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Examen Final Desafios

El documento analiza la concentración de poder y la corrupción en los gobiernos de Alberto Fujimori y Augusto Leguía en Perú, destacando cómo ambos líderes utilizaron tácticas autoritarias para perpetuarse en el poder y debilitar las instituciones democráticas. A pesar de implementar reformas modernizadoras, sus regímenes priorizaron el control político y la corrupción, dejando un legado negativo en la cultura política peruana. Se concluye que el autoritarismo y la corrupción son patrones históricos recurrentes en la política peruana, evidenciando la fragilidad institucional del país.

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El documento analiza la concentración de poder y la corrupción en los gobiernos de Alberto Fujimori y Augusto Leguía en Perú, destacando cómo ambos líderes utilizaron tácticas autoritarias para perpetuarse en el poder y debilitar las instituciones democráticas. A pesar de implementar reformas modernizadoras, sus regímenes priorizaron el control político y la corrupción, dejando un legado negativo en la cultura política peruana. Se concluye que el autoritarismo y la corrupción son patrones históricos recurrentes en la política peruana, evidenciando la fragilidad institucional del país.

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“Año de la recuperación y consolidación de la economía

peruana”

CURSO: PROBLEMAS Y DESAFÍOS EN EL PERÚ ACTUAL

DOCENTE: OMER MARITZA CHAVEZ SANCHEZ

TEMA: Examen final

INTEGRANTES:

RIOS DAMIAN, LIZETH MEDALINE


VILELA MORENO DANITZA LADY
GUERRA SALIRROSAS ELOISA ANGIE
GONZALES MUÑOZ NAYELI ANDREA
GODOS POMA MEL AKIRA

2025
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN​ 3
1. DESARROLLO​ 4
2. CONCLUSIÓN​ 10
3. BIBLIOGRAFÍA 13
Concentración de poder y corrupción en los gobiernos de Alberto Fujimori y
Augusto Leguía

La historia republicana del Perú ha estado marcada por ciclos de autoritarismo, corrupción y

debilitamiento institucional, los cuales han afectado profundamente el desarrollo democrático del

país. Dos gobiernos que ejemplifican claramente esta problemática son los de Augusto B. Leguía

(1919-1930) y Alberto Fujimori (1990-2000), quienes a pesar de pertenecer a contextos

temporales distintos, recurrieron a mecanismos similares para concentrar el poder y perpetuarse

en el cargo. Ambos impulsaron reformas modernizadoras mientras debilitaban las instituciones

democráticas, cooptaban los poderes del Estado y restringían derechos fundamentales.

En palabras del historiador Manuel Burga (s.f.): “Aquí encontramos una aparente paradoja:

Leguía —hombre de las élites— arrebata el poder político a la oligarquía civilista y Fujimori

—hombre de los estratos sociales bajos, parece por la fuerza de las circunstancias devolver el

poder a las nuevas élites económicas”. Esta reflexión evidencia el patrón autoritario compartido:

ambos gobiernos priorizaron sus proyectos de poder y modernización por encima del

fortalecimiento de la democracia y el respeto a los derechos humanos.

Durante el "Oncenio" de Leguía, se instauró un régimen personalista amparado en una reforma

constitucional que permitió la reelección continua, en un contexto de aparente progreso material.

De forma análoga, el gobierno de Fujimori impulsó políticas neoliberales exitosas en términos

macroeconómicos, pero lo hizo bajo un modelo autoritario que incluyó el autogolpe de 1992, el

control de los medios de comunicación y una red de corrupción liderada por Vladimiro

Montesinos. Según informes de organismos como la Comisión de la Verdad y Reconciliación y

