
días concentrados y unificados. Solo él es capaz de conocer la alegría verdadera
mesa. Es el deseo, la insatisfacción que crean el tiempo: y el sabio
lo olvida porque el presente le basta; el santo lo supera porque
el presente le da la eternidad.

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