Jesús Ante Annás y Caifás
Jesús Ante Annás y Caifás
Texto base: Mateo 26:57-75; 27:1; Marcos 14:53-72; 15:1; Lucas 22:54-71; Juan 18:13-27.
Cristo iba a ser juzgado formalmente ante el Sanedrín, pero se le sometió a un juicio
preliminar delante de Annás. Bajo el gobierno romano, el Sanedrín no podía ejecutar la
sentencia de muerte. Podía tan sólo examinar a un preso y dar su fallo que debía ser
ratificado por las autoridades romanas. Era necesario presentar contra Cristo acusaciones
que fuesen consideradas como criminales por los romanos. También debía hallarse una
acusación que le condenase ante los judíos.
Esta vez no se iba a convocar a José de Arimatea ni a Nicodemo, pero había otros que
podrían atreverse a hablar en favor de la justicia. El juicio debía conducirse de manera que
uniese a los miembros del Sanedrín contra Cristo. Había dos acusaciones que los
sacerdotes deseaban mantener. Si los judíos podían probar que Jesús había blasfemado,
lo condenarían. Si se le convencía de sedición, esto aseguraría su condena por los
romanos. Annás trató primero de establecer la segunda acusación. Interrogó a Jesús
acerca de sus discípulos y sus doctrinas, esperando que el preso dijese algo que le
proporcionara material con que actuar.
Cristo leía el propósito del sacerdote como un libro abierto. Como si discerniese el más
íntimo pensamiento de su interrogador, negó que hubiese entre él y sus seguidores
vínculo secreto alguno, o que los hubiese reunido furtivamente y en las tinieblas para
ocultar sus designios. No tenía secretos con respecto a sus propósitos o doctrinas. “Yo
manifiestamente he hablado al mundo—contestó:— yo siempre he enseñado en la
sinagoga y en el templo, donde se juntan todos los Judíos, y nada he hablado en oculto”.
El Salvador puso en contraste su propia manera de obrar con los métodos de sus
acusadores. Durante meses le habían estado persiguiendo, procurando entramparle y
emplazarle ante un tribunal secreto, donde mediante el perjurio pudiesen obtener lo que
les era imposible conseguir por medios justos.
Falsos testigos
Habían sido sobornados falsos testigos para que acusasen a Jesús de incitar a la rebelión
y de procurar establecer un gobierno separado. Pero su testimonio resultaba vago y
contradictorio. Bajo el examen, desmentían sus propias declaraciones. En los comienzos
de su ministerio, Cristo había dicho: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. En
el lenguaje figurado de la profecía, había predicho así su propia muerte y resurrección.
“Mas él hablaba del templo de su cuerpo”. Los judíos habían comprendido estas palabras
en un sentido literal, como si se refiriesen al templo de Jerusalén. A excepción de esto, en
todo lo que Jesús había dicho, nada podían hallar los sacerdotes que fuese posible
emplear contra él. Repitiendo estas palabras, pero falseándolas, esperaban obtener una
ventaja.
Los romanos se habían dedicado a reconstruir y embellecer el templo, y se enorgullecían
mucho de ello; cualquier desprecio manifestado hacia él habría de excitar seguramente
su indignación. En este terreno, podían concordar los romanos y los judíos, los fariseos y
los saduceos; porque todos tenían gran veneración por el templo. Acerca de este punto,
se encontraron dos testigos cuyo testimonio no era tan contradictorio como el de los
demás. Uno de ellos, que había sido comprado para acusar a Jesús, declaró: “Este dijo:
Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo”. Así fueron torcidas las
palabras de Cristo.
Pacientemente Jesús escuchaba los testimonios contradictorios. Ni una sola palabra
pronunció en su defensa. Al fin, sus acusadores quedaron enredados, confundidos y
enfurecidos. El proceso no adelantaba; parecía que las maquinaciones iban a fracasar.
Caifás se desesperaba. Quedaba un último recurso; había que obligar a Cristo a
condenarse a sí mismo. El sumo sacerdote se levantó del sitial del juez, con el rostro
descompuesto por la pasión, e indicando claramente por su voz y su porte que, si
estuviese en su poder, heriría al preso que estaba delante de él. “¿No respondes nada?—
exclamó,—¿qué testifican éstos contra ti?”