Transparencia Internacional, estos periodos no solo vulneraron el orden democrático, sino que

también sentaron precedentes negativos que aún repercuten en la vida política peruana actual.
Frente a este panorama, surge la siguiente interrogante: ¿En que medida las políticas

autoritarias y los actos de corrupción durante los gobiernos de Leguía y Fujimori reflejan

un patrón histórico de concentración de poder y violación de derechos en el Perú? y cómo

deberían evaluarse sus legados en el contexto de la democracia peruana. Nosotros consideramos

que sí, en gran medida, estos gobiernos representan una constante en la historia republicana del

país: la tendencia de ciertos líderes a debilitar la institucionalidad democrática para mantenerse

en el poder, aun a costa de los derechos ciudadanos. Esta es la postura que desarrollaremos a

través del análisis de los contextos políticos, sociales y económicos de ambos periodos. Por ello,

detallaremos nuestras razones y profundizaremos en cada una de estas ideas para respaldar

nuestra perspectiva.

En primer lugar, durante El Oncenio de Leguía se representó una ruptura con el modelo político

previo de la República Aristocrática, al intentar integrar sectores históricamente excluidos como

los indígenas, obreros y clases medias emergentes. Bajo el lema de la “Patria Nueva”, se

impulsaron políticas públicas orientadas a la modernización del Estado y a la inclusión social. En

el ámbito educativo, se construyeron escuelas y se fortaleció la educación pública como

herramienta de cohesión nacional. En salud, se promovieron campañas de salubridad y la

edificación de hospitales, especialmente en zonas urbanas donde el Estado tenía escasa

presencia. Asimismo, se llevaron a cabo grandes obras de infraestructura como carreteras,

edificios gubernamentales y redes de servicios básicos que no solo modernizaron al país, sino

también generaron empleo para los sectores populares (HistoriaUniversal.org, 2023).

No obstante, estas medidas, si bien inclusivas en apariencia, no transformaron las estructuras de

poder existentes. Su funcionalidad estuvo más orientada a consolidar el régimen que a propiciar
una transformación social profunda (Ames Zegarra, 2018). En este sentido, el estilo de gobierno

adoptado por Leguía presenta rasgos claros del populismo, especialmente en su discurso

nacionalista y paternalista (Jorge Larrain, 2018).

Simultáneamente, el régimen utilizó tácticas discursivas para deslegitimar a la oposición.

Quienes cuestionaban su gobierno eran presentados como enemigos del progreso o elementos

retrógrados que atentaban contra la estabilidad nacional. Esta estrategia justificó la concentración

del poder en su figura, debilitando los mecanismos democráticos y fortaleciendo un estilo

autoritario de gobierno. Como consecuencia, el discurso populista sirvió para obtener apoyo

popular y justificar el control absoluto del poder. La creación de una imagen paternalista y

protectora permitió que Leguía consolidara su posición como líder indispensable, eliminando

rivales políticos y silenciando críticas. Esta estrategia se reforzó con el control sobre los medios

de comunicación y la censura de voces disidentes, asegurando que su versión de la realidad

predominara en el imaginario colectivo (Samanamú, 2020). Se promovía la idea de que el

bienestar del país dependía directamente de su gobierno, lo cual reducía las posibilidades de que

surgieran movimientos opositores fuertes.

A pesar de las obras públicas y las reformas sociales impulsadas por Leguía, su gobierno no

logró transformar estructuralmente el país. Las clases populares obtuvieron beneficios

temporales, pero la estructura de poder se mantuvo inalterada, favoreciendo a los grupos

dominantes. La dependencia del capital extranjero, la centralización del poder y la falta de una

reforma agraria limitaron las posibilidades de un cambio profundo (Ames Zegarra, 2018). El

Oncenio de Leguía combinó políticas públicas inclusivas, retórica nacionalista y prácticas

autoritarias, lo que permite identificarlo como un régimen con marcadas características

populistas, sin compromiso real con una transformación estructural del país. Si bien su discurso
pretendía representar una nueva etapa en la historia peruana, las bases económicas y sociales

continuaron reproduciendo desigualdades que afectaban a los sectores marginados.

Asimismo, durante el autogolpe de 1992, el entonces presidente Alberto Fujimori disolvió el

Congreso y asumió el control total del país con el pretexto de combatir la ineficiencia del

Legislativo y al terrorismo. Según Keskleich (2001), “el autogolpe fue la culminación de un

proceso de concentración de poder donde se eliminó el equilibrio de poderes”. Este acto vulneró

el orden democrático y marcó un punto de quiebre en la institucionalidad peruana.

Además, los servicios de inteligencia bajo el mando de Vladimiro Montesinos jugaron un papel

clave para afianzar el régimen. Como señala Keskleich (2001), “Montesinos utilizó el Servicio

de Inteligencia Nacional (SIN) para controlar medios de comunicación, manipular a la opinión

pública y perseguir opositores políticos”. Esto se evidenció en la compra de líneas editoriales y

chantajes a figuras públicas.

En cuanto a las violaciones de derechos humanos, durante este periodo ocurrieron casos

emblemáticos como Barrios Altos y La Cantuta, donde se asesinaron a civiles y estudiantes bajo

la presunta lucha contra el terrorismo. Asimismo, las esterilizaciones forzadas a mujeres

indígenas representan uno de los crímenes más graves. “La política de salud reproductiva fue

usada para reducir poblaciones pobres y rurales, sin consentimiento informado” (Keskleich,

2001).

Finalmente, el nivel de corrupción sistemática alcanzó todos los niveles del Estado. Como lo

expone Keskleich (2001), “la red de corrupción liderada por Montesinos incluyó sobornos a

jueces, fiscales, militares y congresistas, lo que consolidó una estructura autoritaria funcional a

los intereses del régimen.


Durante el régimen de Alberto Fujimori, se consolidó un modelo de gobierno autoritario

amparado en una aparente legalidad, especialmente tras la promulgación de la Constitución de

1993, que fortaleció el poder presidencial y debilitó los mecanismos de control democrático

(Oscar Villalobos, 2023). Este marco permitió no solo el cierre del Congreso en 1992, sino

también la institucionalización de la corrupción como parte del aparato estatal. Además, el uso

de los servicios de inteligencia bajo la dirección de Vladimiro Montesinos fue clave para la

vigilancia de opositores, manipulación de medios y control de instituciones. Según Oscar

Villalobos, 2023, este fenómeno evidencia cómo una democracia puede transformarse

internamente en un régimen autoritario, sin abandonar por completo la fachada institucional.

Durante el segundo gobierno de Alberto Fujimori (1995–2000), se implementó el Programa

Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, que resultó en la esterilización forzada

de más de 270 mil mujeres y 22 mil varones en el Perú, especialmente en comunidades

indígenas, rurales y de bajos recursos. Estas intervenciones se realizaron sin brindar una

información completa, y en muchos casos bajo coacción, manipulación o incluso amenazas.

Como advierte Serranò, A. (2021), se trató de una política que “violó derechos fundamentales

como la integridad personal, la autonomía reproductiva y la dignidad humana”, al ser promovida

desde el Estado sin respetar el consentimiento libre e informado de las víctimas.

La autora destaca que estas violaciones ocurrieron bajo un discurso oficial de lucha contra la

pobreza y el desarrollo, pero en realidad respondían a una lógica eugenésica y de control social.

Serranò, A. (2021) indica que hubo “un patrón sistemático de esterilización dirigido a mujeres

pobres, quechua hablantes, con poca escolaridad y con múltiples hijos, a quienes se les ofrecía

dinero, alimentos o se les amenazaba con quitarles beneficios del Estado si no aceptaban la
operación”. Este patrón evidencia una estructura institucional que operó con conocimiento de las

altas esferas del poder político.

Además de los abusos cometidos, la autora subraya la falta de acceso a la justicia que han

enfrentado las víctimas durante más de dos décadas. Aunque se han presentado denuncias

penales y el caso fue llevado ante organismos internacionales, el proceso judicial en el Perú ha

sido lento, fragmentado y sin resultados contundentes. Serranò, A. (2021) señala que “el Estado

ha incumplido su obligación de investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos

humanos”, generando así una doble victimización: primero por la esterilización forzada y luego

por la negación sistemática del derecho a la justicia.