Dinos si eres tú el Cristo, Hijo de Dios
Jesús guardó silencio. “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue
llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió
su boca”. Por fin, Caifás, alzando la diestra hacia el cielo, se dirigió a Jesús con un
juramento solemne: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, Hijo
de Dios”. Cristo no podía callar ante esta demanda. Había tiempo en que debía callar, y
tiempo en que debía hablar. No habló hasta que se le interrogó directamente. Sabía que
el contestar ahora aseguraría su muerte. Pero la demanda provenía de la más alta
autoridad reconocida en la nación, y en el nombre del Altísimo.
Cristo no podía menos que demostrar el debido respeto a la ley. Más que esto, su propia
relación con el Padre había sido puesta en tela de juicio. Debía presentar claramente su
carácter y su misión. Jesús había dicho a sus discípulos: “Cualquiera pues, que me
confesare delante de los hombres, le confesaré yo también delante de mi Padre que está
en los cielos”. Ahora, por su propio ejemplo, repitió la lección. Todos los oídos estaban
atentos, y todos los ojos se fijaban en su rostro mientras contestaba: “Tú lo has dicho”. Una
luz celestial parecía iluminar su semblante pálido mientras añadía: “Y aun os digo, que
desde ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios,
y que viene en las nubes del cielo”. Por un momento la divinidad de Cristo fulguró a través
de su aspecto humano. El sumo sacerdote vaciló bajo la mirada penetrante del Salvador.
Esa mirada parecía leer sus pensamientos ocultos y entrar como fuego hasta su corazón.
Nunca, en el resto de su vida, olvidó aquella mirada escrutadora del perseguido Hijo de
Dios.
Las palabras de Cristo hicieron estremecer al sumo sacerdote. El pensamiento de que
hubiese de producirse una resurrección de los muertos, que hiciese comparecer a todos
ante el tribunal de Dios para ser recompensados según sus obras, era un pensamiento
que aterrorizaba a Caifás. No deseaba creer que en lo futuro hubiese de recibir sentencia
de acuerdo con sus obras. Como en un panorama, surgieron ante su espíritu las escenas
del juicio final. Por un momento, vio el pavoroso espectáculo de los sepulcros
devolviendo sus muertos, con los secretos que esperaba estuviesen ocultos para
siempre. Por un momento, se sintió como delante del Juez eterno, cuyo ojo, que lo ve
todo, estaba leyendo su alma y sacando a luz misterios que él suponía ocultos con los
muertos.
Tradiciones humanas
Al rasgar sus vestiduras, Caifás anulaba la ley de Dios para seguir la tradición de los
hombres. Una ley de origen humano estatuía que en caso de blasfemia un sacerdote
podía desgarrar impunemente sus vestiduras por horror al pecado. Así la ley de Dios era
anulada por las leyes de los hombres. Cada acción del sumo sacerdote era observada
con interés por el pueblo; y Caifás pensó ostentar así su piedad para impresionar. Pero en
este acto, destinado a acusar a Cristo, estaba vilipendiando a Aquel de quien Dios había
dicho: “Mi nombre está en él”. Él mismo estaba cometiendo blasfemia. Estando él mismo
bajo la condenación de Dios, pronunció sentencia contra Cristo como blasfemo.
Cuando Caifás rasgó sus vestiduras, su acto prefiguraba el lugar que la nación judía como
nación iba a ocupar desde entonces para con Dios. El pueblo que había sido una vez
favorecido por Dios se estaba separando de él, y rápidamente estaba pasando a ser
desconocido por Jehová. Cuando Cristo en la cruz exclamó: “Consumado es,” y el velo del
templo se rasgó de alto a bajo, el Vigilante Santo declaró que el pueblo judío había
rechazado a Aquel que era el prototipo simbolizado por todas sus figuras, la sustancia de
todas sus sombras. Israel se había divorciado de Dios. Bien podía Caifás rasgar entonces
sus vestiduras oficiales que significaban que él aseveraba ser representante del gran
Sumo Pontífice; porque ya no tendrían significado para él ni para el pueblo. Bien podía el
sumo sacerdote rasgar sus vestiduras en horror por sí mismo y por la nación