En este contexto, la autora analiza cómo el derecho de acceso a la justicia, reconocido por

tratados internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ha sido

vulnerado, ya que las víctimas no han tenido una participación real en los procesos, ni se les ha

garantizado medidas de reparación integral. Esto incluye no solo indemnizaciones económicas,

sino también rehabilitación médica, apoyo psicológico, medidas de no repetición y

reconocimiento público del daño cometido. Según Serranò, A. (2021), “la impunidad del caso

de las esterilizaciones forzadas es una muestra del desinterés estructural del sistema judicial

peruano hacia las mujeres indígenas y pobres”.

Finalmente, la autora concluye que el caso de las esterilizaciones forzadas representa una deuda

histórica del Estado peruano, que aún no ha sido saldada. A pesar de los esfuerzos de

organizaciones de derechos humanos y colectivos de mujeres afectadas, el proceso judicial

contra Alberto Fujimori y sus exministros de Salud ha sido obstaculizado constantemente.

Serranò, A. (2021) enfatiza que el derecho a la justicia es esencial para reconstruir la confianza
en las instituciones y avanzar hacia una verdadera reparación moral, jurídica y social para las

víctimas.

Por otro lado, tanto el gobierno de Augusto B. Leguía como el de Alberto Fujimori comparten

características estructurales que revelan un patrón histórico repetitivo de autoritarismo en el

Perú. En ambos casos se observa una fuerte concentración del poder, un culto a la personalidad

del líder y el debilitamiento sistemático de las instituciones democráticas. Leguía se proclamó

líder de la “Patria Nueva” y reformó la Constitución para perpetuarse en el poder; Fujimori, por

su parte, dio un autogolpe en 1992, disolvió el Congreso y gobernó con el respaldo de las

Fuerzas Armadas y del servicio de inteligencia, con el fin de afianzar su control.

A pesar de sus diferencias de origen, ambos personajes reflejan una actitud política comparable.

Leguía era un político tradicional, ligado a las élites económicas y al civilismo, mientras que

Fujimori surgió desde los sectores populares, sin vínculos empresariales ni partidarios sólidos

(Burga, s.f.). No obstante, ambos gobernantes supieron aprovechar el contexto de crisis para

legitimar su presencia prolongada en el poder. Como señala Manuel Burga (s.f.), “en estas dos

épocas aparecen dos hombres políticamente similares, pero con trasfondos muy diferentes”(p.3)

Ambos eliminaron liderazgos alternativos, manipularon la legalidad para sus intereses y

destruyeron los canales institucionales de renovación democrática (Manuel Burga (s.f.)

Asimismo, utilizaron el aparato estatal para construir redes de clientelismo y corrupción. Leguía,

desde el poder, favoreció a sus allegados económicos y políticos, mientras que Fujimori

institucionalizó la corrupción a través de Vladimiro Montesinos, manipulando medios de

comunicación, comprando congresistas y controlando el sistema judicial. Aunque los contextos


históricos eran distintos —Leguía gobernó tras la Primera Guerra Mundial, en una década de

modernización incipiente; Fujimori lo hizo en plena globalización y auge del neoliberalismo—,

ambos respondieron de forma parecida: promoviendo un modelo de modernización autoritaria

sin alternancia política real (Burga, s.f. p.2).

Lo más preocupante, sin embargo, es el impacto de estos regímenes en la cultura política

peruana. Según DESCO (2017), el régimen fujimorista consolidó un modelo autoritario bajo la

apariencia de eficiencia, lo que generó una cierta tolerancia social al autoritarismo a cambio de

orden o resultados. Esta cultura de aceptación del poder concentrado también se gestó en el

Oncenio, cuando Leguía, al igual que Fujimori, reclutaba políticos funcionales y cambiaba las

reglas del juego para perpetuarse. Ambos reformaron o manipularon la Constitución con el fin de

adaptarla a sus fines personales (Burga, s.f. p.3).

Como advierte Burga, la verdadera amenaza no está únicamente en la figura del caudillo, sino

en la fragilidad institucional y en la repetición de estos esquemas de poder personalista que

frustran los procesos democráticos y obstaculizan un desarrollo sostenible. “Eso es lo que me

preocupa, y de alguna manera me aterra, de la historia republicana del Perú: la creación de

falsos caudillos, la fragilidad de las instituciones y la frustración de los procesos democráticos”

(Burga, s.f. p.4). Por ello, es claro que tanto Leguía como Fujimori no fueron excepciones

aisladas, sino expresiones de un patrón político nacional que privilegia el autoritarismo en

tiempos de crisis.

En síntesis, los gobiernos de Augusto Leguía y Alberto Fujimori permitieron entender que el

autoritarismo y la corrupción no han sido hechos aislados ni meras desviaciones de la política

peruana, sino un acto recurrente de un patrón histórico más profundo. Ambos regímenes,
separados por más de medio siglo, compartieron una estructura similar: la concentración del

poder en el Ejecutivo, el debilitamiento de las instituciones democráticas, la represión de la

disidencia y el uso del aparato estatal como herramienta de un proyecto personalista. Estas

coincidencias evidencian una tendencia cíclica en el Perú a tolerar, e incluso justificar, formas

autoritarias de gobierno cuando estas prometen estabilidad, orden o progreso económico.

Es crucial subrayar que la eficiencia no puede confundirse con legitimidad. Los resultados

materiales como la construcción de carreteras o la reducción de la inflación no deben justificar

violaciones sistemáticas de derechos humanos. Las esterilizaciones forzadas, los asesinatos en

Barrios Altos y La Cantuta, y la persecución de opositores políticos durante el régimen

fujimorista no son detalles menores: son crímenes que deben ser nombrados, recordados y

condenados. Lo mismo aplica a las prácticas clientelistas y corruptas de Leguía, que instauraron

un modelo político donde la lealtad personal pesaba más que la competencia o la ética pública.

Los testimonios recogidos en este trabajo, provenientes de personas que vivieron el periodo

fujimorista desde distintas regiones del país, evidencian esa ambigüedad que caracteriza la

memoria colectiva: por un lado, el reconocimiento de mejoras en infraestructura o seguridad; por

otro, una persistente sensación de miedo, vigilancia e injusticia.

El análisis entre ambos gobiernos no solo revela similitudes en sus estilos autoritarios, sino que

también expone una actitud social peligrosa: la disposición de una parte de la ciudadanía a

aceptar el abuso de poder a cambio de resultados inmediatos. Esta cultura política, marcada por

el cortoplacismo, el desencanto institucional y la desconfianza en la democracia, ha facilitado la

repetición de ciclos autoritarios. En lugar de fortalecer una ciudadanía crítica y participativa, se

ha promovido una lógica de dependencia en figuras de poder que prometen "poner orden",

aunque ello implique vulnerar derechos.


En definitiva, evaluar los legados de Leguía y Fujimori desde una perspectiva democrática

implica mucho más que un balance de obras: exige un análisis ético y político que reconozca los

daños causados a las instituciones, a la cultura cívica y a las víctimas de sus abusos. La

democracia peruana debe aprender de estos episodios, construir una memoria activa que rechace

el autoritarismo, y promover valores como la transparencia, la rendición de cuentas y la

participación ciudadana. Solo asumiendo esta evaluación con seriedad y compromiso ético

podremos romper con la lógica del poder absoluto y avanzar hacia un país con instituciones

sólidas, ciudadanos informados y una democracia verdaderamente resiliente donde se respeten

los derechos humanos.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

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●​ Villalobos Risco, Ó. M. (2023). Gobierno electrónico, la solución a la lucha contra la


corrupción: Revisión sistemática. Comunica, 14(2), 161–179.
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https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/8233584.pdf

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https://www.desco.org.pe/el-autoritarismo-fujimorista-y-los-espacios-de-concertacion-19
90-2000

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